Capítulo 16

El trayecto hasta la cama en los brazos de Brian fue para Theresa como cruzar un arco iris entre la tierra y el cielo.

De la sala se filtraron las melodías de las canciones de amor, ahora distantes, pero románticas y sugerentes. Brian se movió silenciosamente sobre la moqueta y se sentó en el borde de la cama sin dejar por un momento de mirar a Theresa, la cual aterrizó con las piernas sobre su regazo. Ella sintió que una débil oleada líquida los elevaba por un momento. Con un suave movimiento, Brian la dejó extendida a través de la cama y se recostó a su lado.

Se apoyó sobre un codo, sonriéndole y deslizó la punta del dedo índice sobre su labio inferior. Theresa, por su parte, había dejado de sonreír, y sus ojos muy abiertos revelaban su aprensión.

– ¿Tienes miedo? -preguntó Brian suavemente.

Theresa tragó saliva y asintió.

– Un poco.

– ¿Respecto a algo en particular?

– Mi falta de experiencia, entre otras cosas.

– La experiencia no será ningún problema, te lo aseguro. ¿Cuáles son las otras cosas?

– Yo… yo no… Oh, Brian -dijo, cubriéndose el rostro con ambas manos-. Esto es tan difícil, y sé que estoy colorada como un tomate, y que no hay nada menos favorecedor para una pelirroja que ruborizarse, y yo nunca…

– ¡Theresa! -la interrumpió, apartando las manos de su rostro-. Te amo. ¿Ya lo has olvidado? No hay nada que no puedas decirme. Sea lo que sea, buscaremos la solución entre los dos, ¿de acuerdo? Y, por cierto, las pelirrojas tienen un aspecto encantador cuando se ruborizan. Ahora, ¿te importaría comenzar otra vez?

Theresa tragó saliva y luego soltó la parrafada de un tirón para que no le diera tiempo a cambiar de opinión.

– No quiero quedarme embarazada, así que ayer compré algo, pero las instrucciones dicen que tengo que utilizarlo media hora antes y no sé antes de qué ni cuánto tiempo se tarda porque es la primera vez que lo hago y ¡por favor, suéltame las manos, para que pueda taparme la cara!

Llena de perplejidad, Theresa observó cómo Brian comenzaba a reírse adorablemente y la envolvía entre sus brazos.

– ¿Eso es todo? Oh, dulce Theresa, eres encantadora -dijo acariciando su mejilla y besando su muy colorada nariz-. Yo tuve la misma idea, así que también vine preparado. Eso quiere decir que puedes elegir, bonita: Tú o yo.

Theresa intentó responder «yo», pero la palabra se le atragantó en la garganta y sólo asintió.

– Bueno, ahora es el momento.

Brian se incorporó llevando a Theresa con él. Theresa salió a la sala en busca de su bolsa y luego se metió en el baño.

Cuando regresó, Brian estaba tumbado boca arriba a través de la cama, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, el bañador por única prenda… Mucho antes de que Theresa se acercara a él, extendió la mano en ademán invitador.

– Ven aquí, bonita.

Theresa apoyó una rodilla sobre el borde de la cama y le dio la mano, dejándose arrastrar hasta que cayó en el hueco formado por el brazo y el costado de Brian, sobre su pecho. El agua se agitó bajo ellos y luego se aquietó. Brian tenía la cabeza apoyada sobre el brazo derecho, pero con el otro abrazó a Theresa hasta que quedó extendida sobre su cuerpo musculoso y viril. Theresa bajó la cabeza para rozar sus labios, y el beso comenzó con un encuentro tan ligero como las nubes. Las puntas de las lenguas se tocaron breves, tentativa… prometedoramente. Casi sin darse cuenta, ambos fueron atreviéndose más y más… Las lenguas se buscaron, se acariciaron, se persiguieron, recorrieron los rincones más profundos, devoraron… Los sentidos de Theresa jamás habían estado tan despiertos. Percibía cada caricia, sonido, imagen, olor o sabor; nada le pasaba desapercibido. La postura relajada de Brian daba a su pecho musculoso, el cual se elevaba y descendía, un aspecto que invitaba a acariciarlo.

Theresa primero deslizó una mano sobre su cuello, recordando que dicho gesto le produjo una excitación sorprendente en otra ocasión. Bajo sus dedos, el martilleo de las aceleradas palpitaciones no podía pasar desapercibido. Había vuelto a suceder. Theresa se maravilló de lo fácil que podía estimular a aquel hombre. Bajó la mano hacia la firme elevación del pecho, enredando los dedos entre el áspero y rizado vello, acariciando un pezón diminuto… Luego bajó la cabeza para saborear su cálida piel. El sabor era sensual, masculino… Theresa deslizó la lengua lentamente sobre el delicioso pecho.

Levantó la cabeza. Se sentía como drogada por las sensaciones que brotaban con el ímpetu de la primera vez. De repente quiso conocerlo todo, descubrir todas las texturas, tonalidades y aromas que poseía el cuerpo de Brian.

– Brian -dijo con voz sofocada, mirándole a los ojos-, me siento como un niño saboreando su primer caramelo. Nunca había tenido estas sensaciones. ¡Tengo mucho que aprender!

– No tengas tanta prisa; tenemos setenta años por lo menos.

Una sonrisa cruzó el rostro de Theresa, pero se desvaneció rápidamente, barrida por aquel nuevo y apasionado interés en el cuerpo de Brian, el cual había cerrado los ojos.

Como una niña impaciente, Theresa se incorporó, apoyándose sobre la palma de una mano para disfrutar de una mejor perspectiva de aquel cuerpo que tanto amaba.

– ¡Eres… exquisito! -exclamó maravillada-. Nunca pensé que un hombre pudiera ser exquisito, pero tú lo eres.

Theresa deslizó la mirada hacia su vientre, liso y duro, descendiendo hasta el lugar cubierto por el bañador, donde su excitación se hacía más que evidente. Se preguntó si le molestarían aquellas apreturas.

Levantó la vista hacia sus ojos, descubriendo que él había estado observándola.

– Mi niña amada -dijo esbozando una sonrisa encantadora.

Lentamente deslizó un dedo a lo largo de una de las cintas del bikini hasta llegar al valle formado por sus senos. Theresa se estremeció de placer.

– No creo que yo sea el exquisito.

Recorrió suavemente la piel desnuda de sus senos, y Theresa pensó que iba a explotar de gusto. Las leves caricias le pusieron la carne de gallina. Cerró los ojos cuando volvió a deslizar el dedo a lo largo de la cinta, pero esta vez pasando también sobre el bikini para pellizcar delicadamente el pezón oculto. Esto le produjo una sensación ardiente que se extendió hasta su punto más íntimo y femenino.

Theresa abrió los ojos de golpe.

– ¡Brian!

Él malinterpretó su exclamación y la miró con expresión preocupada.

– ¡Brian, no he perdido la sensibilidad!

– ¿Qué?

– ¡Tengo sensibilidad ahí! Cuando me tocaste, sucedió de repente. Sentí un estremecimiento que se extendió por todo mi cuerpo hasta… ¡oh, Brian!, ¿no te das cuenta? El médico me dijo que a veces se perdía la sensibilidad de los senos, y me daba pánico pensar que pudiera ocurrirme a mí.

– No me lo habías dicho…

– Ahora lo he hecho pero, oh, Brian, eso ya no importa. ¡Por favor, hazlo otra vez! -le pidió excitadamente-. Quiero asegurarme de que no han sido imaginaciones mías.

– No te haré daño, ¿verdad? -preguntó él con el ceño fruncido.

– No -susurró Theresa.

Brian movió a la vez una mano y la boca. La primera acarició; la segunda besó. La presión con que acariciaba fue aumentando poco a poco, y finalmente buscó el pezón, el cual exploró suavemente a través del bikini.

Theresa entreabrió los labios y relajó los hombros sobre la cama cuando las sensaciones comenzaron una vez más, aunque con menos intensidad que la primera vez. Pero a ella le daba igual. Se concentró profundamente para revivir aquella intensidad, guiando la mano de Brian al lugar exacto que pensó que detonaría su excitación.

Encima de ella, Brian observó la variedad de expresiones que cruzaron su rostro y finalmente buscó el cierre del bikini. Theresa abrió los ojos al darse cuenta de que tenía suelto el bikini y detuvo la mano de Brian antes de que pudiera bajarlo.

– Brian, tengo cicatrices, pero por favor, no dejes que te detengan. Las tendré varios meses más, pero luego desaparecerán. Y no me duelen; sólo me pican algunas veces.

La mirada de Brian le contestó que lo comprendía y aceptaba. Entonces apartó el primero de los triángulos hacia abajo, mientras Theresa observaba su mirada, la cual descendió sobre la cicatriz vertical para volver rápidamente a los ojos castaños de Theresa. Sin decir una palabra, Brian hizo lo mismo con el otro triángulo.

¿Qué había sido de su terrible vergüenza? Se había desvanecido ante el impacto producido por la adorable preocupación que emanaba del rostro de Brian.

Él deslizó las manos bajo la espalda de Theresa y las sacó con la pieza del bikini, que arrojó sobre las almohadas.

– ¿Cómo es posible que no te duela?

Suavemente envolvió con una mano su seno derecho, deslizando el pulgar sobre la cicatriz, y delicada, muy delicadamente, alrededor del pezón.

– ¿Te hicieron una incisión aquí?

– Sí, pero ya está completamente cicatrizada.

– Oh, Theresa, me duele pensar lo que te hicieron.

Brian bajó la cabeza para recorrer con los labios la cicatriz que circundaba el seno.

– Brian, ya ha pasado todo, y no fue tan terrible como piensas. Además, si no me hubiera operado, quizás no habría superado todos mis complejos y no estaría aquí contigo. Me siento tan diferente, tan…

Él alzó la cabeza y la miró con expresión atormentada.

– ¿Cómo te sientes? Tan… ¿qué?

– Hermosa -reconoció con voz algo tímida, recuperando de inmediato la confianza-. ¿Te lo imaginas? Theresa Brubaker, la pelirroja pecosa, sintiéndose hermosa. Pero esto se debe a ti en parte. Por tu forma de tratarme en Navidades. Me convenciste de que tenía derecho a sentirme así. Me diste todo lo que había soñado encontrar en un hombre.

– Te quiero -dijo con una voz extraña, ronca y profunda.

Hundió la cabeza y rozó con los labios las pecas que había entre sus senos.

– Adoro tus pecas, tu pelo rojo -prosiguió, deslizando los labios sobre uno de los senos-. Cada uno de los poros de tu piel…

Finalmente sus labios envolvieron el oscuro pezón. Deslizó la lengua con infinita delicadeza sobre él, provocando una oleada de emociones en el interior de Theresa.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Brian al ver su expresión absorta.

– Nada, sólo que estoy enamorándome de tu cuerpo, y de mi cuerpo, y de lo que pueden hacerse mutuamente… Estoy volando a través del espacio… sólo que es muy extraño… estoy cayendo hacia arriba.

Brian volvió a deslizar la lengua sobre el pezón, cerrando los labios, gimiendo placenteramente a la vez que deslizaba ambas manos sobre sus nalgas.

– Mmm… sabes a verano…

– ¿A qué sabe el verano? -preguntó ella, enredando los dedos entre el cabello de Brian y sintiendo un apetito insaciable por oír sus palabras.

– A playas exóticas y a la más dulce de las frutas… -contestó él con una leve sonrisa-. A moras y coco…

Brian resbaló hacia abajo y acarició con su lengua la sensitiva piel de su vientre.

– A mangos y kiwi… Hay algo más aquí, espera… déjame ver…

Metió la lengua en el ombligo de Theresa, haciendo movimientos circulares llenos de sensualidad.

– Mmm… creo que es la fruta de la pasión.

Theresa sintió que Brian sonreía y sonrió a su vez.

La boca de Brian era cálida y estimulante, y su aliento calentaba el sedoso triángulo de tejido que aún la cubría. Apoyando el pecho sobre sus muslos, Brian mordisqueó la prenda… el tejido, el vello y un poco de piel. Theresa se arqueó hacia arriba, dejando escapar un gemido lleno de deseo. Brian acarició la sensitiva zona posterior de la rodilla y con la boca acarició su piel, cuya temperatura subió a niveles insospechados por Theresa. Ella tembló y levantó las caderas de la cama, ofreciéndose plenamente. Brian la besó a través del sedoso tejido, frotando lentamente con la barbilla hasta que Theresa se encontró moviéndose hacia él, buscando algo… algo…

Y cuando el deseo de Theresa llegó a su plenitud, Brian se movió hacia arriba para besarla en los labios, deslizando las manos a lo largo del elástico del bikini y luego adentro para abarcar sus firmes nalgas. Al mismo tiempo deslizó todo su peso sobre ella e inició un lento vaivén con las caderas. Sus bocas se fundieron en un beso de mutuo deseo.

Brian se alzó un poco, y Theresa sintió cómo la diminuta prenda resbalaba sobre sus muslos. Luego Brian tuvo que dejar de besarla para terminar de quitarle el bikini, que también arrojó sobre las almohadas.

Theresa estaba impaciente, no se sentía en absoluto intimidada por las caricias de Brian. El amor, ese regalo de los dioses, acababa con toda la inseguridad, con toda la timidez, con toda la vergüenza, y le proporcionaba libertad para expresar su personalidad femenina recién descubierta del modo que había soñado durante tanto tiempo.

De su garganta surgió un sonido suave y apasionado. Se estiró de modo que Brian tuviera acceso total a los rincones más profundos de su cuerpo, temblando a veces, sonriendo otras. Su corazón palpitaba con un ritmo salvaje.

Pero nada más llevarla al borde del éxtasis, Brian se recostó. Y entonces le tocó explorar a Theresa.

Buscó al apretado elástico de su bañador y deslizó una mano por dentro, encontrando fría la piel del final de su espalda a causa de la leve humedad del tejido.

Sus caricias se vieron limitadas por la ajustada prenda, aunque Theresa vibró de excitación al palpar su carne tersa y firme. Brian alargó una mano hacia atrás, cogió el brazo de Theresa y lo llevó hacia delante, presionándolo contra su sexo. Se movió rítmicamente contra la palma de la mano de Theresa, iniciándola con más profundidad en el contacto sexual.

– Brian, por favor, quítate el bañador -pidió con voz ronca, sorprendiéndose a sí misma.

Sus palabras fueron parcialmente apagadas por los labios de Brian, que levantó la cabeza sonriendo.

– Cualquier cosa que me pidas, amor.

Brian se deslizó al borde de la cama y Theresa se puso de costado, acurrucada, observando cómo se ponía de pie, sacaba del bañador un nudo que hasta entonces había estado oculto, lo desataba y se quitaba la prenda. Luego volvió junto a ella.

Brian era hermoso y, de algún modo, a Theresa le pareció la cosa más natural del mundo extender la mano para acariciarle.

– Oh, Brian, eres suave… y tu piel está tan caliente…

– La tuya también. Pero creo que así es como se supone que la debemos tener.

Brian deslizó una mano por los muslos de Theresa, y subió hasta el centro de su feminidad para empezar a acariciarle suavemente, con un ritmo que disparó una oleada de sensaciones deliciosas en sus entrañas. Ella cerró los ojos y movió las caderas al ritmo de sus caricias.

– ¡Brian, me está pasando una cosa!

– Chss…

– Pero… pero…

Ya era demasiado tarde para preguntarle si fue tormento o placer, pues en el instante siguiente quedó respondida su pregunta. Se estremeció, sintiendo espasmos procedentes de los lugares más profundos de su cuerpo.

– Oh, mi dulce amor. La primera vez. ¿Sabes lo raro que es esto?

– No… Por lo que vi en las películas, pensaba que le sucedía a todo el mundo.

– Pues no le sucede a todas las mujeres la primera vez. Normalmente sólo a los hombres. Debes haber estado almacenándolo durante todos estos años, esperando a que yo llegara para liberarlo.

– Así ha sido.

Brian le dirigió una sonrisa llena de adoración, luego la besó en los dos ojos, en la nariz, en los labios… y mientras lo hacía, se elevó sobre ella, presionando firmemente con todo su cuerpo.

– Te amo, mi vida… recuérdalo si te hago un poco de daño.

– Te quiero, Bri…

Nunca acabó de pronunciar la palabra, pues en aquel preciso instante Brian la penetró y sus dos cuerpos se fundieron, pero Theresa no sintió ningún dolor. Sólo sintió sensaciones placenteras, cada vez más intensas mientras Brian movía lenta, deliberadamente las caderas. Él alargó la mano hacia abajo para incitarle a levantar las rodillas y de este modo formar un cálido nido que envolvió sus caderas.

Y así, Brian también estalló, recibiendo su parte en la consumación del amor que se tenían. Cuando apretó los puños y se estremeció, Theresa abrió los ojos y vio los suyos cerrados en éxtasis. Theresa observó el rostro adorado de Brian… los párpados temblorosos, los labios apretados cuando brotó sudor en su espalda y sus músculos se tensaron en el momento del clímax… Finalmente, Brian se estremeció durante un momento interminable, gimió y se relajó.

«Así que ésta es la razón por la que nací mujer y Brian Scanlon nació hombre, por la que estábamos destinados a buscarnos y encontrarnos en este mundo de extraños», pensó, Theresa, y le acarició la espalda, presionando con fuerza, estrechándola contra su propio cuerpo.

– Oh, Brian, ha sido tan maravilloso…

Brian se puso de lado y abrió los ojos. Levantó una mano que parecía demasiado agotada para lograr su propósito: acariciar su mejilla. Pero lo consiguió.

Entonces dejó escapar una risa sonora y profunda, volvió a cerrar los ojos y suspiró, quedándose inmóvil.

Theresa le observó fijamente. Se sentía plenamente mujer por primera vez. Sonrió y echó hacia atrás unos mechones despeinados que caían sobre la sien de Brian. Él no abrió los ojos, y ella no movió la mano.

– ¿Sabes cuándo comenzaste a intrigarme? -preguntó él de repente.

– ¿Cuándo?

Seguían abrazados, y Brian aumentó la presión mientras hablaba, como para proteger su tesoro más querido.

– Cuando Jeff me dejó leer una de tus cartas. Decías que habías salido con alguien llamado Lyle que resultó ser «Jack el Sobador».

Theresa se rió, recordando la carta y la desastrosa cita.

– ¿Desde hace tanto tiempo?

– Sí, señora. Dos años o más. En todo caso, nos reímos mucho, y yo me pregunté qué clase de mujer habría escrito la carta. Comencé a hacer preguntas a Jeff sobre ti. Poco a poco, me fui enterando de todo. Supe que eras pelirroja…

Deslizó los dedos por entre el espeso cabello.

– Que tenías pecas…

Acarició su mejilla.

– Y todo lo demás -concluyó, pasando la mano sobre uno de sus senos-. Las desdichas que te ocasionaban tus proporciones, las clases de música que dabas, lo bien que tocabas el violín y el piano, cómo te adoraba tu hermano y lo mucho que deseaba que fueras feliz y encontraras algún hombre que te tratase como te mereces…

– ¿Hace dos años? -repitió sorprendida.

– Aún más. Casi tres. Desde que estuvimos en Alemania. En cualquier caso, poco después vi una fotografía tuya. Llevabas una rebeca gris echada sobre los hombros y una blusa blanca. Hice muchas preguntas a Jeff, y la foto hizo que intuyera tu problema. Ha habido ocasiones en las que incluso he sospechado que Jeff me daba todos los detalles sobre ti con la esperanza de que, cuando te conociera, fuera el primer hombre que te tratara como te mereces y acabara haciendo exactamente lo que acabo de hacer.

– ¿Jeff? -exclamó sorprendida.

– Jeff. ¿Nunca has sospechado que él tramó todo el asunto desde el principio? A mí siempre me hablaba de su maravillosa hermana, que nunca había tenido novio, pero que poseía infinitas cosas que podía ofrecer a un hombre… al hombre adecuado.

Theresa se apoyó en un codo y se quedó pensativa.

– ¡Jeff! ¿Lo crees de verdad?

– Sí. De hecho, lo reconoció en el avión, cuando volvimos a la base. Sospechaba que había algo entre nosotros y me soltó a quemarropa que había estado pensando y que había llegado a la conclusión de que no le importaría tenerme como cuñado.

– Recuérdame que le dé al viejo Jeff un gran beso de agradecimiento la próxima vez que le vea, ¿de acuerdo? -dijo sonriendo complacida.

– ¿Y tú? ¿Cuándo comenzaste a considerarte una amante en potencia?

– ¿La verdad? -preguntó mirándole con expresión maliciosa y coqueta.

– La verdad.

– Aquella noche en el cine, cuando la escena erótica. Nuestros respectivos codos compartían un brazo de las butacas y cuando la mujer llegó al clímax, estabas clavándome el codo con tanta fuerza que casi me rompes el mío. Y cuando acabó la escena, perdiste el ánimo.

– ¿Que yo perdí el ánimo? ¡No me lo creo!

– Pues es cierto. Yo estaba muerta de vergüenza, y entonces tú bajaste las manos para tapar tu regazo y a mí me dieron ganas de esconderme debajo de las butacas.

– ¿Lo dices en serio? ¿De verdad hice eso?

– Por supuesto que hablo en serio. Estaba tan nerviosa y excitada que no sabía qué hacer. En parte se debía a la película y en parte a ti y tu brazo. Después no pude evitar preguntarme cómo sería hacerlo contigo. De algún modo, tuve el presentimiento de que serías bueno y dulce, justo lo que necesitaba una pelirroja pecosa para sentirse como Cenicienta.

– ¿Yo hago que te sientas como Cenicienta?

Theresa se quedó mirándole durante un prolongado momento, deslizó un dedo sobre sus labios y asintió con la cabeza. Brian capturó el dedo y lo mordisqueó, cerrando los ojos. Se quedó muy quieto, apretando las cuatro yemas de los dedos de Theresa contra sus labios.

– ¿Qué estás pensando? -murmuró Theresa.

Brian abrió los ojos, pero no respondió de inmediato. Entrelazó los dedos de una mano con los de Theresa con lentitud deliberada, apretando posesivamente sus dedos.

– Pienso en mañana. Y en los días que vendrán después. Y en que ya nunca tendremos que volver a estar solos. Siempre podremos contar el uno con el otro. Y también habrá bebés… ¿quieres tener hijos, Theresa?

Brian percibió que la mano de Theresa dejaba de hacer fuerza, soltando la suya a continuación.

– Theresa, ¿qué te pasa?

Ella le acarició el pecho, observando los movimientos de sus propias manos para no tener que mirarle a los ojos.

– Brian, hay algo que no te he contado respecto a la operación.

Él pensó lo peor, lo cual se reflejó en su rostro. Quizás la operación había causado más daños de los que se veían a simple vista y nunca podrían tener hijos. Theresa leyó sus pensamientos.

– Oh, no, Brian. No es eso. Puedo tener todos los hijos que quiera. Y quiero tenerlos. Pero… pero nunca podré amamantarlos.

Por un momento, Brian se había quedado inmóvil, esperando lo peor.

– ¿Eso es todo? -preguntó aliviado.

Theresa no se dio cuenta de que Brian había estado conteniendo el aliento hasta que lo soltó de golpe contra su sien, a la vez que la abrazaba con fuerza, balanceándola entre sus brazos.

– A mí no me importa, pero pensé que deberías saberlo. Algunos hombres quizás me considerarían sólo… media mujer o algo así.

Brian se echó hacia atrás bruscamente.

– ¿Media mujer? No vuelvas a pensar eso.

Sus miradas se encontraron, la de Brian expresaba su total admiración y cariño.

– Piensa en esto…

Brian moldeó a Theresa a la curva de su cuerpo, poniéndose de costado. Estaba tan pegado a Theresa que ésta oía los latidos de su corazón resonando en su pecho.

– Piensa en todo lo que tendremos algún día… una casa donde siempre habrá música y una pandilla de traviesos pelirrojos que…

– Pelirrojos, no. Con el pelo castaño -le interrumpió sonriendo.

– Pequeñajos pelirrojos con un montón de pecas que…

– ¡Oh, no! ¡Pecas, no! Si tenemos niños pelirrojos con pecas, Brian Scanlon, yo…

– Pecosos pelirrojos que tocarán el violín…

– La guitarra -insistió ella-. En un conjunto. Y su pelo será castaño oscuro, como el de su papá.

Theresa pasó una mano a través del cabello de Brian. Sus miradas se encontraron, llenas de deseo una vez más. Sus cuerpos se apretaron mutuamente, sus labios se encontraron…

– Vamos a comprometernos -sugirió Theresa, apenas sabiendo lo que decía, pues las caderas de Brian habían comenzado a moverse contra las suyas.

Brian comenzó a hablar, pero tenía la voz ronca de ansiedad.

– Haremos un trato. Algunos pelirrojos, algunos con el pelo castaño, unos que toquen el violín, otros que to…

Los labios de Theresa le interrumpieron.

– Mmm… -murmuró ella sobre sus labios-. Pero hará falta practicar mucho para hacer todos esos niños.

Provocativamente, apretó los senos contra el pecho de Brian, balanceándose sin ninguna inhibición, con un abandono pleno y jubiloso, con la libertad recién descubierta.

– Enséñame cómo lo haremos…

Sus labios entreabiertos se fundieron. El fuerte brazo de Brian la llevó sobre su cuerpo.

– Hazme el amor -ordenó con voz ronca.

En el corazón de Theresa irrumpió la timidez. Pero el amor guió sus pasos.

Sus sonrisas se encontraron, titubearon, se disolvieron. Cuando Theresa se instaló firmemente sobre él, Brian dejó escapar un gemido de satisfacción, que fue respondido por otro más suave. Experimentalmente, Theresa se alzó, se dejó caer, animada por las manos que asían sus caderas.

Echándose hacia atrás, Theresa vio que seguía con los ojos cerrados y le temblaban los párpados.

– Oh, Brian… Brian… te quiero tanto… -susurró, con los ojos llenos de lágrimas.

Brian abrió los ojos. Por un momento, calmó con las manos los movimientos de las caderas de Theresa. Luego alargó la mano para bajar la cabeza de Theresa y la besó en los ojos.

– Y yo te amo, bonita… siempre te amaré -murmuró antes de besarla en los labios para sellar la promesa.

En la sala, un disco olvidado giraba y giraba, enviando dulces melodías a los dos amantes, que se movieron al ritmo sensual de la música. Debajo de ellos, la cama también se mecía, haciendo un rítmico contrapunto a sus movimientos. Acumularían un repertorio de interminables dulces recuerdos a lo largo de su vida como marido y mujer. Pero en aquel momento, fundidos en un solo cuerpo, parecía que ningún recuerdo sería tan dulce como aquél que les ató a una promesa.

– Te amo -dijo Brian.

– Te quiero -respondió ella.

Fue suficiente. Juntos, seguirían adelante toda la vida.

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