Mientras conducía de vuelta a casa, no prestaba mucha atención a la superficie mojada de la carretera, que resplandecía al sol. Reflexionaba acerca del torrente de información que Jacob había compartido conmigo en un intento de sacar algo en claro y lograr que todo tuviera sentido. Me sentía más ligera a pesar del agobio. No es que ver sonreír de nuevo a Jacob y haber discutido sobre todos los secretos hubiera arreglado algo, pero facilitaba las cosas. Había hecho bien en ir. Jacob me necesitaba y, obviamente, no había peligro, pensé mientras entrecerraba los párpados para no quedarme cegada.
El coche apareció de la nada. Un instante antes, en el espejo retrovisor no había más que una calzada reluciente y después, de repente, tenía pegado un Volvo plateado centelleante bajo el sol.
– Ay, mierda -me quejé.
Consideré la posibilidad de acercarme al arcén y parar, pero era demasiado cobarde para hacerle frente en ese mismo momento. Había contado con disponer de algún tiempo de preparación y tener cerca a Charlie como carabina. Eso, al menos, le obligaría a no alzar la voz.
El Volvo continuó a escasos centímetros detrás de mí. Mantuve la vista fija en la carretera.
Conduje hasta la casa de Angela completamente aterrada; no permití que mis ojos se encontraran con los suyos, que parecían haber abierto un boquete al rojo vivo en mi retrovisor.
Me siguió hasta que pisé el freno en frente de la casa de los Weber. Él no se detuvo y yo no alcé la mirada cuando pasó a mi lado para evitar ver la expresión de su rostro, y en cuanto desapareció, salvé lo más deprisa posible el corto trecho que mediaba hasta la puerta de Angela.
Ben la abrió antes de que yo dejara de llamar con los nudillos.
Daba la impresión de que estaba justo detrás.
– ¡Hola, Bella! -exclamó, sorprendido.
– Hola, Ben. Eh… ¿Está Angela?
Me pregunté si mi amiga se había olvidado de nuestros planes y me achanté ante la perspectiva de volver temprano a casa.
– Claro -repuso Ben justo antes de que ella apareciera en lo alto de las escaleras y me llamara:
– ¡Bella!
Ben echó un vistazo a mi alrededor cuando oímos el sonido de un coche en la carretera, pero este ruido no me asustó al no parecerse en nada al suave ronroneo del Volvo. El vehículo fue dando trompicones hasta detenerse en medio de un fuerte petardeo del tubo de escape. Ésa debía de ser la visita que Ben estaba esperando.
– Ya viene Austin -anunció Ben cuando Angela llegó a su lado.
El sonido de un bocinazo resonó en la calle.
– Te veo luego -le prometió Ben-. Ya te echo de menos.
Él pasó el brazo alrededor del cuello de Angela y la atrajo hacia abajo para ponerla a su altura y poderla besar con entusiasmo. Un segundo después, Austin hizo sonar el claxon otra vez.
– ¡Adiós, Ang, te quiero! -gritó Ben mientras pasaba corriendo junto a mí.
Angela se balanceó con el rostro levemente enrojecido, pero luego se recuperó y le despidió con la mano hasta que los perdimos de vista. Entonces se volvió hacia mí y me sonrió con arrepentimiento.
– Te agradezco con toda mi alma este favor, Bella -dijo-. No sólo evitas que mis manos sufran heridas irreparables, sino que además me ahorras dos horas de una película de artes marciales sin argumento y mal doblada.
– Me encanta ser de ayuda.
Tuve menos miedo y fui capaz de respirar con más regularidad. Allí todo era muy corriente y, por extraño que parezca, los sencillos problemas humanos de Angela resultaban tranquilizadores. Era magnífico saber que la vida es normal en algún lado.
– ¿Dónde está tu familia?
– Mis padres han llevado a los gemelos a un cumpleaños en Port Angeles. Aún no me creo que vayas a ayudarme en esto. Ben ha simulado una tendinitis.
Hizo una mueca.
– No me importa en absoluto -le aseguré hasta que entré en su cuarto y vi las pilas de sobres que nos esperaban-. Uf -exclamé, asombrada.
Angela se dio la vuelta para mirarme con la disculpa grabada en los ojos. Ahora entendía por qué lo había estado posponiendo y por qué Ben se había escabullido.
– Pensé que exagerabas -admití.
– ¡Qué más quisiera! ¿Estás segura de querer hacerlo?
– Ponme a trabajar. Dispongo de todo el día.
Angela dividió en dos un montón y colocó la agenda de direcciones sobre el escritorio, en medio de nosotras dos. Nos concentramos en el trabajo durante un buen rato durante el que sólo se oyó el sordo rasguñar de nuestras plumas sobre el papel.
– ¿Qué hace Edward esta noche? -me preguntó al cabo de unos minutos.
La punta de mi pluma se hundió en el reverso del sobre.
– Pasa el fin de semana en casa de Emmett. Se supone que van a salir de excursión.
– Lo dices como si no estuvieras segura.
Me encogí de hombros.
Eres afortunada. Edward tiene hermanos para todo eso de las acampadas y las caminatas. No sé qué haría si Ben no tuviera a Austin para todas esas cosas de chicos.
– Sí. Las actividades al aire libre no son lo mío, la verdad, y no hay forma de que yo pueda seguirle el ritmo.
Angela se rió.
– Yo también prefiero quedarme en casa.
Ella se concentró en el montón de sobres durante un minuto y yo escribí otras cuatro direcciones. Con Angela nunca sentia el apremio de tener que llenar una pausa con chachara insulsa. Al igual que Charlie, ella se sentía a gusto con el silencio, pero al igual que mi padre, en ocasiones también era demasiado observadora.
– ¿Algo va mal? -inquirió, ahora en voz baja-. Pareces… ansiosa.
Sonreí avergonzada.
– ¿Es tan evidente?
– En realidad, no.
Lo más probable es que estuviera mintiendo para hacerme sentir mejor.
– No tienes por qué hablar de ello a menos que te apetezca -me aseguró-. Te escucharé si crees que eso te puede ayudar.
Estuve a punto de decir: «Gracias, gracias, pero no». Después de todo, había muchos secretos que debía ocultar. Lo cierto es que yo no podía hablar de mis problemas con ningún ser humano.
Iba contra las reglas.
Y aun así, sentía el deseo repentino e irrefrenable de hacer precisamente eso. Quería hablar con una amiga normal, humana. Me apetecía quejarme un poco, como cualquier otra adolescente. Anhelaba que mis problemas fueran más sencillos. Sería estupendo contar con alguien ajeno a todo aquel embrollo de vampiros y hombres lobo para poner las cosas en su justa perspectiva. Alguien imparcial.
– Me ocuparé de mis asuntos -me prometió Angela; sonrió y volvió la mirada hacia las señas que estaba escribiendo en ese momento.
– No -repuse-, tienes razón, estoy preocupada. Se trata de… Edward.
– ¿Qué ocurre?
¡Qué fácil resultaba hablar con ella! Cuando formulaba una pregunta como ésa, yo estaba segura de que no le movía la curiosidad o la búsqueda de un cotilleo, como hubiera ocurrido en el caso de Jessica. A ella le interesaba la razón de mi inquietud.
– Se ha enfadado conmigo.
– Resulta difícil de imaginar -me contestó-. ¿Por qué se ha enojado?
Suspiré.
– ¿Te acuerdas de Jacob Black?
– Ah -se limitó a decir.
– Exacto.
– Está celoso.
– No, celoso no… -debería haber mantenido la boca cerrada. No había modo alguno de explicarle aquello correctamente, pero, de todos modos, quería seguir hablando. No me había percatado de lo mucho que deseaba mantener una conversación humana-. Supongo que Edward cree que Jacob es… una mala influencia para mí. Algo… peligroso. Ya sabes cuántos problemas ha tenido en estos últimos meses… Aunque todo esto es ridiculo…
Me sorprendió ver que Angela negaba con la cabeza.
– ¿Qué? -quise saber.
– Bella, he visto cómo te mira Jacob Black. Apostaría a que el problema de fondo son los celos.
– No es ésa la relación que tengo con Jacob.
– Por tu parte, quizá, pero por la suya…
Fruncí el ceño.
– Él conoce mis sentimientos. Se lo he contado todo.
– Edward sólo es un ser humano, Bella, y va a reaccionar como cualquier otro chico.
Hice una mueca. No debía responder a eso. Angela me palmeó la mano.
– Lo superará.
– Eso espero. Jake está pasando momentos difíciles y me necesita.
– Tú y él sois muy amigos, ¿verdad?
– Como si fuéramos familia -admití.
– Y a Edward no le gusta él… Debe de ser duro. Me pregunto cómo manejaría Ben esa situación -se dijo en voz alta.
Esbocé una media sonrisa.
– Probablemente, como cualquier otro chico.
Ella sonrió franca.
– Probablemente.
Entonces, ella cambió de tema. Angela no era una entrometida y pareció percatarse de que yo no iba -ni podía- añadir nada más.
– Ayer me asignaron un colegio mayor. Es el más alejado del campus, por supuesto.
– ¿Sabe Ben ya cuál le ha tocado?
– En el más cercano. Toda la suerte es para él. ¿Qué hay de ti? ¿Has decidido adonde vas a ir?
Aparté la vista mientras me concentraba en los torpes trazos de mi letra. La idea de que Ben y Angela estuvieran en la Universidad de Washington me despistó durante unos instantes. Se marcharían a Seattle en cuestión de pocos meses. ¿Sería seguro? ¿Amenazaría Edward con instalarse en otra parte? ¿Habría para entonces un nuevo lugar, otra ciudad que se estremeciera ante unos titulares de prensa propios de una película de terror?
¿Serían culpa mía algunas de esas noticias?
Intenté desterrar de mi mente esa preocupación y respondí a su pregunta un poco tarde.
– Creo que a la Universidad de Alaska, en Juneau.
– ¿Alaska? ¿De veras? -percibí la nota de sorpresa en su voz-. Quiero decir… ¡Es estupendo!, sólo que imaginaba que ibas a elegir otro destino más… cálido.
Reí un poco sin apartar los ojos del sobre.
– Sí. Lo cierto es que la estancia en Forks ha cambiado mi perspectiva de la vida.
– ¿Y Edward?
La mención de su nombre provocó un cosquilleo en mi estómago, pero alcé la vista y le sonreí.
– Alaska tampoco es demasiado frío para Edward.
Ella me devolvió la sonrisa.
– Por supuesto que no -luego, suspiró-. Está muy lejos. No vas a poder venir a menudo. Te echaré de menos. ¿Me escribirás algún correo?
Me abrumó una ola de contenida tristeza. Quizás era un error intimar de más con Angela ahora, pero, ¿no sería aún más triste perderse estas últimas oportunidades? Me libré de tan lúgubres pensamientos y pude responderle con malicia:
– Si es que puedo volver a escribir después de esto…
Señalé con la cabeza el montón de sobres que ya había prepado.
Nos reímos las dos, y a partir de ese momento fue más fácil cotorrear despreocupadamente sobre clases y asignaturas. Todo lo que debía hacer era no pensar en ello. De todos modos, había cosas más urgentes de las que preocuparse aquel día.
Le ayudé también a poner los sellos, pues me asustaba tener que irme.
– ¿Cómo va esa mano? -inquirió.
Flexioné los dedos.
– Creo que se recuperará… algún día.
Alguien cerró de golpe la puerta de la entrada en el piso inferior. Ambas levantamos la vista del trabajo.
– ¿Ang? -llamó Ben.
Traté de sonreír, pero me temblaron los labios.
– Supongo que eso da el pie a mi salida del escenario.
– No tienes por qué irte, aunque probablemente me va a describir la película con todo lujo de detalles.
– Da igual, Charlie va a preguntarse por mi paradero.
– Gracias por ayudarme.
– Lo cierto es que me lo he pasado bien. Deberíamos hacer algo parecido de vez en cuando. Es muy agradable tener un tiempo sólo para chicas.
– Sin lugar a dudas.
Sonó un leve golpeteo en la puerta del dormitorio.
– Entra, Ben -invitó Angela.
Me incorporé y me estiré.
– Hola, Bella. ¡Has sobrevivido! -me saludó Ben de pasada mientras acudía a ocupar mi lugar junto a Angela. Observó nuestra tarea-. Buen trabajo. Es una pena que no quede nada que hacer, yo habría… -dejó en suspenso la frase y el hilo de sus pensamientos para retomarlo con entusiasmo-. ¡No puedo creer que te hayas perdido esta película! Era estupenda. La secuencia final de la pelea tenía una coreografía alucinante. El tipo ese, bueno, tendrías que ir a verla para saber a qué me refiero…
Angela me miró, exasperada.
– Te veo en el instituto -me despedí, y solté una risita nerviosa.
Ella suspiró y dijo:
– Nos vemos allí.
Estaba nerviosa mientras recorría la distancia que me separaba hasta mi vehículo, pero la calle se hallaba vacía. Pasé todo el trayecto mirando con inquietud por todos los espejos sin que se viera rastro alguno del coche plateado.
Su vehículo tampoco estaba en frente de la casa, aunque eso no significaba demasiado.
– ¿Bella? -me llamó Charlie en cuanto abrí la puerta de la entrada.
– Hola, papá.
Le encontré en el cuarto de estar, sentado delante de la televisión.
– Bueno, ¿qué tal ha ido el día?
– Bien -le respondí. Se lo podía contar todo, ya que enseguida iba a enterarse a través de Billy. Además, iba a hacerle feliz-. No me necesitaban en el trabajo, por lo que me he acercado a La Push.
Su rostro no reflejó sorpresa alguna. Billy y él habían estado hablando.
– ¿Cómo está Jacob? -preguntó Charlie, fingiendo indiferencia.
– Perfectamente -contesté, con aire despreocupado.
– ¿Has ido a casa de los Weber?
– Sí. Hemos terminado de escribir todas las direcciones en los sobres.
– Eso está bien -respondió Charlie con una ancha sonrisa. Estaba sorprendentemente concentrado, máxime si se consideraba que había un partido en juego-. Me alegro de que hoy hayas pasado unas horas con tus amigos.
– También yo.
Me fui sin prisa a la cocina en busca de un trabajo con el que sentirme ocupada. Por desgracia, Charlie ya había limpiado los platos del almuerzo. Me demoré allí durante unos minutos, contempando el brillante recuadro de luz que los rayos del sol dibujaban en el suelo, pero sabía que no podía aplazarlo de forma indefinida.
– Me subo a estudiar -anuncié con desánimo mientras me dirigia a las escaleras.
– Te veo luego -se despidió Charlie a mis espaldas.
Si sobrevivo, pensé para mis adentros.
Cerré la puerta de mi dormitorio con cuidado antes de volver mi rostro hacia el interior del dormitorio.
Él estaba allí, por supuesto, junto a la ventana, reclinado sobre la pared más alejada de mí, guarecido en las sombras. Su rostro era severo y mantenía una postura tensa. Me contempló sin despegar los labios.
Me acobardé a la espera de una diatriba verbal que no se produjo. El se limitó a seguir mirándome, es posible que demasiado enfadado para articular palabra.
– Hola -saludó al fin.
Su rostro parecía cincelado en piedra. Conté mentalmente hasta cien, pero no se produjo cambio alguno.
– Esto… Bueno, sigo viva -comencé. Brotó un bramido de su pecho, pero su expresión no se alteró-. No he sufrido ningún daño -insistí con encogimiento de hombros.
Se movió. Cerró los ojos y apretó el puente de la nariz entre los dedos de la mano derecha.
– Bella -murmuró-, ¿te haces la menor idea de lo cerca que he estado de cruzar hoy la línea y romper el tratado para ir a por ti? ¿Sabes lo que eso significa?
Proferí un grito ahogado y él abrió los párpados, dejando al descubierto unos ojos duros y fríos como la noche.
– ¡No puedes hacerlo! -repliqué en voz demasiado alta. Me esforcé en controlar el volumen de mi voz a fin de que no me oyera Charlie, pero ardía en deseos de gritar cada palabra-. Lo usarían como pretexto para una lucha, estarían encantados, Edward. ¡Jamás debes romper las reglas!
– Quizá no sean los únicos que disfrutarían con el enfrentamiento.
– No empieces -le atajé bruscamente-. Alcanzasteis un acuerdo para respetarlo.
– Si él te hubiera hecho daño…
– ¡Vale ya! -le corté-. No hay de qué preocuparse. Jacob no es peligroso.
– Bella… -puso los ojos en blanco-. Tú no eres precisamente la persona más adecuada para juzgar lo que es o no pernicioso.
– Sé que no he de preocuparme por Jake, ni tú tampoco.
Apretó la mandíbula con un rechinar de dientes al tiempo que los puños crispados colgaban a cada lado. Permanecía recostado contra la pared. Odié el espacio que nos separaba, por lo que…
… respiré hondo y crucé la habitación. No reaccionó cuando le rodeé con los brazos. Su piel resultaba especialmente helada en comparación con el calor de los estertores del sol vespertino que se colaba a chorros por la ventana. El también parecía glacial, gélido a su manera.
– Siento haberte preocupado -dije entre dientes.
Suspiró y se relajó un poco mientras rodeaba mi cintura con los brazos.
– «Preocupado» es quedarse corto -murmuró-. Ha sido un día muy largo.
– Se suponía que no ibas a enterarte -le recordé-. Pensé que la caza te iba a llevar más tiempo.
Alcé la vista para contemplar sus pupilas, a la defensiva, y entonces vi que estaban demasiado oscuras, algo de lo que no me había percatado con la tensión del momento. Los círculos alrededor de los ojos eran de color morado oscuro.
Fruncí el ceño con gesto de desaprobación.
– Regresé cuando Alice te vio desaparecer -me explicó.
– No deberías haberlo hecho -arrugué aún más el ceño-. Ahora vas a tener que irte otra vez.
– Puedo esperar.
– Eso es ridículo, es decir, sé que ella no puede verme con Jacob, pero tú deberías haber sabido…
– Pero no lo sé -me interrumpió-, y no puedes esperar de mí que te deje…
– Oh, sí, claro que puedo -le detuve-. Eso es exactamente lo que espero…
– No volverá a suceder.
– ¡Eso es verdad! La próxima vez no vas a reaccionar de forma exagerada…
– …porque no va a haber próxima vez…
– Comprendo tus ausencias, aunque no sean de mi agrado.
– No es lo mismo. Yo no arriesgo mi vida.
– Tampoco yo.
– Los hombres lobo suponen un riesgo.
– Discrepo.
– No estoy negociando, Bella.
– Yo tampoco.
Volvió a cerrar las manos. Sentí sus puños en la espalda.
– ¿De verdad que todo esto es por mi seguridad? -las palabras se me escaparon sin pensar.
– ¿A qué te refieres? -inquirió.
– Tú no estás… -ahora, la teoría de Angela parecía más estúpida. Me resultaba difícil concluir la frase-. Quiero decir, me conoces lo bastante bien para no tener celos, ¿a que sí?
Enarqué una ceja.
– ¿Debería tenerlos?
– No te lo tomes a broma.
– Eso es fácil. No hay nada remotamente gracioso en todo este lío.
Fruncí el ceño con recelo.
– ¿O hay algo más? No sé, alguna de esas tonterías del tipo «los vampiros y los licántropos son siempre enemigos». Si esto es fruto de la testosterona…
Sus ojos flamearon.
– Esto es sólo por ti. No me preocupa más que tu seguridad.
No dudé al ver las ascuas de sus ojos.
– De acuerdo -suspiré-. Lo creo, pero quiero que sepas algo. Me quedaré fuera cuando se produzcan situaciones ridiculas en lo referido a vuestra enemistad. Soy un país neutral. Soy Suiza. Me niego a verme afectada por disputas territoriales entre criaturas míticas. Jacob es familia mía. Tú eres… Bueno, no exactamente el amor de mi vida, porque espero poder quererte por mucho más tiempo que eso… El amor de mi existencia. Me da igual quién es un vampiro y quién un hombre lobo. Si Angela se convirtiera en una bruja, ella también formaría parte del grupo…
Me miró con ojos entrecerrados.
– Suiza -repetí de nuevo con énfasis.
Me hizo una mueca, pero luego suspiró.
– Bella… -comenzó, pero se detuvo y torció la nariz con desagrado.
– ¿Qué pasa ahora?
– Bueno, no te ofendas, pero hueles como un perro… -me dijo.
Luego, esbozó una de esas sonrisas torcidas tan propias de él, por lo que supe que la pelea se había terminado. Por el momento.
Edward tuvo que recuperar la expedición de caza que se había saltado, por lo que se ausentó el viernes por la noche con Jasper, Emmett y Carlisle a una reserva en el norte de California que tenía problemas con un puma.
No habíamos llegado a ningún acuerdo en el asunto de los hombres lobo, pero no sentí ningún remordimiento por telefonear a Jake durante el breve intervalo en el que Edward llevaba el Volvo a casa, antes de regresar a mi cuarto por la ventana, para decirle que iba a pasarme por allí de nuevo el sábado. No pensaba marcharme a hurtadillas. Edward conocía mi forma de pensar y haría que Jacob me recogiera si él volvía a estropearme el coche. Forks era neutral, como Suiza y como yo.
Por eso, no sospeché cuando Alice, en vez Edward, me esperaba en el Volvo a la salida del trabajo. La puerta del copiloto estaba abierta y una música desconocida para mí sacudía el marco cada vez que sonaban los contrabajos.
– Hola, Alice -grité para hacerme oír mientras entraba-. ¿Dónde está tu hermano?
Ella coreaba la canción una octava más alta que la melodía con la que se entretejía hasta lograr una intrincada armonía. Me hizo un asentimiento, ignorando mi pregunta mientras se concentraba en la música.
Cerré la puerta de un portazo y me puse las manos sobre los oídos. Ella me sonrió y redujo el volumen hasta limitarlo al nivel de la música ambiente. Echó los seguros y metió gas al coche al mismo tiempo.
– ¿Qué es lo que pasa? -pregunté; empezaba a sentirme inquieta-. ¿Dónde está Edward?
Se encogió de hombros.
– Se marcharon a primera hora.
– Vaya.
Intenté controlar el absurdo sentimiento de decepción. Si ha salido temprano, antes volverá, me obligué a recordar.
– Todos los chicos se han ido, así que ¡tendremos una fiesta de pijamas! -anunció con voz cantarína.
– ¿Una fiesta de pijamas? -repetí.
La sospecha finalmente cobró forma.
– ¿No te hace ilusión? -gorjeó.
Mis ojos se encontraron con los suyos, muy animados, durante un largo instante.
– Me estás raptando, ¿verdad?
Ella se echó a reír y asintió.
– Hasta el sábado. Esme lo arregló con Charlie. Vas a quedarte conmigo dos noches. Mañana yo te llevaré y te recogeré del colegio.
Me volví hacia la ventanilla con un rechinar de dientes.
– Lo siento -se disculpó Alice sin el menor asomo de arrepentimiento-. Me pagó.
– ¿Con qué?
– El Porsche. Es exactamente igual al que robé en Italia -suspiró satisfecha-. No puedo conducirlo por Forks, pero ¿qué te parece si comprobamos cuánto tiempo tarda en llegar a Los Ángeles. Apuesto a que podemos estar de vuelta a medianoche.
Suspiré hondo.
– Me parece que paso.
Suspiré al tiempo que reprimía un estremecimiento.
Aunque siempre más deprisa de la cuenta, fuimos reduciendo paulatinamente la velocidad. Alice dio la vuelta al garaje. Eché un vistazo rápido a los coches. Allí estaba el enorme Jeep de Emmett a su lado el Porsche de brillante color amarillo, como el plumaje de un canario, entre aquél y el descapotable rojo de Rosalie.
Alice salió de un grácil brinco y se acercó para acariciar con la mano cuan largo era su soborno.
– Es demasiado, ¿a que sí?
– Demasiado se queda corto -refunfuñé, incrédula-… ¿Te lo ha regalado por retenerme dos días como rehén? -Alice hizo un mohín. Un segundo después lo comprendí todo y jadeé a causa del pánico-. Es por todas las veces que Edward se ausente, ¿verdad?
Ella asintió.
Cerré de un portazo y me dirigí pisando fuerte hacia la casa. Ella danzó a mi lado, aún sin dar muestras de remordimiento.
– ¿No te parece que se está pasando de controlador? ¿No es quizás incluso un poquito psicótico?
– La verdad es que no -hizo un gesto desdeñoso-. No pareces entender hasta qué punto puede ser peligroso un hombre lobo joven. Sobre todo cuando yo no los puedo ver y Edward no tiene forma de saber si estás a salvo. No deberías ser tan imprudente.
– Sí -repuse con mordacidad-, ya que una fiesta de pijamas con vampiros es el culmen de un comportamiento consciente y seguro.
Alice se echó a reír.
– Te haré la pedicura y todo -me prometió.
No estaba tan mal, excepto por el hecho de que me retenían contra mi voluntad. Esme compró comida italiana de la buena -traída directamente de Port Angeles- y Alice preparó mis películas favoritas. Estaba allí incluso Rosalie, callada y en un segundo plano. Alice insistió en lo de arreglarme los pies hasta el punto de que me pregunté si no estaría trabajando conforme a una lista de tareas confeccionada a partir de la visión de las horribles comedias de la tele.
– ¿Hasta qué hora quieres quedarte levantada? -me preguntó cuando las uñas de mis pies estuvieron de un reluciente color rojo sangre. Mi mal humor no afectó a su entusiasmo.
– No quiero quedarme levantada. Mañana tenemos instituto.
Ella hizo un mohín.
– De todos modos, ¿dónde voy a dormir? -evalué el sofá con la mirada. Era algo pequeño-. ¿No podéis limitaros a mantenerme vigilada en mi casa?
– En tal caso, ¿qué clase de fiesta de pijamas iba a ser? -Alice sacudió la cabeza con exasperación-. Vas a acostarte en la habitación de Edward.
Suspiré. Su sofá de cuero negro era más grande que aquél. De hecho, lo más probable era que la alfombra dorada de su dormitorio tuviera el grosor suficiente para convertirse en un lecho excelente.
– ¿No puedo ir al menos a casa a recoger mis cosas?
Ella sonrió.
– Ya nos hemos ocupado de eso.
– ¿Tengo permiso para llamar por teléfono?
– Charlie sabe dónde estás.
– No voy a telefonearle a él -torcí el gesto-. Al parecer, he de cancelar ciertos planes.
– Ah -ella caviló al respecto-. No estoy del todo segura…
– ¡Alice! -me quejé a voz en grito-. ¡Vamos!
– Vale, vale -accedió mientras revoloteaba por la estancia. Regresó en menos de medio segundo con un móvil en la mano-. ÉI no me lo ha prohibido específicamente… -murmuró para sí mientras me entregaba el teléfono.
Marqué el número de Jacob con la esperanza de que no hubiera salido con sus amigos aquella noche. Estuve de suerte y fue él quien respondió.
– ¿Diga?
– Hola, Jake, soy yo.
Alice me observó con ojos inexpresivos durante un segundo antes de darse la vuelta e ir a sentarse en el sofá entre Rosalie y Esme.
– Hola, Bella -respondió, súbitamente alerta-. ¿Qué ocurre?
– Nada bueno. Después de todo, no voy a poder ir el sábado, Jacob permaneció en silencio durante un minuto.
– Estúpido chupasangres -murmuró al final-. Pensé que se había ido. ¿No puedes vivir tu vida durante sus ausencias o es que te ha encerrado en un ataúd? -me carcajeé-. A mí no me parece divertido.
– Me reía porque no le falta mucho -le aclaré-, pero estará aquí el sábado, por lo que eso no importa.
– Entonces, ¿va a alimentarse aquí, en Forks? -inquirió Jacob de forma cortante.
– No -no le dejé ver lo enfadada que estaba con Edward, y mi enojo no era menor al de Jacob-. Salió de madrugada.
– Ah. Bueno, ¡eh!, entonces, pásate por casa -repuso con repentino entusiasmo-. Aún no es tarde, o yo me pasaré por la de Charlie.
– Me gustaría, pero no estoy allí -le expliqué con acritud-. Soy una especie de prisionera.
Permaneció callado mientras lo asimilaba; luego, gruñó.
– Iremos a por ti -me prometió con voz monocorde, pasando automáticamente al plural.
Un escalofrío corrió por mi espalda, pero respondí con tono ligero y bromista.
– Um. Es… tentador. Que sepas que me han torturado… Alice me ha pintado las uñas.
– Hablo en serio.
– No lo hagas. Sólo pretenden mantenerme a salvo.
Volvió a gruñir.
– Sé que es una necedad, pero son buena gente.
– ¿Buena gente? -se mofó.
– Lamento lo del sábado -me disculpé-. Bueno, he de irme a la cama -el sofá, rectifiqué en mi fuero interno-. Pero volveré a llamarte pronto.
– ¿Estás segura de que te van a dejar salir? -me preguntó mordaz.
– No del todo -suspiré-. Buenas noches, Jalee.
– Ya nos veremos por ahí.
De pronto, Alice estaba a mi lado y tendía la mano para recuperar el móvil, pero yo ya estaba marcando otro número. Ella lo identificó y me avisó:
– Dudo que lleve el teléfono encima.
– Voy a dejarle un mensaje.
El teléfono sonó cuatro veces, seguidas de un pitido. No le saludé.
– Estás metido en un lío -dije despacio, enfatizando cada palabra-, en uno bien grande. La próxima vez, los osos pardos enfadados te van a parecer oseznos domados en comparación con lo que te espera en casa.
Cerré la tapa del móvil y lo deposité en la mano tendida de Alice.
– He terminado.
Ella sonrió burlona.
– Esto del secuestro es divertido.
– Ahora me voy a dormir -anuncié mientras me dirigía a las escaleras.
Alice se pegó a mis pasos. Suspiré.
– Alice, no voy a fisgar ni a escabullirme. Si estuviera planeando eso, tú lo sabrías y me atraparías en el caso de que lo intentara.
– Sólo voy a enseñarte dónde está cada cosa -repuso con aire inocente.
La habitación de Edward se hallaba en el extremo más alejado del pasillo del tercer piso y resultaba difícil perderse incluso aunque hubiera estado menos familiarizada con la casa, pero me detuve confusa cuando encendí la luz. ¿Me había equivocado de puerta?
Alice soltó una risita.
Enseguida comprendí que se trataba de la misma habitación, sólo habían reubicado el mobiliario. El sofá se hallaba en la pared norte y habían corrido levemente el estéreo hacia los estantes repletos de CDs para hacer espacio a la colosal cama que ahora dominaba el espacio central.
La pared sur de vidrio reflejaba la escena de detrás como si fuera un espejo, haciendo que todo pareciera doblemente peor.
Encajaba. El cobertor era de un dorado apagado, apenas más claro que las paredes. El bastidor era negro, hecho de hierro forjado y con un intrincado diseño. Mi pijama estaba cuidadosamente doblado al pie de la cama y a un lado descansaba el neceser con mis artículos de aseo.
– ¿Qué rayos es esto? -farfullé.
– No ibas a creer de veras que te iba a hacer dormir en un sofa, ¿verdad?
Mascullé de forma ininteligible mientras me adelantaba para tomar mis cosas de la cama.
– Te daré un poco de intimidad -Alice se rió-. Te veré mañana.
Después de cepillarme los dientes y ponerme el pijama, aferré una hinchada almohada de plumas y la saqué del lecho para luego arrastrar el cobertor dorado hasta el sofá. Sabía que me estaba comportando como una tonta, pero no me preocupaba. Eso de Porsches como sobornos y camas de matrimonio en casas donde nadie dormía se pasaba de castaño oscuro. Apagué las luces y me aovillé en el sofá, preguntándome si no estaría demasiado enfadada como para conciliar el sueño.
En la oscuridad, la pared de vidrio dejó de ser un espejo negro que producía la sensación de duplicar el tamaño de la habitación En el exterior, la luz de luna iluminó las nubes. Cuando mis ojos se acostumbraron, vi la difusa luminosidad que remarcaba las copas de los árboles y arrancaba reflejos a un meandro del río. Observé la luz plateada a la espera de que me pesaran los párpados
Hubo un leve golpeteo de nudillos en la puerta.
– ¿Qué pasa, Alice? -bisbiseé.
Estaba a la defensiva, pues ya imaginaba su diversión en cuanto viera mi improvisado camastro.
– Soy yo -susurró Rosalie mientras entreabría la puerta lo su ficiente para que pudiera ver su rostro perfecto a la luz del resplandor plateado-. ¿Puedo pasar?