– Ni lo uno ni lo otro -dijo Lorenzo Daza-. Soy súbdito español.

– ¡Qué suerte! -dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto-: ¡Viva el rey!

Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y campanas. Estaban armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda. Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez, hermano de su madre, que había salido a recibirlos en el camino real al frente de una bulliciosa cabalgata de parientes juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.

Tan pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos años mayor que ella y con su misma altivez imperial, fue la única que comprendió su estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas de un amor temerario. Al anochecer la llevó al dormitorio que había preparado para compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo como si fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían los fundamentos de la casa.

Hacia la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas y almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad. Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con tranca y sacó de debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con los emblemas del Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de la prima para que retoñara en la memoria de su corazón el olor pensativo de las gardenias blancas, antes de triturar el sello de lacre con los dientes y quedarse chapaleando hasta el amanecer en el pantano de lágrimas de los once telegramas desaforados.

Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo averiguar el itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le permitió mantener con ella una comunicación intensa desde que llegó a Valledupar, donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió volver a casa. Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba de paso en todas partes, con un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más preciada de una familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con un manto sacramental algún descuido prematuro.

Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia, y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como éstos se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se paseaba con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda Sánchez, la más bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre veinte años mayor, casado y con hijos, se conformaba con miradas furtivas.

Después de la prolongada estancia en Valledupar prosiguieron el viaje por las estribaciones de la sierra, a través de praderas floridas y mesetas de ensueño, y en todos los pueblos fueron recibidos como en el primero, con músicas y petardos, y con nuevas primas confabuladas y mensajes puntuales en las telegrafías. Bien pronto se dio cuenta Fermina Daza de que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta, sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran de fiesta. Los visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había una hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si alguien llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre. Hildebranda Sánchez acompañó a la prima en el resto del viaje, guiándola con~pulso alegre a través de las marañas de la sangre hasta sus fuentes de origen. Fermina Daza se reconoció, se sintió dueña de sí misma por primera vez, se sintió acompañada y protegida, con los pulmones colmados por un aire de libertad que le devolvió el sosiego y la voluntad de vivir. Aun en sus últimos años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la memoria, con la lucidez perversa de la nostalgia.

Una noche regresó del paseo diario aturdida por la revelación de que no sólo se podía ser feliz sin amor sino también contra el amor. La revelación la alarmó, porque una de sus primas había sorprendido una conversación de sus padres con Lorenzo Daza, en la que éste había sugerido la idea de concertar el matrimonio de su hija con el heredero único de la fortuna fabulosa de Cleofás Moscote. Fermina Daza lo conocía. Lo había visto caracoleando en las plazas sus caballos perfectos, con gualdrapas tan ricas que parecían ornamentos de misa, y era elegante y diestro, y tenía unas pestañas de soñador que hacían suspirar a las piedras, pero ella lo comparó con su recuerdo de Florentino Ariza sentado bajo los almendros del parquecito, pobre y escuálido, con el libro de versos en el regazo, y no encontró en su corazón ni una sombra de duda.

Por aquellos días, Hildebranda Sánchez andaba delirando de ilusiones después de visitar a una pitonisa cuya clarividencia la había asombrado. Asustada por las intenciones de su padre, también Fermina Daza fue a consultarla. Las barajas le anunciaron que no había en su porvenir ningún obstáculo para un matrimonio largo y feliz, y aquel pronóstico le devolvió el aliento, porque no concebía que un destino tan venturoso pudiera ser con un hombre distinto del que amaba. Exaltada por esa certidumbre, asumió entonces el mando de su albedrío. Fue así como la correspondencia telegráfica con Florentino Ariza dejó de ser un concierto de intenciones y promesas ilusorias, y se volvió metódica y práctica, y más intensa que nunca. Fijaron fechas, establecieron modos, empeñaron sus vidas en la determinación común de casarse sin consultarlo con nadie, donde fuera y como fuera, tan pronto como volvieran a encontrarse. Fermina Daza consideraba tan severo este compromiso, que la noche en que su padre le dio permiso para que asistiera a su primer baile de adultos, en la población de Fonseca, a ella no le pareció decente aceptarlo sin el consentimiento de su prometido. Florentino Ariza estaba aquella noche en el hotel de paso, jugando barajas con Lotario Thugut, cuando le avisaron que tenía un llamado telegráfico urgente.

Era el telegrafista de Fonseca, que había enclavijado siete estaciones intermedias para que Fermina Daza pidiera el permiso de asistir al baile. Pero una vez que lo obtuvo, ella no se conformó con la simple respuesta afirmativa, sino que pidió una prueba de que en efecto era Florentino Ariza quien estaba operando el manipulador en el otro extremo de la línea. Más atónito que halagado, él compuso una frase de identificación: Dígale que se lo juro por la diosa coronada. Fermina Daza reconoció el santo y seña, y estuvo en su primer baile de adultos hasta las siete de la mañana, cuando debió cambiarse a las volandas para no llegar tarde a la misa. Para entonces tenía en el fondo del baúl más cartas y telegramas de cuantos le había quitado su padre, y había aprendido a comportarse con los modales de una mujer casada. Lorenzo Daza interpretó aquellos cambios de su modo de ser como una evidencia de que la distancia y el tiempo la habían restablecido de sus fantasías juveniles, pero nunca le planteó el proyecto del matrimonio concertado. Sus relaciones se hicieron fluidas, dentro de las reservas formales que ella le había impuesto desde la expulsión de la tía Escolástica, y esto les permitió una convivencia tan cómoda que nadie habría dudado de que estaba fundada en el cariño.

Fue por esa época cuando Florentino Ariza decidió contarle en sus cartas que estaba empeñado en rescatar para ella el tesoro del galeón sumergido. Era cierto, y se le había ocurrido como un soplo de inspiración, una tarde de luz en que el mar parecía empedrado de aluminio por la cantidad de peces sacados a flote por el barbasco. Todas las aves del cielo se habían alborotado con la matanza, y los pescadores tenían que espantarlas con los remos para que no les disputaran los frutos de aquel milagro prohibido. El uso del barbasco, que sólo adormecía a los peces, estaba sancionado por la ley desde los tiempos de la Colonia, pero siguió siendo una práctica común a pleno día entre los pescadores del Caribe, hasta que fue sustituido por la dinamita. Una de las diversiones de Florentino Ariza, mientras duraba el viaje de Fermina Daza, era ver desde las escolleras cómo los pescadores cargaban sus cayucos con los enormes chinchorros de peces dormidos. Al mismo tiempo, una pandilla de niños que nadaban como tiburones pedían a los curiosos que les echaran monedas para rescatarlas del fondo del agua. Eran los mismos que salían nadando con igual propósito al encuentro de los transatlánticos, y sobre los cuales se habían escrito tantas crónicas de viaje en Estados Unidos y Europa, por su maestría en el arte de bucear. Florentino Ariza los conocía desde siempre, aun antes que al amor, pero nunca se le había ocurrido que tal vez fueran capaces de sacar a flote la fortuna del galeón. Se le ocurrió esa tarde, y desde el domingo siguiente hasta el regreso de Fermina Daza, casi un año después, tuvo un motivo adicional de delirio.

Euclides, uno de los niños nadadores, se alborotó tanto como él con la idea de una exploración submarina, después de conversar no más de diez minutos. Florentino Ariza no le reveló la verdad de su empresa sino que se informó a fondo sobre sus facultades de buzo y navegante. Le preguntó si podría descender sin aire a veinte metros de profundidad, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si estaba en condiciones de llevar él solo un cayuco de pescador por la mar abierta en medio de una borrasca, sin más instrumentos que su instinto, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si sería capaz de localizar un lugar exacto a dieciséis millas náuticas al noroeste de la isla mayor del archipiélago de Sotavento, y Euclides dijo que sí. Le preguntó si era capaz de navegar de noche orientándose por las estrellas, y Euclides le dijo que sí. Le preguntó si estaba dispuesto a hacerlo por el mismo jornal que le pagaban los pescadores por ayudarlos a pescar, y Euclides le dijo que sí, pero con un recargo de cinco reales los domingos. Le preguntó si sabía defenderse de los tiburones, y Euclides le dijo que sí, pues tenía artificios mágicos para espantarlos. Le preguntó si era capaz de guardar un secreto aunque lo pusieran en las máquinas de tormentos del palacio de la Inquisición, y Euclides le dijo que sí, pues a nada le decía que no, y sabía decir que sí con tanta propiedad que no había modo de ponerlo en duda. Al final le hizo la cuenta de los gastos: el alquiler del cayuco, el alquiler del canalete, el alquiler de un recado de pescar para que nadie sospechara la verdad de sus incursiones. Había que llevar además la comida, un garrafón de agua dulce. una lámpara de aceite, un mazo de velas de sebo y un cuerno de cazador para pedir auxilio en caso de emergencia.

Tenía unos doce años, y era rápido y astuto, y hablador sin descanso, con un cuerpo de anguila que parecía hecho para pasar reptando por un ojo de buey. La intemperie le había curtido la piel hasta un punto en que era imposible imaginar su color original, y esto hacía parecer más radiantes sus grandes ojos amarillos. Florentino Ariza decidió de inmediato que era el cómplice perfecto para una aventura de semejantes caudales, y la emprendieron sin más trámites el domingo siguiente.

Zarparon del puerto de los pescadores al amanecer, bien provistos y mejor dispuestos. Euclides casi desnudo, apenas con el taparrabos que llevaba siempre, y Florentino Ariza con la levita, el sombrero de tinieblas, los botines charolados y el lazo de poeta en el cuello, y un libro para entretenerse en la travesía hasta las islas. Desde el primer domingo se dio cuenta de que Euclides era un navegante tan diestro como buen buzo, y de que tenía una versación asombrosa sobre la naturaleza del mar y la chatarra de la bahía. Podía referir con sus pormenores menos pensados la historia de cada cascarón de buque carcomido por el óxido, sabía la edad de cada boya, el origen de cualquier escombro, el número de eslabones de la cadena con que los españoles cerraban la entrada de la bahía. Temiendo que supiera también cuál era el propósito de su expedición, Florentino Ariza le hizo algunas preguntas maliciosas, y así se dio cuenta de que Euclides no tenía la menor sospecha del galeón hundido.

Desde que oyó por primera vez el cuento del tesoro en el hotel de paso, Florentino Ariza se había informado de cuanto era posible sobre los hábitos de los galeones. Aprendió que el San José no estaba solo en el fondo de corales. En efecto, era la nave insignia de la Flota de Tierra Firme, y había llegado aquí después de mayo de 1708, procedente de la feria legendaria de Portobello, en Panamá, donde había cargado parte de su fortuna: trescientos baúles con plata del Perú y Veracruz, y ciento diez baúles de perlas reunidas y contadas en la isla de Contadora. Durante el mes largo que permaneció aquí, cuyos días y noches habían sido de fiestas populares, cargaron el resto del tesoro destinado a sacar de pobreza al reino de España: ciento dieciséis baúles de esmeraldas de Muzo y Somondoco, y treinta millones de monedas de oro.

La Flota de Tierra Firme estaba integrada por no menos de doce bastimentos de distintos tamaños, y zarpó de este puerto viajando en conserva con una escuadra francesa, muy bien armada, que sin embargo no pudo salvar la expedición frente a los cañonazos certeros de la escuadra inglesa, al mando del comandante Carlos Wager, que la esperó en el archipiélago de Sotavento, a la salida de la bahía. De modo que el San José no era la única nave hundida, aunque no había una certeza documental de cuántas habían sucumbido y cuántas lograron escapar al fuego de los ingleses. De lo que no había duda era de que la nave insignia había sido de las primeras en irse a pique, con la tripulación completa y el comandante inmóvil en su alcázar, y que ella sola llevaba el cargamento mayor.

Florentino Ariza había conocido la ruta de los galeones en las cartas de marear de la época, y creía haber determinado el sitio del naufragio. Salieron de la bahía por entre las dos fortalezas de la Boca Chica, y al cabo de cuatro horas de navegación entraron en el estanque interior del archipiélago, en cuyo fondo de corales podían cogerse con la mano las langostas dormidas. El aire era tan tenue, y el mar era tan sereno y diáfano, que Florentino Ariza se sintió como si fuera su propio reflejo en el agua. Al final del remanso, a dos horas de la isla mayor, estaba el sitio del naufragio.

Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos, siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo el tiempo.

– Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le dijo.

Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.

Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos aderezos de mujer.

Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena carcomida por el salitre.

Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza. Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera perdido el juicio.

Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna parte.

Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba de regreso en los relámpagos del faro.

Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de probar los frutos insípidos del cercado ajeno.

Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían pasado a ser de propiedad del estado.

Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar, debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis, amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror. Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la noche anterior.

El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara, pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán, con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el regreso.

Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho, después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.

Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.

– Te entrego las llaves de tu vida -le dijo.

Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.

La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las entrañas.

Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el uniforme escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y con la belleza depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto a crecerle, pero no la llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el hombro izquierdo, y aquel cambio simple la había despojado de todo rastro infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su camino. Pero el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.

La siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la madurez prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera vez en su estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la muchedumbre. Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas. Había estado muchas veces en el comercio con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras menudas, pues su padre en persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de muebles y comida, sino inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida fue para ella una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.

No prestó atención a los apremios de los culebreros que le ofrecían el jarabe para el amor eterno, ni a las súplicas de los mendigos tirados en los zaguanes con sus Hagas humeantes, ni al indio falso que trataba de venderle un caimán amaestrado. Hizo un recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras que no tenían otro motivo que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas. Entró en cada portal donde hubiera algo que vender, y en todas partes encontró algo que aumentaba sus ansias de vivir. Gozó con el hálito de vetiver de los paños en los arcones, se envolvió en sedas estampadas, se rió de su propia risa al verse disfrazada de manola con una peineta y un abanico de flores pintadas frente al espejo de cuerpo entero de El Alambre de Oro. En la bodega de ultramarinos destapó un barril de arenques en salmuera que le recordó las noches de nordeste, muy niña, en San Juan de la Ciénaga. Le dieron a probar una morcilla de Alicante que tenía un sabor de regaliz, y compró dos para el desayuno del sábado, y además unas pencas de bacalao y un frasco de grosellas en aguardiente. En la tienda de especias, por el puro placer del olfato, estrujó hojas de salvia y orégano en las palmas de las manos, y compró un puñado de clavos de olor, otro de anís estrellado, y otros dos de jengibre y de enebro, y salió bañada en lágrimas de risa de tanto estornudar por los vapores de la pimienta de Cayena. En la botica francesa, mientras compraba jabones de Reuter y agua de benjuí, le pusieron detrás de la oreja un toque del perfume que estaba de moda en París, y le dieron una tableta desodorante para después de fumar.

Jugaba a comprar, es cierto, pero lo que de veras le hacía falta lo compraba sin más vueltas, con una autoridad que no permitía pensar que lo hiciera por primera vez, pues era consciente de que no compraba sólo para ella sino también para él, doce yardas de lino para los manteles de la mesa de ambos, el percal para las sábanas de bodas con el relente de los humores de ambos al amanecer, lo más exquisito de cada cosa para disfrutarlo juntos en la casa del amor. Pedía rebaja y sabía hacerlo, discutía con gracia y dignidad hasta obtener lo mejor, y pagaba con piezas de oro que los tenderos probaban por el puro gusto de oírlas cantar en el mármol del mostrador.

Florentino Ariza la espiaba maravillado, la perseguía sin aliento, tropezó varias veces con los canastos de la criada que respondió a sus excusas con una sonrisa, y ella le había pasado tan cerca que él alcanzó a percibir la brisa de su olor, y si entonces no lo vio no fue porque no pudiera sino por la altivez de su modo de andar. Le parecía tan bella, tan seductora, tan distinta de la gente común, que no entendía por qué nadie se trastornaba como él con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se le desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se volvía loco de amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus manos, el oro de su risa, No había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su carácter, pero no se atrevía a acercársele por el temor de malograr el encanto. Sin embargo, cuando ella se metió en la bullaranga del Portal de los Escribanos, él se dio cuenta de que estaba arriesgándose a perder la ocasión anhelada durante años.

Fermina Daza compartía con sus compañeras de colegio la idea peregrina de que El Portal de los Escribanos era un lugar de perdición, vedado, por su puesto, a las señoritas decentes. Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se volvía más denso y bullicioso el comercio popular. El nombre le venía de la Colonia, porque allí se sentaban desde entonces los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas, que escribían por encargo toda clase de documentos a precios de pobre: memoriales de agravio o de súplica, alegatos jurídicos, tarjetas de congratulación o de duelo, esquelas de amor en cualquiera de sus edades. No era de ellos, desde luego, de quienes le venía la mala reputación a aquel mercado fragoroso, sino de mercachifles más recientes que ofrecían por debajo del mostrador cuantos artificios equívocos llegaban de contrabando en los barcos de Europa, desde postales obscenas y pomadas alentadoras, hasta los célebres preservativos catalanes con crestas de iguanas que aleteaban cuando era del caso, o con flores en el extremo para que desplegaran sus pétalos a voluntad del usuario. Fermina Daza, poco diestra en el uso de la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de alivio para el sol bravo de las once.

Se sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las niñas, las de coco para los locos, las de panela para Micaela. Pero ella fue indiferente al estruendo, cautivada de inmediato por un papelero que estaba haciendo demostraciones de tintas mágicas de escribir, tintas rojas con el clima de la sangre, tintas con visos tristes para recados fúnebres, tintas fosforescentes para leer en la oscuridad, tintas invisibles que se revelaban con el resplandor de la lumbre. Ella las quería todas para jugar con Florentino Ariza, para asustarlo con su ingenio, pero al cabo de varias pruebas se decidió por un frasquito de tinta de oro. Luego fue con las dulceras sentadas detrás de sus grandes redomas, y compró seis dulces de cada clase, señalándolos con el dedo a través del cristal porque no lograba hacerse oír en la gritería: seis cabellitos de ángel, seis conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis diabolines, seis piononos, seis bocaditos de la reina, seis de esto y seis de lo otro, seis de todo, y los iba echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible, ajena por completo al tormento de los nubarrones de moscas sobre el almíbar, ajena al estropicio continuo, ajena al vaho de sudores rancios que reverberaban en el calor mortal. La despertó del hechizo una negra feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda y hermosa, que le ofreció un triángulo de piña ensartado en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la vista errante en la muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio. A sus espaldas, tan cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla en el tumulto, había oído la voz:

– Este no es un buen lugar para una diosa coronada.

Ella volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos glaciales, el rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como los había visto en el tumulto de la misa del gallo la primera vez que él estuvo tan cerca de ella, pero a diferencia de entonces no sintió la conmoción del amor sino el abismo del desencanto. En un instante se le reveló completa la magnitud de su propio engaño, y se preguntó aterrada cómo había podido incubar durante tanto tiempo y con tanta sevicia semejante quimera en el corazón. Apenas alcanzó a pensar: “¡Dios mío, pobre hombre!”. Florentino Ariza sonrió, trató de decir algo, trató de seguirla, pero ella lo borró de su vida con un gesto de la mano.

– No, por favor -le dijo-. Olvídelo.

Esa tarde, mientras su padre dormía la siesta, le mandó con Gala Placidia una carta de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una ilusión. La criada le llevó también sus telegramas, sus versos, sus camelias secas, y le pidió que devolviera las cartas y los regalos que ella le había mandado: el misal de la tía Escolástica, las nervaduras de hojas de sus herbarios, el centímetro cuadrado del hábito de San Pedro Claver, las medallas de santos, la trenza de sus quince años con el lazo de seda del uniforme escolar. En los días siguientes, al borde de la locura, él le escribió numerosas cartas de desesperación, y asedió a la criada para que las llevara, pero ésta cumplió las instrucciones terminantes de no recibir nada más que los regalos devueltos. Insistió con tanto ahínco, que Florentino Ariza los mandó todos, salvo la trenza, que no quería devolver mientras Fermina Daza no la recibiera en persona para conversar aunque fuera un instante. No lo consiguió. Temiendo una determinación fatal de su hijo, Tránsito Ariza se bajó de su orgullo y le pidió a Fermina Daza que le concediera a ella una gracia de cinco minutos, y Fermina Daza la atendió un instante en el zaguán de su casa, de pie, sin invitarla a entrar y sin un mínimo de flaqueza. Dos días después, al término de una disputa con su madre, Florentino Ariza descolgó del muro de su dormitorio el nicho de cristal polvoriento donde tenía expuesta la trenza como una reliquia sagrada, y la misma Tránsito Ariza la devolvió en el estuche de terciopelo bordado con hilos de oro. Florentino Ariza no tuvo nunca más una oportunidad de ver a solas a Fermina Daza, ni de hablar a solas con ella en los tantos encuentros de sus muy largas vidas, hasta cincuenta y un años y nueve meses y cuatro días después, cuando le reiteró el juramento de fidelidad eterna y amor para siempre en su primera noche de viuda.

El doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho años. Regresaba de una larga estancia en París, donde hizo estudios superiores de medicina y cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole, y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró mantenerse en estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos plebeyos de Fermina Daza.

Le gustaba decir que aquel amor había sido el fruto de una equivocación clínica. Él mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su vida, cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una novia casual en un otoño tardío, le parecía imposible concebir una dicha más pura que la de aquellas tardes doradas, con el olor montuno de las castañas en los braseros, los acordeones lánguidos, los enamorados insaciables que no acababan de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin embargo, él se había dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar por todo eso un solo instante de su Caribe en abril. Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando volvió a ver desde la baranda del barco el promontorio blanco del barrio colonial, los gallinazos inmóviles sobre los tejados, las ropas de pobres tendidas a secar en los balcones, sólo entonces comprendió hasta qué punto había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la nostalgia.

El barco se abrió paso en la bahía a través de una colcha flotante de animales ahogados, y la mayoría de los pasajeros se refugiaron en los camarotes huyendo de la pestilencia. El joven médico bajó por la pasarela vestido de alpaca perfecta, con chaleco y guardapolvos, con una barba de Pasteur juvenil y el cabello dividido por una raya neta y pálida, y con dominio bastante para disimular el nudo de la garganta que no era de tristeza sino de terror. En el muelle casi desierto, custodiado por soldados descalzos sin uniforme, lo esperaban las hermanas y la madre con sus amigos más queridos. Los encontró macilentos y sin porvenir, a pesar de sus aires mundanos, y hablaban de la crisis y de la guerra civil como algo remoto y ajeno, pero todos tenían un temblor evasivo en la voz y una incertidumbre en las pupilas que traicionaban a las palabras. La que más lo conmovió fue la madre, una mujer todavía joven que se había impuesto en la vida con su.elegancia y su ímpetu social, y que ahora se marchitaba a fuego lento en el aura de alcanfor de sus crespones de viuda. Ella debió reconocerse en la turbación del hijo, pues se anticipó a preguntarle en defensa propia por qué venía con esa piel traslúcida como de parafina.

– Es la vida, madre -dijo él-. Uno se vuelve verde en París.

Poco después, ahogándose de calor junto a ella en el coche cerrado, no pudo soportar más la inclemencia de la realidad que se metía a borbotones por la ventanilla. El mar parecía de ceniza, los antiguos palacios de marqueses estaban a punto de sucumbir a la proliferación de los mendigos, y era imposible encontrar la fragancia ardiente de los jazmines detrás de los sahumerios de muerte de los albañales abiertos. Todo le pareció más pequeño que cuando se fue, más indigente y lúgubre, y había tantas ratas hambrientas en el muladar de las calles que los caballos del coche trastabillaban asustados. En el largo camino desde el puerto hasta su casa en el corazón del barrio de Los Virreyes, no encontró nada que le pareciera digno de sus nostalgias. Derrotado, volvió la cabeza para que no lo viera su madre, y se soltó a llorar en silencio.

El antiguo palacio del Marqués de Casalduero, residencia histórica de los Urbino de la Calle, no era el que se mantenía más altivo en medio del naufragio. El doctor Juvenal Urbino lo descubrió con el corazón hecho trizas desde que entró por el zaguán tenebroso y vio la fuente polvorienta del jardín interior, y la maraña de monte sin flores por donde andaban las iguanas, y se dio cuenta de que faltaban muchas losas de mármol, y que otras estaban rotas, en la vasta escalera con barandales de cobre que conducía a las estancias principales. Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años antes, y con él había muerto el espíritu de la casa. Doña Blanca, la madre, sofocada por un luto previsto para ser eterno, había sustituido con novenarios vespertinos las célebres veladas líricas y los conciertos de cámara del marido muerto. Las dos hermanas, contra sus gracias naturales y su vocación festiva, eran carne de convento.

El doctor Juvenal Urbino no durmió ni un instante la noche de su llegada, asustado por la oscuridad y el silencio, y rezó tres rosarios al Espíritu Santo y cuantas oraciones recordaba para conjurar calamidades y naufragios y toda clase de acechanzas de la noche, mientras un alcaraván que se metió por la puerta mal cerrada cantaba cada hora, a la hora en punto, dentro del dormitorio. Lo atormentaron los gritos alucinados de las locas en el vecino manicomio de la Divina Pastora, la gota inclemente del tinajero en el lebrillo cuya resonancia colmaba el ámbito de la casa, los pasos zancudos del alcaraván perdido en el dormitorio, su miedo congénito a la oscuridad, la presencia invisible del padre muerto en la vasta mansión dormida. Cuando el alcaraván cantó las cinco, junto con los gallos del vecindario, el doctor Juvenal Urbino se encomendó en cuerpo y alma a la Divina Providencia, porque no se sentía con ánimos para vivir un día más en su patria de escombros. Sin embargo, el afecto de los suyos, los domingos campestres, los halagos codiciosos de las solteras de su clase terminaron por mitigar las amarguras de la primera impresión. Fue habituándose poco a poco a los bochornos de octubre, a los olores excesivos, a los juicios prematuros de sus amigos, al mañana veremos, doctor, no se preocupe, hasta que terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. No tardó en concebir una justificación fácil para su abandono. Aquel era su mundo, se dijo, el mundo triste y opresivo que Dios le había deparado, y a él se debía.

Lo primero que hizo fue tomar posesión del consultorio de su padre. Conservó en su sitio los muebles ingleses, duros y serios, cuyas maderas suspiraban con los hielos del amanecer, pero mandó para el desván los tratados de la ciencia virreinal y de la medicina romántica, y puso en los anaqueles vidriados los de la nueva escuela de Francia. Descolgó los cromos descoloridos, salvo el del médico disputándole a la muerte una enferma desnuda, y el juramento hipocrático impreso en letras góticas, y colgó en su lugar, junto al diploma único de su padre, los muchos y muy variados que él había obtenido con calificaciones óptimas en distintas escuelas de Europa.

Trató de imponer criterios novedosos en el Hospital de la Misericordia, pero no le fue tan fácil como le había parecido en sus entusiasmos juveniles, pues la rancia casa de salud se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de poner las patas de las camas en potes con agua para impedir que se subieran las enfermedades, o la de exigir ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de cirugía, porque se daba por sentado que la elegancia era una condición esencial de la asepsia. No podían soportar que el joven recién llegado saboreara la orina del enfermo para descubrir la presencia de azúcar, que citara a Charcot y a Trousseau como si fueran sus compañeros de cuarto, que hacía en clase severas advertencias sobre los riesgos mortales de las vacunas y en cambio tenía una fe sospechosa en el nuevo invento de los supositorios. Tropezaba con todo: su espíritu renovador, su civismo maniático, su sentido del humor retardado en una tierra de guasones inmortales, todo lo que era en realidad sus virtudes más apreciables suscitaba el recelo de sus colegas mayores y las burlas solapadas de los jóvenes.

Su obsesión era el peligroso estado sanitario de la ciudad. Apeló a las instancias más altas para que cegaran los albañales españoles, que eran un inmenso vivero de ratas, y se construyeran en su lugar alcantarillas cerradas cuyos desechos no desembocaran en la ensenada del mercado, como ocurría desde siempre, sino en algún vertedero distante. Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas, pero las dos terceras partes de la población hacinada en barracas a la orilla de las ciénagas hacía sus necesidades al aire libre. Las heces se secaban al sol, se convertían en polvo, y eran respiradas por todos con regocijos de pascua en las frescas y venturosas brisas de diciembre. El doctor juvenal Urbino trató de imponer en el Cabildo un curso obligatorio de capacitación para que los pobres aprendieran a construir sus propias letrinas. Luchó en vano para que las basuras no se botaran en los manglares, convertidos desde hacía siglos en estanques de putrefacción, y para que se recogieran por lo menos dos veces por semana y se incineraran en despoblado.

Era consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber. La sola idea de construir un acueducto parecía fantástica, pues quienes hubieran podido impulsarla disponían de aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín las aguas llovidas durante años. Entre los muebles más preciados de la época estaban los tinajeros de madera labrada cuyos filtros de piedra goteaban día y noche dentro de las tinajas. Para impedir que alguien bebiera en el mismo jarro de aluminio con que se sacaba el agua, éste tenía los bordes dentados como la corona de un rey de burlas. El agua era vidriada y fresca en la penumbra de la arcilla cocida, y dejaba un regusto de floresta. Pero el doctor Juvenal Urbino no incurría en estos engaños de purificación, pues sabía que a despecho de tantas precauciones el fondo de las tinajas era un santuario de gusarapos. Había pasado las lentas horas de su infancia contemplándolos con un asombro casi místico, convencido como tanta gente de entonces que los gusarapos eran los animes, unas criaturas sobrenaturales que cortejaban a las doncellas desde los sedimentos de las aguas pasmadas, y eran capaces de furiosas venganzas de amor. Había visto de niño los destrozos en la casa de Lázara Conde, una maestra de escuela que se atrevió a desairar a los animes, y había visto el reguero de vidrios en la calle y el montón de piedras que tiraron durante tres días y tres noches contra las ventanas. De modo que pasó mucho tiempo antes de que aprendiera que los gusarapos eran en realidad las larvas de los zancudos, pero lo aprendió para no olvidarlo jamás, porque desde entonces se dio cuenta de que no sólo ellos sino otros muchos animes malignos podían pasar intactos a través de nuestros cándidos filtros de piedra.

Al agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor sino inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba a la escuela primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los potrosos sentados a la puerta de sus casas en las tardes de calor, abanicándose el testículo enorme como si fuera un niño dormido entre las piernas. Se decía que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre en las noches de tormenta y se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca una pluma de gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra grande y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia científica de estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición local que muchos se oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes por temor de que le quitaran su virtud de causar una potra honorable.

Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía alarmado el estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado frente a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del mundo. Era rico, en efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más alarmante. Estaba asentado en su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era allí donde los eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras podridas, basuras de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de sangre. Los gallinazos se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña perpetua, entre los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros de los barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en el suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran el matadero en otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales como el que había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan rozagantes y limpias que daba lástima comérselas. Pero aun los más complacientes de sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida proclamando el orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias, su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la verdad.

– Cómo será de noble esta ciudad -decía- que tenemos cuatrocientos años de estar tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.

Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza voi Mentrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.

Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.

El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la soledad de sus errores. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.

No vivió su gloria. Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en un cuarto de servicio del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los suyos, ajeno al horror de los pestíferos que agonizaban por los suelos de los corredores desbordados, escribió para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido, en la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida. Fue un adiós de veintle pliegos desgarrados en los que se notaban los progresos del mal por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien los había escrito para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto por nadie que lo amara.

El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo: “Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta de madurez: eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia de la carta póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se le reveló a fondo la imagen del hombre al que había conocido antes que a otro ninguno, que lo había criado e instruido y había dormido y fornicado treinta y dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes de esa carta se le había mostrado tal como era en cuerpo y alma, por pura y simple timidez. Hasta entonces, el doctor Juvenal Urbino y su familia habían concebido la muerte como un percance que les ocurría a los otros, a los padres de los otros, a los hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas lentas, a las cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir, sino que iban desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos, brumas de otra época, hasta que los asimilaba el olvido. La carta póstuma de su padre, más que el telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la certidumbre de la muerte. Y sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos, quizás a los nueve años, a los once años quizás, era en cierto modo una señal prematura de la muerte a través de su padre. Ambos se habían quedado en la oficina de la casa una tarde de lluvias, él dibujando alondras y girasoles con tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo contra el resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda con un rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo. Como no pudo, le pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la rara sensación de no sentir su propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre lo miró por encima del hombro con una sonrisa triste.

– Si yo me muero ahora -le dijo- apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi edad.

Lo dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su paso un reguero de plumas, pero el niño no las vio. Habían pasado más de veinte años desde entonces y Juvenal Urbino iba a tener muy pronto la edad que había tenido su padre aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de serlo se había sumado ahora la conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como él.

El cólera se le convirtió en una obsesión. No sabía de él mucho más de lo aprendido de rutina en algún curso marginal, y le había parecido inverosímil que sólo treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más de ciento cuarenta mil muertos. Pero después de la muerte de su padre aprendió todo cuanto se podía aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como una penitencia para apaciguar su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista. De modo que cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de que iba a repetirse en cualquier momento.

No pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el doctor Juvenal Urbino previno a sus colegas, consiguió que las autoridades dieran la alarma a los puertos vecinos para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.

– Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-. Ya no estamos en la Edad Media.

El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso, pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales, porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de Fermina Daza.

Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano, cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el aliento desolado del mar.

Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un recado:

– La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.

Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Permaneció sentado en la penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo esfuerzos vanos por dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula, ambos pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.

El doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte. Recordaba el camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo cabello suelto sobre los hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción de la peste en el recinto colonial, que no se fijó en nada de lo mucho que ella tenía de adolescente floral, sino en lo más ínfimo que pudiera tener de apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien tanto había oído hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a nadie distinto de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la comprobación de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al doctor Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que le pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos, y no sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo otra vez, y en circunstancias menos formales.

El caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana siguiente, sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el costurero, tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando él apareció en la ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero también blanco, de copa alta, y le hizo una seña de que se acercara. Ella puso el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana caminando en puntas de pies con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para impedir que arrastrara. Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente, cuya piedra luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba un aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en casa como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la ventana, le hizo sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de aluminio, le miró por dentro el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto aprobatorio. Estaba menos cohibido que en la visita anterior, pero ella LO estaba más porque no entendía la razón de aquel examen imprevisto, si él mismo había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna novedad. Más aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico guardó la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y lo cerró con un golpe seco.

– Está como una rosa recién nacida -dijo él.

– Gracias.

– A Dios -dijo él, y citó mal a Santo Tomás-: Recuerde que todo lo que es bueno, venga de donde viniere, proviene del Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?

Lo preguntó con una sonrisa encantadora, de un modo casual, pero ella no le correspondió.

– ¿A qué viene la pregunta? -preguntó a su vez.

– La música es importante para la salud -dijo

Lo creía de veras, y ella iba a saber muy pronto y por el resto de su vida que el tema de la música era casi una fórmula mágica que él usaba para proponer una amistad, pero en aquel momento lo interpretó como una burla. Además, las dos amigas que habían fingido pintar mientras ellos conversaban en la ventana emitieron unas risitas de ratas y se taparon la cara con los bastidores, y esto acabó de ofuscar a Fermina Daza. Ciega de furia cerró la ventana con golpe seco. El médico, perplejo frente a los visillos de encaje, trató de encontrar el camino del portón, pero se equivocó de rumbo, y en su turbación tropezó con la jaula de los cuervos perfumados. Éstos lanzaron un chillido sórdido, aletearon asustados, y las ropas del médico quedaron impregnadas de una fragancia de mujer. El trueno de la voz de Lorenzo Daza lo fijó en su sitio.

– Doctor: espéreme ahí.

Lo había visto todo desde el piso alto y bajaba las escaleras abotonándose la camisa, hinchado y cárdeno, y todavía con las patillas alborotadas por un mal sueño de la siesta. El médico intentó sobreponerse al bochorno.

– Le he dicho a su hija que está como una rosa.

– Así es -dijo Lorenzo Daza-, pero con demasiadas espinas.

Pasó junto al doctor Urbino sin saludarlo. Empujó las dos puertas de la ventana del costurero y le ordenó a la hija con un grito cerril:

– Ven a darle excusas al doctor.

El médico trató de terciar para impedirlo, pero Lorenzo Daza no le prestó atención. Insistió: “Apúrate”. Ella miró a las amigas con una súplica recóndita de comprensión, y le replicó a su padre que no tenía de qué excusarse, pues sólo había cerrado la ventana para impedir que siguiera entrando el sol. El doctor Urbino trató de dar por buenas sus razones, pero Lorenzo Daza persistió en la orden.

Entonces Fermina Daza volvió a la ventana, pálida de rabia, y adelantando el pie derecho mientras se alzaba la falda con la punta de los dedos, le hizo al médico una reverencia teatral.

– Le doy mis más rendidas excusas, caballero -dijo.

El doctor Juvenal Urbino la imitó de buen humor, haciendo con su sombrero de copa alta una gracia de mosquetero, pero no consiguió la sonrisa de piedad que esperaba. Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de desagravio, y él aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no le quedaba en el alma ni un rescoldo de resentimiento.

La verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en ocasiones solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza, sino que aceptó además una copa de anisado. Luego aceptó otro café con otra copa, y después otra y otra, a pesar de que aún tenía algunas visitas pendientes. Al principio escuchó con atención las disculpas que Lorenzo Daza seguía dándole en nombre de su hija, a quien definió como una niña inteligente y seria, digna de un príncipe de aquí o de cualquier parte, y cuyo único defecto, según dijo, era su carácter de mula. Pero después de la segunda copa creyó oír la voz de Fermina Daza en el fondo del patio, y su imaginación se fue detrás de ella, la persiguió por la noche reciente de la casa mientras encendía las luces del corredor, fumigaba los dormitorios con la bomba de insecticida, destapaba en el fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su padre, él y ella solos en la mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa para no romper el encanto del rencor, hasta que él tuviera que rendirse y pedirle perdón por su rigor de esta tarde.

El doctor Urbino conocía bastante a las mujeres para darse cuenta de que Fermina Daza no pasaría por la oficina mientras él no se fuera, pero se demoraba de todos modos, porque sentía que el orgullo herido no lo dejaría vivir en paz después de las afrentas de esa tarde. Lorenzo Daza, ya casi borracho, no parecía notar su falta de atención, pues se bastaba de sí mismo con su verba indomable. Hablaba a galope tendido, masticando la flor del tabaco apagado, tosiendo a gritos, esgarrando, acomodándose a duras penas en la poltrona giratoria cuyos resortes soltaban lamentos de animal en celo. Se había bebido tres copas por cada una de su invitado, y sólo hizo una pausa cuando se dio cuenta de que ya no se veían el uno al otro y se levantó a encender la lámpara. El doctor Juvenal Urbino lo miró de frente con la nueva luz, vio que tenía un ojo torcido como el de un pescado y que sus palabras no correspondían al movimiento de los labios, y pensó que eran alucinaciones suyas por abusar del alcohol. Entonces se levantó con la sensación fascinante de que estaba dentro de un cuerpo que no era el suyo, sino el de alguien que seguía sentado en el asiento donde él estaba, y tuvo que hacer un grande esfuerzo para no perder la razón.

Eran más de las siete cuando salió de la oficina precedido por Lorenzo Daza. Había luna llena. El patio idealizado por el anís flotaba en el fondo de un acuario, y las jaulas cubiertas con trapos parecían fantasmas dormidos bajo el olor caliente de los azahares nuevos. La ventana del costurero estaba abierta, y había una lámpara encendida en la mesa de labor, y los cuadros sin terminar estaban en los atriles como en una exposición. “Dónde estás que no estás”, dijo el doctor Urbino al pasar, pero Fermina Daza no lo oyó, no podía oírlo, porque estaba llorando de rabia en el dormitorio, tirada bocabajo en la cama y esperando a su padre para cobrarle la humillación de esa tarde. El médico no renunciaba a la ilusión de despedirse de ella, pero Lorenzo

Daza no lo propuso. Añoró la inocencia de su pulso, su lengua de gata, sus amígdalas tiernas, pero lo desalentó la idea de que ella no quería verlo jamás ni había de permitir que él lo intentara.

Cuando Lorenzo Daza entró en el zaguán, los cuervos despiertos bajo las sábanas lanzaron un chillido fúnebre. “Te sacarán los ojos”, dijo el médico en voz alta, pensando en ella, y Lorenzo Daza se volvió para preguntarle qué había dicho.

– No fui yo -dijo él-. Fue el anís.

Lorenzo Daza lo acompañó hasta el coche tratando de que recibiera el peso oro de la segunda visita, pero él no lo aceptó. Dio instrucciones correctas al cochero para que lo llevara a casa de los dos enfermos que le faltaba por ver, y subió en el coche sin ayuda. Pero empezó a sentirse mal con los saltos en las calles empedradas, así que le ordenó al cochero cambiar de rumbo. Se miró por un instante en el espejo del coche y vio que también su imagen seguía pensando en Fermina Daza. Se encogió de hombros. Por último soltó un eructo arenoso, inclinó la cabeza contra el pecho y se quedó dormido, y en el sueño empezó a oír las campanas del duelo. Oyó primero las de la catedral, y después las de todas las iglesias, una tras otra~ hasta los tiestos rotos de San Julián el Hospitalario.

– Mierda -murmuró dormido-, se murieron los muertos.

Su madre y sus hermanas estaban cenando café con leche y almojábanas en la mesa de ceremonias del comedor grande, cuando lo vieron aparecer en la puerta con el rostro transido y todo él deshonrado por el perfume de putas de los cuervos. La campana mayor de la catedral contigua resonaba en el estanque inmenso de la casa. Su madre le preguntó alarmada dónde se había metido, pues lo habían buscado por todas partes para que atendiera al general Ignacio María, último nieto del Marqués de jaraíz de la Vera, que había sido demolido esa tarde por una congestión cerebral: era por él por quien doblaban las campanas. El doctor Juvenal Urbino escuchó a su madre sin oírla, agarrado del marco de la puerta, y después dio media vuelta tratando de llegar a su dormitorio, pero se fue de bruces en una explosión de vómitos de anís estrellado.

– María Santísima -gritó su madre-. Algo muy raro debe haber sucedido para que te presentes a tu casa en ese estado.

Lo más raro, sin embargo, no había sucedido todavía. Aprovechando la visita del conocido pianista Romeo Lussich, quien tocó un ciclo de sonatas de Mozart tan pronto como la ciudad se repuso del duelo del general Ignacio María, el doctor Juvenal Urbino hizo subir el piano de la Escuela de Música en una carreta de mulas, y le llevó a Fermina Daza una serenata que hizo época. Ella despertó con los primeros compases, y no tuvo que asomarse por los encajes del balcón para saber quién era el promotor de aquel homenaje insólito. Lo único que lamentó fue no tener el coraje de otras doncellas resabiadas que habían vaciado el retrete portátil sobre la cabeza del pretendiente indeseable. Lorenzo Daza, en cambio, se vistió de prisa en el transcurso de la serenata, y al final hizo entrar en la sala de visitas al doctor Juvenal Urbino y al pianista, todavía ataviados con la ropa de etiqueta del concierto, y les agradeció la serenata con una copa de buen brandy.

Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que su padre estaba tratando de ablandarle el corazón. Al día siguiente de la serenata le había dicho de un modo casual: “Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un Urbino de la Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del cajón”. Las amigas que pintaban con ella le contaron que Lorenzo Daza había sido invitado a almorzar en el Club Social por el doctor Juvenal Urbino, y que éste había sido objeto de una notificación severa por contrariar normas del reglamento. Sólo entonces se enteró también de que su padre había solicitado varias veces su ingreso al Club Social, y en todas había sido rechazado con una cantidad de bolas negras que no hacían posible una nueva tentativa. Pero Lorenzo Daza asimilaba las humillaciones con un hígado de buen cubero, y seguía haciendo suertes de ingenio para encontrarse por casualidad con Juvenal Urbino, sin darse cuenta de que era Juvenal Urbino quien hacía más que lo posible por dejarse encontrar. A veces pasaban horas conversando en la oficina, y la casa permanecía mientras tanto como suspendida al margen del tiempo, porque Fermina Daza no permitía que nada siguiera su curso en la vida mientras él no se fuera. El Café de la Parroquia fue un buen puerto intermedio. Fue allí donde Lorenzo Daza le enseñó a Juvenal Urbino las lecciones primarias del ajedrez, y él fue un alumno tan aplicado que el ajedrez se convirtió en una adicción incurable que lo atormentó hasta el día de su muerte.

Una noche, poco después de la serenata de piano solo, Lorenzo Daza encontró una carta con el sobre lacrado en el zaguán de su casa, dirigido a su hija, y con el monograma de J. U. C. impreso en el lacre. Lo deslizó por debajo de la puerta al pasar frente al dormitorio de Fermina, y ella no pudo entender cómo había llegado hasta allí, pues le parecía inconcebible que su padre hubiera cambiado tanto como para llevarle una carta de un pretendiente. La dejó sobre la mesa de noche, sin saber de veras qué hacer con ella, y allí permaneció cerrada durante varios días, hasta una tarde de lluvias en que Fermina Daza soñó que Juvenal Urbino había vuelto a la casa para regalarle la espátula con que le había examinado la garganta. La espátula del sueño no era de aluminio sino de un metal apetitoso que ella había saboreado con deleite en otros sueños, de modo que la quebró en dos partes desiguales y le dio a él la más pequeña.

Al despertar abrió la carta. Era breve y pulcra, y lo único que Juvenal Urbino le suplicaba era que le permitiera pedirle a su padre el permiso para visitarla. La impresionó su sencillez y su seriedad, y la rabia cultivada con tanto amor durante tantos días se apaciguó de pronto. Guardó la carta en un cofre fuera de servicio en el fondo del baúl, pero recordó que era allí donde había guardado también las cartas perfumadas de Florentino Ariza, y la sacó del cofre para cambiarla de lugar, estremecida por una ráfaga de vergüenza. Entonces le pareció que lo más decente era darla por no recibida, y la quemó en la lámpara, viendo cómo las gotas de lacre reventaban en burbujas azules sobre la llama. Suspiró: “Pobre hombre”. De pronto cayó en la cuenta de que era la segunda vez que lo decía en poco más de un año, y por un instante pensó en Florentino Ariza, y ella misma se sorprendió de cuán lejos estaba de su vida: pobre hombre.

En octubre, con las últimas lluvias, llegaron tres cartas más, acompañada la primera por una cajita de pastillas de violetas de la Abadía de Flavigny. Dos las había entregado en el portón de la casa el cochero del doctor Juvenal Urbino, y éste había saludado a Gala Placidia desde la ventana del coche, primero para que no hubiera duda de que las cartas eran suyas, y segundo para que nadie pudiera decirle que no habían sido recibidas. Además, ambas estaban selladas con el monograma de lacre, y escritas con los garabatos crípticos que ya Fermina Daza conocía: letra de médico. Ambas decían en sustancia lo mismo que la primera, y estaban concebidas con el mismo espíritu de sumisión, pero en el fondo de su decencia empezaba a vislumbrarse una ansiedad que nunca fue evidente en las cartas de parsimonia de Florentino Ariza. Fermina Daza las leyó tan pronto como fueron entregadas, con dos semanas de diferencia, y sin explicárselo a sí misma cambió de parecer cuando estaba a punto de echarlas al fuego. Sin embargo, nunca pensó en contestarlas.

La tercera carta de octubre había sido deslizada por debajo del portón, y en todo era distinta de las anteriores. La escritura era tan pueril, que sin duda había sido hecha con la mano izquierda, pero Fermina Daza no cayó en la cuenta de eso sino cuando el texto mismo se reveló como un anónimo infame. Quien lo había escrito daba por hecho que Fermina Daza había encantado con sus filtros al doctor Juvenal Urbino, y de esa suposición sacaba conclusiones siniestras. Terminaba con una amenaza: si Fermina Daza no renunciaba a su pretensión de alzarse con el hombre más codiciado de la ciudad, sería expuesta a la vergüenza pública.

Se sintió víctima de una injusticia grave, pero su reacción no fue vindicativa, sino todo lo contrario: habría querido descubrir al autor del anónimo para disuadirlo de su error con cuantas explicaciones fueran pertinentes, pues se sentía segura de que nunca, por ningún motivo, sería sensible a los requiebros de juvenal Urbino. En los días siguientes recibió otras dos cartas sin firma, tan pérfidas como la primera, pero ninguna de las tres parecía escrita por la misma persona. O bien era víctima de una conjura, o la falsa versión de sus amores secretos había ido más lejos de lo que podía suponerse. Le inquietaba la idea de que todo aquello fuera consecuencia de una simple indiscreción de Juvenal Urbino. Se le ocurrió que tal vez era un hombre distinto de su apariencia digna, que tal vez se le iba la lengua en las visitas y hacía alarde de conquistas imaginarias, como tantos otros de su clase. Pensó escribirle para reprocharle el ultraje de su honra, pero luego desistió del propósito, porque quizás fuera eso lo que él quisiera. Trató de informarse por las amigas que iban a pintar con ella en el costurero, pero lo único que ellas habían oído eran comentarios benignos sobre la serenata de piano solo. Se sintió furiosa, impotente, humillada. Al contrario del principio, cuando hubiera querido encontrarse con el enemigo invisible para convencerlo de sus errores, ahora sólo quería hacerlo picadillo con las tijeras de podar. Pasaba las noches en claro, analizando detalles y expresiones de las cartas anónimas, con la ilusión de encontrar una pista de consuelo. Fue una ilusión vana: Fermina Daza era ajena por naturaleza al mundo interior de los Urbino de la Calle, y tenía armas para defenderse de sus buenas artes, pero no de las malas.

Esta convicción se hizo aún más amarga después del pavor de la muñeca negra que le llegó por aquellos días sin ninguna carta, pero cuyo origen le pareció fácil de imaginar: sólo el doctor Juvenal Urbino podía haberla mandado. Había sido comprada en la Martinica, de acuerdo con la etiqueta original, y llevaba un vestido primoroso y los cabellos rizados con filamentos de oro, y cerraba los ojos al ser acostada. A Fermina Daza le pareció tan divertida que se sobrepuso a sus escrúpulos, y la acostaba en su almohada durante el día. Se acostumbró a dormir con ella. Al cabo de un tiempo, sin embargo, después de un sueño agotador, descubrió que la muñeca estaba creciendo: la preciosa ropa original que llegó con ella le dejaba los muslos al descubierto, y los zapatos se habían reventado por la presión de los pies. Fermina Daza había oído hablar de maleficios africanos, pero ninguno tan pavoroso como ese. Por otra parte, no podía concebir que un hombre como Juvenal Urbino fuera capaz de semejante atrocidad. Tenía razón: la muñeca no había sido llevada por el cochero, sino por un vendedor de camarones ocasional, del cual nadie había podido dar una razón cierta. Tratando de descifrar el enigma, Fermina Daza pensó por un momento en Florentino Ariza, cuya condición sombría la asustaba, pero la vida se encargó de convencerla de su error. Nunca se esclareció el misterio y su simple evocación le causaba un estremecimiento de pavor hasta mucho después de que se casó, y tuvo hijos, y se creyó la elegida del destino: la más feliz.

La última tentativa del doctor Urbino fue la mediación de la hermana Franca de la Luz, superiora del colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, quien no podía negarse a la solicitud de ufamilia que había favorecido a su comunidad desde que se estableció en las Américas. Apareció acompañada por una novicia a las nueve de la mañana, y ambas tuvieron que entretenerse media hora con las jaulas de pájaros mientras Fermina Daza terminaba de bañarse. Era una alemana viril con un acento metálico y una mirada imperativa que no tenían ninguna relación con sus pasiones pueriles.

No había nada en este mundo que Fermina Daza odiara más que a ella, y a cuanto tuviera que ver

con ella, y el solo recuerdo de su falsa piedad le causaba un reconcomio de alacranes en las entrañas. Le bastó con reconocerla desde la puerta del baño para revivir de un golpe los suplicios del colegio, el sueño insoportable de la misa diaria, el terror de los exámenes, la diligencia servil de las novicias, la vida entera pervertida por el prisma de la pobreza de espíritu. La hermana Franca de la Luz, en cambio, la saludó con un júbilo que parecía sincero. Se sorprendió de cuánto había crecido y madurado, y alabó el juicio con que llevaba la casa, el buen gusto del patio, el brasero de los azahares. Le ordenó a la novicia que la esperara ahí, sin acercarse demasiado a los cuervos, que en un descuido podían sacarle los ojos, y buscó un lugar apartado donde sentarse a conversar a solas con Fermina. Ella la invitó a la sala.

Fue una visita breve y áspera. La hermana Franca de la Luz, sin perder el tiempo en preámbulos' le ofreció a Fermina Daza una rehabilitación honorable. La causa de la expulsión sería borrada no sólo de las actas sino de la memoria de la comunidad, y esto le permitiría terminar los estudios y obtener el diploma de Bachiller en Letras. Fermina Daza, perpleja, quiso conocer el motivo.

– Es la petición de alguien que lo merece todo, y cuyo único anhelo es hacerte feliz -dijo la monja-. ¿Sabes quién es?

Entonces entendió. Se preguntó con qué autoridad servía como emisaria del amor una mujer que le había torcido la vida por una carta inocente, pero no se atrevió a decirlo. Dijo, en cambio, que sí, que ella conocía a ese hombre, y por lo mismo sabía que no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida.

– Lo único que te suplica es que le permitas conversar contigo cinco minutos -dijo la monja-. Estoy segura de que tu padre estará de acuerdo.

La rabia de Fermina Daza se hizo más intensa por la idea de que su padre fuera cómplice de aquella visita.

– Nos vimos dos veces cuando estuve enferma -dijo-. Ahora no hay ninguna razón.

– Para cualquier mujer con dos dedos de frente ese hombre es un regalo de la Divina Providencia -dijo la monja.

Siguió hablando de sus virtudes, de su devoción, de su consagración al servicio de los doloridos. Mientras hablaba, se sacó de la manga una camándula de oro con el Cristo tallado en marfil, y la movió frente a los ojos de Fermina Daza. Era una reliquia de familia, antigua de más de cien años, tallada por un orfebre de Siena y bendecida por Clemente IV.

– Es tuya -dijo.

Fermina Daza sintió el torrente de sangre atropellado en sus venas, y entonces se atrevió.

– No me explico cómo es que usted se presta para esto -dijo-, si le parece que el amor es pecado.

La hermana Franca de la Luz fingió pasar por alto la notificación, pero sus párpados se encendieron. Siguió moviendo el rosario frente a sus ojos.

– Es mejor que te entiendas conmigo -dijo-, porque después de mí puede venir el señor arzobispo, y con él las cosas son distintas.

– Que venga -dijo Fermina Daza.

La hermana Franca de la Luz escondió el rosario de oro en la manga. Después sacó de la otra un pañuelo muy usado, hecho una bola, y lo mantuvo apretado en el puño, mirando a Fermina desde muy lejos con una sonrisa de conmiseración.

– Pobre hija mía -suspiró-, todavía sigues pensando en aquel hombre.

Fermina Daza masticó la impertinencia mirando a la monja sin parpadear, la miró fijo a los ojos, sin hablar, masticando en silencio, hasta que vio con una complacencia infinita que sus ojos de hombre se anegaron de lágrimas. La hermana Franca de la Luz se las secó con la bola del pañuelo, y se puso de pie.

– Bien dice tu padre que eres una mula -dijo.

El arzobispo no fue. De modo que el asedio hubiera terminado aquel día, de no haber sido porque Hildebranda Sánchez vino a pasar la Navidad con su prima, y la vida cambió para ambas. La recibieron en la goleta de Riohacha a las cinco de la mañana, en medio de una turba de pasajeros moribundos por el mareo, pero ella desembarcó radiante, muy mujer, y con el espíritu alborotado por la mala noche de mar. Vino cargada de guacales de pavos vivos y de cuantos frutos se daban en sus prósperas vegas, para que a nadie le faltara de comer durante su visita. Lisímaco Sánchez, su padre, mandaba a preguntar si hacían falta músicos para las fiestas de Pascua, pues él tenía los mejores a su disposición, y prometía mandar más adelante un cargamento de fuegos artificiales. Anunciaba además que no podía venir por la hija antes de marzo, así que había tiempo de sobra para vivir.

Las dos primas empezaron de inmediato. Se bañaron juntas desde la primera tarde, desnudas, haciéndose abluciones recíprocas con el agua de la alberca. Se ayudaban a jabonarse, se sacaban las liendres, comparaban sus nalgas, sus pechos inmóviles, la una mirándose en el espejo de la otra para apreciar con cuánta crueldad las había tratado el tiempo desde la última vez que se vieron desnudas. Hildebranda era grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de su cuerpo era de mulata, corto y enroscado como espuma de alambre.

Fermina Daza, en cambio, tenía una desnudez pálida, de líneas largas, de piel serena, de vellos lacios. Gala Placidia les había hecho poner dos camas iguales en el dormitorio, pero a veces se acostaban en una y conversaban con las luces apagadas hasta el amanecer. Fumaban unas panetelas de salteadores que Hildebranda había llevado ocultas en los forros del baúl, y después tenían que quemar hojas de papel de Armenia para purificar el aire de tugurio que dejaban en el dormitorio. Fermina Daza lo había hecho por primera vez en Valledupar, y había seguido haciéndolo en Fonseca, en Riohacha, donde se encerraban hasta diez primas en un cuarto a hablar de hombres y a fumar a escondidas. Aprendió a fumar al revés, con el fuego dentro de la boca, como fumaban los hombres en las noches de las guerras para que no los delatara la brasa del tabaco. Pero nunca había fumado a solas. Con Hildebranda en su casa lo hizo todas las noches antes de dormir, y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que una mujer fumara en público, sino porque tenía el placer asociado a la clandestinidad.

También el viaje de Hildebranda había sido impuesto por sus padres para tratar de alejarla de su amor imposible, aunque le hicieron creer que era para ayudar a Fermina a decidirse por un buen partido. Hildebranda lo había aceptado con la ilusión de burlar el olvido, como lo hizo la prima en su momento, y había quedado de acuerdo con el telegrafista de Fonseca para que mandara sus mensajes con el mayor sigilo. Por eso fue tan amarga su desilusión cuando supo que Fermina Daza había repudiado a Florentino Ariza. Además, Hildebranda tenía una concepción universal del amor, y pensaba que cualquier cosa que le pasara a uno afectaba a todos los amores del mundo entero. Sin embargo, no renunció al proyecto. Con una audacia que le causó a Fermina Daza una crisis de espanto, fue sola a la oficina del telégrafo con la disposición de ganarse el favor de Florentino Ariza.

No lo hubiera reconocido, pues no tenía ni un rasgo que correspondiera a la imagen que ella se había formado a través de Fermina Daza. A primera vista le pareció imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado casi invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en desgracia y cuyas maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. Pero muy pronto se arrepintió de la primera impresión, pues Florentino Ariza se puso a su servicio incondicional sin saber quién era: no lo supo nunca. Nadie la hubiera entendido como él, así que no le exigió identificarse ni le pidió dirección alguna. Su solución fue muy simple: ella pasaría los miércoles en la tarde por la oficina del telégrafo para que él le entregara las respuestas en su mano, y nada más. Por otra parte, cuando él leyó el mensaje que Hildebranda llevaba escrito le preguntó si aceptaba una sugerencia, y ella estuvo de acuerdo. Florentino Ariza hizo primero unas correcciones entre líneas, las suprimió, las volvió a escribir, se quedó sin espacio, y al final rompió la hoja y escribió completo un mensaje distinto que a ella le pareció enternecedor. Cuando salió de la oficina del telégrafo, Hildebranda iba al borde de las lágrimas.

– Es feo y triste -le dijo a Fermina Daza-, pero es todo amor.

Lo que más llamó la atención de Hildebranda fue la soledad de la prima. Parecía, le dijo, una solterona de veinte años. Acostumbrada a una familia numerosa y dispersa, en casas donde nadie sabía a ciencia cierta cuántos vivían ni quienes iban a comer cada vez. Hildebranda no podía imaginarse a una muchacha de su edad reducida al claustro de la vida privada. Así era: desde que se levantaba a las seis de la mañana, hasta que apagaba la luz del dormitorio, se consagraba a la pérdida del tiempo. La vida se le imponía desde fuera. Primero, con los últimos gallos, el hombre de la leche la despertaba con la aldaba del portón. Después tocaba la pescadera con el cajón de pargos moribundos en un lecho de algas, las palenqueras suntuosas con las hortalizas de María la Baja y las frutas de San Jacinto. Y después, durante todo el día, tocaban todos: los mendigos, las muchachas de las rifas, las hermanas de la caridad, el afilador con el caramillo, el que compraba botellas, el que compraba oro quebrado~ el que compraba papel gaceta, las falsas gitanas que se ofrecían para leer el desfino en las barajas, en las líneas de la mano, en el asiento del café, en las aguas de los lebrillos. A Gala Placidia se le iba la semana abriendo y cerrando el portón para decir que no, vuelva otro día, o gritando desde el balcón con el humor revuelto que no molesten más, carajo, que ya compramos todo lo que hacía falta. Había reemplazado a la tía Escolástica con tanto fervor y tanta gracia, que Fermina la confundía con ella hasta para quererla. Tenía obsesiones de esclava. Tan pronto como encontraba un rato libre se iba al cuarto de oficios para planchar la ropa blanca, la dejaba perfecta, la guardaba en los armarios con flores de espliego, y no sólo planchaba y doblaba la que acababa de lavar sino también la que hubiera perdido su esplendor por falta de uso. Con el mismo cuidado seguía manteniendo el vestuario de Fermina Sánchez, la madre de Fermina, muerta catorce años antes. Pero era Fermina Daza la que tomaba las decisiones. Ordenaba lo que había que comer, lo que había que comprar, lo que tenía que hacerse en cada caso, y en esa forma determinaba la vida de una casa que en realidad no tenía nada que determinar. Cuando acababa de lavar las jaulas y poner la comida a los pájaros, y de cuidar que nada les hiciera falta a las flores, se quedaba sin rumbo. Muchas veces, después de que fue expulsada del colegio, se quedó dormida en la siesta y no despertó hasta el día siguiente. Las clases de pintura no fueron más que una manera más entretenida de perder el tiempo.

Las relaciones con su padre carecían de afectos desde el exilio de la tía Escolástica, aunque ambos habían encontrado el modo de vivir juntos sin estorbarse. Cuando ella se levantaba, ya él se había ido a sus negocios. Pocas veces faltaba al rito del almuerzo, aunque casi nunca comía, pues le bastaba con los aperitivos y los entremeses gallegos del Café de la Parroquia. Tampoco cenaba: le dejaban su ración en la mesa, toda en un solo plato y tapada con otro, aunque sabían que él no se la comería hasta el día siguiente recalentada en el desayuno. Una vez por semana le daba a la hija el dinero de los gastos, que él calculaba muy bien y que ella administraba con rigor, pero atendía con gusto cualquier pedido que ella le hiciera para gastos imprevistos. Nunca le regateaba un cuartillo, nunca le pedía cuentas, pero ella se comportaba como si tuviera que rendirlas ante el tribunal del Santo Oficio. Nunca le había hablado de la índole y el estado de sus negocios, ni nunca la había llevado a conocer sus oficinas del puerto, que estaban en un sitio vedado a señoritas decentes aunque fueran acompañadas por sus padres. Lorenzo Daza no llegaba a su casa antes de las diez de la noche, que era la hora de la queda en las épocas menos críticas de las guerras. Permanecía hasta entonces en el Café de la Parroquia, jugando lo que fuera, porque era especialista en todos los juegos de salón, y además buen maestro. Siempre llegó a su casa en su sano juicio, sin despertar a la hija, a pesar de que se tomaba el primer anisado al despertar y seguía masticando el cabo del tabaco apagado y bebiendo copas espaciadas durante el día. Una noche, sin embargo, Fermina lo sintió entrar. Oyó sus pasos de cosaco en las escaleras, su resuello enorme en el corredor del segundo piso, sus golpes con la palma de la mano en la puerta del dormitorio. Ella le abrió, y por primera vez se asustó con su ojo torcido y el entorpecimiento de sus palabras.

– Estamos en la ruina -dijo él-. Ruina total, ya lo sabes.

Fue todo lo que dijo, y nunca más lo volvió a decir ni sucedió nada que indicara si había dicho la verdad, pero después de aquella noche Fermina Daza tomó conciencia de que estaba sola en el mundo. Vivía en un limbo social. Sus antiguas compañeras de colegio estaban en un cielo prohibido para ella, y mucho más después de la deshonra de la expulsión, pero tampoco era vecina de sus vecinos, porque éstos la habían conocido sin pasado y con el uniforme de la Presentación de la Santísima Virgen. El mundo de su padre era de traficantes y estibadores, de refugiados de guerras en la guarida pública del Café de la Parroquia, de hombres solos. En el último año, las clases de pintura la habían aliviado un poco de su reclusión, porque la maestra prefería las clases colectivas y solía llevar a otras alumnas al costurero. Pero eran muchachas de condiciones sociales dispersas y mal definidas, y para Fermina Daza no eran más que amigas prestadas cuyo afecto terminaba con cada clase. Hildebranda quería abrir la casa, ventilarla, traer los músicos y los cohetes y castillos de pólvora de su padre y hacer un baile de carnaval cuyos venntarrones arrasaran con el ánimo apolillado de la prima, pero muy pronto se dio cuenta de que sus propósitos eran inútiles. Por una razón simple: no había con quién.

En todo caso, fue ella quien la puso en la vida. Por las tardes, después de las clases de pintura, se hacía llevar a la calle para conocer la ciudad. Fermina Daza le enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del parquecito donde Florentino Ariza fingía leer para esperarla, las callejuelas por donde la seguía, los escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde estuvo la cárcel del Santo Oficio, y que luego había sido restaurado y convertido en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, que ella odiaba con toda su alma. Subieron a la colina del cementerio de los pobres, donde Florentino Ariza tocaba el violín según el rumbo de los vientos para que ella lo escuchara en la cama, y desde allí vieron entera la ciudad histórica, los tejados rotos y los muros carcomidos, los escombros de las fortalezas entre los matorrales, el reguero de islas de la bahía, las barracas de miseria alrededor de las ciénagas, el Caribe inmenso.

La noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le mostró a su prima el sitio exacto en que una noche como aquella había visto de cerca por primera vez sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal de los Escribanos, compraron dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles de fantasía, y Fermina Daza le señaló a la prima el lugar en que descubrió de golpe que su amor no era más que un espejismo. No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.

Por esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del Portal de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras. Vaciaron el ropero de Fermina Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas, las sombrillas, los zapatos de fiesta, los sombreros, y se vistieron de damas del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los corsés, las enseñó a moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a calzarse los guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda. Fermina se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores de crinolina. Al final se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo tan parecidas a los daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la foto de sus vidas. Gala Placidia las vio desde el balcón atravesando el parque con las sombrillas abiertas, sosteniéndose como podían sobre los tacones y empujando los miriñaques con todo el cuerpo como andaderas de niños, y les echó la bendición para que Dios las ayudara en sus retratos.

Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá. Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y respirando lo menos posible, pero tan pronto como alzaba la guardia sus fanáticos prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto con el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años. Fermina Daza tuvo siempre la suya muchos años en la primera hoja de un álbum de familia, de donde desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.

La plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.

Aunque nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle las causas de su antipatía, aunque no le dijo una palabra de sus pretensiones. Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.

– Háganme el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino-. Las llevo adonde ordenen.

Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero ya Hildebranda había aceptado. El doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la ayudó a subir en el coche. Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la cara encendida por el bochorno.

La casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así, porque el coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento principal, y él frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche. Fermina volvió la cara hacia la ventana y se hundió en el vacío. Hildebranda, en cambio, estaba encantada, y el doctor Urbino más encantado aún con su encantamiento. Tan pronto como el coche se echó a andar, ella sintió el olor calido del cuero natural de los asientos, la intimidad del interior capitonado, y dijo que le parecía un lugar bueno para quedarse a vivir. Muy pronto empezaron a reír, a cruzarse bromas de viejos amigos, y derivaron hacia un juego de ingenio en una jerigonza fácil, que consistía en intercalar entre cada sílaba una sílaba convencional. Fingían creer que Fermina no les entendía, aunque no sólo sabían que entendía sino que estaba pendiente de ellos, y por eso lo hacían. Al cabo de un momento, después de mucho reír, Hildebranda confesó que no podía soportar más el suplicio de los botines.

– Nada más fácil -dijo el doctor Urbino-. Vamos a ver quién termina primero.

Empezó a soltarse los cordones de las botas, e Hildebranda aceptó el reto. No le fue fácil, por el estorbo del corsé de varillas que no le permitía inclinarse, pero el doctor Urbino se demoró a propósito, hasta que ella sacó sus botines de debajo de la falda con una carcajada de triunfo, como si acabara de pescarlos en un estanque. Ambos miraron entonces a Fermina, y vieron su magnífico perfil de oropéndola más afilado que nunca contra el incendio del atardecer. Estaba tres veces furiosa: por lasituación inmerecida en que se encontraba, por la conducta libertina de Hildebranda, y por la certeza de que el coche daba vueltas sin sentido para retardar la llegada. Pero Hildebranda estaba suelta de madrina.

– Ahora me doy cuenta -dijo- que lo que me estorbaba no eran los zapatos sino esta jaula de alambre.

El doctor Urbino comprendió que se refería al miriñaque, y atrapó la ocasión al vuelo. “Nada más fácil -dijo-. Quíteselo.” Con un rápido ademán de prestidigitador se sacó el pañuelo del bolsillo y se vendó los ojos.

– Yo no miro -dijo.

La venda hizo resaltar la pureza de sus labios entre la barba redonda y negra y los bigotes de puntas afiladas, y ella se sintió sacudida por un ramalazo de pánico. Miró a Fermina, y esta vez no la vio furiosa, sino aterrorizada de que ella fuera capaz de quitarse la falda. Hildebranda se puso seria y le preguntó en letras de mano: “¿Qué hacemos?”. Fermina Daza le contestó en el mismo código que si no iban directo a su casa se arrojaría del coche en marcha.

– Estoy esperando -dijo el médico.

– Ya puede mirar -dijo Hildebranda.

El doctor Juvenal Urbino la encontró distinta al quitarse la venda, y comprendió que el juego había terminado, y había terminado mal. A una señal suya el cochero hizo girar el coche en redondo, y entró en el parque de Los Evangelios en el momento en que el farolero encendía las lámparas públicas. Todas las iglesias dieron el Ángelus. Hildebranda descendió de prisa, un poco turbada por la idea de haber disgustado a la prima, y se despidió del médico con un apretón de manos sin ceremonias. Fermina la imitó, pero cuando trató de retirar la mano con el guante de raso, el doctor Urbino le apretó con fuerza el dedo del corazón.

– Estoy esperando su respuesta -le dijo.

Fermina dio entonces, un tirón más fuerte, y el' guante vacío quedó colgando en la mano del médico, pero no esperó a recuperarlo. Se acostó sin comer. Hildebranda, como si nada hubiera pasado, entró en el dormitorio después de cenar con Gala Placidia en la cocina, y comentó con su gracia natural los incidentes de la tarde. No disimuló su entusiasmo por el doctor Urbino, por su elegancia y su simpatía, y Fermina no le correspondió con ningún comentario, pero estaba repuesta de la contrariedad. A un cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se vendó los ojos y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus labios rosados, había sentido un deseo irresistible de comérselo a besos. Fermina Daza se revolvió contra la pared y puso término a la conversación sin ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo el corazón.

– ¡Qué puta eres! -dijo.

Durmió a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír, cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados, burlándose de ella con una jerigonza sin reglas fijas en un coche distinto que subía hacia el cementerio de los pobres. Despertó mucho antes del amanecer, exhausta, y permaneció despierta con los ojos cerrados pensando en los años innumerables que todavía le faltaban por vivir. Después, mientras Hildebranda se bañaba, escribió una carta a toda prisa, la dobló a toda prisa, la metió a toda prisa en el sobre, y antes de que Hildebranda saliera del baño se la mandó con Gala Placidia al doctor Juvenal Urbino. Era una carta de las suyas, sin una letra de más ni de menos, en la cual sólo decía que sí, doctor, que hablara con su padre.

Cuando Florentino Ariza supo que Fermina Daza iba a casarse con un médico de alcurnia y fortuna, educado en Europa y con una reputación insólita a su edad, no hubo poder capaz de levantarlo de su postración. Tránsito Ariza hizo más que lo posible por consolarlo con recursos de novia cuando se dio cuenta de que había perdido el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro llorando sin sosiego, y al cabo de una semana consiguió que comiera otra vez. Habló entonces con don León XII Loayza, el único sobreviviente de los tres hermanos, y sin decirle el motivo le suplicó que le diera al sobrino un empleo para hacer cualquier cosa en la empresa de navegación, siempre que fuera en un puerto perdido en la manigua de La Magdalena, donde no hubiera correo ni telégrafo, ni viera a nadie que le contara nada de esta ciudad de perdición. El tío no le dio el empleo por consideración con la viuda del hermano, que no soportaba ni la existencia simple del bastardo, pero le consiguió el puesto de telegrafista en la Villa de Leyva, una ciudad de ensueño a más de veinte jornadas y a casi tres mil metros de altura sobre el nivel de la Calle de las Ventanas.

Florentino Ariza no fue nunca muy consciente de aquel viaje medicinal. Había de recordarlo siempre, como todo lo que ocurrió en aquella época, a través de los cristales enrarecidos de su desventura. Cuando recibió el telegrama del nombramiento no pensó tomarlo siquiera en consideración, pero Lotario Thugut lo convenció con argumentos alemanes de que le esperaba un porvenir radiante en la administración pública. Le dijo: “El telégrafo es la profesión del futuro”. Le regaló un par de guantes forrados por dentro con piel de conejo, un gorro estepario y un sobretodo con cuello de peluche probado en los eneros glaciales de Baviera. El tío León XII le regaló dos vestidos de paño y unas botas impermeables que habían sido del hermano mayor, y le dio un pasaje con camarote para el próximo buque. Tránsito Ariza redujo la ropa a las medidas de su hijo, que era menos corpulento que el padre y mucho más bajo que el alemán, y le compró medias de lana y calzoncillos de cuerpo entero para que no le faltara nada contra los rigores del páramo. Florentino Ariza, endurecido de tanto sufrir, asistía a los preparativos del viaje como hubiera asistido un muerto a los aprestos de sus honras fúnebres. No le dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la disposición irrevocable de no volver jamás.

El buque, uno de los tres iguales de la Compañía Fluvial del Caribe, había sido rebautizado en homenaje al fundador: Pío Quinto Loayza. Era una casa flotante de dos pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos habían sido fabricados en Cincinnati a mediados del siglo, con el modelo legendario de los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de propulsión movida por una caldera de leña. Como éstos, los buques de la Compañía Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor, donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros. Florentino Ariza no se había tomado la molestia de explorar el buque tan pronto como subió a bordo, un domingo de julio a las siete de la mañana, como lo hacían casi por instinto los que viajaban por primera vez. Sólo tomó conciencia de su nueva realidad al atardecer, navegando frente al caserío de Calamar, cuando fue a orinar en la popa y vio por el hueco del excusado la gigantesca rueda de tablones girando bajo sus pies con un estruendo volcánico de espumas y vapores ardientes.

No había viajado nunca. Llevaba un baúl de hojalata con la ropa del páramo, las novelas ilustradas que compraba en folletines mensuales y que él mismo cosía con tapas de cartón, y los libros de versos de amor que recitaba de memoria y estaban a punto de convertirse en polvo de tanto ser releídos. Había dejado el violín, que se identificaba demasiado con su desgracia, pero su madre lo había obligado a llevar el petate, que era un recado de dormir muy popular y práctico: una almohada, una sábana, una bacinilla de peltre y un toldo de punto para los mosquitos, y todo eso envuelto en una estera amarrada con dos cabuyas para colgar una hamaca en caso de urgencia. Florentino Ariza no quería llevarlo, pues pensaba que sería inútil en un camarote donde había servicio de camas tendidas, pero desde la primera noche tuvo que agradecer una vez más el buen sentido de su madre. En efecto, a última hora subió a bordo un pasajero vestido de etiqueta que había llegado en un barco de Europa aquella madrugada, y estaba acompañado por el gobernador de la provincia en persona. Quería proseguir el viaje de inmediato con su esposa y su hija, y con el criado de librea y los siete baúles con ribetes dorados que cupieron a duras penas por las escaleras. El capitán, un gigante de Curazao, logró conmover el sentido patriótico de los criollos para acomodar a los viajeros imprevistos. A Florentino Ariza le explicó en una tortilla de castellano y papiamento que el hombre de etiqueta era el nuevo ministro plenipotenciario de Inglaterra en viaje hacia la capital de la república, le recordó que aquel reino había aportado recursos decisivos para nuestra independencia del dominio español, y en consecuencia cualquier sacrificio era poco para que una familia de tan alta dignidad se sintiera en nuestra casa mejor que en la propia. Florentino Ariza, por supuesto, renunció al camarote.

Al principio no lo lamentó, pues el caudal del río era abundante en aquella época del año, y el buque navegó sin tropiezos las primeras dos noches. Después de la cena, a las cinco de la tarde, la tripulación repartía entre los pasajeros unos catres plegadizos con fondos de lona, y cada quien abría el suyo donde podía, lo arreglaba con los trapos de su petate y armaba encima el mosquitero de punto. Los que tenían hamacas las colgaban en el salón, y los que no tenían nada dormían sobre las mesas del comedor arropados con los manteles que no cambiaban más de dos veces durante el viaje. Florentino Ariza permanecía en vela la mayor parte de la noche, creyendo oír la voz de Fermina Daza en la brisa fresca del río, pastoreando la soledad con su recuerdo, oyéndola cantar en la respiración del buque que avanzaba con pasos de animal grande en las tinieblas, hasta que aparecían las primeras franjas rosadas en el horizonte y el nuevo día reventaba de pronto sobre pastizales desiertos y ciénagas de brumas. El viaje le parecía entonces una prueba más de la sabiduría de su madre, y se sintió con ánimos para sobrevivir al olvido.

Al cabo de tres días de buenas aguas, sin embargo, la navegación fue más difícil entre bancos de arena intempestivos y turbulencias engañosas. El río se volvió turbio y fue haciéndose cada vez más estrecho en una selva enmarañada de árboles colosales, donde sólo se encontraba de vez en cuando una choza de paja junto a las pilas de leña para la caldera de los buques. La algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles parecían aumentar el bochorno del mediodía. Pero de noche había que amarrar el buque para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. Al calor y los zancudos se agregaba el tufo de las pencas de carne salada puestas a secar en los barandales. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras.

Además, aquel año había estallado un episodio más de la guerra civil intermitente entre liberales y conservadores, y el capitán había tomado precauciones muy severas para el orden interno y la seguridad de los pasajeros. Tratando de evitar equívocos y provocaciones, prohibió la distracción favorita de los viajes de esos tiempos, que era disparar contra los caimanes que se asoleaban en los playones. Más adelante, cuando algunos pasajeros se dividieron en dos bandos enemigos en el curso de una discusión, hizo decomisar las armas de todos con el compromiso bajo palabra de devolverlas al término del viaje. Fue inflexible inclusive con el ministro británico, que desde el día siguiente de la partida amaneció vestido de cazador, con una carabina de precisión y una escopeta de dos cañones para matar tigres. Las restricciones se hicieron aún más drásticas arriba del puerto de Tenerife, donde se cruzaron con un buque que llevaba enarbolada la bandera amarilla de la peste. El capitán no pudo obtener ninguna información sobre aquel signo alarmante, porque el otro buque no respondió a sus señales. Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado para Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el trayecto del río que aún les faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en los puertos siguientes, sino aun en los lugares despoblados donde arrimaba a cargar leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los pasajeros contrajeron hábitos carcelarios. Entre éstos, la contemplación perniciosa de un paquete de postales pornográficas holandesas que circuló de mano en mano sin que nadie supiera de dónde habían salido, aunque ningún veterano del río ignoraba que eran apenas un muestrario de la colección legendaria del capitán. Pero hasta esa distracción sin porvenir terminó por aumentar el hastío.

Florentino Ariza soportó los rigores del viaje con la paciencia mineral que desconsolaba a su madre y exasperaba a sus amigos. No alternó con nadie. Los días se le hacían fáciles sentado frente al barandal, viendo a los caimanes inmóviles asoleándose en los playones con las fauces abiertas para atrapar mariposas, viendo las bandadas de garzas asustadas que se alzaban de pronto en los pantanos, los manatíes que amamantaban sus crías con sus grandes tetas maternales y sorprendían a los pasajeros con sus llantos de mujer. En un mismo día vio pasar flotando tres cuerpos humanos, hinchados y verdes, con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos de medusa se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se sabía, si eran víctimas del cólera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda contaminó en su memoria el recuerdo de Fermina Daza.

Siempre era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación con ella. De noche, cuando amarraban el buque y la mayoría de los pasajeros caminaban sin consuelo por las cubiertas, él repasaba casi de memoria los folletines ilustrados bajo la lámpara de carburo del comedor, que era la única encendida hasta el amanecer, y los dramas tantas veces releídos recobraban su magia original cuando él sustituía a los protagonistas imaginarios por conocidos suyos de la vida real, y se reservaba para sí y para Fermina Daza los papeles de amores imposibles. Otras noches le escribía cartas de zozobra, cuyos fragmentos esparcía después en las aguas que corrían sin cesar hacia ella. Así se le iban las horas más duras, encarnado a veces en un príncipe tímido o en un paladín del amor, y otras veces en su propio pellejo escaldado de amante en el olvido, hasta que se alzaban las primeras brisas y se iba a dormitar sentado en las poltronas del barandal.

Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto, y una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un camarote. Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer desnuda en las tinieblas, empapada en un sudor caliente y con la respiración desaforada, que lo empujó boca arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y se descuartizó a sí misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la virginidad, Ambos cayeron agonizando en el vacío de un abismo sin fondo oloroso a marisma de camarones. Ella yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y dejó de existir en la oscuridad.

– Ahora, váyase y olvídelo -le dijo-. Esto no sucedió nunca.

El asalto había sido tan rápido y triunfal que no podía entenderse como una locura súbita del tedio, sino como el fruto de un plan elaborado con todo su tiempo y hasta en sus pormenores minuciosos. Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad de Florentino Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor ilusorio de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal. Fue así como se empeñó en descubrir la identidad de la violadora maestra en cuyo instinto de pantera encontraría quizás el remedio para su desventura. Pero no lo consiguió. Al contrario, cuanto más profundizaba en el escrutinio más lejos se sentía de la verdad.

El asalto había sido en el último camarote, pero éste estaba comunicado con el penúltimo por una puerta intermedia, de modo que los dos se convertían en un dormitorio familiar con cuatro literas. Allí viajaban dos mujeres jóvenes, otra bastante mayor pero de muy buen ver, y un niño de pocos meses. Se habían embarcado en Barranco de Loba, el puerto donde se recogía la carga y el pasaje de la ciudad de Mompox desde que ésta quedó al margen de los itinerarios de vapores por las veleidades del río, y Florentino Ariza se había fijado en ellas sólo porque llevaban al niño dormido dentro de una gran jaula de pájaros.

Viajaban vestidas como en los transatlánticos de moda, con polisones bajo las faldas de seda, con golas de encaje y sombreros de alas grandes adornadas con flores de crinolina, y las dos menores se cambiaban el atuendo completo varias veces al día, de modo que parecían llevar consigo su propio ámbito primaveral, mientras los otros pasajeros se ahogaban de calor. Las tres eran diestras en el manejo de las sombrillas y los abanicos de plumas, pero con los propósitos indescifrables de las momposinas de la época. Florentino Ariza no logró precisar siquiera la relación entre ellas, aunque sin duda eran de una misma familia. Al principio pensó que la mayor podía ser la madre de las otras, pero luego cayó en la cuenta de que no tenía bastante edad para serlo, y además guardaba un medio luto que las otras no compartían. No concebía que una de ellas se hubiera atrevido a hacer lo que hizo mientras las otras durmieran en las literas contiguas, y la única suposición razonable era que aprovechara un momento casual, o quizás concertado, en que se quedó sola en el camarote. Comprobó que a veces salían dos a tomar el fresco hasta muy tarde mientras la tercera se quedaba cuidando al niño, pero una noche de más calor salieron las tres juntas con el niño dormido en la jaula de mimbre cubierta con un toldo de gasa.

A pesar de aquel embrollo de indicios, Florentino Ariza se apresuró a descartar la posibilidad de que la mayor de las tres fuera la autora del asalto, y en seguida absolvió también a la menor, que era la más bella y atrevida. Lo hizo sin razones válidas, sólo porque la vigilancia ansiosa de las tres lo había inducido a dar por cierto su deseo entrañable de que la amante instantánea fuera la madre del niño enjaulado. Tanto lo sedujo esa suposición, que empezó a pensar en ella con más intensidad que en Fermina Daza, sin importarle la evidencia de que aquella madre reciente sólo vivía para el niño. No tenía más de veinticinco años, y era esbelta y dorada, con unos párpados portugueses que la hacían más distante, y a cualquier hombre le hubiera bastado con sólo las migajas de la ternura que ella le prodigaba al hijo. Desde el desayuno hasta la hora de acostarse se ocupaba de él en el salón, mientras las otras jugaban damas chinas, y cuando lograba dormirlo colgaba del techo la jaula de mimbre en el lado más fresco del barandal. Pero ni aun cuando estaba dormido se desentendía de él, sino que mecía la jaula cantando entre dientes canciones de novia, mientras sus pensamientos volaban por encima de las penurias del viaje. Florentino Ariza se aferró a la ilusión de que tarde o temprano sería delatada aunque fuera por un gesto. Vigilaba hasta los cambios de su respiración en el ritmo del relicario que llevaba colgado sobre la blusa de batista, mirándola sin disimulos por encima del libro que fingía leer, e incurrió en la impertinencia calculada de cambiar de sitio en el comedor para quedar frente a ella. Pero no consiguió ni un indicio ínfimo de que fuera en realidad la depositaria de la otra mitad de su secreto. Lo único que le quedó de ella, porque su compañera menor la llamó, fue el nombre sin apellido: Rosalba.

Al octavo día el buque navegó a duras penas por un estrecho turbulento encajonado entre cantiles de mármol, y después del almuerzo amarró en Puerto Nare. Allí debían quedarse los pasajeros que seguirían el viaje hacia el interior de la provincia de Antioquia, una de las más afectadas por la nueva guerra civil. El puerto estaba formado por media docena de chozas de palma y una bodega de madera con techo de cinc, y estaba protegido por varias patrullas de soldados descalzos y mal armados, porque se tenían noticias de un plan de los insurrectos para saquear los buques. Detrás de las casas se alzaba hasta el cielo un promontorio de montañas agrestes con una cornisa de herradura tallada a la orilla del precipicio. Nadie durmió tranquilo a bordo, pero el ataque no se produjo durante la noche, y el puerto amaneció transformado en una feria dominical, con indios que vendían amuletos de tagua y bebedizos de amor, en medio de las recuas preparadas para emprender el ascenso de seis días hasta las selvas de orquídeas de la cordillera central.

Florentino Ariza se había entretenido viendo el descargue del buque a lomo de negro, había visto bajar los guacales de loza china, los pianos de cola para las solteras de Envigado, y sólo advirtió demasiado tarde que entre los pasajeros que se quedaban estaba el grupo de Rosalba. Las vio cuando ya iban montadas de medio lado, con botas de amazonas y sombrillas de colores ecuatoriales, y entonces dio el paso que no se había atrevido a dar en los días anteriores: le hizo a Rosalba un adiós con la mano, y las tres le contestaron del mismo modo, con una familiaridad que le dolió en las entrañas por su audacia tardía. Las vio dar la vuelta por detrás de la bodega, seguidas por las mulas cargadas con los baúles, las cajas de sombreros y la jaula del niño, y poco después las vio trepando como una fila de hormiguitas arrieras al borde del abismo, y desaparecieron de su vida. Entonces se sintió solo en el mundo, y el recuerdo de Fermina Daza, que había permanecido al acecho en los últimos días, le asestó el zarpazo mortal.

Sabía que iba a casarse el sábado siguiente, en una boda de estruendo, y el ser que más la amaba y había de amarla hasta siempre no tendría ni siquiera el derecho de morirse por ella. Los celos, hasta entonces ahogados en llanto, se hicieron dueños de su alma. Rogaba a Dios que la centella de la justicia divina fulminara a Fermina Daza cuando se dispusiera a jurar amor y obediencia a un hombre que sólo la quería para esposa como un adorno social, y se extasiaba en la visión de la novia, suya o de nadie, tendida bocarriba sobre las losas de la catedral con los azahares nevados por el rocío de la muerte, y el torrente de espuma del velo sobre los mármoles funerarios de catorce obispos sepultados frente al altar mayor. Sin embargo, una vez consumada la venganza, se arrepentía de su propia maldad, y entonces veía a Fermina Daza levantándose con el aliento intacto, ajena pero viva, porque no le era posible imaginarse el mundo sin ella. No volvió a dormir, y si a veces se sentaba a picar cualquier cosa era por la ilusión de que Fermina Daza estuviera en la mesa, o al contrario, para negarle el homenaje de ayunar por ella. A veces se consolaba con la certidumbre de que en la embriaguez de la fiesta de bodas, y aun en las noches febriles de la luna de miel, Fermina Daza había de padecer un instante, uno al menos, pero uno de todos modos, en que se alzara en su conciencia el fantasma del novio burlado, humillado, escupido, y le echara a perder la felicidad.

La víspera de la llegada al puerto de Caracolí, que era el término del viaje, el capitán ofreció la fiesta tradicional de despedida, con una orquesta de viento conformada por los miembros de la tripulación, y fuegos de artificios de colores desde la cabina de mando. El ministro de la Gran Bretaña había sobrevivido a la odisea con un estoicismo ejemplar, cazando con la cámara fotográfica los animales que no le permitían matar con escopetas, y no hubo una noche en que no se le viera de etiqueta en el comedor. Pero en la fiesta final apareció con el traje escocés del clan MacTavish, y tocó la gaita a placer y enseñó a todo el que quiso a bailar sus danzas nacionales, y antes del amanecer tuvieron que llevarlo casi a rastras al camarote. Florentino Ariza, postrado de dolor, se había ido al rincón más apartado de la cubierta donde no le llegaran ni las noticias de la parranda, y se echó encima el abrigo de Lotario Thugut tratando de resistir el escalofrío de los huesos. Había despertado a las cinco de la mañana, como despierta el condenado a muerte en la madrugada de la ejecución, y en todo el sábado no había hecho nada más que imaginar minuto a minuto cada una de las instancias de la boda de Fermina Daza. Más tarde, cuando regresó a casa, se dio cuenta de que había equivocado las horas y de que todo había sido distinto de como él se lo imaginaba, y hasta tuvo el buen sentido de reírse de su fantasía.

Pero en todo caso fue un sábado de pasión que culminó con una nueva crisis de fiebre, cuando le pareció que era el momento en que los recién casados se estaban fugando en secreto por una puerta falsa para entregarse a las delicias de la primera noche. Alguien que lo vio tiritando de calentura le dio el aviso al capitán, y éste abandonó la fiesta con el médico de a bordo temiendo que fuera un caso de cólera, y el médico lo mandó por precaución al camarote de cuarentena con una buena carga de bromuros. Al día siguiente, sin embargo, cuando avistaron los farallones de Caracolí, la fiebre había desaparecido y tenía el ánimo exaltado, porque en el marasmo de los sedantes había resuelto de una vez y sin más trámites que mandaba al carajo el radiante porvenir del telégrafo y regresaba en el mismo buque a su vieja Calle de Las Ventanas.

No le fue difícil que lo llevaran de regreso a cambio del camarote que él había cedido al representante de la reina Victoria. El capitán trató de disuadirlo también con el argumento de que el telégrafo era la ciencia del futuro. Tanto era así, le dijo, que ya se estaba inventando un sistema para instalarlo en los buques. Pero él resistió a todo argumento, y el capitán terminó por llevarlo de regreso, no por la deuda del camarote, sino porque conocía sus vínculos reales con la Compañía Fluvial del Caribe.

El viaje de bajada se hizo en menos de seis días, y Florentino Ariza se sintió de nuevo en casa propia desde que entraron de madrugada en la laguna de las Mercedes, y vio el reguero de luces de las canoas pesqueras ondulando en la resaca del buque. Era todavía noche cuando atracaron en la ensenada del Niño Perdido, que era el último puerto de los vapores fluviales, a nueve leguas de la bahía, antes de que dragaran y pusieran en servicio el antiguo paso español. Los pasajeros tendrían que esperar hasta las seis de la mañana para abordar la flotilla de chalupas de alquiler que habían de llevarlos hasta su destino final. Pero Florentino Ariza estaba tan ansioso que se fue desde mucho antes en la chalupa del correo, cuyos empleados lo reconocían como uno de los suyos. Antes de abandonar el buque cedió a la tentación de un acto simbólico: tiró al agua el petate, y lo siguió con la mirada por entre las antorchas de los pescadores invisibles, hasta que salió de la laguna y desapareció en el océano. Estaba seguro de que no iba a necesitarlo en el resto de sus días. Nunca más, porque nunca más había de abandonar la ciudad de Fermina Daza.

La bahía era un remanso al amanecer. Por encima de la bruma flotante, Florentino Ariza vio la cúpula de la catedral dorada por las primeras luces, vio los palomares en las azoteas, y orientándose por ellos localizó el balcón del palacio del Marqués de Casalduero, donde suponía que la mujer de su desventura dormitaba todavía apoyada sobre el hombro del esposo saciado. Esa suposición lo desgarró, pero no hizo nada por reprimirla, sino todo lo contrario: se complació en el dolor. El sol empezaba a calentar cuando la chalupa del correo se abrió paso por entre el laberinto de veleros anclados, donde los olores innumerables del mercado público, revueltos con la podredumbre del fondo, se confundían en una sola pestilencia. La goleta de Riohacha acababa de llegar, y las cuadrillas de estibadores con el agua a la cintura recibían a los pasajeros en la borda y los llevaban cargados hasta la orilla. Florentino Ariza fue el primero en saltar a tierra desde la chalupa del correo, y desde entonces no sintió más la fetidez de la bahía sino el olor personal de Fermina Daza en el ámbito de la ciudad. Todo olía a ella.

No volvió a la oficina del telégrafo. Su preocupación única parecían ser los folletines de amor y los volúmenes de la Biblioteca Popular que su madre seguía comprándole, y que él leía y volvía a leer tumbado en una hamaca hasta aprenderlos de memoria. No preguntó siquiera dónde estaba el violín. Reanudó los contactos con sus amigos más cercanos, y a veces jugaban al billar o conversaban en los cafés al aire libre bajo los arcos de la Plaza de la Catedral, pero no volvió a los bailes de los sábados: no podía concebirlos sin ella.

La misma mañana en que regresó del viaje inconcluso se enteró de que Fermina Daza estaba pasando la luna de miel en Europa, y su corazón aturdido dio por hecho que se quedaría a vivir allá, si no para siempre, sí por muchos años. Esta certidumbre le infundió las primeras esperanzas de olvido. Pensaba en Rosalba, cuyo recuerdo se hacía más ardiente a medida que se apaciguaban los otros. Fue por esa época que se dejó crecer el bigote de punteras engomadas que no había de quitarse en el resto de su vida, y le cambió el modo de ser, y la idea de la sustitución del amor lo metió por caminos imprevistos. El olor de Fermina Daza se fue haciendo poco a poco menos frecuente e intenso, y por último sólo quedó en las gardenias blancas.

Andaba al garete, sin saber por dónde continuar la vida, una noche de guerra en que la célebre viuda de Nazaret se refugió aterrada en su casa, porque la suya había sido destruida por un cañonazo, durante el sitio del general rebelde Ricardo Gaitán Obeso. Fue Tránsito Ariza la que agarró la ocasión al vuelo y mandó a la viuda para el dormitorio del hijo, con el pretexto de que en el suyo no había lugar, pero en realidad con la esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir. Florentino Ariza no había vuelto a hacer el amor desde que fue desvirginizado por Rosalba en el camarote del buque, y le pareció natural, en una noche de emergencia, que la viuda durmiera en la cama y él en la hamaca. Pero ya ella había decidido por él. Sentada en el borde de la cama donde Florentino Ariza estaba acostado sin saber qué hacer, empezó a hablarle de su dolor inconsolable por el marido muerto tres años antes, y mientras tanto iba quitándose de encima y arrojando por los aires los crespones de la viudez, hasta que no le quedó puesto ni el anillo de bodas. Se quitó la blusa de tafetán con bordados de mostacilla, y la arrojó a través del cuarto en la poltrona del rincón, tiró el corpiño por encima del hombro hasta el otro lado de la cama, se quitó de un solo tirón la falda talar con el pollerín de volantes, la faja de raso del liguero y las fúnebres medias de seda, y lo esparció todo por el piso, hasta que el cuarto quedó tapizado con las últimas piltrafas de su duelo. Lo hizo con tanto alborozo, y con unas pausas tan bien medidas, que cada gesto suyo parecía celebrado por los cañonazos de las tropas de asalto, que estremecían la ciudad hasta los cimientos. Florentino Ariza trató de ayudarla a soltar el broche del ajustador, pero ella se le anticipó con una maniobra diestra, pues en cinco años de devoción matrimonial había aprendido a bastarse de sí misma en todos los trámites del amor, incluso sus preámbulos, sin ayuda de nadie. Por último se quitó los calzones de encaje, haciéndolos resbalar por las piernas con un movimiento rápido de nadadora, y se quedó en carne viva.

Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto el vértigo de soltera. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal. Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto.

No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos metros debajo de la tierra.

– Soy feliz -dijo- porque sólo ahora sé con seguridad dónde está cuando no está en la casa.

Aquella noche se quitó el luto, de un solo golpe, sin pasar por el intermedio ocioso de las blusas de florecitas grises, y su vida se llenó de canciones de amor y trajes provocativos de guacamayas y mariposas pintadas, y empezó a repartir el cuerpo a todo el que quisiera pedírselo. Derrotadas las tropas del general Gaitán Obeso, al cabo de sesenta y tres días de sitio, ella reconstruyó la casa desfondada por el cañonazo, y le hizo una hermosa terraza de mar sobre las escofieras, donde en tiempos de borrasca se ensañaba la furia del oleaje. Ese fue su nido de amor, como ella lo llamaba sin ironía, donde sólo recibió a quien fue de su gusto, cuando quiso y como quiso, y sin cobrar a nadie ni un cuartillo, porque consideraba que eran los hombres los que le hacían el favor. En casos muy contados aceptaba un regalo, siempre que no fuera de oro, y era de manejos tan hábiles que nadie hubiera podido mostrar una evidencia terminante de su conducta impropia. Sólo en una ocasión estuvo al borde del escándalo público, cuando corrió el rumor de que el arzobispo Dante de Luna no había muerto por accidente con un plato de hongos equivocados, sino que se los comió a conciencia, porque ella lo amenazó con degollarse si él persistía en sus asedios sacrílegos. Nadie le preguntó si era cierto, ni nunca habló de eso, ni cambió nada en su vida. Era, según ella decía muerta de risa, la única mujer libre de la provincia.

La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste. Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:

– Te adoro porque me volviste puta.

Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.

Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.

El propio Florentino Ariza estaba convencido al cabo de seis meses de amores desaforados con la viuda de Nazaret, de que había logrado sobrevivir al tormento de Fermina Daza. No sólo lo creyó, sino que lo comentó varias veces con Tránsito Ariza durante los casi dos años que duró el viaje de bodas, y siguió creyéndolo con un sentimiento de liberación sin fronteras, hasta un domingo de su mala estrella en que la vio de pronto sin ningún anuncio del corazón, cuando salía de la misa mayor del brazo de su marido y asediada por la curiosidad y los halagos de su nuevo mundo. Las mismas damas de alcurnia que al principio la menospreciaban y se burlaban de ella por ser una advenediza sin nombre, se desvivían porque se sintiera como una de las suyas, y ella las embriagaba con su encanto. Había asumido con tanta propiedad su condición de esposa mundana, que Florentino Ariza necesitó un instante de reflexión para reconocerla. Era otra: la compostura de persona mayor, los botines altos, el sombrero de velillo con una pluma de colores de algún pájaro oriental, todo en ella era distinto y fácil, como si todo fuera suyo desde su origen. La encontró más bella y juvenil que nunca, pero irrecuperable, como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su vientre bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más lo impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos manejaban el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los escollos de la realidad. Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un gran desprecio de sí mismo. Se sintió pobre, feo, inferior, y no sólo indigno de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.

Así que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco que le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después de sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de ella, que había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la inocencia. Había empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia de la prima Hildebranda. En Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando se inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo algo que sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento amordazado para no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de primas, y después a dos manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el pelo suelto y fumando sus primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con unas dudas de conciencia que sólo logró superar después de casada, y siempre en un secreto absoluto, mientras que las primas alardeaban entre ellas no sólo de la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma y el tamaño de sus orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos iniciales, siguió arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio sangriento.

De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz lo tenía ocupado por la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa, cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las múcuras se quedaron vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la república, filósofo, poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular su terror de virgen recién casada.

Por fortuna, las circunstancias imprevistas, junto con la comprensión del marido, resolvieron sus tres primeras noches sin dolor. Fue providencial. El barco de la Compagnie Générale Transatlantique, con el itinerario trastornado por el mal tiempo del Caribe, anunció con sólo tres días de anticipación que adelantaba la salida en veinticuatro horas, de modo que no zarparía para La Rochelle al día siguiente de la boda, como estaba previsto desde hacía seis meses, sino la misma noche. Nadie creyó que aquel cambio no fuera una más de las tantas sorpresas elegantes de la boda, pues la fiesta terminó después de la medianoche a bordo del transatlántico iluminado, con una orquesta de Viena que estrenaba en aquel viaje los valses más recientes de Johann Strauss. De modo que los varios padrinos ensopados en champaña fueron arrastrados a tierra por sus esposas atribuladas, cuando ya andaban preguntando a los camareros si no habría camarotes disponibles para seguir la parranda hasta París. Los últimos que desembarcaron vieron a Lorenzo Daza frente a las cantinas del puerto, sentado en el suelo en plena calle y con el traje de etiqueta en piltrafas. Lloraba a grito pelado, como lloran los árabes a sus muertos, sentado sobre un reguero de aguas podridas que bien pudo haber sido un charco de lágrimas.

Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible, ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente sabía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de dormir. Ella le fue sincera: la doblez de las monjas le había provocado una resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en silencio. Dijo: “Prefiero entenderme directo con Dios”. Él comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacía, dijo de buen humor:

– Quéquieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.

El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio, mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.

Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo.

Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.

– Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia.

Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un escapulario”. Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.

– Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.

Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.

– Además, creo que le sobran demasiadas cosas -dijo.

El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: “Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.

– No vamos a seguir con la clase de medicina -dijo.

– No -dijo él-. Esta va a ser de amor.

Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.

Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.

Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después que ella, y cuando regresó al camarote la encontró esperándolo desnuda en la cama. Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y se le entregó sin miedo, sin dolor, con la alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron haciéndolo bien de noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando llegaron a La Rochelle se entendían como amantes antiguos.

Permanecieron dieciséis meses en Europa, con base en París, y haciendo viajes cortos por los países vecinos. Durante ese tiempo hicieron el amor todos los días, y más de una vez los domingos de invierno, cuando se quedaban hasta la hora del almuerzo retozando en la cama. Él era un hombre de buenos ímpetus, y además bien entrenado, y ella no estaba hecha para dejarse tomar ventaja de nadie, de modo que tuvieron que conformarse con el poder compartido en la cama. Después de tres meses de amores febriles él comprendió que uno de los dos era estéril, y ambos se sometieron a exámenes severos en el Hospital de la Salpétriére donde él había hecho su internado. Fue una diligencia ardua pero infructuosa. Sin embargo cuando menos lo esperaban, y sin ninguna media, acción científica, ocurrió el milagro. A fines del año siguiente, cuando regresaron a casa, Fermina estaba encinta de seis meses, y se creía la mujer más feliz de la tierra. El hijo tan deseado por ambos, que nació sin novedad bajo el signo de Acuario, fue bautizado en honor del abuelo muerto del cólera.

Era imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos cosas ocurrieron al mismo tiempo. Ambos lo eran, y a fondo, no sólo con ellos mismos sino con todo el mundo, como lo percibió Florentino Ariza cuando los vio a la salida de misa dos semanas después del regreso, aquel domingo de su desgracia. Volvieron con una concepción nueva de la vida, cargados de novedades del mundo, y listos para mandar. Él con las novedades de la literatura, de la música, y sobre todo las de su ciencia. Trajo una suscripción de Le Figaro, para no perder el hilo de la realidad, y otra de la Revue des Deux Mondes para no perder el hilo de la poesía. Había hecho además un acuerdo con su librero de París para recibir las novedades de los escritores más leídos, entre ellos Anatole France y Pierre Loti, y de los que más le gustaban, entre ellos Remy de Gourmont y Paul Bourget, pero en ningún caso Émile Zola, que le parecía insoportable, a pesar de su valiente irrupción en el juicio de Dreyfus. El mismo librero se comprometió a mandarle por correo las novedades más seductoras del catálogo de Ricordi, sobre todo de música de cámara, para mantener el título bien ganado por su padre de primer promotor de conciertos en la ciudad.

Fermina Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con ropas de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado en las Tullerías, en pleno invierno, para el lanzamiento de la colección de Worth, el ineludible tirano de la alta costura, y lo único que consiguió fue una bronquitis que la tumbó cinco días en la cama. Laferriére le pareció menos pretencioso y voraz, pero su decisión sabia fue arrasar con lo que más le gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de que el esposo juraba aterrado que eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades de zapatos italianos sin marca, que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry, y trajo una sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales. Sólo compró un sombrero de Madame Reboux, pero en cambio llenó un baúl de racimos de cerezas artificiales, ramilletes de cuantas flores de fieltro le fue posible encontrar, ramazones de plumas de avestruz~ morriones de pavorreales, colas de gallos asiáticos, faisanes enteros, colibríes, y una variedad innumerable de pájaros exóticos disecados en pleno vuelo, en pleno grito, en plena agonía: todo cuanto había servido en los últimos veinte años para que los mismos sombreros parecieran otros. Trajo una colección de abanicos de diversos países del mundo, y uno distinto y apropiado para cada ocasión. Trajo una esencia perturbadora escogida entre muchas en la perfumería del Bazar de la Charité, antes de que los vientos de primavera arrasaran con sus cenizas, pero la usó una sola vez, porque se desconoció a sí misma con el perfume cambiado. Trajo también un estuche de cosméticos que era la última novedad en el mercado de la seducción, y fue la primera mujer que lo llevó a las fiestas, cuando el acto simple de retocarse en público se consideraba indecente.

Llevaban, además, tres recuerdos imborrables: el estreno sin precedentes de Los Cuentos de Hoffmann, en París, el incendio pavoroso de casi todas las góndolas de Venecia frente a la Plaza de San Marcos, que ellos habían presenciado con el corazón dolorido desde la ventana de su hotel, y la visión fugaz de Oscar Wilde en la primera nevada de enero. Pero en medio de esos y tantos otros recuerdos, el doctor Juvenal Urbino conservaba uno que siempre lamentó no compartir con su esposa, pues venía de sus tiempos de estudiante soltero en París. Era el recuerdo de Victor Hugo, quien disfrutaba aquí de una celebridad conmovedora al margen de sus libros, porque alguien dijo que había dicho, sin que nadie lo hubiera oído en realidad, que nuestra Constitución no era para un país de hombres sino de ángeles. Desde entonces se le rindió un culto especial, y la mayoría de los numerosos compatriotas que viajaban a Francia se desvivían por verlo. Una media docena de estudiantes, entre ellos Juvenal Urbino, montaron guardia por un tiempo frente a su residencia de la avenida Eyleau, y en los cafés donde se decía que iba a llegar sin falta y nunca llegó, y por último habían solicitado por escrito una audiencia privada, en nombre de los ángeles de la Constitución de Rionegro. Nunca recibieron respuesta. Un día cualquiera, Juvenal Urbino pasó por casualidad frente al Jardín del Luxemburgo y lo vio salir del Senado con una mujer joven que lo llevaba del brazo. Lo vio muy viejo, moviéndose a duras penas, con la barba y el cabello menos radiantes que en sus retratos, y dentro de un abrigo que parecía de alguien más corpulento. No quiso estropear el recuerdo con un saludo impertinente: le bastaba con esa visión casi irreal que había de alcanzarle para toda la vida. Cuando volvió casado a París, en condiciones de verlo de un modo más formal, ya Victor Hugo había muerto.

Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso, suave, y del mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado iba a apreciar aquel gesto. Pero el marido se opuso con firmeza, y cuando ella trató de hacerlo a pesar de sus razones, él no se sintió capaz de sobrevivir a la vergüenza.

– Si tú atraviesas esa calle -le dijo-, cuando regreses aquí me encontrarás muerto.

Era algo natural en ella. Antes de un año de casada se movía por el mundo con la misma soltura con que lo hacía desde niña en el moridero de San Juan de la Ciénaga, como si hubiera nacido sabiéndolo, y tenía una facilidad de trato con los desconocidos que dejaba perplejo al marido, y un talento misterioso para entenderse en castellano con quien fuera y en cualquier parte. “Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender algo -decía con risas de burla-. Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo le entiende como sea.” Era difícil imaginar a alguien que hubiera asimilado tan rápido y con tanto alborozo la vida cotidiana de París, que aprendió a querer en el recuerdo a pesar de sus lluvias eternas. Sin embargo, cuando regresó a casa abrumada por tantas experiencias juntas, cansada de viajar y medio adormecida por el embarazo, lo primero que le preguntaron en el puerto fue cómo le habían parecido las maravillas de Europa, y ella resolvió dieciséis meses de dicha con cuatro palabras de su jerga caribe:

– Más es la bulla.

El día que Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral encinta de seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo, tomó la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla. Ni siquiera se puso a pensar en el inconveniente de que fuera casada, porque al mismo tiempo decidió, como si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir. No sabía ni cuándo ni cómo, pero se lo planteó como un acontecimiento ineluctable, que estaba resuelto a esperar sin prisas ni arrebatos, así fuera hasta el fin de los siglos.

Empezó por el principio. Se presentó sin anuncio en la oficina del tío León XII, presidente de la junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del Caribe, y le manifestó la disposición de someterse a sus designios. El tío estaba resentido con él por la manera como malbarató el buen empleo de telegrafista en la Villa de Leyva, pero se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos. Además, la viuda del hermano había muerto el año anterior, con los rencores en carne viva pero sin dejar herederos. Así que le dio el empleo al sobrino errante.

Era una decisión típica de don León XII Loayza. Dentro del cascarón de traficante sin alma, llevaba escondido un lunático genial, que lo mismo hacía brotar un manantial de limonada en el desierto de la Guajira, que inundaba de llanto un funeral de cruz alta con su canto desgarrador de In questa tomba oscura. Con su cabeza rizada y sus belfos de fauno no le faltaban sino la lira y la corona de laureles para ser idéntico al Nerón incendiario de la mitología cristiana. Las horas que le quedaban libres entre la administración de sus buques decrépitos, todavía a flote por pura distracción de la fatalidad, y los problemas cada día más críticos de la navegación fluvial, las consagraba a enriquecer su repertorio lírico. Nada le gustaba más que cantar en los entierros. Tenía una voz de galeote, sin ningún orden académico, pero capaz de registros impresionantes. Alguien le había contado que Enrico Caruso podía romper un florero en pedazos con el solo poder de su voz, y durante años estuvo tratando de imitarlo hasta con los vidrios de las ventanas. Sus amigos traían los floreros más tenues que encontraban en sus viajes por el mundo, y organizaban fiestas especiales para que él lograra por fin la culminación de su sueño. Nunca lo consiguió. Sin embargo, en el fondo de su trueno había una lucecita de ternura que agrietaba el corazón de sus oyentes como a las ánforas de cristal del gran Caruso, y era esto lo que lo hacía tan venerable en los entierros. Salvo en uno, en el que tuvo la buena idea de cantar When wake up in Glory, un canto funerario de la Luisiana, hermoso y estremecedor, y fue hecho callar por el capellán que no pudo entender aquella intromisión luterana dentro de su iglesia.

Así, entre ancores de óperas y serenatas napolitanas, su talento creativo y su invencible espíritu de empresa lo convirtieron en el prócer de la navegación fluvial en su época de mayor esplendor. Había salido de la nada, como los dos hermanos muertos, y todos llegaron hasta donde quisieron a pesar del estigma de ser hijos naturales, y con el remate de que nunca fueron reconocidos. Eran la flor de lo que entonces se llamaba la aristocracia de mostrador, cuyo santuario era el Club del Comercio. Sin embargo, aun cuando dispuso de recursos para vivir como el emperador romano que parecía ser, el tío León XII vivía en la ciudad vieja por comodidad de trabajo, con su esposa y tres hijos, y de un modo tan austero y en una casa tan escueta, que nunca se quitó de encima una injusta reputación de avaro. Pero su único lujo era todavía más simple: una casa de mar, a dos leguas de las oficinas, sin más muebles que seis taburetes artesanales, un tinajero, y una hamaca en la terraza para acostarse a pensar los domingos. Nadie lo definió mejor que él cuando alguien lo acusó de ser rico.

– Rico no -dijo-: soy un pobre con plata, que no es lo mismo.

Ese raro modo de ser, que alguien elogió alguna vez en un discurso como una demencia lúcida, le permitió ver al instante lo que nadie veía ni antes ni después en Florentino Ariza. Desde el día en que éste se presentó a solicitar empleo en sus oficinas, con su aspecto lúgubre y sus veintisiete años inútiles, lo puso a prueba con la dureza de un régimen de cuartel capaz de doblegar al más bragado. Pero no logró amedrentarlo. Lo que nunca sospechó el tío León XII fue que ese temple del sobrino no le venía de la necesidad de subsistir, ni de una cachaza de bruto heredada del padre, sino de una ambición de amor que ninguna contrariedad de este mundo ni del otro lograría quebrantar.

Los peores años fueron los primeros, cuando lo nombraron escribiente de la Dirección General, que parecía un oficio inventado sobre medida para él. Lotario Thugut, antiguo maestro de música del tío León XII, fue el que le aconsejó a éste que nombrara al sobrino en un empleo de escribir, porque era un consumidor incansable de literatura al por mayor, aunque no tanto de la buena como de la peor. El tío León XII no le hizo caso a la precisión sobre la mala clase de las lecturas del sobrino, pues también de él decía Lotario Thugut que había sido su peor alumno de canto, y sin embargo hacía llorar hasta las lápidas de los cementerios. En todo caso, el alemán tuvo razón en lo que menos había pensado, y era que Florentino Ariza escribía cualquier cosa con tanta pasión, que hasta los documentos oficiales parecían de amor. Los manifiestos de embarque le salían rimados por mucho que se esforzara en evitarlo, y las cartas comerciales de rutina tenían un aliento lírico que les restaba autoridad. El tío en persona se le apareció un día en la oficina con un paquete de correspondencia que no había tenido el valor de firmar como suya, y le dio la última oportunidad de salvar el alma.

– Si no eres capaz de escribir una carta comercial te vas a recoger la basura del muelle -le dijo.

Florentino Ariza aceptó el desafío. Hizo un es~ fuerzo supremo por aprender la simpleza terrestre de la prosa mercantil, imitando modelos de archivos notariales con tanta aplicación como antes lo hacía con los poetas de moda. Era esa la época en que pasaba sus horas libres en el Portal de los Escribanos, ayudando a los enamorados implumes a escribir sus esquelas perfumadas, para descargar el corazón de tantas palabras de amor que se le quedaban sin usar en los informes de aduana. Pero al cabo de seis meses, por muchas vueltas que le daba, no había logrado torcerle el cuello a su cisne empedernido. Así que cuando el tío León XII lo reprendió por segunda vez, él se dio por vencido, pero con una cierta altanería.

– Lo único que me interesa es el amor -dijo.

– Lo malo -le dijo el tío- es que sin navegación fluvial no hay amor.

Cumplió la amenaza de mandarlo a recoger la basura en el muelle, pero le dio su palabra de que lo subiría paso a paso por la escalera del buen servicio hasta que encontrara su lugar. Así fue. Ninguna clase de trabajo logró derrotarlo, por duro o humillante que fuera, ni lo desmoralizó la miseria del sueldo, ni perdió un instante su impavidez esencial ante las insolencias de sus superiores. Pero tampoco fue inocente: todo el que se atravesó en su camino sufrió las consecuencias de una determinación arrasadora, capaz de cualquier cosa, detrás de una apariencia desvalida. Tal como el tío León XII lo había previsto y deseado para que no se le quedara sin conocer ningún secreto de la empresa, pasó por todos los cargos en treinta años de consagración y tenacidad a toda prueba. Los desempeñó todos con una capacidad admirable, estudiando cada hilo de aquella urdimbre misteriosa que tanto tenía que ver con los oficios de la poesía, pero sin lograr la medalla de guerra más anhelada por él, que era escribir una carta comercial aceptable: una sola. Sin proponérselo, sin saberlo siquiera, demostró con su vida la razón de su padre, quien repitió hasta el último aliento que no había nadie con más sentido práctico, ni picapedreros más empecinados ni gerentes más lúcidos y peligrosos que los poetas. Eso, al menos, fue lo que le contó el tío León XII, que solía hablarle de su padre durante los ocios del corazón, y que le dio de él una idea más parecida a la de un soñador que a la de un hombre de empresa.

Le contó que Pío Quinto Loayza le daba a las oficinas un uso más placentero que el de trabajar, y se las arregló siempre para salir de la casa los domingos, con el pretexto de que tenía que recibir o despachar un buque. Más aún: había hecho instalar en el patio de las bodegas una caldera inservible, con una sirena de vapor que alguien hacía sonar con claves de navegación, por si su esposa estaba pendiente. Haciendo cuentas, el tío León XII estaba seguro de que Florentino Ariza había sido concebido sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa de su padre oía en su casa los adioses de un buque que nunca se fue. Cuando ella lo descubrió ya era tarde para cobrarle la infamia, porque el marido había muerto. Le sobrevivió muchos años, destruida por la amargura de no tener un hijo, y pidiéndole a Dios en sus oraciones la maldición eterna para el bastardo.

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