Tu non dimandi che sptrtti son queste che tu vedi7”
dante. Inferno, IV
El Invisible -sin peso, sin dimensión, sin sombra, errante transparencia para quien habían dejado de tener un sentido las vulgares nociones de frío o calor, día o noche, bueno o malo- llevaba vanas horas vagando entre los brazos abiertos de las cuádruples columnatas del Bernini, cuando se abrieron las altas puertas de San Pedro. Quien tanto había navegado sin mapas no pudo menos que mirar con sorna a los muchos turistas que, aquella mañana, consultaban sus guias y Baedekers antes de engolfarse en la basílica y tomar un rumbo cierto hacia los más famosos portentos de aquel Palacio de Maravillas que, para el, iba a ser hoy Palacio de Justicia. Encausado ausente, forma evocada, hombre de papel, voz trasladada a boca de otros para su defensa o su confusión, permanecería a casi cuatro siglos de distancia de aquellos que ahora examinarían los menores tránsitos de su vida conocida, determinando si podía ser considerado como un héroe sublime -asi lo veían sus panegiristas- o como un simple ser humano, sujeto a todas las flaquezas de su condición, tal cual lo pintaban ciertos historiadores racionalistas, incapaces acaso de percibir una poesía en actos situada mas allá de sus murallas de documentos, crónicas y ficheros. Le había llegado el momento de saber si, en lo adelante, merecería estatuas con laudatorio epígrafe o algo más trascendente y universal que una imagen de bronce, piedra o mármol parada en medio de una plaza pública.
Apartándose de un Juicio Final -el de la Capilla Sixtina – que aún no lo concernía, se dirigió con certera brújula, a las salas, cerradas para el publico visitante, de la Lipsonoteca, cuyo conservador sabio bolandista y, por fuerza, un tanto osteólogo, odontólogo y algo anatomista, estaría entregado como de costumbre, al examen estudio y clasificación de los innumerables huesos, dientes, uñas, cabellos y otras reliquias de santos, guardados en gavetas y cajones. Aunque, por lo general, los muertos no se preocupaban por el destino de sus propios huesos, el Invisible quería saber si en aquel lugar, se habia reservado algún sitio a los pocos huesos que le quedaban, para el caso de que… -” Parece que vamos a tener función de mucho lucimiento” – dijo el el conservador a un joven seminarista, discípulo suyo, a quién estaba adiestrando en los métodos de clasificación de la Lipsonoteca -”Es que la causa de hoy no es una causa corriente”-dijo el otro -”Ninguna causa por beatificación es causa corriente” -observo el conservador, en el tono de cascarrabias que le era habitual, aunque esto poco apocaba al otro. -”Cierto. Pero aquí el personaje es conocido en todo el orbe. Y la postulación ha sido introducida por dos Papas: primero Pío IX; ahora Su Santidad León XIII.” -Pío IX murió antes de que transcurrieran los diez años exigidos por la Sacra Congrega ción de Ritos para proceder al examen de los documentos y testimonios justificativos.” -”Aún no había sido introducida la causa de Cristóbal Colón cuando ya el Conde Roselly de Lorgues estaba pidiendo dos aureolas más: una para Juana de Arco, otra para Luis XVI” -”Mira: si una beatificación de Juana de Arco me parece muy posible, la de Luis XVI es tan probable como la de la puta de tu abuela” -”Gracias”- “Ademas, habría que poner un coto a eso de las postulaciones. Nosotros somos algo más que una manufactura de imágenes piadosas.” Hubo un silencio, durante el cual entraron unas moscas en vuelo explorador, como buscando algo que al fin no encontraron -”¿Como ve usted la causa de Colón-?” -pregunto el seminarista -”Mal. En la timba que tienen los alabarderos suizos en su cuerpo de guardia, las apuestas a favor de Colón están, hoy en la mañana, a una contra cinco.” -”Sentiría que fuese rechazado”-dijo el joven. -”¿Porque apostaste por él?” -”No. Porque no tenemos un solo santo marinero. Por más que he buscado en la La Leyenda Áurea, el Acta Sanctorum de Juan Bolando y hasta en El libro de las coronas de Prudencio, no hallo uno solo. La gente de mar no tiene un patrón que haya sido de su oficio. Pescadores muchos -empezándose por los del Lago Tiberiades. Pero marino de verdad, de agua salada ninguno” -”Cierto” -dijo el conservador, repasando mentalmente sus repertorios, catálogos y registros de entradas- “porque San Cristóbal jamas se las entendió con un velamen. Barquero de río fue Christo-phoros, como sabemos, y por haber pasado de una orilla a la otra, montando en su hombro a Quien no temía ser arrastrado por las aguas tumultuosas, al plantar su pértiga en suelo seguro, esta creció y verdeció como la palmera del dátil”. -”Patrón de todos los viajeros, asi viajen en nave, burro, ferrocarril o globo…” Ambos empezaron a revolver tarjeteros y papeles. Y el Invisible por encima de sus hombros, vio aparecer nombres y más nombres -algunos de los cuales le eran profundamente desconocidos- de santos invocados por la gente marina en sus tempestades, calamidades y malandanzas: San Vicente, diácono y mártir, porque, cierta vez, su cuerpo flotó maravillosamente sobre olas embravecidas, a pesar de estar su cuerpo lastrado por una enorme piedra (“pero esa no era su profesión” -observó el seminarista), San Cosme y San Damián, santos moros -”nuestra patria es la Arabia ”, decían- porque el procónsul Lisias los arrojó al mar, encadenados; San Clemente, también arrojado al mar, cuyo cadáver fue hallado en una isla próxima a Quersoneso, asido de un áncora (“tampoco fueron marinos” -dijo el joven), San Castreuse, por haber desafiado un tifón a bordo de una barca maltrecha (“embarcado muy a pesar suyo”); San León, por su tormento en manos de unos piratas (“no por ello era navegante”); San Pedro Gonzalez, más conocido por San Telmo (“convirtió a muchos marinos y encendió los lindos Fuegos de San Telmo que suelen bailar, de noche, en las cimas de los mástiles. Pero era hombre de tierras adentro, oriundo de Astorga, sabrosas mantecadas tienen fama en toda España porque…” -”No nos dispersamos” -dice el conservador; “No nos dispersemos”). Y sigue el recuento: San Cutberto, patrón de marinos sajones (“éste me huele a saga nórdica… Un marino gaditano o marsellés no va a invocar a un vikingo”); San Rafael Arcángel (“¡cómo podría llevar gorra marinera un arcángel, dígame usted!”); Nicolás, obispo de Mira que, invisible, enderezó la arboladura de un velero en derrota y, tomando la rueda del timón, lo llevo a puerto seguro (“pero más se le ve hoy guiando un trineo y repartiendo juguetes, que andando sobre las aguas”) -”Pues entonces, estamos jodidos” -dijo el Consenador de la Lipsonoteca Vaticana – “Porque ni Santo Domingo de Lores, ni San Valerio, ni San Antonio de Padua, ni San Restituto, ni San Ramón, ni San Budoc (¡ni lo conozco!), invocados por los marineros, fueron nunca marineros” -”Conclusión: Pío IX estaba en lo cierto. Necesitamos un San Cristóbal Colón” -”Habría que preparar un cajón para guardar sus reliquias.” -”Lo malo es que la gente andariega y navegante no deja rastro.”-”¿Y no quedará, de él algún fémur, algún metacarpo, una rotula, alguna falanje, siquiera?” -”Ése es otro lio. Un lío de nunca acabar, pues nunca hubo huesos mas trajinados, trasegados, revueltos, controvertidos, viajados, discutidos, que ésos” Y, resumiendo lo sabido en búsquedas recientes, motivadas por la postulación del día, explicó el sabio bolandista a su discípulo que Colón, por haber muerto en Valladolid, había sido enterrado en el convento de San Francisco de aquella ciudad. Pero en 1513, sus restos pasan al monasterio de Las Cuevas, de Sevilla de donde son sacados, treinta y tres años después, para ser trasladados a Santo Domingo, descansando allí hasta 1795. Pero quien te dice a ti que de pronto se solíviantan los negros de la banda francesa de la isla, levantan tremebundos incendios, queman las haciendas y degüellan a sus amos. Las autoridades españolas, temerosas de que se propaguen las llamas de la rebelión, despachan los despojos mortales del Gran Almirante a La Ha bana en cuya catedral habrían de quedar en espera de volver a Santo Domingo, donde había el proyecto de levantar un panteón con esculturas, alegorías y todo: algo que fuese digno de tan insigne difunto. Pero entre tanto se produce un golpe de teatro casi rocambolesco, diría, si es que se puede mentar a Rocambole en este ámbito vaticano. -”Descuide usted, señor, que aquí el que más, el que menos ha leído las aventuras de Rocambole.” -”En la catedral de Santo Domingo Cristóbal Colón no estaba solo: su urna funeraria se avecinaba con la de su hijo Diego el primogénito; la de Don Luis Colón, hijo de éste, Primer duque de Varagua, y la de Don Cristóbal Colón II, hermano de Don Diego Colón. Y quién dice que el 10 de septiembre de 1877, un arquitecto encargado de efectuar unas reparaciones en la catedral, descubre un cajón de metal sobre c! cual había una inscripción abreviada: “D de la A Per Ate C.C.A.” -lo cual se interpreta como. Descubridor De America, Primer Almirante, Cristóbal Colón Almirante. Luego, los restos trasladados a La Habina, no eran los de quien ahora vamos a beatificar…” -”Si ha lugar” -murmura el seminarista-”Pero -y ahí está la tragedia- dentro de la caja metálica leíase, en caracteres góticos alemanes: Ilustrísimo y Estimado Varón Don Cristóbal Colón, sin nada de Almirante”. Y empiezan los jodedores de siempre a decir que si esos no son los restos de Colón I sino de Colón II, y que si los de Colón I siguen en Cuba, y un cura venezolano publica un sonado folleto acabando de enredar el pleito y ahí se arma una que ni la del Filioque… Total que no acaba de saberse si los huesos de Colón I no serán los de Colón II, o que si los de Colón II no serán los de Colón I, y a mi que no me pregunten y que eso lo resuelva la Sacra Congregación de Ritos, que para eso esta, porque entre tanto no me entra aquí una sola clavicula, un radio, un cubito de Colón que no haya sido debidamente autentificado. Esto es una Lípsonoteca seria y no se pueden aceptar vertebras, apriétales, occipitales o metalarsos que sean de cualquiera, porque en todo hay categorías. Y, en cuanto a mi, no voy a pararme entre dos ataúdes para jugar el juego de: Tin-Marin-Dedó-Pingüe-Cúcara-Mácara-Títere-Fue.”-”Aquí ni con oro se entra, despucs de muerto” -asintió el seminansta: “Y eso que Colón decía, según Marx, que ‘el oro era una cosa maravillosa. El poseedor de oro tendrá todo lo que desee. Mediante el oro pueden, incluso, abrirse a las almas las puertas del paraíso’.”-”Es cierto que lo dijo Colón pero no me cites a Colón a través de Marx Ese nombre no debe pronunciarse donde las paredes tienen oídos. Mira que depues de la publicación del Syllabus ciertos libros están muy mal vistos por acá” -”Y sin embargo parece que usted conoce muy bien a Marx, como conoce también a Rocambole” -”Hijo por fuerza: formo parte de la comisión del Index” -”Veo que no se aburre uno tanto confeccionando el Index”-dijo el seminarista con una risita socarrona: “Ahora me explico por que Mademoiselle Maupín y Naná, están en el Index” -”En vez de estar diciendo pendejadas deberías ir a ver como anda la beatificacion del Gran Almirante” -dijo el bolandista, furioso disparando el escarpín de hebilla en una patada que fallo el blanco -”¡Eso!” -pensó el Invisible: ¡”¡Eso!” Y repentinamente angustiado se encamino con prisa siguiendo corredores y subiendo escaleras. hacia la sala donde, a llamado de ujieres iba a representarse el solemne Auto Sacramental del que sería Protagonista ausente/presente.
Por puerta derecha y puerta izquierda fueron entrando las estiradas figuras del Auto Sacramental, instalándose, en orden observante de jerarquías, dignidades y funciones, tras de una larguísima mesa cubierta por un paño moaré encarnado, cobrando cada cual, por gestos y actitudes que recordaban los de muy viejas ceremonias, una medieval estampa de gente del Santo Oficio. Al centro se sentaron el Presidente y los dos jueces que constituían el tribunal colegial; en un extremo de la mesa, el Promotor Fidei, fiscal de la causa, Abogado del Diablo, y, en el otro, el Postulador -que no era aquí Roselly de Lorgues muerto pocos años antes, sino el erudito comerciante genovés José Baldi, experto diamantista. muy considerado y bienquisto en el ámbito vaticano por sus muchas obras de caridad. Fl Protonotario civil de la Congregación de Ritos, con su acólito, se situaron en lugares intermedios. Salieron folios y legajos de maletines y portafolios, y, después de una imploración al Espíritu Santo, para que inspirara rectos jicios y atinadas sentencias, se dio por abierto el proceso… El Invisible sintió que sus invisibes orejas se le acrecían y paraban, como las de un lobo en aviso de peligro, atento a todo lo que se dijese en quel tribunal eunido, al cabo de tan larga espera, para examinar el expediente de su beatificación que, con el correr del tiempo, había acumulado los sufragios no ya de seiscientos y tantos obispos, firmantes de la primera postulación, sino ahora de ochocientos sesenta que habian estampado su firma al pie de la tercera -y habría esta de ser muy probablemente la decisiva. El Presidente invito el Postulador a prestar juramento de abstenerse de fraude en todo momento y de expresar las motivaciones que lo erigían en Defensor de la Causa, atendiéndose a verdades sinceramente tenidas por tales en su alma y conciencia. En ritmo pausado, respirando entre las frases, destacando los adjetivos, alzando los remates de párrafos, hizo José Baldi un enfático resumen de lo que el Conde Roselly de Lorgues había expuesto con lujo de apéndices y documentos probatorios en su libro encargado por Pío IX. Al correr del discurso, cada vez más ditirámbico y vocativo, El Invisible se enternecía de gozo. ¿Cómo, ante tal cuadro de excelencias, de virtudes, de varonil piedad, de generosidades, de desprendimiento y grandeza interior; como, ante tal cuadro de portentos por él promovidos, aun que con modestia y humildad de fraile mendicante; como, ante la prueba de que poseía poderes sobrenaturales, de los cuales jamás hubiese tenido idea, irían a vacilar sus jueces, si como San Clemente había aplacado tempestades, como San Luis Beltrán el americano apostólico visitador de Colombia Panamá y las Antillas -sus Antillas- había arrancado miles y miles y miles de indios a las tinieblas de sus idolatrías y asi como San Patricio -decía Baldi- “póstol de la verde Irlanda oía los gritos de los nonatos que desde los vientres de sus madres lo llamaban a la Hibernia, él, Critóbal Colón, durante los terribles diez y ocho años que hubiese gastado en gestiones inútiles, había llevado en su alma, el enorme clamor de una mitad del género humano”?… El proceso se entablaba magníficamente.Y tal era el entusiasmo del Postulador, que el Invisible empezaba a admirarse ante si mismo; descubría ahora que lo que él había atribuido a una eficiente operación de la fe ajena era obra suya, acción de sus manos, de su privilegiada voluntad, de su poder de pedir y de recibir; y, lo más extraordinario era que según un cierto León Bloy, muy citado por Jase Baldi en su panegírico, sus milagros superaban los -más corrientes y limitados si se miraba bien- consistentes en sanar enfermos, hacer caminar al paralítico, enderezar al tullido o resucitar algún muerto. No. “Pienso en Moisés” -decía León Bloy: “Pienso en Moisés, porque Colón es revelador de la Creación,reparte el mundo entre los reyes de la tierra, habla a Dios en la Tempestad, y los resultados de sus plegarias son el patrimonio de todo el genero humano” -”¡Olé!” -exclama el Abogado del Diablo, con palmadas de jaleador en tablado flamenco “¡Olé y olé!” Pero su voz es cubierta por la del Postulador: “ El Conde Roselly de Lorgues, no vacilaba en poner el Gran Almirante en seguimiento de Noe, Abraham, Moisés, Juan Bautista y San Pedro, otorgándole el supremo título de Embajador de Dios” (¡Oh grande, grande, grande Christophoros, ganaste la partida, tu aureola esta en puertas, habrá Consistorio, tendrás altares en todas partes, serás como el gigante Atlas, cuyos potentes hombros cargan ya, por siempre, con un mundo que tu hiciste redondo, puesto que, gracias a ti, vino a redondearse una tierra que era plana, limitada, circunscrita, de fronteras asomadas a los abismos insondables de un firmamento que también estaba abajo, idéntico y paralelo, sin que nadie supiese, a ciencia cierta, si lo de arriba estaba abajo, o lo de abajo arriba…!). Y llegaba a su colmo el entusiasmo del Invisible, cuando José Baldi terminó su discurso y, como en brumas, pues invisibles lágrimas de agradecimiento empañaban sus invisibles ojos, vio las sombras de testigos que el Postulador había invitado a prestar declaración, ante la sonrisa escéptica -¿por qué tan escéptica?- del Abogado del Diablo que, como tal, solo podía enarbolar sonrisas un tanto inquietantes, en su diabólica faz – “¿Y aquí no hay Ordinario, o, a falta de él, un delegado eclesiástico?” -inquinó. El Presidente le respondió secamente: “Ociosa pregunta. Es cierto que cuando se sigue un procedimiento de beatificacion normal, solo puede oficiar un Ordinario o dignatario que disfrute de jurisdicción episcopal en el lugar donde murió el personaje cuya existencia se examina o donde operó milagros”… -”Lo que se denomina 'Obispo del Lugar'“ -apunto e! Abogado del Diablo -”No nos va usted a enseñar lo que de sobra sabemos” -dijo severo el Presidente “Pero, sobre este punto, creo que podríamos acudir una vez mas, a la autoridad del Conde Roselly de Lorgues: “Ni el «Obispo del Lugar» de nacimiento -nos dice “ni el «Obispo del Lugar» de la muerte de Cristóbal Colón podrían presentarse aquí…” -”Creo que se les haría un poco difícil”… -”El insigne navegante se marchó de Genova a la edad de catorce años -prosigue el Presidente: “Murió, hallándose casualmente en Valladolid y sus restos fueron llevados a otra parte. Su residencia oficial, en Santo Domingo, de donde se asentaba continuamente. Asi que, ningún obispo estaría en capacidad suministrarnos alguna información” -”Bueno: ya sabemos que nadie vive cuatrocientos años…” -”Me parece que aquí se está impugnando la veracidad de las Escrituras” -dijo el Protonotario que, de pronto, pareció salir de un sueño: “Porque, en fin… En el Quinto Capitulo del Génesis se nos dice que Seth vivió novecientos doce años, que Enosh vivió ochocientos quince, que Quenán alcanzó novecientos diez, ‘y luego murío'.” -”¡Caray! ¡Pues, ya era tiempo!” -exclamó el diabólico abogado, provocando las mal sofocadas risas del acólito y de los dos jueces adjuntos -”Orden, orden” -dijo el Presidente -”Todo lo que pido es que, para andar mas pronto, pasemos al Diluvio” -dijo el letrado de Belcebú -”Esa broma la hizo ya el poeta francés Racine, antes que usted” -”En la comedia de Los picapleitos' -apunta el Protonotario -”Veo que usted conoce a sus clásicos” -dice, siempre socarrón, el ministro de Belial: “Pero, volviendo a Colón si murió en Valladolid, ¿como es que el Obispo de allí no ha dejado algún testimonio escrito al que podamos atenernos?” -”El Obispo de Valladolid ni siquiera se enteró de la muerte del pobre forastero que, cansado y enfermo, había venido a encallar en la ciudad” -dijo Baldi” -”¿Y no quedará el testimonio de un 'Obispo del Lugar' donde haya operado milagros?” -”Me he cansado de repetir” -dijo el Postulador: “que los milagros de Colón fueron de una índole distinta a ls demás milagros. Digmos que no están ubicados, que son universales”. -”Ya veo por que el decreto pontifical ha sido introducido por vía excepcional! -dijo el Abogado del Diablo con tono áspero -”¡Califas!” -dijo alguien, detrás del Invisible. Y volviéndose, vio a un hombre hirsuto, de rostro casi oculto por una intrincada maraña de barbas, algo oliente a mugre, que hacia rodar dos ojos encendidos de cólera bajo sus boscosas cejas, diciendo: “¡Califas! ¡Califas!”. El Abogado del Diablo se encaraba ahora con José Baldi: “El Postulador, para su panegírico, se apoya unicamente en el libro de Roselly de Lorgues que, según tengo entendido es un trabajo tal vez honesto en sus propósitos, pcio harto apasionado y carente de rigor histórico. Y buena prueba de ello, es que, se acaba de crear un premio de 30.000 pesetas para laurear la mejor biogiafia, sólidamente documentada, fidedigna, moderna, en concurso abierto con motivo de la universal conmemoración del cuatricentenario del Descubrimiento de America, que habrá de tener lugar dentro de poco. ¿Y saben ustedes quien, desdeñando el libro de Roselly de Lorgues, ha instituido ese premio?. Nadie menos que el ílustrísimo señor Duque de Veragua, Marqués de Jamaica, Gobernador de las Indias, Senador del Reino y tres veces Grande de España, único descendiente directo de Cristóbal Colón” -”¡Un miserable!” -aulla el hombrecito hirsuto que, impulsado por su indignación, ha saltado por encima de dos filas de asientos cayendo al lado del Invisible. “Un criador de toros de lidia, que los vende para animar juegos de circo, el, descastado que no tendría los cojones de un torero para enfrentarse con su propio ganado. Prefiere contemplar sus toros dede el burladero de las placas porque cría bestias feroces para que maten a los demás” -”El premio de 30.000 pesetas” -prosigue el Abogado -”¡Son los treinta denarios de Judas!” -grita León Bloy, el Eterno Tremebundo, pues ahora lo había identificado el Invisible. -”¡Silencio!” -grita el Presidente, “O llamaré a los alabarderos suizos”. -”Sea cual fuere la historia que ahora se escriba”-prosigue el Postulador-,en nada menguará la grandeza, la evidente santidad del prodigioso cosmógrafo, a quien Schiller decía. “Avanza sin temor Cristóbal. Que si lo que buscas no ha sido creado aún, Dios lo hará surgir del mundo de la nada a fin de justificar tu audacia' “ -”No tan prodigioso cosmógrafo” -dice el diabólico abogado: “O si no, que lo diga Víctor Hugo.” Y al punto parécele al Invisible que Víctor Hugo se yergue en la barra y dice: “Si Cristóbal Colón hubiese sido un buen cosmógrafo jamas habría descubierto el Nuevo Mundo”. (-”Pero tuve un olfato de marino que valia por todas las cosmografías posibles” -murmura el Invisible.) -”¡Y que venga Víctor Hugo, que nunca navegó más alla de la isla de Guernesey, a hablarnos de cosas marítimas!” -ruge León Bloy en la selva de sus barbas. Y ahora -¡golpe de teatro!- es Julio Verne quien acude a la barra, con empaque y aplomo de Robur el Conquistador.- “¡No faltaba más que eso!” -Exclama quién, por fuerza tenía que protestar: “¡Un saltimbanqui!” – “¿Por qué no convocan de una vez a Fileas Fogg o a los hijos del Capitán Crant?” -”Bastiba con que viniese el padre de los hijos del Capitán Grant” -dice Julio Vcrne, muy digno. Y prosigue: “La verdad es que, en época de Colón, un grupo de hechos, de sistemas, de doctrinas, se iba formando. Era tiempo que ya una sola inteligencia viniese a resumirlas y a asimilarlas. Todas esas ideas dispersas acabaron por acumularse en la cabeza de un solo hombre que tuvo, en alto grado, el genio de la perseverancia y de la audacia” – “¿Y la Providencia?” -pregunta León Bloy “¿Donde me deja este miserable a la Divina Providencia?”. Pero el novelista no parece oírlo: Colón habia estado en Islandia [3]… y posiblemente en Groenlandia”(“-Islandia si, pero no llegué a Groenlandia” -murmuro el Invisible) -Durante todo su viaje, el Almirante tuvo el cuidado de ocultar a sus compañeros la verdadera distancia que iba recorriendo cada día.” -”Si creyó útil hacerlo…”-murmura Bloy -”Hasta que sonó el grito de '¡Tierra!.' Pero la gloria de Colón no estaba en haber llegado, sinoepn haber zarpado” -”¡Imbécil! ¡Capitan Nemo!” -aulla Bloy. Pero ahora, el discurso de Verne se hace seco y preciso como el de un profesor de matemáticas. “Por este viaje, el viejo mundo asumía la responsabilidad de la educación moral y politica del mundo nuevo. ¿Pero, acaso estaba a la altura de esa tarea, con tantas ideas estrechas como acarreaba, sus impulsos semi-bárbaros. sus odios religiosos… Por lo pronto, empezo Colón por apresar a varios indios, con el propósito de venderlos en España.” -”Llamó la atención del Tribunal sobre el hecho de que Colón instituyo la esclavitud en el nuevo mundo” -Clama, triunfante, el Abogado del Diablo. (El Invisible sintió enfriarse su invisible cuerpo, como frío debia sentir el suyo, en toda estación, el Licenciado Vidriera) -Se afirmó que esos indios eran caníbales. Pero ni en Baracoa, mi en ninguna parte, encontro caníbales el navegante.
– ”A esto queriamos llegar” -dice, con tono de muy de muy malas pulgas, el mandatario de Belcebú: “Y pido la venia de! Tribunal para hacer comparecer a Fray Bartolomé de Las Casas, como testigo a cargo” (-”Me jodi” -gime el Invisible: “Ahora sí que me jodí”.) Y entra ya el dominico, calvo, ascético, fruncido el ceño, con todas las trazas de un monje de Zurbarán, aforando el Tribunal con mirada sombría y dura. -”¡Atrabiliario! ¡Megalómano! ¡Embustero!” -grita León Bloy en el colmo de la ira. Y, al punto, se alza el coro de improperios de unos que acaban de entrar tumultuosamente en la sala: -”¡Hipocondriaco! ¡Oportunista! ¡Falsario! ¡Calumniador! ¡Saco de bilis! ¡Serpiente con sandalias!”… -”¡No prestarás testimonio en vano!-chilla uno, con voz como salida de una corneta de cotillón. -”¡Absalón! ¡Ugolino! ¡Judas Iscariote! ¡Escoria del mundo!” -gritan los demás. -”¿Quiénes son esos desaforados?” -pregunta el Presidente. -”Son los Impugnadores de la Leyenda Negra de la Conquista Española ” -le explica el Protonotario: -”Se están haciendo numerosísimos en esta época…” -”¡Silencio! O hago expulsar a los revoltosos” -dice el Presidente. Y, viendo restablecida la calma: “¿Qué hay de cierto en eso de que los indios eran caníbales?” Toma la palabra Fray Bartolomé: “Para empezar, diré que los indios pertenecen a una raza superior, en belleza e inteligencia e ingenio… Cumplen satisfactoriamente con las seis condiciones esenciales, exigidas por Aristóteles, para formar una república perfecta, que se baste a sí mismo.” (_”; Ahora va a resultar que edificaron el Partenon y nos dieron el Derecho Romano! -exclama León Bloy.) -”¿Pero comen o no comen carne humana?” -pregunta el Presidente: -”No en todas partes, aunque es cierto que en Méjico, sí se dan casos, pero es más por su religión que por otra causa. Por lo demás, Heródoto, Pomponio Mela y hasta Sen Jerónimo nos dicen que había también antropófagos entre los escitas, masagetas y escotos.” -”¡ Vivan los caníbales! ¡Vivan los caníbales!” -claman, a una, León Bloy y los Impugnadores de la Leyenda Negra. -”Si había caníbales entre los indios de América” -dice, imperturbable, el Abogado del Diablo: “doble motivo hubiese tenido Colón para no llevar indios a España, porque los caníbales hubiesen sido un peligro constante para los niños que jugaban en los jardines públicos. Y hasta hubiera podido darse el caso de que alguno se antojara de los solomos de una guapa moza”. -”Llamo la atención del Tribunal sobre los despropósitos del Señor Abogado del Diablo” -dice el Postulador. -”Retire el Promotor Fidei esos 'solomos de la guapa moza'“ -dice el Presidente, frunciendo el ceño. -”Retiro los solomos y la guapa moza se queda en el hueso” -dice el Abogado de Satanás. -”Veamos, ahora, si puede el testigo a cargo aportar las pruebas suficientes de que el Postulado instituyó deliberadamente la esclavitud de indios americanos” -dice el Presidente. -”Bástame con decir que cuando la Reina Isabel, de gloriosa memoria, supo que las gentes de Colón estaban vendiendo esclavos americanos en el mercado de Sevilla, montó en grande enojo y preguntó: '¿QUÉ PODER TIENE MÍO EL ALMIRANTE PARA DAR A NADIE MIS VASALLOS?’. Y mandó luego a pregonar en Granada y en Sevilla, qué todos los que hubiesen llevado indios a Castilla, que les hubiese dado el Almirante, los volviesen luego al lugar de origen, so pena de muerte, en los primeros navíos en partanza.” Pide la palabra ahora José Baldi, y comienza a hablar con voz dulzona y conciliadora: -”El eminente filósofo francés Saint-Bonnet…” -”Fue mi maestro” -murmura León Bloy. -…”en su tratado sobre El dolor, escribió, al final del capítulo XXIX estas palabras que someto a vuestra meditación: 'La esclavitud fue una escuela de paciencia, de mansedumbre, de abnegación. Solo el orgullo impide la Gracia a penetrar en el alma, y es la Humil dad quien, retirando ese obstáculo, le franquea el camino. Por ello en su sabiduría, el hombre antiguo hallaba en la esclavitud algo como una necesaria escuela de paciencia y de resignación, que lo acercaba al Renunciamiento, virtud del alma y fin moral del cristianismo',” “¡Vivan las caenas!” -grita el Abogado del Diablo. -”Pido venia al Presidente de este tribunal para recordar que no vivimos en los días de Fernando VII de España, sino que este proceso nos sitúa en tiempos de los Reyes Católicos” -dice el Protonotario, que acaba de despertarse para volver, después de lo dicho, a un profundo sueño. -”Puesto que estamos en tiempos de los Reyes Católicos, razón de más para recordar que la Reina Isabel, en famoso codicilo de 1504, ruega y manda a su marido y a sus lujos que no consienta que los indios vecinos y moradores de Indias reciban agobio alguno en sus personas y bienes, debiendo ser bien y justamente tratados.” José Baldi se dirige con presteza al Tribunal; -”Un momento… Un momento…Un momento es interesante señalar que la Reina católica ‘mando a su marido y a sus hijos’, no así al almirante a quien no habái dado instrucciones al respecto…”-”¡ Ingenioso!” -exclama el Abogado del Diablo: “¡Muy ingenioso! ¡Algo así como el Huevo de Colón!” (-”Ya salió eso” -murmura el Invisible.) José Baldi alza los brazos con fingido desconsuelo: -”¡Leyenda infantil! ¡Tontería! ¡Jamás Colón, con su sobrehumana dignidad, se habría entregado a semejante payasada. El mismo Voltaire…” (-”¡Ay, si meten a Voltaire en eso. estoy fregado!” -gime el Invisible.) -…”el mismo Voltaire, antes de Washington Irving, aclaró que el tan mentado Huevo de Colon no fue sino el Huevo de Brunellesco…” (-¡Ahora resulta que son dos!…) -”Con esa ocurrencia, buena para una alegre sobremesa, el genial arquitecto quiso explicar cómo había concebido la edificación de la cúpula de Santa-María de las Flores.” -”¡Menos mal!…) -”Y habría que ver si…” -”Nos vamos a pelear por un huevo más o menos” -dice el Presidente: “y volvamos, por favor, a la cuestión de la esclavitud”. Fray Bartolomé se yergue nuevamente ante el Tribunal: -”Tengo por seguro que, si no le fuera impedido con la gran adversidad que al cabo le vino, él hubiese acabado en muy poco tiempo de consumir a todos los pobladores de estas islas, porque tenía determinado de cargar de ellos los navíos que le viniesen de Castilla y de las Azores, para que se vendieran como esclavos, dondequiera que tuviesen aceptación.” Esta vez León Bloy se encara con el Presidente: -”Esto es un proceso de intenciones… Tengo por seguro… Tengo por seguro… ¿Qué validez pueden tener las suposiciones de este embustero?” -”¡Colón arrojado a las fieras!” -claman los Impugnadores. -”¡Nerón! ¡Nerón!” -espeta uno al Abogado del Diablo que, riendo, cierra el puño, apuntando con el pulgar hacia abajo. -”¿Hay pruebas de que Colón estableciese la esclavitud de modo deliberado?” -pregunta el Presidente. “Porque se dice que el culpable del envío de indios a España era un hermano suyo. ¿Estaba enterado de esto el Gran Almirante?” -”¡Vaya que sí! Tanto que escribió a ese buen hermano suyo una carta recomendándole que sobrecargara sus naves de esclavos llevando justa, cuenta de los beneficios habidos en la venta dellos “ -”¿Quién vio esa carta?” -pregunta Baldi. Y responde, firme, el Obispo de Chiapas: “Yo la vide. y de su misma letra y mano firmada”. – “¡Miserable! ¡Testigo mendaz! ¡Embaucador! ¡Fariseo!” -grita León Bloy con tal esfuerzo para ser oído que al punto se le raja la garganta y queda sin resuello. -”Quien roba el pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo” -clama terrible, Fray Bartolomé de Las Casas. -”¿Quién está citando a Marx?” -pregunta el Protonotario, abruptamente sacado de un profundo sueño. -”Capítulo 34 del Eclesiastés” -aclara el Obispo de Chiapas… -”Dejemos eso, y pasemos a la cuestión de la moralidad del Postulado” -dice el Presidente. -”Pido venia para hacer comparecer al poeta Alfonso de Lamartine, como testigo a cargo -dice el Abogado del Diablo. (-”¿Qué carajo entenderá el hombre de El Lago de asuntos marítimos? -brama, sordamente, León Bloy. Estirado en su levita tribunicia, con el mechón atravesado en la frente. Lamartine se enfrasca en una larga explicación de la cual sólo entiende el Invisible, agobiado, lo que se refiere a “sus malas costumbres y a su hijo bastardo”. -”Me basta” -dice el Abogado del Diablo: “Porque hemos llegado a una de las cuestiones más graves que aquí habrán de considerarse: el de las relaciones ilegítimas del Almirante con una cierta Beatriz que fue -y ello es notorio- algo que, por no afear la memoria de una mujer no llamare su barragana, su concubina, su querida, sino que, usando un delicado vocablo muy gustado por los clásicos españoles, llamare: 'su amigada’.” (Al oír el nombre de Beatriz se enterneció el Invisible, haciendo suya la estrofa en que Dante expresa orillas del Leteo: “…el hielo que se había endurecido en torno a mi corazón se hizo suspiros y lágrimas, brotando de mis entrañas apresurado, por la boca y por los ojos”…) El Postulador Baldi se pone de pie, pidiendo la palabra con aspaventados gestos: “Se tratará ahora de arrojar paletadas de lodo sobre lo que fue sólo un muy humano aunque puro amor… Sí, Señor Abogado de Satanás: deje usted de hacer esa seña digna de arrieros con su irreverente mano, y escuche, mejor,!o que acerca de ese idilio otoñal del grande hombre, nos dice el Conde Roselly de Lorgues: 'A pesar de sus cuarenta y tantos años, su viudez, su pobreza, su acento extranjero sus canas, quiso ser compañera suya una joven de gran nobleza y de rara belleza. Se llamaba Beatriz y, en ella, se anidaban todas las virtudes y toda la donosura de la mujer cordobesa… Pero ese rayo de luz que vino a traer un poco de valor a su atribulado corazón, no apartó un instante al grande hombre de su predestinada misión'…” -¿No seria bueno tener unos violines para acompañar esta estremecedora romanza?” -pregunta, insolente, el Abogado del Diablo. -”¡ Un poco de compostura!” -dama el Presidente. -”Esa joven, dechado de virtudes, a quien el grande hombre quería y respetaba…” -”Tanto la respetaba que le hizo un hijo” -larga, casi grosero, el luciferino letrado: “Y Colón se sabía tan responsable del estropicio que, acaso por tratar de remediarla en su soledad y desamparo, cuando de viuda con marido y un pequeño cordobés a cuestas que ni siquiera fue torero, cuando Rodrigo de Triana lanzó el grito famoso de: '¡Tierra, Tierra!', debiendo haber gritado mejor: '¡Cuanto lío! ¡ Cuanto lío!'…” -”Dejemos quieto a Rodrigo de Triana y el asunto de los 10 000 maravedís, que mejor estaban en manos de una joven madre, que en las de un marino cualquiera, que se los hubiera jugado en la primera taberna…” (-”Sí, sí, sí… Dejen tranquilo a Rodrigo de Triana, porque si, tras de él, me vienen los Pinzón y mis criados. Salcedo y Arroyal que, a espaldas mías, comunicaban mis mapas secretos al maldito vizcaíno Juan de la Cosa, mi causa se va a hacer puñetas”.} Y ahora, la frase emponzoñada del Abogado del Diablo que, con diabólica sonrisa, cierra diabólicamente el debate: “Parece que los hijos del amor -quiero decir: del amor hecho carne en tálamo no bendecido- suelen ser objeto de especial cariño por parte de sus padres. De ahí que Cristóbal Colón haya mostrado siempre una marcada predilección por su hijo ilegítimo, Don Fernando… Pero el hecho de que un padre ame muy particularmente a un hijo tenido fuera de matrimonio, no lo hace acreedor de una aureola de santidad… Porque, si así fuese, tantas aureolas iluminarían el mundo que jamás, en él, se conocerían las sombras de la noche”. -”Sería magnífico como sistema de alumbramiento público” -dice el Protonotario que, decididamente, había dado más de una muestra de debilidad mental durante el proceso: “Sería mucho mejor que todo lo que ha podido inventar el yanki Edison que, por cierto, prendió su primera bombilla eléctrica el año mismo en que murió Su Santidad Pío IX, tras de introducir la primera postulación del Gran Almirante.” -”¡Fiat Lux!” -dijo, conclusivamente, el Presidente…Se esfumaron las figuras de Bartolomé de Las Gasas, de Víctor Hugo, de Lamartine, de Julio Verne. Desaparecieron -sin alborotos inoportunos, esta vez- los Impugnadores de la Leyenda Negra de la Conquista Española. Se disipan las tenues brumas, pobladas de formas fantasmagóricas, que, para la mirada del Invisible, aneblaban la sala. Y las figuras del Tribunal vuelven a dibujarse, más precisas, cual las de un retablo, sobre un óleo mural que muestra a San Sebastián traspasado por las flechas de su martirio. Se levanta el Presidente: -”De todo lo visto y escuchado… ¿ha tomado nota el Protonotario?” (El Protonotario responde afirmativamente, contemplando las pajaritas de papel que, de mayor a menor, se alinean sobre el verde papel secante de su jurisdicción -pradera diminuta en el rojo moaré de la mesa. Por una seña que hace discretamente el acólito, entienden todos que éste si tomó acta de todo…) -”De lo dicho y escuchado” -prosigue el Presidente-, “se retienen dos grandes cargos contra el Postulado Colón: uno, gravísimo, de concubinato tanto más inexcusable si se piensa que el navegante era viudo cuando conoció a la mujer que habría de darle un hijo- y otro, no menos grave, de haber iniciado y alentado un incalificable comercio de esclavos, vendiendo, en mercados públicos varios centenares de indios capturados en el Nuevo Mundo… Contemplando dichos delitos, este tribunal habrá de pronunciarse concretamente sobre el hecho de saberse si el susodicho Colón, postulado para Beato, es merecedor de tal ventura que le abriría esta vez sin controversia, el acceso a la Canonización ”. El acólito del Protonotario hace circular una pequeña urna negra donde cada miembro del Tribunal introduce un papel doblado. El Presidente destapa luego la urna, y procede al escrutinio: -”Sólo un voto a favor” -dice: “Por tanto, la Postulación es denegada.” Todavía protesta José Baldi, citando inútilmente a Roselly de Lorgues: -”Colón fue un santo; un santo ofrecido por voluntad del Señor allí donde Satanás era rey.” -”Ya para nada sirve desgañitarse” -dice el Procurador Fidei, irónico: “Esto se acabó.” Se cierran cartapacios, folios y legajos, recoge el Protonotario sus pajaritas de papel, se ajusta el Presidente el solideo pues una corriente de aire se cuela repentinamente en la sala, y desaparece el Abogado del Diablo como Mefistóteles tragado por un escotillón en ópera de Gounod. Recomiéndose las barbas de pura rabia se encamina León Bloy hacia la salida, bufando: “ La Sacra Congregación de Ritos no se olió siquiera la grandeza del proyecto. ¡Nada le importa una misión providencial! A partir del momento en que la Causa no se presenta ya en forma ordinaria, con el expediente completo, cotejado, firmado y contrafirmado, sellado con lacre episcopal, todo el mundo se indigna y se agita para impedir que dicha causa progrese. Y además, para ella… ¿quién rayos era ese Cristóbal Colón?. Nada más que un marino. ¿Y se ha preocupado alguna ves la Sacra Congregación de Ritos por algún asunto marítimo?” [4] -”Me jodí”, murmura el Invisible, dejando su asiento para encaminarse hacia la puerta principal, que habría de conducirlo, tras de un larguísimo andar por corredores y galerías, a las afueras del inmenso edificio-ciudad. Antes de abandonar la estancia, dirigió una última mirada a la pintura que mostraba el martirio de San Sebastián: “Como tú, he sido flechado… Pero las flechas que me traspasaron me fueron disparadas, en fin de cuentas, por los arcos de los indios del Nuevo Mundo a quienes quise aherrojar y vender.”
Como fascinado por una repentina coincidencia de imágenes, detuvo el paso demorándose en contemplar aquella pintura que mostraba el tormento de un asaeteado y pensó en aquellas otras saetas -crueles y deleitosas saetas- que, desde los tiempos mitológicos, fatídicamente hieren a sus electos, dejándolos en la inefable agonía de quienes son arrojados al “huracán infernal” que por siempre arrastrará a los Paolo y Francesca de ayer, de hoy y del futuro, (“Cuando me culparon de amancebamiento por no haber llevado al altar a mi Beatriz, a quien tanto quise, dejando mi simiente en su propicia aradura, no entendían esos feroces observantes del canon reunidos para condenarme, clérigos helados, vaticanos de prebenda y poltrona, puestos ante mí como si estuviesen sentados a la derecha de Dios para juzgar a los hombres, que yo, como los magnánimos varones de la Andante Caballería [(¿y que fui yo, sino un Andante Caballero del Mar?)], tuve por Dama a quien jamás traicioné en espíritu, sí bien permanecía unido por la carne a la que hizo perdurar mi prosapia. Y, en esos momentos en que, de lo alto de un estrado que mucho tenía de buen escenario para alguna jurídica farándula, discutían mi caso esos Investidos, ceñudos y ergotantes, entendí, más que nunca, que tiene el corazón -¿quién dijo eso?- razones que la razón ignora. Y de súbito pensé en la reclinada y dolorosa figura del Doncel de Sigüenza, que también tuvo de Dama, guía y faro de sus destinos, a la Alta Señora de Madrigal de las Altas Torres… Entronizando en su alma -como Amadís a la sin par Oriana- a quien hubiese visto por vez primera en el campamento de Moclín, tras de la toma de Illora, la amó con muy distinto sentimiento del que durante algún tiempo lo tuviese goloso de su novia seguntina. Y, con su imagen en la mente, movido por el mismo empeño que alentaba en su Dama el glorioso afán de la Recon quista, acaso por acrecerse en fama y bizarría ante Sus Ojos, se arrojó a temerarias acometidas, cayendo en la cruzada contra los moros, para descansar, finalmente, en la catedral de Sigüenza, inmovilizado en estatua de piedra mármol, envuelto en su capa castrense, recortada la melena al itálico modo -roja la cruz de Santiago pintada en el pecho, como perenne retoño de su sangrante alma. [5] ¡Gomo te envidio Doncel, más batallador que yo, aunque se te figurase en la tapa de tu enterramiento leyendo un libro -un libro que acaso fuese de Séneca el Viejo, mientras yo, buscando las claras profecías que se encerraban en su Medea, traducía reveladoras estrofas del otro Séneca!… ¡Tú y yo -¿y a qué negar que alguna vez tuve celos de ti?- amamos a la misma mujer, aunque tú no conociste, como yo [(¿y tal vez?, ¿quién podría asegurarlo?, ¿cómo calar en tan resguardado misterio?…)] el gozo impar de tener una reina en tus brazos. La de Madrigal de las Altas Torres fue nuestra incomparable Oriana, aunque esos, que me juzgaron, pulverulentos magistrados, empachados de derecho canónico, no entendieran la constancia de un desvelo tenido en secreto, porque forzoso era que fuese ignorado por todos, teniendo ambos que callar lo que acaso te llevó a inmolarte en meritorios alardes de hombría, mientras yo consecuente con el sentimiento que fue, a partir de cierta época, brújula y norte de mis actos, no desposé a Beatriz, a mi sin embargo amada Beatriz, Y es que hay normas de la fidelidad caballeresca que jamás entenderán esos mediocres leguleyos que ahora me culparon de amancebado fornicador y no sé cuántas cosas más… Si no hubiese alentado el ideal que en mí llevaba, me habría ayuntado con indias -que bien apetecibles eran, a veces, en su edénica desnudez- como hicieron tantos y tantos que me acompañaron en mis descubrimientos… Y eso. Eso, jamás podrán decirlo de mí, por más que revuelvan papeles viejos, escudriñen en archivos, o presten oídos a las infamias sobre mí propaladas por los Martín Pinzón, Juan de la Cosa, Rodrigo de Triana, y otros bellacos encarnizados en mancillar mi memoria… Y es que hubo en mi vida un instante prodigioso en que, por mirar a lo alto, lo muy alto, desapareció la lujuria de mi cuerpo, fue ennoblecida mi mente por una comunión total de carne y espíritu, y una luz nueva disipó las nieblas de mis desvarios y lucubraciones…)
Y el Invisible se encuentra nuevamente, agobiado por una enorme congoja, en la Plaza de San Pedro… (A su lado pasa, apresurado y cazurro, e! seminarista de la Lipsonoteca, murmurando: “Aquí no hay un día de descanso. No bien acaban de tumbar a Colón, y ya se piensa en la beatificación de Juana de Arco, que tampoco tiene huesos que guardar, ya que sus cenizas fueron aventadas en Rouen… Y tener que convencer de ello al Protonotario, que cree que Juana de Arco fue estrangulada en la Torre de Londres… ¡Qué oficio, Dios mío! ¡Qué oficio!…) De pronto, un nuevo Invisible se empareja con el anterior- visible para él-, desnudo el torso, cargando con un tridente como Poseidón, tal como aparece, para la posteridad, en un famosísimo retrato del Bronzino. Asi, el Gran Almirante de Isabel y Fernando se topa, por vez primera, con su coterráneo y casi contemporáneo -años más, anos menos- Andrea Doria, el Gran Almirante de Venecia y de Genova. Almirantes ambos y genovcses ambos, se hablan cordialmente en su peculiar dialecto. -”Me aburría en mi sepulcro de la Iglesia de San Mateo, y vine a tomar el fresco en esta plaza” -dice Andrea: “De paso me conseguí una tableta de andullo. ¿Quieres una mascada? ¿No?… Raro, puesto que eres bastante responsable de que tanta gente estornude el rape, fume en pipa o encienda habanos, en nuestro país. Sin ti, no sabríamos lo que es el tabaco.” -”Se hubieran enterado de todos modos por Améríco Vespucci” -dijo Cristóbal, amargo: “¿Y cómo viniste de Genova?” -'“En tren. Por el expreso de Ventimiglia.” -”¿Y te dejaron subir al vagón así, asi, casi en cueros, hecho un Neptuno de alegoría mitológica?” -”No olvides que tú y yo pertenecemos a la categoría de los Invisibles. Somos los Transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia alejándose de este mundo cabrón donde se les levanta estatuas y los historiadores de nuevo cuño se encarnizan en revolver los peores trasfondos de sus vidas privadas.” -”¡Dímelo a mi!” -”Asi, muchos ignoran que a menudo viajan, en ferrocarril o en barco, en compañía de la griega Aspasia, el paladín Roldan, Fray Angélico o el Marqués de Santillana.” -”Invisible se vuelve todo aquel que ha muerto.” -”Pero si se le menciona y se le habla de lo que hizo y de lo que fue, el Invisible 'se hace gente' -como se dice- y empieza a conversar con quien evoca su nombre. Pero en eso, como en todo, hay categorías debidas a la mayor o menor demanda. Hay invisible Clase A, como Carlomagno o Felipe II; Clase B, como la princesa de Éboli o el caballero Bayardo; y hay los ocasionales, mucho menos solicitados, como aquel infeliz rey visigodo, Favila, mencionado en la Cróni ca de Alfonso III, de quien sólo se sabe que reinó dos años y murió comido por un oso, o, para hablar de tu mundo, aquel Bartolomé Cornejo que en San Juan de Puerto Rico abrió, y con la anuencia de tres obispos, la Primera Casa de Putas del Continente, el día 4 de agosto de 1526 -fecha memorable, aquélla, que algo tuvo ya de 'Día de la Raza', puesto que allí laboraban mozas traídas de la Península, porque las indias, que nunca habian practicado el tal oficio, ignoraban las mañas que tú y yo bien conocemos… ¿eh marino?” -”En la historia de América -y por mía la tengo, aunque lleve el nombre de otro… – hubo varones de méritos más señalados que ese Bartolomé Cornejo” -dijo el Invisible-Descubridor, picado: “Porque, en fin, Sahagún, Motolinía, Fray Pedro de Gante…” -”¡Quién lo duda! Y también existió un Simón Bolívar!” El invisible semblante del Invisible Christo-phoros se crispó en su invisibilidad: -”Prefiero que no menciones a Simón Bolívar.” -”Perdón” -dijo Doria: “Comprendo que su nombre te sea poco grato. Él deshizo lo que tú hiciste.” -”Por eso: no mientes la soga en casa del ahorcado.” -”Aunque, pensándolo bien: si el descubrimiento de América hubiese interesado a un rey Enrique de Inglaterra, Simón Bolívar se llamaría Smith o Brown… Igualmente, si Ana de Bretaña hubiese aceptado tu oferta, donde hoy se habla el castellano, se hablaría algún bárbaro dialecto del Morbihan.” -”Quiero recordarte” -dijo Christo-phoros, picado- “que tú, antes de combatir a favor de Carlos V, serviste, tan feliz, al Rey Francisco I de Francia, que era su adversario. Los genoveses nos conocemos todos”. -”Tanto, tanto, tanto, que todos sabemos aquí quién es Almirante de combates y quién es Almirante de paseos. ¿Dónde fueron tus guerras?” -”Allá”, dijo el marino de Isabel la Católica, señalando hacia el Oeste. -”Las mías fueron aquí, en el Mediterráneo. Con la diferencia de que, mientras tú aterrorizabas con tus lombardas a unos pobres indios en cueros, sin más armas que azagayas que hubiesen sido suficientes, siquiera, para azuzar una yunta boyera de las nuestras, yo fui, durante años, el azote mayor de los bajeles del Turco”. La conversación se iba agriando. Andrea Doria cambió de tema: “¿Y qué tal tu asunto allá dentro?” (señalando hacía la puerta mayor de la basílica) -”Me tumbaron”. -”Tenia que ser: marinero y genovés.” Y, engolando el tono, recitó los versos de la Divina Come dia: “¡Ah¡ genoveses! Hombres ajenos a toda buena costumbre y repletos de vicios… ¿por qué no sois arrojados de la tierra?” -”Me tumbaron” -repetía el Christo-phoros, con muy triste voz: “Tú, Andrea, fuiste un Gran Almirante y sólo se quiso honrar tu memoria como la memoria de un gran Gran Almirante… Yo también fui un Gran Almirante pero, por el empeño de hacerme demasiado grande, rebajaron mí talla de gran almirante” -”Consuélate pensando que muchas estatuas tuyas se erigirán en el mundo” -”Y ninguna se parecerá a mí, porque salido del misterio volví al misterio sin dejar huella pintada o dibujada de mi humana figura.” “Además, de estatuas sólo no vive el hombre. Hoy, por demasiado admirarme, algunos amigos míos me jodieron.” -”Tenía que ser: marinero y genovés” -”Me jodieron” -repetía el otro, casi sollozante. Andrea Doria le puso una invisible mano sobre el invisible hombro, y, para consolarlo: -”¿A quién, carajo, se le ocurrió eso de que un marinero pudiese ser canonizado alguna vez? ¡ Si no hay santo marino en todo el santoral! Y es porque ningún marinero nació para santo. Hubo una larga pausa. Ya los dos Invisibles nada tenían que decirse: -”Ciao, Colombo.” -”Ciao, Doria”… Y quedó el Hombre-condenado-a-ser-un-hombre-como-los-demás, en el lugar preciso de la plaza donde, cuando se mira hacia las columnatas de Bernini, la columna frontal oculta tan perfectamente las otras tres, que cuatro parecen una sola. -”Juego de apariencias” -pensó: “Juegos de apariencias, como fueron, para mí, las Indias Occidentales. Un día, frente a un cabo de la costa de Cuba al cual había llamado yo Alfa-Omega, dije que allí terminaba un mundo y empezaba otro: otro Algo, otra cosa, que yo mismo no acierto a vislumbrar… Había rasgado el velo arcano para penetrar en una nueva realidad que rebasaba mi entendimiento porque hay descubrimientos tan enormes -y sin embargo posibles- que, por su misma inmensidad, aniquilan al mortal que a tanto se atrevió.” Y recordó el Invisible a Séneca, cuya Medea fuese durante largo tiempo su libro de cabecera, identificándose con Tifis, timonel de Argonautas, en las estrofas, muy sabidas, que se le cargaban, ahora, de un sentido premonitorio: “Tifis tuvo la audacia de desplegar sus velas sobre el vasto mar/ dictando nuevas leyes a los vientos…/ Hoy, vencidas las aguas, sometidas a la ley de todos/ el esquife mas endeble puede transponer sus horizontes/ y fueron rotos los linderos conocidos/ y las murallas de nuevas ciudades son edificadas/ sobre tierras recién descubiertas./ Nada ha quedado como antes/ en un universo accesible en su totalidad”… Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel mediodía romano, se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: “Tifis, que había domado las ondas/ tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos experiencia/ que, lejos de los predios paternos/ no recibiendo sino una humilde sepultura/ bajó al reino de las sombras oscuras”… Y, en el preciso lugar de la plaza desde donde, mirándose hacia loa peristilos circulares, cuatro columnas parecen una sola, el Invisible se diluyó en el aire que lo envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter.
10 de septiembre de 1978