Prologo Apariencias engañosas

Ethenielle había visto montañas más bajas que aquellas mal llamadas Colinas Negras, grandes formaciones arriscadas de peñascos medio enterrados que surcaba una red de pasos sinuosos y empinados. Algunos de dichos pasos habrían dado que pensar incluso a una cabra. Se podía viajar tres días a través de bosques agostados por la sequía y praderas de hierba amarillenta sin ver la menor señal de un asentamiento humano, y entonces, de repente, encontrarse a medio día de camino de siete u ocho aldeas que no sabían nada del resto del mundo. Las Colinas Negras eran una zona demasiado agreste y escabrosa para granjeros, lejos de las rutas comerciales, y ahora era más inclemente que nunca. Un leopardo enflaquecido, que en circunstancias normales se habría escondido ante la presencia de hombres, observaba el paso de Ethenielle y su escolta armada desde una empinada cuesta, a menos de cuarenta pasos de distancia. Hacia el oeste, unos buitres volaban en círculo pacientemente, como un mal presagio. Ni el más leve celaje empañaba el brillo rutilante del sol; sin embargo, otro tipo de nubes velaba el horizonte, ya que cuando el aire caldeado soplaba, levantaba cortinas de polvo.

Con cincuenta de sus mejores hombres siguiéndola, Ethenielle cabalgaba despreocupadamente y sin prisa. A diferencia de su casi legendaria antecesora, Surasa, no se hacía ilusiones de que el tiempo fuera a doblegarse a sus deseos sólo porque ocupara el Trono de las Nubes; y en lo referente a desplazarse con premura… En las cartas cautamente codificadas y celosamente guardadas se acordó el orden de marcha, y ello se había determinado de acuerdo con las precauciones de cada cual para viajar sin llamar la atención. Tarea nada fácil, por otro lado. Algunos la habían considerado imposible.

Ceñuda, pensó que había sido una suerte que hubiesen llegado tan lejos sin tener que matar a nadie, evitando aquellas aldehuelas aun cuando hacerlo significaba alargar en días el viaje. Los contados steddings Ogier no representaban problema alguno —salvo en contadas ocasiones, a los Ogier les interesaba poco lo que pasaba entre los humanos y últimamente, al parecer, menos de lo habitual— pero los pueblos… Eran demasiado pequeños para que hubiese en ellos informadores de la Torre Blanca o de ese tipo que afirmaba ser el Dragón Renacido —a lo mejor lo era; Ethenielle no sabía cuál de las dos cosas sería peor—; sin embargo, por allí pasaban buhoneros de vez en cuando. Y los buhoneros difundían rumores al igual que comerciaban con mercancías, y hablaban con gente que a su vez hablaba con otros, de manera que las hablillas se extendían como ríos que se ramificaban en un delta; primero se propagarían a través de las Colinas Negras y luego por el mundo que había más allá. Era la clase de chispa que prendía fuego a bosques y praderas. Y tal vez a ciudades. O a naciones.

—¿Hice la elección correcta, Serailla? —Irritada consigo misma, Ethenielle torció el gesto. Estaba lejos de ser una jovencita, pero sus contadas canas no parecían haberle dado la madurez necesaria para no soltar la lengua tan alegremente. La decisión se había tomado. Sin embargo, la pregunta le había venido rondando la cabeza. Tan cierto como la Luz, no se sentía tan despreocupada como habría deseado estarlo.

La Consejera Mayor de Ethenielle taconeó su yegua parda para acercarse al castrado negro de la reina. Con su plácida y redonda cara y sus pensativos ojos oscuros, lady Serailla podría haber pasado por una granjera que, de manera accidental, había tenido que ponerse un traje de montar de una noble, pero la mente que había tras aquellos rasgos sencillos y sudorosos era tan perspicaz como la de una Aes Sedai.

—Las otras alternativas sólo conllevaban otros riesgos, pero no menores —respondió suavemente. Corpulenta y sin embargo tan grácil sobre la silla de montar como lo era bailando, Serailla siempre hablaba con suavidad, pero no en un tono solemne ni falso, sino imperturbable, sencillamente—. Sea cual fuere la verdadera razón, majestad, aparentemente la Torre Blanca está paralizada y dividida. Podríais haberos sentado a contemplar la Llaga mientras el mundo se derrumbaba a vuestras espaldas. Podríais haberlo hecho si fueseis otra persona.

La simple necesidad de actuar. ¿Era eso lo que la había llevado allí? En fin, si la Torre Blanca no podía o no quería hacer lo que tenía que hacerse, entonces otros debían ocuparse de ello. ¿De qué servía quedarse a vigilar la Llaga si mientras tanto el resto del mundo se hacía pedazos?

Ethenielle miró al hombre delgado que cabalgaba al otro lado, con aquellos mechones blancos en las sienes que le otorgaban un aire altanero, y la envainada Espada de Kirukan descansando en el doblez de su brazo. Al menos se llamaba la Espada de Kirukan, y era posible que la legendaria reina guerrera de Aramaelle la hubiese llevado a la cadera. La hoja era muy antigua, algunos decían que forjada con el Poder; la empuñadura larga, para asir con las dos manos, apuntaba hacia ella, como exigía la tradición, aunque Ethenielle no sentía el menor interés en intentar manejar una espada como hacían algunas exaltadas saldaeninas. Se suponía que una reina debía reflexionar, dirigir y mandar, nada de lo cual podría hacer mientras intentaba realizar lo que cualquier soldado de su ejército haría mucho mejor.

—¿Y vos, Portador de la Espada? —preguntó—. ¿Sentís algún escrúpulo a estas alturas?

Lord Baldhere se giró en la silla repujada con oro para mirar hacia atrás, los estandartes enfundados en cuero labrado y terciopelo bordado, portados por jinetes que marchaban a continuación de ellos.

—No me gusta ocultar quién soy, majestad —respondió, puntilloso, mientras se giraba de nuevo hacia adelante—. El mundo tendrá muy pronto noticia de nosotros y de lo que hemos hecho. O de lo que intentamos hacer. Si vamos a acabar muertos o formando parte de la historia o quizás ambas cosas, que se sepa también los nombres que han de escribirse.

Baldhere tenía una lengua mordaz y fingía interesarse más por la música y su vestuario que por cualquier otra cosa —aquella chaqueta azul de excelente corte era la tercera que se había puesto a lo largo del día— pero, al igual que ocurría con Serailla, las apariencias engañaban. El Portador de la Espada del Trono de las Nubes cargaba con responsabilidades mucho más onerosas que aquella arma enfundada en la vaina enjoyada. Desde la muerte del esposo de la reina, hacía unos veinte años, Baldhere había dirigido los ejércitos de Kandor en su nombre, y la mayoría de los soldados lo habría seguido incluso hasta el mismísimo Shayol Ghul. No era uno de los mejores estrategas, pero sí sabía cuándo luchar y cuándo no hacerlo, y también cómo alzarse con la victoria.

—El lugar de encuentro debe de encontrarse cerca —comentó en ese momento Serailla, justo cuando Ethenielle divisaba al explorador que Baldhere había enviado por delante, un tipo astuto llamado Lomas que llevaba una cimera de cabeza de zorro; el hombre se frenó en la cima del paso que había un poco más adelante y, con la lanza inclinada, movió el brazo en un gesto que indicaba «punto de reunión a la vista».

Baldhere hizo volver grupas a su robusto castrado y bramó una orden para que la escolta se detuviera —podía gritar muy fuerte cuando se lo proponía— y luego clavó espuelas al zaino para alcanzar a la reina y a Serailla. La reunión era con antiguos aliados, pero mientras pasaban ante Lomas, Baldhere dio una orden seca al hombre de cara enjuta: «vigila y transmite»; si algo iba mal, Lomas haría una señal para que la escolta se adelantara y sacara a la reina de allí.

Ethenielle suspiró levemente cuando Serailla asintió con gesto de aprobación a la orden. Eran antiguos aliados, pero los tiempos que corrían engendraban recelos como moscas un estercolero. Lo que se traían entre manos removía la porquería y hacía que las moscas levantaran el vuelo. Demasiados dirigentes sureños habían muerto o desaparecido durante el último año para que a la reina le sirviera de consuelo llevar una corona. Demasiadas naciones habían sido devastadas hasta el punto que lo habría hecho un ejército de trollocs. Quienquiera que fuese, el tal al’Thor tenía mucho de qué responder. Mucho.

Detrás de Lomas, el paso se abría a una hondonada poco profunda y demasiado pequeña para llamarla valle, con árboles excesivamente espaciados para darles el nombre de soto. Cedros, abetos azules y pinos de la variedad tres agujas conservaban parte de su verdor, así como unos pocos robles, pero el resto tenía las copas marrones cuando no las ramas desnudas. Hacia el sur, sin embargo, se encontraba la razón de que aquel lugar fuera una buena elección para un encuentro. La forma esbelta de un pilar de piedra, semejante a una columna de brillante encaje dorado, yacía inclinado y parcialmente enterrado en la ladera pelada, asomando sus buenos setenta metros por encima de las copas de los árboles. Todos los chiquillos de las Colinas Negras lo bastante mayores para no estar ya atados a las faldas de sus madres conocían su existencia, pero no había ningún pueblo en un radio de cuatro días de viaje ni nadie se acercaría a menos de quince kilómetros por voluntad propia. Las historias que corrían sobre aquel lugar hacían referencia a visiones aberrantes, a muertos que caminaban y a perecer por el mero hecho de tocar el pilar de piedra.

Ethenielle no se tenía por una persona imaginativa, pero aun así la sacudió un ligero escalofrío. Nianh le había dicho en cierta ocasión que el pilar era un vestigio inofensivo de la Era de Leyenda. Con suerte, la Aes Sedai no tenía motivo para recordar aquella conversación sostenida años atrás. Lástima que no se pudiera hacer andar a los muertos allí. Según la leyenda, Kirukan había decapitado personalmente a un falso Dragón y había tenido dos hijos de otro varón que podía encauzar. O quizá fuera el mismo hombre. Tal vez ella habría sabido cómo acometer su tarea y salir con bien de la empresa.

Como era de esperar, los dos primeros de aquellos con los que Ethenielle iba a reunirse esperaban ya, cada cual con dos asistentes. Paitar Nachiman tenía ahora muchas más arrugas en su cara alargada que el hombre maduro, asombrosamente apuesto, que había despertado su admiración de pequeña, por no mencionar la escasez del cabello, que casi era gris en su totalidad. Por fortuna había renunciado a la moda arafelina de peinarlo en trenzas y lo llevaba corto. Sin embargo, no iba encorvado sobre la silla de montar ni sus hombros necesitaban relleno en la chaqueta de seda verde bordada que lucía, y Ethenielle sabía que aún podía manejar la espada que colgaba a su cadera con destreza y vigor. Easar Togita, de rostro cuadrado, el cráneo afeitado a excepción del penacho blanco y con una chaqueta lisa de color de bronce viejo, era una cabeza más bajo que el rey de Arafel y más ligero de constitución, pero aun así hacía que Paitar pareciera casi blando. El gesto del rey de Shienar no era ceñudo —si acaso, en sus ojos había un punto de tristeza permanente—, pero daba la impresión de estar hecho del mismo acero que la larga espada sujeta a su espalda. Ethenielle confiaba en los dos hombres, y esperaba que sus lazos familiares ayudaran a reafirmar esa confianza. Las alianzas por matrimonios siempre habían vinculado a las Tierras Fronterizas tan firmemente como su guerra contra la Llaga, y ella tenía una hija casada con el tercer hijo de Easar, así como un hijo con la nieta favorita de Paitar, además de un hermano y dos hermanas emparentados con sus casas.

Sus acompañantes parecían tan diferentes como los soberanos. Como era habitual en él, Ishigari Terasian daba la impresión de acabar de salir del sopor etílico tras una noche de jarana y borrachera; seguía siendo el hombre más gordo montado a caballo que ella jamás había visto, su excelente chaqueta roja estaba arrugada, tenía los ojos vidriosos y la barba crecida. Por el contrario, Kyril Shianri era alto y delgado, y casi tan elegante como Baldhere a despecho del polvo y el sudor en su cara, y llevaba campanillas de plata en las vueltas de las botas, en los guantes y atadas a las trenzas; exhibía su gesto habitual de descontento y siempre se las arreglaba para mirar de manera altanera y fría, alzando la prominente nariz, a cualquiera excepto a Paitar. En realidad, Shianri era un necio en muchos aspectos —los reyes arafelinos muy rara vez se molestaban en fingir que hacían caso a sus consejeros, confiando por el contrario en sus reinas— pero ese hombre era algo más de lo que parecía a primera vista. Agelmar Jagad podría pasar por una versión más corpulenta de Easar, un hombre corriente vestido de forma sencilla, todo él acero y granito, con más armas colgadas por todo el cuerpo que el propio Baldhere: una muerte rápida a la espera de descargarse. Por su parte, Alesune Chulin era tan delgada como Serailla corpulenta, tan bonita como poco agraciada la kandoresa, y tan fiera como tranquila era la otra mujer. Parecía que Alesune había nacido para sus finas ropas de seda azul. Buena cosa recordar que juzgar a Serailla por su aspecto exterior también era un error.

—Paz, y que la Luz te sea propicia, Ethenielle de Kandor —saludó adustamente Easar cuando la reina frenó su montura delante de ellos.

—Que la Luz te proteja, Ethenielle de Kandor —dijo casi al mismo tiempo Paitar, que todavía poseía una voz capaz de conseguir que los corazones de muchas mujeres latieran más deprisa. Y una esposa que sabía que eran suyos, desde el último cabello de la cabeza hasta las suelas de las botas; Ethenielle dudaba que Menuki hubiese estado celosa un solo momento en toda su vida o que hubiese tenido motivos para estarlo.

Devolvió los saludos con igual brevedad, pero finalizó con una frase directa:

—Espero que hayáis llegado hasta aquí sin ser vistos.

Easar resopló y se apoyó en el arzón de su silla mientras la miraba muy serio. Un hombre duro, sí; sólo que después de once años de viudedad aún seguía llorando a la esposa muerta. Incluso había escrito poesías para ella. Siempre había algo más en las personas de lo que dejaban ver las apariencias.

—Si alguien nos ha visto, Ethenielle, entonces podemos dar media vuelta —rezongó.

—¿Ya habláis de volver? —Entre el tono y el movimiento de las riendas trenzadas, Shianri se las ingenió para combinar el justo desdén con la mínima cortesía para frenar un desafío. Con todo, Agelmar lo observó fríamente mientras se movía un poco en la silla, como haría un hombre para recordar dónde lleva colgada exactamente cada arma. Viejos aliados en incontables batallas a lo largo de la Llaga, pero los nuevos recelos se removieron.

Alesune hizo caracolear su montura, una yegua gris tan alta como un caballo de guerra. Los finos mechones blancos en su largo cabello negro de repente parecieron penachos de una celada y sus ojos hicieron que resultara fácil olvidar que las mujeres shienarianas no se entrenaban con armas ni disputaban duelos. Su título era simplemente el de shatayan del personal de la casa real, pero aquel que creyera que la influencia de cualquier shatayan se limitaba a dar órdenes a cocineros, doncellas y proveedores de vituallas, cometería un gran error.

—No debe confundirse la imprudencia con el valor, lord Shianri. Hemos dejado la Llaga casi sin vigilancia, y si fracasamos, incluso si tenemos éxito, cabe la posibilidad de que algunos de nosotros acabemos con las cabezas clavadas en picas. Tal vez todos. La Torre Blanca podría encargarse de ello si ese al’Thor no lo hace.

—La Llaga casi parece dormida —murmuró Terasian, cuya fuerte barba crecida sonó al frotarse la mejilla—. Jamás la había visto tan tranquila.

—La Sombra nunca duerme —apuntó Jagad en voz queda, y Terasian asintió como si eso fuese algo que había que tener en cuenta. Agelmar era el mejor general de todos ellos, uno de los mejores que podía encontrarse en cualquier parte del mundo, pero el lugar de Terasian a la derecha de Paitar no se le había otorgado por la mera razón de que fuese un buen compañero de copas.

—Los que hemos dejado en casa pueden guardar la Llaga, a menos que estalle otra Guerra de los Trollocs —comentó Ethenielle con firmeza—. Confío en que vosotros hayáis hecho otro tanto. Aunque poco importa, sin embargo. ¿Alguien cree realmente que podemos regresar ahora? —Planteó la pregunta secamente, sin esperar respuesta, pero la recibió.

—¿Regresar? —demandó la voz alta de una mujer joven a su espalda.

Tenobia de Saldaea galopó hacia el grupo para unirse a él y sofrenó su castrado blanco con tal brusquedad que el animal se alzó aparatosamente sobre las patas traseras. Numerosas sartas de perlas adornaban las mangas de color gris oscuro de su traje de montar, de falda estrecha, en tanto que bordados en rojo y dorado remarcaban la esbeltez de su cintura y la generosidad de su busto. Alta para ser mujer, resultaba bonita ya que no hermosa a pesar de la nariz, que como mínimo podía considerarse muy prominente. Los ojos, grandes y rasgados, de un color azul profundo, contribuían a ello ciertamente, pero también lo hacía la evidente seguridad en sí misma, tan rotunda que la mujer parecía irradiarla. Como era de esperar, la reina de Saldaea iba acompañada sólo por Kalyan Ramsin, uno de sus innumerables tíos, un hombre canoso y marcado de cicatrices, con rostro de águila y espeso bigote que se curvaba hacia bajo sobre las comisuras de los labios. Tenobia Kazadi toleraba el consejo de militares, pero de nadie más.

—Yo no regresaré —continuó fieramente—, hagáis lo que hagáis los demás. Envié a mi querido tío Davram para que me trajera la cabeza del falso Dragón Mazrim Taim, y ahora los dos, él y Taim, siguen a ese al’Thor, si he de dar crédito a la mitad de lo que se cuenta. Dispongo de una fuerza de casi cincuenta mil hombres y, sea cual fuere vuestra decisión, yo no volveré hasta que mi tío y al’Thor sepan sin ningún género de dudas quién gobierna Saldaea.

Ethenielle intercambió una mirada con Serailla y Baldhere mientras Paitar y Easar respondían a Tenobia que también tenían la intención de seguir adelante. Serailla sacudió la cabeza de un modo apenas perceptible, en tanto que Baldhere ponía los ojos en blanco sin disimulo. Ethenielle no había esperado exactamente que Tenobia decidiera mantenerse al margen en el último momento, pero la joven crearía problemas, a buen seguro.

Los saldaeninos eran gentes raras —Ethenielle se había preguntado a menudo cómo se las arreglaba su hermana Einone para que las cosas le fueran tan bien casada con otro de los numerosos tíos de la reina de Saldaea— pero Tenobia llevaba esa rareza hasta el límite. De un saldaenino se esperaba un comportamiento extravagante, pero Tenobia disfrutaba dejando anonadados a los domani y haciendo que los altaraneses parecieran insulsos y apagados en comparación. Era legendario el genio de los saldaeninos, y el de su reina parecía un fuego arrasador avivado por fuertes vientos, sin que uno supiera jamás qué podría hacer saltar la chispa que lo prendía. Ethenielle no quería pensar siquiera en la dificultad de querer hacer entrar en razón a esa mujer cuando se cerraba en banda; sólo Davram Bashere había sido capaz de conseguirlo. Y además estaba el tema del matrimonio.

Tenobia era aún joven, si bien hacía años que debería haberse casado —el matrimonio era una cuestión de deber para cualquier miembro de una casa dirigente, cuanto más para la persona que llevaba la corona; había que establecer alianzas y tener descendientes—, pero Ethenielle jamás había tenido en cuenta a la joven para unirla con ninguno de sus hijos. Las exigencias de Tenobia en cuanto a un supuesto esposo eran acordes con todo lo demás en ella. Dicho hombre debía ser capaz de enfrentarse y matar a una docena de Myrddraal a la vez. Todo ello mientras tocaba el arpa y componía poesías. Y desconcertar a eruditos al tiempo que descendía a galope por una escarpada pendiente, o quizá mientras la subía. Por supuesto, tenía que someterse a ella —al fin y al cabo era una reina— pero de vez en cuando Tenobia esperaría que él hiciese caso omiso de lo que dijera y se la cargara al hombro. ¡La chica quería exactamente eso! Y que la Luz lo amparase si pretendía imponerse cuando ella quería deferencia o que mostrara sumisión cuando deseara lo contrario. Nunca lo había dicho así de claro, pero cualquier mujer con dos dedos de frente que la hubiese oído hablar sobre los hombres sólo tenía que sumar dos y dos para saber a qué atenerse. Tenobia moriría siendo doncella. Lo que significaba que su tío Davram la sucedería, si es que lo dejaba vivir después de esto, o su heredero.

Una palabra sacó a Ethenielle de sus reflexiones y la hizo erguirse bruscamente en la silla de montar. Debería haber prestado atención a lo que se hablaba; eran muchas cosas las que estaban en juego.

—¿Aes Sedai? —instó—. ¿Qué pasa con las Aes Sedai?

Con excepción de la de Paitar, todas sus consejeras de la Torre Blanca se habían marchado cuando llegó la noticia de que había problemas en Tar Valon; la suya, Nianh, y Aisling, la de Easar, habían desaparecido sin dejar rastro. Si las Aes Sedai tenían la mínima sospecha de lo que se proponían hacer… En fin, las Aes Sedai siempre tenían sus propios planes. Siempre. La incomodaría descubrir que estaban metiendo las manos no en uno, sino en dos avisperos.

Paitar se encogió de hombros, un tanto azorado, lo que no era una menudencia tratándose de él; al igual que Serailla, Paitar no dejaba que nada lo alterara.

—No esperarías que dejara atrás a Coladara, Ethenielle —dijo en tono apaciguador—, aun en el caso de que hubiese podido mantener en secreto los preparativos.

No, Ethenielle no había confiado realmente en que lo hiciese. Al fin y al cabo, su hermana preferida era Aes Sedai, y a través de Kiruna sentía un profundo afecto por la Torre. Con todo, había albergado cierta esperanza de estar equivocada.

—Coladara tenía visitas —continuó Paitar—. Siete hermanas. Traerlas parecía prudente, en estas circunstancias. Por fortuna no costó trabajo convencerlas. Ninguno, en realidad.

—La Luz nos asista —musitó Ethenielle, mientras oía a Serailla y Baldhere expresar el mismo deseo casi con idénticas palabras—. ¿Ocho hermanas, Paitar? ¿Ocho? —A buen seguro la Torre sabía ya hasta el último movimiento que habían proyectado.

—Y yo tengo otras cinco —intervino Tenobia como si anunciara que llevaba otro par de escarpines nuevos—. Se toparon conmigo nada más salir de Saldaea. Por casualidad, no me cabe duda; parecieron tan sorprendidas como yo. Una vez que se enteraron de la empresa en la que me había embarcado, cosa que todavía no sé cómo descubrieron, pero lo hicieron, estaba convencida de que saldrían disparadas a buscar a Memara. —Frunció las cejas en un repentino gesto ceñudo. Elaida había cometido un gran error al enviar a una hermana para intentar apabullarla—. Sin embargo, Illeisien y las demás mostraron aún más empeño que yo misma en mantener el secreto.

—Aun así —insistió Ethenielle—. Trece hermanas. Bastaría con que una de ella hallase el modo de enviar un mensaje. Unas pocas líneas, con un soldado o una doncella intimidados. ¿Alguno de vosotros cree que puede detenerlas?

—Los dados han salido del cubilete —se limitó a comentar Paitar. Lo hecho, hecho estaba. En opinión de Ethenielle, los arafelinos eran casi tan raros como los saldaeninos.

—Más al sur —agregó Easar—, podría venirnos bien contar con trece Aes Sedai.

Su observación provocó un gran silencio mientras las implicaciones flotaban en el aire. Esto era muy distinto a enfrentarse a la Llaga.

Inopinadamente, Tenobia soltó una risa y su castrado intentó culebrear, pero ella dominó al animal.

—Me propongo viajar hacia el sur lo más deprisa posible, pero os invito a todos a cenar conmigo en mi campamento esta noche. Podéis hablar con Illeisien y sus amigas, y ver si vuestro parecer coincide con el mío. Quizá mañana podríamos reunirnos a cenar en el campamento de Paitar e interrogar a las amigas de Coladara.

La sugerencia era tan sensata, tan obviamente necesaria, que hubo un acuerdo inmediato. Y entonces Tenobia añadió, como una ocurrencia de última hora:

—Mi tío Kalyan se sentirá honrado si le permites sentarse a tu lado, Ethenielle. Te profesa una gran admiración.

Ethenielle miró hacia Kalyan Ramsin, que permanecía sentado en su caballo detrás de Tenobia, en silencio y apenas sin respirar; sólo fue un vistazo, pero durante un instante aquel hombre canoso y de rasgos aguileños desveló sus ojos y Ethenielle columbró algo que no había visto desde que su Brys había muerto: un varón mirando a una mujer, no a una reina. La impresión fue tan fuerte que la dejó sin respiración. Los ojos de Tenobia pasaron velozmente de su tío a Ethenielle; había gran satisfacción en la leve sonrisa que esbozaba la joven soberana.

La indignación se apoderó de Ethenielle. Aquella sonrisa dejaba todo claro como el agua de un manantial, si es que los ojos de Kalyan no lo habían hecho de sobra. ¿Esa mocosa planeaba casar a aquel tipo con ella? ¿Esa cría se atrevía a…? De pronto, el remordimiento sustituyó a la ira. También ella era joven cuando arregló la boda de su hermana viuda Nazelle; fue un asunto de Estado, pero Nazelle había llegado a amar a lord Ismic a pesar de sus protestas iniciales. Ethenielle se había ocupado de arreglar los matrimonios de otros durante tanto tiempo que nunca había pensado que su unión crearía unos lazos muy fuertes. Volvió a mirar a Kalyan, esta vez con más detenimiento. Su rostro curtido era de nuevo todo corrección, pero ella vio en sus ojos la expresión anterior. Cualquier consorte que eligiera tendría que ser un hombre duro, pero siempre había exigido una oportunidad para el amor en los enlaces de sus hijos, aunque no en los de sus hermanos y hermanas, y no quería menos para sí misma.

—En lugar de perder horas de luz en charlas triviales, pongámonos a lo que hemos venido —dijo, con la voz más entrecortada de lo que habría deseado. Así la Luz le abrasara el alma, era una mujer adulta, no una muchachita a la que le presentan un posible pretendiente por primera vez—. ¿Y bien? —demandó. En esta ocasión, su tono sonó adecuadamente firme.

Todos los acuerdos se habían llevado a cabo en aquellas cartas codificadas, y los planes habrían de modificarse conforme viajaran hacia el sur y las circunstancias cambiaran. Esta reunión tenía realmente un único propósito, una sencilla y antigua ceremonia de las Tierras Fronterizas que sólo se había celebrado siete veces en todos los años transcurridos desde el Desmembramiento. Una ceremonia que los comprometería mucho más que cualesquiera palabras, por trascendentes que fueran. Los soberanos aproximaron sus monturas mientras los otros se retiraban.

Ethenielle siseó cuando su cuchillo le cortó la palma izquierda. Tenobia se echó a reír y se hizo una incisión en la suya. Por la nula reacción de Paitar y Easar habríase dicho que se habían sacado una astilla. Cuatro manos se tendieron y se unieron, ciñéndose, mezclando la sangre, que goteó en el terroso suelo.

—Somos uno, hasta la muerte —entonó Easar.

—Somos uno, hasta la muerte —repitieron los otros.

Ahora estaban obligados por la sangre y la tierra. Tenían que encontrar a Rand al’Thor. Y hacer lo que debía hacerse. A cualquier precio.


Una vez que se hubo asegurado de que Turanna podía sentarse en el cojín sin ayuda, Verin se levantó y dejó a la alicaída hermana Blanca bebiendo sorbos de agua. O intentándolo, al menos. Los dientes de Turanna castañeteaban contra la copa de plata, cosa que no era de extrañar. La lona de acceso a la tienda era tan baja que Verin tuvo que doblarse para sacar la cabeza. El agotamiento le taladró la espalda al agacharse; no temía a la temblorosa mujer que tenía detrás, envuelta en su tosco ropaje de lana negra. Verin asía su escudo con firmeza, y dudaba que a Turanna le quedara en ese momento fuerza suficiente en las piernas para plantearse la posibilidad de saltar sobre ella, aun en el caso de que una idea tan increíble se le pasara por la cabeza. Las Blancas no razonaban así, sencillamente. A decir verdad, en las condiciones en que se hallaba, Turanna difícilmente sería capaz de encauzar en varias horas, aunque no estuviese escudada.

El campamento Aiel se extendía por las colinas que ocultaban Cairhien; las tiendas de colores terrosos llenaban los huecos existentes entre los contados árboles que aguantaban de pie tan cerca de la ciudad. Tenues nubes de polvo flotaban en el aire, pero ni el polvo ni el calor ni el fulgor abrasador del sol molestaban en absoluto a los Aiel. El ajetreo entre las tiendas no tenía nada que envidiar al de cualquier ciudad. Desde su posición, Verin veía hombres descuartizando piezas de caza o remendando tiendas, afilando cuchillos o elaborando las flexibles botas que todos calzaban; mujeres cocinando en lumbres, asando, trabajando en pequeños telares, cuidando de los pocos niños que había en el campamento. Por doquier, los gai’shain de ropas blancas iban aprisa de aquí para allí cargados con bultos o se afanaban sacudiendo alfombras o atendían a los animales de carga. No había vendedores ambulantes ni tenderos. Ni carros ni carretas, por supuesto. ¿Una ciudad? Más bien parecía un millar de aldeas agrupadas en un mismo lugar, aunque el número de hombres superaba con creces al de mujeres y, con excepción de los herreros martilleando en sus yunques, casi todos los hombres que no vestían de blanco llevaban armas. También iba armada la mayoría de las mujeres.

En número ciertamente igualaban a una gran urbe, más que suficientes para envolver por completo a unas pocas Aes Sedai prisioneras, pero aun así Verin localizó a una mujer de negro que caminaba pesadamente a menos de cincuenta pasos de distancia, luchando denodadamente para arrastrar una pila de piedras, de casi un metro de altura, amontonadas sobre una piel de vaca. La profunda capucha le ocultaba el rostro, pero nadie en el campamento salvo las cautivas vestía aquellas ropas negras. Una Sabia caminaba cerca de ella, irradiando Poder mientras mantenía escudada a la prisionera, en tanto que dos Doncellas flanqueaban a la hermana y utilizaban varas para azuzarla cada vez que vacilaba. Verin se preguntó si aquella escena no estaría destinada a sus ojos. Esa misma mañana se había cruzado con una Coiren Saeldain de mirada demente, chorreando sudor, con una Sabia y dos altos Aiel de escolta, y la espalda doblada bajo el peso de un enorme cesto lleno de arena mientras subía una cuesta. La víspera había sido Sarene Nemdhal; la habían puesto a pasar agua con las manos de un cubo a otro, urgiéndola para que se apresurara y luego dándole un varazo por cada gota que se le caía debido a las prisas. Sarene había robado un instante para preguntarle a Verin por qué, aunque no como si esperara una respuesta. Ni que decir tiene que Verin no había tenido tiempo de darle ninguna antes de que las Doncellas obligaran a Sarene a reanudar su inútil trabajo.

Reprimió un suspiro. Para empezar, no podía hacerle gracia que se diera ese trato a unas hermanas, cualquiera que fuere la razón, y en segundo lugar, era obvio que un gran número de Sabias quería… ¿Qué? ¿Que supiera que ser Aes Sedai allí no contaba para nada allí? Ridículo. Tal cosa se había dejado bien clara hacía días. ¿Quizás una advertencia de que en cualquier momento podían ponerle las ropas negras? Por el momento se creía a salvo de eso, al menos, pero las Sabias ocultaban muchos secretos que aún debía desentrañar, siendo el menos importante cómo funcionaba su jerarquía. Sí, el más pequeño sin duda y, sin embargo, de él dependían la vida y una piel intacta. Unas mujeres que daban órdenes a veces las recibían de las mismas a las que antes habían ordenado, y luego las cosas volvían a cambiar, todo ello sin guardar pautas ni razones que ella pudiese discernir. Sin embargo, nadie mandaba a Sorilea, y en eso radicaba la seguridad. Hasta cierto punto.

No pudo reprimir la sensación de satisfacción. Temprano, por la mañana, en el Palacio del Sol, Sorilea había exigido saber qué humillaba más a los habitantes de las tierras húmedas. Kiruna y las otras hermanas no lo entendieron; en realidad hacían todo lo posible para no ver lo que ocurría allí fuera, quizá por miedo a enfrentarse con la verdad y el conflicto que ello plantearía con el juramento prestado. Todavía se esforzaban por justificar haber emprendido el camino al que el destino las había conducido, pero Verin ya tenía motivos desde antes para tomar el que llevaba, y una meta. También tenía una lista en el bolsillo, preparada para entregársela a Sorilea cuando se hallaran a solas. No había necesidad de que las otras lo supieran. A algunas de las cautivas ni siquiera las conocía, pero creía que, en términos generales, aquella lista era un compendio de las debilidades que Sorilea buscaba. La vida se volvería mucho más difícil para las mujeres de negro. Y, con suerte, sus propios esfuerzos se verían recompensados.

Dos Aiel muy corpulentos, ambos con una anchura de hombros como el mango de un hacha, se hallaban sentados fuera de la tienda, aparentemente absortos en un juego de las cunitas, pero giraron las cabezas en el momento que la suya apareció por la solapa de entrada. Coram se incorporó como una serpiente desenroscándose, y Mendan esperó únicamente a guardar la cuerda con que jugaban. Si Verin hubiese estado erguida apenas les habría llegado al esternón, aunque, naturalmente, podría haberlos puesto boca abajo y azotarlos. Si se hubiese atrevido. De vez en cuando había sentido la tentación de hacerlo. Eran los guías que tenía asignados, su protección contra malos entendidos en el campamento. Y sin duda quienes informaban de todo lo que hacía o decía. Casi habría preferido tener a Tomás con ella, pero sólo casi. Ocultar secretos a un Guardián era mucho más difícil que ocultárselos a extraños.

—Por favor, avisa a Colinda que he acabado con Turanna Norill —le dijo a Coram—, y pídele que me envíe a Katerine Alruddin.

Quería ocuparse antes de las hermanas que no tenían Guardianes. El Aiel asintió antes de salir trotando sin pronunciar palabra. Esos Aiel no eran un dechado de educación.

Mendan se puso en cuclillas sin dejar de observarla con sus sorprendentes ojos azules. Uno siempre se quedaba con ella, dijese lo que dijese. Una cinta roja con el antiguo símbolo Aes Sedai ceñía las sienes de Mendan. Al igual que las Doncellas y los otros hombres que lucían ese distintivo, parecía estar esperando a que incurriera en un error. Bien, pues, no eran los primeros y ni con mucho los más peligrosos. Habían pasado setenta y un años desde que cometió uno grave.

Dedicó a Mendan una sonrisa deliberadamente vaga y empezó a retirarse al interior de la tienda, pero entonces algo atrajo su atención y se quedó como clavada en el suelo. Si en ese momento el Aiel hubiese intentado cortarle el cuello, seguramente no se habría percatado.

A corta distancia de donde se hallaba, asomada a la boca de la tienda, nueve o diez mujeres, arrodilladas en fila, hacían girar las muelas de molinos manuales, muy semejantes a los que se utilizaban en granjas aisladas. Otras mujeres traían grano en cestos y se llevaban la tosca harina. Las nueve o diez mujeres arrodilladas vestían faldas oscuras y blusas claras, con pañuelos doblados atados a las sienes para sujetarse el cabello. Una, notablemente más baja que las demás, la única cuyo cabello no le llegaba hasta la cintura o más abajo ni lucía un solo brazalete o collar, alzó la vista y, cuando se encontró con los ojos de Verin, el resentimiento se plasmó en su cara enrojecida por el sol. Sin embargo, sólo duró un instante antes de que se encogiera y reanudara su trabajo con premura.

Verin retrocedió bruscamente al interior de la tienda, con el estómago contraído por las náuseas. Irgain era del Ajah Verde. O, mejor dicho, había sido una Verde, antes de que Rand al’Thor la neutralizara. Ser escudada embotaba y hacía impreciso el vínculo con el Guardián, pero ser neutralizada lo rompía definitivamente como la muerte. Al parecer, uno de los dos Gaidin de Irgain se había desplomado muerto por la impresión, y el otro había intentado matar a miles de Aiel sin hacer el menor esfuerzo por escapar. Seguramente Irgain deseaba haber muerto también. Neutralizada. Verin se apretó el estómago con las manos; no vomitaría. Había visto cosas peores que una mujer neutralizada. Mucho peores.

—No hay esperanza, ¿verdad? —musitó Turanna con voz pastosa. Lloraba en silencio, con los ojos fijos en la copa de plata que sostenía en las manos temblorosas, como si contemplase algo lejano y espantoso—. Ninguna esperanza.

—Siempre hay una salida si se busca —adujo Verin, palmeando el hombro de la otra mujer con gesto absorto—. Siempre hay que buscarla.

Sus pensamientos pasaron veloces por su mente, ninguno de ellos relacionado con Turanna. La Luz sabía que la neutralización de Irgain hacía que sintiera el estómago lleno de grasa rancia, pero ¿qué hacía esa mujer moliendo grano? ¡Y vestida como las Aiel! ¿La habrían puesto a trabajar allí sólo para que ella la viera? Una pregunta absurda; aun con un ta’veren tan fuerte como Rand al’Thor a unos pocos kilómetros de distancia, sólo podía admitir el número de coincidencias hasta cierto punto. ¿Habría calculado mal? En el peor de los casos, no sería un error importante. Sólo que a veces los errores pequeños resultaban tan letales como los grandes. ¿Cuánto resistiría si Sorilea decidía doblegarla? Sospechaba que un lapso de tiempo deplorablemente corto. En ciertos aspectos, Sorilea era la persona más dura que había visto en su vida. Y nada de lo que dijera podría impedirlo. En fin, ésa era una preocupación para otro momento; no tenía sentido adelantarse a los acontecimientos.

Se arrodilló e intentó consolar a Turanna, bien que no se esforzó demasiado. Las palabras de sosiego sonaban tan hueras a sus oídos como a los de Turanna, a juzgar por el desaliento reflejado en los ojos de la mujer. Nadie podía cambiar las circunstancias de Turanna salvo ella misma, y eso tenía que brotar de su interior. El llanto de la hermana Blanca se recrudeció, en silencio y sacudiendo sus hombros mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. La entrada de dos Sabias y un par de jóvenes guerreros Aiel, los cuales no podían erguirse del todo dentro de la tienda, fue casi un alivio, al menos para Verin. La Aes Sedai se incorporó e hizo una ligera reverencia, pero ninguna de las Sabias tenía el menor interés en ella.

Daviena era una mujer de ojos verdes y cabello rubio; Losaine tenía los ojos grises y el cabello oscuro, en el que sólo se veían reflejos rojizos a la luz del sol. Verin apenas les llegaba al hombro, y ambas exhibían la expresión de quien tiene una tarea desagradable que preferiría que hicieran otros. Ni una ni otra podía encauzar con bastante fuerza para tener la certeza de retener escudada a Turanna sin ayuda, pero estaban coaligadas como si hubiesen hecho tal cosa toda su vida, de manera que el brillo del saidar de una de ella parecía fundirse con el que rodeaba a la otra a pesar de encontrarse separadas. ¿Dónde habían aprendido a hacerlo? Verin habría apostado todo cuanto poseía a que lo ignoraban hasta hacía unos pocos días.

Entonces todo discurrió rápida y fácilmente. Cuando los hombres se agacharon y levantaron a Turanna por los brazos, la mujer dejó caer la copa de plata; vacía, por suerte para ella. No se resistió, y mejor que fuera así ya que cualquiera de los guerreros habría podido llevarla bajo un brazo como un saco de grano, pero su boca estaba abierta y emitía lamentos inarticulados. Los Aiel no le hicieron caso. Daviena, al mando de la coligación, se hizo cargo del escudo, y Verin soltó la Fuente. Ninguna confiaba lo bastante en ella para permitir que asiera el saidar sin un motivo justificado, por muchos juramentos que hubiese prestado. Tampoco ninguna de ellas dio señal de haberlo advertido, pero sin duda sí lo habrían notado si Verin no hubiese cortado el contacto con el Poder. Los hombres sacaron a Turanna, cuyos pies descalzos se arrastraban sobre las alfombras que cubrían el piso de la tienda, y las Sabias salieron a continuación. Y eso fue todo. Lo que podía hacerse con Turanna, hecho estaba.

Verin soltó un hondo suspiro y se reclinó sobre uno de los cojines con borlas. Cerca de ella había una bandeja sobre el suelo, un delicado trabajo de esparto tejido. Llenó una de las copas de plata con agua de la jarra de peltre y la apuró de un trago. Ese trabajo daba mucha sed; y era agotador. Aún quedaban horas de luz, pero Verin se sentía como si hubiese caminado treinta kilómetros con un pesado arcón cargado a la espalda. Puso de nuevo la copa en la bandeja y sacó la pequeña libreta encuadernada en cuero que llevaba debajo del cinturón. Siempre tardaban un poco en ir a buscar a las que mandaba traer. No estaría de más aprovechar esos momentos para repasar sus notas y apuntar otras nuevas.

No era necesario hacer anotaciones sobre las cautivas, pero la inesperada aparición de Cadsuane Melaidhrin tres días antes era motivo de preocupación. ¿Qué se traía Cadsuane entre manos? Las compañeras de la mujer podían descartarse, pero ella era una leyenda, e incluso las partes verosímiles de esa leyenda la hacían realmente peligrosa. Peligrosa e imprevisible. Verin cogió una pluma de una pequeña escribanía que siempre llevaba consigo y la acercó al tintero metido en su funda. Entonces otra Sabia entró en la tienda.

La Aes Sedai se puso de pie con tanta precipitación que dejó caer la libreta. Aerin no podía encauzar en absoluto, pero Verin hizo una reverencia más pronunciada a la mujer canosa que la que había dedicado antes a Daviena y a Losaine. Aprovechando que estaba inclinada, soltó la falda recogida y alargó la mano hacia la libreta, pero los dedos de Aerin la cogieron antes. Verin se irguió y observó sosegadamente a la mujer más alta mientras ésta hojeaba el cuadernillo. Los azules ojos, gélidos como un cielo invernal, buscaron los suyos.

—Algunos dibujos bonitos y un montón de notas sobre plantas y flores —comentó fríamente Aerin—. No veo nada relacionado con las preguntas que se te dijo que hicieras. —Entregó la libreta con brusquedad a Verin.

—Gracias, Sabia —dijo sumisamente la Aes Sedai mientras guardaba a buen recaudo el cuadernillo, debajo del cinturón. Incluso añadió otra reverencia por si acaso, tan pronunciada como la anterior—. Tengo la costumbre de anotar lo que veo. —Algún día tendría que escribir la clave que utilizaba en sus libretas; el trabajo de toda una vida llenaba armarios y arcones en sus aposentos, situados encima de la biblioteca de la Torre Blanca. Sí, algún día lo haría, pero esperaba que no fuera pronto—. En cuanto a las… eh… prisioneras, hasta ahora todas han dicho variantes de lo mismo. El Car’a’carn tenía que ser albergado en la Torre hasta la Última Batalla. Su… eh… los malos tratos empezaron a raíz de un intento de huida. Estoy segura de que descubriré algo más.

Todo ello cierto, aunque no toda la verdad; había visto morir a demasiadas hermanas para arriesgarse a enviar a otras a la tumba sin una razón muy buena. El problema era decidir qué podría dar lugar a correr tal riesgo. La forma en que el joven al’Thor había sido raptado, por una embajada que supuestamente había ido a tratar con él, encolerizaba a los Aiel hasta el punto de querer matar y, sin embargo, lo que ella llamaba «malos tratos» apenas los irritaba, por lo que Verin sabía.

Los brazaletes de oro y marfil tintinearon suavemente al ajustarse el chal Aerin. La miró fijamente desde arriba, como si intentase leerle los pensamientos. Aerin parecía ocupar una posición alta entre las Sabias, y aunque Verin había visto alguna que otra vez una sonrisa en aquel rostro tostado por el sol, una sonrisa afectuosa y fácil, jamás estuvo dirigida a una Aes Sedai. «Jamás imaginamos que vosotras seríais quienes faltaríais a vuestras obligaciones —había sido el comentario ambiguo que le hizo a Verin; en el siguiente, sin embargo, no hubo lugar a confusión—. Las Aes Sedai no tienen honor. Dame un motivo para que sospeche de ti, por pequeño que sea, y te azotaré con una correa hasta que no puedas sostenerte de pie. Dame dos, y te dejaré atada a las estacas para alimento de buitres y hormigas». Verin parpadeó ante la Sabia, procurando parecer sincera. Y humilde; no debía olvidar mostrarse humilde. Y dócil y sumisa. No tenía miedo. En ciertos momentos a lo largo de su vida había afrontado miradas más duras de mujeres —y de hombres— que ni siquiera tenían ese mínimo reparo de Aerin en acabar con su vida. Empero, había dedicado un gran esfuerzo en conseguir que le encargaran a ella hacer esas preguntas y no podía permitirse el lujo de echarlo a perder ahora. Ojalá los rostros de esas Aiel dejaran traslucir algo más.

De pronto cayó en la cuenta de que no se encontraban solas en la tienda. Dos Doncellas rubísimas habían entrado con una mujer vestida de negro, un palmo más baja que ellas, a la que casi tenían que sostener en pie. A un lado se hallaba Tialin, una desgarbada pelirroja que exhibía un gesto hosco tras el brillo del saidar, y que era la encargada de tener escudada a la prisionera. El cabello de la hermana caía sobre sus hombros, empapado de sudor, y tenía algunos mechones pegados a la cara, la cual estaba tan manchada de polvo que Verin no la reconoció al principio. Pómulos altos, pero no en exceso, nariz un poco ganchuda y los ojos castaños ligeramente rasgados. Beldeine. Beldeine Nyram. Verin le había dado algunas clases cuando era novicia.

—Si se me permite preguntar —empezó con cuidado—, ¿por qué la habéis traído? No es quien pedí.

Beldeine no tenía Guardián a pesar de ser una Verde —había ascendido al chal apenas hacía tres años, y a menudo las Verdes se mostraban muy puntillosas a la hora de escoger a su primer Gaidin—, pero si empezaban a llevarle las que escogiesen ellas, la próxima podría tener dos o tres Guardianes. Verin creía que podía encargarse de otras dos más ese día, pero no si esas mujeres tenían incluso un único Guardián. Y dudaba que las Aiel le dieran una segunda oportunidad con cualquiera de ellas.

—Katerine Alruddin huyó anoche —informó Tialin, casi escupiendo las palabras.

—¿Dejasteis que escapara? —soltó Verin sin pensar, dando un respingo. El cansancio no servía de excusa, pero las palabras le salieron de la boca antes de que pudiese retenerlas—. ¿Cómo pudisteis ser tan necias? ¡Es una Roja! ¡Y no es cobarde ni débil en el Poder! ¡El Car’a’carn podría correr peligro! ¿Por qué no se nos informó en cuanto ocurrió?

—Porque no lo supimos hasta esta mañana —gruñó una de las Doncellas, cuyos ojos semejaban zafiros—. Una Sabia y dos Cor Darei fueron envenenados, y el gai’shain que les llevaba de beber apareció degollado esta mañana.

Aerin miró fríamente a la Doncella, enarcando una ceja.

—¿Acaso te ha preguntado a ti, Carahuin?

De inmediato las dos Doncellas se enfrascaron en la tarea de mantener de pie a Beldeine. Aerin se limitó a volver la vista hacia Tialin, pero la Sabia pelirroja bajó la mirada. Verin fue la siguiente destinataria de su atención.

—Tu preocupación por Rand al’Thor te… honra —manifestó Aerin de mala gana—. Se velará por su seguridad. Es cuanto necesitas saber, y no es poco. —De repente su voz se endureció—. Pero las aprendizas no utilizan ese tono con las Sabias, Verin Mathwin Aes Sedai. —Las dos últimas palabras las pronunció con desdén.

Verin reprimió un suspiro y no pudo evitar hacer otra profunda reverencia mientras una parte de sí misma deseaba ser tan delgada como cuando pisó por primera vez la Torre Blanca. Sus hechuras no eran las más adecuadas para tanta inclinación y tanta venia.

—Perdonadme, Sabia —musitó sumisamente. ¡Huida! Las circunstancias lo dejaban todo claro, al menos para ella, si no para los Aiel—. La aprensión debe de haberme ofuscado. —Lástima que no hubiese un modo de asegurarse de que Katerine sufriera un accidente fatal—. Haré todo lo posible para recordarlo en el futuro. —Ni siquiera un pestañeo denotó que Aerin aceptaba sus excusas—. ¿Puedo hacerme cargo de su escudo, Sabia?

Aerin asintió sin mirar a Tialin, y Verin abrazó la Fuente de inmediato, tomando el escudo que Tialin había soltado. No dejaba de sorprenderle que mujeres incapaces de encauzar dieran órdenes a otras que sí podían hacerlo. Tialin no era mucho más débil que ella en el Poder y, sin embargo, trataba a Aerin casi con tanta cautela como las dos Doncellas, y cuando éstas salieron apresuradamente de la tienda, obedeciendo a un ademán de Aerin y dejando a Beldeine tambaleándose donde estaba de pie, Tialin las siguió.

Aerin, sin embargo, no se marchó de inmediato.

—No hablarás al Car’a’carn de Katerine Alruddin —dijo—. Ya tiene demasiadas cosas en que pensar para que también se preocupe por nimiedades.

—No le diré nada sobre ella —se apresuró a aceptar Verin. ¿Nimiedades? Una Roja con la fuerza de Katerine no era una nimiedad. Quizás una nota. Era un asunto para meditarlo más detenidamente.

—Asegúrate de mantener la boca cerrada, Verin Mathwin, o la utilizarás para gritar.

No había nada que decir a ese último comentario, así que la Aes Sedai se concentró en mostrar humildad y docilidad e hizo otra reverencia. Las rodillas empezaban a crujirle.

Una vez que Aerin se hubo marchado, Verin se permitió soltar un suspiro de alivio. Había temido que la Sabia tuviera intención de quedarse. Conseguir permiso para estar a solas con las prisioneras había exigido casi tanto esfuerzo como lograr que Sorilea y Amys decidiesen que tenían que ser interrogadas y por alguien familiarizado con la Torre Blanca. Si alguna vez descubrían que las había encaminado hacia esa decisión… En fin, una cosa más de la que preocuparse en otro momento; se le estaban amontonando, al parecer.

—Hay agua suficiente para que te laves la cara y las manos, al menos —dijo suavemente a Beldeine—. Y si quieres, te Curaré.

Todas las hermanas con las que se había entrevistado tenían unos cuantos verdugones en el mejor de los casos. Los Aiel no golpeaban a los prisioneros salvo por derramar agua o eludir una tarea —las palabras de desafío más altaneras eran recibidas, si acaso, con risas desdeñosas— pero a las mujeres de negro se las trataba como animales: un toque con la vara para que echaran a andar o para que giraran o se pararan, y un golpe más fuerte si no obedecían con la suficiente rapidez. Además, la Curación hacía más fáciles otras cosas.

Sudorosa, polvorienta, tambaleándose como un junco mecido por el viento, Beldeine apretó los labios.

—¡Antes prefiero morir desangrada a que me cures tú! —barbotó—. ¡Quizá debería haber esperado verte arrastrándote ante estas espontáneas, estas salvajes, pero jamás pensé que caerías tan bajo como para revelar secretos de la Torre! ¡Eso se equipara a la traición, Verin! ¡A la rebelión! —gruñó con desprecio—. ¡Supongo que si tal cosa no te ha asustado, estarás dispuesta a cualquier cosa! ¿Qué más les habéis enseñado tú y las otras, además de coligarse?

Verin chasqueó la lengua con irritación, sin molestarse en poner en su sitio a la mujer más joven. El cuello le dolía de tener que mirar hacia arriba a las Aiel —de hecho, incluso Beldeine era un palmo más alta que ella—, tenía machacadas las rodillas de tanto hacer reverencias, y demasiadas mujeres que deberían haber sabido a qué atenerse la habían tratado con ciego desprecio y absurdo orgullo en ese día. ¿Quién mejor que una Aes Sedai para entender que una hermana tenía que mostrar muchas caras distintas al mundo? No se podía ir intimidando a la gente siempre ni coaccionándola. Además, era mucho mejor actuar como una novicia que ser castigada como tal, sobre todo cuando sólo reportaba dolor y humillación. Hasta Kiruna tuvo que ver la sensatez de tal comportamiento.

—Siéntate antes de que te desplomes —dijo, siguiendo su propio consejo—. Deja que adivine en qué te han tenido ocupada hoy. A juzgar por todo ese polvo, diría que cavando un agujero. Con las manos. ¿O te permitieron utilizar una cuchara? Cuando decidan que lo has terminado, harán que vuelvas a llenarlo, ¿sabes? Bien, seguiré deduciendo. Todas las partes de tu cuerpo que hay a la vista están mugrientas, pero no esa ropa negra que llevas, así que supongo que te han hecho cavar en cueros. ¿De verdad no quieres que te cure? Las quemaduras del sol pueden ser muy dolorosas. —Llenó otra copa de agua y la desplazó a través de la tienda con un flujo de Aire hasta situarla delante de Beldeine—. Debes de tener seca la garganta.

La joven Verde contempló la copa un instante y luego, bruscamente, las piernas le fallaron y cayó sobre un cojín al tiempo que soltaba una risa amarga.

—Me… «dan de beber» con frecuencia. —Volvió a reírse, aunque Verin no veía la gracia—. Tanto como quiera, siempre y cuando pueda tragarme toda el agua. —Observó a Verin con expresión enfadada mientras hacía una pausa y luego prosiguió en voz tensa—. Ese vestido te queda muy bien. Quemaron el mío; las vi hacerlo. Me arrebataron todo salvo esto. —Tocó el anillo dorado de la Gran Serpiente que llevaba en el índice de la mano izquierda, una banda brillante entre el polvo y la mugre—. Supongo que no tuvieron valor para llegar a eso. Sé lo que intentan hacer, Verin, y no funcionará. ¡Ni conmigo ni con ninguna de nosotras!

Todavía seguía con la guardia alzada. Verin dejó la copa en el suelo alfombrado, al lado de Beldeine, y luego cogió la suya y bebió un sorbo antes de hablar.

—¿De veras? ¿Y qué es lo que intentan hacer?

En esta ocasión, la risa de la otra mujer sonó crispada además de ronca.

—¡Doblegarnos, quebrantarnos, y tú lo sabes! Hacernos prestar juramento a al’Thor, como lo hiciste tú. Oh, Verin, ¿cómo pudiste? ¡Jurar fidelidad! ¡Y, lo que es peor, a un hombre, a él! Aunque fueses capaz de rebelarte contra la Sede Amyrlin, contra la Torre Blanca… —El modo en que dijo aquello hizo que pareciera casi la misma cosa—. ¿Cómo pudiste hacer algo así?

Por un instante Verin se preguntó si las cosas irían mejor si las mujeres entonces prisioneras en el campamento Aiel hubiesen sido atrapadas como le ocurrió a ella, una astilla en el torbellino de los giros ta’veren de Rand al’Thor, las palabras saliendo de su boca antes de formarse en su cerebro. No palabras que jamás habría pronunciado en contra de su propia voluntad —así no era como funcionaba la influencia ta’veren— sino palabras que posiblemente habría dicho una vez entre mil bajo esas circunstancias, o una vez entre diez mil. No, las discusiones sobre si juramentos prestados de ese modo tenían que cumplirse habían sido largas y acaloradas, y los argumentos sobre cómo mantenerlos aún seguían. No, era mucho mejor que las cosas no fueran distintas. Con gesto ausente toqueteó una forma abultada que se marcaba dentro de su escarcela, un pequeño broche, una piedra translúcida tallada de manera que parecía un lirio con demasiados pétalos. Jamás lo llevaba puesto, pero lo había tenido a su alcance en todo momento durante casi cincuenta años.

—Eres da’tsang, Beldeine. Debes de haberlo oído. —No necesitaba el seco cabeceo de la otra mujer, ni explicar que la figura del ser abyecto era parte de la ley Aiel, como pronunciando sentencia. Eso lo sabía, aunque poco más—. Tus ropas y todo lo demás combustible se quemó porque ningún Aiel se quedaría con algo que antes perteneció a un da’tsang. El resto se cortó en trozos o se machacó, incluso las joyas que llevaras en ese momento, y luego se enterró en una fosa excavada para letrinas.

—¿Mi…? ¿Mi caballo…? —preguntó ansiosamente Beldeine.

—No mataron a los caballos, pero ignoro dónde está el tuyo. —Seguramente sirviendo de montura a alguien de la ciudad o tal vez se lo habrían regalado a los Asha’man. Decirle eso le haría más daño que bien. Verin creía recordar que Beldeine era una de esas jóvenes que sentían un profundo afecto por los caballos—. Te dejaron conservar el anillo para recordarte quién eras y así aumentar tu vergüenza. No sé si te dejarían jurar fidelidad a maese al’Thor aunque se lo suplicaras. Haría falta algo increíble por tu parte, creo.

—¡No lo haré! ¡Jamás!

Sin embargo, sus palabras sonaron huecas, y los hombros de la mujer se hundieron. Verin esbozó una sonrisa afectuosa. Un tipo le había dicho una vez que su sonrisa le hacía recordar a su querida madre. Esperaba que al menos en eso no hubiese mentido; poco después había intentado clavarle una daga en las costillas, y su sonrisa había sido lo último que vio en este mundo.

—No se me ocurre una razón para que lo hicieras. No, me temo que lo único que puedes esperar es un trabajo inútil. Para ellos, eso es degradante. La mayor vergüenza posible. Claro que si se dan cuenta de que tú no lo ves de ese modo… Mala cosa. Apostaría que no te gustó cavar sin llevar nada encima, aunque fueran Doncellas quienes te vigilaban, pero imagínate, por ejemplo, desnuda y de pie en una tienda llena de hombres. —Beldeine se encogió y Verin siguió parloteando; había desarrollado la cháchara casi hasta la categoría de un Talento—. Sólo te harán quedarte allí plantada, por supuesto. A los da’tsang no se les permite realizar ninguna tarea útil a menos que sea un caso de extrema necesidad, y un Aiel preferiría rodear con su brazo un cuerpo putrefacto antes que… Bueno, no es una idea muy agradable ¿verdad? En cualquier caso, eso es lo único que puedes esperar. Sé que resistirás todo el tiempo posible, aunque no estoy segura a qué tienes que resistirte. No intentarán sacarte información ni nada de lo que otra gente suele hacer con los prisioneros. Pero no te dejarán marchar, nunca, hasta que tengan la seguridad de que la vergüenza es tan profunda que ya no queda nada más dentro de ti. Aunque se tarde el resto de tu vida.

Los labios de Beldeine se movieron sin emitir sonido alguno, pero habría dado lo mismo si hubiese pronunciado las palabras. «El resto de mi vida». Hizo un gesto de dolor cuando rebulló en el cojín, sin duda causado por las quemaduras del sol o los verdugones o simplemente la falta de costumbre de realizar un trabajo físico.

—Nos rescatarán —dijo finalmente—. La Amyrlin no nos dejará… Nos rescatarán o nos… ¡Nos rescatarán!

Beldeine cogió la copa de plata que tenía al lado, echó la cabeza hacia atrás y bebió hasta dejarla vacía; luego tendió la copa para pedir más. Verin hizo que la jarra flotara hasta la otra mujer para que se sirviera lo que quisiera.

—¿O escaparéis? —dijo, y las manos de Beldeine temblaron de manera que derramó agua por los bordes de la copa—. Oh, vamos. Tenéis tan pocas posibilidades de lograrlo como de que os rescaten. Os rodea un ejército Aiel. Y, por lo visto, al’Thor puede convocar a unos cuantos cientos de esos Asha’man en el momento que quiera para que os den caza. —La otra mujer se estremeció al oír esto último, y a Verin le faltó poco. Habría que haberle puesto fin a aquello tan pronto como empezó—. No, me temo que tendrás que salir adelante por ti misma, de algún modo. Afrontar las cosas como son. Estás muy sola en esto. Sé que no te dejan hablar con las otras. Sí, estás muy sola. —Verin suspiró. Beldeine la miraba con los ojos muy abiertos, como habría mirado a una víbora roja—. No es menester hacerlo más difícil de lo imprescindible. Déjame que te cure.

Apenas esperó al débil cabeceo de asentimiento de la joven para arrodillarse a su lado y ponerle las manos en la cabeza. Beldeine estaba casi tan preparada como podría estarlo. Abriéndose para absorber más saidar, Verin tejió flujos de Curación; la Verde jadeó y se sacudió. La copa medio llena cayó de sus manos y uno de sus brazos tiró la jarra. Ahora sí estaba lista.

En los instantes de confusión que sobrevenían a cualquiera después de la Curación, mientras Beldeine todavía parpadeaba e intentaba recobrar el control, Verin se abrió más aún y lo hizo a través del angreal tallado en forma de flor que llevaba en la escarcela. No era un angreal muy poderoso, pero sí lo suficiente, y ella necesitaba hasta la última pizca de Poder que le proporcionaba para poder hacer lo que se proponía. Los flujos que empezó a tejer no se parecían en nada a los de la Curación. Predominaba la Energía, pero también había Viento, Agua, Fuego y Tierra, esta última con cierta dificultad para ella, e incluso las madejas de Energía tenían que ser divididas una y otra vez, tejerlas de manera tan intrincada como para dejar pasmado a un maestro tejedor de alfombras. En el caso de que una Sabia asomara la cabeza por la tienda, con un poco de suerte no poseería el raro Talento preciso para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Con todo, tendría problemas, quizá dolorosos de un modo u otro, pero arrostraría cualquier cosa salvo el descubrimiento de la verdad.

—¿Qué…? —empezó Beldeine, somnolienta. Si Verin no la hubiese tenido cogida, la cabeza se le habría inclinado flojamente, y tenía los párpados medio cerrados—. ¿Qué estás…? ¿Qué ocurre?

—Nada que te perjudique —contestó Verin en tono tranquilizador. La mujer podía morir al cabo de un año o de diez como resultado de aquello, pero el tejido en sí no le causaría daño—. Te lo prometo, es lo bastante seguro como para usarlo con un bebé. —Por supuesto, eso dependía de lo que se hiciese con ello.

Necesitaba situar los flujos en su sitio hilo por hilo, pero hablar parecía ayudarla más que entorpecerla. Además, un silencio demasiado prolongado podría levantar sospechas si sus guardianes estaban escuchando. Echaba frecuentes ojeadas a la entrada de la tienda. Quería obtener ciertas respuestas que no tenía intención de compartir; respuestas que ninguna de las mujeres a las que interrogaba le darían de buen grado aunque las supieran. Uno de los menores efectos de ese tejido era soltar la lengua y abrir la mente tan bien como lo haría cualquier hierba, y además se producía rápidamente.

—El chico al’Thor parece creer que tiene partidarias de alguna clase dentro de la Torre Blanca, Beldeine —prosiguió bajando el tono casi a un susurro—. En secreto, naturalmente; no puede ser de otro modo. —Incluso un hombre con el oído pegado a la lona de la tienda sólo percibiría que hablaban, pero no de qué—. Cuéntame todo lo que sepas de ellas.

—¿Partidarias? —murmuró Beldeine, intentando fruncir el entrecejo lo que aparentemente quedaba fuera de sus posibilidades. Rebulló, aunque de un modo débil, falto de coordinación—. ¿Suyas? ¿Entre las hermanas? Imposible. Con excepción de vosotras, las que… ¿Cómo pudiste hacerlo, Verin? ¿Por qué no te resististe?

Verin chasqueó la lengua, irritada. No por la absurda sugerencia de que hubiera podido oponerse a un ta’veren. El chico parecía tan seguro. ¿Por qué? Mantuvo el tono bajo.

—¿No sospechas de nadie, Beldeine? ¿No has oído rumores antes de salir de Tar Valon? ¿Ningún chisme? Cuenta.

—Ninguno. ¿Quién podría…? Nadie lo haría… Cuánto admiraba a Kiruna. —Había un atisbo de pena en la voz adormilada de Beldeine, y las lágrimas que corrieron por sus mejillas abrieron surcos en el polvo. Sólo el apoyo de las manos de Verin la sostenían sentada.

Verin siguió colocando los hilos de su tejido, desviando los ojos de su trabajo para echar rápidos vistazos a la entrada de la tienda antes de proseguir. Se sentía un poco sudorosa. Sorilea podría decidir que necesitaba ayuda en el interrogatorio; quizá podría traer consigo a una de las hermanas del Palacio del Sol. Si alguna hermana descubría esto, la posibilidad de ser neutralizada era muy real.

—Así que ibais a llevarlo ante Elaida, con ropas muy limpias y bien afeitado —dijo en un tono un poco más alto. El silencio se había prolongado demasiado. No quería que los dos Aiel apostados fuera informaran que había hablado en susurros con la prisionera.

—No pude… oponerme… a la decisión de Galina. Estaba al mando por… orden de la Amyrlin. —Beldeine rebulló de nuevo, débilmente. Su voz seguía sonando adormilada, pero adquirió un timbre agitado—. Había que… enseñarle… a obedecer ¡Había que hacerlo! Pero no debió tratárselo… tan duramente. Como lo de… someterlo… a interrogatorio. Un error.

Verin resopló. ¿Un error? Más bien un desastre. Desde el principio. Ahora ese hombre miraba a cualquier Aes Sedai casi del mismo modo que lo hacía Aerin. ¿Y si hubiesen tenido éxito en llevarlo a Tar Valon? ¿Un ta’veren como Rand al’Thor metido en la Torre Blanca? La idea bastaba para hacer temblar hasta las piedras. Cualquiera que hubiese sido el resultado, la palabra «desastre» era demasiado suave para calificarlo. El precio pagado en los pozos de Dumai había sido pequeño a cambio de evitar tal cosa.

Siguió haciendo preguntas en un tono claramente audible para cualquiera que escuchara fuera. Preguntas a las que ya tenía respuestas y evitando aquellas demasiado peligrosas para ser respondidas. Apenas si prestó atención a las palabras que salían de su boca ni a las contestaciones de Beldeine. Se concentró en el tejido que realizaba.

A lo largo de los años muchísimas cosas habían captado su interés, algunas de las cuales no eran totalmente aprobadas por la Torre. La gran mayoría de las espontáneas que llegaron a Tar Valon para ser entrenadas —tanto las verdaderas espontáneas, que realmente habían empezado a aprender por sí mismas, como chicas que sólo habían empezado a tocar la Fuente porque la chispa innata en ellas había prendido motu proprio; para algunas hermanas no había diferencia en realidad—, casi todas esas espontáneas habían desarrollado al menos un truco propio, y dichos trucos, las más de las veces, entraban en uno de dos epígrafes: un modo de escuchar a escondidas las conversaciones de otras personas o un modo de inducir a la gente a hacer lo que querían.

Con respecto al primero, a la Torre no le preocupaba demasiado. Incluso una espontánea que había adquirido un control considerable por sí misma, enseguida aprendía que mientras llevara el blanco de las novicias ni siquiera podía tocar el saidar sin la supervisión de una hermana o una Aceptada. Eso limitaba drásticamente el escuchar conversaciones a escondidas. El otro truco, sin embargo, se semejaba demasiado a la prohibida Compulsión. Oh, sí, no era más que un modo de conseguir que padre te comprara un vestido o una baratija que en realidad no deseaba adquirir, o que madre diese su aprobación a un joven al que en circunstancias normales habría rechazado. Cosas por el estilo, pero la Torre erradicaba ese truco con la mayor eficacia. Muchas de las jovencitas y mujeres con las que Verin había hablado a lo largo de los años eran incapaces de formar los tejidos, y mucho menos de utilizarlos, y a menudo ni siquiera podían recordar cómo. Uniendo como piezas de un rompecabezas pequeños fragmentos de aquí y de allí y vestigios de soterrados tejidos creados por chicas faltas de entrenamiento para propósitos muy limitados, Verin había reconstruido algo prohibido por la Torre desde su fundación. Al principio había sido simple curiosidad por su parte. «La curiosidad —pensó despreocupadamente, sin dejar de trabajar en el tejido con Beldeine— me ha hecho meterme en más de un berenjenal». La utilidad venía después.

—Supongo que Elaida se proponía tenerlo abajo, en las celdas abiertas —comentó en tono coloquial. Las celdas con muros de barrotes se destinaban a los varones capaces de encauzar y a las iniciadas de la Torre sometidas a arresto, espontáneas que se habían hecho pasar por Aes Sedai, y cualquier otra persona a la que hubiera que tener confinada y aislada de la Fuente—. No es un lugar cómodo ni agradable para el Dragón Renacido. Sin la menor intimidad. ¿Crees que es el Dragón Renacido, Beldeine? —En esta ocasión sí prestó atención a la respuesta.

—Sí. —La palabra sonó sibilante, y Beldeine giró los ojos atemorizados hacia Verin—. Sí… pero hay que… mantenerlo a salvo. Hay que… mantener al mundo… a salvo de él.

Interesante. Todas habían dicho que se tenía que mantener al mundo a salvo de él; lo interesante era que varias también habían manifestado que había que mantenerlo a salvo a él. La sorprendió que lo dijeran algunas en particular.

A sus ojos, el tejido que había hecho semejaba una maraña de hilos, brillantes y translúcidos, dispuestos caprichosamente alrededor de la cabeza de Beldeine, con cuatro filamentos de Energía sobresaliendo del enredo. Tiró de dos de ellos, situados uno enfrente del otro, y la maraña se desmoronó ligeramente, hacia adentro, hasta algo rayano al orden. Los ojos del Beldeine se abrieron de golpe, con la mirada perdida en el vacío.

En voz firme y queda Verin le dio instrucciones. Más parecían sugerencias, aunque las formuló como órdenes. Beldeine tendría que encontrar razones dentro de sí misma para obedecer; si no ocurría así, entonces todo ese trabajo habría sido un esfuerzo inútil.

Al tiempo que pronunciaba las últimas palabras, Verin tiró de los otros dos filamentos de Energía y la maraña se desmoronó un poco más. Esta vez, sin embargo, lo hizo en lo que parecía un orden perfecto, un trazado más preciso, más complicado que el encaje más complejo, y completo, atado por la misma maniobra que había iniciado su plegamiento. Y continuó hundiéndose sobre sí mismo, sobre la cabeza de Beldeine. Los hilos débilmente brillantes penetraron en la mujer hasta desaparecer. Los ojos de la Verde se giraron hasta ponerse en blanco, sus miembros se agitaron de manera espasmódica y toda ella se sacudió. Verin la sujetó lo mejor posible, pero aun así la cabeza de Beldeine se zarandeó de un lado a otro por las convulsiones mientras los talones desnudos golpeaban contra las alfombras. Muy pronto sólo un Ahondamiento minucioso descubriría que se le había hecho algo, y ni siquiera eso identificaría el tejido. Verin había hecho la prueba, y si había algo en lo que nadie la superaba era en el Ahondamiento.

Ni que decir tiene que aquello no era realmente Compulsión tal como se describía en los textos antiguos. El tejido debía realizarse con desesperante lentitud, teniendo en cuenta que había que improvisar según las circunstancias concurrentes, y había una razón para ello. Ayudaba mucho si la persona objeto del tejido se hallaba emocionalmente vulnerable, pero la confianza era absolutamente esencial. Incluso si se pillaba desprevenido a alguien, no funcionaba si se sentía receloso. Tal circunstancia reducía su eficacia en los hombres de manera considerable, y eran muy pocos los varones que no recelaban de las Aes Sedai.

Aparte de la desconfianza, por desgracia los hombres no eran buenos sujetos para esa maniobra, y Verin no entendía el motivo. La mayoría de los trucos desarrollados por aquellas chicas habían sido pensados para sus padres u otros varones. Cualquier personalidad fuerte podría empezar por cuestionarse sus propios actos —o incluso olvidarse de ellos— pero, en igualdad de condiciones, los hombres deberían ser mucho más propensos. Muchísimo más. Quizá también fuera por la desconfianza. Vaya, pero si hasta en una ocasión un hombre había recordado los flujos tejidos en él, pero no las instrucciones que le había dado. ¡Y qué de problemas le ocasionó aquello! No volvería a correr tal riesgo.

Por fin las convulsiones que sacudían a Beldeine perdieron fuerza y cesaron. La joven se llevó una de las sucias manos a la cabeza.

—¿Qué…? ¿Qué ha pasado? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Me he desmayado?

El olvido era otro punto positivo en el tejido, y lógico. Después de todo, padre no debía recordar que de algún modo habías hecho que te comprase aquel vestido tan caro.

—El calor es intenso —respondió Verin mientras la ayudaba a sentarse erguida—. Yo misma me he sentido mareada un par de veces hoy. —Por cansancio, no debido al calor. Encauzar tanto saidar dejaba sin fuerza, sobre todo si se hacía cuatro veces en una misma jornada, como era su caso. El angreal no paliaba los efectos una vez que se dejaba de utilizarlo. Tampoco le habrían ido mal unas manos que la sostuviesen—. Creo que ya es suficiente. Si sufres desmayos, a lo mejor encuentran alguna otra tarea para ti que no sea al sol.

La perspectiva no pareció animar en absoluto a Beldeine. Mientras se frotaba los riñones, Verin asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Coram y Mendan interrumpieron de nuevo su juego de las cunitas; aparentemente ninguno de ellos había estado escuchando, pero la Aes Sedai no habría apostado su vida. Les dijo que había terminado con Beldeine y, tras pensarlo un instante, añadió que necesitaba otra jarra de agua ya que Beldeine la había tirado. Los semblantes curtidos de ambos hombres se ensombrecieron. Informarían de ello a la Sabia que fuese a recoger a la joven Aes Sedai; sería un punto más para ayudarla a tomar una decisión.

Al sol le quedaba todavía un buen trecho para llegar al horizonte, pero el dolor de espalda avisó a Verin de que era hora de dejarlo por ese día. Aún podría ocuparse de otra hermana, pero, si lo hacía, a la mañana siguiente le dolería hasta el último músculo de su cuerpo. Su mirada se detuvo en Irgain, quien ahora se encontraba con las mujeres que acarreaban cestos hasta los molinos manuales. Verin se preguntó qué rumbo habría tomado su vida de no tener tanta curiosidad. Para empezar, se habría casado con Eadwin y se habría quedado en Far Madding en lugar de ir a la Torre Blanca. En segundo lugar, a estas alturas llevaría muerta mucho tiempo, así como los hijos que hubiese tenido y también sus nietos. Con un suspiro se volvió hacia Coram.

—Cuando Mendan vuelva, ¿querrás decirle a Colinda que me gustaría ver a Irgain Fatamed?

El dolor de músculos al día siguiente sería un castigo leve porque Beldeine pagase las consecuencias de haber derramado el agua, pero no era ésa la razón de que lo hubiese hecho, ni siquiera su curiosidad, a decir verdad. Tenía una tarea que realizar. De algún modo debía mantener vivo al joven al’Thor hasta que le llegase el momento de morir.


La estancia podría haberse encontrado en un lujoso palacio, salvo por que no tenía puertas ni ventanas. La lumbre de una chimenea de mármol dorado no daba calor, y las llamas no consumían los troncos. Al hombre sentado ante una mesa de patas doradas, situada en el centro de una alfombra de seda tejida con brillantes hilos de oro y de plata, le importaba poco el boato de la Era actual; su función era impresionar, simplemente. A decir verdad, su mera presencia habría bastado para intimidar hasta la altivez más envarada. Se hacía llamar Moridin, y a buen seguro no había existido nadie con más derecho que él a autodenominarse Muerte.

De vez en cuando acariciaba con gesto ausente las dos trampas mentales que llevaba colgadas al cuello con unos sencillos cordones de plata. Su tacto hizo que el cristal rojo sangre de las cour’souvras trepidara, los remolinos agitándose en profundidades infinitas, como el latido de un corazón. Su atención estaba enfocada realmente en un juego dispuesto sobre la mesa, con treinta y tres piezas rojas y otras tantas verdes distribuidas sobre un tablero de trece casillas por trece; la recreación de las primeras etapas de un famoso juego. La pieza más importante, el Pescador, en blanco y negro como el tablero, seguía esperando en su lugar, el cuadrado central. El sha’rah era un juego complejo, que databa de antes de la Guerra del Poder. Sha’rah, tcheran y no’ri —al juego lo llamaban ahora «guijas» simplemente o incluso «damas»— y cada variante tenía sus adeptos, los cuales afirmaban que abarcaba todas las sutilezas de la vida, pero Moridin siempre había preferido el sha’rah, en el que había sido un maestro. Únicamente había nueve personas vivas que recordaban ese juego, mucho más complicado que el tcheran o el no’ri. El primer objetivo era capturar al Pescador; sólo entonces empezaba realmente la partida.

Se acercó un criado vestido totalmente de blanco, un joven delgado y garboso, increíblemente atractivo, que se inclinó mientras le ofrecía una copa de cristal que llevaba en una bandeja de plata. Sonrió, pero el gesto no se reflejó en sus ojos negros, que, más que muertos, estaban vacíos, inánimes. Cualquiera se habría sentido incómodo bajo aquella mirada, pero Moridin se limitó a coger la copa y despidió con un gesto al sirviente. Los viticultores producían algunos caldos excelentes. Sin embargo, no bebió.

El Pescador retenía su atención, irresistible como un cebo. Varias piezas tenían movimientos variables, pero sólo los atributos del Pescador cambiaban según su posición; en una casilla blanca, era débil en ataque pero ágil y veloz en la huida; en una negra, era fuerte en ataque, aunque lento y vulnerable. Cuando jugaban maestros, el Pescador cambiaba de bando muchas veces antes del final de la partida. Cualquier pieza podía amenazar la línea de meta verde y la roja que rodeaba la superficie de juego del tablero, pero sólo el Pescador podía entrar en ella, si bien hacerlo no significaba que estuviese a salvo ni siquiera allí; el Pescador nunca lo estaba. Cuando el Pescador era de un jugador, éste intentaba moverlo a una casilla de su color, detrás del extremo de su oponente en el tablero. Era la victoria; de la manera fácil, ya que no la única. Cualquier posición a lo largo de la línea de meta serviría; tener al Pescador resultaba peligroso las más de las veces. Naturalmente había un tercer camino a la victoria en el sha’rah si uno lo tomaba antes de ser atrapado. El juego siempre degeneraba en una sangrienta refriega, y la victoria llegaba únicamente con la aniquilación total del adversario. Había intentado esa variante una vez, llevado por la desesperación, pero la tentativa había fracasado. Dolorosamente.

La ira rugió en la mente de Moridin, y un torbellino de puntos negros pasó por sus ojos al asir el Poder Verdadero. El éxtasis que equiparaba al dolor hinchió arrolladoramente su cuerpo. Su mano se cerró sobre las dos trampas mentales, y el Poder Verdadero rodeó al Pescador y lo alzó en el aire, a punto de reducirlo a polvo y el polvo a la nada. La copa se hizo añicos en su mano. Los dedos de la otra casi aplastaron las cour’souvras. Los saas eran como una cellisca negra, pero Moridin no cerró los párpados. La figura del Pescador se representaba siempre como un hombre, con una venda cubriéndole los ojos, una mano apretada contra el costado y unas cuantas gotas de sangre resbalando entre sus dedos. Las razones, al igual que el origen del juego, se perdían en la noche de los tiempos. Ello le preocupaba en ocasiones, le encolerizaba que hubiese cualquier conocimiento perdido tal vez en los giros de la Rueda, conocimiento que necesitaba, conocimiento al que tenía derecho. ¡Todo el derecho!

Poco a poco, muy despacio, volvió a soltar al Pescador sobre el tablero. Poco a poco, muy despacio, sus dedos dejaron de apretar las cour’souvras. Su destrucción no era necesaria. Todavía. Una calma helada reemplazó la cólera en un abrir y cerrar de ojos. De su mano herida goteaba sangre y vino, pero no lo notó. Quizás el Pescador provenía de algún borroso y remoto recuerdo de Rand al’Thor, la sombra de una sombra. Daba igual. Cayó en la cuenta de que estaba riéndose y no hizo el menor esfuerzo por contenerse. Sobre el tablero, el Pescador seguía esperando; sin embargo, en el tablero del gran juego, al’Thor se movía ya conforme a sus deseos. Y pronto, a no tardar… Era muy difícil perder una partida cuando se jugaba a ambos lados del tablero. Moridin rió con tantas ganas que lloró, pero ni siquiera notó las lágrimas que corrían por sus mejillas.

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