Franche, cortoise, bonefoi…

Ahi! Yseut, filie du roi.

Beroul.


Nigel Blake llegó a Oxford a las cinco y veinte de la tarde, y fue directamente al Mace and Sceptre, donde había reservado alojamiento. El hotel, reflexionó con tristeza en el automóvil de alquiler que lo llevaba, no era precisamente una de las glorias arquitectónicas de Oxford. Desde ese punto de vista encerraba una curiosa amalgama de estilos que le recordaba la mezcla de hotel, restaurante y club nocturno que había visitado una vez cerca de Brandenburger Tor, en Berlín, edificio feo, chato y deprimente, donde cada habitación imitaba un estilo nacional distinto en forma por demás agresiva, romántica e improbable. Su propia habitación parecía una grotesca parodia del Baptisterio de Pisa. Deshizo el equipaje, se despojó del polvo y la fatiga que deja todo viaje por tren, y bajó al bar en busca de un trago.

Para entonces eran las seis y media. En el bar, y en el vestíbulo, los prolegómenos civilizados del sexo ofrecían una restringida y objetable función de títeres dentro del vetusto marco gótico. En general el sitio se conservaba más o menos como Nigel lo recordaba, si bien la población estudiantil había mermado y la militar aumentado considerablemente. Unos pocos estudiantes de teología del tipo artístico, que presumiblemente se habían quedado a trabajar durante las vacaciones o acaso habían llegado pocos días antes, gemían y farfullaban enfrascados en una discusión sobre la belleza poética de la concepción del Nacimiento de la Virgen. Junto al mostrador varios oficiales de la Real Fuerza Aérea sorbían su cerveza con entusiasmo ruidoso y poco convincente. Aquí y allá dos o tres ancianos y una colección heterogénea de estudiantes de arte, profesores y celebridades de paso, ese tipo de personajes sin los cuales Oxford no estaría completa, confiaban en que alguien advirtiera su presencia. Un grupo variado de mujeres, que revoloteaban en torno a los hombres más jóvenes, la mayoría haciendo ademanes y tratando de atraer su atención, completaba el cuadro. Con aire levemente agresivo, un par de estudiantes hindúes deambulaban sin rumbo fijo, llevando bien a la vista obras de los poetas contemporáneos más conocidos.

Nigel buscó una copa y una silla desocupada, y se sentó con un pequeño suspiro de alivio. Decididamente el lugar no había cambiado. En Oxford, pensó, cambian las caras, los tipos subsisten, haciendo y diciendo las mismas cosas de generación en generación. Encendió un cigarrillo, echó una ojeada en derredor, y trató de decidir entre ir a ver a Fen esa misma noche o dejarlo para más adelante.

A las siete menos veinte entraron Robert Warner y Rachel. Nigel conocía al autor superficialmente -una relación tenue basada en una serie de almuerzos literarios, reuniones teatrales y noches de estreno-, y al verlo lo saludó con la mano.

– ¿Podemos hacerle compañía? -preguntó Robert-. ¿O interrumpimos sus meditaciones?

– Nada de eso -respondió Nigel, sin demasiado entusiasmo-. Permítanme que les traiga algo de beber -y agradeciendo al cielo que Robert no fuera de esa clase de personas que inmediatamente gritan-: «No, por favor, deje, que voy yo», preguntó qué querían y se encaminó al bar.

Ya de vuelta, los halló conversando con Nicholas Barclay. Hechas las presentaciones, Nigel realizó un nuevo viaje al bar. Por fin todos se sentaron, al principio en silencio, mirándose expectantes y sorbiendo las bebidas.

– Estoy impaciente por ver su nueva obra la semana que viene -dijo Nigel a Robert-. Aunque debo reconocer que me sorprendió que la estrenase aquí.

Robert hizo un ademán vago.

– Fue un caso de fuerza mayor -dijo-. Mi última obra fue un fracaso tan rotundo en West End, que tuve que conformarme con el interior. Lo único que me consuela es que podré dirigirla yo mismo, oportunidad que no se me presentaba desde hace años.

– ¿Darán una obra nueva con apenas una semana de ensayo? -preguntó Nicholas-. Tendrán que trabajar de firme.

– En realidad es una especie de experimento. Varios agentes y empresarios de Londres vienen a confirmar su opinión de que soy, por así decir, una semilla de diente de león al viento, y que ya no tengo criterio. Espero desengañarlos. Aunque sólo Dios sabe qué clase de producción saldrá; este sitio se ha convertido en depósito de novatos de las escuelas dramáticas, con un substrato de viejos decrépitos y uno o dos de los cerebros más obtusos de Europa. Realmente no alcanzo a imaginar si podré inculcarles el tono, actitud y sincronización adecuados en tan sólo una semana. Pero Rachel interviene en la obra, y eso será una ayuda.

– Francamente, lo dudo -intervino Rachel-. No hay nada peor que poner un elemento extraño en los primeros papeles con el único propósito de asegurar el éxito de taquilla. Crea descontentos, hace que la gente murmure por los rincones.

– Y ¿qué tal es el teatro? -preguntó Nigel-. Ni cerca pasé la última vez que estuve aquí.

– No está mal -dijo Robert-. Un poco viejo, creo que fue construido allá por el mil ochocientos sesenta y pico, pero lo modernizaron justo antes de la guerra. Hace unos diez años trabajé en él, y por Dios que fue espantoso: los focos funcionaban un día sí y otro no, los decorados se caían de viejos. Claro que ahora lo han arreglado. Algún alma caritativa con dinero y ambiciones le instaló cuanto adelanto técnico encontró a mano, incluyendo un giratorio…

– ¿Un giratorio? -repitió Nigel, sin entender.

– Un escenario giratorio. De forma circular, dividido en el medio. Uno tiene la escena siguiente preparada en el lado del escenario que queda oculto al público y después, llegado el momento, no tiene más que hacerlo girar. Eso significa que no puede haber decorados sobresalientes desde bastidores, y en general pone ciertos límites a la composición de los cuadros. Dicho sea de paso, no creo que lo utilicen mucho aquí: es una especie de elefante blanco; yo, por cierto, no pienso emplearlo. Pero es un estorbo, porque el escenario pierde muchísima profundidad, roba espacio, que podría aprovecharse perfectamente.

– ¿Y de qué trata la obra? -inquirió Nigel, acomodándose mejor en la silla-. ¿O es un secreto profesional?

– ¿La obra? -a Robert pareció sorprenderle la pregunta-. Es una readaptación de la obra del mismo nombre escrita por un dramaturgo francés de poca monta llamado Piron. Usted tiene que conocer la trama. No recuerdo bien, creo que alrededor del mil setecientos treinta, Voltaire comenzó a recibir una serie de versos firmados por una tal Mlle. Malcraise de la Vigne, que respondió galantemente, dando así lugar a una copiosa correspondencia entre ambos, de carácter amoroso y altamente literario. Sin embargo, tiempo después Mlle. de la Vigne fue a París, y con gran horror de Voltaire y complacencia general resultó ser un jovenzuelo gordiflón de nombre Desforgues-Maillard. Piron se valió de la misma situación como tema de su obra, y yo a mi vez la modifiqué, invirtiendo los sexos y poniendo a una novelista como personaje central, y a una periodista traviesa como su corresponsal anónimo. Sé que así no dice mucho -terminó en tono de disculpa-, pero en realidad eso no es más que el fondo de la trama.

– ¿Quién hace de novelista?

– Rachel, por supuesto -respondió Robert, alegremente-. Un buen papel para ella.

– ¿Y de periodista?

– Francamente, todavía no lo he decidido. Primero pensé en Helen. Yseut no sirve para la comedia, y de todas maneras me resulta tan antipática que no podría tolerarla. Hay otra chica en la compañía, además de las actrices de carácter, pero, según dicen, hace cosas tan extravagantes en escena que realmente no creo prudente darle más que una frase. Claro que a Yseut le asigné un buen papel, pero solamente en el primer acto. Aunque agregó con malicia y una mueca burlona en la comisura de los labios- insistiré en que salga a saludar al fin de todos los actos, para que no pueda limpiarse el maquillaje y hacer mutis antes de tiempo.

Nicholas silbó por lo bajo, extrajo y abrió su pitillera y la hizo circular por la mesa.

– Yseut es muy poco popular -dijo-. Hasta ahora no he conocido a nadie que hable bien de ella.

Mientras aceptaba un cigarrillo, hacía funcionar su encendedor y lo pasaba de uno a otro, Nigel creyó ver un brillo de interés en los ojos de Robert, que en seguida preguntó:

– ¿A quién en particular le es antipática?

Nicholas se encogió de hombros antes de responder.

– A mí, por ejemplo, y prácticamente por ningún motivo válido, aparte de que tengo un amigo que está loco perdido por ella. Como dicen: «Soy tan franco como la sencillez de la verdad, y más sencillo que su infancia.» Después está Helen (¡la compadezco, con semejante hermana!). Y Jean…, ¡ah, sí, ustedes no la conocen!; Jean Whitelegge, una chica que está enamorada del mencionado Troilo: la pobre virgencita rústica que espera que su caballero deje de hacer el tonto con la princesa malvada. En realidad, nadie en la compañía la traga, porque es una arpía insufrible. Sheila McGaw porque…, ¡oh Dios!

Enmudeció de pronto. Alzando la vista para ver qué había motivado la interrupción, Nigel distinguió a Yseut cuando entraba en el bar.

– Hablando del rey de Roma… -murmuró Nicholas, en tono lúgubre.

Nigel estudió a Yseut con curiosidad mientras la actriz cruzaba el salón en compañía de Donald Fellowes, y la absoluta falta de parecido con Helen le llamó poderosamente la atención. La breve conversación que acababa de oír le había interesado, si bien por el momento la antipatía que parecía despertar en todos la joven le causó una gracia relativa. Yseut parecía un compendio de cualidades negativas -vanidad, egoísmo, coquetería-, y aparte de eso casi nada (después Nigel consideraría la malicia entre las cualidades positivas). Vestía con sencillez, jersey azul y pantalones entonados en marcado contraste con el rojo de su cabellera. Nigel notó algo desagradable en sus rasgos, algo casi imperceptible, y suspiró; de cualquier forma, a Rubens o a Renoir les habría encantado pintarla. Ciertamente, reconoció mentalmente con un interés quizá no del todo científico, la mujer tenía un cuerpo estupendo.

En comparación Donald Fellowes aparecía de una insignificancia aterradora; se movía con torpeza, y tenía muy poco don de gentes. Nigel le encontró cara conocida; ¿dónde diablos lo había visto antes? Hizo un fútil e indefinido intento por evocar algún recuerdo de los años pasados en Oxford, y como siempre ocurre en tales ocasiones no pudo recordar ni uno: sólo una pantomima fantasmal de máscaras pálidas, confusas. Felizmente algo ajeno a él, una mirada de reconocimiento del propio Donald, le resolvió el problema. Nigel ensayó una sonrisa vaga, sufriendo desde ahora por el momento incómodo que le reservaba el futuro inmediato; nunca tenía el valor de decir a la gente, sin rodeos, que no la recordaba.

Luego siguió la ceremonia de murmullos, disculpas y salutaciones que sobreviene cada vez que se reúne un grupo de personas cuyos miembros sólo se conocen parcialmente, y un largo y complicado manipuleo de sillas. Cuando Nigel iba a emprender un nuevo viaje al mostrador, Nicholas se le adelantó y fue en busca de las bebidas, sonriendo, divertido de antemano al pensar en las incómodas relaciones que probablemente quedarían establecidas a continuación.

Tras arrojar una mirada superficial, y en apariencia despectiva, a Nigel, Yseut concentró su atención en Robert; Rachel, mientras tanto, entabló conversación con Donald; y Nigel y Nicholas escucharon en relativo silencio.

– Cuánto me gustaría que me dieses el papel de la periodista -comenzó diciendo Yseut a Robert en tono de solemne reproche-. Sé que es tonto discutir por cuestiones de reparto, pero, francamente, tengo mucho más experiencia que Helen en ese tipo de papel. Y pensé que teniendo en cuenta que en una época nos conocimos tanto…

– ¿Realmente nos conocimos tanto…?

Un dejo de aspereza tuvo la voz de Yseut al responder:

– No creí que me hubieras olvidado tan pronto.

– Querida mía, no se trata de olvidar -por instinto, ambos bajaron la voz-. Sabes perfectamente que nunca nos llevamos bien. Y en cuanto a valerse de eso para conseguir un papel…

– No es sólo por el papel, Robert, y eso lo sabes tan bien como yo -Yseut hizo una pausa-. Te has portado terriblemente mal conmigo, no recibí ni una línea de ti desde entonces. Otra no lo habría soportado.

– ¿Estás pensando en demandarme por incumplimiento de promesa? Te prevengo que no será fácil.

– Oh, no seas tonto. No, no debería haber dicho eso -ponía en juego todos sus recursos dramáticos, de voz y gesto-. Supongo que en cierto modo tuve la culpa, por no haberte sabido llevar, ni siquiera como amante.

– Ya tenía una amante -esta conversación, pensó Robert, está entrando en terreno escabroso; es mucho peor de lo que imaginaba. En voz alta, añadió-: De cualquier forma, Yseut, pensé que nos habíamos puesto de acuerdo hace tiempo. Si a eso te referías, no tuvo nada que ver con el reparto -¡mentira, pensó, pero si a la gente le da por ponerse desagradable…!

– Te he echado de menos, Robert.

– Y yo a ti, querida, en cierto sentido -los convencionalismos de la cortesía principiaban a minar la firme actitud de Robert.

Yseut alzó hacia él sus grandes ojos inocentes, en los que brillaba una lágrima; él casi esperó que soltara un sollozo.

– ¿No podríamos empezar de nuevo, querido?

– Mucho temo que no -dijo Robert, recobrando su firmeza-. Aun cuando fuera posible desde mi punto de vista, y conste que no lo es, ¿qué me dices de ese pobre Donald no sé cuántos, que te mira con ojos de carnero degollado?

Yseut se echó hacia atrás bruscamente.

– ¿Donald? Pero, querido, ¿supongo que no me atribuirás tan mal gusto como para tomar en serio a esa criatura?

– Es del género masculino; creía que esa era tu única exigencia.

– No seas cínico, querido. El cinismo ha pasado de moda.

Robert todavía no había reaccionado del asombro que le produjo la falta de dignidad revelada por la mujer al hacerle semejante ofrecimiento. Más que nada por curiosidad, siguió sondeándola.

– Además, Helen dice que está muy enamorado de ti. Si es así, me parece que le debes un poco de consideración, al menos la suficiente para no andar pidiendo a otros hombres que se acuesten contigo.

– ¿Quién le mandó enamorarse de mí?-agitó su cabellera, como diciendo: «Yo no tengo la culpa.»

– Entonces, si no lo quieres, díselo.

La muchacha esbozó una mueca de burla.

– Vamos, Robert, estás hablando como un personaje de novela barata. ¿No ves que es un chiquillo tonto, torpe, sin ninguna experiencia? Y como si eso fuera poco, celoso hasta el ridículo -su voz trasuntó cierta complacencia. Hubo una pausa. Después prosiguió-: ¡Dios, cómo odio Oxford! ¡Y a toda esta gente estúpida que me rodea! ¡Y al teatro, y a todo lo que hay dentro de esta inmunda ciudad!

– ¿Algo impide que te vayas? Supongo que no. Todo West End te espera con los brazos abiertos para que elijas el papel que más te agrade, y con quién querrías…

– ¡Maldito seas! -hubo un rencor súbito en la frialdad de su voz.

– ¿Recordando los buenos tiempos? -preguntó Nicholas, que desde el otro lado de la mesa había captado las últimas frases de la conversación.

– Cállate la boca, Nick -dijo Yseut-. En materia de éxitos, no eres muy brillante que digamos.

Nigel vio contraerse el semblante de Nicholas.

– Mi querida Yseut -dijo el aludido, con suavidad exagerada-, es una suerte que no haya razón en el mundo que me obligue a ser cortés con brujas como tú.

– ¡Pedazo de…! -Yseut temblaba de rabia-. Robert, ¿vas a permitir que ése me habla así?

– Cállate, Yseut -le ordenó Robert-. Y tú también, Nick. No quiero pasar la noche rodeado de criaturas peleadoras. ¿Un cigarrillo? -añadió, tendiendo su pitillera.

Fue un incidente sin trascendencia, pero desagradable, uno de tantos destinados a culminar en un crimen. Pero lo que más asombró a Nigel durante los escasos segundos que duró fue la expresión de Donald Fellowes. Literalmente el muchacho vibraba de furia; la mano le temblaba violentamente cuando tomó el cigarrillo que le ofrecía Robert y lo encendió, para en seguida arrojar el fósforo al suelo sin hacer ademán de ofrecerle a nadie; tenía el semblante descompuesto, lívido, la frente perlada de sudor. Alarmado, Nigel se levantó a medias de la silla, temeroso de que Donald fuera a arrojar a Nicholas lo primero que tuviera a mano. Pero el otro se dominó, felizmente. Y Nigel comprendió, maravillado, hasta qué punto llegaba su amor por Yseut.

Rachel fue quien dominó la situación.

– ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Oxford? -preguntó con calma a Nigel, que la secundó noblemente.

– Más o menos una semana -respondió-. Una bendita semana para descansar del periodismo. Estoy resucitando viejos recuerdos… -su mirada viajó inquieta por los circunstantes mientras hablaba, y le alivió ver que había renacido la paz-, aunque claro que de mis antiguos conocidos no han de quedar muchos. Es curioso ver qué poco ha cambiado todo, a pesar de la guerra -una pausa desesperada-. Estaba pensando -dijo después, a Robert- si me permitiría asistir a alguno de los ensayos. Es decir, siempre que a la compañía no le parezca mal. Sé tan poco de teatro, y seguramente será una buena ocasión para aprender.

– Por mí no hay inconveniente -dijo Robert, en tono distraído-. Mañana repasamos la obra completa, leída, por supuesto. Después ensayaremos el miércoles el primer acto, el segundo y tercero el jueves, la obra entera viernes y sábado, y el domingo por la noche ensayo con trajes. El lunes ensamblaremos los fragmentos de los ensayos con trajes, y después listo. Me atrevo a decir que a los elementos más viejos de la compañía no les hará mucha gracia ver a extraños rondando, pero no tendrán más remedio que aguantarse.

– Bueno, si es un estorbo… -lo interrumpió Nigel.

– No, por favor. Trate de pasar lo más inadvertido posible, eso sí. Donald…, no recuerdo su apellido, va a venir siempre que pueda dejar su coro, lo mismo que un profesor que conocimos ayer: Gervase Fen se llama. ¡Vaya con el nombrecito!

La sorpresa de Nigel fue genuina.

– Ah, ¿conoce a Fen? -dijo, aunque la pregunta era superflua.

– Sí. ¿Usted también?

– Fui alumno suyo. ¿Dónde lo conoció?

– Por pura casualidad, en la librería Blackwell's. Había tomado un libro de uno de los estantes y lo estaba leyendo. Es más, incluso tuvo el descaro increíble de abrir las páginas con un cortaplumas -Robert se echó a reír-. Cuando uno de los empleados le echó en cara su proceder, respondió muy circunspecto: «Jovencito, esta librería me sacaba sumas exorbitantes de dinero mucho antes de que usted naciera. Váyase ahora mismo si no quiere que arranque todas las páginas y las desparrame por el suelo.» El empleado se fue, apabullado, y él entonces, volviéndose hacia mí, dijo: «¡Menos mal! Por un momento creí que tendría que hacerlo.» Charlamos un rato, y al enterarse de quién era yo pareció sorprendido y me formuló una cantidad de preguntas a cuál más tonta sobre cómo me inspiraba, y si me gustaba escribir, y si dictaba mis obras a una secretaria. Dígame, ¿es así por pose? En ese momento no me lo pareció, pero realmente me dejó cortado.

– No, no es pose -se apresuró a explicar Nigel-. Siempre ha tenido una especie de entusiasmo infantil por las celebridades. Al principio divierte, pero con el tiempo aburre, y uno acaba avergonzándose de él en público.

– De cualquier forma, lo más cómico es que sin saber cómo me encontré invitándolo a presenciar los ensayos, y tienen que ver cómo lo agradeció. Fue patético. Sin embargo, casi al final de la conversación lo vi moverse, incómodo, y mirar con frecuencia su reloj. Entonces me despedí como correspondía, y él salió muy de prisa diciendo: «¡Oh Dios, Dios, llegaré tarde!», como el Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas, dando golpecitos a una pila de folletos sobre Rusia y llevándose por distracción el libro que había estado hojeando. Evidentemente no tenía la menor idea de dónde lo había sacado, porque al rato lo vi entrar en la librería de Parker y cambiarlo por una novela de detectives.

Nigel emitió un sonido que no puede describirse más que como bufido explosivo. Cuando logró dominarse, dijo:

– Esta noche pienso verlo, después de comer. ¿Quieres venir conmigo?

– Gracias, pero no puedo. Iré el viernes, cuando la obra esté más encarrilada.

A esa altura de la conversación apareció en escena el joven capitán de artillería con quien Yseut había hablado en el tren. Se acercó a la mesa con una sonrisa tímida. Nigel lo había visto en una mesa contigua, notando que la atención del oficial parecía indecisa entre el desenlace de Miss Blandish no quiere orquídeas y los encantos de Rachel, que, evidentemente, lo habían cautivado.

– Perdonen la intromisión -dijo, dirigiéndose en particular a Yseut-, pero nos conocimos en el tren, ¿recuerda?, y me aburría espantosamente ahí solo. Todavía no conozco a nadie en Oxford -añadió, como disculpándose.

Un clamor confuso lo invitó a tomar asiento.

– Bueno, muchísimas gracias -dijo el capitán-. Permítanme que los invite a otra ronda -se marchó muy apresurado, para regresar al poco rato cargado de vasos y derramando la mayor parte del contenido en el suelo.

Mientras tanto, Donald Fellowes se había levantado bruscamente, para marcharse sin decir una palabra.

– Todo es cuestión de práctica -dijo el capitán, muy ufano, depositando los vasos sobre la mesa con mano no muy firme, y dejándose caer pesadamente en una silla-. Soy Peter Graham -añadió-, capitán del Cuerpo de Artillería de Su Majestad, a sus órdenes -sonrió a cada uno por turno.

Rachel se encargó de hacer las presentaciones, y la conversación quedó encauzada por diferentes conductos. Después de lanzar un rápido guiño a Robert, Rachel se sometió resignada a las respetuosas atenciones del capitán, que interiormente se preguntaba esperanzado si la reputación de inmoralidad de las actrices sería fundada. Robert volvió a quedar relativamente aislado con Yseut, en tanto Nigel y Nicholas charlaban sobre sus días de estudiante, encontrando conocidos en común. Por fin, Peter Graham se levantó diciendo:

– Digo yo, ¿qué les parece si vienen a mi hotel el miércoles por la noche, y organizamos una pequeña reunión? Después que cierren los bares, por supuesto. Y pueden traer a quien quieran. Creo que en el hotel me conseguirán bebidas, así que no será necesario llevar botellas.

«Mientras tanto -siguió diciendo una vez que todos hubieron aceptado, y expresado su complacencia ante la perspectiva-, Rachel… es decir, Miss West y yo cenaremos juntos, de modo que espero sabrán disculparnos -aquí Robert disparó una mirada frenética a Rachel, que con crueldad deliberada simuló ignorarla-. Hasta pronto -decía Peter Graham, alegremente-, supongo que los veré a todos -añadió, sintiendo que quizá su apresurada partida exigía un justificativo-. Creo que me va a gustar Oxford -y salió llevándose a Rachel antes de que alguien atinara a decir una palabra.

También Nigel y Nicholas hicieron ademán de retirarse.

– Bueno, me voy -anunció resueltamente Nicholas.

– No, no te vayas -suplicó Robert-. Quédate a cenar con nosotros -señalando disimuladamente a Yseut, le lanzó una llamada desesperada de auxilio.

– Me encantaría, pero ceno con un amigo en el New College. Y ya estoy retrasado.

– Y usted, ¿acepta? -Robert se dirigió a Nigel en tono quejumbroso.

Pero éste no tenía el menor deseo de cenar en compañía de Yseut.

– Lo lamento -mintió-, también tengo un compromiso.

– ¡Dios me ampare! -exclamó Robert por lo bajo.

– A propósito -preguntó Nigel, antes de marcharse-, ¿a qué hora ensayan mañana?

– A las diez -respondió Robert, perdida toda esperanza. Lo dejaron sumiso en su mal humor, y a Yseut sonriendo como una gata satisfecha.

En la entrada un oficial de la Real Fuerza Aérea algo achispado se llevó delante a Nicholas y, recobrándose, clavó en él una mirada turbia.

– ¡Pedazo de animal! -rugió-. ¿Por qué demonios no está de uniforme?

– Soy parte de la cultura que usted lucha por defender -respondió Nicholas, mirándolo con frialdad; después de Dunkerque lo habían dado de baja en el Ejército.

– ¡Cretino! -gritó el oficial, y en vista de que había agotado su repertorio, siguió de largo.

Nigel miró con curiosidad a su compañero cuando ambos salían del hotel.

– Hubiera jurado que Coriolano era una de sus favoritas -le dijo.

Nicholas sonrió.

– En cierto modo, tiene razón; «el grito común de los cobardes», a eso se refiere. Pero no es snobismo, sino una incapacidad congénita de tolerar pacientemente a la gente tonta. Creo que ésa es la razón principal de que desprecie tanto a esa bruja de Yseut, no ningún escrúpulo moral. El día menos pensado alguien va a matar a esa mujer, o a dejarla marcada, y no seré yo quien lo sienta.

Ya en la calle, Nigel lo dejó y echó a andar rumbo al colegio, más pensativo que de costumbre.

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