Capítulo 5. AMBER

Gato quiere que baje al foso. ¡Este tío está loco! La última vez terminé con una costilla hecha puré y cubierta del vómito de una chávala con subidón de éxtasis. Estoy perfectamente bien aquí, sentada al borde de la pista, mirando.

Querían que tocáramos aquí en Nochevieja, y accedimos al principio pero después nos hicieron una oferta mejor en Hollywood y mandamos este club a la mierda. Fue mejor, creo, porque el asunto de Hollywood nos proporcionó una buena crítica en el L. A. Weekly, con una foto mía gritándole al micro. Vamos a compensar a este club por el incumplimiento tocando los próximos tres fines de semana, hasta fin de mes y el verdadero año nuevo. Nochevieja. Menuda gracia. Gato y yo éramos reticentes a celebrar esa fiesta porque sólo es Nochevieja en el calendario gringo. Llamé a mis amigas de Boston en Nochevieja. Siguen compartiendo lo que llaman la «Primera Noche», que es pasear a pleno frío y mirar esculturas de hielo de payasos en el Boston Common. Me las encontré en el Government Center, en esa escalinata exterior estalinista, mirando al cielo sobre el puerto, esperando a que empezaran los fuegos artificiales. Les recordé que estaban celebrando un año nuevo falso, les dije que el año nuevo prehispánico no se celebra en «las Américas» hasta febrero. Casi podía oír cómo volvían sus ojos hasta ponerlos en blanco, todas menos Elizabeth, que escucha, y Lauren, que siempre está tan enfadada por todo como para no reparar en mí. Rebecca no quiso ni hablarme, por supuesto. Así que le pedí a Usnavys que le diera la lista de nombres en los que debería pensar. Son tantos los extinguidos. Zapotecas, mixtecas, otomíes, tarascanos, olmecas. Un continente entero desapareció, salvo por los pocos que quedamos, y ahora todo el mundo intenta llamarnos latinos de forma que la sangrienta historia de este hemisferio desaparezca por las buenas y parezcamos extranjeros aunque seamos los únicos con derecho a reivindicar estas tierras. ¿Qué está pasando?

Estoy zumbada. El club tiene paredes negras y luces rojas. Es uno de los mejores clubes de rock en español de Long Beach, que es la ciudad más importante del movimiento internacional del rock en español, aunque no se lo crean. Las revistas más importantes están aquí, los mejores críticos también.

El grupo de Gato, Nieve Negra, acaba de terminar, y el DJ está pinchando algo de Manu Chao mientras bailan todos los rostros morenos que hace un minuto miraban cómo mi Gato giraba como un calendario maya. ¿Sabían que los mayas crearon un sistema perfecto para medir el tiempo, y que es aún más exacto que el que los pinches gringos nos obligan a usar? Así es. Y mi gente inventó el cero. Los mexicas sobresalieron en artes y ciencias antes de que los europeos arrastraran por el pelo a sus mujeres en las cuevas. ¿Qué padre, no? Pienso en ello un momento mientras miro a la gente bailar, y decido escribir una canción sobre el tema. Saco el cuaderno. Mira, tengo una teoría / Debe de haber una gran conspiración / No me parece bien / Que un mexica decore un árbol de Navidad / Por qué añadirle un día a febrero / Cuando los mayas midieron el tiempo perfectamente / ¡Eh, Blanquito! prefieres equivocarte aparecer oscuro / Es el genocidio de un año bisiesto / Genocidio de un año bisiesto.

Hago el firme propósito de terminar la canción para la actuación que tendremos aquí a finales de febrero. Será el debut perfecto.

– Voy -dice Gato-. Bajo al foso.

Sus ojos castaño oscuro brillan con intensidad. Se quita la goma de la melena y se inclina, el pelo derramándose en sus piernas. Sacude la cabeza, se echa el pelo hacia atrás y salta. Es un príncipe indio, oscuro, poderoso y orgulloso. Está listo para comerse el mundo. Es la bomba. Su parte ha sido increíble. Esta noche ha actuado con diapositivas y yo manejé el proyector desde atrás. Fue perfecto. Usamos las fotografías que sacamos el verano pasado en Chiapas, retratos en blanco y negro de gente implicada en la lucha, las bellas caras de nuestros mexicas. También las fotos que Gato sacó a los porteros de la huelga en Los Ángeles y las mezclamos para que la gente entendiera lo que queríamos demostrar. Los Ángeles no es América. Es mexica. Hermanos y hermanas, ha llegado el momento de librar la Xochiyaoyotl contra los opresores, de una vez por todas. Llevábamos aquí cientos de miles de años antes de que llegaran los europeos. Los españoles nos son tan ajenos genéticamente como los ingleses. Los jóvenes en la audiencia rugieron, tía. Les gustaba. Lo entendían. Cada vez que se miran al espejo lo entienden.

Mis padres no, pero muchas otras personas sí.

Mi grupo, AMBER, es el próximo. Es la primera vez que Gato hace de telonero para mí. No sé cómo se siente al respecto. No contestó cuando le pregunté si le importaba, como cuando llamó el gerente del Club Azteca después de recibir nuestras demos (nos gusta enviarlas juntas). El gerente dijo que pensaba que el mío era mucho más potente. Le dije a Gato que había dicho que era «ligeramente» más potente, para suavizar el impacto. Gato me abrazó y me dijo que estaba orgulloso, pero no sé si era sincero. Con él nunca se sabe. Todavía lidia con los demonios que conlleva el crecer varón en México. No debería haberlo mencionado siquiera, porque es tan feminista como yo. ¿Sabías que el mexica del Anahuac tenía universidades mixtas miles de años antes que los europeos? Es cierto. Los hispanos fueron los que impusieron la cultura machista, y Gato lo sabe, pero sus padres son parte de la élite de México DF; él se crió en ranchos con caballos y su papá luce un enorme bigote negro. No es fácil dejar atrás tu pasado. Creo que Gato se ha liberado, pero a veces tengo mis dudas.

En mi caso, es mi madre, con su actitud sexista siempre que dice «ya sabes cómo son los hombres» o «ya sabes cómo somos las mujeres», la que ha contaminado a nuestra familia. Deja caer todo dulcemente, pero dominó a mi padre desde el día que se conocieron. En público espera que él lleve la voz cantante, pero en privado le indica qué debe decir. Nunca lo admitirían si les preguntara, pero es la verdad. Ella todavía lo hace. Y él todavía la quiere.

El domingo fui a verles y estaban sentados delante de la tele -o como dice mi madre, la «Tiiiviii»-, en ese extraño sillón del amor que compraron con una mesa incrustada entre los asientos. Mi madre se aburría con el fútbol.

– Cielo -le dijo a papá, toda melosa-. ¿No quieres cambiar de canal?

Lo más habitual es que él dijera que sí y le preguntara qué prefiere ver, o que simplemente le pasara el mando. Él sabe que una pregunta de ella es una orden. Pero aquel día se sentía un poco frustrado -o como dice mi madre, «fustrado»- porque se despertó con ganas de dar una vuelta en su bicicleta de montaña pero se quedó a ver el fútbol sintiéndose culpable sólo porque mi madre opina que es lo que un «verdadero hombre» tiene que hacer. Durante el desayuno le preguntó qué quería hacer ese día, y cuando él dijo, «montar en la bici», le lanzó su mirada más dulce y le dijo:

– Pero si hoy hay fútbol, y sé que te encanta ver el fútbol.

Se encogió de hombros, asustado de llevarle la contraria.

– Podría preparar unas salchichas ahumadas. ¿Quieres una cerveza? ¿No quieres ver el partido?

Se rindió demasiado rápido, se sentó en ese artefacto, y encendió la «Tiiiviii» suspirando. Para colmo, hacía un día precioso. Lo sentí por él. Así que sólo por llevarle la contraria, cuando le habló de cambiar de canal le dijo «no», por primera vez en la vida, que yo recuerde. No lo dijo alto, pero lo dijo. Ella no supo cómo reaccionar, e hizo lo que pudo. Le miró con todo el rencor del mundo y le arrebató el mando.

– Bueno, ¿tú que sabrás? -preguntó, sonriendo como si fuera un chiste.

No lo era. Yo lo sabía, y ella también. Y sobre todo, él lo sabía.

Cambió al canal de la tienda en casa, donde ofertaban joyas feísimas y se le iluminó la cara.

– Oh, mira, cielo. Es tanzanita. Nos encanta la tanzanita.

No se movió, ni respiró, ni nada. Sólo gruñó imperceptiblemente. Entonces, mamá dijo:

– ¿No es preciosa?

Dije que no, pero siguió.

– Es tan bonita. Las tanzanitas pegan con todo. Cariño, ¿te gustaría que comprara una?

Papá le pasó el teléfono. Hizo un pedido, con la tarjeta de crédito de él. Colgó, me sonrió y dijo:

– Ya sabes cómo somos las mujeres. Nos encanta comprar.

– No -dije-. No sé cómo somos las mujeres. A mí no me gusta comprar.

Me ignoró.

Papá me ignoró.

Mejor.


Los de mi grupo ya están aquí, montando la batería, el ampli y los micrófonos en su sitio en el oscuro escenario. Estoy nerviosa. Los pinchas están empezando a poner mi música en algunas emisoras de San Diego y Tijuana, y muchos jóvenes del movimiento están comprando los discos compactos que producimos nosotros mismos. La semana pasada recibí una postal de una admiradora de McAllen, Texas, que me dijo que escuchaba mi música en una emisora de Reynosa, México. Menudo viaje. Esto va tan rápido que casi no sé qué hacer. La gente del movimiento me conoce por mi nombre. El año pasado por estas fechas tenía suerte si venían catorce personas a escucharme. Hoy han dejado a gente fuera. Eso te da una idea. No imaginas lo feliz que me siento cuando miro ese mar de caras morenas y veo que la mayoría son chicas. Mujeres. Compensa por las veces que algún cabrón me ha preguntado si soy una grupy. Compensa por todos esos ejecutivos discográficos que me han devuelto la demo alegando que no hay mercado para el tipo de mexicoytl que envío al universo. Rock femenino airado, duro, en español y náhuatl. El último que llamó me preguntó si estaría dispuesta a hacerlo más suave y más pop.

– Como una Britney latina -me dijo.

Quería que me uniera al equipo del productor de pop latino Rudy Pérez. Entonces le colgué.

Los venderé yo misma en la calle, si no me queda más remedio. Los yupis no entienden que uno no compone por dinero, no si siente la música. Si la siente, hace música para equilibrar las energías del universo. Reúnes voz y poder y los liberas. No lo controlas. Dejas que te controle a ti.

Gato se lanza sobre la masa de cuerpos relucientes. Lo absorben con un rugido y allí está, galopando sobre sus hombros y sus manos. Le arrancan la camisa y le escupen. Lo aman. Lo de escupir empezó en Argentina. Si te quieren en Argentina, te escupen, por lo menos en el mundo del rock. Los mexicanos ahora también lo hacen. Todos están mirando, incluso ese cuarentón en plena crisis que bebe a sorbitos de un vaso con sombrilla de papel desde la barra. ¿Qué hace aquí?

Lo estudio e intento adivinar su historia, una mala costumbre. Quizá su esposa se escapó con el socorrista de la piscina anoche y ha entrado en el primer bar. Quizá está pensando en comprar el club y convertirlo en un Hooters. Se divierte como ese tipo de hombres. Igual es un borracho. Los tíos así me incomodan. Me recuerdan a Ed, el novio de Lauren. Parece la clase de tío que llega a casa, se remanga y se tira a la criada.

Gato extiende sus brazos como Jesucristo y lo levantan. Lo está sintiendo. Nos fumamos un canuto hace un rato y Gato está volando. Sonrío. Gato es profundo. Gato es genial. Es probable que consiga un contrato discográfico antes que yo. Ambos perseguimos el mismo Grial. Sugirió un par de veces que formáramos equipo, pero me ofendí. No necesito su ayuda. Sé que está intentando ser amable. Pero quiero tener el control. Supongo que se podría decir que soy una egocéntrica en ese sentido. No quiero compartir el escenario con nadie. Tengo demasiado que decir.

Camino sobre los ruidosos tablones del escenario y cruzo la puerta metálica negra que lleva a un diminuto camerino. Una cucaracha corre a esconderse en una grieta de la pared junto al espejo. Me pongo gel en las trenzas para que aguanten mejor y me retoco con la barra de labios morada y el delineador de ojos negro. Para actuar me pongo mucho más maquillaje, los focos del escenario lo anulan. Quiero que me vean.

Se supone que me quedan diez minutos para empezar. Esta noche estoy haciendo un nuevo experimento con la ropa: un body de caucho negro, con un diamante recortado en la zona de los abdominales. Mi amigo Lalo lo ha llenado de símbolos mexi- cas. Esta noche cantaré parte de una canción en náhuatl, el idioma de los aztecas. Gato y yo hemos dado clases de náhuatl con un chamán llamado Curly, en La Puente. Está preparando la ceremonia para darnos un nombre en Whittier Narrows el mes que viene; estoy deseando llevar al fin mi verdadero nombre.

Regreso al escenario y me aseguro de que todos estamos bien colocados. Estos tíos me respetan. Al principio no sabían cómo reaccionar conmigo, siendo chica, pero oyeron mi música y decidieron que tenía un pase. Después de tocar conmigo más de un año, decidieron que más que tener un pase, era realmente buena. Ahora me tratan como a uno más, y me gusta. Brian, mi batería, es poderoso, bajito, lleva la gorra al revés y boa de plumas. Vino a L. A. de Filadelfia para estudiar derecho y lo dejó por el rock. Sebastián, el flaco alto con la cabeza afeitada, es mi teclista y programador. Es español y solía tocar con un conocido grupo en Madrid antes de unirse a mi grupo. Mi bajo, Marcos, viene de Argentina; es el silencioso que parece un contable, y reserva toda su locura para cuando tocamos. La segunda guitarra es una muchacha de Whittier a la que oí tocar en un festival en la Universidad Estatal de California. No tenía ni idea de lo buena que era, y aún no lo sabe. Deben de haberle hecho mucho daño a esta chica hace tiempo. También está Ravel, un dominicano que se encarga de la percusión, la flauta peruana y la segunda voz. Es un músico increíble, y tan alegre siempre que te contagia.

En nuestros puestos. Se encienden los focos. La muchedumbre ruge. Se enciende una pequeña luz azul y arrancamos con una canción movida y airada que compuse mezclando hip-hop, metal y sonidos peruanos tradicionales. Los fans enloquecen. El foco me ilumina y me da un subidón. La adrenalina fluye en mí. Me olvido de quién soy y de dónde estoy, me convierto en música. Trasciendo el tiempo y el espacio, aúllo. Dicen que mi voz es dura, arenosa y áspera, como la de Janis Joplin. Ninguna mexica ha cantado así nunca, no en un disco, al menos. La voz de Alejandra Guzmán se parece, pero su música tiene demasiado pop. La mía es más afilada, más dolorosa, más loca.

Después de la primera canción, cojo las tarjetas y me dirijo al público en español:

– ¡Chingazos! ¡Chingazos!

Enloquecen.

– Escuchadme, chingazos. ¿Habéis visto a Shakira últimamente?

Todos abuchean.

– Así es. Es una pinche desgracia. Rubia. Es una vergüenza para La Raza y La Causa. ¡Podría ser Paulina Rubio!

Todos gritan. Tiro las tarjetas y flotan en un mar de manos oscuras.

– ¡Están dirigidas a su mánager, hijos de puta! Estamos diciéndoles que no es eso lo que queremos. ¡Estamos diciéndole a Shakira que es una traidora!

Más vítores.

Empiezan a gritar:

– ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda!

Puños al aire, enseñan los dientes como animales. Les dejo seguir un momento y alzo la mano para callarles.

– Vuestro trabajo es salir ahí fuera y educar a la gente, Raza. Hay demasiados complejos, demasiados deseos de ser como el hombre blanco. ¡Salud! ¡Amaos como sois, oscuros y aztecas, Raza!

Más vítores.

– ¡Que viva la raza, Raza!

Gritos e histeria.

Entonces digo en inglés: «Love your big bad, beautiful brown self, ¡chingones!».Es la entrada a otra canción y empezamos a tocar. Los del foso se agitan, yo me dejo llevar por la magia. Estoy ida.

Cuando termino, todos están sudados y enloquecidos. Piden más. Estoy exhausta, dispersa en el cosmos. No puedo tocar más. Saludo y empiezo a recoger mis cosas. El pincha pone rápido algo de los Jaguares y todos empiezan a bailar. Algunos logran franquear a los guardaespaldas y suben al escenario en busca de autógrafos o para tocarme. Me mezclo con mis admiradores durante quince minutos y doy la espalda al público para guardar mi guitarra. Cuando empiezo a desmontar el micrófono y el equipo de sonido, siento una mano en el hombro. Me vuelvo y veo al hombre mayor con la chaqueta oscura que vi antes en la barra.

– ¡¿Amber?! ¿Cómo estás? Joel Benítez -dice con lo que parece un acento de Nueva York, puro negocio, extendiendo su gruesa mano.

Me limpio inútilmente las manos en los pantalones de caucho y agito la suya, sintiéndome sucia y sudada. Busca mi mirada de una forma que me incomoda y retiene mi mano más tiempo de lo normal, volviéndola para inspeccionar mis cortas y desarregladas uñas verdes.

– Magic Marker -digo-. Me las pinto con un rotulador Magic Marker.

Es una estupidez, pero no domino mis nervios.

– Tenía curiosidad -dice-. Desde atrás no veía bien. Muy creativas.

Reconozco el nombre. Joel Benítez es el director de artistas y repertorio de la nueva división latina de Wagner Records. En otras palabras, es el tipo que decide, el que contrata. Le envié hace unos meses un disco compacto de prueba con un presentimiento. No tuve respuesta, así que no volví a pensar en ello. No es frecuente que te responda un pez gordo a menos que tengas agente, y yo no lo tengo. Tuve uno, pero no me gustaron sus intentos de hacerme cambiar el pelo o el sonido. Durante algún tiempo busqué otro que entendiera mi música, pero sin éxito alguno. Tampoco tengo mánager, por lo mismo. Soy un monstruo controlador. De todas formas, jamás imaginé que Joel Benítez se presentaría aquí con traje y corbata.

– Sonaba bien -dice. Levanta una comisura y sus ojos brillan-. Muy bien, de hecho.

– ¿Te ha gustado?

Sonríe. Puedo oler su penetrante colonia. Me recuerda a la que usaba mi abuelo. Colonia de fontanero. Gato no usa colonia, sólo aceite de pachulí.

– ¿Puedes pasar por nuestras oficinas la semana que viene, digamos el lunes por la mañana? -pregunta sin rodeos.

Parece aburrido, sopesando.

– ¿El lunes por la mañana? -me detengo.

– El dos de febrero -dice. El año nuevo mexica. ¿Coincidencia?-. Por la mañana. A menos que sea demasiado temprano para un músico.

Se ríe. Me río como una hiena. Mi mano sube hasta mi pelo y empieza a juguetear con él.

– ¿A las diez?

Mira al fondo de la sala, observando a la gente del club, seguro de sí mismo.

– A las diez. Está bien. A las diez.

Detecto mi pánico en un hilo de voz.

Saca un tarjetero de plata del bolsillo interior de su chaqueta, lo abre con una mano y extrae una sola tarjeta con su experto dedo pulgar. Clap, la cierra. Cojo la tarjeta de entre sus dedos.

– Ahí tienes la dirección -dice mirando a lo lejos-. Di en recepción que vas a verme.

Pienso en preguntarle de qué quiere hablar, pero se ha dado la vuelta y se desliza hacia la puerta sorteando a la gente que baila. Anda como un hombre poderoso. Le observo y sigo escudriñando la oscuridad cuando desaparece, hasta que siento una mano en mi hombro, es Gato.

– ¿Lista? -pregunta.

Todavía sigue sin camisa, y su cuerpo está cubierto de arañazos y rojeces de cuando se tiró al foso.

– Sí, claro -me despejo y recuerdo que aún tengo que pagar al grupo-. Tengo que pedirle el dinero a Lou -digo, refiriéndome al gerente del club.

– Ya está. Ten.

Saca un cheque del dueño del club. Es más de lo que esperaba, un par de miles más. Cojo el cheque y me quedo boquiabierta. Sonrío a Gato. Me cuenta que el dueño está tan impresionado con el gentío que ha querido asegurarse de que volvería. Genial.

Miro a Gato para saber si me ha visto hablando con Joel Benítez. No creo. No quiero decírselo. No aquí. Nunca quise ser la primera en conseguir una oferta, igual que el que tiene hijos espera morir antes que ellos.

Pago al grupo en efectivo. Nos damos la mano y Gato y yo salimos por la puerta trasera y subimos en mi Honda Civic. Mi madre me lo dio el año pasado, cuando se compró un Accord nuevo. Es un buen coche, casi demasiado bueno. Demasiado limpio y demasiado normal, como mi familia. Le pedí a Lalo que lo llenara de antiguos símbolos mexicas. En el capó hay un gran dibujo de Ozomatli, el rey mono azteca del canto y el baile. Por detrás está lleno de adhesivos, es importante aprovechar cualquier oportunidad para difundir la verdad entre la gente. Uno dice «Mexica: nosotros no vinimos a América, América vino a nosotros». Otro: «Mayoría Feminista», o «Buen intento, hombre blanco». El que provoca más comentarios es mi gran pez Darwin magnético comiéndose a un endeble pez Jesús. Unos locos intentaron echarme a la cuneta por ése. Nada me entristece más que ver a La Raza con esos pequeños peces magnéticos en los coches, como Elizabeth. No tienen ni idea. Jesucristo es la religión del hombre blanco.

La vuelta a nuestro apartamento de dos dormitorios sobre una relojería en Silver Lake Boulevard, nos lleva, como todos los trayectos en Los Ángeles, más de una hora. Las chimeneas de las refinerías de aceite de la orilla de Long Beach tiñen el cielo de un naranja artificial; la vista se llena de llamas que suben al cielo. Pido perdón en alto a la madre Tierra por los pecados de mis semejantes. No hay nadie en la carretera a estas horas. Gato y yo no hablamos mucho. Las actuaciones nos exigen demasiado, nos gusta cogernos de la mano y escuchar el zumbido de nuestros oídos.

Los helicópteros de la policía están totalmente desplegados esta noche. Vemos tres antes de llegar a nuestra salida. Pienso en mi hermano Peter, oficial del vilipendiado departamento de policía de Los Ángeles. Está tan perdido. Vino a uno de mis conciertos en West Hollywood. No dijo mucho. Le dio la mano a Gato y me dio unas palmaditas en la espalda, pero no repitió. No he vuelto a hablar con él desde entonces. No tenemos nada que decirnos. Ha sido así desde que éramos pequeños. A Pedro le gustaba quemar hormigas bajo una lupa y a mí me gustaba salir después de las tormentas y rescatar a los gusanos perdidos por la acera.

Durante la huelga de los porteros, Gato y yo solíamos apoyarlos todas las noches. Preparábamos nuestro equipo y tocábamos en el centro de Los Ángeles, junto al Museo de Arte Contemporáneo. Una vez la policía vino a disolver el concierto -tocábamos sin permiso público-, y ¿quién crees que era el tipo que apareció con la orden de desalojar? Mi hermano. Fue muy fuerte. Nos miramos fijamente durante un largo minuto y me largué. Es republicano, además, ¿puedes creerlo? Le gusta burlarse de los mexicanos. Demasiados chistes de mexicanos. Peter cree que deberíamos cerrar la frontera con México y disparar a todos los «ilegales» que se pongan a tiro.

Meto el coche en el aparcamiento que hay detrás de nuestro edificio y saco el cuaderno de mi bolsillo. Abro la puerta para tener luz, apoyo el cuaderno en el volante y escribo, ignorando la alarma que avisa de que he dejado las llaves puestas. Dos niños, tú y yo / De la misma semilla los dos / Yo salvaba gusanos mientras tu quemabas hormigas / Ahora llevas pantalones de policía / De jóvenes compartíamos una habitación / Ahora me apuntarías a la cara con tu arma y dispararías / Sólo porque sé de dónde somos / Una tierra antigua, una tierra india / Y tú, hermano oficial, no lo entiendes / Los inmigrantes que odias tienen raíces americanas / Son de aquí, igual que tú.

Gato sube mi guitarra para ayudarme. Nada más cerrar la puerta con llave voy a preparar un té caliente -un ritual para recuperar la voz-, y finalmente hablamos de nuevo.

– Un concierto increíble, mujerón -dice Gato abrazándome por detrás en el fregadero.

Me sube el pelo y siento su boca cálida y suave en mi cuello:

– Eres la mujer más increíble que he conocido en mi vida, ¿sabes?

Se aprieta contra mí y adivino que tiene en mente algo más que cumplidos. Me vuelvo y lo acerco a mí. Le rodeo con mis brazos y lo llevo dulcemente a la habitación. Hay algo especial en dar un buen concierto, en sacar toda esa energía, algo que limpia mi espíritu y me llena de vida.

– Olvida el té -digo.

– Sí, olvida el té.

Nuestro dormitorio es un paraíso. Tenemos un futón enorme en el suelo, cubierto con preciosos almohadones de todo el mundo. Tenemos velas e incienso por todas partes, y las paredes recubiertas con sarapes mexicanos. No podemos pintar las paredes porque el piso es de alquiler, por eso hemos cubierto cada centímetro con telas sensuales, incluso el techo. Gato lo llama nuestro «útero». Nos desnudamos y nos miramos.

Conmigo es dulce, tierno, abierto, amoroso. La mayoría de los hombres van tan pasados de vueltas que no saben mantener su imagen de ti como amiga y ser humano una vez te has quitado la ropa. Dicen cosas feas. Gato es el primer hombre que conozco que sonríe mientras hace el amor. No hay diferencia entre esas sonrisas y las que te regala cuando comemos o nos contamos chistes. Es el primer hombre que he conocido que real y verdaderamente me hace el amor a mí. Nuestros cuerpos se vuelven uno. Es un tipo de pasión tranquila, un fuego que arde despacio. Cuando Gato y yo hacemos el amor siento que los espíritus de nuestros antepasados ascienden de Atzlán y sacuden la tierra.

Nos corremos juntos. Siempre tenemos el orgasmo juntos. Gato hace yoga. Puede controlar su cuerpo de formas increíbles.

– Escucho tu cuerpo -me dice-. Oigo sus acordes y melodías. Lo siento como si fuera el mío propio. Lo sé por cómo te tensas.

Después, Gato se levanta para apagar la tetera, que lleva silbando un rato. Prepara el té, con miel y limón, en las tazas de cerámica oscura que le compramos a un navajo en Flagstaff cuando Gato dio un concierto en la universidad. Me siento en la cama y tomo la taza entre mis manos, extenuada y feliz como nunca. Me duelen los músculos. Quizá Gato me frote con esa esencia de tallos de marihuana.

– ¿Así que… -dice sonriente, bebiendo a sorbos el té-…Joel Benítez?

No puedo creer que lo sepa, que lo haya sabido todo este tiempo y no haya dicho nada. Me siento tan culpable que no puedo ni hablar. Asiento preguntándome por qué ha esperado.

– ¿Qué te dijo?

Veo el dolor en sus ojos, aunque intenta ocultarlo. Le miro. Me ruborizo. No sé qué decir. Miro hacia abajo, al edredón, y después a mi taza.

– Eso es genial -dice, agachándose para besarme suavemente. Levanto la mirada y lo miro. Me desliza un dedo suavemente por la mejilla-. Tu felicidad es la mía. De verdad.

No detecto nada en su cara o en su voz que indique que se sienta amenazado o contrariado. Pero en sus ojos… Ahí está… Es envidia.

– Lo siento -digo-. Ojalá estuvieras en mi lugar. Lo lamento tanto.

Se encoge de hombros y sonríe, pero sus ojos están tristes.

– Pero ¿por qué, mi amor? Me alegro mucho por ti.

De nuevo siento sus brazos a mi alrededor y comprendo lo afortunada que soy. Lauren pasó tanto tiempo quejándose de los hombres la última vez que nos reunimos las temerarias que casi empecé a creerla. Dijo que hasta los que parecen buenos y maravillosos, no lo son. Está equivocada. Gato es perfecto. Es uno de los pocos hombres que conozco capaz de superar su educación machista.

Está feliz por mí; lo dice, y estoy muy segura de que lo siente.


Me quedé tan impresionada como el resto de la ciudad al enterarme del suicidio de Dwight Readon, columnista legendario del Gazette y mentor ocasional. Los que conocimos a Dwight conocimos lo bueno -su atronadora risa, su toque cínico en asuntos de política local que enmascaraba un corazón grande y compasivo, su abierto estímulo a los periodistas jóvenes- y lo malo, el conocido como Desorden Afectivo Estacional. En los días malos llegaba con el ceño fruncido, quejándose de dolor de cabeza, y contándole a cualquiera que se acercara a su escritorio lo deprimido que estaba. En los días especialmente tristes, incumplía una fecha de entrega. Nuestro error fue no tomar sus palabras y síntomas lo suficientemente en serio. El Desorden Afectivo Estacional es un tipo de depresión provocado por el cambio de estaciones, se cree que está relacionado con la disminución del tiempo de exposición a la luz del sol cuando los días se acortan en invierno. Los que trabajamos en Boston sabemos que no es raro llegar a la oficina siendo aún de noche para salir de noche por la tarde. Con el oscuro enero encima, animo a cualquiera que crea que pueda padecer DAE a que pida ayuda. Me gustaría haber tenido el sentido común de ayudar a Dwight. Le echo de menos. Esta ciudad es más gris sin sus palabras

De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ

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