LOS BANDIDOS DE UAD-DJUARI

Era siempre el mismo y no otro.

Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una linterna de bronce, calada al modo morisco, que adorna a la fuentecilla del "fondak", veíamos a un niño musulmán de ocho a nueve años de edad, quien, al divisarnos, se llevaba la mano al corazón y muy gentilmente nos saludaba:

– La paz…

Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondisimo muladar, pavimentado con pavoroso canto rodado. En los corrales linderos trajinaban a todas horas campesinas de las kabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el lomo de sus burros prodigiosamente pequeños. Pero este rincón, a pesar de su extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el paraíso de Mahoma.

Y digo que teníamos tal impresión, porque Arsenia Spoil, estudiante de arquitectura, también estaba de acuerdo en que la belleza de aquel rincón estaba determinada por el farolón de bronce. Arsenía y yo nos habíamos conocido en el Hotel Continental, donde nos alojábamos. Ésta era la razón por la cual salíamos todas las tardes juntos. Sin embargo, muchos honorables devotos de Mahoma creían que éramos novios en viaje de bodas, y, naturalmente, sus ofertas iban siempre dirigidas a mí. Lo más notable del caso es que yo no estaba enamorado de Arsenia ni Arsenia pensaba en enredarse conmigo. Sin embargo, los que nos veían se decían:

– ¡Qué felices parecen! ¡Cuánto deben quererse!

No estábamos enamorados. Tampoco sospechábamos que podíamos estarlo algún día. Hablábamos con entusiasmo y grandes gestos porque Fez nos entusiasmaba, porque en cada callejuela de la milenaria ciudad africana encontrábamos ardientes motivos de ensueño.

– La paz…

Era el maldito niño musulmán que nos saludaba correctamente. El pequeño, después de saludarnos, se sentó muy gravemente a la orilla de la fontana y se puso a mirar, con el gesto pudoroso de una niña, sus sandalias amarillas de piel de cabra que le colgaban de la punta de los pies desnudos. Se tocaba con un pequeño fez rojo, muy elegantemente ladeado a un costado de la cabeza, y una chilabita que era la mar de graciosa.

"¡Maldito sea el niño y su gracia!", me decía yo.

El dichoso pequeñito, cada vez que nos veía, se llevaba la mano al corazón y nos saludaba ritualmente:

– La paz…

Arsenia estaba encantada con el chiquillo.

– ¡Vea usted qué gracioso! -me decía-. ¡Qué bonito! ¡Qué educado!

Yo escuchaba esos elogios con el aire displicente del que de ninguna manera participa de ellos.

El dichoso niño jamás se nos acercó como otros niños a ofrecemos ni guitarras de caparazón de tortuga (tortuga sintética fabricada en Alemania), ni carteras moriscas, bordadas a máquina en Cataluña, ni puñales con leyendas coránicas repujadas en las Vascongadas, ni servicios de fumar estampados en París. El niño, como un caballero, en cuanto nos veía se llevaba las manos a los labios, a la frente y al corazón, y de ahí no pasaba.

Yo, que sin razón alguna me jactaba de conocer a los orientales mejor que Arsenia, le decía:

– El niño ése debe ser un granujilla de la peor especie. Me resulta cien veces más hipócrita que esos otros truhanes que le cargosean a uno ofreciéndole "recuerdos" apócrifos.

– No hable así de ese inocente -me repondía Arsenia, malhumorada. Y con gran fastidio de mi parte, le enviaba un beso al niño en la punta de sus dedos, y el inocente nos seguía por la callejuela con la larga mirada de sus ojos aterciopelados.

– ¿Dónde vivirá ese muchachito? -me preguntaba Arsenia.

– Supongo que en cualquier caverna…

– ¿Por qué no le llama?…

– En fin… si usted quiere…

– Sí… Llámelo…

¿Qué otro remedio me quedaba? Esa mañana, en cuanto llegamos al triángulo de Nejjarine, llamamos al niño. A nuestras preguntas respondió que se llamaba Abbul y que se ganaba la vida guiando a los turistas.

– ¿A dónde guías tú a los turistas? -dijo Arsenia.

– A la Casa de la Gran Serpiente.

– ¡La Casa de la Gran Serpiente! ¿Qué es eso?

– Pues, escúchame, señor, y verás -dijo el niño-. Mi padre, que es un excelente hombre de la kabila de Anyera, tiene una serpiente de once varas de largo metida en un pozo cubierto con una tapa de vidrio. Todos los días, a la diez de la mañana, la

serpiente devora un cabrito vivo. Siempre hay forasteros y turistas que tienen curiosidad de ver cómo la Gran Serpiente se traga un cabrito vivo, y qué es lo que hace el cabrito en el fondo del pozo cuando ve que la Gran Serpiente se le acerca con la boca abierta…

Yo miré a mi amiga como diciéndole: "¿No le decía yo que este niño es un canallita de solemnidad?" Pero Arsenia ni se dignó mirarme… Inclinada sobre el niño, que se miraba púdicamente la punta de las amarillas sandalias, dijo:

– ¡Qué horrible! ¡Eso debe ser terrible!…

El pequeño Abbul se sonrió como una tímida colegiala, y respondió:

– La serpiente abre una boca espantosa y el cabrito llora en un rincón… Siempre la boca del pozo está rodeada de turistas…

– Es horrible -insistió Arsenia. Y acordándose de mirarme, dijo-: ¿Qué le parece si fuéramos?

– Vamos.

– Tú nos acompañas -le dije al niñito modosito como una colegiala. Y los tres nos pusimos en marcha, mientras que Arsenia, un poco histéricamente, se creía obligada a decirme:

– Yo creo que no voy a soportar eso. Creo que me voy a desmayar. Pero, ¿será cierto, Abbul, que la serpiente tiene once varas de largo?

El niñito musulmán aseveró gravemente:

– Once varas. Puede tragarse a una oveja gorda, reventarlo a un caballo, dejarlo triste a un elefante.

– La policía no debiera permitir eso -dijo Arsenia. Y agregó estremeciéndose-: ¿Queda muy lejos de aquí?

– ¡Oh, no, señora! -dijo el pequeño Abbul-. Cruzando el Uad-Djuari, en el camino de Fez a Taza.

– Si tomáramos un automóvil…

– No -replicó el niño-. En quince minutos de camino estaremos allí.

Entramos en un túnel que era una callejuela, cuyo torcido rumbo techado de arcos de ladrillos estaba poblado de misteriosas figuras. Dejamos atrás la ensangrentada puerta de Bab Merod, en cuyas saeteras se exponían las cabezas de los ajusticiados. Nos detuvimos a beber unos refrescos en una choza de juncos a la entrada del cementerio de Bab Fetoh. Bajo un gigantesco árbol, de espesas hojas verdes, grupos de mujeres embozadas charlaban animadamente y bebían té verde que un esclavo negro preparaba allí a la orilla del socavón, en una cocinilla de bronce cargada sobre su espalda.

El niñito musulmán caminaba delante de nosotros, y Arsenia y yo, sumergidos en nuestros pensamientos, que giraban encantados alrededor del paisaje, nos alejamos insensiblemente de las murallas de la ciudad.

Poco después nos cruzamos con varios tuaregs arrebujados en el lomo de sus camellos, y de pronto nos encontramos frente a un puentecillo rústico, de troncos verdes, que cruzaba el Uad-Djuari, Río de las Perlas. La lonja de plata viva se perdía en la oscuridad ramosa de un bosquecillo próximo.

– ¿Queda muy lejos?

– No -respondió el niño-; queda allí, junto al molino de aceite.

Habíamos entrado en un camino completamente bloqueado de retorcidos olivos que, súbitamente, se trocó en un sendero áspero y salvaje. Arsenia tenía las mejillas ligeramente encendidas. El maldito niño caminaba ahora dando largas zancadas. De pronto, los cascos de un caballo resonaron a nuestras espaldas; nos volvimos y pudimos ver un grupo de moros que parecía brotar del olivar. No me quedó duda. Eran bandidos. Quise echar la mano al cinto, pero uno de aquellos vigorosos desalmados precipitó su caballo sobre mí; su mano derecha esgrimía un garrote; sentí el cálido aliento del potro en mi cuello, y si no me hubiera encogido a tiempo, creo que ese demonio me hubiera roto la cabeza de un estacazo. Levanté los brazos, y uno de los bandidos me despojó de mi revólver. Entonces el jefe del grupo me dijo que podía bajar los brazos.

El mocito musulmán, recatado y vergonzoso como una niña, había desaparecido.

Arsenia y yo nos mirábamos estupefactos. Comprendimos. Habíamos caído en una trampa. Estábamos secuestrados… ¡Secuestrados a las puertas de Fez!… ¡Qué horror! Acongojados, emprendimos la marcha, rodeados de aquella gavilla de ladrones, con renegrida barba encrespada en el mentón y cimitarra de dorada empuñadura al cinto.

¡Secuestrados a las mismas puertas de Fez! Parecía mentira.

Abría la marcha un bandido de larga lanza apoyada en el estribo de su potro. Por momentos, los beduinos se confidenciaban, acercando las cabezas protegidas por albornoces listados de brillantes colores. Yo había tomado del brazo a Arsenia, por cuyas mejillas encendidas rodaban lágrimas de terror. Pero no pensaba en ella. Pensaba en mí; pensaba que mi familia no pagaría un céntimo de rescate por mi persona. Luego me reproché mi egoísmo y me puse a pensar en la situación de Arsenia. Era quizás aún más desesperante que la mía en aquel país en que aún se compraban esclavas…

Finalmente, cruzando el boscoso aceitunal, llegamos a una choza cuya sólida puerta abrió un esclavo semidesnudo. Arsenia y yo entramos. El interior de nuestra prisión, en contraste con el miserable aspecto exterior, estaba decentemente aderezado. Finas esteras adornaban los muros. Sobre las alfombras del suelo estaban desparramados algunos almohadones, y en una pequeña mesa escarlata había una cajetilla de cigarrillos turcos. Arsenia se dejó caer sobre un almohadón y comenzó a llorar silenciosamente. Yo me senté a su lado y traté de consolarla.

– Querida Arsenia, no llore. Esta gente se limitará a pedir un rescate. Nada más. El que puede perder la cabeza en esta aventura soy yo, porque mi familia no pagará un céntimo, porque no lo tiene… Usted quédese tranquila… No tema…

Arsenia encontró fuerzas para sonreír entre sus lágrimas, y dijo:

– ¡Nunca, Alberto, nunca! Yo no lo abandonaré. Usted tenía razón. Ese niño…

– ¡No me hable del niño, por favor!

Súbitamente se abrió la puerta y apareció el jefe de los bandidos. Con gran sorpresa de nuestra parte, este bribón era un francés de pequeña estatura, calvo como un farmacéutico y con gafas cabalgando sobre una nariz sumamente respingada. Se detuvo en medio de la habitación y dijo:

– Señorita, caballero: tanto gusto.

Nos pusimos de pie. El jefe de los bandidos prosiguió en correcto francés:

– Señorita, caballero: entre las numerosas personas acomodadas que visitan Marruecos, existe un ochenta por ciento que dice: "Lástima enorme que la civilización, la gendarmería, los jefes políticos, el protectorado y el ferrocarril hayan hecho desaparecer a los bandidos. Lástima enorme no vivir en la época en que uno se encontraba con una terrorífica aventura a la vuelta de cada zoco." Pues bien: yo y estos honrados creyentes que los han secuestrado a ustedes nos hemos dedicado a explotar la emoción del secuestro. Detenemos violentamente, como si fuéramos bandidos auténticos, a las personas que por su idiosincrasia nos parecen inclinadas a las ideas románticas, y luego las ponemos en libertad sin exigirles absolutamente nada en cambio de esa libertad que por un dramático momento creen haber perdido. Si los "secuestrados" gustan remunerarnos por el trabajo que nos hemos tomado para emocionarles y proporcionarles una aventura que podrán gustosamente narrar en su hogar, nosotros recibimos agradecidos lo que quieran regalarnos. Si no quieren remunerarnos, les deseamos igualmente feliz viaje y ponemos a su disposición el automóvil que para los turistas tiene la casa.

Y abriendo la puerta nos mostró una modernísima "limousine" detenida a la puerta de la choza.

– ¿De modo que ustedes no son bandidos? ¿De modo que podemos irnos?

– Así es, caballero… -El jefe de los bandidos echó la mano a su reloj, y agregó-: Van a ser las doce y media. A la una se almuerza en el Hotel Continental…

¿Qué otra cosa podía hacer? Eché mano a mi bolsillo.

– ¿Cuánto le debemos? -repliqué entre hosco y contento, pues no soñaba en salir tan fácilmente del paso.

Monsieur Lanterne, que así se llamaba el jefe de los bandidos, sonrióse amablemente y dijo:

– Doscientos francos… Una bagatela en moneda americana. Va incluido el viaje de vuelta en automóvil.

Al otro día, cuando pasamos con Arsenia por la plazuela de Nejjarine, sentado bajo el farolón de bronce de la fuente estaba el maldito y pudoroso niño del "fondak". Al vernos, bajó los ojos como una tímida colegiala, y como si no hubiera sucedido nada, dijo, llevándose la mano al corazón:

– La paz…


“VEN, MI AMA ZOBEIDA QUIERE HABLARTE."


– ¿Te llevaré a visitar el palacio de El Menobi?

– No.

– ¿Y el palacio de Hach Idris ben-Yelul?

– No.

– ¿No deseas conocer una joven de ojos de luna y rostro de diamante?

– No.

– Por Alá -gimió el lameplatos-. ¿No quieres nada, entonces?

Piter se irguió ligeramente ante el mármol de la mesa, miró indulgente al desarrapado belfudo que con un fez ladeado sobre la rapada cabeza hacía un cuarto de hora que estaba allí importunándole, y le respondió:

– Sí, quiero que me dejes en paz.

El guía miró cavernosamente en rededor, satisfecho de que en el Zoco Chico no se encontrara alguien que podía perjudicarle, y confió:

– Pues cuídate de ese hombrecillo que te acompañaba ayer. Le ha dicho a un mercader de mi amistad que has envenenado a tu mujer.

Piter miró cómo la magra silueta del guía se alejaba, perdiéndose tras los tumultos de bobalicones que se movían frente a la ochava del correo inglés. ¿De modo que la historia había corrido? Ahora se explicaba las significativas miradas de la criada del hotel. Y la respetuosa aprensión del hotelero hacia sus maletas. No había sido suficiente abandonar El Havre. La absurda novela del envenenamiento de su mujer le había seguido hasta Tánger. Inútil que le absolvieran de la disparatada acusación. En la ciudad no creían en su inocencia. La muerte de su mujer volcó sobre su cabeza dificultades innumerables. Y lo más desdichado del caso es que él estaba seguro de que ella no había intentado suicidarse, sino componer una farsa dramática que se resolvió siniestramente por sí misma.

Buscando la paz, el médico dio un salto hasta Tánger. Sabía que los hombres de la costa no eran hipócritas como sus conciudadanos, pero a pesar de todo no resultaba agradable llevar a las espaldas semejante reputación. Y volvió a preguntarse si se quedaría en Tánger o marcharía a Casablanca o Fez, porque por el momento los señorones del Bit¡ el-Mal no parecía que tuvieran intención de ocuparle. Sin embargo, algunos lo saludaban. Su historia debía andar en todas las bocas.

Piter no experimentó angustia. En aquella ciudadela amurallada, de calles tortuosas, de sinagogas sombrías, de mezquitas con ciegos en los pórticos y de freidurías de pescado, en cierto modo era ventajosa una mala reputación. En África, sin honradez, se puede llegar a alguna parte.

Un asno pequeño se detuvo junto a su mesa. Piter le acercó un terrón de azúcar al hocico. El animalito lo recogió alargando el belfo. De pronto apareció un campesino que espantó al jumento con grandes movimientos de brazos. Una muchedumbre cubierta de verticales colores cruzaba el zoco de ed-Dajel. Mujeres con pantalones y fumando largas boquillas. Funcionarios con turbante violeta, esclavos de piernas desnudas, aguateros con un odre negro suspendido a un costado, niños de tahona cargando una tabla con panes sobre la cabeza.

Una negra gigantesca como tres barriles encimados se detuvo brevemente a su lado. Tenía el rostro cubierto con un paño blanco. Le dijo al tiempo que se inclinaba como recogiendo algo del suelo:

– ¿Tú eres el médico? Mi ama Zobeida quiere hablarte. Sígueme.

La negra se alejaba sin volver la cabeza. Piter comprendió que tras la invitación de la esclava se ocultaba una aventura de consecuencias. Dejando un real español en la mesa del bar, se lanzó en persecución de la mujer. Semejante a una fragata, la negra avanzaba por la empinada callejuela de los Plateros. Algunos mercaderes, sentados con las piernas cruzadas sobre cojines a la puerta de sus tenderetes, la saludaban conceptuosos. Al llegar a una fuente, la negra entró en un corredor enyesado de celeste. La noche caía rápidamente. La esclava, imperturbable como el destino, seguía su marcha a través del dédalo de pasadizos y Piter andaba tras ella como si en esto le fuera la vida.

Finalmente entraron en una callejuela resplandeciente. En cada portal un desarrapado freía pescado o vendía canela. La callejuela, techada con gruesos troncos de árboles, estaba cargada de una atmósfera de especias, de queso y cuero en fermentación. Hombres de todas las tribus del Maghreb se arrimaban a los mostradorcillos. Las mezquitas mostraban tremendos pórticos donde hormigueaban los fieles; en una esquina dos juglares se batían con espadas de madera estimulados por una multitud de desarrapados. La negra desapareció en la curva de un pasadizo. Nuevamente se encontraba ahora bajo el cielo estrellado. En aquel corredor solitario se veían inmensas puertas claveteadas como la poterna de una fortaleza, y la esclava extrajo una llave de dos palmos de largo de debajo de su manto y se detuvo frente a una puerta. Piter, como si estuviera soñando, la siguió.

Se encontraron en un jardín. El aire estaba rayado por los negros troncos de las palmeras. Una gran fragancia de azahares lo llenaba todo. La esclava desapareció, y de pronto, bajo el enyesado arco abierto al jardín, apareció Zobeida. La cabeza cubierta por un velo, la estatura sorprendente, el rostro de cutis oscuro, aniñado.

– ¿Tú eres el médico? -susurró la mujer.

– Sí.

– Entra.

Piter se encontró en una habitación esterillada, el suelo alfombrado cubierto de almohadones. Pequeñas mesitas laqueadas de rojo ponían al alcance de la mano chucherías de bronce. El aire aromatizaba simultáneamente a sándalo, a jazmín, a incienso y azahar. Piter se sentía embriagado de una esencia misteriosa más sutil, que parecía flotar permanentemente bajo el volumen de los olores inmediatos. Espingardas de cañones niquelados y culatas con incrustaciones de nácar adornaban las panoplias de los muros. Zobeida le mostró un cojín y Piter se sentó al mismo tiempo que ella. La muchacha cogió un estuche de plata y le ofreció un bombón. Tenía olor de almizcle, sabor de grasa, frialdad de menta. La muchacha se quedó mirándolo largamente, como si aquilatara sus malas virtudes.

Luego:

– ¿Tú eres el médico que envenenó a su mujer?

– ¿Quién te ha dicho esa mentira? -replicó con suavidad Piter.

Zobeida sonrió. Lo examinaba con tremenda confianza.

– Eres hermoso como la buena suerte. ¿Te gustan las piedras preciosas?

Tomó un cofrecillo de marfil, hizo girar la llavecita, levantó la tapa. En un fondo aterciopelado centelleaban pequeños cristales azules, gemas de biseles amarillos, poliedros de agua.

Piter, completamente desinteresado del cofrecillo, pues no entendía de piedras preciosas, lo apartó suavemente.

– ¿En qué puedo servirte?

Zobeida dejó la arqueta y con aquella inmensa intimidad que emanaba de su modo de ser, como si hiciera mucho tiempo que lo conociera a Piter y no dudara de su discreción en los tratos, dijo:

– Necesito un veneno bondadoso como una enfer

medad.

– ¿Qué harás con él?

– Dárselo a beber a mi marido.

– ¿No te agrada tu marido?

– No.

– Yo no puedo darte veneno. Las leyes me lo prohíben. Además, te descubrirían y te llevarían a la cárcel. O tu padre, para lavarse de la deshonra, se vería obligado a cortarte la cabeza.

Zobeida se rió.

– En Tánger ya no se corta la cabeza a las mujeres. Te daré un gran puñado de piedras.

– No me interesan las piedras. ¿Quién es tu marido?

– Sidi Fodil, el cambista del Zoco Chico.

– No le conozco.

– Es un mal hombre, de genio vivo. Tiene una

joroba en la espalda y un turbante más grande que una piedra de molino en la cabeza.

– No le conozco.

– Ayúdame, tú que tienes la sabiduría. ¿No te soy agradable?

– Es inútil que me insistas, Zobeida.

Ella no se resignaba a no cumplir su deseo. Tomando una rodilla entre sus manos, buscó otro rumbo.

– Embrújale, entonces.

– ¿Que le embruje?

– Sí.

Piter iba a negarle la existencia del embrujo, pero pensó que su pretensión iba desencaminada. Ella no entendería sus razones. Fingió.

– ¿Qué me darás si lo embrujo?

– Me casaré contigo. Tu me llevarás a Francia y me enseñarás a leer y escribir como saben todas las francesas. Entonces podré salir a la calle sin cubrirme el rostro.

– ¿Cómo sabes que soy médico?

– Se lo dijeron a Aischa en el ed-Dajel, cuando tú pasaste la otra noche. Que te escapaste de tu país porque envenenaste a tu mujer.

Piter trató de mirar al fondo de aquellos ojos verdosos.

– ¿Te gustaría casarte conmigo?

– Sí.

La negra entró en la habitación. Zobeida le dijo al médico:

– Aischa ha sido mi nodriza.

La esclava habló algunas palabras en árabe con su ama.

Zobeida se puso de pie.

– Tienes que irte. ¿Es cierto que embrujarás a Sidi Fodil?

– Sí. Mañana mismo.

– Bueno; ahora vete. Mañana, Aischa pasará por ed-Dajel a la hora de hoy. Síguela. No le hables.

Y extendiendo sus brazos se colgó de su cuello y le besó las mejillas.

Cuando Piter escuchó que la puerta se cerraba tras él tuvo la impresión de que acababa de despertar de un sueño. Echó a caminar como si anduviera sobre un suelo de algodón. De pronto, de debajo de un arco se desprendió el guía que lo había importunado en el zoco. Como siempre, comenzó:

– ¿Quieres visitar el palacio de Hach Idris benYelul?

– No. Llévame al Zoco Chico.

Al día siguiente marchó hasta el zoco para conocer a Sidi Fodil. En el ed-Dajel no podían traficar simultáneamente dos mercaderes jorobados. Comenzó a pasearse lentamente, cuando descubrió que un jorobadito, sumamente tieso en la puerta de su comercio, lo observaba. Gastaba, como le había dicho Zobeida, un turbante ridículo.

Piter continuó paseándose por la ancha calle que conducía a las murallas; luego, sin ningún propósito deliberado, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente al comercio del prestamista; pero, al entornar disimuladamente los ojos se encontró con que el jorobadito lo estaba mirando. Entonces, rápidamente, le mostró la lengua. El prestamista desencajó los ojos; pero Piter, divertido, volvió la cabeza con gravedad hacia otro lado, y el jorobadito se quedó mirando de reojo como si dudara de lo que realmente había visto. Así pasaron algunos minutos. Piter parecía estar aguardando a alguien. De pronto volvió la vista; el jorobadito estaba allí observándolo, y entonces otra vez le mostró un palmo de lengua.

El prestamista enrojeció de furor hasta la raíz de los cabellos, se enderezó hasta empinarse sobre la punta de los pies, pero luego, pensándolo mejor, resolvió no darse por aludido, y mientras gruesas gotas de sudor le bajaban por las sienes, aparentó mirar a su alrededor, como si no reparara en la existencia de Piter. Éste, nuevamente grave, permaneció en la esquina. Sin embargo, la indignada curiosidad de Sidi Fodil llegó a ser más potente que su afán de indiferencia, y antes que transcurriera un minuto estaba otra vez clavando la mirada en el médico, que llevándose rápidamente el dedo pulgar a la nariz movió los otros cuatro con el apicarado gesto del "pito catalán".

Una ráfaga de ira envolvió en su torbellino la jactanciosa alma del jorobadito. Olvidó su comercio y también la exigua estatura de su cuerpo. Rechinando los dientes, se lanzó a través de la calle, y en aquel mismo momento un gran grito de horror se escapó de los labios de Piter. Un automóvil cargado de turistas acababa de arrollar bajo sus ruedas al infeliz mercader.


HISTORIA DEL SEÑOR JEFRIES Y NASSIN, EL EGIPCIO


No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.

Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada La momia, que una noche vimos y comentamos con varios amigos.

Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de La momia podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.

Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.

Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.

La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.

Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una trasparente cortinilla de gasa roja.

Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.

Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.

Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio.

Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché "sentí" que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.

Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.

Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.

Era aquélla una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos sobre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:

– ¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.

Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.

No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina "acción hipnótica". No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.

No me quedaba duda:

Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.

Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.

A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillosos y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos, arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.

Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.

Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice; me señalaba una bola de vidrio.

La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita".

Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.

¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?

Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está: ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.

"Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúl donde hoy fue sepultada una jovencita." ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?

Tendría la prueba muy pronto.

Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo, el domingo cristiano.

Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil frente a una parte de muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una maza y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar al azar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído:

"Aquí”.

Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol de su interior y dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.

Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:

– ¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su casa, a medianoche, un muerto metido dentro de su ataúd?

Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.

Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.

Era ya muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente, el egipcio abrió las dos hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.

El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su uña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.

Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.

No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que "casualmente" yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.

No me quedó ninguna duda:

El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché la mano al bolsillo, extraje la pistola, coloqué su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.

Sin esperar más, salí. Nadie se cruzó en mi camino.

Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:

"Cerrada porque Nassin el Egipcio está de viaje."

Загрузка...