Saliendo el médico entraron los de la funeraria y pasaron al cuarto de papi. ¿Tenía los ojos abiertos? No sé. ¿La rigidez ya lo había invadido? No sé. ¿Todavía estaba en piyama? No sé. Sé que los de la funeraria le preguntaron a Carlos si papi tenía algo de valor encima, y que Carlos les contestó:

– Lo único de valor es él.

Lo subieron a la camilla, lo taparon con una sábana, salieron a la biblioteca y por entre nosotros tomaron con él hacía la escalera.

Cabizbajo, como disculpándose por existir, Darío se hizo a un lado para que pasaran. Nunca lo sentí más perdido en esta vida ni más cerca de mi desastre. Su desconcierto se sumaba al mío, su fracaso al mío. Por lo menos papi se había muerto sin saber que él estaba contagiado de sida…

– ¡Y qué si hubiera sabido! -le contesté leyéndole el pensamiento-. Él te contagió el sida de esta vida.

Envolviendo con su manto las altas paredes de la biblioteca, la Muerte se reía desde el techo.


Eliminé el techo, eliminé las paredes, eliminé el suelo y quedé suspendido en la nada infinita y oscura mirando las estrellitas de Dios. El sur estaba abajo, a mis pies; el norte arriba, sobre mi cabeza; el occidente a mi izquierda, del lado de mi corazón; y el oriente por contraposición al occidente, a mi derecha. Girándome en el vacío me puse de cabeza y quedó patasarriba la eternidad del Altísimo. No hay más punto de referencia en el espacio que yo. Y un cuarto es un cubo lleno de aire y varios cubos una casa.

Bajé con Carlos tras los camilleros. Arriba de la escalera, por la que nunca bajaba para no tener que subir después, miraba la Loca irse, para siempre, a su sirvienta.

Cuando salimos a la calle el radio del carro de la funeraria daba las últimas noticias con alharaca: que Gavirita declaró, que Samperita decretó, que Pastranita conminó. A papi lo despedían con mierda. Qué le vamos a hacer, entre la mierda nacemos y vivimos y nos vamos.


A las dos horas volvieron los de la funeraria con las cenizas en una urnita. La urnita sabrá Dios adónde fue a parar en semejante caos de casa. En cuanto a las cenizas, las cargo desde entonces en el pecho, del lado izquierdo, en esta cripta de cementerio en que se me ha convertido el corazón. El que vive mucho carga con muchos muertos, es natural. Así lo establece la primera ley de los vivos o ley de la proporcionalidad de los muertos, que yo descubrí y que estipula una relación directa entre los años que vive el cristiano y los muertos que carga, cargando más el que vive más: V=M'd (Ve igual a eme al cuadrado por de), donde y es vivo, m es muerto y d la constante universal del desastre, que por ser una «constante» cambia «constantemente» como el espacio de Einstein: se curva, se encoge, se estira, se expande, se alarga. Véase mi tratado de tanatología «Entre fantasmas» donde queda todo esto muy bien explicado, con sencillas palabras y numerosos ejemplos tomados de la vida diaria. Va como por la decimoquinta edición.


Muerto papi me fui al demonio jurando que jamás iba a volver. Nunca digas de esta agua no beberé porque justo de esa agua es de la que vas a beber tratándose de la maldición de Colombia. No había pasado un año de esa muerte y ya estaba de regreso para otra.

Por la vieja carreterita de Rionegro, donde les dio por construir el aeropuerto nuevo para cagarse en el paisaje, bajaba el taxi de curva en curva camino de Medellín. Una curva, otra curva, otra curva, a la derecha, a la izquierda, pasando de tierra fría a tierra caliente, arrullándome en el vaivén de los recuerdos. Por esta misma carreterita subí y bajé incontables veces con Darío en nuestro Studebaker repleto de bellezas. ¿Cuánto hace? Años y años. Un carro de ésos hoy es pieza de museo y vale una fortuna. En cuanto a las bellezas, si es que viven, ay, no han de servir ni como carne para los leones del zoológico o para hacer salchichas. As¡ pasa. En el ajuste final de cuentas les va menos mal a los carros que a los cristianos. En fin, dejemos esto.

El campo recién bañado por la lluvia desfilaba con su verde límpido por las ventanillas del taxi. Aquí y allá, a la vera del camino o dominando una colina, con sus paredes encaladas de blanco, sus corredores de chambrana y macetas florecidas sobre las chambranas, viejas casitas campesinas me veían pasar y me decían adiós.

– ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Fernando!

– ¡Cómo! ¿Ustedes todavía ahí, no las han tumbado?

– todavía no. Aquí seguimos, y como siempre tan bonitas.

Y constataba con dolor que el tiempo infame aún no las había tumbado sólo para burlarse de mí, para recordarme lo que yo había sido un día, y conmigo Colombia entera, unos niños locos, que ya no seríamos más porque habíamos envejecido y perdido, para siempre, la inocencia, y con la inocencia la esperanza. Las ilusiones las fuimos dejando regadas por el camino, y las últimas que nos quedaban las quemamos ayer en una gran hoguera que encendimos en el patio.

El taxi seguía bajando y ya se sentía el calor de Medellín. Atrás se quedaban las casitas campesinas fulgurando, brillándome en el fondo de los Ojos, con sus corredores de chambrana, sus macetas florecidas, sus paredes encaladas, diciéndome adiós para siempre porque ya sabían, antes de que yo lo supiera, que estaba escrito en el libro del destino que nunca más nos volveríamos a ver.

– ¿No tendría la gentileza, señor taxista, de apagar ese radio? Estoy harto, hasta la coronilla, de Pastrana. Por no oír a ese marica le pago el doble de lo que marque el taxímetro.

Tan viejo me vería el asesino, tan jodido, tan desamparado, que en vez de matarme lo apagó. Al que se quiera suicidar un consejo: pare un taxi en cualquier calle de Colombia, el primero que pase, el que sea; súbase y no bien arranque pídale al chofer lo que le pedí al de arriba. Y santo remedio para los males de esta vida con despachada expedita a la otra. Aunque lo que si no sé es con qué. Si con un cuchillo, con un machete, con un revólver, una varilla de hierro o un piolet. ¿No sabe qué es un piolet? ¡Qué importa! No va a necesitar buscarlo en el diccionario: lo va a ver.

– Gracias. Con el radio apagado pienso mejor.

¿Si te acordás, Darío, del Studebaker, envidia de Medellín? «La cama ambulante» lo llamaban, y se le revolvía el saco de la hiel a esa ciudad pobretona donde sólo los ricos tenían carro.

– ¡Maricas! -nos gritaban cuando nos veían pasar, cargada nuestra máquina prodigiosa de bote en bote de muchachos.

¿Maricas? Eso era como Cuba hambreada gritándoles imperialistas a los Estados Unidos. Les tirábamos un cubito de caldo Maggi por la ventanilla y ni los determinábamos.

– Sigan pariendo, cabrones, que aquí nosotros vamos dando cuenta de lo que salga.

Por este mismo barrio de Buenos Aires por donde voy ahora bajando y entrando a Medellín, ¡cuántas veces no subimos de salida en ese Studebaker cargado de muchachos! Liberados de la ciudad y de su maledicencia congénita, a la vera del camino, bajo la luz de la luna y la turbia mirada de Saturno, con el primer aguardiente y en la primer parada se iban quitando la ropa. Un arroyito tintineante cantaba cerca, y mugían las vacas. Muuuu, muuuu, muuuu… ¿Si te acordás, hermano? Darío: cuando pasen cien años, que son nada y se van rápido, vas a ver que esta ciudad miserable nos va a levantar una estatua.

Paró el taxi frente a mi casa, le pagué el viaje al asesino, bajé con la maleta, toqué y me abrió el Gran Güevón, que ni me saludó: se dio medía vuelta y se fue dejándome en la puerta de entrada con el saludo en los labios y la maleta en la mano. Descargué la maleta en el piso y en ese instante vi a la Muerte en la escalera.

– ¡Cómo! ¿Otra vez aquí? -le increpé-. Ya te hacía como Dolores del Río: muerta. En fin, serví para algo, mujer, y cuidáme esta maleta mientras vuelvo y la subo al cuarto, que vine a ver a mi hermano.

Con breve gesto de desdén y burla me indicó el jardín.

– Que no entre nadie -le encargué-. No se te vaya a ocurrir abrirle esta puerta a ninguno que nos matan.

Cerré la puerta y me dirigí al jardín con el corazón tembloroso. En una tienda improvisada con sábanas extendidas sobre los tendederos de ropa se había instalado en su hamaca.

– ¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!

Lo apreté fuertísimo contra el corazón y sentí que volvíamos a ser niños y que acampábamos en el patio en una tienda de exploradores armada con palos de escoba, cobijas, colchas y sábanas, convencidos de que caía la noche en África.

– ¡Gruac! ¡Gruac! -dijo una sombra brusca que aleteó del mango al ciruelo.

– Hace días que anda por aquí ese pájaro -me explicó-, pero por más que quiero no logro verlo. Se me va, se me va.

Con dificultad volvió a sentarse en la hamaca y continuó en lo que estaba: limpiando de semillas y basura un paquete de marihuana que había desplegado sobre una de esas mesitas imbéciles, dizque noruegas, de patas puntudas, temblequeantes, que hizo Argemiro el genio in illo tempore. Sacaba una semillita aquí, otra semillita allá, y las iba tirando a los cuatro vientos sobre la grama del jardín.

– Me la trajo Aníbal chico de regalo -me explicó-. Muy buena. Se la venden en la policía.

– ¿Envuelta en pliegos de El Colombiano?

– Ajá.

– Que por lo menos sirva para eso ese pasquín.

Y en tanto sus manos descarnadas, fantasmales, seguían limpiando meticulosamente, sin prisas, la yerba santa de los haschidis, que iba sacando del pliego del pasquín, nos pusimos a hablar, de una cosa, de la otra, de la progesterona que le había provocado la retención de líquidos en el cuerpo y de las bellezas de antes cuando no existían estas malditas plagas del sida y el Internet, y cuando la vejez se nos hacía tan ajena, tan lejana, como el día en que dizque se va a apagar el sol. Que se apague que para eso Dios atiza el caldero hirviendo del infierno con la mano del Diablo. ¡O qué! ¿Nos va a cortar también este viejo cabrón la calefacción allá abajo?


– Las enfermedades son de dos clases -le expliqué-: las que se curan y las que no. Las que se curan, se curan solas o con antibióticos. Y las que no, las cura Nuestra Santísima Madre la Muerte, el remedio de los remedios.

– Exacto -asintió con indiferencia, como si la cosa no fuera con él.

Luego, en papel de envoltura de cigarrillos Pielroja, fue enrollando el cigarro de marihuana, que selló con saliva y que empezó a fumar con aspiraciones profundas. Y mientras el humo arcano le iba enturbiando el alma se puso a recordar un muchacho negro buenísimo que nos habíamos conseguido en el Central Park de Nueva York, una noche del verano.

– Ay Darío, ya estás como los viejitos, viviendo para recordar.

– Nos lo llevamos a nuestro apartamento del Admiral Jet, donde yo era «super», lo pusimos entre los dos en medio de la cama…

– Y nos lo pasábamos del uno al otro como pelota de pingpong. ¡Qué noche más caliente, hermano!

Y me puse a bendecir a Dios que nos había dado esa belleza y tantas otras, inmerecidamente, y a maldecir de este Papa santurrón que se las da de ecuménico. ¡A ver! ¡Cuándo este tubérculo blancuzco se ha acostado con un negro!

Fue entonces cuando la Loca comentó desde el segundo piso, desde su ventana:

– ¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran!

¿Gusto? ¿Pero habráse visto mayor descaro? Sólo en una cabeza perturbada y cínica podía caber semejante mentira. ¡Cuánto no hizo una vida entera por separarnos, amontonando hijos y más hijos en el manicomio furibundo de su casa como si el espacio se estirara! ¡Qué se va a estirar el hijueputa, ésas son marihuanadas de Einstein! Hasta que un día (tanto golpea la gota de agua la roca que al fin la rompe), se salió por fin con la suya y parió al Gran Güevón, el engendro de Cristoloco en que conjuntaba en él solo, sin mezcla alguna y con una pureza absoluta por desquiciamiento de la genética, todos los genes rabiosos de la imbecilidad Rendón.

– No hay día en que no descubra cosas, Darío: Cristoloco es como la oveja Dolly: salió clonado.

Me levanté y dejándolo en el jardín, en su etérea hamaca de marihuana, volví al vestíbulo a subir mi maleta a alguno de los cuartos y a ver dónde me podía instalar los días que me esperaban.


Et Madame la Mort? Estcequ'elle étalt partie? Con treinta mil asesinados al año en ese país vesánico amén de los que se despachan el infarto, la tuberculosis, la malaria, Pablo Escobar, la policía, los buses y los carros (con efusión o sin efusión de sangre), la pobrecita no se daba abasto. Trabaje que trabaje que trabaje. Y ese afán protagónico a lo Papa que le pica el culo día y noche y no la deja en paz… En todo entierro tiene que estar.

¡Pero qué va, qué se iba a haber ido! Cuando subía la escalera con mi maleta se soltó a reír de mi la desgraciada.

– Dove se¡, stronza?

¿Dónde estaba? Invisible como el Todopoderoso en todas partes estaba: girando como un electrón loco en el corazón del átomo.

– ¡Jua, jua, jua! -se burlaba con una risa horrísona, que ni la cantata «Edipo Rey» de mi difunto maestro de armonía Roberto Pineda el sordo.

– ¿De qué te reís, estúpida? -le increpé-. ¡Lacaya de Dios!


Con eso tuvo, se calló. Nadie desde que el mundo es mundo le había dicho verdad más amarga.

ves.

– Todo tiene una primera vez, mujer, ya ves.

En el silencio que siguió le pasé revista al cuarto de papi, a la biblioteca, al volado inspeccionándolo todo, y todo estaba igual, tal y cual él lo había dejado. Como no fuera la eternidad con sus primeras capas de polvo, nadie en el tiempo transcurrido había tocado nada. Ahí seguían sus libros en la biblioteca, sus papeles en el escritorio del volado, sus trajes en el closet de su cuarto. Esos trajes modestos suyos marca Everfit de los tiempos de antes, que eran los que usaba en Colombia la gente honorable. ¡Pero cuánto hace que esa raza idiota desapareció de allí! Por eso hoy nadie en el país de Caco usa trajes Everfit: ni los rateros de adentro del Congreso ni los de afuera. Calculo que ya hayan cerrado la fábrica.


Si la memoria no me falla (que tal vez sí), ya conté que en el fondo de la casa, sobre terreno del jardín, ese chambón de Alfonso García, familiar nuestro, nos había construido dos cuartos para estirar el espacio: unos cuarticos exiguos, mínimos, como de casita de muñecas fabricada por Argemiro, con sus bañitos. En uno de ellos me instalé para estar cerca de Darío, quien a juzgar por la infinidad de remedios que se amontonaban sobre un escritorio ocupaba el otro: antiácidos, antibióticos, antipiréticos, antiparasitarios, antiputasmadres, antilinflamatorios, antimicóticos…

– ¡Basura! ¡Basura! ¡Basura!

Y conforme iba diciendo iba haciendo, tirando medía farmacopea del siglo XX a un bote de basura. Sobre el nochero, sobre la cómoda, en el piso, aquí y allá, impúdicas colillas de marihuana dejadas a la buena de Dios y a la vista de todos como condones flácidos recién usados, recién tirados, con mil millones de hijueputas potenciales muertos adentro.

– Eso está bien. La marihuana abre el apetito y adormece el espíritu.

El que no me pudo adormecer en las noches que siguieron nada: ni somníferos, ni bendiciones, ni maldiciones, ni cabezazos Rendones contra la pared. Simplemente se me había ido para siempre el sueño. Y sobre el desierto del insomnio, la zarabanda endemoniada de los zancudos que armaba noche a noche el perro López con sus ínclitos. Tratando de escaparme de ese horror, me iba entonces de recuerdo en recuerdo con Darío al pasado, y así volvía, por ejemplo, de su mano, al Admiral jet de la Calle 80 del West Side de Nueva York, un edificio de réprobos donde vivimos, a dos cuadras del Central Park y su orgía continua de maricas entre los árboles, un verano. ¡Qué temporadita, Su Santidad, tan desgraciada pero tan maravillosa! Será que todo tiempo pasado fue mejor.

He aquí el retrato hablado del monstruo: siete pisos con treinta apartamentos de cartón en riesgo permanente de quemarse y de irse al cielo en pavesas con sus ocupantes, otros tantos negros y puertorriqueños excretores de ambos sexos, la hez de esta especie bípeda que no sé qué dependencia demagógica del municipio pretendía curar de su adicción a la heroína en un experimento dizque «piloto», para el que contrataron a Darío, inmigrante sin papeles, con el sueldo mínimo y el trabajo de «super» o portero, más limpiapisos, sacabasuras, destapainodoros y juez de paz. Yo, desocupado hermano de la victima, y como él sin donde caer muerto, le ayudaba a sobrellevar la carga. Y ahí me tiene con un balde de sirvienta y una sonda de plomero destaquiando inodoros de negros, Su Santidad. ¿Que sabe lo que son? Igualitos a los de los blancos, la cosa no cambia. En las humildes funciones excretorias los blancos no difieren de los negros, los perros de las ratas, los infieles de usted. Dios en eso a todos los mortales nos hizo iguales.

Mete el oficiante la sonda y la va girando, girando, hasta que con un poco de suerte (y siempre y cuando no hayan echado fetos) desobstruye el taco. Acto seguido jala la cadena y lo inefable fluye, baja rumbo a las entrañas de la urbe a llevar con canto de agua, hasta las más profundas oquedades del subsuelo, la luz del Evangelio. Creo sinceramente que todo Papa debe enterarse de estas cosas antes de ponerse a hablar. ¡O qué! ¿Magister dixit urbi et orbi?

Una tarde en que destapaba, entre pestilencias de retrete, el de la negra Evelyn, que empieza a sacudirse el cuartucho por los embates de una furia salida de madre y razón como si temblara la tierra.

– lt's Dick -me informó Evelyn, con la simplicidad de quien comenta que hace calor.

Y era Dick, en efecto, un negro puerco y grasiento, evangélico, a quien ni la heroína ni la santa Biblia le atemperaban la lujuria, horadando desde el otro lado del baño, con el instrumento que nuestro padre Adán el Australopithecus puso a funcionar en su jardín hace cuatro millones de años cuando bajó del árbol y gracias al cual estamos aquí, el frágil tabique de cartón que hacía de pared y que nos separaba de su apartamento o covacha. Lo primero que apareció, abriendo brecha, fue el casco negro, lustroso, al cual siguió, con un embate enfurecido, endurecido como un fierro, el barreno inmenso, desmesurado, prodigioso, de un grosor excelso y veinticinco centímetros cuando menos de longitud (o diez pulgadas si mide usted, Santísimo Padre, en el sistema inglés) hasta la base ensortijada por la que se unía al cuerpo.

– What? -exclamé.

– Yes -contestó la condenada, con un «si» tan obvio como estúpido.

Como un brazo tenso y erguido en ángulo recto que nos mentara la madre, hinchadas las arterias y las venas y a punto de explotar, a empujones, a empellones, palpitando, trepidando, con sacudidas violentas, el instrumento portentoso eyaculo, y nos dejó inundado del liquido lechoso y viscoso el sucio piso del baño.

¡Carajo! ¿Por qué hará Dios tan mal las cosas? Un aparato tan fantástico pegado a semejante asqueroso… Inescrutable en sus designios, a veces el Todopoderoso se comporta como cualquier Alfonso García chambón.

– What sign are you, super? -me preguntó Evelyn.

– Scorpio. And you?

– Virgo.

– Virgo? Jua, jua, jua, jua.

¡La risa que me hizo dar la maldita! Los negros, Su Santidad, no tienen alma, no los meta en el rebaño. Perezosos por naturaleza como son, para lo único que sirven (y no siempre) es para el sexo. El óxido nitroso los infla por delante, y respiran por detrás.

Pero el gran personaje del Admiral Jet no era Dick sino Sam, otro hijueputa: una trituradora de basura malgeniada y megalómana que oficiaba en el sótano. Todo lo que le tiraban por los botaderos de basura de los siete pisos -jeringas sin heroína, revistas pornográficas, toallitas vaginales, calzoncillos cagados, tenis apestosos, sobras de comida, empaques de leche, cajas de cartón, botellas, latas, tarros, trapos, fetos- todo lo trituraba con un rugido de huracán y nos lo devolvía comprimido en bolsitas. ¡Lo que pesaban esas putas bolsitas! Cien kilos, doscientos, medía tonelada, una, dos. Y medirían cuarenta centímetros si acaso… Entonces entendí lo que eran los agujeros negros del universo: la materia comprimida hasta alcanzar una densidad demoníaca. Del mismo modo que lo que le dan, querido amigo, cuando usted compra un apartamento es aire encerrado entre cuatro paredes, así el átomo no es más que unos suspiros de electrones girando en torno a un núcleo minúsculo y separados de éste por nada, por una nada inmensa, gigantesca, monstruosa, como la que hay entre las estrellas, la nada de Dios.


De escalón en escalón por la escalera del sótano, juntando esfuerzos, Darío y yo, a duras penas si lográbamos subir entre los dos a la calle, para que las recogiera el carro de la basura con una grúa, cada una de esas bolsitas. Herniados, derrengados, rengos, con la columna vertebral rota, regresábamos entonces a nuestro apartamento del primer piso, el del «super», a fumar marihuana y a esperar, a ver qué muchacho del Central Park nos caía: si blanco, negro, amarillo o cobrizo.

– Super, super! -llamaban entonces con urgencia de parto a la puerta.

¿Qué pasó? ¿Qué pasó? ¿Un muchacho? ¿Una belleza?

¡Cuál muchacho! ¡Cuál belleza! El negro Dick, Dick el negro: que se le había vuelto a taponar el inodoro.

– Oh no, not again! -exclamaba Darío en inglés, desesperado, iracundo.

Y con una varilla de hierro que mantenía siempre a la mano para estos efectos, una varilla ad hoc, le aplicaba al relapso en inglés un varillazo en la cabeza.

Y santo remedio para las erecciones del negro. jamás volvió a perforar otra pared, no se le volvió a parar jamás el hijueputa!


Yo siempre he dicho y redicho que el sexo lo tienen los negros enquistado en la cabeza. Hay que sacárselo de allí a varillazos. O qué ¿Vamos a permitir que sigan estos desaforados desgraciando impunemente los edificios? ¡A son de qué! ¿Acaso somos candidatos demócratas? ¡Abajo Cristo! ¡Viva el racismo! ¡Muera la democracia alcahueta!

– Darío -le aconsejé-. Al próximo que le des un varillazo, medilo bien, no se te vaya a ir la mano o te vas a la silla eléctrica.

– ¡Qué va! Si en el Estado de Nueva York no hay silla eléctrica… ¡Cuánto hace que la abolieron!

Me iba entonces, tranquilizado al respecto, al sótano, a ver en qué andaba Sam y a darles comidita a mis hermanas las ratas.

– ¡Muchachitas, niñas, ya llegué! -anunciaba entrando con un platón de arroz que sostenía con ambas manos-. ¡Vengan, vengan!

De los oscuros rincones del recinto, acudiendo a mi llamado iban surgiendo. Venían de sus moradas de desdicha, las humildes alcantarillas del subsuelo adonde llega la mierda humana pero no la misericordia de Dios. ¿A qué venían? A verme, a saludarme, a quererme. Religiosamente, equitativamente, sin permitir que me armaran tumultos, guardando el orden, arrodillado en el suelo, les iba repartiendo el arroz granito por granito, que les iba dando en las bocas (y oigan que dije «bocas», no «hocicos»), de las que iban saliendo lenguas: las lengüitas húmedas de mis comulgantes a recibir la Divina Forma. Y cierta noche en que estaba en esto, una que se distinguía por lo cariñosa, Maruquita, que se sube, para quedar a mi altura, a la base de hormigón armado sobre la que descansaba Sam, y que se pone a lamerme la mejilla.

– ¡Ay Maruquita, qué loca que sos! ¿No te da miedo de que te infecten los humanos?

Mandé la imparcialidad al carajo y le di el doble. No le pidan equidad al amor que el amor es ciego.

– Muchachitas, me voy, hasta más tarde. A las diez viene una belleza del Central Park a visitarnos. ¡Y dejen la pichadera que ya no caben y se acabó el arroz!

Les hablaba en colombiano.

Cuando me iba algo le cayó de arriba a Sam y se encendió el loco. El loco, el monocorde, el energúmeno, el malgeniado, el maniático, el monotemático. Y como se pone un perro rabioso a ladrar se puso a triturar. ¡Más bolsitas, por Dios, qué pesadilla!


Como muerto que estoy, planeando desde este techo sobre este cuarto y la vida mía, dejo por mi soberana voluntad y real gana el Admiral Jet para volver con Darío una noche cerrada a Colombia el matadero. Por una de esas carreteritas fantasmagóricas del país de Thánatos por las que de noche no transita un vivo porque lo matan y lo sacan de sufrir, vamos en ese Studebaker nuestro cargado de muchachos subiendo de curva en curva rumbo al Alto de Minas, una cumbrecita cualquiera de los Andes perdida en la vastedad de mi recuerdo. Los faros delanteros horadan la niebla y le abren dos huecos de luz al fantasma en la panza, pero por las ventanillas laterales nada se ve: sabemos que a lado y lado de la carretera está el abismo esperándonos. Pues medio siglo después ahí sigue el desgraciado en lo mismo, esperándonos, porque por más aguardiente que tomara, a Darío jamás se le iba la mano. Manejaba con pulso firme y por ciencia infusa, supervisado por el espíritu Santo. Curva a la derecha, curva a la izquierda, otra curva a la derecha, otra a la izquierda, y así, de curva en curva ascendiendo por la espiral empinada. Ya arriba, uf, por fin, en el abrupto Alto de Minas, coronada montaña, paramos para tomarnos un aguardiente y nos bajamos del carro. Pasa la botella de boca en boca, de muchacho a muchacho, y mientras el licor bendito se va acabando nos va encendiendo el alma.

– ¡Fuera ropa! O a qué creen que subimos hasta aquí, bellezas, ¿a divisar el paisaje?

No se veía a un palmo. La niebla era tan densa que se podía apartar con la mano. ¿Y el frió? ¡Cuál frió! Para eso estaba el aguardiente, para calentarnos el motor de adentro. De día o de noche, se vea o no se vea, no hay mejor lugar en el planeta Tierra para tomarse uno un aguardiente que el Alto de Minas, subiendo de Medellín a Santa Bárbara para bajar después a La Pintada. Se lo digo yo que he andado. Ahí se da la compenetración más absoluta del sitio con el licor y del licor con el alma. Por algo ha reinado en Colombia ese bendito doscientos años, indiscutido, inagotable, sin que lo acabe nadie ni lo desbanque nada. De él se nutren el partido conservador, el liberal, la iglesia católica, el narcotráfico, el hampa común y común y corriente, la guerrilla, las ilusiones, las ambiciones, los sueños. El embeleco de Cristo un día pasará en ese país novelero: el aguardiente nunca. Sin aguardiente Colombia no es Colombia. Su unión con él es la consubstanciación hipostática.

Desnudos pero envueltos en la niebla, alucinados, ¿qué hacíamos en la cumbre de esa carreterita desierta por la que de noche no se aventuraba un alma? Hombre, existir, que es lo que hacemos todos todos los días, ir arrastrando lo mejor que podemos este negocio.

Volvemos al Studebaker y emprendemos la bajada por la otra ladera de la montaña. Y ahí vamos, como locos, barranca abajo zigzagueando, serpenteando, culebreando, en nuestra cama ambulante.

En una curva cualquiera, digamos la diez mil veintiuno, pasa el cristiano en Colombia sin previo aviso, de sopetón, de tierra fría a tierra caliente si va bajando, o al revés si va subiendo. De suerte, amigo europeo, que los habitantes de la susodicha curva (un matrimonio jovencito con quince hijitos amontonados en una casita de un solo cuarto promiscuo) pasan del invierno al verano si bajan un metro por la carretera, o del verano al invierno si lo suben, ¿me lo podrá creer? Así de loco es el trópico. Y si yendo usted en camión o en carro se le atraviesan unas rocas como de derrumbe en mitad de la carretera, entonces adiós Panchita porque ése es un retén de bandoleros, y de lo que va a pasar ya no es de un simple clima al otro sino de este toldo al otro toldo. Para morir nacimos y lo demás son cuentos. No se le olvide, amigo. Memento mori.

Como mi recuerdo va en bajada, a toda, haciendo rechinar las llantas, he aquí que en la enésima curva empiezo a aspirar el hálito de la tierra caliente y que me llega, entre efluvios de marraneras y pesebreras, como un relámpago que alumbra la noche cerrada, un aroma que me recuerda a Santa Anita, un olor de azahares, de naranjos en flor.

Había en Santa Anita un naranjal y en el naranjal un naranjo que producía unas naranjas fantásticas, las «ombligonas», así llamadas por un botón arrugado como un ombligo que tenían en la cáscara. Dulces, dulces, dulces. Según mi abuelo, que era un hombre necio, sólo se podían cortar con la «medialuna» (un alfanjito filudo encajado en un palo que guardaba en su cuarto), y al atardecer: no arrancándolas a tirones con la mano bajo el solazo porque se secaba el naranjo. Para probarle que no, que no se secaba, y de paso que no nos iba a imponer su voluntad, con la indicada mano las arrancábamos a tirones bajo el indicado solazo. ¡Ay abuelo, las iras que te hacíamos dar por cariño! Te sofocabas, te sulfurabas, te calentabas, se te subía la adrenalina y se te bajaba la bilirrubina. Y con la adrenalina arriba y la bilirrubina abajo, congestionada la cara, sudorosa la frente, perdida la cabeza, echando chispas por los ojos y babaza por la boca se te salía lo Rendón. En uno de esos berrinches tremebundos te dio la embolia que te paralizó el lado izquierdo.


– Abuelito, ¿por qué sos así, tan rabicundo, a quién saliste? No te enojés tanto por tan poca cosa que te hace daño. ¿Para qué querés esas naranjas? ¿Te las vas a comer todas? ¡O es que te las pensás llevar a la tumba! Si se te paraliza el otro lado por otra rabia no vas a poder ni ir al baño. Meditá, pensá, razoná, no seás loco.

De cáscara gruesa que se pelaba fácil y cascos repletos de botellitas jugosas, las naranjas ombligonas de Santa Anita me endulzarán cada que las necesite y hasta el día del juicio, en que mi señor Satanás se servirá llamarme a su reino, el recuerdo.

En La Pintada hay dos farallones picudos como dos tetas, que se yerguen apuntando al cielo, tentando a Dios. Por entre ellos surge la luna, la luna loca, la luna roja, roja de sangre. Las nubes se apartan a su paso y el astro demente sube y alumbra al mundo. Entonces el machete y la tea toman posesión de la noche: tumban cabezas, queman veredas, hacen de las suyas. Colombia, la gran alcahueta, los deja hacer. Que acaben con lo queda, hasta con el nido de la perra como decía mi abuela.

Bravo a veces pero esta noche calmadito, hipócrita, por La Pintada pasa el Cauca arrastrando sus aguas traidoras color de barranco. Por un puente colgante lo cruzamos. El puente se bambolea a nuestro paso, incierto como un borracho. Si caemos no salimos. En eso este río es como el perro López: insaciable, voraz, avorazado, lo que agarra no lo suelta. Y por virtud del susodicho perro, pillo redomado, tunante taimado, bribón disimulado, truhán quintaesenciado, cejijunto lujurioso, hidrófobo rabioso, rufián rapaz, pozo sin fondo, uñas de gato, presidente de México, espejo de malnacidos, prototipo de granujas, paradigma de bellacos, vuelvo al cuarto y al concierto de los zancudos, que me zumban en el oído con una frecuencia de seiscientos hertz. Si, definitivamente el que caiga al Cauca de él no sale, ése es un río traicionero. Tiene tantos remolinos en sus aguas como malas intenciones en el alma. Soñé entonces que en su bamboleo el puente nos tiraba al río. Hundiéndonos en el agua revuelta y turbia, desesperados, tratábamos mi hermano y yo de salir del carro. Desperté ahogándome, con el sol en los ojos.

¿Darío? -llamé angustiado, pero no me contestó.

Corrí a su cuarto y no estaba. Lo encontré abajo en el jardín bajo el sol mañanero hojeando un viejo álbum de fotos. Marchitas fotos, descoloridas fotos de lo que un día fuimos en el amanecer del mundo. De papi, de Silvio, de Mario, de Iván, de Elenita, el abuelo, la abuela… Para nunca más.

– ¿Le estás pasando revista al cementerio?

– Mira.

Y me señaló entre las fotos una de dos niños como de cuatro y cinco años:

– Nosotros.

Él de bucles rubios con un abrigo, yo detrás de él con una camisa a rayas abrazándolo.

– ¿Ésos fuimos nosotros? ¡Cuánta agua ha arrastrado el río!

– El Cauca -comentó-. Anoche soñé que lo cruzábamos en el Studebaker por el puente viejo de La Pintada, y que él se nos lanzaba al agua.

Me quedé de una pieza, querido amigo: habíamos soñado lo mismo. Y es que le voy a decir una cosa: al final Darío tenía el alma sincronizada con la mía, sueño por sueño, recuerdo por recuerdo. Pero no se asombre demasiado que por algo era mi hermano: veníamos del mismo punto, del mismo hueco, unas entrañas oscuras llenas de lamas y babas.


De preñez en preñez, de parto en parto, poseída por una furia reproductiva que la impelía a amontonar hijos y más hijos en una casa de espacio finito regido no por la enmarihuanada mente de Einstein sino por el inflexible axioma de que un cuerpo no puede ocupar simultáneamente el lugar que ya ocupa otro, tratando de ajustar los doce apóstoles pero sin lograrlo porque también le nacían mujeres, entre niños y niñas la Loca pasó por el número doce y se siguió rumbo al veinte. A los doce hijos mi casa era un manicomio; a los veinte el manicomio era un infierno. Una Colombia en chiquito. Acabamos por detestarnos todos, por odiarnos fraternalmente los unos a los otros hasta que la vida nos dispersó.

Transcurridos varios años de separación volví a encontrarme con Darío en Bogotá, lejos de ella, y entonces pudimos ser hermanos. Y en prueba de mi cariño le regalé su primer muchacho: de dieciséis añitos tiernos, con un mechón de cabello en la frente y ojos color de esmeralda. Cierro los míos, pardos, para evocarlo, y:

– ¡Quitate la ropa, niño! -le digo.

Era tanta su perfección y su belleza que empiezo a creer en la existencia de Dios. Se llamaba Andrés.

– ¿Si te acordás, Darío, del Andresito que te regalé en Bogotá cuando nos reconciliamos y te contagié el vicio de los muchachos?

– ¿Cuál?

– ¿Cómo que cuál? ¡El más hermoso, no te hagás!

Pero no se estaba haciendo: simplemente el citomegalovirus le había borrado el caset.


Pasado el parto, la gran matrona se instalaba cuarenta días en reposo entre sábanas blancas a mandar. Que tráiganme esto, lo otro, lo otro. Que llévense ese café con leche que está frió y me lo calientan.

– ¡Eh, carajo, ustedes si no sirven ni pa calentar un café! Me lo trajeron hirviendo. ¿Qué van a hacer sin mí cuando me muera?

No se moría. Pasaban los cuarenta días del reposo y otra vez vivita a tierra a revolver, a amontonar, a desamontonar, a desbarajustar, a desparramar, a desorganizar, a patasarribiar, a desordenar lo que entre todos habíamos ordenado en la tregua que nos dio el simún. Inútil todo intento de orden ante tan decidida vocación de caos.

Y salida de un parto se apuntaba ipso facto para otro. Entonces tomó la costumbre de irse a misa embarazada caminando desde la casa de la calle del Perú donde nacimos sus primeros veinte vástagos, hasta la iglesia salesiana del Sufragio donde nos bautizaron, a cuatro cuadras, exhibiendo a los cuatro vientos y por las cuatro cuadras su barriga impúdica. ¡Las vergüenzas que me hacía pasar! Una mujer preñada es un foco de alerta pública, un bochorno familiar. La gente la ve y piensa: «Se la metieron». Y si no, ¿de dónde resultó ese globo inflado con dos patas poniendo cara de Gioconda? No se me vayan a ir de este mundo sin antes torcerle el pescuezo a alguna.

Entamborada siempre, llueva que truene, truene que diluvie, a perpetuidad, la desvergüenza de esa barriga loca sólo tenía un punto posible de comparación: su lengua soez que hijueputiaba a marido, hijos, vecinos, policías, curas, lo que se le atravesara:

– Si no me das de comulgar ya, en el acto, me voy -amenazaba la multípara-. Tengo quince hijos y no me puedo soplar una misa entera, ¿o es que crees que me sobra el tiempo como a vos? Primero la obligación que la devoción, cura hijueputa.

Eran las culebras, ranas, sapos que tenía adentro revolviéndosele con el nuevo hijo que venía en camino. Que dizque ella podía ser lo que quisieran, menos puta. Y ése era su gran orgullo. Las putas, muy señor mío, mientras no paran para mí son damas de mi más alta consideración. Desde aquí les mando a todas mis respetos.

La parturienta profesional, la bestia proliferante, la Mona Lisa plácida con la inteligencia de un pájaro y la placenta de un mamífero, iba pariendo alegremente hijos como San Pedro llueve y truena cuando se desfonda el cielo. He de vivir, lo juro, hasta escribirme una monografía sobre este espécimen de la fauna humana para el Zoological Journal. O si se me dan las luces y se me enciende el foco, un Tratado de la Maldad Pura dedicado, in memoriam, a Tomás de Aquino y Duns Scotto, teólogos.

Esa foto de esos niños y ese sueño de ese río resumen con la verdad profunda de lo que decanta el tiempo mi relación con Darío. De niños, cuando éramos él y yo solos y aún no nacían los otros, nos unió el cariño. Después el genio disociador de la Loca nos separó. Después la vida nos volvió a juntar, con sus muchachos. Y juntos seguimos hasta el final en que nos acogió en su asilo de ancianos la que empieza por eme.

A él en Medellín, en la casa de Laureles, atiborrado de morfina. A mí unas horas después, en mi apartamento de México, cuando me dieron la noticia por teléfono. Me encontraron con el aparato en la mano, azuloso, translúcido, rígido, cual un San José estofado tallado en madera. Como no alcancé a colgar, la llamada desde Medellín le costó a Carlos, que fue el que la hizo, lo que valía esa casa. Bueno, dicen, yo no sé, ni me importa. A los muertos nos importa un pito lo que cuestan o no cuestan las casas.

Vinieron los de la funeraria, colgaron el teléfono, y tras de envolverme en una sábana y montarme en una camilla me sacaron los originales con los pies por delante. Al de la Procu (la Procuraduría venal mexicana) hubo que darle mordida para que me dejara cremar. ¿Que por qué, si eso era lo que quería, no lo había hecho constar por escrito ante un notario? Que para eso estaban.

Se le acallaron sus reparos al mendigo con unos pesos. Y en el Panteón Civil de Dolores, sito en la segunda sección del Bosque de Chapultepec de esta inefable Ciudad de los Palacios, bajo un cielo de smog me cremaron. Entré al horno desnudo, avanzando sobre una banda mecánica. Y no bien transpuse la boca ardiente del monstruo, umbral de la eternidad, estallé en fuegos de artificio. En la más espléndida explosión de chispas verdes, rojas, violáceas, amarillas. ¡Tas, tas, tas, viva la fiesta, qué hijueputa! Me sentí una pila de Bengala de esas que quemábamos en navidad en Antioquia.

Jamás sospeché que una poesía tan luminosa se me albergara en las tripas. Y aunque mi deseo era acabar en las de los gallinazos para alzar con ellos el vuelo, no se me dio. Aquí no hay gallinazos. Aquí lo que hay son priístas: aves carroñeras que se arropan con la bandera tricolor y se alimentan de los despojos de México.

Arrepiéntome, Señor, de todo lo dicho y hecho. De las ilusiones que alimenté, de los sueños que soñé, de los muchachos con que me acosté, y ni se diga de los con que no me acosté porque no alcancé, pues el pecado mayor del cristiano es el no cometido.


A Lucio Domizio Enobarbo, Nerón, protector de Séneca y Petronio, amante de la gramática y la retórica como yo, impulsor de una muy sabía reforma fiscal y calumniado durante dos mil años por el cristianismo difamador, le dedico las páginas que siguen de este deshilvanado recuento de verdades.

Tras la semana de tregua que nos dio la Muerte la sulfaguanidina dejó de funcionar y la diarrea le volvió a Darío, esta vez para siempre, indetenible, imparable. O los médicos nos echaron la sal, o algo había en mi hermano que lo hacía diferente a las vacas.

Y para colmo, con determinación repentina decidió no volver a fumar marihuana. Y que si no comía por no fumar y se moría por no comer, que se muriera, pero que él se quería morir en sano juicio, lúcido, con la cabeza despejada.

– ¿Y para qué, por Dios, hermano, a estas alturas? ¿Vas a descubrir que está mal formulada la ley de la gravedad? Si está, y qué, ¡si vamos barranca abajo de culos, en caída libre, rumbo a los infiernos! Fumá. Fumáte este cigarrillito que te hace bien.

Y me ponía a enrollarle un «vareto» con una torpeza de neófito.

En eso estaba cuando vinieron con la noticia de que acababan de matar a mi concuñada Marta. A Marta Garzón que hizo el bien, la caridad, y que luchó por la reivindicación de la pobrería en ese pueblo de pobres e hijueputas de Envigado, Colombia la generosa, que se tarda pero que a la postre muestra siempre su lado bueno, la condecoró: con una bala. Se la pegó por mano de un sicario.

– ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?


A las siete de la mañana cuando salía de su casa con su hijita a llevarla a la escuela, de un balazo. Uno solo, aquí, en la sien derecha, sin derecho a apelaciones.

Luego llegó Manuel con sus dos niñitas de su primer matrimonio y otra noticia: que Raquelita, la menor, de seis años -brusca y rabiosa y voluntariosa como un Rendón y móvil como una veleta enchufada en el culo-, acababa de matar a un perrito.


– ¡Pero cómo -exclamé indignado.

Si. Lo había abrazado con tal fuerza que lo ahogó. ¡Lo asfixió de amor!

– Si a esta niña no le falla el desván de arriba, la calamorra -le diagnostiqué a Manuel-, pinta para bombero o lesbiana. Pero no te preocupés, hermano, que si te sale bombero, pa que apague incendios; y si te sale lesbiana, mejor, en este país lo que sobran son paridoras. Hay veinticinco millones. Mas tus tres mujeres.

Y en mi interior acongojado me consolaba de la muerte del perrito diciéndome que ya no habría de sufrir más, que se había librado del peso de la existencia.

– ¡Ah! Y por favor no se lo cuenten a Aníbal ni a Nora porque sufren -les encargué-. Díganles que el perrito está bien, muy bonito, engordando. No hay para qué hacer sufrir innecesariamente a los demás.

– Yo nunca digo mentiras, tío -replicó de inmediato Raquelita-. El perrito si se murió. Y si sufrió. Pero se fue pa'l cielo.


Y como se percatara la hijueputica, la asesina, la cínica, de que yo estaba armando un «vareto»:

– ¿Otra vez van a fumar marihuana? -preguntó, con un tonito que no se sabía si era de interrogación o de exclamación, de chantaje o de reproche, de curiosidad o burla.

– Si, Raquelita -le explicó amorosamente su papá, el que la engendró-. Es que el tío Darío la necesita para que le den ganas de comer.

– ¿Y por qué el tío no quiere comer? ¿Y por qué está tan feo y tan flaco y con esas manchas tan horrorosas? ¿Es que se va a morir?

Se soltó por fortuna un aguacero, un chaparrón de esos de allá, inopinados, que se nos vienen encima de sopetón como un sicario. ¡Y a correr a quitar la hamaca y a desmantelar la tienda de sábanas! Un rayo voló el transformador de la esquina y nos dejó dos días sin electricidad ni para calentar un café. Total, si ni café había en esa casa… Las cucarachas se desprendían de las paredes aniquiladas por la inanición; como rociadas con Flit, pero no: era física hambre. Caían las pobrecitas patasarriba y sus almitas viscosas dejaban este valle de lágrimas.


Las manchas que dijo el angelito eran el sarcoma de Kaposi, que tras de haberle invadido el cuerpo a Darío ahora le invadía la cara.

Minutos después escampó y el sol se dio a sorberse los charcos del jardín, a beber agua sucia. Indecisos como gallina timorata que da un pasito, otro, otro entrando en casa ajena, chorreaban los últimos goterones de la lluvia de las ramas del mango y el ciruelo. ¿Caigo, o no caigo? ¿Caigo o no caigo?

Cuando armaba la tienda de sábanas y reinstalaba a mi hermano en su hamaca, me puse a recordar a Tales, a Anaximandro, a Zenón, a Heráclito, a Demócrito, olvidados amigos de una olvidada Facultad de Filosofía y Letras de mi lejana juventud, y a preguntarme por la realidad de la realidad y si de veras Darío y yo estábamos vivos o éramos el espejismo de un charco. Un vaho denso ascendía del empedrado del jardín, la respiración de las piedras. Entonces, haciéndole eco el espejismo de adentro al espejismo de afuera, creí entender algo que otros antes de mí también creyeron que habían entendido, en Mileto, en Elea, en Éfeso, en Abdera: los que digo, hace milenios. Nada tiene realidad propia, todo es delirio, quimera: el viento que sopla, la lluvia que cae, el hombre que piensa. Esa mañana en el jardín mojado que secaba el sol, sentí con la más absoluta claridad, en su más vívida verdad, el engaño. Mientras Darío se moría el vaho ascendía de las piedras, vacuo, falaz, embustero, y en su ascenso hacía el sol mentiroso se iba negando a sí mismo como cualquier pensamiento.

Pero de repente ¡pum! Que me cae del mango uno maduro en la cabeza y que me enciende el foco: Newton se equivocó: no hay que multiplicar las masas, cada una actúa por separado; y no hay que dividirlas por la distancia al cuadrado sino por la distancia simple. ¡O qué! ¿Es que la gravedad va y viene como pelota de pingpong? ¡Ve a estos ingleses!

Y me puse a renegar de Newton y a comerme el mango. En mala hora porque se le antojó a Darío.

– ¡No! -grité aterrado.

– ¿Y por qué no? -protestó Gloria, que pasaba-. ¿Por qué no se puede comer el pobre un simple mango que no les hace daño a los pajaritos de Dios?

– Porque los pajaritos de Dios no tienen sida. Además cuando un pajarito de Dios se muere de indigestión con mango ni quien se entere. ¿0 has visto alguna esquela de pajarito en El Colombiano?

Y he ahí por qué la sulfaguanidina, tan eficaz en las vacas, no le sirvió a mi hermano: porque las vacas, como los pajaritos de Dios, no tienen sida. Lo que les controla la criptosporidiosis a las consortes del toro es su sistema inmunitario intacto; la sulfaguanidina es una ayudita. La mejor medicina es la que se le receta a un sano; y el mejor médico el que convence al sano de que está enfermo. Para pararle la diarrea de la criptosporidiosis a Darío primero había que restaurarle el sistema inmunitario, pero para restaurarle el sistema inmunitario primero había que contrarrestarle el sida, pero para contrarrestarle el sida no había nada, ni la novena de Santa Rita de Casia.


En ese punto de su enfermedad y del siglo mi hermano no tenía salvación. Estaba más muerto que el milenio.

Manuel llama a las doce de la noche a su casa para anunciarle a su mujer Lala (la decimoquinta, con la que tiene dos niños) que está muerto. Y Lala es tan bruta que le cree y llama a Gloría llorando:

– ¡Ay, ay, ay! -gime la viuda afligida-. Manuel murió.

Gloria, que es una mujer sensata (como yo), en vez de echarse a llorar recapacita, y entre pregunta y pregunta le pregunta que cómo supo, que quién le dijo.

– ¡Él! -contesta histérica la gemebunda. ¡Me llamó de la Calle 80 con Colombia!

Y chilla y patalea en la otra punta de la línea.

– ¡Ah! -replica Gloría tranquilizada-. Si te llamó es que está vivo, y si está vivo es que está otra vez borracho bebiendo: con cualquier puta.

– ¿Pero con cuál? -pregunta la histérica.

– ¡Ah, yo no sé! Digamos que con Irma.

– ¿Y dónde, para irlo a buscar?

– Pues en la Calle 80 con Colombia.

Y le cuelga.


Mi hermana Gloría es una mujer fantástica, de armas tomar. A su primer marido, un borrachín de siete suelas, culibajito y grosero, lo tomó una noche del cuello de la camisa, lo llevó al balcón, y desde el penthouse de su edificio de apartamentos de siete pisos del que ella es dueña (y que en un país de indigentes le produce una millonada al mes) lo soltó al vacío como un calzón cagado. ¡Tas! Cayó el borrachito de culos pataleando. Sobrevivió. Y por ahí anda con otra mujer, borracho y descaderado, engendrando hijos y más hijos y bebiendo aguardiente y más aguardiente que es lo que hacen allá. Dizque ésa es la felicidad.


Tras el episodio del mango el horror fue en aumento. La candidiasis secuela de la inmunosupresión le había ulcerado a Darío la boca y le impedía tragar hasta el suero que yo le preparaba con antimicóticos diluidos. Enflaquecido, extenuado, estupuroso, los ojos hundidos, la piel marchita, se pasaba las horas y las horas en el jardín hojeando el viejo álbum de fotos y hablando, hablando, hablando, delirando, mezclando historias de tiempos idos más venturosos. De súbito se quedaba en silencio, con la mirada ausente, perdida en el vacío, y se encerraba en un mutismo que le duraba minutos u horas.

– Pero de veras era la candidiasis la que le producía las ulceraciones? ¿No sería más bien una leucoplaquia? ¿O el sarcoma de Kaposi, que sin lugar a dudas tenía a juzgar por las manchas del cuerpo y de la cara? ¿Y podía yo jurar que la diarrea se la causaba la criptosporidiosis? Porque también podría causársela una bacteria… O un hongo… ¿Y qué le ocasionaba los episodios de demencia repentina? Una encefalitis, claro, ¿pero originada por qué? ¿Por un protozoario como el Toxoplasma? ¿O por un virus como el citomegalovirus? El solo citomegalovirus bien podía producirle la encefalitis junto con las ulceraciones y la diarrea. Pero bien podían los tres males ser producidos por tres patógenos distintos. Para determinar qué le producía qué a mi hermano, tendría que mandarle a hacer, para empezar, un examen coprológico; y para continuar, una aspiración del liquido duodenal, una biopsia endoscópica, una punción lumbar del liquido cefalorraquideo… Y más y más y más y pague y pague y págueles a estos hijos de puta. ¿Y total para qué? ¿Si le detectaban el Cryptosporidium, qué le iba a dar? ¡Sulfaguanidina! que era mi carta guardada y que ya jugué.

Además estos charlatanes de los laboratorios son unos zorros. Para no desbarrar y saber qué le ponen después a uno en el resultado, empiezan a tantear, a preguntar, como quien no quiere la cosa.

– ¿Diarreas? ¿Fiebres nocturnas? ¿Sudoraciones?

– Todo, doctor, tiene de todo -contesto yo por mi hermano muerto de la ira-: sudor, consunción, delirio, diarrea, fiebre… Póngale lo que quiera y se queda corto.

– ¿Él es de alto riesgo? -pregunta entonces el sabio echándonos miraditas disimuladas.

– De altísimo, doctor: se acuesta con cuchilleros.

– Ah… -dice.

Y ya sabe nuestro Sherlock Holmes qué es lo que tiene mi hermano. Y tras de hacernos esperar una semana, «que es lo que se tarda el cultivo», sin haber hecho ningún cultivo ni visto en su puta vida un solo criptosporidio, nos pone en el resultado: «Cryptosporidium parvum». ¿Y quién les discute que no puesto que si puede ser?


Una vez a uno.

– A ver, muéstreme el cultivo -le exigí.

Que cómo se me ocurría que él fuera a guardar en su laboratorio semejante peligro… Ni más faltaba. ¡Que lo cremó!

Angustiado, desesperado, sin saber qué hacer, tratando de aclarar la cabeza y de conservar la calma, mientras Darío se perdía en el vacío me ponía a repasar la lista de sus posibles males: histoplasmosis, toxoplasmosis, criptosporidiosis, criptococosis, coccidiomicosis, blastomicosis, aspergilosis, encefalitis, candidiasis, isosporidiasis, leucoplaquia… Cualquiera de ésas o varias de ésas o todas juntas, más las bacterias y los virus y el sarcoma de Kaposi. Lo único que podía asegurar con certidumbre era que en los cimientos del imponente edificio médicopatogénicoclinico en que se había convertido mi hermano lo que había era un sida. Que era como explicar todos los misterios del universo con Dios. Y mandando a Dios al diablo y a la puta mierda, ¡a darle al moribundo antiparasitarios y antimicóticos al cálculo! Lo cual a su vez era como tirarle a un pájaro en noche cerrada con escopeta.


Oyendo ahora el silencio frente a una pared vacía, veo subir al techo las espirales de humo de estas varitas de incienso que de unos meses para acá me ha dado por encender obsesivamente para evocar a Darío. Me paso las horas y las horas viéndolas consumirse, yéndome tras sus aros de humo en busca de su recuerdo. En un principio no sabía la razón de mi manía. Un día por asociación de humos la descubrí. Es que las varitas de incienso me recordaban las que él prendía en su apartamento, de una madera aromática que traía de la Amazonía y que se llamaba ¿cómo?

– ¿Cómo es que se llamaba, hermano?

– Palosanto.

– ¡Ah si, palosanto! Se me había olvidado.

Colillas de marihuana regadas por el piso, cajas polvosas de libros amontonadas en los rincones, una hamaca de lona hecha jirones, botellas de aguardiente vacías, sillas desvencijadas, lámparas rotas… De entre las colillas de marihuana y las cajas polvosas y las botellas vacías y las sillas desvencijadas y la hamaca en jirones y las lámparas rotas, por sobre la distancia del tiempo surge del humo la alucinada presencia de mi hermano en ese apartamento suyo, demente, de Bogotá, mientras se queman sus varitas de palosanto.

– ¿Y para qué las prendés?

– Para aromatizar el ambiente.

¡Qué va, no era para «aromatizar» nada! Era para que lo acompañaran en su soledad y se fueran quemando calladas tal y como se iba consumiendo su vida. Algo tan sutil como un hilito de humo venía a unirnos negando el tiempo. Brilla en la oscuridad la punta roja de una varita de incienso y mi hermano vuelve a la vida por la magia de Aladino.


Ya la enfermera le había desinfectado el brazo con alcohol, había llenado de anfotericina la jeringa y se disponía a inyectársela en la vena cuando le advertí:

– No se vaya a pinchar, señorita, con esa aguja, que lo que tiene mi hermano es sida.

Se puso pálida, pálida, pálida, como la Muerte de Horacio, la «pallida mors».

– Gracias por avisarme -me dijo.

– No hay de qué.


No sé por qué la gente se avergüenza tanto de las enfermedades y jamás de sus madres. La humanidad es rara. Dizque madre no hay sino una, ¡y hay más de tres mil millones! Una madre vale otra madre y sanseacabó. Para arriba o para abajo, para adelante o para atrás, esto es una sola y la misma mierda.

Por si tenía criptococosis le daba fluconazol; por si tenía histoplasmosis le daba itraconazol; por si tenía neumonía le daba trimetoprim sulfametoxazol. Y si no tenía criptococosis ni histoplasmosis ni neumonía, qué carajos, lo que no mata engorda. Si a Darío lo iban a matar los médicos o el hijueputa sida, ¡que lo matara yo! Total, a mí era al único que me dolía.

Y a los hechos me remito. Una semana antes de que yo llegara de México a encargarme de él se fueron todos de vacaciones a la Costa dejándolo en manos de la Loca. Si se moría, que se muriera que hartas cagadas les hizo en vida. ¡Por un moribundo de sida se iban a perder unas vacaciones en la Costa! ¡Ve! Solidarios si somos, pero no pendejos. Desde esta alta tribuna a Colombia entera le aseguro que fuimos siempre una familia unida. Ejemplar.

Se levantaba con dificultad de la hamaca y paso a paso, titubeando, se dirigía a la escalera, que iba subiendo lentamente, tanteando los escalones.

– Dejáme ayudarte -le decía y lo tomaba del brazo.

– No -contestaba-. Yo estoy bien.

– Bien jodido -pensaba yo-. Llevado de la hijueputa.

Luego, atravesando mi cuarto llegaba el pobre al suyo, al baño, y tras de quitarse la ropa se pesaba desnudo en una báscula.

– ¿Cuánto fue? -me preguntaba, pues la toxoplasmosis le había inflamado la retina y ya no veía bien.

– Cincuenta kilos.

Después fueron cuarenta y nueve, cuarenta y ocho, cuarenta y siete… Y se los iba anotando con un bolígrafo en una pared.

Comparando los despojos de mi hermano con los fríos resultados de la báscula llegué a una conclusión de física muy interesante: la Muerte pesa cada día menos y menos y menos. Hasta que, pues hay un umbral para todo, así como a cierta temperatura con sólo subirles una pequeñísima fracción de grado los sólidos se vuelven líquidos y los líquidos gases, en una diezmillonésima de segundo la pobre vida, que es nuestra forma optimista de llamar a la Muerte, se vuelve nada. Vivir, amigo, es irnos muriendo de a poquito, con aguardiente o sin él.

Inútil resultó la anfotericina. E inútiles el fluconazol, el itraconazol, el trimetoprim sulfametoxazol. Nada le servía a mi hermano. E incluyo en nada a un curita joven que llegó a reconfortarlo una mañana, llovido del cielo como mierda de paloma. Y lo digo por lo que van a ver. Le contaron los epidemiólogos del municipio a mi cuñado Luis Alfonso, y éste a mí, que en infinidad de casas como la nuestra infinidad de enfermos como mi hermano se estaban muriendo de lo mismo, del mal ignominioso que nadie se atrevía a mencionar. Y que en una del barrio de Boston (el mío, ay, donde bajo un cielo incierto nací), un curita joven de alto riesgo infectado se había encerrado a morir cuando se le declaró la enfermedad, arrepentido, avergonzado, escondiéndose del prójimo: una neumonía que agarró por aspirar el excremento de las palomas que venían a arrullarse en las tapias del patio lo remató.

– Padre -le pregunté entonces, tras de repetirle esta historia, al que había venido a reconfortar a Darío-: ¿no habrá respirado su colega, entre la que aspiró, mierda del espíritu Santo?

No bien se fue el curita reconfortador (todo suavidad, dulzura, sinuosidades jesuíticas de raso) tuve una ríspida discusión con mi hermano porque consideré un insulto a su inteligencia que permitiera que a esas alturas del partido viniera a hacernos la puñeta semejante embaucador con cara de culo o de Pablo VI.

– ¡Al diablo con estos tartufos agoreros! Que no entre ni uno más a esta casa.

En ese momento me enteré de que un año atrás, mientras papi se moría, la Loca había llamado en un descuido mío a uno de estos buitres ensotanados para que le administrara la extremaunción.

– ¿Y para qué diablos necesitaba la extremaunción? Si con cincuenta años de matrimonio o infierno no pagó en vida esa pobre victima lo que pudiera deber de purgatorio, entonces yo no sé con qué.

Y al terrible matacuras que hay en mí, descendiente rabioso de los liberales radicales colombianos del siglo XIX como Vargas Vila y Diógenes Arrieta, de la Revolución Francesa, el marqués de Sade, Renán, Voltaire, sectario, hereje, impío, ateo, apóstata, blasfemador, jacobino, le dio en aquella ocasión un ataque de ira santa que casi lo mata. Sobrevivió porque estaba escrito en el libro del destino que había de escribir éste. Y aquí me tienen, viendo a ver como le atino a la combinación mágica de palabras que produzca el cortocircuito final, el fin del mundo. Punto y aparte, señorita. Y no me le vaya a poner cursiva a nada, que las detesto. Y a propósito, lo de «alto riesgo» del curita de Boston, ¿cómo lo puso? ¿Simple, o entre comillas?

– Entre comillas.

– ¡Idiota! ¡Quíteselas! Uno es de alto riesgo o no es nada, y sanseacabó.

Entonces volví de golpe a mi cuarto de esa lejana casa o manicomio del barrio de Laureles y una vez más vi a mi señora la Muerte, observándome con curiosidad lujuriosa desde el cielorraso manchado por las filtraciones de la lluvia.

– I love you -me dijo.

– ¿De veras, mamita? -le pregunté.

Asintió con la cabeza y no dijo más. Y sin embargo, pese a los años transcurridos, aún me resuena en los oídos esa voz tumbal y hueca, sosegada, velada, de tonos suaves de terciopelo y asperezas de garlopa. Una voz inefable que me recuerda ¿la de quién? A ver, a ver, Alzheimer, ¿la de quién? ¿La de Hltler? No. ¿La de Churchill? No. ¿La de este puto Papa? No. ¡La de Xochitl! La reina Xochitl, reina de reinas, el travesti más portentoso que he conocido: Gustavo no sé qué ante el registro civil y a la luz del día, lenón de oficio al servicio de los más encumbrados funcionarios del PRI a los que les conseguía las mejores putas; voluminoso, carnoso, grasoso, hagan de cuenta un taquero, bastante innoble y vil él, aunque trabajo es trabajo. Pero en sus noches, ¡qué transfiguración! Gustavo se transmutaba en sus noches en la reina Xochitl, la reina de reinas, una mole del tamaño de la estatua de la Libertad y vestida como ésta de largo (a veces de verde esperanza, a veces de blanco de novia, a veces de negro luctuoso) y a la que una corte de travestis venidos de los cuatro rumbos del vasto México, del Bajio, el valle del Anáhuac, la península yucateca, la región Lagunera, le rendían pleitesía. No he conocido otra igual. Xochitl era la más bonita porque era la más horrorosa. Murió de una embolia, ahita de poder y sexo. Chasqueaba los dedos y corrían a atenderla cinco muchachones espléndidos que ya me los quisiera yo para mí. En fin, lo dicho, la difunta hablaba en vida con la voz con que me habló la Parca, poco y conciso para no ir a meter las patas.

Pero permítaseme volver atrás unas páginas para seguir adelante: al brumoso Alto de Minas que me envuelve con su manto. Así procedo yo, construyendo sobre lo ya escrito, sobre lo ya vivido. El hombre no es más que una mísera trama de recuerdos, que son los que guían sus pasos. Y perdón por el abuso de hablar en nombre de ustedes pues donde dije con suficiencia «el hombre» he debido decir humildemente «yo». Mi futuro está en manos de mi pasado, que lo dicta, y del azar, que es ciego. Y tocar el clavecín, como dijo Bach, es muy fácil: hay que pulsar la nota justa en el momento justo con la intensidad justa.


Sumidos en el mar de brumas, coronada la montaña, los faros del Studebaker horadan la noche ahuyentando los fantasmas. Abajo, en la oscuridad, se abre Colombia inmensa, y aunque no la veamos sentimos cómo palpita -tibio, acogedor, seguro- su corazón. Seguro hasta en la muerte misma que nos aplicará algún día, lo pronostico.

Nos hemos detenido en lo más alto de la carreterita desierta, hemos bajado del Studebaker y la botella de aguardiente pasa de muchacho en muchacho, de boca en boca. Cuando nos la acabamos Darío la lanza contra una roca y la botella vacía se deshace en añicos, como se había deshecho desde hacía mucho, para nosotros, esta hipócrita moral.

– Las mujeres, hermano, son gallinas ponedoras. Bonitos o no (eso poco más importa pues en caso de necesidad cualquiera sirve), los muchachos son lo más hermoso del paseo. Más que Mozart, más que Gluck. Abrí los ojos, no los cerrés que con los ojos cerrados nadie ve.


Mi tesis: que entre papas y presidentes y granujas de su calaña, elegidos en cónclave o no, a la humanidad la llevan como a una mula vendada con tapaojos rumbo al abismo.

– ¡Arre mula idiota, mula ciega! Un pasito más, que ya vas a caer.

De hecho ya está cayendo, y desde hace mucho, pero el problema es que no acaba de caer. Somos un moribundo terco que insiste en no morirse.

Pues bien, en medio de esos muchachos de caras ya olvidadas que el tiempo borró, en esa cumbre de esa montaña de esa noche ciega, Darío está más cerca de mí que nunca. Lo que la Loca había separado la vida lo había vuelto a juntar. Atrás se quedaba para siempre nuestra infancia de querellas y disensiones. Adelante se abría ante nosotros, ancho, desmesurado, inmenso, un panorama de espléndidas miserias.

Las ratas del Admiral Jet del que mi hermano fue «super» vuelven de vez en cuando a visitarme. Y no son otras, no son las hijas de las hijas de las hijas de las que conocí en su sótano; son las mismas, preservadas de la Muerte y el olvido por virtud de mi memoria.

– Muchachitas: aquí me tienen, en otro país y en otro tiempo, negando el tiempo. Más jodido que de costumbre y hecho un viejo, pero queriéndolas siempre. Jamás he traicionado un amor.

Acostado sobre el frió piso de cemento me dejo invadir por la oscuridad. Y en el acto, confluyendo en ese sótano ciego, corazón de la Tierra, de los humildes socavones del subsuelo van surgiendo mis hermanas las ratas que vienen a olfatearme, a lamerme con sus lengüitas húmedas, y en el hálito de sus respiraciones pausadas siento el don de sus almas. Nos amamos, gústele o no le guste a este Papa. A esta travestida polaca y a sus esbirros del Opus De¡ y de la Compañía de Jesús, que Nuestro Señor Satanás acoja sin dilaciones en su caldero hirviendo. ¡O qué! ¿Va a dejar este Diablo idiota que se nos vaya impune a cantar al cielo semejante pandilla internacional de mafiosos? Si hay Dios tiene que haber un Diablo que cobre las cuentas sucias de este mundo y nos investigue de paso las de los bancos vaticanos, a ver si las encuentra tan católicas. Dios si existe pero anda coludido con cuanto delincuente hay de cuello blanco en el planeta. Este viejo es como los presidentes colombianos: un alcahueta del delito, un desvergonzado, un indigno. O como Luxemburgo, Llechtenstein, las Islas Caimán, Suiza: un paraíso fiscal con lavadero de dólares. Mientras Él exista existirán siempre aquí abajo, en este desventurado valle de lágrimas, el ecumenismo o globalización, la corrupción, la impunidad, la coima. El único que puede acabar con los cuatro jinetes del Apocalipsis es el Diablo.

Afuera nieva y los copitos blancos van cayendo con suavidad callada sobre la calle lúgubre del West Side donde vivimos Darío y yo. Los moradores del Admiral Jet, negros y puertorriqueños que el Social Security alcahuetea y que el Partido Demócrata solivianta, se instalan en las noches en el porche a fumar y a beber cerveza (más tarde adentro, en la abyección de sus covachas, se inyectan heroína). Cuando subo del sótano a la acera la nieve los está echando y los hace entrar.

– ¡Hey, super! -me saludan los negros, dándome el cargo de mi hermano.

– ¿Cuántos inodoros taponaron hoy, hijos de la gran puta? -les respondo con mi más amplía sonrisa, en español, y ellos creen que les estoy diciendo que están muy bonitos.

Desde el fondo negro de sus almitas negras a su vez se sonríen, y entran al edificio escombrándome la entrada de basura humana. Mi deseo más ferviente esta noche es que se queme esta deleznable caja de cartón con esta bazofia adentro no bien pare de nevar y no haya nieve que extinga el fuego. Que ardan el edificio y sus fornicadores de paredes. ¿Odio luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor. Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las toco me calienta el alma. En cuanto a los que se llaman a si mismos «racionales» -blancos, negros, verdes o amarillos- ah, eso ya sí es otro cantar, mejor dejemos así la cosa.

Nunca entendió Darío mi amor por los animales. No tuvo tiempo. Sus múltiples devociones se lo impidieron: muchachos, aguardiente, basuco, marihuana… Una sola de ésas da para una vida, se lo digo yo que de todas he probado y que las he dejado por el amor que digo. Y que quede claro para terminar con este penoso asunto que los demagogos obnubilados tacharán de «racista», que yo a los negros heroinómanos de Nueva York no los odio ni por negros ni por heroinómanos ni por ser de Nueva York, sino por su condición humana. Unos seres así no tienen derecho a existir. O por lo menos no lo tienen a que los siga manteniendo el Social Security mientras nosotros los colombianos, por virtud de Colombia la generosa que nos echó, tengamos que lavar en la susodicha ciudad de mierda los inodoros. Punto y aparte, señorita, y no me le vaya a quitar al párrafo ni una palabra que por la verdad murió Cristo.


En la lobreguez viscosa del útero ciego donde se gestan todas las desdichas humanas, pugnando por salir, no sé cómo no le provoqué a la Loca un choque anafiláctico con semejante incompatibilidad de caracteres. Salí por fin, al sol, al aire, al mundo, a esa casa de la calle del Perú, futuro manicomio, donde me recibieron como a un rey. Un rey sin reino. Yo fui el primero de los veintitantos vástagos que la empecinada tuvo, victimas inocentes de un desenfreno reproductivo sin ton ni son, sin son ni término, en virtud del cual habrían de ir ocupando, por riguroso turno, el mismo hueco negro lodoso, baboso, lamoso, esa víscera hueca con forma de redoma, cieno del lodazal. Darío fue el segundo, mi primer hermano. Queda una foto de él conmigo, de niños, que mi tío Argemiro tomó. El de bucles rubios y con un abrigo; yo de pelo lacio caído sobre la frente y con una camisa a rayas, abrazándolo. A Argemiro por esas fechas le había dado por ser fotógrafo. Luego fue fabricante de casitas de juguete y, como era de esperarse dada su raza obtusa, desaforado reproductor: le salían a su mujer los hijos de a dos, de a tres, de a cuatro, de a cinco… jugó durante años a la lotería y se la ganó, pero en hijos.


Han llovido los años sobre esa foto y ahora mi hermano se está muriendo. Mi hermano pero no por los genes disparatados de una loca sino por el dolor de la vida. Lo mejor que le podía pasar a él era que se muriera. Lo mejor que me pudiera pasar a mí era que él siguiera viviendo. No concebía la posibilidad de vivir sin él.

Cuando la sulfaguanidina fracasó y la diarrea se le volvió a declarar fui con mi cuñada Nora a una farmacia veterinaria por amprolio, un remedio para el cólera de los pollos que le fui dando de a cucharaditas, diluido en un vaso de agua.

– ¿Hervida?

– Si, doctor, mas no bendita. La de las pilas de las iglesias, con todo y lo bendita, bulle de todos los gérmenes habidos y por haber. Dios nos libre y guarde de ella. No hay bendición de obispo que mate a un microbio.

Esa sola dosis de amprolio le alcancé a dar: fue como gasolina rociada sobre un incendio: la diarrea se le exacerbó y su extenuación llegó a tal punto que no pudo en adelante ni siquiera levantarse de la cama para ir al inodoro. Nada que hacer. Darío se me estaba muriendo sin remedio.

Y a mi impotencia ante el horror de adentro se sumaba mi impotencia ante el horror de afuera el mundo en manos de estas vaginas delincuentes, empeñadas en parir y parir y parir perturbando la paz de la materia y llenándonos de hijos el zaguán, el vestíbulo, los cuartos, la sala, la cocina, el comedor, los patios, por millones, por billones, por trillones. ¡Ay, que dizque si no los tienen no se realizan como mujeres! ¿Y por qué mejor no componen una ópera y se realizan como compositoras? Empanzurradas de animalidad bruta, de lascivia ciega, se van inflando durante nueve meses como globos deformes que no logran despegar y alzar el vuelo. Y así, retenidas por la fuerza de la gravedad, preñadas, grávidas, salen a la calle y a la plena luz del sol a caminar como barriles con dos patas. Ante un seto florecido se detienen. Canta un mirlo, vuela un sinsonte, zumba un moscardón. Ésa dizque es la vida, la felicidad, la dicha, que un pájaro se coma a un gusano. Entonces, como si el crimen máximo fuera la máxima virtud, mirando en el vacío con una sonrisita enigmática ponen las condenadas cara de Gioconda. ¡Vacas cínicas, vacas puercas, vacas locas! ¡Barrigonas! ¡Degeneradas! ¡Cabronas! Saco un revólver de la cabeza y a tiros les desinflo la panza.


Iba, venia, bajaba, subía, del cuarto de Darío a la cocina, de la cocina al lavadero, del lavadero al tendedero, a prepararle tés con limón que no se tomaba, o suero oral que tampoco, y a echar a lavar en la lavadora las sábanas sucias de su cama para ponerlas después a secar, a la rabiosa luz del sol o la luz demente de la luna, en el tendedero de la ropa. Lo que hizo papi por años: lavar con paciencia benedictina, con humildad franciscana, los trapos sucios de la casa. Y ésta es la hora en que este Papa manirroto que se ha parrandeado el pontificado canonizando a diestra y siniestra y devaluando la santidad hasta dejarla como el peso colombiano que quedó valiendo polvo, mierda, ¡todavía no lo santifica! ¿Qué espera? ¿No acaba pues de beatificar como a trescientos mexicanos de un plumazo, en lo que se dice un santiamén? ¡Claro! Como la sola Basílica de Guadalupe de la ciudad de México le produce más lana que Colombia entera… Por eso en santos hoy estamos como estamos: por pobres, por miserables, por harapientos. Colombianos: ¡o nos beatifican a otros tantos o ni un centavo más a esta Iglesia! ¡Les cortamos el chorro de las limosnas a estos limosneros!

Y otra vez a la escalera a subirle de la cocina al enfermo otro té con limón que no podía tragar por las ulceraciones de la garganta, y a encontrarme con que las sábanas que le acababa de cambiar ya estaban sucias. Iba entonces al closet del cuarto grande donde dormía Cristoloco a buscar otras limpias. Y así, yendo y viniendo, bajando y subiendo, me encontré maldiciendo con toda mi alma a la maldita escalera.


Mi último día en esa casa amaneció la Loca enfurruñada, destanteada cual si acabara de soñar consigo misma. Y saliendo de su cuarto a la biblioteca dice al aire, a las paredes, para que alguno obedezca:

– ¡Eh, carajo, aquí si no hay ni quien le traiga a una un café!

Como si no tuviera pies y manos la retrápoda para írselo ella misma a traer: dos pies con de a cinco dedos y dos manos con de a otros tantos. Dedos si tenía y en las cantidades estatuidas desde el Paleozoico por nuestra sabía madre la naturaleza. Lo que le faltaba era un tornillo en la cabeza. ¡El infaltable tornillo Rendón! Y digo infaltable como quien dice sol oscuro, por oximoron, pues no es que lo tengan sino que carecen de él. Por eso los Rendones no pueden subir ni bajar escaleras. En cambio si toman café.

– ¡A ver si me traen pues el café, carajo! ¡Con leche! -urge la irascible.

Yo no, por supuesto, soy la pared que no oye, que nunca ha oído. Y me metí a bañarme en el baño grande de la casa, que tenía un calentador eléctrico. Estando bajo el chorro, de repente, ¡pum!, que se corta la electricidad y se apaga el aparato. Me acabé de bañar con agua fría, y al salir del baño volvió la luz. Entonces advertí que Cristoloco salía del garaje, donde estaban los interruptores eléctricos de la casa, y comprendí en el acto: los había apagado para que me bañara con agua fría. Darío se estaba muriendo y a este hijo de su Rendona madre lo único que se le ocurría era ponerse a molestarme apagándome un calentador. Me dio tanta risa su miseria de alma, su infantilismo Rendón, que decidí despacharlo al otro toldo de un varillazo en la testuz. Uno con una varilla que había visto en el cuarto de los trastos viejos, calculado, fraternal, cariñoso: ni tan fuerte que nos manchara el piso con el laberinto de los sesos donde se anidaban sus rencores locos, ni tan suavecito que nos dejara al interfecto convertido en un vegetal con el que tuviéramos que cargar de por vida, alimentándolo por un tubo y limpiándole con bañitos de agua tibia el culo de nunca parar. Un «encarte» pues, como dicen en ese país tan expresivo. No. Ni tan fuerte ni tan suavecito: la nota justa en el momento justo con la intensidad justa, que es como siempre he tocado el clavecín. Volví al baño, me afeité, me peiné, y acto seguido, con decisión imparable, bajé a buscar en el cuarto de los trastos viejos la varilla: ahí estaba, en un rincón, con su empecinada dureza de hierro esperándome. La tomé y la blandí como un machete.

– ¿Qué vas a hacer? -me preguntó la Muerte asustada.

– Nada, mamita, lo que vas a ver.

Y poseído por la insanía de Colombia loca y de los Rendones locos que se arrastra desde los albores de esta especie loca cuando en un rapto de humanidad humanísima Caín luminoso mató al estúpido Abel, corrí a buscarlo. ¡Nulla! ¡Niente! ¡Sparito! Ni en la planta alta ni en la planta baja, se había evaporado como el espíritu de la trementina el maldito.

– ¿Dónde está Cristoloco? -pregunté hecho un demonio.

– Salió -contestó desde arriba la Loca, como si entre ella y yo no hubiera pasado nunca nada.

Paré en seco, atónito. ¿Y cómo supo a quién me refería? ¿Que buscaba a su último hijo, el engendro que de tanto poner a funcionar la máquina malparió? ¿Había adquirido acaso esta demente la capacidad de leer los pensamientos ajenos como Balzac? ¿Como Balzac el loco?

Por eso, porque mientras me afeitaba y bajaba al cuarto de los trastos viejos por la varilla el engendro salió, sólo tengo dos muertos sobre mi conciencia, que le dan un toque de caridad cristiana a «Los caminos a Roma»: un gringuito muy bonito con el que me crucé en España, y una concierge de Paris.


Pasados tantos años y repensando desde el presente con cabeza fría la rabia hirviendo salida de toda madre que en esos instantes me dio, me doy cuenta ahora de que si papi se había convertido en la sirvienta de la Loca yo estuve a un paso de convertirme en la de la Muerte. Dos trabajos sucios le había hecho ya a la haragana y quería más… ¡No más faltaba!


Esa noche volvieron los zancudos del insomnio, «les musiciens», a zumbar sobre mi cama de juguete obra de Argemiro el loco. Mientras en el cuarto contiguo Darío deliraba y discutía en su delirio con los basuqueritos de la Carrera Séptima, yo en el mío, para no oírlo, me ponía a hacer el balance de la quiebra. Sacando cuentas esto no había sido más que un espejismo siniestro, una patraña burda de ilusiones liquidadas que por lo menos ya estaba llegando al final, en un tinglado que se caía a pedazos entre sombras rotas. Ascendí desdoblándome, y penetrando con mis ojos de búho, de lechuza, la oscuridad, vi abajo desde arriba, desde el techo, a ese pobre tipo en esa pobre cama al garete en el mar del tiempo. El tipo se levantó y caminó unos pasos hacía el sillón vacío, el sillón en que la abuela se sentó sus últimos años a esperar a la Muerte. La noche se desgranaba en instantes que pesaban como eternidades.


Descendiendo en círculos cada vez más cerrados, en tirabuzón, concéntricos, van bajando los zopilotes del cielo, del techo azul de Dios sobre Playa del Carmen, la de moda. ¿A quién vieron que se va a morir? A mi amigo R.M., cuyo nombre callo por esta discreción que nos caracteriza a los muertos en hablando de otros muertos, muy distinguido él, caballero del Santo Sepulcro y diplomático ante la Santa Sede y quien, convertido de un mes al otro en un cadáver ambulante por la enfermedad innombrable, volvió de Roma a México a morir, mas no sin antes irse a disfrutar una temporadita de la vida en la susodicha playa donde lo detectaron desde arriba los zopilotes, esto es, los buitres mexicanos, sus correligionarios del PRIgobierno, que empezaron a bajar en los círculos que dije, concéntricos, y una vez abajo a seguirlo, a saborearse de antemano el banquete que les esperaba, dando saltitos de contento en la arena de la playa y en las rocas. Los zopilotes son así, saben quien va a morir. Como los curas y los médicos, huelen en los vivos a los muertos. Cuando los zopilotes más atrevidos se le acercaban demasiado a R.M. y le revoloteaban por la cara, mi pobre amigo se los espantaba con un sombrero de jipijapa.


Esa noche fue la última: al amanecer me marché para siempre de esa casa. Y de Medellín y de Antioquia y de Colombia y de esta vida. Pero de esta vida no, eso fue unos días después, cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío porque se estaba asfixiando, porque ya no aguantaba más y rogaba que lo mataran. Y en ese instante, con el teléfono en la mano, me mori. Colombia es un país afortunado. Tiene un escritor único. Uno que escribe muerto.

Me mori pues sin alcanzar a colgar y ahora, desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad viendo los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos, me pregunto por ociosidad una cosa: ¿de cuánto habrá sido la cuenta que le pasaron a Carlos porque no colgué? ¿O se habrá cortado sola la llamada? ¿Pero es posible en el mundo telefónico de los vivos que una llamada se corte sola? Ya ni sé. Ni me importa.


A las cinco de la mañana me levanté, me vestí, metí mi ropa en mi maleta y pedí por teléfono un taxi para el aeropuerto. Me marchaba sin despedirme de Darío, sin decirle adiós. ¡Pero cuál Dios, hombre, pendejo, Dios no existe! ¡Qué va a existir ese viejo hijueputa! Mientras abría el portón de la calle noté que se había quedado sin llave. ¡Cómo! ¿Un portón sin llave una noche entera en la plenitud de Colombia? ¿Estaban locos, o qué? ¡Claro, como ya no estaba papi! ¡Como se les había ido el celadorsirvienta que les cocinaba y les lavaba la loza y la ropa y que infaltablemente, antes de irse a dormir, verificaba que hubieran apagado las parrillas de la estufa y cerraba con doble llave el portón de la calle! ¡Bobito! ¡Ingenuo! ¡Como si en tu país se hicieran mucho problema en abrir una puerta porque le pusiste dos llaves o tres! Si te la quieren abrir y no cede, te la vuelan con una bomba. Y si te quieren matar y no sales, te incendian la casa. Con fuego sale hasta el más remiso. Sale porque sale y con el culo chamuscado al aire libre de Colombia.

A riesgo de convertirme en una estatua de sal miré hacía atrás y vi arriba en la escalera a la Loca mirándome, viéndome ir. Salí, cerré tras de mí la puerta, y en ese instante afuera un sol sombrío surgió de las montañas y se detuvo ante mi ex casa el taxi: traía el radio prendido. Subí con la maleta y el taxi arrancó.

– Señor -le pedí al chofer-, apague el radio y le pago el doble de lo que cueste el viaje.

El asesino lo apagó.

Cuando iniciábamos la subida por la carretera de Rionegro se soltó a llover: una lluvia densa, cerrada, que ocultaba el paisaje. Así que la última vez que vi a Antioquia fue unas semanas atrás, bajando a Medellín del aeropuerto, a mi llegada. ¡Quién iba a decirlo, quién iba a saber!

Lo último que me pidió Darío fue que hiciera las paces con Cristoloco y la Loca, que les perdonara lo que les tuviera que perdonar. ¿Pero cómo? me pregunté estupefacto. ¿Los muertos decidiendo por los vivos? ¿Está eso en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre? ¡Que se mueran los que se van a morir y no jodan! ¿O es que alguna vez el que se moría me hizo caso a mi? Ni una, que yo recuerde.

– ¡No! -le contesté con un no más rotundo que el planeta Tierra.

Y mientras el taxi avanzaba por la carretera de Rionegro alejándome de él, volví a verlo como lo vi a mi regreso bajo su tienda de sábanas, esperando a que el horror de la Muerte viniera a librarlo del horror de la vida. Volví a verlo turbiamente, en mi recuerdo encharcado.


A la entrada del cementerio de San Pedro, en Medellín, Colombia, se alza el Ángel del Silencio sobre un pedestal de mármol: con el índice sobre la boca nos indica que hay que callar.

– A callar, súbditos de la Muerte, que acabáis de entrar en su oscuro reino.

¿La Muerte? ¡Cuál Muerte, ángel pendejo! La Muerte, si te digo la verdad, a mí siempre me hizo en vida los mandados. En cuanto a mi entierro en tan ilustre camposanto donde se han podrido tantos de mis amados paisanos, imposible porque ya en México me cremaron: costó una fortuna en mordidas a los del Ministerio Público el permiso para mi cremación.

Las llantas del taxi surcaban los charcos abriendo a su paso abanicos de agua. Ya sabía yo que nunca más iba a volver, que ése había sido mi último regreso.

Como un perro que orina para indicar que por ahí pasó, la Loca se pasó la vida pariendo hijos: le iban saliendo de las entrañas, de sus profundidades oscuras como el infierno con los imborrables genes Rendón. Imborrables, digo, porque hasta donde yo sepa, con todo y los progresos que dizque ha hecho la humanidad, aún no ha inventado el borrador de genes. Por lo pronto, de mi álbum de fotos, de daguerrotipos, la voy cortando con unas tijeras de donde aparece: está en los bautizos, en las primeras comuniones, en las bodas, en los entierros, ubicua como Dios Padre o como Balzac. En los bautizos quería ser la bautizada; en las primeras comuniones, la comulgante; en las bodas, la novia; y en los entierros, ¡la muerta! Me ha quedado un álbum de fotos mutiladas, una verdadera masacre de recuerdos tijereteados.

Arroyos enloquecidos bajaban de la montaña volcándose sobre la carretera, y un viento rugiente nos mentaba la madre y nos aventaba la lluvia en ráfagas de abalorios.

– Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac -iban diciendo con apremio las plumillas del parabrisas rebasadas por el agua.

¿Qué pasó en últimas con el capo vaticano, el farsante Wojtyla, el tartufo, el beato, el travesti polaco, que no lo veo cantando en estas alturas azules entre los angelitos de Dios? ¿Finalmente murió? Si murió ha de estar entonces en la oscuridad de los profundos infiernos.

No se veía a un palmo. De una curva a la otra nos encontramos ascendiendo a contracorriente de un río. Como un miserere doliente llovía la lluvia sobre la capota del taxi. ¿La «capota»? así llamábamos de niños al techo del carro de papi. Todo cambia, todo pasa, todo se acaba, los idiomas y las palabras también. De tantas que se le han muerto a éste acabó por morirse el santo.

– ¡Qué bueno que descansó! -comentaba la Loca cuando se enteraba de la muerte de alguno.

¿Y para qué trajo entonces semejante chorro de hijos a este mundo sacándolos de la paz del otro, de la imperturbabilidad del notiempo, también llamado eternidad? ¿Para que giraran con el planeta estúpido trescientos sesenta y cinco días al año durante años y años hasta que, gastada a más no poder la máquina, cansada, harta, volvieran humildemente al punto de partida, comidos por los gusanos o las llamas? Los hubiera dejado donde estaban. Lo que sobra sobra.

Entramos a una explanada. ¿Llano Grande? Las llantas del taxi seguían surcando los charcos, y la lluvia doliente cantando su salmodia. Sonó el teléfono y contesté: era Carlos para darme la noticia de que acababa de morir Darío. En ese instante entendí que se acababan de cortar mis últimos vínculos con los vivos. El taxi se iba alejando, alejando, alejando, dejándolo atrás todo, un pasado perdido, una vida gastada, un país en pedazos, un mundo loco, sin que se pudiera ver adelante nada, ni a los lados nada, ni atrás nada y yendo hacía nada, hacía el sin sentido, y sobre el paisaje invisible y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas la lluvia.

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