Egwene estaba tumbada boca abajo en la cama de Nynaeve, mirando cómo ésta recorría una y otra vez la habitación. Elayne se encontraba displicentemente sentada delante de la chimenea, donde todavía permanecía la ceniza del fuego encendido la noche anterior. Elayne, empero, volvía a examinar la lista de nombres que les había entregado Verin, leyendo pacientemente todos los datos reunidos en ella. Las otras páginas, la lista de los ter’angreal, se hallaban en la mesa; después del estupor que les había causado la primera lectura, no habían vuelto a tomarlas en consideración, pese a haber hablado de todo lo demás. Y también discutido por ello.
Egwene reprimió un bostezo. Era tan sólo media mañana, pero ninguna de ellas había dormido gran cosa. Habían tenido que madrugar mucho, para ir a preparar el desayuno en las cocinas, y por otras cuestiones en las que prefería no pensar. El poco rato que había conseguido dormir había estado ocupado por desagradables sueños. «Tal vez Anaiya podría ayudarme a interpretarlos, al menos aquellos que no entiendo, pero… ¿Pero y si es del Ajah Negro?» Después de haberse planteado, una por una, si las mujeres que se hallaban en esa habitación subterránea la noche anterior eran del Ajah Negro, le resultaba difícil depositar su confianza en alguien aparte de sus dos compañeras. Ardía, no obstante, en deseos de encontrar la manera de desentrañar el significado de esos sueños.
Aun habiéndola hecho despertar ahogada en sollozos, las pesadillas que guardaban relación con lo sucedido en el interior del ter’angreal eran fácilmente comprensibles. También había soñado con los seanchan, con mujeres ataviadas con vestidos decorados con relámpagos en el pecho, a la cabeza de una larga hilera de mujeres encadenadas que llevaban anillos con la Gran Serpiente, a las cuales obligaban a descargar rayos de fuego sobre la Torre Blanca. Aunque la había devuelto a la vigilia bañada en sudor, aquel episodio seguramente no pasaba de ser una simple pesadilla. Al igual que el sueño en que los Capas Blancas maniataban a su padre. Probablemente una pesadilla debida a la añoranza. Pero los demás…
Volvió a posar la mirada en las otras dos mujeres. Elayne seguía leyendo y Nynaeve continuaba deambulando con pasos regulares por la habitación.
Había soñado que Rand alargaba una mano hacia una espada que parecía de cristal, sin ver la fina red que caía sobre él. Lo había visto, asimismo, arrodillado en una sala donde un viento abrasador barría el polvo sobre el suelo, llevando en sus alas unas criaturas iguales a la reproducida en el estandarte del Dragón, pero mucho más pequeñas, que iban a prenderse en su piel. En otro sueño, Rand se introducía en un gran agujero de una negra montaña, iluminado con un resplandor rojizo, como si en su fondo ardieran enormes hogueras, y también él había protagonizado un sueño en el que luchaba contra los seanchan.
Aun cuando dudaba respecto a aquel último sueño, sabía que los demás tenían que tener algún significado. En el tiempo en que tenía la certeza de poder confiar en Anaiya, antes de abandonar la Torre, antes de enterarse de la existencia real del Ajah Negro, había formulado, con mucho tacto para que ella creyera que sólo la movía la curiosidad, unas cuantas preguntas a la Aes Sedai y había averiguado que los sueños de una Soñadora concernientes a los ta’veren casi siempre encerraban un significado y que, cuanto más poderoso fuera el ta’veren en cuestión, la importancia de su contenido era más segura.
Pero Mat y Perrin también eran ta’veren y en sus sueños de aquella noche habían estado, asimismo, presentes ellos dos. Habían sido sueños extraños, de sentido aún más indiscernible que los protagonizados por Rand. Perrin aparecía dos veces, una con un halcón en los hombros y otra con un azor. No sabía por qué, pero estaba convencida de que eran hembras los dos. El azor asía en sus garras una cuerda con la que trataba de rodear el cuello de Perrin. Aún ahora sentía escalofríos al recordarlo; no le gustaba nada que tuviera relación con ataduras. Y en el otro sueño un Perrin barbudo guiaba una manada de lobos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los referentes a Mat habían sido incluso más desagradables. En uno, Mat colocaba su propio ojo izquierdo en una balanza; en el otro, colgaba por el cuello de la rama de un árbol. También tuvo un sueño habitado a un tiempo por Mat y los seanchan, pero que estaba dispuesta a calificar de mera pesadilla; no podía ser de otro modo. Al igual que aquel en que Mat hablaba en la Antigua Lengua, que sin duda se había producido a raíz de lo que había escuchado en el transcurso de su curación.
Suspiró, y el suspiro se convirtió en otro bostezo. Ella y sus amigas habían ido a verlo a su habitación después del desayuno, pero no lo habían encontrado.
«Seguramente está con energías suficientes para irse a bailar. ¡Luz, ahora tal vez sueñe con él bailando con los seanchan! Basta de sueños —se dijo—. Ya volveré a pensar en ellos cuando no me encuentre tan cansada». Pensó en las cocinas, en la comida del mediodía que pronto habrían de preparar, y luego la cena, y el desayuno del día siguiente, y las cazuelas y la limpieza y el fregar durante toda una eternidad. «En el supuesto de que llegue el momento en que no me sienta cansada». Cambió de posición en la cama y volvió a mirar a sus compañeras. Elayne seguía concentrada en los papeles, y Nynaeve caminaba con paso más pausado. «De un momento a otro, Nynaeve volverá a decirlo. De un momento a otro».
Nynaeve se paró y fijó la vista en Elayne.
—Deja eso. Los hemos revisado veinte veces, y no hay ni una palabra que sirva de ayuda. Verin nos dio basura. La cuestión es la siguiente: ¿era todo de cuanto disponía, o nos dio basura a propósito?
«Exactamente. Ahora pasará media hora más o menos hasta que vuelva a repetirlo». Torciendo el gesto, Egwene se miró las manos, contenta de no poder distinguirlas con claridad. El anillo con la Gran Serpiente parecía… fuera de lugar en unas manos arrugadas a consecuencia de la larga inmersión en jabonosa agua caliente.
—Es útil conocer sus nombres —disintió Elayne, sin dejar de leer—. Y también lo es saber qué aspecto tienen.
—Sabes muy bien a qué me refiero —espetó Nynaeve.
Egwene suspiró y, doblando los brazos sobre el pecho, apoyó la barbilla en ellos. Cuando había salido del estudio de Sheriam esa mañana, con los primeros destellos del sol en el horizonte, Nynaeve estaba esperando con una vela en el frío y oscuro pasillo. Aunque apenas se veía, estaba segura de que Nynaeve de buena gana se habría dado de cabezadas contra la pared, aun a sabiendas de que ello en nada modificaría la situación. Ése era el motivo por el que estaba tan irritable. «Es tan susceptible en cuestiones de orgullo como cualquiera de los hombres que he conocido. Pero no debería emprenderla con Elayne ni conmigo. Luz, si Elayne puede soportarlo, ella también debe ser capaz. Ya no es la Zahorí».
Con la mirada perdida en actitud reflexiva, Elayne no parecía acusar la irritación de Nynaeve.
—Liandrin era la única Roja. El resto de los Ajahs perdieron dos Aes Sedai cada uno.
—Oh, cállate, chica —espetó Nynaeve.
Elayne meneó los dedos de la mano izquierda para enseñar el anillo con la Gran Serpiente, asestó una significativa mirada a Nynaeve, y continuó hablando.
—No hay ninguna nacida en la misma ciudad y no más de dos provienen del mismo país. Amico Nagoyin, sólo cuatro años mayor que Egwene y yo, era la más joven. Joiya Byir podría ser nuestra abuela.
A Egwene no le gustó nada que una mujer del Ajah Negro se llamara igual que su hija. «¡No seas idiota! Es muy normal que se repitan los nombres, y tú nunca has tenido una hija. ¡No era real!»
—¿Y adónde nos conduce eso? —Nynaeve hablaba con excesiva calma, lo cual era indicio de que estaba a punto de estallar como un carro lleno de explosivos—. ¿Qué secretos has averiguado que se me hayan pasado por alto a mí? ¡Claro, como yo me estoy volviendo ciega y vieja!
—De esto se desprende que todo está demasiado bien distribuido —declaró con calma Elayne—. ¿Por qué azar iban a estar tan minuciosamente repartidas las características de edad, de lugar de origen, de pertenencia a Ajahs, de trece mujeres elegidas sólo por su condición de Amigas Siniestras? ¿No debería haber quizá tres Rojas, o cuatro nacidas en Cairhien, o simplemente dos que tuvieran la misma edad si todo fuera fortuito? Disponían de mujeres entre las que elegir o de lo contrario no habrían escogido siguiendo una línea preconcebida. Todavía hay miembros del Ajah Negro en la Torre, o en otro lugar del que no tenemos conocimiento. Ésta es mi deducción.
—¡Luz! —exclamó Nynaeve, dándose un feroz tirón de trenza—. Puede que tengas razón. Has desentrañado secretos que yo no he visto. Luz, confiaba en que todas se hubieran marchado con Liandrin.
—Ni siquiera sabemos si ella es la cabecilla —señaló Elayne—. Alguien podría haberle ordenado que… se deshiciera de nosotras. —Torció la boca—. Mal que me pese, sólo se me ocurre una razón por la que se hayan tomado tantas molestias para que la única conclusión que pueda sacarse de la identidad de las fugitivas sea precisamente la no reiteración de características. Creo que eso significa que en el Ajah Negro sí se repiten ciertas constantes.
—Si existen unas pautas —aseguró con firmeza Nynaeve—, las averiguaremos. Elayne, si el hecho de observar a tu madre dirigiendo la corte te ha enseñado a pensar de ese modo, me alegra que hayas aplicado con detenimiento tu lógica. —La sonrisa con que le correspondió Elayne formó hoyuelos en sus mejillas.
Egwene observó con atención a Nynaeve. Por fin parecía superar su humor de perros. Alzó la cabeza.
—A menos que quieran hacernos pensar que ocultan una pauta, para que perdamos tiempo indagando algo inexistente. No digo que no exista, sólo que aún no lo sabemos. Busquémosla, pero opino que no debemos centrar exclusivamente la atención en ello.
—Ya era hora de que despertaras —observó Nynaeve—. Pensaba que te habías dormido. —Pese a sus palabras, seguía sonriente.
—Tienes razón —reconoció con disgusto Elayne—. He construido un castillo de paja. Con algo aún menos consistente que la paja. Con deseos. Quizá tú también estés en lo cierto, Nynaeve. ¿De qué sirve esta…, esta basura? —Cogió una hoja del pliego que tenía delante—. Rianna tiene el pelo negro con una mecha negra encima de la oreja izquierda. Si me encuentro lo bastante cerca para verlo, será una proximidad no buscada. —Tomó otra página—. Chesmal Emry es una de las Curadoras más notables que se han visto en años. Luz, ¿os imagináis que os curara alguien del Ajah Negro? —Otro papel—. Marillin Gemalphin siente un gran cariño por los gatos y se desvive por curar a los animales heridos. ¡Gatos! ¡Baah! —Formó una pelota con los papeles, aplastándolos con las manos—. Es basura inútil.
Nynaeve se puso de rodillas junto a ella y le apartó las manos de los papeles.
—Puede que sí y puede que no. —Alisó con cuidado las hojas sobre el pecho—. Tú has encontrado algo en ellas por donde comenzar a investigar. Quizá con paciencia localicemos algo más. Contamos con la otra lista, además. —Nynaeve y Elayne dirigieron preocupadas miradas a Egwene.
Egwene rehuía mirar la mesa donde se hallaban los otros documentos, como también rehusaba pensar en ellos, en un infructuoso intento que no conseguía borrar de su mente la lista de los ter’angreal que había quedado ineludiblemente impresa en su memoria.
Una varilla de cristal claro, lisa y totalmente transparente, de veinticinco centímetros de longitud y dos y medio de diámetro. Aplicación desconocida. Último estudio realizado por Corianin Nedeal. Siguiente artículo: una estatuilla de una mujer desnuda en alabastro, de un palmo de altura. Aplicación desconocida. Último estudio realizado por Corianin Nedeal. Siguiente artículo: un disco, aparentemente de hierro común, pero no afectado por la herrumbre, de siete centímetros de diámetro, finamente grabado en los cantos con una espesa espiral. Aplicación desconocida. Último estudio realizado por Corianin Nedeal. Siguiente artículo… Demasiados artículos, y más de la mitad de los de «aplicación desconocida» habían sido estudiados por última vez por Corianin Nedeal. Trece exactamente.
Egwene se estremeció. «Estoy llegando a un punto en que me repele pensar en ese número».
Los objetos conocidos de la lista, menos numerosos y de uso práctico no del todo definido en muchos casos, le resultaban apenas menos inquietantes que los otros. Un erizo esculpido en madera, aproximadamente del tamaño de la última falange del pulgar de un hombre. Un objeto anodino, y sin duda inofensivo, que adormecía a toda mujer que intentara encauzar por medio de él. Su única consecuencia era un pacífico sopor del que despertaba al cabo de medio día sin haber soñado y, sin embargo, a ella casi se le erizaba la piel sólo de pensarlo. Había otros tres ter’angreal relacionados de algún modo con lo onírico. Había leído con una sensación cercana al alivio la descripción de una aflautada vara de piedra negra, de casi un metro de longitud, que producía balas de fuego, con la anotación PELIGROSA Y CASI IMPOSIBLE DE CONTROLAR que Verin había escrito tan vigorosamente que había rasgado el papel en dos sitios. Egwene seguía sin tener idea de en qué consistían las balas de fuego, pero, aunque parecía algo extremadamente peligroso, no cabía duda de que no tenía nada que ver con Corianin Nedeal ni con los sueños.
Nynaeve dejó en la mesa las páginas que había recuperado de manos de Elayne y vaciló unos instantes antes de extender las otras y recorrer con el dedo una hoja y luego la siguiente.
—Aquí hay uno que le gustaría a Mat —dijo con voz fingidamente alegre y despreocupada—. Artículo: agrupación de seis dados con puntos, unidos por las esquinas, de menos de cinco centímetros de ancho. Aplicación desconocida, con la salvedad de que al canalizar a través de él parece que la suerte se inclina en un sentido, o se deforma. —Comenzó a leer en voz alta—. Los dados arrojados presentaron la misma cara en todas las ocasiones, y en una prueba cayeron de canto mil veces seguidas. —Soltó una risa forzada—. A Mat le encantaría.
Con un suspiro, Egwene se puso en pie y se encaminó algo tiesa al hogar. Elayne se levantó y la observó en silencio al igual que Nynaeve. Egwene se arremangó e introdujo la mano en la chimenea. Sus dedos rozaron lana en la repisa y enseguida sacó un tiznado calcetín. Luego se quitó una mancha de hollín del brazo, llevó el calcetín a la mesa y lo puso boca abajo. El retorcido aro de piedra rayada giró sobre la madera y fue a pararse sobre una página de la lista de ter’angreal. Durante unos momentos permanecieron inmóviles, mirándolo.
—Tal vez —concedió al cabo Nynaeve— haya sido un simple descuido de Verin el no haber reparado en la reiteración de ter’angreal estudiados por última vez por Corianin. —Su voz no transmitía mucha convicción.
Elayne asintió, pero dubitativamente.
—Una vez la vi caminando empapada bajo la lluvia y le llevé una capa. Estaba tan absorta en sus cavilaciones, que no creo que se hubiera dado cuenta de que llovía hasta que le puse la capa sobre los hombros. Es posible que se le haya pasado por alto la coincidencia.
—Quizá sí —convino Egwene—. De lo contrario, debió prever que yo me fijaría en ello tan sólo con leer una vez la lista. No lo sé. A veces creo que Verin es más perceptiva de lo que demuestra. No sé.
—En definitiva, Verin no está libre de sospecha —se lamentó Elayne—. Si es del Ajah Negro, saben exactamente lo que estamos haciendo. Y Alanna. —Dirigió una incierta mirada de soslayo a Egwene.
Egwene se lo había contado todo. Salvo lo ocurrido en el interior del ter’angreal durante la prueba; su insuperable renuencia a hablar de ello era idéntica a la que sentían Nynaeve y Elayne respecto a las experiencias vividas en sus exámenes. Por lo demás, les había referido todo lo sucedido en la sala del ter’angreal, las revelaciones de Sheriam sobre la terrible debilidad que implicaba la capacidad para encauzar, todas y cada una de las palabras pronunciadas por Verin, importantes o no por igual. La única parte a la que no dieron inmediato crédito fue la referente a Alanna; las Aes Sedai no hacían cosas así. Nadie que estuviera en su sano juicio se comportaba de ese modo, y menos una Aes Sedai.
Egwene las miró con rabia, imaginando que volverían a repetir lo mismo. «Se supone que las Aes Sedai tampoco mienten, pero Verin y la madre parecen rozar peligrosamente el límite de la verdad en lo que revelan. En principio ellas no deberían ser del Ajah Negro».
—Me cae bien Alanna. —Nynaeve se dio un tirón de trenza y luego se encogió de hombros—. Oh, de acuerdo. Tal… Es decir, obró de una manera extraña.
—Gracias —dijo Egwene. Nynaeve asintió con la cabeza como si no hubiera percibido el sarcasmo.
—Sea como fuere, la Amyrlin está al corriente de ello y puede vigilar más fácilmente a Alanna que nosotras.
—¿Y qué me decís de Elaida y Sheriam? —inquirió Egwene.
—Elaida nunca me ha suscitado simpatía —confesó Elayne—, pero no puedo creer que sea del Ajah Negro. ¿Y Sheriam? Es imposible.
—Habría de ser imposible para cualquiera de ellas —bufó Nynaeve—. Nada indica que deban ser mujeres que nos resultan desagradables. Pero no pienso hacer blanco de sospechas…, ¡de ninguna clase de sospechas!, a nadie. Para ello necesitamos más datos en los que basarnos que el mero hecho de que hayan podido ver algo que no nos conviene. —Egwene asintió con la misma prontitud que Elayne, y Nynaeve prosiguió—. Le diremos esto a la Amyrlin, sin cargar innecesariamente las tintas… en el supuesto de que cumpla su palabra de venir a vernos. Si te encuentras con nosotras cuando venga, Elayne, recuerda que ella no sabe nada de tu participación.
—No lo olvidaré —aseguró fervientemente Elayne—. Pero deberíamos disponer de algún otro medio para comunicarnos con ella. Mi madre lo habría planeado mejor.
—No si no pudiera confiar en sus mensajeros —disintió Nynaeve—. Esperaremos, a menos que vosotros consideréis que debamos sostener una conversación con Verin. Nadie se extrañaría por ello.
Elayne vaciló antes de negar débilmente con la cabeza. Egwene fue más rápida y decidida en su negativa; ya fuera debido a su proverbial distracción o por otros motivos, Verin había omitido demasiados detalles para merecer su confianza.
—Bien. —Nynaeve evidenciaba una completa satisfacción en la voz—. La verdad es que me complace que no podamos hablar con la Amyrlin en el momento que elijamos. De este modo podemos tomar nuestras propias decisiones, obrar cuándo y cómo nos convenga, sin que ella nos marque cada paso. —Volvió a recorrer con la mano las páginas que detallaban los ter’angreal robados como si las releyera y luego la cerró sobre el anillo de piedra rayada—. Y la primera decisión concierne a esto. Es lo primero que hemos visto que guarda una conexión real con Liandrin y las otras. —Miró ceñuda el aro y aspiró profundamente—. Esta noche dormiré con él.
Egwene le quitó sin vacilar el anillo de la mano. Aunque hubo de vencer tremendos reparos, le satisfizo su pronta reacción.
—Yo soy la que dicen que podría ser una Soñadora. No sé si eso me aporta alguna ventaja, pero Verin me advirtió que era peligroso utilizarlo. Quienquiera que lo pruebe, necesita todo el apoyo posible.
Nynaeve se agarró la trenza y abrió la boca como si fuera a protestar.
—¿Estás segura, Egwene? —fue, no obstante, lo que dijo—. Ni siquiera sabemos si eres de cierto una Soñadora, y yo puedo encauzar más Poder que tú. Sigo pensando que…
—Puedes encauzar más —la interrumpió Egwene— si estás furiosa. ¿Quién te asegura que te enfurecerás en un sueño? ¿Dispondrás de tiempo para enfadarte antes de que las circunstancias te exijan encauzar? Luz, si ni siquiera sabemos si es factible encauzar en sueños. Tienes razón: es la única conexión que tenemos, y, si alguien debe utilizarlo, debo ser yo. Quizá sea realmente una Soñadora. Además, Verin me lo dio a mí.
Aunque parecía dispuesta a discutir, Nynaeve acabó por asentir con desgana.
—Muy bien. Pero Elayne y yo estaremos a tu lado. Ignoro qué podemos hacer, pero, si algo sale mal, tal vez logremos despertarte o… Te acompañaremos. —Elayne realizó un gesto afirmativo. .
Ahora que se habían mostrado de acuerdo, Egwene notaba un vacío en el estómago. «Yo las he convencido. Ojalá no deseara que siguieran queriendo disuadirme». Entonces reparó en la mujer que se hallaba de pie en el umbral, una mujer con un vestido blanco de novicia y un par de largas trenzas.
—¿Es que no te han enseñado a llamar a las puertas, Elsa? —la reprendió Nynaeve.
Egwene ocultó precipitadamente en la mano el anillo de piedra con la curiosa sensación de que Elsa había estado observándolo.
—Os traigo un mensaje —anunció Elsa sin inmutarse. Recorrió con la mirada los papeles diseminados en la mesa y luego a las tres mujeres que había en torno a ella—. De parte de la Amyrlin.
Egwene cambió una mirada de asombro con Nynaeve y Elayne.
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Nynaeve.
—Las pertenencias que dejaron Liandrin y las demás —respondió Elsa, enarcando una ceja como si le divirtiera el contenido de su mensaje— se guardaron en el tercer almacén que queda a la derecha de la escalera principal del segundo sótano debajo de la biblioteca. —Tras volver a lanzar una ojeada a los papeles de la mesa, se fue sin premura ni lentitud.
Egwene sintió que le faltaba aliento. «Nosotras no nos atrevemos a confiar en nadie, ¿y la Amyrlin decide confiar precisamente en Elsa Grinwell?»
—¡Seguro que esa necia irá con el cuento a cualquiera que se pare a escucharla! —Nynaeve se encaminó a la puerta.
Egwene se agarró la falda y se le adelantó a la carrera. Le resbalaron los zapatos en el suelo, pero percibió una mancha blanca que desaparecía por la rampa más cercana y se precipitó tras ella. «Debe de ir corriendo también para encontrarse ya tan lejos. ¿Por qué correrá?» El claro vestido desaparecía ya por otra rampa. Egwene continuó siguiéndola.
De pronto se detuvo, confusa, al pie de la rampa cuando una mujer se plantó ante ella. Quienquiera que fuese, no cabía duda de que no era Elsa. Vestida y aderezada con plata y blanca seda, despertó en Egwene sentimientos que nunca había experimentado. Era, con diferencia, más alta, más hermosa que ella, y la mirada de sus negros ojos la hacían sentirse pequeña, delgaducha y un tanto zarrapastrosa. «Seguramente también puede encauzar más Poder que yo. Luz, es probable que nos supere en inteligencia a las tres juntas. No es justo que una mujer…» De repente cayó en la cuenta del curso que estaban tomando sus pensamientos y se le arrebolaron las mejillas. Jamás en su vida se había sentido inferior a ninguna mujer, y no estaba dispuesta a empezar entonces.
—Eres intrépida —dijo la mujer—. Es una audacia ir corriendo así, sola, en un lugar donde se han cometido tantos asesinatos. —Parecía casi complacida.
Egwene irguió el cuerpo y se alisó apresuradamente el vestido, procurando que no lo advirtiera la desconocida, aun a sabiendas de que no se le escaparía ese detalle, y lamentando que la hubiera visto corriendo como una chiquilla. «¡Basta de tonterías!»
—Perdonad, pero estoy buscando a una novicia que tomó esta dirección, creo. Tiene unos grandes ojos oscuros y el pelo negro, recogido en dos trenzas. Es un poco gorda y en cierto modo bonita. ¿Habéis visto por dónde se ha ido?
La mujer la miró de hito en hito desde su altura con aire de regocijo. Aunque no estaba segura, Egwene tuvo la impresión de que su mirada se había detenido un instante en el puño donde guardaba el anillo de piedra.
—No creo que la alcances. La he visto, y corría a gran velocidad. Me temo que ya debe de encontrarse lejos de aquí.
—Aes Sedai…
Egwene no tuvo ocasión de preguntarle por qué lado se había ido Elsa. Aquellos negros ojos emitieron un destello de ira, o tal vez de fastidio.
—Ya he perdido bastante tiempo contigo. Tengo asuntos más importantes que atender. Vete. —Señaló con la mano el camino por donde había venido Egwene.
Su voz era tan imperiosa que Egwene se volvió y ya había retrocedido tres pasos cuando tomó conciencia de lo que hacía. Erizada de rabia, se giró de nuevo. «Tanto si es una Aes Sedai como si no, voy…»
No había nadie en la galería.
Escudriñando su entorno, descartó las puertas más cercanas, que daban a habitaciones donde nadie vivía, salvo tal vez los ratones, y echó a correr rampa abajo. Miró a diestro y siniestro, y siguió con la vista la curva que trazaba la galería. Se asomó incluso a la barandilla para observar el pequeño Jardín de las Aceptadas y las restantes galerías que se reproducían arriba y abajo. Vio dos Aceptadas, una de ellas Faolain y la otra una mujer que conocía sólo de vista. Pero no había ninguna mujer ataviada con plata y seda blanca en ninguna parte.