Fue la presencia del padre lo que me retuvo en el convento. Si hubiera sido por mí, no hubiese durado tanto. Yo tenía hábito de intemperie, de silencio verdadero, de soledad, y todo ese tráfico me mareaba. Por otra parte, el padre había adivinado que de la religión que debía regenerarme yo no percibía otra cosa que el ruido monótono de palabras sin sentido y la repetición ritual de manipulaciones vacías. En los primeros días, antes de que el padre me tomara a su cargo, me habían puesto en manos de un exorcista para que, con fórmulas latinas, me librara de mis demonios. Después de varias semanas, el padre intervino y consiguió que me dejaran en paz. Yo empecé por servirle la mesa, por poner orden en su celda, y él, poco a poco, me fue enseñando a leer y a escribir, y como vio que progresaba rápido, decidió informarme de otras cosas porque, me dijo, yo acababa de entrar en el mundo y había llegado desnudo como si estuviese saliendo del vientre de mi madre. Yo casi nunca hablaba, y él respetaba mi silencio. Hay, me dijo una vez, poco tiempo antes de morir, dos clases de sufrimiento: en una, se sabe que se sufre y, mientras se sufre, una vida mejor, cuyo gusto persiste ioda-vía en la memoria, es escamoteada; en la otra, no se sabe, pero el mundo entero, hasta la más modesta de sus presencias, se presenta, para el que lo atraviesa, como un lugar desierto y calcinado. Ese sufrimiento ignorado, me decía el padre, sin mirarme por temor, sin duda, de verlo aparecer sin que yo mismo me diese cuenta en los relieves de mi cara, los exorcistas podían, si gustaban, con sus latinismos, ponerse a hostigarlo, pero era seguro que no existía sonda capaz de darle alcance y que, para borrarlo del mundo había, al mismo tiempo, que aniquilar el mundo con él.

A ese hombre bueno, que había encarado las cosas desde la dimensión justa que exige, sin entregar nada a cambio, lo verdadero, lo trajeron en un anochecer de verano, de vuelta al convento, callado y ausente y con la barba blanca apenas ensangrentada. Padre es, para mí, el nombre exacto que podría aplicársele -para mí, que vengo de la nada, y que, por nacimientos sucesivos, estoy volviendo, poco a poco, y sin temblores, al lugar de origen. No bien la tierra volvió a cerrarse sobre él, junté las pocas cosas que tenía, monté a caballo, y fui a perderme por un tiempo en las ciudades.

Los primeros, fueron años de sombra y ceniza. Yo deambulaba, como extinguido, por muchos mundos a la vez que, sin ley que los rigiesen, se entremezclaban, o más bien por cascaras de mundo, por tierras exangües en cuyas estepas errabundeaban, a su vez, despojos sin espesor que guardaban, a causa de quién sabe qué prodigio, una apariencia vagamente humana. Algún milagro, seguro, me mantuvo en vida. Muchos días, la mendicidad y los basurales me daban de comer. Otros, trabajos temporarios y subalternos. Es verdad que los tiempos eran difíciles y que las costumbres de mi vida no coincidían mucho con las del resto de los hombres, pero debo reconocer que del choque con el mundo me había quedado, por esos años, una especie de aturdimiento, y que mis razones de vivir, e incluso mis ganas, eran casi inexistentes. Hasta ese entonces, el ser y el vivir habían sido una y la misma cosa y el ir viviendo había sido para mí un manantial de agua amarga pero ininterrumpida y firme; a partir del regreso, mi vivir fue volviéndose algo extraño que yo veía desenvolverse a cierta distancia de mí mismo, incomprensible y frágil, y que el más mínimo temblor desmoronaba. Mi vivir había sido como expelido de mi ser, y por esa razón, los dos se me habían vuelto oscuros y super-fluos. A veces, me sentía menos que nada -si por sentirse nada entendemos la calma bestial y la resignación; menos que nada, es decir caos lento, viscoso, indefenso, cuya lengua es balbuceo, y que por ser justamente menos que nada y por no poseer ni siquiera la fuerza ajena del deseo, se debate en el limbo espeso y como ciego del desprecio de sí mismo y de los sueños de aniquilación.

Una paz imprevista, sin embargo, en un lugar cualquiera, me esperaba. Una noche, en un comedero, unas personas que se emborrachaban en la mesa de al lado, después de la cena, entraron, ya no me acuerdo cómo, en conversación conmigo. Eran dos hombres, uno viejo y uno joven, y cuatro mujeres. Al observar que yo había estudiado un poco pensaron que era un hombre de letras, y supe que ellos, en cambio, eran actores. El vino nos acercó. Iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, representando comedias para ganarse, con ese juego infantil, una vida miserable. Pero el viejo, que rengueaba un poco y que a pesar de su pobreza poseía cierta dignidad, era inteligente y no desdeñaba el placer de la conversación. Cuando se percató de que yo conocía el latín, el griego, que no ignoraba ni a Terencío ni a Plauto, me propuso que me uniese a ellos para compartir peligros y beneficios. El joven, que era su sobrino, llamaba primas a todas las mujeres. Sin dejar traslucir que para mí se trataba de elegir entre el teatro y los basurales, y con el coraje que infunde el vino nocturno, acepté la propuesta.

Salimos, de ese modo, a los caminos. Desde el carromato, yo veía desfilar olivos, trigo, pedregales. Esos campos vacíos me recordaban, a veces, el gran ayer único de mi vida. Un día en que acampábamos, entre unos árboles, en la proximidad de un arroyo, en una de esas siestas de primavera que segregan delicia, Mientras los demás dormían o se paseaban, plácidos, Por el campo, le conté al viejo mi historia. Me escuchó entre compadecido y maravillado y, cuando terminé, empezó a argumentar con entusiasmo, pero en voz baja y afiebrada, acercándoseme, mirando de reojo de tanto en tanto para todos lados, como si tuviese miedo de que lo que estaba proponiéndome, que para él parecía tener tanto valor como un tesoro enterrado, fuese oído por espías desconocidos que podían aprovecharse de sus proyectos. Según el viejo, lo que me había ocurrido hacía ya tantos años se había sabido en todo el continente, y todavía se hablaba de esos hechos con la tenacidad repetitiva con que se evocan las leyendas. Si nuestra compañía creaba una comedia basada en los acontecimientos y anunciaba su representación, nos esperaba, sin duda alguna, la riqueza. Con los ojos entrecerrados, sin parpadear, desde muy cerca y algo inclinado hacia mí, el viejo se quedó aguardando mi respuesta. Yo sabía que nuestro arte era descabellado, y nuestros objetivos, interesados y vulgares, pero la indiferencia es muchas veces la causa secreta de las empresas más sonadas y como la compañía, a pesar de sus manejos turbios que lindaban con la delincuencia, era amistosa y leal conmigo, me comprometí a escribirles una comedia y a mostrarme en los teatros representando mi propio papel.

No fue difícil. De mis versos, toda verdad estaba excluida y si, por descuido, alguna parcela se filtraba en ellos, el viejo, menos interesado por la exactitud de mi experiencia que por el gusto de su público, que él conocía de antemano, me la hacía tachar. Cuando estuvo lista, reunió a la compañía para que se la leyera en voz alta y, cuando terminé la lectura, ese público reducido, que me había escuchado adoptando las poses más adustas e inteligentes que había podido encontrar, se apiñó a mi alrededor, felicitándome por la perfección prosódica de mis versos y por la precisión aritmética de la acción. Cuando empezamos a ensayar, el viejo interpretaba al capitán, su sobrino al resto de mis compañeros, y las mujeres a los salvajes. A mí me reservaban, como atributo natural a una entidad todavía vacía, mi propio papel.

Empezamos a representar. Después de las primeras funciones, dondequiera que íbamos nuestra fama nos precedía. Ganamos tanta que nos hicieron venir a la corte y hasta el rey nos aplaudió. Yo me maravillaba. Viendo el entusiasmo de nuestro público, me preguntaba sin descanso si mi comedia transmitía, sin que yo me diese cuenta, algún mensaje secreto del que los hombres dependían como del aire que respiraban, o si, durante las representaciones, los actores representábamos nuestro papel sin darnos cuenta de que el público representaba también el suyo, y que todos éramos los personajes de una comedia en la que la mía no era más que un detalle oscuro y cuya trama se nos escapaba, una trama lo bastante misteriosa como para que en ella nuestras falsedades vulgares y nuestros actos sin contenido fuesen en realidad verdades esenciales. El verdadero sentido de nuestra simulación chabacana debía estar previsto, desde siempre, en algún argumento que nos abarcara, porque de otro modo los aplausos y los honores que se acumulaban a lo largo de nuestra gira, las fiestas y el oro que se nos deparaba eran una prebenda injustificada. Los reyes que venían a celebrarnos debían saber más que nosotros, de otro modo era absurdo que después de nuestras funciones ordenaran por lo bajo a sus tesoreros que un reconocimiento palpable nos fuese manifestado. Yo navegaba, neutro, en ese triunfo incierto. Mis colegas, en cambio, no dudaban. Gozaban, encantados, de la inocencia perfecta y fructífera del fabulador que, más por ignorancia que por caridad muestra, a espantapájaros que se creen sensibles y afectos a lo verdadero, el aspecto tolerable de las cosas. El hecho de que un buen pasar fuese la consecuencia les parecía ser la prueba irrefutable de un orden justo y universal. Años vivimos de ese malentendido. Lo más sorprendente es que, en todo ese tiempo, ninguna voz sensata se alzó para denunciarlo. En el clamor continuo que nos celebraba yo esperaba percibir, a cada momento, el silencio escéptico o reprobatorio que señalaría, de una vez por todas, nuestra superchería, hasta que me di cuenta de que ese silencio estaba en mí desde el primer día y que su sola presencia, por entre el rumor irrazonable de cortes y ciudades, reducía muchedumbres enteras a la mera condición de títeres sin vida propia o de fantasmagorías. Aprendí, gracias a esos envoltorios vacíos que pretendían llamarse hombres, la risa amarga y un poco superior de quien posee, en relación con los manipuladores de generalidades, la ventaja de la experiencia. Más que las crueldades de los ejércitos, la rapiña indecente del comercio, los malabarismos de la moral para justificar toda clase de maldades, fue el éxito de nuestra comedia lo que me ilustró sobre la esencia verdadera de mis semejantes: el vigor de los aplausos que festejaban mis versos insensatos demostraba la vaciedad absoluta de esos hombres, y la impresión de que eran una muchedumbre de vestidos deslavados rellenos de paja, o formas sin sustancia infladas por el aire indiferente del planeta, no dejaba de visitarme a cada función. A veces, a propósito, cambiaba el sentido de mis propios parlamentos, retorciéndolos hasta transformarlos en períodos huecos y absurdos, con la esperanza de que el público, reaccionando, desbaratase al fin la impostura, pero esas maniobras no modificaban en nada el comportamiento de las muchedumbres. Algo exterior a ellos, la fama que nos precedía o la leyenda que había dado origen a la comedia, había decidido de antemano que nuestra representación debía tener un sentido, y la muchedumbre, maquinal, lo encontraba de inmediato, extasiándose con él. De otros países del continente empezaron también a llamarnos, y como en ellos se hablaban otros idiomas, para que nos entendiera todo el mundo, transformamos, una nuche, el viejo y yo, la comedia en pantomima. Un nativo del lugar contaba en un prólogo los acontecimientos principales, y después aparecíamos nosotros para representarlos. La ausencia de palabras adelgazaba todavía más la comedia que, al volverse pantomima, se transformó en un esqueleto sumario y reseco del que ya no colgaba ni un pingajo, por exangüe que fuese, de vida verdadera. La música, el color, las volteretas, les daban a esos fantasmas que contemplaban nuestras evoluciones arbitrarias la ilusión de estar absorbiendo intensidad y sentido. En todo el continente, hasta en las cortes más oscuras y más gélidas, nuestro triunfo crecía. Yo me dejaba incorporar indiferente, en ese orden que se me escapaba.

Nos alcanzaron abundancia y mundanidad. El viejo y su sobrino cobraron aspecto de caballeros. Yo acumulaba, sin saber muy bien qué hacer con ellas, las ganancias. Además de mostrarse en las tablas disfrazadas de lo que ellas pensaban que eran salvajes, las mujeres putañeaban; el tiempo que les dejaban libres las representaciones se lo pasaban en camas de principales. Ya no parábamos en carromatos sino en albergues. Nos recibían en castillos y en conventos. A mí me entrevistaban, muy a menudo, sabios y funcionarios. Yo había aprendido del viejo que las respuestas más adecuadas que podemos dar son aquellas que ya se esperan de nosotros. Satisfechos de haberlas corroborado en el exterior, mis interlocutores volvían, después de nuestros encuentros, a instalarse en la atmósfera tibia de sus propias convicciones. Yo me quedaba solo, con mi risa muda y amarga que, con los años, fue adquiriendo bajo la barba que blanqueaba la rigidez de una mueca.

A una de las mujeres, la última que se había unido a nosotros y que era la más joven, le fueron naciendo, de sus acoplamientos interesados, en cinco o seis años, tres hijos. Apenas empezaban a caminar, el viejo los disfrazaba de salvajes y los hacía subir al escenario. Me daban lástima, y me encariñé con ellos. Todos eran hijos de muchos padres, lo que equivale a decir, como yo, de ninguno. Eran dos varones y una mujercita. El viejo, que sin duda había participado, lo mismo que su sobrino, en la fecundación, los miraba de tanto en tanto y, aludiendo a la vida que llevaba la madre, sacudía compadecido la cabeza. En los ratos libres, yo les enseñaba a leer y escribir. Ellos, dóciles y como extraviados en este mundo, se me fueron apegando. Una noche, después de una función, la madre se fue con un hombre, y ya no volvió. Un amante celoso la había cosido a puñaladas y la había tirado a un costado del camino. Como había llovido toda la madrugada, el agua había lavado la sangre, de modo que sus heridas, en la carne blanca y amoratada por la violencia y la lluvia, parecían cicatrices antiguas que la muerte ponía por fin en evidencia.

Un día, después de la función, hastiado de tanta falsedad, decidí dejar la compañía. Mi preocupación por las criaturas no era ajena a la decisión. Al principio, y aunque harto también él y más cercano que yo de la muerte, el viejo no quiso saber nada, convencido de que sin mi presencia el éxito de las funciones disminuiría. Mucho no se equivocaba. Mi condición de sobreviviente genuino le daba sin duda más fuerza de convicción al espectáculo. Pero al mismo tiempo lo apenaba contrariarme, porque reconocía que gracias a mí sus negocios habían empezado a andar bien y porque, después de tantos años de verme silencioso, solitario, e indiferente a las ganancias y a las pérdidas, me había cobrado una especie de respeto, mezclado tal vez con un poco de compasión. También a mí me dolía un poco abandonarlo, porque le era útil, y además porque, como quiera que fuese, esos actores me habían sacado, por casualidad, de un pozo hondo, hasta la superficie indolora y neutra de la resignación. El viejo no quería aceptar tampoco que me llevara a las criaturas, pretendiendo que eran actores de su elenco, pero estaba seguro de que yo no cedería y no insistió demasiado. Durante horas, discutimos tratando de encontrar una solución, hasta que se nos ocurrió que el sobrino, que tenía más o menos mi edad, podía interpretar mi papel asumiendo incluso mi identidad, y que yo me comprometía a cambiar de nombre y a no escribir otras obras de teatro que contaran mi aventura. Sobre esas bases, transamos sin dificultad. Estábamos, en ese entonces, en el norte nocturno y brumoso. Y una mañana, envolviendo a las criaturas en pieles, por un camino húmedo abierto entre dos planicies de una nieve azulada y uniforme que aumentaba la impresión de ausencia y de inmaterialidad, me despedí del viejo y de los otros actores y comencé a viajar hacia el sur, durante meses, casi sin detenerme, hasta esta ciudad blanca que se cocina al sol entre viñas y olivares.

En esta ciudad nos instalamos, en la misma casa blanca en la que ahora escribo. Yo había acumulado cierta fortuna y el viejo me había dado, antes de separarnos, una parte de las economías de la mujer apuñalada. Del padre Quesada me había quedado un gusto por los libros que llenan, con su música silenciosa, el hastío de los días inacabables. En los países del norte había visto cómo los imprimían y se me ocurrió que yo podía hacer lo mismo, menos por acrecentar mi fortuna que por enseñarle a los que ya eran como mis hijos un oficio que les permitiera manipular algo más real que poses o que simulacros. No nos fue mal. En la imprenta, para las criaturas el trabajo era como un juego, y, a medida que crecían, mis ocios aumentaban. Somos, tal vez, gente sin alegría; pero nos sobran discreción y lealtad. Tengo, ahora, nietos y biznietos. Y toda esa algarabía ilumina, de tanto en tanto, la imprenta de la que llegan, a veces, durante el día, los ecos hasta mi cuarto. En los últimos años, mi vida se ha limitado a alguna que otra fiesta familiar, a un paseo cada vez más corto al anochecer, y a la lectura. De noche, después de la cena, a la luz de una vela, con la ventana abierta a la oscuridad estrellada y tranquila, me siento a rememorar y a escribir. La noche de verano, después que el rumor de las calles se va calmando, manda, hasta mi pieza blanca, olores de firmamento y madreselva que me limpian, a medida que el silencio se instala en la ciudad, del ruido de los años vividos. Muy rara vez, se pone a martillear la lluvia, y las primeras gotas, que llegan después de muchos días de calor, al golpear contra la cal árida de las paredes se secan de inmediato produciendo un chirrido bajo y rápido y una nubecita transparente. Mi costumbre de intemperie me hace tolerable el invierno, que aquí es corto y muy templado. Detrás de los vidrios, los árboles muestran una filigrana nudosa, negra y lustrada, contra el cielo azul. Todas las noches, a las diez y media, una de mis nueras me sube la cena, que es siempre la misma: pan, un plato de aceitunas, una copa de vino.

Es, a pesar de renovarse, puntual, cada noche, un momento singular, y, de todos sus atributos, el de repetirse, periódico, como el paso de las constelaciones, el más luminoso y el más benévolo. Mi habitación, aparte de una pared lateral llena de libros, está casi vacía; la mesa, la silla, la cama, los candelabros que sostienen las velas, resaltan, oscuros, entre las paredes blancas; el plato blanco, en el que se mezclan aceitunas verdes y negras que relucen un poco recién salidas del frasco que las contenía en la cocina, y el vaso alto desde el que el vino, del color de una miel delgada, deja subir su olor terrestre y áspero, reflejan, muchas veces, adoptando formas diferentes, la luz de las velas que, en el aire tranquilo, parecen reconquistar a cada momento su altura y su inmovilidad; el pan grueso, que yace en otro plato blanco, es irrefutable y denso, y su regreso cotidiano, junto con el del vino y las aceitunas, dota a cada presente en el que reaparece, como un milagro discreto, de un aura de eternidad. Dejando la pluma, empiezo a llevarme a la boca, lento, una tras otra, las aceitunas, y, escupiendo los carozos en el hueco de la mano los deposito, con cuidado, en el borde del plato. Al salir de la boca están todavía tibios, por el calor que les infunde la parte interna de mi cuerpo. Como alterno, por pura costumbre, las aceitunas verdes con las negras, los dos sabores, uno sobre el otro, me traen la imagen, regular, de rayas verdes y negras que van pasando, paralelas, de la boca al recuerdo. Y el primer trago de vino, cuyo sabor es idéntico al de la noche anterior y al de todas las otras noches que vienen precediéndolo, me da, con su constancia, ahora que soy un viejo, una de mis primeras certidumbres. Es una de las pocas, y tan frágil que no posee, en sí misma, valor de prueba. A decir verdad, más que certidumbre, vendría a ser como el indicio de algo imposible pero verdadero, un orden interno propio del mundo y muy cercano a nuestra experiencia del que la impresión de eternidad, que para otros pareciera ser el atributo superior, no es más que un signo mundano y modesto, la chafalonía que se pone a nuestro alcance para que, mezquinos, nuestros sentidos la puedan percibir. Es un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido. También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los días monótonos, la noche que los gobierna y nos va llevando, como porque sí, al matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los que sostienen, cada noche, la mano que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración.

Fui sabiendo, poco a poco, que no quedaba nada de ellos. Ya cuando el barco bajaba hacia el mar, escoltado de cadáveres, me di cuenta de que no habían sabido, cuando esa tormenta nueva empezó a golpearlos desde el exterior, ponerse al abrigo. No eran, hay que admitirlo, gente de guerrear porque sí. Rara vez, aparte de sus expediciones anuales de las que, con exactitud y limpieza, volvían con sus presas, la guerra los ocupaba, pero no eran nunca ellos los que la provocaban, a menos que los ataques que recibían de vez en cuando fuesen las represalias de sus vecinos por las víctimas que ellos iban a buscar para sus fiestas. Esas expediciones eran más bien de caza que de guerra. Y los indios eran más cazadores que guerreros, porque a las expediciones las motivaba la necesidad y no el lujo sangriento que origina toda guerra. Ellos, sin embargo, compadecían a los pueblos guerreros y parecían considerar la propensión a la guerra como una especie de enfermedad. Parecían concebir la guerra como un gasto inútil, una mala costumbre de criaturas irrazonables. No era su carácter sangriento lo que los incomodaba; lo que despertaba su reprobación eran el despilfarro y las perturbaciones domésticas que acarreaba. Cuando eran atacados, menos que llorar a sus heridos y a sus muertos, se lamentaban por el desorden que dejaba el ataque, las viviendas quemadas, los cacharros rotos, los utensilios perdidos, la suciedad. Se defendían bien, casi con facilidad; a eso podía deberse que las expediciones contra ellos fuesen poco frecuentes. Las tribus de las inmediaciones debían tenerles miedo o respetarlos


mucho, porque, en tantos años no hubo, contra ellos, más de tres o cuatro expediciones, y dos únicamente contra el caserío. En las otras ocasiones, se había tratado de ataques fugaces contra los hombres que iban a cazar. En general, los agresores salían mal parados. La rapidez inaudita de los indios los desorientaba y los sorprendía, precipitándolos en la fuga, en la derrota, o en la muerte. Hoy me parece hasta cómico verlos lamentarse, en medio de la batalla, con amplios gestos de protesta, ante una marmita volcada y rota o ante un techo en llamas que recriminaban con gritos y ademanes a sus enemigos en medio de las flechas envenenadas que atravesaban cimbreando el aire transparente. Que una flecha se incrustara en la garganta de un miembro de la familia parecía indignarlos menos que esos perjuicios. Y era evidente que, una vez terminada la batalla, se ocupaban con más atención de sus pertenencias que de sus heridos. Daban la impresión desagradable de ser pacíficos únicamente por tacañería. A los prisioneros y heridos del bando enemigo los ultimaban rápi do, sin crueldad pero sin compasión simulada, y los despojaban de armas y adornos. A veces les cortaban la cabeza o los mutilaban, y tiraban los pedazos al río. Después de la batalla, la preocupación principal era ordenar y limpiar todo; barrían, lavaban, reparaban cacharros y viviendas, de modo tal que al día siguiente nadie hubiese dicho que unas pocas horas antes muerte, fuego y desorden habían asolado al caserío.

Fue, tal vez, esa meticulosidad lo que los perdió. No es difícil que, después de retirarse tierra adentro, ante la llegada de los soldados, se hayan puesto a recapacitar sobre el estado de las viviendas o las pertenencias olvidadas y hayan vuelto para rescatarlas o protegerlas, subordinando el peligro de muerte al de gasto o desorden. La muerte, para esos indios, de todos modos no significaba nada. Muerte y vida estaban igualadas, y hombres, cosas y animales, vivos o muertos, coexistían en la misma dimensión. Querían, desde luego, como cualquier hijo de vecino, mantenerse en vida, pero el morir no era para ellos más terrible que otros peligros que los enloquecían de pánico. Siempre y cuando fuese real, la muerte no los atemorizaba. De modo que puedo imaginarlos muy bien volviendo a buscar sus pertenencias por entre el fuego de los soldados, y estoy seguro de que los cuerpos amoratados que días más tarde flotaban río abajo escoltando a los barcos no habían abandonado esta vida ni con miedo ni con tristeza. No era el no ser posible del otro mundo sino el de éste lo que los aterrorizaba. El otro mundo formaba parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo era; bastaba que una sola cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles, cobrasen, de ese modo, realidad.

Durante años, ya de vuelta de esas tierras, cuando me encontraba en la proximidad de los puertos, me sabía venir la tentación de interrogar a los marinos que volvían de viaje para tratar de adivinar, de entre sus relatos confusos, detalles que me diesen algún indicio sobre el destino de la tribu. Pero, para los marineros, todos los indios eran iguales y no podían, como yo, diferenciar las tribus, los lugares, los nombres. Ellos ignoraban que en pocas leguas a la redonda, muchas tribus diferentes habitaban, yuxtapuestas, y que cada una de ellas era no un simple grupo humano o la prolongación numérica de un grupo vecino, sino un mundo autónomo con leyes propias, internas, y que cada una de las tribus, con su propio lenguaje, con sus costumbres, con sus creencias, vivía en una dimensión impenetrable para los extranjeros. No únicamente los hombres eran diferentes, sino también el espacio, el tiempo, el agua, las plantas, el sol, la luna, las estrellas. Cada tribu vivía en un universo singular, infinito y único, que ni siquiera se rozaba con el de las tribus vecinas. Entre los indios, fui aprendiendo a distinguir poco a poco las tribus que poblaban esa tierra inacabable, y aunque los indios estaban convencidos de que si había una posibilidad de ser reales esa posibilidad les estaba reservada, y que lo que se encontraba fuera de su horizonte, es decir las otras tribus, era un magma indiferenciado y viscoso, ese magma poseía sin embargo para ellos una apariencia de existencia y era pasible de clasificación. Los modos de vida ajenos les parecían irrisorios y vanos, pero los conocían al detalle. Sabían que esos simulacros sin existencia, a los que siempre se referían con sarcasmo o ironía, se agrupaban en tribus organizadas, dispersas en leguas y leguas a la redonda. Sus peculiaridades eran siempre motivo de risa: que fuesen nómades o sedentarios, que viviesen de la pesca o de la agricultura, que comiesen regularmente carne humana o que se abstuviesen de ella por completo; que anduviesen desnudos o vestidos, que se pusiesen adornos en los labios, en el cuello o en la nariz, que viviesen en toldos de piel o en ciudades de piedra, que fumasen ciertas hierbas o que acumulasen oro o piedras preciosas, que se desplazaran a pie o en canoa, que adorasen plantas, lugares o antepasados, que su estatura fuese disminuyendo cuanto más al norte de la tribu vivían o aumentando cuanto más al sur, que fuesen pacíficos o belicosos, todo les parecía a los indios igualmente inepto, inútil y ridículo. Ellos estaban en el centro del mundo; el resto, incierto y amorfo, en la periferia. Que los marineros no lograsen individualizarlos hubiese sido para ellos una razón más de jolgorio.

Los marineros, en rigor de verdad, no sabían nada, y la única certidumbre que me quedaba de esas conversaciones era que, desde que marineros y soldados habían empezado a desembarcar en ellas, un relente de muerte flotaba en esas tierras que muchos habían confundido al principio con el Paraíso. Fue de a poco que me vino el convencimiento de que de los indios no debía quedar nada. Ya la primera batalla con los soldados debió haberlos diezmado dejándoles pocas fuerzas para las sucesivas. Me es difícil concebir a los sobrevivientes dispersos o cautivos, en otro lugar que no fuese esa playa amarilla rayada por el ir y venir exageradamente rápido de los cuerpos desnudos. El centro del mundo era también ese lugar, que llevaban en ellos y a partir del cual el horizonte visible estaba hecho de anillos de realidad problemática cuya existencia era más y más improbable a medida que se alejaban del punto de observación. Yo había podido comprobar con cuánta reticencia se alejaban de él, obligados por la crecida, y cómo trataban de acortar, por todos los medios, la distancia entre el lugar habitual del caserío y el del traslado, y cómo apenas el agua empezaba a bajar, volvían a instalarse en la costa. Era como si volviesen no al propio hogar, sino al del acontecer. Ese lugar era, para ellos, la casa del mundo. Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera de él. En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es, de mi parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la misma cosa. Dondequiera que fuesen, lo llevaban adentro. Ellos mismos eran ese lugar. En él nacían y morían, sembraban, trabajaban, y, cuando salían de pesca o de caza, era ahí adonde traían lo que recogían. Sus expediciones, eran como una prolongación elástica del lugar en que vivían; o, como lo llevaban adentro, era como si ese lugar se desplazase con ellos a cada desplazamiento. Al mismo tiempo, eran ellos los que infundían realidad a los otros lugares que visitaban; iban materializando, con su sola presencia, el horizonte incierto y sin forma. Ellos eran el núcleo resistente del mundo, envuelto en una masa blanda que, gracias a sus desplazamientos, podía obtener, de tanto en tanto, islotes fugaces de vida dura. Cuando ellos pegaban la vuelta, esa firmeza provisoria se desvanecía. Y volvían rápido, porque la poca convicción que les daba el lugar habitual se gastaba en seguida con el rigor de la ausencia. Afuera, no se sentían en lugar seguro.

Tampoco adentro. Las leyes arduas de una gran intemperie, aun en su propio hogar, los castigaban. Es cierto que ellos y el mundo eran una y la misma cosa, pero ese ser único que constituían, en vez de afirmarse por la presencia mutua, se debilitaba a causa de la in-certidumbre común. No por ser el único posible, ni el mejor de todos, el mundo de los indios era más real. Aun cuando daban por descontado la inexistencia de los otros, la propia no era en modo alguno irrefutable. En todo caso, para ellos, el atributo principal de las cosas era su precariedad. No únicamente por su dificultad a persistir en el mundo, a causa del desgaste y la muerte, sino más bien, o tal vez sobre todo, por la de acceder a él. La mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia. Un árbol, por ejemplo, no siempre se bastaba a sí mismo para probar su existencia. Siempre le estaba faltando un poco de realidad. Estaba presente como por milagro, por una especie de tolerancia despectiva que los indios se dignaban acordarle. Se la concedían a cambio de cierto provecho utilitario: fruto, leña, sombra. Pero, en su fuero interno, sabían que la verdad efectiva de ese intercambio era bastante problemática. El árbol estaba ahí y ellos eran el árbol. Sin ellos, no había árbol, pero, sin el árbol, ellos tampoco eran nada. Dependían tanto uno del otro que la confianza era imposible. Los indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. El problema provenía, no de una falta de garantía, sino más bien de un exceso. Y, además, era imposible salir de ese círculo vicioso y ver las cosas desde el exterior, para tratar de descubrir, con imparcialidad, el fundamento de esas pretensiones.

Lo exterior era su principal problema. No lograban, como hubiesen querido, verse desde afuera. Yo, en cambio, que había llegado del horizonte borroso, el primer recuerdo que tengo de ellos es justamente el de su exterioridad, y verlos atravesar la playa, entre las hogueras que ardían al anochecer, compactos y lustrosos, fue como saborear, por primera vez, el gusto de lo indestructible. Desde afuera, parecían al abrigo de duda y desgaste. En los primeros tiempos, me daban la impresión de ser la medida exacta que definía, entre la tierra y el cielo, el lugar de cada cosa. Después que sus fiestas espantosas pasaban, cuando se los veía gobernar, con rapidez y eficacia, la aspereza del mundo, podía pensarse, con toda naturalidad, que ese mundo estaba hecho para ellos y que en su interior los indios, aún cuando pasaran por zonas de confusión, no desentonaban. A veces los contemplaba durante mucho tiempo, tratando de adivinar cómo vivían, desde dentro, esos gestos que lanzaban, en el centro del día, hacia el horizonte material que los rodeaba, y si esas manos tan seguras que aferraban hueso, madera, pescado, y que moldeaban el barro rojizo hasta darle la forma de sus sueños, nunca eran invadidas, en contacto con el aire ardiente, por ninguna vacilación. Pero sus ademanes eran mudos y no dejaban transparentar ningún signo. Parecían, como los animales, contemporáneos de sus actos, y se hubiese dicho que esos actos, en el momento mismo de su realización, agotaban su sentido. Para ellos, el presente preciso y abierto de un día recio y sin principio ni fin parecía ser la sustancia en la que, de cuerpo entero, se movían. Daban la impresión envidiable de estar en este mundo más que toda otra cosa. Su falta de alegría, su hosquedad, demostraban que, gracias a ese ajuste general, la dicha y el placer les eran superfluos. Yo pensaba que, agradecidos de coincidir en su ser material y en sus apetencias con el lado disponible del mundo, podían prescindir de la alegría. Lentamente sin embargo, fui comprendiendo que se trataba más bien de lo contrario, que, para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el atardecer.

Esa comprobación la fui haciendo a medida que penetraba, como en una ciénaga, en el idioma que hablaban. Era una lengua imprevisible, contradictoria, sin forma aparente. Cuando creía haber entendido el significado de una palabra, un poco más tarde me daba cuenta de que esa mismo palabra significaba también lo contrario, y después de haber sabido esos dos significados, otros nuevos se me hacían evidentes, sin que yo comprendiese muy bien por qué razón el mismo vocablo designaba al mismo tiempo cosas tan dispares. En-gui, por ejemplo, significaba los hombres, la gente, nosotros, yo, comer, aquí, mirar, adentro, uno, despertar, y muchas otras cosas más. Cuando se despedían, empleaban una fórmula, negh, que indicaba también continuación, lo cual es absurdo si se tiene en cuenta que, cuando dos hombres se despiden, quiere decir que el intercambio de frases se da por terminado. Negh viene a significar algo así como Y entonces., como cuando se dice y entonces pasó tal o cual cosa. Una vez oí que uno de los indios se reía porque los miembros de una nación vecina lloraban en los nacimientos y daban grandes fiestas cuando alguno se moría. Le señalé que ellos, cuando se despedían, decían negh, y el me miró largamente, con los ojos entrecerrados, con aire de desconfianza y de desprecio, y después se alejó sin saludar. En ese idioma, no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar. La más cercana significa parecer. Como tampoco tienen artículos, si quieren decir que hay un árbol, o que un árbol es un árbol dicen parece árbol. Pero parece tiene menos el sentido de similitud que el de desconfianza. Es más un vocablo negativo que positivo. Implica más objeción que comparación. No es que remita a una imagen ya conocida sino que tiende, más bien, a desgastar la percepción y a restarle contundencia. La misma palabra que designa la apariencia, designa lo exterior, la mentira, los eclipses, el enemigo. El horizonte circular, que me había parecido al principio indiscutible y compacto, era en realidad, tal como lo designaba el idioma de esos indios, un almacén de supercherías y una máquina de engaños. En ese idioma, liso y rugoso se nombran de la misma manera. También una misma palabra, con variantes de pronunciación, nombra lo presente y lo ausente. Para los indios, todo parece y nada es. Y el parecer de las cosas se sitúa, sobre todo, en el campo de la inexistencia. La playa abierta, el día transparente, el verde fresco de los árboles en primavera, las nutrias de piel tibia y palpitante, la arena amarilla, los peces de escamas doradas, la luna, el sol, el aire y las estrellas, los utensilios que arrancaban, con paciencia y habilidad, a la materia reticente, todo eso que se presenta, nítido, a los sentidos, era para ellos informe, indistinto y pegajoso en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad.

Con dificultad, los indios chapoteaban en ese medio chirle y sentían, en todo momento, la amenaza de la aniquilación. Lo externo, con su presencia dudosa, les quitaba realidad. Y, a pesar de su carácter precario, el mundo era más real que ellos. Ellos tenían la desventaja de la duda, que no podían verificar en lo exterior.

El universo entero era incierto; ellos, en cambio, se concebían como algo un poco más seguro; pero como ignoraban lo que el universo pensaba de sí mismo, esa in-certidumbre suplementaria disminuía su autoridad. Todas estas elucubraciones eran para ellos mucho más penosas de lo que parecen escritas porque ellos, a pesar de que las vivían en carne y hueso, las ignoraban. Las vivían en cada acto que realizaban, con cada palabra que proferían, en sus construcciones materiales y en sus sueños. Querían hacer persistir, por todos los medios, el mundo incierto y cambiante. Malgastar una flecha, por ejemplo, era para ellos como desprenderse de un fragmento de realidad. Arreglaban todo, y siempre barrían y limpiaban. Cuando la inundación los corría tierra adentro, no bien'el agua bajaba un poco, volvían a instalarse en el mismo lugar. Por precario que fuese, al único mundo conocido había que preservarlo a toda costa. Si había alguna posibilidad de ser, de durar, esa posibilidad no podía darse más que ahí. Lo que había que hacer durar era eso, por incierto que fuese. Actualizaban, a cada momento, aun cuando no valiese la pena, el único mundo posible. No había mucho que elegir: era, de todas maneras, ése o nada.

A ese mundo lo cuidaban, lo protegían, tratando de aumentar, o de mantener, más bien, su realidad. Si la intemperie o el fuego derruían las construcciones, si el agua pudría las canoas, si el uso gastaba o rompía los objetos, era porque el reverso insidioso, hecho de inexistencia y negrura, que es la verdad última de las cosas, abandonaba sus límites naturales y empezaba a carcomer lo visible. Cuando no salían de caza o de pesca, ya que eran las mujeres las que se ocupaban de los trabajos caseros, los indios se pasaban las horas haciendo reparaciones. Iban, con su rapidez habitual, de un trabajo a otro y cuando no había, lo que era bastante raro, nada que arreglar, fabricaban cosas que, con el pretexto de la necesidad material, les daban, de un modo no muy convincente, la ilusión de dominar lo ingobernable. Rara vez descansaban. Para ellos, descansar era como ir perdiendo terreno para cedérselo a la viscosidad que los hostigaba. A veces, al final del invierno, se los notaba más calmos, pero era menos porque ellos habían ganado esperanza que porque, sin duda, la negrura condescendía. Había que mantener entero y, en lo posible, idéntico a sí mismo ese fragmento rugoso que poblaban y que parecía materializarse gracias a su presencia. Todo cambio debía tener compensación; toda pérdida, sustituto. El conjunto debía ser, en forma y cantidad, más o menos igual en todo momento. Por eso, cuando alguien se moría esperaban, ansiosos, el próximo nacimiento; una desgracia tenía que ser compensada por alguna satisfacción y si, en cambio, les sucedía algo agradable, hasta que no les hubiese acaecido algún mal tolerable que restituyese la situación a su estado original, no estaban tranquilos. Una vez, un indio me lo explicó: este mundo, me pareció entender que me decía, está hecho de bien y de mal, de muerte y de nacimiento, hay viejos, jóvenes, hombres, mujeres, invierno y verano, agua y tierra, cielo y árboles; y siempre tiene que haber todo eso; si una sola cosa faltase alguna vez, todo se desmoronaría. Como era en los primeros años, y como las palabras significaban, para ellos, tantas cosas a la vez, no estoy seguro de que lo que el indio dijo haya sido exactamente eso, y todo lo que creo saber de ellos me viene de indicios inciertos, de recuerdos dudosos, de interpretaciones, así que, en cierto sentido, también mi relato puede significar muchas cosas a la vez, sin que ninguna, viniendo de fuentes tan poco claras, sea necesariamente cierta. Si entendí bien, para los indios este mundo es un edificio precario que, para mantenerse en pie, requiere que ninguna piedra falte. Todo tiene que estar presente a la vez, en todos sus estados posibles. Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían, sino lo innominado. El único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado.

Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que los exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad. La lucecita tenue que llevaban adentro, y que lograban mantener encendida a duras penas, iluminaba, a pesar de su fragilidad, con sus reflejos cambiantes, ese círculo incierto y oscuro que era lo externo y que empezaba ya en sus propios cuerpos. El cielo vasto no los cobijaba sino que, por el contrario, dependía de ellos para poder desplegar, sobre esa tierra desnuda, su firmeza enjoyada.

Desde hace años, noche tras noche me pregunto, con los ojos perdidos en la pared blanca en la que bailotean los reflejos de la vela, cómo esos indios, cerca como estaban, igual que todos, de la aceptación animal, podían perderse en esa negación temerosa de lo que a primera vista parece irrefutable. Entre tantas cosas extrañas, el sol periódico, las estrellas puntuales y numerosas, los árboles que repiten, obstinados, el mismo esplendor verde cuando vuelve, misteriosa, su estación, el río que crece y se retira, la arena amarilla y el aire de verano que cabrillean, el cuerpo que nace, cambia, y muere, palpitante, la distancia y los días, enigmas que cada uno cree, en sus años de inocencia, familiares, entre todas esas presencias que parecen ignorar la nuestra, no es difícil que algún día, ante la evidencia de lo inexplicable, se instale en nosotros el sentimiento, no muy agradable por cierto, de atravesar una fantasmagoría, un sentimiento semejante al que me asaltaba, a veces, en el escenario del teatro cuando, entre telones pintados, ante una muchedumbre de sombras adormecidas, veía a mis compañeros y a mí mismo repetir gestos y palabras de las que estaba ausente lo verdadero. Pero esa impresión, que todos tenemos alguna vez, es, aunque intensa, pasajera, y no nos penetra hasta confundirse con nuestras vidas. Un día, cuando menos nos lo esperábamos, nos asalta, súbita; durante unos minutos, las cosas conocidas se muestran independientes de nosotros, inertes y remotas a pesar de su proximidad. Una palabra cualquiera, la más común, que empleamos muchas veces por día, empieza a sonar extraña, se despega de su sentido, y se vuelve ruido puro. Empezamos, curiosos, a repetirla; pero el sentido, que nos fuera tan palmario, no vuelve a pesar de la repetición sino que, por el contrario, cuanto más repetimos la palabra más extraña y desconocida nos suena. Esa ausencia de sentido que, sin ser convocada, nos invade al mismo tiempo que a las cosas, nos impregna, rápida, de un gusto de irrealidad que los días, con su peso de somnolencia, adelgazan, dejándonos apenas un regusto, una reminiscencia vaga o una sombra de objeción que enturbia un poco nuestro comercio con el mundo. Sin darnos cuenta, seguimos parpadeando, de un modo imperceptible, después del encandilamiento y, absolviendo al mundo preferimos, para esquivar el delirio, atribuirnos de un modo exclusivo las causas de esa extrañeza. Es, sin duda alguna, mil veces preferible que sea uno y no el mundo lo que vacila.

Los indios, en cambio, no tenían ese consuelo. A medida que se alejaba de ellos, lo exterior iba siendo cada vez más improbable. Tampoco ellos eran totalmente verdaderos, pero, de todos modos, lo real estaba en ellos o en ninguna parte. Ellos eran, a pesar de su fragilidad, el sostén inseguro de las cosas, no más firme y duradero que la llama de una vela en el centro de la tormenta. Y esa situación no era el resultado de una impresión pasajera sino la verdad principal del mundo que marcaba, como un rastro de tortura, sus huesos y su lengua. En cada gesto que realizaban y en cada palabra que proferían, la persistencia del todo estaba en juego, y cualquier negligencia o error bastaba para desbaratarla. Por eso eran, sin darse tregua, tan eficaces y ansiosos: eficaces porque el día amplio y lo que lo poblaba dependía de ellos, y ansiosos porque nunca estaban seguros de que lo que construían no iba a desmoronarse en cualquier momento. Tenían, sobre sus cabezas, en equilibrio precario, perecederas, las cosas. Al menor descuido, podían venirse abajo, arrastrándolos con ellas.

De dónde provenía semejante sentimiento, es algo sobre lo que cavilo, una y otra vez, todos los días de mi vida, desde hace más de cincuenta años. Esa grieta al borde de la negrura que los amenazaba, continua, venía sin duda de algún desastre arcaico. Los hombres nacen en cierto sentido, neutros, iguales, y son sus actos, las cosas que les pasan, lo que los va diferenciando. Además, no era tal o cual indio el que venía al mundo de esa manera, sino la tribu entera, y yo pude observar, durante todos esos años, cómo las criaturas, a medida que crecían, iban entrando, con naturalidad, en esa incerti-dumbre pantanosa. La despreocupación infantil cedía el paso, día tras día, a la sequedad de los grandes: lustrosos y saludables por fuera pero cada vez más marchitos por dentro los ganaba, guardándolos con ella hasta la muerte, la ansiedad. De un modo diferente, la misma obsesión transparentaba en la mirada de hombres y mujeres. Una convicción común los igualaba: sin ellos, la grieta se haría más ancha y la aniquilación general llegaría.

Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían carne humana. Para los miembros de otras tribus, ser comido por sus enemigos podía significar un honor excepcional, según me lo explicó un día, con desprecio indescriptible, uno de los indios. Fue durante una conversación confidencial, donde, desde luego, no se hizo la menor alusión al hecho de que era él el que se los comía. Los habíamos visto pasar, a lo lejos río arriba, en sus canoas, una mañana de verano. Estábamos sentados lejos del caserío, bajo unos sauces de la orilla, y, al reconocerlos, el indio hizo una mueca: eran un pueblo que no estaba instalado en ninguna parte y que recorría, incansable, subiendo y bajando todo el año, el agua del gran río. Además dejó escapar el indio bajando un poco la voz y absteniéndose de hacer otras alusiones les gustaba que se los comieran. Por mucho que seguí interrogándolo, no logré que me dijera nada más. Creí entender que el desprecio venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto equívoco, perverso; parecía un desprecio de orden moral, como si, en ese abandono que hacían del cuerpo a la voracidad de los otros cuando eran hechos prisioneros, se manifestase una especie de voluptuosidad. Que comer carne humana no parecía ser tampoco una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos, lo prueba el hecho de que nunca hablaban y de que incluso parecían olvidarlo todo el año hasta que, más o menos para la misma época, volvían a empezar. Lo hacían contra su voluntad, como si no les fuese posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese no el de cada uno de los indios, considerado separadamente, sino el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba. Si el hecho de ser comido rebajaba, no era únicamente por esa voluptuosidad inconfesable que dejaba entrever. Era, también, o sobre todo, mejor, porque pasar a ser objeto de experiencia era arrumbarse por completo en lo exterior, igualarse, perdiendo realidad, con lo inerte y con lo indistinto, empastarse en el amasijo blando de las cosas aparentes. Era querer no ser de un modo desmedido. Había que ver a los indios manipulando los cuerpos despedazados para darse cuenta de que en esos miembros sanguinolentos ya no quedaba, para ellos, ningún vestigio humano. El deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada más allá de la memoria. Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa, gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos.

Me fue ganando, en tantos años, la evidencia lenta: si, cada verano, con sus actos eficaces y rápidos, los indios se embarcaban en sus canoas para salir, en alguna dirección decidida de antemano, movidos por ese deseo que les venía de tan lejos, era porque para ellos no había otro modo de distinguirse del mundo y de volverse, ante sus propios ojos, un poco más nítidos, más enteros, y sentirse menos enredados en la improbabilidad chirle de las cosas. De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y que chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero. Si actuaban de esa manera era porque habían experimentado, en algún momento, antes de sentirse distintos al mundo, el peso de la nada. Eso debió ocurrir antes de que empezaran a comer a los hombres no verdaderos, a los que venían de lo exterior. Antes, es decir en los años oscuros en que, mezclados a la viscosidad general, se comían entre ellos. Eso es lo que recién ahora, tan cerca de mi propia nada, comienzo a entender: que los indios empezaron a sentirse los hombres verdaderos cuando dejaran de comerse entre ellos. Algo distinto del acecho mutuo los transformó. No se comían, y se volvían hacia el exterior, formando una tribu que era el centro del mundo, rodeado por el horizonte circular que iba siendo cada vez más problemático a medida que se alejaba de ese centro. No obstante provenir también ellos de ese exterior improbable, habían accedido, no sin trabajo, a un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio de lo verdadero.

Esa victoria, sin embargo, no daba, cuando se los veía tan ansiosos, la impresión de ser definitiva. Era como si el viejo peligro siguiese amenazándolos. Como si, por mucho terreno que hubiesen ganado sintiesen, a cada momento, que podían perderlo otra vez. Sabían que, de este mundo, ellos eran lo más verdadero, pero no estaban seguros de serlo lo bastante, de haber alcanzado un punto de realidad óptimo e indestructible, que ya no podía retroceder y más allá del cual ya no podía llegarse. Pero, sobre todo, lo que venían trayendo del pasado, la sensación antigua de nada, confusa y rudimentaria, había quedado en ellos como su verdadera forma de ser. Si es verdad, como dicen algunos, que siempre queremos repetir nuestras experiencias primeras y que, de algún modo, siempre las repetimos, la ansiedad de los indios debía venirles de ese regusto arcaico que tenía, a pesar de haber cambiado de objeto, su deseo. No podían tener una certidumbre mayor de realidad porque en el fondo de sí mismos sabían que, fuesen cuales fuesen las cosas del mundo exterior que hubiesen elegido como objeto, por lejanos y vagos que pareciesen los hombres que devoraban, la única referencia que tenían para reconocer el gusto de esa carne extranjera era el recuerdo de la propia. Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad. Se conocían sin conocerse, y realizaban actos de los que sabían que el sentido aparente no era el verdadero; el objeto en apariencia más alejado de su deseo, es decir ellos mismos, era, y ellos lo sabían, sin representárselo con claridad sin duda, la verdadera causa de sus expediciones. Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo inmenso por lo exterior. Durante un tiempo, ese simulacro los calmaba. Se dejaban caer, ebrios y ciegos, en lo negro, para ir emergiendo poco a poco a un día más claro y más ordenado que, con el giro lento del año, se empezaba otra vez a gastar. No querían ni pensar en lo que había pasado porque para ellos, que lo habían vivido desde dentro, no había ninguna duda sobre las causas verdaderas. Se valían, un poco aturdidos por el regreso obstinado de ese hambre que parecían haber saciado de una vez, de una gran maquinación común que desplegaba, a la luz del día, las pruebas irrefutables de su ser y de su inocencia. Pero por mucho que maquinaran, no lograban borrar lo que estaba en ellos desde el principio. Se engañaban a medias. Habían aceptado un pacto ciego en el que siempre llevaban, hostigados, la peor parte. Para ellos, el mundo no podía tener demasiado valor porque sabían que incluso los hombres verdaderos, los que parecían haberse arrancado de la negrura, arrastraban todavía, en sus actos esenciales, la pasta pegajosa y oscura de lo indistinto, en cuya ciénaga espesa ninguna claridad persistente y firme era posible.

En ese mundo incierto, cada hombre y cada cosa ocupaban su exacto lugar. En los trabajos comunes, cada indio cumplía su tarea en el momento preciso en que era necesaria, pero para mí resultaba imposible saber quién y en qué momento había dado la consigna. Si salían en las canoas, cada hombre ocupaba un sitio determinado en ellas, y los que empuñaban los remos los recogían como si se hubiese decidido de antemano que era a ellos a los que les tocaba remar. Era igual cuando salían de caza, cuando pescaban, cuando iban a la guerra. Las mujeres, que sembraban, cosechaban y realizaban las tareas domésticas, actuaban de la misma manera. Todos cumplían con rapidez y eficacia, sin equivocarse ni ocupar un lugar ajeno, el papel requerido en el momento preciso sin que nadie pareciese habérselo asignado. Nunca vi a nadie realizar lo que podría considerarse un acto casual. Todo acto, por mínimo que fuese, entraba en un orden preestablecido. Algunas acciones, que al principio me parecían absurdas, fueron revelando su estricta necesidad. En esas dos o tres leguas a la redonda que ocupaban, bajo un cielo indiferente, todos los actos humanos estaban destinados a preservar, a cada momento, la constancia improbable del mundo al que acechaba, continua, la aniquilación. Aun los días más límpidos y apacibles estaban contaminados por esa amenaza. Cada gesto era como un puntal del mundo en desbandada; cada acción, como una forma impuesta a las cosas para que no se deshicieran; cada mirada, una comprobación vigilante y preocupada de que el orden endeble del todo había condescendido, durante unos momentos más, a persistir. En esa estrategia también yo ocupaba, como todas las cosas visibles en el espacio destellante y vacío, mi lugar.

El papel que me acordaban me había permitido sobrevivir. Cada vez que salían a buscar seres humanos para sus fiestas anuales, los indios traían con ellos uno como yo al que no mataban y al que, después de darle durante cierto tiempo la gran vida, mandaban de vuelta. Durante diez años, vi sucederse a esos huéspedes desdeñosos. Los retenían dos o tres meses e incluso menos; cuando la tribu volvía, después de su tembladeral, a los días monótonos y apacibles, los dejaban ir. Si a mí me mantuvieron tantos años con ellos, era porque no sabían bien dónde mandarme de vuelta; apenas vieron que hombres que se me parecían andaban por las inmediaciones, me pusieron en una canoa y me mandaron río abajo. De todos esos huéspedes, yo era el único que no sabía cómo comportarse; los otros parecían no ignorar lo que los indios esperaban de ellos, y ese conocimiento parecía autorizarlos a mostrarse distantes y altaneros. Antes de llegar, ellos ya sabían lo que a mí me costó años descifrar. El Def-ghi, def-ghi, insistente y meloso que les dirigían tenía, apenas desembarcaban en la costa amarilla, un sentido inequívoco para ellos; para mí, en cambio, desentrañarlo fue como abrirme paso por una selva resistente y trabajosa. A los indios, para quienes todo lo externo se les subordinaba, nunca se les ocurrió que yo podía ignorar su lengua y sus intenciones. Yo, que a decir verdad no tenía, desde el punto de vista de ellos, existencia propia, no debía ignorar, desde ese mismo punto de vista, lo que ellos esperaban de mi persona. No me dieron, ni una vez sola, ninguna explicación. Ya en las primeras miradas que me dirigieron, en el primer anochecer en que anduve entre las hogueras, había, me doy cuenta ahora, además del deseo de llamar mi atención y de caerme en gracia, la expresión del que recuerda a una de las partes, con insistencia un poco obscena, las cláusulas de un pacto secreto. Me fue necesario ir desempastando, durante años, esa lengua en sí cenagosa para vislumbrar, sin llegar a estar nunca seguro de haber acertado, el sentido exacto de esas dos sílabas rápidas y chillonas con que me designaban. Como todos los otros que componían la lengua de los indios, esos dos sonidos, def-ghi, significaban a la vez muchas cosas dispares y contradictorias. Def-ghi se les decía a las personas que estaban ausentes o dormidas; a los indiscretos, a los que durante una visita, en lugar de permanecer en casa ajena un tiempo prudente, se demoraban con exceso; def-ghi se le decía también a un pájaro de pico negro y plumaje amarillo y verde que a veces domesticaban y que los hacía reír porque repetía algunas palabras que le enseñaban, como si hubiese hablado; def-ghi llamaban también a ciertos objetos que se ponían en lugar de una persona ausente y que la representaban en las reuniones hasta tal punto que a veces les daban una parte de alimento como si fuesen a comerla en lugar del hombre representado; le decían def-ghi, de igual modo, al reflejo de las cosas en el agua; una cosa que duraba era def-ghi; yo había notado también, poco después de llegar, que las criaturas, cuando jugaban, llamaban def-ghi a la que se separaba del grupo y se ponía a hacer gesticulaciones interpretando a algún personaje. Al hombre que se adelantaba en una expedición y volvía para referir lo que había visto, o al que iba a espiar al enemigo y daba todos los detalles de sus movimientos, o al que a veces, en algunas reuniones, se ponía a perorar en voz alta pero como para sí mismo, se les decía igualmente def-ghi. Llamaban def-ghi a todo eso y a muchas otras cosas. Después de largas reflexiones, deduje que si me habían dado ese nombre, era porque me hacían compartir, con todo lo otro que llamaban de la misma manera, alguna esencia solidaria. De mí esperaban que duplicara, como el agua, la imagen que daban de sí mismos, que repitiera sus gestos y palabras, que los representara en su ausencia y que fuese capaz, cuando me devolvieran a mis semejantes, de hacer como el espía o el adelantado que, por haber sido testigo de algo que el resto de la tribu todavía no había visto, pudiese volver sobre sus pasos para contárselo en detalle a todos. Amenazados por todo eso que nos rige desde lo oscuro, manteniéndonos en el aire abierto hasta que un buen día, con un gesto súbito y caprichoso, nos devuelve a lo indistinto, querían que de su pasaje por ese espejismo material quedase un testigo y un sobreviviente que fuese, ante el mundo, su narrador.

De esa existencia difícil que llevaban, los momentos más arduos, y también los más peligrosos, eran aquellos en los que, excedidos por su deseo, se abandonaban a él y se arriesgaban a pasar, como sonámbulos, por lo más denso de la noche. Guardaban, por prudencia, a los asadores, que los cuidaban, apacibles como pastores, no de ovejas sino más bien de lobos. Y, como última carta, al huésped desdeñoso que los sabía dependientes de su capricho o de su memoria, y que podía perpetuar, en el mundo incrédulo que los había sumido en esa indigencia de realidad, alguna imagen fuerte y entera, reconocible de inmediato, y los hiciese perdurar entre las cosas visibles cuando ellos, fugitivos, ya se hubiesen borrado por completo. Si traían, sin omitirlo una vez sola, a esos huéspedes, en los días en que comían carne humana, era también para mostrar, para que fuese evidente, que ellos se habían arrancado, meritorios, del amasijo original y que, aprendiendo a distinguir entre lo interno y lo exterior, entre lo que se había erigido en el aire luminoso y lo que había quedado chapaleando en la oscuridad, el mundo vasto y borroso supiese que en ellos se apoyaba, arduo, lo real, y que ellos eran los hombres verdaderos. Nos ponían también, en esos días sangrientos, como testigos de su inocencia. Debíamos llevarle, al horizonte enemigo, por si ellos se dejaban aniquilar, sus señales de vida. Eramos, dispersos en el mundo, los últimos rescoldos de la incandescencia que los consumía. Nos soltaban para que fuésemos los mensajeros de ese hundimiento. Y la punta de la pluma que va rasgando, despacio, en la noche silenciosa, mientras sube, por la ventana abierta, un olor de cal y de madreselva, la hoja áspera, no deja, mientras la mano todavía firme la sostiene, más que el rastro de ese rumor que me viene, no sé de dónde, a través de años de silencio y de desprecio.

Así es como después de sesenta años esos indios ocupan, invencibles, mi memoria. No puedo verlos separados del cielo inmenso, azul y luminoso, que a la noche se llenaba de estrellas. Cuando no había luna, eran infinitas, enormes y chisporroteantes. En invierno, verdes, azules, violetas, rojas, amarillas, gélidas, cintilaban. Ahora me doy cuenta de que si estaban ahí, rodeándonos como a una franja delgadísima de pavor, ignorancia y palpitaciones, era porque los indios, a cada momento, sin tregua, las sostenían. El gran río, que las duplicaba, llenándose a su vez de destellos, corría hacia el sur con el aliento que ellos le daban, y los árboles, a cada primavera, reverdecían porque la sangre de los indios se confundía con su savia. Pagaban, día a día, hasta el desgaste, el precio inacabable que costaba haberse arrancado a medias de una cuna pantanosa que les dejó, para siempre, un sabor a extravío. Muchos de los recuerdos que cruzan, durante el día, porque sí, como meteoros, mi memoria, vienen de las inmediaciones de ese gran río cuya superficie rayaban las estelas de las canoas que sabían atravesarlo, rápidas, en todas direcciones, y no pocos de los gestos que realizo, mecánicos, en los momentos más inesperados, están como impregnados de esos recuerdos, a veces de un modo tan indirecto y secreto que ni yo mismo alcanzo a darme cuenta de que existe una relación, sin dejar de experimentar, sin embargo, la sensación extraña de que a través de ese acto fugaz y secundario, todos esos años van a volver, de golpe, de la región oscura en la que están enterrados a la superficie. A los recuerdos de mi memoria que, día tras día, mi lucidez contempla como a imágenes pintadas, se suman, también, esos otros recuerdos que el cuerpo solo recuerda y que se actualizan en él sin llegar sin embargo a presentarse a la memoria para que, reteniéndolos con atención, la razón los examine. Esos recuerdos no se presentan en forma de imágenes sino más bien como estremecimientos, como nudos sembrados en el cuerpo, como palpitaciones, como rumores inaudibles, como temblores. Entrando en el aire traslúcido de la mañana, el cuerpo se acuerda, sin que la memoria lo sepa, de un aire hecho de la misma sustancia que lo envolviera, idéntico, en años enterrados. Puedo decir que, de algún modo, mi cuerpo entero recuerda, a su manera, esos años de vida espesa y carnal, y que esa vida pareciera haberlo impregnado tanto que lo hubiese vuelto insensible a cualquier otra experiencia. De la misma manera que los indios de algunas tribus vecinas trazaban en el aire un círculo invisible que los protegía de lo desconocido, mi cuerpo está como envuelto en la piel de esos años que ya no dejan pasar nada del exterior. Únicamente lo que se asemeja es aceptado. El momento presente no tiene más fundamento que su parentesco con el pasado. Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese centelleó confuso, ninguna otra cosa que contar. Además, como les debo la vida, es justo que se la pague volviendo a revivir, todos los días, la de ellos.

Pero no es fácil. Esos recuerdos que, asiduos, me visitan, no siempre se dejan aferrar; a veces parecen nítidos, austeros, precisos, de una sola pieza; pero, apenas me inclino para asirlos con un solo gesto y perpetuarlos, empiezan a desplegarse, a extenderse, y los detalles que, vistos desde la distancia, el conjunto ocultaba, proliferan, se multiplican, cobran importancia en el conjunto, de modo tal que en un determinado momento una especie de mareo me asalta y ya me resulta difícil establecer una jerarquía entre tantas presencias que me hacen señas. Ya no se sabe dónde está el centro del recuerdo y cuál es su periferia: el centro de cada recuerdo parece desplazarse en todas direcciones y, como cada detalle va creciendo en el conjunto, y, a medida que ese detalle crece otros detalles que estaban olvidados aparecen, se multiplican y se agrandan a su vez, muchas veces empiezo a sentirme un poco desolado y me digo que no solamente el mundo es infinito sino que cada una de sus partes, y por ende mis propios recuerdos, también lo es. En esos días me sé decir que los indios, guardándome tanto tiempo con ellos, no supieron preservarme del mal que los roía. Otras veces, sin embargo, muchas de esas imágenes se presentan en un orden apacible, cerradas y claras, persistiendo mucho tiempo, desapareciendo y volviendo a aparecer gracias a una fuerza constante y misteriosa que no únicamente les permite conservar sus rasgos inequívocos, sino que pareciera ir puliéndolos y redondeándolos hasta volverlos firmes y nítidos como piedras o como huesos.

Uno de esos recuerdos es, cosa curiosa, el de los niños que vi al día siguiente de mi llegada, jugando lejos del caserío, en la orilla del agua. Muchas veces, en el sol plácido, los vi abandonarse, felices, al mismo juego. En diez años, los niños cambiaban, porque cuando llegaban a cierta edad desaparecían unos días entre las islas, acompañados de algunos cazadores, y cuando volvían, un poco más adustos que a la ida, ya eran hombres. Pero como los grupos se formaban con criaturas de todas la edades, los más chicos iban creando la continuidad, de modo tal que parecía siempre el mismo grupo que había visto el primer día. Al principio, como me costaba reconocer a los individuos, ya que todos tenían el mismo cabello lacio y renegrido y el mismo cuerpo oscuro y lustroso, no me daba cuenta de los cambios y me parecían ser siempre los mismos. Es que ellos se esforzaban, es cierto, para que, a cada momento, todo fuese idéntico a sí mismo y obtener, de ese modo, una ilusión de inmovilidad. Debo haber visto jugar a esas criaturas cientos de veces pero, en mi memoria, es siempre el mismo recuerdo, el del primer día, el que vuelve cada vez más obstinado y más nítido. Yo me había alejado corriendo de la playa para no ver, en el sol deslumbrante, la carnicería que me espantaba. El juego indolente de las criaturas me apaciguó y durante largo rato me quedé absorto, observándolo. Se ponían en fila, paralelos al río, dejando un espacio corto entre uno y otro, y se iban dejando caer, uno a uno, quedándose como adormecidos en el suelo; cuando caía el último de la fila, el primero venía a ponerse detrás de él, todos los otros lo seguían en el mismo orden, y el juego recomenzaba. A veces, las manos del último se apoyaban en las del penúltimo, las de éste en las del antepenúltimo, y así sucesivamente hasta el primero, y la fila, encadenada de esa manera, se desplazaba un trecho en línea recta, formaba un círculo, o empezaba a girar sobre sí misma como una espiral. Durante horas las criaturas se abandonaban, felices, a ese juego del que el recuerdo, cada vez más limpio y más imborrable, me visita seguido. En sus rasgos, que año tras año se van precisando, me parece entrever que algún signo oscuro del mundo se presenta, quién sabe por qué causa, a la luz del día, ya que es difícil imaginar que la persistencia de ese acto por parte de los niños, a través de muchas generaciones, y su presencia insistente en mi memoria, sean simples hechos casuales que, medidos con la vara del infinito, no tengan ninguna significación. Tanta terquedad por perdurar en la luz adversa del mundo sugiere, tal vez, alguna complicidad con su esencia profunda. Ha de ser, sin duda, la cifra de cosas elementales, como la forma del tiempo o la razón del espacio, atravesadas por el ir y venir de la misma sangre humana entre sobresaltos, maravilla y titilaciones. Pero aun cuando ninguna cosa oculta se revele, una y otra vez, en la imagen de esos juegos, su reaparición constante en mi memoria, cada vez con mayor simplicidad, va gastando, poco a poco, la borra de los acontecimientos que contiene, para dejar la limpidez geométrica de esa figuras que las criaturas trazaban, con sus cuerpos, en el suelo arenoso, al abrigo de la contingencia: una línea de puntos, discontinua, cuando los chicos, dejándose caer uno a uno y quedándose como adormecidos, quebraban en muchas partes la recta continua que volvían a formar después apoyando las manos en los hombros del que estaba adelante hasta transformarse en una cadena que, girando, se transformaba a su vez en círculo o en espiral.

Otros de esos recuerdos que, con un ritmo propio y misterioso, frecuentes, me visitan, es el de un amanecer de verano, al día siguiente de una de las fiestas en las que los indios, a cada vuelta del año, naufragaban. Uno de los indios agonizaba, acostado de espaldas sobre la arena, de cara al aire empalidecido. Tenía el cuerpo lleno de heridas, de golpes, de quemaduras. Había pasado el día anterior comiendo carne humana, emborrachándose y copulando. Los ojos, muy abiertos, miraban fijo el cielo lívido y de la boca entreabierta, por la comisura de los labios, se le había escapado una estela de sangre y saliva que, en contacto con el aire fresco de la mañana, ya se había secado. A medida que el hombre iba entrando en la muerte, casi con el mismo ritmo, el sol de verano subía en el cielo que, con la luz creciente, iba poniéndose, a partir de la palidez del alba, cada vez más azul. Que el mundo nos roba su sustancia, que se sostiene con nuestra sangre, podría probarlo el contraste que ofrecían el hombre agonizante y el espacio en cuyo interior se extinguía, porque, a medida que el brillo de sus ojos se apagaba, que su respiración se volvía más entrecortada y más débil, la luz matinal ganaba brillo y magnificencia, como si el mundo fuese sacando del último aliento del hombre los destellos que cabrilleaban en el agua, que hacían más intenso el amarillo de la arena, que espesaban el azul del cielo, y que rebotaban en las hojas verdes y bien despabiladas de los árboles. Yo estaba acuclillado junto al hombre, que era un poco más viejo que yo, y que ya ni notaba mi presencia. En la medida en que me era posible conocer a esos indios, yo lo conocía bastante bien; vivía con su familia en una choza muy cercana a la mía y, muchas veces, me mandaba alimento con las mujeres o las criaturas o a veces era él mismo el que me lo traía. Lo que me había llamado la atención en él eran su discreción y su mesura. Aun cuando durante semanas e incluso meses los indios se olvidaran un poco de mi presencia o la aceptaran con indiferencia, la mayor parte del tiempo me asediaban con sus poses exageradas, con sus requerimientos, con sus zalamerías. No era raro que, si por ejemplo, me traían alimento, me lo hiciesen notar con exceso sin duda para que yo, cuando me refiriese a ellos en algún futuro probable, tuviese en cuenta su generosidad. Si acentuaban tanto todos sus actos y sus facetas, era para volverse más inteligibles y para que yo los aprehendiese con más facilidad. No siempre las poses que adoptaban revelaban lo mejor de ellos. Que la imagen que querían dar de sí mismos fuese buena o mala les interesaba poco; lo importante era que fuese intensa y fácil de retener. Muchos me persiguieron durante diez años con detalles pueriles, que repetían siempre de la misma manera, y que no dejaban de evocar cada vez que me encontraban. Uno que, el primer día, para llamar mi atención, me había amenazado con comerme a mí también, y que para demostrármelo simulaba morderse su propio brazo, me lo recordaba, riéndose, cada vez que se topaba conmigo. Def-ghi, def-ghi, me decía siempre, agregando dos o tres sonidos rápidos que querían decir más o menos: yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer. En los diez años, envejeció y perdió casi todos los dientes; era ancho y retacón, y la piel alrededor de los ojos achinados se le arrugaba toda cuando se reía mostrando las encías de un rosa blancuzco. Nunca, en todo el tiempo que estuve entre ellos, el indio me dirigió la palabra para decirme otra cosa: siempre los dos o tres sonidos rápidos y chillones con los que quería grabar en mi recuerdo esa ocurrencia pueril que, imborrable, lo salvaría. A veces me cruzaba, lo más serio, distraído, y ni siquiera me saludaba, seguía caminando y, como si se acordara de golpe, me llamaba, me dirigía su sonrisa artificial y las palabras consabidas, se ponía serio otra vez, y se alejaba. La tarde en que me pusieron en la canoa llena de víveres para mandarme río abajo, alcancé a divisarlo por última vez. tratando de abrirse paso por entre la muchedumbre que se apiñaba alrededor de la canoa, conservando a duras penas la sonrisa a causa de los apretujones, y repitiendo sin cesar los sonidos que el clamor de la muchedumbre me impedía escuchar pero que yo adivinaba con facilidad: Def-ghi, def-ghi, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer, yo soy el que, en broma, te decía que te iba a comer.

Casi todos los indios, sin llegar siempre a tales extremos, actuaban de la misma manera. El miedo de perderse en el amasijo anónimo de lo indistinto los hacía adoptar esas actitudes fijas y sin matices que trataban, de un modo u otro, cuando podían, con mayor o menor discreción según los casos, de hacerme percibir. Cuando lo que me señalaban de sí mismos eran buenas cualidades, parecían ostentar una vanidad desmesurada. Alguno pretendía ser el mejor cazador de la tribu, otro, el que hacía las mejores flechas, un tercero el que más veces se bañaba por día. No tenían la costumbre de mentir, pero en algunas ocasiones noté que exageraban, no para engañarme, sino para aumentar ante sus propios ojos, y ante los míos también, la aferrabilidad del personaje que representaban. Un viejo me dijo una mañana que se le habían caído todos los dientes de una sola vez; una mujer, dando muchos rodeos, lo que era raro en ellos, para disimular la exageración, que, cuando había sido virgen, todos querían que ella sola mascara las raíces con las que hacían su brebaje, porque su saliva era dulce. Se escupía las yemas de los dedos y quería darme a probar diciendo que, si lo hacía, nunca más me iba a olvidar el sabor. Ese querer ser vistos y recordados con intensidad no era el único obstáculo que impedía tener con ellos una amistad o, por lo menos, una relación simple y natural. El envaramiento, que a veces podía lindar con la hosquedad, desbarataba, áspero, todo acercamiento. La alegría común, que a veces aparece, diseminada en todos, discreta pero plena y liberadora, les era desconocida: parecían haberse prohibido de antemano todo goce elemental. Una obligación de tristeza o de seriedad, rigurosa, los secaba. Se imponían una vida estrecha y árida de la que desterraban, desconfiados, el placer. Esa sequedad deliberada se hacía evidente sobre todo cuando algo parecía producírselos, porque mostraban en sus expresiones que ese placer, que volvía a asaltarlos a pesar del rechazo constante que le oponían, los turbaba, y que el hecho de sentirlo era para ellos motivo de lucha interior y de sentimientos contradictorios. Del goce, lo que menos les gustaba era experimentarlo. La decisión de desterrarlo de sus vidas parecía natural mientras no se presentara. Cuando aparecia, bajo una forma sensual o como simple alegría motivada por alguna situación inesperada, trataban de disimularlo y parecían confusos o avergonzados. No querían reconocer su propio goce. No les gustaba que algo, demoliendo sus fortificaciones, les gustara.

El hombre que en la mañana gradual agonizaba echado boca arriba sobre la arena amarilla, era un poco diferente. En él, la ansiedad y la rigidez de los indios eran menos evidentes. Daba la impresión de estar, más que los otros, dispuesto a abandonarse, a dejarse moldear, dócil, por el vaivén de los días, sin empecinarse en forjar una imagen de sí mismo ni negarse a admitir el ritmo de la contingencia. Esa flexibilidad me permitía mantener con él una relación un poco más directa y natural que con el resto de la tribu. Por supuesto que no había, entre nosotros, ninguna intimidad, y muy pocos intercambios verbales, pero yo podía estar seguro de que, si lo encontraba, él por lo menos no iba a dirigirme una de las consabidas sonrisas melosas ni a tratar de dejar una impresión imborrable en mi memoria. Incluso el ritmo de su paso era un poco más lento que el de los demás. En esa indolencia casi imperceptible yo adivinaba, sin darme cuenta, una especie de originalidad, de sentimiento personal de que esa imposibilidad que era la esencia de las cosas, de la lengua, y hasta de la carne de su gente, no era tal vez tan absoluta o, si lo era, que él, a pesar de todo, se reservaba la libertad de desafiar las leyes rígidas del mundo y de vivir una vida diferente a la de los demás, aun cuando la aniquilación lo acechara. De esa diferencia ínfima emanaba una especie de bondad. Yo lo visitaba con frecuencia y él no pocas veces pasaba a verme a mi casa. En general habiabamos muy poco, pero a mí me parecía sentir que su sola presencia probaba cierta compasión por mi destino. Me enseñó a pescar con lanzas y con flechas, o, incluso, con esos cuchillitos de hueso en cuya fabricación y en cuyo uso demostraban tanta habilidad. Con las criaturas, era paciente y afectuoso. Cuando los hombres deliberaban, no pocas veces le pedían su opinión; y él la daba con exactitud y sin énfasis, con un aire pensativo que parecía demostrar que él le acordaba a sus propias palabras un carácter menos infalible que, con su actitud casi reverencial, parecían acordarle sus interlocutores. Era como si, paternal, confirmase a los otros en sus falsas expectativas, por creerlos, en secreto, incapaces de soportar verdades más agobiadoras.

La última vez, ese hombre había estado entre los asadores, y en los años anteriores yo no alcanzaba todavía a distinguirlo de los otros miembros de la tribu. La actitud serena y vigilante de los asadores me había inducido a pensar que esos hombres se comportaban así en todo momento, haciéndome confundir su función pasajera con un modo de ser permanente. A esos asadores los indios los designaban todos los años con razonamientos que se me escapaban, salvo el hecho de que los que cazaban las presas debían, a causa de una ética que yo no comprendía, abstenerse de comerlas. Esos cazadores eran elegidos cada año en cabildeos largos y confidenciales. Cuando reparé en él por primera vez, el hombre preparaba, lejos del tumulto de la tribu, una comida frugal para los asadores, y el primer recuerdo de su persona se asocia, en mi memoria, a sus gestos precisos, rápidos y tranquilos. Esa imagen desdibujaba otras evidencias en las que yo no pensaba: que, por ejemplo, el día antes ese mismo hombre había asesinado a los que la tribu estaba devorando en ese momento y que, sin duda, había empleado la mañana en despedazar, con su cuchillito de hueso, sobre un colchón de hojas verdes, los cuerpos capturados. Durante el año que transcurrió, esa imagen serena del hombre se fue consolidando gracias a sus actitudes razonables y cálidas.

Su agonía confirmaba, inacabable, mi error. El día antes yo había debido ir aceptando, poco a poco, el desengaño. Lo había visto, a la mañana, espiar con ansiedad a los asadores que colocaban, indiferentes y hábiles, los cuerpos descuartizados sobre las brasas. Su expresión, inequívoca, no mostraba ninguna lucha interna ni ninguna vacilación. Merodeaba, más impaciente que otros, las parrillas humeantes. En muchos indios, una semisonrisa distraída, lenta, soñadora, anticipaba, en la imaginación, el placer real que se avecinaba. En él, ni siquiera esa alegría espuria se insinuaba: hosco, retraído, casi furioso, iba y venía por las inmediaciones de las parrillas y se veía bien que para él el ruido vario del mundo ya no sonaba. Empecé a observarlo desde cierta distancia, tratando de no perderlo de vista. Cuando la carne estuvo lista, me espantó ver cómo, a una mujer que, sin darse cuenta, le interceptaba el camino a las parrillas, le dio un puñetazo en el hombro para obligarla a cederle paso. Con la misma hosquedad retraída con que había estado esperando, recogió un pedazo de carne y después, como un animal ausente, buscó, con la vista, un lugar tranquilo para sentarse a devorarlo. Se encaminó, solo, a la orilla del río y, sentándose en una canoa vacía, empezó a comer.

Masticaba, empecinado, sin levantar mucho la cabeza de su pedazo de carne, con furor creciente, como renegando en silencio por no poder, de un solo bocado, devorar, no únicamente su pedazo de carne, sino el mundo entero que lo contenía. Cuando terminó el primer pedazo saltó de la canoa y, con paso decidido, fue a buscar otro a las parrillas. Cuando lo obtuvo, se quedó a comer cerca del fuego, lo terminó en dos o tres tarascones, y pidió un tercero. Se veía que ya estaba repleto, pero ese tercer pedazo parecía una obligación que, deliberado, se imponía a sí mismo. Con el pedazo en la mano, empezó a pasearse, lento, casi con el mismo ritmo con que masticaba, por la orilla del agua, parándose a veces o dejando, por un momento, de masticar con la boca abierta. Los últimos bocados ya no le pasaban. Los masticaba mucho, muy despacio, con la boca abierta, el ceño fruncido, los ojos fijos en el vacío, lo que quedaba del pedazo de carne olvidado allá abajo, en la mano que lo aferraba balanceándose a lo largo del cuerpo mientras el hombre caminaba. A duras penas, lo terminó. Quedó un hueso pelado que dejó caer, distraído, sobre la arena que, en su ir y venir, iban como cavando sus pasos trabajosos. Por fin se desplomó. Durante un buen rato dormitó al sol, hasta que el tumulto de los otros indios que se arremolinaban contra las vasijas de aguardiente lo despertó y lo hizo incorporarse a medias y ponerse a pestañear en esa dirección. Recién al día siguiente estaría agonizando sobre esa misma playa, pero ya en ese momento parecía ausente de este mundo que había perdido, a simple vista, toda corporeidad para él. Sin sacudirse de su somnolencia se levantó y se encaminó hacia las vasijas. Ni siquiera vio que uno de los que distribuían el alcohol le ofrecía una calabacita llena; juntó una del suelo, la hundió en la vasija y, retirándola repleta, la vació de un solo trago. Seis o siete veces repitió la misma operación, tieso, erguido, el pecho un poco hinchado, la mirada cada vez más turbia, mostrando, con su opacidad, que detrás de ella no había sueños tumultuosos sino una negrura espesa y continua. Después se alejó de la muchedumbre y se quedó parado, rígido, cerca del agua, inmóvil, hasta el anochecer. Obtenía su inmovilidad y su rigidez gracias a un esfuerzo desmesurado, y se veía bien que todo su cuerpo luchaba por mantenerla, hasta tal punto que el cuello se le hinchaba y las venas, gruesas y tortuosas, sobresalían en su frente al mismo tiempo que mantenía los ojos fijos y muy abiertos y los dientes apretados entre los que, a causa del esfuerza, le chirriaban, por momentos, gotas de saliva. Esa inmovilidad parecía todavía más extraña comparada con la actividad que desplegaba, alrededor del hombre, en la fiebre del anochecer, la tribu entera; desde hacía un buen rato, los cuerpos, por parejas o por grupos en los que se mezclaban indios de todas las edades, desde las criaturas hasta los viejos, se entrelazaban, brutales, llenando el aire liso y tibio del anochecer con sus suspiros, sus gritos, sus voces, sus lamentos. Muchos se revolcaban a pocos metros del hombre inmóvil, que siguió tenso y erguido hasta que, en un momento dado, imprevisible y brusco, salió corriendo y desapareció entre los árboles y también en la oscuridad, porque en ese mismo momento llegaba la noche. Entonces, lo perdí de vista. Sé que fue a mezclarse en el tumulto de la tribu, que fue pasando, una y otra vez, por la ciénaga abierta bajo sus pies que cada ano, durante unas horas, se tragaba a la tribu entera, devolviendo maltrechos a muchos de sus miembros y guardándose no pocos para siempre. La inmovilidad a la que se había estado sometiendo durante horas no había sido de ningún modo una muestra de retención o un intento poderoso por mantenerse al margen del caos sino, muy por el contrario, un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura. En todo caso, lo que la oscuridad devolvió a la playa amarilla, después de una noche inacabable, en el amanecer lívido, era la costra magullada y vacía del hombre que yo había conocido.

Inclinado sobre él, bajo el sol de la mañana, lo miraba morir. A diferencia del otro, hecho de muchas experiencias distintas que se confunden y forman una sola imagen en mi memoria, este recuerdo es único, porque la muerte de cada hombre es única y era ese hombre y ningún otro el que se moría. En eso se revelan iguales muerte y recuerdos: en que son, para cada hombre, únicos, y los hombres que creen tener, por haberlo vivido en la proximidad de la experiencia, un re-cuerdo común, no saben que tienen recuerdos diferentes y que están condenados a la soledad de esos recuerdos como a la de la propia muerte. Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte. Cada hombre muere de tenerlos únicos, por-que justamente lo que muere, lo que es pasajero y no renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la muerte acabará por borrar. Del hombre magullado, que ya apenas si respiraba, aprendí, también, aquella mañana, que, de la negrura que nos rodea, la virtud no salva. Si sorteamos, valerosos, una noche, otra más grande, un poco más lejos, nos espera. En vano ese hombre, en días apacibles, apreciaba ser bueno; la boca abierta sobre la que bailaba, inocente, en equilibrio, se lo comía igual. Nuestras vidas se cumplen en un lugar terrible y neutro que desconoce la virtud o el crimen y que, sin dispensarnos ni el bien ni el mal, nos aniquila, indiferente. Hacia mediodía el hombre dejó, por fin, de respirar. Entre el cielo azul, las hojas verdes, el río dorado y la arena amarilla, se volvió una mancha confusa y sin nombre, como si esa evidencia plena y exterior del mundo que nos rodeaba lo hubiese despojado, para desplegarse en la luz, de su aliento y su sustancia.

No bien un sueño ha pasado, por vivido que haya sido y por claro que siga siendo en la memoria se vuelve, para el soñador, indemostrable y remoto. Si lo cuenta, el que lo escucha creerá en vano reconocer los detalles y el mentido. Aun para el soñador mismo son problemáticos. Si una tarde, por ejemplo, le vuelve, por algún signo de la vigilia que se lo recuerda, un sueño olvidado, no habrá, para el soñador, modo alguno de verificar el momento exacto en que tuvo ese sueño y no podrá determinar si lo soñó la última noche, o un mes antes, o muchos años antes. No podrá saber si ese sueño, que él creía olvidado, es de verdad un sueño antiguo que le vuelve y no uno nuevo que se le aparece por primera vez en forma de recuerdo, flamante y repentino. Recuerdos y sueños están hechos de la misma materia. Y, bien mirado, todo es recuerdo. Pero el mundo puede darles edad y espesor. Si en este momento, por ejemplo, me acordara de un sueño en el que estuviese presente el padre Quesada, esa presencia le daría al sueño una edad, ya que no lo hubiese podido soñar antes de conocerlo, y el recuerdo del padre Quesada, lo que autoriza a darle una existencia independiente de mis sueños, cobra espesor y realidad gracias a algunos libros que me dio antes de morir y de los que nunca me he separado. De esa manera, sueño, recuerdo y experiencia rugosa se deslindan y se entrelazan para formar, como un tejido impreciso, lo que llamo sin mucha euforia mi vida. Pero a veces, en la noche silenciosa, la mano que escribe se detiene, y en el presente nítido y casi increíble, me resulta difícil saber si esa vida ha tenido realmente lugar, llena de continentes, de mares, de planetas y de hordas humanas o si ha sido, en el instante que acaba de transcurrir, una visión causada menos por la exaltación que por la somnolencia. Que para los indios ser se dijese parecer no era, después de todo, una distorsión descabellada. Y, no pocas veces, algo en mí se plegaba, dócil, y bien hondo, a sus certidumbres.

Un día, por ejemplo, en que ya caía la tarde, yo estaba sentado, apacible y vacío, en la puerta de mi casa. Había sido uno de esos días largos de primavera en los que el viento, tibio, constante y no demasiado fuerte arrastra, desde la mañana, nubes espesas y blancas que dejan entrever el cielo azul y luminoso, y se detiene so-lamente al crepúsculo. A esa hora, ya no soplaba. Había dejado el cielo limpio de nubes, a no ser por dos o tres jirones muy alargados y casi transparentes, superpuestos y paralelos como trazos tortuosos que la luz del sol volvía verdosos y anaranjados. Sentado en el suelo recién barrido, con la espalda apoyada en la pared de adobe, los miraba desvanecerse poco a poco mientras el cielo, tenso, se oscurecía. Del mismo modo que las nubes, el viento parecía haber borrado también mis pensamientos. Miraba cambiar el color de las nubecitas que, al mismo tiempo que se volvían violáceas, azules, se iban adelgazando y desapareciendo. El sol ya se había hundido en el horizonte, y la que todavía iluminaba la tarde era, cada vez más uniforme, su última luz. También al caserío lo apaciguaba el crepúsculo. Como yo, algunos indios descansaban en las puertas de sus casas. Otros, más indolentes que de costumbre o que me dan, ahora, en el recuerdo, esa impresión, atravesaban, un poco más lejos, la playa en muchas direcciones. Un hombre, arrodillado, empezaba a encender, diestro, una fogata. Varias criaturas, oscurecidas por la penumbra de los árboles, se reconcentraban en sus juegos extraños. Gracias tal vez a la calma súbita del viento desapacible, la tarde, los hombres y el horizonte circular lleno de cosas espesas y misteriosas, parecían más constantes y benévolos. Un olor a comida, a hogar elemental, empezaba a flotar, sin ensuciarlo, en el aire. Durante unos minutos, me distraje observando a ese pueblo oscuro que palpitaba, como hechizado, a mi alrededor, y cuando alcé otra vez la cabeza, las nubecitas habían desaparecido. Quedó el cielo vacío de un azul muy liso que se iba oscureciendo y, como si se fuesen acercando de a poco, y tan débiles todavía que había que esforzarse para descubrirlas, las primeras estrellas. Eran unos puntitos tenues que parecían brillar y borrarse, brillar y borrarse, como si también ellas, a las que se les asigna, con tanta certeza, la eternidad, el ser les costara, igual que a nosotros, sudor y lágrimas. Para esa época, yo creía que mi destino estaba hecho y que, ya sin variantes, mi porvenir escaso desembocaba en la muerte. No sabía que, muy poco tiempo más tarde, en una canoa cargada, los indios me mandarían río abajo al encuentro de esta noche de verano, tan alejada y diferente de aquellos días que me parecían finales. Pero no mezclaba, a esa convicción, ni furor ni angustia. Me dejaba estar, neutro, a la altura de mi destino, entregado al orden de lo inmediato; desguarnecido como vine a este mundo, el pan de mi vida, por duro que fuese, me bastaba, y yo desconocía gustos mejores que justificaran la nostalgia. En el anochecer apacible, estaba todavía más vacío que de costumbre, pero gracias tal vez a la clemencia del tiempo, ni siquiera me daba cuenta. Me quedé unos momentos mirando aparecer las estrellas, y después me levanté y empecé a pasearme por el caserío.

Algunos indios me dirigían las miradas entendidas y cómplices a las que, después de tanto tiempo, ya me había acostumbrado. Def-ghi, def-ghi, me decían, señalándose a sí mismos al pasar, entrecerrando los ojos o haciendo alguna mueca. Otros, indiferentes, ni siquiera reparaban en mí. A veces, del río cercano llegaba el ruido súbito de algún chapuzón. El hombre que unos minutos antes había estado tratando de encender una hoguera, ya había logrado su propósito. Como había mezclado a la leña muchos arbustos y paja seca, las llamas brotaron de golpe, verticales y altas, chisporroteando y crepitando fuertes. Casi enseguida, viniendo de la penumbra azulada, un puñado de mariposas oscuras se precipitó entre las llamas. En la proximidad del fuego, el aire tibio se recalentaba y, a pesar de que no soplaba ningún viento, la violencia con que el fuego había prendido dispersaba el primer humo turbulento. El hombre acomodaba la leña con un palo, arrastrando con la punta las ramitas dispersas en el suelo alrededor de la hoguera. Algunos indios que pasaban le dirigían un saludo rápido y después se alejaban en la penumbra azul. Dejé atrás el tumulto de humo, chispas y llamas y me encaminé hacia el río. En la oscuridad azul, la arena relumbraba, más amarilla que a la luz del día. Un hombre salió del río chorreando agua, y se perdió corriendo entre los árboles. Yo me paré en la orilla.

La penumbra se inmovilizó, pero no se hizo más densa. Me pareció raro que a los pájaros, que cantaban mucho en el atardecer, no se los oyera. A decir verdad, desde hacía un buen rato estaban en silencio. Tampoco el agua se movía, a no ser las sacudidas, casi imperceptibles, que llegaban, regulares, a la orilla. Únicamente los ruidos humanos y las voces humanas, insistentes, resonaban: gritos, saludos, conversaciones, ruidos de hueso o de madera que humanos manipulaban para ir sacando, de lo indistinto, formas reconocibles. El ruido apagado de pies descalzos que iban y venían rebotando o deslizándose sobre la arena, se oía también por momentos a mis espaldas. Un poco más lejos, también en la orilla, más oscuras que la penumbra, se recortaban varias embarcaciones. Todo lo presente, incluidos nosotros, estaba en, y era, al mismo tiempo, un lugar. A decir verdad, nosotros éramos, más que el lugar mismo, ese lugar, y como en ese anochecer parecía más acogedor, había algo de hiriente en su habitual mudez desdeñosa. La paz de ese atardecer lo ponía al descubierto. Que únicamente perduráramos gracias a su condescendencia, nos rebajaba todavía más que a las bestias sumisas o indiferentes. Era, según lo pensaban los indios, gracias a nuestro parecer, que ese lugar parecía un lugar, y, sin embargo, no hacía nada, ninguna seña, ningún esfuerzo para ganarse nuestra confianza.

La arena firme de la orilla me humedecía los pies descalzos. Distraído como estaba, tardé unos momentos en darme cuenta de que desde hacía unos momentos se había puesto a brillar. Era un brillo blanco, fosforescente y, alzando la vista, comprobé que también el río se había llenado de reflejos de un tinte idéntico. Alcé más alto la cabeza y, dándome vuelta, dirigí la vista hacia el cielo: era la luna. Nunca la había visto tan grande, tan redonda, tan brillante. Brillaba tanto que del cielo se habían borrado todas las estrellas. Subía lenta, irrefutable y única, tibia y familiar y su intensidad explicaba que, en un determinado momento, la progresión de la oscuridad se hubiese detenido. Ahora, todo lo visible estaba decorado de manchas lunares que pasaban entre la fronda de los árboles y se estampaban, de un blanco absoluto, en el suelo, en las paredes y en los techos de las viviendas, en los cuerpos desnudos que se movían entre los árboles y que parecían emitir un fuego fijo y frío. Tenía la proximidad amistosa de esas cosas que nos son incomprensibles pero que ya no nos espantan porque hemos aceptado, quién sabe por qué causa, su misterio. Ninguna razón justificaba su presencia y, sin embargo, de tanto verla, constante y regular, con sus fases periódicas, menos distante y más dulce que el sol cegador, sus idas y venidas, tan exactas que las podíamos prever y que incluso nos servían para ordenar, de muchas maneras, nuestras vidas, en lugar de inquietarnos, como hubiese debido ser, nos tranquilizaba. Todos los días, el sol desdeñoso pasaba para mostrarnos, con su luz cruda, la persistencia injustificada del lugar que éramos también nosotros, en tanto que la luna gentil, gracias a su proximidad, formaba parte, también ella, de ese lugar, era una especie de puente entre lo remoto y lo familiar. Gracias a ella el todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía saber algo de nosotros y prometernos una aniquilación menos ciega. Aunque no fuese capaz de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del que nos aplicábamos nosotros mismos.

En general, los indios se dormían temprano. Pero en esos anocheceres templados, muchos se demoraban, a veces afuera de las construcciones hasta que era noche cerrada. El que había encendido la hoguera no lo había hecho con ningún fin especial, a no ser el de entretenerse removiendo las brasas y alimentándolas con leña que juntaba en sus alrededores, de modo que las llamas crecientes hacían relucir su cuerpo oscuro cuando se inclinaba hacia ellas para acomodar la leña con un palo. Absorto en su trabajo, parecía ignorar la luna que subía en el cielo por encima de su cabeza, el tamaño inusual, la redondez perfecta y desmesurada, el brillo extraño, de una blancura azulada, la presencia excesiva y perentoria. La claridad que difundía, ni nocturna ni diurna, parecía tener un tinte de inminencia, y como se iba volviendo cada vez más intensa, las manchas de blancura espesa que se colaban a través del follaje y las que se reflejaban en el río, empezaron a extinguirse, absorbidas por la claridad general. Hasta las llamas de la hoguera empalidecían en esa luminosidad mitigada. La luz que hasta hacía unos momentos había estado lanzando rayos dispersos, aislados, y un poco arbitrarios, se había vuelto claridad inesperada y uniforme dándole a las cosas, ya de por sí dudosas, una extrañeza adicional. Empecé a sentir, de golpe, de un modo confuso, que tal vez no estábamos donde creíamos ni éramos como pensábamos ser y que esa luz inusual iba a mostrarnos, con su brillo desconocido, nuestra condición verdadera.

Casi al mismo tiempo en que alcanzaba, diseminándose, su máxima intensidad, se empezó a velar. Yo lo noté al mismo tiempo que algunos indios que deambulaban entre el caserío y la playa. Ninguno de ellos había estado observándola pero, por alguna razón inexplicable, se dieron cuenta al mismo tiempo que yo que desde hacía un buen rato no le había sacado los ojos de encima. Un tinte azul, avanzando lento, se superponía al brillo desmedido y, poco a poco, la atenuaba. Por contraste, la parte no recubierta parecía incluso más brillante. Pero la penumbra azul la iba ganando. Una línea nítida, vertical, dividía en dos la luna; la parte azul que, aunque despacio, no dejaba de crecer, era como un arco que iba haciéndose más ancho a medida que la parte brillante disminuía. Unos minutos más tarde, la línea vertical la dividía en dos mitades: una velada de azul y la otra brillante. Pero, si se observaba con atención, podía verse, en el borde exterior de la mitad azul, una nueva línea vertical que empezaba a ensombrecerla y a correrse, imperceptible, hacia el centro. La parte brillante se fue reduciendo y se adivinaba que, en unos minutos más, se borraría por completo.

El hombre que había estado entreteniéndose con el fuego dejó caer el palo con el que removía las brasas y, alzando la cabeza hacia la luna, vino caminando con pasos trabajosos hacia el centro de la playa. Cuando se alejó del fuego, su cuerpo, que relucía al resplandor de las llamas, perdió nitidez y se convirtió en una silueta azulada un poco más densa que la penumbra en la que se desplazaba. Después de andar un poco con dificultad se confundió con los otros indios que, en silencio, saliendo de las viviendas, apareciendo de entre los árboles, viniendo desde el fondo del caserío que se extendía tierra adentro, empezaron a concentrarse en el espacio abierto de la playa. Se oía el rumor de los pasos sobre la arena, la respiración de muchos, el ruido de las manos que, por descuido, rozaban el cuerpo propio o algún cuerpo ajeno, pero ninguna voz subía de la muchedumbre cada vez más densa que, reunida en la playa, fijaba la vista en el cielo. A pesar del silencio flotaba, en la oscuridad que iba espesándose, un hálito de certidumbre. Yo creía percibir, con el corazón palpitante, su sentido. Al borrarse, en un espacio que se convertía, ante sus propios ojos, en noche pura, la luna, de la que la costumbre podía hacernos creer que era imperecedera, corroboraba, con su extinción gradual, la convicción antigua que se manifestaba, a sabiendas o no, en todos los actos y en todos los pensamientos de los indios. Lo que estaba ocurriendo, ellos ya lo sabían desde el principio mismo del tiempo. Para ellos, vivir había sido un apretujarse en hordas circunspectas y desoladas, a la espera del único acontecimiento digno de ese nombre que esa noche, llegando súbito y sin presagios anunciadores tenía, de una vez por todas, lugar. Ninguna agitación exterior sacudía a la muchedumbre. Inmóvil y silenciosa, contemplaba el cielo cuya oscuridad, como iba haciéndose cada vez más espesa, espesaba también las siluetas de los indios que iban confundiéndose más y más con la negrura.

Entre tanto, la luna se borraba bajo ondas sucesivas y cada vez más frecuentes de oscuridad. Capas densas de sombra se iban superponiendo unas a otras, verticales, surgiendo cada vez más rápidas del mismo borde y ganando poco a poco la superficie entera. Al principio podía verse todavía el contorno circular, como una especie de nimbo azulado hecho de una claridad irrisoria, a la que, por otra parte, la palabra claridad podía aplicársele únicamente en contraste con la negrura absoluta contra la que se recortaba. Pero, por último, hasta ese rastro débil se borró. Nada podría darle un nombre, en los minutos que siguieron, a esa negrura. Y silencio no es, ni por lejos, la palabra que le cuadra a esa ausencia de vida. Como a mí mismo, estoy seguro de que esa oscuridad les estaba entrando tan hondo que ya no les quedaba, tampoco adentro, ninguna huella de la lucecita que, de tanto en tanto, provisoria y menuda, veían brillar. Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria, desembarazado de la variedad engañosa y sin espesor conferida a las cosas por esa fiebre que nos consume desde que empieza a clarear y no cede hasta que no nos hemos hundido bien en el centro de la noche. Al fin palpábamos, en lo exterior, la pulpa brumosa de lo indistinto, de la que habíamos creído, hasta ese momento, que era nuestro propio desvarío, la chicana caprichosa de una criatura demasiado mimada en un hogar material hecho de necesidad y de inocencia. Al fin llegábamos, después de tantos presentimientos, a nuestra cama anónima.

Por venir de los puertos, en los que hay tantos hombres que dependen del cielo, yo sabía lo que era un eclipse. Pero saber no basta. El único justo es el saber que reconoce que sabemos únicamente lo que condesciende a mostrarse. Desde aquella noche, las ciudades me cobijan. No es por miedo. Por esa vez, cuando la negrura alcanzó su extremo, la luna, poco a poco, empezó de nuevo a brillar. En silencio, como habían venido llegando, los indios se dispersaron, se perdieron entre el caserío y, casi satisfechos, se fueron a dormir. Me quedé solo en la playa. A lo que vino después, lo llamo años o mi vida -rumor de mares, de ciudades, de latidos humanos, cuya corriente, como un río arcaico que arrastrara los trastos de lo visible, me dejó en una pieza blanca, a la luz de las velas ya casi consumidas, balbuceando sobre un encuentro casual entre, y con, también, a ciencia cierta, las estrellas.

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