2. La Contratierra

Cuando desperté, me sentía descansado. No tenía la menor idea acerca de qué había ocurrido conmigo después de mi ascenso a la nave. Abrí los ojos, y casi esperaba encontrarme en mi cuarto en el college. Pero no era así; yacía sobre una superficie lisa, dura, quizás una mesa, en una habitación circular con techo bajo. Las ventanas largas y estrechas me recordaban las cañoneras de torres medievales. A mi derecha colgaba un gran tapiz con una escena de caza. Un grupo de cazadores atacaba a un animal de aspecto desagradable, semejante a un jabalí; aunque, por cierto, en comparación con los hombres, resultaba excesivamente grande. Además tenía cuatro colmillos, que parecían tan afilados como cuchillos.

Del otro lado colgaba un escudo redondo con unas lanzas cruzadas por detrás. El escudo me recordaba los escudos griegos de épocas tempranas, pero no pude descifrar los signos que contenía. Encima del escudo había un casco con una incisión más o menos en forma de Y para los ojos, la nariz y la boca. De las armas, que colgaban allí de la pared, emanaba cierta dignidad severa, como si estuvieran listas para el combate.

Aparte de estos adornos en la pared y de dos bloques de piedra, que quizá servían de sillas, la habitación estaba vacía; las paredes, el techo y el suelo eran lisos como si fueran de mármol. Parecía que no había puertas. Me incorporé, me dejé deslizar por la mesa de piedra y fui hacia una ventana. Miré hacia fuera y vi el Sol, tenía que ser nuestro Sol. Aparentaba ser algo más grande de lo que yo recordaba. El cielo era azul, lo mismo que en la Tierra. Respiraba libremente, y esto me hacía pensar en una atmósfera que contenía mucho oxígeno. Por consiguiente, tenía que estar en la Tierra. Pero cuando seguí mirando a mi alrededor, comencé a darme cuenta de que no podía tratarse de mi planeta de origen. El edificio en el que me encontraba parecía formar parte de un enorme grupo de torres, cilindros planos que se extendían interminablemente, de formas y tamaños diferentes, comunicados entre sí por puentes angostos y coloreados.


No pude asomarme por la ventana lo suficiente como para reconocer también el suelo, pero en la lejanía podían divisarse montañas cubiertas de vegetación verde. Desconcertado, volví a acercarme a la mesa, contra la cual casi me golpeé la cadera. Sentí como si, a causa de un vahído, hubiera tropezado. Di una vuelta por la habitación y, por fin, salté sobre la mesa de la misma manera que normalmente subo un escalón. Era diferente, era otro movimiento. Sí, debía de tratarse de eso: una fuerza de gravitación menor. El planeta era pues, más pequeño que nuestra Tierra y, de acuerdo con el tamaño aparente del Sol, estaba quizás algo más cerca de él.


Mi vestimenta consistía en una túnica roja, sostenida en las caderas por un cordón amarillo. Vi que me habían colocado el anillo rojo con la «C». Tenía hambre y trataba de concentrarme, pero no me servía de nada. Me veía a mí mismo como a un niño que se encuentra de repente en un mundo de adultos completamente incomprensible.

Un sector de la pared se desplazó hacia un lado y apareció, un hombre alto y pelirrojo. Tendría alrededor de cincuenta años y estaba vestido igual que yo. Evidentemente se trataba de un hombre procedente de la Tierra. Me sonrió, colocó sus manos sobre mis hombros y dijo con cierto dejo de orgullo:

—¿Eres Tarl Cabot?

—Sí, soy Tarl Cabot —respondí.

—Yo soy tu padre —dijo y me dio la mano. El gesto familiar me tranquilizó un poco. Me sentía sorprendido, ya que no sólo aceptaba a este extraño como a un ser de mi mundo, sino también como a aquel padre a quien no podía recordar.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó y sus ojos denotaban preocupación.

—Murió hace mucho tiempo —dije.

Me miró.

—De todas fue a ella a la que más quise —dijo, y se apartó. Me sentía furioso conmigo mismo, ya que aun contra mi voluntad sentí compasión por él. ¿Acaso no nos había abandonado a mi madre y a mí? Pero de algún modo me sentí urgido a acercarme a mi padre y colocar mi mano sobre su brazo, a tocarlo. Algo se estaba moviendo dentro de mí, surgían recuerdos vagos y dolorosos que se habían mantenido en estado latente durante muchos años.

—¡Padre! —dije.

Se irguió, se dio la vuelta y me miró con tristeza.

—¡Hijo mío! —respondió.

Nos encontramos en la mitad de la habitación y nos abrazamos. Llorábamos los dos. Más tarde me enteraría de que en este mundo un hombre puede mostrar sin reparos sus sentimientos.

Finalmente nos separamos.

Mi padre me examinó con una mirada tranquila.

—Ella será la última —dijo—. No tenía derecho a su amor. Luego hizo una pausa.

—Muchas gracias por tu regalo, Tarl Cabot —dijo entonces.

Lo miré sin comprender.

—El puñado de tierra. Un puñado del suelo de mi patria.

Asentí. Yo no deseaba hablar ahora, quería escuchar innumerables cosas que seguramente debía saber.

—Tendrás hambre —me dijo.

—Quisiera saber dónde estoy y para qué estoy aquí —contesté.

—Por supuesto —respondió—. Pero también tienes que comer —sonrió—. Mientras comes algo, hablaremos.

Dio una palmada y un sector de la pared volvió a desplazarse hacía un costado. Me sentí desconcertado. A través de la abertura apareció una muchacha, cuyos cabellos rubios estaban atados por detrás de la cabeza. Llevaba una vestimenta sin mangas, con rayas diagonales. Iba descalza y, como único adorno, lucía un liviano collar de acero alrededor de la garganta. Volvió a desaparecer inmediatamente.

—La puedes tener esta noche, si así lo deseas —dijo mi padre, que apenas pareció advertir la presencia de la muchacha.

Yo no estaba seguro de lo que había querido decir y rehusé.

Ante la insistencia de mi padre empecé a comer. La comida era sencilla, pero exquisita. El pan estaba todavía caliente, la carne parecía proceder de alguna pieza de caza. Las frutas —una especie de uvas y duraznos— eran frescas y estaban frías como la nieve de las montañas. Mientras yo comía mi padre comenzó a hablar.

—Gor —dijo—, así se llama este mundo. En todas las lenguas del planeta esto significa «Piedra del Hogar».

Hizo una pausa.

—«Piedra del Hogar» —repitió—. En los pueblos de este mundo —prosiguió—, cada choza se ha construido originariamente alrededor de una piedra plana que formaba el centro del edificio circular. En ella se grababa el signo de la familia y se la llamaba Piedra del Hogar. Se trataba en cierto modo de un signo de independencia, una delimitación del espacio vital, y de que cada hombre en su cabaña era su propio amo.

»Más tarde las Piedras del Hogar también se utilizaron para poblados y finalmente para ciudades. La Piedra del Hogar de un pueblo se encuentra siempre sobre la plaza del mercado, y en una ciudad se la conserva siempre sobre la punta de la torre más elevada. Con el pasar del tiempo a la Piedra se le atribuyeron fuerzas místicas, despertaba sentimientos similares a los de los hombres de la Tierra con respecto a sus banderas.

Mi padre se había levantado y parecía que iba entrando en calor al hablar de este tema. Con el correr del tiempo habría de comprender algo acerca de lo que sentía en ese instante. Efectivamente existe una regla en Gor, según la cual el que habla de las Piedras del Hogar debe ponerse de pie en señal de respeto.

—Estas Piedras —prosiguió mi padre— naturalmente se hallan conformadas y coloreadas de manera diferente, y muchas presentan dibujos complicados. Más de una gran ciudad sólo posee una Piedra del Hogar pequeña, insignificante, que seguramente proviene de la época en que la ciudad era un pueblo pequeño. Dondequiera que un hombre coloque su Piedra del Hogar, reclama la tierra para sí. Las buenas tierras sólo son protegidas por las espadas de los terratenientes más poderosos de la región.

—¿Espadas? —pregunté.

—Sí —dijo mi padre, como si se tratara de lo más natural. Sonrió—. Todavía tendrás que aprender mucho sobre Gor —dijo—. Podría decirse que existe una jerarquía en cuanto a las Piedras del Hogar. Dos soldados que se matarían por una franja de buena tierra, luchan juntos hasta la muerte por la Piedra del Hogar de su pueblo o de la ciudad, dentro de cuyo radio de influencia se encuentra su pueblo.

»Algún día te mostraré mi propia pequeña Piedra del Hogar, que conservo en mis habitaciones. Encierra un puñado de tierra que traje al venir a este mundo. Hace mucho tiempo de esto —me contempló tranquilamente—. Guardaré la tierra que tú me has regalado —dijo en voz baja—, y algún día quizá te pertenezca a ti si logras conquistar tu propia Piedra.

Me puse de pie y lo miré.

Se había apartado, perdido aparentemente en sus propios pensamientos.

—De tiempo en tiempo conquistadores o estadistas sueñan con crear una única gran Piedra del Hogar para todo el planeta. De acuerdo con los rumores tal Piedra existe, pero se encuentra en el Lugar Sagrado y es la fuente de poder de los Reyes Sacerdotes.

—¿Y quiénes son los Reyes Sacerdotes? —pregunté.

Mi padre se dio la vuelta; parecía preocupado, como si ya hubiera dicho demasiado.

—Sí —dijo finalmente—. Es cierto que también tendré que informarte acerca de los Reyes Sacerdotes. Pero deja que lo haga a mi manera, a fin de que entiendas mejor lo que voy a relatarte.

Volvimos a sentarnos y mi padre se concentró en la tarea de explicar metódicamente su mundo.

En su relato, designaba a menudo el planeta Gor como la Contratierra, una denominación que procede de los escritos de los pitagóricos que fueron los primeros en sospechar la existencia de semejante cuerpo celeste. Extrañamente, el Sol era llamado en goreano Lar-Torvis, lo que significa fuego central, otra expresión pitagórica, que sin embargo, por lo que sé, no fue aplicada al Sol. Existía en Gor una secta que adoraba al Sol, según me enteré más tarde, pero era reducida e insignificante en comparación con el culto a los Reyes Sacerdotes. Estos, quienesquiera fueran, tenían para la población el rango de dioses, los más antiguos de Gor, y, en un momento de peligro, aun al más valiente podría escapársele una plegaria a los Reyes Sacerdotes.

—Los Reyes Sacerdotes —prosiguió mi padre— son inmortales. Por lo menos eso es lo que aquí cree la mayoría.

—¿También lo crees tú? —pregunté.

—No lo sé. Quizás.

—¿Qué tipo de seres humanos son?

—No se sabe si se trata de seres humanos —contestó mi padre.

—Y entonces ¿qué son?

—Quizá dioses.

—¡Pero tú no crees eso!

—¿Por qué no? —dijo—. Un ser que está por encima de la muerte y posee un poder y una sabiduría inimaginables bien podría merecer ese nombre.

No respondí.

—Más bien supondría —prosiguió mi padre— que a pesar de todo los Reyes Sacerdotes son seres humanos; hombres como nosotros, o al menos organismos humanoides de alguna especie, dotados de una ciencia y una tecnología tan superiores a las nuestras como lo es el desarrollo del siglo veinte frente al saber de los antiguos astrólogos y alquimistas.

Esta suposición de mi padre me parecía fundamentada. ¿Acaso la tecnología del sobre, la desconexión de mi brújula y la extraña aeronave no parecían confirmar que aquí actuaban seres con poderes extraordinarios?

—Los Reyes Sacerdotes —me dijo— tienen su Lugar Sagrado en las Montañas Sardar, un desierto en el que nadie puede internarse. Para la gran mayoría, el Lugar Sagrado es tabú. Hasta ahora nadie ha regresado de esas montañas.

Mi padre parecía mirar al vacío.

—Ha habido casos de idealistas y rebeldes que hallaron la muerte en las pendientes heladas de los Montes. Si uno desea aproximarse debe ir a pie, pues nuestros animales no se atreven a acercarse al lugar. Miembros de los cuerpos de algunas personas que habían buscado refugio allí se encontraron en las llanuras, como pedazos de carne arrojados para alimento de los animales de rapiña desde una distancia inconcebible.

Mi mano agarró el jarro con cierta vehemencia.

—A veces —prosiguió—, algún anciano se pone en camino hacia las Montañas para encontrar allí el secreto de la inmortalidad. Pero nadie ha regresado jamás. Algunos afirman que llegan a ser Reyes Sacerdotes, pero yo más bien creo que querer averiguar su misterio significa una muerte segura.

A continuación, mi padre me explicó las leyendas que circulaban acerca de los Reyes Sacerdotes, y me enteré que, al menos en un aspecto, eran los verdaderos dioses del planeta, ya que podían aniquilar o controlar todo lo que deseaban. Según rezaba la opinión general no se les escapaba nada de lo que ocurría en el planeta, pero si esto era cierto apenas parecían percatarse de ello, como pude enterarme después. Según decían, tendían hacia la santidad y en su recogimiento íntimo no se podían ocupar de las nimiedades del mundo exterior. Esta suposición, por cierto, no me parecía estar de acuerdo con el terrible destino que aguardaba a todos aquellos que escalaban las Montañas Sardar. Me costaba imaginar a un santo espiritualizado que sale un momento de su estado contemplativo para despedazar a un intruso y dispersar sus restos sobre la llanura.

—Existe, sin embargo, un área —dijo mi padre— por la cual los Reyes Sacerdotes muestran sumo interés: la tecnología. Ellos limitan, mediante intervenciones activas, nuestro desarrollo en esta área. Resulta increíble, pero las armas más poderosas que nos permiten utilizar a nosotros, los cismontanos, que vivimos a la sombra de las Montañas, son la lanza y la ballesta. Aparte de esto no existen medios mecánicos de transporte o de comunicación o dispositivos de detección, como por ejemplo el radar, sin los cuales resulta imposible imaginar la vida militar en la Tierra.

»Por otra parte, nosotros los mortales, los cismontanos, hemos evolucionado mucho en cuanto a áreas como iluminación, construcción de ciudades, agricultura y medicina —me miró divertido—. Seguramente te habrás interrogado por qué esas numerosas lagunas en nuestra tecnología no fueron llenadas pasando por alto a los Reyes Sacerdotes. Sería extraño que no hubiera mentes en este mundo capaces de inventar algo así como un fusil o un tanque.

—Yo pienso lo mismo —dije.

—Y así es —agregó mi padre con enojo—. De tiempo en tiempo ocurre algo por el estilo, pero los inventores siempre son aniquilados poco después. Mueren devorados por las llamas.

—¿Cómo el sobre de metal azul?

—Sí —dijo—. Quien posee un arma prohibida debe morir devorado por las llamas. A veces, algunos hombres valientes llegan a poseer material bélico y eluden la Muerte Llameante, quizá durante un año. Pero más tarde o más temprano se los descubre.

—¿Y cómo explicar entonces la existencia de la nave que me trajo hasta aquí? ¡Es un ejemplo magnífico de vuestra tecnología!

—No de nuestra tecnología, sino de la de los Reyes Sacerdotes —dijo—. No creo que la tripulación de la nave contara con hombres procedentes de las sombras de las Montañas, a cismontanos.

—¿La tripulación estaría constituida por Reyes Sacerdotes? —pregunté.

—Sinceramente creo que la nave de las Montañas Sardar se hallaba pilotada a distancia, de la misma manera, según dicen, que todos los viajes de adquisición.

—¿Adquisición?

—Sí —dijo mi padre—. Hace mucho yo realicé el mismo viaje extraño que realizaste tú. Igual que muchos otros.

—Pero ¿con qué fin, con qué propósito? —pregunté.

—Cada uno, quizá, por un motivo diferente, con diversos fines —dijo.

Mi padre me relató entonces que, según referencias de los Iniciados, que se consideraban intermediarios entre los Reyes Sacerdotes y los hombres, el planeta Gor había sido alguna vez el satélite de un sol lejano. La ciencia de los Reyes Sacerdotes lo habría desplazado repetidas veces y habría encontrado para él una y otra vez nuevas estrellas. Consideré poco probable esta historia, y no en última instancia por las enormes distancias. Si era cierto que el planeta había sido movido alguna vez —y yo sabía que esto era empíricamente posible— debió de ocurrir desde una estrella que se encontrara muy próxima. Quizá Gor había sido alguna vez un satélite de Alfa Centauro aunque también en este caso las distancias eran casi insuperables.

Existía otra posibilidad, que le comuniqué a mi padre: quizás el planeta siempre había sido parte de nuestro sistema, claro que sin haber sido descubierto. Esto parecía probable si se tenían en cuenta los estudios astronómicos realizados durante milenios desde el hombre de Neandertal hasta los brillantes investigadores de Monte Wilson y Monte Palomar. Asombrado advertí que mi padre admitía sin más esta hipótesis absurda.

—Esa —dijo vivazmente— es la teoría del escudo solar. Es por esta razón que también imagino a menudo al planeta como la Contratierra, no sólo porque se asemeja tanto a nuestro planeta de origen, sino porque se encuentra exactamente opuesto a la Tierra en su órbita. Tiene la misma órbita de revolución y mantiene siempre el fuego central entre sí y su hermana planetaria la Tierra, a pesar de que esto requiera de tiempo en tiempo una variación en la velocidad de revoluciones.

—Pero es imposible que no lo descubran —objeté—. No se puede esconder sin más un planeta del tamaño de la Tierra. ¡Es imposible!

—Subestimas a los Reyes Sacerdotes y su ciencia —dijo mi padre sonriendo—. Todo poder capaz de mover un planeta, y yo creo que los Reyes Sacerdotes lo tienen, también puede influir en la velocidad general de revolución de este cuerpo celeste, a fin de que el Sol nos sirva constantemente de escudo protector. Estoy convencido que los Reyes Sacerdotes pueden neutralizar la fuerza de gravitación, por lo menos en una zona limitada, y creo que efectivamente lo hacen. Por ejemplo, ciertos indicios físicos, que hacen pensar en la existencia de un planeta —como rayos luminosos y ondas sonoras— pueden ser desviados, quizás por una deformación de la fuerza de gravitación del universo en la proximidad del planeta, por lo cual las ondas luminosas y sonoras se dispersan, se desvían o son reflejadas; y, de este modo, no delatarían la presencia de ese mundo. De la misma manera pueden manejarse satélites de exploración —agregó mi padre—. Naturalmente sólo cito aquí algunas hipótesis, pues lo que hacen realmente los Reyes Sacerdotes, y cómo lo hacen, sólo ellos lo saben.

Vacié mi jarro.

—Efectivamente existen indicios acerca de la existencia de la Contratierra —dijo mi padre—. Determinadas señales naturales en el campo de radiaciones del espectro.

Mi sorpresa era evidente.

—Sí —agregó—, pero como la suposición de que pudiera existir otro mundo no es digna de crédito, estas referencias han sido interpretadas en conformidad con otras teorías, a veces se prefirió suponer imperfecciones en los instrumentos antes que admitir la presencia de otro mundo en nuestro sistema solar. Y es que es más fácil creer sólo lo que se quiere creer.

Mi padre no tenía nada más que decirme. Se levantó, me tomó por los hombros, me retuvo durante un instante y sonrió. A continuación el sector de la pared se desplazó silenciosamente hacia un costado y mi padre abandonó la habitación. No había dicho nada acerca de la misión que me esperaba aquí. La razón por la cual yo había venido a la Contratierra era algo acerca de lo que todavía no deseaba conversar conmigo, y tampoco me explicó el secreto relativamente poco importante de la extraña carta. Lo que más me dolía era que no había hablado nada acerca de sí mismo. Sentía un deseo imperioso de conocer más de cerca este amable extraño que era mi padre.


Mi informe sólo contiene datos que conozco como reales por propia experiencia, pero no me sentiré ofendido si usted, estimado lector, se muestra incrédulo. Con las pocas pruebas que puedo ofrecerle es casi su deber poner en duda mi relato o al menos suspender su juicio al respecto. Efectivamente, la probabilidad de que este informe sea tomado en serio es tan lejana que los Reyes Sacerdotes de las Montañas Sardar evidentemente nada tienen que objetarle a su redacción. Me alegro de que así sea, pues siento una necesidad urgente de contar mi historia; no puedo dejar de hacerlo.

Quizá los Reyes Sacerdotes sean también lo bastante humanos como para ser vanidosos, si es que realmente se trata de seres humanos, pues jamás han sido vistos por nadie. Quizá sean lo suficientemente vanidosos como para desear que usted, lector, se entere de su existencia, si bien sólo de una manera tal que le imposibilite tomar en serio mi relato. Quizás en el Lugar Sagrado exista el humor o la ironía. Pues aun si me creyera ¿qué podría hacer usted? Nada. Usted, con su tecnología primitiva de la que se siente tan orgulloso, por lo menos durante mil años no podría hacer nada; y para entonces, si los Reyes Sacerdotes así lo desearan, este planeta ya habría encontrado desde tiempo atrás un nuevo Sol y nuevos pueblos para sus verdes prados.

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