CAPÍTULO 17

Fue el sonido del tambor lo que empezó a despertar los sentidos de Tarod, sacándolos de la modorra producida por las drogas de la Hermana Erminet. Caminaba entre sus guardianes, arrastrando los pies, pero sus miembros se resistían a una acción coordinada, y no tenía más que una remota idea del lugar donde se hallaba y de lo que estaba sucediendo. Recordaba vagamente que le habían obligado a beber algo que sabía muy amargo, que había tratado de resistirse, pero no habla tenido fuerzas para ello; ahora, su nublado cerebro percibía un peligro, pero estaba demasiado amodorrado y apático para preocuparse por ello.

Hasta que el tambor empezó a devolverle la conciencia.

Al principio pensó que eran los latidos apagados de su propio corazón, pero entonces se dio cuenta de que aquel sonido procedía de fuera de su cuerpo. Parecía sacudir el aire a su alrededor, hacer vibrar el suelo debajo de sus pies; inconscientemente, empezó a seguir el ritmo, acompasando a él sus movimientos. Unas paredes oscilaron en los límites confusos de su visión, y un pasillo estrecho, que descendía... Sintió un poder que surgía hacia arriba, codicioso, procedente de raíces increíblemente profundas en la roca de allá abajo, y el redoble del tambor era su pulso lento, inexorable. Como un péndulo, oscilando constantemente, eternamente, marcando el paso del tiempo...

Su cuerpo se estremeció espasmódicamente al hallar súbitamente una chispa cegadora en su campo visual. Duró sólo un instante, pero bastó este momento para dejarle una imagen mental indeleble de una estrella de siete puntas...

Alguien le sacudió violentamente; a punto estuvo de caer al suelo y sólo recobró el equilibrio cuando le obligaron a enderezarse por la fuerza. Ahora, otra luz, mucho más pálida, llenaba el corredor, y la comitiva se detuvo cuando, después de un redoble final, enmudeció el tambor.

Pero Tarod siguió oyéndolo. Permanecía en su mente, vibrante, insistente, como una llamada extraña desde ninguna parte. Vio siluetas de hombres que se volvían de lado para resguardarse la cara de la fría radiación que se produjo cuando Keridil se inclinó para abrir la puerta del Salón de Mármol, pero descubrió que él era capaz de mirar directa mente y sin pestañear aquella cosa brillante y pulsátil. La puerta parecía irreal, como si la viese desde un plano situado a un palmo por encima de la realidad...

Se oyó un chasquido sordo y se abrió la puerta. Los Adeptos avanzaron lentamente a través de la niebla centelleante del Salón de Mármol. Tarod se sentía ingrávido, motivado por una fuerza que no podía controlar; trató de volver la cabeza para mirar las cambiantes y trémulas columnas de luz, pero no pudo hacerlo. Lo único que podía hacer era marchar hacia adelante, hacia el centro mismo del Salón. Y sabía que allí le esperaba algo; una fuerza reprimida que hacía que su mente se paralizase con un miedo mucho más intenso que el que jamás había conocido. Por un instante, recobró la claridad de la razón y se dio cuenta de que sólo le quedaban unas pocas horas de vida.

Entonces podía haber intentado, con un último esfuerzo, luchar contra la injusticia y la fatalidad que le condenaban, pero su cerebro y sus músculos aturdidos eran incapaces de reaccionar. En cambio, aquel momento de claridad había traído otros recuerdos: recuerdos de la muchacha por quien lo había comprometido todo y que le había abandonado a su destino y había brindado su veleidoso afecto a otro hombre que podía ofrecerle una posición mejor. Keridil y Sashka dormirían más tranquilamente en una cama si él no existía para turbar sus sueños, y en lo más hondo de Tarod empezó a tomar forma una cólera fría...

Llegaron al lugar donde los complicados dibujos del suelo eran interrumpidos por la impenetrable mancha negra que, según creía el Círculo, era el foco y el corazón del poder del Salón de Mármol. Pero ahora el mosaico estaba oscurecido por la mole de un gran altar tallado en madera negra, de una altura que llegaba hasta la cintura y de la longitud y la anchura propias de un hombre alto. La superficie se había vuelto áspera con el paso del tiempo y en ella aparecían muescas que podían haber sido hechas por uñas o por hojas de cuchillo, y poco a poco fue haciéndose la luz en la mente de Tarod.

Aquél era uno de los más viejos artefactos que poseía el Círculo. Durante varias generaciones había permanecido guardado en uno de los sótanos del Castillo, sin ser usado; pero siglos atrás había sido mudo testigo de algunos de los ritos más crueles y destructores conocidos por los altos Adeptos. Seres malignos, ahora olvidados desde hacía mucho tiempo, habían sido mágicamente atados a su dura superficie, anatemizados y destruidos..., y esta noche, otro nombre sería añadido a la lista.

Fue la visión de aquella triste imitación de altar lo que devolvió la comprensión a la aturdida mente de Tarod. Se dio cuenta de que iba a morir, de que su vida le sería arrancada a sangre y fuego sobre aquel bloque, y por primera vez sintió miedo. Sin embargo, el miedo al tormento era eclipsado por el terror infinitamente más grande de lo que seguiría a su destrucción.

Tenía que vivir. Costara lo que costara, tenía que derrotar a Keri-dil. Y este convencimiento se le apareció con toda claridad, barriendo los últimos restos de los efectos de las drogas en su cerebro. El Círculo podía matarle, pero no podía destruir el espíritu contenido dentro de aquella piedra. Podían guardarla en lugar seguro, atarla con la magia más poderosa, pero el Caos no sería vencido fácilmente: Yandros encontraría la manera de ejercer nuevamente su negra influencia a través de la gema. Y si el Círculo trataba de emplear la piedra contra sus dueños, abriría sin querer la puerta que había permanecido cerrada desde la caída de los Ancianos; el poder encerrado en la piedra les manipularía como a chiquillos, lo mismo que había manipulado al propio Tarod. Los Adeptos eran poderosos y tenían la sabiduría de las generaciones que les habían precedido, pero no comprendían el Caos. Sólo uno que hubiese sido del Caos (y se estremeció interiormente cuando los antiguos recuerdos se agolparon en su mente) podía confiar en emplear sus propias fuerzas contra ellos.

Tenía que frustrar sus planes. En último extremo, solamente un poder en el mundo podía aplastar el alma-piedra y desterrarla para siempre: el del propio Aeoris. Y sólo un hombre podía luchar contra la intensa influencia de la piedra durante el tiempo suficiente para ver concluida su tarea. ¡ Tenía que vivir!

En otro tiempo habría podido poner fin a esta locura en un abrir y cerrar de ojos; pero ahora, aunque su mente se estaba aclarando rápidamente, no tenía la fuerza de voluntad suficiente para acumular todo el poder que antes habría podido ejercitar. Si al menos...

— ¡Sujetadle!

Aquella voz fue como un trueno que interrumpió los pensamientos de Tarod y resonó misteriosamente en todo el Salón. Liberado de su obligación de guardar silencio, Keridil se había acercado al extremo norte del altar y se volvió ahora para enfrentarse a Tarod. Había sospechado que el Adepto de negros cabellos intentaría luchar, y le desconcertó que Tarod pareciese incapaz de ofrecer resistencia. Sus dos guardianes le obligaron a arrodillarse al pie del altar, de manera que quedase medio tumbado y con los brazos estirados sobre la mellada superficie. Su mirada se cruzó con la del Sumo Iniciado, el cual dijo, en una voz tan baja que Tarod se preguntó si no sería una ilusión:

—El anillo, Tarod.

En su traje de ceremonia de oscuros colores, Keridil parecía un personaje irreal, de sueño, y Tarod cerró involuntariamente la mano izquierda.

— Puedes elegir — siguió diciendo Keridil cuando vio que su adversario no estaba dispuesto a hablar—, O nos entregas el anillo de buen grado o te lo quitaremos por la fuerza.

Acarició ligeramente la empuñadura de su espada ritual. Tarod le miró a la cara y vio que los ojos del que había sido su amigo eran fríos como el hielo, sin expresar la menor emoción. Sin embargo, una extraña mezcla de celos, odio y miedo parecía ocultarse detrás de aquella frialdad, y, por un instante, también el espectro de Sashka se traslució en la mirada del Sumo Iniciado. Razonar con Keridil, suplicarle, sería una ridiculez.. , y, alimentada por un naciente aunque todavía incom-prendido furor, se encendió una chispa de rebelión. Tarod tenía todavía su orgullo, y aquel hombre que le había traicionado dos veces no tendría nunca la satisfacción de verle capitular. Con un esfuerzo, torció la cara macilenta en una malévola sonrisa.

—Entonces, tómalo, Sumo Iniciado —consiguió murmurar furiosamente—. Tómalo... ¡si puedes!

Esperaba que tratasen de arrancarle el anillo del dedo, y por esto le pilló desprevenido la reacción de Keridil a su reto. Casi antes de que acabase de pronunciar las últimas palabras, unas manos agarraron sus muñecas, sujetándolas sobre el altar, y aunque trató de desprenderlas, los Adeptos eran demasiado vigorosos para él. Keridil dio lenta y deliberadamente la vuelta al altar y se plantó directamente delante de Tarod. Entonces descolgó la espada de su cinto y la invirtió de manera que, al levantarla, la empuñadura fue como una pesada maza. Hizo una breve señal a los dos hombres que estaban junto al altar y éstos apretaron con más fuerza las muñecas de Tarod, mientras el Sumo Iniciado levantaba todavía más la espada envainada.

Nada podía hacer Tarod. Sólo su orgullo le impidió protestar o suplicar. Se puso tenso e inclinó la cabeza a un lado al golpear Keridil con toda su fuerza. Un grito de angustia brotó de su garganta cuando el puño de la espada cayó sobre su mano izquierda, destrozando los frágiles huesos, rompiendo el anillo de plata de manera que el alma-piedra se desprendió de la montura sobre la base del destrozado dedo. Por un instante, a través de una neblina escarlata de dolor, vio la cara triunfal de Keridil y la mano de éste agarrando la resplandeciente gema. Entonces, cuando los Adeptos soltaron sus brazos, Tarod cayó al suelo y se sumió en una piadosa inconsciencia.

¿Dónde está la piedra?

La tomaron... de mi mano...

Tienes que recobrarla, Tarod. Tienes que hacerlo.

— No puedo...

— ¡Debes hacerlo! Es mucho lo que depende de ti. Debes cogerla de nuevo, y usarla, y comprender. Si mueres, no habrá nada. No debes morir.

No tengo posibilidad...

— Tienes una posibilidad. Aprovéchala. Si amas este mundo, aprovéchala...

La mente de Tarod se retorció, protestando, y la voz sibilante e impersonal se extinguió, dejando solamente el recuerdo de sus apremiantes palabras. Solamente el recuerdo... No había sido más que un sueño doloroso, una ilusión engañosa. No significaba nada... Suspirando en silencio, dejó que su conciencia se hundiese de nuevo en el vacío.

—Por la Voluntad de Aeoris, ¡el mal será sujetado!

— ¡Sujetado por la Voluntad de Aeoris!

—Por la Sangre de Aeoris, ¡el mal será azotado!

— ¡Azotado por la Sangre de Aeoris!

—Por la Espada de Aeoris, ¡el mal será partido!

— ¡Partido por la Espada de Aeoris!

—Por el Fuego de Aeoris, ¡el mal será destruido!

— ¿Destruido por el Fuego de Aeoris!

El lento y terrible cántico resonaba en la profundidad insondable del Salón de Mármol, y la voz del Sumo Iniciado se elevaba en un estado de trance y era respondida por el contrapunto de los Adeptos.

Una luz pálida y extraña resplandecía alrededor de Keridil, que sentía cómo aumentaba su poder como una marea creciente, mientras el canto inexorable proseguía, alimentado por la voluntad conjunta del Círculo que formaba ahora un anillo completo a su alrededor y en torno al macizo altar de madera negra. La sensación era vertiginosa, casi terrorífica, y tuvo la impresión de que las innumerables sombras de sus predecesores estaban detrás de él, infundiéndole su antigua fuerza. Por muy grandes que hubiesen podido ser un día los poderes de Tarod, un destello de divinidad parecía brillar ahora en Keridil a medida que cobraba impulso el rito tanto tiempo olvidado.

Tarod salió de la vasta negrura de la inconsciencia cuando resonó en sus oídos la salmodia de los Adeptos. Un dolor agudo y pulsátil sacudía todo su cuerpo, adquiriendo su máxima intensidad en la mano izquierda; no podía moverse... Haciendo un esfuerzo, entreabrió los ojos pero volvió a cerrarlos a causa de un rayo cegador de luz blanca-azulada que parecía suspendido en el aire delante de él. Sintió la presencia de algo inhumano; algo que llenaba de fuerza el Salón, que le sujetaba sin esfuerzo sobre una superficie dura como el hierro.

El rayo de luz se movió, de pronto, al subir de tono el cántico, y entonces se dio cuenta Tarod de dónde estaba. Yacía boca arriba sobre el altar, con la cabeza colgando hacia atrás, y la luz era el brillante reflejo que centelleaba a lo largo de la enorme espada que sostenía Keridil Toin con ambas manos. Tarod sintió el vibrante calor que desprendía la hoja como un aliento infernal sobre la frente y vio la cara del Sumo Iniciado iluminada por su resplandor, cerrados los ojos, como una máscara de inspirada concentración.

El rito había empezado... y él era impotente para detenerlo. Las fuerzas conjuradas por el Círculo le tenían firmemente sujeto y ahora Keridil empezaba a cantar los misteriosos cánticos de Exhortación y Exorcismo que harían que los dioses condenasen a su víctima. Esto se alcanzaría pronto... y cuando la ceremonia llegase a su frenético punto culminante el Sumo Iniciado evocaría la Llama Blanca, el fuego puro y sobrenatural que, según la leyenda, ardía eternamente en el corazón de Aeoris y era lo único que podía destruir la esencia de un demonio del Caos.

Brotó sudor de la piel de Tarod, como si su cuerpo sintiese ya el contacto de la Llama Blanca. No quería morir... y al darse cuenta de ello sintió al mismo tiempo como un martillazo. Afluyó a su mente toda la furia contenida en su interior y que las drogas de la Hermana

Erminet habían mantenido a raya. Antes de que le rompiesen la mano para quitarle el alma -piedra, nada le había importado su propio destino. Pero ahora se había apoderado de él una nueva sensación... una necesidad furiosa, salvaje, de aferrarse a la vida, de desafiar y vencer al Círculo, eclipsando cualquier otro deseo. Y algo más..., algo que sólo gradualmente se manifestaba al despertar sus sentidos.

El Sumo Iniciado seguía cantando y los Adeptos casi vociferaban sus respuestas, alcanzados también por la increíble sobrecarga de poder. Pero sus voces resbalaban sobre Tarod, sin conmoverle. Cuidadosamente, fijó toda su atención en el dolor lacerante que llenaba su cuerpo. Y el dolor menguó... Entonces concentró una pequeña parte de su voluntad en la mano izquierda...

El dolor desapareció del todo, y cuando trató de doblar los dedos, supo que volvían a estar enteros, que el daño infligido por Keridil había sido remediado como si nunca se hubiese producido. Y empezó a comprender.

Keridil había tomado la piedra que contenía su alma, pero el Sumo Iniciado no había contado con el efecto que esta acción podía surtir en su enemigo. Si a un mortal le quitaban el alma, era como una cáscara vacía; pero Tarod no era enteramente mortal. Al perder la piedra, había perdido sus lazos con el tremendo poder del Caos, pero también había ganado algo que ni él ni el Círculo habían previsto. Todavía conservaba poder, y era un poder despojado de todos los tabúes y restricciones impuestos por la humanidad, porque ya no era humano.

Creía que este poder era lo bastante grande para salvarle. El camino estaba plagado de peligros en comparación con los cuales parecería un juego de niños el rito de la muerte del Círculo, pero ahora Tarod era incapaz de sentir miedo. También era ajeno al dolor y a la conciencia: una frialdad total había sustituido en su corazón los escollos de la emoción humana. Aunque había luchado por dominar las fuerzas devastadoras que yacían en el fondo de su ser, sabía que podía apelar a ellas si quería, que estaban allí, latentes, esperando. Ahora las emplearía sin reparo, y si esto significaba liberar el poder del Caos que llevaba dentro, no le importaba. El Círculo debería cargar con las consecuencias.

La enorme espada pendía sobre su cabeza, todavía con aquel vibrante resplandor que disipaba la temblorosa niebla del Salón de Mármol. La voz de Keridil se elevó, estridente, y los Adeptos medio gritaron y medio cantaron una fúnebre endecha como contrapunto. Poco a poco fue aumentando el brillo de la hoja, y Tarod sintió que unas fuerzas tremendas le arrastraban hacia abajo, tratando de poner su mente en poder del Círculo. Él se resistió en silencio, pero, aunque se desvaneció aquella influencia, comprendió que el tiempo se estaba agotando rápidamente.

El tiempo. Era como si hubiese girado una llave en su memoria, abriendo un depósito de conocimiento tan antiguo que no había advertido su existencia. Yandros, a su enigmática manera, se había referido a él, pero Tarod no lo había comprendido del todo, hasta ahora...

Antiguamente, cuando reinaban los Ancianos, el Tiempo había sido un juguete de los Señores del Caos. Las mentes inhumanas que habían guiado las manos que construyeron este Castillo lo habían elegido como centro de su manipulación de las fuerzas temporales, y seguía conservando esta antigua calidad. El Círculo nunca había sido capaz de descubrir sus misterios: Tarod, como Adepto del Círculo, había sido tan ignorante como ellos. Pero ahora, el secreto le había sido revelado...

El cántico era como un sonido sólido que fuera golpeando sus sentidos a medida que el ritual se acercaba a su punto culminante. Tarod cerró los ojos, borrando la imagen de Keridil en estado de trance. Algo oscuro se cernió sobre el borde de su campo visual interior, y lo reconoció como emanado de debajo de donde él yacía, del círculo negro que marcaba el centro de las peculiares dimensiones del Salón de Mármol. Dejó que su mente lo siguiese, sintió que le llamaba... y, poco a poco, el mundo real se desvaneció, hasta que su conciencia pendió, sola e inmaculada, en la oscuridad. Sus ojos se empañaron debajo de los párpados cerrados, y un trance mucho más profundo que el del Sumo Iniciado se apoderó de él...

Una pared de roca vertical le cerró el camino. El negro basalto, resplandeciente por las pulidas facetas de cristales incrustados en su superficie, se elevaba hacia un ciclo sulfuroso, sin ofrecerle paso alguno. Tarod, haciendo un gran esfuerzo, recordó; después levantó una mano y dijo una sola palabra.

Se oyó un fuerte estampido y la roca se abrió, y una intensa luz verde brotó de la estrecha fisura. Tarod avanzó, sintiendo que la roca la envolvía, y vio dentro de la peña un pozo que se hundía en la nada. La verde radiación procedía de aquel pozo, y se dirigió hacia él.

¡Alto!

Se detuvo. La voz había venido de ninguna parte, y la radiación verde empezó a temblar como si una presencia invisible la agitase. La memoria despertó de nuevo, y Tarod formuló mentalmente una severa pregunta.

¿Quién eres tú para darme órdenes?

En seguida recibió la respuesta, meditada y rotunda.

El Guardián de este lugar.

Tarod sonrió. Levantó la mano izquierda e hizo un ademán.

Dejate ver, Guardián.

Apareció lentamente, tomando su forma y su sustancia de la roca viva que le rodeaba. Parecía un hombre, pero corcovado y deforme; un vigoroso enano de ojos de basalto, en cuya garganta resplandeció un brillo de cristal cuando abrió la fea pero graciosa boca en una sonrisa.

Bienvenido, viajero, dijo, con una voz que parecía producida por un trozo de esquisto deslizándose sobre granito.¿Qué te trae por aquí?

Tenía la mitad de la estatura de Tarod, pero una fuerza y un aplomo que él sabía que serían difíciles de combatir. Y tampoco quería luchar con el Guardián de la Tierra. Había maneras mejores... y antiguas lealtades.

Dijo suavemente: ¿Me conoces, Guardián?

El enano de piedra frunció el ceño tratando de recordar y, por un instante, los ojos parpadearon vacilantes. Eres un extranjero, un mortal... y sin embargo, no eres extranjero...

Los ojos verdes de Tarod resplandecieron y su forma astral cambió sutilmente, y el enano abrió mucho los ojos al reconocerle de pronto. El peculiar y achaparrado personaje hincó torpemente una rodilla en el suelo y murmuró:

¡Señor!

Tarod se echó a reír, en voz baja pero suficiente para despertar mil ecos en las paredes de roca que le rodeaban. Viejo amigo, dijo al enano de piedra, nuestros tiempos eran buenos...

Aquel ser levantó la fea cabeza y le miró con una expresión que parecía de afecto. La Tierra no olvida.

Entonces, ayúdame.

Otra sonrisa se pintó en las rudas y melladas facciones. Señor.., la Tierra es tuya toma lo que quieras de ella.

Tarod respiró profundamente. La silueta del enano osciló, y tuvo la sensación de que su propio cuerpo se estaba convirtiendo en piedra.

Huesos de granito, carne de basalto, piel de cristal..., la esencia del plano-tierra le llenaba y le fortalecía, mientras la forma del achaparrado Guardián se disolvía en la nada.

Había pasado la primera barrera y... poco a poco, se acercó al profundo pozo y a su verde y tembloroso resplandor. Su radiación le bañó como una lluvia fresca, y se entregó a ella, dejando que su conciencia se hundiese en aquellas tranquilas y brillantes profundidades...

Se movía con facilidad y gracia, como un pez, en un mundo compuesto solamente de agua. Formas extrañas y elementales danzaban en los límites de su campo visual, y un alegre murmullo llenaba su mente, dando a sus pensamientos una serenidad que no había conocido hasta entonces. Absorbió este sentimiento, dejando que impregnase su ser y extrayendo de él más fuerza, mientras se dirigía con aplomo hacia el tercero de los siete planos astrales.

Y entonces, súbitamente, se encontró en el aire. Un aire que gemía y chillaba a su alrededor, soplando y girando con vibrante vida propia. Una fuerte sensación de vértigo invadió a Tarod, y colores pálidos y fantasmagóricos, surcados de vetas más oscuras, bailaron ante sus ojos. Pero siguió adelante, dejándose llevar por el furioso vendaval, retorciéndose y girando con las corrientes de aire, hasta que...

Le abrasó el calor. La arena ardía bajo sus pies y el cielo era un incendio carmesí desde un horizonte a otro, más espectacular que cualquier puesta de sol. Igual habría podido estar en el corazón del Sol. Una bola de fuego resplandeció sobre su cabeza, con un esplendor fugaz, y surgieron del suelo llamas que parecían árboles exóticos, a pocas pulgadas de él y que se extinguieron al agotarse su breve pero violenta energía. Tarod centró su mente y absorbió algo de aquella violenta energía; ahora había alcanzado el cuarto plano y el esfuerzo se hacía sentir, a pesar de la fuerza que había tomado de los tres planos que acababa de cruzar. E inquietando su conciencia estaba el conocimiento de que muy lejos, en otra dimensión más material, el rito de la muerte del Círculo proseguía hacia su espantoso final. Si Keridil evocaba la Llama Blanca antes de que él pudiese alcanzar su meta, su mente sería devuelta al reino de los mortales y él moriría, entre horribles tormentos, sin haber realizado su tarea.

Un surtidor de fuego al rojo vivo brotó a solamente un paso delante de él, elevándose hacia el cielo y rugiendo como un alto horno. La forma astral de Tarod tembló al lanzarse hacia él, y entonces ardió el fuego en sus venas, de tal manera que se convirtió en una llama viva que se elevó más y más, y hacia afuera, hasta que estalló en un reino de ilusión.

Sonaron risas en las gibosas rocas negras, sobre las que resplandecía engañosamente una aureola de plata. El suelo se movía debajo de Tarod, y en el aire se formaban caras que temblaban y se desvanecían antes de que pudiese identificarlas. Pero, a pesar de la intangibili-dad de este plano, que era, o al menos así lo creía el Círculo de Adeptos, el más alto alcanzable por cualquier mago humano, Tarod sabía que se estaba acercando a su objetivo. Un pulso débil y regular latía en la estructura del mundo y, aunque venía de muy lejos, era una señal segura de que su instinto le guiaba bien.

Haciendo un gran esfuerzo, rechazó las seductoras ilusiones y fantasías que le invitaban a dar media vuelta y quedarse allí, e impulsó a su mente hacia el sexto y penúltimo plano. Hasta entonces, nunca se había atrevido a perseguir una meta tan alta; pero las barreras que podían haber existido para un simple mortal se derrumbaron a su alrededor, y se encontró en un lugar donde una única voz, gigantesca, emitía una nota interminable. Rabia, locura y un regocijo infernal se mezclaban en aquella ensordecedora cacofonía, y Tarod retrocedió ante aquella agresión, a punto de perder el control bajo la amenaza de aquel estruendo que le empujaba al abismo de la locura. Trató desesperadamente de dominar sus sentidos, sabiendo que no podría resistir a aquella voz y que debía dejarla entrar, dejar que le atravesara...

Con la pequeña parte de su mente que todavía se aferraba a la realidad terrena, sintió que estaba a punto de desintegrarse bajo la violencia estridente de aquella voz; pero en el momento en que pareció que iba a ser vencido por ella, apeló a su voluntad en un último y desafiador impulso...

El universo estalló en un silencio total.

Tarod tuvo la impresión de haber vuelto al plano físico, de haber recobrado su cuerpo humano. Cada movimiento muscular le producía un dolor lacerante y se sentía magullado hasta los huesos, como si se hubiese arrastrado moribundo después de una batalla de locura. Pero había conseguido abrirse paso hasta el séptimo y más alto plano. Solamente una barrera se alzaba ahora en su camino, y era la que tenía ante él.

Era un muro de absoluta oscuridad, sin límites en ninguna dirección. Más allá le esperaba la prueba más grande y terrible, y Tarod hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban para enfrentarse a ella. Necesitaba solamente pronunciar una palabra para que la negra pared se derrumbase y le dejase pasar... , pero la mera idea de esta palabra le llenaba de repulsión. Su lenguaje había sido creado cuando apenas se había formado la trama del universo y era tan diferente del habla humana que casi le resultaba insoportable. Incluso ahora, al formarse en su mente, sintió deseos de volverse y echar a correr...

Tarod jadeó y cerró furiosamente los puños. Abrió los labios y pronunció la palabra, aferrándose a los últimos jirones de su voluntad, obligándose a escuchar y absorber las monstruosas sílabas que llenaban su ser.

La pared se lanzó sobre él, y Tarod quedó suspendido en el centro mismo de la oscuridad.

Lo había logrado. Había cruzado la barrera y alcanzado el extraño espacio multidimensional que se extendía más allá de los siete planos: su meta final.

Inconscientemente, los músculos contraídos de su cuerpo astral se relajaron, y Tarod empezó a balancearse. El ritmo era absolutamente perfecto. Y Tarod, al moverse, sintió que empezaba el cambio. El sordo latido que se había dejado oír en los límites de su conciencia se fue acercando hasta convertirse en una enorme palpitación, de la que eran eco las pulsaciones de la sangre en sus venas. Sintió corrientes que pasaban junto a él y a través de él. El propio tiempo bailaba y se retorcía y alabeaba... y al fin, envuelta en una espesa oscuridad, se le apareció una forma monstruosa.

Era un Péndulo muy grande que se movía en la sombra, oscilando en un arco largo que pasaba a través de miles de cambiantes dimensiones que seguían indefectiblemente el ritmo de su balanceo. Tarod sintió un profundo asombro al hallarse en presencia de un poder cuya verdadera naturaleza le resultaba incomprensible. Sabía que aquella imagen era solamente una fracción diminuta de la verdadera forma del Péndulo, pues éste era la fuerza que controlaba todo el Tiempo, en todos los innumerables planos y dimensiones del universo. Pero el Salón de Mármol era y había sido siempre, para los que sabían emplearla, una puerta para llegar al aspecto del Péndulo que abarcaba la dimensión del Castillo. Y aquí, en este oscuro momento, el destino de Tarod estaba inextricablemente ligado al titánico artefacto que marcaba los movimientos del Tiempo en su propio mundo.

Para salvarse, tenía que detener el Péndulo.

Si podía hacerlo, si podía parar el Tiempo, entonces el día y la noche no significarían nada, cesaría todo movimiento, y todas las almas vivas dejarían de existir hasta que el Tiempo reemprendiese su marcha. Todas las almas vivas... Tarod sonrió débilmente. Como ahora no tenía alma, sólo él viviría en el Castillo, y podría realizar la búsqueda a que se había obligado.. , aunque ahora no alcanzaba a saber su verdadera naturaleza. Pero no importaba: cuando tuviese de nuevo la piedra en su poder, su voluntad prevalecería.

Sipodía detener el Péndulo...

Concentró toda su atención en un prisma brillante que había en el centro del Péndulo del Tiempo. Poco a poco, con dolorosa lentitud, el gran disco se fue acercando, pareció dilatarse hasta que sus proporciones llenaron el aire y se apoderaron de la mente de Tarod. El sabía lo que vendría ahora, y se preparó para recibir el choque inicial. Cuando éste se produjo, en el momento en que el Péndulo y él se fundieron y convirtieron en uno, el dolor que le invadió fue mucho, muchísimo más fuerte de lo que había esperado. Tuvo que luchar desesperadamente para no gritar, y el Péndulo siguió arrastrándole, con un balanceo cada vez más fuerte. No podría aguantar mucho más tiempo; la fuerza del Péndulo le dominaría y, cuando él no pudiese controlarla, le despedazaría y destruiría.

Tarod pensó en la Llama Blanca, a la que ahora debía estar llamando Keridil de su otro mundo para que se manifestase. Contuvo el aliento al balancearse con el Péndulo del Tiempo, e hizo acopio de sus últimas fuerzas para unirlas en un solo rayo de energía pura. El momento tenía que ser exacto...

Un grito que ninguna garganta humana habría podido lanzar resonó a través de la dimensión y, de pronto, violentamente, Tarod se detuvo.

Fue como si hubiese sido lanzado al epicentro de un gigantesco terremoto. Las sacudidas se sucedieron, estruendosas y terribles; la oscuridad se retorció y se deshizo en un millón de fragmentos, al detenerse chirriando el Péndulo del Tiempo.

Al pararse el disco macizo en la mitad de una oscilación, una tremenda explosión lanzó a Tarod hacia atrás. Una luz insoportable se encendió en su cabeza y entonces, su cuerpo chocó contra una dura superficie física, y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí estaba tendido boca abajo sobre una piedra, y tenía la boca y la nariz llenas de polvo. Tosía y la cabeza le daba vueltas. Trató de levantarse y cayó hacia atrás lanzando un gemido al sentir un dolor terrible en el brazo izquierdo. La fuerza que le había lanzado y devuelto al mundo material había hecho que chocase contra el suelo, y el hueso del brazo estaba fracturado. Por un instante, sintió ganas de reír: al parecer, se había cerrado el círculo y, por segunda vez en su vida, había llegado al Castillo de la Península de la Estrella como un forastero lesionado y perdido.

Pero esta vez la diferencia era grande. Tarod ordenó en silencio que se compusiera el hueso, y el dolor desapareció inmediatamente. Dobló el hombro y la muñeca y sonrió, ceñudo. Con independencia de lo que hubiese podido lograr, la fuerza despertada por su pérdida de humanidad no se había reducido. Vivía y era libre. En cuanto a lo que vería cuando recobrase la fuerza física suficiente para levantarse y mirar a su alrededor, ni siquiera trató de imaginárselo. Lo único que sabía era que había frustrado los planes del Círculo, y este conocimiento le hizo suspirar de alivio.

Ansiaba dormir. A pesar de sus facultades curativas, su alma... , no, se corrigió, su mente... padecía por el esfuerzo titánico que le había impuesto su empresa, y sin duda se habría quedado dormido donde estaba si hubiese apoyado simplemente la cabeza en un brazo. Pero esto tenía que esperar: ante todo tenía que saber el desenlace final de lo que había hecho.

Se levantó, envarado. El Salón de Mármol estaba a oscuras, y esto le desconcertó. La niebla centelleante, con su peculiar luz intrínseca, se había desvanecido, y los sentidos advirtieron a Tarod que no estaba rodeado de un vasto espacio, como había esperado, sino de paredes que tal vez estaban solamente a pocos palmos de distancia...

Esto le produjo una súbita impresión. No estaba en el Salón de Mármol, ¡sino en la biblioteca del Castillo! Rápidamente, adaptó los ojos verdes a la oscuridad y distinguió las vagas siluetas de los estantes que le rodeaban. Muchos de ellos se habían roto por la fuerza del terremoto, y todos los libros y manuscritos del Castillo yacían desparramados por el suelo.

Una quietud irreal imperaba en el sótano. Nada se movía. Tarod tuvo entonces un presentimiento, la certidumbre de que algo andaba mal y al crecer este temor dentro de él, se encaminó a la puerta abierta que conducía al Salón de Mármol.

Esta vez no brillaba la cegadora luz de plata. La puerta del Salón de Mármol tenía un fulgor mate de estaño, e incluso antes de llegar a ella, la intuición advirtió a Tarod lo que iba a suceder. Alargó un brazo y, a tres pulgadas de la puerta, su mano fue detenida por una barrera invisible. Hizo un segundo intento, y un tercero, pero siempre con el mismo resultado. Y al fin comprendió lo que ocurría.

Las fuerzas que los inhumanos arquitectos del Castillo habían montado en el Salón de Mármol eran tan caprichosas y tortuosas como sus creadores. Sí, él había conseguido detener el Péndulo del Tiempo; y el Castillo y sus moradores estaban paralizados y retenidos en un limbo, y él había ganado una especie de inmortalidad. Pero el Tiempo se había desviado más sutilmente de lo que había imaginado Tarod; el momento del que dependía el Salón de Mármol no había coincidido exactamente con aquel en que había sido inmovilizado el propio Castillo, y esto hacía que el Salón quedase fuera de su alcance.

Y el alma-piedra estaba atrapada, junto con los Adeptos del Círculo, como una mosca en ámbar, detrás de aquella puerta...

Tarod sintió algo muy parecido a la desesperación. Haber conseguido tanto y verse frustrado por un capricho del destino cuando todo parecía estar en sus manos, era una ironía cruel. Levantó la mano izquierda, mirando la torcida montura de plata del anillo que permanecía aún en su dedo índice. Sin la piedra, se hallaba en un callejón sin salida posible; necesitaba recobrarla si quería mantener alguna esperanza de destruirla al fin, y sin embargo, no podía poseerla sin traer de nuevo el tiempo y, con él, toda la cólera del Círculo.

Poco a poco, se apartó de la puerta mate y volvió a la biblioteca. Durante un rato permaneció inmóvil entre los libros desparramados, absorbiendo la muerta y silenciosa atmósfera. Ahora era allí el único ser viviente.

Ahora. Tarod sonrió tristemente al darse cuenta de que aquella palabra ya no significaba nada. ¿Qué era de un mundo en el limbo? ¿Qué era de sus habitantes? No sentía compasión por Keridil y el Círculo, y muy poco rencor o resentimiento. El amargo gustillo de la traición permanecía, pero ya no le inquietaba; era como si su corazón se hubiese helado dentro de él. Al renunciar a su humanidad, había renunciado también a las emociones propias del ser humano, y pensó, despreocupadamente, que parecía un precio muy pequeño.

Por fin salió Tarod de la biblioteca. Al llegar al patio, se detuvo para contemplar el cielo. Un tétrico resplandor rojo oscuro parecía cernirse más allá de los negros muros del Castillo, dando relieve a las cuatro gigantescas torres y proyectando una radiación irreal sobre todo lo que tocaba. Tarod sonrió ante esta prueba de la inmensidad de las fuezas que habían tenido que desencadenarse en esta dimensión en el momento en que había cesado el Tiempo. Más allá del Castillo, más allá del Laberinto y el puente, el mundo vivía y seguía respirando; pero el Castillo de la Península de la Estrella ya no formaba parte de él. El Tiempo les había separado; nadie podía entrar, y él no podía salir: estaba preso en la trampa que él mismo había montado.

Se volvió y caminó a lo largo de la columnata que conducía a la puerta principal del Castillo. El resplandor carmesí había penetrado en el interior y relucía detrás de las puertas abiertas como un lejano fuego infernal. Tarod subió la escalinata, pero se detuvo antes de entrar. Allí tenía que haber habido actividad, a pesar de la macabra ceremonia que se estaba celebrando. Criados cuidando de sus menesteres incluso en la oscuridad; una multitud en el comedor, agrupándose alrededor del hogar apagado para murmurar y especular y calmar sus temores. En algún lugar, Sashka habría estado durmiendo, o velando en espera del regreso de Keridil...

Un eco de su perdida humanidad hizo que Tarod se estremeciese al pensar en lo que podría ver si cruzaba el umbral de la puerta. ¿Estatuas silenciosas, petrificadas en la flor de la vida? ¿Fantasmas? Dominó su inquietud y entró en el Castillo.

Allí no había nadie. Pasillos en silencio, habitaciones vacías. Nada. El comedor le acogió, frío y sin vida y habitado solamente por sombras que acechaban en los rincones que la vaga radiación roja no podía alcanzar. Donde quiera que estuviesen, cualquiera que hubiese sido su destino, los moradores del Castillo no habían dejado rastro de su existencia cuando la detención del Tiempo les había enviado al limbo.

Un suspiro, tan suave que podía haber sido fruto de su imaginación, sonó en el silencioso comedor. Tarod se volvió. Creyó ver agitarse el borde de una capa junto a una de las mesas vacías y oír el débil eco de una risa de mujer en la galería de encima del hogar, pero ambas cosas se extinguieron antes de que sus sentidos pudiesen captarlas plenamente.

Fantasmas de sus propios recuerdos... Sintió en lo más hondo una impresión que podía ser de soledad o de tristeza; pero era muy vaga y se desvaneció rápidamente. Podía aprender a vivir con recuerdos...

Tarod volvió la espalda al silencioso comedor. Su rostro no expresaba nada, pues no había sentimientos dentro de él. Volvió a la gran puerta de la entrada y se quedó mirando, a través del patio, las macizas puertas dobles de la muralla exterior del Castillo. Entonces, casi como un movimiento reflejo, levantó la mano izquierda e hizo un descuidado ademán. Retumbó un trueno en lo alto y un rayo rojo como la sangre estalló en el patio, iluminándolo momentáneamente con un vivo fulgor. La sensación de su propio poder trajo algún consuelo a Tarod. Mientras lo conservase, podría tener esperanza. Había triunfado una vez y, a pesar de la, al parecer, irremediable situación en que se hallaba, creyó que podía triunfar de nuevo. Tendría que haber una manera, tenía que haber una manera, de recobrar el alma -piedra. Y él la encontraría.

Tarod contempló los negros muros del Castillo que era ahora su prisión, y casi se echó a reír. Sí; encontraría la manera.

Y tenía todo el Tiempo del mundo...

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