Lunes, 23 de mayo
El cheque de Roulet tenía fondos. El primer día del juicio yo tenía más dinero en mi cuenta bancaria que jamás en mi vida. Si quería, podía olvidarme de las paradas de autobús y alquilar vallas publicitarias. También podía anunciarme en la contracubierta de las páginas amarillas en lugar de en la media página que tenía en su interior. Podía costeármelo. Finalmente tenía un caso filón que había dado beneficios. En términos pecuniarios, claro. La pérdida de Raúl Levin siempre haría de ese filón una propuesta perdedora.
Habíamos pasado por tres días de selección de jurado y ya estábamos listos para empezar la función. Estaba previsto que el juicio durara otros tres días a lo sumo, dos días para la acusación y uno para la defensa. Le había dicho a la jueza que necesitaría un día para exponer mi caso ante el jurado, aunque lo cierto era que la mayor parte de mi trabajo se llevaría a cabo durante la presentación de la acusación.
El inicio de un juicio siempre es electrizante. Sientes un nerviosismo que te afecta las entrañas. Hay mucho en juego: reputación, libertad personal, la integridad del sistema en sí. Algo en el hecho de tener a esos doce extraños juzgando tu vida y tu trabajo siempre te conmueve. Y me estoy refiriendo a mí, al abogado defensor, el juicio del acusado es algo completamente diferente. Nunca me había acostumbrado a esa sensación, y lo cierto es que nunca quise hacerlo. Sólo puedo compararlo con la ansiedad y la tensión de estar ante el altar de una iglesia el día de tu boda. He tenido dos veces esa experiencia y la recordaba cada vez que un juez llamaba al orden en un juicio.
Aunque mi experiencia en procesos penales superaba con creces a la de mi oponente, no cabía duda de cuál era mi posición. Yo era un hombre solo ante las gigantescas fauces del sistema. Sin ninguna duda, el desamparado era yo. Sí, era cierto que me enfrentaba a un fiscal en su primer juicio por un delito grave. Pero esa ventaja se nivelaba e incluso quedaba empequeñecida por el poder y la voluntad del estado. El fiscal mandaba sobre todas las fuerzas del sistema judicial. Y en contra de todo eso me alzaba yo. Y un cliente culpable.
Estaba sentado junto a Louis Roulet ante la mesa de la defensa. Estábamos solos. No tenía segundo ni investigador detrás de mí, porque por alguna extraña lealtad hacia Raúl Levin no había contratado a ningún sustituto. En realidad, tampoco lo precisaba. Levin me había dado todo lo que necesitaba. El juicio y su desarrollo servirían de testamento de su capacidad como investigador.
En la primera fila de la galería estaban sentados C. C. Dobbs y Mary Alice Windsor. En cumplimiento de una disposición previa al juicio, la jueza únicamente iba a permitir la presencia de la madre de Roulet durante la exposición inicial. Puesto que figuraba en la lista de testigos de la defensa, no se le permitiría escuchar ninguno de los testimonios que siguieran. Se quedaría en el pasillo, con su leal perrito faldero Dobbs, hasta que la llamaran al estrado.
También en primera fila, aunque no sentada junto a ellos, estaba mi propia sección de apoyo: mi ex mujer Lorna Taylor. Se había vestido con un traje azul marino y una blusa blanca. Estaba preciosa y habría podido mezclarse fácilmente con el ejército de mujeres abogadas que acudían al tribunal cada día. Pero ella estaba allí por mí, y yo la amaba por eso.
El resto de las filas de la galería estarían ocupadas de manera esporádica. Había unos pocos periodistas allí para tomar citas de las exposiciones iniciales y unos cuantos abogados y ciudadanos de público. No había aparecido ninguna televisión. El juicio todavía no había atraído más que una atención secundaria de la opinión pública. Y eso era bueno. Significaba que nuestra estrategia de contención de la publicidad había funcionado bien.
Roulet y yo permanecimos en silencio mientras esperábamos que la jueza ocupara su lugar e hiciera pasar al jurado para que pudiéramos empezar. Yo estaba tratando de calmarme, repasando mentalmente lo que quería decirle al jurado. Roulet tenía la mirada fija en el escudo del estado de California fijado en la parte frontal del banco de la jueza.
El alguacil de la sala recibió una llamada telefónica, pronunció unas palabras y colgó.
– Dos minutos, señores -dijo en voz alta-. Dos minutos.
Cuando un juez llamaba a una sala por adelantado, eso significaba que todo el mundo debía ocupar su lugar y estar preparado para empezar. Nosotros lo estábamos. Miré por encima del hombro a Ted Minton y vi que él estaba haciendo lo mismo que yo en la mesa de la acusación. Calmarse mediante el ensayo. Me incliné hacia delante y estudié las notas de mi bloc. Entonces Roulet, de manera inesperada, se inclinó hacia delante y casi se pegó a mí. Habló en un susurro, pese a que todavía no era necesario.
– Es la hora, Mick.
– Lo sé.
Desde la muerte de Raúl Levin, mi relación con Roulet había sido de fría entereza. Lo soportaba porque tenía que hacerlo. No obstante, lo vi lo menos posible en los días y semanas previas al juicio, y hablé con él lo imprescindible desde que éste empezó. Sabía que la única debilidad de mi plan era mi propia debilidad. Temía que cualquier interacción con Roulet pudiera conducirme a actuar movido por la rabia y el deseo de vengar a mi amigo personal y físicamente. Los tres días de selección del jurado habían sido una tortura. Día tras día tenía que sentarme justo al lado de él y escuchar sus comentarios condescendientes acerca de los posibles jurados. La única manera de superarlo era hacer como si no estuviera allí.
– ¿Está preparado? -me preguntó.
– Lo intento -dije-. ¿Y usted?
– Estoy preparado, pero quería decirle algo antes de empezar.
Lo miré. Estaba demasiado cerca de mí. Habría resultado invasivo incluso si lo que sintiese por él fuera amor y no odio. Me recosté.
– ¿Qué?
Me siguió, recostándose a mi lado.
– Es usted mi abogado, ¿no?
Me incliné hacia delante, tratando de escaparme.
– Louis, ¿qué está diciendo? Llevamos más de dos meses juntos en esto y ahora estamos aquí con un jurado elegido y listo para el juicio. ¿Me ha pagado más de ciento cincuenta mil dólares y ha de preguntarme si soy su abogado? Por supuesto que soy su abogado. ¿De qué se trata? ¿Qué pasa?
– No pasa nada. -Se inclinó hacia delante y continuó-. O sea, si es mi abogado, puedo decirle cosas y usted tendría que mantenerlas como un secreto, aunque le contara un crimen. Más de un crimen. Está cubierto por la relación abogado-cliente, ¿no?
Sentí el estruendo de la inquietud en el estómago.
– Sí, Louis, tiene razón, a no ser que vaya a hablarme de un crimen a punto de cometerse. En ese caso, yo estaría liberado del código ético y podría informar a la policía para que pudiera impedirlo. De hecho, estaría en la obligación de informar. Un abogado es un agente de la judicatura. O sea, ¿qué es lo que quiere decirme? Acaba de oír la advertencia de los dos minutos. Estamos a punto de empezar.
– He matado a gente, Mick.
Lo miré un momento.
– ¿Qué?
– Ya me ha oído.
Tenía razón. Lo había oído. Y no debería haberme sorprendido. Ya sabía que había matado a gente. Raúl Levin era uno de ellos, e incluso había usado mi pistola para hacerlo, aunque todavía no había averiguado cómo lo había hecho con el brazalete GPS del tobillo. Simplemente estaba sorprendido de que hubiera decidido confiármelo como si tal cosa dos minutos antes de que empezara su juicio.
– ¿Por qué me está diciendo esto? -pregunté-. Estoy a punto de intentar defenderle en esto y…
– Porque sé que ya lo sabe. Y porque sé cuál es su plan.
– ¿Mi plan? ¿Qué plan?
Sonrió con perfidia.
– Vamos, Mick. Es sencillo. Usted me defiende en este caso. Se esfuerza, cobra una buena pasta, gana y yo salgo libre. Pero entonces, una vez que tiene su dinero en el banco, se vuelve contra mí porque ya no soy su cliente. Me arroja a los polis para poder liberar a Jesús Menéndez y redimirse.
No respondí.
– Bueno, no puedo dejar que ocurra -dijo con calma-. Ahora, soy suyo para siempre, Mick. Le estoy diciendo que he matado gente y, ¿sabe qué? Maté a Martha Rentería. Le di lo que merecía, y si usted acude a la poli o usa lo que le he dicho contra mí, entonces no va a ejercer la abogacía mucho tiempo más. Sí, puede que tenga éxito en resucitar a Jesús de entre los muertos. Pero yo nunca seré acusado de ello por su mala conducta. Creo que lo llaman «fruto del árbol envenenado», y usted es el árbol, Mick.
Todavía no pude responder. Me limité a asentir con la cabeza otra vez. Roulet ciertamente lo había pensado todo. Me pregunté cuánta ayuda habría recibido de Cecil Dobbs. Obviamente alguien le había asesorado en cuestiones legales.
Me incliné hacia él y le susurré:
– Sígame.
Me levanté, crucé con rapidez la portezuela y me dirigí a la puerta trasera de la sala. Desde atrás oí la voz del alguacil.
– ¿Señor Haller? Estamos a punto de empezar. La jueza…
– Un minuto -respondí sin volverme.
También levanté un dedo. Empujé las puertas que daban paso a un vestíbulo escasamente iluminado, diseñado como una barrera para que el sonido del pasillo no se oyera en la sala. En el otro extremo del vestíbulo había unas puertas de doble batiente que conducían al pasillo. Me coloqué a un lado y esperé a que Roulet entrara en el reducido espacio.
En cuanto franqueó la puerta, lo agarré y lo empujé contra la pared. Lo sujeté con las dos manos en su pecho para impedir que se moviera.
– ¿Qué coño cree que está haciendo?
– Calma, Mick. Sólo creí que deberíamos saber dónde estamos…
– Hijo de puta. Mató a Raúl y lo único que hacía era trabajar para usted. Estaba tratando de ayudarle.
Quería agarrarlo por el cuello y estrangularlo allí mismo.
– Tiene razón en una cosa. Soy un hijo de puta. Pero se equivoca en todo lo demás, Mick. Levin no estaba tratando de ayudarme. Estaba tratando de enterrarme y se estaba acercando. Recibió lo que merecía por eso.
Pensé en el último mensaje de Levin en el teléfono de mi casa: «Tengo la receta para sacar a Jesús de San Quintín.» Lo que fuera que hubiera encontrado, le había costado la vida.
Y lo habían matado antes de que pudiera comunicar la información.
– ¿Cómo lo hizo? Si me lo está confesando todo aquí, quiero saber cómo lo hizo. ¿Cómo burló al GPS? Su brazalete muestra que no estuvo cerca de Glendale.
Me sonrió, como un niño con un juguete que no estaba dispuesto a compartir.
– Digamos simplemente que es información confidencial, y dejémoslo ahí. Nunca se sabe, a lo mejor he de volver a repetir el viejo truco de Houdini.
En sus palabras percibí la amenaza y en su sonrisa vi la maldad que había visto Raúl Levin.
– No se le ocurra, Mick -dijo-. Como probablemente sabe, tengo una póliza de seguros.
Le presioné con más fuerza y me incliné más cerca de él.
– Escuche, capullo. Quiero mi pistola. ¿Cree que tiene esto atado? No tiene una mierda. Yo lo tengo atado. Y no va a superar airoso esta semana si no recupero la pistola. ¿Entendido?
Roulet lentamente estiró el brazo, me agarró por las muñecas y apartó mis manos de su pecho. Empezó a arreglarse la camisa y la corbata.
– Podría proponer un acuerdo -dijo él con calma-. Al final de este juicio salgo de este tribunal como un hombre libre. Continúo manteniendo mi libertad y, a cambio de eso, la pistola no cae nunca, digamos, en las manos equivocadas.
Es decir, Lankford y Sobel.
– Porque no me gustaría nada que pasara eso, Mick. Un montón de gente depende de usted. Un montón de clientes.
Y a usted, por supuesto, no le gustaría ir a donde van ellos.
Retrocedí, usando toda mi voluntad para no levantar los puños y agredirle. Me conformé con una voz que, aunque calmada, hervía con toda mi rabia y mi odio.
– Le prometo -dije- que si me jode nunca se librará de mí. ¿Está claro?
Roulet empezó a sonreír, pero antes de que pudiera responder se abrió la puerta de la sala y se asomó el ayudante del sheriff Meehan, el alguacil.
– La jueza está en el banco -dijo con voz severa-. Quiere que entren. Ahora.
Volví a mirar a Roulet.
– ¡He dicho que si está claro!
– Sí, Mick -dijo afablemente-. Como el agua.
Me alejé de él y entré en la sala, caminando por el pasillo hasta la portezuela. La jueza Constance Fullbright me fulminó con la mirada durante todo mi recorrido.
– Es muy amable por su parte que se una a nosotros esta mañana, señor Haller.
¿Dónde había oído eso antes?
– Lo lamento, señoría -dije al tiempo que franqueaba la entrada-. Era una situación de emergencia con mi cliente. Teníamos que hablar.
– Se puede hablar con el cliente en la mesa de la defensa -respondió la jueza.
– Sí, señoría.
– Creo que no estamos empezando con buen pie, señor Haller. Cuando mi alguacil anuncia que la sesión empezará en dos minutos, espero que todo el mundo (incluidos el abogado defensor y su cliente) esté en su lugar y preparado para empezar.
– Pido disculpas, señoría.
– Eso no basta, señor Haller. Antes del final de la jornada de sesiones quiero que haga una visita a mi alguacil con su talonario de cheques. Le impongo una multa de quinientos dólares por desacato al tribunal. Soy yo quien está a cargo de esta sala, letrado, no usted.
– Señoría…
– Ahora, podemos hacer entrar al jurado -ordenó la jueza, cortando mi protesta.
El alguacil abrió la puerta a los doce miembros y dos suplentes y éstos empezaron a situarse en la tribuna del jurado. Me incliné hacia Roulet, que acababa de sentarse.
– Me debe quinientos dólares -le susurré.
La exposición inicial de Ted Minton se ciñó al modelo establecido de la exageración fiscal. Más que decirle al jurado qué pruebas iba a presentar y qué se disponía a probar, el fiscal trató de decirles lo que todo ello significaba. Buscaba un plano general, y eso casi siempre es un error. El plano general implica inferencias y teorías. Extrapola los hechos a la categoría de sospechas. Cualquier fiscal con experiencia en una docena de juicios por delitos graves sabe que es mejor quedarse corto. Quieres que los miembros del jurado condenen, no necesariamente que comprendan.
– De lo que trata este caso es de un depredador -les dijo-. Louis Ross Roulet es un hombre que en la noche del seis de marzo estaba al acecho de una presa. Y de no haber sido por la firme determinación de una mujer para sobrevivir, ahora estaríamos juzgando un caso de asesinato.
Me había fijado antes en que Minton había elegido a un «encargado del marcador». Así es como llamo a un miembro del jurado que toma notas de manera incesante durante el juicio. Una exposición inicial no es una oferta de pruebas y la jueza Fullbright había advertido de ello al jurado, aun así, la mujer de la primera silla de la fila delantera había estado escribiendo desde el inicio de la intervención de Minton. Eso era bueno. Me gustan los encargados del marcador porque documentan lo que los abogados dicen que será presentado y probado en el juicio, y al final vuelven a comprobarlo y verifican el tanteo.
Miré el gráfico del jurado que había rellenado la semana anterior y vi que la encargada del marcador era Linda Truluck, un ama de casa de Reseda. Era una de las únicas tres mujeres del jurado. Minton se había esforzado en reducir a un mínimo la representación femenina, porque temía que, una vez que se estableciera en el juicio que Regina Campo había ofrecido servicios sexuales a cambio de dinero, podría perder la simpatía de las mujeres y en última instancia sus votos en un veredicto. Creía que probablemente tenía razón en la suposición y yo trabajé con la misma diligencia en poner mujeres en la tribuna del jurado. Ambos habíamos terminado agotando nuestros veinte vetos y ésa era probablemente la principal razón de que el proceso de selección se prolongara durante tres días. Al final, tenía tres mujeres en el jurado y sólo necesitaba a una para evitar una condena.
– Oirán el testimonio de la propia víctima acerca de que su estilo de vida era uno que no aprobaríamos -dijo Minton a los miembros del jurado-. El resumen es que estaba vendiendo sexo a hombres a los que invitaba a su casa. Pero quiero que recuerden que este juicio no trata de lo que la víctima de este caso hacía para ganarse la vida. Cualquiera puede ser víctima de un crimen violento. Cualquiera. No importa lo que haga uno para ganarse la vida, la ley no permite que se le golpee, que se le amenace a punta de cuchillo o que se le haga temer por su vida. No importa lo que uno haga para ganar dinero. Disfruta de las mismas protecciones que todos nosotros.
Estaba muy claro que Minton no quería usar las palabras «prostitución» o «prostituta» por miedo a que eso dañara su tesis. Anoté la palabra en un bloc que me llevaría al estrado cuando hiciera mi declaración. Planeaba corregir las omisiones de la acusación.
Minton ofreció una visión general de las pruebas. Habló de la navaja con las iniciales del acusado grabadas en el filo. Habló de la sangre que se encontró en su mano izquierda. Y advirtió a los miembros del jurado que no se dejaran engañar por los intentos de la defensa de confundir las pruebas.
– Es un caso muy claro y sencillo -dijo para concluir-. Tienen a un hombre que agredió a una mujer en su casa. Su plan era violarla y luego matarla. Sólo por la gracia de Dios estará ella aquí para contarles la historia.
Dicho esto, Minton agradeció al jurado su atención y ocupó su lugar en la mesa de la acusación. La jueza Fullbright miró su reloj y luego me miró a mí. Eran las 11.40, y probablemente estaba sopesando si decretar un receso o permitirme proceder con mi exposición de apertura. Una de las principales tareas de un juez durante un proceso es el control del jurado. Es responsabilidad del magistrado asegurarse de que el jurado se siente cómodo y atento. Normalmente la solución consiste en hacer muchas pausas, cortas y largas.
Conocía a Connie Fullbright desde hacía al menos doce años, desde mucho antes de que fuera jueza. Había sido tanto fiscal como abogada defensora, de manera que conocía ambas caras de la moneda. Aparte de su exagerada disposición a las multas por desacato, era una jueza buena y justa… hasta que llegaba la hora de la sentencia. Ibas al tribunal de Fullbright sabiendo que estabas al mismo nivel que la fiscalía. Pero si un jurado condenaba a tu cliente, tenías que prepararte para lo peor. Fullbright era uno de los jueces que imponía sentencias más duras en el condado. Era como si te estuviera castigando a ti y a tu cliente por hacerle perder el tiempo con un juicio. Si había margen de maniobra en la sentencia, ella siempre iba al máximo, tanto si se trataba de prisión como si se trataba de condicional.
– Señor Haller -dijo-. ¿Piensa reservar su exposición?
– No, señoría, pero creo que voy a ser muy rápido.
– Muy bien -dijo la jueza-. Entonces le escucharemos y luego iremos a comer.
La verdad era que no sabía cuánto tiempo iba a extenderme. Minton había utilizado cuarenta minutos, y sabía que yo estaría próximo a ese tiempo. No obstante, le había dicho a la jueza que sería rápido sencillamente porque no me gustaba la idea de que el jurado se fuera a almorzar sólo con la parte del fiscal de la historia. Quería que tuvieran algo más en que pensar mientras se comían sus hamburguesas y sus ensaladas de atún.
Me levanté y me acerqué al estrado situado entre las mesas de la defensa y de la acusación. La sala era uno de los espacios recientemente rehabilitados en el viejo tribunal. Tenía dos tribunas idénticas para el jurado a ambos lados del banco del magistrado. La puerta que daba al despacho del juez estaba casi oculta en la pared, con sus líneas camufladas entre las líneas y los nudos de la madera. El pomo era lo único que la delataba.
Fullbright dirigía sus juicios como un juez federal. Los abogados no estaban autorizados a acercarse a los testigos sin su permiso y nunca les permitía aproximarse a la tribuna del jurado. Sólo podían hablar desde el estrado.
De pie en el estrado, tenía la tribuna del jurado a mi derecha y estaba más cerca de la mesa de la fiscalía que de la destinada al equipo de la defensa. Para mí estaba bien. No quería que vieran de cerca a Roulet. Quería que mi cliente les resultara un poco misterioso.
– Damas y caballeros del jurado -empecé-, me llamo Michael Haller y represento al señor Roulet en este juicio. Me alegro de decirles que este juicio será probablemente un juicio rápido. Sólo les robaremos unos pocos días más de su tiempo. Al final, probablemente se darán cuenta de que hemos tardado más tiempo en elegirles del que se tardará en presentar ambas caras del caso. El fiscal, el señor Minton, ha empleado su tiempo esta mañana hablándoles de lo que cree que significan todas las pruebas y quién es realmente el señor Roulet. Yo les aconsejaré que se sienten, escuchen las pruebas y dejen que su sentido común les diga lo que significa todo ello y quién es el señor Roulet.
Fui paseando mi mirada de un miembro del jurado a otro. Apenas miré el bloc de notas que había puesto en el atril. Quería que pensaran que estaba simplemente charlando con ellos.
– Normalmente, lo que me gusta hacer es reservar mi exposición inicial. En un caso penal, la defensa tiene la opción de realizar su exposición inicial al principio del juicio, como acaba de hacer el señor Minton, o justo antes de presentar la tesis de la defensa. Por lo general, me inclino por la segunda opción. Espero y hago mi exposición antes de que desfilen todos los testigos y las pruebas de la defensa. Sin embargo, este juicio es diferente. Es diferente porque el turno de la acusación también va a ser el turno de la defensa. Sin duda oirán a varios testimonios de la defensa, pero el corazón y el alma de este juicio serán las pruebas y testigos de la acusación y cómo decidan ustedes interpretarlas. Les garantizo que emergerá una versión de los hechos y las pruebas muy diferente de la que el señor Minton acaba de exponer en esta sala. Y cuando llegue el momento de presentar la tesis de la defensa, probablemente no será necesario.
Miré a la encargada del marcador y vi que su lápiz corría por la página del cuaderno.
– Creo que lo que van a descubrir aquí esta semana es que todo este juicio se reducirá a las acciones y motivaciones de una persona. Una prostituta que vio a un hombre con signos externos de riqueza y lo eligió como objetivo. Las pruebas lo mostrarán con claridad e incluso quedará revelado por los propios testimonios de la acusación.
Minton se levantó y protestó, argumentando que me estaba extralimitando al verter sobre la principal testigo de la defensa acusaciones infundadas. No había base legal para la protesta. Sólo era un intento propio de un aficionado de enviar un mensaje al jurado. La jueza respondió llamándonos a un aparte.
Nos acercamos a un lado del banco y Fullbright pulsó el botón de un neutralizador de sonido que enviaba ruido blanco desde un altavoz situado en el banco hacia la tribuna del jurado, impidiendo de esta manera que los doce oyeran lo que se susurraba en el aparte. La jueza fue rápida con Minton, como un asesino.
– Señor Minton, sé que es usted nuevo en los juicios penales, así que ya veo que tendré que enseñarle sobre la marcha. Pero no proteste nunca durante una exposición inicial en mi sala. El abogado no está presentando pruebas. No me importa que diga que su propia madre es la testigo de coartada del acusado, usted no protesta delante de mi jurado.
– Seño…
– Es todo. Retírense.
La jueza Fullbright hizo rodar el sillón hasta el centro de la mesa y apagó el ruido blanco. Minton y yo regresamos a nuestras posiciones sin decir una palabra más.
– Protesta denegada -dijo la jueza-. Continúe, señor Haller, y permítame recordarle que ha dicho que sería breve.
– Gracias, señoría. Sigue siendo mi plan.
Consulté mis notas y volví a mirar al jurado. Sabiendo que Minton había sido intimidado por la jueza para que guardara silencio, decidí elevar un punto la retórica, dejar las notas e ir directamente a la conclusión.
– Damas y caballeros, en esencia, lo que decidirán aquí es quién es el auténtico depredador en este caso: el señor Roulet, un hombre de negocios de éxito sin ningún tipo de antecedentes, o una prostituta reconocida con un negocio boyante que consiste en cobrar dinero a los hombres a cambio de sexo. Oirán testimonios de que la supuesta víctima de este caso estaba envuelta en un acto de prostitución con otro hombre momentos antes de que se produjera la supuesta agresión. Y oirán testimonios de que al cabo de unos días de este asalto, que supuestamente amenazó su vida, ella estaba de nuevo trabajando, cambiando sexo por dinero.
Miré a Minton y vi que estaba montando en cólera. Tenía la mirada baja en la mesa y lentamente negaba con la cabeza. Miré a la jueza.
– Señoría, ¿puede pedir al fiscal que se contenga de hacer demostraciones al jurado? Yo no he protestado ni he intentado en modo alguno distraer al jurado durante su exposición inicial.
– Señor Minton -entonó la jueza-, haga el favor de quedarse quieto y extender a la defensa la cortesía que se le ha extendido a usted.
– Sí, señoría -dijo Minton mansamente.
El jurado había visto al fiscal amonestado en dos ocasiones y todavía estábamos en las exposiciones iniciales. Lo tomé como una buena señal y alimentó mi inercia. Miré de nuevo al jurado y me fijé en que la encargada del marcador continuaba escribiendo.
– Finalmente, oirán el testimonio de muchos de los propios testigos de la fiscalía que proporcionarán una explicación perfectamente plausible de muchas de las pruebas físicas de este caso. Me refiero a la sangre y a la navaja que ha mencionado el señor Minton. Tomados individualmente o como conjunto, los argumentos de la fiscalía les proporcionarán dudas más que razonables acerca de la culpabilidad de mi cliente. Pueden marcarlo en sus libretas. Les garantizo que descubrirán que sólo tienen una opción al final de este caso. Y ésa es declarar al señor Roulet inocente de estas acusaciones. Gracias.
Al caminar de nuevo hacia mi asiento le guiñé el ojo a Lorna Taylor. Ella asintió con la cabeza para darme a entender que lo había hecho bien. Mi atención se vio atraída entonces por dos figuras sentadas dos filas detrás de ella. Lankford y Sobel. Habían entrado después de que examinara la galería por primera vez.
Ocupé mi asiento y no hice caso del gesto de pulgares hacia arriba que me dio mi cliente. Mi mente estaba concentrada en los dos detectives de Glendale. Me pregunté qué estaban haciendo en la sala. ¿Vigilándome? ¿Esperándome?
La jueza hizo salir al jurado para la pausa del almuerzo y todos se levantaron mientras la encargada del marcador y sus colegas desfilaban. Después de que todos se hubieran ido, Minton pidió a la jueza otro aparte. Quería intentar explicar su protesta y reparar el daño, pero no en juicio abierto. La jueza no se lo concedió.
– Tengo hambre, señor Minton. Y ya hemos pasado eso. Váyase a almorzar.
Fullbright abandonó la sala, y ésta, que tan silenciosa había estado salvo por las voces de los abogados, entró en erupción con la charla de la galería del público y los trabajadores del tribunal. Guardé el bloc en mi maletín.
– Ha estado muy bien -dijo Roulet-. Creo que ya vamos por delante en la partida.
Lo miré con ojos muertos.
– No es una partida.
– Ya lo sé. Es sólo una expresión. Oiga, voy a comer con Cecil y mi madre. Nos gustaría que se uniera a nosotros.
Negué con la cabeza.
– He de defenderle, Louis, pero no he de comer con usted.
Cogí el talonario de mi maletín y lo dejé allí. Rodeé la mesa hasta la posición del alguacil para poder extender un cheque por quinientos dólares. La multa no me dolía tanto como lo haría el examen de la judicatura que sigue a toda citación por desacato.
Cuando hube terminado, me volví y me encontré con Lorna, que me estaba esperando en la portezuela con una sonrisa. Pensábamos ir a comer juntos y luego ella volvería a ocuparse del teléfono en su casa. Al cabo de tres días volvería al trabajo habitual y necesitaba clientes. Dependía de que ella empezara a llenar mi agenda.
– Parece que será mejor que hoy te invite yo a comer -dijo ella.
Eché mi talonario de cheques en el maletín y lo cerré.
– Eso estaría bien -dije.
Empujé la portezuela y me fije en el banco en el que había visto a Lankford y Sobel unos momentos antes. Se habían ido.
La fiscalía empezó a exponer su tesis al jurado en la sesión de tarde y enseguida me quedó clara la estrategia de Ted Minton. Los primeros cuatro testigos fueron una operadora del teléfono de emergencias 911, los dos agentes de patrulla que respondieron a la llamada de auxilio de Regina Campo y el auxiliar médico que la trató antes de que la transportaran al hospital. Estaba claro que Minton, previendo la estrategia de la defensa, quería establecer firmemente que Campo había sido brutalmente agredida y que era de hecho la víctima en este crimen. No era una mala estrategia. En la mayoría de los casos le habría bastado con eso.
La operadora del 911 fue básicamente utilizada como la persona de carne y hueso que se necesitaba para presentar una grabación de la llamada de auxilio de Campo. Se entregaron transcripciones de la llamada a los miembros del jurado, de manera que pudieran leer al tiempo que se reproducía la grabación deficiente de audio. Protesté argumentando que era innecesario reproducir la grabación de audio cuando la transcripción bastaría, pero la jueza rápidamente denegó la protesta antes de que Minton tuviera necesidad de contraatacar. La grabación se reprodujo y no había duda de que Minton había empezado con fuerza, porque los miembros del jurado se quedaron absortos al escuchar a Campo gritando y suplicando ayuda. Sonaba genuinamente angustiada y asustada. Era precisamente lo que Minton quería que oyera el jurado y ciertamente lo consiguió. No me atreví a cuestionar a la operadora en el contrainterrogatorio, porque sabía que eso le habría dado a Minton la oportunidad de reproducir otra vez la grabación en su turno.
Los dos agentes de patrulla que subieron al estrado a continuación ofrecieron diferentes testimonios porque hicieron cosas distintas al llegar al complejo de apartamentos de Tarzana en respuesta a la llamada al 911. Una básicamente se quedó con la víctima mientras que el otro subió al apartamento y esposó al hombre sobre el que estaban sentados los vecinos de Campo: Louis Ross Roulet.
La agente Vivian Maxwell describió a Campo como despeinada, herida y atemorizada. Declaró que Campo no paraba de preguntar si estaba a salvo y si habían detenido al intruso. Incluso después de que la tranquilizaran en ambas cuestiones, Campo continuó asustada e inquieta, y en un momento le dijo a la agente que desenfundara su arma y la tuviera preparada por si el agresor escapaba. Cuando Minton terminó con su testigo, me levanté para llevar a cabo mi primer contrainterrogatorio del juicio.
– Agente Maxwell -empecé-, ¿en algún momento le preguntó a la señorita Campo qué le había ocurrido?
– Sí, lo hice.
– ¿Qué fue exactamente lo que le preguntó?
– Le pregunté qué le había ocurrido y quién le había hecho eso. O sea, quién le había herido.
– ¿Qué le dijo ella?
– Dijo que un hombre había llamado a la puerta de su apartamento y que, cuando ella le abrió, la golpeó. Declaró que la golpeó varias veces y después sacó una navaja.
– ¿Dijo que sacó un navaja después de golpearla?
– Eso es lo que dijo. Estaba nerviosa y herida en ese momento.
– Entiendo. ¿Le dijo quién era el hombre?
– No, dijo que no lo conocía.
– ¿Le preguntó específicamente si conocía al hombre?
– Sí. Ella dijo que no.
– O sea que simplemente abrió la puerta a un extraño a las diez de la noche.
– Ella no lo dijo así.
– Pero ha declarado que le dijo que no lo conocía, ¿es así?
– Es correcto. Así es cómo lo dijo. Dijo: «No sé quién es.»
– ¿Y usted puso eso en su informe?
– Sí, lo hice.
Presenté el informe de la agente de patrulla como prueba de la defensa y pedí a Maxwell que leyera fragmentos de éste al jurado. Estas partes se referían a lo que Campo había dicho de que la agresión no había sido provocada y que la sufrió a manos de un desconocido.
– «La víctima no conoce al hombre que la agredió y no sabe por qué fue atacada» -leyó la agente de su propio informe.
El compañero de Maxwell, John Santos, fue el siguiente en testificar. Explicó a los miembros del jurado que Campo lo dirigió a su apartamento, donde encontró a un hombre en el suelo, junto a la entrada. El hombre estaba aturdido y los dos vecinos de Campo, Edward Turner y Ronald Atkins, lo retenían en el suelo. Un hombre estaba a horcajadas sobre el pecho del acusado y el otro estaba sentado sobre sus piernas.
Santos identificó al hombre retenido en el suelo como el acusado, Louis Ross Roulet. Santos declaró que mi cliente tenía sangre en la ropa y en la mano izquierda. Dijo que aparentemente Roulet sufría una conmoción o algún tipo de herida en la cabeza y que inicialmente no obedeció sus órdenes. Santos le dio la vuelta y le esposó las manos a la espalda. A continuación, el agente sacó de un compartimento de su cinturón una bolsa para pruebas y envolvió con ésta la mano ensangrentada de Roulet.
Santos declaró que uno de los hombres que habían retenido a Roulet le entregó una navaja plegable que estaba abierta y que tenía sangre en la empuñadura y en la hoja. El agente de patrulla dijo al jurado que también metió este elemento en una bolsa y se lo entregó al detective Martin Booker en cuanto éste llegó al escenario.
En el contrainterrogatorio planteé sólo dos preguntas a Santos.
– Agente, ¿había sangre en la mano derecha del acusado?
– No, no había sangre en su mano derecha o se la habría embolsado también.
– Entiendo. Así que tiene sangre sólo en la mano izquierda y una navaja con sangre en su empuñadura. ¿Cree usted que si el acusado hubiese sostenido esa navaja la habría sostenido con su mano izquierda?
Minton protestó, alegando que Santos era un agente de patrulla y que la pregunta iba más allá del ámbito de su experiencia. Yo argumenté que la cuestión sólo requería una respuesta de sentido común, no la de un experto. La jueza denegó la protesta y la secretaria del tribunal leyó otra vez la pregunta al testigo.
– Eso me parecería -respondió Santos.
Arthur Metz era el auxiliar médico que declaró a continuación. Habló al jurado de la conducta de Campo y de la extensión de sus heridas cuando la trató menos de treinta minutos después de la agresión. Dijo que le pareció que había sufrido al menos tres impactos importantes en el rostro. También describió una pequeña herida de punción en el cuello. Describió todas las heridas como superficiales pero dolorosas. Exhibieron en un caballete, delante del jurado, una ampliación del mismo retrato en primer plano del rostro de Campo que yo había visto el primer día que participé en el caso. Protesté, argumentando que la foto era engañosa porque había sido ampliada a un tamaño más grande que el natural, pero la jueza Fullbright denegó mi protesta.
En mi contrainterrogatorio de Metz, utilicé la foto acerca de la cual acababa de protestar.
– Cuando nos ha dicho que aparentemente había sufrido tres impactos en el rostro, ¿a qué se refería con «impacto»? -pregunté.
– La golpearon con algo. O un puño o un objeto desafilado.
– Así que básicamente alguien la golpeó tres veces. ¿Puede hacer el favor de utilizar este puntero láser y mostrarle al jurado en la fotografía dónde ocurrieron esos impactos?
Saqué un puntero láser del bolsillo de mi camisa y lo sostuve para que lo viera la jueza. Ella dio su permiso para que se lo entregara a Metz. Lo encendí y se lo entregué al testigo. Éste puso el haz de luz roja del láser en la foto del rostro magullado de Campo y trazó círculos en las tres zonas donde creía que ella había sido golpeada. Trazó círculos en torno al ojo derecho, la mejilla derecha y una zona que abarcaba la parte derecha de su boca y nariz.
– Gracias -dije, cogiendo el láser y volviendo al estrado-. Así que, si le dieron tres veces en el lado derecho de la cara, los impactos habrían procedido del lado izquierdo de su atacante, ¿correcto?
Minton protestó, argumentando una vez más que la pregunta iba más allá del ámbito de su experiencia. Una vez más yo argumenté sentido común y una vez más la jueza denegó la protesta.
– Si el agresor estaba frente a ella, la habría golpeado desde la izquierda, a no ser que lo hiciera con el dorso de la mano -dijo Metz-. En ese caso podría haber sido desde la derecha.
Asintió y pareció complacido consigo mismo. Obviamente pensó que estaba ayudando a la acusación, pero su esfuerzo fue tan falso que probablemente había ayudado a la defensa.
– ¿Está insinuando que el agresor de la señorita Campo la golpeó tres veces con el dorso de la mano y causó este grado de heridas?
Señalé la foto del caballete. Metz se encogió de hombros, dándose cuenta de que probablemente no había resultado tan útil a la acusación.
– Todo es posible -dijo.
– Todo es posible -repetí-. Bueno, ¿hay alguna otra posibilidad que se le ocurra que pudiera explicar estas heridas que no provengan de puñetazos con la izquierda?
Metz se encogió de hombros otra vez. No era un testigo que causara gran impresión, especialmente viniendo después de dos policías y una operadora que habían sido muy precisos en sus testimonios.
– ¿Y si la señorita Campo se hubiera golpeado el rostro con su propio puño? ¿No habría usado su derecha…?
Minton saltó de inmediato y protestó.
– Señoría, ¡esto es indignante! Insinuar que la víctima se hizo esto a sí misma no sólo es una afrenta a esta sala, sino a todas las víctimas de delitos violentos. El señor Haller se ha hundido en…
– El testigo ha dicho que todo es posible -argumenté, tratando de derribar a Minton de la tarima de orador-. Estoy tratando de explorar…
– Aceptada -dijo Fullbright, zanjando la discusión-. Señor Haller, no vaya por ese camino a no ser que esté haciendo algo más que un barrido de exploración de las posibilidades.
– Sí, señoría -dije-. No hay más preguntas.
Me senté y miré al jurado, y supe por sus caras que había cometido un error. Había convertido un contrainterrogatorio positivo en uno negativo. La cuestión que había establecido acerca de un agresor zurdo había quedado oscurecida por el punto que había perdido al insinuar que las heridas de la víctima eran autoinfligidas. Las tres mujeres del jurado parecían particularmente molestas conmigo.
Aun así, traté de concentrarme en un aspecto positivo. Era bueno conocer los sentimientos del jurado respecto a este punto en ese momento, antes de que Campo estuviera en la tribuna y le preguntara lo mismo.
Roulet se inclinó hacia mí y me susurró:
– ¿Qué coño ha sido eso?
Sin responder, le di la espalda y examiné la sala. Estaba casi vacía. Lankford y Sobel no habían vuelto a la sala y los periodistas también se habían ido. Sólo había unos pocos mirones. Parecía una dispar colección de jubilados, estudiantes de derecho y abogados descansando hasta que empezaran sus propias vistas en el tribunal. No obstante, contaba con que uno de esos mirones fuera un infiltrado de la oficina del fiscal. Ted Minton podía estar volando solo, pero mi apuesta era que su jefe tendría algún medio de estar al corriente de cómo lo hacía y del desarrollo del caso. Yo sabía que estaba actuando para ese infiltrado tanto como para el jurado. Al final del caso necesitaba enviar una nota de pánico a la segunda planta que luego rebotara a Minton. Tenía que empujar al joven fiscal a adoptar una medida desesperada.
La sesión de tarde fue perdiendo interés. Minton todavía tenía mucho que aprender acerca del ritmo y el control del jurado, un conocimiento que sólo procede de la experiencia en la sala. Mantuve la mirada en la tribuna del jurado -donde se sentaban los verdaderos jueces- y vi que los doce se estaban aburriendo a medida que testigo tras testigo ofrecían declaraciones que llenaban pequeños detalles en la presentación lineal de los sucesos del 6 de marzo. Formulé pocas preguntas en mi turno y traté de mantener una expresión en el rostro que hacía espejo de las que vi en la tribuna del jurado.
Minton obviamente quería guardarse su material más valioso para el segundo día. Tendría al investigador jefe, el detective Martin Booker, para que aportara los detalles y luego a la víctima, Regina Campo, para que recapitulara el caso para el jurado. Terminar con fuerza y emoción era una fórmula ensayada y que funcionaba en el noventa por ciento de las veces, pero hacía que el primer día avanzara con la lentitud de un glaciar.
Las cosas finalmente empezaron a animarse con el último testigo que Minton trajo a la sala: Charles Talbot, el hombre que Regina Campo había elegido en Morgan's y que la había acompañado a su apartamento la noche del día seis. Lo que Talbot tenía para ofrecer a la tesis de la acusación era insignificante. Básicamente fue convocado para testificar que Campo estaba en estado de buena salud y sin heridas cuando él se fue de la casa de la víctima. Eso era todo. Pero lo que causó que su llegada rescatara el juicio del aburrimiento era que Talbot era un hombre firmemente convencido de su particular estilo de vida, y a los miembros del jurado siempre les gusta visitar el otro lado de las vías.
Talbot tenía cincuenta y cinco años, pelo rubio teñido que no engañaba a nadie. Lucía tatuajes de la Armada desdibujados en ambos antebrazos. Llevaba veinte años divorciado y poseía una tienda abierta las veinticuatro horas llamada Kwik Kwik. El negocio le permitía disfrutar de un estilo de vida acomodado, con un apartamento en Warner Center, un Corvette último modelo y una vida nocturna en la que tenía cabida un amplio muestrario de las proveedoras de sexo de la ciudad.
Minton estableció todo ello en las primeras fases de su interrogatorio. Casi podía sentirse que el aire se detenía en la sala cuando los miembros del jurado conectaban con Talbot. El fiscal lo llevó entonces con rapidez a la noche del 6 de marzo, y el testigo describió que había contactado con Reggie Campo en Morgan's, en Ventura Boulevard.
– ¿Conocía a la señorita Campo antes de encontrarse con ella en el bar esa noche?
– No, no la conocía.
– ¿Cómo fue que se encontraron allí?
– La llamé y dije que quería estar con ella, y ella propuso que nos encontrásemos en Morgan's. Yo conocía el sitio, así que me pareció bien.
– ¿Y cómo la llamó?
– Con el teléfono.
Muchos miembros del jurado rieron.
– Disculpe. Ya entiendo que utilizó un teléfono para llamarla. Quería decir que cómo sabía la forma de contactar con ella.
– Vi su anuncio en su sitio web y me gustó lo que vi, así que seguí adelante y la llamé y establecimos una cita. Es tan sencillo como eso. Su número está en su anuncio de Internet.
– Y se encontraron en Morgan's.
– Sí, me dijo que es allí donde se encuentra con sus citas. Así que fui al bar, tomamos un par de copas y hablamos, y como nos gustamos, eso fue todo. La seguí a su apartamento.
– ¿Cuando llegaron a su apartamento mantuvieron relaciones sexuales?
– Por supuesto. Para eso estaba allí.
– ¿Y le pagó?
– Cuatrocientos pavos. Valió la pena.
Vi que un miembro del jurado se ponía colorado y supe que lo había calado a la perfección en la selección de la semana anterior. Me había gustado porque llevaba consigo una Biblia para leer mientras cuestionaban a los otros candidatos al jurado. Minton, que estaba concentrado en los candidatos a los que interrogaba, lo había pasado por alto, pero yo había visto la Biblia e hice pocas preguntas al hombre cuando llegó su turno. Minton lo aceptó en el jurado y yo también. Supuse que sería fácil que se volviera contra la víctima por su ocupación. Su cara ruborizada me lo confirmó.
– ¿A qué hora se fue del apartamento? -preguntó Minton.
– A eso de las diez menos cinco -respondió Talbot.
– ¿Dijo que estaba esperando otra cita en su apartamento?
– No, no me dijo nada de eso. De hecho, ella actuaba como si hubiera terminado por esa noche.
Me levanté y protesté.
– No creo que el señor Talbot esté cualificado para interpretar lo que la señorita Campo estaba pensando o planeando a partir de sus acciones.
– Aceptada -dijo la jueza antes de que Minton pudiera argumentar nada.
El fiscal siguió adelante.
– Señor Talbot, ¿podría describir el estado físico de la señorita Campo cuando la dejó poco antes de las diez en punto de la noche del seis de marzo?
– Completamente satisfecha.
Hubo un estallido de carcajadas en la sala y Talbot sonrió con orgullo. Me fijé en el hombre de la Biblia y vi que tenía la mandíbula fuertemente apretada.
– Señor Talbot -dijo Minton-, me refiero a su estado físico. ¿Estaba herida o sangrando cuando usted se fue?
– No, estaba bien. Estaba perfectamente. Cuando me fui estaba fina como un violín y lo sé porque lo había tocado.
Sonrió, orgulloso de su uso del lenguaje. Esta vez no hubo más risas y la jueza finalmente se cansó de los dobles sentidos del testigo. Le ordenó que se abstuviera de hacer comentarios subidos de tono.
– Disculpe, jueza-dijo.
– Señor Talbot -dijo Minton-, ¿la señorita Campo no estaba herida en ninguna medida cuando usted se fue?
– No. En ninguna medida.
– ¿Estaba sangrando?
– No.
– ¿Y usted no la golpeó ni abusó físicamente de ella en modo alguno?
– Otra vez no. Lo que hicimos fue consensuado y placentero. Sin dolor.
– Gracias, señor Talbot.
Consulté mis notas unos segundos antes de levantarme. Quería un receso para marcar con claridad la frontera entre el interrogatorio directo y el contrainterrogatorio.
– ¿Señor Haller? -me instó la jueza-. ¿Quiere ejercer su turno con el testigo?
Me levanté y me acerqué al estrado.
– Sí, señoría, sí quiero.
Dejé mi bloc y miré directamente a Talbot. Estaba sonriendo complacido, pero sabía que no le caería bien durante mucho tiempo más.
– Señor Talbot, ¿es usted diestro o zurdo?
– Soy zurdo.
– Zurdo -repetí pensativamente-. ¿Y no es cierto que la noche del seis de marzo antes de irse del apartamento de Regina Campo ella le pidió que la golpeara repetidamente en el rostro?
Minton se levantó.
– Señoría, no hay base para esta clase de interrogatorio. El señor Haller simplemente está tratando de enturbiar el agua haciendo declaraciones indignantes y convirtiéndolas en preguntas.
La jueza me miró y esperó una respuesta.
– Señoría, forma parte de la teoría de la defensa, como describí en mi exposición inicial.
– Voy a permitirlo. Vaya al grano, señor Haller.
Le leyeron la pregunta a Talbot y éste hizo una mueca y negó con la cabeza.
– No, no es verdad. Nunca he hecho daño a una mujer en mi vida.
– ¿La golpeó con el puño tres veces, no es cierto, señor Talbot?
– No, no lo hice. Eso es mentira.
– Ha dicho que nunca ha hecho daño a una mujer en su vida.
– Eso es. Nunca.
– ¿Conoce a una prostituta llamada Shaquilla Barton? Talbot tuvo que pensar antes de responder.
– No me suena.
– En la web en la que anuncia sus servicios utiliza el nombre de Shaquilla Shackles. ¿Le suena ahora, señor Talbot?
– Ah, sí, creo que sí.
– ¿Ha participado en actos de prostitución con ella?
– Una vez, sí.
– ¿Cuándo fue eso?
– Debió de ser hace al menos un año. Quizá más.
– ¿Y le hizo daño en esa ocasión?
– No.
– Y si ella viniera a esta sala y declarara que usted le hizo daño al golpearla con su mano izquierda, ¿estaría mintiendo?
– Y tanto que sí. Probé con ella y no me gustó ese estilo duro. Soy estrictamente un misionero. No la toqué.
– ¿No la tocó?
– Quiero decir que no la golpeé ni la herí en modo alguno.
– Gracias, señor Talbot.
Me senté. Minton no se molestó con una contrarréplica. Se despidió a Talbot y Minton le dijo a la jueza que sólo tenía dos testigos más en el caso, pero que su testimonio sería largo. La jueza Fullbright miró el reloj y levantó la sesión hasta el día siguiente.
Quedaban dos testigos. Sabía que tenían que ser el detective Booker y Reggie Campo. Parecía que Minton iba a arriesgarse sin el testimonio del soplón carcelario al que había metido en el programa de desintoxicación en County-USC. El nombre de Dwayne Corliss nunca había aparecido en ninguna lista de testigos ni en ningún otro documento de hallazgos relacionado con la tesis de la acusación. Pensé que tal vez Minton había descubierto lo mismo que Raúl Levin había descubierto de Corliss antes de morir. En cualquier caso, parecía evidente que la fiscalía había renunciado a Corliss. Y eso era lo que necesitaba cambiar.
Mientras guardaba mis papeles y documentos en mi maletín, también me armé de valor para hablar con Roulet. Lo miré. Continuaba sentado, esperando a que me despidiera de él.
– ¿Qué opina? -pregunté.
– Creo que lo ha hecho muy bien. Ha habido más que unos pocos momentos de duda razonable. Cerré las hebillas de mi maletín.
– Hoy sólo he plantado las semillas. Mañana brotarán y el miércoles florecerán. Todavía no ha visto nada.
Me levanté y cogí el maletín de la mesa. Estaba pesado con los documentos del caso y mi ordenador.
– Hasta mañana.
Abrí la portezuela y salí. Cecil Dobbs y Mary Windsor estaban esperando a Roulet en el pasillo junto a la puerta de la sala del tribunal. Al salir se volvieron para hablar conmigo, pero yo seguí caminando.
– Hasta mañana -dije.
– Espere un momento, espere un momento -me llamó Dobbs a mi espalda. Me volví.
– Estamos atascados aquí -dijo al tiempo que él y Windsor se me acercaban-. ¿Cómo está yendo ahí dentro?
Me encogí de hombros.
– Ahora mismo es el turno de la acusación -respondí-. Lo único que estoy haciendo es amagar y agacharme, tratar de protegerme. Creo que mañana será nuestro asalto. Y el miércoles iremos a por el K.O. He de ir a prepararme.
Al dirigirme al ascensor vi que varios miembros del jurado del caso se me habían adelantado y estaban esperando para bajar. La encargada del marcador estaba entre ellos. Fui al lavabo que había junto a los ascensores para no tener que bajar con el jurado. Puse el maletín entre los lavabos y me lavé la cara y las manos. Al mirarme en el espejo busqué señales de tensión del caso y de todo lo relacionado con éste. Tenía un aspecto razonablemente sano y calmado para ser un abogado defensor que estaba jugando al mismo tiempo contra su cliente y contra el fiscal.
El agua fría me sentó bien y me sentí refrescado cuando salí del lavabo con la esperanza de que los miembros del jurado ya se hubieran marchado.
Los miembros del jurado se habían ido, pero Lankford y Sobel estaban junto al ascensor. Lankford llevaba un fajo de documentos doblados en una mano.
– Aquí está -dijo-. Hemos estado buscándole.
El documento que me entregó Lankford era una orden que autorizaba a la policía a registrar mi casa, oficina y coche en busca de una pistola Colt Woodsman Sport del calibre 22 y con el número de serie 656300081-52. La autorización especificaba que se creía que la pistola era el arma homicida del asesinato de Raúl A. Levin, cometido el 12 de abril. Lankford me había entregado la orden con una sonrisita petulante. Yo hice lo posible por actuar como si fuera un asunto de negocios, algo con lo que trataba un día sí y otro no y dos veces los viernes. Pero lo cierto es que casi me fallaron las rodillas.
– ¿Cómo ha conseguido esto? -pregunté.
Era una reacción sin sentido a un momento sin sentido.
– Está firmado, sellado y entregado -dijo Lankford-. Así que, ¿por dónde quiere empezar? Tiene aquí su coche, ¿verdad? Ese Lincoln en el que le pasea el chófer como si fuera una puta de lujo.
Verifiqué la firma del juez en la última página y vi que se trataba de un magistrado municipal de Glendale del que nunca había oído hablar. Habían acudido a un juez local, que probablemente sabía que necesitaría el apoyo de la policía cuando llegara el momento de las elecciones. Empecé a recuperarme del shock. Quizás el registro era un farol.
– Esto es una chorrada -dije-. No tienen causa probable para esto. Podría aplastar este asunto en diez minutos.
– A la jueza Fullbright le pareció bien -dijo Lankford.
– ¿Fullbright? ¿Qué tiene que ver ella con esto?
– Bueno, sabíamos que estaba usted en juicio, así que supusimos que debíamos preguntarle a ella si estaba bien entregarle la orden. No queremos que una mujer como ella se enfade. La jueza dijo que una vez que terminara la sesión no tenía problema, y no habló de causas probables ni nada por el estilo.
Debían de haber acudido a Fullbright en el receso del almuerzo, justo después de que los viera en la sala. Supuse que había sido idea de Sobel consultar con la jueza antes. A un tipo como Lankford le habría encantado sacarme de la sala e interrumpir el juicio.
Tenía que pensar con rapidez. Miré a Sobel, la más simpática de los dos.
– Estoy en medio de un juicio de tres días -dije-. ¿Hay alguna posibilidad de que demoremos esto hasta el jueves?
– Ni hablar -respondió Lankford antes de que pudiera hacerlo su compañera-. No vamos a perderle de vista hasta que ejecutemos la orden. No vamos a darle tiempo de deshacerse de la pistola. Y ahora, ¿dónde está su coche, abogado del Lincoln?
Comprobé la autorización de la orden. Tenía que ser muy específica, y estaba de suerte. Autorizaba el registro de un Lincoln con una matrícula de California INCNT. Me di cuenta de que alguien debía de haber anotado la matrícula el día que me llamaron a casa de Raúl Levin desde el estadio de los Dodgers. Porque ése era el Lincoln viejo, el que conducía aquel día.
– Está en casa. Como estoy en un juicio no uso al chófer. Me ha llevado mi cliente esta mañana y pensaba volver con él. Probablemente me está esperando.
Mentí. El Lincoln en el que me habían traído estaba en el aparcamiento del juzgado, pero no podía dejar que los polis lo registraran porque había una pistola en el compartimento del reposabrazos del asiento de atrás. No era la pistola que estaban buscando, pero era una de recambio. Después de que Raúl Levin fuera asesinado y encontrara el estuche de mi pistola vacío, le pedí a Earl Briggs que me consiguiera un arma para protección. Sabía que con Earl no habría un periodo de espera de diez días; sin embargo, no conocía la historia del arma ni su registro, y no quería averiguarlo a través del Departamento de Policía de Glendale.
Por fortuna la pistola no estaba en el Lincoln que describía la orden. Ése estaba en el garaje de mi casa, esperando a que el comprador del servicio de limusinas pasara a echarle un vistazo. Y ése sería el Lincoln que iban a registrar.
Lankford me quitó la orden de la mano y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
– No se preocupe por su viaje -dijo Lankford-. Nosotros le llevaremos. Vamos.
En el camino de salida del tribunal no nos encontramos con Roulet ni con las personas de su entorno. Y enseguida estuve circulando en la parte de atrás de un Grand Marquis, pensando que había elegido bien al optar por el Lincoln. En el Town Car había más espacio y se circulaba con mayor suavidad.
Lankford conducía y yo me senté tras él. Las ventanillas estaban subidas y podía oírle mascar chicle.
– Déjeme ver otra vez la orden -dije.
Lankford no hizo ningún movimiento.
– No voy a dejarle entrar en mi casa hasta que tenga ocasión de estudiar completamente la orden. Puedo hacerlo por el camino y ahorrarle tiempo. O…
Lankford metió la mano en su chaqueta y sacó la orden. Me la pasó por encima de su hombro. Sabía por qué estaba dudando. Normalmente los polis han de exponer la investigación completa en la solicitud de la orden para convencer al juez de la existencia de una causa probable. No les gusta que el objetivo la lea, porque delata su mano.
Miré por la ventanilla mientras estábamos pasando los aparcamientos de coches de Van Nuys Boulevard. Vi un nuevo modelo de Town Car encima de un pedestal enfrente del concesionario Lincoln. Volví a fijarme en la orden, la abrí por la sección de sumario y leí.
Lankford y Sobel habían empezado haciendo un buen trabajo. Debía concederles eso. Uno de ellos -supuse que era Sobel- había probado a poner mi nombre en el Sistema de Armas Automáticas y había tenido suerte. El ordenador reveló que yo era el propietario registrado de una pistola de la misma marca y modelo que el arma homicida.
Era una maniobra hábil, pero todavía no era bastante para conseguir causa probable. Colt fabricaba ese modelo desde hacía más de sesenta años. Eso significaba que probablemente había un millón de ellas y un millón de sospechosos que las poseían.
Tenían el humo. Después habían frotado otros palitos para provocar el fuego que se requería. En la solicitud se afirmaba que yo había ocultado a la investigación el hecho de que poseía la pistola en cuestión. Decía que también me había fabricado una coartada cuando me interrogaron inicialmente acerca de la muerte de Levin, y que luego había intentado confundir a los detectives al darles una pista falsa acerca del traficante de drogas Héctor Arrande Moya.
Aunque no se requería un móvil para obtener una orden de registro, la exposición de causa probable aludía a éste de todos modos, afirmando que la víctima -Raúl Levin- había estado obteniendo de mí encargos de investigación y que yo me había negado a pagar por completo esos trabajos.
Dejando aparte la indignación que me provocó semejante aserto, la fabricación de la coartada era el punto clave de la causa probable. Se aseguraba que les había dicho a los detectives que estaba en casa en el momento del crimen, pero un mensaje en el teléfono de mi domicilio dejado justo antes de la presunta hora de la muerte indicaba que no estaba allí derrumbando por consiguiente mi coartada y demostrando al mismo tiempo que era un mentiroso.
Leí lentamente la exposición de la causa probable dos veces más, pero mi rabia no remitió. Arrojé la orden al asiento contiguo.
– En cierto sentido es una pena que no sea el asesino -dije.
– Sí, ¿cómo es eso? -dijo Lankford.
– Porque esta orden es una chorrada y ambos lo saben. No se sostendría. Le dije que ese mensaje llegó cuando yo ya estaba al teléfono y eso puede ser comprobado y demostrado, sólo que ustedes dos fueron perezosos o no quisieron comprobarlo porque les habría dificultado conseguir la orden, incluso con su juez de bolsillo de Glendale. Mintieron por omisión y comisión. Es una orden de mala fe.
Como estaba sentado detrás de Lankford tenía un mejor ángulo de Sobel. La observé en busca de señales de duda mientras hablaba.
– Y la insinuación de que Raúl estaba obteniendo trabajo de mí y que yo no iba a pagarle es un chiste. ¿Me coaccionaba con qué? ¿Y qué es lo que no le pagué? Le pagué cada vez que recibí una factura. Miren, si es así como trabajan todos sus casos, voy a abrir una oficina en Glendale. Voy a meterle esta orden por el culo a su jefe de policía.
– Mintió acerca de la pistola -dijo Lankford-. Y le debía dinero a Levin. Está ahí en los libros de cuentas. Cuatro mil.
– No mentí en nada. Nunca me preguntaron si poseía una pistola.
– Mentira por omisión. Se la devuelvo.
– Chorradas.
– Cuatro mil.
– Ah, sí, los cuatro mil. Lo maté porque no quería pagarle cuatro mil dólares -dije con todo el sarcasmo que fui capaz de reunir-. En eso me ha pillado, detective. Móvil. Aunque supongo que ni siquiera se la ha ocurrido mirar si me había facturado esos cuatro mil, o comprobar si no acababa de pagarle una factura de seis mil dólares una semana antes de que lo asesinaran.
Lankford se quedó impertérrito. Pero vi que la duda empezaba a abrirse paso en el rostro de Sobel.
– No importa cuánto le pagara ni cuándo -dijo Lankford-. Un extorsionador nunca está satisfecho. Nunca dejas de pagar hasta que llegas a un punto de no retorno. De eso se trata. El punto de no retorno.
Negué con la cabeza.
– ¿Y qué es exactamente lo que tenía Raúl que me hacía darle trabajos y pagarle hasta que alcancé el punto de no retorno?
Lankford y Sobel cruzaron una mirada y Lankford asintió con la cabeza. Sobel se agachó y sacó una carpeta de un maletín que tenía en el suelo. Me lo pasó por encima del asiento.
– Eche un vistazo -dijo Lankford-. Se las dejó cuando estuvo registrando su casa. Las había escondido en un cajón del vestidor.
Abrí la carpeta y vi que contenía varias fotos en color de 20 x 25 cm. Estaban tomadas de lejos y yo aparecía en todas ellas. El fotógrafo había seguido mi Lincoln durante muchos días y muchos kilómetros. Cada imagen era un momento congelado en el tiempo. Las fotos me mostraban con diversos individuos que reconocí fácilmente como clientes. Eran prostitutas, camellos y Road Saints. Las imágenes podían interpretarse como sospechosas, porque mostraban una fracción de segundo. Una prostituta masculina con mini shorts apeándose desde el asiento trasero del Lincoln. Teddy Vogel entregándome un grueso rollo de billetes a través de la ventanilla trasera. Cerré la carpeta y la devolví arrojándola por encima del asiento.
– Están de broma, ¿no? ¿Me están diciendo que Raúl vino a mí con esto? ¿Que me extorsionó con esto? Son mis clientes. ¿Es una broma o me estoy perdiendo algo?
– La judicatura de California podría pensar que no es una broma -dijo Lankford-. Hemos oído que está en terreno quebradizo con la judicatura. Levin lo sabía. Y lo explotó.
Negué con la cabeza.
– Es increíble -dije.
Sabía que tenía que dejar de hablar. Estaba haciéndolo todo mal con esa gente. Sabía que debería callar y dejar que me llevaran. Pero sentía una necesidad abrumadora de convencerlos. Empecé a entender por qué se resolvían tantos casos en las salas de interrogatorios de las comisarías de policía. La gente no sabe callarse.
Traté de situar las fotografías que contenía la carpeta. Vogel dándome un rollo de billetes en el aparcamiento exterior del club de estriptis de los Saints en Sepúlveda. Eso ocurrió después del juicio de Harold Casey y Vogel estaba pagándome por presentar la apelación. El travestí se llamaba Terry Jones y yo me había ocupado de una acusación por prostitución contra él la primera semana de abril. Había tenido que ir a buscarlo a Santa Monica Boulevard el día anterior a la vista para asegurarme de que iba a presentarse.
Estaba claro que todas las fotos habían sido tomadas entre la mañana que había aceptado el caso de Roulet y el día en que Raúl Levin había sido asesinado. Después el asesino las había colocado en la escena del crimen: todo formaba parte del plan de Roulet de tenderme una trampa a fin de poder controlarme. La policía tendría todo lo que necesitaba para cargarme el asesinato de Levin, salvo el arma homicida. Mientras Roulet tuviera el arma, me tenía a mí.
No podía menos que admirar el ingenio del plan, al mismo tiempo que sentía el pánico de la desesperación. Traté de bajar la ventanilla, pero el botón no funcionaba. Le pedí a Sobel que bajará una ventanilla y lo hizo. Empezó a entrar aire fresco en el coche.
Al cabo de un rato, Lankford me miró por el espejo retrovisor y trató de reiniciar la conversación.
– Investigamos la historia de esa Woodsman -dijo-. ¿Sabe quién la tuvo antes?
– Mickey Cohen -contesté como si tal cosa, mirando por la ventanilla las empinadas colinas de Laurel Canyon.
– ¿Cómo terminó con la pistola de Mickey Cohen?
Respondí sin apartar la mirada de la ventanilla.
– Mi padre era abogado. Mickey Cohen era su cliente.
Lankford silbó. Cohen fue uno de los gánsteres más famosos de Los Angeles. Era de la época en que los gánsteres competían con las estrellas de cine en los titulares de los periódicos sensacionalistas.
– ¿Y qué? ¿Simplemente le dio la pistola a su viejo?
– Cohen fue acusado de un tiroteo y mi padre lo defendió. Alegó defensa propia. Hubo un juicio y mi padre consiguió un veredicto de inocencia. Cuando le devolvieron la pistola, Mickey se la dio a mi padre. Se podría decir que es un recuerdo.
– ¿Su viejo se preguntó alguna vez a cuánta gente mató Mick con el arma?
– No lo sé. En realidad no conocí a mi padre.
– ¿Y a Cohen? ¿Lo vio alguna vez?
– Mi padre lo representó antes de que yo naciera. La pistola la recibí en su testamento. No sé por qué me eligió para que la tuviera. Yo sólo tenía cinco años cuando él murió.
– Y cuando creció se hizo abogado como su querido papá, y siendo un buen abogado registró el arma.
– Pensaba que me gustaría recuperarla si alguna vez la robaban. Gire aquí, en Fareholm.
Lankford siguió mis instrucciones y empezamos a subir por la colina que conducía a mi casa. Entonces les di la mala noticia.
– Gracias por el viaje -dije-. Pueden registrar mi casa, mi oficina y mi coche, pero están perdiendo el tiempo. No sólo no soy el asesino, sino que no van a encontrar la pistola.
Vi que Lankford levantaba la cabeza y me miraba por el retrovisor.
– Y ¿cómo es eso, abogado? ¿Ya se ha deshecho de ella?
– Me la robaron y no sé dónde está.
Lankford se echó a reír. Vi la alegría en sus ojos.
– Aja. Robada. Qué adecuado. ¿Cuándo ocurrió eso?
– Es difícil de decir. No me había fijado en la pistola durante años.
– ¿Hizo una denuncia ante la policía o para el seguro?
– No.
– Así que alguien entra y roba su pistola de Mickey Cohen y no lo denuncia. Ni siquiera después de que nos haya dicho que la registró precisamente por si ocurría esto. Siendo abogado y tal, ¿no le suena un poco disparatado?
– Sí, salvo que sé quién la robó. Es un cliente. Me dijo que la robó y si lo denunciara estaría violando la confidencialidad entre abogado y cliente porque conduciría a su detención. Es una especie de pez que se muerde la cola, detective.
Sobel se volvió y me miró. Creo que quizá pensó que me lo estaba inventando en ese momento, lo cual era cierto.
– Suena a jerga legal y chorradas -dijo Lankford.
– Pero es la verdad. Es aquí. Aparque en la puerta del garaje.
Lankford aparcó delante de la puerta del garaje y detuvo el motor. Se volvió para mirarme otra vez antes de salir.
– ¿Qué cliente le robó la pistola?
– Ya le he dicho que no puedo decírselo.
– Bueno, Roulet es actualmente su único cliente, ¿no?
– Tengo un montón de clientes, pero ya le he dicho que no puedo decírselo.
– ¿Cree que quizá deberíamos comprobar los informes de su brazalete de tobillo y ver si ha estado en su casa últimamente?
– Haga lo que quiera. De hecho, ha estado aquí. Tuvimos una reunión aquí. En mi despacho.
– Quizá fue entonces cuando se la llevó.
– No voy a decirle que se la llevó él, detective.
– Sí, bueno, en cualquier caso el brazalete exime a Roulet del caso Levin. Comprobamos el GPS. Así que supongo que queda usted, abogado.
– Y queda usted perdiendo el tiempo.
De repente caí en la cuenta de algo referente al brazalete de Roulet, pero traté de no revelarlo. Quizás era una pista sobre la trampilla que había usado en su actuación de Houdini. Era algo que tendría que comprobar después.
– ¿Vamos a quedarnos aquí sentados?
Lankford se volvió y salió. Abrió la puerta de mi lado, porque la cerradura interior estaba inhabilitada para transportar detenidos y sospechosos. Miré a los dos detectives.
– ¿Quieren que les muestre la caja de la pistola? Quizá cuando vean que está vacía puedan irse y ahorraremos tiempo todos.
– No creo, abogado -dijo Lankford-. Vamos a registrar toda la casa. Yo me ocuparé del coche y la detective Sobel empezará con la casa.
Negué con la cabeza.
– No creo, detective. No funciona así. No me fío de ustedes. Su orden es corrupta, y por lo que a mí respecta ustedes son corruptos. Permanecen juntos para que pueda vigilarlos a los dos o esperamos hasta que pueda traer aquí a un segundo observador. Mi directora de casos estaría aquí en diez minutos. Puedo pedirle que venga a vigilar y de paso pueden preguntarle si me llamó la mañana que mataron a Raúl Levin.
El rostro de Lankford se oscureció por el insulto y una rabia que parecía tener dificultades en controlar. Decidí apretar. Saqué mi móvil y lo abrí.
– Voy a llamar a su juez ahora mismo para ver si él…
– Bien -dijo Lankford-. Empezaremos por el coche. Juntos. Después entraremos en la casa.
Cerré el teléfono y me lo guardé en el bolsillo.
– Bien.
Me acerqué a un teclado que había en la pared exterior del garaje. Marqué la combinación y la puerta del garaje empezó a levantarse, revelando el Lincoln azul marino que esperaba la inspección. Su matrícula decía INCNT. Lankford la miró y negó con la cabeza.
– Sí, claro.
Entró en el garaje con el rostro todavía tenso por la ira. Decidí calmar un poco la situación.
– Eh, detective -dije-. ¿Qué diferencia hay entre un bagre y un abogado defensor?
No respondió, se quedó mirando cabreado la matrícula de mi Lincoln.
– Uno se alimenta de la mierda que hay en el fondo -dije-. Y el otro es un pez.
Por un momento se quedó petrificado, pero enseguida esbozó una sonrisa y prorrumpió en una carcajada larga y estridente. Sobel entró en el garaje sin haber oído el chiste.
– ¿Qué? -preguntó.
– Te lo contaré luego -dijo Lankford.
Tardaron media hora en registrar el Lincoln y a continuación pasaron a la casa, donde empezaron por mi oficina. Observé en todo momento y sólo hablé para ofrecer explicación cuando algo los detenía en su registro. No hablaron demasiado entre ellos y cada vez me iba quedando más claro que había una diferencia entre ambos compañeros acerca del rumbo que Lankford había impuesto en la investigación.
En un momento dado, Lankford recibió una llamada en el móvil y fue al porche para hablar con intimidad. Tenía las cortinas subidas y si me quedaba en el pasillo podía mirar a un lado y verlo a él, y mirar al otro y ver a Sobel en mi oficina.
– No está muy contenta con esto, ¿verdad? -le dije a Sobel cuando estaba seguro de que su compañero no podía oírlo.
– No importa cómo esté. Estamos investigando el caso y punto.
– ¿Su compañero es siempre así, o sólo con los abogados?
– El año pasado se gastó cincuenta mil dólares en un abogado tratando de conseguir la custodia de sus hijos. Y no la consiguió. Antes perdimos un caso importante (un asesinato) por un tecnicismo legal.
Asentí con la cabeza.
– Y culpó al abogado. Pero ¿quién quebró las reglas?
Ella no respondió, lo cual confirmó mis sospechas de que había sido Lankford quien cometió el desliz técnico.
– Entiendo -dije.
Comprobé que Lankford seguía en el porche. Estaba gesticulando con impaciencia como si estuviera tratando de explicar algo a un imbécil. Debía de ser el abogado de la custodia. Decidí cambiar de tema con Sobel.
– ¿Creen que están siendo manipulados en este caso?
– ¿De qué está hablando?
– Las fotos escondidas en la cómoda, el casquillo de bala en el respiradero de la ventilación del suelo. Muy adecuado, ¿no le parece?
– ¿Qué está diciendo?
– No estoy diciendo nada. Estoy formulando preguntas en las que su compañero no parece interesado.
Miré a Lankford. Estaba marcando números en su móvil y haciendo una nueva llamada. Me volví y entré en la oficina. Sobel estaba mirando detrás de las carpetas de un cajón. Al no encontrar ninguna pistola, cerró el cajón y se acercó al escritorio. Hablé en voz baja.
– ¿Y el mensaje que me dejó Raúl? -dije-. Acerca de que había encontrado la receta para sacar a Menéndez, ¿a qué cree que se refería?
– Aún no lo hemos averiguado.
– Lástima. Creo que es importante.
– Todo es importante hasta que deja de serlo.
Asentí con la cabeza, aunque no estaba seguro de qué había querido decir Sobel.
– ¿Sabe?, el caso que estoy defendiendo en el juicio es muy interesante. Debería volver y observar. Podría aprender algo.
Me miró desde el escritorio. Nos sostuvimos mutuamente la mirada un momento. Ella entrecerró los ojos con sospecha, como si estuviera tratando de juzgar si un supuesto sospechoso de asesinato se le estaba insinuando.
– ¿Habla en serio?
– Sí, ¿por qué no?
– Bueno, para empezar, usted podría tener problemas en ir al tribunal si está en el calabozo.
– Eh, no hay pistola, no hay caso. Por eso están aquí, ¿no?
Ella no respondió.
– Además es asunto de su compañero. Ya veo que no va en el mismo barco en esto.
– Típico de abogado. Cree que conoce todos los ángulos.
– No, yo no. Estoy descubriendo que no los conozco todos.
Ella cambió de tema.
– ¿Es su hija?
Señaló la fotografía enmarcada del escritorio.
– Sí, Hayley.
– Bonita aliteración. Hayley Haller. ¿La llamó así por el cometa?
– Más o menos. Se escribe distinto. Se le ocurrió a mi ex mujer.
Lankford entró en ese momento y le habló a Sobel en voz alta acerca de la llamada que habían recibido. Era de un supervisor que les decía que volvían a estar en la rueda y que se ocuparían del siguiente homicidio de Glendale, tanto si el caso Levin estaba activo como si no. No dijo nada acerca de la llamada que había hecho él.
Sobel le dijo que había terminado de registrar la oficina. No había pistola.
– Les estoy diciendo que no está aquí -insistí-. Están perdiendo su tiempo. Y el mío. Tengo un juicio mañana y he de prepararme para los testigos.
– Sigamos por el dormitorio -dijo Lankford, sin hacer caso de mi protesta.
Yo retrocedí en el pasillo para dejarles sitio para salir de una habitación y meterse en la siguiente. Caminaron por sendos lados de la cama hasta las mesillas de noche idénticas. Lankford abrió el cajón superior de la mesilla que había elegido y levantó un cede.
– Wreckrium for Lil’ Demon -leyó-. Tiene que estar de broma.
No respondí. Sobel abrió rápidamente los dos cajones de su mesilla y los encontró vacíos, salvo por una tira de preservativos. Aparté la mirada.
– Me ocuparé del armario -dijo Lankford, después de que terminara con su mesilla de noche, dejando los cajones abiertos al estilo habitual de un registro policial.
Entró en el vestidor y enseguida habló desde dentro.
– Vaya, vaya.
Salió del vestidor con la caja de madera de la pistola en la mano.
– ¡Premio! -dije-. Ha encontrado un estuche de pistola vacío. Debería ser detective.
Lankford sacudió la caja en sus manos antes de dejarla encima de la cama. O bien estaba tratando de jugar conmigo o la caja tenía un peso sólido. Sentí un escalofrío en la columna al darme cuenta de que Roulet podía haberse colado otra vez en mi casa con la misma facilidad para devolver la pistola. Habría sido el escondite perfecto para ella. El último lugar en el que habría pensado en mirar una vez determiné que el arma había desaparecido.
Recordé la extraña sonrisa en el rostro de Roulet cuando le dije que quería que me devolviera la pistola. ¿Estaba sonriendo porque ya me la había devuelto?
Lankford levantó el cierre de la caja y la tapa. Retiró el trapo aceitado con el que se cubría el arma. El troquelado que había contenido la pistola de Mickey Cohen continuaba vacío. Exhalé de un modo tan pesado que casi pareció un suspiro.
– ¿Qué le había dicho? -dije rápidamente, tratando de camuflarme.
– Sí, ¿qué nos había dicho? -dijo Lankford-. Heidi, ¿tienes una bolsa? Vamos a llevarnos la caja.
Miré a Sobel. No me parecía ninguna Heidi. Me pregunté si sería algún apodo de la brigada. O quizás era el motivo por el cual no ponía su nombre en las tarjetas de visita. No sonaba a policía dura.
– En el coche -dijo ella.
– Ve a buscarlas -dijo Lankford.
– ¿Va a llevarse una caja vacía? -pregunté-. ¿Para qué la quiere?
– Es parte de la cadena de pruebas, abogado. Debería saberlo. Además, nos vendrá bien, porque tengo la impresión de que nunca encontraremos la pistola.
Negué con la cabeza.
– Quizá le vendrá bien en sueños. La caja no es prueba de nada.
– Es prueba de que poseía la pistola de Mickey Cohen. Lo pone ahí en esa plaquita de latón que encargó su padre o alguien.
– ¿Y qué coño importa?
– Bueno, acabo de hacer una llamada mientras estaba en el porche, Haller. Verá, tenemos a alguien verificando el caso de defensa propia de Mickey Cohen. Resulta que en el archivo de pruebas del Departamento de Policía de Los Ángeles todavía conservan las pruebas balísticas de ese caso. Es un golpe de suerte, teniendo en cuenta que el caso tiene, ¿cuánto, cincuenta años?
Lo entendí deprisa. Cogerían las balas y los casquillos del caso Cohen y los compararían con las mismas pruebas del caso Levin. Relacionarían el asesinato de Levin con el arma de Mickey Cohen, que a su vez relacionarían conmigo gracias a la caja de la pistola y al ordenador que registraba las armas de fuego del Estado. No creí que Roulet pudiera haberse dado cuenta de cómo la policía podría acusarme sin necesidad de tener la pistola cuando elaboró su plan para controlarme.
Me quedé allí de pie en silencio. Sobel salió de la habitación sin echarme una sola mirada y Lankford levantó la vista de la caja de la pistola y me fulminó con una sonrisa asesina.
– ¿Qué pasa, abogado? -preguntó-. Las pruebas se le han comido la lengua.
Finalmente logré hablar.
– ¿Cuánto tardarán las pruebas de balística? -conseguí preguntar.
– Eh, por usted vamos a darnos prisa. Así que váyase y disfrute mientras pueda. Pero no salga de la ciudad. -Se rió, casi atolondrado consigo mismo-. Tiene gracia, creía que sólo lo decían en las películas. Pero acabo de decirlo. Ojalá hubiera estado aquí mi compañera.
Sobel volvió con una gran bolsa marrón y un rollo de cinta roja para pruebas. Observé que ponía la caja de la pistola en la bolsa y a continuación la precintaba con la cinta. Me pregunté de cuánto tiempo disponía y si habían saltado las ruedas del tren que yo había puesto en movimiento. Empecé a sentirme tan vacío como la caja de madera que Sobel acababa de precintar en la bolsa de papel.
Fernando Valenzuela vivía en Valencia. Desde mi casa había fácilmente una hora de camino en dirección norte en los últimos coletazos de la hora punta. Valenzuela se había ido de Van Nuys unos años antes, porque sus tres hijas estaban a punto de entrar en el instituto y temía por su seguridad y su educación. Se mudó a un barrio lleno de gente que había huido de la ciudad y su trayecto al trabajo pasó de cinco a cuarenta y cinco minutos. Pero se sentía feliz. Su casa era más bonita y sus hijas estaban más seguras. Vivía en una casa de estilo colonial con un tejado de ladrillo rojo. Era más de lo que cualquier agente de fianzas podía soñar, pero iba acompañada de una implacable hipoteca mensual.
Eran casi las nueve cuando llegué. Aparqué en el garaje, que habían dejado abierto. Había un espacio ocupado por una furgoneta pequeña y el otro por una camioneta. En el suelo, entre la camioneta y un banco de trabajo plenamente equipado, había una caja de cartón con el nombre de Sony. Era grande y delgada. Miré más de cerca y vi que era un televisor de plasma de cincuenta pulgadas. Salí, me acerqué a la entrada de la casa y llamé a la puerta. Valenzuela respondió después de una larga espera.
– Mick, ¿qué estás haciendo aquí?
– ¿Sabes que tienes la puerta del garaje abierta?
– Joder. Acaban de entregarme una tele de plasma.
Me apartó y cruzó el patio corriendo para mirar en el garaje. Yo cerré la puerta de la casa y lo seguí al garaje. Cuando llegué allí, estaba de pie junto a su televisor, sonriendo.
– Oh, tío, ya sabes lo que habría pasado en Van Nuys -dijo-. No habría durado ni cinco minutos. Ven, entraremos por aquí.
Se dirigió a una puerta que nos permitiría acceder a la casa desde el garaje. Accionó un interruptor y la puerta del garaje empezó a bajar.
– Eh, Val, espera un momento -dije-. Hablemos aquí, es más íntimo.
– Pero María probablemente querrá saludarte.
– Quizá la próxima vez.
Volvió hacia mí, con una mirada de preocupación.
– ¿Qué ocurre, jefe?
– Lo que ocurre es que hoy he pasado un rato con los polis que investigan el asesinato de Raúl. Dicen que han descartado a Roulet por el brazalete del tobillo.
Valenzuela asintió vigorosamente.
– Sí, sí, vinieron a verme a los pocos días de que ocurriera. Les mostré el sistema y cómo funcionaba y les enseñé los movimientos de Roulet de ese día. Vieron que estuvo en el trabajo. Y también les mostré el otro brazalete que tengo y les expliqué que no se podía manipular. Tiene un detector de masa. El resumen es que no te lo puedes quitar. Lo habría notado el detector y entonces lo habría sabido yo.
Me recosté en la furgoneta y crucé los brazos.
– ¿Entonces esos dos polis te preguntaron dónde estuviste tú el sábado?
Valenzuela lo encajó como un puñetazo.
– ¿Qué has dicho, Mick?
Mis ojos bajaron a la tele de plasma y luego volvieron a mirarle.
– De alguna manera él mató a Raúl, Val. Ahora yo me juego el cuello y quiero saber cómo lo hizo.
– Mick, escúchame, él no fue. Te estoy diciendo que ese brazalete no salió de su tobillo. La máquina no miente.
– Sí, sé que la máquina no miente…
Al cabo de un momento, él lo captó.
– ¿Qué estás diciendo, Mick?
Se colocó delante de mí, con una postura corporal más tensa y agresiva. Dejé de apoyarme en la camioneta y dejé caer las manos a mis costados.
– Estoy preguntando, Val. ¿Dónde estuviste el martes por la mañana?
– Eres un hijo de puta, ¿cómo puedes preguntarme eso?
Había adoptado una posición de lucha. Yo estaba momentáneamente con la guardia baja después de que él me llamara lo que yo le había llamado a Roulet ese mismo día.
Valenzuela de repente se abalanzó sobre mí y me empujó con fuerza contra su camioneta. Yo le empujé aún más fuerte y él cayó de espaldas sobre la caja de la tele. Ésta se volcó y golpeó el suelo con un ruido sordo. Valenzuela se incorporó hasta quedar sentado. Se oyó un sonido seco en el interior de la caja.
– ¡Oh, joder! -gritó él-. Joder. ¡Has roto la tele!
– Me has empujado, Val. Yo te he devuelto el empujón.
– ¡Joder!
Se puso de pie junto a un lado de la caja y trató de volver a levantarla, pero era demasiado pesada y difícil de manejar. Yo me acerqué al otro lado y le ayudé a enderezarla. Cuando la caja estuvo derecha, oí que caían trocitos de material en su interior. Sonó como el cristal.
– ¡Hijoputa! -gritó Valenzuela.
La puerta que conducía a la casa se abrió y su mujer, María, se asomó a mirar.
– Hola, Mickey. Val, ¿qué ha sido ese ruido?
– Entra -le ordenó su marido.
– Bueno, ¿qué…?
– ¡Cierra la boca y entra!
Ella se quedó un momento parada y luego cerró la puerta. Oí cómo la cerraba con llave. Al parecer Valenzuela iba a tener que dormir con la tele rota esa noche. Volví a mirarlo. Tenía la boca abierta por la impresión.
– Me ha costado ocho mil dólares -susurró.
– ¿Hacen teles que cuestan ocho mil dólares?
Estaba impresionado. ¿Adonde iría a parar el mundo?
– Eso era con descuento.
– Val, ¿de dónde has sacado el dinero para una tele de ocho mil dólares?
Me miró y se enfureció de nuevo.
– ¿De dónde coño crees? Negocios, tío. Gracias a Roulet estoy teniendo un año fantástico. Pero maldita sea, Mick, yo no le liberé del brazalete para que pudiera matar a Raúl. Conozco a Raúl desde hace tanto tiempo como tú. Yo no hice eso. Yo no me puse el brazalete y lo llevé mientras él iba a matar a Raúl. Y yo no fui y maté a Raúl por él por una puta tele. Si no puedes creerlo, entonces lárgate de aquí y sal de mi vida.
Lo dijo con la intensidad desesperada de un animal herido. En mi mente vi un flash de Jesús Menéndez. No había logrado ver la inocencia en sus ruegos. No quería que volviera a pasarme nunca más.
– De acuerdo, Val -dije.
Caminé hasta la puerta de la casa y pulsé el botón que levantaba la puerta del garaje. Cuando me volví, vi que Valenzuela había cogido un cúter del banco de herramientas y estaba cortando la cinta superior de la caja de la tele. Al parecer quería confirmar lo que ya sabíamos del plasma. Pasé por su lado y salí del garaje.
– Lo pagaremos a medias, Val -dije-. Le diré a Lorna que te mande un cheque por la mañana.
– No te molestes. Les diré que me lo entregaron así.
Llegué a la puerta de mi coche y lo miré.
– Entonces llámame cuando te detengan por fraude. Después de que pagues tu propia fianza.
Me metí en el Lincoln y salí marcha atrás por el sendero de entrada. Cuando volví a mirar al garaje, vi que Valenzuela había dejado de abrir la caja y estaba allí de pie, mirándome.
El tráfico de regreso a la ciudad era escaso y volví en poco tiempo.
Estaba entrando en casa cuando el teléfono fijo empezó a sonar. Lo cogí en la cocina, pensando que sería Valenzuela para decirme que iba a llevar su negocio a otro profesional de la defensa. En ese momento no me importaba.
Sin embargo, era Maggie McPherson.
– ¿Todo bien? -pregunté. Normalmente no llamaba tan tarde.
– Bien.
– ¿Dónde está Hayley?
– Dormida. No quería llamar hasta que se acostara.
– ¿Qué ocurre?
– Había un extraño rumor sobre ti hoy en la oficina.
– ¿Te refieres a uno que dice que soy el asesino de Raúl Levin?
– Haller, ¿va en serio?
La cocina era demasiado pequeña para una mesa y sillas. No podía ir muy lejos con el cable del teléfono, así que me aupé en la encimera. Por la ventana que había encima del lavadero veía las luces del centro de la ciudad resplandeciendo en la distancia y un brillo en el horizonte que sabía que provenía del Dodger Stadium.
– Diría que sí, la situación es complicada. Me han tendido una trampa para que cargue con el homicidio de Raúl.
– Oh, Dios mío, Michael, ¿cómo es posible?
– Hay un montón de ingredientes distintos: un cliente malvado, un poli con rencillas, un abogado estúpido, añade sal y pimienta y todo está bien.
– ¿Es Roulet? ¿Es él?
– No puedo hablar de mis clientes contigo, Mags.
– Bueno, ¿qué piensas hacer?
– No te preocupes. Lo tengo pensado. No me pasará nada.
– ¿Y Hayley?
Sabía lo que estaba diciendo. Me estaba advirtiendo que mantuviera a Hayley al margen. Que no permitiera que fuera a la escuela y oyera que los niños decían que su padre era sospechoso de homicidio y que su cara y su nombre salían en las noticias.
– A Hayley no le pasará nada. Nunca lo sabrá. Nadie lo sabrá nunca si actúo bien.
Maggie no dijo nada y no había nada más que yo pudiera decir para tranquilizarla. Cambié de asunto. Traté de sonar seguro, incluso alegre.
– ¿Qué pinta tenía vuestro chico Minton después de la sesión de hoy?
Ella al principio no contestó, probablemente porque era reacia a cambiar de tema.
– No lo sé. Parecía bien. Pero Smithson envió un observador porque era su primer vuelo en solitario.
Asentí. Estaba contando con que Smithson, que dirigía la rama de Van Nuys de la oficina del fiscal, hubiera enviado a alguien a vigilar a Minton.
– ¿Alguna noticia?
– No, todavía no. Nada que yo haya oído. Oye, Haller, estoy preocupada en serio por esto. El rumor es que te entregaron una orden de registro en el tribunal. ¿Es cierto?
– Sí, pero no te preocupes por eso. Te digo que tengo la situación controlada. Todo saldrá bien. Te lo prometo.
Sabía que no había disipado sus temores. Ella estaba pensando en nuestra hija y en un posible escándalo. Probablemente también estaba pensando en sí misma y en cómo podía afectar a sus posibilidades de ascenso el hecho de tener a un ex marido inhabilitado o acusado de homicidio.
– Además, si todo fracasa, todavía serás mi primera dienta, ¿no?
– ¿De qué estás hablando?
– Del servicio de limusinas El Abogado del Lincoln. Estás conmigo, ¿verdad?
– Haller, me parece que no es momento de hacer bromas.
– No es ninguna broma, Maggie. He estado pensando en dejarlo. Incluso desde mucho antes de que surgiera toda esta basura. Es como te dije aquella noche. No puedo seguir haciendo esto.
Hubo un largo silencio antes de que ella respondiera.
– Lo que tú quieras hacer nos parecerá bien a Hayley y a mí.
– No sabes cuánto lo valoro.
Ella suspiró al teléfono.
– No sé cómo lo haces, Haller.
– ¿El qué?
– Eres un sórdido abogado defensor con dos ex mujeres y una hija de ocho años. Y todas te seguimos queriendo.
Esta vez fui yo el que se quedó en silencio. A pesar de todo, sonreí.
– Gracias, Maggie McFiera -dije por fin-. Buenas noches.
Y colgué el teléfono.
Martes, 24 de mayo
El segundo día del juicio empezó con una llamada al despacho del juez para Minton y para mí. La jueza Fullbright sólo quería hablar conmigo, pero las normas de un proceso impedían que ella se reuniera conmigo en relación con cualquier asunto y que excluyera al fiscal. Su despacho era espacioso, con un escritorio y una zona de asientos separada rodeada por tres muros de estanterías que contenían libros de leyes. Nos pidió que nos sentáramos delante de su escritorio.
– Señor Minton -empezó ella-, no puedo decirle que no escuche, pero voy a tener una conversación con el señor Haller a la que espero que no se una ni interrumpa. No le implica a usted y, por lo que yo sé, tampoco al caso Roulet.
Minton, pillado por sorpresa, no supo cómo reaccionar salvo abriendo la mandíbula cinco centímetros y dejando entrar luz en su boca. La jueza giró su silla de escritorio hacia mí y juntó las manos encima de la mesa.
– Señor Haller, ¿hay algo que necesite comentar conmigo? Teniendo en cuenta que está sentado junto a un fiscal.
– No, señoría, no pasa nada. Lamento si la molestaron ayer.
Hice lo posible para poner una sonrisa compungida, como para mostrar que la orden de registro no había sido sino un inconveniente menor.
– No es precisamente una molestia, señor Haller. Hemos invertido mucho tiempo en este caso. El jurado, la fiscalía, todos nosotros. Espero que no sea en balde. No quiero repetir esto. Mi agenda está más que repleta.
– Disculpe, jueza Fullbright -dijo Minton-. ¿Puedo preguntar qué…?
– No, no puede -le cortó la jueza-. El asunto del que estamos hablando no afecta al juicio, salvo a su calendario. Si el señor Haller me asegura que no va a haber problema, aceptaré su palabra. Usted no necesita ninguna otra explicación. -Fullbright me miró fijamente-. ¿Tengo su palabra en esto, señor Haller?
Dudé antes de asentir con la cabeza. Lo que me estaba diciendo era que lo pagaría muy caro si rompía mi palabra y la investigación de Glendale causaba una interrupción o un juicio nulo en el caso Roulet.
– Tiene mi palabra -dije.
La jueza inmediatamente se levantó y se volvió hacia el sombrerero de la esquina. Su toga negra estaba en uno de los colgadores.
– En ese caso, caballeros, vamos. Tenemos un jurado esperando.
Minton y yo salimos del despacho de la magistrada y entramos en la sala a través del puesto del alguacil. Roulet estaba sentado en la silla del acusado y esperando.
– ¿De qué iba todo eso? -me susurró Minton.
Estaba haciéndose el tonto. Por fuerza había tenido que oír los mismos rumores que mi ex mujer en la oficina del fiscal.
– Nada, Ted. Sólo una mentira relacionada con otro de mis casos. Va a terminar hoy, ¿verdad?
– Depende de usted. Cuanto más tiempo tarde, más tiempo tardaré yo en limpiar las mentiras que suelte.
– Mentiras, ¿eh? Se está desangrando y ni siquiera lo sabe.
Él me sonrió con seguridad.
– No lo creo.
– Llámelo muerte por un millar de cuchilladas, Ted. Con una no basta, pero la suma lo consigue. Bienvenido al derecho penal.
Me aparté de él y me dirigí a la mesa de la defensa. En cuanto me senté, Roulet me habló al oído.
– ¿Qué pasaba con la jueza? -susurró.
– Nada. Sólo me estaba advirtiendo respecto a cómo manejar a la víctima en el contrainterrogatorio.
– ¿A quién, a la mujer? ¿Ella la llamó víctima?
– Louis, para empezar, no levantes la voz. Y segundo, ella es la víctima. Puede que posea la rara capacidad de convencerse a usted mismo de prácticamente cualquier cosa, pero todavía necesitamos (digamos que yo necesito) convencer al jurado.
Él se tomó la réplica como si estuviera haciendo pompas de jabón en su cara y continuó.
– Bueno, ¿qué dijo?
– Dijo que no va a concederme mucha libertad en el contrainterrogatorio. Me recordó que Regina Campo es una víctima.
– Cuento con que la haga pedazos, por usar una cita suya del día que nos conocimos.
– Sí, bueno, las cosas son muy distintas que el día en que nos conocimos. Y su truquito con mi pistola está a punto de estallarme en la cara. Y le digo ahora mismo que no voy a pagar por eso. Si he de llevar gente al aeropuerto durante el resto de mi vida, lo haré y lo haré a gusto si es mi única forma de salir de esto. ¿Lo ha entendido, Louis?
– Entendido, Mick -dijo-. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. Es un tipo inteligente.
Me volví y lo miré. Por fortuna no tuve que decir nada más. El alguacil llamó al orden y la jueza Fullbright ocupó su lugar.
El primer testigo del día de Minton era el detective Martin Booker, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Era un testimonio sólido para la acusación. Una roca. Sus respuestas eran claras y concisas y las ofrecía sin vacilar. Booker presentó la prueba clave, la navaja con las iniciales de mi cliente, y a preguntas de Minton explicó al jurado toda la investigación de la agresión a Regina Campo.
Testificó que en la noche del 6 de marzo había estado trabajando en turno de noche en la oficina del valle de Van Nuys. Fue llamado al apartamento de Regina Campo por el jefe de guardia de la División del West Valley, quien creía, después de haber sido informado por sus agentes de patrulla, que la agresión sufrida por Campo merecía la atención inmediata de un investigador. Booker explicó que las seis oficinas de detectives del valle de San Fernando sólo tenían personal en el horario diurno. Manifestó que el detective del turno de noche ocupaba una posición de respuesta rápida y que con frecuencia se le asignaban casos con mucha presión.
– ¿Qué hacía que este caso tuviera presión, detective? -preguntó Minton.
– Las heridas a la víctima, la detención de un sospechoso y la convicción de que probablemente se había evitado un crimen mayor -respondió Booker.
– ¿Qué crimen mayor?
– Asesinato. Daba la impresión de que el tipo iba a matarla.
Podía haber protestado, pero planeaba explotarlo en el turno de réplica, así que lo dejé estar.
Minton condujo a Booker a través de los pasos que siguió en la investigación en la escena del crimen y más tarde, mientras entrevistó a Campo cuando ésta estaba siendo tratada en un hospital.
– ¿Antes de que llegara al hospital había sido informado por los agentes Maxwell y Santos acerca de las declaraciones de la víctima?
– Sí, me dieron una visión general.
– ¿Le dijeron que la víctima vivía de vender sexo a hombres?
– No, no me lo dijeron.
– ¿Cuándo lo descubrió?
– Bueno, tuve una impresión bastante clara al respecto cuando estuve en su apartamento y vi algunas de sus pertenencias.
– ¿Qué pertenencias?
– Cosas que describiría como complementos sexuales y en uno de los dormitorios había un armario que sólo contenía negligés y ropa de naturaleza sexualmente provocativa. También había una televisión en aquella estancia y una colección de cintas pornográficas en los cajones que había debajo de ésta. Me habían dicho que no tenía compañera de piso, pero me pareció que las dos habitaciones se usaban de manera activa. Empecé a pensar que una habitación era suya, en la que dormía y la que utilizaba cuando estaba sola, y la otra era para sus actividades profesionales.
– ¿Un picadero?
– Podría llamarlo así.
– ¿Cambió eso su opinión de que la mujer había sido víctima de una agresión? -No.
– ¿Por qué no?
– Porque todo el mundo puede ser una víctima. No importa que sea una prostituta o el Papa, una víctima es una víctima.
Pensé que lo había dicho tal y como lo habían ensayado. Minton hizo una marca en su libreta y continuó.
– Veamos, cuando llegó al hospital, ¿preguntó a la víctima por su teoría respecto a las habitaciones y sobre cómo se ganaba la vida?
– Sí, lo hice.
– ¿Qué le dijo ella?
– Admitió abiertamente que era una profesional. No trató de ocultarlo.
– ¿Algo de lo que ella dijo difería de los relatos sobre la agresión que ya había recogido en la escena del crimen?
– No, en absoluto. Me contó que abrió la puerta al acusado y que él inmediatamente la golpeó en la cara y la empujó hacia el interior del apartamento. Siguió agrediéndola y sacó una navaja. Le dijo que iba a violarla y a matarla.
Minton continuó sondeando detalles de la investigación hasta el punto de aburrir al jurado. Cuando no estaba apuntando preguntas para hacerle a Booker en mi turno, observé a los miembros del jurado y vi que su atención decaía por el peso de un exceso de información.
Finalmente, tras noventa minutos de interrogatorio directo, era mi turno con el detective de la policía. Mi objetivo era entrar y salir. Mientras que Minton había llevado a cabo una autopsia completa del caso, yo sólo quería entrar y recoger cartílago de las rodillas.
– Detective Booker, ¿Regina Campo le explicó por qué mintió a la policía?
– A mí no me mintió.
– Quizá no le mintió a usted, pero en la escena les dijo a los primeros agentes, Maxwell y Santos, que no sabía por qué el sospechoso había ido a su apartamento, ¿no es así?
– Yo no estaba presente cuando hablaron con ella, de manera que no puedo testificar al respecto. Sé que estaba asustada, que acababan de golpearla y de amenazarla con violarla y matarla en el momento del primer interrogatorio.
– Entonces está diciendo que en esas circunstancias es aceptable mentir a la policía.
– No, yo no he dicho eso.
Comprobé mis notas y seguí adelante. No iba a seguir un curso de preguntas lineal. Estaba disparando al azar, tratando de desequilibrarlo.
– ¿Catalogó la ropa que encontró en el dormitorio del que ha declarado que la señorita Campo usaba para su negocio de prostitución?
– No, no lo hice. Fue sólo una observación. No era importante para el caso.
– ¿Parte de la indumentaria que vio en el armario habría sido apropiada para las actividades sexuales sadomasoquistas?
– No lo sé. No soy un experto en ese campo.
– ¿Y los vídeos pornográficos? ¿Anotó los títulos?
– No, no lo hice. Repito que no creí que fuera pertinente para investigar quién había agredido brutalmente a esta mujer.
– ¿Recuerda si el tema de alguno de esos vídeos implicaba sadomasoquismo o bondage o algo de esa naturaleza?
– No, no lo recuerdo.
– Veamos, ¿instruyó a la señorita Campo para que se deshiciera de esas cintas y de la ropa del armario antes de que miembros del equipo de la defensa del señor Roulet tuvieran acceso al apartamento?
– Desde luego que no.
Taché eso de mi lista y continué.
– ¿Alguna vez habló con el señor Roulet acerca de lo que ocurrió esa noche en el apartamento de la señorita Campo?
– No, llamó a un abogado antes de que pudiera hablar con él.
– ¿Quiere decir que ejerció su derecho constitucional de permanecer en silencio?
– Sí, es exactamente lo que hizo.
– Entonces, por lo que usted sabe, él nunca habló con la policía de lo ocurrido.
– Eso es.
– En su opinión, ¿la señorita Campo fue golpeada con mucha fuerza?
– Eso diría, sí. Su rostro tenía cortes y estaba hinchado.
– Entonces haga el favor de hablar al jurado de las heridas de impacto que encontró en las manos del señor Roulet.
– Se había envuelto el puño con un trapo para protegérselo. No había en sus manos heridas que yo pudiera ver.
– ¿Documentó esa ausencia de heridas?
Booker pareció desconcertado por la pregunta.
– No -dijo.
– O sea que documentó mediante fotografías las heridas de la señorita Campo, pero no vio la necesidad de documentar la ausencia de heridas en el señor Roulet, ¿es así?
– No me pareció necesario fotografiar algo que no estaba.
– ¿Cómo sabe que se envolvió el puño con un trapo para protegérselo?
– La señorita Campo me dijo que vio que tenía la mano envuelta justo antes de golpearla en la puerta.
– ¿Encontró ese trapo con el que supuestamente se envolvió la mano?
– Sí, estaba en el apartamento. Era una servilleta, como de restaurante. Había sangre de la víctima en ella.
– ¿Tenía sangre del señor Roulet?
– No.
– ¿Había algo que la identificara como perteneciente al acusado?
– No.
– ¿O sea que tenemos la palabra de la señorita Campo al respecto?
– Así es.
Dejé que transcurrieran unos segundos mientras garabateaba una nota en mi libreta antes de continuar con las preguntas.
– Detective, ¿cuándo descubrió que Louis Roulet negó haber agredido o amenazado a la señorita Campo y que iba a defenderse vigorosamente de esas acusaciones?
– Eso sería cuando le contrató a usted, supongo.
Hubo murmullos de risas en la sala.
– ¿Buscó otras explicaciones a las lesiones de la señorita Campo?
– No, ella me dijo lo que había ocurrido. Yo la creí. Él la golpeó e iba a…
– Gracias, detective Booker. Intente limitarse a contestar la pregunta que le formulo.
– Lo estaba haciendo.
– Si no buscó otra explicación porque creyó la palabra de la señorita Campo, ¿es sensato decir que todo este caso se basa en la palabra de ella y en lo que ella dijo que ocurrió en su apartamento la noche del seis de marzo?
Booker pensó un momento. Sabía que iba a llevarlo a una trampa construida con sus propias palabras. Como suele decirse, no hay trampa peor que la que se tiende uno mismo.
– No era sólo su palabra -dijo después de pensar que había atisbado una salida-. Había pruebas físicas. La navaja. Las heridas. Había más que sus palabras. -Hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
– Pero ¿acaso la explicación de la fiscalía de sus lesiones y las otras pruebas no empiezan con la declaración de ella de lo ocurrido?
– Podría decirse, sí -admitió a regañadientes.
– Ella es el árbol del que nacen todos estos frutos, ¿no?
– Probablemente yo no usaría esas palabras.
– Entonces, ¿qué palabras usaría, detective?
Ahora lo tenía. Booker estaba literalmente retorciéndose en el estrado. Minton se levantó y protestó, argumentando que estaba acosando al testigo. Debía de ser algo que había visto en la tele o en una película. La jueza le ordenó que se sentara.
– Puede responder la pregunta -dijo Fullbright.
– ¿Cuál era la pregunta? -dijo Booker, tratando de ganar algo de tiempo.
– No ha estado de acuerdo conmigo cuando he caracterizado a la señorita Campo como el árbol del cual crecían todas las pruebas del caso -dije-. Si me equivoco, ¿cómo describiría su posición en este caso?
Booker levantó la mano en un gesto rápido de rendición.
– ¡Ella es la víctima! Por supuesto que es importante porque nos contó lo que ocurrió. Tenemos que confiar en ella para establecer el curso de la investigación.
– Confía mucho en ella en este caso, ¿no? Víctima y principal testigo contra el acusado, ¿no?
– Es correcto.
– ¿Quién más vio al acusado agredir a la señorita Campo?
– Nadie más.
Asentí para subrayarle al jurado la respuesta. Miré por encima del hombro e intercambié contacto visual con los de la primera fila.
– De acuerdo, detective -dije-. Ahora quiero hacerle unas preguntas acerca de Charles Talbot. ¿Cómo descubrió a ese hombre?
– Eh, el fiscal, el señor Minton, me dijo que lo buscara.
– ¿Y sabe cómo supo de su existencia el señor Minton?
– Creo que fue usted quien le informó. Usted tenía una cinta de vídeo de un bar en el que aparecía con la víctima un par de horas antes de la agresión.
Sabía que ése podía ser el momento para presentar el vídeo, pero quería esperar. Quería a la víctima en el estrado cuando mostrara la cinta al jurado.
– ¿Y hasta ese punto no consideró que fuera importante encontrar a este hombre?
– No, simplemente desconocía su existencia.
– Entonces, cuando finalmente supo de Talbot y lo localizó, ¿hizo que le examinaran la mano izquierda para determinar si tenía alguna herida que pudiera haberse provocado al golpear a alguien repetidamente en el rostro?
– No, no lo hice.
– ¿Y eso porque estaba seguro de su elección del señor Roulet como la persona que golpeó a Regina Campo?
– No era una elección. Fue a donde condujo la investigación. No localicé a Charles Talbot hasta más de dos semanas después de que ocurriera el crimen.
– Así pues, ¿lo que está diciendo es que si hubiera tenido heridas, éstas ya se habrían curado?
– No soy experto en la materia, pero sí, eso fue lo que pensé.
– Entonces nunca le miró la mano, ¿no? -No específicamente, no.
– ¿Preguntó a compañeros de trabajo del señor Talbot si habían visto hematomas u otras heridas en su mano alrededor de la fecha del crimen?
– No, no lo hice.
– Entonces, nunca miró más allá del señor Roulet, ¿es así?
– Se equivoca. Yo abordo todos los casos con la mente abierta. Pero Roulet estaba allí bajo custodia desde el principio. La víctima lo identificó como su agresor. Obviamente era un foco.
– ¿Era un foco o era el foco, detective Booker?
– Ambas cosas. Al principio era un foco y después (cuando encontramos sus iniciales en el arma que se había usado contra la garganta de Reggie Campo) se convirtió en el foco.
– ¿Cómo sabe que esa navaja se empuñó contra la garganta de la señorita Campo?
– Porque ella nos lo dijo y tenía una punción que lo mostraba.
– ¿Está diciendo que había algún tipo de análisis forense que relacionaba la navaja con la herida del cuello? -No, eso era imposible.
– Entonces una vez más tenemos la palabra de la señorita Campo de que el señor Roulet sostuvo la navaja contra su garganta.
– No tenía razón para dudar de ella entonces, y no la tengo ahora.
– Por tanto, sin ninguna explicación para ello, supongo que consideraría que la navaja con las iniciales del acusado era una prueba de culpabilidad muy importante, ¿no?
– Sí, diría que incluso con explicación. Llevó la navaja con un propósito en mente.
– ¿Lee usted la mente, detective?
– No, soy detective. Y sólo estoy diciendo lo que pienso.
– Énfasis en «pienso».
– Es lo que sé de las pruebas del caso.
– Me alegro de que sienta tanta seguridad, señor. No tengo más preguntas en este momento. Me reservo el derecho de llamar al detective Booker como testigo de la defensa.
No tenía ninguna intención de volver a llamar a Booker al estrado, pero en ese momento pensé que la amenaza podía sonar bien al jurado.
Regresé a mi silla mientras Minton trataba de vendar a Booker en la contrarréplica. El daño estaba en las percepciones y no podía hacer gran cosa con eso. Booker había sido sólo un hombre trampa para la defensa. El daño real vendría después.
Una vez que Booker bajó del estrado, la jueza decretó el receso de media mañana. Pidió a los miembros del jurado que regresaran en quince minutos, pero yo sabía que el receso duraría más.
La jueza Fullbright era fumadora y ya se había enfrentado a acusaciones administrativas altamente publicitadas por fumar a hurtadillas en su despacho. Eso significaba que, a fin de satisfacer su hábito y evitar más escándalos, tenía que bajar en ascensor y salir del edificio para quedarse en la entrada donde llegaban los autobuses de la cárcel. Supuse que disponía de al menos media hora.
Salí al pasillo para hablar con Mary Alice Windsor y usar mi móvil. Parecía que iba a tener que llamar testigos en la sesión de la tarde.
Primero me abordó Roulet, que quería hablar de mi contrainterrogatorio de Booker.
– Me ha parecido que nos ha ido muy bien -dijo él.
– ¿Nos?
– Ya sabe qué quiero decir.
– No se puede saber si ha ido bien hasta que obtengamos el veredicto. Ahora déjeme solo, Louis. He de hacer unas llamadas. Y ¿dónde está su madre? Probablemente voy a necesitarla esta tarde. ¿Va a estar aquí?
– Tenía una reunión esta mañana, pero estará aquí. Sólo llame a Cecil y ella la traerá.
Después de alejarse, el detective Booker ocupó su lugar, acercándoseme y señalándome con un dedo.
– ¿No va a volar, Haller? -dijo.
– ¿Qué es lo que no va a volar? -pregunté.
– Toda su defensa mentirosa. Va a estallar y acabará en llamas.
– Ya veremos.
– Sí, ya veremos. ¿Sabe?, tiene pelotas para acusar a Talbot de esto. Pelotas. Necesitará un carrito para llevarlas.
– Sólo hago mi trabajo, detective.
– Y menudo trabajo. Ganarse la vida mintiendo. Impedir que la gente mire la verdad. Vivir en un mundo sin verdad. Deje que le pregunte algo. ¿Conoce la diferencia entre un bagre y un abogado?
– No, ¿cuál es la diferencia?
– Uno se alimenta de la mierda del fondo y el otro es un pez.
– Muy bueno, detective.
Se fue y yo me quedé sonriendo. No por el chiste ni por el hecho de que probablemente había sido Lankford el que había elevado el insulto de los abogados defensores a toda la abogacía cuando le había recontado el chiste a Booker. Sonreí porque el chiste era una confirmación de que Lankford y Booker se comunicaban. Estaban hablando, y eso significaba que las cosas estaban en marcha. Mi plan todavía se sostenía. Aún tenía una oportunidad.
Cada juicio tiene un acontecimiento principal. Un testigo o una prueba que se convierte en el fulcro sobre el cual la balanza se inclina hacia un lado o hacia el otro. En este caso Regina Campo, víctima y acusadora, se presentaba como el principal acontecimiento y el caso parecía depender de su actuación y testimonio. Sin embargo, un buen abogado defensor siempre tiene un suplente, y yo tenía el mío, un testigo que esperaba secretamente y sobre cuyas alas yo esperaba levantar el peso del juicio.
No obstante, en el momento en que Minton llamó a Regina Campo al estrado después del receso, sin duda alguna todos los ojos estaban puestos en ella cuando fue conducida a la sala y caminó hasta el estrado de los testigos. Era la primera vez que cualquier miembro del jurado la veía en persona. También era la primera vez que la veía yo. Me sorprendió, pero no de forma positiva. Era menuda y su modo de andar vacilante y su pose leve traicionaban la imagen de la mercenaria traicionera que yo había estado construyendo en la conciencia colectiva del jurado.
Minton decididamente estaba aprendiendo de la experiencia. Con Campo parecía haber llegado a la conclusión de que menos era más. La condujo para que presentara su testimonio de manera sobria. Empezó con una pequeña introducción biográfica antes de llegar a los acontecimientos del 6 de marzo.
El relato de Regina Campo era tristemente poco original, y Minton contaba con eso. Campo narró la historia de una mujer joven y atractiva que había llegado a Hollywood desde Indiana una década antes con esperanzas de alcanzar la gloria del celuloide. Una carrera con arranques y parones y alguna que otra aparición ocasional en series de televisión. Era un rostro nuevo y siempre había hombres dispuestos a darle pequeños papeles de escasa importancia. Cuando dejó de ser una cara nueva, encontró trabajo en una serie de películas que se estrenaban directamente en los canales de cable y que con frecuencia requerían que apareciera desnuda. Complementaba sus ingresos con trabajos en los que posaba desnuda y fácilmente se deslizó a un mundo de intercambiar sexo por favores. En última instancia, abandonó la fachada por completo y empezó a intercambiar sexo por dinero. Eso finalmente la llevó a la noche en que se encontró con Louis Roulet.
La versión que Regina Campo ofreció en la sala del tribunal de lo ocurrido esa noche no difería de los relatos brindados por todos los anteriores testigos del juicio. En lo que era abismalmente diferente era en la manera de transmitirlo. Campo, con el rostro enmarcado por un pelo oscuro y rizado, parecía una niñita perdida. Se mostró asustada y llorosa durante la última mitad de su testimonio. Le temblaron de miedo el dedo y el labio inferior al señalar al hombre al que identificó como su agresor. Roulet le devolvió la mirada, con rostro inexpresivo.
– Fue él -dijo con voz fuerte-. Es un animal al que habría que encerrar.
Dejé pasar el comentario sin protestar. Muy pronto tendría mi oportunidad con ella. Minton continuó con el interrogatorio para que Campo narrara su huida, y luego le preguntó por qué no había dicho a los agentes que respondieron la llamada la verdad sobre quién era el hombre que la había agredido y por qué estaba allí.
– Estaba asustada -1dijo ella-. No estaba segura de que fueran a creerme si les decía por qué estaba allí. Quería asegurarme de que lo detenían porque tenía miedo de él.
– ¿Se arrepiente ahora de esa decisión?
– Sí, me arrepiento porque sé que podría ayudarle a quedar libre y volver a hacer esto a alguien.
Protesté argumentando que la respuesta era prejuiciosa y la jueza la admitió. Minton formuló unas pocas preguntas más a su testigo, pero parecía consciente de que había superado la cúspide del testimonio y de que debería parar antes de oscurecer la imagen del dedo tembloroso en la identificación del acusado.
Campo había declarado en interrogatorio directo durante poco menos de una hora. Eran las 11.30, pero la jueza no hizo una pausa para almorzar tal y como yo había esperado. Dijo a los miembros del jurado que quería el máximo posible de testimonios durante ese día y que tomarían un almuerzo tardío y breve. Eso me hizo preguntarme si sabía algo que yo desconocía. ¿Los detectives de Glendale la habían llamado durante la pausa de media mañana para advertirla de mi inminente detención?
– Señor Haller, su testigo -dijo para invitarme a empezar y no detener el ritmo del juicio.
Me acerqué al estrado con mi bloc y miré mis notas. Si me había metido en una defensa de las mil cuchillas, tenía que usar al menos la mitad de ellas con esa testigo. Estaba preparado.
– Señorita Campo, ¿ha contratado los servicios de un abogado para demandar al señor Roulet por los supuestos hechos del seis de marzo?
Ella miró como si hubiera previsto la pregunta, pero no como la primera de la tanda.
– No, no lo he hecho.
– ¿Ha hablado con un abogado acerca de este caso?
– No he contratado a nadie para demandarlo. Ahora mismo, sólo estoy interesada en ver que la justicia…
– Señorita Campo -la interrumpí-, no le he preguntado si ha contratado un abogado ni cuáles son sus intereses. Le he preguntado si ha hablado con un abogado (cualquier abogado) acerca de este caso y de una posible demanda judicial contra el señor Roulet.
Me estaba mirando de cerca, tratando de interpretarme. Yo lo había dicho con la autoridad de quien sabe algo, de quien tiene las balas para respaldar el ataque. Minton probablemente la había aleccionado acerca del aspecto más importante de testificar: no quedar atrapado en una mentira.
– Hablé con un abogado, sí. Pero no era más que una conversación. No lo contraté.
– ¿Es porque el fiscal le dijo que no contratara a nadie hasta que concluyera el caso penal?
– No, no dijo nada de eso.
– ¿Por qué habló con un abogado respecto a este caso?
Campo había caído en una rutina de dudar antes de cada respuesta. A mí me parecía bien. La percepción de la mayoría de la gente es que cuesta decir una mentira. Las respuestas sinceras surgen con facilidad.
– Hablé con él porque quería conocer mis derechos y asegurarme de que estaba protegida.
– ¿Le preguntó si podía demandar al señor Roulet por daños?
– Pensaba que lo que se decía a un abogado era privado.
– Si lo desea, puede decir a los miembros del jurado de qué habló con su abogado.
Esa fue la primera cuchillada profunda. Estaba en una posición insostenible. No importaba cómo respondiera, no iba a sonar bien.
– Creo que quiero mantenerlo en privado -dijo finalmente.
– Muy bien, volvamos al seis de marzo, pero quiero remontarme un poco más que lo que hizo el señor Minton. Volvamos a la barra de Morgan's donde por primera vez habló con el acusado, el señor Roulet.
– De acuerdo.
– ¿Qué estaba haciendo esa noche en Morgan's?
– Me estaba citando con alguien.
– ¿Charles Talbot?
– Sí.
– Veamos, se estaba citando con él allí como una especie de prueba para ver si quería llevarlo a su casa para mantener relaciones sexuales por dinero, ¿correcto?
Ella vaciló pero asintió con la cabeza.
– Por favor, responda verbalmente -le dijo la jueza.
– Sí.
– ¿Diría que esa práctica es una medida de precaución?
– Sí.
– Una forma de sexo seguro, ¿sí?
– Supongo que sí.
– Porque en su profesión tratan íntimamente con desconocidos, así que debe protegerse, ¿correcto?
– Sí, correcto.
– La gente de su profesión lo llama el «test de los sonados», ¿no?
– Yo nunca lo he llamado así.
– Pero es cierto que se encuentra con sus posibles clientes en un lugar público como Morgan's para ponerlos a prueba y asegurarse de que no son sonados o peligrosos antes de llevarlos a su apartamento. ¿No es así?
– Podría decirse así. Pero la verdad es que nunca puedes estar segura de nadie.
– Eso es cierto. Así que, cuando estuvo en Morgan's, ¿se fijó en que el señor Roulet estaba sentado en la misma barra que usted y el señor Talbot?
– Sí, estaba allí.
– ¿Y lo había visto antes?
– Sí, lo había visto allí y en algún otro sitio antes.
– ¿Había hablado con él?
– No, nunca habíamos hablado.
– ¿Se había fijado alguna vez en que llevaba un reloj Rolex?
– No.
– ¿Alguna vez lo había visto llegar o irse de uno de esos sitios en un Porsche o un Range Rover?
– No, nunca lo vi conduciendo.
– Pero lo había visto antes en Morgan's y en sitios semejantes.
– Sí.
– Pero nunca habló con él.
– Exacto.
– Entonces, ¿por qué se acercó a él?
– Sabía que estaba en el mundillo, eso es todo.
– ¿A qué se refiere con el mundillo?
– Quiero decir que las otras veces que lo había visto me di cuenta de que era un cliente. Lo había visto irse con chicas que hacen lo que hago yo.
– ¿Lo había visto marcharse con otras prostitutas?
– Sí.
– ¿Marcharse adonde?
– No lo sé, irse del local. Ir a un hotel o al apartamento de la chica. No sé esa parte.
– Bien, ¿cómo sabe que se iban del local? Tal vez sólo salían a fumar un cigarrillo.
– Los vi meterse en su coche y alejarse.
– Señorita Campo, hace un minuto ha declarado que nunca había visto los coches del señor Roulet. Ahora está diciendo que lo vio entrar en su coche con una mujer que es una prostituta como usted. ¿Cómo es eso?
Ella se dio cuenta de su desliz y se quedó un momento paralizada hasta que se le ocurrió una respuesta.
– Lo vi meterse en un coche, pero no sabía de qué marca era.
– No se fija en ese tipo de cosas, ¿verdad?
– Normalmente no.
– ¿Conoce la diferencia entre un Porsche y un Range Rover?
– Uno es grande y el otro pequeño, creo.
– ¿En qué clase de coche vio entrar al señor Roulet?
– No lo recuerdo.
Hice un momento de pausa y decidí que había exprimido su contradicción en la medida en que lo merecía. Miré la lista de mis preguntas y seguí adelante.
– Esas mujeres con las que vio irse a Roulet, ¿fueron vistas en otra ocasión?
– No entiendo.
– ¿Desaparecieron? ¿Volvió averías?
– No, volví a verlas.
– ¿Estaban golpeadas o heridas?
– No que yo sepa, pero no les pregunté.
– Pero todo eso se sumaba para que creyera que estaba a salvo al acercarse a él y ofrecerle sexo, ¿correcto?
– No sé si a salvo. Sabía que probablemente estaba buscando una chica y el hombre con el que yo estaba ya me había dicho que habría terminado a las diez porque tenía que ir a trabajar.
– Bueno, ¿puede decirle al jurado por qué no tuvo que sentarse con el señor Roulet como hizo con el señor Talbot para someterlo a un test de sonados?
Sus ojos pasaron a Minton. Estaba esperando un rescate, pero no iba a llegar.
– Sólo pensaba que no era un completo desconocido, nada más.
– Pensó que era seguro.
– Supongo. No lo sé. Necesitaba el dinero y cometí un error con él.
– ¿Pensó que era rico y que podía resolver su necesidad de dinero?
– No, nada de eso. Lo vi como un cliente potencial que no era nuevo en el mundillo. Alguien que sabía lo que estaba haciendo.
– ¿Ha declarado que en anteriores ocasiones había visto al señor Roulet con otras mujeres que practican la misma profesión que usted?
– Sí.
– Son prostitutas.
– Sí.
– ¿Las conoce?
– Nos conocemos, sí.
– ¿Y con esas mujeres extiende la cortesía profesional en términos de alertarlas de los clientes que podrían ser peligrosos o reacios a pagar?
– A veces.
– ¿Y ellas tienen la misma cortesía profesional con usted?
– Sí.
– ¿Cuántas de ellas le advirtieron acerca de Roulet?
– Bueno, nadie lo hizo, o no habría ido con él.
Asentí y consulté mis notas un largo momento antes de proseguir. Después le pregunté más detalles de los acontecimientos de Morgan's y presenté la cinta del vídeo de vigilancia grabada por la cámara instalada sobre la barra. Minton protestó arguyendo que iba a ser mostrado al jurado sin el debido fundamento, pero la protesta se desestimó. Se colocó una televisión en un pedestal industrial con ruedas delante del jurado y se reprodujo la cinta. Por la atención embelesada que prestaron supe que a los doce les cautivaba la idea de observar a una prostituta trabajando, así como la oportunidad de ver a los dos principales protagonistas del caso en momentos en que no se sabían observados.
– ¿Qué decía la nota que le pasó? -pregunté cuando la televisión fue apartada a un lado de la sala.
– Creo que sólo ponía el nombre y la dirección.
– ¿No anotó un precio por los servicios que iba a ofrecerle?
– Puede ser. No lo recuerdo.
– ¿Cuál es la tarifa que cobra?
– Normalmente cuatrocientos dólares.
– ¿Normalmente? ¿Qué la hace poner otro precio?
– Depende de lo que quiera el cliente.
Miré a la tribuna del jurado y vi que el rostro del hombre de la Biblia se estaba poniendo colorado por la incomodidad.
– ¿Alguna vez participa en bondage o dominación con sus clientes?
– A veces. Pero es sólo juego de rol. Nadie sufre nunca ningún daño. Es sólo una actuación.
– ¿Está diciendo que antes de la noche del seis de marzo, ningún cliente le había hecho daño?
– Sí, eso es lo que estoy diciendo. Ese hombre me hizo daño y trató de matar…
– Por favor, responda a la pregunta, señorita Campo. Gracias. Ahora volvamos a Morgan's. ¿Sí o no, en el momento en que le dio al señor Roulet la servilleta con su dirección y un precio en ella, estaba segura de que no representaba peligro y de que llevaba suficiente dinero en efectivo para pagar los cuatrocientos dólares que solicitaba por sus servicios?
– Sí.
– Entonces, ¿por qué el señor Roulet no llevaba dinero encima cuando la policía lo registró?
– No lo sé. Yo no lo cogí.
– ¿Sabe quién lo hizo?
– No.
Dudé un largo momento, prefiriendo puntuar mis cambios en el flujo del interrogatorio subrayándolo con silencio.
– Veamos, eh, sigue usted trabajando de prostituta, ¿es así? -pregunté.
Campo vaciló antes de decir que sí.
– ¿Y está contenta trabajando de prostituta? -pregunté.
Minton se levantó.
– Señoría, ¿qué tiene esto que ver con…?
– Aprobada -dijo la jueza.
– Muy bien -dije-. Entonces, ¿no es cierto, señorita Campo, que les ha dicho a muchos de sus clientes que tiene la esperanza de abandonar este ambiente?
– Sí, es cierto -respondió sin vacilar por primera vez en muchas preguntas.
– ¿No es igualmente cierto que ve usted los aspectos financieros potenciales de este caso como medio de salir del negocio?
– No, eso no es cierto -dijo ella, convincentemente y sin dudarlo-. Ese hombre me atacó. ¡Iba a matarme! ¡De eso se trata!
Subrayé algo en mi libreta, otra puntuación de silencio.
– ¿Charles Talbot era un cliente habitual? -pregunté.
– No, lo conocí esa noche en Morgan's.
– Y pasó su prueba de seguridad.
– Sí.
– ¿Fue Charles Talbot el hombre que la golpeó en el rostro el seis de marzo?
– No, no fue él -respondió ella con rapidez.
– ¿Propuso al señor Talbot repartirse los beneficios que obtendría de una demanda contra el señor Roulet?
– No, no lo hice. ¡Eso es mentira!
Levanté la mirada a la jueza.
– Señoría, ¿puedo pedir a mi cliente que se ponga en pie?
– Adelante, señor Haller.
Pedí a Roulet que se pusiera de pie junto a la mesa de la defensa y él lo hizo. Volví a mirar a Regina Campo.
– Veamos, señorita Campo, ¿está segura de que éste es el hombre que la golpeó la noche del seis de marzo?
– Sí, es él.
– ¿Cuánto pesa usted, señorita Campo?
Se alejó del micrófono como si estuviera enojada por lo que consideraba una intrusión, pese a que la pregunta viniera después de tantas otras relacionadas con su vida sexual. Me fijé en que Roulet empezaba a sentarse y le hice un gesto para que permaneciera de pie.
– No estoy segura -dijo Campo.
– En su anuncio de Internet dice que pesa cuarenta y ocho kilos -dije-. ¿Es correcto?
– Creo que sí.
– Entonces, si el jurado ha de creer su historia del seis de marzo, deben creer que pudo desprenderse del señor Roulet.
Señalé a Roulet, que fácilmente medía uno ochenta y pesaba al menos treinta y cinco kilos más que ella.
– Bueno, eso fue lo que hice.
– Y eso fue cuando supuestamente él sostenía una navaja en su garganta.
– Quería vivir. Puedes hacer cosas increíbles cuando tu vida corre peligro.
Campo recurrió a su última defensa. Se echó a llorar, como si mi pregunta hubiera despertado el horror de verle las orejas a la muerte.
– Puede sentarse, señor Roulet. No tengo nada más para la señorita Campo en este momento, señoría.
Me senté junto a Roulet. Sentía que el contrainterrogatorio había ido bien. Mi cuchilla había abierto numerosas heridas. La tesis de la fiscalía estaba sangrando. Roulet se inclinó hacia mí y me susurró una única palabra: «¡Brillante!»
Minton volvió para la contrarréplica, pero sólo era un mosquito volando en torno a una herida abierta. No había retorno a algunas de las respuestas que su testigo estrella había dado y no había forma de cambiar algunas de las imágenes que yo había plantado en las mentes de los miembros del jurado.
En diez minutos había terminado y yo renuncié a intervenir de nuevo, porque sentía que Minton había conseguido poca cosa durante su segundo intento y que podía dejarlo así. La jueza preguntó al fiscal si tenía algún testigo más y Minton dijo que quería pensar en ello durante el almuerzo antes de decidir si concluir el turno de la acusación.
Normalmente habría protestado porque querría saber si tendría que poner a un testigo en el estrado justo después de comer. Pero no lo hice. Creía que Minton estaba sintiendo la presión y estaba tambaleándose. Quería empujarlo hacia una decisión y pensé que otorgarle la hora del almuerzo quizá podría ayudar.
La jueza dispensó al jurado para el almuerzo, concediéndoles una hora en lugar de los noventa minutos habituales. Iba a mantener el proceso en movimiento. Dijo que la sesión se reanudaría a las 13.30 y se levantó abruptamente de su asiento. Supuse que necesitaba un cigarrillo.
Le pregunté a Roulet si su madre podía unirse a nosotros para el almuerzo, de manera que pudiéramos hablar de su testimonio, el cual pensaba que sería por la tarde, si no justo después de comer. Dijo que lo arreglaría y propuso que nos encontráramos en un restaurante francés de Ventura Boulevard. Le expliqué que teníamos menos de una hora y que su madre debería reunirse con nosotros en Four Green Fields. No me gustaba la idea de llevarlos a mi santuario, pero sabía que allí podríamos comer temprano y regresar al tribunal a tiempo. La comida probablemente no estaba a la altura del bistró francés de Ventura, pero eso no me importaba.
Cuando me levanté y me alejé de la mesa de la defensa vi las filas de la galería vacías. Todo el mundo se había apresurado a irse a comer. Sólo Minton me esperaba junto a la barandilla.
– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó.
– Claro.
Esperamos hasta que Roulet pasó por la portezuela y abandonó la sala del tribunal antes de que ninguno de los dos hablara. Sabía lo que se avecinaba. Era habitual que el fiscal lanzara una oferta a la primera señal de problemas. Minton sabía que tenía dificultades. La testigo principal había sido a lo sumo un empate.
– ¿Qué pasa? -dije.
– He estado pensando en lo que dijo de las mil cuchillas.
– ¿Y?
– Y, bueno, quiero hacer una oferta.
– Es usted nuevo en esto, joven. ¿No necesita que alguien a cargo apruebe el acuerdo?
– Tengo cierta autoridad.
– Muy bien, dígame qué está autorizado a ofrecer.
– Lo dejaré todo en asalto con agravante y lesiones corporales graves.
– ¿Y?
– Y bajaré a cuatro.
La oferta era una reducción sustanciosa; aun así, Roulet, si la aceptaba, sería condenado a cuatro años de prisión. La principal concesión era que eliminaba del caso el estatuto de delito sexual. Roulet no tendría que registrarse con autoridades locales como delincuente sexual después de salir de prisión.
Lo miré como si acabara de insultar el recuerdo de mi madre.
– Creo que eso es un poco fuerte, Ted, teniendo en cuenta cómo acaba de sostenerse su as en el estrado. ¿Ha visto al miembro del jurado que siempre lleva una Biblia? Parecía que iba a estrujar el Libro Sagrado cuando ella estaba testificando.
Minton no respondió. Sabía que ni siquiera se había fijado en que un miembro del jurado llevaba una Biblia.
– No lo sé -dije-. Mi obligación es llevar su oferta a mi cliente y lo haré. Pero también voy a decirle que sería idiota si aceptara.
– Muy bien, entonces ¿qué quiere?
– En este caso sólo hay un veredicto, Ted. Voy a decirle que debería llegar al final. Creo que desde aquí el camino es fácil. Que tenga un buen almuerzo.
Lo dejé allí en la portezuela, medio esperando que gritara una nueva oferta a mi espalda mientras recorría el pasillo central de la galería. Pero Minton mantuvo su baza.
– La oferta sólo es válida hasta la una y media, Haller -gritó a mi espalda, con un extraño tono de voz.
Levanté la mano y saludé sin mirar atrás. Al franquear la puerta de la sala comprendí que lo que había oído era el sonido de la desesperación abriéndose paso en su voz.
Al volver al tribunal desde el Four Green Fields hice caso omiso de Minton. Quería mantenerlo en vilo lo más posible. Todo formaba parte del plan de empujarlo en la dirección que quería que tomaran él y el juicio. Cuando todos estuvimos sentados a las mesas y preparados para la jueza, finalmente lo miré, esperé a que estableciera contacto visual y simplemente negué con la cabeza. No había trato. Él asintió, esforzándose al máximo para mostrar confianza en sus posibilidades y perplejidad por la decisión de mi cliente. Al cabo de un minuto, la jueza ocupó su lugar, hizo entrar al jurado y Minton de inmediato plegó su tienda.
– Señor Minton, ¿tiene otro testigo? -le preguntó la jueza.
– Señoría, la fiscalía ha concluido.
Hubo una levísima vacilación en la respuesta de Fullbright. Miró a Minton sólo un segundo más de lo que debería haberlo hecho. Creo que eso mandó un mensaje de sorpresa al jurado. A continuación me miró a mí.
– Señor Haller, ¿está listo para empezar?
El procedimiento de rutina habría consistido en solicitar a la jueza un veredicto directo de absolución al final del turno de la fiscalía. Pero no lo hice, temiendo que ésa fuera la rara ocasión en que la petición era atendida. No podía dejar que el caso terminara todavía. Le dije a la jueza que estaba listo para proceder con la defensa.
Mi primera testigo era, por supuesto, Mary Alice Windsor. Cecil Dobbs la acompañó al interior de la sala y se sentó en la primera fila de la galería. Windsor llevaba un traje de color azul pastel con una blusa de chiffon. Tenía un porte majestuoso al pasar por delante del banco y tomar asiento en el estrado de los testigos. Nadie habría adivinado que había comido pastel de carne poco antes. Muy rápidamente llevé a cabo las identificaciones de rutina y establecí su relación tanto sanguínea como profesional con Louis Roulet. A continuación pedí a la jueza permiso para mostrar a la testigo la navaja que la fiscalía había presentado como prueba del caso.
Concedido el permiso, me acerqué al alguacil para recuperar el arma, que todavía permanecía en una bolsa de plástico transparente.
Estaba doblada de manera que las iniciales de la hoja resultaban visibles. La llevé al estrado de los testigos y la dejé delante de Mary Windsor.
– Señora Windsor, ¿reconoce esta navaja?
Ella recogió la bolsa de pruebas y trató de alisar el plástico sobre la hoja para poder leer las iniciales.
– Sí-dijo finalmente-, es la navaja de mi hijo.
– ¿Y cómo es que reconoce una navaja que es propiedad de su hijo?
– Porque me la ha mostrado en más de una ocasión. Sabía que la llevaba siempre y a veces resultaba útil en la oficina cuando llegaban paquetes de folletos para cortar las cintas de plástico. Era muy afilada.
– ¿Desde cuándo tiene la navaja?
– Desde hace cuatro años.
– Parece muy precisa al respecto.
– Lo soy.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Porque se la compró como medida de protección hace cuatro años. Casi exactamente.
– ¿Protección para qué, señora Windsor?
– En nuestro negocio con frecuencia mostramos casas a completos desconocidos. A veces nos quedamos solos en la casa con esos desconocidos. Ha habido más de un incidente de un agente inmobiliario al que han robado, herido… o incluso asesinado o violado.
– Por lo que usted sabe, ¿fue Louis alguna vez víctima de un delito semejante?
– No, personalmente no. Pero conocía a alguien que fue á una casa y lo que le pasó…
– ¿Qué le pasó?
– Un hombre la violó y la robó a punta de cuchillo. Louis fue quien la encontró después de que todo hubiera acabado. Lo primero que hizo fue comprarse una navaja para protegerse.
– ¿Por qué una navaja? ¿Por qué no una pistola?
– Me dijo que al principio iba a comprarse una pistola, pero quería algo que pudiera llevar siempre y que no se advirtiera. Así que se compró una navaja y también me consiguió una. Por eso sé que la tiene desde hace casi exactamente cuatro años. -Levantó la bolsa que contenía la navaja-. La mía es exactamente igual, sólo cambian las iniciales. Ambos la hemos llevado desde entonces.
– Entonces le parece que si su hijo llevaba esa navaja en la noche del seis de marzo, eso era un comportamiento normal.
Minton protestó, argumentando que no había construido los cimientos adecuados para que Windsor respondiera la pregunta y la jueza la aceptó. Mary Windsor, siendo inexperta en derecho penal, supuso que la jueza la estaba autorizando a responder.
– La llevaba cada día -dijo-. El seis de marzo no iba a ser dife…
– Señora Windsor -bramó la jueza-. He aceptado la protesta. Eso significa que no ha de responder. El jurado no tendrá en cuenta su respuesta.
– Lo siento -dijo Windsor con voz débil.
– Siguiente pregunta, señor Haller -ordenó la jueza.
– Es todo, señoría. Gracias, señora Windsor.
Mary Windsor empezó a levantarse, pero la jueza la amonestó de nuevo, diciéndole que se quedara sentada. Yo regresé a mi asiento al tiempo que Minton se levantaba del suyo. Examiné la galería y no vi caras conocidas, salvo la de C. C. Dobbs. Me dio una sonrisa de ánimo, de la cual hice caso omiso.
El testimonio directo de Mary Windsor había sido perfecto en términos de su adherencia a la coreografía que habíamos preparado en el almuerzo. Había presentado al jurado de manera sucinta la explicación de la navaja, pero también había dejado en su testimonio un campo minado que Minton tendría que atravesar. Su testimonio directo no había abarcado más de lo que le había ofrecido a Minton en un resumen de hallazgos. Si Minton pisaba una mina y levantaba el pie, rápidamente oiría el clic letal.
– Este incidente que impulsó a su hijo a empezar a llevar una navaja plegable de trece centímetros, ¿cuándo fue exactamente?
– Ocurrió el nueve de junio de dos mil uno.
– ¿Está segura?
– Completamente.
Me giré en mi silla para ver con mayor claridad el rostro de Minton. Lo estaba leyendo. Pensaba que tenía algo. El recuerdo exacto de una fecha por parte de Windsor era una indicación obvia de un testimonio inventado. Estaba excitado y lo noté.
– ¿Hubo un artículo de diario de esta supuesta agresión a una compañera agente inmobiliario?
– No, no lo hubo.
– ¿Hubo una investigación policial?
– No, no la hubo.
– Y aun así conoce la fecha exacta. ¿Cómo es eso, señora Windsor? ¿Le han dicho esa fecha antes de testificar aquí?
– No, conozco la fecha porque nunca olvidaré el día en que me agredieron.
Windsor hizo una pausa. Vi que al menos tres de los miembros del jurado abrieron la boca en silencio. Minton hizo lo mismo. Casi pude oír el clic.
– Mi hijo tampoco lo olvidará -continuó Windsor-. Cuando llegó buscándome y me encontró en esa casa, yo estaba atada, desnuda. Había sangre. Para él fue traumático verme así. Creo que ésa fue una de las razones que le llevaron a usar navaja. Creo que de algún modo lamentaba no haber llegado antes y haber podido impedirlo.
– Entiendo -dijo Minton, mirando sus notas.
Se quedó de piedra, sin saber cómo proceder. No quería levantar el pie por miedo a que detonara la bomba y se lo arrancara de cuajo.
– ¿Algo más, señor Minton? -preguntó la jueza, con una nota de sarcasmo no tan bien disimulada en su voz.
– Un momento, señoría-dijo Minton.
Minton se recompuso, revisó sus notas y trató de rescatar algo.
– Señora Windsor, ¿usted o su hijo llamaron a la policía después de encontrarla?
– No, no lo hicimos. Louis quería hacerlo, pero yo no. Pensé que sólo profundizaría el trauma.
– De modo que no tenemos documentación policial al respecto, ¿correcto?
– Es correcto.
Sabía que Minton quería ir más allá y preguntar a la testigo si había buscado tratamiento médico después del ataque. Pero al sentir otra trampa, no formuló la pregunta.
– ¿Así que lo que está diciendo aquí es que tenemos sólo su palabra de que ocurrió esa agresión? Su palabra y la de su hijo, si decide testificar.
– Ocurrió. Vivo con ello todos los días.
– Pero sólo la tenemos a usted que lo dice.
Windsor miró al fiscal con mirada inexpresiva.
– ¿Es una pregunta?
– Señora Windsor, está aquí para ayudar a su hijo, ¿verdad?
– Si puedo. Sé que es un buen hombre y que no cometería este crimen despreciable.
– ¿Haría cualquier cosa que estuviera en su mano para salvar a su hijo de una condena y una posible pena de prisión?
– Pero no mentiría en algo como esto. Con juramento o sin él, no mentiría.
– Pero quiere salvar a su hijo ¿no?
– Sí.
– Y salvarle significa mentir por él, ¿no?
– No.
– Gracias, señora Windsor.
Minton regresó rápidamente a su asiento. Yo sólo tuve una pregunta en contrarréplica.
– Señora Windsor, ¿qué edad tenía usted cuando ocurrió este ataque?
– Cincuenta y cuatro años.
Volví a sentarme. Minton no tenía nada más y Windsor fue excusada. Solicité a la jueza que le permitiera sentarse en la galería del público durante lo que quedaba de juicio, una vez que su testimonio había concluido. Minton no protestó y mi petición fue aceptada.
Mi siguiente testigo era un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles llamado David Lambkin, que era un experto nacional en crímenes sexuales y había trabajado en la investigación del Violador Inmobiliario. En un breve interrogatorio establecí los hechos del caso y las cinco denuncias de violación que se investigaron. Rápidamente llegué a las cinco preguntas clave cuya respuesta necesitaba para cimentar el testimonio de Mary Windsor.
– Detective Lambkin, ¿cuál era el rango de edad de las víctimas conocidas del violador?
– Eran todas mujeres profesionales con mucho éxito. Tendían a ser mayores que la víctima promedio de una violación. Creo que la más joven tenía veintinueve y la mayor cincuenta y nueve.
– Entonces una mujer de cincuenta y cuatro años habría formado parte del perfil objetivo del violador, ¿correcto?
– Sí.
– ¿Puede decirle al jurado cuándo se produjo la primera agresión denunciada y cuándo se denunció la última?
– Sí. La primera fue el uno de octubre de dos mil y la última el treinta de julio de dos mil uno.
– ¿O sea que el nueve de junio de dos mil uno estaba en el periodo en que se produjeron los ataques del violador a las mujeres del sector inmobiliario?
– Sí, es correcto.
– En el curso de su investigación de este caso, ¿llegó a la conclusión o creencia de que este individuo había cometido más de cinco violaciones?
Minton protestó, asegurando que la pregunta incitaba a la especulación. La jueza aceptó la protesta, pero no importaba. La pregunta era lo verdaderamente importante y que el jurado viera que el fiscal quería evitar su respuesta era recompensa suficiente.
Minton me sorprendió en su turno. Se recuperó lo suficiente de su fallo con Windsor para golpear a Lambkin con tres preguntas sólidas cuyas respuestas fueron favorables a la acusación.
– Detective Lambkin, ¿el equipo de investigación de estas violaciones emitió algún tipo de advertencia para las mujeres que trabajaban en el negocio inmobiliario?
– Sí, lo hicimos. Enviamos circulares en dos ocasiones.
La primera vez a todas las agentes inmobiliarias con licencia en la zona y la siguiente un mailing a todos los intermediarios inmobiliarios individualmente, hombres y mujeres.
– ¿Estos mailings contenían información acerca de la descripción y métodos del violador?
– Sí.
– Entonces si alguien quería inventar una historia acerca de ser atacado por el violador, los mailings habrían proporcionado la información necesaria, ¿es correcto?
– Es una posibilidad, sí.
– Nada más, señoría.
Minton se sentó con orgullo y Lambkin fue autorizado a retirarse cuando yo dije que no tenía más preguntas. Pedí a la jueza unos minutos para departir con mi cliente y me incliné hacia Roulet.
– Bueno, ya está -dije-. Usted es lo que nos queda. A no ser que haya algo que no me ha contado, está limpio y no hay mucho más con lo que pueda venirle Minton. Debería estar a salvo allí arriba a no ser que deje que le afecte lo que le digan. ¿Sigue preparado para esto?
Roulet había dicho en todo momento que testificaría y negaría los cargos. Había reiterado ese deseo a la hora del almuerzo. Lo exigió. Yo siempre veía los riesgos y las ventajas de dejar que un cliente testificara como dos platos equilibrados de la balanza. Cualquier cosa que dijera el acusado podía volverse en su contra si la fiscalía podía doblarlo a favor del Estado. Pero también sabía que por más que se explicara a un jurado el derecho de un acusado a permanecer en silencio, el jurado siempre quería oír al acusado diciendo que no lo había hecho. Si eliminabas eso, el jurado podía verte con malos ojos.
– Quiero hacerlo -susurró Roulet-. Puedo enfrentarme al fiscal.
Empujé hacia atrás mi silla y me levanté.
– La defensa llama a Louis Ross Roulet, señoría.
Louis Roulet avanzó hacia el estrado de los testigos con rapidez, como un jugador de baloncesto que sale disparado del banquillo para entrar en la cancha. Parecía un hombre ansioso ante la oportunidad de defenderse. Sabía que esa postura no pasaría desapercibida al jurado.
Después de los preliminares fui directamente a las cuestiones del caso. Al hilo de mis preguntas, Roulet admitió sin ambages que había ido a Morgan's la noche del 6 de marzo en busca de compañía femenina. Declaró que no buscaba específicamente contratar los servicios de una prostituta, pero que no descartaba esa posibilidad.
– Había estado antes con mujeres a las que había tenido que pagar -dijo-. Así que no me iba a oponer a eso.
Declaró que, al menos conscientemente, no había establecido contacto visual con Regina Campo antes de que ésta se le acercara en la barra. Dijo que fue ella quien dio el primer paso, pero en ese momento no le molestó. Explicó que la propuesta era abierta, que ella le dijo que estaría libre a partir de las diez y que podía pasarse por su casa si no tenía otro compromiso.
Roulet describió los intentos realizados durante la siguiente hora en Morgan's y después en el Lamplighter para encontrar una mujer por la que no tuviera que pagar, pero aseguró que no tuvo éxito. Luego se dirigió en su coche hasta la dirección que Campo le había dado y llamó a la puerta.
– ¿Quién respondió?
– Ella. Entreabrió la puerta y me miró.
– ¿Regina Campo? ¿La mujer que ha testificado esta mañana?
– Sí, eso es.
– ¿Pudo verle toda la cara a través de la rendija de la puerta?
– No. Sólo abrió unos centímetros y no pude verla. Sólo el ojo izquierdo y un poco de ese lado de la cara.
– ¿Cómo se abría la puerta? Esa rendija a través de la cual pudo verla, ¿estaba a la derecha o a la izquierda?
– Tal y como yo miraba a la puerta, estaba en la derecha.
– Bien, veamos que esto quede claro. La abertura estaba a la derecha, ¿correcto? -Correcto.
– Entonces, si ella estuviera de pie detrás de la puerta mirando a través de la abertura, le habría mirado con su ojo izquierdo.
– Así es.
– ¿Le vio el ojo derecho?
– No.
– Entonces si hubiera tenido un moratón o un corte o cualquier otra herida en el lado derecho del rostro, ¿lo habría podido ver?
– No.
– Muy bien. ¿Qué ocurrió a continuación?
– Bueno, era una especie de recibidor, un vestíbulo, y ella me hizo pasar a través de un arco hacia la sala de estar. Yo fui en la dirección que ella me señaló.
– ¿Significa eso que ella estaba detrás de usted?
– Sí, cuando giré hacia la sala de estar, ella estaba detrás de mí.
– ¿Cerró la puerta?
– Eso creo. Oí que se cerraba.
– ¿Y luego qué?
– Algo me golpeó en la nuca y caí. Perdí el conocimiento.
– ¿Sabe cuánto tiempo permaneció inconsciente?
– No. Creo que fue un buen rato, pero ningún policía ni nadie me lo dijo.
– ¿Qué recuerda de cuando recuperó el sentido?
– Recuerdo que me costaba respirar y cuando abrí los ojos había alguien sentado encima de mí. Yo estaba boca arriba y él estaba encima. Traté de moverme y entonces fue cuando me di cuenta de que también había alguien sentado en mis piernas.
– ¿Qué ocurrió luego?
– Se turnaban en decirme que no me moviera y uno de ellos me dijo que tenía mi navaja y que la usaría si intentaba moverme o escapar.
– ¿Más tarde llegó la policía y lo detuvieron?
– Sí, al cabo de unos minutos llegó la policía. Me esposaron y me obligaron a ponerme de pie. Fue entonces cuando vi que tenía sangre en mi chaqueta.
– ¿Y su mano?
– No la veía porque estaba esposada a mi espalda, pero oí que uno de los hombres que había estado sentado encima de mí le dijo al policía que tenía sangre en la mano y entonces el policía me la tapó con una bolsa. Eso lo noté.
– ¿Cómo fue a parar la sangre a su mano y a su chaqueta?
– Lo único que sé es que alguien la puso allí, porque yo no lo hice.
– ¿Es usted zurdo?
– No.
– ¿No golpeó a la señorita Campo con la mano izquierda?
– No.
– ¿Amenazó con violarla?
– No.
– ¿Le dijo que iba a matarla si no cooperaba con usted?
– No.
Esperaba algo de la rabia que había visto aquel primer día en el despacho de C. C. Dobbs, pero Roulet estaba calmado y controlado. Decidí que antes de terminar con él en el interrogatorio directo necesitaba forzar las cosas un poco para recuperar esa rabia.
Le había dicho en el almuerzo que quería verla y no estaba seguro de qué estaba haciendo Roulet o adonde había ido a parar esa rabia.
– ¿Está enfadado por ser acusado de atacar a la señorita Campo?
– Por supuesto que sí.
– ¿Por qué?
Abrió la boca, pero no habló. Parecía ofendido porque le planteara semejante pregunta. Finalmente, respondió:
– ¿Qué quiere decir por qué? ¿Alguna vez ha sido acusado de algo que no ha hecho y no hay nada que pueda hacer sino esperar? Sólo esperar semanas y meses hasta que finalmente tiene la oportunidad de ir a juicio y decir que le han tendido una trampa. Pero entonces ha de esperar todavía más mientras el fiscal trae a un puñado de mentirosos y ha de escuchar sus mentiras y sólo esperar su oportunidad. Por supuesto que enfada. ¡Soy inocente! ¡Yo no lo hice!
Era perfecto. Certero y apuntando a cualquiera que alguna vez hubiera sido falsamente acusado de algo. Podía preguntar más, pero me recordé a mí mismo la regla: entrar y salir. Menos siempre es más. Me senté. Si consideraba que había algo que se me hubiera pasado por alto, lo limpiaría en la contrarréplica.
Miré a la jueza.
– Nada más, señoría.
Minton se había levantado y estaba preparado antes de que yo hubiera regresado a mi asiento. Se colocó tras el atril sin apartar su mirada acerada de Roulet. Estaba mostrando al jurado lo que pensaba de ese hombre. Sus ojos eran como rayos láser a través de la sala. Se agarró a los laterales del atril con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Todo era una representación para el jurado.
– Niega haber tocado a la señorita Campo -dijo.
– Así es -replicó Roulet.
– Según usted, ella simplemente se golpeó a sí misma o un hombre al que nunca había visto antes de aquella noche le dio una paliza como parte de una trampa, ¿correcto?
– No sé quién lo hizo. Lo único que sé es que yo no lo hice.
– Pero lo que está diciendo es que esta mujer, Regina Campo, está mintiendo. Entró en esta sala hoy y mintió de plano a la jueza y al jurado y a todo el ancho mundo.
Minton puntuó su frase sacudiendo la cabeza con repugnancia.
– Lo único que sé es que yo no hice las cosas que ella dice que hice. La única explicación es que uno de los dos está mintiendo. Yo no soy.
– Será cuestión de que el jurado decida, ¿no?
– Sí.
– Y esa navaja que supuestamente llevaba como protección. ¿Está diciendo a este jurado que la víctima en este caso de algún modo sabía que usted poseía una navaja y la usó como parte de la trampa?
– No sé lo que ella sabía. Yo nunca le había mostrado la navaja ni la había sacado en un bar en el que ella hubiera estado. Así que no sé cómo podría haber sabido de ella. Creo que cuando metió la mano en mi bolsillo para coger el dinero, encontró la navaja. Siempre llevo el dinero y la navaja en el mismo bolsillo.
– Ah, así que ahora ella también le robó el dinero del bolsillo. ¿Cuándo va a terminar esto, señor Roulet?
– Yo llevaba cuatrocientos dólares. Cuando me detuvieron no estaban. Alguien los cogió.
En lugar de tratar de señalar a Roulet con el dinero, Minton era lo bastante listo para saber que no importaba cómo lo manejara, se estaría enfrentando a lo sumo a una proposición en el punto de equilibrio.
Si trataba de establecer que Roulet nunca había llevado el dinero y que su plan era agredir y violar a Campo en lugar de pagarle, sabía que yo podía salir con las declaraciones de renta de Roulet, que plantearían serias dudas sobre la idea de que no podía permitirse pagarse una prostituta. Era una vía de testimonios que no llevaba a ninguna parte, y se estaba apartando de ella. Pasó a la conclusión.
Haciendo gala de un estilo teatral, Minton sostuvo la foto del rostro de Regina Campo, golpeada y amoratada.
– Así que Regina Campo es una mentirosa -dijo.
– Sí.
– Pidió que le hicieran esto o incluso se lo hizo ella misma.
– No sé quien lo hizo.
– Pero usted no.
– No, no fui yo. No le haría eso a una mujer. No le haría daño a una mujer.
Roulet señaló la foto que Minton continuaba sosteniendo en alto.
– Ninguna mujer merece eso -dijo.
Me incliné hacia delante y esperé. Roulet acababa de decir la frase que le había dicho que de alguna manera buscara la forma de poner en sus respuestas durante su testimonio. «Ninguna mujer merece eso.» Ahora le correspondía a Minton morder el anzuelo. Era listo. Tenía que entender que Roulet acababa de abrir una puerta.
– ¿Qué quiere decir con «merece»? ¿Cree que los delitos de violencia se reducen a una cuestión de si una víctima obtiene lo que merece?
– No. No quería decir eso. Quiero decir que no importa cómo se gane la vida, no deberían haberla golpeado así. Nadie merece que le ocurra eso.
Minton bajó el brazo con el que sostenía la foto. La miró él mismo por un momento y luego volvió a mirar a Roulet.
– Señor Roulet, no tengo más preguntas.
Todavía sentía que estaba ganando la batalla de las cuchillas. Había hecho todo lo posible para conducir a Minton a una situación en la cual sólo dispusiera de una opción. Ahora era el momento de ver si bastaba con haber hecho todo lo posible. Después de que el joven fiscal se sentó, elegí no preguntar nada más a mi cliente. Había resistido bien al ataque de Minton y sentía que teníamos el viento a favor. Me levanté y miré el reloj situado en lo alto de la pared posterior del tribunal. Sólo eran las tres y media. Entonces volví a mirar a la jueza.
– Señoría, la defensa ha concluido.
Ella hizo un gesto de asentimiento y miró por encima de mi cabeza hacia el reloj. Anunció al jurado que se iniciaba el descanso de media tarde. Una vez que los componentes del jurado hubieron abandonado la sala, miró a la mesa de la acusación, donde Minton tenía la cabeza baja y estaba escribiendo.
– ¿Señor Minton?
El fiscal levantó la cabeza.
– Continuamos en sesión. Preste atención. ¿La fiscalía tiene refutaciones?
Minton se levantó.
– Señoría, pediría que suspendamos el juicio hasta mañana para que el Estado tenga tiempo de considerar testigos de refutación.
– Señor Minton, todavía disponemos de noventa minutos. Le he dicho que quería ser productiva hoy. ¿Dónde están sus testigos?
– Francamente, señoría, no esperaba que la defensa concluyera después de sólo tres testigos y…
– El abogado defensor le dio una justa advertencia de ello en la exposición inicial.
– Sí, pero aun así el caso ha avanzado con más rapidez de la que había previsto. Llevamos medio día de adelanto. Ruego indulgencia de esta sala. Tendría problemas sólo para que los testigos de refutación que estoy considerando llegaran al tribunal antes de las seis en punto.
Me volví y miré a Roulet, que había vuelto a sentarse en la silla contigua a la mía. Asentí con la cabeza y le guiñé el ojo izquierdo para que la jueza no viera el gesto.
Parecía que Minton había mordido el anzuelo. Ahora sólo tenía que asegurarme de que la jueza no le hacía escupirlo. Me levanté.
– Señoría, la defensa no tiene objeciones al retraso. Quizá podamos aprovechar ese tiempo para preparar los alegatos finales y las instrucciones al jurado.
La jueza primero me miró con un ceño de desconcierto, porque era una rareza que la defensa no protestara a una demora de la fiscalía. Sin embargo, la semilla que había plantado empezó a germinar.
– Puede ser una buena idea, señor Haller. Si suspendemos temprano hoy espero que lleguemos a los alegatos finales justo después de la refutación. No quiero más dilaciones salvo para considerar las instrucciones al jurado. ¿Está claro, señor Minton?
– Sí, señoría. Estaré preparado.
– ¿Señor Haller?
– Fue idea mía, señoría. Estaré preparado.
– Muy bien, pues. Tenemos un plan. En cuanto vuelvan los miembros del jurado les daré el resto del día libre. Saldrán antes de la hora punta y mañana las cosas irán tan deprisa y sobre ruedas que no tengo duda de que estarán deliberando en la sesión de tarde.
Miró a Minton y después a mí, como si nos retara a mostrarnos en desacuerdo con ella. Al no hacerlo, se levantó, probablemente en pos de un cigarrillo.
Veinte minutos más tarde el jurado se dirigía a casa y yo estaba recogiendo mis cosas en la mesa de la defensa. Minton se acercó y dijo:
– ¿Puedo hablar con usted?
Miré a Roulet y le dije que saliera de la sala con su madre y Dobbs, y que yo lo llamaría si lo necesitaba para algo.
– Pero quiero hablar con usted -dijo.
– ¿Sobre qué?
– Sobre todo. ¿Cómo cree que lo he hecho allí arriba?
– Lo ha hecho bien y todo va bien. Creo que estamos bien colocados.
Señalé con la cabeza a la mesa de la acusación a la que había regresado Minton y bajé mi voz hasta convertirla en un susurro.
– Él también lo sabe. Va a hacer otra oferta.
– ¿Puedo quedarme a oírla?
Negué con la cabeza.
– No, no importa cuál sea. Sólo hay un veredicto, ¿no?
– Sí.
Me dio un golpecito en el hombro cuando se levantó, y yo tuve que calmarme para no reaccionar al hecho de que me tocara.
– No me toque, Louis -dije-. Si quiere hacer algo por mí, devuélvame mi puta pistola.
No replicó. Se limitó a sonreír y avanzó hacia la portezuela. Después de que se hubo marchado, me volví a mirar a Minton. Ahora tenía el brillo de la desesperación en los ojos. Necesitaba una condena en el caso, cualquier condena.
– ¿Qué pasa?
– Tengo otra oferta.
– Estoy escuchando.
– Bajaré todavía más. Lo reduciré a simple agresión. Seis meses en el condado. Teniendo en cuenta la forma en que lo vacían cada final de mes, probablemente no cumplirá ni sesenta días.
Asentí. Estaba refiriéndose al mandato federal para reducir la superpoblación del sistema penitenciario del condado. No importaba lo que se dispusiera en un tribunal; obligados por la necesidad, con frecuencia las sentencias se reducían de manera drástica. Era una buena oferta, pero yo no mostré nada. Sabía que la oferta tenía que haber salido de la segunda planta. Minton no podía tener la autoridad necesaria para bajar tanto.
– Si acepta eso, ella le sacará los ojos en la demanda civil -dije-. Dudo que lo acepte.
– Es una oferta formidable -dijo Minton.
Había un atisbo de rabia en su voz. Suponía que el informe del observador sobre Minton no era bueno y que estaba acatando órdenes para cerrar el caso con un acuerdo de culpabilidad. Al cuerno con el juicio, la jueza y el tiempo del jurado, lo único importante era conseguir una declaración de culpabilidad. A la oficina de Van Nuys no le gustaba perder casos y estábamos a sólo dos meses del fiasco de Robert Blake. Buscaba acuerdos cuando las cosas se ponían mal. Minton podía bajar todo lo que necesitara, siempre y cuando consiguiera algo. Roulet tenía que ser condenado, aunque sólo pasara sesenta días entre rejas.
– Quizá desde su punto de vista es una oferta formidable. Pero todavía me supone convencer a un cliente de que se declare culpable de algo que asegura que no hizo. Además, la disposición abre la puerta a una responsabilidad civil. Así que mientras él esté en el condado tratando de protegerse el culo durante sesenta días, Reggie Campo y su abogado estarán aquí preparándose para desplumarlo. ¿Lo ve? No es tan bueno cuando se mira desde su ángulo. Si dependiera de mí, llegaría hasta el final. Creo que estamos ganando. Sabemos que tenemos al tipo de la Biblia, así que como mínimo tenemos un apoyo. Pero quién sabe, quizá tenemos a los doce.
Minton dio una palmada en la mesa.
– ¿De qué coño está hablando? Sabe que lo hizo, Haller. Y seis meses (por no hablar de sesenta días) por lo que le hizo a esa mujer es un chiste. Es una parodia que me hará perder el sueño, pero ellos han estado observando y creen que usted se ha ganado al jurado, así que he de hacerlo.
Cerré el maletín con un chasquido de autoridad y me levanté.
– Entonces espero que tenga algo bueno para la refutación, Ted. Porque va a tener que jugársela con el veredicto de un jurado. Y he de decirle, colega, que cada vez se parece más a un tipo que viene desnudo a una pelea de cuchillos. Será mejor que se quite las manos de los huevos y luche.
Me dirigí hacia la puerta. A medio camino de las puertas de la parte de atrás de la sala me detuve y me volví a mirarlo.
– Eh, ¿sabe una cosa? Si pierde el sueño por este caso o por cualquier otro, entonces deje el empleo y dedíquese a otra cosa, porque no va a resistirlo, Ted.
Minton se sentó a su mesa, mirando al frente, más allá del banco vacío del juez. No respondió a lo que le había dicho. Se quedó sentado, pensando en ello. Pensé que había jugado bien mis cartas. Lo descubriría por la mañana.
Volví al Four Green Fields para preparar mis conclusiones. No necesitaría las dos horas que la jueza nos concedió. Pedí una Guinness en la barra y me la llevé a una de las mesas para sentarme yo solo. El servicio de mesas no empezaba hasta las seis. Garabateé unas notas, aunque de manera instintiva sabía que lo que haría sería reaccionar a la presentación de la fiscalía. En las mociones previas al juicio, Minton ya había solicitado y obtenido permiso de la jueza Fullbright para usar una presentación de Power Point para ilustrar el caso al jurado. Se había convertido en una moda entre los jóvenes fiscales preparar la pantalla con gráficos de ordenador, como si no se pudiera confiar en la capacidad de los miembros del jurado para pensar y establecer conexiones por sí solos. Ahora había que darles de comer en la boca, como en la tele.
Mis clientes rara vez tienen dinero para pagar mis minutas, menos aún para presentaciones de Power Point. Roulet era una excepción. Por medio de su madre podía permitirme contratar a Francis Ford Coppola para que preparara una presentación de Power Point para él si quería. Pero ni siquiera saqué nunca el tema.
Yo era estrictamente de la vieja escuela. Me gustaba saltar al cuadrilátero solo. Minton podía presentar lo que quisiera en la gran pantalla azul. Cuando llegara mi turno, quería que el jurado me mirara sólo a mí. Si yo no podía convencerlos, tampoco podría hacerlo nada de un ordenador.
A las cinco y media llamé a Maggie McPherson a su oficina.
– Es hora de irse -dije.
– Puede que para los superprofesionales de la defensa. Nosotros los servidores públicos hemos de trabajar hasta después de que anochece.
– ¿Por qué no te tomas un descanso y vienes a reunirte conmigo a tomar una Guinness y un poco de pastel de carne? Luego puedes volver y terminar.
– No, Haller. No puedo hacer eso. Además, ya sé lo que quieres.
Me reí. No había ni un momento en que ella no creyera que sabía lo que yo quería. La mayor parte de las veces acertaba, pero en esta ocasión no.
– ¿Sí? ¿Qué quiero?
– Quieres corromperme otra vez y descubrir qué pretende Minton.
– No hace falta, Mags. Minton es un libro abierto. El observador de Smithson le está poniendo malas notas. Así que Smithson le ha dicho que recoja la tienda, que consiga algo y lo deje. Pero Minton está trabajando en ese cierre de Power Point y quiere jugar, llegar hasta el final. Además de eso, tiene auténtica rabia en la sangre, así que no le gusta la idea de retirarse.
– A mí tampoco. Smithson siempre tiene miedo de perder, sobre todo después de Blake. Siempre quiere vender bajo. No se puede ser así.
– Siempre dije que perdieron el caso Blake el día que no te lo asignaron. Díselo, Maggie.
– Si tengo ocasión.
– Algún día.
A ella no le gustaba pensar demasiado en su propia carrera estancada. Siguió adelante.
– Suenas contento -dijo-. Ayer eras sospechoso de homicidio. Hoy tienes a la oficina del fiscal pillada por los pelos. ¿Qué ha cambiado?
– Nada, es sólo la calma que precede a la tormenta. Supongo. Eh, deja que te pregunte algo. ¿Alguna vez has metido prisa a balística?
– ¿Qué clase de prueba balística?
– Comparar casquillo con casquillo y bala con bala.
– Depende de quién lo haga, qué departamento, me refiero. Pero si tienen mucha prisa pueden hacerlo en veinticuatro horas.
Sentí el peso del miedo cayendo en mi estómago. Sabía que podía estar jugando la prórroga.
– Pero la mayor parte de las veces eso no pasa -continuó ella-. Normalmente con prisa tarda dos o tres días. Y si quieres el paquete completo (comparaciones de casquillos y balas) puede tardar más porque la bala puede estar dañada y ser difícil de leer. Han de trabajar con ella.
Asentí con la cabeza. No creía que nada de eso pudiera ayudarme. Sabía que habían recogido un casquillo de bala en la escena del crimen. Si Lankford y Sobel obtenían una coincidencia con el casquillo de una bala disparada cincuenta años atrás por la pistola de Mickey Cohen, vendrían a por mí y se ocuparían de las comparaciones de bala más adelante.
– ¿Sigues ahí? -preguntó Maggie.
– Sí, sólo estaba pensando en algo.
– Ya no suenas alegre. ¿Quieres hablar de esto, Michael?
– No, ahora no. Pero si al final necesito un buen abogado, ya sabes a quién voy a llamar.
– Cuando las ranas críen pelo.
– Podrías sorprenderte.
Dejé que se deslizara más silencio en la conversación. El mero hecho de tenerla al otro lado de la línea resultaba reconfortante. Me gustaba.
– Haller, he de volver al trabajo.
– Vale, Maggie, encierra a esos malos.
– Lo haré.
– Buenas noches.
Cerré el teléfono y pensé en la situación por un momento, luego lo abrí y llamé al Sheraton Universal para ver si tenían habitaciones disponibles. Decidí que como medida de precaución no pasaría esa noche en casa. Podría haber dos detectives de la policía de Glendale esperándome.
Miércoles, 25 de mayo
Después de pasar una noche sin apenas dormir en una mala cama de hotel llegué al tribunal temprano el miércoles por la mañana y no encontré ningún grupo de recibimiento: no había detectives de la policía de Glendale esperándome con una sonrisa y una orden de detención. Sentí un destello de alivio al pasar por el detector de metales. Llevaba el mismo traje del día anterior, aunque esperaba que nadie lo notara. Sí llevaba camisa y corbata limpias. Guardo ropa de recambio en el maletero del Lincoln para los días de verano en que estoy trabajando en el desierto y el aire acondicionado del coche no da para más.
Cuando llegué a la sala de la jueza Fullbright me sorprendió ver que no era el primero de los protagonistas en hacer acto de presencia.
Minton estaba en la galería, preparando la pantalla para su presentación de Power Point. Puesto que la sala había sido diseñada antes de la era de las presentaciones potenciadas por ordenador, no había sitio para instalar una pantalla de seis metros de manera que la vieran con comodidad jueza, jurado y letrados. Un buen trozo del espacio de la galería del público sería ocupado por la pantalla, y cualquier espectador que se sentara detrás se quedaría sin ver el espectáculo.
– Trabajando de buena mañana -le dije a Minton.
Miró por encima del hombro y pareció sorprendido de verme llegar tan pronto.
– He de preparar la logística de este asunto. Es un plomo.
– Siempre puede hacerlo a la antigua, mirando al jurado y hablándoles a ellos.
– No, gracias. Prefiero esto. ¿Ha hablado con su cliente respecto a la oferta?
– Sí, no hay trato. Parece que esta vez llegaremos hasta el final.
Dejé mi maletín en la mesa de la defensa y me pregunté si el hecho de que Minton estuviera preparando su argumento de cierre significaba que había decidido no llamar a ningún testigo de refutación. Sentí una aguda punzada de pánico. Miré a la mesa de la defensa y no vi nada que me diera una pista de lo que estaba planeando Minton. Sabía que podía preguntarle directamente, pero no quería renunciar a mi apariencia de confianza desinteresada.
Decidí que era mejor pasear hasta la mesa del alguacil para hablar con Bill Meehan, el ayudante que se ocupaba de la sala de la jueza Fullbright. Vi que había varios papeles en su escritorio. Tendría el calendario de la sala, así como la lista de custodiados llevados en autobús al juzgado esa mañana.
– Bill, voy a por una taza de café, ¿quiere algo?
– No, pero gracias. Estoy servido de cafeína. Al menos durante un rato.
Sonreí y asentí con la cabeza.
– Eh, ¿ésa es la lista de custodiados? ¿Puedo echar un vistazo para ver si hay alguno de mis clientes?
– Claro.
Meehan me pasó varias hojas grapadas. Era una lista ordenada por los nombres de todos los internos que en ese momento se hallaban alojados en los calabozos del juzgado. Junto al nombre figuraba el número del tribunal al que se dirigía cada uno de ellos. Actuando de la manera más despreocupada posible examiné la lista y enseguida encontré el nombre de Dwayne Jeffery Corliss. El chivato de Minton estaba en el edificio y se dirigía al tribunal de la jueza Fullbright. Casi dejé escapar un suspiro de alivio, pero lo contuve. Parecía que Minton iba a actuar de la forma que yo esperaba y que había planeado.
– ¿Pasa algo? -preguntó Meehan.
Lo miré y le devolví la lista.
– No, ¿por qué?
– No sé. Parecía que le había pasado algo, nada más.
– No ha pasado nada, pero pasará.
Dejé la sala y bajé a la cafetería del segundo piso. Cuando estaba en la cola para pagar mi café vi que entraba Maggie McPherson y que iba directamente a la jarra del café. Después de pagar me acerqué a ella, que estaba echando polvo de un sobre rosa en el café.
– Dulce y caliente -dije-. Mi ex mujer me decía que así era como le gustaba.
Se volvió y me miró.
– Basta, Haller.
Pero Maggie sonrió.
– Basta Haller o te va a doler -dije-. También me decía eso. Muy a menudo.
– ¿Qué estás haciendo? ¿No deberías estar alerta preparándote para desconectar el Power Point de Minton?
– No me preocupa. De hecho, deberías venir a verlo. La vieja escuela frente a la nueva, una batalla de las edades.
– No creo. Por cierto, ¿no es ése el traje que llevabas ayer?
– Sí, es mi traje de la suerte. Pero ¿cómo sabes qué llevaba ayer?
– Ah, asomé la cabeza en la sala de Fullbright un par de minutos. Estabas demasiado ocupado interrogando a tu cliente para notarlo.
Me complació secretamente que se fijara en mis trajes. Sabía que significaba algo.
– Entonces, ¿por qué no te vuelves a asomar esta mañana?
– Hoy no puedo. Estoy demasiado ocupada.
– ¿Qué tienes?
– Me ocupo de un asesinato en primer grado de Andy Seville. Lo deja para irse al privado y ayer dividieron sus casos. A mí me ha tocado el bueno.
– Bien. ¿El acusado necesita un abogado?
– Ni hablar, Haller. No voy a perder otro por ti.
– Sólo era broma. Estoy a tope.
Puso una tapa de plástico en su vaso y lo cogió del mostrador, valiéndose de una capa de servilletas para no quemarse.
– Yo igual. Así que te deseo suerte hoy, pero no puedo.
– Sí, lo sé. Has de seguir la línea de la empresa. Anima a Minton cuando baje con el rabo entre las piernas.
– Lo intentaré.
Ella salió de la cafetería y se acercó a una mesa vacía. Todavía tenía quince minutos antes de la hora de reanudación del juicio. Saqué el móvil y llamé a mi segunda ex esposa.
– Lorna, soy yo. Estamos en juego con Corliss. ¿Estás lista?
– Sí.
– Vale, sólo quería asegurarme. Te llamaré.
– Buena suerte hoy, Mickey.
– Gracias, la necesitaré. Estate preparada para la próxima llamada.
Cerré el teléfono y estaba a punto de levantarme cuando vi al detective del Departamento de Policía de Los Ángeles Howard Curien cortando camino entre las mesas para dirigirse hacia mí. El hombre que había puesto en prisión a Jesús Menéndez no tenía pinta de estar haciendo una pausa para comerse un sándwich de sardinas y mantequilla de cacahuete. Llevaba un documento doblado. Llegó a mi mesa y lo soltó delante de mi taza de café.
– ¿Qué es esta mierda? -preguntó.
Empecé a desdoblar el documento, pese a que ya sabía lo que era.
– Parece una citación, detective. Pensaba que lo sabría.
– Ya sabe a qué me refiero, Haller. ¿Cuál es el juego? No tengo nada que ver con ese caso y no quiero formar parte de sus chorradas.
– No es un juego y tampoco es una chorrada. Ha sido citado como testigo de refutación.
– ¿Para refutar qué? Ya le he dicho, y ya lo sabe, que no tengo nada que ver con ese caso. Es de Marty Booker y acabo de hablar con él y me ha dicho que ha de ser un error.
Asentí como si quisiera ser complaciente.
– ¿Sabe qué le digo?, suba a esa sala y tome asiento. Si es un error lo arreglaré lo antes posible. No creo que tenga que quedarse más de una hora. Lo sacaré de aquí para que vaya a perseguir a los tipos malos.
– ¿Qué le parece esto? Yo me largo ahora y usted lo soluciona cuando le dé la puta gana.
– No puedo hacerlo, detective. Es una citación legal válida y debe aparecer en esa sala hasta que sea eximido. Ya le digo que lo haré lo antes posible. La fiscalía tiene un testigo y luego es mi turno y me ocuparé de eso.
– Esto es una estupidez.
Se volvió y se alejó por la cafetería hacia la puerta. Afortunadamente se había dejado la citación, porque era falsa. Nunca la había registrado con el alguacil y la firma garabateada al pie era mía.
Estupidez o no, no creía que Kurlen abandonara el tribunal. Era un hombre que entendía el significado del deber y la ley. Vivía con ella. Con eso contaba yo. Estaría en la sala hasta que lo eximieran de ello. O hasta que entendiera para qué lo había llamado.
A las nueve y media, la jueza hizo pasar al jurado e inmediatamente procedió con los asuntos del día. Miré de reojo a la galería y vi a Kurlen en la fila de atrás. Tenía una expresión meditabunda, si no enfadada, en el rostro. Estaba cerca de la puerta y yo no sabía cuánto aguantaría allí. Suponía que necesitaría la hora entera que le había pedido.
Seguí mirando por la sala y vi que Lankford y Sobel estaban sentados en un banco junto al escritorio del alguacil, el lugar reservado al personal de las fuerzas del orden. Sus rostros no revelaban nada, pero aun así me inquietaron. Me pregunté si dispondría de la hora que necesitaba.
– Señor Minton -entonó la jueza-, ¿el estado tiene alguna refutación?
Me volví hacia la magistrada. Minton se levantó, se arregló la americana y pareció vacilar y prepararse antes de responder.
– Sí, señoría, la fiscalía llama a Dwayne Jeffery Corliss como testigo de refutación.
Me levanté y me fijé en que a mi derecha Meehan, el alguacil, también se había levantado. Iba a ir al calabozo del tribunal para recoger a Corliss.
– Señoría-dije-, ¿quién es Dwayne Jeffery Corliss y por qué no tenía noticia de él?
– Agente Meehan, espere un momento -dijo Fullbright.
Meehan se quedó parado con la llave del calabozo en la mano. La jueza pidió entonces disculpas al jurado, pero les dijo que tenían que regresar a la sala de deliberaciones hasta que fueran llamados de nuevo. Después de que salieran por la puerta que había detrás de la tribuna, la jueza se concentró en Minton.
– Señor Minton, ¿quiere hablarnos de su testigo?
– Dwayne Corliss es un testigo de cooperación que habló con el señor Roulet cuando éste estuvo bajo custodia tras su detención.
– ¡Mentira! -bramó Roulet-. Yo no hablé con…
– Silencio, señor Roulet -atronó la jueza-. Señor Haller, aleccione a su cliente sobre el peligro de perder los estribos en mi sala.
– Gracias, señoría.
Yo todavía permanecía de pie. Me incliné para susurrar en el oído de Roulet.
– Eso ha sido perfecto -dije-. Ahora tranquilo y yo me ocuparé desde aquí.
Roulet asintió y se reclinó. Cruzó los brazos ante el pecho con pose enfadada. Yo me enderecé.
– Lo lamento, señoría, pero comparto la rabia de mi cliente respecto a este intento desesperado de la fiscalía. Es la primera vez que oigo hablar del señor Corliss. Me gustaría saber cuándo denunció esta supuesta conversación.
Minton se había quedado de pie. Pensé que era la primera vez en el juicio que ambos permanecíamos de pie y discutíamos con la magistrada.
– El señor Corliss contactó con la oficina por medio de una fiscal que manejó la primera comparecencia del acusado -dijo Minton-. Sin embargo, esa información no se me pasó hasta ayer, cuando en una reunión de equipo se me preguntó por qué no había utilizado la información.
Eso era mentira, pero no una que yo quisiera poner en evidencia. Hacerlo habría revelado el desliz de Maggie McPherson el día de San Patricio y podría hacer descarrilar mi plan. Tenía que ser cuidadoso. Necesitaba argumentar vigorosamente contra el hecho de que Corliss subiera al estrado, pero también necesitaba perder la disputa.
Puse mi mejor expresión de rabia.
– Esto es increíble, señoría. ¿Sólo porque la fiscalía haya tenido un problema de comunicación, mi cliente ha de sufrir las consecuencias de no haber sido informado de que el Estado tenía un testigo contra él? Claramente no debería permitirse que este hombre testificara. Es demasiado tarde para sacarlo ahora.
– Señoría -dijo Minton, saltando con rapidez-, ni yo mismo he tenido tiempo de interrogar a Corliss. Puesto que estaba preparando mi alegato final, simplemente hice las gestiones para que lo trajeran hoy. Su testimonio es clave para la fiscalía porque sirve como refutación de las declaraciones interesadas del señor Roulet. No permitirle testificar supondría un grave perjuicio al Estado.
Negué con la cabeza y sonreí con frustración. Con esa última frase Minton estaba amenazando a la jueza con la pérdida del apoyo de la fiscalía si en alguna ocasión se enfrentaba a unas elecciones con un candidato opositor.
– ¿Señor Haller? -preguntó la jueza-. ¿Algo más antes de que dictamine?
– Sólo quiero que conste en acta mi protesta.
– Así será. Si tuviera que darle tiempo para investigar e interrogar al señor Corliss, ¿cuánto necesitaría?
– Una semana.
Ahora Minton puso la sonrisa falsa en el rostro y negó con la cabeza.
– Eso es ridículo, señoría.
– ¿Quiere ir al calabozo y hablar con él? -me preguntó la jueza-. Lo autorizaré.
– No, señoría. Por lo que a mí respecta todos los chivatos carcelarios son mentirosos. No ganaría nada interrogándolo, porque todo lo que salga de su boca será mentira. Todo. Además, no se trata de lo que él tenga que decir. Se trata de lo que otros tengan que decir de él. Para eso necesito el tiempo.
– Entonces dictaminaré que puede testificar.
– Señoría -dije-, si va a permitir que entre en esta sala, ¿puedo pedir una indulgencia para la defensa?
– ¿Cuál es, señor Haller?
– Me gustaría salir un momento al pasillo y hacer una llamada a un investigador. Tardaré menos de un minuto.
La jueza lo pensó un momento y asintió con la cabeza.
– Adelante. Haré pasar al jurado mientras telefonea.
– Gracias.
Me apresuré a cruzar la portezuela y recorrí el pasillo central. Mis ojos establecieron contacto con los de Howard Kurlen, que me dedicó una de sus mejores sonrisas sarcásticas.
En el pasillo pulsé la tecla de marcado rápido correspondiente al móvil de Lorna Taylor y ella respondió enseguida.
– Bueno, ¿a qué distancia estás?
– Unos quince minutos.
– ¿Te has acordado del listado y la cinta?
– Lo tengo todo aquí.
Miré mi reloj. Eran las diez menos cuarto.
– Muy bien, estamos en juego. No te retrases, pero cuando llegues quiero que esperes en el pasillo que hay fuera de la sala. A las diez y cuarto, entra y me lo das. Si estoy interrogando al testigo, siéntate en la primera fila y espera hasta que te vea.
– Entendido.
Cerré el teléfono y volví a entrar en la sala. Los miembros del jurado ya se habían sentado y Meehan estaba conduciendo a un hombre con un mono gris a través de la puerta del calabozo. Dwayne Corliss era un hombre delgado con el pelo roñoso; no se lo lavaba lo suficiente en el programa de desintoxicación del County-USC. Llevaba una pulsera de plástico de identificación en la muñeca, de las que te ponen en el hospital. Lo reconocí. Era el hombre que me había pedido una tarjeta de visita cuando entrevisté a Roulet en el calabozo en mi primer día en el caso.
Corliss fue conducido por Meehan al estrado de los testigos y la secretaria del tribunal le tomó juramento. Minton se hizo cargo a partir de ahí.
– Señor Corliss, ¿fue usted detenido el cinco de marzo de este año?
– Sí, la policía me detuvo por un robo y posesión de drogas.
– ¿Está encarcelado en este momento?
Corliss miró a su alrededor.
– Eh, no, no lo creo. Ahora estoy en el tribunal.
Oí la risa basta de Kurlen detrás de mí, pero nadie se le unió.
– No, me refiero a si está actualmente en prisión. Cuando no está aquí en el tribunal.
– Estoy en un programa cerrado de desintoxicación, en el pabellón carcelario del Los Angeles County-USC Medical Center.
– ¿Es adicto a las drogas?
– Sí. Soy adicto a la heroína, pero ahora estoy limpio. No he tomado nada desde que me detuvieron.
– Hace más de sesenta días.
– Exacto.
– ¿Reconoce al acusado en este caso?
Corliss miró a Roulet y asintió con la cabeza.
– Sí, lo reconozco.
– ¿Por qué?
– Porque estuve con él en el calabozo después de que me detuvieran.
– ¿Está diciendo que después de que lo detuvieran estuvo en relación de proximidad con el acusado, Louis Roulet?
– Sí, al día siguiente.
– ¿Cómo ocurrió eso?
– Bueno, los dos estábamos en Van Nuys, aunque en pabellones diferentes. Entonces, cuando nos llevaron en autobús a los juzgados estuvimos juntos, primero en el autobús y luego en el calabozo, y más tarde cuando nos trajeron a la sala para la primera comparecencia. Estuvimos todo el tiempo juntos.
– ¿Cuando dice «juntos» qué quiere decir?
– Bueno, estábamos juntos porque éramos los únicos blancos del grupo en el que estábamos.
– Veamos, ¿hablaron cuando estuvieron todo ese tiempo juntos?
Corliss asintió con la cabeza y al mismo tiempo Roulet negó con la suya. Yo toqué el brazo de mi cliente para pedirle que se abstuviera de hacer demostraciones.
– Sí, hablamos -dijo Corliss.
– ¿Sobre qué?
– En general de cigarrillos. Los dos los necesitábamos, pero no dejan fumar en prisión.
Corliss hizo un gesto de qué se le va a hacer con las manos y unos cuantos miembros del jurado -probablemente fumadores- sonrieron y asintieron con la cabeza.
– ¿En algún momento le preguntó al señor Roulet por qué estaba en la cárcel? -preguntó Minton.
– Sí.
– ¿Qué dijo?
Rápidamente me levanté y protesté, pero con la misma rapidez la protesta fue denegada.
– ¿Qué le dijo, señor Corliss? -repitió Minton.
– Bueno, primero me preguntó por qué me habían detenido y se lo dije. Así que yo le pregunté por qué estaba allí y él dijo: «Por darle a una puta justo lo que merecía.»
– ¿Ésas fueron sus palabras?
– Sí.
– ¿Se explicó más acerca de lo que eso significaba?
– No, lo cierto es que no. No sobre eso.
Me incliné hacia delante, esperando que Minton formulara la siguiente pregunta obvia. Pero no lo hizo. Siguió adelante.
– Veamos, señor Corliss, ¿yo o la oficina del fiscal le hemos prometido algo a cambio de su testimonio?
– No. Sólo pensaba que era lo que tenía que hacer.
– ¿Cuál es la situación de su caso?
– Todavía tengo cargos contra mí, pero parece que si completo el programa podré salir en condicional. Al menos por la acusación de drogas. Del robo todavía no lo sé.
– Pero yo no le he prometido ninguna ayuda al respecto, ¿correcto?
– No, señor, no me lo ha prometido.
– ¿Alguien de la oficina del fiscal le hizo alguna promesa?
– No, señor.
– No tengo más preguntas.
Me quedé sentado sin moverme y solamente mirando a Corliss. Mi pose era la de un hombre que estaba enfadado, pero que no sabía qué hacer exactamente al respecto. Finalmente, la jueza me impelió a la acción.
– Señor Haller, ¿contrainterrogatorio?
– Sí, señoría.
Me levanté, mirando a la puerta como si esperara que un milagro entrara por ella. Entonces miré el gran reloj que estaba en la puerta de atrás y vi que eran las diez y cinco. Me fijé al volverme hacia el testigo en que no había perdido a Kurlen. Todavía estaba en la fila de atrás y continuaba con la misma mueca. Me di cuenta de que probablemente era su expresión natural.
Me volví hacia el testigo.
– Señor Corliss, ¿qué edad tiene?
– Cuarenta y tres.
– ¿Le llaman Dwayne?
– Así es.
– ¿Algún otro nombre?
– Cuando era joven la gente me llamaba D. J. Todo el mundo me llamaba así.
– ¿Y dónde creció?
– En Mesa, Arizona.
– Señor Corliss, ¿cuántas veces ha sido detenido antes?
Minton protestó, pero la jueza denegó la protesta. Sabía que iba a darme mucha cuerda con ese testigo porque supuestamente yo era el engañado.
– ¿Cuántas veces ha sido detenido antes, señor Corliss? -pregunté de nuevo.
– Creo que unas siete.
– Así que ha estado en muchos calabozos, ¿no?
– Podría decirlo así.
– ¿Todos en el condado de Los Angeles?
– La mayoría de ellos. Pero también me detuvieron antes en Phoenix.
– Entonces sabe cómo funciona el sistema, ¿no?
– Sólo trato de sobrevivir.
– Y a veces sobrevivir implica delatar a sus compañeros internos, ¿no?
– ¿Señoría? -dijo Minton, levantándose para protestar.
– Siéntese, señor Minton -dijo la jueza Fullbright-. Le he dado mucho margen trayendo a este testigo. El señor Haller tiene ahora su parte. El testigo responderá la pregunta.
La estenógrafa leyó de nuevo la pregunta a Corliss.
– Supongo.
– ¿Cuántas veces ha delatado a un compañero interno?
– No lo sé. Unas cuantas.
– ¿Cuántas veces ha declarado en un juicio a favor de la acusación?
– ¿Eso incluye mis propios casos?
– No, señor Corliss. Para la acusación. ¿Cuántas veces ha testificado contra un compañero recluso para la acusación?
– Creo que ésta es mi cuarta vez.
Puse expresión de estar sorprendido y aterrorizado, aunque no estaba ni una cosa ni la otra.
– Entonces es usted un profesional, ¿no? Casi podría decirse que su profesión es la de chivato drogadicto carcelario.
– Sólo digo la verdad. Si la gente me dice cosas que son malas, entonces estoy obligado a informar de ellas.
– Pero ¿usted intenta sonsacar información?
– No, en realidad no. Sólo soy un tipo amistoso.
– Un tipo amistoso. Entonces lo que espera que crea este jurado es que un hombre al que no conoce, de repente, le contó a usted (un perfecto desconocido) que le dio a una puta su merecido. ¿Es así?
– Es lo que dijo.
– O sea que sólo le mencionó eso y luego continuaron hablando de cigarrillos.
– No exactamente.
– ¿No exactamente? ¿Qué quiere decir «no exactamente»?
– También me dijo que lo había hecho antes. Dijo que se había salido con la suya antes y que iba a volver a hacerlo. Estaba alardeando porque la otra vez dijo que había matado a la puta y se había librado.
Me quedé un momento inmóvil. Miré entonces a Roulet, que estaba sentado como una estatua con expresión de sorpresa. Luego miré de nuevo al testigo.
– Usted…
Empecé y me detuve, actuando como si yo fuera el hombre en el campo minado que acababa de oír el clic debajo de mi pie. En mi visión periférica me fijé en que Minton tensaba su postura.
– ¿Señor Haller? -me urgió la jueza.
Aparté mi mirada de Corliss y miré a la jueza.
– Señoría, no tengo más preguntas en este momento.
Minton se levantó de su asiento como un boxeador que sale de su rincón hacia un rival que está sangrando.
– ¿Contrarréplica, señor Minton? -preguntó Fullbright.
Pero él ya estaba en el estrado.
– Por supuesto, señoría.
Miró al jurado como para subrayar la importancia de la siguiente intervención y luego a Corliss.
– Ha dicho que estaba alardeando, señor Corliss. ¿Cómo es eso?
– Bueno, me habló de esa vez en que mató a una chica y quedó impune. Me levanté.
– Señoría, esto no tiene nada que ver con el presente caso y no es refutación de ninguna prueba que haya sido ofrecida antes a la defensa. El testigo no puede…
– Señoría -me interrumpió Minton-, esto es información que ha surgido a instancias del abogado defensor. La acusación tiene derecho a seguirla.
– Lo autorizaré -dijo Fullbright.
Me senté y me mostré decepcionado. Minton siguió adelante. Estaba yendo justo adonde yo quería que fuera.
– Señor Corliss, ¿el señor Roulet le ofreció alguno de los detalles de su incidente previo en el cual dijo que quedó impune después de matar a una mujer?
– Dijo que la mujer era una bailarina de serpientes. Bailaba en algún antro en el cual estaba como en un pozo de serpientes.
Noté que Roulet colocaba los dedos en torno a mi bíceps y me apretaba. Sentí su aliento cálido en mi oreja.
– ¿Qué coño es esto? -susurró.
Me volví hacia él.
– No lo sé. ¿Qué diablos le dijo a este tipo?
Me susurró a través de los dientes apretados.
– No le dije nada. Esto es una trampa. ¡Usted me ha tendido una trampa!
– ¿Yo? ¿De qué está hablando? Le dije que no pude acceder a este tipo en el calabozo. Si usted no le dijo esta mierda, alguien lo hizo. Empiece a pensar. ¿Quién?
Me volví y vi a Minton en el estrado y continuando su interrogatorio a Corliss.
– ¿El señor Roulet dijo algo más acerca de la bailarina que dijo haber asesinado? -preguntó.
– No, es lo único que dijo.
Minton comprobó sus notas para ver si había algo más, luego asintió para sí.
– Nada más, señoría.
La jueza me miró. Casi pude ver compasión en su rostro.
– ¿Alguna nueva intervención de la defensa con este testigo?
Antes de que pudiera responder hubo ruido desde el fondo de la sala y me volví para ver a Lorna Taylor entrando. Recorrió apresuradamente el pasillo hacia la portezuela.
– Señoría, ¿puedo disponer de un momento para hablar con mi equipo?
– Dese prisa, señor Haller.
Me reuní con Lorna en la portezuela y cogí una cinta de vídeo con un trozo de papel fijado a su alrededor con una goma elástica. Como le había explicado antes, ella me susurró al oído.
– Aquí es donde hago ver que te susurro algo muy importante al oído -dijo-. ¿Cómo va?
Asentí al tiempo que sacaba la goma elástica de la cinta y miraba el trozo de papel.
– Sincronización perfecta -le susurré-. Estoy listo para atacar.
– ¿Puedo quedarme a mirar?
– No, quiero que salgas de aquí. No quiero que nadie hable contigo después de esto.
Asentí con la cabeza y ella repitió el gesto y se fue. Volví al estrado.
– No hay segundo contrainterrogatorio, señoría.
Me senté y esperé. Roulet me cogió del brazo.
– ¿Qué está haciendo?
Lo aparté.
– Deje de tocarme. Tenemos nueva información que no podemos sacar en un contrainterrogatorio. Me concentré en la jueza.
– ¿Algún otro testigo, señor Minton? -preguntó.
– No, señoría. No hay más refutaciones.
La jueza asintió.
– El testigo puede retirarse.
Meehan empezó a cruzar la sala en dirección a Corliss. La jueza me miró y yo empecé a levantarme.
– Señor Haller, ¿contrarrefutación?
– Sí, señoría, la defensa quiere llamar al estrado a D. J. Corliss como contrarrefutación.
Meehan se quedó quieto y todas las miradas se centraron en mí. Levanté la cinta y el papel que Lorna acababa de traerme.
– Tengo nueva información sobre el señor Corliss, señoría. No podía sacarla en un contrainterrogatorio.
– Muy bien, proceda.
– ¿Puedo disponer de un momento, señoría?
– Un momento corto.
Me agaché de nuevo al lado de Roulet.
– Mire, no sé qué está pasando, pero no importa -susurré.
– ¿Cómo que no importa? Está…
– Escúcheme. No importa porque todavía puedo destruirlo. No importa que diga que ha matado a veinte mujeres. Si es un mentiroso, es un mentiroso. Si lo destruyo, nada de eso cuenta. ¿Entiende?
Roulet asintió y pareció calmarse al reflexionar al respecto.
– Entonces destrúyalo.
– Lo haré. Pero he de estar informado. ¿Sabe algo más que pueda surgir? ¿Hay algo más de lo que tenga que apartarme?
Roulet susurró lentamente, como si estuviera explicando algo a un niño.
– No lo sé, porque nunca he hablado con él. No soy tan estúpido como para hablar de cigarrillos y asesinatos con un puto desconocido.
– Señor Haller -me instó la jueza.
Me levanté.
– Sí, señoría.
Me levanté con la cinta y el papel que la acompañaba y me acerqué al estrado. Por el camino eché un vistazo rápido a la galería y vi que Kurlen se había ido. No tenía forma de saber cuánto tiempo se había quedado y cuánto había escuchado. Lankford también se había ido. Sólo quedaba Sobel y apartó su mirada de la mía. Centré mi atención en Corliss.
– Señor Corliss, ¿puede decirle al jurado dónde estaba exactamente cuando el señor Roulet supuestamente le hizo estas revelaciones sobre agresiones y asesinatos?
– Cuando estuvimos juntos.
– ¿Juntos dónde, señor Corliss?
– Bueno, en el trayecto de autobús no hablamos porque íbamos en asientos separados. Pero cuando llegamos al tribunal estuvimos en el mismo calabozo con otros seis tipos y nos sentamos juntos y hablamos.
– ¿Y esos seis tipos también fueron testigos de cómo hablaba usted con el señor Roulet?
– Puede ser. Estaban allí.
– Entonces lo que me está diciendo es que si los traigo aquí uno por uno y les pregunto si les vieron hablar a usted y Roulet, lo confirmarían.
– Bueno, deberían. Pero…
– Pero ¿qué?, señor Corliss.
– Es sólo que probablemente no hablarán, nada más.
– ¿Y eso es porque a nadie le gustan los soplones, señor Corliss?
Corliss se encogió de hombros.
– Supongo.
– Muy bien, vamos a asegurarnos de que tenemos todo esto claro. Usted no habló con el señor Roulet en el autobús, pero habló con él cuando estuvieron juntos en el calabozo. ¿En algún sitio más?
– Sí, hablamos cuando nos metieron en la sala. Te tienen en esa área acristalada y esperas a que te llamen. Hablamos un poco allí, también, hasta que se inició la vista de su caso. A él le tocó primero.
– ¿Eso fue en la sala de lectura de cargos, donde tuvo su primera comparecencia ante el juez?
– Así es.
– O sea que estaba allí hablando en la sala y allí fue donde Roulet le reveló su participación en esos crímenes que ha descrito.
– Así es.
– ¿Recuerda específicamente qué le dijo cuando estuvieron en la sala?
– No, en realidad no. No específicamente. Creo que podría ser entonces cuando me habló de la chica que era una bailarina.
– Muy bien, señor Corliss.
Levanté la cinta de vídeo, expliqué que era de la primera comparecencia de Louis Roulet y solicité presentarla como prueba de la defensa. Minton trató de impedirlo como algo que no había presentado en los hallazgos, pero eso fue fácilmente rebatido por la jueza sin que yo tuviera que discutir ese punto. Acto seguido él protestó otra vez, argumentando que no se había verificado la autenticidad de la cinta.
– Sólo pretendo ahorrar tiempo a este tribunal -dije-. Si es preciso puedo hacer que el hombre que grabó la cinta venga aquí en más o menos una hora para autentificarla. Pero creo que su señoría será capaz de autentificarla por sí misma con un solo vistazo.
– Voy a aceptarla -dijo la jueza-. Después de que la veamos, la acusación podrá objetar otra vez si lo desea.
La televisión y la unidad de vídeo que ya había utilizado previamente fueron llevadas a la sala y situadas en un ángulo en que fueran visibles para Corliss, el jurado y la jueza. Minton tuvo que colocarse en una silla situada junto a la tribuna del jurado para verlo por completo.
La cinta se reprodujo. Duraba veinte minutos y mostraba a Roulet desde el momento en que entraba en el área de custodia del tribunal hasta que fue sacado después de la vista de la fianza. Roulet en ningún momento habló con nadie salvo conmigo.
Cuando la cinta finalizó, dejé la televisión en su sitio por si era necesaria de nuevo. Me dirigí a Corliss con un tinte de indignación en la voz.
– Señor Corliss, ¿ha visto algún momento en esa cinta en que usted y el señor Roulet estuvieran hablando?
– Eh, no, yo…
– Aun así, ha testificado bajo juramento y bajo pena de perjurio que el acusado le confesó crímenes cuando ambos estuvieron en el tribunal, ¿no es así?
– Sé que he dicho eso, pero debo de haberme equivocado. Debió de contármelo todo cuando estuvimos en el calabozo.
– ¿Le ha mentido al jurado?
– No era mi intención. Así era como lo recordaba, pero supongo que me equivoco. Tenía el mono esa mañana. Las cosas se confunden.
– Eso parece. Deje que le pregunte algo, ¿las cosas se confundieron cuando testificó contra Frederic Bentley en mil novecientos ochenta y nueve?
Corliss juntó las cejas en un ademán de concentración, pero no respondió.
– Recuerda a Frederic Bentley, ¿verdad?
Minton se levantó.
– Protesto. ¿Mil novecientos ochenta y nueve? ¿Adonde quiere llegar con esto?
– Señoría -dije-, quiero llegar a la veracidad del testigo. Es una cuestión clave aquí.
– Conecte los puntos, señor Haller -ordenó la jueza-. Deprisa.
– Sí, señoría.
Cogí el trozo de papel y lo usé como atrezo durante mis preguntas finales a Corliss.
– En mil novecientos ochenta y nueve Frederic Bentley fue condenado, con su colaboración, por violar a una chica de dieciséis años en su cama en Phoenix. ¿Lo recuerda?
– Apenas -dijo Corliss-. He tomado muchas drogas desde entonces.
– Testificó en el juicio que le confesó el crimen cuando estuvieron juntos en una comisaría de policía. ¿No es así?
– Ya le he dicho que me cuesta mucho acordarme de entonces.
– La policía le puso en ese calabozo porque sabía que usted quería delatar, aunque se lo tuviera que inventar, ¿no es así?
Mi tono de voz iba aumentando con cada pregunta.
– No lo recuerdo -respondió Corliss-. Pero no me invento las cosas.
– Luego, ocho años después, el hombre del que testificó que le había contado que lo hizo fue exonerado cuando un test de ADN determinó que el semen del agresor de la chica procedía de otro hombre. ¿No es correcto, señor?
– Yo no…, o sea…, fue hace mucho tiempo.
– ¿Recuerda haber sido entrevistado por un periodista del Arizona Star después de la puesta en libertad de Frederic Bentley?
– Vagamente. Recuerdo que alguien llamó, pero no dije nada.
– El periodista le dijo que las pruebas de ADN exoneraban a Bentley y le preguntó si había inventado la confesión de éste, ¿verdad?
– No lo sé.
Sostuve el periódico que estaba agarrando hacia la jueza.
– Señoría, tengo un artículo de archivo del Arizona Star aquí. Está fechado el nueve de febrero de mil novecientos noventa y siete. Un miembro de mi equipo lo encontró al buscar el nombre de D. J. Corliss en el ordenador de mi oficina. Pido que se registre como prueba de la defensa y se admita como documento histórico que detalla una admisión por silencio.
Mi solicitud desencadenó un enfrentamiento brutal con Minton acerca de la autenticidad y la fundación adecuada. En última instancia, la jueza dictaminó a mi favor. Fullbright estaba mostrando parte de la misma indignación que yo estaba fingiendo, y Minton no tenía mucha opción.
El alguacil entregó a Corliss el artículo impreso desde el ordenador y la jueza le pidió que lo leyera.
– No leo bien, jueza -dijo.
– Inténtelo, señor Corliss.
Corliss sostuvo el papel e inclinó la cara hacia él al leerlo.
– En voz alta, por favor -bramó Fullbright.
Corliss se aclaró la garganta y leyó con voz entrecortada.
– «Un hombre condenado erróneamente de violación fue puesto en libertad el sábado de la Institución Correccional de Arizona y juró buscar justicia para otros reclusos falsamente acusados. Frederic Bentley, de treinta y cuatro años, pasó casi ocho años en prisión por asaltar a una joven de dieciséis años de Tempe. La víctima del asalto identificó a Bentley, un vecino, y las pruebas sanguíneas coincidían con el semen recogido en la víctima después de la agresión.
»El caso quedó cimentado en el juicio por el testimonio de un informador que declaró que Bentley le había confesado el crimen cuando estaban juntos en un calabozo. Bentley siempre mantuvo su inocencia durante el juicio e incluso después de su sentencia. Una vez que los tests de ADN fueron aceptados como prueba válida por los tribunales del Estado, Bentley contrató abogados para que se analizara el semen recogido en la víctima de la agresión. Un juez ordenó que se realizaran las pruebas este mismo año, y los análisis demostraron que Bentley no era el violador.
»En una conferencia de prensa celebrada ayer en el Arizona Biltmore, el recién puesto en libertad Bentley clamó contra los informantes de prisión y pidió una ley estatal que establezca pautas estrictas a la policía y los fiscales que los utilizan.
»El informante que declaró bajo juramento que Bentley admitió ser el violador fue identificado como D. J. Corliss, un hombre de Mesa que había sido acusado de cargos de drogas. Cuando le hablaron de la excarcelación de Bentley y le preguntaron si había inventado su testimonio contra Bentley, Corliss declinó hacer comentarios el sábado. En su conferencia de prensa, Bentley denunció que Corliss era un soplón bien conocido por la policía y que fue usado en varios casos para acercarse a sospechosos. Bentley aseguró que la práctica de Corliss consistía en inventar confesiones si no conseguía sonsacárselas a los sospechosos. El caso contra Bentley…»
– Bien, señor Corliss -dije-. Creo que es suficiente.
Corliss dejó el papel y me miró como un niño que acaba de abrir la puerta de un armario abarrotado y ve que todo le va a caer encima.
– ¿Fue acusado de perjurio en el caso Bentley? -le pregunté.
– No -dijo con energía, como si ese hecho implicara que no había actuado mal.
– ¿Eso fue porque la policía era su cómplice en tender la trampa al señor Bentley?
Minton protestó diciendo:
– Estoy seguro de que el señor Corliss no tiene ni idea de qué influyó en la decisión de acusarlo o no de perjurio.
Fullbright la aprobó, pero no me importaba. Llevaba tanta ventaja con ese testigo que no había forma de que me atraparan. Me limité a pasar a la siguiente pregunta.
– ¿Algún fiscal o policía le ofreció estar cerca del señor Roulet y conseguir que se confiara a usted?
– No, supongo que sólo fue la suerte del sorteo.
– ¿No le dijeron que obtuviera una confesión del señor Roulet?
– No.
Lo miré un buen rato con asco en la mirada.
– No tengo nada más.
Mantuve la pose de rabia hasta mi asiento y dejé caer la caja de la cinta de vídeo con enfado antes de sentarme.
– ¿Señor Minton? -preguntó la jueza.
– No tengo más preguntas -respondió con voz débil.
– De acuerdo -dijo Fullbright con rapidez-. Voy a excusar al jurado para que tome un almuerzo temprano. Me gustaría que estuvieran todos de vuelta a la una en punto.
Dirigió una sonrisa tensa a los miembros del jurado y la mantuvo hasta que éstos hubieron abandonado la sala. La sonrisa desapareció en cuanto se cerró la puerta.
– Quiero ver a los abogados en mi despacho -dijo-. Inmediatamente.
No esperó respuesta. Se levantó tan deprisa que su túnica flotó tras ella como la capa negra de la Parca.
La jueza Fullbright ya había encendido un cigarrillo cuando Minton y yo entramos en su despacho. Después de dar una larga calada lo apagó en un pisapapeles de cristal y guardó la colilla en una bolsa Ziploc que llevaba en su monedero. Cerró la bolsa, la dobló y la guardó en el monedero. No iba a dejar pruebas de su trasgresión para las limpiadoras de la noche ni para nadie. Exhaló el humo hacia la toma de ventilación del techo y a continuación posó la mirada en Minton. A juzgar por la expresión de Fullbright, me alegré de no estar en el pellejo del fiscal.
– Señor Minton, ¿qué coño le ha hecho a mi juicio?
– Seño…
– Cállese y siéntese. Los dos.
Ambos obedecimos. La jueza se recompuso y se inclinó hacia delante por encima del escritorio. Todavía estaba mirando a Minton.
– ¿Quién hizo las averiguaciones previas de este testigo suyo? -preguntó con calma-. ¿Quién lo investigó?
– Eh, eso debería ser, de hecho, sólo lo investigamos en el condado de Los Ángeles. No había ninguna advertencia, ninguna señal. Comprobé su nombre en el ordenador, pero no usé las iniciales.
– ¿Cuántas veces lo han utilizado en este condado antes de hoy?
– Sólo una vez antes en juicio. Pero ha proporcionado información en otros tres casos que haya podido encontrar. No surgió nada de Arizona.
– ¿A nadie se le ocurrió pensar que este tipo había estado en algún otro sitio o que había usado variantes de su nombre?
– Supongo que no. Me lo pasó la fiscal original del caso. Supuse que ella lo había investigado.
– Mentira -dije.
La jueza volvió su mirada hacia mí. Podía haberme quedado sentado y contemplar cómo Minton caía, pero no iba a permitirle que tratara de arrastrar con él a Maggie McPherson.
– La fiscal original era Maggie McPherson -dije-. Ella sólo tuvo el caso tres horas. Es mi ex mujer y en cuanto me vio en la primera comparecencia supo que tenía que dejarlo. Y usted obtuvo el caso ese mismo día, Minton. ¿En qué momento se supone que ella tenía que investigar el historial de sus testigos, especialmente de este tipo que no salió de debajo de las piedras hasta después de la primera comparecencia? Ella lo pasó y punto.
Minton abrió la boca para decir algo, pero la jueza lo cortó.
– No importa quién debía hacerlo. No se hizo de manera adecuada y, en cualquier caso, poner a ese hombre en el estrado en mi opinión ha sido una conducta groseramente inadecuada.
– Señoría-espetó Minton-, yo…
– Guárdeselo para su jefe. Será a él a quien tenga que convencer. ¿Cuál es la última oferta que ha hecho el Estado al señor Roulet?
Minton pareció paralizado e incapaz de responder. Yo respondí por él.
– Agresión simple, seis meses en el condado.
La jueza levantó las cejas y me miró.
– ¿Y usted no la aceptó?
Negué con la cabeza.
– Mi cliente no aceptaría una condena. Le arruinaría. Se arriesgará con el veredicto.
– ¿Quiere un juicio nulo? -preguntó.
Me reí y negué con la cabeza.
– No, no quiero un juicio nulo. Eso sólo daría más tiempo a la fiscalía para poner orden en su estropicio y volver contra nosotros.
– Entonces ¿qué quiere? -preguntó.
– ¿Qué quiero? Un veredicto directo estaría bien. Algo que no pueda tener recursos del Estado. Al margen de eso llegaremos hasta el final.
La jueza asintió y juntó las manos sobre la mesa.
– Un veredicto directo sería ridículo, señoría -dijo Minton, encontrando finalmente la voz-. En cualquier caso estamos al final del juicio. Podemos llevarlo hasta el veredicto. El jurado lo merece. Sólo porque la fiscalía haya cometido un error no hay motivo para subvertir todo el proceso.
– No sea estúpido, señor Minton -dijo la jueza despreciativamente-. No se trata de lo que merece el jurado. Y por lo que a mí respecta, un error como el que ustedes han cometido basta. No quiero que el Segundo me lo rebote, y eso es lo que seguramente harán. Entonces cargaré con el muerto por su mala conducta…
– ¡No conocía el historial de Corliss! -dijo Minton con energía-. Juro por Dios que no lo conocía.
La intensidad de sus palabras impuso un momentáneo silencio al despacho. Pero yo enseguida me deslicé en ese vacío.
– ¿Igual que no sabía lo de la navaja, Ted?
Fullbright paseó la mirada de Minton a mí y luego volvió a mirar a Minton.
– ¿Qué navaja? -preguntó ella.
Minton no dijo nada.
– Cuénteselo -dije.
Minton negó con la cabeza.
– No sé de qué está hablando -dijo.
– Entonces cuéntemelo usted -me dijo la jueza.
– Señoría, si uno espera los hallazgos de la oficina del fiscal, ya puede retirarse -dije-. Los testigos desaparecen, las historias cambian, puedes perder un caso si te sientas a esperar.
– Muy bien, ¿y qué ocurrió con la navaja?
– Necesitaba avanzar en mi caso. Así que mi investigador consiguió los informes por la puerta de atrás. Es juego limpio. Pero estaban esperándole y falsificaron un informe sobre la navaja para que yo no tuviera noticia de las iniciales. No lo supe hasta que recibí el paquete formal de hallazgos.
La jueza adoptó una expresión severa.
– Eso fue la policía, no la fiscalía -dijo Minton con rapidez.
– Hace treinta segundos ha dicho que no sabía de qué estaba hablando -dijo Fullbright-. Ahora, de repente, lo sabe. No me importa quién lo hizo. ¿Me está diciendo que de hecho ocurrió así?
Minton asintió a regañadientes.
– Sí, señoría. Pero juro que yo…
– ¿Sabe lo que eso me dice? -le interrumpió la jueza-. Me dice que desde el principio hasta el final el Estado no ha jugado limpio en este caso. No importa quién hizo qué o que el investigador del señor Haller pudiera haber actuado de manera impropia. La fiscalía ha de estar por encima de eso. Y como se ha demostrado hoy en mi sala no lo ha estado ni por asomo.
– Señoría, no es…
– Basta, señor Minton. Creo que he oído suficiente. Quiero que ahora se vayan los dos. Dentro de media hora iré a mi banco y anunciaré lo que haremos al respecto. Todavía no sé qué será, pero no importa lo que haga, no le va a gustar lo que tengo que decir, señor Minton. Y le pido que su jefe, el señor Smithson, esté en la sala con usted para oírlo.
Me levanté. Minton no se movió. Todavía estaba petrificado en el asiento.
– ¡He dicho que pueden irse! -bramó la jueza.
Seguí a Minton hasta la sala del tribunal. Estaba vacía salvo por Meehan, que estaba sentado ante el escritorio del alguacil. Cogí mi maletín de la mesa de la defensa y me dirigí a la portezuela.
– Eh, Haller, espere un segundo -dijo Minton, al tiempo que recogía unas carpetas de la mesa de la acusación.
Me detuve en la portezuela y lo miré.
– ¿Qué?
Minton se acercó a la portezuela y señaló la puerta de atrás de la sala.
– Salgamos de aquí.
– Mi cliente estará esperándome fuera.
– Venga aquí.
Se dirigió a la puerta y yo lo seguí. En el vestíbulo en el que dos días antes había confrontado a Roulet, Minton se detuvo para confrontarme. Pero no dijo nada. Estaba reuniendo las palabras. Decidí empujarlo más todavía.
– Mientras va a buscar a Smithson creo que pararé en la oficina del Times en la segunda y me aseguraré de que el periodista sepa que habrá fuegos artificiales aquí dentro de media hora.
– Mire -balbució Minton-, hemos de arreglar esto.
– ¿Hemos?
– Aparque lo del Times, ¿vale? Déme su número de móvil y déme diez minutos.
– ¿Para qué?
– Déjeme bajar a mi oficina y ver qué puedo hacer.
– No me fío de usted, Minton.
– Bueno, si quiere lo mejor para su cliente en lugar de un titular barato, tendrá que confiar en mí diez minutos.
Aparté la mirada del rostro del fiscal y simulé que estaba considerando la oferta. Finalmente volví a mirarlo. Nuestros rostros estaban a sólo medio metro de distancia.
– Sabe, Minton, podría haberme tragado todas las mentiras. La navaja, la arrogancia y todo lo demás. Soy profesional y he de vivir con esa mierda de los fiscales todos los días de mi vida, pero cuando trató de cargarle Corliss a Maggie McPherson, es cuando decidí no mostrar piedad.
– Mire, no hice nada intencionadamente…
– Minton, mire a su alrededor. No hay nadie más que nosotros. No hay cámaras, no hay cintas, no hay testigos. ¿Va a quedarse ahí y va a decirme que nunca había oído hablar de Corliss antes de la reunión de equipo de ayer?
Respondió señalándome con un dedo airado.
– ¿Y usted va a quedarse ahí y va a decirme que no había oído hablar de él hasta esta mañana?
Nos miramos el uno al otro un largo momento.
– Puedo ser novato, pero no soy estúpido -dijo-. Toda su estrategia consistía en empujarme a usar a Corliss. Todo el tiempo supo lo que podía hacer con él. Y probablemente lo supo por su ex.
– Si puede demostrarlo, demuéstrelo -dije.
– Oh, no se preocupe, podría… si tuviera tiempo. Pero sólo tengo media hora.
Lentamente levanté la muñeca y miré mi reloj.
– Más bien veintiséis minutos.
– Déme su número de móvil.
Lo hice y Minton se fue. Esperé quince segundos en el vestíbulo antes de franquear la puerta.
Roulet estaba de pie junto a la cristalera que daba a la plaza. Su madre y C. C. Dobbs estaban sentados en un banco contra la pared opuesta. Más allá vi a la detective Sobel entreteniéndose en el pasillo.
Roulet me vio y empezó a avanzar hacia mí. Enseguida lo siguieron su madre y Dobbs.
– ¿Qué pasa? -preguntó Dobbs en primer lugar.
Esperé hasta que todos se reunieron cerca de mí antes de responder.
– Creo que todo está a punto de explotar -dije.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Dobbs.
– La jueza está considerando un veredicto directo. Lo sabremos muy pronto.
– ¿Qué es un veredicto directo? -preguntó Mary Windsor.
– Significa que el juez retira la decisión de manos del jurado y emite un veredicto de absolución. La jueza está enfadada porque Minton ha actuado mal con Corliss y algunas cosas más.
– ¿Puede hacerlo? Simplemente absolverlo.
– Ella es la jueza. Puede hacer lo que quiera.
– ¡Oh, Dios mío!
Windsor se llevó una mano a la boca y puso cara de estar a punto de romper a llorar.
– He dicho que lo está considerando -la previne-. No significa que vaya a ocurrir. Pero ya me ha ofrecido un juicio nulo y lo he rechazado de pleno.
– ¿Lo ha rechazado? -exclamó Dobbs-. ¿Por qué diablos ha hecho eso?
– Porque no significa nada. El Estado podría volver y juzgar otra vez a Louis, esta vez con mejores armas porque ya conocen nuestros movimientos. Olvídese del juicio nulo. No vamos a educar al fiscal. Queremos algo sin retorno o nos arriesgaremos con un veredicto del jurado hoy. Incluso si dictaminan contra nosotros, tenemos fundamentos sólidos para apelar.
– ¿No es una decisión que le corresponde a Louis? -preguntó Dobbs-. Al fin y al cabo, él es…
– Cecil, calla -soltó Windsor-. Cállate y deja de cuestionar todo lo que este hombre hace por Louis. Tiene razón. ¡No vamos a volver a pasar por esto!
Dobbs reaccionó como si hubiera sido abofeteado por la madre de Roulet. Pareció encogerse y separarse del corrillo. Miré a Mary Windsor y vi un rostro diferente. Vi el rostro de la mujer que había empezado un negocio de la nada y lo había llevado a la cima. También miré a Dobbs de un modo diferente, dándome cuenta de que probablemente había estado susurrando dulcemente en el oído de Windsor desaprobaciones de mi trabajo en todo momento.
Lo dejé estar y me concentré en lo que nos ocupaba.
– Sólo hay una cosa que le gusta menos a la oficina del fiscal que perder un veredicto -dije-. Y eso es ser avergonzada por un juez con un veredicto directo, especialmente después de un hallazgo de mala conducta por parte de la fiscalía. Minton ha bajado a hablar con su jefe y es un hombre muy político y siempre sabe por dónde sopla el viento. Podríamos saber algo dentro de unos pocos minutos.
Roulet estaba directamente delante de mí. Miré por encima de su hombro y vi que Sobel continuaba de pie en el pasillo. Estaba hablando por un teléfono móvil.
– Escuchen-dije-i Quédense sentados tranquilos. Si no tengo noticias de la oficina del fiscal, volveremos a la sala dentro de veinte minutos para ver qué quiere hacer la jueza. Así que quédense cerca. Si me disculpan, voy al lavabo.
Me alejé de ellos y recorrí el pasillo en dirección a Sobel, pero Roulet se alejó de su madre y su abogado y me dio alcance. Me cogió por el brazo para detenerme.
– Todavía quiero saber cómo consiguió Corliss esa mierda que está diciendo -preguntó.
– ¿Qué importa? Nos beneficia. Es lo que importa.
Roulet acercó su rostro al mío.
– El tipo me ha llamado asesino desde el estrado. ¿Cómo me beneficia eso?
– Porque nadie le creyó. Y por eso está cabreada la jueza, porque han usado a un mentiroso profesional para subir al estrado y decir las peores cosas de usted. Ponerlo delante de un jurado y después tener que revelar al tipo como un mentiroso es conducta indebida. ¿No lo ve? He tenido que subir las apuestas. Era la única forma de presionar a la jueza para amonestar a la fiscalía. Estoy haciendo exactamente lo que quería que hiciera, Louis. Voy a sacarlo en libertad.
Lo examiné mientras él calibraba la información.
– Así que déjelo estar -dije-. Vuelva con su madre y con Dobbs y déjeme mear.
Negó con la cabeza.
– No, no voy a dejarlo, Mick.
Apretó un dedo en mi pecho.
– Está ocurriendo algo más, Mick, y no me gusta. Ha de recordar algo. Tengo su pistola. Y tiene una hija. Ha de…
Cerré mi mano sobre la suya y la aparté de mi pecho.
– No amenace nunca a mi familia -dije con voz controlada pero airada-. Si quiere venir a por mí, bien, venga a por mí. Pero nunca vuelva a amenazar a mi hija. Le enterraré tan hondo que no lo encontrarán jamás. ¿Lo ha entendido, Louis?
Lentamente asintió y una sonrisa le arrugó el rostro.
– Claro, Mick. Sólo quería que nos entendiéramos mutuamente.
Le solté la mano y lo dejé allí. Empecé a caminar hacia el final del pasillo donde estaban los lavabos y donde Sobel parecía estar esperando mientras hablaba por el móvil. Estaba caminando a ciegas, con los pensamientos de la amenaza a mi hija nublándome la visión, pero al acercarme a Sobel me espabilé. Ella terminó la llamada cuando yo llegué allí.
– Detective Sobel -dije.
– Señor Haller-dijo ella.
– ¿Puedo preguntarle por qué está aquí? ¿Van a detenerme?
– Estoy aquí porque me invitó, ¿recuerda?
– Ah, no, no lo recordaba.
Ella entrecerró los ojos.
– Me dijo que debería ver su juicio.
De repente me di cuenta de que ella se estaba refiriendo a la extraña conversación en la oficina de mi casa durante el registro del lunes por la noche.
– Ah, sí, lo había olvidado. Bueno, me alegro de que aceptara mi oferta. He visto a su compañero antes. ¿Qué le ha pasado?
– Ah, está por aquí.
Traté de interpretar algo en sus palabras. No había respondido a mi pregunta de si iban a detenerme. Señalé con la cabeza en dirección a la sala del tribunal.
– Entonces, ¿qué opina?
– Interesante. Me habría gustado ser una mosca en la pared de la oficina de la jueza.
– Bueno, quédese. Todavía no ha terminado.
– Quizá lo haga.
Mi teléfono móvil empezó a vibrar. Busqué bajo la chaqueta y lo saqué de mi cadera. La pantalla de identificación de llamada decía que era de la oficina del fiscal del distrito.
– He de atender esta llamada -dije.
– Por supuesto -dijo Sobel.
Abrí el teléfono y empecé a caminar por el pasillo hacia donde Roulet estaba paseando.
– ¿Hola?
– Mickey Haller, soy Jack Smithson, de la oficina del fiscal. ¿Cómo le va el día?
– He tenido mejores.
– No después de lo que voy a ofrecerle.
– Le escucho.
La jueza no salió de su despacho hasta pasados quince minutos más de los treinta que había prometido. Estábamos todos esperando: Roulet y yo en la mesa de la defensa; su madre y Dobbs justo detrás, en primera fila. En la mesa de la acusación, Minton ya no volaba en solitario. Junto a él se había sentado Jack Smithson. Yo estaba pensando que probablemente era la primera vez que pisaba un tribunal en un año.
Minton se mostraba abatido y derrotado. Sentado junto a Smithson, uno podría haberlo tomado por un acusado junto a su abogado. Parecía culpable como un acusado.
El detective Booker no estaba en la sala y me pregunté si estaría trabajando en algo o si simplemente nadie se había molestado en llamarle para darle la mala noticia.
Me volví para mirar el gran reloj de la pared de atrás y examinar la galería. La pantalla de la presentación de Power Point de Minton ya no estaba, una pista de lo que se avecinaba. Vi a Sobel sentada en la fila de atrás, pero no así ni a su compañero ni a Kurlen. No había nadie más salvo Dobbs y Windsor, y ellos no contaban. La fila reservada a los medios estaba vacía. Los medios no habían sido alertados. Yo estaba cumpliendo mi parte del trato con Smithson.
El ayudante Meehan llamó al orden en la sala y la jueza
Fullbright ocupó el banco con un floreo y el aroma de lilas flotó hacia las mesas. Supuse que se habría fumado uno o dos cigarrillos en el despacho y se había excedido con el perfume para tapar el olor.
– En la cuestión del Estado contra Louis Roulet, entiendo por mi alguacil que tenemos una moción.
Minton se levantó.
– Sí, señoría.
No dijo nada más, como si no fuera capaz de hablar.
– Bien, señor Minton, ¿me la va a enviar por telepatía?
– No, señoría.
Minton miró a Smithson, que le dio su permiso con la cabeza.
– El Estado ha decidido retirar todos los cargos contra Louis Ross Roulet.
La jueza asintió con la cabeza como si hubiera esperado ese movimiento. Oí que alguien tomaba aire detrás de mí y supe que era Mary Windsor. Ella sabía lo que iba a ocurrir, pero había contenido sus emociones hasta oírlo en la sala.
– ¿Con o sin perjuicio? -preguntó la jueza.
– Retirado con perjuicio.
– ¿Está seguro de eso, señor Minton? Eso significa que no puede haber recurso del Estado.
– Sí, señoría, lo sé -dijo Minton con una nota de molestia por el hecho de que la jueza necesitara explicarle la ley.
La jueza anotó algo y luego volvió a mirar a Minton.
– Creo que para que conste en acta el Estado ha de ofrecer algún tipo de explicación de esta moción. Hemos elegido un jurado y hemos escuchado más de dos días de testimonios. ¿Por qué el Estado toma esta medida en esta fase, señor Minton?
Smithson se levantó. Era un hombre alto y delgado, de tez pálida. Era un espécimen de fiscal. Nadie quería a un hombre obeso como fiscal del distrito y eso era precisamente lo que esperaba ser algún día. Llevaba una americana color gris marengo junto con lo que se había convertido en su sello personal: una pajarita granate y un pañuelo a juego que asomaba del bolsillo del pecho del traje.
Entre los profesionales de la defensa se había corrido la voz de que un consejero político le había dicho que empezara a construirse una imagen reconocible por los medios con objeto de que cuando llegara el momento de la carrera electoral los votantes pensaran que ya lo conocían. La presente era una situación en la que no quería que los medios llevaran su imagen a los votantes.
– Si se me permite, señoría -dijo.
– Que conste en acta la presencia del ayudante del fiscal del distrito John Smithson, director de la División de Van Nuys. Bienvenido, Jack. Adelante, por favor.
– Jueza Fullbright, ha llegado a mi atención que en el interés de la justicia los cargos contra el señor Roulet deberían ser retirados.
Pronunció mal el apellido Roulet.
– ¿Es la única explicación que puede ofrecer, Jack? -preguntó la jueza.
Smithson reflexionó antes de responder. A pesar de que no había periodistas presentes, el registro de la vista sería público y sus palabras visibles más tarde.
– Señoría, ha llegado a mi atención que se produjeron irregularidades en la investigación y la posterior acusación. Esta oficina se basa en la creencia en la santidad de nuestro sistema de justicia. Yo lo salvaguardo personalmente en la División de Van Nuys y me lo tomo, muy, muy en serio. Y por tanto es mejor que rechacemos un caso a que veamos la justicia posiblemente comprometida en algún modo.
– Gracias, señor Smithson. Es refrescante oírlo.
La jueza tomó otra nota y luego nos volvió a mirar.
– Se aprueba la moción del Estado -dijo-. Todos los cargos contra el señor Roulet se retiran con perjuicio. Señor Roulet, queda usted absuelto.
– Gracias, señoría -dije.
– Todavía tenemos un jurado que ha de volver a la una -dijo Fullbright-. Lo reuniré y explicaré que el caso ha quedado resuelto. Si alguno de los letrados desea volver entonces, estoy segura de que los miembros del jurado tendrán preguntas para hacerles. No obstante, no se requiere que vuelvan.
Asentí con la cabeza, pero no dije que no iba a volver. Las doce personas que habían sido tan importantes durante la última semana acababan de caer del radar. Ahora significaban tan poco para mí como los conductores que circulan en sentido contrario por la autopista. Habían pasado a mi lado y para mí ya no existían.
La jueza se levantó y Smithson fue el primero en abandonar la sala. No tenía nada que decir ni a Minton ni a mí. Su prioridad era distanciarse de esa catástrofe para la fiscalía. Miré y vi que el rostro de Minton había perdido todo el color. Supuse que pronto vería su nombre en las páginas amarillas. No conservaría el puesto en la oficina del fiscal y se uniría a las filas de los profesionales de la defensa, con una muy costosa primera lección sobre casos de delitos graves.
Roulet estaba en la barandilla, inclinándose para abrazar a su madre. Dobbs tenía una mano en su hombro en un gesto de felicitación, pero el abogado de la familia no se había recuperado de la dura reprimenda de Windsor en el pasillo.
Cuando acabaron los abrazos, Roulet se volvió hacia mí y me estrechó la mano con vacilación.
– No me equivocaba con usted -dijo-. Sabía que era el indicado.
– Quiero la pistola -dije, inexpresivo, sin que mi rostro mostrara ninguna alegría por la victoria recién obtenida.
– Por supuesto que la quiere.
Se volvió de nuevo hacia su madre. Vacilé un momento y luego me volví a la mesa de la defensa. Abrí mi maletín para guardar todos los archivos.
– ¿Michael?
Al volverme vi que era Dobbs quien extendía una mano por la barandilla. Se la estreché y asentí con la cabeza.
– Lo ha hecho bien -dijo Dobbs, como si necesitara oírselo decir a él-. Todos lo apreciamos mucho.
– Gracias. Sé que no confiaba mucho en mí al principio.
Fui lo bastante cortés para no mencionar el arrebato de Windsor y lo que había dicho acerca de acuchillarme por la espalda.
– Sólo porque no le conocía -dijo Dobbs-. Ahora le conozco. Ya sé quién recomendar a mis clientes.
– Gracias. Aunque espero que sus clientes nunca me necesiten.
Se rió.
– ¡Yo también!
Entonces llegó el turno de Mary Windsor. Me extendió la mano por encima de la portezuela.
– Señor Haller, gracias por lo que ha hecho por mi hijo.
– De nada -dije cansinamente-. Cuide de él.
– Siempre lo hago.
Asentí.
– ¿Por qué no salen todos al pasillo? Yo iré dentro de un minuto. He de acabar unas cuestiones aquí con el alguacil y el señor Minton.
Me volví hacia la mesa y acto seguido la rodeé y me acerqué a la secretaria del tribunal.
– ¿Cuánto tardaré en tener una copia firmada de la orden de la jueza?
– La registraremos esta tarde. Podemos enviarle una copia si no quiere volver.
– Eso sería fantástico. ¿También pueden enviármela por fax?
Ella dijo que lo haría y yo le di el número de fax de Lorna Taylor.
Todavía no estaba seguro de cómo podría usarla, pero sin lugar a dudas una orden de retirar los cargos podría ayudarme de algún modo a conseguir algún que otro cliente.
Cuando me volví de nuevo para coger mi maletín e irme me fijé en que la detective Sobel había abandonado la sala. Sólo quedaba Minton. Estaba de pie recogiendo sus cosas.
– Perdón, no tuve ocasión de ver su presentación de Power Point -dije.
– Sí, era muy buena. Creo que los habría convencido.
Asentí.
– ¿Qué va a hacer ahora?
– No lo sé. Ver si puedo superar esto y de algún modo no perder el empleo.
Se puso las carpetas bajo el brazo. No tenía maletín. Sólo tenía que bajar a la segunda planta. Se volvió y me dedicó una mirada dura.
– Lo único que sé es que no quiero cruzar el pasillo. No quiero convertirme en alguien como usted, Haller. Creo que me gusta demasiado dormir para eso.
Dicho esto franqueó la portezuela y salió a grandes zancadas de la sala. Miré a la secretaria para ver si había oído lo que Minton había dicho. Actuó como si no lo hubiera oído.
Me tomé mi tiempo para seguir al fiscal. Cogí mi maletín y me volví de espaldas para empujar la puerta. Miré el banco vacío de la jueza y el escudo del estado de California en el panel frontal. Asentí con la cabeza por nada en particular y salí.
Roulet y su cohorte estaban esperándome en el pasillo. Miré a ambos lados y vi a Sobel junto a los ascensores. Estaba hablando por el móvil y aparentaba estar esperando un ascensor, pero no vi que el botón de bajar estuviera encendido.
– Michael, ¿puede unirse a nosotros en el almuerzo? -dijo Dobbs después de verme-. ¡Vamos a celebrarlo!
Me fijé en que ahora me llamaba por el nombre de pila. La victoria hace que todo el mundo sea amistoso.
– Eh… -dije, todavía mirando a Sobel-. Creo que no tengo tiempo.
– ¿Por qué no? Obviamente no tiene un juicio por la tarde.
Finalmente miré a Dobbs. Tenía ganas de decirle que no podía comer con ellos porque no quería volver a verlos, ni a él ni a Mary Windsor ni a Louis Roulet.
– Creo que voy a quedarme por aquí y a hablar con los miembros del jurado cuando vuelvan a la una.
– ¿Por qué? -preguntó Roulet.
– Porque me ayudará a pensar qué estaban pensando y en qué posición estábamos.
Dobbs me dio una palmadita en la parte superior del brazo.
– Siempre aprendiendo, siempre mejorando para el siguiente. No se lo reprocho.
Parecía encantado de que no fuera a acompañarlos. Y por una buena razón. Probablemente me quería lejos para empezar a reparar su relación con Mary Windsor. Quería esa cuenta filón sólo para él otra vez.
Oí el golpe ahogado del ascensor y volví a mirar al pasillo. Sobel estaba delante del ascensor abierto. No iba a subir.
En ese momento, Lankford, Kurlen y Booker salieron del ascensor y se unieron a Sobel. Empezaron a caminar hacia nosotros.
– Entonces le dejaremos con eso -dijo Dobbs, que estaba de espaldas a los detectives que se acercaban-. Tenemos una reserva en Orso y me temo que ya vamos a llegar tarde.
– Muy bien -dije, todavía mirando hacia el pasillo.
Dobbs, Windsor y Roulet se volvieron para alejarse justo al tiempo que los cuatro detectives nos alcanzaban.
– Louis Roulet -anunció Kurlen-, está detenido. Vuélvase, por favor, y ponga las manos a la espalda.
– ¡No! -gritó Mary Windsor-. No puede…
– ¿Qué es esto? -gritó Dobbs.
Kurlen no respondió ni esperó que Roulet obedeciera. Dio un paso adelante y de manera brusca obligó a Roulet a darse la vuelta. Al hacer el giro forzado, los ojos de Roulet buscaron los míos.
– ¿Qué está pasando, Mick? -dijo con voz calmada-. Esto no debería ocurrir.
Mary Windsor avanzó hacia su hijo.
– ¡Quítele las manos de encima!
Cogió a Kurlen desde atrás, pero Booker y Lankford intervinieron con presteza y la separaron, manejándola con suavidad pero con fuerza.
– Señora, retroceda -ordenó Booker-. O la meteré en el calabozo.
Kurlen empezó a leerle sus derechos a Roulet. Windsor se quedó atrás, pero no en silencio.
– ¿Cómo se atreven? ¡No pueden hacer esto!
Cambiaba constantemente el peso del cuerpo de un pie al otro y daba la sensación de que unas manos invisibles estuvieran impidiendo que cargara otra vez contra Kurlen.
– Madre -dijo Roulet en un tono de voz que llevaba más peso y control que el de ninguno de los detectives.
El cuerpo de Windsor transigió. Se rindió. Pero Dobbs no lo hizo.
– ¿Por qué lo está deteniendo? -preguntó.
– Sospechoso de asesinato -dijo Kurlen-. Del asesinato de Martha Rentería.
– ¡Eso es imposible! -gritó Dobbs-. Se ha demostrado que todo lo que ese testigo Corliss dijo allí dentro era mentira. ¿Está loco? La jueza ha desestimado el caso por sus mentiras.
Kurlen interrumpió su lectura de los derechos de Roulet y miró a Dobbs.
– Si era mentira, ¿cómo sabe que estaba hablando de Martha Rentería?
Dobbs se dio cuenta de su error y dio un paso atrás para apartarse. Kurlen sonrió.
– Sí, eso creía -dijo.
Cogió a Roulet por el codo y le dio la vuelta.
– Vamos -dijo.
– ¿Mick? -dijo Roulet.
– Detective Kurlen -dije-, ¿puedo hablar un momento con mi cliente?
Kurlen me miró, pareció sopesarme de algún modo y asintió.
– Un minuto. Dígale que se comporte y todo será mucho más fácil para él.
Empujó a Roulet hacia mí. Yo lo cogí de un brazo y lo alejé unos pasos de los demás para poder tener intimidad si manteníamos la voz baja. Me acerqué más a él y empecé en un susurro.
– Ya está, Louis. Esto es un adiós. Lo suelto. Ahora va solo. Búsquese otro abogado.
Sus ojos revelaron la sorpresa. Luego su expresión se nubló con una ira muy concentrada. Era pura rabia y me di cuenta de que era la misma rabia que habrían visto Regina Campo y Martha Rentería.
– No necesitaré un abogado -me dijo-. ¿Cree que pueden presentar cargos con lo que usted de alguna forma le dijo a ese soplón mentiroso? Mejor que se lo vuelva a pensar.
– No necesitarán al soplón, Louis. Créame, descubrirán más. Probablemente ya tienen más.
– ¿Y usted, Mick? ¿No se está olvidando de algo? Tengo…
– Lo sé. Pero ya no importa. No necesitan mi pistola. Ya tienen todo lo que necesitan. Pero me ocurra lo que me ocurra, sabré que yo le derribé. Al final, después del juicio y de todas las apelaciones, cuando finalmente le claven la aguja en el brazo, será por mí, Louis. Recuérdelo. -Sonreí sin un ápice de humor y me acerqué todavía más-. Esto es por Raúl Levin. Puede que no lo condenen por su muerte, pero, no se equivoque, le van a condenar.
Dejé que lo pensara un momento antes de retirarme y hacerle una seña a Kurlen. Él y Booker se colocaron a ambos lados de Roulet y lo agarraron por la parte superior de ambos brazos.
– Me ha tendido una trampa -dijo Roulet, manteniendo la calma de algún modo-. No es un abogado. Trabaja para ellos.
– Vamos -dijo Kurlen.
Empezaron a llevárselo, pero él se los sacudió momentáneamente y volvió a clavarme su mirada de furia.
– No es el final, Mick -dijo-. Mañana por la mañana estaré fuera. ¿Qué hará entonces? Piénselo. ¿Qué va a hacer entonces? No puede proteger a todo el mundo.
Lo agarraron con más fuerza y sin contemplaciones lo obligaron a volverse hacia los ascensores. Esta vez Roulet no presentó resistencia. A medio camino del pasillo hacia los ascensores, con su madre y Dobbs siguiéndole, volvió la cabeza para mirarme por encima de su hombro. Sonrió y me hizo sentir un escalofrío.
«No puede proteger a todo el mundo.»
Una sensación de miedo me perforó el pecho.
Alguien estaba esperando en el ascensor y la puerta se abrió en cuanto la comitiva llegó hasta allí. Lankford le hizo una señal a la persona y cogió el ascensor. Roulet fue empujado al interior. Dobbs y Windsor estaban a punto de seguirlos cuando fueron detenidos por la mano extendida de Lankford en señal de stop. La puerta del ascensor empezó a cerrarse y Dobbs, enfadado e impotente, pulsó el botón que tenía al lado.
Tenía la esperanza de que fuera la última vez que viera a Louis Roulet, pero el miedo permanecía alojado en mi pecho, revoloteando como una polilla atrapada en la luz del porche. Me volví y casi choqué con Sobel. No me había fijado en que se había quedado atrás.
– Tienen suficiente, ¿no? -dije-. Dígame que no habrían actuado tan deprisa si no tuvieran lo suficiente para que no salga.
Ella me miró un largo momento antes de responder.
– Nosotros no decidimos eso. Lo hace la fiscalía. Probablemente depende de lo que saquen en el interrogatorio. Pero hasta ahora ha tenido un abogado muy listo. Probablemente sabe que no le conviene decirnos ni una palabra.
– ¿Entonces por qué no han esperado?
– No era mi decisión.
Negué con la cabeza. Quería decirle que habían actuado con precipitación. Eso no formaba parte del plan. Yo sólo quería plantar la semilla. Quería que se movieran con lentitud y sin cometer errores.
La polilla revoloteaba en mi interior y yo miré al suelo. No podía desembarazarme de la idea de que todas mis maquinaciones habían fallado, dejándome a mí y a mi familia expuestos en el punto de mira de un asesino. «No puede proteger a todo el mundo.»
Fue como si Sobel hubiera leído mis temores.
– Pero vamos a quedárnoslo -dijo-. Tenemos lo que el soplón dijo en el juicio y la receta. Estamos trabajando en los testigos y las pruebas forenses.
Mis ojos buscaron los suyos.
– ¿Qué receta?
Su rostro adoptó una expresión de sospecha.
– Pensaba que lo había adivinado. Lo entendimos en cuanto el soplón mencionó a la bailarina de serpientes.
– Sí. Martha Rentería. Eso ya lo sé. Pero ¿qué receta? ¿De qué está hablando?
Me había acercado demasiado a ella y Sobel dio un paso atrás. No era mi aliento. Era mi desesperación.
– No sé si debería decírselo, Haller. Usted es abogado defensor. Es su abogado.
– Ya no. Acabo de dejarlo.
– No importa. Él…
– Mire, acaban de detener al tipo por mí. Podrían inhabilitarme por eso. Incluso podría ir a la cárcel por un asesinato que no cometí. ¿De qué receta está hablando?
Dudó un momento y yo esperé, pero entonces ella habló por fin.
– Las últimas palabras de Raúl Levin. Dijo que encontró la receta para sacar a Jesús.
– ¿Qué significa eso?
– ¿De verdad no lo sabe?
– ¿Va a hacer el favor de decírmelo?
Ella transigió.
– Rastreamos los últimos movimientos de Levin. Antes de que fuera asesinado hizo averiguaciones acerca de las multas de aparcamiento. Incluso sacó copias en papel. Inventariamos lo que tenía en la oficina y finalmente lo comparamos con lo que había en el ordenador. Faltaba una multa en papel. Una receta. No sabíamos si su asesino se la llevó ese día o si había olvidado sacarla. Así que fuimos y sacamos una copia nosotros mismos. Fue emitida hace dos años, la noche del ocho de abril. Era una denuncia por aparcar delante de una boca de riego en la manzana de Blythe Street al seiscientos y pico, en Panorama City.
Todo encajó, como el último grano de arena que cae por el hueco del reloj de cristal. Raúl Levin verdaderamente había encontrado la salvación de Jesús Menéndez.
– Martha Rentería fue asesinada el ocho de abril de hace dos años -dije-. Vivía en Blythe, en Panorama City.
– Sí, pero eso no lo sabíamos. No vimos la conexión. Nos contó que Levin estaba trabajando para usted en casos separados. Jesús Menéndez y Louis Roulet eran investigaciones separadas. Levin también los tenía archivados por separado.
– Era un problema de hallazgos. Mantenía los casos separados para no tener que entregar a la fiscalía lo que descubriera sobre Roulet que surgiera en la investigación del caso Menéndez.
– Uno de los ángulos de abogado. Bueno, nos impidió entenderlo hasta que ese soplón mencionó a la bailarina de serpientes. Eso lo conectó todo.
Asentí.
– O sea que quien mató a Levin se llevó el papel.
– Creemos.
– ¿Comprobaron los teléfonos de Levin por si había escuchas? De alguna manera alguien supo que había encontrado la receta.
– Lo hicimos. No había nada. Los micrófonos podían haber sido sacados en el momento del asesinato. O quizás el teléfono que estaba pinchado era otro.
Es decir, el mío. Eso explicaría cómo Roulet conocía tantos de mis movimientos e incluso estaba esperándome convenientemente en mi casa la noche que había vuelto de ver a Jesús Menéndez.
– Haré que los comprueben-dije-. ¿Todo esto significa que estoy libre del asesinato de Raúl?
– No necesariamente -dijo Sobel-. Todavía queremos saber lo que surge de balística. Esperamos algo hoy.
Asentí. No sabía cómo responder. Sobel se entretuvo, aparentando que quería contarme o preguntarme algo.
– ¿Qué? -dije.
– No lo sé. ¿Hay algo que quiera contarme?
– No lo sé. No hay nada que contar.
– ¿De verdad? En el tribunal parecía que estaba tratando de decirnos mucho.
Me quedé un momento en silencio, tratando de leer entre líneas.
– ¿Qué quiere de mí, detective Sobel?
– Sabe lo que quiero. Quiero al asesino de Raúl Levin.
– Bueno, yo también. Pero no podría darle a Roulet para el caso Levin por más que quisiera. No sé cómo lo hizo. Y esto es off the record.
– O sea que eso todavía le deja en el punto de mira.
Miró por el pasillo hacia los ascensores en una clara insinuación. Si los resultados de balística coincidían, todavía podía tener problemas por la muerte de Levin. O decía cómo lo hizo Roulet o cargaría yo con la culpa. Cambié de asunto.
– ¿Cuánto tiempo cree que pasará hasta que Jesús Menéndez salga? -pregunté.
Ella se encogió de hombros.
– Es difícil de decir. Depende de la acusación que construyan contra Roulet, si es que hay acusación. Pero sé una cosa. No pueden juzgar a Roulet mientras haya otro hombre en prisión por el mismo crimen.
Me volví y caminé hasta la pared acristalada. Puse mi mano libre en la barandilla que recorría el cristal. Sentí una mezcla de euforia y pánico y esa polilla que seguía batiendo las alas en mi pecho.
– Es lo único que me importa -dije con calma-. Sacarlo. Eso y Raúl.
Ella se acercó y se quedó a mi lado.
– No sé lo que está haciendo -dijo-, pero déjenos el resto a nosotros.
– Si lo hago, probablemente su compañero me meterá en prisión por un asesinato que no cometí.
– Está jugando a un juego peligroso -dijo ella-. Déjelo.
La miré y luego miré de nuevo a la plaza.
– Claro -dije-. Ahora lo dejaré.
Habiendo oído lo que necesitaba oír, Sobel hizo un movimiento para irse.
– Buena suerte -dijo. La miré otra vez.
– Lo mismo digo.
Ella se fue y yo me quedé. Me volví hacia la ventana y miré hacia abajo. Vi a Dobbs y Windsor cruzando la plaza de hormigón y dirigiéndose al aparcamiento. Mary Windsor se apoyaba en su abogado. Dudaba que todavía se dirigieran a comer a Orso.
Esa noche, había empezado a correr la voz. No los detalles secretos, pero sí la historia pública. La historia de que había ganado el caso, que había conseguido que la fiscalía retirara los cargos sin posibilidad de recurso, y todo sólo para que mi cliente fuera detenido por asesinato en el pasillo del mismo tribunal. Recibí llamadas de todos los profesionales de la defensa que conocía. Recibí llamada tras llamada en mi teléfono móvil hasta que finalmente se agotó la batería. Todos mis colegas me felicitaban. Desde su punto de vista no había lado malo. Roulet era el cliente filón por excelencia. Había cobrado tarifas A por un juicio y cobraría tarifas A por el siguiente. Era como untar dos veces el mismo trozo de pan en la salsa, algo con lo que la mayoría de los profesionales de la defensa no podían ni siquiera soñar. Y, por supuesto, cuando les dije que no iba a ocuparme de la defensa del nuevo caso, cada uno de ellos me preguntó si podía recomendarles a Roulet.
Fue la única llamada que recibí en el teléfono fijo la que más esperaba. Era de Maggie McPherson.
– He estado toda la noche esperando tu llamada -dije.
Estaba paseando en la cocina, amarrado por el cable del teléfono. Había examinado mis teléfonos al llegar a casa y no había encontrado pruebas de dispositivos de escucha.
– Lo siento, he estado en la sala de conferencias -dijo ella.
– Oí que te han metido en el caso Roulet.
– Sí, por eso llamaba. Van a soltarlo.
– ¿De qué estás hablando? ¿Van a soltarlo?
– Sí. Lo han tenido nueve horas en una sala y no se ha quebrado. Quizá le enseñaste demasiado bien a no hablar, porque es una roca y no le han sacado nada, y eso significa que no tienen suficiente.
– Te equivocas. Hay suficiente. Tienen la multa de aparcamiento, y hay testigos que pueden situarlo en The Cobra Room. Incluso Menéndez puede identificarlo allí.
– Sabes tan bien como yo que Menéndez no sirve. Identificaría a cualquiera con tal de salir. Y si hay más testigos de The Cobra Room, entonces vamos a tardar un tiempo en investigarlos. La multa de aparcamiento lo sitúa en el barrio, pero no lo sitúa en el interior del apartamento.
– ¿Y la navaja?
– Están trabajando en eso, pero también llevará tiempo. Mira, queremos hacerlo bien. Era responsabilidad de Smithson y, créeme, él también quería quedárselo. Eso haría que el fiasco que has creado hoy fuera un poco más aceptable. Pero no hay con qué. Todavía no. Van a soltarlo y estudiarán las pruebas forenses y buscarán testigos. Si fue Roulet, entonces lo encontraremos, y tu otro cliente saldrá. No has de preocuparte. Pero hemos de hacerlo bien.
Lancé un puñetazo de impotencia en el aire.
– Han hecho saltar la liebre. Maldita sea, no tendrían que haber actuado hoy.
– Supongo que creyeron que les bastaría con un interrogatorio de nueve horas.
– Han sido estúpidos.
– Nadie es perfecto.
Estaba enfadado por su actitud, pero me mordí la lengua. Necesitaba que me mantuviera informado.
– ¿Cuándo van a soltarlo exactamente? -pregunté.
– No lo sé. Todo acaba de saberse. Kurlen y Booker han venido aquí a presentar el material, y Smithson los ha enviado otra vez a comisaría. Cuando vuelvan, supongo que lo soltarán.
– Escúchame, Maggie. Roulet sabe de Hayley.
Hubo un horrible y largo momento de silencio antes de que ella respondiera.
– ¿Qué estás diciendo, Haller? ¿Has dejado que nuestra hija…?
– Yo no he dejado que pase nada. Se coló en mi casa y vio su foto. No significa que sepa dónde vive ni siquiera que conozca su nombre. Pero sabe que existe y quiere vengarse de mí. Así que has de volver a casa ahora mismo. Quiero que estés con Hayley. Cógela y sal del apartamento. No corras riesgos.
Algo me retuvo de contarle todo, que sentía que Roulet había amenazado específicamente a mi familia en el tribunal. «No puede proteger a todo el mundo.» Sólo utilizaría esa información si Maggie se negaba a hacer lo que quería que hiciera con Hayley.
– Me voy ahora -dijo-. Iremos a tu casa.
Sabía que diría eso.
– No, no vengáis aquí.
– ¿Por qué no?
– Porque él podría venir aquí.
– Es una locura. ¿Qué vas a hacer?
– Todavía no estoy seguro. Sólo coge a Hayley y ponte a salvo. Luego llámame desde el móvil, pero no me digas dónde estás. Será mejor que yo ni siquiera lo sepa.
– Haller, llama a la policía. Pueden…
– ¿Y decirles qué?
– No lo sé. Diles que has sido amenazado.
– Un abogado defensor diciéndole a la policía que se siente amenazado…, sí, vendrán corriendo. Probablemente manden a un equipo del SWAT.
– Bueno, has de hacer algo.
– Pensaba que lo había hecho. Pensaba que iba a quedarse en prisión el resto de su vida. Pero habéis actuado demasiado deprisa y ahora tenéis que soltarlo.
– Te he dicho que no bastaba. Incluso sabiendo ahora de la posible amenaza a Hayley, todavía no hay suficiente.
– Entonces ve a buscar a nuestra hija y ocúpate de ella. Déjame a mí el resto.
– Ya voy.
Pero no colgó. Era como si me estuviera dando la oportunidad de decir más.
– Te quiero, Mags -dije-. Os quiero a las dos. Ten cuidado.
Colgué el teléfono antes de que pudiera responder. Casi inmediatamente lo descolgué y llamé al móvil de Fernando Valenzuela. Contestó después de cinco tonos.
– Val, soy yo, Mick.
– Mierda. Si hubiera sabido que eras tú no habría contestado.
– Mira, necesito tu ayuda.
– ¿Mi ayuda? ¿Me estás pidiendo ayuda después de lo que me preguntaste la otra noche? ¿Después de acusarme?
– Mira, Val, es una emergencia. Lo que dije la otra noche no venía a cuento y me disculpo. Te pagaré la tele, haré lo que quieras, pero necesito que me ayudes ahora mismo.
Esperé. Después de una pausa respondió.
– ¿Qué quieres que haga?
– Roulet todavía lleva el brazalete en el tobillo, ¿no?
– Sí. Ya sé lo que ha pasado en el tribunal, pero no he tenido noticias del tipo. Uno de mis contactos del tribunal me dijo que los polis lo volvieron a detener, así que no sé qué está pasando.
– Lo detuvieron, pero están a punto de soltarlo. Probablemente te llamará para poder quitarse el brazalete.
– Yo ya estoy en casa, tío. Puede encontrarme por la mañana.
– Eso es lo que quiero. Hazlo esperar.
– Eso no es ningún favor, tío.
– El favor viene ahora. Quiero que abras el portátil y lo controles. Cuando salga de comisaría quiero saber adonde va. ¿Puedes hacer eso por mí?
– ¿Te refieres a ahora mismo?
– Sí, ahora mismo. ¿Hay algún problema con eso?
– Más o menos.
Me preparé para otra discusión. Pero me sorprendió.
– Te hablé de la alarma de la batería en el brazalete, ¿no? -dijo Valenzuela.
– Sí, lo recuerdo.
– Bueno, hace una hora he recibido la alarma del veinte por ciento.
– Entonces ¿cuánto tiempo puedes seguirlo hasta que se agote la batería?
– Probablemente entre seis y ocho horas de búsqueda activa hasta que se ponga en pulso bajo. Luego aparecerá cada quince minutos durante otras cinco horas.
Pensé en todo ello. Sólo necesitaba una noche y saber que Maggie y Hayley estaban a salvo.
– La cuestión es que cuando está en pulso bajo pita -dijo Valenzuela-. Lo oirás venir. O se cansará del ruido y cargará la batería.
O quizás hará otra vez su número de Houdini, pensé.
– Vale-dije-. Me dijiste que había otras alarmas que podías poner en el programa de seguimiento.
– Sí.
– ¿Puedes ponerlo para tener una alarma si se acerca a un objetivo fijado?
– Sí, si la lleva un pedófilo puedes poner una alarma si se acerca a una escuela. Cosas así. Ha de ser un objetivo fijo.
– Entendido.
Le di la dirección del apartamento de Dickens, en Sherman Oaks, donde vivían Maggie y mi hija.
– Si se acerca a diez manzanas del sitio, llámame. No importa a qué hora, llámame. Ese es el favor.
– ¿Qué sitio es éste?
– Es donde vive mi hija.
Hubo un largo silencio antes de que respondiera Valenzuela.
– ¿Con Maggie? ¿Crees que este tipo va a ir allí?
– No lo sé. Espero que mientras tenga el brazalete en el tobillo no sea estúpido.
– Vale, Mick. Entendido.
– Gracias, Val. Y llámame al número de casa. El móvil está muerto.
Le di el número y luego me quedé un momento en silencio, preguntándome qué más podía decir por mi traición de dos noches antes. Finalmente, lo dejé estar. Tenía que concentrarme en la amenaza inmediata.
Salí de la cocina y recorrí el pasillo hasta mi despacho. Revisé el Rolodex de mi escritorio hasta que encontré un número y cogí el teléfono del despacho.
Marqué y esperé. Miré por la ventana de la izquierda del despacho y por primera vez me fijé en que estaba lloviendo. Parecía que iba a llover con fuerza y me pregunté si el tiempo afectaría al satélite que seguía a Roulet. Abandoné la idea cuando mi llamada fue respondida por Teddy Vogel, el líder de los Road Saints.
– Dime.
– Ted, Mickey Haller.
– Abogado, ¿cómo estás?
– No muy bien esta noche.
– Entonces me alegro de que llames. ¿Qué puedo hacer por ti?
Miré la lluvia que caía al otro lado de la ventana antes de responder. Sabía que si continuaba estaría en deuda con una gente con la que nunca había querido estar atado. Pero no había elección.
– ¿Tienes a alguien por aquí esta noche? -pregunté.
Hubo vacilación antes de que Vogel respondiera. Sabía que tenía que sentir curiosidad por el hecho de que su abogado le llamara para pedirle ayuda.
Obviamente estaba pidiéndole el tipo de ayuda que proporcionan los músculos y las pistolas.
– Tengo a unos cuantos tipos controlando las cosas en el club. ¿Qué pasa?
El club era el bar de estriptis de Sepulveda, no demasiado lejos de Sherman Oaks. Contaba con esa proximidad.
– Han amenazado a mi familia, Ted. Necesito unos tipos para hacer de barrera, quizá coger a un tipo si hace falta.
– ¿Armado y peligroso?
Dudé, pero no demasiado.
– Sí, armado y peligroso.
– Suena a nuestro trabajo. ¿Dónde los quieres?
Estaba inmediatamente preparado para actuar. Conocía bien el valor de que le debiera una. Le di la dirección del apartamento de Dickens. También le di una descripción de Roulet y de la ropa que llevaba ese día en el tribunal.
– Si aparece en el apartamento, quiero que lo detengan -dije-. Y necesito que tu gente vaya ahora.
– Hecho -dijo Vogel.
– Gracias, Ted.
– No, gracias a ti. Estamos encantados de ayudarte, teniendo en cuenta lo mucho que nos has ayudado.
Sí, claro, pensé. Colgué el teléfono, sabiendo que acababa de cruzar una de esas fronteras que esperas no tener que ver nunca y mucho menos tener que cruzar. Miré otra vez por la ventana.
La lluvia caía ahora con fuerza en el tejado. No tenía canaleta en la parte de atrás y caía como una cortina traslúcida que desdibujaban las luces.
Salí de la oficina y volví a la parte delantera de la casa. En la mesa del comedor estaba la pistola que me había dado Earl Briggs. Contemplé el arma y sopesé todas mis acciones. El resumen era que había estado volando a ciegas y al hacerlo había puesto en riesgo a alguien más que a mí mismo.
El pánico empezó a asentarse. Cogí el teléfono de la pared de la cocina y llamé al móvil de Maggie. Ella respondió enseguida. Supe que estaba en el coche.
– ¿Dónde estás?
– Estoy llegando a casa. Recogeré unas cosas y saldré.
– Bien.
– ¿Qué le digo a Hayley, que su padre ha puesto en peligro su vida?
– No es eso, Maggie. Es él. Es Roulet. No puedo controlarlo. Una noche llegué y estaba sentado en mi casa. Trabaja en inmobiliarias. Sabe cómo encontrar sitios. Vio su foto en mi escritorio. ¿Qué iba…?
– ¿Podemos hablar después? He de entrar y sacar a mi hija.
No «nuestra» hija, «mi» hija.
– Claro. Llámame cuando estéis en otro sitio.
Ella desconectó sin decir una palabra más y lentamente colgué el teléfono de la pared. Mi mano estaba todavía en el teléfono. Me incliné hacia delante hasta que mi frente tocó la pared. No me quedaban más movimientos. Sólo podía esperar a que Roulet diera el siguiente paso.
El timbrazo del teléfono me sorprendió y salté hacia atrás. El teléfono cayó al suelo y yo lo levanté tirando del cable. Era Valenzuela.
– ¿Has recibido mi mensaje? Te acabo de llamar.
– No. Estaba al teléfono. ¿Qué?
– Entonces me alegro de haber vuelto a llamar. Se está moviendo.
– ¿Dónde está?
Grité demasiado alto al teléfono. Estaba perdiendo los nervios.
– Se dirige al sur por Van Nuys. Me ha llamado y ha dicho que quería que le quitara el brazalete. Le dije que ya estaba en casa y que lo llamaría al día siguiente. Le dije que sería mejor que cargara la batería para que no empezara a sonar en plena noche.
– Bien pensado. ¿Dónde está ahora?
– Todavía en Van Nuys.
Traté de construir una imagen de Roulet conduciendo. Si iba hacia el sur por Van Nuys significaba que se dirigía directamente a Sherman Oaks y al barrio en el que vivían Maggie y Hayley. Aunque también podía dirigirse hacia su casa por el lado sur de la colina a través de Sherman Oaks. Tenía que esperar para estar seguro.
– ¿Cuánto retraso lleva el GPS? -pregunté.
– Es en tiempo real, tío. Es donde está ahora. Acaba de cruzar por debajo de la ciento uno. Puede que vaya a su casa, Mick.
– Lo sé, lo sé. Sólo espera hasta que cruce Ventura. La siguiente calle es Dickens. Si gira allí, entonces no va a su casa.
Me levanté y no sabía qué hacer. Empecé a pasear, con el teléfono fuertemente apretado contra la oreja. Sabía que aunque Teddy Vogel hubiera puesto a sus hombres en movimiento de inmediato, aún estaban a minutos de distancia. No me servían.
– ¿Y la lluvia? ¿Afecta al GPS?
– Se supone que no.
– Es un alivio.
– Se ha parado.
– ¿Dónde?
– Debe de ser un semáforo. Creo que es Moorpark Avenue.
Eso estaba a una manzana de Ventura y a dos antes de Dickens. Oí un pitido en el teléfono.
– ¿Qué es eso?
– La alarma de diez manzanas que me has pedido que pusiera.
El pitido se detuvo.
– Lo he apagado.
– Te llamo ahora mismo.
No esperé su respuesta. Colgué y llamé al móvil de Maggie. Respondió de inmediato.
– ¿Dónde estás?
– Me has pedido que no te lo dijera.
– ¿Has salido del apartamento?
– No, todavía no. Hayley está eligiendo unos lápices y unos libros para colorear que quiere llevarse.
– Maldita sea. ¡Sal de ahí! ¡Ahora!
– Vamos lo más deprisa que podemos…
– ¡Salid! Te volveré a llamar. Asegúrate de que respondes.
Colgué y volví a llamar a Valenzuela.
– ¿Dónde está?
– Ahora está en Ventura. Debe de haber pillado otro semáforo en rojo, porque no se mueve.
– ¿Estás seguro de que está en la calle y no aparcado?
– No, no estoy seguro. Podría… No importa, se está moviendo. Mierda, ha girado en Ventura.
– ¿En qué dirección?
Empecé a caminar, con el teléfono apretado contra mi oreja con tanta fuerza que me dolía.
– A la derecha, eh…, al oeste. Va en dirección oeste.
Estaba circulando en paralelo a Dickens, a una manzana de distancia, en la dirección del apartamento de mi hija.
– Acaba de pararse otra vez -anunció Valenzuela-. No es un cruce. Parece en medio de la manzana. Creo que ha aparcado.
Me pasé la mano libre por el pelo como un hombre desesperado.
– Mierda, he de irme. Mi móvil está muerto. Llama a Maggie y dile que va hacia ella. Dile que se meta en el coche y que se largue de allí.
Grité el número de Maggie y dejé caer el teléfono al salir de la cocina. Sabía que tardaría un mínimo de veinte minutos en llegar a Dickens -y eso tomando las curvas de Mulholland a cien por hora en el Lincoln-, pero no quería quedarme gritando órdenes al teléfono mientras mi familia estaba en peligro. Cogí la pistola de la mesa y me puse en marcha. Me la estaba guardando en el bolsillo lateral de la americana cuando abrí la puerta.
Mary Windsor estaba allí de pie, con el pelo mojado por la lluvia.
– Mary, ¿qué…?
Ella levantó la mano. Yo bajé la mirada y vi el brillo metálico de la pistola justo en el momento en que disparó.
El sonido fue ensordecedor y el destello tan brillante como el de una cámara. El impacto de la bala fue como imagino que será la coz de un caballo. En una fracción de segundo pasé de estar de pie a ser empujado hacia atrás. Golpeé con fuerza el suelo de madera y fui impulsado a la pared, junto a la chimenea del salón. Traté de llevarme ambas manos al agujero en mis tripas, pero mi mano derecha continuaba en el bolsillo de la chaqueta. Me sostuve con la izquierda y traté de sentarme.
Mary Windsor entró en la casa. Tuve que mirarla. A través de la puerta abierta vi que la lluvia caía detrás de ella. Levantó el arma y me apuntó a la frente. En un momento de destello vi el rostro de mi hija y supe que iba a abandonarla.
– ¡Ha tratado de arrebatarme a mi hijo! -gritó Windsor-. ¿Creía que iba a permitir que lo hiciera como si tal cosa?
Y entonces lo supe. Todo cristalizó. Supe que le había dicho palabras similares a Levin antes de matarlo. Y supe que no había habido ninguna violación en una mansión vacía de Bel-Air. Ella era una madre haciendo lo que tenía que hacer. Recordé entonces las palabras de Roulet. «Tiene razón en una cosa. Soy un hijo de puta.»
Y supe también que el último gesto de Levin no había sido para hacer la señal del demonio, sino para hacer la letra M o W, según como se mirara.
Windsor dio otro paso hacia mí.
– Váyase al infierno -dijo.
Ajustó la mano para disparar. Yo levanté mi mano derecha, todavía enredada en mi chaqueta. Debió de pensar que era un gesto de defensa, porque no se dio prisa. Estaba saboreando el momento. Lo sé. Hasta que yo disparé.
El cuerpo de Mary Windsor trastabilló hacia atrás con el impacto y aterrizó sobre su espalda en el umbral. Su pistola repiqueteó en el suelo y oí un lamento agudo. En ese mismo momento oí el ruido de pies que corrían en los escalones de la terraza delantera.
– ¡Policía! -gritó una mujer-. ¡Tiren las armas!
Miré a través de la puerta y no vi a nadie.
– ¡Tiren las armas y salgan con las manos en alto!
Esta vez fue un hombre el que había gritado y reconocí la voz.
Saqué la pistola del bolsillo de mi chaqueta y la dejé en el suelo. La aparté de mí.
– El arma está en el suelo -grité lo más alto que pude hacerlo con un boquete en el estómago-. Pero me han herido. No puedo levantarme. Los dos estamos heridos.
Primero vi el cañón de un arma apareciendo en el umbral. Luego una mano y por último un impermeable negro mojado. Era el detective Lankford. Entró en la casa y rápidamente lo siguió su compañera, la detective Sobel. Al entrar, Lankford apartó la pistola de Windsor de una patada. Continuó apuntándome con su propia arma.
– ¿Hay alguien más en la casa? -preguntó en voz alta.
– No -dije-. Escúcheme.
Traté de sentarme, pero el dolor se transmitió por mi cuerpo, y Lankford gritó.
– ¡No se mueva! ¡Quédese ahí!
– Escúcheme. Mi fami…
Sobel gritó una orden en una radio de mano, pidiendo ambulancias para dos personas heridas de bala.
– Un transporte -la corrigió Lankford-. Ella ha muerto.
Señaló con la pistola a Windsor.
Sobel se metió la radio en el bolsillo del impermeable y se me acercó. Se arrodilló y apartó mi mano de la herida. Me sacó la camisa por fuera de los pantalones para poder levantarla y ver la herida antes de volver a colocar mi mano sobre el agujero de bala.
– Apriete lo más fuerte que pueda. Sangra mucho. Hágame caso, apriete con fuerza.
– Escúcheme -repetí-, mi familia está en peligro. Han de…
– Espere.
Ella buscó en su impermeable y sacó un teléfono móvil de su cinturón. Lo abrió y pulsó una tecla de marcado rápido. El receptor de la llamada contestó de inmediato.
– Soy Sobel. Será mejor que lo detengáis otra vez. Su madre acaba de dispararle al abogado. Él llegó antes.
Sobel escuchó un momento y preguntó.
– Entonces, ¿dónde está?
La detective escuchó un poco más y se despidió. Yo la miré en cuanto ella cerró el teléfono.
– Lo detendrán. Su hija está a salvo.
– ¿Lo estaban vigilando?
Sobel asintió con la cabeza.
– Nos hemos aprovechado de su plan, Haller. Tenemos mucho sobre él, pero esperábamos tener más. Le dije que queríamos solucionar el caso Levin. Esperábamos que si lo dejábamos suelto nos mostraría su truco, nos mostraría cómo llegó a Levin. Pero creo que la madre acaba de resolvernos el misterio.
Entendí. Incluso con la sangre y la vida yéndose por la herida de mi estómago logré entenderlo. Soltar a Roulet había sido una trampa. Esperaban que viniera a por mí, revelando el método que había usado para burlar el sistema GPS del brazalete del tobillo cuando había matado a Raúl Levin. Sólo que él no había matado a Raúl. Su madre lo había hecho por él.
– ¿Maggie? -pregunté débilmente.
Sobel negó con la cabeza.
– Está bien. Tuvo que seguir la corriente, porque no sabíamos si Roulet le había pinchado la línea o no. No podía decirle que ella y Hayley estaban a salvo.
Cerré los ojos. No sabía si simplemente estar agradecido de que estuvieran bien o enfadado porque Maggie hubiera usado al padre de su hija como cebo para un asesino.
Traté de sentarme.
– Quiero llamarla. Ella…
– No se mueva. Quédese quieto.
Volví a apoyar la cabeza en el suelo. Tenía frío y estaba a punto de temblar, aun así también sentía que estaba sudando. Sentía que me debilitaba y mi respiración era más tenue.
Sobel sacó la radio del bolsillo otra vez y preguntó el tiempo estimado de llegada de la ambulancia. Le contestaron que la ayuda médica estaba todavía a seis minutos.
– Aguante -me dijo Sobel-. Se pondrá bien. Depende de lo que esa bala le haya hecho por dentro, se pondrá bien.
– Genial…
Quise decir genial con todo el sarcasmo. Pero me estaba desvaneciendo.
Lankford se acercó a Sobel y me miró. En una mano enguantada tenía la pistola con la que me había disparado Mary Windsor. Reconocí el mango de nácar. La pistola de Mickey Cohen. Mi pistola. La pistola con la que ella había matado a Raúl.
Asintió y yo lo tomé como una especie de señal. Quizá que a sus ojos había subido un peldaño, que sabía que había hecho el trabajo que les correspondía a ellos al hacer salir al asesino. Quizás incluso me estaba ofreciendo una tregua y quizá no odiaría tanto a los abogados después de eso.
Probablemente no. Pero asentí y el leve movimiento me hizo toser. Sentí algo en mi boca y supe que era sangre.
– No se nos muera ahora -ordenó Lankford-. Si terminamos haciendo el boca a boca a un abogado defensor, nunca lo superaremos.
Sonrió y yo le devolví la sonrisa. O lo intenté. Entonces la oscuridad empezó a llenar mi campo visual. Pronto estuve flotando en ella.