EPÍLOGO

Hospital Greenslopes, Brisbane, 2005


El frío contra los párpados, pequeños roces como piececitos, de hormigas, yendo de un lado a otro.

Una voz, a Dios gracias conocida.

– Llamaré a una enfermera…

– No. -Nell extendió la mano, no podía ver, tomó lo que pudo encontrar-. No me dejes. -Su rostro estaba húmedo, el frío aire reciclado contra su piel.

– Vuelvo enseguida, te lo prometo.

– No…

– No pasa nada, abuela. Voy a buscar ayuda.

Abuela. Eso era lo que ella era, ahora se acordaba. Había tenido muchos nombres a lo largo de su vida, tantos que se había olvidado de algunos, pero hasta que adquirió el último, Abuela, no supo quién era en realidad.

Una segunda oportunidad, una bendición, una salvadora. Su nieta.

Y ahora Cassandra iba en busca de ayuda.

Nell cerró los ojos. Estaba otra vez en el barco. Podía sentir el agua debajo de ella, la cubierta moviéndose de un lado al otro. Barriles, luz del sol, polvo. Risas, risas lejanas.

Se estaba esfumando. Las luces se amortiguaban. Disminuían, como las luces en el teatro Plaza, antes del espectáculo. La audiencia acomodándose en sus asientos, susurrando, esperando…

Negro.

Silencio.

Y después se encontró en otra parte, en otro lugar frío y oscuro. Sola. Cosas afiladas, ramas a cada lado. Una sensación de que las paredes la empujaban a cada lado, altas y oscuras. La luz regresaba; no mucho, pero lo suficiente para que pudiera estirar el cuello y ver el cielo lejano.

Sus piernas se estaban moviendo. Estaba caminando, las manos a los lados, apartando hojas y ramas.

Una esquina. Dio la vuelta. Más muros de hojarasca. El olor a la tierra, rico y húmedo.

De pronto, lo supo. Le llegó la palabra, antigua y familiar. Laberinto. Estaba en un laberinto.

Comprendió, al instante y por completo: al final estaba el lugar más glorioso. Un lugar en donde tenía que estar. Un lugar seguro en donde descansar.

Ahora más rápido; avanzó más rápido. La necesidad apretándole el pecho, la certeza. Debía llegar al final.

Una luz, adelante. Ya casi había llegado.

Sólo un poquito más.

Entonces, de repente, de las sombras una figura salió a la luz. La Autora, extendiendo su mano. Su voz de plata.

– Te he estado esperando.

La Autora se hizo a un lado y Nell vio que había llegado a la verja.

El final del laberinto.

– ¿En dónde estoy?

– En casa.

Respirando hondo, Nell siguió a la Autora, cruzando el umbral y entrando al más hermoso jardín que hubiera visto nunca.


Y, por fin, el encantamiento de la malvada Reina fue roto, y la joven mujer, a quien las circunstancias y la crueldad habían atrapado en el cuerpo de un ave, fue liberada de su jaula. La puerta de la jaula se abrió y el cuclillo cayó, cayó, cayó, hasta que por fin abrió sus alas atrofiadas, y descubrió que podía volar. Con la fresca brisa del mar de su comarca sosteniendo el dorso de sus alas, se elevó sobre el borde del acantilado y sobre el océano. Hacia una nueva tierra de esperanza, libertad y vida. Hacia su otra mitad. Su hogar.


El vuelo del cuclillo, Eliza Makepeace

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