Nunca he hablado tanto , durante tanto tiempo, te hablo en voz alta cuando estás mirándome o cuando apagamos la luz y te cobijas contra mí y me pides que no me calle, pero sigo hablándote cuando te has dormido y te oigo respirar, y cuando me despierto por la mañana y has salido para comprar el periódico y me sobresalta que no estés, casi vuelvo a dormirme, me extiendo en la cama y me parece que me envuelven no sólo las sábanas y el edredón sino el calor de tu presencia, y me gusta permanecer así, durmiendo todavía pero muy cerca del despertar, mezclando las sensaciones exteriores al sueño, oigo la llave en la cerradura, la cautela de tus pasos, el ruido del agua en el fregadero, el de las tazas y el exprimidor de zumo, huelo el pan tostado y el café, abro los ojos y te veo de espaldas al otro lado del pasillo, en la cocina con la puerta entornada, te apartas el pelo sujetándolo a un lado con los dedos extendidos y veo tu perfil ensimismado en la disposición de las tazas, los vasos de zumo y la cafetera sobre la bandeja, muy pensativa, como si no estuvieras segura de que no falta nada, pasas ante la puerta del dormitorio, tal vez creyéndome dormido, y sé que vas a poner un disco, te gusta comenzar las mañanas con Aretha Franklin o Sam Cook o los Beatles, aunque también a veces con Miguel de Molina o Concha Piquer, con una fuga cristalina de Bach, y mientras vienes sosteniendo la bandeja con miedo a que se te caiga yo estoy ya despierto y vuelvo a hablarte, te cuento perezosamente un sueño que he tenido, observo que añades la leche muy caliente a mi taza de café y que sin preguntarme le pones dos cucharadas de azúcar y me doy cuenta de que ya hemos adquirido costumbres, en tan pocos días, me extraña y lo agradezco, igual que me extraña oírme hablar tanto tiempo seguido, tan reflexivamente, tan despacio, con una precisión que he aprendido de ti, hablar en voz alta de mí mismo y de mi propia vida, nunca lo hice hasta ahora, tal vez porque nadie me ha hecho tantas preguntas como tú.
Prefería callarme, escuchar a otros, mirarlos y espiarlos, he usado mi voz para inventar o mentir o para enmascararme en las voces de los otros, para decir lo que ellos querían que dijera o lo que yo consideraba conveniente, he dicho palabras de amor y no he estado seguro de que fueran verdad, pero he procurado creérmelas mientras las decía, he vivido fuera de mí mismo, en una fronda de palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia, donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad, dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco, conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento contiguo, establecía diálogos prolijos con mi propia sombra, me daba órdenes y consejos, no vuelvas a ver más a esa mujer, no tomes otra copa, acuérdate de sacar la bolsa de basura, levántate, que son las nueve menos veinte, no te pierdas a la rubia que acaba de entrar en el comedor, o le hablaba imaginariamente a Félix por teléfono, le escribía cartas que nunca llegaron al papel, adoptaba otra voz, hablaba con alguien y se me contagiaba su acento, pero me pasa lo mismo con las opiniones o los estados de ánimo de otros, que se me contagian en seguida, por eso no soy capaz de sostener una discusión sin ponerme de parte del que está en contra mía ni me cuesta ningún trabajo aprender un idioma ni imitar una voz, Félix dice que podría haberme ganado la vida de ventrílocuo, es como viajar a otro país sin moverse, como cambiar de alma y de memoria, hasta de identidad, y a mí la mía se me escapa en cuanto me descuido, no sé quedarme en la primera persona del singular, y si es la del plural no la he usado casi nunca, creo que sólo ahora puedo decir yo y nosotros sin sentirme un falsificador o desear escaparme, sin inventar lo que digo y a quién. Pero me dan miedo esas palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre.
Me negaba con una furiosa determinación, como un monje que se encierra bajo llave en su celda para no salir, me amputaba el deseo, me imponía el cumplimiento neurótico de mis obligaciones y mis comodidades más sórdidas, manías de hombre solo en una colmena de gente tan sola como él y en una ciudad lluviosa donde las calles se quedan vacías después de las seis, la vuelta a casa en autobús leyendo el periódico, la habilidad tan difícil de aprender de no rozar a nadie y no mirar a nadie a los ojos, la calefacción excesiva en el apartamento, el desorden semanalmente corregido por la mujer de la limpieza pero creciendo hora tras hora como la maleza de una selva, una toalla sucia en un rincón del cuarto de baño, los platos amontonados en el fregadero, la cena rápidamente calentada en el microondas y consumida delante de la televisión, el silencio cada vez más denso, intolerable hacia las diez o las once, sobre todo cuando no ponían alguna película que me interesara o a la que fuera fácil resignarse, la precaución de conectar el despertador, y como máxima recompensa del día la satisfacción de acostarme pronto y de no haber bebido demasiado, de no sufrir por nadie, de que nadie tuviera derecho a inocularme la culpa de su sufrimiento, un cigarrillo fumado a medias y un libro que abandonaba en seguida, el vaso de agua y la cápsula de valium, las graduales artimañas urdidas para sobrevivir sin entusiasmo, pero también razonablemente a salvo del horror, la solitaria mezquindad que lo va envolviendo a uno en una especie de caparazón quitinoso sin que se dé cuenta, tan escondido en su rincón como una cucaracha, con un sentimiento neutral de resignación y de pérdida que no impide la dedicación al trabajo, más bien la favorece, porque el trabajo es el único porvenir verosímil que puede imaginar y cada fin de mes rinde su beneficio indudable, y cada día sus dosis de intrigas enhebradas, de vanidad, aburrimiento y rencor.
Me habitué a hablar con muy poca gente y a ser un extranjero, y ya casi no tenía nostalgia de España, regresaba en las vacaciones y encontraba un país zafio y ruidoso donde todo el mundo fumaba en todas partes y hablaba siempre a gritos, y al cabo de una semana ya quería marcharme, iba a Mágina y me moría de tristeza viendo a mis padres envejecidos, a mis abuelos cada vez más decrépitos y torpes, a mis amigos enquistados sin un rastro de rebelión en su melancolía de provincias, más gordos, con menos pelo, con hijos y ocupaciones y amistades que ya no tenían nada que ver conmigo, recibiéndome cada vez que los veía con una hospitalidad atenuada por la desconfianza, como si íntimamente me echasen en cara una deserción que no era sino la consecuencia de una voluntad de huir que todos compartimos y que sólo yo cumplí hasta el final, no porque hubiera tenido más coraje que ellos sino porque la corriente que me empujó a mí fue más poderosa y no tuvo reflujo: me reprochaban que no hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional, pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años. Con qué alivio me marchaba de Mágina y subía al avión en Madrid, pero ahora descubro, lo supe el otro día, en ese hotel de las afueras de Chicago que parecía una casa embrujada, que tenía mucho más miedo del que yo pensaba, era como estar acercándome a un límite, si daba unos pocos pasos más ya no habría remedio, sería un extranjero para siempre, no habría un solo lugar en el mundo donde yo tuviera un motivo firme para permanecer. He conocido a mucha gente así, son como una estirpe, una raza aparte que vive en una diáspora sin persecución ni tierra prometida, nunca saben del todo dónde están, no terminan de acostumbrarse jamás al país donde se instalaron hace años pero vuelven al suyo y advierten que han pasado fuera demasiado tiempo, que han perdido las claves cotidianas de su propio idioma y no acaban de comprender, por ejemplo, las noticias de la televisión o los chistes del periódico, se marchan de nuevo y se resignan y saben que ya será inútil volver, que se les ha degradado la memoria y que de ahora en adelante vivirán como fantasmas parciales que no dejan huellas de sus pasos y carecen de sombra. Pero yo he querido ser así, te lo juro, estaba envenenado de palabras, he seguido estándolo mucho después de que terminara mi adolescencia, he creído que amaba el nomadismo y la soledad porque eran palabras prestigiosas, adornadas por las mayúsculas de la literatura. Lo único cierto entre tanta mentira que me he contado era el miedo a permanecer, a que me envolvieran los hilos de la dependencia y la costumbre, el veneno letal de los hábitos diarios, el amor, los bares, el trabajo, la complacencia en la repetición, segregando una baba que se vuelve sólida al contacto del aire, que lo recluye a uno en su casa y en el número creciente de sus objetos, sus muebles, sus electrodomésticos, sus hijos o sus animales de compañía y lo acaba atando no porque uno haya elegido sino porque ha ido perdiendo sin saberlo toda posibilidad de elección.
Me da rabia poseer cosas, libros, fotografías, discos, carpetas de recortes, colonias de insectos que se reproducen sin propósito en las habitaciones sedentarias y hasta en los bolsillos, armarios llenos de ropa sin usar, cartas inútiles que no serán contestadas pero que nunca llegan a tirarse, libros que ya no serán leídos, cintas de música que han perdido la etiqueta y la caja, cosas inertes, asediándolo a uno, equipajes monstruosos, llaves de casas abandonadas hace tiempo, billetes de Metro con un número de teléfono escrito en el reverso, tarjetas de visita, pasaportes caducados, es como una selva en la que hubiera que estar manejando sin descanso el machete para que no vuelva a cerrarse la espesura, como una casa comida por las termitas de la que hay que irse cuanto antes, dejándolo todo atrás, igual que hacían los aeronautas de Julio Verne para que el globo se remontara en el aire, abandonando el peso muerto, las costumbres, las cosas, la ropa usada, los libros inútiles, incluso los recuerdos: una bolsa liviana de viaje, un billete de avión, un walkman que cabe en la palma de la mano, el pasaporte y la tarjeta de crédito, nada más, nadie más, ni siquiera yo mismo, el que he sido y ya no soy, el que permanece en la casa abandonada como la piel seca y transparente de un reptil mientras yo, libre de todo, ligero, casi flotante, subo a un taxi y me dirijo al aeropuerto o a la estación, exaltado, neurótico, comprobando que no olvido nada necesario, mirando el reloj por miedo a llegar tarde, no sólo el mío, sino el que lleva el taxista en el salpicadero y los que se ven al pasar en los edificios públicos o en los paneles digitales de las calles, calculando minutos, acuciado por el tiempo, sintiéndolo desgranarse con el mismo desasosiego con que oigo fluir las palabras en los auriculares y las atrapo para ordenarlas en la sintaxis de otro idioma, temiendo perder una sola de ellas, un verbo, una palabra clave, y no encontrar ya el modo de contener su riada indescifrable, el alud de palabras que lo anegan a uno como si la cabina acristalada fuera un acuario donde el agua no deja de subir. Las sigo oyendo luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me conduce hacia el sueño, y a veces, cuando he pasado todo el día trabajando, me duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el walkman, me hablo a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades, historias de mujeres. Era tan fácil que no me daba cuenta de que también era peligroso, porque la mentira, una vez inventada, actúa por sí misma y es un ácido que carcome irreparablemente la verdad, sobre todo cuando uno carece de puntos firmes de referencia y sólo tiene puntos de fuga, de modo que hay años y ciudades de mi vida de los que no me queda ni un recuerdo, nada, aunque te parezca imposible, un espacio en blanco, como aquella vez que se me perdieron en Mágina cinco horas de una noche, como cuando se lleva algún tiempo bebiendo demasiado y faltan tramos de la noche última y hay palabras que tardan en llegar a los labios y escalones habituales que no están, y entonces viene el miedo, la alarma y la culpa sin motivo, la sospecha de haber olvidado o dejado de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error mínimo que traerá rápidamente la catástrofe.
El miedo era entonces, hace unas semanas, en el pasado remoto en que yo no estaba contigo, una pasión asidua y exclusiva, la tonalidad y el color y la urdimbre con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y la de la soledad sobre todo, un miedo envolvente como el aire y también invisible, a veces sin forma exacta, sin olor ni tacto ni sabor, y otras veces como una sustancia añadida a todas las cosas, un veneno perceptible, casi nunca demasiado amargo, tan fácil de ingerir sin náuseas que se había convertido en una costumbre, en uno de los jugos que mantenían en acción la química del cuerpo y de los estados del alma, como la nicotina y el alcohol y de vez en cuando, muy de tarde en tarde, los mínimos cristales blancos de la cocaína: el miedo acelerando los golpes del corazón y latiendo en el pulso, en el segundero digital del despertador iluminado en el insomnio sobre la mesa de noche, el miedo contrayendo los labios en una especie de sonrisa rígida y dando un brillo especial a las pupilas, un rojo demasiado intenso a los lacrimales, impulsando los dedos a tamborilear en el aluminio de las barras y en los manteles de los restaurantes, el miedo guiando la mano que repta hasta el paquete de tabaco o palpa la chaqueta buscándolo, el miedo a haberse quedado sin cigarrillos a una hora muy tardía de la noche en un país puritano donde ya no hay bares abiertos, a haber perdido el billete de avión o el pasaporte unos minutos antes de salir de viaje, a no encontrar un taxi, a no encontrar a alguien con quien regresar a la habitación del hotel o al dormitorio del apartamento, el miedo a los timbrazos del teléfono y al silencio demasiado largo del teléfono, el miedo a perder el trabajo por una razón desconocida y a caer despacio en la indignidad y volver a la pobreza, a las casas de comidas con manteles de hule y sopas de fideos en platos de duralex y a las pensiones con un olor retestinado a calcetines en los pasillos, el miedo cuando despega el avión o cuando se encienden de pronto, en un vuelo nocturno a través del océano, los indicadores rojos de alarma, el miedo a los camiones que vienen de frente por la carretera y crecen hasta ocupar el espacio entero del parabrisas y ciegan con los faros, el miedo a los atracadores, a los policías brutales, a las jeringuillas de plástico aplastadas en el rincón de un portal, a las bombonas de butano, a los errores judiciales, a las cartas con membrete oficial que aparecen en el buzón, el miedo a la devastación insensata del amor y a la devastación de la soledad, el miedo siempre, en todas partes, en cada circunstancia pública o íntima, el miedo a una infección venérea al respirar sobre los ojos cerrados de una mujer desconocida, al cáncer de pulmón, al viento que sopla desde el lago Michigan, a la punzada que atraviesa el pecho en una noche de mal sueño, a la vejez, a la decrepitud, a la muerte lenta, a la propia cara en el espejo, a la propia sombra que oscila en el epílogo indigno de una borrachera, el miedo silencioso y dócil como un gato adormecido en el sofá o encrespado y creciendo como un animal alojado al fondo de ese pasillo donde hay un indicador rojo, Exit, el miedo al miedo, el miedo a la locura que sólo puede conocer quien pasa solo mucho tiempo, al desvanecimiento instantáneo, a un peldaño que falta en una escalera, a ese intruso que aparece frente a mí cuando abro la puerta y soy yo mismo en el espejo del recibidor.
Así he vivido, enfermo y muerto de miedo, vivo de miedo y saludable, auscultando el miedo en mi piel y en los tejidos secretos de mi corazón y mis pulmones y reconociéndolo en otros con una perspicacia de homosexual o de adicto que distingue a los suyos en una multitud o entre los invitados a una cena respetable: el miedo como las normas de una cofradía, como un idioma común que todos hablan en silencio bajo el sonido inútil y tramposo de las palabras, la arqueología submarina del miedo, su aprendizaje y sus edades, las reliquias guardadas en la inconsciencia y en los sueños como fragmentos de estatuas sepultadas en el fondo del mar. Se me había olvidado la mayor parte de mi vida y sólo me quedaba su osamenta de miedo: el miedo a los sociales camuflados en la facultad y a los caballos de los grises, el miedo a los oficiales del cuartel, a los soldados veteranos, a las armas de fuego, a perder el paso durante la instrucción y recibir una bofetada era a los veintitrés años el miedo redivivo de la infancia, el miedo infantil a los niños más grandes y crueles y a aquellos huérfanos de la inclusa o de Auxilio Social que tenían las cabezas pelonas y bajaban por la calle Fuente de las Risas en manadas temibles, con sus alpargatas de cáñamo, sus chaquetas de hombres y sus boinas caladas hasta las cejas sobre torvas caras de posguerra, no infantiles ni adultas, únicamente desesperadas y feroces, los Gorras, les decían, y cuando circulaba el rumor de que se estaban acercando Félix y yo corríamos a escondernos en nuestras casas, porque llevaban navajas en los bolsillos y agudos guijarros que lanzaban con puntería homicida contra los perros de la calle, los niños cobardes como nosotros y los tontos de pantalones caídos que se sorbían los mocos y no se metían con nadie, que parecían existir nada más que para ser víctimas de la espontánea crueldad de cualquiera: el Primo, que tenía la boca sumida y la cabeza calva en forma de cebolla, que vestía grandes gabardinas con los bolsillos desgarrados y bramaba como un recién nacido cuando lo perseguían a pedradas riéndose de él, Manolo, que era grande y gordo, mongólico, con gafas de cadenilla, y le hacía muy bien los recados a su madre, aunque le gustaba arrimarse más de la cuenta a las niñas, Juanito, que tenía las cejas juntas y unas enormes encías rojas y caminaba siempre muy deprisa e inclinándose con devoción delante de todas las muchachas, a las que recitaba salivosos piropos de una perfecta castidad, Matías el sordomudo, que no era tonto del todo, sino más bien alelado, y que después de trabajar durante treinta años como ayudante de Ramiro Retratista se embutió en la cabina de un isocarro y se ganó muy bien la vida repartiendo piensos compuestos, y el otro Juanito, que vivía en el Altozano, al lado de la fuente, y era hijo de una mujer a la que llamaban en su cara y con toda naturalidad la Fea, porque lo era en extremo, y además desgraciada, su marido se fue a Barcelona y la dejó con seis hijos, el menor de ellos tonto, Juanito, con el que jugaba yo algunas veces, pues era casi el único en todo el barrio que no me pegaba ni me engañaba con los tebeos y las bolas, y cuando me veía acercarme manifestaba una alegría inocente y perruna. Lo vi la última vez que estuve en Mágina, creo que el año pasado, fui para quedarme unas semanas y me marché a los cuatro días, ahora vende pipas y chucherías para niños en un puesto de los soportales, en la plaza del General Orduña, y camina y mira igual que entonces, con los mismos ojos de ternura y desolación animal y la misma cara infantil, ni siquiera le ha salido la barba, me acerqué a comprarle tabaco y me conmovieron esos ojos que ya no me reconocen, no porque se haya olvidado de mí, sino porque sigue viviendo en un tiempo del que yo deserté o fui expulsado hace veinticinco años, el de nuestra infancia común que para él no ha terminado.
Pero quería seguir hablándote del miedo, y de lo que tal vez fuera su razón y su médula, la incertidumbre acerca de mí mismo, de mis deseos y mis sentimientos, la prisa cegadora y creciente por la que fui arrastrado, sin que participaran en ella ni mi voluntad ni mi conciencia, era como cuando uno va por una calle del centro a la hora de salida de las oficinas y aunque no tenga nada que hacer apresura el paso para igualar el ritmo de la multitud, embebido y tragado por ella, una velocidad que parece energía y es el vértigo de la caída libre, no detenerse nunca, no perder ni una de las palabras escuchadas en el auricular, no quedarse solo a una cierta hora de la noche, no llegar tarde al trabajo ni al mostrador de facturación del aeropuerto, añadir cada minuto al próximo sin mirar la delgada fisura de vacío que hay entre los dos, una copa tras otra, un viaje emprendido al terminar el anterior, una réplica instantánea en una conversación amenazada por el silencio, un bar nocturno y luego un taxi y otro bar que cierra un poco más tarde, la urgencia angustiosa de apurar la noche y de que la noche no se termine. No sé cómo he vivido los últimos años, cómo han podido perdérseme sin que me quede nada de ellos, sólo caras sin rasgos y lugares que no acierto a identificar, fotos movidas, mujeres y ciudades que se me confunden entre sí, todo alejándose siempre, como si lo viera desde un tren o tras la ventanilla de un taxi, como esas películas en las que el viento arrastra hojas de calendarios y se ven girar primeras páginas de periódicos y en dos minutos ha transcurrido una generación, se ha enamorado uno sucesivamente y para siempre de cuatro o cinco mujeres, ha repetido con cada una de ellas los mismos episodios de fervor y decepción y los mismos errores, como si en el fondo, bajo la apariencia de diversidad de los rasgos, se enamorara siempre de la misma mujer parcialmente inventada, ha visto en la plaza de Oriente la cola fúnebre de los que acuden a despedirse del cadáver de Franco, ha votado por primera vez, se ha afeitado para siempre la barba, ha salido una mañana hacia su trabajo en París y al abrir el periódico ha encontrado la foto de un guardia civil con tricornio, bigotazo y pistola que alza la mano en ademán taurino y ha querido morirse de rabia y de vergüenza, ha recibido con retraso la invitación para la boda de su mejor amigo, ha vuelto de vez en cuando a su país con el propósito de quedarse y se ha marchado con un sentimiento cada vez más intenso de extrañeza y de asco, aturdido por el tráfico, por las máquinas tragaperras de los bares, por el ruido intolerable de los martillos neumáticos en las aceras reventadas, por la codicia sin escrúpulos y la sonriente apostasía que han transfigurado las caras de muchos a los que conoció antes de irse, aunque ahora sabe, lo descubre cada día, en cada país a donde lo lleva su trabajo, que si hay algo que no quiere ser es extranjero, y que si no regresa pronto lo será sin remedio al cabo de unos pocos años, por más que quiera uno tiene un solo idioma y una sola patria, aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad y un único paisaje. Imagínate cómo será morir solo en un hotel o en un hospital donde nadie te conoce, yo lo he pensado muchas veces, o como esa gente que sufre un ataque al corazón en su casa y se queda una semana entera corrompiéndose delante del televisor encendido, hasta que los vecinos notan el olor y avisan a la policía.
Yo tenía en Bruselas un amigo con el que hablaba de estas cosas, era todavía más aprensivo que yo y había llegado desde mucho más lejos, de Colombia, pasando por Nueva York, se llamaba Donald Fernández y se ganaba la vida traficando en cocaína a pequeña escala, pero era un infeliz, era más vulnerable y más inocente que los tontos de Mágina, había viajado a Europa para hacerse pintor, pero su carrera artística progresaba tan desastrosamente como la de camello, así que volvió a América y me llamó al cabo de unos meses para decirme que había encontrado un empleo en la compañía telefónica de Nueva York y que estaba a punto de inaugurar su primera exposición. Vivía en el Bronx y continuaba traficando un poco, imagínate, un pobre tipo desmedrado y con gafas redondas que se asustaba de los perros, yo temía que lo aplastaran como a una hormiga y que no quedase rastro de él. Me envió el catálogo de su exposición, que era toda de paisajes inventados de África, porque él creía en la transmigración de las almas y soñaba en las alucinaciones del ácido que su origen estaba en una tribu de Kenia o del Zaire o en el coraje de un león, pero desde entonces no volví a tener noticias suyas, en esa época yo cambié de casa y de teléfono y empecé a trabajar para la agencia de intérpretes, de modo que viajaba mucho más que antes y le habría sido muy difícil localizarme. Pero pudo hacerlo, no sé cómo, una noche, al volver de Madrid, puse en marcha la cinta del contestador y oí su voz, que sonaba lejanísima, el mensaje era de cuatro días atrás y me llamaba desde un hotel de Nairobi. «Manuel, soy Donald, por fin he venido a África», pero no había dejado su número de teléfono, y yo estaba cansado del viaje y tenía tanto sueño que me faltaban ánimos para ponerme a indagar, y al día siguiente me olvidé, y no volví a acordarme de mi amigo Donald Fernández hasta que me llamó varias semanas después una hermana suya que vivía en Colombia: él quiso hablar conmigo y no pudo, me dijo, y le había pedido a ella que se encargara de hacerlo. «Él quería que usted supiera, señor, para mi hermano usted era muy importante.» Ganaba un sueldo razonable en la compañía telefónica, al fin estaba logrando que alguien se interesara en su pintura, tenía el proyecto de mudarse a Manhattan y casi había abandonado su trato pusilánime con el mercado siniestro de la cocaína, y un día, de pronto, todo se quebró, tal como él había temido siempre, lo despidieron del trabajo, unos traficantes le dieron una paliza, supongo que después de quitarle las gafas redondas y pisotearlas, no pudo pagar el alquiler de su casa y lo echaron, se fue a vivir a los túneles del Metro, empezó a mendigar, le salieron unas manchas muy raras en la piel y descubrió que había contraído el sida, era tan tímido y tan reservado que yo nunca noté su homosexualidad, sobrevivió de milagro a un invierno atroz y en primavera, no sé cómo, su hermana no me lo explicó, obtuvo de alguien el dinero suficiente para un billete de ida a Nairobi, quería morirse allí, y antes de morir intentó hablar conmigo, pero yo no hice caso, imaginé distraídamente que sería otra de sus locuras y ni se me ocurrió averiguar su teléfono, aunque es posible que cuando oí el mensaje ya estuviera muerto. Dijo su hermana que había abandonado el hotel y que encontraron su cadáver en una reserva de animales salvajes, sentado contra el tronco de un árbol, sonriendo, y que la policía tardó más de una semana en establecer su identidad, porque se había dejado el equipaje y el pasaporte en la habitación del hotel. Quién iba a decirle cuando era un niño en una casa con jardín de Cartagena de Indias que acabaría treinta años después en el depósito de cadáveres de Nairobi, se para uno a pensarlo y parece increíble, pero también lo es que yo esté ahora contigo y me atreva a hablarte como si te conociera desde siempre, como si no hubiera sido prácticamente imposible que nos encontráramos. No salgo de mi asombro, me niego a salir de él, no quiero acostumbrarme, quiero vivir exactamente así el resto de mi vida, sin hacer nada ni desear nada más que lo que ya tengo ni a nadie más que a ti, agradeciendo que existas y me hayas elegido y que estés a mi lado cada mañana cuando me despierto, inmediata y carnal, no inventada, más verdadera y mía que yo mismo, haciéndome preguntas continuas, desafiándome a decir lo que he callado siempre, lo que ni recordaba, moldeada por el sufrimiento y la felicidad, frágil y sabia, deteniendo el tiempo para que duren como lentos días cada una de las horas y no empiece a remordernos la angustia del adiós.
La carretera en línea recta , dividiendo en dos mitades exactas la llanura, perpendicular al horizonte plano y nublado, no nublado, gris, de un gris pálido, casi blanco, sucio, aunque no tan opresivo como el gris de Bruselas, porque aquí el cielo no parece tan bajo, aunque tampoco sea posible deducir por la luz si es media mañana o media tarde, dan ganas de morirse, así tienen todos esas caras, caras de aeropuerto, salvo las de los negros y los mendigos, pero en el aeropuerto casi no hay negros y desde luego no hay mendigos, casi no hay nadie, por el miedo a la guerra, el avión medio vacío y unas pocas maletas sin dueño girando luego en la cinta transportadora, bajo unas bóvedas de aluminio y de metacrilato que parecen las de una catedral concebida en el delirio de un arquitecto posmoderno, ciego de cocaína y de vanidad, como el lujoso inepto que inaugura mañana en la North Western University un simposio sobre la huella de España en América, o algo parecido, y que debería de haber tomado el mismo avión en Nueva York, pero ni rastro, se dormiría anoche durante La Walkiria y no habrán podido despertarlo aún, hecho polvo el hombre, sepultado de aburrimiento y de cultura bajo varias toneladas de Wagner, y por supuesto el chófer del consulado también brilla por su ausencia, así que no se ve a nadie con un amable cartel en el pecho y una sonrisa sintética de bienvenida en los labios, ni siquiera se oyen ecos de palabras humanas en los altavoces, ni pasos, ahogados por hectáreas de moqueta gris, tan sólo música ambiental, el ruido de una cisterna en los lavabos y Proud Mary reblandecido de coros y violines, estos cabrones son capaces de convertir en nata batida y sonrosada hasta La internacional.
Pero al menos un respiro, un cigarrillo tras la puerta cerrada, como en los retretes del colegio, aunque a lo mejor se activa uno de esos detectores de humo y se enciende una luz roja y suena una alarma, frágil serenidad, volutas azules y grises saliendo despacio de los labios, con un placer fortalecido por la prohibición, y de pronto los zapatos y los calcetines negros de alguien que respira muy fuerte en la cabina contigua, en un silencio ártico, vacío, un silencio de lavabo de aeropuerto y tal vez de manicomio, qué miedo de repente a ese desconocido que corta un trozo de papel higiénico y se suena los mocos al otro lado de un tabique de plástico y murmura Mein Gott gimiendo igual que si se masturbara, a lo mejor es eso, a quién se le ocurre en un sitio como éste, pero él también percibirá la presencia de alguien que está a pocos centímetros y a quien no verá nunca y es posible que le dé el mismo miedo, un miedo de animal agazapado en la noche de la selva o de viajero con zapatos y calcetines negros encerrado en el lavabo aséptico y silencioso de un aeropuerto, claustrofobia, el agua del grifo en la cara desfigurada de cansancio, el jabón líquido y el agua en las manos, la cara en el espejo que se extiende a lo largo de toda la pared reflejando las cabinas cerradas, debajo de una de las cuales se ven unos pies, como en las películas, cuando hay un ladrón detrás de la cortina y el protagonista ve las puntas de sus zapatos. Qué cabeza, siempre con lo mismo, la bolsa de viaje, un poco más y se queda olvidada, horarios de vuelos y nombres de compañías y ciudades apareciendo y sucediéndose en los monitores, anuncios de perfumes franceses y de islas tropicales en las paredes del corredor infinito por donde discurren unos pocos viajeros inmóviles sobre la goma deslizante del suelo, cuidado con perderse, si se pierde uno en el aeropuerto de Chicago no lo encuentran en varias semanas, se vuelve loco buscando de nuevo el letrero iluminado de Baggage Claim y la flecha indicadora y el consulado de España tiene que enviar una expedición de rescate, qué respiro, la maleta intacta por fin, la salida, nadie en la parada de los taxis, una hilera de descomunales taxis amarillos que tienen todo el aire de la comitiva de un entierro, y junto al primero de ellos una cara de piel oscura y brillante, un poco verdosa, de raza aceitunada, como decían antes las enciclopedias escolares, las razas humanas son cinco, blanca, negra, cobriza, amarilla y aceitunada, y unos ojos grandes, muy vivos, de mirada lenta y profunda, como la de una vaca, los primeros ojos indudablemente humanos desde no se sabe cuándo, el pelo negro, rizado, aceitoso, y un cigarrillo en los labios, lo cual es ya un prodigio, una exigencia de reconocimiento y gratitud, porque no sólo está fumando, sino que fuma con placer y pereza, sin ademanes furtivos ni miradas de soslayo, con un descaro tan extranjero como sus facciones, como la gran sonrisa blanca con que levanta la maleta y la guarda en el maletero que se cierra como la tapa de un sarcófago: no entiende la dirección, hay que enseñarle la tarjeta donde viene apuntada y asiente con aire meditabundo y rascándose la nuca, sonríe por fin, seguro que no tiene ni idea pero se arma de valor y pone en marcha el taxi, se aleja del aeropuerto, enfila una llanura de puentes de hormigón y cruces de autopistas por las que circulan los coches con una inquietante lentitud que parece más bien un efecto óptico, así que esto es Chicago, en las paradas de los semáforos el taxista extiende sobre el volante las hojas de un periódico con titulares escritos en un alfabeto que se parece al hindú, pero seguramente es paquistaní, o bengalí, cómo sonará ese idioma, cómo se nombrarán en él las cosas comunes o las extraordinarias, junto al salpicadero hay una tarjeta de identificación en la que está su foto y un nombre muy largo y desde luego impronunciable, y él habla inglés con la misma brusquedad dubitativa que usa al conducir, mira que si no ha entendido la dirección y se pierde y cae la noche antes de llegar a ese lugar del que no parece haber oído hablar nunca, Evanston, Illinois, un suburbio universitario de lujo a orillas del lago Michigan.
Frena, ha estado a punto de empotrarse contra el remolque de un trailer, suspira, vuelve a abrir el periódico, no se da cuenta de que el semáforo se le ha puesto en verde hasta que en otro camión más grande todavía que espera detrás suena un claxon tan brutal como el de la sirena de un transatlántico, como los de los camiones de bomberos de Nueva York, que más que a apagar incendios parecen dirigirse a provocar catástrofes, el corazón se encoge, tendría gracia morir aplastado bajo las ruedas de un camión en las afueras de Chicago, en compañía de un bengalí que suspira de nostalgia por su patria miserable y fangosa. «Qué lejos de casa», dice, y mira en el retrovisor, acepta un cigarrillo como si aceptara un pésame, suelta golosamente el humo haciendo roscos y cuenta que él tenía un trabajo muy bueno en Alemania, en Stuttgart, pero que sus padres le concertaron el matrimonio con una prima suya que vivía en América y tuvo que venir a casarse y se quedó. Cómo verán esos ojos el mundo, qué recuerdos tendrá del país donde nació y al que lo más seguro es que no vuelva, viajó desde Stuttgart a Chicago para casarse con su prima igual que un salmón cruza el océano para depositar sus huevos en el lecho de un río y ahora conduce un taxi y antes de hablar se queda pensando y se muerde los labios, tiene que traducir las palabras, algunas se le escapan en alemán, cómo será la casa a donde vuelve cuando termina el trabajo, después de trece o catorce horas al volante de un taxi por una llanura de autopistas, suburbios de casas de ladrillo rojo entre el césped, ferreterías inmensas, hamburgueserías rodeadas de aparcamientos tan ilimitados como los maizales, como el cielo gris que se está oscureciendo aunque no se sabe si va a anochecer o si son las diez de la mañana, y mirar el reloj no sirve de gran cosa, el sentido del tiempo está como anestesiado por los cambios horarios, igual que los tímpanos por la presión del vuelo, las agujas marcan la hora de Nueva York pero en la conciencia y hasta en las costumbres del cuerpo permanece la hora de Europa, un cálculo automático, como el del valor de la moneda, en Madrid son ahora las once de la noche, en Granada Félix ya ha acostado a sus hijos y está viendo con Lola una película de la televisión, en Bruselas llueve y no hay nadie por la calle, en un salón de actos se ha prolongado interminablemente una conferencia sobre aranceles agrícolas o sobre las normas de fabricación de preservativos y los traductores soñolientos miran por el cristal de sus cabinas y buscan equivalencias instantáneas para las palabras absurdas que escuchan en los auriculares pensando en otra cosa, y en las afueras de Chicago, en una calle idéntica a todas las calles que ha cruzado el taxi desde hace una hora, césped, árboles, ladrillo rojo, ventanas iluminadas, nadie, un bengalí que tiene nostalgia de Stuttgart le pregunta a un tipo que corría en camiseta y con una gorra de béisbol puesta al revés por un hotel llamado Homestead que tiene todos los visos de no existir: el tipo suda, con el frío que hace, tiene los pectorales hercúleos, mira con reprobación la cara del taxista y con asco el humo de tabaco que sale por la ventanilla, señala algo con la mano derecha extendida, hay que ir hacia el lago: una calle larga, con hamburgueserías, con ferreterías, con muladares de coches desguazados, más casas de ladrillo rojo y jardines y árboles y ventanas iluminadas tras los visillos, mástiles de banderas hincados en el césped, lazos amarillos atados a los postes de los buzones, banderas colgando sobre los porches de casas miserables, aceras desiertas, tipos en camiseta y con gorras de béisbol al revés que saltan respetuosamente en los semáforos para no perder el ritmo de su carrera y sólo cruzan cuando la luz se pone verde, aunque no venga ningún coche, vaya mundo, y por fin el taxista se detiene tan bruscamente que la cabeza choca contra el plástico blindado e indica algo con una inmensa sonrisa, un edificio de ladrillo rojo, a la derecha, muy alto entre las casas de una sola planta con jardín, «Homestead Hotel», anuncia victoriosamente en su inglés catastrófico: en qué aldea nacería que ni siquiera aprendió en la infancia el idioma de los colonizadores.
En una mecedora del porche pintado de blanco hace equilibrios una ardilla, cuidado, avisa el taxista antes de marcharse, puede transmitir la rabia, otra posibilidad estupenda, mejor incluso que la del choque de frente con un trailer, fallecimiento en el hospital de Evanston ocasionado por la mordedura de una ardilla que tiene los ojos dulces y húmedos como en una película de Walt Disney: la ardilla no escapa, observa, oscila en la mecedora, tal vez a punto de saltar hacia el cuello como un murciélago del Amazonas, y en el vestíbulo del hotel parece que tampoco hay nadie, aparece al cabo de uno o dos minutos de silencio un negro anciano y calvo, un botones decrépito como las ruinas de un coloso que se empeña en llevar la maleta aunque apenas puede levantarla, ni levantar del suelo los pies, calzados con unos zapatos arcaicos y magníficos, inmensos, amarillos y negros, correosos como la cara de su dueño, que debió de bailar claqué con ellos en el Cotton Club. Suelta jadeando la maleta a cambio de una propina, señala el mostrador de recepción, donde hay dos sobres con nombres escritos que contiene cada uno dos llaves, la de la puerta de la calle y la de la habitación, se ve que es un hotel de misántropos, o un hotel automático, el negro se derrumba con cara de moribundo sobre un sillón de mimbre y murmura cavernosamente un blues mientras sus zapatos, al final de las piernas larguísimas, relumbran en mitad del vestíbulo. Nadie en el ascensor, ni una voz ni un ruido, ni siquiera el de los pasos, en el pasillo alfombrado donde se vislumbra al final de una lejana perspectiva el letrero rojo de Exit. ¿No es ése el nombre de una especie de club anglosajón de suicidas, o de una sociedad de fomento de la eutanasia? Félix se complacería en una precisión etimológica: exit, exitus, salida. Félix desharía ordenadamente la maleta, guardaría la ropa en el armario, encendería la televisión y se tendería tranquilamente en la cama con un volumen de Tácito o un manual de informática para lingüistas. Qué cabeza la suya, qué mérito, jamás dejaría la maleta y la bolsa en un rincón ni se apresuraría a marcar otra vez un número de teléfono de Nueva York sabiendo por experiencia que es inútil, que de nuevo se oirá la misma voz de mujer que repite no un nombre sino otro número de teléfono y la educada invitación a dejar un mensaje y el pitido tras el que se oye el roce de una cinta en blanco. Pero es que Félix nunca habría cruzado un océano y luego medio continente para buscar a una mujer con la que hubiera pasado una sola noche en Madrid ni se habría ofrecido a sí mismo el pretexto de que en realidad no iba a buscarla, sino que bueno, ya que tenía que trabajar como intérprete en un congreso internacional, en Chicago, pues no le costaba nada intentar de paso un encuentro en Nueva York. Ya no hace falta consultar la hoja con membrete del hotel Mindanao donde ella apuntó su número antes de irse, el dedo índice se los conoce instintivamente de tanto repetirlos y la memoria desengañada anticipa cada palabra grabada y los matices extraños de la voz, cómo pronuncia esta gente, con qué perfección y qué desapego confían sus palabras a un auricular y a una cinta magnetofónica que ahora está deslizándose automáticamente en un contestador, sonando como la voz de un fantasma en un apartamento deshabitado donde ya será de noche, uniéndose al gorgoteo del motor de un frigorífico y a los crujidos de los muebles, y también a los sonidos que lleguen desde la calle a través de las persianas echadas, dónde, en qué parte de esa ciudad que tanto le gusta al vacuo inepto de La Walkiria y de la huella de España en América, cómo es la habitación donde ha sonado ya tantas veces el timbre del teléfono y el mismo mensaje, qué libros hay, qué cuadros y discos, qué fotografías, tal vez alguna de la mujer que ni siquiera dice su nombre en la grabación, sólo el número, Allison, ni siquiera un apellido, el nombre en una pequeña tarjeta plastificada y prendida en la solapa de su americana masculina, el pelo rubio, la sonrisa brillante como una carcajada, la cara ya imposible de recordar surgiendo en los pasillos del palacio de Congresos y desapareciendo luego entre un gentío de fantasmas empalidecidos por las luces fluorescentes y recobrada por azar en un comedor por donde deambulaban los mismos fantasmas dotados ahora de bandejas de plástico con recipientes de ensalada, de pollo en salsa y de bebidas carbónicas, exhibiendo las sonrisas más comedidas y prefabricadas del mundo, las tarjetas plastificadas en las solapas, los dedos tan pulcros como pinzas quirúrgicas, las disculpas al rozarse levemente los codos, las razas humanas no son cinco, sino seis, y la sexta es la raza lívida y mestiza de los asistentes a congresos, se les conoce porque llevan sus nombres en las solapas y carpetas de plástico negro bajo el brazo, así como un curioso abalorio cuyos extremos se introducen en los pabellones auditivos: y de pronto, en medio del aburrimiento y de la babel de voces que murmuran adormecedoramente en varios idiomas, aquella boca pintada de rojo con una sonrisa como una bandera desplegada, la mujer rubia, reconocida en un instante, tan desahogada y tan segura de sí que parece más alta, el perfume ya advertido la primera vez, cuando apareció en el pasillo, no un perfume, una colonia, se la imaginaba uno desnuda y recién duchada en un cuarto de baño, pintándose los labios de rojo delante del espejo, los labios más finos y rojos de todo Madrid aquellos días, el pelo más rubio, el cuerpo más feliz, porque son los cuerpos y las caras los que muestran la felicidad o la desgracia, no las palabras y ni siquiera los estados de ánimo, uno puede sentirse feliz y descubrir en el espejo que su cara es desgraciada, uno puede estar muriéndose de desolación junto al teléfono en un cuarto del Homestead Hotel de Evanston, Illinois, y entrar entonces al cuarto de baño para lavarse los dientes y descubrir que en su cara hay una obstinación involuntaria de felicidad, o por lo menos de guasa, de guasa hacia sí mismo, hacia esa situación como de novela centroeuropea, como de preámbulo apacible de novela de terror, el hotel silencioso, el viajero perdido, el teléfono que repite una vez más su mensaje automático, y tras la ventana, al fondo, siete pisos más abajo, jardines traseros, corralones o muladares de neumáticos, y el cielo bajo y gris, confundiéndose en la distancia con la superficie ondulada y neblinosa del lago, más gris aún, con vetas verde oscuro, tan desolado como el Báltico en una tarde de invierno.
Actividad, cuanto antes, nada de dejar la ropa arrugarse y proliferar en el desorden de la maleta y de la bolsa, nada de tenderse en la cama a mirar los anuncios y los concursos de la televisión y volver de cuando en cuando la cara hacia la mesa de noche para buscar un cigarrillo o detener la mano en el instante en que ya levantaba otra vez el teléfono, y sobre todo prohibición absoluta de hablar en voz alta, porque en la soledad y el silencio la propia voz acaba volviéndose tan extraña como la propia cara. Método, actividad, el libro y el walkman en la mesa de noche, el valium en el cajón, la petaca de Glennfiddich sobre la cómoda, un solo trago, no muy largo, para entrar en calor, la ropa en el armario, el traje colgado en la percha, la espuma de afeitar y las cuchillas desechables en la repisa del cuarto de baño, el cepillo, el peine, la pasta de dientes, orden sobre todo, la loción otra vez en la cara, la camisa limpia, el jersey de lana, el pelo húmedo y echado hacia atrás, la inspección minuciosa y dolorida del peine, qué asco, la decadencia, los primeros indicios, cabellos en el peine y sobre la loza del lavabo, la cortina opaca de la ducha, un recuerdo a traición, la cortina apartada y la rubia Allison entreabriendo los ojos bajo el chorro humeante del agua, los párpados manchados de rímel, la cara desconocida sin la melena alrededor, más despojada y más adulta, los pechos oscilando y los pezones encogidos y la frente más ancha, le dio un poco de vergüenza y cerró los muslos, la mano con la pastilla de jabón cubrió instintivamente el pubis moreno, y ese gesto de pudor y casi desamparo la volvía más excitante, a las cinco o a las seis de la madrugada, en un hotel de Madrid tan acogedor como un aparcamiento subterráneo, no como éste, que parece más bien una residencia victoriana, con su colcha blanca y bordada, sus grabados bucólicos con vistas del Chicago de hace un siglo, su gran bañera con los grifos de cobre donde el aire gorgotea como los bronquios cancerosos de un caballero intachable, la ventana con marcos de madera agrietada contra la que ruge y silba el viento del lago, a cada minuto más feroz, un viento como la tramontana que retuerce los olivos salvajes del cabo de Creus y como el levante africano de la bahía de Cádiz. El horizonte y el lago han desaparecido tras la niebla, se oye la furia metódica de las olas y la sirena de un barco y tiemblan los cristales de la ventana y crujen los postigos, pero el teléfono permanece en silencio y siguen sin escucharse voces humanas, ya es de noche, habrá que salir a cenar algo, porque del servicio de habitaciones no contestan, se habrá producido una alarma nuclear y con las prisas han debido de olvidarse del botones negro y del único cliente, pero el botones negro tampoco está ya en el vestíbulo, ha corrido al refugio en el último momento, arrastrando los zapatones prehistóricos, aunque a su edad y en su estado ya le dará lo mismo. Sobre el mostrador de recepción todavía está el otro sobre con las llaves, de modo que el fanático de La Walkiria y del MOMA no ha llegado aún, andará perdido por las carreteras y los suburbios como cementerios opulentos a merced de un taxista lituano o malayo, o se habrá enterado a tiempo de la alarma nuclear y estará pronunciando su discurso sobre la célebre huella ante un auditorio de supervivientes futuros. A la derecha del vestíbulo hay un salón como de principios del siglo XIX, con una chimenea neoclásica, molduras blancas en el techo, muebles de caoba y un piano con la tapa levantada y una partitura abierta sobre el teclado, Schubert, La muerte y la doncella, no parece el salón de un hotel, sino el de una casa cuyos dueños acaban de irse unos minutos antes de que llegue el invitado, el incauto, la posible víctima, incluso hay sobre la chimenea un retrato ovalado de una señorita con rizos en las sienes y escote ceñido, la señorita tísica que tocaba hace más de un siglo a Schubert en el piano mudo desde entonces, que vuelve a sonar sin que lo toque nadie en las noches de tormenta, puntos suspensivos.
El viento se lo lleva a uno como a una hoja de periódico, cuidado con los cables de la luz que pueden caerse y con las tejas desprendidas, están desiertas las calles y hay luces encendidas al otro lado de los árboles, en las ventanas con visillos por las que se vislumbran confortables interiores anglosajones, y las banderas extendidas en lo más alto de los mástiles restallan como velas de barcos: una iglesia neogótica, una especie de Partenón que debe de ser el ayuntamiento, un centro comercial, un MacDonald's iluminado y casi vacío, todos con banderas, un coche de policía exactamente igual de grande y de azul que los de las series de televisión avanzando lentamente junto a la acera y casi deteniéndose junto al único insensato que parece caminar esta noche por la ciudad, tranquilo, no lo mires, anda como si nada, por muy mala cara que tengas no das la pinta de violador o de ladrón o de árabe, hay que actuar como cuando aparecía a la vuelta de la esquina el jeep de los grises y sus faros proyectaban la sombra por delante de uno, los dedos buscando el pasaporte en el bolsillo, la cabeza alta, tras las solapas alzadas del chaquetón, la luz roja y azul que destella en el asfalto, en el escaparate de una armería cerrada, un policía negro mira interrogadoramente por la ventanilla, se oye el cambio de marcha y el coche patrulla cobra velocidad y gira en un cruce con un chirrido de neumáticos del todo familiar, hasta parece que va a oírse la música de una película y que de un momento a otro surgirán en la oscuridad los títulos de créditos: lo que se ve es el letrero de neón de una taberna irlandesa, Bennigan's, y en un lugar como éste eso casi es lo mismo que ver la luz de una casa en el bosque de los cuentos. Los cristales de las ventanas están empañados, el interior es cálido, denso de voces y de humo, la barra es larga, de madera oscura, con grifos dorados de cerveza, en la máquina de discos suena a todo volumen una canción de Aretha Franklin, los bebedores tienen caras rojas y golfas, el suelo es de madera y está sucio de colillas y serrín, una mujer muy erguida sobre un taburete sostiene un vaso de whisky y ríe a carcajadas sin quitarse el cigarrillo de la boca: parece que se han refugiado aquí todos los sinvergüenzas del Medio Oeste, los que no se encierran en casa al oscurecer, los únicos que han desafiado la recomendación oficial de congregarse en los sótanos antinucleares. Los codos en la barra, tan agradecidos como si se afianzaran en el suelo de la patria, una cerveza negra, colmada de espuma densa y tibia, una gran hamburguesa que incita y sacia el hambre, y luego ese cambio repentino de ánimo que lo vuelve todo hospitalario en mitad de un viaje, las caras de los bebedores, los acentos, el instinto automático de averiguar sus orígenes, la apaciguada somnolencia frente a un vaso de whisky con el hielo picado, el placer tan antiguo de trabar una conversación en un idioma extranjero. A la entrada de los lavabos, junto a la máquina de cigarrillos, hay un teléfono público, y la cerveza y el whisky animan a la temeridad de llamar otra vez, ni siquiera hacen falta monedas, se puede usar introduciendo en una ranura la tarjeta de crédito: la yema del dedo índice oprime una tras otra las pequeñas teclas cuadradas de metal, y luego hay un breve silencio antes de que suenen los pitidos, el primero, más largo, irrumpiendo una fracción de segundo más tarde en el apartamento de Nueva York, otro silencio, Allison lo habrá escuchado desde la cocina y sonará dos o tres veces antes de que llegue al teléfono, dos pitidos más, está dormida y tiene el sueño tan profundo que no logra despertarse, o ha salido del ascensor y corre hacia la puerta y teme que deje de sonar un segundo antes de que ella lo coja, pero ese roce que empieza a oírse es el de la cinta del contestador, la voz de nuevo, serena, metálica, insultante, recitando los números tan pulcramente como en la primera lección de un curso de inglés, la señal para el comienzo del mensaje y el oído atento en vano al mismo silencio de las otras veces, al minuto y medio de silencio que interrumpe una señal aguda cuando se apaga el piloto rojo del contestador sin que la voz masculina haya dejado ni una sola palabra grabada en la cinta.
Pero no importa que no esté, olvidar es todavía muy fácil, lo más fácil, seguramente eso le ha ocurrido a ella, hace dos meses pasó una noche en Madrid con un desconocido y a la mañana siguiente regresó a América y no ha vuelto a acordarse, o si se acuerda es con la convicción de que no lo verá nunca más, con la tranquilidad de que no va a correr el riesgo de un encuentro mediocre, pues fue una especie de rápido milagro y los milagros no se repiten, incluso puede que no sucedan y que hayan sido espejismos. Pero entonces por qué la nota con el número de teléfono en la mesa de noche, por qué las últimas palabras, oídas ya desde la otra orilla del sueño: «No te pierdas», y aquella manera de decir adiós llevándose los dedos a los labios recién pintados de rojo, a las ocho de la mañana, cuando ya entraba la claridad en la habitación del hotel y aún no habían dormido. Mejor así tal vez, ni porvenir ni pasado, ni presentimientos ni recuerdos, no esas obsesivas genealogías de sí mismos que inventan los amantes, no la mutua vanidad de haberse poseído ni el rechazo fanático de las pasiones anteriores, la apetencia de dejar en blanco la memoria como se derriban las estatuas y se queman los templos de un culto abandonado para entregarse con furor de conversos a una nueva religión; gratitud nada más, soberanía íntima, la dosis de lucidez necesaria para darse cuenta de que es la ausencia inesperada de esa mujer lo que la vuelve tan imperiosamente deseable, pero no hasta el punto de extinguir el deseo hacia otras mujeres, la camarera irlandesa que pone en la barra el vaso con hielo picado y vierte en él una medida de whisky usando un cubilete de estaño, la bebedora solitaria y de ojos brillantes que se balancea un poco sobre el taburete y fuma Winston extralargo, mujeres desconocidas, instantáneamente deseadas, imaginadas luego en la habitación del hotel con una vehemencia en la que intervienen sobre todo la soledad y el alcohol, miradas en la calle cuando cruzan un semáforo, entrevistas con fugacidad tras el escaparate de una zapatería mientras apoyan en la alfombra un pie descalzo con las uñas pintadas, mujeres rubias y con gafas oscuras que pasan en los taxis, que viajan en el autobús con las piernas cruzadas, que esperan a alguien en el vestíbulo de un hotel, que aparecen sonriendo en un pasillo cualquiera del palacio de Congresos de Madrid y llevan una amplia gabardina verde y una etiqueta plastificada en la solapa donde la mirada siempre atenta lee un nombre, Allison. Se habrá ido de Nueva York, se habrá mudado de piso, los americanos cambian de domicilio y de trabajo con una facilidad desconcertante.
A la una de la madrugada el contestador repite la misma voz educada y el mismo número tan sabido de memoria como las letras de ese nombre, Allison, pero ahora se habrá grabado en la cinta, durante el minuto y medio de silencio, el fragor del viento del lago Michigan, el silbido en los cristales de una ventana del Homestead Hotel, incluso la voz del predicador que recita en la televisión versículos del Apocalipsis y garantiza a los Estados Unidos de América la ayuda del dios de los ejércitos en la guerra inminente. La petaca de Glennfiddich y los cigarrillos sobre la mesa de noche, la tentación de llamar de nuevo para repetir en el contestador el número del Homestead, por si acaso, pero será mejor apagar la televisión para no seguir viendo a ese tipo que invoca la protección del Dios de los ejércitos y maneja la Biblia como un fusil de asalto, bajar las persianas que seguirá batiendo el viento durante toda la noche y recurrir al valium y a la oscuridad, seguro que mañana aparece el converso a la cocaína y a Wagner y se descubre dónde va a celebrarse el simposium y cómo son las caras de los empleados del hotel, incluso de alguno de los huéspedes, y hasta es posible que suene el teléfono y que se oiga una voz verdadera, no grabada en una cinta, la voz de Allison pidiendo disculpas y preguntando qué haces, dónde estás, si vas a tardar mucho en volver a Nueva York yo volaré a Chicago para encontrarme contigo en el séptimo piso de ese hotel que en la noche de tormenta sobre el lago Michigan parece el faro del fin del mundo, en la noche de viento, de extrañeza, de desamparo y de insomnio, la noche en que cuando uno logra dormirse sueña que todavía está despierto y ve la habitación y el televisor apagado y esconde la cabeza bajo las mantas para no oír la vibración de los cristales y el silbido del viento que arranca las tejas y derriba los postes de la luz, no sólo ahora mismo, sino también hace muchos años, en un tiempo y en una ciudad que han surgido en el sueño y que serán olvidados cuando la luz transparente del día y la calma del lago ofrezcan al despertar la sensación de que la tormenta, el hotel vacío y el insomnio fueron los atributos de una pesadilla.
Quiero contarte quién he sido y qué he hecho y es como si se me hubiera borrado de la memoria la mitad de mi vida, como si yo mismo estuviera ausente de mis propios recuerdos y me hubieran sido relatados por otro, porque veo con claridad lugares donde he estado pero no me veo a mí en ellos, o no me reconozco, soy la mirada neutra de una cámara, un oído que percibe palabras y un sistema de conexiones nerviosas adiestrado para identificarlas y convertirlas instantáneamente en las palabras de otro idioma, una voz acostumbrada a actuar como eco y sombra de otras voces, el desconocido con el que tú te cruzaste la primera vez sin reparar todavía en su cara, el extranjero a quien despierta el sol una mañana en el Homestead Hotel y tarda unos minutos en saber dónde está y en convencerse de que la tormenta de anoche no fue un mal sueño heredado de los terrores de la infancia. Se incorpora, cegado por la luz, insultado por ella en su pereza y en sus ganas de dormir, mira el teléfono y decide que no llamará para oír otra vez un contestador automático, baja al vestíbulo y no ve a nadie y en el salón del piano encuentra una máquina de café, un jarro de leche tibia, sobres de azúcar y vasos y cucharillas de plástico, y sacarina, por supuesto, y una prudente bolsa de descafeinado, amablemente dejados allí por los mismos fantasmas que mientras él desayuna se ocupan invisiblemente de arreglar su habitación, porque cuando vuelve a ella veinte minutos después la cama ya está hecha, y el cenicero vacío, y el tubo de dentífrico y el cepillo que él dejó cualquiera sabe dónde ya ocupan pulcramente un vaso de cristal en la repisa del lavabo.
Cuando se lo contara a Félix no lo creería, me gusta irle contando imaginariamente las cosas al mismo tiempo que me ocurren, y es posible que él no se las crea del todo y que ni siquiera las apunte en ese diario secreto que lleva desde hace años en el ordenador, pero tampoco yo acabo de creérmelas aunque es a mí a quien le han sucedido, la suma de azares que me llevaron a encontrarte, el miedo, las desgracias estériles, el hábito de la decepción, el presentimiento no de estar a punto de perderme sino de haberme perdido ya y desde hacía mucho tiempo, no sólo entonces, en aquel sitio absurdo junto al lago Michigan, sino unos meses antes, cuando volví a España sin pensar todavía en quedarme, cuando me deslumbraron los faros de un camión a la salida de una curva y pisé el freno y no disminuyó la velocidad. Cerré los ojos dispuesto a morir, mis manos dieron un giro desesperado y automático al volante y no vi nada más que oscuridad y cuando miré de nuevo a mi alrededor estaba en medio de la tierra endurecida por la helada y seguía vivo, oyendo en la radio del coche una canción de Otis Redding que había escuchado por última vez hacía diecisiete años. Ahora sé quién soy porque tú me miras y me nombras y me haces aprender cosas de mí que había olvidado, pero si pienso en el Homestead Hotel o en aquella noche de viaje sonámbulo a Madrid en la que estuve a punto de matarme sin cumplir treinta y cinco años ni saber que existías me parece que me acuerdo de una vida de nadie, o que leo un curriculum, y me desconcierta comprobar las fechas para celebrarlas contigo y descubrir que en realidad no ha pasado tanto tiempo, algo más de dos meses, y que habría bastado una fracción de segundo para que todo se extinguiera, este momento, tu cara de ahora mismo, el modo en que me miras mientras te hablo de Félix y de las ganas que me entraron de pronto de ir a verlo, un sábado de noviembre por la tarde, recién llegado a Madrid, desde Bruselas, recién instalado en una habitación del hotel Mindanao, preguntándome qué haría para sobrellevar las dos noches y el temible domingo que faltaban hasta que en la mañana del lunes, a las nueve en punto, empezara mi trabajo en el palacio de Congresos. Me senté en la cama, estuve mirando un rato las cortinas verdes y los dibujos animados de la televisión, tranquilo, al menos algo más tranquilo que en las últimas semanas, disfrutando esa calma que nos deja un amor que ya pasó, como dice el bolero, falto de sueño, confiando en las virtudes del aburrimiento y del valium, y en menos de cinco minutos decidí que si me quedaba iba a caérseme encima el edificio, o al menos el cielo raso de la habitación, así que busqué en la agenda el número de Félix, y cuando hablé con él oí al fondo gritos de niños y una fuga barroca. Lo llamo un par de veces al año, desde los sitios más peregrinos, pero siempre coge el teléfono tan rápidamente como si hubiera estado esperando la llamada y me habla en el mismo tono de voz mientras se oye de fondo a sus hijos y la música que invariablemente ha preferido sobre cualquier otra desde que estudiábamos juntos en el instituto de Mágina. Miré el reloj, calculé que me daba tiempo de llegar a Chamartín y tomar un tren nocturno, guardé una muda de ropa en una bolsa más bien humillante de la lavandería del hotel y a la mañana siguiente, a las ocho, tambaleándome de sueño, tiritando de frío, anduve al azar por las calles próximas a la estación de Granada, buscando una cafetería abierta donde leer los periódicos, con mi bolsa para ropa sucia en la mano, solo en una ciudad que apenas conocía y en la que sólo dos o tres locos y unos cuantos mendigos estaban levantados, esos mendigos que madrugan como oficinistas para ocupar un buen puesto a la entrada de las iglesias, algunos tipos en chándal, cómo no, y una vieja con los labios pintados y tacones torcidos que arrastraba una maleta enorme atada con cuerdas, la adelanté en una acera, porque caminaba con una lentitud de caracol, y se me ocurrió ofrecerle mi ayuda, abrumado de compasión y casi culpabilidad, aquella pobre mujer sola y jadeante tirando de un maletón inhumano, pero me arrepentí a tiempo y me alejé a toda prisa, temiendo que me llamara, joven, hágame el favor, igual me pedía que le llevara la maleta y tenía que cruzar a su paso lentísimo toda la ciudad, me han ocurrido cosas parecidas otras veces, y Félix se muere de risa cuando se las cuento, dice que es como si tuviera un imán para traer la simpatía de los locos más desatados, de la gente más rara, y lo malo que tengo es que a poco que me descuide me pongo en la situación de cualquiera de ellos y me veo a mí mismo con ochenta años y arrastrando una maleta por una ciudad extraña, y si me cruzo por una calle de una barriada de Madrid, una mañana de agosto, con un africano cargado de alfombras que no tiene la menor posibilidad de vender ni una sola y entra en los bares y acepta con mansedumbre las bromas brutales de los parroquianos en seguida me imagino que yo soy él y me muero de pena, o que soy yo mismo y he acabado intentando vender alfombras en una ciudad del Camerún, por ejemplo, y me dan ganas de invitarlo a café y comprárselas todas, y hasta de hacerme amigo suyo para que el hombre no se sienta tan solo y rodeado de racistas.
Pues más o menos así iba yo aquella mañana por la ciudad vacía, preguntándome cómo ocuparía el tiempo hasta las once o las doce, una hora razonable para llegar en domingo a una casa de familia, mirando escaparates y con mi bolsa llena de regalos, naves espaciales con luces giratorias para los hijos de Félix, una botella de malta libre de impuestos para él, un frasco de perfume para Lola, desalentado, nervioso, porque llegar a los sitios me deprime tanto como me excita irme de ellos, cargando no alfombras, sino horas muertas de tedio: el tiempo es como un traje que siempre me cae mal, se me queda corto y ando desesperado, o de pronto me sobra y no sé qué hacer con él. Leí no sé cuántos periódicos, desayuné varias veces, vi familias madrugadoras que se dirigían a misa y caballeros de barriga opulenta bajo la chaquetilla del chándal que llevaban grandes roscas de churros, me pregunté, como de costumbre, qué estaba haciendo yo allí, me lo pregunto siempre y el charlatán neurótico que va conmigo a todas partes no suele ofrecerme una contestación satisfactoria, me lo pregunté más que nunca dos meses más tarde en el Homestead Hotel, mientras desayunaba sin poder quitar los ojos de la señorita fantasma que tocaba La muerte y la doncella en las noches de viento, y después en la fiesta que nos dieron en un salón de la universidad, cuando fui rescatado por los organizadores al fin visibles del simposium y me encontré sonriendo con una copa de jerez en la mano y hablando del tiempo con diversos profesores y autoridades que tenían la sonrisa tan envuelta en celofán como un sandwich de pepino y giraban de un grupo a otro con esos pasos de ballet que dan los anglosajones en los parties, acabo mareándome, me quedo solo entre grupos que hablan, miro con atención el fondo de mi vaso y mi sombra se acerca para no dejarme solo y me hace en voz baja la pregunta, qué estás haciendo aquí, qué tienes tú que ver con nadie, eso era lo que me decía mi padre para alejarme de los malos amigos, qué hago yo en una cabina de traducción del Parlamento Europeo, en el aeropuerto de Chicago o en el de Frankfurt, qué hago dando vueltas como un indigente en Granada, por la mañana temprano, bebiendo cafés que no me apetecen y fumando cigarrillos que me sientan como un tiro, mirando el reloj, haciendo hora, escuchando con perfecta educación los desvaríos de un taxista que seguramente tampoco ha dormido en toda la noche y le tiene rabia al mundo. Me deja cerca de las doce junto al edificio donde vive Félix y todavía no me decido a llamar, como si fuera un vendedor a domicilio, otro gremio que suele sumirme en la desdicha solidaria y culpable, se me parte el corazón cuando tengo que armarme de carácter para no comprar un acristalador de suelos o una enciclopedia de medicina familiar. Salí del ascensor y Félix ya estaba en la puerta del piso, con aquella sonrisa tan inalterable como su manera de hablar o de vestirse, cantándome la bienvenida de Luisa Fernanda, nos dimos un abrazo sin demasiada efusión, porque los dos somos muy tímidos, y me dijo que por qué había tardado tanto, que ya temían él y Lola que hubiera perdido el tren, y nada más entrar en el pasillo de su casa empecé a notar la cálida sensación de que al menos durante unas pocas horas no estaría del todo fuera de lugar, aunque me intimidaran aquellas habitaciones tan vividas y tan ordenadas, los cuadros en las paredes, los muebles, las cortinas, la biblioteca llena de volúmenes y las estanterías de los discos de Félix, todo con una densidad algo opresiva, con un olor a limpieza, a ropa bien doblada en los armarios, a ambientador tenue en el cuarto de baño, y en medio, sentado frente a mí en el sofá, sirviéndome una cerveza sobre la mesa baja de cristal reluciente, mi amigo Félix, idéntico a mis recuerdos de los últimos diez o quince años, sólo un poco más gordo, hasta con el mismo peinado, fornido y grande pero con un cierto aire infantil en la cara, con una rebeca de lana que sin duda le había tejido su madre, en zapatillas, recostándose tan confortablemente en su discreta prosperidad como cuando éramos niños y se sentaba por las tardes en un escalón de la calle Fuente de las Risas a merendar un hoyo de pan y aceite o una onza terrosa de chocolate. Lola había ido a dejar a los niños en casa de sus padres, me dijo, para que comiéramos tranquilos, tú no estás acostumbrado y seguro que los niños te ponen nervioso: me pareció que lo decía con un poco de distancia o cautela, se levantó para poner un disco y cuando volvió a sentarse silbaba la melodía y llenó mi vaso de cerveza sin mirarme a los ojos.
Pensé con remordimiento y temor que en los últimos tiempos no había cuidado su amistad, que tal vez él y yo confiábamos demasiado en la permanencia de antiguas complicidades gastadas poco a poco por la lejanía y la desidia: qué sabemos ahora el uno del otro, qué tienen que ver nuestras dos vidas. Él da clases de lingüística en la universidad, lee griego y latín, investiga no sé qué códigos o misterios sintácticos para programar ordenadores y sus dos únicas devociones aproximadamente pasionales son su diario cifrado y los compositores del barroco, pasa las Navidades y la Semana Santa en Mágina, alquila todos los veranos un pequeño chalet en la costa, me lo quedo mirando y lo veo tan distinto a mí y me pregunto siempre qué tenemos en común y por qué es mi mejor amigo desde hace casi treinta años. Sin duda él se hacía la misma pregunta aquella mañana, pero la cerveza y la música nos animaban lentamente, y recordábamos palabras como contraseñas, apodos tremendos, expresiones de Mágina, los disparates que sigue escribiendo Lorencito Quesada en Singladura, nos mirábamos de soslayo echándonos a reír, pues nos bastaban uno o dos gestos o la entonación de una frase para reconocernos, y cuando volvió Lola ya teníamos los ojos brillantes, de risa y de cerveza, porque Félix acababa de recitarme de memoria el soneto anónimo a Carnicerito de Mágina, del que yo ya ni me acordaba. Había en toda la casa una luz limpia de mañana de domingo que me parecía dotada de una transparencia semejante a la de la música que escuchábamos, unos conciertos para oboe de Haendel, me explicó Félix, una música que lo llenaba todo de una felicidad delicada y enérgica y actuaba sobre mí como aquellas cervezas un poco prematuras que estábamos bebiendo y como el sonido de la risa. Félix preparaba unos aperitivos en el mostrador de la cocina y Lola nos miraba a los dos echada en la pared, sonriendo, con los brazos cruzados y un cigarrillo en la mano, con simpatía y un poco de indulgencia, dónde vives ahora, me preguntó, con quién vives, cuántos días vas a quedarte con nosotros, y cuando le contesté que me marchaba aquella misma noche Félix movió la cabeza mientras examinaba la disposición de los vasos y los pequeños platos de las tapas que había estado preparando y dijo sin mirarme: «Nunca cambiará. Yo creo que llega a los sitios nada más que para irse cuanto antes de ellos.»
Ya no tenía duda, estaba dolido conmigo, pero jamás me lo diría, repetíamos las bromas de siempre, me hablaban de los niños y del trabajo y me preguntaban por el mío y Félix se me quedaba mirando como si no me oyera, como si buscara en mis ojos, en mi cara cansada, en los gestos nerviosos de mis manos, la respuesta a una interrogación que no era formulada con palabras y que las mías no iban a explicarle, y entonces me puse íntimamente en guardia y empecé a verme a través de sus ojos. En eso tampoco tengo remedio, puedo ser un extraño para mí mismo y observarme sin embargo desde el punto de vista de otro, no ya alguien que me conozca tanto como Félix, sino cualquier desconocido, y automáticamente tiendo a suponer que su dictamen será implacable y a darle la razón. Noté de repente que mis manos se movían con desasosiego y rapidez, que no sostenía mucho rato las miradas de ellos, que encendía un cigarrillo a los pocos minutos de apagar otro y se me acababa en seguida la cerveza del vaso, pero la atención de Félix no era reprobadora, sólo continua y minuciosa, como todos sus actos, como la manera que tiene de cortar el queso o de escribir los títulos de las piezas y los nombres de los músicos en las cintas que graba, lo veo hacer algo y me acuerdo de cuando estábamos en un pupitre de la escuela y escribía en su cuaderno rayado pasándose por los labios la punta de la lengua, una concentración absoluta y tranquila. Así es como se ha edificado la vida, sin variar nunca desde que lo conozco, pero también sin obstinarse en la rigidez de un propósito con esa voluntad que se alimenta de rencor y que tan justificadamente pudieron haberle inoculado las penurias de su infancia, su padre inmóvil en la cama por una parálisis irreversible, su madre fregando suelos y vistiéndolos a él y a sus hermanos en el ropero de Auxilio Social, de nada de eso habla, contra nada lo he visto nunca rebelarse, ni siquiera en los tiempos en que casi todos nosotros nos complacíamos en aspavientos de rebelión, pero tampoco ha claudicado ni se ha sometido, es el mismo de hace veinticinco años y del verano pasado, y ella, cuando la veo junto a él, me da la misma impresión de serenidad y permanencia, como si hubieran nacido así los dos y se hubieran limitado a seguir una especie de instinto que los protegía y los mejoraba. No se han gastado, como tú y yo, en años de extravío ni en amores estériles, no parecen haber conocido la desesperación ni la discordia, viven juntos y tienen hijos y los cuidan y van a trabajar y ven películas en la televisión después de haberlos acostado y seguramente luego se desean y se entregan, los he visto mirarse y me he fijado en cómo se rozan por casualidad y se sonríen, no con esa felicidad idiota a lo Doris Day de los recién casados permanentes que se exhiben delante de los matrimonios amigos y acaban llamándose mamá y papá, los oigo y vomito, te lo juro, sino con pudor y experiencia, como quien lleva toda su vida haciendo algo y lo hace muy bien, como un hombre y una mujer habituados a un vínculo que ha probado su eficacia a lo largo del tiempo. Tú y yo tenemos miedo, no hemos pasado juntos ni diez noches todavía, tenemos miedo de lo que el tiempo vaya a hacer con nosotros y cada hora nos parece un regalo del azar, no hemos poseído nada que no fuese frágil o que sintiéramos indudablemente nuestro, pero ellos no, yo creo que carecen del sentido de la incertidumbre como carecemos nosotros de cualquier idea de perduración. Se mudaron el año pasado a este piso de ahora, porque el anterior, con los niños, se les había quedado muy pequeño, han firmado una hipoteca y han comprado muebles nuevos a plazos y no se sienten agobiados ni atrapados, Félix me lo enseñó mientras Lola hacía la comida, y yo pensaba en mi casa, en los apartamentos donde he vivido a salto de mata en los últimos diez años, sin más pertenencias que un radiocassette, unos cuantos libros y cintas, una maleta que me prestó alguien para una mudanza y no le devolví y una bolsa de viaje, lugares tan refractarios a cualquier presencia como habitaciones de hotel, sin cuadros en las paredes ni fotografías enmarcadas en los aparadores, sin una tarjeta con mi nombre bajo la mirilla de la puerta, edificios enteros habitados por gente que vive sola, por parejas con un perro, como máximo, tabiques delgados tras los que se oyen los ruidos de alguien pero que lo confinan a uno en una distancia de monasterio tibetano, se muere uno de un colapso cardíaco mirando la televisión y tardan más tiempo en hallar su cadáver que si se hubiera perdido en el desierto de Australia.
«Y aquí mi santo santórum, como diría Lorencito Quesada», dijo Félix: su habitación, con una pared enteramente ocupada por los libros y los discos y una ventana por la que se veía una colina de casas blancas y jardines con cipreses, el equipo de música que sólo usaba él, acuarelas de Mágina y del valle del Guadalquivir desde los miradores, la mesa amplia y despejada, el ordenador donde escribe todas las tardes su diario, un almanaque de El Sistema Métrico con una foto antigua de la plaza del General Orduña. Había encontrado las acuarelas en Madrid, en un puesto del Rastro, y las consiguió por muy poco dinero, aunque el vendedor le aseguraba que eran de un pintor bastante célebre en los años treinta: acaso porque los colores estaban muy desleídos no se veía en ellas la ciudad tal como es, sino como uno puede recordarla cuando lleva fuera mucho tiempo. La conversación no se afianzaba, nos quedábamos callados y yo bebía un trago de cerveza o miraba a mi alrededor en busca de un cenicero y cuando Félix me lo ofrecía encontraba sus ojos y me parecía que estaba a punto de preguntarme algo, pero en seguida nos salvaba una broma, un juego de palabras sin demasiado éxito, casi una coartada para eludir el silencio. Él o yo empezábamos a hablar y nos dábamos cuenta de que la atención del otro era sobre todo un gesto de cortesía. Durante la comida la presencia de Lola nos tranquilizaba, y mirábamos las noticias de la televisión con el alivio de permanecer callados sin que se notara el silencio. Estaban entrevistando a un hombre de pelo rizado y gris que hablaba muy rápido y llevaba unas gafas de montura transparente. Félix dejó el tenedor, dio un golpe en la mesa y se echó a reír: «Pero míralo, si parece mentira, ¿no sabes quién es?» Yo estaba distraído y cuando miré otra vez la pantalla se veía una formación de carros de combate en el desierto. «¿De verdad que no lo has conocido? ¡El Praxis, hombre, el que nos daba literatura en el instituto! Es diputado, lo acaban de nombrar director general de no sé qué. También a él le ha entrado vocación de centinela de Occidente.» No me acordaba, y a los cinco minutos ya había vuelto a olvidarme, cómo iba yo a saber que al cabo de dos meses, ahora mismo, aquel nombre formaría parte de la trama de mi vida, y que el domingo en casa de Félix y mi secreta envidia y el peso de mi desarraigo eran al mismo tiempo los episodios de un punto final y de un preludio esbozado en la orilla del desastre. Había viajado en tren durante toda una noche para buscar a mi amigo y a medida que transcurría la tarde me ganaba la decepción de no haberlo encontrado, no por culpa suya, sino porque yo era incapaz de corregir la sensación de hallarme muy lejos y percibía gradualmente los síntomas del desasosiego, las miradas al reloj, el cálculo de las horas que me quedaban para llegar sin apuro a la estación, el deseo de estar ya en otra parte y de que Félix no se diera cuenta. Nos bebimos despacio más de la mitad de la botella de malta que yo le había regalado, y al anochecer, algo beodos, fuimos a buscar a sus hijos, y él sugirió que antes de recogerlos tomáramos una cerveza en un bar del vecindario. Saludaba a casi todo el mundo por la calle y el camarero lo llamó por su nombre. A la segunda cerveza se acodó en la barra y me habló tan serio que no reconocía del todo su voz. «No sé lo que te pasa, pero estás raro, conmigo no puedes disimular. Estás nervioso, tienes prisa, llegaste esta mañana y no ves la hora de irte. Lola también se ha dado cuenta. A lo mejor es que llevas demasiado tiempo viviendo en esos países donde no sale el sol más que en los anuncios. Yo que tú me volvía. ¿No dices que ahora trabajas por tu cuenta? Pues igual puedes ganarte la vida aquí que en Bruselas. Además hay otra cosa, y me da vergüenza decírtela. Casi no hablo con nadie, no me río con nadie. Soy el presidente de la comunidad de propietarios de mi bloque. Me acaban de reconocer el cuarto trienio. Y no debería decírtelo, pero te echo de menos. Tú a lo mejor no lo sabes, porque vives fuera y no te fijas, pero la gente que conocíamos está cambiando mucho. Es como en una película de marcianos que vi hace poco en la televisión. Los extraterrestres llegan a un pueblo y en lugar de conquistarlo con pistolas de rayos se apoderan del alma de la gente. Tú estás con tu mujer, o con algún amigo, y al principio no le notas nada, pero luego ves que tiene los ojos como vacíos y que anda un poco rígido y es que ya se ha convertido en marciano. Alguien que es todavía normal da una cabezada y cuando vuelve a abrir los ojos ya es otro, aunque sigue hablando igual y tiene la misma cara. Esta mañana, cuando te vi, me dio miedo de que tú también hubieras empezado a transformarte. Ahora me quedo más tranquilo, pero no me fío, ni siquiera de mí. ¿Vas a volver pronto?»
Se me hacía tarde, como casi siempre, a las diez y media de la noche ya me había despedido de Félix y de Lola y cruzaba de nuevo la ciudad en un taxi igual que veinticuatro horas antes en Madrid, me palpaba los bolsillos en busca del carnet de identidad, del pasaporte, de la tarjeta de crédito, no confiaba en mi reloj y le preguntaba la hora al taxista, llegué a la estación y me pareció que era mucho más temprano de lo que indicaban los relojes porque se veía muy poca gente en el vestíbulo, y el expreso de Madrid ni siquiera estaba en el andén, habría que esperar, pero ya eran casi las once, qué raro, y la taquilla continuaba cerrada, y también el puesto de periódicos, y el bar, ya preveía la catástrofe, quién me mandaba fiarme de los trenes españoles, un empleado con la gorra en la nuca y un cigarrillo en los labios me dijo, mirándome como a un idiota, que cómo era posible que no me hubiera enterado, que había huelga de maquinistas. Pero yo tenía que irme, tenía que estar en el palacio de Congresos a las nueve de la mañana y no podía permitirme el gasto de un viaje en taxi, alquilaría un coche, si es que encontraba en Granada una de esas agencias de alquiler que están abiertas las veinticuatro horas, subí por la avenida de la estación buscando un bar donde hubiera teléfono y me crucé con la mujer que arrastraba la maleta, más despeinada y más vieja, con los zapatos más torcidos, hablando sola, al verme se paró y me hizo una señal para que me acercara, es mi sino, no tuve el valor de pasar de largo y me detuve, aunque jurándome que por nada del mundo le llevaría la maleta. «Oiga, perdóneme, podría usted decirme dónde está la cuesta Marañas? Yo no sé lo que han hecho con las calles, seguro que las han cambiado de sitio, o las habrán quitado, yo vivo en la cuesta Marañas pero no me acuerdo de dónde es, y lo malo es que tampoco me acuerdo de cuál será mi casa, así que como no encuentre a alguien que me conozca tendré que dormir en un portal. Su cara me suena. ¿Usted no me conoce?» Siguió hablando sola cuando escapé de ella y no quise ni volverme, pero no olvidaba su cara, pensé que se parecía un poco a mi abuela Leonor, y de hecho era la cara de mi abuela la que recordaba luego, después de medianoche, mientras conducía por la carretera de Madrid el Ford Fiesta que logré alquilar después de una serie de peripecias angustiosas y me preguntaba si aquella mujer habría encontrado a alguien que la guiara hasta la cuesta Marañas.
Tomé un par de cafés antes de salir, pero tenía sueño, me pesaban los párpados, me hipnotizaban los faros de los coches que venían de frente y las líneas blancas de la carretera, me dolían las vértebras de la nuca y los músculos del cuello y me daba miedo apoyar la cabeza en el respaldo, me mantenía rígido, apretaba muy fuerte el volante y pisaba el acelerador con una sensación de abandono y peligro, fijo en la línea blanca que parecía aproximarse velozmente hacia mí desde la oscuridad y se perdía luego en el retrovisor, cada minuto más aprisa y más lejos en la noche sin luna, entre colinas sombrías y rápidas hileras de olivos, tan fugaces como las imágenes que me provocaba el acecho del sueño, la mujer de la maleta caminando por los alrededores de la estación de Granada, el pelo blanco de mi abuela Leonor, aquella loca que subía al anochecer por la calle del Pozo con un adoquín escondido bajo la toquilla negra, las luces en las esquinas, las misma luces que yo veía ahora delante de mí, casas de campo abandonadas junto a la carretera, mi abuelo Manuel caminando de noche por una serranía muy próxima a los paisajes nocturnos que yo atravesaba medio siglo después a ciento veinte kilómetros por hora, un jinete con el que soñaba algunas veces, el tío Pepe cuando se volvió de la guerra, Miguel Strogoff en la portada de un libro que me compró mi madre para un cumpleaños, me daba cuenta de que iba a dormirme, sacudía la cabeza, reducía velocidad porque había visto delante de mí las luces traseras de un camión, me daba tiempo a adelantarlo, cambié la marcha y percibí en las plantas de los pies la vibración del motor y mientras adelantaba el camión me sentí suspendido entre la vida y la muerte, fuera del tiempo y de la realidad, como soñando que volaba, no volvía de visitar a Félix ni viajaba a Madrid para trabajar a la mañana siguiente como traductor simultáneo, tan sólo era la silueta de un hombre que conduce un automóvil y es alumbrada por los faros de otro que se cruza con él, escuchaba voces y canciones en la radio y la tenue luz verdosa y la aguja del sintonizador moviéndose de una emisora a otra como si yo atravesara todas las voces de la noche me hacían acordarme del severo aparato con cortinillas bordadas que había en casa de mis padres, muy alto, sobre una repisa de ladrillo encalado, tenía que subirme al sillón donde me daban la comida para alcanzar los mandos, y se oía un rumor de lluvia y de cascos de caballos y era que empezaba el serial de «El coche número trece», o que un jinete cabalgaba en una noche de lluvia y de truenos lejanos. Cada vez más aprisa, de una emisora a otra, ráfagas de canciones abolidas por un leve movimiento de los dedos, luces deslumbrándome, un indicador en un desvío a la derecha, Mágina, 54 kilómetros, pero en seguida quedó atrás, y yo conducía despejado y eufórico, con esa lucidez peligrosa que se parece tanto a la de la cocaína y que le llega a uno cuando ha logrado resistir la primera oleada del sueño. Ahora me acuerdo y no estoy seguro de saber explicártelo, era una mezcla de cobardía y de temeridad, un entusiasmo sin propósito, tan vertiginoso y tan vacío como la carretera que se prolongaba en línea recta delante de mí cuando pasé Despeñaperros hacia las tres de la madrugada y la aguja alcanzó la señal de los ciento treinta kilómetros en los primeros llanos de La Mancha, veía claridades rojizas en el horizonte y pensaba que ya iba a amanecer, pero eran luces de ciudades, había encontrado una emisora donde sonaba una canción de Otis Redding y repetía en voz alta la letra sin acordarme todavía de su título, levanté instintivamente el pie del acelerador al acercarme a la señal de una curva pronunciada a la izquierda y entonces vi los faros del camión y comprendí en un instante de verdadera claridad y terror que si no me apartaba iba a morir aplastado bajo sus ruedas, pero pisaba el freno y mi velocidad no disminuía, los faros amarillos me herían los ojos y el morro blanco del camión ocupaba todo el espacio del parabrisas, me estremeció el claxon y durante menos de un segundo una serenidad despojada y absoluta borró la angustia de morir. Tal vez giré el volante con los ojos cerrados. Cuando terminaron las sacudidas y volví a abrirlos el coche estaba parado, pero la radio aún seguía encendida y sonaba la misma canción que empecé a oír cuando entraba en la curva. Lo más raro no era estar vivo todavía, era que Otis Redding continuara cantando My girl como si en el último minuto no hubieran pasado años enteros.
Sube por la avenida Lexington abrigado como un esquimal y renegando de su suerte, del ruido y del humo del tráfico y del viento mojado de aguanieve que lo sorprende en todas las esquinas, hace más frío aún que en Chicago, lleva guantes forrados, bufanda, un chaquetón a cuadros rojos y negros, dos pares de calcetines, y como aquí no lo conoce nadie, se ha comprado un gorro de lana y unas orejeras, pero da igual, sigue muriéndose de frío, tendría que haberse quedado mirando la televisión en el hotel, le sale de la boca un vaho tan espeso como el que sube de las alcantarillas y de las resquebrajaduras del asfalto, se le ha puesto roja la nariz y tiene una gota helada en la punta, igual que el tío Rafael, que en paz descanse, quién iba a decirle al pobre que alguien se acordaría de él en Nueva York tantos años después de su muerte. Hace más frío que en la batalla de Teruel, los mendigos inflados de hojas de periódicos y harapos y envueltos en jirones de plástico caminan tan encorvados y lentos como las últimas tropas de Napoleón en la retirada de Rusia, como deportados a Siberia, así iría el invierno pasado por estas mismas calles sin corazón mi amigo Donald Fernández, con lo orgulloso que estaba cuando le concedieron la nacionalidad norteamericana, y junto a las aceras hay un barro infame de nieve pisada y aplastada por neumáticos de coches, se descuida uno y resbala al cruzar un semáforo y esta gente lo arrolla con menos miramiento que una manada de bisontes. Eso decía Donald, si te paras te aplastan, si tropiezas ya no te vuelves a levantar. Pues nada, hombre, piensa, aunque algunas veces olvida toda precaución y se le escapan palabras en voz alta, como a los negros orates que piden limosna agitando monedas diminutas de cobre en vasos de papel, ya has vuelto a Nueva York, como quien dice, ya estás de nuevo en la cima del mundo, en la Cloaca Máxima, te quejarás de la vida, a punto de celebrar tu trigésimo quinto cumpleaños, o treinta y cincoavo, como dirá sin duda el dinámico preboste que te hizo viajar desde Madrid a uno de los lugares más perdidos de la tierra para servirle de intérprete y de duplicador en inglés de sus discursos, está encantado el tipo, lo rejuvenece Manhattan, se ha inventado sobre la marcha un compromiso ineludible para no tomar el vuelo directo de Chicago a Madrid y quedarse unos pocos días más en Nueva York, pues Wagner sigue rugiendo en el Metropolitan tan implacablemente como las tormentas sobre el lago Michigan y él no quiere perdérselo, sobre todo ahora que ya no dice el Metropolitan, desde luego, sino el Met, se ha aprendido todas las abreviaturas y los giros adecuados, habla con desenvoltura del MOMA y de Las Gemelas y al referirse al vestíbulo del hotel no dice el hall, sino el lobby, se ha hecho una autoridad en sobreentendidos neoyorquinos y en nombres de tiendas, de restaurantes, de discotecas, de clubs de jazz, de galerías del Soho, no descansa, y hasta asegura con suficiencia de experto que el Village ya no es lo que era, y como ha descubierto que gracias a la huella de España en América lo entienden casi todos los camareros, botones y taxistas, ha decidido prescindir de su intérprete, que ahora, libre como un pájaro, más solo que un perro, vestido de lapón, desconsolado y aburrido bajo los precipicios de ladrillo sucio de la avenida Lexington y los mástiles tremendos de las banderas, se arrepiente de haber regresado a Nueva York y a la tarea absurda de seguir llamando por teléfono a una casa que no sabe donde está y en la que nunca hay nadie.
Antes de salir del hotel ha llamado de nuevo e incluso ha reunido el coraje suficiente para dejar en el contestador su número de teléfono y el de la habitación, así como una advertencia melancólica, Allison, soy yo, el pesado de siempre, me voy esta tarde a Madrid, a las seis y media, aunque más que la proposición de una cita era ya una despedida, ni siquiera eso, uno no puede despedirse de alguien con quien no se ha encontrado. Camina maldiciendo a Nueva York y a todas las ciudades donde sea invierno, riñe consigo mismo, con su sombra, piensa en inglés con un feroz acento americano, / wanna fly away, se acuerda de Lou Reed, que cuando canta parece que camina solo por estas mismas calles, y su sombra le responde en español, lo que tú quieres es salir pitando, lo provee de versos de canciones con una erudición desvergonzada que no hace ascos al bolero, ni a la canción española, ni a las rumbas más lumpen, tanto viajar y ver mundo y aprender idiomas para esto, para languidecer de abandono y melancolía en una habitación desde cuya ventana lo único que se ve de Nueva York son las armazones metálicas de un aparcamiento y mirar en la televisión abyectos concursos para matrimonios felices y películas de Imperio Argentina y Miguel Ligero que aparecen por sorpresa en el canal latino, más solo que un viajante: pues eso es lo que eres, se le burla la sombra, un viajante lunático de palabras, persiguiendo siempre como un galgo las palabras de otros, ebrio de sentimientos de películas y de canciones vulgares, asesinado suavemente por ellas, dame veneno que quiero morir, es como si llevara en la cabeza una radio donde las emisoras se confunden, Lou Reed, Juanito Valderrama, Antonio Molina, adiós mi España preciosa, la tierra donde nací, bonita alegre y graciosa, como una rosa de abril, canta la sombra para abochornarlo de nostalgia en la esquina de la Quinta Avenida y Central Park, y entonces el aguanieve se hace más densa y la sombra sin escrúpulos adquiere la voz de Armando Manzanero y susurra con una dulzura repugnante, ayer tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú. Ni llueve ni es por la tarde, aunque para el caso da lo mismo, unas nubes oscuras, veloces, muy bajas, cubren los últimos pisos de los rascacielos y borran las perspectivas al final de las calles, y la gente, a las doce, ya tiene la cara agria y la prisa huraña que se desbocará cuando salgan a las cinco en punto, y efectivamente hay mujeres con botas de goma que corren hacia el abrigo de las marquesinas, y desde luego no estabas tú, piensa decirle si la ve, o si en el último minuto, cuando ya tenga la maleta y la bolsa preparadas, sucumbe a la debilidad de llamar otra vez y por fin la encuentra en casa. Imagina que le habla, o que le escribe una carta muy larga, pensó hacerlo pero no sabía su dirección, aunque la sombra escéptica le advierte que tampoco le habría escrito de haberla sabido, si te conoceré yo, podías llamarla y no lo hiciste, al principio por pudor, y luego por desidia, o porque iba olvidándola, sólo se acuerda del pelo rubio cortado a la altura de la barbilla y del carmín rojo de los labios, y de la ropa que llevaba, una gabardina verde oscuro, un traje como de hombre, rayado y gris, una americana con las solapas muy anchas, se le veía el filo bordado del sujetador cuando se inclinaba hacia él durante la comida, un olor fresco y ácido a colonia. Es ahora, en América, cuando la recuerda con más intensidad y la echa dolorosamente de menos, a pesar de la sombra irónica que le murmura al oído, no te importaría tanto si hubieras pasado estos días con ella, te conozco, habrías empezado a auscultarte como un enfermo pusilánime en busca de síntomas de imperfección o de tedio, y si no hubieras podido diagnosticarlos el miedo al desengaño se habría convertido en pánico al amor, y ahora mismo, en secreto, estarías deseando marcharte lo más lejos posible, al otro lado del océano, huyendo no del sufrimiento sino de la incomodidad de la pasión, las llamadas de teléfono, las cartas leídas muchas veces, la supersticiosa reducción del mundo a una sola presencia, la vida ordenada y trivial de pronto intolerable, qué angustia, le dice la sombra aliviada, como un amigo en guardia contra sus peores costumbres, mejor así, soledad y confort y un pasaje de avión en el bolsillo, acuérdate de Félix, que dice no haber conocido nunca los trastornos sísmicos que tú llevas contándole desde los catorce años y seguramente ha gozado con Lola mucho más que tú con todo el catálogo de mujeres arrebatadoras y enigmáticas a las que has dedicado, en vano casi siempre, más energía y entusiasmo y dolor que a cualquier otro empeño de tu vida.
No ha llegado a nevar, afortunadamente, de Central Park viene un olor a bosque, a tierra húmeda y hojas empapadas, ahora sube vigorosamente hacia el norte por una acera de viviendas de ricos en cuyos umbrales los porteros de uniforme con galones llevan bajo la gorra de plato orejeras tan ignominiosas como las suyas y se va fijando en los números de las calles y en las mujeres envueltas en abrigos de pieles que bajan de las limusinas y cruzan rápidamente hacia los portales con luces indirectas, molduras blancas y zócalos de caoba, dejando en el aire como un rastro dorado de los perfumes más caros del mundo. Por un momento cree oler la colonia de Allison y casi se acuerda de su cara, pero es imposible, ha sido como un espejismo del olfato, y por primera vez cae en la cuenta de que será muy fácil no verla nunca más y siente odio hacia las caras extrañas que pasan junto a él. A la altura de la calle Sesenta y Cuatro Este ya va desfallecido, desde hace más de una hora no ha parado de andar, tiene hambre, ese hambre sin consuelo y mezclada al desamparo que le dan siempre las ciudades hostiles, y en esta zona de viviendas como fortalezas donde sólo habitan millonarios no hay bares, ni puestos de hamburguesas que despidan humaredas pestilentes de grasa, nada más que porteros uniformados como mariscales hondureños y aceras limpias y anchas, sin socavones, sin mendigos ni vagabundos forrados en harapos de plástico que empujen carritos de la compra llenos de desperdicios. Allison, dice, Allison, Allison, como si de verdad estuviera enamorado de ella y repitiendo su nombre pudiera traerla hacia él desde el confín de Nueva York o de América en el que se haya escondido, pero lo extraño no es no poder encontrarla, sino haberla conocido y confabularse tan rápidamente con ella en contra del cálculo de posibilidades, con la de gente que hay en el mundo, como decía el tío Pepe, si hasta da mareo pensar en el número de nombres ordenados por orden alfabético en la guía de teléfonos de Nueva York, millones de mujeres y hombres hablando en miles de idiomas y no hay manera de encontrar a un semejante cuando más falta hace, así que más vale agradecer la buena suerte de una noche y no ceder ni un minuto a la desesperación, volver a Europa, instalarse en Madrid, ahorrar para un piso e irse acostumbrando a la cercanía de los cuarenta años, qué asco de pronto, así que esto era la vida: pero agradece al menos que no se te ha caído el pelo todavía ni te ha salido barriga, dice la sombra, que no te has dado a la heroína ni al alcohol ni a la religión ni vistes pantalones abolsados ni suéters de marca ni tienes un despacho ni un cargo político, que no llevas en el bolsillo un recipiente plateado para la cocaína, que no estás abrumado por la paternidad ni acomodado en el matrimonio y en el adulterio, que no te has quedado paralítico por culpa de un accidente de tráfico, que no te has vuelto idiota de nostalgia por un pasado heroico que nunca existió, que te has librado del cepo de las oficinas y has sobrevivido sin cicatrices mortales a los frecuentes naufragios del amor.
Pero se muere de hambre, le tiemblan las piernas, de tanto frío como hace le duele la nariz, menos mal que tuvo la precaución de comprarse el gorro de punto y las orejeras, ande yo caliente y ríase la gente, le decía su madre al ponerle cuando se iba a la escuela en los días de invierno un pasamontañas que a él le daba rabia porque se veía cara de verdugo, ha llegado a la esquina de la calle Sesenta y seis y continúa caminando hacia el norte con la tenacidad de una máquina, pero debiera volverse, no vaya a hacérsele tarde, su padre ya estaría temiendo perder el avión, y él también, uno se pasa parte de la vida queriendo no parecerse a su padre y un día descubre que ha heredado no lo mejor de él, sino sus manías más insoportables, media vuelta, otra caminata de casi dos horas, y luego el sandwich más grande que haya en la cafetería del hotel y una de esas cervezas tibias y oscuras, con la espuma blanca y muy densa, que son excelentes para emborracharlo un poco a uno y dejarlo dispuesto a dormirse en el avión. Ya lo excita la seguridad de que va a marcharse, le dan antojos inaplazables que sólo sería capaz de confesarle a Félix, porque cualquier otro, incluso él mismo, lo reputaría de palurdo, una tostada con aceite, un bocadillo de jamón, media de churros espolvoreados de azúcar, un café con leche, pero café con leche de verdad, bien cargado y quemando, no el aguachirle que beben éstos incluso en las comidas, un plato de arroz, con conejo preparado por su madre, una orgía de colesterol, casi se le saltan las lágrimas, de nostalgia, de frío, de un hambre tan furiosa como la que le entraba en la aceituna o en la huerta, y entonces ve frente a él en la esquina un edificio bajo que parece un palacete italiano y al darse cuenta de que es un museo piensa inmediatamente que dentro habrá calefacción, lavabos y posiblemente hasta cafetería, de modo que consulta el reloj, calcula que le queda tiempo, sube la escalinata y compra una entrada. El museo se llama The Frick Collection, por él como si fuera el museo de bebidas de Perico Chicote, aunque ahora cree recordar que alguien le dijo no hace mucho ese nombre, Félix, tal vez, que sabe tanto de pintura como de música barroca o de poesía latina o de lingüística, pero lo disimula con la misma eficacia, por un escrúpulo inflexible contra la pedantería, le da pudor y oculta lo que sabe, igual que a veces entra en los sitios como si le diera vergüenza ser tan alto. Hace calor, en efecto, se quita con alivio los guantes, el gorro de lana y las orejeras, hay una flecha que indica la dirección de los lavabos, pero en el guardarropa le informan de que no hay cafetería, mala suerte, aunque el aire tan cálido y la penumbra silenciosa mitigan el hambre. Camina por un corredor enlosado de mármol y no tiene la sensación de estar en un museo, sino de haberse colado en la casa de alguien, hay cuadros pequeños y débilmente iluminados en las paredes y no llega del exterior el ruido del tráfico, ni siquiera el del viento, al cabo de unos pocos minutos el silencio adquiere la intensidad irreal que tenía en el Homestead Hotel, pero aquí no es amenazante, sino hospitalario, se oyen crujidos de pisadas prudentes sobre el suelo de madera bruñida y murmullos de voces, la carcajada de alguien invisible en una sala próxima, y un sonido de agua cayendo sobre una taza de mármol. En un patio cubierto por una bóveda de cristal donde hay una claridad gris y detenida una mujer solitaria que fuma un cigarrillo y tiene un catálogo abierto entre las manos. Vigilantes aburridos conversan en voz baja al fondo de los pasillos y se tapan la boca para que no se escuche demasiado alta su risa. No parecía un museo, piensa contarle a Félix, todos los vigilantes tenían cara de complicidad y de guasa, sobre todo cuando veían a un extraño y se quedaban serios y firmes, como si estuvieran fingiendo que eran vigilantes y no pudieran aguantar las ganas de reír, había un salón con una mesa de despacho, una biblioteca y una chimenea de mármol, y sobre ella el retrato de cuerpo entero del dueño de la casa, un señor de barba blanca y traje con chaleco que me miraba desde lo alto como si le disgustara mi presencia, aunque pavoneándose delante de mí de su palacio y de su colección de pinturas. Ve caras pálidas de hombres y mujeres de hace dos siglos y piensa con aprensión que está viendo retratos de muertos, que casi todos los cuadros y casi todos los libros y hasta las películas que más le gustan tratan únicamente de ellos, de los muertos, descubre no sin patriotismo y algo de sorpresa un Goya y un Velázquez, un severo autorretrato de Murillo, la de lugares que habrán recorrido estos cuadros para llegar aquí, le da mareo imaginárselo, tiene ganas de irse, se le va a hacer tarde y lo asusta un poco el silencio, hasta la sombra se ha callado, es como si el silencio viniera hacia él desde el interior de los cuadros y fuera el espacio desde donde lo miran esas pupilas sosegadas de muertos, el espacio y el tiempo, el espacio intangible que rodea las figuras como el cristal de un acuario y el tiempo ajeno a las calles de Nueva York y a las agujas de su reloj de pulsera que se van acercando a la hora de la partida, años y siglos congelados en las salas y en los corredores del museo, en la claridad gris del patio donde fluye el agua sobre una taza de mármol, en las facciones de esa gente sin nombre que fue borrada por la tierra y cuyas figuras se yerguen con una sonrisa triste y una mirada fija contra la oscuridad del fondo de los cuadros. Detesta los museos porque le hacen acordarse de que va a morir y pensar, como dice suspirando su abuelo Manuel, que no somos nadie, le pasa lo mismo cuando ve una de esas películas en que los protagonistas envejecen y tienen la cara maquillada de arrugas y les tiemblan las manos, le da congoja por muy malas que sean, aunque los actores sigan pareciendo mucho más jóvenes de lo que quieren fingir y se note que las canas son tintadas. En el Museo Metropolitano, durante un viaje anterior, se vio la cara borrosa en un espejo egipcio de plata y apartó los ojos al preguntarse cómo serían las caras que se miraban en él hace cinco mil años. Cofradías de muertos, catálogos de muertos, facciones de muertos esculpidas en piedra o pintadas al óleo o conservadas en la cartulina de las fotografías. No tengo hijos y es posible que ya no los tenga, dentro de un siglo no quedará ni rastro de mi cara en la memoria ni en las facciones de nadie. Pero mi madre dice que me parezco mucho a mi bisabuelo Pedro: cuando hayan muerto mis abuelos, cuando muera ella, nadie lo sabrá.
Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una estatua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién abandonada, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmente en los museos, en los aeropuertos y en los supermercados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rembrandt, The Polish rider, pero tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe explicarse por qué, es muy raro pero también lo encuentra familiar, como si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pérdida y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han deparado con absoluta plenitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la realidad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se reconoce y que le importa tanto como la del desconocido que habita el apartamento de al lado. Está seguro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el campo de concentración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete se vislumbra un fuego encendido, los cascos de un caballo resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuelve y continúa mirando, no puede tolerar la tensión imposible que le ha agudizado la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en seguida espadas curvas atravesándolo y manchas de sangre que brotaban de él, y de pronto una noche, viendo medio dormido la televisión, descubrió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora, El tigre de Esnapur, y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano a la posibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse nunca Miguel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuando ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le habían quemado los ojos con un sable candente.
Lo acucia el reloj, tiene que irse y le da la espalda al jinete polaco, y en el umbral de la sala piensa que quizá no lo vea nunca más y se vuelve por última vez, pero desde esa distancia la luz se refleja como una pantalla opaca sobre el cuadro y él no puede repetir en sí mismo la conmoción de unos segundos antes, de nuevo es el que era cuando aún no lo había mirado, y el regreso tan rápido a un estado anterior se parece un poco a la decepción sexual y al descrédito que la luz del día arroja sobre el entusiasmo de la noche pasada. Al salir se despide del autorretrato de Murillo como de un compatriota que permanecerá solo en el exilio, vuelve a ponerse la bufanda, el gorro de lana, las orejeras y los guantes, ya son las dos, en la calle hace menos frío y no sopla desde el East River ese viento homicida como un filo de navaja, ha empezado a nevar, se baja el gorro hasta las cejas, alza las solapas del chaquetón, se tapa la boca con la bufanda y los hilos de lana, húmedos de vaho, le rozan la punta de la nariz y le sugieren un confort de invierno antiguo, las nubes bajas y blancas han convertido Nueva York en una ciudad horizontal, parece Londres, pero se distinguen entre la bruma, sobre las arboledas de Central Park, las siluetas ahora ingrávidas y las luces encendidas de los rascacielos, y como sabe que va a irse se concede un poco de prematura nostalgia, acentuada luego cuando limpia de vaho el cristal de la ventanilla del taxi donde vuelve al hotel y mira a la gente vestida de invierno en las aceras, imaginando ya sin convicción, por una incrédula costumbre, que ve pasar a la rubia Allison con su gabardina verde oscuro y con esos andares tan poco neoyorquinos que tenía, una prisa desganada y escéptica o una tranquila dejadez, como de vivir a su aire y aparecer sonriendo en el último minuto, si aparecieras ahora, si estuvieras esperando bajo la marquesina del hotel, con los hombros encogidos de frío y las manos hundidas en los bolsillos y el pelo rubio y suelto alrededor de la cara, si al entrar yo en el vestíbulo te levantaras del sofá donde has estado esperando y vinieras hacia mí como he deseado desde hace no sé cuántos años que se me acerquen las mujeres que me gustan, pero bajo la marquesina no hay más que un portero que procura quitarse a pisotones el frío de los pies y en los divanes del vestíbulo se aburren los preceptivos japoneses y nórdicos y algún gordo o gorda montañoso de piel rosada y boca rumiante. No hay ningún mensaje para él, dice la chica colombiana o cubana del mostrador, de sonrisa irrompible, gradualmente ofensiva en su indiferencia, floreciente bajo la luz cruda y dorada como una planta lujuriosa de plástico, y no ha tenido que repasar su cuaderno de notas ni ha tecleado en el ordenador antes de repetir su sonriente negativa, nada más verlo entrar quitándose las orejeras y el gorro y sacudiéndose la nieve de los hombros se ha erguido en su traje de chaqueta color naranja eléctrico para decirle limpiamente que no, mirándolo de arriba abajo como si considerara imposible que alguien deje un recado para él y le conceda así el privilegio de la existencia. Le da las gracias, sin embargo, con un residuo de entereza, incluso responde a la espectacular sonrisa colombiana con una deficiente sonrisa española, pero la chica, en vez de entregarle su llave, la deja desdeñosamente sobre el mostrador mientras vira sonriendo hacia otro cliente, para quien sin duda sí que habrá mensajes, telegramas cifrados sobre operaciones financieras, cartas de amor, citas de negocios, un hombre mucho más alto y mejor vestido que él que lleva el abrigo como una túnica senatorial y ostenta una figura de ángulos tan eficaces como los de su cartera de piel y los de la tarjeta de crédito dorada que brilla sobre el mármol del mostrador. Ángulos y filos, pasos en línea recta y ademanes geométricos, piensa mientras se dirige a los ascensores, gente grande y rubia que se cruza en ángulo recto como las calles y los automóviles, hombres y mujeres tan seguros de ser obedecidos que no tienen un instante de duda ni ante las puertas automáticas, que avanzan fieramente y sin mirar ante sí porque van por su derecha y no conciben que nadie incumpla las normas de la circulación y choque con ellos, y si eso ocurre, si un incauto camina a menos velocidad o se descuida mirando un escaparate y ocupa el lado izquierdo, lo embisten sin misericordia, sin maldad, murmurando excuse me mientras le hunden en las costillas el ángulo del codo o de la cartera y lo miran con los ojos helados, como los marcianos de esa película que le contó Félix, tienen figura humana y hablan como nosotros y sólo se distinguen por el fanatismo vacío de sus pupilas, o porque tienen un ojo oculto debajo del pelo del cogote o un meñique rígido, y poco a poco se apoderan del mundo, sin que se dé cuenta nadie, a quien los descubre lo eliminan o lo hechizan para que mire y sea como ellos. En todo Nueva York sólo queda un hombre que no haya sido contagiado, no puede confiar en nadie, nada más que en una mujer tan fugitiva y sola como él mismo, pero no sabe dónde está, se ha citado con ella y no aparece, le ha dejado docenas de mensajes en su contestador automático y nada, habrá tenido que escapar sin tiempo de avisarle, habrá sucumbido a los invasores, a la invasión de los ladrones de cuerpos, así decía Félix que se llamaba la película. Se mira en el espejo del ascensor, entre las caras anglosajonas y japonesas que lo rodean, y se pregunta si notarán los otros que no es como ellos, si detendrán el ascensor entre dos pisos y lo rodearán mirándolo sin parpadear con sus ojos de peces y le dirán excuse me antes de que uno de ellos abra su maletín y le administre una inyección somnífera, pero no es su imaginación desatada y pueril, a quien se le cuenten las tonterías que está siempre pensando, es que lo miran, los diminutos japoneses desde abajo y los anglosajones desde las cimas albinas de sus estaturas, lo están mirando y la puerta del ascensor está abierta y nadie sale, pues fue él quien pulsó el botón del cuarto piso y los otros esperan a que salga, cuando se da cuenta se pone colorado y procura abrirse paso diciendo excuse me y temiendo que la puerta automática se cierre cuando él vaya a cruzarla, atrapándole un brazo o una pierna, le parece que los otros se hacen señas entre sí y cabecean lamentando los inconvenientes que les causa su estupidez española.
Se encierra con alivio en la habitación, enciende un cigarrillo y lo apaga en seguida, hay que marcharse cuanto antes, mira por la ventana las plataformas del aparcamiento que ha sido su paisaje más familiar de Nueva York en los últimos días y escucha el runrún perpetuo semejante a un émbolo o a un latido hidráulico que no le dejaba dormir por las noches, ya tiene preparadas la maleta y la bolsa, cuenta el dinero, se asegura de que lleva el pasaporte y el billete de avión, pero qué susto, ha tardado casi un minuto en encontrarlos, entre tantos bolsillos, mira el teléfono, levanta el auricular y vuelve a dejarlo sin oír siquiera la señal, no hay tiempo, y aunque lo hubiera da lo mismo, lo único que quiere es marcharse de allí. En el ascensor un botones observa la maleta calculando su peso y no hace el menor ademán de ayudarle, y la chica de recepción sonríe cuando él le entrega la llave como si se felicitara a sí misma por no tener que verlo más, siempre pasa lo mismo en los viajes solitarios, que se ve uno rodeado de posibles enemigos. Pero la camarera que viene a atenderlo en la cafetería es una señora gorda y afable, con un acento de español del Caribe, y le pregunta qué va a tomar tan afectuosamente que le dan ganas de abrazarla. Mira la calle y la nieve tras el cristal empañado mientras espera la comida, más sereno ahora, como acogido transitoriamente por la actitud de la camarera, porque vive en el aire y depende sin remedio de la simpatía de los desconocidos, mira con alarma el reloj y se vuelve hacia la barra temiendo que a pesar de todo se hayan olvidado de su plato, y en la puerta de cristales que separa la cafetería del vestíbulo hay una mujer que parece estar buscando nerviosamente a alguien, recién llegada de la calle, con la cara sudorosa o mojada por la nieve, con un sombrero marrón en la mano y una gabardina verde oscuro. La mira inmóvil unos segundos antes de que ella lo vea, pero hay algo que ha cambiado en su cara y no sabe lo que es, sólo está seguro de haber visto a Allison cuando ella lo descubre y cruza entre las mesas sin que él se haya movido todavía y le sonríe con sus labios pintados de rojo, con una sonrisa en la que participan no sólo su boca y sus pupilas, sino todos los rasgos de su cara, los colores de su ropa, su manera de andar, el olor a invierno y a colonia de su pelo y de sus mejillas frías, de todo el cuerpo que se estrecha contra el suyo mientras la camarera caribeña permanece junto a ellos con una expresión desconcertada y jovial y una bandeja entre las manos.
Me recuerdo mirándome los ojos en el retrovisor, un fragmento de mi cara ovalado como un antifaz, tocándome la barbilla áspera, primero inerte en el interior iluminado del coche, de espaldas a la carretera, de donde venía una trepidación de motores de camiones, en medio de una extensión de tinieblas punteada a lo lejos por las luces de un pueblo, bajo un cielo en el que la Vía Láctea resplandecía con un brillo de escarcha, y luego, poco a poco, temblando, temblando como yo no he temblado nunca, al principio podía apretar las mandíbulas y contener el ruido extraño y mecánico de los dientes, sonaban como una máquina de coser, y cerraba las dos manos sobre el volante para que no se agitaran, fiero el temblor se extendía en oleadas por todo mi cuerpo, la calefacción del coche había dejado de funcionar y el frío estaba subiéndome desde las plantas de los pies, veía mi cara en el espejo moviéndose de un lado a otro como si negara, sujetaba el volante hasta que me dolían los nudillos y se hacía más violento el temblor de los brazos, apretaba los párpados para no ver las sacudidas de mi cabeza y tenía que abrir en seguida los ojos porque me cegaban en la oscuridad los faros del camión, busqué el tabaco y no lo encontraba, extraje un cigarrillo hincando las uñas en el filtro y me costó llevármelo a los labios, y cuando lo tuve en ellos no me acordaba de encenderlo, aproximar a él la llama del mechero requería una paciencia y una precisión imposibles, alguien hablaba como si nada en la radio, una mujer, como si yo no existiera y no hubiera estado a punto de morir, en la guantera había guardado una petaca de whisky, me quemó los labios y el paladar, y cuando se mezcló en la saliva a la nicotina tuve náuseas, abrí la puerta del coche y volqué medio cuerpo hacia el exterior, que olía a tierra helada, sin quitarme el cigarrillo de la boca, contorsionado en una postura que hacía más doloroso el temblor, sofocado por el humo, pero el filtro se me había adherido a los labios y no podía escupirlo, me lo arranqué como desprendiéndome de una materia pegajosa, vi la brasa apagándose sobre un grumo de tierra, ahora el temblor era más suave, pero todavía continuo, y el aire quieto y frío me aliviaba. Si yo hubiera muerto no habría sucedido la menor modificación en toda la amplitud de la noche, esa mujer que hablaba en la radio habría seguido presentando canciones, mis abuelos roncarían acompasadamente en su cama, mi madre se agitaría en sueños, porque duerme muy mal y tiene pesadillas, mi padre habría llegado al mercado de mayoristas, a las afueras de Mágina, y estaría cargando cajas de hortaliza en su furgoneta nueva. No pensaba estas cosas, las veía tan claramente como vi a mis padres, a mis abuelos y a mi hermana sentados alrededor de la mesa camilla cuando me acercaba en línea recta y a más de cien kilómetros por hora hacia los faros del camión y notaba un gusto amargo en la boca que debía de ser el sabor anticipado de la muerte, y más tarde, mientras el coche rompía la valla metálica de protección y daba tumbos sin gobierno sobre las crestas de los surcos, yo me aferraba al volante y me preguntaba con un residuo de lucidez y frialdad cuándo vendría una sacudida que me lo hundiera en el pecho y que arrojara mi cabeza contra el parabrisas, y otra parte de mí escuchaba la radio y notaba en el cuello el roce del cinturón de seguridad, tal vez en el instante de morir ocurra eso, una disgregación de identidades que vuelva simultáneos el espanto y la serenidad, la lejanía absoluta y la mordedura física del dolor, la conciencia de todo lo que uno ha sido y lo que va a perder, el tiempo abolido y a la vez rompiéndose como las apariencias firmes de la realidad y deshecho en esquirlas de angustiosos segundos.
Pero es de la serenidad de lo que mejor me acuerdo: el accidente, el miedo, las horas con Félix en Granada, la ebriedad suicida con que había pisado el acelerador al salir de los túneles de Despeñaperros, todo retrocedía hacia un pasado remoto, tan poderosamente como se retira el mar en una noche de resaca violenta. Quedaba en mi conciencia y alrededor de mí un silencio vacío, sin imágenes ni deseos, una quietud sin voluntad, indiferente al miedo y a la sorpresa de haber salvado la vida. Cesó el temblor, apagué la radio, porque no soportaba las voces ni la música, giré la llave de contacto y el motor enfriado tardó un poco en arrancar. Las sacudidas del coche sobre los surcos me afectaban como a un cuerpo muerto: yo era ajeno a ellas, igual que al instinto recobrado de peligro que me estremeció al encontrarme de nuevo en la carretera y ver líneas blancas que se curvaban y desaparecían frente a mí y faros y luces rojas de camiones. No tenía miedo de morir: ya estaba muerto, pero nadie más que yo lo sabía. En Madrid, a las seis de la madrugada, yo era un muerto que dejaba el coche alquilado en el aparcamiento del hotel y subía en ascensor a su habitación con una bolsa de lavandería en la mano y antes de entrar en la ducha pedía el desayuno por teléfono, un muerto experimentado y sagaz que conoce cada una de las costumbres de los vivos, igual que un espía en territorio enemigo, y que después de secarse se ata a la cintura una toalla de baño, abre la puerta al camarero que empuja una mesa con ruedas y sabe la propina exacta que conviene darle para que no sospeche la impostura. Pero no era serenidad, sino una lucidez anestesiada, el pensamiento obsesivo de que yo no estaba verdaderamente allí y de que mis sentidos ya no me vinculaban a las cosas, sino a sus apariencias más frágiles, como si hubiera sido desterrado para siempre de ellas, del color, del tacto, de los sabores y las voces, de las presencias humanas. Todavía era de noche, me acosté y cerré los ojos y cuando empezaba a dormirme despertaba con el sobresalto de que se me había hecho tarde o de que conducía de nuevo y estaba a punto de chocar con un camión. Vi amanecer sobre Madrid y pensé que ni esa luz ni esa ciudad tenían que ver conmigo porque serían iguales si yo hubiera muerto y no estuviera mirándolas. Pude no haber regresado a aquella habitación y casi todo sería idéntico a como yo lo veía. Lo más increíble no es morir, sino que a la mañana siguiente ilumine las calles el mismo sol de invierno de todos los días y circulen los coches y la gente desayune en los bares como si quien lo miraba todo aún existiera, como si ellos fuesen inmunes a la muerte.
Era una mañana de noviembre transparente y azul, dorada, muy fría, con esa frialdad luminosa de Madrid que vuelve nítidas las distancias y da una precisión de cristal tallado a las pupilas. Se parecía a la primera mañana que alguien pasa en una ciudad extranjera de donde ya no saldrá en el resto de su vida. Dócil, ajeno a todo, muerto, ocupé a las nueve en punto la cabina que me habían asignado en el palacio de Congresos, comprobé el micrófono, los interruptores, los auriculares acolchados, salí al corredor para fumar un cigarrillo, deseando no encontrarme con nadie que me conociera, incapaz de urdir las dos o tres frases habituales de saludo. Los muertos no hablan, mueven los labios y ningún sonido fluye de su boca, entran en su cabina de traducción y se acomodan en ella como ante los mandos de un batiscafo y miran la sala que hay al otro lado del cristal como mirarían el espectáculo de las profundidades submarinas, las filas de butacas que empiezan poco a poco a ser ocupadas por cabezas idénticas, la mesa que se extiende de un lado a otro del escenario, con figuras semejantes entre sí, sobre todo en la distancia, hombres con corbatas oscuras y trajes grises y mujeres de mediana edad con el pelo cardado, guardaespaldas que se reconocen a la legua por sus gafas de sol y por su forma de mirar por encima del hombro, azafatas jóvenes y vestidas de azul, grandes ramos de flores en las esquinas, fotógrafos y cámaras de televisión al pie del escenario, disparos multiplicados de flashes, y luego un silencio como el que preludia la señal para el comienzo de una prueba atlética, el zumbido tenue en los auriculares, las primeras palabras, lentas todavía, protocolarias, previsibles, fotocopiadas en la carpeta que me entregaron cuando vine, la urgencia ávida de atraparlas en el instante en que suenan y convertirlas en otras unas décimas de segundo después, el miedo a perder una sola, una palabra clave, porque entonces las que vienen tras ella se desbordarán como una catarata y ya no será posible restituirles el orden, palabras de niebla que se extinguen una vez que han sonado como la línea blanca de la carretera en la oscuridad del retrovisor, abstractas, fugaces, repetidas mil veces, resonando en los altavoces de la sala y al mismo tiempo, vertidas a tres o cuatro idiomas distintos, en mis oídos y en los de cada uno de los hombres y mujeres que miran hacia el estrado con caras semejantes de monotonía o de sueño, igualadas en su palidez por esta luz de aeropuerto, tan diferente de la luz exterior como las caras con las que uno se cruza por las calles, pero tampoco las voces ni las palabras se parecen a las que pueden oírse en un bar o en una tienda, son monocordes, civilizadas, metálicas, al cabo de media hora ya confunden sus sonidos y sus significados entre sí, en una pulpa neutra, como el rumor de los acondicionadores de aire. Cambian después, aunque no del todo, en los vestíbulos y en la cafetería, suenan más alto e incluso es posible distinguir unas de otras, asociarlas a la cara de quien las pronuncia, al color y a la expresión de sus ojos, como cuando en un autobús se escucha la conversación de dos desconocidos que ocupan los asientos de atrás y uno se vuelve para verlos, descubriendo entonces, casi siempre, que las caras y las voces no se corresponden, igual que una mujer vista de espaldas no parece la misma si uno la adelanta incitado por su figura o su manera de andar para verla de frente.
Aislado en la cabina, sobre el auditorio donde se celebraba un congreso internacional de turismo tan remoto como las vidas individuales de los hombres para un astronauta que sólo ve desde su cápsula las manchas azules de los continentes, más invisible y más ajeno que nunca, porque esa mañana estaba muerto, traducía como si escribiera a máquina sin mirar el papel ni el teclado, y mientras mi voz doblaba a otra mis ojos elegían mujeres en la distancia, facciones borrosas de azafatas, melenas oscuras o rubias, brillantes bajo los focos, perfiles cuyos rasgos exactos detallaba mi imaginación, piernas cruzadas sobre las butacas: buscaba y elegía sin deseo, escuchaba una voz de mujer en los auriculares e intentaba adivinar la cara a la que pertenecía, deambulaba luego, en el descanso, por los pasillos y el vestíbulo, aturdido por esa variedad inagotable y sin embargo uniforme que tienen los rostros en las dependencias de los organismos internacionales, me fijaba en todos, especialmente en los de las mujeres, mujeres con trajes de chaqueta, carteras de piel y melenas cardadas, nórdicas altas y blancas, hindúes con un círculo rojo en la frente y un walkman ceñido a la cintura del sari, sudamericanas de caderas bajas y pómulos anchos, azafatas de piernas largas y medias oscuras, con pañuelos al cuello, con tacones de aguja, con un acento consentido y nasal del barrio de Salamanca, fotógrafas de hombros anchos, gesto de desdén y cigarrillo en la boca. Las miraba a los ojos y pasaban a mi lado sin verme o detenían en mí por un instante la mirada: yo creo que esa es la única tarea en la que he perseverado sin desfallecimiento en mi vida, mirar a las mujeres, oler sus perfumes y observar cómo se visten o se calzan, cómo sostienen las copas o los cigarrillos, cómo cruzan las piernas o apoyan un codo en la barra de un bar, de qué color se han pintado las uñas o se han teñido el pelo. Miro a las mujeres que van sentadas cerca de mí en el autobús, a las que suben justo cuando el conductor ha cerrado la puerta y abandona la parada, a las que pasan por la acera, a las que aparecen en las portadas y en los anuncios en color de las revistas, a las que se apresuran por la mañana temprano para llegar a los ascensores de los edificios de oficinas y a las que miran perezosamente tras la ventanilla de un taxi parado junto al mío en un semáforo, a las que entran descalzas en el escaparate de una tienda para cambiar la ropa de un maniquí y a las que me sonríen como si de verdad se alegraran de verme cuando he subido la escalerilla de un avión.
Miré a la rubia de la gabardina verde oscuro y la melena corta y despeinada con la misma atención rápida y exhaustiva con que las miro a todas, preguntándome siempre si no será una de ellas la mujer de mi vida, y era tan instintivo el hábito de mirar y elegir que ni siquiera esa mañana me abandonaba, amores pasionales que no duran ni los tres minutos de una canción, súbitos entusiasmos desbaratados por la solidez excesiva de unas piernas o la crueldad de una boca, pero no estoy seguro de que me fijara tanto en ella ni de que me gustara a primera vista, no era espectacular ni más alta que cualquiera de las otras ni tenía una de esas caras algo lánguidas de las que he tendido a enamorarme desde los once o doce años, pero se distinguía desde lejos por la pereza con que caminaba, no con lentitud, porque la vi abandonar a toda prisa la sala de prensa y me pareció cuando venía hacia mí que llegaba tarde a alguna parte, sino con desahogo, como si la tranquilizara la seguridad de que los lugares no desaparecen aunque uno tarde un cuarto de hora en irrumpir en ellos y que los trenes no se marchan con medio minuto de antelación por la pura perfidia de dejarlo a uno en tierra. No era una de esas mujeres que dejan tras de sí un rastro agraviado de miradas masculinas, al menos no entonces, no caminaba como si llevara sobre la frente la advertencia enfática de que bastaría mirarla para que se convirtiera en una mujer inolvidable. Iba a su aire, a una velocidad esquiva, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones de hombre y los faldones de la gabardina sueltos tras ella, como levantados por la prisa con que se movía, y tal vez lo único que me hizo retener su figura fue que me miró, venía mirándome mucho antes de cruzarse conmigo, mientras hablaba con un fotógrafo y sonreía por algo que él le había dicho, ése fue luego el recuerdo más exacto, los labios rojos sonriendo y toda la cara transfigurada por la risa, vuelta hacia el hombre que iba con ella y atendiendo a sus palabras pero con la mirada fija en mí, los ojos castaños y joviales bajo las cejas oscuras, la etiqueta plastificada donde leí su nombre mientras se cruzaba conmigo y seguía mirándome como si estuviera a punto de preguntar si nos conocíamos, Allison, la sonrisa eligiéndome unas horas más tarde, en la cafetería, cuando la vi avanzar por el pasillo entre las mesas con una bandeja de plástico en las manos y buscar un sitio libre, imposible, el comedor estaba lleno de congresistas disciplinados y voraces que movían angulosamente las mandíbulas sin separar los labios y manejaban cuchillos y tenedores como pinzas asépticas y ella había llegado tarde, la última, justo un minuto antes de que cerraran el autoservicio, pero las circunstancias, que a mí tienden a serme meticulosamente adversas, a ella la obedecían, y apenas se dispuso a buscar dónde sentarse un directivo sueco de una agencia de viajes que había comido frente a mí se levantó. No sólo traía la bandeja en las manos, también un corto chal negro y la gabardina doblada bajo un brazo, una carpeta de prensa llena de fotocopias debajo del otro, y un cassette diminuto y una revista americana en equilibrio inestable sobre los dobleces de la gabardina, pero nada acababa de caérsele, a mí se me habría desbaratado todo y habría enrojecido de vergüenza mirando a mis pies un escandaloso desastre de platos derramados y botellas rotas mientras los congresistas dejaban de comer y se volvían para observarme. Me puse en pie, le dije en inglés que si podía ayudarla, y ella, sin soltar la bandeja, me señaló la carpeta y la gabardina que ya se le escapaban de la presión de los codos, olía a colonia y a carmín cuando me incliné hacia ella y observé que no llevaba más que un sujetador negro bajo la americana de rayas grises y hombreras pronunciadas. ¿No le había visto antes una camisa blanca y una corbata? Dije su nombre para hacerle saber que ya me había fijado en ella y se quedó muy sorprendida. Me preguntó el mío y mi oficio. Hablaba inglés con un acento americano de la costa Este, aunque había en su pronunciación una ambigüedad que me impidió determinar con exactitud el sitio de donde procedía. Trabajaba ocasionalmente para una publicación especializada en turismo de lujo, pero no se creía autorizada a decir que era periodista. En realidad, dijo encogiéndose de hombros, con un gesto pensativo de incertidumbre, no estaba segura de ser nada. Calculé que tendría algo más de treinta años, pero algunas veces, sobre todo cuando se quedaba mirándome y me sonreía como si se hubiera olvidado del tenedor o del vaso de cerveza que tenía en la mano, parecía mucho más joven, acaso por la intensidad de su atención. Desde luego no era anglosajona, o no del todo, no al menos en los ojos ni en el metal de la voz. Llevaba el pelo cortado horizontalmente sobre las cejas y a la altura de la barbilla, extendido a los lados de la cara, muy abundante y un poco despeinado, de modo que a veces le cubría los pómulos y le hacía más delgadas las facciones. Quiso saber de dónde era yo, dónde vivía, cómo era mi trabajo, cuánto tiempo pensaba quedarme en Madrid. Me escuchaba muy seria, asintiendo, picoteaba con el tenedor en un plato de ensalada, con una inapetencia de mujer fumadora y nerviosa. Cambiaba muy fácilmente de expresión, se quedaba ensimismada un segundo, al limpiarse los labios o mirar la comida o la punta del tenedor, y desaparecía el brillo atento de sus pupilas, pero en seguida se echaba el pelo hacia un lado y sonreía de nuevo como si el gesto anterior no hubiera existido. Manifestaba casi simultáneamente urgencia y pereza, aburrimiento e interés, una doble actitud de mujer cansada y reflexiva que cumple su trabajo con una resolución sin fisuras y de muchacha predispuesta al asombro. Se pintaba los ojos y los labios, pero no las uñas, cortas y rosadas. Bebía un café y fumaba escuchándome el cigarrillo que yo le había ofrecido, un poco echada hacia atrás, entornando los ojos, como si estuviéramos solos y rodeados de silencio y no en un vasto comedor donde resonaban conversaciones en varios idiomas y ruidos de platos y cubiertos. La comida, el vino, el calor, la presencia y la mirada de esa mujer a la que había conocido menos de media hora antes, amortiguaban el sentimiento de exclusión y destierro, pero no la falta de sustancia real que había inoculado todas las cosas y a mí mismo la proximidad de la muerte. Le contaba algo y me oía la misma voz que cuando hablo a solas: le miraba los labios o el filo bordado del sujetador que sobresalía de su escote si se inclinaba hacia adelante para pedirme fuego y pensaba que era muy fácil desearla, pero no me trastornaba la posibilidad de acostarme con ella, la opresión interior que se afirma en el pecho cuando uno empieza a sentir que tal vez está siendo deseado por una mujer a la que ni siquiera ha besado todavía.
Vino el fotógrafo a buscarla y se despidió de mí tendiéndome la mano: tibia y suave, enérgica al estrechar la mía, con los dedos finos y la palma pequeña. No puedo tocar sin emoción la mano de una mujer, aunque sea un contacto rápido y casual, el de la mano de una cajera que me da la vuelta en el supermercado, el de una desconocida a la que ayudo a subir al estribo de un tren: un instante cálido, de cercanía franca y a la vez pudorosa de otro cuerpo, como si la palma de la mano fuera una oblea de ternura, una inmediata contraseña que no precisa de un sentido ulterior, que es en sí misma la promesa y el fruto. Recogió laboriosamente todo el arsenal que llevaba consigo, la carpeta, el bolso, el chal, la gabardina, se le olvidaba el cassette, volvió por él y se le cayeron al suelo las fotocopias, le ayudé a recobrarlas, se echó a reír cuando nos encontramos a gatas debajo de la mesa, cada uno con un puñado de folios en la mano. La vi marcharse al lado del fotógrafo, un barbudo muy alto, con zamarra y coleta, y me sorprendí preguntándome con desagrado y casi hostilidad hacia él si serían amantes: no necesito estar enamorado de una mujer para sentir celos, con sólo que me guste un poco ya empiezo a concebir posibles agravios y a mirar con prevención y rencor a cualquier hombre que ande cerca de ella. No volví a verla en el auditorio durante las sesiones de la tarde, ni tampoco en el vestíbulo ni en la cafetería. Dos o tres veces la confundí con otra rubia que se le parecía desde lejos. Ya de noche, mientras abandonaba aturdido de sueño los corredores vacíos del palacio de Congresos, pensaba que las ganas de dormir eran más fuertes que el deseo de encontrarme con ella. Pero me había dicho que estaba alojada en el mismo hotel que yo: retirarse pronto, comer algo ligero en el bar y tomarse una sola copa antes de ir a la cama a una hora nórdica era también seguir buscándola sin necesidad de confesarme abiertamente la evidencia incómoda de que me apetecía mucho estar con ella. La oí reír en cuanto entré en el hotel, cuando subía las escaleras de mármol hacia la recepción. Me llamó por mi nombre, hice como que iba distraído y tardaba en darme cuenta y la saludé con un gesto de la mano que en seguida me pareció perfectamente estúpido: estaba con ella, desde luego, el fotógrafo, que le tenía echado un brazo odioso sobre los hombros y se apresuraba a darle fuego cada vez que cogía un cigarrillo, aunque él no fumaba, y también un gordo de pelo albino y modales opulentos que no se había quitado de la solapa la insignia plastificada del congreso y resultó ser una implacable autoridad en los viajeros norteamericanos por España, desde Washington Irving a Ernest Hemingway. Cuando llegué estaban cenando: Allison me los presentó y el gordo me propuso que me quedara con ellos. A los pocos minutos ya había descubierto dos cosas: que el fotógrafo era homosexual, lo cual no dejaba de ser un alivio, y que el gordo, un asesor o directivo de la revista para la que trabajaba ella, no tenía la menor intención de callarse en toda la noche, al menos hasta que no hubiera volcado sobre nosotros la última nota a pie de página de su aplastante erudición. Lo sabía todo, había estado en todas partes, incluso en Mágina, le sorprendió mucho enterarse de que yo era de allí, se había extenuado recorriendo todas las carreteras y los paradores de España y devorando todos los platos regionales y asistiendo a todas las semanas santas y sanfermines y fiestas de moros y cristianos sin enterarse de nada ni aprender más que dos o tres palabras españolas que repetía con un acento infecto, nos hablaba de su segunda y su tercera y su cuarta mujer con una repulsiva falta de pudor, llamaba Papa y el Viejo a Hemingway, como si hubieran sido amigos del alma y se hubieran apoyado codo con codo en las barreras de todas las plazas de toros, bebía vino, rojo y sofocado, y se reía a carcajadas con la boca abierta, dándome golpes brutales en la espalda, y yo veía a Allison atender sonriendo, con educación y tal vez fastidio, apoyando el codo en el filo de la mesa, delante del plato que apenas había probado, y el mentón en la mano que sostenía el cigarrillo muy cerca de las uñas sin pintar, me miraba un instante, ladeaba la cara y alzaba las cejas, como pidiéndome disculpas, el fotógrafo, más bien borracho, se partía de risa con los exabruptos norteamericanos del gordo, que ahora fingía que mascaba un puro y hablaba entre dientes para imitar a Hemingway: yo pensaba con desesperación que aquel tipo no iba a callarse nunca, que estaba cansado y se me hacía tarde y a la mañana siguiente debía trabajar, que me había dejado coger para nada en un cepo absurdo, en una telaraña de palabras, dilaciones, cigarrillos y copas.
Hubiera querido tener el coraje de levantarme indignado y decirle a aquel bocazas que no siguiera enhebrando idioteces sobre mi país, que no éramos una tribu sanguinaria y exótica de matadores de toros ni una caterva de aborígenes entregados a la perpetua celebración de nuestras fiestas vernáculas. Tenía que irme pero no me iba, con los codos pegajosamente adheridos al mantel, imaginaba que me levantaba y les decía buenas noches aprovechando un resquicio de silencio en las explicaciones y las historias embusteras del gordo y que Allison me despedía sonriendo y se quedaba con ellos, mejor así, mejor acostarse y descartar tranquilamente una aventura sexual que incluso podía ser inverosímil, figuraciones mías, de tu imaginación calenturienta, diría Félix riéndose cuando se lo contara, es uno de sus adjetivos preferidos. Me armé de valor, me negué a aceptar otra ronda, miré el reloj y dije que me iba, furioso, enconado conmigo mismo, sonriendo, y hasta es posible que me hubiera levantado si Allison, con una naturalidad que me desconcertó, no hubiera puesto su mano sobre la mía para decirme que esperara un poco, la retiró en seguida pero el tacto suave de la palma y de las yemas de los dedos, que hicieron sobre mis nudillos una presión fugaz, se extendió a todo mi cuerpo en una cálida ondulación que por primera vez desde la madrugada anterior lo revivía. Extrañamente el gordo y el fotógrafo no parecieron advertir nada, y de hecho ella ahora no me miraba, dedicando una atención soñolienta a las carcajadas de los otros, pero la mano que había presionado sigilosamente la mía aún estaba posada en el mantel, como un secreto ofrecimiento, se alargaba para tomar un cigarrillo, sujetaba mi muñeca cuando yo le tendía el mechero encendido, los dedos finos y nerviosos rozaban migas diminutas de pan o hebras de tabaco sin que ella se diera cuenta de esos gestos que sólo yo percibía. Me había dicho que esperara, pero tal vez no era más que una actitud de cortesía, desconfiaba de nuevo, me impacientaba, si nos levantábamos todos lo más probable era que subiésemos juntos en el ascensor y que ellos tuvieran sus habitaciones en el mismo piso, un educado good night y una pesadumbre de soledad y de estafa cuando caminara solo por el pasillo, con la llave en la mano, otra noche en balde, como casi todas, y mañana falta de sueño y dolor de cabeza, el aburrimiento del trabajo y la búsqueda nunca saciada de mujeres, no exactamente por una imposición invencible del deseo, sino por la sola costumbre de imaginar y elegir, por el miedo a volver sin compañía de nadie a la mezquina soledad de una habitación vacía. No podía creerlo, pero el gordo estaba llamando al camarero y extraía ampulosamente de su cartera una tarjeta de crédito haciendo el ademán de espantar con la mano el dinero que los demás ofrecíamos: así que no estaba en el hotel, si hubiera tenido habitación se habría limitado a firmar la cuenta, pero quedaba el fotógrafo, a lo mejor él no se iba y proponía otra copa, ni muerto, me juré, y si se marchaban los dos qué haría yo con ella, tenía que decidirme en segundos, si tomábamos el ascensor estaba perdido, era incapaz de sugerirle que se viniera conmigo, se acababa el tiempo, en unos minutos todo sería irreparable, el gordo me sacudía la mano y yo lo invitaba con una sinceridad calurosa y absurda a visitar de nuevo Mágina, y hasta le di el teléfono de la casa de mis padres, el fotógrafo me dijo adiós bostezando, se despidieron de Allison, faltaban segundos para que nos quedáramos solos y yo aún carecía de una estrategia razonable, el gordo la abrazó engulléndola como un oso polar, con su irrompible entusiasmo americano, los pies de Allison, calzados con unas botas cortas, se alzaron del suelo, y cuando los vio subir a un taxi al otro lado de las puertas automáticas se pasó una mano por el pelo, dejó caer perezosamente los hombros y dijo que ya temía que no se fueran nunca. Está muy cansada, pensé, va a despedirme con esa afable indiferencia de los anglosajones y hasta es posible que con un beso en los labios que no significará absolutamente nada. Siempre se lo digo a Félix: los extranjeros no son como nosotros. Uno aprende sus idiomas, esconde como puede su complejo de inferioridad español, imita sus costumbres, adopta sus horarios y se habitúa a vivir en sus ciudades, pero da igual, no acaba nunca de entenderlos, jamás será uno de ellos. Decidí que en realidad no me importaba no acostarme con ella y que no tenía nada que perder: dije que la invitaba a una última copa en el bar del hotel tan desalentadamente como si ya me hubiera contestado que no y me sorprendió la facilidad con que aceptaba. Pero volvimos al bar y el camarero ya estaba apagando las luces. ¿Me arriesgaría a proponer una salida a las calles desapacibles y hostiles de Madrid, a una búsqueda seguramente desengañada de bares que ya estarían cerrados o a punto de cerrar? Sin decir nada nos acercamos al mostrador de recepción y esperamos a que nos dieran nuestras llaves. Allison balanceaba mecánicamente el lastre de la suya mientras nos encaminábamos hacia el ascensor. Aventuré, por decir algo, que el gordo era muy simpático, pero que tal vez hablaba demasiado: el inglés permite circunloquios que en español serían afirmaciones brutales. Ella dijo que le parecía un individuo odioso, parodió con exactitud fulminante una de sus afirmaciones sobre España y los dos nos echamos a reír: la risa, el modo en que me miró cuando me hice a un lado para que entrara delante de mí en el ascensor, actuaron sobre mi estado de ánimo como la presión de sus dedos o el roce casual de sus pies con los míos mientras estábamos cenando. Me contaba algo a lo que yo no atendía y permanecíamos inmóviles y más bien separados entre los espejos del ascensor, procurando que nuestros ojos no se encontraran en ellos, mirando los números rojos que se sucedían para aproximarnos al final de la tregua. Yo miraba su escote y la hendidura de penumbra que separaba sus pechos y pensaba con incredulidad que tal vez me bastaría una palabra para acariciarlos y besarlos, para morder golosamente dentro de mi boca sus pezones mojados de saliva. Rígido, avergonzado, cerraba los ojos y apretaba los dientes rogando que mi excitación no se hiciera ostensible. Me correspondía a mí bajarme antes: me pareció que la puerta se abría con una cruda brusquedad y vi frente a nosotros el pasillo enmoquetado y una acuarela de veleros anclados en un muelle. Ahora fue Allison la que se hizo a un lado para que yo saliera. La opresión en el pecho, la ingravidez en el estómago, la conciencia aguda de cada segundo de indecisión y de silencio. Ya en el pasillo, mientras ella se recostaba en la pared de cristal, su pelo rubio deslumbrado desde arriba por la luz fluorescente, le dije sin premeditación ni esperanza que me gustaría que se quedara conmigo. Justo entonces la puerta se estremeció antes de cerrarse y extendí rápidamente la mano para evitar no sólo la catástrofe, sino también el ridículo. Echó a un lado la cabeza, con una lenta sonrisa en sus labios pintados de rojo, dijo que sí y salió del ascensor encogiéndose de hombros.
De modo que increíblemente lo que yo había deseado iba a suceder. Procuré que no me temblara la mano al introducir la llave en la cerradura. Ahora hablábamos los dos, nerviosos, impacientes, hipócritas, como si aún estuviéramos en una situación neutral. Sobre el televisor, la bolsa de lavandería que llevé a Granada me recordó en un relámpago que veinticuatro horas antes había estado a punto de morir. Abrí el minibar murmurando con aire despreocupado una canción y Allison, a mi espalda, la reconoció en seguida y cantó en voz baja el estribillo: My girl. Me volví hacia ella con dos vasos de cerveza espumosa en las manos: se había quitado los zapatos y se había sentado en la cama con las piernas cruzadas. Bebió un trago de cerveza, se limpió la espuma de los labios y siguió contándome tranquilamente no sé qué historia sobre el gordo que había empezado en el ascensor. Pensé con impaciencia, casi con espanto, que si uno de los dos no hacía algo continuaríamos hablando educadamente hasta el amanecer. Me senté junto a ella y las plantas de sus pies se apoyaron en mi costado: llevaba unos calcetines cortos, de colores vivos, con dibujos, más bien incongruentes, tan ajenos en apariencia a ella como sus cortas uñas sin pintar. Se quedó callada, incómoda, con el vaso en la mano, sin mirarme, oscilando ligeramente sobre la cama mientras repetía con los labios apretados la canción de Otis Redding. Su cara cambió cuando me incliné para besarla: se transfiguraba ella entera, me apartó de sí después de agitar convulsamente su lengua en mi boca y se echó con un gesto brusco todo el pelo hacia atrás, se le afilaban los rasgos, me miraba sin sonreír, con una desarmada seriedad parecida al abandono y al miedo, se tendió de espaldas y el pelo dejó de cubrirle la frente y los pómulos y tuve la sensación de estar descubriendo las facciones de otra mujer, menos joven, mucho más deseable, aterrada, con las pupilas fijas, con una expresión de avidez y fatalidad en la boca entreabierta, en la cara manchada de saliva y carmín que se contraía en un gesto de expectación dolorosa cuando intentaba levantar la cabeza para mirar cómo iba siendo desnudada. Ya no hablábamos, ya no nos acogíamos a la mediación y a la mentira de las palabras, nuestras respiraciones apuraban con una furia sin dilación ni ternura el aire que se enrarecía entre nosotros, no teníamos pasado ni nombres ni dignidad ni pudor, no estábamos en Madrid ni en ninguna otra parte del mundo, sino en la convulsión de nuestros cuerpos acoplados, enlodados de sudor, desconocidos y respirando el uno contra el otro, mi lengua lamiendo su boca y su nariz y sus párpados, sus dientes mordiéndome mientras desfallecía y rodeaba mis caderas apretando en mi espalda los talones, pero ni siquiera al final cerró los ojos, los mantenía abiertos y sus pupilas ansiosas y espantadas seguían mirándome aunque sólo podían ver una sombra, yo me contenía desesperadamente y vislumbraba en un confín de mi memoria los faros de un camión y las líneas blancas de una carretera, pero estaba vivo y me arrastraba un ímpetu solitario de entrega y de culminación, no quería rendirme, no quería que el deseo acabara, ella se había tensado como un arco debajo de mí y me había levantado con la contundencia de un golpe de mar mientras se quejaba como en sueños con los ojos abiertos, pero ahora doblaba de nuevo las rodillas y me envolvía las caderas con los muslos y empezaba otra vez a moverse, con un ritmo lento y circular, yo apoyaba en la almohada las palmas de las manos y me desprendía de su cuerpo y entonces ella intentaba levantar la cabeza para mirar hacia la sombra húmeda donde mi vientre chocaba con el suyo, el pelo húmedo en las sienes, la frente ancha que yo veía por primera vez y que modificaba la forma de su cara, los tendones del cuello y las clavículas sobresaliendo descarnadamente de la piel: ahora, decía avariciosamente, ahora, ahora, los huesos de sus caderas chocaban contra mí, se hundían sus dedos en mi espalda, la domaba a mi ritmo, abría los ojos y los suyos estaban todavía mirándome, y hundía la cara en su cuello para no ver todo el sufrimiento de una vida de la que no sabía nada y no quería saber nada, ahora, repetía en mi oído, dijo mi nombre, Manuel, y cuando yo dije el suyo muchas veces seguidas con una entonación que no tenía nada que ver con mi voz sentí la alegría y el miedo de haberme aliado a una mujer desconocida que era exactamente igual a mí, a lo mejor y a lo más inconfesable y despojado y desesperado de mí mismo. Era posible que todavía estuviera muerto, que mi cuerpo fuera un guiñapo sangriento incrustado en chatarra bajo las ruedas de un camión: incluso entonces esa mujer estaría conmigo, abrazada a mí, abierta, despeinada, desnuda, arrodillada entre mis muslos, enaltecida por el conocimiento y el dolor, desvergonzada y pudorosa, incorporándose para quitarse un pelo rizado de los labios, sabia y vulnerable, entregada y hermética, tapándose el vello denso y oscuro del pubis con la mano en la que apretaba una pastilla de jabón cuando descorrí la cortina de la ducha y la abracé de nuevo entre el vaho caliente, marchándose antes del amanecer para regresar a otro país y a otra vida de la que yo no sabía nada, apareciendo de improviso en la cafetería de un hotel de Nueva York, transfigurada, con su traje masculino y su gabardina verde oscuro, con la sonrisa como una mancha roja en la cara circundada por los rizos del pelo. Pero también ahora, en Nueva York, era otra, puedo pasarme toda la vida mirándola y nunca será igual que unos minutos antes: ahora no era rubia, hablaba un español de Madrid y ya no se llamaba Allison: no me había engañado, protestó, riéndose de mí, cuando nos conocimos yo no le pregunté cómo se llamaba, ella nunca me dijo que ése fuera su nombre.
Fue a descorrer las cortinas y cuando se volvió hacia él rompió a reír sonoramente al verlo parado todavía en el recibidor, sin dar un paso, tal vez queriendo acostumbrarse al hecho increíble de que estaba en el lugar a donde había llamado tantas veces por teléfono, con el gorro en la mano, sacudiéndose de nieve los hombros del chaquetón a cuadros rojos y negros, sofocado por la calefacción después del frío de la calle, con la maleta y la bolsa de viaje a los pies, como si aún no hubiera decidido quedarse, inmovilizado todavía por el estupor de haber descubierto al encontrarla que no sabía quién era y que estaba enamorado de ella: había venido a América en busca de una mujer rubia que se llamaba Allison y con la que pasó una noche dos meses atrás, y ahora, a la sorpresa inevitable del reencuentro y a las correcciones de la memoria, que le negó durante todo ese tiempo su cara, dejándole tan sólo las vividas manchas de color de su pelo y sus labios, el presentimiento de la calidad trémula y ferviente de su piel en las yemas de los dedos y del sabor de su vientre y su boca en el paladar, tenía que añadir la evidencia súbita de un cambio que confinaba en el pasado y tal vez en la mentira a la otra mujer que conoció, no porque ella, al menos al principio, hubiera decidido ocultarse, sino porque él mismo prefirió verla e inventarla a la medida de sus deseos y sus distracciones de entonces. Lo desconcertaron su pelo rojo y su español tan puro que le resultaba arcaico: pero más aún lo desconcertó su propia actitud hacia ella, el desvanecimiento de ternura con que la miraba, atesorando detalles olvidados que se le convertían en signos del amor, sus manos, su manera de encogerse de hombros con una actitud de ironía o modestia, de invitación y desamparo, apareciendo y aproximándose a él como sin reclamar con su presencia la primacía sobre el mundo, como eligiendo por gusto el margen de las cosas.
No le mintió sobre su vida porque él no le hizo ni una sola pregunta acerca de ella: no supo verla ni ver dentro de sí mismo porque estaba acostumbrado a enamorarse literariamente de mujeres que parecen llevar inscrita en la cara la sugestión de un misterio que resulta insoluble por la mediocre razón de que es inexistente. Tenía el pelo entre castaño oscuro y rojizo y se llamaba Nadia Galaz: Allison fue durante unos años de los que prefería no acordarse su apellido de casada. Meses atrás se había teñido el pelo de rubio como un antojo o un emblema de su decisión de empezar a vivir otra clase de vida: yo te recordé y te elegí, le dijo con orgullo, lo había visto antes de que él la viera, a las nueve menos diez de aquella mañana de Madrid ella estaba en la explanada del palacio de Congresos y lo vio bajar angustiosamente de un taxi y pasar a su lado con una prisa de neurótico, pero no lo reconoció todavía, era imposible, llevaba casi dieciocho años sin verlo, se fijó en él porque le pareció guapo y porque desde hacía algún tiempo había vuelto a reparar en los hombres y a mirarse a sí misma sin hostilidad en los espejos: más tarde, a las once, dijo con su hábito de exactitud, curiosamente compatible con su falta de sentido del tiempo, te sentaste a mi lado en la barra de la cafetería, y no me miraste, por supuesto, estabas como ido, como si no hubiera nadie a tu alrededor y sólo existieran tu café con leche, tu vaso de zumo de naranja y tu media tostada, en ese momento eras tan parecido a todos los demás que casi dejaste de gustarme, con el traje oscuro y la chaqueta y la insignia de traductor en la solapa y esa capacidad de mirar sin encontrarse con los ojos de nadie y de tocar las cosas como con guantes de goma, actuabas igual que un belga o que un profesor norteamericano, como uno de esos europeos congelados en las oficinas del mercado común, o como algunos españoles que llevan mucho tiempo dando clases en universidades americanas, estabas sentado con la espalda rígida y la cabeza inclinada, manejabas el tenedor y el cuchillo y bebías el café sin separar los codos de los costados, te lo juro, no me mires así, comías igual que ellos, muy rápido pero masticando con mucho cuidado, como si fuera un poco vergonzoso y lo hicieras con una finalidad exclusivamente sanitaria, cortabas trozos pequeños de tostada y los hacías desaparecer en seguida dentro de tu boca, bebías sorbos de zumo o de café con leche y te limpiabas en seguida los labios con la servilleta de papel, y en ningún momento miraste a tu alrededor, pero tampoco mirabas al camarero, ni las botellas de la estantería ni el espejo que había delante de ti, que era donde yo estaba viendo de frente tu cara: entonces te reconocí, casi seguro, has cambiado muy poco en todos estos años, lo que me hacía dudar era tu comportamiento, tu manera de estar, aquel traje que llevabas, tan serio, sólo que más bien arrugado, como de funcionario internacional de mediana categoría, un poco moderno, pero discreto, con zapatos negros y calcetines negros, y los dos pies muy juntos en el soporte del taburete, me fijé en todo, incluso en que no llevabas anillo de casado y en que tus manos seguían siendo como yo las recordaba, aunque demasiado pálidas, no sabes cómo odio esas manos de hombres casados que parecen manos de curas, pienso que me tocan y me dan arcadas. Cuando te conocí las tenías morenas y fuertes: yo era muy sentimental entonces y me gustaron porque me parecían manos españolas. Estabas muy flaco, como a medio hacer, con aquellos granos en la cara, el flequillo sobre los ojos, las patillas tan largas que se llevaban entonces, a ti te iban fatal, y a cualquiera, pero tus manos ya eran las de un hombre, y también tu voz, muy oscura, cuando llegué a casa esta mañana y la oí en el contestador sonó igual que aquella noche.
Qué noche, dice Manuel, extraviado todavía en la confusión de la sorpresa y el olvido, cuándo me viste tú con las patillas largas y granos en la cara, pero ella sigue sonriendo y no le contesta, tiene el pelo mojado sobre los pómulos y la sonrisa resplandece en sus labios, en sus pupilas y en todos sus rasgos como una carcajada, no es posible que tenga algo que ver con aquel comandante Galaz del que hablaban las voces de su infancia, lleva un jersey gris y negro que resalta el tono canela claro de su piel y el brillo rojizo de su melena, más larga y rizada que hace dos meses, pero también parece haber adelgazado en este tiempo, ahora poseen sus facciones una claridad de rostro clásico que antes no tenían, como si la hubiera rejuvenecido una serenidad jovial, se ha quitado las botas y ha saltado al sofá para descorrer las cortinas y alcanzar la manivela de la persiana y cuando volvía hacia él, que aún no se ha movido, paralizado en el recibidor con su chaquetón y su gorro y su pelo blanqueado de nieve como un explorador ártico, ha reparado en la mesa donde están el teléfono y el contestador y ha pulsado los mandos para oír de nuevo una sucesión de pitidos y mensajes cada vez más lúgubres, aunque pronunciados con una intención de puntillosa indiferencia, sobre todo el último, Allison, soy yo, el pesado de siempre, vuelvo a España esta tarde, a las seis y media, te llamaré desde Madrid cuando tenga teléfono: no reconoce su propia voz, pero inmediatamente se avergüenza de ella, sobre todo al oírse hablar en inglés, le pide que detenga la cinta, que no siga burlándose, retrocede cuando la mujer que no se llama Allison se acerca a él y lo retiene sujetando con las dos manos los extremos de la bufanda que aún no se ha quitado, quién eres tú, le dice, por qué sabes tanto de mí, pero ella no le contesta, se complace en seguir intrigándolo, acuérdate del Martos, de las ganas que tenías de irte de Mágina. Respira con los labios rojos entreabiertos y tira de él no para abrazarlo, sino para conducirlo hacia el pasillo, lo mira muy fija, no sonríe, camina de espaldas, suelta un extremo de la bufanda para empujar una puerta detrás de la cual hay una habitación en penumbra, lo lleva hasta los pies de la cama, se sienta en ella y empieza a desabotonarle el chaquetón con gestos terminantes, con la pericia de sus dedos que parecen tan frágiles y que fueron una vez audaces y sabios, él termina de quitarse el chaquetón y busca educadamente dónde dejarlo, pero ella se lo arrebata de las manos y lo tira al suelo. Todavía de pie, apocado, nervioso, porque nunca se ha encontrado a gusto en las casas de otros, mira a su alrededor y ve un armario, una ventana cerrada, un baúl en el suelo, y junto a él un largo cilindro de cartón, se desnuda pensando con reparo que ella descubrirá que lleva no sólo dos jerseys y dos pares de calcetines, sino también los pantalones del pijama, pero nunca ha presenciado en ninguna mujer un deseo tan imperioso e impúdico, una urgencia tan franca y despojada de reserva y preámbulos, la ancha sombra del pelo le rodea la cara y ha extendido la mano hacia atrás para encender la luz de la mesa de noche, le ha cambiado la cara, como aquella vez, se le afilan los pómulos cuando está tendida, cuando dobla tanteando la almohada y se la pone debajo de la nuca para mirarlo arrodillado en el suelo frente a ella, despeinado, también él con un brillo de enajenación e impaciencia en los ojos, quitándole los calcetines y acariciando el empeine y los talones y la planta y los dedos de los pies, volcándose entre sus piernas abiertas para desabrocharle el cinturón y bajarle al mismo tiempo los pantalones y las bragas, levantado, enceguecido entre sus muslos, arrodillado y erguido sobre ella, con el pelo sobre la frente y la boca mojada, delicado y hosco, tendiéndose, buscando a ciegas con los dedos la manera de abrirla, pero ella se niega, tensa y retadora, con las piernas rectas y juntas, le aparta el pelo de la cara y lo obliga a mirarla, otra vez ha cambiado su cara, se han contraído sus rasgos como si esperara un golpe de dolor o no pudiera soportar la impaciencia, aprieta los dientes y el carmín se ha borrado de sus labios, dice su nombre, le acaricia las sienes, le hunde los dedos en el pelo, mira hacia abajo, en el espacio entre los dos cuerpos, y curva las rodillas para obligarlo a adelantar las caderas, lo acomoda, lo conduce, lo atrapa, lo estrecha contra sus senos desbordados, le aparta el pelo de la frente, le alza los párpados, le toca las sienes percibiendo los golpes de su sangre, no quiere que deje de mirarla, que cierre los ojos y se convierta en una sombra jadeante y emboscada en su cuello, quiere reconocer al hombre con quien estuvo hace dos meses y al adolescente de hace dieciocho años, huele su aliento y nota en la cara el calor de su respiración y la aspereza de la barba que él no se afeitó esta mañana, sin conocerlo lo posee como no ha poseído a ningún hombre y se entrega a él desvaneciéndose en su deseo y en la rítmica y delicada violencia masculina como si su propio cuerpo fuera una sustancia blanda, traspasada, líquida, partida en dos, deshecha y luego recobrada, triunfal, agitándose cada vez más despacio, conmovida y serena.
No se movieron al final: él permaneció tendido sobre ella, todavía dentro de ella, sin querer desprenderse, desfallecido y tranquilo, regresando poco a poco a la realidad exterior tan perezosamente como se vuelve del sueño y se ven las paredes y las cortinas y la luz en la ventana y no se renuncia todavía a sumergirse unos minutos más en la inconsciencia, ahondaba en ella suavemente, a un ritmo muy demorado, la halagaba con la persistencia de un deseo apaciguado pero no extinguido por la satisfacción, convertido ahora en gratitud y ternura, prolongándose en contracciones fugaces que aún los estremecían a los dos tan hondamente como si los límites de la piel no los dividieran. Dijo su nuevo nombre, el verdadero, Nadia, y le pareció al decirlo que sólo ahora estaba abrazándola y viendo de verdad su cara, limpia de miedo y de dolor, renovada o rejuvenecida por una certidumbre física de felicidad, con una sonrisa de complacencia y halago que también ahora estaba viendo por primera vez: apenas le curvaba los labios, se sugería en las comisuras de su boca y en las pupilas veladas por las pestañas como la sonrisa de alguien que duerme. Procuraba no moverse, levantado y atraído por su respiración con la quietud de un nadador que se abandona a un mar en calma, le acariciaba los costados con una cautelosa dulzura, al más leve movimiento se saldría de ella. Te tengo presa, le dijo, sujetando sus muñecas contra la almohada, pero Nadia apretó los muslos y se enredó a sus pies, soy yo quien te tiene preso a ti y no voy a soltarte, esta vez no te escaparás: tan fácil todo como si se conocieran desde siempre, como si no hubiera habido otros hombres ni otras mujeres, noches de soledad y de horror y caras familiares que se volvían hostiles y desconocidas, horas de asco y silenciosa tortura y ganas de acabar cuanto antes y de quedarse dormidos y muertos con sólo cerrar los ojos, aquí mismo, piensa Nadia, todavía no se atreve a decirlo, en esta cama y en esta misma habitación, tantas veces, empeñándonos en el suplicio de una tarea imposible, aplastados por años de insatisfacción y culpabilidad, y de pronto el más desconocido es quien mejor me conoce, quien sabe cómo y dónde tocarme y en qué instante y qué palabras me excitarán si me las dice al oído, como si estuviera dentro de mí y averiguara mis deseos justo cuando surgen, un poco antes, cuando ni siquiera me he atrevido a pensarlos. Lo vio incorporarse, arrodillado sobre ella, le tomó la cara entre las manos para que no se fuera, le ordenó el pelo acariciándole la frente, adivinando en sus ojos el asombro y la seguridad, la gozosa soberbia y la impaciencia de saber. Le dio la espalda y le pareció más desvalido y alto de lo que él creía, pero no era cierto, pensaba, es fuerte y no lo sabe. Lo oyó orinar en el cuarto de baño y abrir el grifo para lavarse la cara y durante unos segundos la alarmó el silencio, sus pies grandes y descalzos no se oían sobre la moqueta, estaba buscando los cigarrillos en el comedor, y como sus cinco sentidos se habían aguzado olió el humo del tabaco antes de que él apareciera de nuevo en el umbral del dormitorio y se acercara a ella tendiéndole un cigarrillo encendido, mirándola mientras soltaba el humo entre los labios, a la luz tenue de la lámpara, con una atenta devoción que la enternecía, las manos en la nuca, la melena extendida, las piernas abiertas, un pie oscilando a un lado de la cama, los labios rojos e hinchados como los bordes de una herida entre la sombra del vello, al final de los muslos. Le ofreció el cigarrillo -era tan pulcro que también se había preocupado de traer un cenicero- pero no se quedó sentado junto a ella, se atravesó sobre la cama, le separó un poco más las piernas acariciando sus tobillos y los dedos de sus pies, le besó las rodillas y el interior suave de los muslos y fue subiendo despacio, dejándole en la piel un rastro de saliva, le apartó el vello, cuidadosamente, con determinación y lentitud, y entonces empezó a besarla exactamente igual que si besara su boca, hundiéndole la lengua, moviéndola en ondulaciones circulares, arriba y abajo, respiraba por la nariz, retrocedía para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los labios y la miraba sonriendo, con la cara entusiasta y mojada, la veía fumar entornando los ojos, la horadaba, la olía, su carne rosa se dilataba y contraía como un corazón, cerró los ojos y respiró ella también con la boca abierta y el cigarrillo se le desprendió de los dedos, y mientras las manos de él subían para cerrarse alrededor de sus pechos las suyas descendieron y le acariciaron el desorden del pelo, la frente, las aletas trémulas de la nariz, buscaron su lengua y las comisuras de la boca y casi no podían distinguirlas del vientre y del vello empapado en el que se sumergían a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, se abrió ella misma más aún, hasta sentir dolor en las junturas de los huesos, más allá del ofrecimiento y la vergüenza, sin saber a quién de los dos pertenecían los labios que estaba acariciando, la respiración y las palabras que escuchaba, la gradual ebriedad que los arrebataba y los hacía aplastarse el uno contra el otro como para no perder un asidero en el delirio, los sudores y secreciones y olores que envolvían y lubricaban sus miembros igualándolos en un desfallecimiento fervoroso y común.
Al besarse de nuevo cada uno descubrió su propio sabor desconocido en la boca del otro. Casi no se atrevían a mirarse a los ojos, se trataban con una atenta delicadeza conyugal, como si cada gesto que hacían contuviera una experiencia compartida de años, la manera de doblar la almohada, de dejar sitio al otro cuerpo para que se acomodara de costado, de entreabrir las rodillas para acoger una pierna entre los muslos, la precaución de subir el embozo hasta los hombros y de buscar a tientas una mano que se abrazase a la cintura. Cobijado en su cuello, rozándole con los labios la nuca, entre el pelo rizado, Manuel miraba de soslayo la habitación, en la que hasta ahora no se había fijado, las paredes blancas sin cuadros, las cortinas cerradas, la mesa de noche donde había un despertador digital que señalaba las cuatro y treinta y nueve. Pensó que esa misma hora se repetiría en todos los relojes del aeropuerto Kennedy como un signo de despedida y premura. Como si una parte de él no hubiese encontrado a Nadia se veía en un taxi cruzando bajo el cielo gris y la nieve los descampados industriales y las barriadas sórdidas de Queens, mirando con alarma el reloj y descubriendo a lo lejos las primeras terminales aisladas de las compañías aéreas, aproximándose con su maleta y su bolsa al mostrador de Iberia, casi desierto, como los pasillos y las escaleras mecánicas, porque era posible que empezara muy pronto una guerra y sólo unos pocos insensatos se atrevían a viajar en avión. Pero no iba a usar ese billete, no tenía prisa ni miedo a llegar tarde a ninguna parte, lo iba ganando una densa y apacible fatiga en la que no había ni un residuo de angustia, como en los tiempos en que no necesitaba cápsulas de valium para dormir, se abrazaba desnudo, bajo el edredón liviano y cálido, a la espalda y a las caderas de una mujer a quien apenas conocía, en una casa extraña donde había notado, desde que llegó, hacía menos de dos horas, un aire de provisionalidad que la volvía más hospitalaria, igual que a ella, Nadia, que era más suya y más desconocida y nueva que ninguna otra mujer con la que hubiera estado hasta entonces y sabía cosas que él nunca le contó a nadie, que ni siquiera recordaba. Oía el ruido permanente y lejano del tráfico en las avenidas y no tenía conciencia de estar en Nueva York, en la misma ciudad por la que había caminado solo unas horas antes, deteniéndose más de una vez en la esquina de Lexington y la Cincuenta y uno, a un paso del lugar donde estaba ahora mismo, tan lejano entonces como el polo sur, como la orilla brumosa del lago Michigan y los corredores alfombrados del Homestead Hotel. No sé dónde estoy ni quién eres, ni siquiera sé quién soy yo mismo, ni qué hora es, ni si es de día o de noche, ni qué va a ser de mi vida mañana, pero me da igual, no quiero saber nada, quiero quedarme abrazado a ti y esperar que me hables, quiero cerrar los ojos y dormirme sin esperanza ni angustia y comprobar al despertarme que no he estado soñando. Nunca me he sentido más definitivamente lejos que ahora, nunca he reposado como ahora mismo en el centro de mi vida, en la soledad y el vacío, en una isla como aquellas donde deseaba perderme a los catorce años. En Mágina son las once de la noche, mis abuelos dormitan en el sofá, mi padre lleva dos horas acostado, porque mañana es sábado y tendrá que levantarse a las cuatro, mi madre hace punto y mira una película en la televisión o se ha puesto las gafas de cerca e intenta leer un libro silabeando en voz baja, como si rezara.
Nadia lo oye respirar, percibe en la nuca la regularidad de su aliento y se desprende cautelosamente de él para no despertarlo, se sienta en la cama, echándose el pelo con la mano detrás de las orejas, lo ve dormir y le cubre los hombros, se ciñe a la cintura una bata de seda estampada y va descalza a la cocina para beber un vaso de agua, sigue nevando en el patio interior y la nieve ha traído en el anochecer fosforescente un silencio que borra la ciudad igual que las nubes bajas ocultan los pináculos de los rascacielos y las distancias del East River y de las avenidas. Se sonríe en el espejo del cuarto de baño, examina sin disgusto la palidez de su cara, gastada por el amor, humedece la punta de una toalla para limpiarse del mentón un rastro de carmín y de semen. Se le ha abierto la bata y sus pechos sueltos y blancos oscilan mientras se lava los dientes, se pinta los labios y los frunce como en una burla fugaz de sí misma, y luego corrige con el dedo índice la línea roja de carmín, vuelve al dormitorio, le dan ganas de acostarse calladamente junto a él pero teme despertarlo, duerme abrazado a la almohada, encogido, duerme como ella no ha visto dormir a nadie, paladeando el sueño, con una placidez en la cara que lo hace parecer mucho más joven, se sienta a su lado, en el filo de la cama, aspira el olor caliente de su respiración y de todo su cuerpo abandonado pero no se decide a besarlo, la enternecen sus rudas botas en el suelo, sus dos pares de calcetines de lana, los pantalones del pijama que se quitó con tanta vergüenza, habla dormido, ha dicho una o dos palabras en español que ella no entiende, le gusta tanto mirarlo que se pone en guardia contra su propia ternura y su resolución, pero sintió lo mismo la primera noche, en Madrid, cuando caminaban hacia el ascensor y pensaba con alarma que tal vez él no se atrevería a invitarla, cuando entró en su habitación y se quitó las botas en la cama sabiendo que cualquier cosa que pudiera ocurrir ya era irreparable, lo deseaba tanto que se ofrecía sin defensa a la maravilla o a la decepción, a la probable miseria del azar, porque iba a acostarse con un desconocido y acallaba temerariamente no sólo la cobardía y el recelo, sino también el sordo chantaje de la experiencia y el dolor. Repara entonces en el baúl todavía cerrado, en el cilindro de cartón, se acuerda del sótano de la residencia de ancianos y de la antipática empleada de uniforme que le hizo firmar un recibo después del entierro, hace sólo dos días, ya de noche, cuando volvió del cementerio y empezaba a nevar, pensó en su padre recién sepultado bajo la tierra húmeda y oscura y tuvo el sentimiento culpable de que lo abandonaba, era la primera noche que él iba a pasar en la muerte.
Se quedó mirando su ropa colgada tras una cortina de plástico y alguien le sugirió que podía donarla a una institución benéfica, los dos trajes, el pijama, las zapatillas de un muerto, era una profanación pero también un alivio, le dieron fríamente el pésame mientras le presentaban formularios, la acompañaron al sótano, cuando su padre vino aquí no traía casi nada, le advirtieron, nada más que un baúl y aquel largo cilindro con tapas metálicas, hizo que se los enviaran al albergue donde había dormido las dos últimas semanas, a unas calles de distancia del pabellón donde él estaba muriéndose, en un suburbio de New Jersey. Había pensado volver esa misma noche a Nueva York pero le pareció una deslealtad: se quedó en su habitación con el suelo de madera, vigas pintadas y visillos, recostada en la cama, incapaz de llorar, procurando no imaginarse el cuerpo solo y encerrado en el espacio hueco del ataúd, acordándose del modo en que él la miraba y le sonreía, de la presión de sus dedos en las muñecas, todavía la notaba. Se durmió un poco antes del amanecer y la despertó el frío, no había apagado la luz ni se había desnudado, y tardó unos segundos en recordar que su padre estaba muerto: una pequeña lápida con un nombre español y dos fechas lacónicas en el césped nevado de un cementerio norteamericano, un cilindro donde se guardaban un grabado y algunos diplomas militares expedidos hacía más de medio siglo y un baúl lleno de fotografías que su padre tal vez nunca abrió, que trajo consigo al regresar de España por la única razón de que había dado su palabra de custodiarlo. Sonríe al pensar en él, reconciliada y absuelta, agradecida a la entereza de la que nunca abdicó, desamparada y sola por su muerte tan próxima, acogida a su sombra como cuando era niña y levantaba los ojos para admirar su estatura.
No tiene remordimientos, no se siente culpable por haber corrido en busca de Manuel y estar deseándolo ahora mismo de nuevo mientras lo ve dormir, a los dos días de que su padre haya muerto, se alarma retrospectivamente al pensar que ha estado a punto de no encontrarlo. Cediendo a una tentación dolorosa destapa el cilindro y extrae de él los diplomas, atados con cintas rojas, amarillas y moradas, pero no llega a deshacer los nudos, vuelve a guardarlos intactos con un escrúpulo de profanación y luego extiende sobre sus rodillas el grabado del jinete polaco, no lo veía desde que ella y su padre se marcharon de la casa de Mágina: se acuerda del jardín que nunca llegaron a cuidar, de los gatos que huían entre la maleza, mira la cara indiferente y joven del jinete y le parece ver en ella un helado desafío que siempre le dio miedo, una solitaria determinación en la que ahora adivina el retrato espiritual de su padre: como si el grabado estuviera cubierto por una lámina de vidrio y viera reflejada en ella, fundida a la efigie del hombre a caballo y a la colina que hay tras él, la cara ya muerta y todavía vigorosa y severa del comandante Galaz. Llora sin darse cuenta al principio, viendo el grabado y la luz del dormitorio escarchados por las lágrimas, pero es un llanto sin duelo, que no le oprime el pecho ni le sofoca la garganta, tan silencioso y asiduo como la caída de la nieve, un acceso de compasión, de plenitud y nostalgia al que ahora puede abandonarse porque nadie la mira. En silencio, limpiándose la nariz y los ojos con un pañuelo de papel, cautelosa y enérgica, arrastra el baúl fuera del dormitorio, ya es de noche en la calle y se escuchan a ráfagas sirenas de bomberos o de policías, se arrodilla y levanta la tapa y lo primero que ve es una Biblia muy grande forrada de cuero negro que tiene entre las páginas la foto de una mujer como del siglo pasado, con el pelo negro, los pómulos anchos y los ojos rasgados y largos, se acuerda después de mucho tiempo de aquel hombre gordo y manso que visitaba todas las tardes a su padre en el chalet de Mágina y de las historias que contaba, Ramiro, ése era su nombre, lee al azar en las páginas donde estaba la foto, aparta tus ojos de delante de mí, porque ellos me vencieron. Piensa que algunos objetos, como algunas personas, son empujados a un largo destino de peregrinación, y que también sufren desarraigo y merecen lealtad. Cuántas manos antes que las suyas han tocado y leído esa Biblia, en cuántos lugares ha estado ese baúl antes de llegar aquí, quién miró la cara de esa mujer cuando todavía estaba viva y era joven y copió para ella el fragmento del Cantar de los Cantares que según le dijo Ramiro Retratista al comandante Galaz estaba oculto bajo el escote de su vestido. Vuelve a guardar la foto entre las páginas del libro, ha escuchado algo, no la voz de Manuel, ni sus pasos, sino tal vez un cambio en su manera de respirar, lo percibe todo con una agudeza muy parecida a la adivinación, con una claridad instantánea, los sonidos, los olores, incluso el tacto de su piel y las oleadas de su sangre, como si se hubiera despertado de una anestesia o despojado de un velo que durante años le amortiguó los sentidos. Desde el umbral del dormitorio, con los brazos cruzados y la bata suelta, la cabeza inclinada, echándose el pelo hacia atrás con los dedos, lo mira sin que él la haya visto aún, está sentado en el borde de la cama, desnudo, con cara de pereza y asombro, sostiene abierto sobre las rodillas el grabado del jinete, no la ha oído entrar pero alza los ojos trasladando hacia ella una apremiante interrogación sin palabras cuya respuesta busca en vano en su propia memoria y parece decirle, no entiendo nada, me rindo, cuéntame quién soy.
No te desesperes intentándolo, dijo Nadia, no puedes acordarte, ni siquiera te acordabas al día siguiente, el lunes por la noche, cuando fui en tu busca al mercado porque me habías dicho a qué hora llevarías la hortaliza en la yegua de tu padre y yo tenía muchas ganas de verte. Ibas muy raro, te vi cruzar entre los coches tirando de las riendas de la yegua, con unos pantalones viejos y un sombrero de paja, te esperé en la acera imaginando la cara de sorpresa que pondrías cuando te encontraras conmigo, pero me miraste al llegar frente a mí y no dijiste nada, como si no me conocieras, y pasaste de largo con la cabeza baja, me quedé tan sorprendida que no pude reaccionar, no te acordabas de nada, ni siquiera parecías el mismo, me miraste igual que si no me hubieras visto nunca, o a lo mejor era que te avergonzabas de lo que había ocurrido, de la borrachera y el hachís y de todas las cosas que me dijiste. Fui un rato detrás de ti y hasta creo que te llamé, pero me veía ridícula, casi tan ridícula y tan humillada como cuando José Manuel me dijo unos días antes que seguía queriéndome y que no me olvidaría nunca, pero que iba a dejarme. Si tú vas a dejarme alguna vez por favor no me digas nada de eso, no digas que es mejor para los dos y que has sufrido mucho hasta decidirte, o que no me olvidarás, o que a pesar de todo a los dos nos quedará un buen recuerdo, di simplemente que te vas y no expliques nada ni tardes más de dos minutos en salir por la puerta, no me mires con cara de compasión, ni de tortura ni de sacrificio, vete y no vuelvas, líate con otra o hazte fraile o pégate un tiro pero no aparezcas nunca más delante de mí. Tardé muchos años en entender lo que te había ocurrido, y lo entendí aquí mismo, en esta casa, una mañana espantosa del invierno pasado, me desperté con resaca y con ganas de vomitar y cuando fui al cuarto de baño había alguien que yo no conocía, un hombre que se estaba afeitando tranquilamente con una toalla atada a la cintura, con una cuchilla y un bote de espuma que mi marido no se había llevado cuando nos separamos, tan fresco, recién duchado, como si estuviera en su propia casa. Me sonrió al verme igual que en esos anuncios de colonias masculinas, yo no podía creérmelo, me dieron ganas de ponerme a gritar o de llamar a la policía, pero si ese hombre estaba aquí era porque yo lo había traído, me hablaba con la cara llena de espuma y me preguntaba si me sentía mejor, y yo sin entender nada, disimulando, me acordé entonces de golpe de la noche anterior, había ido a una fiesta con Sonny, el fotógrafo que tú conociste en Madrid, en esa época, los fines de semana, cuando no tenía conmigo a mi hijo, iba a cualquier parte y casi con cualquiera para no quedarme sentada en el sofá y mirando la pared, y ese hombre estaba allí, me lo presentó un amigo de Sonny, bebimos cócteles y por algún motivo acepté irme de la fiesta con él y acompañarlo a un bar de la Segunda Avenida, me iba acordando en oleadas, a rachas, mientras seguía parada en la puerta del baño y lo miraba con una expresión que a él le parecería de arrobo: habíamos subido en taxi desde el East Village y los cócteles empezaban a hacerme efecto, le había dado dos o tres caladas a un porro de marihuana, y en aquel sitio continuamos bebiendo, me acordé de que estaba vacío y de que una pareja cantaba sobre un pequeño escenario, unos hippies limpios y bastante patéticos, él tocaba la guitarra y ella batía las palmas mientras cantaban California Dreamin' como si tuvieran delante a una muchedumbre de colgados de Woodstock, y cuando terminaron y les aplaudimos se doblaban por la cintura, nos quedamos hasta el final porque me daban lástima. Seguramente dije luego que me retiraba y él se ofreció a acompañarme, estábamos muy cerca de aquí, pero no sé quién de los dos tomó al final la iniciativa: el caso es que a las diez de la mañana yo me estaba muriendo de resaca y me arrepentía rabiosamente de algo que no recordaba, y él feliz, con una cara insultante de vanidad satisfecha, interesándose por mi salud, afeitándose con la cuchilla y la espuma de otro, aunque eso sí, me di cuenta, había escogido una cuchilla sin usar, el precinto de plástico estaba junto al grifo, y seguro que había traído sus propios preservativos, cuando se marchó vi un envoltorio en la mesa de noche y me sentó como si hubiera visto una cucaracha, un seductor profiláctico, eso era, lo miraba vestirse y no podía perdonarme a mí misma, aludía a cosas de las que probablemente habíamos hablado la noche anterior y yo hacía como que me acordaba, por mantener la dignidad, y antes de irse me dejó una tarjeta y me dio un golpecito en la barbilla, así, con las puntas de los dedos, como para animarme, qué cara me vería, y hasta me hizo un guiño, dijo que a pesar de todo había sido una noche maravillosa, a pesar de qué. Pero por lo menos se había ido, yo creo que nunca he agradecido más la soledad, tiré el envoltorio del condón a la basura, y también el bote de espuma y la cuchilla, vacié los ceniceros, aunque era invierno abrí de par en par las ventanas, quité las sábanas de la cama y las metí en la lavadora con mi ropa de la noche anterior, que olía a bar y a tabaco, me preparé un baño muy caliente y me quedé una hora en el agua, casi agradecía la amnesia, aunque me alarmaba mucho, porque ya me había ocurrido otras veces, pero no de ese modo, no hasta el punto de perder una noche entera. Y entonces me acordé de ti, me acordaba siempre que estaba desesperada, y entendí con un retraso de quince o dieciséis años lo que te había ocurrido, hasta me culpé un poco por haber sido injusta contigo. Te parecerá mentira, pero en todos estos años nunca he llegado a olvidarte, he vivido unas veces en América y otras en España, me he enamorado de cuatro o cinco hombres, he trabajado en los oficios más raros, me he casado y me he divorciado, he parido un hijo, no he vuelto a ir a Mágina, pero yo creo que no ha habido nadie de quien yo me acordara más que de ti, ni siquiera mi padre. Cuando fui a visitarlo y me vio rubia puso una cara muy seria y me dijo, antes de morirme quiero ver el color de tu pelo, y esa misma tarde, en cuanto llegué al albergue me lo desteñí. Si vieras cómo me sonrió a la mañana siguiente, le subí la cabecera de la cama, le puse las almohadas debajo de la nunca, me senté junto a él y me acarició el pelo sin decirme nada, tenía ochenta y siete años y estaba tan lúcido como un hombre mucho más joven, sabía que se iba a morir y no le importaba. Quiso ver a mi hijo y yo se lo llevé, sin que su padre se enterara, lo tuve que engañar, porque Bob, mi ex marido, consideraba que la agonía de su abuelo materno podía ser una experiencia traumática para el niño, así que le dije por teléfono que mi padre se había recuperado, me cité con él en la pista de patinaje del Rockefeller Center, y en cuanto me quedé sola con mi hijo me lo llevé en taxi a New Jersey para que viera a su abuelo. Estuvo encantado todo el tiempo, una enfermera le dio un juguete pedagógico al que no le hizo ningún caso y se pasó la tarde oyendo los cuentos españoles que mi padre me había contado a mí de pequeña y tratando de girar la manivela que levantaba la cama.
Pero siempre hago lo mismo, me pongo a hablar y se me va el hilo de lo que estaba diciendo, no como tú, que hablas en línea recta, cuando hablas, te quedas callado y me parece que te burlas de mí, o que no acabas de creerte lo que te estoy contando. Me acordaba de ti, estaba tan segura de que no te vería nunca más que cuando viajaba a España ni siquiera se me ocurría ir a Mágina para buscarte, pero volvías por sorpresa, en las situaciones más absurdas o en las más dolorosas me parecía verte, o si escuchaba esa canción de Carole King que te puse en mi casa, y que te emocionó tanto porque entendías toda la letra, You've got a friend, ¿tampoco te acuerdas? Me dijiste que estaba en la máquina del Martos. Me hablabas en inglés, en un inglés de Mágina, muy rápido pero muy chocante, para entenderte yo tenía que pensar en español, hacías frases copiadas de las canciones de los discos, y como eras tan educado usaste el título de una canción de los Beatles para pedirme que te cogiera la mano: / wanna hold your hand. íbamos por el parque Vandelvira, tú te apoyabas en mí, tenías escalofríos, trasudabas ginebra, te daban en la cara las luces de la fuente luminosa y estabas más pálido que un muerto, yo te sostenía para que no te cayeras. Te habrías caído a mis pies si no te hubieras apoyado en mí cuando nos encontramos, en la acera del instituto, yo te había visto cruzar la calle dando tumbos, y como estaba oscuro me dio miedo porque me pensé que serías uno de aquellos borrachos que había entonces en Mágina, pero me detuve y te reconocí, con la de veces que te había visto por la calle Nueva o cerca de mi casa, en la colonia del Carmen, buscando a aquella chica de la que me estuviste hablando dos horas, la que te había engañado, decías, rompías a llorar y te limpiabas los mocos con la mano, hablabas de ella como un cantor de tangos y eras completamente ridículo, pero yo era tan ridícula como tú, a mí también me habían despreciado, y si no me dio por beber no fue porque no creyera que sería lo más adecuado, sino porque entonces, lo mismo que ahora, no soportaba el gusto del alcohol ni el olor que queda en las habitaciones donde se ha bebido, me da miedo su poder sobre la voluntad y el daño que le hace a la memoria. En la casa de Mágina me levantaba por las mañanas y desde el pasillo percibía con asco el olor del coñac que había quedado en la copa de mi padre. Cuando volví de la comisaría y me lo encontré esperándome a las cuatro de la mañana junto a la verja del jardín lo primero que noté al abrazarlo fue el alcohol de su aliento. Luego he bebido muchas veces y me he emborrachado hasta perder la memoria o ponerme enferma pero siempre lo he hecho como si me impusiera un castigo, porque no quería recordar ni vivir. Como dicen en España, en el pecado llevaba la penitencia. Eso se lo oí por primera vez a unas mujeres que contaban chismes en una tienda de Mágina. Durante algún tiempo bebí por la única razón de que Bob lo encontraba reprobable. Él no bebe ni fuma. Bebe café o agua mineral en las comidas. Un poco antes de que nos separáramos le dije una frase que según me había contado Sonny es de Baudelaire: «El hombre que sólo bebe agua oculta algún secreto a sus semejantes.» Se quedó de piedra. De piedra pómez. Miró de soslayo al niño como si temiera que mis palabras fuesen a provocarle una deformación monstruosa en la cara. «Si alguien oculta un secreto eres tú.» Eso me dijo, tragó un sorbo de agua con un sonido discreto y repugnante y dejó sobre el mantel el tenedor y el cuchillo, como si se preparara heroicamente para recibir una confesión vergonzosa. Cómo puede odiar uno tanto a quien ha querido, cómo es posible que la persona más próxima sea también la más extraña. Lo miraba y no comprendía cómo pude haberme casado con él, peor aún, cómo pude engañarme a mí misma hasta el punto de creer que estaba enamorada y de que quería un hijo suyo. Pero qué desastre, no sé lo que he hecho con mi vida, lo que he estado a punto de hacer. Volví de España hace dos meses y me estaba esperando en el aeropuerto con un ramo de flores y con el niño de la mano. Quería una segunda oportunidad: quería salvar nuestro matrimonio, como dicen en los consultorios de la televisión. Y soy tan débil o tan estúpida que de no haber sido por ti lo habría aceptado sabiendo que era un nuevo error. Me chantajeaba, no con crudeza sino muy suavemente, muy bondadosamente, con su mejor intención: no lo hagas por mí si no quieres, me decía, y me lo sigue diciendo cada vez que habla conmigo, hazlo por nuestro hijo, y yo me sentía tan culpable que se me desbarataban todas las decisiones que tanto trabajo me había costado tomar, me rehacía poco a poco, recobraba mi vida, iba saliendo del aturdimiento de los años perdidos con él, me gustaba vivir sola con mi hijo, pero los viernes por la tarde, cuando él venía a recogerlo y se derrumbaba en el sofá con cara de víctima y sin despegar los labios, todo volvía a ser igual, el remordimiento, la sensación de haber caído otra vez en una tela de araña que seguía asfixiándome aunque yo manoteara para desprenderme de ella, y si no me rendía era por pura obstinación, no contra él, sino contra mí misma, contra la certeza agobiante de que estaba haciéndole una canallada y permitiéndome el antojo de vivir sola a costa de su desgracia. Me preguntaba, dime qué te he hecho yo, dime en qué me he equivocado, casi suplicándome, y yo no podía darle una respuesta consistente, porque el mal o la equivocación no estaban en él, sino en mí, él se había limitado a actuar de acuerdo con sus principios y su carácter, y cuando acepté casarme yo sabía exactamente cómo era y por qué nunca me acabaría de gustar. Estaba tan enamorado y confiaba tanto en mí que yo casi logré convencerme de que también lo quería. Él no tenía la culpa de no ser un amante que me trastornara. Nos deseábamos, pero no con locura, y a mí el deseo me importaba mucho más que a él. Era bondadoso, era atractivo, era honesto, compartíamos la mayor parte de nuestras opiniones y de nuestros gustos, pero había algo inconciliable entre nosotros, yo lo notaba y él no, y fui tan desleal o tan cobarde que no se lo advertí, era una insatisfacción sin motivo que se volvía más oculta y más amarga con el tiempo, una especie de despecho mezquino, no por algo que él hiciera sino por lo que no hacía, una irritación que se cebaba en cualquier detalle de su manera de hablar o de moverse, en pequeñas manías personales que no tenían nada de ofensivo, pero que me desagradaban como insultos. Algunas veces lo engañé. Pero volvía a casa por la noche y lo encontraba dándole la cena al niño y me moría de vergüenza al ver con qué naturalidad se creía el embuste que yo había inventado para justificar mi retraso. Era tan íntegro y tan feliz que no podía imaginarse que yo lo engañara. Pero no es un crimen no querer a alguien. Me ha costado años atroces aprender que el único delito es fingir y callar mientras crece el infierno, ese silencio al acostarse cada noche, ese horror de estar sentados en el sofá y hacer de vez en cuando comentarios sobre una película y pasar días enteros sin mirarse a los ojos, ni siquiera en la cama, ni en el cuarto de baño si se coincide en él para lavarse los dientes, un sentimiento de resignación y fatalidad que se reproduce dentro de uno como un cáncer, una desgana de vivir que es más venenosa porque no altera la superficie de las apariencias, no ocurre nunca nada malo, nadie grita, no hay lágrimas ni acusaciones rencorosas, nada más que silencio o palabras comunes, se pone uno el pijama, se lava los dientes, va al dormitorio del niño por si se ha destapado, conecta el despertador mientras el otro se mueve como una sombra o dice algo o bosteza, ocupa su lado de la cama, incluso puede que haya un beso de buenas noches y una sonrisa antes de apagar la luz, o que en la oscuridad se anime un simulacro de deseo, los dos callados y jadeando sin verse las caras, por fin el alivio de cerrar los ojos y no tener que decir nada, quedarse quieto y encogido y respirar como si ya se estuviera durmiendo.
Cuando peor me sentía me acordaba de ti. Calculaba tu edad, porque me habías dicho que te faltaban seis meses para cumplir dieciocho años, me preguntaba qué aspecto tendrías, si estarías gordo o calvo, si te habrías casado, si habrías sido capaz de llevar a cabo todos los propósitos que me contaste aquella noche: pensaba en los míos de entonces y estaba segura de que tú también los habrías abandonado. Me repetiste un verso de una canción de Jim Morrison: queremos el mundo y lo queremos ahora. Querías irte de Mágina y no volver nunca. Me pediste que te contara cómo era Nueva York y qué se sentía al volar de noche sobre el Atlántico. Tú no habías visto el mar y ni siquiera habías viajado en tren. Tenías diecisiete años, sólo habías salido de Mágina para ir a la capital de la provincia, no habías besado a ninguna mujer. Yo fui la primera que besaste. No sabías hacerlo, apretabas la boca cerrada contra la mía y respirabas muy fuerte. No me mires así, es verdad lo que te estoy contando. Venías por el corredor del palacio de Congresos con los mismos andares que cuando te acercaste a mí en la acera del instituto. Me acuerdo hasta del nombre de la calle: avenida de Ramón y Cajal. Por un momento pensé que tú también me habías reconocido, porque me mirabas muy fijo, pero cuando llegué frente a ti desviaste los ojos. Aquella noche, al verme, procurabas caminar erguido, pero se te notaba desde lejos que no podías mantenerte en pie. Estabas muy despeinado, te brillaban mucho las pupilas, llevabas un cigarrillo apagado en la boca. Acababan de dar las doce y no había en la calle nadie más que nosotros. Venías hacia mí al mismo paso que yo, íbamos a cruzarnos como otras veces, casi rozándonos, sin que tú me miraras. Te quedaste quieto y yo también me detuve. Ni se me había ocurrido hablarte. Vi que te apoyabas en una farola y que estabas muy pálido y me dio lástima de ti. Llevabas los faldones de la camisa fuera del pantalón y el sudor te brillaba en la cara. Me acerqué a ti sin pensarlo, te pregunté si te pasaba algo y si podía ayudarte. Fuiste a hablar y el cigarrillo se te cayó de la boca. No era lástima lo que sentía, sino compasión, porque yo también estaba desesperada esa noche y me veía reflejada en ti. Era la primera vez que me mirabas a los ojos, pero yo creo que no reparabas en mi cara ni comprendías mi presencia. Me pasé uno de tus brazos por los hombros y estreché tu cintura: pesabas mucho, te daban escalofríos, no te podías sostener en pie. Olías a ginebra, pero por el brillo de tus pupilas y la expresión floja de tu boca me di cuenta de que también habías fumado hachís. Intentabas hablar y se te enredaba la lengua, repetías un nombre. Conseguí llevarte hasta el parque Vandelvira y te senté en un banco junto a la fuente luminosa. Me pedías que te dejara, te quedabas mirándome con los ojos vidriosos y me preguntabas en inglés quién era yo. Apoyabas los codos en las rodillas y la cabeza se te descolgaba poco a poco hacia el suelo, ibas a vomitar. Mojé mi pañuelo en la fuente y te lo pasé por la cara: lo lamías con la boca abierta, me lamías las manos, pero te daban arcadas otra vez y yo te empujaba hacia adelante y te sostenía la cabeza para que no te vomitaras encima. Tardaste muchísimo en lograrlo, te quejabas, me apretabas contra tu cara la mano en la que tenía el pañuelo, y al final te quedaste gimiendo con la cabeza caída y yo te limpié un hilo de baba que te seguía colgando de la boca. Hice que levantaras la cabeza, volví a empapar el pañuelo para mojarte la cara y estuve abrazada a ti hasta que dejaste de temblar. Dijiste que no podías volver a tu casa, que no tenías la llave, que no te acordabas del camino. Mirabas a tu alrededor como si te hubieras despertado en una ciudad que no conocías. Hablabas muy bajo y muy seguido, medio delirando, y cuando te propuse que fueras a mi casa respondiste que no moviendo mucho la cabeza, estabas obsesionado con lo tarde que era, pero tampoco querías ir a la tuya porque tendrías que despertar a tus padres. Te ayudé a levantarte, ya te sostenías mucho mejor, te pasé el brazo por la cintura y me gustó la fuerza con que me estrechabas, me decías que nunca habías abrazado por la calle a una mujer, ni por la calle ni en ningún otro sitio, y me apretabas la cadera con una mano muy abierta, ya no me preguntabas que adónde íbamos, te dejabas llevar, muy dócil, borracho perdido, atontado por el hachís, con las pupilas muy dilatadas y una sonrisa como de estar soñando lo que veías y lo que me contabas en ese inglés tan raro que estaba hecho de zurcidos de canciones. Decías algo y se te olvidaba en seguida, dos o tres veces me preguntaste mi nombre, lo repetías como si te gustara mucho, me dijiste que me llamaba igual que la novia de Miguel Strogoff y a continuación empezaste a contarme el libro, pero se te olvidaba el argumento, decías que las palabras eran un hilo y que si dejabas de hablar el hilo se rompería y se te borrarían todas de la memoria, por eso hablabas tan rápido, tan angustiosamente, y era inútil pedirte que repitieras algo que yo no había entendido porque ya no te acordabas. Te llevé a mi casa, pero no querías pasar del vestíbulo, te daba mucha vergüenza y otra vez te volvía a obsesionar lo tarde que era, te hice entrar de la mano, te dejé sentado en el sofá mientras iba al dormitorio de mi padre, que ya tenía apagada la luz, pero que seguramente estaba todavía despierto. Cuando volví al comedor tú mirabas el grabado del jinete, decías que era Miguel Strogoff, y luego que te recordaba a los jinetes en la tormenta de Jim Morrison. Puse muy bajo un disco de Carole King y preparé café, y mientras lo bebíamos tú seguiste hablando, me contaste tu vida entera, lo que acababa de pasarte esa noche, lo que querías hacer cuando te marcharas de Mágina, hablabas con una mezcla de candidez y temeridad y de miedo y orgullo que yo no había encontrado en nadie y que después tampoco he vuelto a encontrar. No sabías nada y querías saberlo todo, no habías estado en ninguna parte y me hablabas de ciudades y países a los que querías ir como si ya hubieras regresado de ellos, no habías tocado a ninguna mujer y se te notaba en los ojos una predisposición para el deseo que era la misma de ahora, sólo que más escondida y más torpe. Ya no me rehuías la mirada, estábamos sentados en el sofá oyendo a Carole King y te quedaste callado, vi que tragabas saliva, que sin darte cuenta te ibas inclinando hacia mí, pero no sabías besar, yo te pasaba la lengua por los labios y tú no los separabas, me rozabas la blusa y no te atrevías a apretarme las tetas, yo tuve que empujarte con mis manos para que lo hicieras, y pensaba mientras tanto, estás loca, mi padre podía salir del dormitorio y sorprendernos, pero en ese instante me daba igual, no era excitación lo que sentía, sino una dulzura muy tranquila y al mismo tiempo llena de extrañeza, como la que me provocaban entonces algunas canciones, como si estando contigo no tuviera la obligación de fingir ni de temer nada. Te apartabas de mí para mirarme, pero volvías a encontrarte mal, era otra de esas oleadas angustiosas del hachís, de pronto parecías verme muy lejos, respirabas con la boca entreabierta, te tranquilizabas acariciándome la cara y el pelo.
Eran más de las cuatro cuando pasamos por la plaza del General Orduña camino de tu casa. Cruzamos abrazados toda la ciudad, yo recostaba la cabeza en tu hombro y te hacía preguntas sobre tu vida y sobre tu familia, te pedía que me explicaras cosas del trabajo en el campo, pero de eso no querías hablarme, te quedabas serio y cambiabas de conversación. En la esquina de aquel palacio que tenía cabezas de monstruos o de pájaros en los aleros me dijiste que te dejara solo. Qué miedo tenías, estabas muy pálido otra vez, apretabas las mandíbulas y te mordías los labios. Casi no me besaste, parecía que te daba vergüenza mirarme, me volviste la espalda y fuiste andando hacia tu casa muy cerca de las paredes. Tropezabas, estuviste a punto de caerte. Yo seguí esperando hasta que te vi decirme adiós: eso fue todo. Al otro día ya no me conociste. Me acordaba de esa noche y era como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, o como si la hubiera soñado. Pero yo nunca he tenido sueños así. Mi padre y yo nos marchamos de Mágina a principios de julio. Él quería volverse a América, pero yo no. En Madrid encontré trabajo en una agencia de viajes. Mi madre me había dejado en su testamento unos miles de dólares. Para nosotros la vida en Madrid era entonces mucho más barata que en Nueva York, pero mi padre no quería quedarse. Me dijo que ya no soportaba España, que había tardado demasiado tiempo en volver. Todo lo irritaba, compraba un periódico y lo tiraba en seguida en una papelera, si yo ponía la televisión para ver las noticias se marchaba, decía que se estaba convirtiendo en un viejo intratable y me pedía que lo disculpara, y es verdad que ya no era el mismo de un año antes. Pero yo me negaba a aceptar que en el fondo prefería que me dejara sola. El día que mataron a Carrero Blanco tuvimos por primera vez una discusión a gritos: no me permitió que saliera a la calle. No aprendes, me decía, no te das cuenta de lo que pasa en España, no sabes que cualquiera de esos desalmados puede dispararte un tiro. Pero yo me quedé y él se marchó. Vendió la casa de Queens y se fue a vivir a una residencia de ancianos en New Jersey. Allí tenía un amigo, otro veterano del ejército de la República. Pasamos años sin vernos. Lo visité con Bob para invitarlo a nuestra boda, se lo quedó mirando de arriba abajo, le estrechó la mano, le pidió que nos dejara solos unos minutos y me dijo que otra vez me iba a equivocar. Al nacer el niño me pareció que se reconciliaba un poco conmigo, o que se enternecía al acordarse de cuando yo era pequeña. Le hacía los mismos juegos que a mí y le contaba cuentos de Calleja, y a mi marido se lo llevaban los demonios, porque decía que eran cuentos demasiado crueles para la mente de un niño. Yo disimulaba delante de mi padre, igual que conmigo misma, pero en cuanto nos quedábamos solos me miraba con esa seguridad que siempre tuvo de adivinarme el pensamiento y me decía: te advertí que era un error. No quiso que yo supiera lo enfermo que estaba. El mes pasado me llamaron de la residencia para decirme que le quedaba muy poco tiempo de vida. Desde entonces no me separé de él. Le hablé de ti, se sonreía cuando yo le contaba la sorpresa de haberte vuelto a ver en Madrid, me pedía detalles, me dijo que iba a morirse con la tranquilidad de estar viéndome de nuevo como yo había sido cuando viajamos juntos a España, los primeros días, en Madrid, cuando bajábamos del brazo por la calle Velázquez y él me invitaba a berberechos y a vermú en los merenderos del Retiro. Tú no puedes saber cómo habías cambiado, me decía, lo demacrada y flaca que estabas, parecías una de esas americanas histéricas. Me sentaba a su lado en la cama y me pasaba horas escuchándolo. Los últimos días casi no hablaba, porque le faltaba el aire. Murió mientras dormía. Yo le dejé dormido una noche y ya no se despertó. La enfermera me dijo que tenía los ojos cerrados y una mano sobre el pecho, y la otra colgando fuera de la cama. Después del entierro me quedé dos días más en el albergue. No lloraba, no me podía creer que mi padre estaba muerto. Pensaba que si no fuera por mi hijo no habría nadie de mi sangre en el mundo. Me acordé de la mujer en la silla de ruedas, del hombre vestido de oscuro y del militar un poco más joven a los que vi una vez en aquella iglesia de Madrid. Pero ellos no tenían nada que ver conmigo, y ni siquiera con mi padre, al menos con el hombre que yo había conocido. Acababa de llegarme la notificación del divorcio y yo me llamaba otra vez como él. No sabes qué orgullo sentí al firmar los papeles que me presentaban en el hospital con mi verdadero apellido, Galaz. Me quedé muy sorprendida cuando me llamaste Allison en el comedor del palacio de Congresos, hasta me dio rabia, y estuve a punto de decirte que ése no era mi nombre, pero al mismo tiempo me gustaba que te hubieras fijado con tanto disimulo en la etiqueta de mi solapa, y estabas tan satisfecho de tu golpe de efecto que preferí no romper el malentendido: sería un modo de observarte como si tú aún no me vieras, yo permanecería oculta para ir descubriendo qué había sido de tu vida en todos estos años y en qué te habías convertido. Porque recelaba de ti, a veces eras exactamente el mismo y otras me parecías uno de esos ejecutivos internacionales, y lo peor era que no tenía tiempo, regresaba a América a la mañana siguiente, no quería arriesgarme a una situación falsa o a un desengaño pero tampoco perder la ocasión increíble que se me estaba ofreciendo, así que decidí en un instante cambiarme a tu hotel, y cuando nos arrodillamos debajo de la mesa a recoger los folios que se me habían caído y nos echamos a reír ya estaba segura de que me gustabas, pero tenía que ser prudente, parecías tan serio que me daba miedo lo que pudieras pensar de mí si me mostraba demasiado dispuesta. Me iría rápidamente a trasladar mi equipaje, y si tú no me proponías una cita buscaría el modo de encontrarme contigo por casualidad cuando acabara la sesión de la tarde, pero todo se me torció, quedé atrapada en un atasco, en el hotel tardaron horas en darme habitación, no me daba tiempo a llegar al palacio de Congresos y me arriesgué a sacrificar la prudencia para llamarte por teléfono, comunicaba siempre, decidí ir a buscarte, pero era la hora de cierre de los comercios y no pasaba ni un solo taxi libre, pensé que lo más razonable sería quedarme esperando en el hotel, pero me faltó paciencia, así que cuando conseguí un taxi y llegué al palacio de Congresos ya no quedaban más que las limpiadoras. Vuelta al hotel, toda la Castellana abajo, tenía los nervios de punta, me sacaba de quicio la lentitud del tráfico y habría sido capaz de amordazar al taxista para que se callara, llamé a tu habitación, pero no estabas, me preparé un baño, acababa de meterme en el agua cuando sonó el teléfono, resbalé en las baldosas, ni me dio tiempo a pensar que podías no ser tú, era aquel pelmazo que hablaba de Hemingway, él y Sonny habían recorrido todo Madrid en mi busca y estaban encantados de invitarme a cenar. Lo habría estrangulado con el cable del teléfono. Le dije que estaba muy cansada: le daba lo mismo, cenaríamos en el hotel. Porque además se le notaban ganas y una cierta esperanza de acostarse conmigo: recién divorciada, pensaría, sola en Madrid, con un trabajo inseguro en una revista donde casualmente él tiene mucha influencia. Cuando tú apareciste en lo primero que pensé fue en pedirte socorro. Yo te veía mirarlo de lado durante la cena y pensaba, se va a ir, está a punto de salir corriendo. Buscaba tus pies debajo de la mesa y estaba tan aturdida que tropecé con los suyos, menos mal que me di cuenta, porque se quedó callado y empezó a sonreírme, hasta me guiñó un ojo, con mucho disimulo, levantando la copa para que ni tú ni Sonny lo advirtierais.
Ahora nos parece que todo esto tenía que ocurrir así, pero me da miedo pensar lo fácil que habría sido perderte esa noche, lo cerca que estuve de no cogerte la mano cuando dijiste que te ibas, y me pregunto qué habría hecho si no llegas a decirme que me quedara contigo, no se atreverá, pensaba, si no me ha dicho que salgamos a tomar otra copa fuera del hotel es que está muy cansado, o que no le gusto tanto como parecía, estábamos esperando a que llegara el ascensor y tú lo único que hacías era jugar con la llave y mirar la flecha iluminada, como si tal cosa, sin prestar mucha atención a lo que yo te contaba, empezamos a subir y a mí me faltaban ánimos para tomar la iniciativa, qué pensarías, tan correcto, tan serio, y cuando se abrió la puerta me dio un sobresalto en el estómago, si no me dice nada se lo diré yo, qué calma, esperaste al final para decidirte, y justo entonces va y se cierra la puerta, me eché a reír de nerviosa que estaba y tú enrojeciste, hacía años que un hombre no se ponía colorado delante de mí, me dieron ganas de abrazarte allí mismo, en medio del pasillo, y de llenarte la cara de besos y decirte en español que si no te acordabas de mí. Pero qué miedo tenía cuando entramos en tu habitación, me habías puesto la mano en la cintura al dejarme pasar y me excité de tal modo que tuve tentaciones de salir huyendo o de tenderme en la cama y reclamarte sin preámbulos, pero tú actuabas muy despacio, con un dominio que me desconcertaba, tu cigarrillo, tu cerveza, tus bromas suaves en inglés, esa manera de decirme que me pusiera cómoda, como si se lo hubieras dicho ya a otras mujeres en aquella misma habitación, no había sabido nada de ti en diecisiete años y me enfurecía de celos, desconfiaba, temía que fueras de verdad como me pareciste cuando te vi desayunando, que actuaras conmigo tan meticulosamente como cortabas el croissant a la plancha con tu cuchillo y tu tenedor, pero cómo cambiaste en cuanto empezamos a besarnos, eras otro, no estabas rígido ni tenías miramientos, era como si al quitarte la ropa te hubieras quitado también una máscara o una armadura, no tenías vergüenza pero eras más delicado que nadie, me empujabas como queriendo partirme y al mismo tiempo me cuidabas, me apartabas el pelo para verme la cara y me sonreías mientras yo estaba corriéndome, y esperaste casi al final para unirte a mí, pero ni siquiera entonces te dejé que cerraras los ojos. Tú no sabes cómo miras en ese momento ni cómo estás mirándome ahora. Esa mirada es mía y no la ha visto nadie más que yo. Y ya no me da rabia que no recuerdes aquella noche en Mágina. Es mía también y me gusta que sólo puedas saber que existió porque yo me acuerdo y te la cuento.
Las dos voces en la penumbra y en el silencio de la casa cerrada, enredándose igual que los cuerpos y las manos, cálidas en la cercanía del oído, amortiguándose en las orillas del sueño, tan solitarias y leales como si fueran las dos últimas voces que aún suenan en el mundo, enaltecidas por la risa, lentas y gradualmente sombrías cuando se atreven a los pormenores de una confesión, disgregadas en una queja larga y gozosa o en el arranque de un grito que sofoca la almohada, sabias, habituales al cabo de unos pocos días, desvergonzadas y también pudorosas, aprendiendo a llamar por su nombre lo que al principio se callaba, los actos y los deseos, los lugares codiciados del cuerpo, apropiándose de ellos al nombrarlos, las dos voces sumando su caudal de palabras en una mutua revelación donde cada uno al descubrir al otro se manifiesta tal como es delante de sí mismo y agradece la maravilla del misterio, de la pura existencia de alguien que se le parece tanto y sin embargo esconde en su inviolable intimidad y en la superficie entregada de su piel un reino que no acabará nunca de ser explorado. No hay pausas en la indagación ni fisuras en el curso del tiempo, no saben o no quieren calcular el número de las horas y los días, las lentitudes de la pereza y las urgencias súbitas de la excitación, hablan, miran, escuchan, empiezan suavemente a tocarse, abren los ojos y se dan cuenta de que ha anochecido o de que está amaneciendo, recuerdan nombres de canciones, las buscan entre los discos, se esperan y se persiguen por las habitaciones del apartamento con la misma incertidumbre ávida con que se buscarían por las calles de una ciudad, en el espacio cúbico y cerrado que resume para ellos el tamaño del mundo igual que unos pocos días aislados del inmediato ayer y del porvenir que los separará muy pronto contienen toda la duración de sus dos vidas. Los alían sus voces, pero también el sonido de los pasos que vienen del comedor y el del agua en la ducha, al otro lado de la puerta del cuarto de baño, el chasquido de una lata de cerveza al abrirse, el olor a jabón o a colonia, a tabaco, a café recién hecho, a espuma de afeitar, los signos triviales y valiosos de la otra presencia, unos zapatos de tacón abandonados junto al sofá, cerca del baúl abierto y de las fotografías, una barra de labios en la repisa del lavabo, una chaqueta de hombre entre las prendas femeninas del armario, dos copas con restos de vino tinto en la mesa de la cocina, una mancha de carmín en un kleenex. Con la disculpa del invierno apenas salen a la calle, desplazan hacia un futuro impreciso y cercano el cumplimiento de sus obligaciones, sin decirse nada se conceden treguas que van dilatando a medida que las apuran, una noche más, un día, unas horas, no hay principio ni fin en las historias que se cuentan ni límites exactos en el demorado ejercicio del deseo, se interrumpen, confrontan fechas y recuerdos, fotografías, lugares donde los dos han estado y donde no se vieron, equivocaciones y entusiasmos, pierden el hilo de su narración y descubren imágenes o sensaciones laterales en las que les importa mucho detenerse, están ya casi dormidos y han apagado la luz y el roce peculiar de un pezón o de los dedos de un pie los despierta y revive más allá del cansancio y los empuja de nuevo a una búsqueda desfallecida y obstinada en la oscuridad, mojados, doloridos, exhaustos, averiguando matices particularmente golosos de la piel, hendiduras y pliegues que humedece la lengua y tenues latidos que auscultan con sagacidad y ternura las yemas de los dedos, el movimiento de los ojos velados por los párpados, el ritmo de la sangre en las sienes, en las venas azules de las muñecas, en la curva leve de un tobillo.
No saben en qué día viven ni lo que ocurre en el mundo, encienden la televisión y la apagan rápidamente, ha empezado una guerra muy lejos y cunde en los noticiarios y hasta en los anuncios una histeria de banderas, un patriotismo de exterminio que ellos pueden ilusoriamente abolir con el mando a distancia, fugitivos o supervivientes de un apocalipsis que no los alcanzará si permanecen en el refugio del apartamento, si procuran olvidar la indignación y la rabia y se ocultan más hondo, desnudos y abrazados, en el interior caliente de las sábanas, tras los cristales y cortinas y las puertas cerradas que los defienden del viento helado y atenúan los ruidos de la calle, conversando para no oír nada más que sus voces y aprender de nuevo lo que habían olvidado, intentando ordenar el archivo prodigioso y anárquico de Ramiro Retratista, las caras en blanco y negro, las fotografías desplegadas como una población de fantasmas, en un desorden caudaloso de cronologías y de vidas, amontonadas en el suelo, ocupando la mesa del comedor, alineadas en las estanterías, contra los lomos de los libros, examinadas a medianoche bajo la luz de una lámpara, inagotables en su multiplicación como los tesoros de los sueños, una sigilosa multitud de figuras de Mágina erguidas solitariamente en poses de estudio o agrupadas junto a una pared deslumbrante de cal, o caminando del brazo por la calle Nueva o entre las casetas de la feria, caras rancias y tímidas, solemnes, tempranamente envejecidas por la pobreza, rígidas, iluminadas por una felicidad indescifrable y arcaica, asustadas por el flash, desafiándolo con la barbilla alta, chaquetas oscuras, alpargatas de cáñamo con cintas blancas atadas a los flacos tobillos, cintas o flores de trapo en melenas rizadas, miradas y sonrisas de una espantosa lejanía, duros zapatos de charol y calcetines altos, caderas anchas y ceñidas por faldas estampadas, tacones con la suela de corcho, bocas pintadas y dientes desiguales en caras muy jóvenes, faldas acampanadas, bustos prominentes y zapatos de aguja, frentes cetrinas bajo el pelo aplastado, pómulos oscuros, asiáticos, endurecidos por la intemperie, trajes de domingo, de viernes santo, de procesión del Corpus, vestidos de comunión y vestidos de novia con los mismos rasos y bordados, pupilas de víctimas que aún no saben que lo son y de vencedores insultantes, curas de gafas redondas y papadas brutales, fascistas paleolíticos, desconocidos que sólo se distinguen por la tensión secreta de su cobardía, niños subidos a un caballo de cartón, o sosteniendo al oído un teléfono falso y sentados delante de una falsa biblioteca, con uniforme azul marino y cuello duro, con el flequillo húmedo y cortado sobre la frente, una grisura de ropas viejas y de puños gastados, una monotonía patética de mangas demasiado cortas, pantalones grandes atados con correas y sonrisas malogradas por el miedo y la desnutrición, una semejanza unánime y establecida no sólo por la distancia del tiempo, sino por la objetiva piedad de quien presenció durante medio siglo todas esas caras y vio formarse sus rasgos en la cubeta del revelado y fue guardando copias de cada una de las fotografías que tomaba, sin sospechar el destino que les estaba reservado, sin saber que era el único testigo y depositario de aquellas vidas que luego no quiso nadie recordar y que surgen ahora como en una clandestina y universal resurrección de los muertos en un piso de la calle Cincuenta y Dos Este de Nueva York, durante ocho o diez días de enero de mil novecientos noventa y uno, ante los ojos conmovidos de una mujer y un hombre que oyen tras las ventanas cerradas el viento del invierno y el rumor como de catarata de la ciudad a la que se asoman muy pocas veces y encuentran en el baúl de Ramiro Retratista lo que nunca han buscado, lo que les perteneció siempre sin que lo supieran o lo desearan, las razones más antiguas de su desarraigo y de su complicidad.
Se les desbarata el orden de los días y la duración de las horas, se les desborda el tiempo en la crecida de un presente que abarca sus propias vidas y las de sus mayores, y las voces que llevaban años sin oír usurpan las suyas y les devuelven palabras y circunstancias olvidadas, anteriores a ellos pero cimentadoras de sus gestos, de su ebriedad de ternura, de conciencia y deseo, voces y canciones, recuerdos súbitos y obstinadas caricias, el gusto de desvelarse conversando y de dormir hasta las once de la mañana, la fatiga gozosa y absoluta que los empuja hacia el sueño, las expediciones en taxi para buscar cigarrillos o una cena tardía o una última copa, mirando tras el cristal una ciudad fugitiva y nocturna, de aceras nevadas y avenidas desiertas, de rascacielos iluminados en medio de la niebla, altos y solos como faros, y fruterías sin nadie reluciendo en las esquinas más oscuras, un Nueva York mucho menos real que la ciudad de la que están siempre hablando, Mágina, inaccesible en un futuro de seis horas más tarde, en un pasado donde los dos son extranjeros pero al que se sienten vinculados como al país de origen de sus padres. Regresan ateridos al apartamento, en el ascensor ya se van despojando de sus ropas de invierno y del frío y la hostilidad de las calles, abre tú, dice Nadia, le entrega la llave como un signo de que le ha entregado sin condiciones su vida, su cuerpo hermoso y castigado, lacerado y enaltecido por años de desgracia y minutos acuciantes de felicidad, al abrazarla la posee a ella en ese mismo momento pero también a todas las mujeres que han sido, las que abrazaron a otros y temblaron igual que ahora mismo y les dijeron palabras que sólo ahora parecen cobrar su verdadero sentido, la muchacha que vivió unos meses en Mágina y la que se quedó sola en Madrid en el invierno de mil novecientos setenta y cuatro y la mujer que notó en su vientre el latido cálido y extraño de un hijo y se abrió desangrada para arrojarlo al mundo, la rubia que se llamó Allison durante una sola noche en un hotel de Madrid y la pelirroja que apareció como casualmente y para siempre en la cafetería del Doral Inn de Nueva York, la que sonríe con una camisa púrpura y un pantalón vaquero en una foto tomada en Central Park, la que se parece en la expresión de los ojos y en la forma de la boca a un militar español fotografiado en Mágina hace cincuenta y cinco años y a un niño americano y rubio que nació en mil novecientos ochenta y cuatro: se abandona a ella hasta perder la conciencia y convertirse en su sombra y su doble y sólo entonces se siente en posesión de sí mismo, se cobija desnudo bajo el edredón de una cama donde meses atrás aún dormía otro hombre y lo apacigua el sentimiento, exótico para él, de encontrarse justo en su sitio, en la médula perezosa y tranquila de su biografía, le habla a Nadia de su vida y le cuenta lo que le han contado sus abuelos y sus padres y en el asombro y en la atención de ella reconoce sus propias ganas de saber, el ansia antigua de escuchar a otros y descubrir en ellos su más oculta identidad.
Abre los ojos, no mira el reloj, intenta calcular la hora según la luz ambigua de la ventana, ve en la pared el grabado del jinete polaco y quiere acordarse con obstinación imposible de una noche de su vida que sólo existe porque ella nunca la olvidó, imagina al comandante Galaz detenido frente al escaparate de un anticuario de Mágina, o acodado en una mesa de madera desnuda, frente a una pared, un correaje y un revólver, o asomado a un paisaje que ya no pertenece del todo a su propia memoria, el anochecer de julio en el valle del Guadalquivir, la Sierra azulada al otro lado del río, deja a Nadia dormida y sale al comedor para abrir de nuevo el baúl de Ramiro Retratista, busca, entre tantas caras de desconocidos, las fotos de sus abuelos y de sus padres, intenta agruparlas según un orden cronológico, y es como subir de niño a las habitaciones prohibidas de la casa en la plaza de San Lorenzo y buscar en los cajones, debajo de la ropa doblada, en el fondo de los armarios, donde estaba el uniforme de la guardia de asalto y la caja de lata llena de billetes con el escudo almenado de la República, como mirar de nuevo las fotos de los bisabuelos con sus caras de difuntos etruscos y los uniformes y los trajes de novia, procurando que no sonaran sus pasos en las baldosas sueltas y que su abuela Leonor no sorprendiera su búsqueda, ajeno a la vida obligatoria del trabajo y de los juegos en la calle, inmune al peligro y fortalecido en la soledad, en una penumbra de habitaciones como salas de museo, con muebles que nunca fueron usados, con vajillas intactas tras los cristales de los aparadores, extraviado y feliz, abriendo armarios y levantando tapas de baúles que despedían el olor denso y tamizado del tiempo en el que aún no había él nacido, encontrando objetos enigmáticos, un almirez de bronce, una sombrilla de seda desgarrada, unos zapatos infantiles que tal vez fueron de su madre, una cartilla de racionamiento, una funda de cuero con forma de pistola, un frasco de colonia vacío. desdoblando cartas escritas por su abuelo Manuel desde el campo de concentración y leyendo titulares sobre la muerte de Hitler o la guerra de Corea en las hojas de periódicos mordidas por la polilla que forraban el interior de los cajones, descubriendo con estupor en las fotografías la juventud de sus abuelos y la infancia de sus padres, viéndose a sí mismo tal como era a los tres o cuatro años, la cara redonda, las piernas muy delgadas, el flequillo recto sobre los ojos, una camiseta a rayas y un sombrero cordobés, sentado en lo alto de un caballo de cartón que parece enorme, con una débil sonrisa que tal vez al cabo de unos segundos se convertiría en llanto, porque le daba miedo el tamaño del caballo y lo creía de verdad: no recuerda, está viendo, se desprende del olvido como de unas escamas que lo hubieran cegado parcialmente desde no sabe cuándo, ve las caras y las luces de Mágina en un anochecer de invierno que sucede simultáneamente en su memoria y en la inalcanzable realidad de la plaza de San Lorenzo y de los miradores, en el pasado y en el presente, en su propia vida y en las vidas de otros que están vinculados a Nadia y a él por lazos invisibles de casualidad o de sangre que ahora cobran la forma desconcertante de su doble destino: mira, éste sería el médico don Mercurio, y el libro que tiene abierto sobre la mesa es esta misma Biblia, mira a mi padre cuadrándose en la escalinata del ayuntamiento la noche del 18 de julio, mira a mi bisabuelo Pedro, el del pelo blanco, el que está sentado en el escalón y acaricia el lomo del perro, Ramiro Retratista tuvo que esconder la cámara detrás de una ventana para hacerles la foto, por eso se ve en un ángulo la sombra de un barrote, mira a mi abuelo Manuel y a mi abuela Leonor, a mi madre, que no debe de tener aquí más de once o doce años, te pareces a ella, dice Nadia, espera, quién es éste tan serio, con esa cara de pena, pues quién va a ser, el inspector Florencio Pérez en su despacho de la comisaría, fíjate en ese objeto que se ve al lado de su mano, es un pisapapeles de la basílica de Montserrat, no había vuelto a acordarme desde aquella noche, cuando me detuvieron y él me salvó, pero esta foto se la hicieron muchos años antes, mira la cara de mi madre el día de su boda, y mi padre, con su chaqueta de smoking alquilada, a él te pareces en los ojos, míralo aquí diez años más joven, en la moto alemana de Ramiro Retratista, el que está a su lado en el sidecar es su primo Rafael, aparta con impaciencia una hojarasca de fotos de desconocidos para seguir buscando las caras de los suyos y mostrárselas a Nadia y contarle sus vidas, dudando a veces al identificarlos, yo creo que éste es el tío Rafael, ésta es la foto que había colgada en el comedor de la casa de su hijo cuando mi padre y yo lo visitamos en Leganés, y el que sonríe junto a Carnicerito de Mágina el día de su alternativa es Lorencito Quesada, míralo qué orgulloso, cómo le pasa la mano por el hombro, mira a mi amigo Félix con sus padres, una mañana de domingo, seguro, delante de la estatua del general Orduña, qué raro sería para él ver esa foto en la que su padre está de pie y es joven y no yace todavía pálido y sin afeitar en una cama de la que ya no volvió a levantarse.
Pero aquí falta alguien, dice Nadia, adivina quién: está echada en el sofá, descalza, con la bata abierta sobre los muslos y el pelo recogido hacia arriba por una ancha cinta elástica, con un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar, con un aire sexual e indolente de recién levantada que algunas veces, si no salen a la calle, le dura toda la mañana. Falta él, dice, Ramiro Retratista, se pasó la vida haciendo fotos y guardando copias de cada una de ellas, pero ya las hemos visto todas y no hemos encontrado ninguna en la que él aparezca, espió a otros, no sólo en su estudio y tras el objetivo de su cámara, sino también en las calles, en las tabernas y en los cafés de Mágina, los vio tal como eran en el instante en que se cruzaban con él y como habían sido en sus edades anteriores, vaticinando con su mirada adivinadora y experta en qué se convertirían cuando el tiempo pasara, estudiando como un naturalista las lentas transfiguraciones de los rostros y los episodios sucesivos del crecimiento y la decadencia y descubriendo con melancolía y un poco de horror que casi todas las vidas son más o menos iguales y no hay rasgos firmes en la cara de nadie, que varían y se destruyen tan fácilmente como reflejos en el agua o fracciones de arena. No hizo fotos de sí mismo, y si hizo alguna no la quiso guardar, prefirió quedarse al margen, observándolo todo desde la zona de sombra del estudio, bajo la cortinilla de felpa negra de aquella cámara antediluviana con la que fotografió a la emparedada de la Casa de las Torres, la mujer de su vida, le confesó a mi padre, dice Nadia, el pobre hombre estaba loco, hablaba de ella como si la hubiera conocido viva y fuera su viudo, con un sentimentalismo lloroso y pornográfico, recuerda, más de una tarde ella los escuchó hablar sin que se dieran cuenta, se bebía la primera copa de coñac que el comandante Galaz había dejado frente a él y le mostraba la foto, mírela, mi comandante, dígame si en esos países por los que usted ha viajado ha visto alguna vez a una mujer como ella, imagínese cómo sería aquel amor culpable, qué sentiría el hombre que la perdió para escribirle esos versículos de la Biblia que yo encontré en su corpiño. Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, lee Nadia en voz alta, y Manuel mira los ojos y los pómulos y la tranquila sonrisa de la mujer incorrupta y se acuerda de los terrores más antiguos de su infancia, del portalón cerrado de la Casa de las Torres y de las gárgolas de los aleros hacia las que levantaba los ojos temiendo que el muro de piedra labrada se derrumbara sobre él, bajo las bombillas de las esquinas los niños mayores contaban la historia de la momia y él la imaginaba arañando los ladrillos que ahora cegaban las ventanas góticas, y una vez se unió a un grupo de golfos que se colaron en el zaguán con el propósito de bajar a los sótanos para ver el nicho tapiado y la guardesa surgió como una furiosa aparición maldiciéndolos a gritos y enarbolando con ademanes homicidas una gran porra de vaquero: se volvió loca, le cuenta a Nadia, la echaron de la Casa de las Torres y se fue a vivir a la otra punta de Mágina, pero regresaba todas las noches, el palacio estaba en obras y había delante de la puerta una pila muy alta de adoquines, bajaba por la calle del Pozo arrebujándose en una toquilla de lana negra, mirando al suelo y con las manos unidas en el regazo, murmurando oraciones o delirios, contaba que Nuestro Señor Jesucristo en persona iba a visitarla y se acostaba con ella, y que era muy cariñoso y muy limpio, y sobre todo muy hombre, alto, descalzo como un penitente, con una túnica blanca, una melena castaña hasta los hombros y una barba suave y recortada, igual que en Rey de reyes. En la media luz del anochecer, cuando aún no estaban encendidas las bombillas, se veía al fondo de la plaza la mancha blanca de su pelo, se hacía la distraída, escondía la cara como para evitar que la reconocieran sus antiguas vecinas, alargaba velozmente las manos y se guardaba un adoquín debajo de la toquilla, y volvía a subir por la calle del Pozo con breves pasos asustados de pájaro, apretando el adoquín contra el pecho, como si fuera un animal desvalido o un tesoro que pudiesen robarle, o el cadáver amojamado del niño que se le murió en su juventud, no saludaba a nadie, se perdía luego en la oscuridad del Altozano, nunca supimos dónde almacenaba los adoquines ni para qué los quería, pero regresaba sin falta cada anochecer, incluso cuando era invierno y estaba lloviendo, sin abrigo ni paraguas, sólo con su toquilla de lana negra, con el pelo blanco despeinado o mojado, temblando de frío y murmurando jaculatorias.
Qué lejos y qué olvidado todo, piensa, con qué vívida fluidez vuelve ahora, qué puros los sonidos y qué intensos los olores, la tierra apisonada y fría y el humo de la leña, el viento húmedo de los atardeceres de septiembre que sacudía las copas de los álamos en el preludio de una tormenta, la monotonía de un rosario que alguien escucha y sigue en una radio de la vecindad, las campanas de las iglesias, las del reloj de la plaza del General Orduña, el toque de oración en el cuartel y la sirena de la fundición a donde iban a trabajar los hombres jóvenes que abandonaban el campo, los cascos de las caballerías y las pezuñas de las vacas sobre el empedrado, el ruido que hacía al golpear en las rejas de las ventanas el bastón del ciego Domingo González, que vivía junto a nuestra casa y llevaba unas gafas de cristales negros muy grandes para que no se vieran las cicatrices de los disparos de sal alrededor de sus ojos. Estaba aterrorizado, nos decía mi abuelo Manuel, llevaba una pistola del nueve largo en el bolsillo y no dormía nunca porque el hombre que lo dejó ciego le prometió que volvería alguna vez a matarlo. Quién lo dejó ciego, pregunta Nadia, por qué, eso no me lo has contado todavía: era falangista, pasó el primer año de la guerra escondido en un desván, y cuando lo descubrieron pudo escapar saltando por los tejados, apareció de nuevo en Mágina dos años después, ascendido a coronel jurídico, y actuó de fiscal en casi todos los consejos de guerra, un carnicero, decía el teniente Chamorro, para quien Domingo González pidió dos penas de muerte, salía antes del amanecer vestido de uniforme y montado a caballo, cabalgaba sin descanso por los caminos de las huertas y entre los olivares y a las diez en punto de la mañana ya estaba en los juzgados, pero un día no volvió, lo encontraron tirado cerca del río, sin conocimiento, con la cara llena de sangre y el caballo parado junto a él, y luego se supo, al menos así lo contaba mi abuelo Manuel, que un hombre armado con una escopeta de dos cañones le había salido al camino apuntándole al pecho, para el caballo y no tengas tanta prisa, le dijo, tira la pistola, bájate con las manos en alto, y Domingo González, muerto de miedo, con lo valiente que se hacía cuando solicitaba para un infeliz la máxima pena (a mi abuelo Manuel le gustaba mucho esa expresión), cayó de rodillas ante el desconocido y le suplicó que no lo matara: no te preocupes, que por ahora no pienso matarte, pero te voy a hacer que sepas lo que es el miedo a morir, ya volveré cuando menos lo esperes. Se echó la escopeta a la cara, disparó un tiro y luego otro, y la sal de los cartuchos quemó los ojos de Domingo González, que se pasó el resto de su vida aterrorizado por una oscuridad en la que creía oír los pasos y la voz de aquel hombre que volvería alguna vez a rematar su venganza. Qué habrá sido de él, le dice a Nadia, adhiriéndose a su espalda y a sus caderas desnudas bajo el calor del edredón, confundido en su sombra, en el dormitorio donde no hay más claridad que la de los números rojos del despertador, qué habrá sido de cada uno de ellos, del hombre que disparó los tiros de sal y tal vez se apaciguó con los años o se marchó de Mágina y se olvidó de Domingo González, dónde estará Ramiro Retratista, aunque lo más probable es que haya muerto viejo y solo en una pensión o en un asilo de Madrid, qué ocurre con la gente cuando desaparece, cuando es olvidada y ni siquiera deja tras de sí el testimonio de una fotografía.
Enciende la luz, le pide a Nadia que se vuelva hacia él, le aparta el pelo de la cara, se lo echa hacia atrás para descubrirle la frente, le roza con los dedos el mentón y los labios, que sonríen con el halago del sueño, quiere aprenderse sus facciones tan imperiosa y detalladamente que ya no pueda olvidarlas, quiere imprimir en su propia mirada y en su memoria la forma de la boca y de la nariz y la barbilla de Nadia y el color de sus ojos igual que se imprime una figura en la cartulina blanca de la fotografía: nosotros no podemos desaparecer, le dice, no podemos perdernos como toda esa gente, tiene miedo de pronto, lo domina una necesidad desesperada de seguir mirándola y estrechando su cuerpo y de no apartarse nunca de ella, como si bastara cerrar los ojos o quedarse solo unos minutos mientras ella va al cuarto de baño o baja a comprar algo para que ya no vuelva, para que se le pierda entre las multitudes de Nueva York como Ramiro Retratista en Madrid o su amigo Donald en los suburbios de una capital africana, como esos desconocidos sin nombre que aparecen por casualidad en el segundo plano de una foto, atrapados fugazmente en su viaje anónimo hacia la inexistencia, dotados sin embargo de minuciosas biografías y recuerdos que no permanecerán en la conciencia de nadie. Sigue despierto y abrazándola cuando ya se ha dormido, con una doble voluntad de cuidarla y de acogerse rendidamente a la protección de su coraje y su ternura, fuerte y vulnerable, orgulloso de ella y de sí mismo y también frágil y cobarde, al filo siempre de perderse en la atracción de la angustia. Apaga la luz, la oye respirar con la boca entreabierta y murmurar algo que no entiende, se revuelve en sueños para acomodarse más estrechamente a él y ahora su aliento sosegado y tibio le roza la cara. No puede dormirse aún, no quiere, siente que empieza a deslizarse inmóvil hacia una región más densa de la oscuridad donde ya no ve la mancha rojiza de los números del despertador ni la silueta blanca de la cabalgadura del jinete polaco, se hunde primero lentamente con una sensación muy parecida a la de viajar de noche en un avión que va perdiendo altura al mismo tiempo que se ven todavía muy lejos las luces de una ciudad, cae de pronto, sacudido de vértigo, como si bajara a tientas unas escaleras y faltase un peldaño, advierte con sorpresa que ha estado a punto de dormirse y que el corazón le late muy rápido, descubre que no está solo, que Nadia sigue abrazada a su cintura, de nuevo vuelve a deslizarse suavemente hacia arriba y vislumbra luces al fondo, imágenes veloces que se suceden y se borran entre sí, calles nocturnas de ciudades, los edificios del Rockefeller Center iluminados por reflectores tras una niebla amarilla, los rascacielos a oscuras de Buenos Aires alumbrados por un relámpago en una noche de tormenta, el letrero luminoso del Chicago Tribune parpadeando a una altura de treinta pisos sobre una torre de cresterías góticas, la cúpula blanca del Capitolio y la extensión horizontal e infinita de las luces de Washington, o de Los Ángeles, o de Londres, las ciudades se convierten velozmente en otras, pasa sobre ellas sin detenerse nunca, se le quedan atrás y muy pronto aparecen de nuevo luces más distantes sobre la oscuridad curva del mundo, al final del océano, en las orillas de Europa, al otro lado de serranías y llanuras punteadas por faros de automóviles que desaparecen y vuelven a brillar entre las filas de olivos: una ciudad al fondo, en lo alto de una colina, luces que tiemblan sobre las casas blancas de los miradores, bajo un cielo violeta en el que todavía no es definitivamente de noche, una plaza con tres álamos donde resuenan las voces y el metal de los llamadores, por donde pasa una mujer de pelo blanco que esconde un adoquín bajo la toquilla, hacia donde camina un hombre que regresa de una cautividad de dos años, de donde huye un adolescente que quiere vivir lejos de allí un destino inventado, que vuelve luego, media vida después, y se detiene frente a una casa cerrada, golpea el llamador, la puerta se abre y no hay nadie en el portal, ni en la cocina ni en el patio, ni en las habitaciones donde siguen estando los mismos muebles que veía de niño, la mesa de madera oscura y las seis sillas tapizadas en las que nadie se ha sentado nunca, las camas con espaldares de hierro y molduras de bronce en las que nadie duerme, los armarios y las cómodas donde aún se guardan las ropas de los muertos, las cartas que escribieron, las fotos en las que aún sonríen como si no hubieran sido desalojados de la vida. Abre los ojos, Nadia ha encendido la luz y se inclina sobre él, le pregunta qué estaba soñando, por qué movía tanto la cabeza como diciendo furiosamente que no, pero él no se acuerda, aún tiene miedo y no sabe de qué.
No me acostumbro , no sé medir la distancia que me separa de ti ni calcular el tiempo que me falta para volver a verte ni el que he pasado contigo, cien años o diez días, cuántas horas exactas, cuántas palabras hemos dicho, cuántas veces me he derramado en tu vientre o en tu boca o sobre tus pechos y te he oído gemir con los ojos abiertos como si agonizaras. No quiero olvidar nada, no quiero confundir unos días con otros ni resumir en un solo abrazo la singularidad de cada uno de los que nos hemos dado, porque olvidar y resumir es perder y yo me exijo ahora mismo la posesión imposible de todas las palabras y todas las caricias y de las variaciones que el dolor o la melancolía o la risa o los cambios de la luz imprimen a tu cara, de cada manera tuya de sonreír y mirar y de todas las modulaciones de tu voz. Quiero seguir viéndolo todo, con todos sus detalles precisos, la fachada de tu casa, los espejos del vestíbulo, el brillo metálico del ascensor, la hornilla de la cocina y los cubiertos guardados en los cajones y los platos y los vasos que hay en el armario sobre el fregadero, quiero acordarme para siempre de la disposición de los muebles y de cada uno de los objetos que hay en las estanterías de mimbre del cuarto de baño, tus frascos de colonia, tus paquetes de kleenex y de compresas, tu bata de seda con dibujos de flores colgada en una percha, las barras de labios y los estuches de polvos faciales que guardas en el bolso cuando vas a salir, el pequeño pincel que usas para ponerte el rímel y el lápiz con el que subrayas la línea de los párpados, quiero que no se me olviden la ropa ni los zapatos que has llevado cada uno de estos días, el vestido rojo y ceñido y los zapatos rojos que te pusiste una noche como si ya fuera abril y pudiéramos ir a cenar a una terraza al aire libre, la gabardina verde oscuro de nuestro primer encuentro, el traje masculino y la corbata ancha y floja que te dan ese aire tan mentiroso y convincente de eficacia norteamericana, el ligero descuido que hay en todos tus actos, la negligencia falsa con que ordenas la cocina o los discos, la manera en que te instalas en el tiempo sin mirar los relojes, como si les correspondiera a ellos acompasarse a tu ritmo o estuvieras dispuesta a dedicar toda tu vida a cualquier cosa que haces, a la conversación o al amor o al acto minucioso de pintarte los labios, o a escribir esos artículos y traducciones que no me dejas ver y de los que sólo parece importarte el dinero que te pagan por ellos, aunque no me lo creo, me he acostumbrado a fijarme en ti con más atención que en cualquiera de las mujeres a las que he conocido y querido y descubro que tienes la peculiar aptitud de ser lo que no pareces y de parecer lo que no eres, o de sufrir en dos minutos una transfiguración inexplicable, lo supe la primera noche, en Madrid, cuando empezamos a besarnos y tu cara cambió, hasta ese momento parecías tan joven como si el dolor no te hubiera alcanzado nunca y te convertiste en una mujer vulnerada y solitaria que se entregaba sin defensa a un desconocido, pareces desvergonzada y escondes una reserva inaccesible de pudor, usas un aire de fragilidad para ocultar instintivamente tu coraje y pareces más fuerte cuando tal vez eres más débil y prefieres sonreír y encogerte de hombros si estás desesperada, no miras nunca el reloj y no llegas tarde a ninguna parte. Pero no finges, estoy seguro, eres todas las cosas y todas las mujeres que pareces, Allison y Nadia, te he conocido desde siempre y no sé nada de ti, he estado contigo una sola noche sin porvenir ni pasado y una vida entera, rabio de celos porque te has acostado con otros hombres y le has hecho a alguno de ellos las mismas cosas que me haces a mí y veo en tus ojos el deslumbramiento y la sorpresa de la primera vez, toda la sabiduría y también toda la inocencia, la certidumbre y el miedo, la cautela y la temeridad.
En el aeropuerto me abrazabas al despedirte de mí como si no fuéramos a vernos nunca más y me sonreías luego tan serenamente como si hubiéramos quedado para unas horas después. Me da miedo la imperceptible erosión del olvido pero no sé no acordarme de ti, no percibir el olor de tu cuerpo en el aire ni el tacto de tu piel cuando toco la mía, se me ha vuelto más tensa y más suave, mucho más sensitiva, como si tú me tocaras a través de mis manos: no soy tuyo, como dicen los amantes, es que algunas veces me sorprende ser exactamente tú, al usar una expresión o una palabra que he aprendido de ti, al ver las cosas como tú las verías o acordarme de algo que tú me has contado y creer por un instante que es a mí a quien le pertenece ese recuerdo. Sin darme cuenta enciendo un cigarrillo como tú lo harías o le pido a la azafata del avión la marca de cerveza americana que tú prefieres, de modo que hay una conmemoración involuntaria en casi todos mis gestos, en las noticias que leo en el periódico, en las canciones de la radio, en la manera en que miro a la gente que pasa a mi lado, hasta me fijo en los niños, en los que no había reparado nunca, me pregunto si serán mayores o menores que el tuyo, qué pensarán cuando caminan tan serios de la mano de sus madres, cuando se quedan mirándome con los ojos muy abiertos como si me temieran o me desafiaran, y eso me hace acordarme de mí mismo a esa edad y también de ti y de las cosas que me has contado de tu padre, me parece que oigo a mi abuelo Manuel o al teniente Chamorro hablando del comandante Galaz y se me confunden los hilos de la imaginación y la memoria, no es posible que ese apellido heredado de las mitologías de mi infancia sea al mismo tiempo el tuyo, que esa mujer de la foto que me diste cuando ya me marchaba sea su hija y se haya enamorado de mí y esté ahora mismo recordándome igual que yo la recuerdo a ella en los corredores fantasmales y en las salas de espera vacías del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, después de haberle hecho un gesto último de adiós cuando he pasado el control de pasaportes y he sido interrogado y cacheado por un ingente funcionario con gafas de sol y chaqueta azul marino abultada bajo el hombro por la pistolera y examinado de arriba abajo por un guardia de uniforme negro, gorra negra de béisbol, metralleta montada y botas de montaña al que sin duda no acaba de agradar el color de mi pelo ni el de mis ojos, ya he cruzado la frontera, ya he salido del refugio donde la guerra no existía, ingreso en el pasillo estrecho y con el suelo de goma que me conduce hasta la puerta del avión y voy adentrándome en la geografía ilimitada de tu ausencia, miro a mi alrededor y por primera vez en muchos días no encuentro tu cara, no me acostumbro a la forma ni al tamaño inhóspito del mundo ni me reconozco ya en mis destrezas de viajero habitual y solitario, me paso los dedos por los labios para notar el olor todavía reciente de tus manos, busco entre las páginas de un libro las fotos que he traído conmigo y las miro despacio mientras tiemblan los motores y el avión casi vacío va ganando velocidad sobre la pista y emprende el despegue, en la tarde soleada y transparente de invierno va quedándose abajo y muy atrás la extensión inclinada de las pequeñas casas con jardines de Queens, veo a lo lejos el perfil de Manhattan en un brumoso contraluz de azules y reflejos metálicos sobre las aguas inmóviles de la bahía y pienso que ahora mismo tú vuelves a la ciudad y te acuerdas de mí y sigues existiendo en algún punto preciso en medio de esas multitudes que pululan por los vestíbulos de los rascacielos y las estaciones y de las riadas de coches que cruzan bajo las armazones metálicas de los puentes y entran en los túneles y corren hacia el sur por la autopista de la orilla del East River, tal vez estás viendo tu cara en el espejo del taxi tan nítidamente como yo la veo en una foto, o imaginas la mía, o te acuerdas de tu hijo, impaciente por encontrarte con él, te mueves a toda velocidad a cinco mil metros por debajo de mí y a no sé cuántos kilómetros de una distancia que sigue creciendo devoradoramente a cada minuto, sin que yo perciba la menor sensación de movimiento, recostado en la butaca angosta del avión, fumando con alivio el primer cigarrillo, mirándote sonreír en un banco de Central Park, ante un paisaje de árboles recién verdecidos tras los que se distinguen apenas, contra un cielo blanco y neblinoso, las siluetas azuladas de los edificios. La claridad del sol te vuelve rojo el pelo, que es castaño y casi negro en la penumbra, y la sonrisa se mantiene indomable y descarada sobre los ángulos firmes del mentón, pero guardo la foto, no quiero que se me gaste de mirarla, igual que se gasta el influjo de una canción si uno la escucha demasiadas veces, me da celos preguntarme quién te la hizo, a quién le sonreías esa mañana en Central Park, dónde estaba yo justo en ese momento, el año pasado, en abril, cualquiera sabe, no me acuerdo de nada, y tampoco me importa, dónde estás tú ahora mismo, cuando el avión casi vacío e inmenso vuela sobre la oscuridad del Atlántico y yo repaso fotografías en blanco y negro de mi infancia y de la juventud de mis padres y trato de recordar lo que hacíamos anoche a estas horas, la última noche, la congoja invencible de la despedida y el tiempo remansado hasta entonces que se volcaba sin remedio hacia la pendiente del adiós, los minutos largos de silencio, la irrealidad súbita de todo y la enconada vehemencia de estar haciendo las cosas por última vez, imposible resignarse a dormir y malbaratar en el sueño las últimas horas, la obstinación en el deseo, no sostenido ya por el instinto sino por la pura contumacia de la voluntad, la ficción de preparar el desayuno igual que todas las mañanas y de comentar los belicosos titulares del periódico como si nada sucediera, como si nada estuviera a punto de ocurrirnos. De nuevo estaba nervioso, en poco más de una semana se me ha olvidado mi habilidad para marcharme y mi vocación inexistente de nómada, se me ponía un nudo en la garganta al descolgar mi ropa de tu armario, me castigaban otra vez todos mis temores de viajero neurótico, todo perdido, como de costumbre, el pasaporte, las tarjetas de crédito, el billete de avión, es como perseguir a pequeños animales que se esconden debajo de los muebles y que vuelven a escaparse cuando uno ya los creía seguros en la jaula, el dinero en efectivo, los cheques de viaje, y tú mirándome tranquila y seria mientras bebías un café y repasabas el periódico, o apareciendo sonriente con mi pasaporte en la mano cuando ya lo daba yo por perdido.
Me serena tu calma, me alivia de la prisa y de la desesperación, como si establecieras alrededor de tu presencia un espacio cálido de ironía y quietud que a mí también me circunda y en el que permanezco aunque esté ahora tan lejos de ti, adormilado en la cabina a oscuras del avión, tendido sobre una fila de asientos y cobijado en una manta, viendo pasar ante mis ojos como sombras proyectadas en una pared todas las caras que hemos visto en el archivo de Ramiro Retratista, vislumbrando lugares de Mágina que ya no sé ni dónde están, habitaciones de techos altos con vigas en las que he dormido de niño, alacenas y bodegas donde huele a aceite y a humedad, callejones en los que resuenan de noche los pasos de alguien, vuelvo casi a la realidad como un buceador que de un talonazo sube hacia aguas menos oscuras y profundas y emerjo al pasado más próximo, a Nueva York y a tu casa, excitado por recuerdos que se hacen más vívidos al convertirse en ráfagas de sueños, cierro los ojos y estoy sentado en el filo de tu cama y te veo desnuda y arrodillada entre mis piernas y hundo mis dedos en el nacimiento espeso de tu pelo, alzas la cara y me sonríes con los labios mojados antes de inclinarte otra vez, te tiendes de espaldas y separas los muslos y entro en ti muy despacio o en un relámpago que nos traspasa a los dos y nos deja luego sobrecogidos e inmóviles, sin que me diera cuenta una de mis manos imita a las tuyas o es guiada por ti y se introduce con delicada cautela bajo la camisa y el cinturón, me despierto del todo, han encendido las luces, una voz desagradable y nasal anuncia para casi nadie que faltan dos horas de vuelo y que nos van a servir el desayuno, pero qué desayuno, pienso con esa rabia que me entra cuando no me dejan dormir, si hace un rato era medianoche, de pronto la hora de mi reloj ya no sirve y son las seis de la mañana, no sólo no estoy en el mismo continente que tú sino que además me obligan a vivir seis horas más tarde y dan la luz para inducirme a comer igual que a una gallina en una granja modelo. Definitivamente he vuelto, he despertado a un absurdo amanecer hostil de claridades fluorescentes y malas caras de sueño, mujeres despeinadas y gordas que van en dirección al lavabo con sus bolsas de aseo y se apoyan medio dormidas todavía en los respaldos de los asientos, hombres sin afeitar que bostezan, igual que yo, degradados por la noche en blanco y el viaje, desconcertados por la luz del alba que surge cuando se levantan las persianas de plástico de las ventanillas, con esa familiaridad huraña de los vuelos nocturnos que se acentúa porque somos muy pocos en un avión tan grande y compartimos la modesta audacia de viajar a Europa en tiempos de guerra. Qué aturdimiento, qué pocas ganas de llegar y de ser atrapado de nuevo por los horarios y las obligaciones, en la evidencia unánime del horror estampado en la tinta reciente de los periódicos y escupido en todos los idiomas por todas las emisoras de radio y todos los noticiarios de la televisión, me duele la cabeza por culpa del tabaco y del valium y tengo un gusto amargo en la boca, me miro en el espejo del lavabo tambaleándome por las sacudidas de la cola del avión y me parece que ya no soy el mismo que ha estado contigo, que vuelvo a ser el que volaba hacia América quince días atrás, pero no me rindo, no quiero, no puedo dejarme llevar por el abatimiento de todos los viajes, me lavo la cara y los dientes y me afeito como si al salir de esta cápsula vibrante de aluminio y de plástico fuera a encontrarme contigo, me revive el olor del jabón en mis manos y el de la colonia en mi cara, me peino para ti, desde ahora he de cuidar el amor con toda la sagacidad de mi inteligencia y toda la energía de mi voluntad, como un fuego sagrado que puede apagarse si no velo junto a él, he de defender el amor y su entusiasmo y su orgullo no contra la distancia y la desmemoria, sino contra mí mismo, contra mi desaliento, contra la debilidad de mi coraje y el veneno de mi desarraigo y de mi dispersión, contra mi formidable estupidez de tantos años y la inercia de tantos amores tan predeciblemente fracasados. Era mentira todo, yo estaba intoxicado, no quiero vivir solo ni ser un apátrida, no quiero cumplir cuarenta años buscando mujeres por los bares últimos de la noche o quedándome dormido frente a la televisión, puede que te pierda o que no vuelva a verte, o que el avión se incendie dentro de quince minutos sobre las pistas del aeropuerto de Bruselas, pero me da igual, Dog, Elohim, Brausen, apiádate de mí, si he de morir quiero morirme vivo y no muerto de antemano, de algo ha de servirme haber cumplido junto a ti treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores, no estoy solo, ahora lo sé, ni estamos solos tú y yo cuando nos entregamos tan codiciosamente que el mundo exterior queda abolido, no soy una sombra que pueda perderse entre los miles de millones de sombras y caras hacinadas o dispersas que transitan en este mismo momento debajo del océano de niebla blanca donde se ha sumergido el morro del avión, miro tu foto antes de guardarla en la bolsa, compruebo neuróticamente que no me dejo nada y que los indicadores me autorizan a desprenderme del cinturón de seguridad, camino por los pasillos del aeropuerto escuchando en el walkman las canciones que tú has grabado para mí, las que nos gustaban a los dos sin que yo lo supiera, las que yo no habría conocido si no llegas a descubrírmelas tú, no hay viajeros en las salas de espera, sólo extensiones de linoleum vacío, paneles iluminados de anuncios, soldados y policías armados que nos vigilan uno a uno apoyando los codos en las metralletas, parece que la guerra no es nada más que eso, una vigilancia omnipresente y fría y una extraña dilatación del espacio y del tiempo, estudian con mucho cuidado los pasaportes, esperan armados en las esquinas más distantes de los pasillos, apartan a un lado a un grupo de viajeros que parecen árabes, las letras tabletean como fichas de dominó en los paneles de horarios y no hay casi nadie que aguarde la salida o la llegada de un vuelo, como desbaratados por el viento cambian en unos segundos los nombres de las ciudades, Karachi se convierte en Los Ángeles, Madrid en Delhi y Rabat en Moscú, un punto rojo parpadea al lado del anuncio de una salida inmediata hacia Nueva York, me quedo siempre hechizado mirando esos paneles, como si viajara visualmente a todas las ciudades a través de sus nombres, como cuando era niño y movía la aguja del sintonizador de la radio a lo largo de la banda iluminada, Andorra, Bucarest, Belgrado, Atenas, Estambul, las voces extranjeras y las rachas de músicas perdiéndose entre pitidos y estrépitos como los oleajes del mar que se escuchaban en las caracolas, las voces que hablan por teléfono desde los extremos del mundo y dejan mensajes de náufragos en los contestadores, pobre Donald Fernández, Manuel, soy yo, te llamo desde un hotel de Nairobi, Allison, soy el fantasma del hotel Mindanao, estoy en Nueva York, acabo de llegar a mi apartamento de Bruselas, he abierto la puerta después de buscar angustiosamente las llaves en todos mis bolsillos y se me ha caído el alma a los pies, justo al lado de la maleta y de la bolsa, en el vestíbulo ruin donde me recibe como un perro insoportable y leal el olor a polvo, a cocina sucia y a casa cerrada, he recogido del buzón un puñado de cartas de bancos y de folletos de publicidad, he descubierto como un arqueólogo que pasea su linterna por una cripta lamentable el desorden congelado que dejé aquí hace quince días y en el que ahora encuentro señales de la vida de otro, yo mismo, mi antepasado más reciente, el gandul solitario y más bien autista que no se molestó en retirar una lata vacía de cerveza ni en limpiar el cenicero ni el tazón de su último desayuno, que ahora tiene un fondo endurecido de color terroso, mira que eres desastre, pensarías, el suplemento dominical de un periódico tirado junto a la cama deshecha, un vaso largo y opaco con un residuo amarillento de whisky, olor a leche agria y a goma en el frigorífico, un tubo de dentífrico que se quedó abierto y se ha derramado sobre la loza del lavabo, la negligencia un poco turbia de alguien que vive solo y no recibe visitas, el frío húmedo y desapacible de las habitaciones en la mañana prematura, inhóspita, nublada, la primera mañana inhabitable del regreso, dan ganas de cerrar de un portazo y sin llevarse nada y de tirar las llaves en la alcantarilla más próxima, de marcar tu número de Nueva York y despertarte a las dos de la madrugada pidiendo auxilio, me echo rendido y nervioso en el sofá apartando hojas de periódicos del mes pasado y me quedo mirando la llovizna y el cielo bajo y gris, suena el teléfono y me da un salto el estómago maltratado por comidas de avión y cafés de aeropuerto, serás tú quien me llama, pero antes de que mi mano se alargue hasta el auricular se activa el mecanismo del contestador automático, me reclaman para un trabajo urgente, oigo hablar a la directora de la agencia conteniendo la respiración y sin moverme, como si estuviera escondido, parece furiosa, me exige que dé señales de vida o que le comunique la dirección del monasterio a donde me he retirado, me llama encanto, lo cual quiere decir que le apetece estrangularme, qué alivio, ha colgado, me armo de valentía y devuelvo al principio la cinta del contestador, dispuesto a oír un catálogo de mensajes amenazantes y avisos de desastres que se habrán cumplido en mi ausencia, voces en inglés, en francés, en alemán, en español, gente usual hasta hace muy poco que se me ha vuelto desconocida o remota, la directora de la agencia deslizándose desde la simpatía rutinaria a la desconfianza y luego a la ira, una mujer alemana que me invita a una copa y de la que ni siquiera me acuerdo, alguien que me propone la firma de un manifiesto en cinco lenguas en favor de la paz, a estas alturas, me decido enérgicamente a deshacer el equipaje, aunque lo único que hago es poner tu foto delante de los libros, al menos tú permaneces inalterable en ella, sonriendo en Central Park como en un banco del paraíso, con un pantalón vaquero y una camisa roja y escotada, sonriéndome a mí y no a quienquiera que disparase la cámara.
Continúan sonando las voces en el contestador pero ya no les hago caso, por mí como si se declara el diluvio universal, muera Sansón con todos los filisteos, empiezo a sacar la ropa de la maleta y huelo en una camisa tu perfume, te la ponías algunas veces al levantarte de la cama, sin abrocharte más que uno o dos botones, te descubría por abajo el vértice del pubis y cuando te inclinabas para recoger algo se te abría sobre los pechos, otra palabra despreciable, sobre las tetas blancas y grávidas como esos racimos de los que habla el Cantar de los Cantares, tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos, parece mentira que eso me haya ocurrido a mí, yo recostado en la almohada y tú leyéndome la Biblia protestante que don Mercurio le dejó en herencia a Ramiro Retratista y Ramiro a tu padre y él a ti, a nosotros dos, sin saberlo, tú desnuda y recta delante de mí y yo celebrándote con las hermosas e impúdicas palabras españolas que nos legó un fraile hereje del siglo XVI y que sin duda escucharía la mujer emparedada en la Casa de las Torres, cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe, los cercos de tus muslos son como ajorcas, tu ombligo como una taza redonda que no le falta bebida, tu vientre montón de trigo cercado de lirios, tus dos tetas como dos cabritos mellizos de gamo, y ahora este destierro, esta vuelta sin misericordia a lo peor de mi vida, a las palabras neutras y a los días estériles, hace diez horas que no te veo y ya me resulta físicamente imposible tolerar tu ausencia, las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán, eso me leíste, pero tengo miedo, estás al otro lado de las muchas aguas del Atlántico y de las seis horas con que nos separan los relojes, busco tu olor en mi ropa y en mi piel y ya casi no lo percibo, voy a llamarte, voy a marcar tu número de teléfono y un cable sumergido bajo el mar o tal vez un satélite en órbita sobre la Tierra me concederán el privilegio instantáneo de oír tu voz, si estás dormida te despertaré, y si te ha desvelado la extrañeza de acostarte sola te hablaré al oído como cuando me pedías que no me callara. Me siento al lado del teléfono, todavía no se ha detenido la cinta del contestador y ahora suena una voz española, muy familiar, con acento de Mágina, tardo unos segundos en reconocer la voz de mi madre, dubitativa, temerosa, porque los teléfonos y los contestadores la asustan, he perdido las primeras palabras del mensaje, paro la cinta y la hago retroceder, el corazón me late más aprisa, vuelvo al principio, hay un silencio y luego una señal, empieza a hablarme en un tono muy raro, como desde muy lejos, dice mi nombre, se interrumpe, respira, en torno a mí todo se queda suspendido mientras oigo el roce de la cinta y el ruido leve del motor, conozco en seguida esta forma del miedo, la más antigua y la más pura, me dice, no sé cuándo, cuántos días atrás, que mi abuela Leonor se puso muy mala ayer, que la llevaron al Clínico, que acaba de morir y la entierran esta tarde, me han buscado y no saben dónde estoy.
Sólo ahora te entiendo , hasta ahora la muerte no había entrado en mi vida, no se había cebado en nadie a quien yo quisiera, era una cosa habitual y abstracta que ocurría siempre muy lejos de mí, en los márgenes más imprecisos de la realidad, incluso cuando estuve a punto de matarme aquella noche de noviembre en la carretera, me quedé frío, sin sentir nada, y cuando me acordaba más tarde tenía una sensación de inconsistencia, o de aislamiento, no este horror de haber perdido irremediablemente algo y de saberlo mucho después, de establecer maniáticamente el día y la hora y querer acordarme de lo que yo hacía y pensaba en ese instante en que ella se volvía hacia la pared, encogía las piernas bajo la colcha blanca de la Seguridad Social y se abrazaba a la almohada como disponiéndose a dormir. Mi madre estaba a su lado y tardó un poco en darse cuenta, me ha dicho que notó una breve sacudida, como un escalofrío, como el sobresalto de la entrada en el sueño, nada más, ni un espasmo, ni siquiera un gemido, tenía el corazón muy débil, dijeron los médicos, gastado después de ochenta y siete años de latir, y al final ya se movía muy despacio, rozando las paredes con sigilo de ciega, humillada en su dignidad tan lúcida por el asedio miserable de la vejez, le dio un mareo cuando se levantó de la mesa después de comer y el médico que fue a verla ordenó que la llevaran inmediatamente al hospital, pero no estaba asustada o no lo parecía, bajó por última vez las escaleras tomada del brazo de mi madre y lo miraba todo como despidiéndose, vestida con la misma ropa de luto que se ponía para asistir a los funerales y a las bodas, lenta y desvalida, pero no decrépita, con un resto de su antigua hermosura en la perfección inalterada de los pómulos y la barbilla y en la calidad de la piel, tan blanca y lisa todavía en los brazos, con un lustre amarillento de marfil gastado en las manos sensitivas y fuertes que me acariciaron largamente la cara la última vez que la vi, cuando me despedía de ella y pensaba sin verdadera convicción en la posibilidad de no verla nunca más: por qué te vas tan pronto, si hace nada que viniste, ya no quieres cuentas con nosotros, seguro que no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera Pulgarcitos, le gustaba que me sentara a su lado en el sofá y me cogía las manos como para calentármelas, mira que eres callado, me decía, en eso sí que no le has salido a tu abuelo, y ahora fíjate, con lo que hablaba, y lo único que hace es dormir, y encima se lamenta de que no pega ojo. Lo pellizcaba bajo las faldillas, pero Manuel, despiértate, es que no piensas ni despedirte de tu nieto, se empeñó en levantarse y en salir a la puerta y al marcharme en un taxi la vi parada en el rincón de la plaza de San Lorenzo, con su pelo blanco y un poco despeinado, una rebeca negra sobre los hombros, las manos juntas en el regazo y las piernas lentas e hinchadas, sonriéndome aunque casi no me veía, tenía un ojo nublado por una catarata y no quería operarse porque le daba miedo que la dejaran ciega del todo, qué lastima, decía, para qué nos dejará Dios llegar vivos a esta edad, el taxi dobló la esquina de la Casa de las Torres y por la ventanilla trasera los vi agrupados ante la puerta como si posaran para una fotografía cruel, ella y mi abuelo Manuel apoyándose el uno en el otro y mis padres también envejecidos, varados los cuatro en el rincón de la plaza, en la otra orilla de un tiempo clausurado muchos años atrás del que yo estaba desertando de nuevo.
En el hospital preguntó varias veces por mí y mi madre le dijo que me habían avisado y que llegaría muy pronto a Mágina, pero ella no se lo creyó, nadie fue nunca lo bastante mentiroso o sagaz para engañarla, jamás dio crédito a ninguna de las palabras retumbantes que tanto le gustaban a mi abuelo Manuel ni hizo el menor caso de las fábulas chismosas que se contaban las vecinas en los lavaderos públicos o en las colas de la fuente. Se acordaba todos los días de la bondad silenciosa de su padre, de un hijo que se le murió con diez meses de unas fiebres, de la noche de lluvia en que corrió entre los camiones llenos de presos y con los faros encendidos que se alineaban trepidando junto a los muros de una cárcel buscando a mi abuelo Manuel, y de otra noche, la primera de la guerra, estaban en la plaza del General Orduña viendo pasar los camiones con soldados que se dirigían al ayuntamiento y mi madre, que tenía seis años, se desprendió de su mano y se le perdió entre la multitud. Usaba su inteligencia y su ironía como armas secretas para defenderse de la sinrazón y el embuste y le bastaba siempre mirarme a los ojos para saber si yo le decía la verdad y para adivinarme el pensamiento: aun ahora, cada vez que digo una mentira me parece que oigo su voz avisándome de que se pilla a un embustero antes que a un cojo. Reservaba íntegras su indignación y su credulidad sentimental para las novelas de la radio y más tarde para los culebrones sudamericanos de la televisión, los malvados la sacaban de quicio, sobre todo los malvados con bigote, o los que tenían un lunar o se aplastaban el pelo hacia atrás con fijador, míralo, decía, que parece que le ha lamido el pelo una vaca, se revolvía nerviosa en el sofá, porque escuchaba las voces pero casi no distinguía las imágenes, se enfurecía, los llamaba canallas y traidores, y mi madre apenas lograba tranquilizarla diciéndole que todo era mentira, que la pobre chica inocente no estaba embarazada de verdad o que el cajero injustamente acusado de desfalco no iría a la cárcel y que la sangre de los asesinados era falsa, pero no había modo de que se convenciera, y ella, que nunca se fió de las evidencias de la realidad, no podía entender que lo que aparecía en la televisión fuese mentira unas veces y otras no. Inventaba comparaciones que eran retratos fulgurantes, ése tiene ojos de flor de haba, decía, o cara de mulo blanco o de Juan veintitrés, la boca descolgada como una puerta vieja, o tan grande como el desgarrón de una manta, y cuando me enfadaba me reprendía burlándose de mí, no pongas esa cara, que se te puede atar el hocico con una soga. Miro ahora sus fotos, las que se extraviaron en mi casa cuando yo era niño y he recobrado por mediación tuya y del azar en el baúl de Ramiro Retratista, he llamado a la agencia, he solicitado un permiso de quince días alegando una enfermedad imaginaria y no me ha importado el riesgo de perder el trabajo, siento con una tranquilidad desconocida que no puedo perder nada, que no tengo ni necesito nada, me acuerdo serenamente de ti en el avión donde vuelo hacia España y dejo a un lado tu foto de Central Park para mirar las caras que tuvo mi abuela Leonor en dos instantes que resumen su vida, el día que se casó, severa y joven, menos alta que mi abuelo Manuel pero desafiadora en su belleza, con el pelo corto, las facciones anchas y una diadema sobre la frente, en una fotografía que aún lleva la rúbrica de don Otto Zenner, y luego a los cuarenta y tantos años, ya vestida para siempre de luto y con el pelo recogido en un moño, rodeada de sus hijos, con las cabezas rapadas, rodillas torcidas y huesudas y pantalones cortos, de pie en la puerta de la casa de San Lorenzo, al lado de su padre, mi bisabuelo Pedro, que está sentado en el escalón y tal vez sabe que van a hacerle una foto y simula que se deja engañar.
Cruzo Madrid sin verlo, es una tarde soleada y fría de finales de enero y yo me dejo llevar del aeropuerto a la estación tan livianamente como si no pesara, como si no existiera este momento, oigo en la radio noticias sobre la guerra y me deshago de los periódicos apenas hojeados con la sensación de que nada de esto va conmigo, ni la ciudad que se despliega ante mí ni los avisos ni los motores de los trenes, ni las hirientes voces españolas que hablan a mi alrededor mientras espero mi turno para comprar un billete, qué acento, pienso siempre que vuelvo, qué dureza campechana y brutal, mis pies no arraigan en ninguna parte, no siento debajo de sus plantas la solidez del mundo, todo es fugaz y retrocede al otro lado de una ventanilla, con una rapidez de mareo ilusorio, como se deslizan los puntos de destino y los horarios de los trenes a lo largo de los indicadores electrónicos, miro el reloj, calculo que todavía tengo tiempo, compro cigarrillos, bebo un café y como un sandwich junto a la barra de la cafetería, pago inmediatamente, por supuesto, no vaya a ser que tenga que salir corriendo, sólo fumo hasta la mitad los cigarrillos, no termino el café y me dejo el sandwich casi entero, actos inacabados, decisiones que no llego a cumplir, veo un teléfono público que funciona con tarjetas de crédito y se me ocurre llamarte, ahora son en Nueva York las once de la mañana, tu vida transcurre ya en una dirección del todo ajena a la mía: anoche -o lo que es anoche para ti- fuiste a buscar a tu hijo, y mientras yo volaba hace dos horas de Bruselas a Madrid lo llevarías de la mano a la parada del autobús escolar, y ahora has vuelto a casa para terminar a toda prisa una traducción que debiste haber entregado hace días, te has sentado a la máquina, te has sujetado el pelo hacia lo alto con una cinta elástica para que no se te caiga sobre la cara mientras escribes con esa terminante rapidez que ocultas tan cuidadosamente detrás de tu aire de pereza, es imposible que te acuerdes de mí, y aunque te acuerdes el ahora mismo nos separa en dos reinos herméticos porque no sabes dónde estoy, no puedo soportarlo, me decido a llamarte aunque sólo sea para escuchar tu voz en el contestador automático y suena el aviso de la partida de mi tren, no queda tiempo, cuando estaba contigo los minutos y las horas se dilataban en una dócil lentitud no enturbiada por la angustia, y ahora huyen, se me deshacen, me arrastran como sobre una balsa a punto de romperse, subo al Talgo y me echo de costado en el asiento, mirando hacia el cristal, viendo mi cara reflejada cuando pasamos un túnel, aletargado por los golpes suaves y metódicos de las ruedas sobre los raíles, me acuerdo con una nitidez absoluta de la voz y de las facciones de mi abuela Leonor, como si me auscultara busco dentro de mí el sufrimiento por su muerte y no llego plenamente a sentirlo, tal vez porque desde hace años y sin darme cuenta no pensaba en ella como en una persona real, era una sombra de mi infancia, una figura invariable que yo encontraba siempre en el mismo lugar, con una bata negra y las manos cruzadas sobre las faldillas del brasero, adormilada o mirando la televisión, detenida en una eterna vejez, como si hubiera sido siempre así y vivido en su esquina del sofá igual que la estatua del general Orduña en el centro de la plaza del Reloj y nunca hubiera tenido juventud ni sentimientos ni deseos parecidos a los míos.
Sólo ahora puedo entenderte, veo tus ojos brillantes de lágrimas cuando me estabas hablando de los últimos días de tu padre y te quedabas callada y tragabas saliva y luego movías la cabeza y te limpiabas la nariz con un pañuelo de papel, sólo ahora entiendo lo que me dijiste, que el llanto no era un signo de dolor, sino de reconciliación y consuelo, lo noto subir desde el pecho y la garganta y llegar a los ojos, en oleadas cada vez más intensas, disimulo y me limpio las lágrimas para enseñarle mi billete al revisor, pero no quiero que nada me distraiga ni me aparte de ella ahora que me ha anegado por fin la certidumbre no sólo de su presencia y de su muerte, sino también de toda mi gratitud y desamparo, imagino que tú viajas a mi lado y que me acaricias los pómulos con las yemas de tus dedos, que me abandono contigo al impudor del llanto, abro los ojos y es de noche y mi cara tiembla en el cristal, falta muy poco para llegar a Mágina, aún no hace ni veinticuatro horas que me separé de ti y sólo han pasado dos días desde la muerte de mi abuela Leonor, tal vez el frío aún preserva su hermosa cara de la corrupción, está tendida y helada en la oscuridad, con los ojos cerrados y la boca sumida y entreabierta, muevo instintivamente la cabeza y me niego a pensarlo, ya no está en un ataúd ni en ninguna otra parte, sino en la dulzura de la nada y en la lealtad de mi memoria, en los grises y sepias de las fotografías, en las imágenes de un vídeo de bautizo o de boda que haya grabado alguno de mis primos innumerables, recién salida de la peluquería, íntimamente orgullosa todavía de la salud de su pelo y de la perfección de sus manos, cantándole por lo bajo a mi hermana, que se sienta a su lado, alguna de las canciones procaces de los carnavales y los lavaderos de su juventud, aire y más aire, mi marido en la era y yo con un fraile, panza con panza, y el monaguillo en danza. Me veo sonreír en el cristal, me acuerdo de su risa y se me ocurre como un descubrimiento que la anciana torpe y casi ciega en la que se convirtió al final mi abuela Leonor no es exactamente ella, que seguramente conoció igual que tú y yo la urgencia del deseo y la ebriedad de su gloria y su culminación: en la fotografía de su boda ella y mi abuelo Manuel eran más hermosos y más jóvenes que nosotros. Qué vanidad imbécil nos hace sentirnos superiores a los muertos, qué luto nos espera cuando nos vayamos volviendo como ellos, cuando no podamos ver lo que haya delante de nuestros ojos y nos encontremos perdidos en un porvenir al que somos extraños y no acertemos a adelantar un pie sin temor para bajarnos de un tren, cuando la realidad de siempre se nos deshaga en sombras y se nos pueble de fosos y muros imposibles.
Me da en la cara el aire frío y por el altavoz anuncian la salida inmediata del Talgo, que sólo se detiene uno o dos minutos en la estación. Como en ningún otro lugar el aire huele a noche y a invierno, a la noche y al invierno de Mágina, a tierra calma y a leña húmeda de olivo. Me gusta más ese olor porque tú también lo reconocerías si lo percibieras. El tren se aleja entre destellos de luces verdes y rojas al final de los andenes y el eco de los altavoces se pierde en la hondura cóncava de los olivares. Mi padre viene hacia mí desde la claridad del vestíbulo: sonríe ante mi cara de sorpresa, cuando hablé con él desde Madrid no me dijo que iría a la estación a recogerme. Lleva una pelliza con solapas de piel y un jersey de cuello alto que fue mío hace años y que acentúa la juventud de su cara. El pelo blanco y fuerte ha adquirido una consistencia translúcida, ya sólo gris en las sienes. Me abraza con la efusión lacónica y ceremoniosa de siempre, pero esta vez me estrecha un poco más y al separarse de mí nombra a mi abuela y se le humedecen los ojos. Con un ademán indiscutible me quita la bolsa de viaje, que parece menos pesada en su mano, y me dice que me encuentra más delgado: quién sabe cómo vivo, qué comidas me darán en el extranjero. Baja delante de mí las escaleras de la entrada y me espera sonriendo junto a la fila de los taxis. Me doy cuenta de que ha venido a la estación para mostrarme con orgullo su furgoneta nueva, y también que no está seguro de que yo repare en ella, tan indiferente hacia los coches como lo fui de niño hacia los olivos y los animales. Pero no le miento al decirle que me gusta mucho ni simulo una educada atención mientras me explica lo fácil que le resulta conducirla, la capacidad de carga que tiene, lo poderoso que es el motor. Me gusta ver su satisfacción cuando arranca a la primera y gira con suavidad y pericia el volante, lo atentamente que mira un semáforo esperando que cambie al verde, la rápida seguridad con que tuerce a la derecha en la carretera para dirigirse hacia Mágina, cuyas luces se distinguen al fondo, sobre la colina. Conducir lo rejuvenece, tal vez porque aprendió después de los cincuenta años. El interior de la furgoneta huele a hortaliza, a tela húmeda de saco y a aceitunas reventadas. Con el torso rígido e inclinado sobre el volante mi padre vigila la línea blanca de la carretera y me habla de la muerte de mi abuela Leonor. No sufrió nada, debió de ser como quedarse dormida. Fue tanta gente al velatorio que no se cabía en los portales y en las habitaciones de la planta baja. Imagino ese rumor solemne de los entierros que me intrigaba en la infancia, la plaza de San Lorenzo poblada de hombres y mujeres vestidos de oscuro, el gran silencio quebrado por accesos de llanto cuando la puerta se abriera del todo y saliera el ataúd a hombros de mis tíos, la severidad arcaica de las duras facciones congestionadas por los cuellos de las camisas, las ventanas entornadas en el vecindario, el redoble lento de las campanas de Santa María. Y tú tan lejos, me dice, en América, como para venir corriendo. Siempre me pide que le explique cómo es mi vida y mi trabajo y yo apenas sé contestarle, porque las palabras qué tendría que usar no pertenecen del todo a su idioma ni al mundo de indelebles evidencias materiales y convicciones inmóviles donde él creció y del que nunca ha salido. Su aguda inteligencia acepta pero no acaba de creer que en Nueva York siga siendo de día cuando en Mágina ya es de noche o que el avión que tomé esta mañana en Bruselas haya tardado dos horas en llegar a Madrid. Cuando yo era niño me decía que en los confines del horizonte el cielo estaba sostenido por horcones semejantes a los de las chozas de los melonares y que los vientos ábrego y solano soplaban desde el interior de dos cuevas abiertas en las montañas de los extremos de la tierra. Pero tampoco acaba de entenderme a mí y se ha acostumbrado, aunque todavía me reprende como hace veinte años: le extraña que no tenga coche, que no me haya casado, que lleve anárquicamente los documentos y el dinero en los bolsillos, en vez de guardarlos, como él, en una cartera, que no me haya comprado un piso, a pesar del tiempo que llevo trabajando. Yo repito por costumbre, casi con dulzura, las respuestas de siempre, fumo mirando por la ventanilla las hileras negras y fugaces de los olivares, lo oigo decirme que debería quitarme del tabaco, invertir mis ahorros en Mágina, en una buena casa o una finca en el campo, los bancos se chupan el dinero, lo aburren, y al final a uno no le queda nada, habla muy serio y recalcando las frases, aparta un instante los ojos de la carretera para mirarme de soslayo, no termina de fiarse de mi improbable sensatez, a lo mejor no está seguro de no haberse equivocado cuando renunció a los propósitos más ambiciosos de su vida para permitirme que estudiara: aún tendríamos la huerta, habríamos construido una nave con luces fluorescentes, pesebres de aluminio y ordeñadoras eléctricas para las vacas, yo le habría dado dos o tres nietos, manejaría un Land Rover y un tractor, me sentaría frente a él en las noches lluviosas de febrero para ajustar las cuentas de la cosecha de aceituna, no habría salido de Mágina más que en el viaje de novios, no me habría encontrado contigo.
Entramos en la ciudad, que siempre tarda en parecerse a mis recuerdos, hay demasiados edificios altos y escaparates iluminados de tiendas de ropa, de cuartos de baño, de automóviles, los tractores y los Land Rovers cargados de aceituna interrumpen el tráfico, en las aceras del hospital de Santiago y de la calle Nueva se ven grupos de muchachas con medias oscuras y chaquetones invernales, me llega una música idéntica a la que se oía en las emisoras de Nueva York desde un bar con letrero de neón que no existía la última vez que estuve aquí, pasan lentos matrimonios tomados del brazo que ya recorrían la misma calle en la misma actitud cuando yo era un adolescente, hombres de barbilla levantada y pesados abrigos y mujeres teñidas de rubio, con esa coriácea tranquilidad de la clase media de Mágina, parejas con un aire de prematura madurez que empujan cochecitos de niños, los escaparates lo iluminan todo con una intensidad que antes sólo brillaba en las noches de feria y la furgoneta de mi padre avanza muy lentamente, la calle Mesones, la plaza del General Orduña, con la esfera amarilla del reloj en la torre y los pasadizos sombríos de los soportales, donde ya no hay hombres del campo con las manos en los bolsillos y el cigarro en un ángulo de la boca, mirando el cielo en espera del final de la lluvia o de la sequía, sino corros charlatanes de jóvenes que acaban de ingresar en una desconcertante adolescencia ya muy lejana de la mía, más descarada y menos sórdida: no habían nacido cuando yo me marché por primera vez de la ciudad, y ahora compran bolsas de pipas y cigarrillos sueltos en los mismos tenderetes de los soportales y se pasean por las mismas aceras donde nos aburríamos y nos desesperábamos mis amigos y yo en los luctuosos anocheceres de domingo y de los siniestros viernes santos franquistas en los que ni siquiera abrían los cines, aplastados por el tedio y remordidos por cobardías y culpabilidades sexuales, mirando a otras muchachas de juventud tan reciente y labios tan pintados, mujeres tal vez irreconocibles ahora, con maridos e hijos y caderas opulentas, con chaquetones de piel y melenas cardadas.
Siento que vuelvo a Mágina por primera vez porque he llegado desde un lugar donde no estuve nunca. No vuelvo de la huida ni del rencor, sino de ti, no veo la ciudad únicamente a través de mi memoria, sino también de la tuya, y una muchacha con tejanos, cazadora de cuero y pelo largo que parece estar esperando a alguien junto a una cabina de teléfono, en la acera de la comisaría, me hace acordarme de quien tú fuiste entonces, veo luz en el balcón de donde cuelga la bandera y pienso en el subcomisario Florencio Pérez, que juega con su pisapapeles de la basílica de Montserrat y te habla con timidez y afecto la noche en que te detuvieron los sociales, la furgoneta de mi padre enfila el Rastro y luego los jardines de la Cava y la ciudad se va despoblando y se vuelve más oscura, cada vez más parecida a mis recuerdos, el Altozano, la esquina de la calle del Pozo, las puertas cerradas de las casas, la plaza de San Lorenzo, mezquinamente alumbrada por un farol rojizo, a medida que nos acercábamos a ella me iba aproximando a la evidencia de la muerte de mi abuela Leonor, la furgoneta se detiene y mi padre apaga el motor y las luces del salpicadero, me quedo inmóvil un instante, miro la Casa de las Torres, el resplandor del cielo nocturno sobre los tejados, los portales clausurados y las ventanas a oscuras, en ninguna parte como aquí es tan densa la noche ni tan puro el silencio, mi padre abre la puerta trasera de la furgoneta y saca mi bolsa y yo permanezco todavía sentado, aturdido por la fatiga de veinticuatro horas de viajes, inseguro del lugar donde estoy y del tiempo en que vivo, como si recordara este momento o imaginara una noche de mi porvenir y quisiera detener la ficción justo en el preludio de un hecho doloroso, igual que se aprietan los párpados y las mandíbulas para que no prosiga un sueño.
La plaza es mucho más pequeña desde que cortaron los árboles y empezaron a aparcar coches en ella. Ahora el suelo es de cemento y no de tierra apisonada y han desaparecido las aceras con bordillos de piedra. Miro la fachada de mi casa y espero instintivamente oír el sonido metálico del llamador, pero mi padre ha pulsado un timbre, nos quedamos callados y sin mirarnos el uno frente al otro y desde el interior viene una voz que dice, ya va, oigo unos pasos suaves y luego un cerrojo, veo una raya de luz debajo de la puerta y mi madre pregunta quién es con una voz muy joven, nos abre y al principio no me atrevo a abrazarla, ancha, demacrada, con los ojos apagados y enrojecidos tras las gafas, con un jersey y una falda de luto que definitivamente la envejecen, con ese aire de lentitud y estupor de quien acaba de asistir a la muerte de alguien. Observo que mi padre también la besa y que se hablan con una dulzura que yo no conocía o era incapaz de advertir. Las voces suenan de otro modo en el portal de mi casa, sobre todo esta noche, parece que la hubiera agrandado la ausencia de mi abuela Leonor. Extraño las baldosas, la pintura sintética de las paredes, los pequeños cuadros adquiridos al azar en alguna tienda de muebles, pero esos cambios existían desde hace mucho tiempo y yo no los notaba ni era íntimamente injuriado por ellos, se me olvidó el empedrado húmedo del portal y el olor de la cuadra donde ahora está la cocina, miro el cielorraso y me acuerdo por primera vez en no sé cuántos años de los racimos de uvas pasas y de las ristras de embutidos que colgaban de las vigas, pero también es como si sólo ahora advirtiera que mi madre va a cumplir sesenta y un años y que su pelo teñido de negro es blanco en las raíces, que la he visto siempre inalterablemente joven por la única razón de que no me detenía a mirarla. Si supieras cuánto se acordaba de ti, me dice, con la voz quebrada, la pena que le daba no volver a verte. Mi abuelo Manuel está sentado en el sofá, frente al televisor apagado, adormecido y solo con su bata azul marino y su ancha boina negra, entreabre los ojos al oír que ha llegado alguien, me inclino sobre él para darle un beso en cada mejilla y no estoy seguro de que me reconozca. Sus lentas pupilas azules se detienen en mí, dice mi nombre, sonríe muy débilmente con su boca descolgada, hunde de nuevo la cabeza en el pecho pero no cierra los ojos, y su cuerpo vasto y pesado se estremece en un escalofrío, esconde las manos bajo las faldillas, vuelve a mirarme y emite una especie de gemido animal o infantil que suena como una nota demasiado aguda en el jadeo lóbrego de su respiración. Ya casi no puede con su cuerpo, mi madre le dice que se levante del sofá, que es hora de acostarse, y él se encorva y enrojece con los labios apretados por el esfuerzo, asiéndose con las dos manos al borde de la mesa, pero vuelve a hundirse pesadamente en los cojines de eskai y se queda quieto y con una expresión ausente de injuria y abandono, le ofrezco la mano y tiro de él como intentando sacar del agua un fardo de barro, se apoya en el respaldo de un sillón y en la repisa de la chimenea, le doy su bastón, tan delgado en contraste con el volumen de su cuerpo que temo que se rompa cuando descargue su peso encorvado sobre él, mi madre lo toma del brazo y cruzan el comedor y el portal con una interminable lentitud, empiezan a subir una por una las escaleras, oigo luego el roce de sus pasos en las habitaciones de arriba, la caída del cuerpo sobre los muelles de la cama donde hasta hace dos noches durmió mi abuela Leonor, pero antes un ruido de grifos en el que no quiero pensar, ahora estará limpiándolo, me explica mi padre sentado frente a mí, las dos manos grandes, agrietadas y oscuras unidas sobre la mesa, ya no se sabe contener, le da vergüenza pedir que lo lleven al water y que le desabrochen la bragueta o le bajen los pantalones y se lo hace todo encima, tu madre le pone unos pañales como los de los niños, pero grandísimos, imagínate, se los receta el médico. Con la cabeza baja mi padre suspira mirándose las manos enlazadas: sin duda piensa que él tampoco es invulnerable, que tiene sesenta y tres años y se le está acercando insidiosamente la vejez, me cuenta que duerme muy poco, que cada vez le cuesta más levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al mercado, que le duelen mucho la columna vertebral y las articulaciones de las rodillas. Tiene la cara un poco hinchada, las mejillas rojas, los lacrimales irritados por la fatiga y el insomnio. Sólo le faltan dos años para jubilarse. Lo pienso y me niego a aceptarlo, se pone en pie y me pide que lo disculpe porque debe acostarse y me dan ganas de acercarme a él y de besarlo, pero no hago nada, le digo buenas noches y al mirarlo de espaldas sigo viéndolo fuerte y erguido, cansado pero todavía invencible, mucho más joven que cualquier hombre de su edad.
Mi madre me ha preparado la cama en mi habitación de siempre, en el último piso, en cuanto supo que venía dejó encendida en ella una estufa para mitigar el frío de esta casa tan vieja y tan grande. Es una cama alta, con barrotes de hierro que transmiten a las manos toda la honda frialdad de los inviernos antiguos, con dos colchones de lana que ceden bajo el peso de mi cuerpo como si fueran el sueño que me traga, con una piel de oveja extendida a los pies. A pesar de la estufa hace un frío denso, agudo, olvidado, un frío que hiela las baldosas e invita a esconder la cabeza y los hombros y a no sacar las manos del embozo, que vuelve rígidas las sábanas tan limpias de algodón y obliga, en los primeros minutos, a quedarse muy quieto, con las rodillas encogidas y los pies helados, tiritando. En esta habitación adonde nunca suben las visitas no ha cambiado nada en veinte años: las paredes encaladas, las vigas curvándose bajo el peso del tejado, la gran cómoda de asas doradas sobre la que cuelga una foto de los padres de mi abuelo Manuel, un hombre calvo y maduro que tal vez sólo se le parece en la corpulencia y una mujer mucho más joven, con la boca y la barbilla idénticas a las de mi abuelo, con un vestido de bordados negros en el cuello cerrado. Se llamaba igual que mi madre, enviudó cuatro veces y tuvo dieciocho hijos, de los cuales mi abuelo Manuel es el único que vive todavía. Posee el mismo aire absorto de indiferencia y ruda rectitud de una cabeza romana, la misma mezcla de misteriosa proximidad y absoluta lejanía. Apago la luz y me alivia no verla, percibo bajo las sábanas el peso de las mantas y la colcha y la piel de oveja, la hondura del colchón, la lentitud con que van envolviéndome el calor y el sueño, tan cansado como cuando me apartaba de ti al amanecer resbalando sobre la humedad de tu vientre, como cuando tenía catorce o quince años y subía a acostarme en esta misma habitación después de un día interminable de trabajo en el campo y nada más apagar la luz me quedaba dormido. Entonces imaginaba lo que ahora recuerdo: en la oscuridad, en la quietud y la tibieza, un cuerpo blanco y caliente de mujer, hecho con la materia dúctil del deseo y del sueño, se cobijaba a mi lado, conducía sabia o desesperadamente la mano solitaria que rozaba mis ingles, tenía el pelo, los labios, la cara y los muslos que yo había decidido, aprendía conmigo las sagacidades y enigmas de aquel arte inconfesado, las secretas efusiones de un placer que dejaba luego en las sábanas un rastro amarillo de culpa. Ahora eres tú esa mujer que deseo e invento mientras derivo a una dulce inconsciencia, y el cuerpo futuro que imagino tan detalladamente como entonces me concede los atributos, los dones, las suavidades y olores que esperé tantos años y que no se habrían cumplido si no llego a encontrarte.
Nunca paro de hablarte , te voy contando las cosas a medida que las veo o que me suceden, te escribo en silencio una larga carta instantánea que fluye y se desvanece como las palabras dichas en voz alta y las que sólo se pronuncian en la imaginación. Mi pensamiento es ahora el hábito de conversar contigo. He llamado a tu casa, he marcado el número de la conexión internacional y se escuchaba en el teléfono un rumor como el de la distancia del océano, al oír tu voz en el contestador me he acordado de cuando creía que eras rubia, que tu nombre era Allison y que no te vería nunca más. He dicho que estoy en Mágina y he dejado en la cinta el número del teléfono de mis padres, y al colgar he advertido que el corazón me latía muy rápido, como cuando me costaba horas decidirme a llamar a Marina y al final no obtenía más fruto de mi tortuoso heroísmo que una educada negativa.
La muerte en paz de mi abuela Leonor ha dejado en la casa un fatigado abatimiento de resignación y vacío y una penumbra como la de esas capillas iluminadas por mariposas de aceite donde casi nadie se detiene a rezar. Arde el fuego en la chimenea, mi abuelo dormita con las manos bajo las faldillas del brasero o mira la pared con una expresión inescrutable, y algunas veces, cuando más fijas tiene las pupilas, se le ponen vidriosas y le rueda sobre la mejilla una lágrima que él tarda en limpiar con el dorso áspero de la mano. Hablamos en voz baja y nos sobresalta a todos el timbre de la puerta o el del teléfono, no se encienden la televisión ni la radio, por el luto, a la caída de la tarde mi madre y mi tía, vestidas de negro, rezan el rosario y concluyen cada misterio con una letanía en memoria de mi abuela Leonor: Virgen del Consuelo, envuélvela en tu manto y llévala al cielo. Para no hacer ruido yo me muevo por la casa con la cautela de una sombra, mi antigua sombra agraviada con la que no he vuelto a tratar desde que sólo hablo imaginariamente contigo, me quedo horas sentado frente al fuego, hipnotizado por los amarillos, los púrpuras y los azules de las llamas, mirando hervir los globos de resina en los cortes todavía fragantes de la madera de olivo, oliendo luego sin disgusto el humo en mi ropa. Olor de humo, olor de pobres, decía mi abuela. De vez en cuando viene una visita a dar el pésame y se repiten las caras de aflicción, los suspiros, las lágrimas, las palabras rituales de añoranza y aliento, mujeres de manos gruesas y romas que sostienen anticuados bolsos negros en el regazo y han acabado adquiriendo una rutinaria familiaridad con las condolencias y los funerales, que tal vez son, en sus vidas encerradas, iguales a la de mi madre, las únicas ocasiones de actividad social. Era tan buena, se mantuvo tan bien de la cabeza hasta el final que se dio cuenta de todo, le falló el corazón, Dios se la ha llevado. Mujeres de oscuro sentadas con mi madre alrededor de la mesa, parientas lejanas a las que yo había olvidado y dicen acordarse de cuando era chico, palabras idénticas a las que yo oía sin comprender hace treinta años: los conciliábulos de los mayores, sus costumbres enigmáticas espiadas desde un ángulo inadvertido de la realidad por la atención infantil, en la que había algo de presencia invisible. En otro tiempo, cuando este comedor era una vasta cocina, los hombres se reunían en las mañanas de temporal alrededor del fuego y asaban en las ascuas lonchas de tocino y orejas de cerdo, y mi abuelo Manuel, el jefe de la cuadrilla que por culpa de la lluvia no iría ese día a la aceituna, era el más alto de todos y tenía la voz más sonora que nadie, se hacía a su alrededor el silencio y no se oía más que el rumor del viento y de la lluvia en la chimenea y el crepitar del fuego cuando empezaba a contar el sacrificio heroico de un batallón entero de guardias de asalto que sucumbieron ante las ametralladoras enemigas en un lugar próximo a Madrid que se llamaba la cuesta de las Perdices o las palabras que le dijo el comandante Galaz al alcalde después de cuadrarse ante él en la escalinata del ayuntamiento: «La guarnición de Mágina permanece y permanecerá leal a la República.»
Pero me oprime el silencio, tan despoblado ahora de voces como una hoja en blanco de la que se han borrado las palabras que parecían indeleblemente escritas en ella, venzo el miedo a la posibilidad de que tú me llames y no esté y salgo a la calle, a la plaza vacía en la que ya no vive casi nadie, tan desolada en el gris de las mañanas de invierno desde que cortaron los árboles. Subo por la calle del Pozo y algunas vecinas asomadas a las puertas me reconocen y me dan el pésame, recorro los miradores desde los jardines de la Cava hasta el ábside del Salvador y distingo los verdes brillantes y los azules suaves y los grises de niebla del valle del Guadalquivir, la alta silueta de la Sierra de Mágina, borrosa tras la lluvia, los caminos blancos que descienden entre las huertas, hacia los olivares y el río, las columnas de humo. En los jardines de la Cava, alrededor de la estatua del alférez Rojas Navarrete, que mira en línea recta hacia el norte igual que el general Orduña mira al sur, las rosaledas y los macizos de arrayán entre los que se paseaban en las mañanas de domingo de hace veinticinco años las parejas de novios han sido devastados, y al caminar crujen bajo los pies cristales rotos de botellas de cerveza y agujas hipodérmicas machacadas. Cubierta por la hiedra hasta la cruz de su pináculo la espadaña de la iglesia de San Lorenzo sigue manteniéndose imposiblemente en pie, pero el pilar de la muralla, junto a la puerta de Granada, está infestado de botellas y latas y recipientes de plástico, y de los tres caños por donde brotaba siempre un agua transparente y salobre sólo uno no ha sido cegado, y de él mana un hilo muy débil, que se pierde entre el musgo y las ovas. Aquí venían a lavar las mujeres desgreñadas y chillonas del arrabal al que llamaban las casillas de Cotrina, y cuando yo volvía de la huerta me excitaba mirar sus escotes y sus pechos blancos y temblones desde lo alto de la yegua: aquí me contaban que venían a lavar su ropa los moros de Franco después de la guerra, y al atardecer extendían sus mantas sobre el empedrado sucio de estiércol y se arrodillaban para rezarle a gritos a su dios, a la misma hora en que sonaban las campanas de Santa María y el toque de oración en el cuartel. De las casillas de Cotrina no quedan más que escombros, ventanas sin postigos, tejados de cañizo hundidos sobre muebles viejos y testimonios arqueológicos de un simulacro de bienestar que nunca prosperó: la carcasa enorme de un televisor, un barreño de plástico con lunares azules. Ya no hay empedrado, sólo charcos y hondonadas de barro en las que se señalan las huellas de neumáticos de los tractores. En la mañana nublada y húmeda de finales de enero me detengo junto a las últimas esquinas de Mágina, donde se encenderán para nadie turbias bombillas cuando caiga la noche. El camino de los miradores se ciñe a la curva de la muralla y traza en dirección al este un arco desde el que se domina toda la amplitud del valle y de las sierras distantes: sobre los terraplenes y las huertas, Mágina parece edificada en la orilla de un acantilado, en cuyo extremo occidental se yerguen los muros del cuartel, desde donde trae el viento ábrego la estridencia dispersa de una banda de cornetas y tambores.
No tengo la sensación de recordar, sino de ver, la mirada abarca desde aquí los paisajes ondulados y extendidos del tiempo hasta más allá de los perfiles azules que hace veinte años limitaban el porvenir y la forma del mundo. Bajo por los caminos, entre las tapias hundidas de las huertas, y no sé distinguir la felicidad del dolor ni los sentimientos de quien yo soy ahora mismo de los que pertenecían a quien fui en el último invierno de mi vida en Mágina. Tal vez al acordarme de ese muchacho de diecisiete años que es en gran parte un desconocido lo estoy inventando en la misma medida arbitraria en que él me inventaba a mí: pero su imaginación no llegó a tanto, no era capaz de vaticinar nada que le ocurriera después de los treinta años, no se atrevía. Y sin embargo yo soy ahora el forastero en que él deseó convertirse, y me intriga pensar que alguna vez imaginó un regreso parecido a éste y que de algún modo me posee por haberlo previsto, igual que mi bisabuelo Pedro temía que le robaran la figura y el alma si le tomaban una foto. Previo a los diecisiete años, por estos mismos caminos, que cambiaría él, y que cuando volviera todo seguiría inalterado: ahora comprendo que se equivocó. Ya no soy quien fui, y por eso puedo hablar de mí mismo en tercera persona, pero aun siendo otro he cambiado mucho menos, para mi fortuna o mi desgracia, que la realidad exterior. Casi todas las huertas están abandonadas: no fui yo el único de mi generación que renegó de la tierra. Las tapias se han desmoronado y la maleza borra las acequias. En las laderas y en el valle hay un silencio cóncavo, como si las cubriera una campana de cristal, y a través de él viajan sin desvanecerse los sonidos más lejanos y tenues, el del agua en una poza, el del viento en los cañaverales del río, los silbidos de un pájaro o los golpes secos de una vara que sacude las ramas de un olivo. El silencio, como el aire frío y limpio, me afila los sentidos, pero también me abruma y me da miedo, porque no estoy acostumbrado a él. Veo y oigo y huelo de muy lejos, noto bajo mis pisadas la poderosa densidad de la tierra, huelo los tallos dorados que ha corrompido la humedad en los barbechos, la hierba mojada, las hojas empapadas entre los grumos oscuros, las cortezas desnudas de los granados y las higueras, las ovas en las albercas, el calor del estiércol, el vaho de los animales en las cuadras. Veo el color rosado de las raíces de las espinacas, el blanco húmedo y deslumbrante de las coliflores en el interior de las anchas hojas enceradas, el morado del jugo de las aceitunas que manchaba las manos y mezclaba su olor al de la grasa de tocino asada en las hogueras y al de los sacos de yute y las sogas de esparto.
Te hablo de otro mundo en el que los atributos de las cosas eran siempre tan indudables como las formas de los cuerpos geométricos que venían dibujados en las enciclopedias escolares, pero tampoco ignoro que sin la furia de la huida no habría existido esta dulzura del regreso ni que el agradecimiento sólo fue posible después de la traición. A un lado del camino está la huerta de mi padre. Desde lejos todo parecía idéntico: la casilla, el cobertizo de uralita, el álamo a donde ataba tan amorosamente el tío Rafael aquel burro que le mató un rayo. Pero han desaparecido las veredas y las acequias, el tejado de la casilla está hundido, el agua de la alberca no puede verse bajo la espesura de los juncos y las malezas que ahora lo cubren todo. Lo único que reconozco de entonces son las iniciales de mi padre grabadas en una pared de cemento: F. M. V. 1966. Me acuerdo de las iniciales que dejaban los náufragos en la corteza de algún árbol de una isla desierta a donde llega un buque tantos años después que ya no sobrevive nadie. Me acuerdo del tío Pepe, del tío Rafael y el teniente Chamorro cortando lechugas una mañana de diciembre y guardándolas bien apretadas en un saco que yo mantenía abierto con las dos manos rojas de frío. Las manos nudosas, las flacas mejillas y la nariz aguileña del tío Rafael tenían en invierno una tonalidad violácea. El tío Pepe se había confeccionado un impermeable cosiendo sacos de plástico que llevaban estampado el jinete negro de los nitratos de Chile y paseaba orgullosamente bajo la lluvia explicándonos su admiración por aquella materia impenetrable y liviana a la que él llamaba presislás. En la casilla, junto al fuego, cuando llovía tanto que era preciso interrumpir el trabajo, el tío Pepe, partidario entusiasta del progreso, liaba cigarros con una maquinita dotada de un rodillo y de una manivela diminuta y nos decía que alguna vez todas las obligaciones que tanto esfuerzo nos costaban las harían las máquinas: el tío Rafael miraba el aparato de liar cigarrillos como una prueba de que no eran insensatos los vaticinios de su hermano, y el teniente Chamorro, que ya estaba cansado de reprenderlos por el lamentable vicio de fumar, decía serio y escéptico que cuando sólo hubiera máquinas en el mundo aún seguiría habiendo explotadores y explotados. Ahora la casilla tiene una puerta metálica pintada de verde y asegurada con una cadena y un candado, como si dentro quedara algo más que escombros. Un día, durante las vacaciones de Navidad, cuando yo estaba a punto de cumplir once años, esperábamos los cuatro a que mi padre volviera del mercado trayéndonos la comida, y se retrasó tanto que a mí las piernas ya me temblaban de hambre. Mira que si le ha pasado algo, decía el tío Rafael levantando los ojos hacia el camino por donde mi padre no bajaba. El tío Pepe, cuya templanza de carácter nunca fue interferida por ningún contratiempo, ni por el de la guerra, calculaba que se habría distraído tomando unas copas para celebrar las pascuas. Pero oímos que daban las tres de la tarde en el reloj de la torre del Salvador y mi padre no llegaba. Atontado por el hambre yo miraba el camino y notaba crecer dentro de mí el miedo a las desgracias que mis mayores ya me habían inoculado para siempre: mi padre se habría matado, le habría dado un dolor, ya no iba a verlo nunca más. Contaban que en otro tiempo eso le pasó a mucha gente: salían una mañana para trabajar y ya no regresaban, oían golpes a medianoche en la puerta de la calle, bajaban a abrir descalzos y sujetándose los pantalones a la cintura y no les daban ocasión de volver ni para ponerse los zapatos. Asomado a la puerta de la casilla, confundía de lejos a mi padre con cualquier hortelano que bajara por el camino de Mágina. Tal vez era un día muy parecido a éste, nublado y húmedo, con rachas de viento ábrego y olor a hierba reciente y a cortezas empapadas. Desde la esquina de la casilla donde están grabadas en el cemento las iniciales de mi padre (él la reconstruyó, él limpió el cieno y las ovas de la alberca y trazó de nuevo las acequias e hizo construir el cobertizo de uralita que con los años debería convertirse en una gran nave moderna para las vacas) me parece que al fin lo veo en lo más alto del camino, casi me desmayo de alegría y de hambre, ya viene, les digo a los otros, y echo a correr en su busca, subiendo una breve ladera embarrada, pero al acercarme a él noto con alarma y espanto que ha debido ocurrirle algo que no puedo comprender, no está vestido con la ropa del campo, sino con la que usa en la ciudad, sus zapatos negros y las perneras de su pantalón están manchados de barro, no anda erguido, como siempre, ni en línea recta, tropieza, se apoya en mí para no caerse y me habla con una voz muy rara, se le traba la lengua, está muy colorado y tampoco reconozco la mirada de sus ojos, el abrigo se le descuelga de los hombros, el aliento le huele a vino agrio y anís, lleva la boina torcida y una colilla apagada y salivosa en los labios: no lo conozco, me da miedo y todavía no sé que lo que más siento es lástima, me aparto de él, salgo huyendo, tropiezo con el tío Pepe, lo odio porque se ha echado a reír cuando ha visto a mi padre, pero sobrino, hay que ver como vienes, no puedo soportar la congoja en el pecho, corro vereda abajo, me oculto detrás de una higuera y miro hacia la casilla, el tío Pepe sostiene a mi padre, el tío Rafael y el teniente Chamorro lo miran desde la puerta, no puedo aceptar la vergüenza y la lástima, mi padre no puede ser ese hombre que se tambalea y murmura con la lengua pastosa de aguardiente igual que los borrachos que salen a trompicones de las tabernas de Mágina. No quiero verlo, pero no puedo apartar la vista de él y lo sigo mirando a través de las lágrimas, su abrigo gris se le ha caído al suelo y el teniente Chamorro lo recoge sacudiéndole el barro y el estiércol, su abrigo de ir a vender y de asistir a los entierros, mi padre se inclina como si se doblara dolorosamente, ya no tiene puesta la boina, se apoya en el tronco del álamo, me parece que va a desplomarse y quisiera subir corriendo para sostenerlo, pero no se cae, ahora no puedo verle la cara, quiero ir hacia él o cerrar los ojos pero permanezco inmóvil, oculto tras las ramas peladas de la higuera, una materia blanca y amarilla surge a borbotones de su boca abierta, echa los pies hacia atrás para que no le salpique los zapatos, el tío Pepe le pasa un brazo por los hombros y el teniente Chamorro está limpiándole la cara, me llaman y no acudo, bajo a esconderme en lo más hondo de la huerta, ha empezado a llover muy fuerte y oigo que gritan a lo lejos mi nombre, vuelvo a subir resbalando por las veredas encharcadas, tiritando de frío, sale un humo muy blanco de la chimenea de la casilla, el teniente Chamorro me llama desde el cobertizo como a un animal abandonado y huraño y yo no quiero acercarme, ven, me dice, que tu padre ya está mejor, no ha sido nada, comió algo que no le sentó bien, pero por el modo en que me pone una mano en el hombro y me la pasa luego por el pelo mojado comprendo que sabe que no me he creído su mentira, me guía hacia el interior oscuro y cálido y enrarecido de humo, alumbrado por el fuego, mi padre está sentado en una silla de anea, la nuca contra la pared, despeinado, muy pálido, a pesar del brillo rojizo de las llamas, me hace una señal para que me acerque y yo retrocedo con un gesto instintivo, noto detrás de mí al teniente Chamorro que me empuja con suavidad, me arde la cara y se me ha hecho un nudo en la garganta que sólo se me aliviará esa noche cuando me tienda boca abajo en la cama y pase horas llorando. No te preocupes, me dice, ya se me ha pasado, me da un beso y la boca le huele a aguardiente y a tabaco.
Es como si el recuerdo hubiera estado esperándome aquí todos estos años, igual que las iniciales grabadas en el cemento y el paisaje estéril de la huerta en la que ya no queda en pie ni un testimonio del trabajo ni de los sueños de mi padre. Empiezo a subir por el camino en dirección a la ciudad, apresuro el paso, por temor a que me sorprenda la lluvia, me da en la cara el aire frío y me niego a la tentación de volver la cabeza, voy cada vez más aprisa, como cuando subía en las tardes de domingo para lavarme a manotadas, ponerme ropa limpia y salir en busca de mis amigos o de Marina y cruzarme contigo sin reparar en tu existencia. Por la barandilla de piedra de los miradores del Salvador una pareja se asoma a las laderas de las huertas y a los olivares del valle. Aunque no llevaran cámaras fotográficas al hombro se les notaría en seguida que son forasteros. Se me ocurre que seguramente es falso el paisaje que ellos ven, porque no saben en qué medida está modelado por el trabajo y la tenacidad de los hombres: ven grises y ocres tamizados por la niebla y azules marítimos, como si miraran un cuadro, no advierten las pruebas del esfuerzo y de la paciencia ni los signos materiales de la fertilidad. Tras la ventana de una casa de la plaza de Santa María una mujer se me queda mirando y sospecho que me toma por uno de esos forasteros que se hospedan en el parador y hacen fotografías de las iglesias.
Pero es hora ya de volver, tal vez tú estás a punto de llamarme y si me retraso unos minutos no podré hablar contigo. Subo por la plaza de los Caídos, donde han cortado las acacias e instalado unas farolas con globos blancos de plástico, paso por el callejón de Santa Clara, donde está la casa en la que vivió Félix muchos años, salgo a la plaza de San Pedro, de cuya fuente central ya no asciende el chorro de agua que antes se desbordaba en una taza de piedra, en el callejón donde estuvo el cine Principal tengo que arrimarme a la pared para evitar los coches, desde alguna parte me llegan los timbrazos de un teléfono y me da un vuelco el corazón, vas a llamarme, estoy seguro, preguntarás por mí y colgarás justo cuando yo doble la esquina de la plaza de San Lorenzo, me detengo frente a la puerta de mi casa, tardan en abrirme, oigo los pasos suaves de mi madre y su voz que dice, ya va, me acuerdo de que cuando era niño uno decía ave maría purísima al entrar en las casas y desde el interior le contestaban, sin pecado concebida, entonces las puertas sólo se cerraban al oscurecer, anda y cierra ya, me decía mi abuela, no vaya a colarse algún tonto, y yo, con aquella imaginación literal de la infancia, veía a alguno de los tontos de Mágina escondido en la oscuridad del portal, y me preguntaba por qué los tontos tienden a colarse al anochecer en los portales. Me abre mi madre, en seguida descubre el barro en los bajos del pantalón y en mis zapatos y me pregunta dónde he estado, me toca la cara fría, no te has abrigado para salir, caliéntate en la lumbre, así que no has llamado, si lo hubieras hecho ella me lo diría en cuanto me viera, miro con rencor y esperanza el teléfono, entro en el comedor y mi abuelo Manuel permanece en la misma posición en que lo dejé antes de irme, quieto en el sofá, con la boina sobre la frente y los hombros hundidos, indiferente a la luz del día y al paso de las horas, me sonríe al verme, como si despertara de un sueño, y tal vez no me reconoce o me confunde con otro, con alguno de mis tíos, conmigo mismo hace veinte años, mi madre me dice con una solicitud casi angustiosa que me siente al brasero y me eche por encima las faldillas, no vaya a coger un resfriado, me doy cuenta de que apenas sabe cómo tratarme, espía el más leve de mis movimientos para averiguar de antemano cualquier posible deseo, si tengo hambre, si quiero un vaso de leche caliente, si me apetece que avive la lumbre o que remueva la candela del brasero, si me ha gustado la comida, hago ademán de levantarme y me pregunta si me voy, le pido que se siente un rato a mi lado y me habla de las últimas horas de mi abuela Leonor, no sabe vivir sin ella, no se acostumbra a su ausencia, cuando está en la cocina le parece oír su voz en el piso de arriba el roce de sus pasos, me cogió la mano, dice, me la llevaba cogida en la ambulancia y no quería soltarme cuando llegamos al hospital, hija mía, le dijo, un poco antes de volverse hacia la pared, qué pena me da dejarte sola, con lo que yo te quiero. No tenía cara de muerta, dice mi madre con un orgullo melancólico, no se puso morada, ni se le desfiguró la boca, parecía dormida, no sabes cuánto se acordaba de ti, hay que ver, me decía, lo lejos que estará ahora mismo mi nieto, lo que le gusta viajar, con lo cobarde que era de chico, ni se asomaba al escalón de la puerta, hasta para ir a la esquina tenía yo que llevarlo de la mano, lo tardío que fue para hablar, y mira ahora todas las palabras extranjeras que sabe. Mi abuelo Manuel abre muy despacio los ojos sin pestañas, con una pesada lentitud como de animal rugoso y arcaico, tal vez sabe de lo que estamos hablando, tal vez no ha perdido la conciencia ni la memoria y lo que hace es ocultarse, para que nadie descubra su humillada soledad y su vergüenza por no poder valerse, nos mira con la boca abierta y su voz, que fue tan sonora, ahora es poco más que un gemido, dice una o dos palabras, acaso el nombre de mi abuela, se le tuerce el gesto y rompe a llorar con una expresión insoportable, de sufrimiento infantil, a la hora de comer mi madre le ata al cuello un largo paño blanco, porque le tiemblan las manos y lo derrama todo, y entonces parece un voluminoso idiota y yo aparto los ojos de él para que al menos la piedad no lo injurie. No comes nada, dice mi padre, esos extranjeros te han estropeado el estómago, no paras de fumar.
En medio de un silencio de monasterio o de pozo irrumpe el timbre del teléfono y estoy tan ensimismado por la ausencia de voces y la sensación de lejanía que me cuesta un poco recordar la posibilidad de que seas tú quien llama. Es para ti, dice mi padre: no me acordaba de tu voz, se me estaba olvidando el gusto de escucharla, digo tu nombre y me suena extraño, Nadia, lo repito para estar seguro de que alude a ti, Nadia, te oigo tan cerca, con tanta claridad, que en una décima de segundo imagino que no estás en Nueva York, sino aquí mismo, en Mágina, que acabas de llegar a la estación de autobuses y me llamas desde una cabina. Con una mezcla insensata de entusiasmo y de incredulidad te escucho y no puedo creerme que tus palabras se refieran a mí, pero eres tú, sin duda, y aunque no reconociera el metal de tu voz me lo revelarían el acento de Madrid con leves inflexiones sajonas, tu serenidad irónica, tu inmediato descaro, en Nueva York es mediodía y no para de nevar, te imagino sentada junto al teléfono, de espaldas a la ventana, tu melena rojiza extendida a los lados de la cara y posada en los hombros, te pregunto cómo estás vestida, me voy excitando muy sigilosamente, tu voz despierta el deseo aletargado, un pantalón negro y ceñido a los tobillos, una de las camisas que te dejaste olvidadas, tanta urgencia por preparar el equipaje y se te quedó la mitad, estás riéndote de mí, te quedas callada y te imagino seria de pronto porque tienes algo que decirme y has de calcular con exactitud cada palabra, igual que cuando enumeras los detalles precisos de un recuerdo, me desespero al oírte tan cerca y saber que estás al otro lado del mundo, no dices nada, temo que se haya interrumpido la comunicación, sigues ahí, te pregunto, pero no por mucho tiempo, si tú quieres que vaya, eso es lo que me has contestado, aunque no estoy seguro, las palabras suenan con una ligera reverberación, y tú las dices como si te diera un poco de miedo que al pronunciarlas se volvieran enfáticas, como si consultaras mi opinión sobre un asunto indiferente, he pensado que podría aceptar por unos meses un trabajo que me ofrecieron en Madrid, a mi hijo le vendría bien vivir algún tiempo en España, y yo he vuelto a hartarme de Nueva York y de América, a ti qué te parece. La misma timidez nos paraliza a los dos a seis mil kilómetros de distancia, la incertidumbre cobarde de cada uno sobre los sentimientos del otro al cabo de dos días, te digo imitando involuntariamente el tono neutro de tu voz que yo también había pensado instalarme de manera provisional en Madrid, me acuerdo en oleadas de deseo del olor de tu piel, del brillo de tus ojos y el gusto de tu boca, de tus piernas ceñidas por el pantalón negro y de tus pies descalzos, te pido impúdicamente que vengas, no dentro de un mes ni de ocho días sino mañana mismo, ahora, que suene el timbre de la puerta y yo salga a abrir y te encuentre tan a pesar de todas las imposibilidades como cuando alcé los ojos en la cafetería de mi hotel de Nueva York y te vi en el umbral detenida y buscándome, con ese aire de tranquilidad en la sonrisa, como si nunca hubieras dudado de llegar a tiempo ni de lo que nos iba a suceder.
Cuento las horas y los días , me acomodo esperándote a la morosidad del tiempo, que parece no discurrir y sin embargo se mueve en dirección a tu llegada a la misma velocidad con que progresan desde el mediodía las sombras de los tejados sobre el pavimento de la plaza de San Lorenzo, sin que ningún ojo perciba la lentitud de su ritmo, igual que crece la penumbra en las habitaciones interiores de mi casa mientras mi madre y mi tía rezan el rosario vestidas de luto y no encienden todavía la luz y se escucha el trepidar de los motores de los Land Rovers y las furgonetas que vuelven del campo cargados de aceituna, en los atardeceres de frío estático y neblina violeta, cuando el cielo permanece liso y azul sobre las torres y en las calles ya es casi de noche: a última hora pasan algunos aceituneros que han vuelto de los olivares a pie, algún hombre que lleva de la rienda un mulo cargado de sacos y de haces de varas, pero ya son muy pocos, ya no se oyen sobre el empedrado los pasos de las cuadrillas, las ruedas de madera de los carros ni los cascos de los animales, ni suenan voces de niñas que canten romances saltando a la comba ni letanías de juegos, ay qué miedo me da pasar por aquí, si la momia estará esperándome a mí, no suben del pilar lentos rebaños de vacas ni queda nadie que les cante su conjuro, bao, bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao. Rompen a doblar las campanas de las iglesias y entre sus sones claros y distantes suenan las campanadas más graves de la hora en el reloj de la plaza del General Orduña, que ahora se llama de Andalucía, aunque la estatua permanece en el mismo lugar, igual que los carrillos de pipas y de cigarros sueltos de los soportales, y el reloj de la torre y la fila de taxis y la comisaría con la bandera en el balcón a donde ya no se asoma el subcomisario Florencio Pérez, que murió, me han dicho, el pasado diciembre, mereciendo en Singladura un artículo necrológico de Lorencito Quesada que ocupaba una página entera, y en el que se explicaba con un retraso de dieciséis años que fue el subcomisario el autor del soneto anónimo grabado al pie de la estatua lastimosa de Carnicerito, tan perdida como la fama de nuestro matador en un mezquino cantero de césped esquilmado entre bloques de pisos y cruces de avenidas, al norte de Mágina. He pasado por allí cuando iba al cementerio a ver la tumba de mi abuela Leonor y me parecía que estaba en otra ciudad, no conocía las calles, buscaba los descampados a donde nos íbamos mis amigos y yo para fumar sin peligro de que nos viera algún pariente y sólo he encontrado urbanizaciones sin aceras, garajes, talleres de coches, incluso whiskerías con nombres invitadores y dotados de genitivo sajón, una fealdad definitiva y monótona de extrarradio, de bar de carretera, una infamia de solares estériles donde no quedan rastros de las hileras de olmos que yo recordaba, de chalets adosados en mitad de un desierto y de muladares industriales y broncos cocherones de ladrillo con tejados de uralita.
De modo que esta barbarie que ha venido creciendo como un tumor sin que yo supiera o quisiera advertirlo es mi ciudad y mi país, la residencia privilegiada y única de mi memoria, el lugar adonde tú has elegido venir para encontrarte conmigo, lo miro todo y te lo cuento y me gana la rabia, las calles sucias, intransitables por el tráfico, los caminos del campo cegados por el abandono y la basura, frigoríficos viejos y lavadoras y televisores rotos en astillas, cristales de botellas, envoltorios desgarrados de plástico, una epidemia de zafiedad y de mugre, de malos modos y avaricia, tiendas de lujo y jardines devastados, garabatos de spray en las fachadas de casas en ruinas, letreros de tenebrosos videoclubs en callejones desiertos, latas aplastadas de Coca-Cola flotando en el agua podrida de aquella fuente del parque Vandelvira que ya no se ilumina por las noches ni alza más arriba de los tejados sus chorros amarillos, azules y rojos para asombro y orgullo de las familias de Mágina y gloria de las modernas postales en color que aún se exhiben en algunos estancos. He caminado por la acera del instituto, a la salida de clase, entre grupos de adolescentes que me intimidan un poco porque me hacen sentir mi verdadera edad y el tiempo que me separa de sensaciones y recuerdos tan engañosamente próximos, he pasado junto a la puerta de cristales del Martos y no me he atrevido a entrar, en la calle hace sol pero el interior es umbrío, no se ve desde fuera el rincón donde estaba la máquina de discos, sólo la forma de la barra y una cara envejecida y pálida tras ella, tal vez la del mismo dueño de entonces, el que fue marino y dio la vuelta al mundo en un carguero y recibía de países lejanos aquellos discos a los que mis amigos y yo les debimos el entusiasmo y la vida, me he detenido un instante, he pasado de largo, he visto el letrero vertical del hotel Consuelo, que nos parecía tan cosmopolita y novelesco y es un edificio deslustrado de los años sesenta, he bajado por la avenida de Ramón y Cajal y me he internado en las calles breves y silenciosas de la colonia del Carmen, parece mentira que sean tan pequeños los chalets, los veo simultáneamente desde tu mirada y la mía, sigue habiendo una placa dorada junto a la verja del chalet donde vivía Marina, pero ya no está inscrito en ella el nombre de su padre, busco la casa que tú recuerdas y yo no, la del jardín donde sesteaban los gatos al sol del invierno, pero no logro encontrarla, o ya no existe o la han restaurado, se multiplican los ladridos de perros que asoman los hocicos y las patas entre las rejas y un hombre en chándal que se inclinaba sobre el motor de un BMW con el capó levantado se me queda mirando, no se fía de mí, o tal vez me ve cara de forastero, tiene el pelo escaso fijado en las sienes con gomina, tan liso como si se lo hubiera lamido la lengua de una vaca, y una discreta barriga, y masca el filtro de un cigarrillo rubio, mira con la embotada soberbia que tanto miedo me daba percibir de niño en los abogados y en los médicos, y cuando ya me he alejado de él estoy a punto de volverme porque lo he reconocido, se sentaba dos o tres bancas delante de la mía en un aula de los Salesianos, así que tiene la misma edad que yo, pero me alarmo, no es posible, yo soy mucho más joven que ese tipo apoltronado de antemano en la madurez, nunca me he visto en los espejos esa barbilla apoyándose con suficiencia o crueldad sobre un principio de papada, yo me sigo moviendo tan azarosa y tan furtivamente como si aún tuviera por delante todas las incertidumbres de mi vida, no tengo una casa ni un coche ni estoy seguro de lo que vaya a ser de mí no ya en los próximos años, sino dentro de unos meses, pero quizá sólo se trata de un efecto óptico o de una tentación de vanidad, eso me advertiría mi sombra si no se hubiera quedado en la habitación de un hotel de Nueva York tan desterrada y solitaria como el autorretrato de Murillo en una pared de la Frick Collection, uno no sabe nunca cómo es de verdad su cara, le añade un velo de indulgencia, igual que esos filtros que les ponen a las cámaras de cine para difuminar los rasgos demasiado duros de una actriz cuarentona.
Me descubro desde lejos en el escaparate de una tienda de cuartos de baño, me veo caminar con la cabeza baja y un poco ladeada y las manos en los bolsillos del chaquetón a cuadros que compré en Chicago para defenderme de aquel viento homicida y me acuerdo de cuando iba por estas mismas calles con la guerrera azul marino de mi abuelo Manuel que me daba, creía yo, un aire entre aventurero y maoísta, recitando canciones de Jim Morrison o de Lou Reed, buscando a una mujer que no solía reparar en mi presencia a menos que le hicieran falta mis apuntes de inglés y pasando muy cerca de otra a la que no veía y que ahora mismo prepara su equipaje en un apartamento de Manhattan y da vueltas de una habitación a otra o baja a comprar a una frutería coreana de la Segunda Avenida consciente de que cada uno de sus pasos está abreviando la distancia y la aproxima a la hora del viaje: tus pasos y los míos, nuestros dos relojes avanzando en dos tiempos, la nieve en Nueva York y el sol frío y resplandeciente en Mágina, una claridad tan pura que deslumbra los ojos, exalta la belleza maltratada de los palacios con escudos y torres y de las casas blancas con dinteles de piedra y revela sin engaño posible la magnitud de las injurias que me han desfigurado esta ciudad que yo supuse inalterable. Voy derivando de nuevo hacia los barrios del sur, lo miro todo con más ávida atención y extrañeza porque tú vas a verlo dentro de muy poco, en la avenida que se llamó Trece de Septiembre y Dieciocho de Julio y ahora Constitución han cortado los castaños de Indias, qué saña con los árboles, en los bajos de la casa donde yo nací (veo en el último piso las ventanas cegadas del cuarto de la viga) ahora hay un pub que se llama Lony, las calles cercanas a la fundición parecen más anchas porque están asfaltadas y ya no queda ni una sola de las grandes moreras que nos abastecían en mayo de hojas tiernas para los gusanos de seda, qué pensará Félix cuando venga por aquí, cuando pase por la calle Fuente de las Risas y llegue al terraplén que nos sobrecogía como un acantilado y ahora es sólo un vertedero: hacia la mitad se abría el arco de piedra de una cloaca y los niños mayores nos asustaban diciéndonos que aquello era la cueva de una bicha que se tragaba entera a la gente y luego se dormía con los ojos abiertos en la oscuridad para hacer la digestión de los cadáveres. Sobre la tierra húmeda y feraz de las huertas y el verde limpio de los sembrados el sol levanta un tenue vapor azul que se disuelve al avanzar el día como la niebla del Guadalquivir.
Ya estás viniendo, hacia cualquier dirección que encamine mis pasos me acerco a tu llegada, cualquier gesto que haga es la señal de un preludio, se disuelve rápidamente en el pasado para que tú vengas antes, y hasta Mágina se vuelve una ciudad prometida y futura porque dentro de unos días estaré en ella contigo. Vendrás sola, pero no quieres que vaya a esperarte a Madrid, llegarás por la tarde en el autobús al que siguen llamando la Pava, como cuando viajaste en él con tu padre, y yo estaré esperando en el vestíbulo de la estación con los nervios de punta, tirando los cigarrillos apenas encendidos, y la seguridad de verte se me irá desvaneciendo a cada minuto que tarde en aparecer el autobús, pensaré que lo has perdido, o que me he equivocado de hora o de lugar, pediré un whisky en la cantina para templarme el ánimo y no beberé más de dos tragos, por miedo a que llegue el autobús sin que yo me dé cuenta, me desfallecerán las piernas cuando vea salir a los viajeros cargados de bolsas y de maletas y no te distinga inmediatamente entre ellos, me sorprenderá tu cara, tan poco parecida al principio a las fotografías y al recuerdo, me iré acostumbrando a tu voz y a la realidad de tu presencia mientras bajemos en un taxi a la plaza de Santa María, más bien intimidados, tú aturdida aún por el cambio de hora y la fatiga del viaje tan largo, peinándote el pelo con los dedos cuando salgas del taxi y te quedes mirando los balcones y la escalinata del parador con una sonrisa diáfana y cansada. Uno de esos balcones corresponde a la habitación que ya he reservado para ti: al pronunciar ante el recepcionista tu nombre y el mío y ver que anotaba con indiferencia una fecha muy próxima me ha parecido que mi deseo y nuestro encuentro perdían toda imprecisión imaginaria para ingresar en la objetividad de los hechos reales. No soy yo solo quien sabe que vendrás, no te he inventado como inventé a otras mujeres incluso después de haberlas conocido: tu nombre y el día en que vas a venir los ha dicho en voz alta alguien que no te ha visto nunca y los ha tecleado en la consola de un ordenador. He subido a la habitación, grande y blanca, con vigas oscuras en el techo, he abierto el balcón y he visto lo que verás tú, lo que posiblemente no recuerdas, la fachada del Salvador, la torre con saeteras y la cúpula bulbosa de color de bronce, los tejados del barrio del Alcázar, y más allá, a una distancia de horizonte marino, las cimas de la Sierra. Qué impaciencia, qué ganas de no moverme de aquí hasta que tú llegues, de tenderme en la cama y quedarme dormido soñando que te abrazo y de verte en cuanto abra los ojos, como cuando me despertaba en Nueva York el ruido de una llave en la cerradura y escuchaba tus pasos y aparecías tú en la puerta del dormitorio, con cara de frío, con los labios pintados, con una gran bolsa de papel en las manos, madrugadora y diligente, como quien nunca se rinde a la pereza. Una punzada de excitación, este lugar tan neutro que tú no has visto todavía será dentro de poco una de las habitaciones memorables de mi vida, en el espejo que hay frente a la cama se reflejará tu cuerpo desnudo cuando te levantes con la melena revuelta sobre los hombros para ir al baño o a buscar tu bata de seda, en la mesa de noche donde ahora sólo hay un cenicero limpio de cristal y una lámpara estarán tus cigarrillos, tu reloj de pulsera, tu barra de labios, en el suelo enmoquetado y en la butaca que ahora tiene un aire tan respetable y circunspecto habremos tirado de cualquier modo nuestra ropa. Estoy de pronto tan seguro que puedo recordar lo que aún no me ha sucedido. Será igual que cada una de las veces anteriores y no se parecerá del todo a ninguna de ellas, la sorpresa se aliará a la costumbre y el descubrimiento a la confirmación, veré todas las caras tuyas que he conocido y vislumbraré alguna que no sospechaba, y cuando nos quedemos serenados y exhaustos y nos volvamos el uno hacia el otro sentiremos que por fin estamos empezando a reconocernos después de la separación.
Cruzo del porvenir hacia el pasado, el presente inmediato de mi espera y de mis caminatas por Mágina es como una puerta giratoria que me lleva de uno a otro, en menos de un segundo, en la distancia de un paso, salgo del parador excitado de antemano por tu presencia futura y unos metros más allá, en la acera del hogar del pensionista, donde hay una fila de ancianos que toman el sol envueltos en bufandas y pellizas, oigo voces que conversan sobre los temporales y las cosechas de hace medio siglo y veo caras friolentas y figuras arrasadas por la vejez que me resultan familiares, a casi todos estos hombres los conocí yo cuando eran fuertes y ágiles, y es la incesante comparación entre lo que recuerdo y lo que miro la causa de que sólo en esta ciudad pueda cobrar una conciencia tan clara y obsesiva del tiempo. Casi nadie me es aquí completamente extraño, y cualquier camino que elija en mis paseos sin rumbo es la conmemoración involuntaria de algún episodio de mi vida. Ese hombre grande y gordo, con orejas largas y expresión alelada, que ha bajado de la cabina de una camioneta en la plaza de los Caídos y se dirige por señas a un municipal que hace guardia en la puerta del ayuntamiento es Matías el sordomudo: me parece raro que tenga una existencia real fuera de mi imaginación y de mis conversaciones contigo. Por el paseo del Mercado vienen hacia mí dos ancianos calmosos que se detienen charlando cada pocos pasos y uno de ellos, el más bajo y fornido, el que lleva una chaqueta de pana, una camisa abotonada hasta el cuello, boina ancha y gafas con cristales de aumento, es el teniente Chamorro, con sus ademanes pedagógicos y su carpeta azul de gomas bajo el brazo, guardará en ella recortes subrayados de periódicos o fragmentos a máquina de las memorias que ya pensaba escribir cuando iba a la huerta de mi padre, sigue teniendo un aspecto inquebrantable de dignidad y de salud, que atribuirá orgullosamente a su puritanismo libertario, agua fresca y no aguardiente, nos decía, y bibliotecas y escuelas en vez de tabernas, pasa a mi lado sin verme, gesticulando con un dedo acusador mientras habla de la corrupción de los tiempos, y un acceso de timidez me impide acercarme a él, aunque me ha contado mi padre que siempre le pregunta por mí, hay que ver, tu hijo, le dice, desde chico se le vio que valía para algo más que para el campo: me conmueve cómo reverencian lo que ellos nunca tuvieron, el saber y los libros, la posibilidad de los viajes, el uso de palabras que para ellos pertenecen a un tesoro inaccesible, no las pronuncian por miedo a equivocarse, tal vez incluso por desconfianza hacia ellas, pues no ignoran que son palabras de otros y que con frecuencia propagan la mentira y sirven para afirmar la primacía de sus dueños. Yo escucho las palabras de Mágina, las de los hortelanos y los aceituneros, las que aprendí de mis padres, y me doy cuenta de que muy pronto desaparecerán porque ya casi no existen las cosas que nombraban, igual que han desaparecido los romances de saltar a la comba y las cantilenas amenazadoras de los juegos porque ya no quedan niños en el barrio de San Lorenzo que se asusten de la Tía Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres: también en las palabras soy un extranjero y un advenedizo, he perdido las que me legaron y el acento con que me enseñaron a decirlas y no acabo de aceptar como mías las que aprendí después, vivo entre ellas y de ellas pero me son ajenas y no pueden explicarme y tal vez me rechazan igual que las miradas claras y frías de la gente que se cruza conmigo en las ciudades adonde quise huir cuando tenía quince años. En casa de mis padres y en las calles de Mágina siento que habito en el reino de las palabras y que vuelvo a ser habitado por ellas, como una casa donde no ha vivido nadie durante mucho tiempo y en la que suenan con ecos excesivos las voces y los pasos de los recién llegados: voces que salen del interior de una tienda o de una barbería, palabras hermosas o brutales que atrapo al pasar como si me inclinase para recoger del suelo una moneda, miradas y rostros que me devuelven a las fotografías de Ramiro Retratista, a las historias que tú y yo nos contábamos en los días ya lejanos de Nueva York tan ávidamente como solíamos contarnos Félix y yo las películas o las novelas de la radio sentados en algún escalón de la calle Fuente de las Risas. Caras en las ventanas, detrás de los visillos, mirando a la gente que pasa con una curiosidad inmemorial, caras embrutecidas o desfiguradas por los años recorriendo al anochecer la calle Nueva con lentitud de procesión, facciones prematuramente reblandecidas y aflojadas por el confort doméstico y el ufano aburrimiento de Mágina, pálidas cataduras de yonquis que conservan tras las gafas una dureza rural, caras de mancebos de botica que ya estaban detrás del mismo mostrador donde ahora los veo cuando iba de la mano de mi madre a comprar medicinas, las caras rancias y las suaves manos clericales de los inveterados dependientes de los almacenes de género y confección que se han quedado vacíos y anacrónicos por culpa de la devastadora modernidad de los últimos años, Lorencito Quesada saliendo como un bólido de El Sistema Métrico y saludándome al pasar como si me conociera de algo, dinámico, ávido de noticias, con un leve temblor en las mejillas carnosas, con dos o tres periódicos bajo el brazo y un pequeño cassette en la mano, tal vez se dirige a entrevistar al que fue hijo pródigo del subcomisario Florencio Pérez, que ahora es un cantante célebre y ha venido a pasar unos días a su patria chica, según informaba esta mañana Singladura en un suelto anónimo donde se ofrecía la cálida bienvenida de toda la provincia a este paisano nuestro que ha triunfado en el mundillo de la canción ligera tan justamente y tan a pesar de todos los pesares como triunfó el llorado Carnicerito en el planeta de los toros. Guardo la hoja del periódico para enviársela a Félix, que tal vez es el lector más leal a la prosa de Lorencito Quesada, en los soportales de la plaza del General Orduña le compro un paquete de tabaco a mi antiguo amigo Juanito, que está sentado junto a su tenderete de chucherías ínfimas y nunca se acordará de mí, se queda mirando las monedas en la palma de la mano y frunce las cejas con un aire casi doloroso de concentración para calcular la vuelta que ha de darme, tiene unos ojos grandes e infantiles de idiota, las esquinas de la boca húmedas de saliva y un poco de bozo oscuro sobre el labio superior, se ha olvidado de darme el tabaco o no recuerda la marca que le he pedido, y cuando vuelvo a decírselo alza sus lentos ojos asustados hacia mí y yo aparto los míos para no intoxicarme de lástima y de ternura, porque me está mirando desde el estupor de la infancia que compartí con él y no sabe quién soy.
Vivo en suspenso, esperándote, camino por la ciudad imaginando que te hablo y que tú vas conmigo, no hago nada, no me decido a ir en busca de Martín o de Serrano, te llamo por teléfono desde un locutorio y gasto una fortuna contándote cómo es la habitación que he reservado para nosotros, me aflijo en los anocheceres con la misma tristeza puntual de los inviernos de hace veinte años, me levanto tarde y desayuno junto al fuego, como en silencio con mis padres y mi abuelo Manuel, recorro sin propósito las habitaciones altas de la casa, no entro nunca al dormitorio de mi abuela Leonor, encuentro en un armario arrumbado en el pajar mis libros de texto de cuando iba al instituto y los cuadernos de apuntes donde escribía mis confesiones patéticas de insumisión y desdicha y no quiero abrirlos, suena el teléfono a medianoche, oigo tu voz, me muero de deseo, mañana mismo a estas horas subirás a un avión, en cuanto tengas casa en Madrid volverás para traerte a tu hijo, yo no me atrevo a decirte que quiero vivir en esa casa contigo, apago la luz y no puedo dormirme, pienso en mi abuela muerta, en lo que sentiría en el instante justo en que murió, pena y alivio tal vez, no terror, extrañeza, no sé cómo voy a atravesar las dos noches que faltan para que tú vengas, escucho en el insomnio los ruidos olvidados de mi casa, la carcoma, el viento en el tejado, ese crujir de las vigas que suena exactamente igual que los pasos de alguien sobre mi cabeza, dan las campanadas de las cuatro en el reloj de la plaza, mi abuelo Manuel tose y gime dormido, mi padre se levanta y baja pesadamente las escaleras, arranca la furgoneta para ir al mercado de los mayoristas a comprar hortaliza, sueño que ya has llegado a Mágina y que por un malentendido trivial no logro encontrarte, veo al despertar las rayas del sol en la persiana y me acuerdo de que en mayo anidan siempre golondrinas en el hueco del balcón, bajo a la cocina, mi madre está inclinada sobre el fregadero y un llanto contenido le sacude los hombros, ha dejado pasar mucho tiempo desde la última vez que se tiñó el pelo y lo tiene blanco en las raíces, me besa, me pregunta si he dormido bien, no me atrevo todavía a hablarle de ti, salgo a la calle a pasear al sol de los gandules y los jubilados, calculo que tú estarás durmiendo y que cuando abras los ojos pensarás que éste es el día de tu viaje, la espera se me ha convertido en una acuciante necesidad sexual, te echo de menos como un adicto, descubro con alarma que no puedo vivir sin ti, si me besara de besos de su boca, leías en la Biblia, porque más dulces son tus amores que el vino: voy por la esquina del Real y veo una cara detrás de una reja, una cara familiar, ancha y lívida, que me estaba mirando antes de que yo la viera, una cara imposible, con un lunar junto a los labios, con el pelo negro partido sobre la frente por una raya recta y unos pesados tirabuzones negros que circundan sus pómulos, con un escapulario al cuello, ya pasaba de largo y me vuelvo y no lo puedo creer aunque la estoy viendo tras el cristal de la ventana, rodeada de cuadros sin valor, de muebles viejos y cacerolas y almireces de cobre, no es una ventana, pero por un segundo la mujer ha sido real, es el escaparate de un anticuario, y al fondo, medio oculta en la sombra, está la momia incorrupta que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres hace cincuenta años, la que enajenó a Ramiro Retratista y tenía escondido en el seno un papel con unos versículos del Cantar de los Cantares.
Pero no puede ser, vas a decirme que soy un embustero cuando te lo cuente, empujo la puerta de la tienda, suena una campanilla y no viene nadie, y la mujer que tú y yo hemos visto en una fotografía que fue tomada setenta años después de su muerte está sentada y rígida contra una pared, en una especie de hornacina de cristal que tiene una diminuta cerradura dorada y una llave parecida a las de los relojes de péndulo, la hago girar con una audacia sonámbula, hay alguien más en la tienda, abro la puerta de cristal y la momia sigue mirándome con sus ojos claros, encogida, muy digna, tan ominosa como las figuras de monaguillos desdichados que había antes en las iglesias y que nos daban más pena y más miedo todavía al descubrir que eran de escayola, alguien se acerca a mi espalda entre el desorden de la tienda y yo no me vuelvo, extiendo los dedos de la mano derecha, la momia no es mayor que una niña, los botines afilados que sobresalen del bajo de su vestido cuelgan a unos centímetros del suelo, toco su cara y resbalan sobre ella las yemas de mis dedos, es de cera, por eso brilla de ese modo, y sus pupilas son de evidente cristal. El dueño de la tienda está a mi lado, un hombre de unos cuarenta años, con una expresión de despierta codicia, de simpatía, de afable interés. «¿Verdad que a primera vista impresiona? A mí también me pasaba al principio. Abría la tienda y antes de encender las luces ya veía sus ojos. En la oscuridad son como los de los gatos. Luego uno se acostumbra, y aunque le parezca raro acaba tomándole cariño. El negocio es el negocio, pero a mí no me agradaría desprenderme de ella. Un tesoro, créame, más valioso aún por su rareza, estatuaria en cera del siglo XIX, aunque a usted no me hace falta decírselo, se le nota que entiende. Habrá venido a Mágina en plan turismo, me figuro. Es lo que yo digo siempre, las cosas que tenemos aquí sólo sabe apreciarlas la gente de fuera.» No lo oigo, sigo mirando a la momia, a la estatua de cera, miro los tirabuzones de pelo natural y las pupilas de vidrio azulado que permanecen fijas en mí, en el vacío, las manos pequeñas y unidas en el regazo, el escapulario de Nuestro Padre Jesús, me dan ganas de comprobar si tiene por el otro lado el retrato de un caballero con bigote y perilla pero no me atrevo a volver a tocarla, se me ha quedado en los dedos el frío y la suavidad un poco pegajosa de la cera, su consistencia neutra, es como estar mirando a una enana muerta y bellísima, abominable, patética, con ojos alucinados de muñeca y bucles postizos, cautiva en el interior de la urna que parece una vitrina de museo. Por decir algo pregunto el precio: el anticuario sugiere después de un minuto de reflexión una cantidad insensata. Finjo que la considero, me intereso por la identidad de la dama de cera, pero él no sabe nada, me dice, lo llamaron para peritar los muebles y los cuadros de una casa que iba a ser derribada y se llevó un susto al encontrar la hornacina dentro de un armario, imagínese, me dice, un caserón donde no había ni luz eléctrica, nada más que polvo, muebles viejos y cuadros sin valor, lo de siempre, y muchos libros, eso sí, guardados en cajones, libracos tremendos de anatomía del siglo XIX, puede verlos si quiere, los tengo por ahí, incluso había un estetoscopio muy primitivo, con un tubo de caucho y una trompetilla de cuerno, se lo vendí a un médico, excelente amigo mío y muy aficionado a las antigüedades, a ver, como toda persona de gusto con posibles; bueno, pues como le decía, me dejan las llaves y entro solo en la casa, que era muy grande, voy abriendo todos los balcones para ver bien los muebles y las pinturas y para que no me sofoque el polvo y llego a lo que parece un dormitorio principal, con puerta de doble hoja, una cama con dosel y un armario muy alto, pero como no tiene ventana enciendo la linterna, y digo yo que por la corriente de aire el armario se abre solo, y allí la vi, me iba a dar algo, no es que uno crea a pies juntillas en los fenómenos sobrenaturales, pero en mi oficio se entra en casas muy viejas y se oye contar cosas, así que me quedé helado, se lo juro, pensé que podía ser una aparición, o un cadáver, y ganas me dieron de salir corriendo y de tirar las llaves, menos mal que yo, en el fondo, soy hombre de recursos, así que volví a enfocar la linterna y al descubrir que la figura estaba hecha de cera me tranquilicé, pero tampoco mucho, en esa casa yo notaba algo, una presencia, un aura, como dice en sus artículos un escritor que tenemos aquí, usted no lo conocerá, claro, se llama Lorenzo Quesada, aunque en Mágina todo el mundo le dice Lorencito, lleva en el periódico de la provincia una sección muy interesante de ufología y parapsicología que se titula «Más allá»; por cierto que le he mandado aviso para que venga a ver la estatua pero todavía no ha podido, usted no sabe lo ocupado que está ese hombre, siempre de un lado para otro con el bloc y el cassette, entre El Sistema Métrico y Singladura yo creo que ni le queda tiempo de dormir, y eso que en el periódico no cobra, pero le da igual, es lo que él me dice, Guillermo, el periodismo es mi vocación, para qué quiero yo más pago que la fidelidad de mis lectores y el realce que le doy a Mágina en todos mis artículos.
Al anticuario no le entra la lengua en el paladar, habría dicho mi abuela Leonor, de quien tal vez heredé yo la nerviosa impaciencia que le producía la gente charlatana: no sabe con exactitud a quién perteneció antiguamente esa casa, a un médico que fue muy célebre, le han dicho, pero él no lo conoció, la verdad es que se siente tan hijo de Mágina como el que más pero no es de aquí, vino hace veinte años y está dispuesto a morir en la ciudad, me recomienda vivamente su alfarería artística y su Semana Santa, únicas en el mundo, sugiere de pasada que en atención a mi interés por la estatua de cera podría hacerme una rebaja, pero entonces quién le dio las llaves, logro decirle aprovechando que ha callado un instante para respirar, quién se lo vendió todo: un matrimonio joven, contesta, bruscamente elusivo, casi ofendido, acaba de entender que no le pienso comprar nada, la habían heredado y no sabían qué hacer con ella, bueno, sí que lo sabían, vendérsela a una inmobiliaria, se notaba a la legua que la mujer era quien mandaba de los dos, la que cortaba el bacalao, como si dijéramos, es la hija o la nuera de un hombre muy conocido aquí, que fue taxista muchos años, espere que me acuerde, Julián, le dicen, Julián el del taxi, un señor corpulento, más alto que usted, ya muy mayor, desde luego, la edad no perdona, como yo digo, se ve que el hijo y la nuera o la hija y el yerno querían librarse de él y en cuanto le heredaron, antes de morir, para ahorrarse los gastos de testamentaría, lo mandaron al asilo, el de toda la vida, el de las monjas, pero ahora creo que se llama residencia de la tercera edad, y allí seguirá el pobre, si es que no se ha muerto, el anticuario mueve la cabeza, suspira, cierra la hornacina con su llave diminuta y se la guarda ostensiblemente en un bolsillo, sin mirarme a los ojos me pide que lo disculpe, ha sonado la campanilla de la puerta y se dirige agraviado y solícito hacia una pareja de indudables forasteros.
Me parece que vivo en dos lugares a la vez, en dos tiempos simultáneos, que al caminar me muevo en dos direcciones y a dos velocidades que ya han empezado misteriosamente a confluir y mañana por la noche te habrán traído a mi presencia, aún no has salido de tu casa y ya estás viniendo, ya te apresura el viaje inminente, igual que a mí, que he mirado el teléfono y te he imaginado en el mediodía de Nueva York, sola en el apartamento, terminando de revisar el equipaje y comprobando que has guardado en el bolso el pasaporte y el billete, preparando tal vez una comida rápida, y he marcado tu número no tanto para estar seguro de que vas a venir como para que irrumpa cerca de ti una señal de mi existencia: suena el primer timbrazo y lo oyes desde la cocina, mientras yo estoy sentado en el portal de la casa de mis padres, al entrar en el comedor escuchas el segundo, me has dicho que te ponen nerviosa los teléfonos y que sólo ahora has empezado a aceptarlos, porque cuando suenan cabe la posibilidad de que sea yo quien te llama, me impaciento al oír por tercera vez la señal, quién sabe si a última hora has renunciado al viaje y te has ido de casa para no hablar conmigo, descuelgas inesperadamente, digo tu nombre pero no es tu voz la que me contesta en inglés, con los nervios me habré equivocado de número, es una voz infantil, la de tu hijo, me doy cuenta cuando iba a colgar, te parecerá absurdo pero me intimida hablar con él, me pregunta quién soy, un amigo, le contesto, con una sensación ridícula de clandestinidad, te llama a voces -qué raro que tú seas la madre de alguien- y respiro más tranquilo cuando se aparta del teléfono. Oigo tus pasos, le dices algo al niño en español y luego me hablas a mí en un tono que me alarma, más bajo de lo habitual, más educado y frío, creo distinguir al fondo una voz masculina, suena una puerta al cerrarse y tus palabras recobran su tonalidad transparente y cálida de siempre, te mueres de ganas de venir, Bob ha ido a recoger al chico y se ha ofrecido para llevarte en su coche al aeropuerto Kennedy, tú le has dicho que no, pero me dan celos de que otro hombre se mueva con naturalidad por tu casa, con un sentido inevitable de posesión, al fin y al cabo le es mucho más familiar que a mí, porque ha vivido en ella años, no días, te burlas de mí, noto el halago y la excitación en tu risa, cuando ya vamos a colgar me haces un impúdico ofrecimiento que piensas cumplir dentro de veinticuatro horas y los celos y el miedo se extinguen, los desbarata la mutua seguridad del deseo, con quién habrás estado hablando, me dice luego mi madre, que se te ha puesto cara de que sí y ojos de no negarlo: también esa expresión pertenecía a mi abuela Leonor, y mi madre al repetirla lo sabe, es como si su presencia y su influjo nos hubieran quedado sobre todo en las palabras que los dos aprendimos de ella y la conmemoran sin nombrarla.
Por la noche, muy tarde, cuando ya ha acostado a mi abuelo, mi madre apaga la televisión, limpia la mesa, remueve el brasero, saca un libro de texto y un cuaderno de hojas rayadas y escribe en él, a lápiz, con una lenta aplicación, los ejercicios que deberá llevar mañana a la escuela de adultos. Tiene una letra insegura, grande, infantil, duda y se muerde los labios y usa la goma de borrar, luego sopla el papel para dejarlo limpio, ha vuelto a sentarse en un pupitre y a mirar un encerado cincuenta y cinco años después de que cerraran las aulas por el comienzo de la guerra. A mi edad, dice, con una satisfacción un poco avergonzada, aprendiendo cuentas y tomando dictados. Ahora en lugar de hacer punto se pone las gafas de cerca para leer junto a la lámpara y murmura muy lentamente las palabras de los libros. Estoy sentado frente a ella al calor del brasero y no se detienen los minutos, corren casi tan veloces en dirección a tu llegada como huyeron hacia la despedida. En la acera de la calle Cincuenta y Dos Este tú abrazas y besas a tu hijo, el niño rubio de las fotos que sonríe y mira igual que tú. En una calle apartada de Mágina yo me detengo ante la fachada del asilo y oprimo un timbre de latón que suena en el interior de un patio igual que una campanilla eclesiástica. Subes en el ascensor donde nos acariciamos tantas veces, miras tus maletas y tu bolso ya preparados en un rincón del vestíbulo, la cama en la que esta noche no vas a dormir, el grabado del jinete polaco, lo ves todo como si ya te hubieras ido, pones un disco de los Animals o de Miguel de Molina y lo escuchas fumando tranquilamente un cigarrillo en el sofá. Una mujer madura, con aire de monja a pesar del jersey de lana y los vaqueros, me abre la puerta de cristal escarchado y le digo que soy el que habló con ella por teléfono hace un rato, en los pasillos del asilo huele a hospital y a vejez, a cloroformo y a orines. Debajo de la tierra a mi abuela Leonor le siguen creciendo en la oscuridad el pelo blanco y las uñas. Bebes una cerveza y comes algo en la cocina, miras tras el cristal la nieve o la claridad opaca de las dos de la tarde, te acuerdas de la cara de afligida reprobación con que te ha mirado al despedirse de ti el padre de tu hijo, como si te vaticinara afectuosamente un desastre. La mujer gorda y hombruna, posible monja con vaqueros, me pregunta si soy familia de Julián, digo que sí, un pariente lejano, se encoge de hombros, qué raro, desde que está aquí es la primera visita que recibe, aunque él no se queja, ojalá todos los ancianitos dieran tan poco tormento como él. Me gustaría saber cómo me echas de menos, si tu manera de añorar es semejante a la mía, si cuando estás acostada cierras los ojos para imaginar que me inclino sobre ti y que no es tuya la mano que sube por tus muslos y te ronda suavemente las ingles. En la puerta del salón que ahora me franquea la monja mientras reincide en sus diminutivos repugnantes, ancianitos, pobrecitos, recogiditos, hay un letrero donde pone «Área lúdica y de convivencia», escrito a mano en una hoja rayada, y al otro lado un escándalo de voces, de fichas de dominó y golpes secos y expertos de nudillos que descubren naipes, y dominándolo todo la música y los aplausos de un programa de televisión, no queda más remedio que ponerla tan alta porque los pobrecitos están sordos, pero casi ninguno la mira, al menos casi ninguno de los varones, las mujeres hacen punto o reposan las manos en el vientre y tienen las viejas caras levantadas hacia la repisa donde parpadea la pantalla en color. Tal vez sientes miedo, igual que yo, miedo de entregarte, de romper con todo y fracasar, de repetir inevitablemente conmigo errores de los que abjuraste cuando aún no me conocías, la clase de errores que uno lleva en sí mismo como su olor o sus huellas digitales aunque procure atribuirlos a la mala suerte o las deslealtades de otros.
Pues ahí lo tiene usted, señala la monja, el pobrecito es muy bueno pero hace poco que llegó y todavía no se ha integrado a nivel de convivencia, siempre les pasa lo mismo, que no les gusta reconocer que son tan viejos como todos los demás y protestan callándose: solo, en una mesa de formica, delante de un periódico abierto, Julián el taxista, que nos llevaba siempre en nuestros viajes de médicos a la capital de la provincia, conserva su gallardía adusta, su cráneo calvo y anguloso, del que parece formar parte la montura negra de sus gafas. Lo saludo, la monja le da una palmada maternal en la espalda y él le dirige una rápida mirada de odio, en cuanto le digo quiénes son mis padres y mis abuelos me indica con soberana deferencia la silla que hay frente a él, pues claro que se acuerda de mí, me parece que te estoy viendo de chico cuando tu padre te llevaba de la mano a vender leche, hay que ver, cómo pasa el tiempo, unos para arriba y otros para abajo, igual que en la noria: de joven fue muy amigo de mi abuelo Manuel, estuvo a punto de echar también los papeles para la Guardia de Asalto, como automovilista, pero no lo hizo porque le daba reparo dejar a don Mercurio, no era nadie tu abuelo, me dice sonriendo, no había quien le hiciera sombra cuando se arrancaba a cantar por Pepe Marchena, y qué bien se le daban las mujeres, con perdón, aunque tu abuela Leonor, que en paz descanse, era la más guapa de Mágina, había que verla cuando iba a la fuente con el asa de un cántaro en cada brazo, hasta los curas la requebraban, aunque esté feo decirlo. Pero ya ves cómo acabamos todos, para que nos saquen a tomar el sol en una espuerta, y por lo menos tu abuelo ha tenido la suerte de no perder el calor de su casa. Le ofrezco un cigarrillo y lo rechaza melancólicamente, ya no gasto, dice, con lo que me gustaba, el difunto don Mercurio me regalaba siempre su ración de picadura, pero me afeaba el vicio, Julián, me parece que lo estoy viendo, el tabaco es una de las peores consecuencias del descubrimiento de América, yo no lo entendía, pero le daba la razón, a ver, si era una eminencia, una espiga, el mejor médico que ha habido nunca en Mágina, no como estos oficinistas del seguro que lo marean a uno a base de píldoras y de recetas, y nunca le cobraba a los pobres, anda que no lo llevé yo pocas veces en su coche de caballos a los corralones que había antes y a las Casillas de Cotrina, salía la gente de las casas a besarle la mano, como si fuera un santo, y bien que lo era, aunque los niños golfos de las calles le sacaron una copla, seguro que tú llegaste a oírla de chico, la siguieron cantando mucho después de que se hubiera muerto, y no te creas eso que dijeron los curas, que pidió los sacramentos cuando ya estaba a punto de morir: bien que se le acercaron, como buitres, como esas monjas de paisano que tenemos aquí, pero menudo era él para que lo trasteara nadie, ni médicos quiso, a nadie más que a mí le permitió quedarse con él hasta el final, me pidió que le leyera unos versos de aquella Biblia tan grande que tenía, la que le dejó en herencia a Ramiro Retratista, y leyéndoselos estaba yo cuando se quedó más encogido que un pájaro, igual de chico, que ni le abultaba el cuerpo debajo de la colcha. A Julián se le escapa una lágrima, sorbe y se limpia los ojos y la nariz con un pañuelo, luego los cristales de las gafas, se las vuelve a encajar en los grandes huesos pelados de las sienes y al verme la cara otra vez con claridad recuerda que lo llamé por teléfono hace unas horas y que le dije que quería preguntarle algo: pero dime qué quieres que te cuente, que yo no paro de hablar y te estaré mareando. Vacilo, he de elegir con mucho cuidado las palabras y el tono para que no desconfíe o se retraiga, hábleme de don Mercurio, le digo, de aquella momia que encontraron en la Casa de las Torres, justo enfrente de donde vivían mis abuelos y mi madre, he oído las cosas que se dijeron entonces, he visto las fotos que hizo Ramiro Retratista y sé a través de otros lo que don Mercurio le contó, pero no entiendo nada, esta mañana la he visto en la tienda de un anticuario y no es un cuerpo incorrupto, sino una figura de cera. Julián asiente con la cabeza y sonríe, murmura por lo bajo, así que también han vendido la momia, cría cuervos, ahora me mira de otro modo, tal vez con menos simpatía o con más atención, y tú para qué quieres que te cuente esas cosas, dice, intrigado, como si adivinara un motivo que yo no le explicaré, una intención oculta: para nada, le digo, por gusto de saber, cuando era chico mi abuelo Manuel y mi madre me contaban historias acerca de la momia, los niños de la plaza de San Lorenzo cantaban coplas de miedo sobre ella, incluso más de una vez apareció en mis pesadillas, y ahora que la he visto no puedo creerme que no fuera más que una muñeca de cera guardada en un armario. Julián me escucha y parece más tranquilo, hasta un poco decepcionado. Las voces y los aplausos de la televisión retumban en la sala y se confunden con los golpes agudos de las fichas de dominó: al principio Julián habla bajo y me cuesta entenderlo. Le sorprende que yo tenga noticia de la conversación entre Ramiro Retratista y don Mercurio unas semanas antes de la muerte del médico, pero no me pregunta quién me la ha contado, y en cualquier caso el testimonio de Ramiro no le merece mucho crédito, dice que era muy bueno, pero algo tonto, y que siempre estuvo ido, como don Otto Zenner, se creía cualquier embuste, de modo que a don Mercurio no le costó ningún trabajo engañarlo con aquel folletín que le contó para que no siguiera molestándolo: los enmascarados en la noche del martes de carnaval, el coche de caballos, la dama parturienta en la habitación de una criada, el niño que nació muerto, nada de eso era verdad, Julián se ríe de mi asombro, como si pensara que al recibir yo esa historia mentirosa se me hubiera contagiado la crédula estupidez de Ramiro Retratista, lo único que era verdad es lo que tú supones que era falso, la momia, lo que has visto esta mañana no es lo mismo que encontramos nosotros en el sótano de la Casa de las Torres, sino una copia exacta, y fue don Mercurio quien encargó que la hicieran, y no a cualquier imaginero de retablos y figuras de tumbas de los que había entonces, sino a un artista que poco después se hizo muy célebre, el que volvió a esculpir casi todas las imágenes de Semana Santa que ardieron en la guerra, Eugenio Utrera, no sé si tú llegaste a conocerlo, también hizo el monumento ese que hay en la plaza de los Caídos, tenía el taller detrás de la plaza de San Pedro. Don Mercurio le pagó un dineral en duros de los de entonces y le exigió que guardara el secreto para siempre, continúa Julián, excitado él mismo por su narración, se lo quedó mirando con aquellos ojos de águila que tenía y le dijo, entiéndame bien, para siempre, hasta el día de mi muerte y hasta el de la muerte de usted, y Utrera le juró asustado que callaría eternamente, por mí no se preocupe, don Mercurio, que lo que hemos hablado no saldrá de esta habitación, yo creo que tenía miedo de que don Mercurio siguiera vigilándolo después de muerto.
Me inclino hacia Julián para no perder ni una palabra y no puedo graduar el orden de las preguntas que se me ocurren, ya no oigo las voces de los otros viejos a nuestros alrededor ni el estrépito de la televisión, estoy sentado frente a ese hombre como cuando escuchaba hablar a mi abuelo Manuel en la mesa camilla y no oía el péndulo ni las campanadas del reloj de pared ni veía nada más que su cara y las imágenes tan vívidas como fragmentos de sueños que me sugería su voz: pero por qué robó don Mercurio la momia, si es que fue él, qué hizo luego con ella, por qué se le ocurrió encargar una copia. Julián chasquea la lengua en el paladar de la dentadura postiza y se la pasa luego por los labios, frunce el duro mentón y roza con los dedos los cañones blancos de la barba, hay que ver, dice, que seas tú quien viene a preguntarme al cabo de tantos años. No fue don Mercurio, fui yo quien se la llevó de la Casa de las Torres, porque él me lo había ordenado, desde luego, les atamos unos trozos de fieltro a los cascos de los caballos, Verónica y Bartolomé, y bajamos en el coche por la calle del Pozo sin hacer ningún ruido, a las cuatro de la madrugada, don Mercurio me esperó dentro, con las cortinillas echadas, mientras yo saltaba por una tapia medio derribada y me colaba en la casa, levántela con mucho cuidado, Julián, me había dicho don Mercurio, con el sillón y todo, no vaya a deshacerse, y para alumbrarme por los sótanos cuando la trajera en brazos yo me había provisto de uno de esos gorros con candil que usan los mineros, pero no veas el susto que me llevé cuando iba a bajar los peldaños del sótano, vi una luz y oí a alguien que subía, me pegué a la pared, en el hueco de las escaleras, yo pensaba que sería la guardesa y que iba a perseguirme a gritos con su porra de vaquero, pero mira por dónde el que apareció en la trampilla fue Ramiro Retratista, andaba como borracho, pasó a mi lado y ni me vio, aunque me rozó los pies la luz de su linterna. Bueno, pues bajé al sótano y levanté la momia, con el sillón y todo, no pesaba más que un vilano, la saqué de allí alumbrándome con mi candil de minero y por poco se me cae cuando tuve que saltar otra vez la tapia, menos mal que yo estaba entonces muy ágil, la encajé dentro del coche al lado de don Mercurio, que parecía que se estuvieran hablando, y volvimos a casa sin que nadie nos viera. Don Mercurio, le dije, con la momia en brazos como una paralítica, dónde quiere usted que la ponga, pues por ahora en mi gabinete, Julián, y más adelante ya le buscaremos mejor acomodo. Quería disimular, porque le daba vergüenza, estas locuras a mis años, Julián, me decía, pero estaba muy raro, más viejo que nunca pero como con maneras de chiquillo, sería lo que él llamaba la demencia senil, le preparé un vaso de leche caliente, porque se había destemplado, encendí la lumbre y me dijo que tuviera mucho cuidado, no fuera a saltarle una chispa a la momia y ardiera en un minuto igual que la yesca, pobre don Mercurio, le eché una manta sobre las rodillas y seguía temblando de frío, me pidió su Biblia, él ya no tenía fuerzas ni para levantarla, miraba a la momia con los ojos húmedos, se limpiaba una gotita que le brillaba en la punta de la nariz, procure no juzgarme, Julián, eso me decía, pero yo quise mucho a esta mujer cuando los dos teníamos veintitantos años y hasta ayer por la mañana no supe qué había sido de ella. Figúrate la escena, al amanecer, a la luz de un quinqué y de la lumbre, un viejo de casi un siglo lloriqueando con una manta en las rodillas y leyendo unas cosas muy verdes en aquella Biblia, que no era como las nuestras, sino una Biblia protestante, y una mujer de carne momia que casi parecía estar viva y mirándonos a los dos cuando le daba en los ojos la claridad de la lumbre. ¿Que yo qué hice? Pues qué iba a hacer, lo que don Mercurio me mandaba, cerrar bien todos los postigos, limpiarle el polvo con un plumero a aquella señora, que se llamaba Águeda, por cierto, y procurar no mirarla a los ojos para que no me diera un escalofrío, oír a don Mercurio y atizar la lumbre y menear el brasero mientras él me hablaba, y si lo mismo que me dijo que me colara como un ladrón en la Casa de las Torres para robar un cadáver me llega a decir, Julián, tírese usted a un pozo, pues me habría tirado, no ves que era para mí un padre y un abuelo, mi consejero y mi maestro, todo junto, si me daba no sé qué oírle ese lloriqueo, tenía que parar de hablarme para sonarse los mocos y no fatigar demasiado el corazón, y yo le decía, venga, don Mercurio, vamos a dormir, que ya está clareando, pero él nada, Julián, déjeme seguir, déjeme acordarme de lo que me decía al oído esta mujer cuando el ultramontano de su marido se iba a visitar cortijos y santuarios y nos quedábamos solos en sus habitaciones, con la disculpa de que yo era el médico de la familia, ella en camisa, Julián, con las carnes más blancas y más suaves que yo he visto nunca, le caía el pelo por los hombros cuando se soltaba los tirabuzones, examíname, doctor, eso me decía mordiéndome la oreja, que me está quemando un mal muy grande, nos moríamos de gusto, Julián, nos escocía todo, y cuanto más nos dolía disfrutábamos más, yo iba por la calle y me temblaban las piernas, bebía leche y huevos crudos para fortalecerme el organismo, porque tenía miedo de quedarme tísico, y si pasábamos un día sin abrazarnos carnalmente al menos una vez nos entraban sudores y sufríamos insomnio, como los morfinómanos, llegaba de visita a la Casa de las Torres y nada más abrirse la puerta del salón donde ella y su marido estaban esperándome la olía con más finura de olfato que un perdiguero, entiéndame, Julián, no su jabón de tocador, ni el agua de rosas ni los polvos de arroz que se ponía en la cara, sino el flujo que le mojaba los muslos en cuanto me veía.
Qué cosas, dice Julián, mirando de soslayo hacia las mesas cercanas, con un poco de desdén por la vejez aceptada de los otros y la puerilidad de sus juegos, si la monja me oyera, pero no creas, que yo también me ponía colorado con lo que me contaba don Mercurio, tenía entonces unos treinta años pero sabía menos de mujeres de lo que sabe ahora cualquier chiquillo de catorce, a ver, con la vida tan negra que llevábamos, lo más que había hecho era ir a una casa de trato, ya me entiendes, de putas, así que esos delirios de los que me hablaba don Mercurio me sonaban a cosa de película, o de aquellas novelas verdes que alquilaban en los soportales de la plaza antes de la guerra, y me dio envidia, vaya si me dio, con ochenta años que tengo todavía no se me ha pasado, aquel viejo que. se podía desmadejar con un soplo había disfrutado mucho más en su juventud de lo que disfrutaría yo en toda la vida, y leía su Biblia y se acordaba, qué palabras, lástima que no tenga yo memoria para poder repetírtelas, me dijo que cuando no estaba el marido se las leía a ella, que sus tetas eran racimos y su ombligo una copa y su vientre un puñado de trigo, cosas así, cerraba el libro, se miraban y se volvían locos, eso me contó, una vez tuvieron que esconderse dentro de un armario y se las arreglaron para desahogarse sin que los criados ni el marido oyeran nada, pero al final los cogieron, no me preguntes cómo porque don Mercurio no me lo quiso contar, lo que sí me dijo es que por entonces ya sabía que ella estaba preñada, a él por poco lo degüellan, tuvo que poner agua por medio y acabó en Filipinas y después en Cuba, cuando la guerra de entonces, curó de la malaria a no sé cuántos miles de soldados, y se vino a España con ellos en el último vapor que salió de La Habana, le faltó tiempo para volver a Mágina, recién desembarcado en Cádiz, y cuando llegó a la plaza de San Lorenzo con el corazón en un puño, ya puedes figurártelo, vio la Casa de las Torres sin más ocupantes que una guardesa, la madre de la que tú conociste, y nadie supo darle razón de adónde habían ido los señores, ni se acordaban ya de ellos después de tantos años. Preguntó en todas partes, viajó por no sé cuántos sanatorios de España, porque alguien le había dicho que la señora estaba débil de los pulmones y que su marido se la llevó de Mágina para que el clima no la perjudicara, incluso escribió en francés y en alemán a los mejores sanatorios de Suiza, y lo único que pudo averiguar, por mediación de una partera vieja que tenía medio perdida la memoria, fue que su amante había dado a luz un hijo, y que nada más nacer lo echaron a la inclusa. Mire lo que ha sido mi vida, Julián, me decía aquella noche, con aquella manera de hablar tan adornada que tenía, primero una página del Cantar de los Cantares y luego una miserable novela por entregas…
¿Que si encontró al hijo? Digo si lo encontró, como don Mercurio se empeñara en algo no había nada ni nadie que se le pusiera por delante, pero a mí no quiso decirme quién era, sólo que vivía en Mágina y que se había negado a conocer a su padre, las rarezas de entonces. Yo le seguía preguntando, pero él me cortó en seco, moviendo así la mano, como si espantara una mosca, me pidió que me acercara, que me parece que lo estoy viendo, más amarillo que la momia, con su gorro de terciopelo, y me dijo, Julián, antes de morirme debo decirle algo, tuve un hijo en mi juventud y lo perdí, y no lo culpo porque no quisiera conocerme ni recibir de mí ningún beneficio, pero en la vejez encontré a otro, usted, así que a lo mejor he podido remediar una parte del daño que hice engendrando a alguien que estaba destinado a la humillación y a la pobreza. Eso me dijo, con las mismas palabras. La gente ya no habla así, ni en las películas antiguas que ponen en la televisión, y si es entonces, en mis tiempos, tampoco, yo no le entendía a don Mercurio la mitad de las cosas, y menos desde que robamos la momia y empezó a no salir ni para sus paseos higiénicos, había que estar siempre con los postigos cerrados, porque la luz del día la dañaba, y el aire libre, hasta el calor, de manera que don Mercurio no me permitía encender la lumbre ni ponerle brasero bajo las faldillas, el pobre tiritaba de frío envuelto en sus mantas, que daba pena verlo, cada día más consumido y más callado, hasta que se dio cuenta de que la momia, Águeda, empezaba a echarse poco a poco a perder, como las momias egipcias, se le agrietaba la cara, se le caían rizos de pelo, entonces fue cuando me hizo llamar al escultor, Utrera, lo esperaba igual que esperan a un médico en una casa donde hay alguien muy malo, y lo tuvo trabajando allí no sé cuántos días, hasta por la noche, no lo dejaba irse a dormir, y qué bien que la sacó aquel hombre, con todos sus detalles, como a esas vírgenes y santos que hacía para las iglesias, que parece que van a hablarle a uno, y todo a contra reloj, como dicen ahora en las noticias, porque a la pobre Águeda ya no había quien la conociera, te lo puedes figurar, don Mercurio ni entraba a mirarla, se le caía todo, se quedaba calva a pegotes, como esos que tienen cáncer, se le deshacía la nariz, una lástima, con el reparo que me daba al principio yo hasta había empezado a tomarle cariño, le rozaba el vestido con la mano y se me quedaba llena de una cosa como la ceniza que me sofocaba la garganta, igual que el polvo de la trilla. Don Mercurio volvió a entrar en el gabinete cuando Utrera ya había terminado su trabajo, y ya no se movió de allí, algunas noches ni me dejaba que lo llevara a acostarse, leía su Biblia con la lupa y me advertía siempre que añadiera mucha ceniza a las ascuas del brasero, para que el calor no dañara a la nueva Águeda, y no me preguntó qué había hecho con la antigua, con lo poco que quedaba de ella, me da escrúpulo acordarme, lo recogí todo con una escoba lo mejor que pude, lo guardé en un saco y prendí una hoguera en el corral, y hasta le recé un padrenuestro mientras subía el humo, más que nada por educación, porque ya entonces era yo tan ateo como don Mercurio…
Sin darnos cuenta nos hemos ido quedando solos, el televisor todavía encendido retumba más en el salón casi desierto, una mujer de bata y cofia blancas lleva del brazo a un anciano que arrastra las zapatillas de goma sobre las baldosas y tiene un continuo temblor en el mentón y en las manos, su cara no me resulta desconocida, pero me niego a saber quién es, a recordar cómo fue y dónde lo he visto otras veces. Suena un timbre como los que señalaban el final de las clases en el instituto, la cena, dice Julián con asco y resignación, sopa de sobre, jamón york a la plancha y croquetas congeladas, me pide que lo disculpe, aquí ha perdido la costumbre de hablar y se le va el santo al cielo, aquí no hay más que muertos que todavía respiran, y la mitad de ellos ni andan, hace ademán de levantarse, le tiendo una mano y la rechaza, se pone en pie con un simulacro difícil de energía, es más alto que yo, pero camina de una manera extraña, con el torso ligeramente inclinado y las rodillas demasiado abiertas, me pregunta por mi trabajo, ha oído que tengo una colocación muy buena en el extranjero y que hablo más lenguas que un ministro, en la puerta del comedor, de donde viene un vaho hediondo, como el de los cuarteles, me aprieta muy fuerte la mano al despedirse de mí y me da recuerdos para mi abuelo Manuel, dile que de parte de Julián el taxista, el de los coches, le explico que probablemente no se acordará y ladea la cabeza, seguro que sí, tú díselo y verás como por lo menos se sonríe, con la de aventuras que corrimos juntos por las tabernas de flamencos. Me da la espalda, se cierran tras él las puertas batientes, con marcos blancos y cristal esmerilado, vuelven a abrirse y lo veo avanzar en medio de un pasillo, muy alto, con su nuca ancha y pelada, con los brazos colgando separados del cuerpo y las piernas abiertas, más frágiles que el torso. Entre el humo de la sopa me miran viejas caras alineadas, de una ruinosa fealdad, suena en los altavoces una moderna canción litúrgica acompañada de guitarras, hay en los muros de los corredores, sobre los azulejos sanitarios, pósters de amaneceres con frases poéticas y de cristos melenudos y afables, paso junto a un banco donde una mujer sumida en la decrepitud aferra con sus dedos artríticos las cuentas de un rosario, quiero salir cuanto antes de aquí, no seguir percibiendo este olor ni escuchando de lejos esas voces y esas canciones blandas con guitarras, el sonido de los cubiertos sobre los platos de duralex, el roce de pasos lentísimos y solitarios en las baldosas, miro el reloj, son las nueve de la noche, las tres de la tarde en Nueva York, aún faltan intolerablemente varias horas para que tú subas al avión y una eternidad para que llegues a Madrid y tomes el autobús hacia Mágina.
Salgo a la calle y agradezco el frío, el ruido y las voces de los bares, las caras jóvenes, las luces de los escaparates, me doy cuenta de que camino más aprisa de lo que tengo por costumbre, estoy todavía escapándome del asilo, miro a mi alrededor y nada de lo que allí he dejado parece existir, esos hombres y mujeres no son de este mundo, sobreviven ocultos como leprosos, como refugiados en un país indiferente y extranjero, arrojados de la ciudad que hace dos generaciones fue suya, incapaces ahora de reconocerla si pudieran salir, de cruzar a la velocidad necesaria un paso de peatones, aliados de antemano a los muertos, mucho más semejantes a ellos que a los vivos. Yo oigo sus voces, pero no quiero que me atrapen, ahora advierto el peligro de aventurarse demasiado en la memoria o en las mentiras de otros, incluso en las de uno mismo. Cuando éramos niños nos aseguraban que si llegábamos a oír cantar a la Tía Tragantía la noche de San Juan estábamos perdidos, porque nos llevaría embrujados tras ella. De pronto no quiero escuchar otra voz que la tuya y no tener más patria que tú ni más pasado que los últimos meses. Veo en un escaparate un vestido negro y ajustado a los muslos de plástico de un maniquí que tiene puesta una peluca roja y me excita imaginarte con él una noche tibia y futura de mayo. Te nombro, pienso en tu nombre igual que intento acordarme de tu cara, lo repito en voz alta, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, y al decir sus sílabas casi paladeo el gusto de tu boca, de tus labios mojados, de tu lengua lamiéndome la cara cuando me ciego tendido sobre ti y ya no sé quién soy, ni quién eres tú, en ese momento en que perdemos la singularidad de nuestros rasgos y nombres y hasta la gravitación de nuestras vidas sobre la conciencia y no somos más que una hembra y un varón furiosamente apareados que sudan y aprietan los dientes y chocan entre sí, ajenos a las dilaciones y rodeos de la ternura y a los sonidos del lenguaje humano, primitivos, voraces, con besos que apetecen convertirse en mordiscos y caricias detenidas en el límite del arañazo, con las pupilas idas y las facciones trastornadas, emitiendo gruñidos y quejas, huyendo la mirada del otro o mirándonos con una intensidad en la que tal vez haya una dosis de espanto, creyendo morir, lentamente revividos unos minutos más tarde, recobrando poco a poco el aliento y el uso de las palabras, la facultad de sonreír con una apaciguada sensación de conjura y algo de vergüenza, porque hemos ido más lejos de lo que nos parecía posible y dejado atrás en el desvarío de ese trance todas las justificaciones, las moralidades y las prudentes reservas del amor y nos da miedo y orgullo habernos ofrecido e inmolado, bebido y lamido el uno al otro en una especie de sacrificio humano. Te reirías de mí si me vieras ahora, si bajaras la mirada hacia la cremallera de mi pantalón, como cuando estábamos en un restaurante y te habías descalzado para acariciarme con el pie y yo te pedía que no te levantaras aún, que ni siquiera me rozaras la mano, qué bochorno, en Mágina, yo solo, por la calle Nueva, mirando vestidos de mujer en los escaparates que ya anuncian a finales de enero la moda del verano, esa enigmática y prometedora estación que tú y yo no hemos conocido juntos, acordándome de ti, menos mal que los faldones del chaquetón ocultan el descaro, a don Mercurio le pasaría lo mismo en su juventud cuando entrara en la Casa de las Torres, aunque a él lo protegería la levita, o la capa, me imagino contándotelo todo, te lo iba contando mientras escuchaba a Julián, te veía a mi lado, orgulloso de ti, muy atenta, acodada en la mesa, apartándote el pelo que se te viene a la cara, próxima y real, a seis mil kilómetros de distancia, bajando mañana noche, tomada de mi brazo, por la plaza del General Orduña, perezosa, cansada, impaciente por volver a la habitación, y yo observando con vanidad secreta las miradas que se detienen en ti mientras sigo contándote lo que Julián me ha contado, lo que le contó a él don Mercurio hace medio siglo, las cosas que me contó mi madre de mi bisabuelo Pedro: tantas voces, a lo largo de tantos años, y casi ninguna dijo la verdad, pero tal vez en eso se parecen a las nuestras e importa más lo que callaron, no los deseos ni los sueños, sino el puro azar de los actos olvidados o secretos que perduran en las ramificaciones de sus consecuencias. Oigo mis pasos en la calle del Pozo, el toque de silencio en el cuartel, las campanadas de las once, veo la luz en la esquina de la plaza de San Lorenzo, ya vas camino del aeropuerto, el taxi corre hacia el norte junto a la orilla del East River, tal vez se queda parado en un atasco, pero eso a ti no te inquieta, si fuera yo me mordería las uñas, nada más que de pensarlo me pongo nervioso, tú miras con calma por la ventanilla, te pintas los labios, lees un periódico o hablas con el taxista, tan convencida de que vas a venir que ni se te ocurre la posibilidad de perder el vuelo, tan serena que muy probablemente apurarás el último minuto deambulando sin prisa por la tienda libre de impuestos y serás la última pasajera que suba al avión, sonriendo siempre a un paso del desastre que no llega a ocurrir, como un personaje distraído y miope de los dibujos animados que se inclina admirativamente sobre una mariposa justo a tiempo de eludir por milímetros la trayectoria de una bala. En el comedor de mi casa mi madre hace punto mirando una película en la televisión y mi abuelo Manuel se ha dormido o finge que duerme al calor del brasero y sueña un recuerdo de su juventud que habrá olvidado cuando abra por un instante sus ojos y no sepa dónde está. En un avión medio vacío que sobrevuela de noche el océano Atlántico a diez mil metros de altura una mujer de pelo rojizo y ojos adormilados y castaños reclina la cabeza en el borde curvado de la ventanilla por la que no ve nada más que oscuridad y calcula cuántas horas le faltan para llegar a Madrid. Julián el de los coches respira tendido boca arriba en una cama del asilo, oye ronquidos brutales, llantos agudos y seniles, jadeos quejumbrosos de enfermos o de moribundos, piensa en el hombre joven que lo visitó esta noche, se acuerda del modo en que resonaban los cascos de los caballos y las ruedas del coche de don Mercurio en los callejones de Mágina y en la fachada de la Casa de las Torres. Tras la ventana ancha y enrejada de una tienda que hace esquina a la calle Real la luz de una farola se refleja muy débilmente en las pupilas de una estatua de cera. En un museo de Nueva York los bedeles van apagando cansinamente los focos y dejan en penumbra un cuadro de Rembrandt en el que apenas puede verse ya la silueta de un caballo blanco a galope y la cara pálida del jinete que lleva un gorro tártaro. En Mágina, en la plaza del General Orduña, cuya estatua fusilada de bronce se inclina ligeramente hacia el sur, sigue encendida la luz eléctrica en uno de los balcones de la comisaría, suenan pesadamente las campanadas del reloj y alguien que no logra dormir no acierta a contarlas. En un apartamento de Bruselas donde vibra ruidosamente el motor de un frigorífico vacío la claridad sucia del alba ilumina una lata de cerveza consumida hasta la mitad y un periódico abierto que tiene fecha de hace más de un mes. En el interior de un baúl arrinconado contra la pared de un dormitorio de Manhattan hay guardados varios miles de fotografías en blanco y negro y una Biblia traducida al español en el siglo XVI por un clérigo fugitivo y hereje, editada en Madrid en 1869, encuadernada en cuero negro, carcomida en los márgenes. A dos metros bajo el césped helado de un cementerio de New Jersey yace rígido y pudriéndose el cuerpo del comandante Galaz, y en otro extremo del mundo, en los ficheros de una oficina de Nairobi, están archivadas las fotografías y las huellas digitales de un colombiano de treinta y cuatro años que se llamaba Donald Fernández y fue enterrado hace meses en una fosa común. Para soportar la última noche de la espera, la noche doble de los amantes solitarios, alguien ingiere dos pastillas de valium y un vaso de agua y cierra los ojos, oye igual que en su infancia ruidos de carcoma, cantos lejanos de gallos y ladridos de perros, cree dormirse escuchando el motor de un avión. Un piso más abajo una mujer de sesenta y un años se desvela junto al marido que ronca y considera un deber y un gesto de lealtad que no se le mitigue el dolor por la muerte de su madre.
Soy yo quien te habla, quien se acuerda de ti, yo el que despierta con el sol en los ojos y piensa que hoy mismo habrás venido, que ya aguardas aturdida de sueño en una sórdida estación de autobuses, vestida de viaje, con una cazadora negra, un pantalón ajustado y unas cortas botas puntiagudas, quien una hora antes de que llegues ya ha subido a esperarte, para evitar toda incertidumbre, comprueba el panel de horarios, interroga angustiosamente a un empleado, te ve buscarlo tras la ventanilla del autobús que acaba de irrumpir en la estación con diez minutos imperdonables de retraso, tira el cigarrillo, le parece que el corazón se le ha alojado en el estómago, se adelanta hacia ti entre borrosos viajeros y al ver tu melena despeinada y la tranquila felicidad con que ya le sonríes al reconocerlo piensa, dice en voz baja, un segundo antes de que te abraces golosa y desesperadamente a él, como si rezara una letanía, Dog, Siod, Brausen, Elohim, quienquiera que no seas y dondequiera que no estés, señor de las bestias y de los gusanos, legislador de océanos y muchedumbres aniquiladas de hombres, dueño insensato de la ironía y de la destrucción y del azar, tú que la hiciste a la medida exacta de todos mis deseos, que modelaste su cara y su cintura y sus manos y tobillos y la forma de sus pies, que me engendraste a mí y me fuiste salvando día a día para que me hiciera hombre y la necesitara y la encontrara, que la llevaste una mañana a una hora precisa a un lugar de Madrid y luego me concediste el privilegio de que apareciera en la cafetería de un hotel de Nueva York, no permitas que ahora la pierda, que me envenene el miedo o la costumbre de la decepción, guárdala para mí igual que guardaste a sus mayores para que la trajeran al mundo y sembraste el coraje una noche de julio en el corazón atribulado de su padre y lo enviaste al destierro con el único propósito de que ella naciera para mí veinte años después, y si a pesar de todo me la vas a quitar, no permitas la lenta degradación ni la mentira, fulmíname en el primer segundo del primer minuto de rencor o de tedio, que me quede sin ella y sufra como un perro pero que no me degrade confortablemente a su lado, que no haya tregua ni consuelo ni vida futura para ninguno de los dos, que las manos se nos vuelvan ortigas y tengamos que mirarnos el uno al otro como dos figuras de cera con ojos de cristal, pero si es posible, concédenos el privilegio de no saciarnos jamás, alúmbranos y ciéganos, dicta para nosotros un porvenir del que por primera vez en nuestras vidas ya no queramos desertar. Recuerdo lo que aún no he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid, abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos, no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, dice Nadia, pero me da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo.