V EL LIBRO DEL CASTILLO

1

El ascenso desde las profundidades del Laberinto se efectuó con más rapidez que el descenso, porque en la bajada de la interminable espiral Valentine había sido un desconocido aventurero obligado a usar sus garras para superar a una burocracia impasiblemente indiferente, mientras que en la subida era un Poder del reino.

No le estaba reservado un tortuoso ascenso nivel tras nivel, anillo tras anillo, por las complejidades del cubil pontificio, la Casa de los Archivos, la Arena, el Paraje de las Máscaras, el Corredor de los Vientos y el resto de lugares. En esta ocasión él y sus seguidores subieron, rápidamente y sin estorbos, por la ruta reservada a los Poderes.

En tan sólo unas horas llegaron al anillo exterior, al iluminado y populoso punto de transición situado en los confines de la ciudad subterránea. Pese a la velocidad del ascenso, la noticia de la identidad de Valentine había viajado de un modo aún más rápido. Fuera como fuera, se había propagado el rumor de que la Corona estaba allí, una Corona misteriosamente transformada pero Corona a pesar de todo, y cuando Valentine salió del pasadizo imperial, un gran gentío congregado le miró como si acabara de surgir una criatura de nueve cabezas y treinta patas.

Era un gentío silencioso. Algunas personas hicieron el signo del estallido estelar, varias gritaron su nombre. Pero la mayoría se contentó con mirar. El Laberinto era el dominio del Pontífice, al fin y al cabo, y Valentine sabía que la adulación que una Corona recibía en otros lugares no era probable allí. Admiración, sí. Respeto, sí. Curiosidad, sobre todo. Pero nada de los vítores y saludos que Valentine vio conceder al falso lord Valentine cuando éste recorría las calles de Pidruid en la gran procesión. Así está bien, pensó Valentine. Había perdido la práctica de ser objeto de adulación, y además era un detalle que nunca le había preocupado. Era suficiente, y más que suficiente, que ellos le aceptaran, en ese momento, como el personaje que él afirmaba ser.

—¿Será todo tan fácil? —preguntó a Deliamber—. ¿Simplemente recorrer Alhanroel afirmando que soy el auténtico lord Valentine, y el poder volverá a mis manos?

—Lo dudo bastante. Barjazid continúa teniendo el semblante de la Corona. Todavía posee los sellos de poder. Aquí, puesto que los ministros del Pontífice afirman que usted es la Corona, los ciudadanos le alabarán como Corona. Si hubiera dicho que usted es la Dama de la Isla, probablemente le aclamarían como Dama de la Isla. Creo que será diferente en otros lugares.

—No quiero derramamientos de sangre, Deliamber.

—Nadie los quiere. Pero la sangre correrá antes de que usted vuelva a ocupar el trono de Confalume. No hay forma de evitarlo, Valentine.

—Casi preferiría entregar el poder a Barjazid que hundir estas tierras en una convulsión de violencia —dijo tristemente Valentine—. Yo amo la paz, Deliamber.

—Y paz es lo que habrá —dijo el diminuto mago—. Pero la senda de la paz no siempre es pacífica. ¡Mire, allí! ¡Su ejército ya está agrupándose, Valentine!

Valentine vio, no a mucha distancia, un grupo de personas, algunas conocidas, otras desconocidas. Allí estaban todos los que habían entrado en el Laberinto con él, la banda que había ido formando en su viaje alrededor del mundo, los skandars, Lisamon, Vinorkis, Khun, Shanamir, Lorivade y los miembros de la guardia personal de la Dama, y muchos más. Pero también había varios cientos de personas que lucían los colores del Pontífice, ya formadas, el primer destacamento de… ¿de qué? No eran soldados, el Pontífice no tenía soldados. ¿Una milicia civil, en ese caso? El ejército de lord Valentine, en cualquier caso.

—Mi ejército —dijo Valentine. La palabra tenía un amargo sabor—. Un ejército es algo que parece surgido de los tiempos de lord Stiamot, Deliamber. ¿Cuántos miles de años han transcurrido desde que hubo la última guerra en Majipur?

—Las cosas han estado tranquilas durante mucho tiempo —dijo el vroon—. Sin embargo existen ejércitos pequeños. La guardia personal de la Dama, los servidores del Pontífice… ¿Y qué me dice de los caballeros de la Corona, eh? ¿Cómo los denomina, si no ejército? Llevan armas, reciben instrucción en los campos del Monte del Castillo… ¿Qué son, Valentine? ¿Hombres y mujeres de la nobleza que se divierten con jueguecitos?

—Eso pensaba yo, Deliamber, cuando era uno de ellos.

—Es hora de pensar de otra manera, mi señor. Los caballeros de la Corona forman el núcleo de una fuerza militar, y sólo un inocente opinaría de otra forma. Como usted descubrirá ineludiblemente, Valentine, cuando esté más cerca del Monte del Castillo.

—¿Acaso Dominin Barjazid va a lanzar contra mí a mis caballeros? —preguntó Valentine, horrorizado. El vroon le miró larga y fríamente.

—El hombre al que usted llama Dominin Barjazid es, en la actualidad, lord Valentine, la Corona, al que los caballeros del Monte del Castillo están unidos por juramento. ¿O lo ha olvidado? Con suerte y habilidad, tal vez pueda convencerlos de que su juramento fue hecho al alma y al espíritu de lord Valentine, y no a su rostro y a su barba. Pero algunos seguirán leales al hombre que piensan es usted, y alzarán la espada contra usted en su nombre.

La idea era nauseabunda. Desde la recuperación de su memoria, Valentine había pensado más de una vez en los compañeros de su vida anterior, los nobles hombres y mujeres entre los que había crecido, con los que había aprendido las artes principescas en tiempos más felices, cuyo amor y amistad fue esencial en su vida hasta el día en que el usurpador la destrozó. Aquel intrépido cazador que era Elidath de Morvole, el rubio y ágil Stasilaine, Tunigorn, tan rápido con el arco, y tantos otros… Ahora, sólo eran nombres para él, nebulosas figuras de un distante pasado, y no obstante esas sombras podían cobrar vida, color y vigor dentro de un momento. ¿Iban a ponerse en contra de él en una guerra? Sus amigos, sus amados compañeros de hacía mucho tiempo… Si tenía que luchar con ellos en provecho de Majipur, así lo haría, pero la perspectiva era consternadora. Valentine sacudió la cabeza.

—Tal vez podamos evitarlo. Vámosnos —dijo—. Ha llegado el momento de abandonar este lugar.

Cerca de la entrada conocida como Boca de las Aguas, Valentine celebró una jubilosa reunión con sus seguidores y conoció a los responsables de la fuerza que los ministros del Pontífice ponían a su disposición. Eran gente de capacitado aspecto, claramente estimulados por la oportunidad de salir de las tenebrosas profundidades del Laberinto. El líder era un hombre de corta estatura con el cabello muy rizado, corto y rojizo, y una barba corta y puntiaguda. Se llamaba Ermanar, y por su tamaño, movimientos y sinceridad podía haber pasado perfectamente por hermano de Sleet. A Valentine le resultó simpático desde el primer momento. Ermanar hizo el signo del estallido estelar de una forma rápida y mecánica, y sonrió cordialmente.

—Estaré a su lado, mi señor —dijo—, hasta que el Castillo vuelva a ser suyo.

—Esperemos que el viaje hacia el norte sea fácil —dijo Valentine.

—¿Ha elegido una ruta?

—Por barco fluvial, Glayge arriba, sería el camino más rápido, ¿no le parece?

—En cualquier otra época del año, sí. Pero han llegado las lluvias otoñales, y han sido anormalmente intensas. —Sacó un pequeño mapa de Alhanroel central que indicaba los distritos comprendidos entre el Laberinto y el Monte del Castillo en brillantes colores rojos sobre un fragmento de oscura textura—. Vea, mi señor. El Glayge desciende del Monte, forma el lago Roghoiz y emerge en este punto para continuar hasta la Boca de las Aguas. En estos momentos el río está muy cargado y es peligroso entre Pendiwane y el lago, es decir, cientos de kilómetros. Propongo ir por tierra hasta Pendiwane. Allí podríamos conseguir pasaje hasta las cercanías del nacimiento del Glayge.

—Parece sensato. ¿Conoce las carreteras?

—Bastante bien, mi señor. —Ermanar apoyó el dedo en el mapa—. Todo depende de si la llanura del Glayge está tan inundada como afirman los informes. Yo preferiría avanzar por el valle del Glayge, por aquí, bordeando el lado norte del lago Roghoiz, sin apartarnos mucho del río.

—¿Y si el valle está inundado?

—Entonces podemos usar las carreteras que hay más al norte. Pero allí la tierra es seca, desagradable, casi un desierto. Tendríamos problemas para encontrar provisiones. Y nos balancearíamos demasiado cerca de este lugar para mi tranquilidad.

Dio golpecitos en el mapa, en un punto situado al noroeste del lago Roghoiz.

—¿Velalisier? —dijo Valentine—. ¿Las ruinas? ¿Por qué le preocupan tanto, Ermanar?

—Un lugar malsano, mi señor, un lugar de mal agüero. Los espíritus deambulan por allí. Crímenes sin venganza manchan el aire. Las historias que cuentan de Velalisier no son de mi agrado.

—Inundaciones a un lado, ruinas visitadas por fantasmas al otro, ¿eh? —Valentine sonrió—. En ese caso, ¿por qué no vamos por el sur del río?

—¿Por el sur? No, mi señor. ¿Recuerda el desierto que atravesó en su viaje desde Treymone? En esa zona el terreno es peor, mucho peor. No hay una gota de agua, nada que comer aparte de rocas y arena. Prefiero avanzar por el centro de Velalisier que exponerme al desierto del sur.

—Entonces no tenemos elección, ¿no le parece? Será la ruta del valle del Glayge, y confiemos en que las inundaciones no sean tan malas. ¿Cuándo partimos?

—¿Cuándo desea partir? —preguntó Ermanar.

—Hace dos horas —dijo Valentine.

2

A primeras horas de la tarde las fuerzas de lord Valentine abandonaron el Laberinto por la Boca de las Aguas. Esta entrada era espaciosa y estaba espléndidamente ornamentada, como correspondía al principal acceso a la ciudad pontificia, por donde pasaban los Poderes por tradición. Una horda de moradores del Laberinto se congregó para contemplar la partida de Valentine y sus acompañantes.

Fue agradable volver a ver el sol. Fue agradable respirar aire puro, aire verdadero, una vez más… y no precisamente el cruel y seco aire del desierto, sino el equilibrado, dulce y suave aire de la zona inferior del valle del Glayge. Valentine ocupaba el primer vehículo de una larga procesión de coches flotantes. Ordenó que las ventanillas estuvieran abiertas.

—¡Igual que un vino joven! —exclamó, y respiró profundamente—. Ermanar, ¿cómo puede soportar la vida en el Laberinto, sabiendo que fuera hay todo esto?

—Nací en el Laberinto —dijo tranquilamente el oficial—. Mi familia ha servido al Pontífice durante cincuenta generaciones. Estamos acostumbrados a las condiciones.

—En ese caso, ¿le parece detestable el aire puro?

—¿Detestable? —Ermanar estaba sorprendido—. ¡No, no, ni mucho menos! Aprecio sus cualidades, mi señor. Me parece… ¿cómo diría yo? Me parece innecesario.

—A mí no —dijo Valentine, y se echó a reír—. ¡Y vea qué verde está todo! ¡Qué fresco, qué nuevo!

—Las lluvias otoñales —dijo Ermanar—. Aportan vida a este valle.

—Demasiada vida este año, tengo entendido —dijo Carabella—. ¿Aún no sabe hasta qué punto es grave la inundación?

—He enviado exploradores —replicó Ermanar—. Pronto tendremos noticias.

La caravana prosiguió su marcha en el plácido y benigno territorio al norte del río. El Glayge no tenía un aspecto particularmente turbulento, pensó Valentine; era un tranquilo río lleno de meandros, plateado bajo los últimos rayos del sol. Pero naturalmente no se trataba del auténtico río, sólo era una especie de canal construido miles de años atrás para unir el lago Roghoiz y el Laberinto. El Glayge en sí, recordaba Valentine, era mucho más impresionante, rápido y ancho, un noble río, aunque poco más que un arroyo si se le comparaba con el titánico Zimr del otro continente. En su anterior visita al Laberinto, Valentine navegó por el Glayge en verano, que por cierto fue muy seco, y le pareció un río muy tranquilo. Pero ahora la estación era distinta, y Valentine no deseaba volver a enfrentarse con un río desbordado, porque sus recuerdos del tormentoso Steiche aún estaban frescos. Si tenían que desviarse un poco hacia el norte, perfectamente. Aunque tuvieran que cruzar las ruinas de Velalisier, no sería tan terrible, si bien el supersticioso Ermanar necesitaría quizás que se le diesen algunos ánimos.

Esa noche Valentine notó la primera reacción del usurpador. Mientras dormía le llegó un envío del Rey, maléfico y severo.

Primero percibió ardor en su cerebro, un calor que aumentó con rapidez hasta convertirse en violenta conflagración que presionó con furiosa intensidad las vibrantes paredes de su cráneo. Sintió que una aguja de brillante luminosidad sondeaba su alma. Sintió el latido de dolorosas pulsaciones al otro lado de su frente. Y con estas percepciones llegó otra más penosa, una creciente sensación de culpa y de vergüenza que saturó su espíritu, un sentimiento de fracaso, derrota, acusaciones de haber traicionado y engañado al pueblo para cuyo gobierno fue elegido.

Valentine aceptó el envío hasta que no pudo soportarlo más. Finalmente lanzó un grito y despertó, bañado en sudor, tembloroso, sintiendo escalofríos, afectado por el sueño de una forma que no tenía precedentes.

—¿Mi señor? —musitó Carabella.

Valentine se incorporó, se tapó la cara con las manos. Durante unos momentos fue incapaz de hablar. Carabella le protegió con su cuerpo, le acarició la cabeza.

—Un envío —logró decir por fin—. Del Rey.

—Ha terminado, amor mío, ha terminado, ha terminado.

Carabella osciló de un lado a otro sin dejar de abrazarle, y poco a poco el terror y el pánico fueron menguando como la marea. Valentine levantó la cabeza.

—El peor —dijo—. Peor que aquel que tuve en Pidruid, nuestra primera noche.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—No. Creo que no. —Valentine sacudió la cabeza—. Ellos me han encontrado —susurró—. El Rey ha estudiado mi mente, y a partir de ahora no me dejará en paz.

—Sólo ha sido una pesadilla, Valentine…

—No. No. Un envío del Rey. El primero de muchos.

—Llamaré a Deliamber —dijo ella—. Él sabrá qué hay que hacer.

—Quédate aquí, Carabella. No me dejes.

—Todo va bien ahora. Es imposible recibir un envío mientras se está despierto.

—No me dejes —murmuró Valentine.

Pero ella le tranquilizó y le persuadió para que se acostara otra vez. Después fue en busca del mago, que se presentó con expresión grave y preocupada y tocó a Valentine para ocasionarle un sueño sin sueños.

La noche siguiente Valentine tuvo miedo de dormirse. Pero el sueño llegó finalmente, y con él otro envío, más terrorífico que el primero. Las imágenes danzaron en su mente: burbujas luminosas con siniestros rostros, brujos de color que se burlaban, ridiculizaban y acusaban, y astillas de ardiente brillo que volaban rápidamente y producían el mismo impacto que una puñalada. Y después unos metamorfos, fluidos y espectrales, dieron vueltas alrededor de Valentine, le señalaron con largos y delgados dedos, se rieron en agudos y sordos tonos, le llamaron cobarde, timorato, necio, bobo… Y unas voces detestables y zalameras cantaron cual ecos distorsionados la cancioncilla infantil:


El viejo Rey de los Sueños

tiene un corazón de piedra.

No duerme un solo momento

ni logra la soledad.


Risas, discordante música, cuchicheos justo al otro lado del umbral auditivo de Valentine… largas hileras de esqueletos bailaron… los difuntos hermanos skandars, horribles y mutilados, gritaron su nombre…

Valentine se obligó a despertar, y durante varias horas, macilento y consumido, paseó en el vehículo flotante.

Y una noche después llegó un tercer envío, peor que los otros dos.

—¿Nunca podré volver a dormir? —preguntó.

Deliamber le visitó acompañado de la jerarca Lorivade cuando él estaba hundido, pálido, exhausto.

—Me he enterado de sus problemas —dijo Lorivade—. ¿No le enseñó la Dama a defenderse con el aro? Valentine la miró con ojos inexpresivos.

—¿A qué se refiere?

—Un Poder no puede asaltar a otro, mi señor. —Lorivade tocó el arete de plata de la frente de Valentine—. Eso rechazará los ataques, si usted lo usa correctamente.

—¿Y cómo debo usarlo?

—Cuando se disponga a dormir —dijo ella— teja un muro de fuerza alrededor de usted. Proyecte su identidad, llene con su espíritu el aire que |le rodea. Ningún envío podrá dañarle en esas condiciones.

—¿Querrá adiestrarme?

—Lo intentaré, mi señor.

En su socavado y fatigado ánimo, Valentine apenas era capaz de proyectar una sombra de fuerza, y mucho menos la plena potencia de una Corona. Y aunque Lorivade le hizo practicar durante una hora el ejercicio de usar el aro, el cuarto envío llegó a Valentine durante esa noche. Pero fue más débil que los anteriores, y él logró escapar a los peores efectos, y finalmente se vio envuelto por un sueño tranquilo. Al amanecer se sintió casi totalmente recuperado, y practicó con el aro durante horas.

Otros envíos le llegaron en noches sucesivas: débiles, escudriñadores, buscando alguna brecha en la armadura de Valentine. Con creciente confianza, Valentine los rechazó. Notaba la tensión de la constante vigilancia, y la sensación le debilitó. Y hubo noches en que no percibió los zarcillos del Rey de los Sueños intentando entrar a hurtadillas en su alma dormida. Pero Valentine mantuvo su guardia y no sufrió daño.

Durante otros cinco días avanzaron hacia el norte junto a la parte inferior del Glayge, y durante el sexto volvieron los exploradores de Ermanar con noticias sobre los territorios cercanos.

—Las inundaciones no son tan graves como nos dijeron —explicó Ermanar.

—Excelente —dijo Valentine—. ¿Continuaremos hasta el lago y nos embarcaremos allí?

—Hay fuerzas hostiles entre este punto y el lago.

—¿Fuerzas de la Corona?

—Hay que suponer eso, mi señor. Los exploradores sólo han dicho que subieron al cerro de Lumanzar, desde donde se divisa el lago y la llanura circundante, y vieron tropas acampadas allí, y una considerable fuerza de mollitores.

—¡Guerra, por fin! —exclamó Lisamon Hultin. No parecía disgustada, ni mucho menos.

—No —dijo sombríamente Valentine—. Es demasiado pronto. Nos encontramos a miles de kilómetros del Monte del Castillo. No podemos iniciar la batalla tan al sur. Además, todavía confío en evitar la guerra… o al menos en retrasarla hasta el último momento.

—¿Qué piensa hacer, mi señor?

—Seguir hacia el norte por el valle del Glayge, igual que hasta ahora, pero desviarnos hacia el noroeste si ese ejército avanza hacia nosotros. Pretendo esquivarlo, si es posible, y navegar río arriba a continuación. Esas tropas continuarán estacionadas en el lago Roghoiz, esperando que aparezcamos.

Ermanar pestañeó.

—¿Esquivarlo?

—A menos que mi suposición sea incorrecta, Barjazid ha puesto ese ejército ahí para vigilar las cercanías del lago. No nos seguirá muy lejos tierra adentro.

—Pero tierra adentro…

—Sí, lo sé. —Valentine apoyó suavemente la mano en el hombro de Ermanar y, con toda la cordialidad y simpatía de que era capaz, dijo—: Perdóname, amigo mío, pero creo que tendremos que alejarnos del río hacia Velalisier.

—Esas ruinas me asustan, mi señor, y no soy el único que les tiene miedo.

—Cierto. Pero nos acompaña un poderoso mago, y personas muy valientes. ¿Qué pueden hacer unos cuantos fantasmas si enfrente tienen a gente como Lisamon Hultin, Khun de Kianimot, Sleet o Carabella? ¿O Zalzan Kavol? ¡Bastará con que el skandar ruja un poco para que echen a correr y no se detengan hasta llegar a Stoien!

—Mi señor, sus palabras son ley. Pero desde que yo era niño he oído siniestros relatos sobre Velalisier.

—¿Ha estado allí alguna vez?

—Naturalmente que no.

—¿Conoce a alguien que haya estado?

—No, mi señor.

—En ese caso, ¿puede afirmar que conoce, que conoce con certeza los peligros del lugar?

Ermanar jugueteó con los rizos de su barba.

—No, mi señor.

—Cerca de aquí hay un ejército de nuestro enemigo, y una horda de espantosos mollitores, ¿no es cierto? No tenemos la menor idea del daño que nos pueden causar los fantasmas, pero estamos completamente seguros de los problemas que causa la guerra. Opino que hay que eludir la pelea y correr el riesgo de los fantasmas.

—Yo preferiría lo contrario —dijo Ermanar, con una forzada sonrisa—. Pero estaré a su lado, mi señor, aunque me pida que recorra Velalisier a pie en una noche sin luna. Puede estar seguro.

—Lo estoy —dijo Valentine—. Y saldremos de Velalisier sin haber sufrido daño alguno de esos fantasmas, Ermanar. Puede estar seguro.

En ese momento se hallaban todavía en la misma carretera, con el Glayge a la derecha. El terreno empezó a subir poco a poco mientras avanzaban hacia el norte. Todavía no era el gran oleaje que señalaba las estribaciones del Monte del Castillo, sino únicamente un escalón en el camino, un escarceo externo del enorme solevantamiento de la piel del planeta. El río no tardó en hallarse treinta metros por debajo, en el valle, una fina y brillante hebra bordeada por arbustos silvestres. Y la carretera se retorcía en zigzags junto a un largo e inclinado bloque de tierra que, según dijo Ermanar, era el cerro de Lumanzar, desde cuya cumbre se podía ver a extraordinaria distancia.

Acompañado de Deliamber, Sleet y Ermanar, Valentine subió a lo alto del cerro para estimar la situación. Debajo, el territorio se extendía hacia el horizonte en terraplenadas curvas de nivel naturales que descendían hacia la inmensa llanura cuya característica principal era el lago Roghoiz.

El lago era enorme, casi un océano. Valentine recordaba que era extenso, tal como debía ser, porque el Glayge desaguaba toda la ladera suroeste del Monte del Castillo y vertía prácticamente todas sus aguas en ese lago. Pero el tamaño recordado por Valentine no se parecía en nada a la realidad. En ese momento comprendió por qué todas las poblaciones de los márgenes del lago estaban levantadas sobre pilotes: esos pueblos ya no ocupaban los márgenes del lago, se hallaban dentro de sus límites, y el agua debía estar lamiendo los pisos inferiores de las casas.

—Está muy agrandado —dijo Valentine a Ermanar.

—Sí, casi el doble de la superficie normal, me parece. De todas formas, las informaciones que nos dieron describían peor la situación.

—Como suele suceder —dijo Valentine—. ¿Y dónde está el ejército que vieron sus exploradores?

Ermanar escrutó el horizonte durante un largo momento con su tubo de larga vista. Tal vez, pensó ansiosamente Valentine, las tropas habían levantado el campamento para regresar al Monte, o quizá había sido un error de los exploradores y no existía ningún ejército, o bien…

—Allí, mi señor —dijo por fin Ermanar.

Valentine cogió el tubo y observó el otro lado del cerro. Al principio sólo vio árboles, prados y dispersos derrames del lago. Pero Ermanar orientó el tubo, y de pronto Valentine lo divisó. A simple vista los soldados parecían una congregación de hormigas cerca de la orilla del lago.

Pero no eran hormigas.

En el campamento próximo al lago había tal vez mil soldados, quizá mil quinientos. No era un ejército gigantesco, pero sí enorme en un mundo donde el concepto guerra estaba simplemente olvidado. Las fuerzas del enemigo eran numéricamente muy superiores a las de Valentine. Cerca del campamento pastaban ochenta o cien mollitores, enormes criaturas acorazadas cuyo origen sintético se remontaba a remotas épocas. En los juegos caballerescos del Monte del Castillo, los mollitores solían usarse como instrumentos de combate. Se movían con sorprendente rapidez con sus cortas y gruesas patas, y eran capaces de hacer grandes hazañas de destrucción. Sacaban su imponente cabeza de negras fauces del impenetrable caparazón para morder, destrozar y desgarrar. Valentine había visto mollitores destrozando un campo entero con sus fieras y curvadas garras mientras avanzaban pesadamente, chocando unos con otros, dándose topetadas con la cabeza con lerda rabia. Diez mollitores que bloquearan una carretera serían una barrera tan eficaz como un muro.

—Podríamos sorprenderlos —dijo Sleet—. Mandamos un pelotón para que cree confusión entre los mollitores, y saltamos sobre ellos desde el otro lado cuando…

—No —dijo Valentine—. Luchar sería un error.

—Si piensas —insistió Sleet— que vas a recuperar el Monte del Castillo sin que nadie sufra ni siquiera un rasguño en un dedo, mi señor, entonces…

—Espero que haya derramamiento de sangre —dijo firmemente Valentine—. Pero pretendo reducirlo al mínimo. Esas tropas son las tropas de la Corona genuina. No son el enemigo. Dominin Barjazid es el único enemigo. Sólo lucharemos cuando haya que hacerlo, Sleet.

—Entonces, ¿cambiamos la ruta tal como se ha planeado? —preguntó displicentemente Ermanar.

—Sí. Hacia el noroeste, hacia Velalisier. Después torceremos hacia el lado opuesto del lago y continuaremos por el valle en dirección a Pendiwane, suponiendo que no haya más ejércitos aguardándonos en el camino. ¿Tiene algún mapa?

—Sólo del valle y de la carretera de Velalisier, quizá la mitad del recorrido. El resto es tierra eriaza, mi señor, y los mapas indican pocos detalles.

—Entonces nos arreglaremos sin mapas —dijo Valentine.

Mientras la caravana descendía el cerro de Lumanzar en dirección a la encrucijada que le permitiría alejarse del lago, Valentine llamó a su coche al duque bandolero.

—Nos dirigimos a Velalisier —le dijo—, y es posible que tengamos que atravesar las ruinas. ¿Conoce esa zona?

—Estuve allí una vez, mi señor, cuando era mucho más joven.

—¿Buscando fantasmas?

—Buscando tesoros de los antiguos, para decorar mi mansión. Encontré poca cosa. El lugar debió ser saqueado cuando se derrumbó.

—¿No tuvo miedo de saquear una ciudad visitada por espectros?

Nascimonte se encogió de hombros.

—Conocía las leyendas. Yo era más joven, y no muy tímido.

—Hable con Ermanar —dijo Valentine —y preséntese como una persona que estuvo en Velalisier y vivió para contarlo. ¿Podrá guiarnos en las ruinas?

—Mis recuerdos del lugar tienen cuarenta años de antigüedad, mi señor. Pero haré lo que pueda.

Tras estudiar los remendados e incompletos mapas proporcionados por Ermanar, Valentine llegó a la conclusión de que la única ruta que no les pondría peligrosamente cerca del ejército que aguardaba en el lago era llegar casi a las afueras de la ciudad en ruinas, o a las mismas ruinas. Él no iba a arrepentirse. Las ruinas de Velalisier, por mucho que aterrorizaran a los crédulos, constituían un noble espectáculo según todos los informes. Y además, era improbable que Dominin Barjazid hubiera estacionado tropas allí para aguardarle. El desvío podía ser una ventaja si la falsa Corona esperaba que tomara la ruta previsible, Glayge arriba. Si el viaje por el desierto no era demasiado gravoso, tal vez pudieran mantenerse alejados del río hasta una zona muy al norte, y contar con la ventaja de la sorpresa cuando viraran finalmente hacia el Monte del Castillo. Que Velalisier exhiba tantos fantasmas como quiera, pensó Valentine. Era mejor cenar en compañía de fantasmas que bajar el cerro de Lumanzar para ir derechos a las fauces de los mollitores de Barjazid.

3

La carretera que se alejaba del lago les condujo por un terreno cada vez más árido. El denso suelo aluvial de tonos oscuros de la zona ribereña fue sustituido por una tierra suelta, arenosa, de color rojo ladrillo que servía de base una escasa población de plantas retorcidas y espinosas. La carretera se hizo más rugosa, dejó de estar pavimentada; era una irregular senda salpicada de grava que con tortuoso curso ascendía poco a poco las colinas que separaban la región del Roghoiz del desierto de la planicie de Velalisier.

Ermanar mandó exploradores con la esperanza de encontrar una senda transitable en el lado de las colinas que miraba al lago y evitar de este modo el acercamiento a la ciudad en ruinas. No había ningún paso, ninguno aparte de los senderos de cazadores que cruzaban un terreno demasiado abrupto para los vehículos. Había que ascender las colinas y descender hacia las fantasmagóricas regiones situadas al otro lado.

A últimas horas de la tarde iniciaron el descenso. Gruesas nubes iban ocupando el cielo —tal vez el frente de ataque de una tormenta que en esos momentos abofeteaba el valle del Glayge— y el ocaso, cuando se produjo, se extendió por el horizonte occidental igual que una gran mancha de sangre. Poco antes de la noche apareció una grieta en la cubierta de nubes y un triple rayo de luz de color rojo oscuro irrumpió por la brecha, iluminando la planicie y bañando la irregular inmensidad de las ruinas de Velalisier con un fulgor extraño y sobrenatural.

Grandes bloques de piedra azulada formaban un desordenado paisaje. Un recio muro de moldeados monolitos, de dos y en algunos puntos tres hiladas de altura, se extendía más de un kilómetro en el límite occidental de la ciudad, terminando bruscamente en un montón de caídos cubos de piedra. Más cerca, aún eran visibles los contornos de vastos edificios destrozados, todo un foro de palacios, atrios, basílicas y templos medio enterrados en la movediza arena de la planicie. Hacia el este se alzaba una hilera de seis colosales pirámides, puntiagudas y con estrechas bases, dispuestas muy juntas en línea recta, y también se veía un fragmento de una séptima pirámide, al parecer desmantelada con furiosa energía, porque los restos yacían esparcidos formando un amplio arco alrededor. Delante mismo, donde la carretera de montaña hacía su entrada en la ciudad, había dos espaciosas plataformas de piedra, dos o tres metros por encima de la superficie de la planicie y con tamaño suficiente para las maniobras de un importante ejército. Valentine vio a lo lejos la inmensa forma ovalada de lo que pudo haber sido un estadio, con altos muros y numerosas ventanas, con una brecha tosca e irregular en un extremo. Las dimensiones de todas las ruinas eran asombrosas, igual que su enorme superficie. Velalisier conseguía que las anónimas ruinas del otro lado del Laberinto, donde el duque Nascimonte sorprendió a Valentine, parecieran francamente triviales.

La grieta de las nubes se cerró de súbito. Los restos de luz diurna desaparecieron y la destruida ciudad se transformó en un lugar de mera e informe confusión, caóticas corcovas perfiladas sobre el horizonte del desierto mientras caía la noche.

—La carretera, mi señor —dijo Nascimonte—, pasa entre esas plataformas, cruza el grupo de construcciones que hay después, bordea las seis pirámides y sale por el lado noroeste. Será difícil verla en la oscuridad, aunque haya luna.

—No la seguiremos en la oscuridad. Acamparemos aquí y continuaremos por la mañana. Pretendo explorar las ruinas esta noche, aprovechando que estamos aquí. —El anuncio provocó un gruñido y una sorda tos a Ermanar. Valentine miró al menudo oficial, cuyo rostro estaba contraído y reflejaba desolación—. Valor —murmuró—. Creo que los fantasmas nos dejarán en paz esta noche.

—Mi señor, no es tema de broma para mí.

—No pretendo burlarme, Ermanar.

—¿Se adentrará solo en las ruinas?

—¿Solo? No, nada de eso. Deliamber, ¿querrá acompañarme? ¿Sleet? ¿Carabella? ¿Zalzan Kavol? Y usted, Nascimonte… Usted ya sobrevivió una vez. Tiene menos que temer que cualquiera de nosotros. ¿Qué contesta?

El cabecilla de los bandoleros sonrió.

—Estoy a sus órdenes, lord Valentine.

—Excelente. ¿Y tú, Lisamon?

—¡Naturalmente, mi señor!

—En ese caso tenemos un grupo de siete exploradores.

Partiremos después de cenar.

—Ocho exploradores, mi señor —dijo en voz baja Ermanar. Valentine frunció el ceño.

—No hay ninguna necesidad de que…

—Mi señor, le prometí permanecer a su lado hasta que el Castillo vuelva a ser suyo. Si entra en la ciudad muerta, yo entraré con usted en la ciudad muerta. Si los peligros son irreales, no hay nada que temer. Y si son reales, mi lugar está con usted. Por favor, mi señor.

Ermanar parecía hablar con total sinceridad. Su cara estaba tensa, su expresión era nerviosa, pero ello se debía, pensó Valentine, más a la preocupación de quedar excluido de la expedición que al temor a lo que pudiera acechar en las ruinas.

—Muy bien —dijo Valentine—. Un grupo de ocho.

Casi hubo luna llena esa noche, y su frío brillo iluminó la ciudad y permitió verla con gran detalle, dejando al descubierto de un modo despiadado los efectos de miles de años de abandono, un detalle que el fulgor rojo del crepúsculo, más suave y fantástico, no había dejado ver. En la entrada, un letrero desgastado y casi ilegible afirmaba que Velalisier era una reserva histórica del reino por orden de lord Siminave la Corona y el Pontífice Calintane. Pero esos Poderes habían gobernado hacía cinco mil años, y la impresión era que no se habían efectuado excesivos trabajos de mantenimiento desde aquella época. Las piedras de las dos grandes plataformas que flanqueaban la carretera estaban agrietadas y eran desiguales. En sus grietas crecían hierbas de correoso tallo que con irresistible paciencia ejercían un efecto de palanca para destrozar los inmensos bloques. En algunos puntos ya había cañones abiertos entre bloque y bloque, con tamaño suficiente para que grandes arbustos enraizaran allí. Lógicamente, dentro de cien o doscientos años, un bosque de retorcida y leñosa vegetación tomaría posesión de las plataformas y los grandes bloques cúbicos quedarían completamente fuera de la vista.

—Habría que limpiar todo esto —dijo Valentine—. Ordenaré que restauren las ruinas para que queden tal como eran antes de que la maleza empezara a crecer. ¿Cómo es posible que se haya tolerado esta negligencia?

—Nadie se preocupa por este lugar —dijo Ermanar—. Nadie moverá un dedo por este lugar.

—¿Debido a los fantasmas? —preguntó Valentine.

—Debido a que es una ciudad metamorfa —dijo Nascimonte—. Eso hace que sea un lugar doblemente maldito.

—¿Doblemente?

—¿No conoce la leyenda, mi señor?

—Cuéntemela.

—Sea verdad o no, es la leyenda que me contaron cuando yo era un niño —dijo Nascimonte—. Cuando los metamorfos gobernaban en Majipur, Velalisier era su capital. Hace de eso… veinte, veinticinco mil años. Era la mayor ciudad del planeta.

Dos o tres millones de piurivares vivían aquí, y de todo Alhanroel llegaba gente de las tribus para rendir tributo. Celebraban fiestas en lo alto de estas plataformas, y cada mil años celebraban un festejo especial, una superfiesta. Para conmemorar estas superfiestas construían una pirámide, por lo que la ciudad alcanzó al menos siete mil años de antigüedad. Pero la maldad tomó posesión de la ciudad. No sé qué tipo de cosas constituyen maldad para los metamorfos, pero fueran cuales fueran, se practicaron aquí. Velalisier se convirtió en la capital de todas las abominaciones. Y los metamorfos de las provincias se disgustaron, se sintieron ultrajados. Un día llegaron aquí y destrozaron los templos, derribaron casi todos los muros de la ciudad, destruyeron los lugares donde se practicaba la maldad y arrojaron a los ciudadanos al exilio y la esclavitud. Sabemos que no hubo ninguna masacre, porque aquí se han hecho muchas excavaciones en busca de tesoros… Yo mismo lo he hecho, como ya sabe. Y si aquí hubiera un millón de esqueletos, los habríamos encontrado. El lugar quedó destrozado y abandonado, mucho antes de la llegada de los primeros humanos, y declarado maldito. Los ríos que bañaban la ciudad fueron desecados y desviados. Todo el llano se convirtió en desierto. Y desde hace quince mil años nadie ha vivido aquí excepto los espíritus de los que murieron durante la destrucción de la ciudad.

—Cuente el resto de la leyenda —dijo Ermanar. Nascimonte se encogió de hombros.

—Es todo lo que sé, amigo.

—Los fantasmas —dijo Ermanar—. Los que frecuentan este lugar. ¿Saben durante cuánto tiempo están predestinados a errar por las ruinas? Hasta que los metamorfos vuelvan a dominar Majipur. Hasta que el planeta vuelva a ser de ellos y todos nosotros seamos sus esclavos. Entonces reconstruirán Velalisier en su antigua ubicación, más grandiosa que nunca, y los espíritus de los muertos quedarán libres por fin de las piedras que los mantienen atrapados.

—En ese caso seguirán atados a las piedras durante mucho tiempo —dijo Sleet—. Nosotros somos veinte mil millones y ellos sólo son un puñado, y viven en las junglas… ¿Qué tipo de amenaza es ésa?

—Ya llevan aguardando ocho mil años —dijo Ermanar—, desde que lord Stiamot quebró su poderío. Aguardarán ocho mil años más, si es preciso. Pero sueñan con el renacimiento de Velalisier, y no renunciarán a esa esperanza. A veces los he oído en sueños, planeando el día que las torres de Velalisier volverán a levantarse, y eso me asusta. Por eso no me gusta estar aquí. Noto que observan toda la ciudad… noto que nos rodea su odio, algo extraño que hay en el aire, algo invisible pero real…

—De modo que esta ciudad es maldita y sagrada para ellos, las dos cosas al mismo tiempo —dijo Carabella—. ¡No es nada sorprendente que tengamos problemas para entender cómo funciona su mente!

Valentine se alejó por la senda. La ciudad le producía un reverente temor. Intentó imaginarla tal como había sido, una especie de prehistórica Ni-moya, un lugar majestuoso y opulento. ¿Y ahora? Lagartijas de diminutos e inquietos ojos se escabullían de roca en roca. La maleza crecía espesa en las grandes avenidas ceremoniales. ¡Veinte mil años! ¿Qué aspecto tendría Ni-moya dentro de veinte mil años? ¿Y Pidruid, y Piliplok, y las cincuenta ciudades de las laderas del Monte del Castillo? ¿Estaban edificando en Majipur una civilización que duraría siempre, como se afirmaba de la civilización de la vieja madre Tierra? ¿O llegará el día, se preguntó Valentine, en que curiosos turistas rondarán por las destrozadas ruinas del Castillo, el Laberinto y la Isla, e intentarán conjeturar la importancia que tuvieron para los antiguos? Hasta ahora nos ha ido bien, se dijo Valentine, pensando en los miles de años de paz y estabilidad. Pero empezaban a estallar los desacuerdos. El ordenado patrón de vida estaba alterado. Era imposible prever las consecuencias. Existía la posibilidad de que los metamorfos, los derrotados y desahuciados metamorfos cuya desgracia había sido poseer un mundo deseado por otras razas más fuertes, fueran los últimos en reírse.

Valentine se detuvo de repente. ¿Qué era aquel sonido? ¿Una pisada? ¿Y ese aleteo de una sombra en las rocas? Valentine escrutó nerviosamente las tinieblas que tenía delante. Un animal, pensó. Una criatura nocturna que se escurre por el suelo en busca de alimento. Los espectros no tienen sombra, ¿no es cierto? ¿No es cierto? Aquí no hay fantasmas, pensó Valentine. No hay fantasmas en ningún sitio. Pero de todas formas…

Con grandes precauciones, Valentine avanzó lentamente. Había demasiada oscuridad, demasiadas avenidas de estructuras derribadas que partían en todas direcciones. Él se había reído de Ermanar, pero los temores de aquel hombre habían penetrado de algún modo en su imaginación. Valentine tuvo fantasías de austeros y misteriosos metamorfos que se movían furtivamente entre los caídos edificios, justo fuera del alcance de su visión… fantasmas casi tan viejos como el tiempo… formas sin cuerpo, figuras sin sustancia…

Y luego escuchó pasos, inconfundibles pasos, detrás de él…

Valentine dio media vuelta. Ermanar iba hacia él, eso era todo.

—¡Espere, mi señor!

Valentine dejó que el otro hombre le alcanzara. Se esforzó en calmarse, pero sus dedos, curiosamente, estaban temblando. Se puso las manos a la espalda.

—No debería alejarse solo —dijo Ermanar—. Sé que toma a la ligera los peligros que yo imagino, pero esos peligros pueden existir. Está obligado ante todos nosotros a cuidar más de su seguridad, mi señor.

Los demás llegaron también, y todos siguieron caminando, lentamente y en silencio, por las ruinas iluminadas por la luna. Valentine no mencionó lo que había creído ver y oír. Seguramente había sido algún animal. Y no tardaron en aparecer diversos animales: una especie de pequeños monos, quizá emparentados con los hermanos del bosque, que se cobijaban en los derruidos edificios y que en varias ocasiones crearon alarma al gatear por las piedras. Y mamíferos nocturnos, de una especie inferior, mitunos o droles, atravesaron rápidamente las sombras. ¿Pero es posible, se preguntó Valentine, que monos y droles produzcan sonidos similares a pisadas?

Durante más de una hora el grupo de ocho se adentró en las ruinas. Valentine contempló recelosamente huecos y cavernas, escrutó los remansos de negrura.

Al pasar entre los restos de una derruida basílica, Sleet, que se había adelantado solo, volvió corriendo con el semblante angustiado.

—He oído algo extraño, allí.

—¿Un espíritu, Sleet?

—Podría serlo, por lo que yo sé. O simplemente un bandido.

—O un mono de las rocas —dijo despreocupadamente Valentine—. Yo he oído todo tipo de ruidos.

—Mi señor…

—¿Te has contagiado del terror de Ermanar?

—Creo que ya hemos paseado bastante, mi señor —dijo Sleet en voz grave, tensa.

Valentine sacudió la cabeza.

—Vigilaremos atentamente los rincones oscuros. Pero todavía hay cosas que ver.

—Me gustaría regresar ahora mismo, mi señor.

—Valor, Sleet.

El malabarista hizo un gesto de resignación y volvió la cabeza. Valentine escrutó la oscuridad. No subestimaba la sensibilidad auditiva de Sleet, un hombre que actuaba con los ojos vendados atento únicamente a los sonidos. Pero huir de aquel lugar de maravillas por culpa de extraños crujidos y pisadas lejanas… No, no tan pronto, no de un modo tan apresurado.

Sin embargo, sin comunicar su intranquilidad a los demás, Valentine avanzó con más desconfianza todavía. Tal vez no existieran los fantasmas de Ermanar, pero era una tontería mostrarse imprudente en la extraña ciudad.

Y mientras exploraba uno de los edificios más ornamentales de la zona central de palacios y templos, Zalzan Kavol que iba en cabeza, se detuvo de repente: un trozo de roca que se había soltado acababa de caer prácticamente a sus pies. El skandar maldijo y gruñó.

—Esos apestosos monos…

—No, no son los monos, me parece —dijo en voz baja Deliamber—. Ahí arriba hay algo de mayor tamaño.

Ermanar dirigió la luz del farol hacia el saliente de una estructura cercana. Durante un instante vieron una silueta que podía pertenecer a un hombre; después se esfumó. Sin dudarlo un momento, Lisamon echó a correr hacia el otro lado del edificio, seguida por Zalzan Kavol, que blandía su pistola de energía. Sleet y Carabella se alejaron en dirección contraria. Valentine se dispuso a acompañarlos, pero Ermanar le cogió por el brazo y le retuvo con asombrosa fuerza.

—No puedo consentir que corra riesgos, mi señor —dijo a modo de excusa—. No tenemos la menor idea de…

—¡Alto! —Era el potente vozarrón de Lisamon Hultin.

Se oyó el ruido de un lejano forcejeo, y de alguien que se arrastraba entre los montones de caídas piedras de un modo muy poco fantasmal. Valentine ansiaba saber qué estaba ocurriendo, pero Ermanar tenía razón: salir corriendo detrás de un desconocido enemigo en la oscuridad de un lugar extraño era un privilegio prohibido para la Corona de Majipur.

Escuchó gruñidos y gritos, un agudo sonido de dolor. Momentos más tarde reapareció Lisamon, arrastrando a un hombre que lucía el emblema del estallido estelar de la Corona en su hombrera. La giganta tenía un brazo alrededor del pecho del desconocido y los pies de éste colgaban a veinte centímetros del suelo.

—Espías —dijo Lisamon—. Estaban escondidos ahí arriba, vigilándonos atentamente. Había dos, creo.

—¿Dónde está el otro? —preguntó Valentine.

—Es posible que se haya escapado —dijo la giganta—. Zalzan Kavol salió detrás de él. —Lisamon dejó caer al prisionero delante de Valentine, y lo mantuvo en el suelo con un pie apretado contra su panza.

—Déjale que se levante —dijo Valentine.

El hombre se puso en pie. Estaba aterrorizado. De repente, Ermanar y Nascimonte le registraron temiendo que llevara armas, y no encontraron ninguna.

—¿Quién eres? —preguntó Valentine—. ¿Qué haces aquí? No hubo réplica.

—Habla. No te haremos ningún daño. Llevas el estallido estelar en un brazo. ¿Formas parte de las fuerzas de la Corona? Una inclinación de cabeza.

—¿Te ordenaron seguirnos? Nueva inclinación de cabeza.

—¿Sabes quién soy?

El hombre miró a Valentine en silencio.

—¿No sabes hablar? —preguntó Valentine—. ¿No tienes voz? Di algo. Cualquier cosa.

—Yo… es que yo…

—Bien. Sabes hablar. Repito: ¿Sabes quién soy?

—Dicen que usted quiere robar el trono de la Corona —replicó el cautivo en un débil susurro.

—No —dijo Valentine—. Tu idea es errónea, amigo. El ladrón es el que actualmente ocupa el Monte del Castillo. Yo soy lord Valentine, y exijo tu fidelidad.

El hombre se quedó asombrado, atónito, desconcertado.

—¿Cuántos estabais ahí arriba? —preguntó Valentine. —Por favor, señor… —¿Cuántos?

Hosco silencio.

—Déjame que le retuerza el brazo un poco —rogó Lisamon.

—Eso no será preciso. —Valentine se acercó al acobardado hombre y le dijo amistosamente—: Tú no entiendes nada, pero todo se aclarará a su debido tiempo. Yo soy la genuina Corona, y puesto que tú juraste servirme, te pido que respondas. ¿Cuántos estabais ahí arriba?

El conflicto se mostraba en la expresión del prisionero.

—Sólo dos, señor —replicó lentamente, con renuencia, aturdido.

—¿Quieres que crea eso?

—¡Por la Dama, señor!

—Dos. Muy bien. ¿Desde cuándo nos estáis siguiendo?

—Desde… desde el cerro de Lumanzar.

—¿Con qué órdenes? Nueva vacilación.

—Observar… observar sus movimientos e informar en el campamento por la mañana. Ermanar torció el gesto.

—Lo que significa que el otro debe estar a medio camino del lago en estos momentos.

—¿Eso cree usted?

Era la bronca, áspera voz de Zalzan Kavol. El skandar avanzó hasta el centro del grupo y dejó caer delante de Valentine, como si fuera un saco de hortalizas, el cadáver de otro hombre que lucía el emblema del estallido estelar. La pistola de energía de Zalzan Kavol había socarrado un boquete entre pecho y espalda.

—Lo cacé a un kilómetro de aquí, mi señor. ¡Era un demonio corriendo! Avanzaba con más facilidad que yo entre los montones de piedras, y empecé a perder terreno. Le ordené que se detuviera, pero él siguió corriendo, y por eso…

—Enterradle lejos de la senda —dijo lacónicamente Valentine.

—¿Mi señor? ¿He cometido error matándole?

—No tenías opción —dijo Valentine con tono más dulce—. Ojalá hubieras podido atraparle. Pero no podías, no tenías opción. Muy bien, Zalzan Kavol.

Valentine se alejó. Esa muerte le había conmovido, y difícilmente podía fingir que no era así. Aquel hombre había muerto sólo debido a que era leal a la Corona, o a la persona que él creía era la Corona.

La guerra civil ya tenía su primera baja. El derramamiento de sangre se había iniciado, en la ciudad de la muerte.

4

Nadie pensaba ya en proseguir la excursión. Volvieron al Campamento con el prisionero y, por la mañana, Valentine dio la orden de atravesar Velalisier e iniciar el viaje hacia el noroeste.

Vista de día la ciudad en ruinas no parecía tan mágica, aunque no era menos impresionante. Era difícil entender que un pueblo tan frágil y reacio a la mecánica como los metamorfos hubieran trasladado de un lugar a otro los gigantescos bloques de piedra. Pero tal vez no fueron tan reacios a la mecánica hacía veinte mil años. Los cambiaspectos de colérica mirada de los bosques de Piurifayne, ese pueblo de chozas de mimbre y enfangadas calles, eran únicamente el decrépito vestigio de la raza que en otro tiempo dominó Majipur.

Valentine juró que volvería a Velalisier, en cuanto saldara cuentas con Dominin Barjazid, y exploraría en detalle la antigua capital, la limpiaría de maleza, la desenterraría y reconstruiría. Si era posible, pensó Valentine, invitaría a los dirigentes metamorfos a participar en dicha tarea… aunque dudaba de que ellos mostraran interés en colaborar. Hacía falta algo especial para reanudar las comunicaciones entre las dos poblaciones del planeta.

—Si vuelvo a ser Corona —dijo a Carabella mientras la caravana circulaba junto a las pirámides y se dirigía hacia la salida de Velalisier—, tengo la intención de…

—Cuando vuelvas a ser Corona —dijo Carabella. Valentine sonrió.

—Cuando vuelva a ser Corona, sí. Tengo la intención de examinar a fondo el problema metamorfo. Quiero integrarlos en la corriente principal de la vida de Majipur, si ello es posible. Incluso concederles un lugar en el gobierno.

—Suponiendo que quieran.

—Deseo vencer ese enojo tan característico de los metamorfos —dijo Valentine—. Dedicaré a ello mi reinado. Toda nuestra sociedad, nuestro maravilloso, armonioso y benigno reino, se basa en un acto de ratería e injusticia, Carabella, y hemos logrado aprender a pasar por alto ese detalle.

Sleet alzó la vista.

—Los cambiaspectos no hacían pleno uso de este planeta. Ni siquiera eran veinte millones cuando nuestros antepasados llegaron a este enorme mundo.

—¡Pero era de ellos! —gritó Carabella—. ¿Con qué derecho…?

—Calma, calma —intervino Valentine—. Es absurdo pelearse por las acciones de los primeros colonos. Lo hecho, hecho está, y hay que aceptarlo. Pero cambiar el modo de la aceptación está dentro de nuestras posibilidades, y si vuelvo a ser Corona, yo…

—Cuando —dijo Carabella.

—Cuando —repitió Valentine.

Deliamber intervino en ese momento, tranquilamente, con la característica lejanía que atraía inmediata atención de todos los oyentes.

—Es posible que los actuales problemas del reino sean el principio del justo castigo por la represión de los metamorfos. Valentine le miró fijamente.

—¿A qué se refiere?

—Lo único que pretendo decir es que llevamos mucho tiempo, aquí en Majipur, sin pagar en forma alguna el pecado original de los conquistadores. La deuda acumula intereses, lógicamente. Y ahora tenemos esta usurpación, la maldad de la nueva Corona, la perspectiva de guerra, muerte, destrucción y caos… Es posible que el pasado haya empezado por fin a pedirnos cuentas.

—Pero Valentine no tuvo nada que ver con la opresión de los metamorfos —protestó Carabella—. ¿Por qué ha de ser él el que sufra? ¿Por qué le destronaron a él, y no a alguna Corona despótica de hace mucho tiempo?

Deliamber hizo un gesto de indiferencia.

—Esas cosas nunca se distribuyen de un modo justo. ¿Qué te hace pensar que sólo se castiga a los culpables?

—El Divino…

—¿Por qué crees que es obra del Divino? A la larga, todos los errores son corregidos, las cantidades negativas se equilibran con cantidades positivas, se suman las columnas y los totales son correctos. Pero eso es a la larga. Nosotros no vivimos tantos años, y las cosas suelen ser injustas durante nuestra vida. Las fuerzas compensadoras del universo saldan todas las cuentas, pero en el proceso machacan tanto a los buenos como a los malvados.

—Más que eso —dijo de repente Valentine—. Es posible que yo fuera elegido como instrumento de las fuerzas compensadoras de Deliamber, y que fuera preciso que yo sufriera para poder ser eficiente.

—¿Por qué?

—Si nada anormal me hubiera sucedido, yo habría gobernado como todos los que me precedieron en el Monte del Castillo: satisfecho de mí mismo, afable, aceptando las cosas tal como son porque, desde mi puesto, no vería nada incorrecto en ellas. Pero mis aventuras me han permitido tener una visión del mundo que jamás habría tenido de haber permanecido cómodamente en el Castillo. Y tal vez ahora estoy preparado para desempeñar el papel que es preciso representar, mientras que en el caso contrario… —Valentine se interrumpió. Al cabo de unos instantes dijo—: Toda esta charla es mero humo. Lo primero que hay que hacer es recuperar el Castillo. Después discutiremos la naturaleza de las fuerzas compensadoras del universo y las tácticas del Divino.

Valentine volvió la vista a la postrada Velalisier, la ciudad maldita de los antiguos, caótica pero magnífica a pesar de todo, en la desolada planicie del desierto. Después siguió sentado en silencio y contempló el cambiante paisaje que le aguardaba.

La carretera se curvaba bruscamente, hacia el noroeste, ascendía y atravesaba el grupo de colinas que la caravana había cruzado al llegar a la ciudad muerta, y descendía hacia el fértil terreno fluvial del Glayge, pasando cerca del extremo más septentrional del lago Roghoiz. Valentine y su comitiva iban a salir a cientos de kilómetros más al norte de la zona donde había acampado el ejército de la Corona.

Ermanar, preocupado por la presencia de dos espías en Velalisier, destacó exploradores para asegurarse de que el ejército no se había trasladado hacia el norte para salirles al paso. Valentine juzgó que era una medida razonable, pero hizo una exploración por su cuenta, mediante Deliamber.

—Pronuncie un conjuro —ordenó al mago— que me indique dónde me aguardan ejércitos enemigos. ¿Puede hacerlo?

Los grandes ojos del vroon, dorados y relucientes, se agitaron en señal de diversión.

—¿Que si puedo hacerlo? ¿Puede una montura comer hierba? ¿Puede nadar un dragón de mar?

—Entonces, hágalo.

Deliamber se concentró, musitó palabras y agitó los tentáculos, retorciéndolos y entrelazándolos de un modo complejísimo. Valentine sospechaba que buena parte de la magia del vroon se escenificaba en provecho de los espectadores, que los verdaderos trámites no consistían en agitar los tentáculos o murmurar fórmulas sino en proyectar la conciencia, perspicaz y sensible en el caso de Deliamber, para captar las vibraciones de distantes realidades. Pero no había inconveniente. Que el vroon escenificara su espectáculo. Valentine admitía que cierta dosis de teatralidad era lubricante esencial en numerosas actividades civilizadas, no sólo en las de magos y malabaristas, sino también en las de la Corona, el Pontífice, la Dama, el Rey de los Sueños, los intérpretes de sueños, los instructores de sagrados misterios, e incluso quizá los agentes de aduanas de las fronteras provinciales y los vendedores de salchichas de los puestos callejeros. Un individuo que se esmeraba en su oficio no podía mostrarse directo y contundente, debía disimular sus actos en la magia, en el teatro.

—Las tropas de la Corona continúan, al parecer, en el mismo campamento —dijo Deliamber.

—Excelente. Ojalá sigan acampadas durante mucho tiempo, a la espera de que regresemos tras la excursión a Velalisier. ¿No ha localizado otros ejércitos al norte de nuestra posición?

—No en las cercanías —dijo Deliamber—. Percibo la presencia de numerosos caballeros reunidos en el Monte del Castillo. Pero siempre están allí. Detecto destacamentos de poca cuantía diseminados por las Cincuenta Ciudades. Tampoco es un detalle anormal. La Corona dispone de mucho tiempo. Seguirá tranquilamente en el Castillo, esperando que usted se aproxime. Y entonces se producirá la gran movilización. ¿Cómo reaccionará, Valentine, cuando un millón de soldados desciendan del Monte del Castillo hacia usted?

—¿Cree que no he pensado en eso?

—Sé que no ha pensado en otra cosa. Pero es una situación que requiere mucha meditación… Nuestros cientos contra sus millones.

—Un millón representa un tamaño entorpecedor para un ejército —dijo despreocupadamente Valentine—. Es mucho más sencillo hacer malabares con mazas que con troncos de duikos. ¿Le asusta lo que nos aguarda, Deliamber?

—En absoluto.

—A mí tampoco —dijo Valentine.

Pero naturalmente había cierta jactancia teatral en una conversación de ese tipo, y Valentine lo sabía. ¿Estaba asustado? No, francamente no. La muerte sobreviene a todas las personas, tarde o temprano, y temerla es absurdo. Valentine sabía que tenía poco miedo a la muerte, por cuanto se había enfrentado a ella en los bosques próximos a Avendroyne, en los turbulentos rápidos del Steiche, en la panza del dragón marino y en la pelea con Farssal en la Isla, y en ninguna de esas ocasiones había experimentado algo que pudiera identificar como miedo. Si el ejército que le aguardaba en el Monte del Castillo arrollaba a sus reducidas fuerzas y acababa con él, el hecho sería lamentable —igual que habría sido lamentable morir despedazado en las rocas del Steiche— pero esa perspectiva no le causaba temor. Lo que Valentine sentía, y era mucho más importante que temer por su vida, era cierto temor por Majipur. Si él fracasaba, debido a titubeos, actos imprudentes o mera insuficiencia de fuerzas, el Castillo continuaría en manos de los Barjazid y el curso de la historia cambiaría definitivamente, y al final millones de seres inocentes sufrirían las consecuencias. Evitarlo era una gran responsabilidad, y Valentine notaba esa carga. Si moría valerosamente en la escalada del Monte del Castillo, sus penas terminarían. Pero la agonía de Majipur sólo estaría comenzando.

5

Se habían introducido en plácidas zonas rurales, el perímetro del gran cinturón agrícola que flanqueaba el Monte del Castillo y suministraba productos agrarios a las Cincuenta Ciudades. Valentine escogió carreteras importantes en todas las ocasiones. El momento del secreto había pasado. Difícilmente se podía ocultar una caravana tan conspicua, y había llegado la hora de que el mundo supiera que estaba a punto de empezar la lucha por la posesión del Castillo de lord Valentine.

El mundo estaba empezando a enterarse, de todas formas. Los exploradores de Ermanar, al regreso de la ciudad de Pendiwane en el sector central del Glayge, le dieron la noticia de las primeras medidas preventivas del usurpador.

—No hay ningún ejército entre este punto y Pendiwane —informó Ermanar—. Pero en la ciudad han puesto carteles que le tachan de rebelde y subversivo, un enemigo de la sociedad. Al parecer aún no han anunciado las proclamas del Pontífice en favor de usted. Están instando a los ciudadanos de Pendiwane a que se unan en milicias para defender su legítima Corona y el orden establecido frente a la rebelión. Y abundan los envíos.

Valentine frunció el ceño.

—¿Envíos? ¿Qué clase de envíos?

—Del Rey. Tal parece que apenas es posible dormir por la noche, pero el Rey se introduce en los sueños para susurrar palabras de fidelidad y alertar sobre las terribles consecuencias que supondría el destronamiento de la Corona.

—Es lógico —murmuró Valentine—. El Rey debe estar actuando para él con toda la energía de que dispone. En Suvrael estaba haciendo envíos día y noche. Pero nosotros conseguiremos que eso se vuelva contra ellos, ¿eh? —Miró a Deliamber—. El Rey de los Sueños está explicando a la gente cuán terrible es destronar a una Corona. Perfecto. Quiero que la gente crea exactamente eso. Quiero que todos se den cuenta de que en Majipur ya ha ocurrido algo terrible, y que incumbe al pueblo arreglar la situación.

—Y que el Rey de los Sueños no es precisamente parte desinteresada en esta guerra —dijo Deliamber—. También deberíamos hacer saber a la gente ese detalle: que el Rey pretende aprovecharse de la traición de su hijo.

—Lo haremos —dijo vehementemente la jerarca Lorivade—. De la Isla llegan con renovadora fuerza los envíos de la Dama. Contrarrestarán los emponzoñados sueños del Rey. Ayer por la noche, mientras yo dormía, la Dama se me apareció y me mostró el tipo de mensaje que se transmitirá. Es la visión del momento en que se drogó a la Corona, el trueque de la Corona. La Dama revelará al pueblo su nuevo rostro, lord Valentine, y le rodeará con el brillo de la Corona, el estallido estelar de autoridad. Y retratará a la falsa Corona como un traidor, un hombre de perverso y siniestro espíritu.

—¿Cuándo se iniciarán estos envíos? —preguntó Valentine.

—Ella espera la aprobación de usted.

—En ese caso, abra su mente a la Dama hoy mismo —ordenó Valentine a la jerarca— y dígale que los envíos deben empezar.

—¡Qué extraño me parece todo esto! —dijo tranquilamente Khun de Kianimot—. ¡Una guerra de sueños! Si tenía alguna duda de estar en un mundo extraño, estas estrategias acaban de disiparla.

—Es mejor pelear con sueños que con espadas y pistolas de energía, amigo mío —dijo Valentine, sonriente—. Lo que pretendemos se consigue mejor mediante persuasión, no matando.

—Una guerra de sueños —repitió Khun, divertido—. En Kianimot hacemos las cosas de una forma muy distinta. Nadie puede afirmar que el sistema es más racional. Pero creo que habrá lucha además de sueños antes de que esto termine, lord Valentine.

Valentine miró tristemente al ser de piel azul.

—Temo que tengas razón —dijo.

Cinco días más y llegaron a las afueras de Pendiwane. La noticia de su avance se había extendido por toda la campiña. Los campesinos interrumpían el trabajo en los campos para contemplar la cabalgata de vehículos flotantes, en los sectores más poblados la gente se agolpaba en la carretera.

Valentine opinaba que todo aquello era muy beneficioso. Hasta el momento ninguna mano se levantaba contra él. Los observaban como curiosidades, no como amenazas. No se podía pedir más.

Pero cuando se hallaban a un día de viaje de Pendiwane, la avanzada regresó con la noticia de que había fuerzas dispuestas a entrar en acción cerca de la puerta occidental de la ciudad.

—¿Soldados? —preguntó Valentine.

—Una milicia civil —dijo Ermanar—. Organizada a toda prisa, por lo que parece. No visten uniforme, sólo cintas alrededor de los brazos, con el emblema del estallido estelar en ellas.

—Excelente. El estallido estelar está consagrado a mi persona. Me dirigiré a los ciudadanos y pediré su lealtad.

—¿Cómo piensa ir vestido, mi señor? —preguntó Vinorkis.

Asombrado, Valentine señaló la sencilla indumentaria con la que había viajado desde la Isla del Sueño, una ceñida túnica blanca y una ligera camisa por encima.

—Bien, pues así mismo, supongo —dijo. El yort sacudió la cabeza.

—Debe vestir galas, y llevar una corona, creo yo. Y lo creo firmemente.

—Mi idea era no parecer demasiado ostentoso. Si la gente ve a un hombre con una corona, con un rostro que no es el de la persona que conocen como lord Valentine, usurpador será el primer pensamiento que se formará en sus mentes, ¿no es cierto?

—Opino lo contrario —replicó Vinorkis—. Usted se dirige a la gente y dice: Yo soy vuestro legítimo rey. Pero su aspecto no es el de un rey. Un atuendo sencillo y maneras naturales le permitirían hacer amigos en reposada conversación pero no cuando hay gran número de personas congregadas. Hará bien si se viste de un modo más importante.

—Yo pretendía confiar en la sencillez y la sinceridad, como he hecho siempre desde mi llegada a Pidruid.

—Sencillez y sinceridad, desde luego —dijo Vinorkis—. Pero también una corona.

—¿Carabella? ¿Deliamber? ¡Necesito un consejo!

—Cierta ostentación quizá no sea nociva —dijo el vroon.

—Y va a ser tu primera aparición en público como pretendiente al Castillo —dijo Carabella—. Cierta apariencia de esplendor real, creo que puede serte útil.

Valentine se echó a reír.

—Me he alejado de esos hábitos después de tantos meses de viaje, me temo. La idea de una corona me parece simplemente cómica en estos momentos. Un objeto de retorcido metal, que sobresale en mi cabeza, una pieza de joyería…

Se interrumpió. Todos estaban mirándole con la boca abierta.

—Una corona —dijo en tono menos despreocupado— sólo es un detalle superficial, una alhaja, un adorno. Es posible que los niños se impresionen con estos juguetes, pero ciudadanos adultos que…

Se interrumpió de nuevo.

—Mi señor —dijo Deliamber—, ¿recuerda sus sensaciones cuando los delegados llegaron al Castillo y le pusieron la corona del estallido estelar?

—Un escalofrío recorrió mi espalda, lo confieso.

—Exacto. Es posible que una corona sea un adorno infantil, una tonta alhaja, cierto. Pero también es un símbolo de poder, que diferencia a la Corona del resto de hombres y transforma el simple Valentine en lord Valentine, el heredero de lord Prestimion, lord Confulame, lord Stiamot y lord Dekkeret. Vivimos de esos símbolos. Mi señor, su madre, la Dama, ha hecho mucho para hacerle volver a la persona que usted fue antes de Til-omon, pero aún hay en usted una buena parte de Valentine el malabarista, incluso ahora. Y ello no es nada malo. Sin embargo, en estos momentos se requiere un aspecto más imponente y menos sencillo, sospecho.

Valentine guardó silencio mientras meditaba en los murmullos y movimientos de tentáculos de Deliamber, y en su comprensión de que a veces había que ceder al gesto teatral para obtener los efectos deseados. Sus amigos tenían razón y él estaba equivocado.

—Perfectamente —dijo—. Llevaré una corona, si es posible hacerla a tiempo.

Un subalterno de Ermanar construyó rápidamente una corona con fragmentos de un averiado motor de vehículo flotante, el único metal disponible. Teniendo en cuenta la naturaleza apresuradamente improvisada del trabajo, era una buena muestra del arte de hacer coronas. Las uniones no eran demasiado toscas, los rayos del estallido estelar aparecían espaciados de un modo razonablemente similar y las órbitas internas de la armadura estaban dobladas de forma uniforme. Naturalmente no podía compararse con la auténtica corona, que tenía incrustaciones y engastes de siete metales preciosos, florones de raras gemas y tres relucientes piedras de diniaba montadas en la parte delantera. Pero esa corona —confeccionada en el gran reinado de lord Confalume, que debió sentir un sano gozo con todos los aderezos de la pompa imperial— se hallaba en otra parte en ese momento, mientras que la improvisada, en cuanto ocupara su lugar en la consagrada cabeza de Valentine, se investiría por arte de magia con el adecuado fausto. Valentine la tuvo en las manos largos instantes. Pese al desprecio que por esos objetos había demostrado el día anterior, sintió cierto temor reverente.

—La milicia de Pendiwane aguarda, mi señor —dijo Deliamber.

Valentine asintió. Iba ataviado con prestadas galas, una casaca verde que pertenecía a un camarada de Ermanar, una capa amarilla cedida por Asenhart, una pesada cadena de oro que pertenecía a la jerarca Lorivade y unas botas altas y lustrosas forradas con blanca piel de estitmoy del norte, colaboración de Nascimonte. Desde el infortunado banquete en Til-omon, cuando él tenía un cuerpo completamente distinto, Valentine no había vestido con tal ostentación. Era extraño sentirse embozado de un modo tan pretencioso. Sólo le faltaba ponerse la corona.

Valentine se dispuso a ponérsela, y de pronto se detuvo, al comprender que era un momento histórico, tanto si le gustaba la idea como si no: era la primera vez que se ponía la corona del estallido estelar en su segunda encarnación. De improviso, el hecho empezaba a parecerse menos a una mascarada que a una coronación. Valentine miró alrededor, intranquilo.

—No debo ser yo mismo el que ponga la corona en mi cabeza —dijo—. Deliamber, usted es mi primer ministro. Usted lo hará.

—Mi señor, mi estatura es insuficiente.

—Me arrodillaré.

—Eso no sería correcto —dijo el vroon, con cierta brusquedad.

Era indudable que Deliamber no deseaba hacerlo. Valentine miró después a Carabella. Pero la joven dio un paso atrás, horrorizada.

—¡Soy plebeya, mi señor! —susurró.

—¿Qué tiene eso que ver con…? —Valentine sacudió la cabeza. El asunto era fastidioso. Sus amigos estaban dando demasiada importancia al acto. Valentine observó a todos y vio a la jerarca Lorivade, la solemne mujer de fría mirada, y le dijo—: Usted es la representante de la Dama, mi madre, en este grupo, y es una mujer distinguida. ¿Puedo pedirle que…?

—La corona, mi señor —dijo gravemente Lorivade—, pasa a la Corona mediante la autoridad del Pontífice. Parece más propio que Ermanar la ponga en su cabeza, ya que es el más ilustre representante del Pontífice que hay ahora entre nosotros.

Valentine suspiró y se volvió hacia Ermanar.

—Creo que eso es cierto. ¿Querrá hacerlo?

—Será un gran honor, mi señor.

Valentine entregó la corona a Ermanar y movió el aro de plata de su madre hasta dejarlo en el punto más bajo posible de su frente. Ermanar, que no era un hombre muy alto, cogió la corona con ambas manos, temblando un poco, y la levantó, estirando al máximo sus brazos. Con gran cuidado, bajó la corona sobre la cabeza de Valentine y la puso en su lugar. La corona quedó perfectamente ajustada.

—Bien —dijo Valentine—. Me alegra que…

—¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Salve, lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!

Sus amigos estaban arrodillados, haciendo el signo del estallido estelar, gritando su nombre. Todos. Sleet, Carabella, Vinorkis, Lorivade, Zalzan Kavol, Shanamir, Nascimonte, Asenhart, Ermanar e incluso, sorprendentemente, Khun, que no era nativo de Majipur sino de Kianimot.

Valentine hizo un gesto de protesta, desconcertado por tanta pompa. Se dispuso a decirles que no se trataba de una auténtica ceremonia, que su única intención era impresionar a los ciudadanos de Pendiwane. Pero las palabras no salieron de su garganta, porque Valentine sabía que eran erróneas, que el improvisado acto era en realidad su segunda coronación. Y sintió el frío que recorría su espina dorsal, el escalofrío de la maravilla.

Permaneció de pie con los brazos extendidos, aceptando el homenaje de los presentes.

—Bien —dijo después—. De pie, todos. Pendiwane nos aguarda.

El informe de los exploradores afirmaba que la milicia y las autoridades de la ciudad se hallaban acampados desde hacía varios días junto a la entrada occidental de Pendiwane, a la espera de la llegada de Valentine. Éste se preguntaba cuál sería el estado nervioso de los ciudadanos después de tan larga e incierta vigilia, y qué tipo de recepción pensaban ofrecerle.

Sólo una hora de viaje para llegar a Pendiwane. La caravana avanzó por una región de placenteros bosques que no tardaron en dar paso a armónicos distritos residenciales, pequeñas casas de piedra con techos cónicos de rojas tejas, el predominante estilo arquitectónico. La ciudad era importante, capital de su provincia con una población de doce o trece millones de habitantes. En esencia era un almacén comercial, recordaba Valentine, donde los productos agrícolas del sector inferior del valle del Glayge eran encauzados en su ruta, río arriba en dirección a las Cincuenta Ciudades.

Una milicia civil de al menos diez mil hombres aguardaba en la entrada.

Los milicianos atestaban la carretera y se desparramaban por los callejones del mercado que se cobijaba en el lado extremo del muro de Pendiwane. Algunos, aunque pocos, iban armados con pistolas de energía; los demás con armas menos sofisticadas. Los que ocupaban la vanguardia tenían un porte tenso, rígido, adoptaban tímidas posturas de soldado que seguramente les eran poco familiares. Valentine ordenó que los coches flotantes se detuvieran a varios cientos de metros de los milicianos más próximos, de modo que el tramo intermedio de carretera formara un amplio espacio despejado, una especie de valla entre los rivales.

Valentine salió del vehículo, con una corona, sus galas y su capa. Lorivade se puso a su derecha, ataviada con las brillantes vestiduras propias de la jerarquía de la Dama, y Ermanar a su izquierda, luciendo en el pecho el reluciente emblema del Laberinto pontifical. Detrás de Valentine se situaron Zalzan Kavol y sus formidables hermanos, ceñudos e imponentes, seguidos por Lisamon, con atavío de batalla, y Sleet y Carabella a ambos lados de la giganta. Autifon Deliamber iba en un brazo de Lisamon.

De un modo lento, con naturalidad, con inconfundible majestad, Valentine avanzó hacia el espacio despejado que tenía delante. Vio que los ciudadanos de Pendiwane se agitaban, intercambiaban nerviosas miradas, se humedecían los labios, movían los pies y se frotaban las manos en el pecho o en los brazos. Se había producido un terrible silencio.

Se detuvo a veinte metros de la primera línea.

—Honorables ciudadanos de Pendiwane —dijo Valentine—, soy la legítima Corona de Majipur, y os pido vuestra ayuda para recuperar el trono que me fue concedido por la voluntad del Divino y el decreto del Pontífice Tyeveras.

Miles de alarmados ojos lo contemplaban fija, tensamente. Valentine se sentía totalmente sereno.

—Llamo a mi presencia al duque Holmstorg del Glayge. Llamo a mi presencia a Redvard Haligorn, alcalde de Pendiwane.

Hubo movimientos en la multitud. Luego se adelantó un grupo, y de éste salió un hombre gordinflón vestido con una túnica azul con bordes anaranjados, cuyas carnosas mejillas parecían estar pálidas a causa del miedo o la tensión. La faja negra de la alcaldía cruzaba su ancho pecho. Dio varios pasos hacia Valentine, vaciló e hizo un furioso gesto por detrás de su espalda, pretendiendo que los recién llegados no lo vieran. Y un instante después, cinco o seis funcionarios municipales de inferior categoría, tan avergonzados y mal dispuestos como niños elegidos para cantar en un acto escolar, se situaron recelosamente detrás del alcalde.

—Soy Redvard Haligorn —dijo el hombre obeso—. El duque Holmstorg fue llamado al Castillo de lord Valentine.

—Ya nos habíamos visto otra vez, alcalde Haligorn —dijo amistosamente Valentine—. ¿Lo recuerda? Fue hace varios años, cuando mi hermano lord Voriax era Corona y yo viajé al Laberinto como emisario. Hice un alto en Pendiwane, y usted me agasajó con un banquete, en el gran palacio que hay junto al río. ¿Lo recuerda, alcalde Haligorn? Era verano, un año de sequía, y el río estaba bastante mermado, muy al contrario que ahora.

—Es cierto —dijo ásperamente—. El hombre que iba a convertirse en lord Valentine estuvo aquí en un año de sequía. Pero era un hombre moreno, y tenía barba.

—Exacto. Se ha producido una brujería de terrible naturaleza, alcalde Haligorn. En la actualidad un traidor gobierna en el Monte del Castillo y yo he sido transformado y destronado. Pero soy lord Valentine y exijo, en nombre del emblema del estallido estelar que usted lleva en la manga, que me acepte como Corona.

Haligorn se sentía desconcertado. Era evidente que deseaba estar en cualquier otro lugar en aquellos momentos, aunque fuera en los intrincados corredores del Laberinto o el abrasador desierto de Suvrael.

—A mi lado está la jerarca Lorivade de la Isla de los Sueños —siguió hablando Valentine—, la compañera más allegada de mi madre, la Dama. ¿Cree que ella pretende engañarle?

—Este hombre es la legítima Corona —dijo glacialmente la jerarca—, y la Dama retirará su sublime amor de todos aquellos que le hagan frente.

—Y aquí está Ermanar —dijo Valentine—, noble servidor del Pontífice Tyeveras.

—Todos ustedes conocen el decreto del Pontífice —dijo Ermanar con su característica brusquedad y contundencia—. Deben saludar a este hombre rubio como a lord Valentine la Corona. ¿Quién de ustedes pretende oponerse al decreto del Pontífice?

El semblante de Haligorn reflejaba terror. Tener que negociar con el duque Holmstorg hubiera sido más arduo para Valentine, porque se trataba de un hombre de alcurnia y gran altivez, y no habría sido tan fácil que se dejara intimidar por un individuo que se presentaba ante él tocado con una improvisada corona y al frente de una cuadrilla de extraños y diversos simpatizantes. Pero Redvard Haligorn, un mero funcionario electo, que durante muchos años no había intervenido en asuntos más complicados que banquetes oficiales y debates sobre impuestos dedicados al control de las crecidas, estaba fuera de ambiente.

—Del Castillo de lord Valentine llegó la orden de que debíamos detenerle y encarcelarle hasta que fuera juzgado —dijo el alcalde, prácticamente en un murmullo.

—Últimamente han llegado muchas órdenes del Castillo de lord Valentine —contestó Valentine—, y no pocas han sido imprudentes, injustas o intempestivas. ¿No es cierto, alcalde Haligorn? Son órdenes del usurpador y carecen de valor. Ya ha escuchado las voces de la Dama y el Pontífice. Ha recibido envíos instándole a mostrarse fiel a mí.

—Y envíos de otro tipo —dijo débilmente Haligorn.

—¡Del Rey de los Sueños, sí! —Valentine se rió—. ¿Y quién es el usurpador? ¿Quién ha robado el trono de la Corona? ¡Dominin Barjazid! ¡El hijo del Rey de los Sueños! ¿Comprende ahora esos envíos de Suvrael? ¿Comprende ahora el daño que ha sufrido Majipur?

Valentine se dejó dominar por el estado de trance, e inundó al desventurado Redvard Haligorn con toda la fuerza de su alma, con el pleno impacto de un envío de la Corona.

Haligorn se tambaleó. Su rostro enrojeció, se cubrió de manchones. Retrocedió con paso vacilante, se apoyó en sus camaradas, pero éstos también habían recibido la efusión de Valentine y apenas podían sostenerse en pie.

—Denme su apoyo, amigos míos —dijo Valentine—. Abran la ciudad. Desde aquí iniciaré la reconquista del Monte del Castillo. ¡Y grande ha de ser la fama de Pendiwane, la primera ciudad de Majipur que se alzó contra el usurpador!

6

Así cayó Pendiwane, sin ninguna lucha. Redvard Haligorn con la expresión de un hombre que acaba de tragarse una ostra de Stoienzar y nota un retorcimiento en la garganta, se arrodilló e hizo ante Valentine el gesto del estallido estelar. Después dos concejales hicieron lo mismo, y de repente se produjo el contagio: miles de personas rindieron homenaje y empezaron a gritar, primero sin excesiva convicción y luego, cuando decidieron aceptar la idea, con más vigor.

—¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva la Corona! Y las puertas de Pendiwane se abrieron.

—Demasiado fácil —murmuró Valentine a Carabella—. ¿Podrán continuar así las cosas hasta llegar a lo alto del Monte del Castillo? ¿Amedrentando a unos cuantos alcaldes y recuperando el trono por aclamación?

—Ojalá fuera así —dijo ella—. Pero Barjazid aguarda allí con su escolta, y amedrentarle exigirá algo más que palabras y excelentes efectos dramáticos. Habrá batallas, Valentine.

—Que no haya más de una, en ese caso. Carabella le tocó suavemente el brazo.

—Por tu bien, espero que no haya más de una, y que esa una sea de poca importancia.

—No por mi bien —dijo Valentine—. Por el bien de todo el mundo. No deseo que perezca uno solo de mis hombres al reparar el mal que nos ha causado Dominin Barjazid.

—No imaginaba que los reyes fueran tan bondadosos, amor mío —dijo Carabella.

—Carabella…

—¡Qué triste te has puesto de pronto!

—Me da miedo lo que se avecina.

—Lo que se avecina —dijo ella— es una lucha necesaria, y un triunfo gozoso, y la restauración del orden. Y si quieres ser un rey digno, mi señor, saluda al pueblo, sonríe, borra de tu cara esa expresión tan trágica. ¿De acuerdo?

Valentine asintió.

—Tienes razón —dijo Valentine, y tras coger la mano de la joven, pasó los labios, rápida pero tiernamente, sobre los pequeños y marcados nudillos.

Después se volvió para contemplar a la multitud que gritaba su nombre, extendió los brazos y correspondió a los saludos.

Fue maravillosamente familiar recorrer una gran ciudad, las avenidas repletas de vitoreantes gentíos. Valentine recordó, aunque le pareció que era el recuerdo de un sueño, el principio de su abortada gran procesión, cuando en la primavera de su reinado llegó por vía fluvial a Alaisor, en la costa occidental de Alhanroel, y navegó hasta la Isla para arrodillarse ante su madre en el Templo Interior, y luego la gran travesía marítima hacia Zimroel, las multitudes que le aclamaron en Piliplok, Velathys y Narabal, en los exuberantes y frondosos trópicos. Desfiles, banquetes, excitación, esplendor, y luego la llegada a Til-omon, más gentíos, más gritos, «¡Valentine, lord Valentine!» De Til-omon también recordaba una sorpresa: Dominin Barjazid, hijo del Rey de los Sueños, acababa de llegar a Suvrael para saludarle y agasajarle en un banquete, siendo así que los Barjazid tenían la costumbre de no salir de su soleado reino, pues vivían alejados de la humanidad para atender las máquinas de los sueños y transmitir mensajes nocturnos que impartían consejos, órdenes y castigos. Valentine se acordaba igualmente del banquete en Til-omon, de la botella de vino que cogió de la mano de Barjazid… y de que lo siguiente que vio fue la ciudad de Pidruid desde un crestón de piedra caliza, mientras en su mente bullían confusos recuerdos de haber crecido en Zimroel oriental y haber errado por todo el continente hasta llegar a la costa occidental. Ahora, muchos meses después, la gente volvía a gritar su nombre en las calles de una importante ciudad, tras la prolongada y extraña interrupción.

Ya acomodado en las regias habitaciones del palacio de la alcaldía, Valentine llamó a Haligorn, que todavía conservaba una expresión de sorpresa y aturdimiento.

—Necesito que me proporcione una flotilla de barcos fluviales para ir Glayge arriba hasta el nacimiento del río. El coste lo abonará el erario imperial después de la restauración.

—Sí, mi señor.

—¿Qué tropas puede poner a mi disposición?

—¿Tropas?

—Tropas, milicias, guerreros, portadores de armas. ¿Comprende lo que quiero decir, alcalde Haligorn? El alcalde reflejaba consternación.

—En Pendiwane no somos famosos por nuestra destreza en el arte de la guerra, mi señor. Valentine sonrió.

—En ninguna parte de Majipur somos famosos por nuestra destreza en el arte de la guerra, gracias al Divino. Sin embargo, aunque somos pacíficos, peleamos cuando se nos amenaza. El usurpador nos amenaza a todos. ¿No ha notado la aplicación de extraños impuestos y anormales decretos en el último año?

—Desde luego, pero…

—¿Pero qué? —preguntó vivamente Valentine.

—Supusimos que era lógico que una Corona nueva experimentara su poder.

—¿Y habrían tolerado sin inmutarse la opresión de un hombre cuya misión es servirles?

—Mi señor…

—No tiene importancia. A usted le interesa tanto como a mí arreglar las cosas, ¿comprende? Entrégueme un ejército, alcalde Haligorn, y la valentía de la ciudad de Pendiwane será ensalzada en las baladas durante miles de años.

—Soy responsable de la vida de los míos, mi señor. No quiero que ninguno muera o…

—Yo soy el responsable de las vidas de los suyos, y de veinte mil millones de personas —dijo enérgicamente Valentine—. Y si se derraman cinco gotas de sangre en el avance hacia el Monte del Castillo, serán seis gotas excesivas para mí. Pero estoy demasiado indefenso sin un ejército. Con un ejército me convierto en una persona real, una fuerza imperial que pretende llegar a un arreglo de cuentas con el enemigo. ¿Lo comprende, Haligorn? Reúna a los suyos, explíqueles lo que hay que hacer, pida voluntarios.

—Sí, mi señor —dijo Haligorn, tembloroso.

—¡Y preocúpese de que los voluntarios tengan verdaderas ganas de serlo!

—Así se hará, mi señor —murmuró el alcalde.

La organización del ejército fue más rápida que lo que Valentine había esperado. Sólo hicieron falta unos días para elegir hombres, buscar equipo y provisiones. Haligorn se mostró francamente cooperativo, como si estuviera ansioso de ver que Valentine se trasladaba rápidamente a otra región cualquiera.

La milicia civil seleccionada a duras penas para defender Pendiwane contra el pretendiente invasor se convirtió en el núcleo del apresuradamente organizado ejército leal a la Corona: veinte mil hombres y mujeres. Una ciudad de trece millones de habitantes podía organizar una fuerza más numerosa, pero Valentine no tenía deseo alguno de incordiar más a Pendiwane. Además no había olvidado su propio axioma de que las mazas son más indicadas que los troncos de duikos para hacer juegos malabares. Veinte mil soldados proporcionaban a Valentine un decente aspecto militar, y su estrategia, la misma desde hacía tiempo, consistía en conseguir su objetivo mediante gradual acumulación de apoyo. Incluso el colosal Zimr, razonó Valentine, empieza como simples hilos de agua y arroyuelos en algún punto de las montañas septentrionales.

Partieron Glayge arriba en un día que fue lluvioso antes del alba y gloriosamente brillante y soleado después. Todos los barcos fluviales que operaban en un radio de cincuenta kilómetros habían sido confiscados por necesidades de transporte militar. La gran flotilla avanzó hacia el norte, con las banderas verde y oro de la Corona agitándose al viento.

Valentine se situó cerca de la proa de la nave capitana. Le acompañaban Carabella, Deliamber y el almirante Asenhart de la Isla. El ambiente, humedecido por la lluvia, tenía un olor dulce y agradable: el excelente aire puro de Alhanroel, que soplaba hacia él procedente del Monte del Castillo. Era delicioso regresar por fin al hogar.

Los barcos fluviales de Alhanroel oriental eran más modernos, no tan caprichosamente barrocos como los que Valentine vio en el Zimr. Eran embarcaciones de gran tamaño, sencillas, altas de calado y anchas de manga, con potentes motores previstos para conducirlas contra la fuerte corriente del Glayge.

—El río choca rápidamente contra nosotros —dijo Asenhart.

—Como debe ser —dijo Valentine. Señaló una invisible cumbre situada muy lejos, al norte, que se alzaba hasta el cielo—. Nace en las laderas inferiores del Monte. En pocos miles de kilómetros desciende casi diez, y todo el peso del agua cae hacia nosotros al navegar contracorriente.

El marino yort sonrió.

—Imaginar que hay que hacer frente a esta fuerza hace que la navegación oceánica parezca un juego de niños. Los ríos siempre han sido extraños para mí. Tan estrechos, tan rápidos… A mí que me den el mar, con dragones y demás, y seré feliz.

Pero el Glayge, aunque rápido, era dócil. Hacía mucho tiempo había sido un curso de rápidos y cascadas, feroz y simplemente innavegable en cientos de kilómetros. Catorce mil años de colonización humana en Majipur lo habían transformado por completo. Mediante presas, esclusas, canalizaciones y otros artificios, el Glayge, como el resto de los Seis Ríos que descendían del Monte, había acabado satisfaciendo las necesidades de sus amos en casi todo su curso. Sólo en los tramos inferiores, donde la llanura del valle circundante hacía que el control de las avenidas fuera un progresivo desafío, existían ciertas dificultades, y meramente durante temporadas de abundante lluvia.

Y las provincias del Glayge eran igualmente poco problemáticas: exuberantes y verdes zonas agrícolas interrumpidas por grandes centros urbanos. Valentine miró a lo lejos, entrecerró los ojos para vencer la brillantez de la luz matutina, y buscó la grisácea mole del Monte del Castillo en algún punto del paisaje. Pero a pesar de su inmensidad, ni siquiera el Monte era visible a tres mil kilómetros de distancia.

La primera ciudad importante río arriba era Makroprosopos, famosa por sus tejedores y sus artistas. Mientras el barco se acercaba, Valentine vio que la zona portuaria de Makroprosopos estaba adornada con enormes enseñas de la Corona, probablemente tejidas a toda prisa, y aún estaban colgando más.

—Estoy preguntándome qué significan esas banderas —dijo pensativamente Sleet—. ¿Expresión de lealtad a la falsa Corona, o capitulación ante tu pretensión?

—Seguramente quieren rendirte homenaje, mi señor —dijo Carabella—. Saben que estás avanzando río arriba… y por lo tanto sacan banderas para darte la bienvenida.

Valentine sacudió la cabeza.

—Creo que esta gente se muestra simplemente precavida. Si las cosas me van mal en el Monte del Castillo, siempre podrán afirmar que esas banderas eran símbolos de lealtad a la otra Corona. Y si Dominin Barjazid es el que cae, podrán decir que fueron los segundos después de Pendiwane en reconocerme. Creo que no deberíamos permitir que ejerciten tales ambigüedades. ¿Asenhart?

—¿Mi señor?

—Condúzcanos al puerto de Makroprosopos.

Valentine consideraba que aquello era un acto arriesgado. No había necesidad real de desembarcar allí, y lo último que deseaba era una batalla en una ciudad irrelevante y alejada del Monte. Pero era importante poner a prueba la eficacia de su estrategia.

La prueba quedó superada casi al instante. Valentine escuchó los vítores cuando aún estaban lejos de la orilla:

—¡Viva lord Valentine! ¡Viva la Corona!

El alcalde de Makroprosopos llegó corriendo al muelle para saludar a Valentine y hacerle entrega de presentes, generosos fardos de los mejores tejidos de la ciudad. Se deshizo en reverencias y alabanzas, y dijo que le complacería organizar un reclutamiento de ocho mil ciudadanos para engrosar el ejército de restauración.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó en voz baja Carabella—. ¿Es que van a aceptar como Corona a cualquiera que reclame el trono ruidosamente y exhiba algunas pistolas de energía?

Valentine se encogió de hombros.

—Son gentes pacíficas, que no quieren problemas, amantes de comodidades y lujos. Sólo han conocido prosperidad durante miles de años, y lo único que desean es que las cosas sigan así. La idea de resistencia armada es extraña para ellos, por eso ceden con rapidez en cuanto nos ven llegar.

—Exacto —dijo Sleet—. Y si Barjazid se presenta aquí la semana próxima, se someterán a él de idéntica forma.

—Tal vez. Tal vez. Pero yo voy cobrando impulso. Puesto que estas ciudades se unen a mí, otras más alejadas temerán negarme su fidelidad. Esto podría llegar a ser una estampida, ¿no os parece?

Sleet frunció el entrecejo.

—Es igual, lo que tú haces ahora, otro lo hará en otra ocasión, y no me gusta. ¿Y si dentro de un año aparece un lord Valentine pelirrojo, y dice que él es la legítima Corona? ¿Y si hace acto de presencia un líi e insiste en que todo el mundo debe arrodillarse ante él, que sus rivales son simples hechiceros? Este mundo se disolvería en la locura.

—Sólo hay una Corona ungida —dijo tranquilamente Valentine—, y los habitantes de estas ciudades, sean cual sean sus motivos, se someten simplemente a la voluntad del Divino. En cuanto yo vuelva al Monte del Castillo no habrán más usurpadores ni más pretendientes, ¡te lo prometo!

Pero en su interior Valentine reconocía la sensatez de lo que acababa de decir Sleet. Qué frágil, pensó, es el acuerdo que mantiene unido nuestro gobierno. Sólo la buena voluntad lo sostiene. Dominin Barjazid había demostrado que la traición desvirtuaba la buena voluntad, y Valentine estaba descubriendo, hasta el momento, que la intimidación contrarrestaba la traición. Pero ¿volverá Majipur a ser como era, se preguntó Valentine, cuando el conflicto concluya?

7

Después de Makroprosopos fue Apocrune, y luego Catarata Stangard, Nimivan, Theriz, Gayles del Sur y Mitripond. Todas estas ciudades, cincuenta millones de habitantes en conjunto, no perdieron tiempo para aceptar la soberanía del rubio lord Valentine.

Todo sucedió tal como lord Valentine esperaba. Los moradores del río carecían de afición a la guerra, y ninguna ciudad osó decidirse por la batalla con objeto de determinar qué rival era la legítima Corona. Con Pendiwane y Makroprosopos ya rendidas, las demás poblaciones fueron cayendo una tras otra. Pero se trataba de victorias triviales, y Valentine lo sabía, porque las ciudades ribereñas volverían a variar su fidelidad con idéntica prontitud en cuanto vieran que las mareas de la fortuna oscilaban hacia el señor más moreno. Legitimidad, consagración, la voluntad del Divino… todo ello tenía en el mundo real mucho menos significado del que pudiera creer una persona educada en la corte del Monte del Castillo.

No obstante, era mejor disponer del apoyo nominal de las ciudades ribereñas que verlas mofándose de la pretensión de Valentine. En todas las poblaciones, Valentine decretó un reclutamiento, aunque poco importante, sólo mil hombres por ciudad, ya que su ejército estaba creciendo demasiado en poco tiempo, y él temía que fuera excesivamente difícil de manejar. Valentine ansiaba conocer la opinión de Dominin Barjazid sobre los acontecimientos del Glayge. ¿Estaría agazapado en el Castillo, temiendo que los miles de millones de habitantes de Majipur marcharan coléricamente hacia él? ¿O sólo estaba esperando su oportunidad, preparando la línea interna de defensa, dispuesto a sumir en el caos al reino entero antes de renunciar a la posesión del Monte?

El viaje por el río continuó.

El terreno ascendía notablemente. Se hallaban en los bordes de la gran meseta, el lugar donde el planeta se hinchaba y arrugaba para proyectar su potente extremidad, y hubo días en que el Glayge parecía alzarse ante los barcos como un vertical muro de agua.

El territorio ya era familiar para Valentine, porque durante su juventud en el Monte hacía frecuentes visitas a los nacientes de los Seis Ríos, para cazar y pescar en compañía de Voriax o Elidath, o simplemente para huir una temporada de las complejidades de su educación. Casi había recuperado por completo la memoria, ya que el proceso de curación había proseguido sin interrupción desde la estancia en la Isla. Y la visión de aquellos lugares bien conocidos intensificó e iluminó las imágenes del pasado que Dominin Barjazid había tratado de arrebatarle. En la ciudad de Jerrik, en los sectores más estrechos del curso alto del Glayge, Valentine había jugado toda la noche con un viejo vroon no muy distinto a Autifon Deliamber, aunque él le recordaba como un ser menos enano. En el interminable rodar de los dados perdió la bolsa, la espada, la montura, el título nobiliario y todas sus tierras excepto una pequeña zona pantanosa, y luego lo recuperó todo antes del alba, aunque Valentine sospechaba que su compañero, con suma prudencia, había preferido invertir su racha de suerte en vez de intentar asegurarse sus ganancias. Fue una lección provechosa en cualquier caso. Y en Ghiseldorn, donde los habitantes moraban en tiendas de campaña de fieltro negro, él y Voriax habían disfrutado de una noche de placer en compañía de una bruja morena que por lo menos tenía treinta años; por la mañana, la mujer asustó a los hermanos pronosticando su futuro con semillas de pingla y afirmando que ambos estaban destinados a ser reyes. Voriax sintió una gran preocupación por esa profecía, recordaba Valentine, por cuanto parecía indicar que los dos gobernarían conjuntamente como Corona, del mismo modo que ambos habían abrazado conjuntamente a la bruja, y ello no tenía precedentes en la historia de Majipur. A ninguno se les ocurrió pensar que la hechicera se refería a que Valentine sería el sucesor de Voriax. Y en Amblemorn, la población más al suroeste de entre todas las Cincuenta Ciudades, un Valentine todavía más joven había sufrido una pesada caída mientras cabalgaba por el bosque de árboles pigmeos en compañía de Elidath de Morvole. Se rompió el fémur de la pierna izquierda, lo que le causó un espantoso dolor, y el extremo roto perforó la piel, de modo que Elidath, a pesar de estar medio mareado a causa del susto, tuvo que ajustar la fractura antes de poder ir en busca de ayuda. Desde entonces había tenido una ligera cojera en esa pierna… pero tanto la pierna como la cojera, pensó Valentine con extraño deleite, pertenecían ahora a Dominin Barjazid, y el cuerpo que le habían dado estaba intacto y carecía de defectos.

Todas esas ciudades, y muchas más, se rindieron en cuanto Valentine llegó a ellas. Cincuenta mil soldados iban detrás de su bandera, en las mismas estribaciones del Monte del Castillo.

Amblemorn era el punto más alejado al que el ejército podía llegar por vía fluvial. El río se transformaba allí en un laberinto de afluentes, poco profundos de cauce e increíblemente empinados. Valentine destacó a Ermanar y diez mil guerreros para que consiguieran vehículos terrestres. Tan potente era la fuerza aglutinadora del nombre de Valentine, que Ermanar, sin oposición, logró requisar prácticamente todos los coches flotantes de tres provincias, y un océano de vehículos aguardaba en Amblemorn cuando llegó el cuerpo principal del ejército.

Mandar un ejército tan numeroso dejó de ser una tarea que Valentine podía hacer sin ayuda. Sus órdenes pasaban de Ermanar, su mariscal de campo, a cinco comandantes a cuyo cargo estaban sendas divisiones: Carabella, Sleet, Zalzan Kavol, Lisamon y Asenhart. Deliamber siempre se quedaba al lado de Valentine, como consejero. Y Shanamir, ya no tan infantil, sino endurecido y maduro desde sus tiempos de cuidador de monturas en Falkynkip, actuaba en calidad de oficial de enlace, manteniendo abiertos los canales de comunicación.

Fueron precisos tres días para completar la movilización.

—Estamos listos para ponernos en movimiento, mi señor —informó Shanamir—. ¿Debo dar la orden?

Valentine asintió.

_Ordena a la primera columna que se ponga en marcha. Atravesaremos Bimbak al mediodía si partimos ahora.

—Sí, señor.

—Y… ¿Shanamir?

—¿Señor?

—Ya sé que esto es la guerra, pero no tienes que estar siempre tan serio, ¿eh?

—¿Estoy demasiado serio, mi señor? —Shanamir enrojeció—. ¡Es que se trata de una cosa muy seria! ¡Tenemos bajo los pies el suelo del Monte del Castillo! —Pronunciar ese nombre bastaba para atemorizar al joven campesino de la remota Falkynkip.

Valentine comprendió lo que debía sentir el zagal. Zimroel parecía hallarse a un millón de kilómetros.

—Dime una cosa, Shanamir, no sé si es así —dijo Valentine, sonriente—. Cien pesos son una corona, diez coronas son un real y el precio de estas salchichas es…

Shanamir se quedó aturdido. Después sonrió con afectación e intentó contener la risa, y finalmente dejó brotar las carcajadas.

—¡Mi señor! —exclamó, con lágrimas en las comisuras de los párpados.

—¿Te acuerdas, cuando estábamos en Pidruid? ¿Cuando yo quise pagar las salchichas con una pieza de cincuenta reales? ¿Recuerdas que opinabas que yo era un bobalicón? Despreocupado, creo que decías de mí. Despreocupado. Supongo que yo era un bobalicón, durante los primeros días en Pidruid.

—Hace mucho tiempo, mi señor.

—Ciertamente. Y es posible que siga siendo un bobalicón, por escalar el Monte del Castillo de esta forma, intentando recuperar ese demoledor y fatigoso trabajo de gobernar. Pero quizá no. Espero que no, Shanamir. Acuérdate de sonreír más a menudo, eso es todo. Ordena a la primera columna que se ponga en marcha.

El muchacho salió corriendo. Valentine le observó mientras se alejaba. Qué lejos quedaba Pidruid, tan remota en el tiempo y en el espacio, a un millón de kilómetros, a un millón de años. Así lo parecía. Y sin embargo sólo hacía un año y varios meses que Valentine tomó asiento en el crestón de alba piedra en aquel caluroso y pegajoso día, para contemplar Pidruid y decidir qué iba a hacer. ¡Shanamir, Sleet, Carabella, Zalzan Kavol! ¡Cuántos meses de actuaciones en arenas provinciales, durmiendo en colchones de pajas de posadas infestadas de pulgas! Qué época tan maravillosa, pensó Valentine. Qué libertad, qué vida tan despreocupada. No había nada más importante que conseguir un contrato en el siguiente pueblo de la carretera, y asegurarse de que las mazas no caían al suelo. Valentine nunca había sido tan feliz como entonces. Qué estupendo había sido que Zalzan Kavol le aceptara en la compañía, qué amables Sleet y Carabella al instruirle en el arte. ¡Una Corona de Majipur entre ellos, y ellos sin saberlo! ¿Quién de ellos podía imaginar entonces que en un futuro muy próximo dejarían de ser malabaristas para convertirse en generales al mando de un ejército de liberación que atacaba el Monte del Castillo?

La primera columna ya estaba en movimiento. Los coches flotantes iniciaban la marcha hacia las interminables y vastas laderas que había entre Amblemorn y el Castillo.

Las Cincuenta Ciudades del Monte del Castillo se hallaban distribuidas como las pasas en un budín, en circunferencias casi concéntricas que se iniciaban a partir de pico del Castillo. Había doce en el anillo más amplio: Amblemorn, Perimor, Morvole, Canzilaine, Bimbak Oriental, Bimbak Occidental, Furible, Val Profundo, Normork, Kazkas, Stipool y Dundilmir. Estas poblaciones, denominadas Ciudades de la Falda, eran centros de producción y comercio, y la menor, Val Profundo, tenía una población de siete millones de habitantes. Las Ciudades de la Falda, fundadas hacía diez o doce mil años, tendían a ser arcaicas en cuanto a diseño. Su planificación urbana, racional tal vez en otra época, hacía mucho tiempo que se había hecho congestionada y confusa debido a impensadas modificaciones. Todas contaban con especiales bellezas, famosas en todo el mundo. Valentine no las había visitado en su totalidad —ni pasando una vida entera en el Monte del Castillo había tiempo suficiente para llegar a conocer las cincuenta poblaciones— pero conocía bastantes: las dos Bimbak, con sus torres gemelas de más de mil metros de altura construidas con brillantes ladrillos cristalinos, Furible y su mítico jardín de pétreos pájaros, Canzilaine, donde las estatuas hablaban, Dundilmir con su Valle Ardiente… Entre estas ciudades había parques reales, reservas forestales y animales, zonas de caza y arboledas sagradas, todo ello amplio y espacioso, porque había miles de kilómetros cuadrados, espacio suficiente para que una civilización evolucionara sin exceso de concentración de habitantes y pausadamente.

A quince mil metros de altitud se hallaba el anillo de las nueve Ciudades Libres: Sikkal, Huyn, Bibiroon, Stee, Amanecer Alto, Amanecer Bajo, Púa del Castillo, Gimkandale y Vugel. Había polémica entre los eruditos respecto al origen del término Ciudades Libres, porque ninguna ciudad de Majipur era más libre, o menos libre, que cualquier otra. Pero la hipótesis generalmente más aceptada era que durante el reinado de lord Stiamot esas nueve poblaciones quedaron exentas de un impuesto que se recaudaba en las demás, en recompensa por favores especiales prestados a la Corona. Desde entonces las Ciudades Libres eran famosas por reclamar siempre tales exenciones, a menudo con éxito. La mayor era Stee, a orillas del río del mismo nombre, con treinta millones de habitantes, es decir, una ciudad como Ni-moya y, según los rumores, incluso mayor. A Valentine le resultaba difícil concebir un lugar que igualara en esplendor a Ni-moya, pero nunca había podido visitar Stee pese a todos los años que había vivido en el Monte del Castillo, y ahora tampoco iba a pasar cerca de la población, ya que estaba situada al otro lado del Monte.

Aún a más altura se encontraban las once Ciudades Guardianas: Sterinmor, Kowani, Greel, Minimool, Strave, Hoikmar, Gran Erstud, Rennosk, Fa, Sigla Baja y Sigla Alta. Todas eran importantes, tenían entre siete y trece millones de habitantes. Debido a que la circunferencia del Monte no era tan amplia a esa altura, las Ciudades Guardianas estaban mucho más juntas que las inferiores, y parecía que, pasados algunos siglos, iban a formar una franja continua de ocupación urbana rodeando el sector central del Monte.

Más allá de esa franja se encontraban las nueve Ciudades Interiores (Gabell, Chi, Haplior, Khresm, Banglecode, Bombifale, Guand, Peritole y Tentag) y las nueve Ciudades Altas (Muldemar, Huine, Gossif, Tidias, Morpin Baja, Morpin Alta, Sipermit, Frangior y Halanx). Estas últimas eran las metrópolis que más conocía Valentine. Halanx, ciudad de nobles heredades, era su lugar natal; en Sipermit había vivido durante el reinado de Voriax, por cuanto se hallaba cerca del Castillo; y Morpin Alta había sido su lugar de asueto favorito, al que había acudido muchas veces para jugar en los espejados toboganes y pasear en enormes carrozas. ¡Hacía mucho, muchísimo tiempo! Ahora, mientras la fuerza invasora flotaba por las carreteras del Monte, Valentine escrutó la lejanía salpicada de sol, las alturas ocultas entre nubes, esperando tener un vislumbre del elevado territorio, una fugaz visión de Sipermit, de Halanx, de Morpin Alta.

Pero aún era muy pronto para tales esperanzas. La carretera que salía de Amblemorn pasaba entre Bimbak Oriental y Bimbak Occidental, después describía una pronunciada curva para bordear la increíble e irregular pendiente de la creta de Normork antes de llegar a la misma Normork, con el famoso muro de piedra construido a imitación —así afirmaba la leyenda— del gran muro de Velalisier. Bimbak Oriental recibió a Valentine como legítimo monarca y liberador. La recepción en Bimbak Occidental fue indiscutiblemente menos cordial, aunque no hubo conatos de resistencia: era obvio que sus habitantes aún no habían decidido cuál era la posición ventajosa en la extraña contienda que estaba desarrollándose. Y en Normork, la gran Puerta de Dekkeret estaba cerrada y sellada, quizá por primera vez desde su construcción. Fue un gesto hostil, pero Valentine prefirió interpretarlo como declaración de neutralidad, y pasó junto a Normork sin intentar entrar en la ciudad. Lo último que pensaba hacer era gastar energías poniendo cerco a una ciudad impenetrable. Es mucho más fácil, pensó Valentine, no considerar enemiga a la población.

Después de Normork la carretera cruzaba la Barrera de Tolingar, que no era ninguna barrera, sino tan sólo un inmenso parque, sesenta kilómetros de podada elegancia para diversión de los ciudadanos de Kazkas, Stipool y Dundilmir. Parecía que todos los árboles, todos los arbustos, habían sido modelados, afilados y podados hasta lograr que tuvieran la mejor de las formas. No había una sola rama torcida, todas guardaban idéntica proporción. Aunque la totalidad de los habitantes del Monte del Castillo hubieran trabajado como jardineros en la Barrera de Tolingar durante jornadas de veinticuatro horas, jamás habrían logrado tal perfección. Valentine sabía que esa perfección se había obtenido mediante un programa de crecimiento controlado, hacía cuatro mil años o quizá más, que se inició durante el reinado de lord Havilbove y prosiguió durante los reinados de los tres sucesores de éste. Las plantas se moldeaban y podaban ellas mismas, vigilaban eternamente la simetría de su forma. El secreto de esa magia se había perdido.

Y de ese modo el ejército de restauración entró en el nivel de las Ciudades Libres.

Allí, en el llano de Bibiroon que coronaba la Barrera de Tolingar, era posible volver la mirada hacia la ladera y disfrutar de una vista todavía comprensible, aunque ya inimaginablemente extensa. El maravilloso parque de lord Havilbove se retorcía como una lengua de verdor un poco más abajo, curvándose hacia al este, y más allá había meras motas grises, Dundilmir y Stipool, con la ligerísima insinuación de la reservada mole de la amurallada Normork visible a un lado. También se veía el asombroso deslizamiento del terreno en dirección a Amblemorn y las fuentes del Glayge. Y finalmente, impreciso como la niebla de un sueño, el esbozo, seguramente pintado por la imaginación, del río y sus atestadas ciudades, Nimivan, Mitripond, Threiz, Gayles del Sur. De Makroprosopos y Pendiwane no había ni siquiera un indicio, aunque Valentine vio que los nativos de esas ciudades miraban fija e intensamente, y señalaban con vehemencia mientras comentaban entre ellos que ese montecillo o aquella protuberancia eran sus hogares.

—¡Suponía que aquí se vería todo el recorrido desde Pidruid hasta el Monte del Castillo! —dijo Shanamir, que estaba al lado de Valentine—. Pero ni siquiera se ve el Laberinto. ¿Hay otra vista mejor más arriba?

—No —dijo Valentine—. Las nubes ocultan todo lo que hay más allá de las Ciudades Guardianas. A veces, cuando estás ahí arriba, te olvidas de que existe el resto de Majipur.

—¿Hace mucho frío? —preguntó el muchacho.

—¿Frío? No, en absoluto. La temperatura es tan benigna como aquí. Más benigna, incluso. Una perpetua primavera. El aire es templado y apacible, y siempre brotan flores.

—¡Pero si el Monte se estira tanto hacia el cielo! Las montañas de los Límites de Khyntor no son tan altas, ni mucho menos… ni siquiera son un trozo del Monte del Castillo, y me han dicho que la nieve cae en las cumbres y a veces permanece durante todo el verano. En el Castillo todo debería ser negro como la noche, Valentine, y tendría que hacer mucho frío, un frío mortal.

_No —dijo Valentine—. Las máquinas de los antiguos crean una primavera sin fin. Esos aparatos tienen profundas raíces en el Monte, y succionan energía, no tengo la menor idea de cómo, y la transforman en magnífico aire puro, ligero, cálido. He visto las máquinas, en las entrañas del Castillo. Enormes aparatos de metal, metal suficiente para construir una ciudad, gigantescas bombas, inmensas tuberías y conductos de cobre…

—¿Cuándo llegaremos allí, Valentine? ¿Estamos cerca? Valentine sacudió la cabeza.

—Ni siquiera a medio camino.

8

La vía de ascenso más directo en la zona de las Ciudades Libres pasaba entre Bibiroon y Amanecer Alto. Se trataba de un amplio saliente plano del Monte, con una pendiente muy suave que evitaba perder mucho tiempo en subidas en zigzag. Mientras se aproximaban a Bibiroon, Valentine supo por Gorzval, el skandar que desempeñaba el cargo de oficial de intendencia, que el ejército estaba escaso de carne y fruta fresca. Parecía más prudente aprovisionarse en aquel nivel, antes de emprender el ascenso hacia las Ciudades Guardianas.

Bibiroon era una ciudad de veinte millones de habitantes, situada de forma espectacular a lo largo de un reborde de ciento cincuenta kilómetros, que parecía suspendida sobre la falda del Monte. Sólo había un medio de llegar a la ciudad: por el lado de Amanecer Alto, atravesando una garganta tan abrupta y angosta que cien soldados podían defenderla frente a un millón. Sin que fuera sorpresa alguna para Valentine, el paso estaba ocupado cuando lo alcanzaron, y no precisamente por sólo cien soldados.

Ermanar y Deliamber se adelantaron para parlamentar. Poco después regresaron con la noticia de que Heitluig, duque de Chorg, de cuya provincia era capital Bibiroon, estaba al mando de las tropas que ocupaban la garganta y deseaba hablar con lord Valentine.

—¿Quién es ese Heitluig? —dijo Carabella—. ¿Le conoces? Valentine asintió.

—Vagamente. Pertenece a la familia de Tyeveras. Espero que no sienta animosidad por mí.

—Él podría ganar el favor de Dominin Barjazid —dijo sombríamente Sleet— si te vence en este paso.

—¿Y sufrir por ello todas las horas que duerma? —preguntó Valentine, y se echó a reír—. Puede ser un borrachín, pero no un asesino, Sleet. Es un noble del reino.

—Igual que Dominin Barjazid, mi señor.

—El mismo Barjazid no se atrevió a matarme cuando tuvo la oportunidad. ¿Debo esperar la presencia de asesinos siempre que vaya a parlamentar? Bien, estamos perdiendo el tiempo.

Valentine fue a pie hasta la entrada de la garganta, acompañado por Ermanar, Asenhart y Deliamber. El duque y tres de sus hombres estaban aguardándoles.

Heitluig era un hombre corpulento, de aspecto fuerte, con abundantes canas que formaban bastos rizos y tez encarnada, carnosa. Miró fijamente a Valentine, quizás examinando los rasgos del rubio extraño en busca de una traza de la presencia del alma de la genuina Corona. Valentine le saludó tal como correspondía a una Corona que visita a un duque provincial: mirada imperturbable y la palma de una mano vuelta hacia arriba. E inmediatamente Heitluig se encontró en dificultades, sin duda inseguro de la correcta forma de respuesta.

—Se me ha informado que usted es lord Valentine, transformado por una hechicería. Si ello es cierto, le ofrezco la bienvenida, mi señor.

—Créame, Heitluig, es cierto.

—Ha habido envíos en ese sentido. Y también envíos contrarios.

Valentine sonrió.

—Los envíos de la Dama son los únicos dignos de confianza. Los del Rey son tan fiables como podía esperarse, considerando lo que ha hecho su hijo. ¿Ha recibido instrucciones del Laberinto?

—Diciéndome que debo reconocerle, sí. Pero estamos en tiempos extraños. Si no debo confiar en las órdenes del Castillo, ¿por qué debo dar fe a las órdenes del Laberinto? Podrían ser falsificaciones o engaños.

—Aquí está Ermanar, noble servidor del Pontífice, tío abuelo de usted. Y no es mi prisionero —dijo Valentine—. Él puede mostrarle los sellos pontificios que me otorgan autoridad.

El duque se encogió de hombros. Sus ojos siguieron sondeando los de Valentine.

—Es muy misterioso que una Corona cambie de este modo. Si ello es cierto, cualquier cosa puede ser cierta. ¿Qué desea hacer en Bibiroon, mi señor?

—Necesitamos fruta y comida. Aún debemos recorrer cientos de kilómetros, y un soldado hambriento no es precisamente el mejor tipo de soldado.

Las mejillas del duque se crisparon.

—Usted debe saber que se halla en una Ciudad Libre.

—Lo sé. ¿Pero por qué me lo dice?

—La tradición es antigua, y es posible que otras personas la hayan olvidado. Pero nosotros, los habitantes de las Ciudades Libres, sostenemos que no estamos obligados a facilitar efectos al gobierno aparte de los impuestos legalmente determinados. El coste de las provisiones para un ejército tan numeroso como el suyo…

—…correrán totalmente a cargo del erario imperial —dijo vivamente Valentine—. Lo que pedimos no costará a Bibiroon ni siquiera una simple moneda de cinco pesos.

—¿Y el erario imperial marcha con usted? Valentine permitió que un aleteo de cólera se asomara en su rostro.

—El erario imperial se halla en el Monte del Castillo, donde siempre ha estado desde la época del lord Stiamot, y en cuanto yo ocupe el Castillo y expulse al usurpador, pagaré todo lo que adquiramos aquí. ¿O acaso el crédito de la Corona ya no es aceptable en Bibiroon?

—El crédito de la Corona sigue siendo aceptable, sí —dijo meticulosamente Heitluig. Pero hay ciertas dudas, mi señor. Somos gente ahorrativa, y sería para nosotros una gran vergüenza haber concedido crédito a… una persona que nos hizo falsas declaraciones.

Valentine se esforzó en guardar calma.

—Usted me llama «mi señor», y sin embargo habla de dudas.

—Estoy dudoso, sí. Lo admito.

—Heitluig, acompáñeme para hablar solos un momento.

—¿Eh?

—¡Alejémonos diez pasos! ¿Cree que voy a rebanarle el gaznate en cuanto se aleje de sus guardaespaldas? Debo decirle al oído ciertas cosas que a usted no le gustaría escuchar delante de otras personas.

El duque, confundido y nervioso, asintió de mala gana y se alejó en compañía de Valentine.

—Cuando usted vino al Monte del Castillo para asistir a mi coronación —dijo Valentine en voz baja—, ocupó la mesa de los parientes del Pontífice, y bebió cuatro o cinco botellas de vino de Muldemar, ¿lo recuerda? En cuanto estuvo bastante borracho, se puso en pie para bailar, tropezó con la pierna de su primo Elzandir y cayó de bruces, y se habría peleado con Elzandir en ese mismo momento si yo no llego a rodearle con un brazo para llevarle aparte. ¿Eh? ¿Nada de lo que le digo despierta ecos en su mente? ¿Y dónde he podido saberlo si soy un advenedizo de Zimroel que pretende apoderarse del Castillo de lord Valentine?

Las mejillas de Heitluig eran de color escarlata.

—Mi señor…

—¡Ahora lo dice con cierta convicción! —Valentine agarró al duque por el hombro, cordialmente—. Muy bien, Heitluig. Déme su ayuda, y cuando venga al Castillo para celebrar mi restauración en el trono, tendrá a su disposición otras cinco botellas de excelente Muldemar. Y confío en que se muestre más moderado que la última vez.

—Mi señor, ¿en qué puedo servirle?

—Ya se lo he dicho. Necesitamos carne y fruta fresca, y saldaré la cuenta en cuanto vuelva a ser Corona.

—Así será. Pero ¿volverá a ser Corona?

—¿A qué se refiere?

—El ejército que le aguarda arriba no es insignificante, mi señor. Lord Valentine, es decir, la persona que afirma ser lord Valentine, está convocando a cientos de miles de ciudadanos para defender el Castillo.

Valentine frunció el ceño.

—¿Y dónde está organizándose ese ejército?

—Entre Gran Ertsud y Bombifale. Ese hombre ha recurrido a todas las Ciudades Guardianas y a todas las que hay más arriba. Correrán ríos de sangre por el Monte, mi señor.

Valentine se volvió y cerró los ojos un momento. Dolor y consternación flagelaban su espíritu. Era inevitable, no era sorprendente en absoluto, todo sucedía tal como él había esperado desde el principio. Dominin Barjazid le permitiría marchar libremente por las laderas inferiores, y después organizaría una feroz defensa en las zonas superiores, usando contra él la guardia personal de la Corona, los caballeros de alta alcurnia en cuya compañía había crecido Valentine. En la vanguardia del enemigo estarían Stasilaine, Tunigorn, su primo Mirigant, Elidath, su sobrino Divvis…

Durante unos instantes, la resolución de Valentine vaciló una vez más. ¿Valía la pena provocar el caos, el derramamiento de sangre, la agonía de su pueblo, para convertirse en Corona por segunda vez? Quizás él había sido destronado por voluntad del Divino. Si contrariaba esa voluntad, era posible que sólo provocara un terrible cataclismo en los llanos situados por encima de Gran Ertsud, y que dejara cicatrices en las almas de todos los habitantes, unas cicatrices que llenarían sus noches con lóbregos y acusadores sueños de lacerante culpabilidad y que maldecirían su nombre para siempre.

Podía retroceder en aquel mismo momento, renunciar a cualquier enfrentamiento con las fuerzas del Barjazid, aceptar el veredicto del destino… No.

Esa batalla ya la había disputado y ganado en su interior, y no volvería a disputarla. Una falsa Corona, un malvado mezquino y peligroso, ocupaba el asiento más elevado del mundo, y gobernaba de modo temerario e ilegítimo. No podía permitirse que la situación siguiera igual. Ninguna otra cosa tenía importancia.

—¿Mi señor? —dijo Heitluig.

Valentine se encaró de nuevo con el duque.

—La idea de la guerra me produce dolor, Heitluig.

—Nadie goza con ella, mi señor.

—Sin embargo llega un momento en que la guerra debe producirse, por miedo a que sucedan cosas aún peores. Creo que ahora estamos en ese momento.

—Así lo parece.

—¿Me acepta como Corona, Heitluig?

—Ningún pretendiente estaría al tanto de mi borrachera en la coronación, creo.

—¿Y querrá combatir a mi lado más allá del Gran Ertsud? Heitluig siguió mirándole fijamente.

—Naturalmente, mi señor. ¿Cuántos soldados de Bibiroon necesitará?

—Digamos que cinco mil. No deseo tener un ejército enorme allí arriba… simplemente un ejército leal y bravo.

—Cinco mil guerreros son suyos, mi señor. Y más si lo desea.

—Cinco mil está bien, Heitluig, y le agradezco su fe en mí. ¡Y ahora preocupémonos de la carne y la fruta fresca!

9

La estancia en Bibiroon fue breve, el tiempo suficiente para que Heitluig organizara sus fuerzas y facilitara a Valentine las provisiones precisas. Y después siguieron el ascenso, siempre hacia arriba, hacia arriba. Valentine iba en vanguardia, con sus queridos amigos de Pidruid a su lado. Le deleitaba observar la expresión de susto y asombro que había en los ojos de sus compañeros, ver el rostro de Shanamir iluminado por la excitación, oír el contenido jadeo de éxtasis de Carabella, notar que incluso el rudo Zalzan Kavol murmuraba y gruñía de sorpresa mientras los esplendores del Monte del Castillo se exhibían ante ellos.

Y en cuanto a él… ¡qué radiante se sentía al pensar que volvía al hogar!

Cuanto más subían, más fragante y puro era el aire, porque cada vez estaban más cerca de los enormes motores que mantenían la eterna primavera del Monte. Pronto estuvieron a la vista las zonas externas que pertenecían a las Ciudades Guardianas.

—Qué vista —murmuró Shanamir con enronquecida voz—. Qué vista tan impresionante…

Allí el Monte era un gran escudo de gris granito que se desplegaba hacia el cielo con suave pero inexorable pendiente, desapareciendo en la blanca oleada de nubes que cubría las laderas superiores. El cielo era de un sorprendente color azul eléctrico, tenía un tono más oscuro que en las tierras bajas de Majipur. Valentine recordaba ese cielo, cuánto lo había amado, cuánto había aborrecido tener que bajar al mundo ordinario de colores ordinarios que había más allá del Monte. Su pecho se contrajo al volver a ver ese cielo. Todos los salientes, todos los rebordes, parecían esbozados con un chispeante halo de misteriosa brillantez. El mismo polvo, arrastrado por la brisa a lo largo del borde de la carretera, rutilaba y centelleaba. Ciudades satélites y pueblos moteaban el distante paisaje, titilando como lugares de sobrenatural magia, y muy arriba empezaban a verse los principales centros urbanos. Gran Ertsud se hallaba enfrente, con sus enormes torres negras apenas visibles en el horizonte, y al este había una oscuridad que probablemente era la ciudad de Minimool. Hoikmar, famosa por sus sosegados canales y desvíos, se percibía con dificultad en el borde más occidental del paisaje.

Valentine pestañeó para deshacerse de la inesperada y fastidiosa humedad que de repente inundaba sus ojos. Dio un golpecito en el arpa de bolsillo de Carabella.

—Canta para mí —dijo a la joven. Carabella sonrió y cogió la diminuta arpa.

—En Til-omon, donde el Monte del Castillo era sólo un lugar que aparecía en los libros de cuentos, un sueño romántico, cantábamos esto:


Hay una tierra en el este remoto

que jamás nosotros podremos ver:

crecen prodigios en picos poderosos,

radiantes ciudades de tres en tres.

En el Monte habitan los Poderes

y los héroes retozan todo el día…


Carabella se interrumpió, su último rasgueo fue una molesta discordancia, y guardó el arpa. Apartó la mirada de Valentine.

—¿Qué ocurre, amor mío? —preguntó Valentine. Carabella sacudió la cabeza.

—Nada. No recuerdo la letra.

—¿Carabella?

—¡No pasa nada, ya te lo he dicho!

—Por favor…

Carabella le miró, mordiéndose el labio, con los ojos inundados por las lágrimas.

—Esto es tan maravilloso, Valentine —musitó—. Y tan extraño… tan aterrador…

—Maravilloso, sí. Aterrador, no.

—Es hermoso, lo sé. Y más enorme que lo que yo imaginaba… Todas estas ciudades, estas montañas que forman parte de la gran montaña, todo es maravilloso. Pero… pero…

—Dímelo.

—¡Estás volviendo al hogar, Valentine! Todos tus amigos, tu familia, tus… tus amores, supongo… En cuanto ganemos la guerra, toda esa gente estará alrededor de ti, te arrastrarán a banquetes y celebraciones y… —Hizo una pausa— Prometí que nunca hablaría de esto.

—Puedes hablar.

—Mi señor…

—No tan formal, Carabella.

Valentine cogió las manos de la mujer. Shanamir y Zalzan Kavol, se dio cuenta Valentine, se habían trasladado a otra parte del coche flotante y estaban de espaldas a la pareja.

—Mi señor —dijo Carabella en un torrente de palabras—, ¿qué será de la insignificante malabarista de Til-omon cuando estés de nuevo entre los príncipes y damas del Monte del Castillo?

—¿Te he dado motivos para pensar que te abandonaré?

—No, mi señor. Pero…

—Llámame Valentine, por favor. Pero ¿qué?

Carabella se sonrojó. Apartó la mano y se la pasó nerviosamente por su oscuro y lustroso cabello.

—El duque Heitluig, ayer, nos vio juntos, vio tu brazo alrededor de mi talle… ¡Valentine, tú no viste su sonrisa! Como si yo fuera un bonito juguete de tu propiedad, una mascota, una baratija que desecharás en cuanto llegue el momento.

—Ves demasiadas cosas en la sonrisa de Heitluig, me parece —dijo Valentine.

Pero él también había visto lo mismo, y ello le preocupaba. Para Heitluig y para otras personas de idéntica posición social, Carabella sería una advenediza concubina de orígenes inimaginablemente humildes, digna de menosprecio en el mejor de los casos. Durante la anterior vida de Valentine en el Monte del Castillo, tales distinciones de clase constituían una indiscutible premisa de la sociedad. Pero él había estado fuera del Monte durante mucho tiempo, y ahora veía las cosas de otra forma. Los temores de Carabella eran reales. Sin embargo se trataba de un problema que sólo podía superarse en el momento oportuno. Antes había otras cosas que superar.

—Heitluig es muy aficionado al vino —dijo dulcemente—, y su alma es burda. No le hagas caso. Tendrás un lugar entre los más nobles del Castillo, y nadie se atreverá a despreciarte cuando yo sea Corona de nuevo. Veamos, acaba la canción.

—¿Me quieres, Valentine?

—Te quiero, sí. Pero te quiero menos cuando tienes los ojos enrojecidos e hinchados, Carabella.

—¡Eso es lo que se dice a los niños! —gruñó Carabella—. ¿Me consideras una niña?

—Te considero una mujer —replicó Valentine—, una mujer bravía y encantadora. ¿Pero qué te supones que debo responder cuando me preguntas si te quiero?

—Que me quieres. Y nada más para adornarlo.

—En ese caso, lo siento. Debo ensayar estas cosas con más atención. ¿Quieres seguir cantando?

—Si lo deseas —dijo ella, y cogió el arpa del bolsillo.

Siguieron ascendiendo toda la mañana, adentrándose en los espacios despejados que había más allá de las Ciudades Libres. Valentine eligió la carretera de Pinitor, que serpenteaba entre Gran Ertsud y Hoikmar a través de un desierto territorio de rocosas planicies interrumpidas únicamente por aislados bosquecillos de gazanes, árboles de fuertes troncos cenicientos y retorcidas, tortuosas ramas, que vivían mil años y emitían un suave suspiro cuando llegaba su hora. Se trataba de una zona severa y silenciosa, donde Valentine y sus fuerzas podrían preparar su alma para el esfuerzo que les aguardaba. Mientras tanto, el ascenso proseguía sin encontrar oposición.

—No tratarán de detenerle —dijo Heitluig— hasta que no llegue más arriba de las Ciudades Guardianas. Allí el mundo es más angosto. La tierra está plegada y arrugada. Habrá lugares para atraparle.

—Habrá espacio suficiente —dijo Valentine.

Al llegar a un árido valle bordeado por irregulares cúspides, desde el que sólo se divisaba la ciudad de Gran Ertsud a treinta kilómetros de distancia, Valentine ordenó un alto a su ejército y conferenció con los comandantes. Varios exploradores ya se habían adelantado para inspeccionar las fuerzas enemigas, y volvieron con una noticia que cayó sobre Valentine como un manto de plomo: un inmenso ejército, dijeron los exploradores, un mar de guerreros, llenaba la amplia llanura que ocupaba cientos de kilómetros cuadrados por debajo de Bombifale, una de las Ciudades Interiores. En su mayoría se trataba de infantes, pero también había coches flotantes, un regimiento de caballería y una unidad de descomunales mollitares, por lo menos diez veces más numerosa que el grupo de bestias bélicas con apariencia de tanque que había acampado a la espera de Valentine en las orillas del Glayge. Pero Valentine no consintió que su rostro reflejara ni siquiera un vestigio de desaliento.

—Nos superan en una proporción de veinte a uno —dijo Valentine—. Ese detalle me parece alentador. Qué lástima que no sean más… pero un ejército de ese tamaño es lo bastante pesado para no complicarnos la vida. —Señaló un punto del mapa que tenía ante él—. Están acampados aquí, en la llanura de Bombifale, y seguramente se dan cuenta de que marchamos directamente hacia esa llanura. Esperan que intentemos efectuar el ascenso por el paso de Peritole, al oeste de la llanura, y ése será el lugar más vigilado. Sí, nos dirigiremos al paso de Peritole. —Valentine escuchó el jadeo de asombro de Heitluig, y Ermanar le miró con repentina, dolorosa sorpresa. Sin inmutarse, Valentine añadió—: Y cuando ellos nos vean, enviarán refuerzos en esa dirección. En cuanto empiecen a desplazarse hacia el paso, les será difícil reagruparse y cambiar de dirección. Cuando se pongan en marcha, nosotros viraremos hacia la llanura, nos dirigiremos en línea recta hacia el corazón de su campamento, cruzaremos éste y seguiremos hasta la misma Bombifale. Por encima de Bombifale se halla la carretera de Morpin Alta, que nos conducirá al Castillo sin impedimentos. ¿Alguna pregunta?

—¿Y si un segundo ejército nos espera entre Bombifale y Morpin Alta? —dijo Ermanar.

—Vuelva a preguntármelo —replicó Valentine— cuando pasemos Bombifale. ¿Más preguntas? Miró alrededor. Nadie dijo nada.

—Muy bien. ¡Adelante, pues!

Otro día y el terreno se hizo más fértil: estaban entrando en el gran zócalo verde que rodeaba las Ciudades Interiores. Ya se hallaban en la zona de nubes, un lugar frío y húmedo donde el sol se veía, aunque sólo vagamente, a través de las serpenteantes franjas de niebla que jamás se disipaban. En esa región las plantas, que más abajo apenas llegaban a la rodilla de un hombre, se hacían gigantescas, con hojas que parecían fuentes y tallos similares a troncos de árboles, y todas emitían destellos al estar cubiertas por una capa de relucientes gotitas de agua.

El paisaje era abrupto, había cadenas montañosas de empinadas faldas que se alzaban escarpadamente en profundos valles, y carreteras que describían precarias curvas alrededor de feroces picos cónicos. Los posibles itinerarios eran escasos: al oeste se hallaban los Pináculos de Banglecode, una región de intransitables montañas con forma de colmillos que apenas había sido explorada; al este se encontraba la amplia y suave ladera de la llanura de Bombifale, y al frente, con muros de roca pura a ambos lados, la serie de gigantescos escalones naturales que recibían el nombre de paso de Peritole, donde aguardaban las tropas más selectas del usurpador… si Valentine no estaba totalmente equivocado en sus previsiones.

Sin prisa alguna, Valentine condujo sus fuerzas hacia el paso. Cuatro horas de avance, dos de descanso, otras cinco de marcha, acampada por la noche, tardía partida por la mañana. Con el vivificante aire del Monte del Castillo habría sido muy fácil viajar con mayor rapidez. Pero, sin duda alguna, el enemigo observaba el avance desde arriba, y Valentine deseaba que Barjazid tuviera mucho tiempo para observar y tomar las necesarias medidas.

El día siguiente Valentine aceleró la marcha de sus fuerzas, puesto que ya estaba a la vista el primero de los inmensos escalones del paso. Deliamber, tras proyectar su espíritu por arte de magia, regresó con la noticia de que el ejército defensor estaba realmente en posesión del paso, y que otras tropas de la llanura de Bombifale habían salido hacia el oeste para prestar su apoyo. Valentine sonrió.

—Falta muy poco. Están cayendo en la trampa.

Dos horas después del crepúsculo, Valentine dio la orden de acampar, en una agradable pradera situada junto a un arroyo fresco y bullicioso. Los vagones fueron dispuestos en formación defensiva, un grupo de forrajeadores salió a buscar juncos para encender hogueras, los furrieles distribuyeron la cena… y al llegar la noche empezó a circular por el campamento la orden de movilización para proseguir la marcha, dejando todas las hogueras encendidas y numerosos vagones en formación.

Valentine sintió que la excitación crecía atronadoramente en su interior. Vio un renovado fulgor en los ojos de Carabella, y notó que la vieja cicatriz de Sleet destacaba violentamente en la mejilla del malabarista mientras su corazón latía más y más deprisa. Y allí estaba Shanamir, que iba de un lado a otro, pero nunca alocadamente, haciendo frente a numerosas responsabilidades, grandes y pequeñas, con gran destreza, muy serio, cómico y admirable al mismo tiempo. Fueron horas inolvidables, horas de tensión debido al potencial de los grandes acontecimientos que estaban a punto de originarse.

—En tus viejos tiempos en el Monte —dijo Carabella— debiste estudiar profundamente el arte de la guerra, ya que has sido capaz de idear esta maniobra.

—¿El arte de la guerra? —dijo Valentine. Se rió—. Si en Majipur se conocía ese arte, quedó olvidado antes de cumplirse un siglo de la muerte de lord Stiamot. No sé ni una palabra de guerra, Carabella.

—¿Pero cómo…?

—Conjetura. Suerte. Un gigantesco tipo de malabarismo. Improviso sobre la marcha. —Hizo un guiño—. Pero no se lo digas a los demás. Que crean que su general es un genio, ¡y tal vez lo conviertan en genio!

En el cielo, velado por las nubes, no se veía estrella alguna y la luz de la luna era un insignificante fulgor rojizo. El ejército de Valentine avanzó por la ruta de la llanura de Bombifale usando esferas luminosas con el mínimo de intensidad, y Deliamber tomó asiento junto a Valentine y Ermanar y se sumió en profundo estado de trance, para que su espíritu pudiera errar por los alrededores en busca de barreras y obstáculos. Valentine permaneció en silencio, inmóvil, sintiendo una extraña calma. Un gigantesco tipo de malabarismo, ciertamente, pensó. Y tal como había hecho tantas veces con la compañía de Zalzan Kavol, Valentine avanzó hacia el tranquilo punto situado en el centro de su mente, porque desde allí podría procesar la información relativa a una configuración de hechos siempre variables, y podría hacerlo sin ser consciente, de forma abierta, del acto de procesar, de la información en sí, incluso en los mismos hechos. Todo se haría en el momento oportuno, con serena consciencia de la única sucesión de hechos realmente efectiva.

Faltaba una hora para el alba cuando llegaron al lugar donde la carretera giraba cuesta arriba hacia la entrada de la llanura. Valentine convocó de nuevo a los comandantes.

—Únicamente tres cosas —expuso—. Permanezcan en apretada formación. No maten a nadie si no es preciso. No dejen de avanzar.

Valentine dedicó a cada uno de los comandantes, uno por uno, una palabra, un apretón de manos, una sonrisa.

—Hoy comeremos en Bombifale —dijo—. ¡Y mañana por la noche cenaremos en el Castillo de lord Valentine, lo prometo!

10

Se acercaba el momento que Valentine temía desde hacía meses, el momento de conducir a la guerra a unos ciudadanos de Majipur contra otros ciudadanos de Majipur, el momento de arriesgar la sangre de sus compañeros de viaje contra la sangre de sus compañeros de juventud. Sin embargo, ante la inminencia de ese momento, Valentine se sentía firme y sosegado de espíritu.

En la grisácea luz del amanecer el ejército invasor avanzó hacia el borde de la llanura, y entre la niebla matutina Valentine vislumbró por primera vez las legiones que iban a presentarle batalla. Por todas partes había soldados, vehículos, monturas, mollitores… una confusa y caótica marea.

Las fuerzas de Valentine se colocaron en forma de cuña, los guerreros más bravos y decididos en los vagones de vanguardia de la falange, las tropas del duque de Heitluig formando el cuerpo central del ejército y los miles de pacíficos milicianos de Pendiwane, Makroprosopos y el resto de ciudadanos del Glayge constituyendo una retaguardia más notable por su volumen que por su bravura. Todas las razas de Majipur tenían representación en las fuerzas liberadoras: un pelotón de skandars, un destacamento de vroones, toda una horda de férvidos líis, numerosísimos yorts y gayrogs, incluso un reducido cuerpo de élite de susúheris. El mismo Valentine se situó en uno de los tres puntos frontales de la cuña, aunque no en el central: Ermanar estaba allí, preparado para soportar el peso de la contraofensiva del usurpador. El coche de Valentine ocupaba el flanco derecho, el de Asenhart el izquierdo, y las columnas de Sleet, Carabella, Zalzan Kavol y Lisamon iban inmediatamente detrás.

—¡Adelante! —gritó Valentine, y empezó la batalla.

El coche de Ermanar se lanzó hacia adelante, sonaron sus bocinas, centellearon sus luces. Valentine avanzó un instante después y, al mirar al lado opuesto del campo de batalla, vio que Asenhart no se quedaba atrás. Entraron a la carga en la llanura, e inmediatamente la enorme mole de defensores quedó en desorden. La vanguardia de las fuerzas del usurpador se derrumbó con asombrosa rapidez, casi como si fuera una deliberada estrategia. Soldados aterrorizados corrían de un lado a otro, chocaban, se entorpecían entre sí, se tambaleaban en busca de armas o simplemente para ponerse a salvo. El gran espacio despejado de la llanura se transformó en un océano de agitadas, desesperadas figuras, sin dirección, sin plan. La falange siguió avanzando entre el enemigo. Hubo escaso intercambio de fuego. Ocasionales descargas de energía emitían lívidos resplandores en el paisaje, pero en general el enemigo estaba demasiado sorprendido para organizar una defensa coherente, y la cuña atacante, que arremetía a discreción, no tuvo necesidad de matar.

—Están diseminados a lo largo de un frente enorme, cien o más kilómetros —dijo tranquilamente Deliamber, que estaba junto a Valentine—. Les costará tiempo concentrar su fuerza. Pero se reagruparán después del primer momento de pánico, y las cosas serán más difíciles para nosotros.

Así estaba ocurriendo ya.

La inexperta milicia civil que Dominin Barjazid había reclutado en las Ciudades Guardianas se hallaba en desorden, ciertamente, pero el núcleo del ejército defensor estaba formado por caballeros del Monte del Castillo, experimentados en juegos belicosos ya que no en la guerra en sí, y en ese momento, tras haberse agrupado, atacaban en todas direcciones las pequeñas cuñas de invasores que se habían introducido profundamente en la llanura. Un grupo de mollitores ya organizado avanzó hacia el flanco de Asenhart haciendo restallar sus fauces, con las enormes garras dispuestas a causar daños. En el flanco opuesto, un destacamento de caballería había encontrado sus monturas y se esforzaba en componer algún tipo de formación. Y Ermanar se había metido en una firme barrera de fuego que surgía de pistolas de energía.

—¡Mantengan la formación! —gritó Valentine—. ¡Sigan avanzando!

Aún avanzaban, pero el ritmo iba disminuyendo de un modo perceptible. Si al principio las fuerzas de Valentine habían penetrado en el enemigo como un cuchillo caliente en mantequilla, ahora parecía que intentaran atravesar un muro de espeso fango. Numerosos vehículos estaban rodeados y otros completamente parados. Valentine tuvo una fugaz visión de Lisamon, que avanzaba a grandes pasos entre una turba de defensores, lanzándolos a izquierda y derecha como si fueran ramitas. Tres gigantescos skandars también sobresalían en el campo de batalla —sólo podía tratarse de Zalzan Kavol y sus hermanos— por la terrible matanza que ocasionaban con sus numerosos brazos, todos ellos blandiendo algún tipo de arma.

El mismo vehículo de Valentine acabó rodeado, pero el conductor hizo un brusco viraje y derribó a los soldados enemigos.

Adelante… adelante…

Había cadáveres por todas partes. Había sido estúpido por parte de Valentine pensar que la reconquista del Monte podía efectuarse de un modo incruento. Ya debía haber cientos de muertos, miles de heridos. Valentine frunció el ceño y apuntó la pistola de energía hacia un hombre alto y de duras facciones que se abalanzaba hacia el coche, y el atacante quedó tendido en el suelo. Valentine parpadeó mientras el aire crepitaba alrededor de él a consecuencia de la descarga, y disparó otra vez, otra vez, otra vez.

—¡Valentine! ¡Lord Valentine!

El grito era universal. Pero surgía de las gargantas de los guerreros de ambos bandos de la pelea, y cada bando pensaba en un lord Valentine distinto.

El avance parecía estar totalmente paralizado. La suerte había cambiado, los defensores estaban lanzando un contraataque. Daba la impresión de que las tropas de Barjazid hubieran estado totalmente desprevenidas en la primera embestida, y que se hubieran limitado a permitir el arrollador avance del ejército de Valentine; pero tras reagruparse, tras cobrar fuerza, habían adoptado una semblanza de estrategia.

—Parecen tener un nuevo caudillo, mi señor —informó Ermanar—. El general que los guía ahora ejerce un poderoso control, y los espolea ferozmente hacia nosotros.

Se había formado una línea de mollitores, la vanguardia del contraataque, con gran número de soldados del usurpador detrás. Pero las lerdas e inocentes bestias causaban más dificultades con su mole que con sus fauces y garras: pasar al otro lado de sus colosales y gibosas formas ya era en sí mismo un desafío. Numerosos oficiales de Valentine habían abandonado sus vehículos. Vio de nuevo a Lisamon, y Sleet y Carabella, que luchaban fieramente mientras grupos de soldados se esforzaban en protegerles. El mismo Valentine se dispuso a salir del vagón, pero Deliamber le ordenó que permaneciera apartado del campo de batalla.

—Su persona es sagrada e indispensable —dijo bruscamente el vroon—. Los guerreros que luchan cuerpo a cuerpo tendrán que valérselas sin usted.

—Pero…

—Es esencial.

Valentine frunció el ceño. Comprendía la lógica de las palabras de Deliamber, pero la despreciaba. Sin embargo, accedió.

—¡Adelante! —bramó, frustrado, por el cuerno de oscuro marfil de su transmisor de campaña.

Pero era imposible avanzar. Nubes de defensores surgían por todas partes y hacían retroceder a las fuerzas de Valentine. La nueva fuerza del ejército del usurpador parecía estar centrada no muy lejos de Valentine, al otro lado de una pendiente de la llanura, y brotaba de allí en bandas de poderío prácticamente visible. Sí, un nuevo general, pensó Valentine, un oficial superior que proporciona inspiración y fuerza, que reanima unas tropas hasta entonces desanimadas. Lo mismo que debería estar haciendo yo, meditó Valentine, en el campo de batalla, mezclado con los soldados. Lo mismo que debería estar haciendo yo. Escuchó la voz de Ermanar.

—Mi señor, ¿ve aquella loma a la izquierda? Detrás está el puesto de mando del enemigo… Allí está el general, en medio de la batalla.

—Quiero verlo —dijo Valentine, y ordenó al conductor que avanzara hacia un punto más elevado.

—Mi señor —continuó diciendo Ermanar—, debemos concentrar el ataque en ese punto, debemos deshacernos de ese general antes de que cobre mayor ventaja.

—Ciertamente —murmuró Valentine sin prestar excesiva atención.

Miró a lo lejos, con los ojos entrecerrados. Todo parecía confusión en aquella zona. Pero poco a poco fue columbrando una forma entre la multitud. Sí, aquél debería ser él. Un hombre alto, más alto que Valentine, de amplia boca, de vigorosas facciones, penetrantes ojos negros, abundante melena lustrosa y morena trenzada en la espalda. Tenía un aspecto curiosamente familiar… muy familiar, indudablemente familiar, un hombre que Valentine había conocido, y muy bien, en el Monte del Castillo. Pero su mente estaba tan embotada por el caos de la batalla que durante unos instantes le resultó difícil la búsqueda en su depósito de renovados recuerdos para identificar a…

Sí. Naturalmente.

Elidath de Morvole.

¿Cómo podía haber olvidado, aunque sólo hubiera sido durante unos instantes, aunque se hallara en medio de aquella locura, al compañero de su juventud, Elidath, que en determinadas épocas había sido un amigo más íntimo incluso que su hermano Voriax, el hombre con el que había compartido tantas de sus primeras y temerarias hazañas, el más parecido a él en aptitudes y temperamento, Elidath, el personaje al que todos consideraban, incluido Valentine, como el sucesor de la Corona? Elidath dirigía el ejército enemigo. Elidath era el peligroso general que debía ser eliminado.

—¿Mi señor? —dijo Ermanar—. Aguardamos sus instrucciones, mi señor.

Valentine vaciló.

—Rodeadle —replicó—. Neutralizadle. Cogedle prisionero, si es posible.

—Podríamos concentrar el fuego en…

—No se le hará ningún daño —ordenó rotundamente Valentine.

—Mi señor…

—Ningún daño, he dicho.

—Sí, mi señor.

Pero no hubo excesiva convicción en la respuesta de Ermanar. Para Ermanar, sabía Valentine, un enemigo era simplemente un enemigo, y ese general causaría menos daño si se le mataba con rapidez. ¡Pero era Elidath!

Tenso y afligido, Valentine vio que Ermanar ordenaba dar la vuelta a sus tropas y las guiaba hacia el campamento de Elidath. Era muy sencillo ordenar que Elidath no sufriera daño alguno, pero ¿cómo verificar un acto así, en el calor de la batalla? Era lo que Valentine había temido más, que un amado compañero dirigiera las tropas contrarias. Mas saber que se trataba de Elidath, que Elidath estaba en peligro en el campo de batalla, que Elidath debía sucumbir para que el ejército de liberación avanzara… ¡qué angustia! Valentine se levantó.

—Usted no debe… —empezó a decir Deliamber.

—Debo hacerlo —dijo Valentine, y salió corriendo del vagón antes de que el vroon pudiera someterle a alguna hechicería.

Afuera, en plena confusión, todo era incomprensible: figuras yendo de un lado a otro, enemigos indistinguibles de los amigos, todo ruido, tumulto, gritos, alarmas, polvo y locura. Los fragmentos de batalla que Valentine había discernido desde su coche flotante no eran visibles. Creyó percibir que las tropas de Ermanar se apiñaban a un lado mientras una turbia y caótica lucha tenía lugar en la dirección del campamento de Elidath.

—¡Mi señor! —le gritó Shanamir—. ¡No debe estar tan a la vista! ¡Debe…!

Valentine le hizo callar con un ademán y avanzó hacia la zona principal de la batalla.

La suerte había cambiado de nuevo, así lo parecía, gracias al ataque combinado de Ermanar al campamento de Elidath. Los invasores estaban abriendo brechas y provocando de nuevo el desorden del enemigo. Las tropas de Barjazid retrocedían, caballeros y ciudadanos por igual, corrían en aleatorios círculos, intentando huir de los crueles atacantes, mientras en una zona más alejada un grupo de defensores resistían firmemente en torno a Elidath, solitaria y firme roca en el incontenible torrente.

Que Elidath no sufra daño alguno, imploró Valentine. Que le cojan prisionero, y que sea con rapidez, pero que no le pase nada.

Valentine se abrió paso como pudo, casi inadvertido en el campo de batalla. Una vez más la victoria parecía estar a su alcance. Pero a un coste demasiado elevado, elevadísimo, si esa victoria se compraba con la muerte de Elidath.

Valentine vio a poca distancia a Lisamon y Khun de Kianimot, hombro a hombro, abriendo a estocadas un paso para que los demás pudieran penetrar, y estaban empujando todo lo que había delante de ellos. Khun se reía, como si durante toda su vida hubiera aguardado ese momento de feroz compromiso.

En ese instante un dardo enemigo alcanzó en el pecho al ser de piel azul. Khun se tambaleó y se le doblaron las rodillas. Lisamon, al ver que empezaba a desplomarse, le cogió y le dejó cuidadosamente en el suelo.

—¡Khun! —exclamó Valentine, y se abalanzó hacia el caído.

A veinte metros de distancia ya vio que Khun había sufrido una terrible herida. Jadeaba, y su enjuto rostro estaba distorsionado y casi pálido. Los ojos no tenían brillo. Al ver a Valentine, Khun se iluminó ligeramente y trató de enderezarse.

—¡Mi señor! —dijo la giganta—. ¡Este no es lugar para ti! Valentine hizo caso omiso y se agachó junto al herido.

—¿Khun? ¿Khun? —susurró apremiantemente.

—Todo va bien, mi señor. Yo sabía que… debía haber una razón… para venir a tu mundo…

—¡Khun!

—Qué lástima… me perderé el banquete de la victoria…

Desesperado, Valentine asió a Khun por sus huesudos hombros y le abrazó, pero la vida del herido se escabulló rápida y silenciosamente. Su largo y extraño viaje había concluido. Al fin había encontrado una finalidad, y paz.

Valentine se levantó y miró alrededor, percibiendo igual que en sueños la locura del campo de batalla. Un cordón de soldados leales le rodeaba, y uno de ellos… Sleet, vio Valentine, tiraba de él intentando conducirle a un lugar más seguro.

—No —murmuró Valentine—. Déjame pelear…

—No aquí, mi señor. ¿Quieres compartir la suerte de Khun? ¿Qué haremos los demás, si pereces? Las tropas enemigas fluyen como ríos hacia nosotros procedentes del paso de Peritole. El combate no tardará en endurecerse. No debes estar aquí.

Valentine lo comprendía. Al fin y al cabo Dominin Barjazid no estaba allí, y probablemente nunca se presentaría. Pero ¿cómo podía él permanecer sentado cómodamente en un coche flotante, cuando otros estaban muriendo por él? Khun, que ni siquiera era una criatura de Majipur, ya había dado su vida por él, y su amado Elidath, al otro lado del cerro de la llanura, podía estar en peligro frente a las tropas del mismo Valentine. Valentine se debatió en su indecisión. Sleet, con el rostro desolado, le soltó, pero únicamente para llamar a Zalzan Kavol. El gigante skandar, blandiendo espadas en tres manos y una pistola de energía en la cuarta, no se hallaba muy lejos. Valentine vio que Sleet conferenciaba con él, y Zalzan Kavol, que mantenía a raya a los defensores de un modo casi desdeñoso, empezó a abrirse paso hacia Valentine. Dentro de un momento, supuso Valentine, el skandar me arrastrará por la fuerza, sin importarle que sea o no sea un Poder coronado, fuera del campo de batalla.

—Aguardad —dijo Valentine—. El presunto heredero está en peligro. ¡Os ordeno que me sigáis!

Sleet y Zalzan Kavol se quedaron desconcertados al oír el extraño título.

—¿El presunto heredero? —repitió Sleet—. ¿Quién…?

—Acompañadme —dijo Valentine—. Es una orden.

—Su seguridad, mi señor —refunfuñó Zalzan Kavol—, es…

—No es lo único importante. ¡Sleet, a mi izquierda! ¡Zalzan Kavol, a mi derecha!

Los dos estaban demasiado aturdidos para desobedecerle. Valentine también llamó a Lisamon Hultin. Y de este modo, protegido por sus amigos, avanzó rápidamente por la elevación del terreno en dirección a la vanguardia del enemigo.

—¡Elidath! —gritó Valentine con toda su fuerza.

Su voz llegó a media legua de distancia, así lo pareció, y el sonido del potente bramido hizo que la acción cesara unos instantes alrededor de él. Tras cruzar una avenida de inmóviles guerreros, Valentine miró a Elidath, y cuando los ojos de los dos se encontraron vio que el hombre moreno se detenía, fruncía el ceño, se encogía de hombros.

—¡Capturad a ese hombre! —gritó Valentine a Sleet y Zalzan Kavol—. ¡Traédmelo! ¡Sin hacerle daño!

El instante de estancamiento finalizó. Con redoblada intensidad, el tumulto de la batalla se reanudó. Las fuerzas de Valentine se lanzaron de nuevo hacia el acosado y flaqueante enemigo. Valentine vio fugazmente a Elidath, rodeado por la protección de los suyos, resistiendo ferozmente. Después ya no vio nada más, porque todo volvió a ser caótico. Alguien le agarró —¿Sleet, quizá? ¿Carabella?— instándole otra vez a regresar a la seguridad del coche, pero él gruñó y se soltó.

—¡Elidath de Morvole! —gritó Valentine—. ¡Elidath, ven a parlamentar!

—¿Quién pronuncia mi nombre? —fue la réplica.

De nuevo la pululante multitud se apartó entre él y Elidath. Valentine extendió los brazos hacia la extrañada figura y se dispuso a responder. Pero las palabras serían muy lentas, y muy torpes, y Valentine lo sabía. De repente se puso en estado de trance, concentrando toda su fuerza de voluntad en el aro de plata de su madre, y proyectó, a través del espacio que le separaba de Elidath de Morvole, la plena intensidad de su alma en una simple y comprimida fracción de un instante de imágenes de sueños, energía de sueños…

…dos hombres jóvenes, dos muchachos en realidad, cabalgan en rápidas y bruñidas monturas por un bosque de árboles enanos…

…una gruesa y retorcida raíz se alza como una serpiente en medio del camino, una montura tropieza, un muchacho sale despedido…

…un terrible chasquido, un blanco fragmento de mellado hueso sobresale horrorosamente de la rasgada piel…

…el otro muchacho refrena su montura, retrocede, lanza un silbido de asombro y espanto al ver la gravedad de la herida…

Valentine no pudo continuar el flujo de imágenes. El momento de contacto concluyó. Consumido, exhausto, volvió a la realidad del estado de vela.

Elidath le miró fijamente, asombrado. Era como si sólo ellos dos ocuparan el campo de batalla, y como si todo lo que ocurría alrededor fuera simple ruido y vapor.

—Sí —dijo Valentine—. Me conoces, Elidath. Pero no con la cara que luzco hoy.

—¿Valentine?

—El mismo.

Se aproximaron. Un círculo de tropas de ambos ejércitos rodeaba a los dos hombres en silencio, desconcertados. Cuando se hallaban a poca distancia, ambos se detuvieron y adoptaron una incierta actitud defensiva, como si estuvieran a punto de batirse en duelo. Elidath examinó los rasgos de Valentine con ojos que reflejaban pasmo y turbación.

—¿Es posible? —preguntó por fin—. ¿Una hechicería así, es posible?

—Cabalgamos juntos por el bosque de árboles pigmeos que hay en la parte baja de Amblemorn —dijo Valentine—. Nunca había sentido tanto dolor como aquel día. ¿Te acuerdas, cuando tocaste el hueso con las manos, lo encajaste, y gritaste como si la pierna fuera tuya?

—¿Cómo puede usted saber estos detalles?

—Y luego pasé varios meses en reposo e irritado, mientras tú, Stasilaine y Tunigorn vagabais por el Monte sin mí. Luego estuve cojo, y la cojera continuó después de curarme. —Valentine se echó a reír—. ¡Dominin Barjazid robó esa cojera cuando me arrebató el cuerpo! ¿Quién podía esperar ese favor de un tipo como él?

Elidath tenía el mismo aspecto que un sonámbulo. Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de una telaraña.

—Esto es brujería —dijo.

—¡Sí! ¡Y yo soy Valentine!

—Valentine está en el Castillo. Le vi ayer mismo, y él me deseó suerte, y me habló de los viejos tiempos, de los placeres que compartimos…

—Recuerdos hurtados, Elidath. Dominin sondea mi cerebro, y encuentra las viejas escenas embutidas allí. ¿No has notado nada extraño en él, durante el último año? —los ojos de Valentine miraron fijamente los de Elidath, y el otro hombre reculó, como si temiera una brujería—. ¿No te ha parecido que tu Valentine se mostraba curiosamente reservado, caviloso y misterioso en los últimos tiempos, Elidath?

—Sí, pero pensé que… ello era debido a las preocupaciones del trono.

—¡De modo que has notado una diferencia! ¡Un cambio!

—Un ligero cambio, sí. Cierta frialdad… lejanía, un rasgo frío…

—¿E insistes en desconocerme? Elidath le examinó atentamente.

—¿Valentine? —murmuró, incrédulo—. ¿Eres tú, realmente eres tú, con ese extraño disfraz?

—El mismo. Y el que está en el Castillo, te ha engañado, a ti y a todo el mundo.

—Esto es muy extraño.

—¡Vamos, abrázame y deja de murmurar, Elidath!

Sonriendo abiertamente, Valentine cogió al otro hombre y le atrajo hacia él, y le abrazó tal como se abrazan los amigos. Elidath respondió con tirantez. Su cuerpo estaba tan rígido como la madera. Al cabo de unos instantes, empujó a Valentine y retrocedió un paso, tembloroso.

—¡No debes tener miedo de mí, Elidath!

—Me pides demasiado. Creer que…

—Créelo.

—Lo creo, al menos a medias. La cordialidad de tus ojos… esa sonrisa… los detalles que recuerdas…

—Créelo por completo —le apremió apasionadamente Valentine—. La Dama, mi madre, te envía su amor, Elidath. Volverás a verla, en el Castillo, el día en que festejemos mi restauración. Ordena a tus tropas que den media vuelta, querido amigo, y únete a nosotros en la marcha hacia el Monte.

Había una batalla en el rostro de Elidath. Sus labios se movían, un músculo de su mejilla se contraía violentamente. Observó en silencio a Valentine.

—Puede ser una locura —dijo finalmente—, pero te acepto como la persona que afirmas ser.

—¡Elidath!

—Me uniré a ti, y que el Divino te socorra si me has descarriado.

—Te prometo que no lo lamentarás. Elidath asintió.

—Enviaré mensajeros a Tunigorn…

—¿Dónde está él?

—Defiende el paso de Peritole porque esperábamos que lo atacarías. Stasilaine también está allí. Fue un momento amargo, quedar al mando aquí en la llanura, porque pensé que no iba a participar en el combate. Valentine ¿realmente eres tú? ¿Rubio, con esa dulzura, con esa inocencia en tu cara?

—El genuino Valentine, sí. El que escapó contigo a Morpin Alta cuando teníamos diez años. Nos apropiamos de la carroza de Voriax y cabalgarnos en ese enorme vehículo durante todo el día y parte de la noche, y después me castigaron igual que a ti…

—…mendrugos de durísimo pan de estacha durante tres días, muy cierto…

—…y Stasilaine nos trajo en secreto una fuente de carne, le sorprendieron y tuvo que comer mendrugos con nosotros durante el día siguiente…

—…Había olvidado esa parte. ¿Y recuerdas que Voriax nos hizo pulir todos los lugares de la carroza que habíamos ensuciado de fango?

—¡Elidath!

—¡Valentine!

Se echaron a reír y se golpearon amistosamente con los puños. Después Elidath se puso muy serio.

—¿Dónde has estado? —dijo—. ¿Qué te ha sucedido durante el último año? ¿Has sufrido, Valentine, has…?

—Es una historia muy larga —dijo gravemente Valentine—, y éste no es el lugar para contarla. Debemos poner fin a la batalla, Elidath. Ciudadanos inocentes están muriendo en provecho de Dominin Barjazid, y no podemos consentirlo. Reagrupa tus tropas, ordena que den media vuelta.

—No será fácil en esta casa de locos.

—Da la orden. Transmítela a los otros comandantes. La matanza debe concluir. Y luego ven con nosotros, Elidath, hacia Bombifale, Morpin Alta y el Castillo.

11

Valentine volvió a su coche, y Elidath desapareció en la confusa y desigual línea de defensores. Durante el parlamento, comunicó Ermanar a Valentine, las tropas atacantes habían hecho grandes progresos, manteniendo formada la cuña y ejerciendo fuerte presión en la llanura, con lo que el vasto pero desorganizado ejército de la falsa Corona había quedado casi en total desorden. La implacable cuña continuó avanzando, entre impotentes soldados que ni tenían voluntad ni deseo de contenerla. Negada ya la dirección y formidable presencia de Elidath en el campo de batalla, los defensores estaban desanimados y desorganizados.

Pero precisamente era ese alboroto, ese tumulto existente entre los defensores, lo que hacía casi imposible poner fin a la ruidosa batalla. Dado que cientos de miles de guerrilleros se desplazaban en irregular desfile en la llanura de Bombifale, y puesto que muchos miles más se precipitaban hacia allí procedentes del paso al difundirse la noticia del ataque de Valentine, no había forma alguna de ejercer el mando sobre toda la masa militar. Valentine vio que la bandera del estallido estelar de Elidath flotaba en medio de la locura, en el centro del campo de batalla, y sabía que su amigo estaba haciendo todo lo posible para ponerse en contacto con los oficiales y ordenarles que invirtieran su fidelidad. Pero el ejército era ingobernable, y morían soldados innecesariamente. Cada baja causaba una punzada de dolor a Valentine.

Él no podía hacer nada. Ordenó a Ermanar que siguiera presionando.

Durante la próxima hora se inició una extravagante transformación de la batalla. La cuña de Valentine se abrió paso sin oposición, y una segunda falange avanzó paralela a la primera, hacia el este, dirigida por Elidath, progresando con idéntica facilidad. El resto del gigantesco ejército que había ocupado la llanura quedó dividido y confuso, luchando contra él mismo, formando pequeños grupos que se aferraban estruendosamente a reducidos sectores de la pradera y abatían a cualquiera que se aproximara.

Estas ineficaces hordas no tardaron en quedar muy lejos, en la retaguardia de Valentine, y la doble columna de invasores se adentró en la mitad superior de la llanura, donde el terreno empezaba a curvarse como un cuenco en dirección a la cresta donde se alzaba Bombifale, la más antigua y bella de las Ciudades Interiores. Eran las primeras horas de la tarde, y mientras ascendían la pendiente, el cielo se hizo más claro y brillante y el ambiente más cálido, puesto que allí terminaba el cinturón nuboso que circundaba el Monte y empezaban las faldas inferiores de la zona de la cumbre, siempre bañada por el reluciente sol.

Bombifale se hizo visible, alzándose sobre las tropas como una visión de antiguo esplendor: grandes muros ondulados de arenisca, de un color anaranjado oscuro, con enormes losas en forma de diamante de espato marino de color azul recogido en las costas del Gran Océano en tiempos de lord Pinitor. Elevadas torres tan afiladas como agujas brotaban en el almenaje a intervalos meticulosamente regulares, cenceñas y elegantes, formando largas sombras en la llanura.

El espíritu de Valentine vibró con el gozo y el deleite que iban acumulándose. Cientos de kilómetros del Monte del Castillo quedaban atrás, anillo tras anillo de grandes, bulliciosas ciudades: las Ciudades de la Falda, las Ciudades Libres y las Ciudades Guardianas. El mismo Castillo se encontraba únicamente a un día de viaje, y el ejército que había intentado impedir el avance de los invasores yacía desmenuzado en patética confusión. Y aunque Valentine aún sentía por las noches las distantes y amenazadoras punzadas de los envíos del Rey de los Sueños, sólo eran hormigueos debilísimos en los bordes de su alma. Y su querido amigo Elidath estaba ascendiendo el Monte a su lado, mientras Stasilaine y Tunigorn cabalgaban para reunirse con él.

¡Qué alegría contemplar las agujas de Bombifale y saber qué había más allá! Las colinas, imponentes al otro lado de la ciudad, la espesa hierba de los prados, las piedras rojas de la carretera de montaña que iba de Bombifale a Morpin Alta, los deslumbrantes campos salpicados de flores que eslabonaban la Gran Carretera de Calintane desde Morpin Alta hasta el ala meridional del Castillo… Valentine conocía esos lugares mejor que el lozano pero todavía extraño cuerpo que tenía ahora. Casi estaba en el hogar.

¿Y qué pasaría después?

Tendría que habérselas con el usurpador, sí, y ordenar las cosas… pero la tarea era tan terrible que Valentine apenas sabía por dónde empezar. Había estado ausente del Monte del Castillo durante casi dos años, y privado del poder durante buena parte de ese tiempo. Habría que examinar las leyes promulgadas por Dominin Barjazid, y muy probablemente habría que abolirlas mediante decreto universal. Y también existía el problema, que Valentine apenas había considerado hasta entonces, de integrar a los compañeros de su largo viaje en los principales estamentos imperiales, porque era indudable que debía encontrar cargos de responsabilidad para Deliamber, Sleet, Zalzan Kavol y el resto. Pero había que pensar en Elidath, y en las otras personas que habían sido esenciales en la corte. Valentine no podía rechazarlos meramente porque él volvía al hogar después del exilio acompañado de nuevos favoritos. Un problema enredado, pero ya encontraría algún medio de resolverlo de forma que no alimentara resentimientos y no causara…

—Temo que nuevos problemas vienen en nuestra dirección, y no precisamente insignificantes —dijo bruscamente Deliamber.

—¿A qué se refiere?

—¿No ve cambios en el cielo?

—Sí —dijo Valentine—, va haciéndose más brillante y de un color azul más oscuro conforme huimos del cinturón de nubes.

—Mírelo más atentamente —dijo Deliamber.

Valentine miró pendiente arriba. No había duda de que había hablado despreocupada y prematuramente, porque el brillo del cielo que había visto hacía un rato estaba alterado, de un modo extraño: tenía un tenue matiz oscuro, como si estuviera formándose una tormenta. No había nubes a la vista, pero un extraño tinte, gris y siniestro, avanzaba detrás del azul. Y las banderas montadas en los coches flotadores, se habían agitado con una apacible brisa del oeste, habían variado de posición y ahora permanecían apuntando rígidamente hacia el sur, sometidas a vientos de repentina fuerza procedentes de la cima.

—Un cambio de tiempo —dijo Valentine—. ¿Lluvia, quizá? ¿Por qué está tan preocupado?

—¿Alguna vez ha visto que haya repentinos cambios de tiempo en un sector tan elevado del Monte del Castillo? Valentine frunció el ceño.

—No es muy normal, no.

—Es completamente anormal —dijo Deliamber—. Mi señor, ¿por qué es tan benigno el clima de esta región?

—Porque se controla desde el Castillo, se genera y se gobierna de un modo artificial, mediante las grandes máquinas que…

Se interrumpió, aterrorizado.

—Exactamente —dijo Deliamber.

—¡No! ¡Es inconcebible!

—Piense en ello, mi señor —dijo el vroon—. El Monte penetra mucho en la fría noche del espacio. Ahí arriba, en el Castillo, se oculta un hombre aterrado que detenta el poder gracias a la traición, y que acaba de ver que los generales más dignos de confianza desertan al bando del enemigo. En estos momentos un ejército invencible escala sin oposición la cima del Monte. ¿Cómo puede evitar que ese ejército llegue hasta él? Es lógico, desconectando las máquinas climáticas para que este aire puro se hiele en nuestros pulmones. La noche caerá en una tarde y la oscuridad del vacío vendrá arrastrándose hacia nosotros, convirtiendo de nuevo esta montaña en el muerto diente de roca que era hace diez mil años. ¡Fíjese en el cielo, Valentine! ¡Fíjese en las banderas azotadas por el viento!

—¡Pero hay millones de personas en el Monte! —exclamó Valentine—. Si Barjazid desconecta las máquinas climáticas acabará con ellas y con nosotros. Y también con él… a menos que descubra algún medio para que el frío no penetre en el Castillo.

—¿Cree que a ese hombre le preocupa su supervivencia en estos momentos? Está condenado de cualquier manera. Pero de esta forma le arrastrará a usted en su caída, a usted y todos los que estamos en el Monte del Castillo. ¡Fíjese en el cielo, Valentine! ¡Fíjese en el oscurecimiento!

Valentine se dio cuenta de que estaba temblando no de miedo sino de cólera al comprobar que Dominin Barjazid deseaba destruir las ciudades del Monte en un monstruoso cataclismo final, asesinar niños, recién nacidos y mujeres embarazadas, campesinos, comerciantes, millones y millones de inocentes que no habían participado en la lucha por el Castillo. ¿Y cuál era el motivo de la matanza? ¡Simplemente dar rienda suelta a su ira por haber perdido algo que legalmente nunca había sido suyo! Valentine observó el cielo, esperando ver algún indicio de que sólo se tratara de un fenómeno natural. Pero eso era una tontería. Deliamber estaba en lo cierto: el clima del Monte del Castillo nunca había sido un fenómeno natural.

—Aún estamos lejos del Castillo —dijo Valentine, angustiado—. ¿Cuánto tiempo tardará en iniciarse la congelación? Deliamber extendió los tentáculos.

—Cuando se construyeron las máquinas climáticas, mi señor, pasaron muchos meses antes de que el aire fuera suficientemente denso para permitir vida en estas alturas. Las máquinas actuaron día y noche, y sin embargo la operación duró varios meses. Deshacer ese trabajo será más rápido que hacerlo, pero hará falta más de un instante, supongo.

—¿Podemos llegar al Castillo a tiempo para evitarlo?

—Tenemos el tiempo justo, mi señor —dijo el vroon.

Muy serio, ceñudo, Valentine ordenó parar el coche y convocó a los oficiales. El vehículo de Elidath, por lo que vio, ya estaba cruzando lateralmente la llanura en dirección al punto de reunión antes de recibir la orden: era evidente que también Elidath se había dado cuenta de que algo se torcía. Al salir del coche, Valentine se estremeció al primer contacto con el aire. Fue un escalofrío más de temor que de frío, porque hasta entonces sólo había una ligerísima traza de enfriamiento. Sin embargo fue una sensación muy ominosa.

Elidath llegó corriendo junto a Valentine. Su expresión era triste. Señaló el cielo que se oscurecía.

—Mi señor —dijo—, ¡ese loco está haciendo lo peor!

—Lo sé. También nosotros hemos visto el principio del cambio.

—Tunigorn está muy cerca de nosotros, y Stasilaine avanza por el lado de Banglecode. Debemos continuar hacia el Castillo con la máxima velocidad posible.

—¿Crees que llegaremos a tiempo? —preguntó Valentine. Elidath esbozó una helada sonrisa.

—Poco tiempo nos sobra. Pero será el viaje más rápido que he hecho en toda mi vida.

Sleet, Carabella, Lisamon, Asenhart, Ermanar… todos estaban reunidos ya, con expresiones de total aturdimiento. Al ser forasteros en el Monte del Castillo, quizá habían reparado en el cambio de tiempo, pero no habían extraído las mismas consecuencias que Elidath. Miraban a Valentine, luego a Elidath, después a Valentine y así sucesivamente, preocupados, consternados, sabiendo que algo iba mal pero incapaces de comprender la naturaleza del problema.

Valentine ofreció rápidas explicaciones. Las miradas de confusión de sus compañeros dieron paso a incredulidad, conmoción, rabia.

—No habrá parada en Bombifale —dijo Valentine—. Iremos directamente al Castillo por la carretera de Morpin Alta, y no habrá detenciones de ningún tipo hasta que lleguemos allí. —Miró a Ermanar—. Existe, supongo la posibilidad de que se extienda el pánico en nuestras tropas. No debe suceder. Asegure a sus hombres que sólo estaremos a salvo si llegamos a tiempo al Monte del Castillo, que el pánico es fatal y que actuar con rapidez es la única esperanza. ¿Comprendido? Millones de vidas dependen de la rapidez con que viajemos… Millones de vidas y las nuestras.

12

No fue el gozoso ascenso del Monte que Valentine esperaba. Tras la victoria de la llanura de Bombifale había sentido que se libraba de un gran peso, porque ya no veía más barreras entre él y su objetivo. Había imaginado un sereno viaje a las Ciudades Interiores, un triunfante banquete en Bombifale mientras Barjazid se agazapaba con temerosa previsión en las alturas, y después la culminante entrada en el Castillo, el apresamiento del usurpador, la proclama de la restauración, todo ello desarrollándose con grandiosa inevitabilidad. Pero esa agradable fantasía ya había desaparecido. Aceleraron el ascenso con desesperada urgencia, y el cielo fue oscureciéndose por momentos, el viento que soplaba desde la cima cobró fuerza y el ambiente se volvió desapacible y punzante. ¿Cómo estarían interpretando los cambios en Bombifale, Peritole y Banglecode, y aún a más altura, en Halanx y las dos Morpin, y en el mismo Castillo? Indudablemente los habitantes debían darse cuenta de que algo ominoso se preparaba, ya que habían visto que la noble tierra del Monte del Castillo sufría anormales, frígidas descargas, y que la suave tarde se transformaba en misteriosa noche. ¿Comprenderían la fatalidad que se abalanzaba hacia ellos? ¿Qué estarían haciendo los pobladores del Castillo? ¿Estarían desesperados, intentando llegar a las máquinas climáticas que su loca Corona había desconectado? ¿O acaso el usurpador habría colocado barricadas y guardianes, para que la muerte atacara a todos con imparcialidad?

Bombifale ya estaba muy cerca. Valentine lamentaba tener que pasar sin detenerse, porque sus tropas habían librado un duro combate y estaban fatigadas. Pero si descansaban en Bombifale, descansarían para siempre.

No quedaba más remedio que seguir subiendo entre las tinieblas que se acumulaban. Aunque el avance era rápido, a Valentine le parecía demasiado lento. Él imaginaba a las aterrorizadas multitudes congregadas en las plazas de las ciudades: vastas, caóticas hordas de seres asustados, llorosos, que se miraban unos a otros, contemplaban el cielo y gritaban, «¡Lord Valentine, sálvanos!» sin saber siquiera que el hombre moreno al que dirigían sus ruegos era instrumento de su destrucción. Valentine vio mentalmente que los habitantes del Monte del Castillo se lanzaban a las carreteras por millones para iniciar la aterrorizada emigración hacia niveles inferiores, impotentes, sentenciados, en un frenético esfuerzo vano para correr más que la muerte. Valentine también imaginó lenguas de penetrante e invernal viento que se deslizaban por las laderas, lamían las impecables plantas de la Barrera de Tolingar, congelaban los pájaros pétreos de Furible, ennegrecían los elegantes jardines de Stee y Minimool, convertían en capas de hielo los canales de Hoikmar… Ocho mil años en desarrollo llevaba el milagro del Monte del Castillo, y podía quedar destruido en un abrir y cerrar de ojos por la locura de un alma frígida y traicionera.

Valentine podía extender la mano y tocar Bombifale, así le parecía. Los muros y torres de la ciudad, perfectos y angustiosamente bellos incluso con aquella extraña, deficiente iluminación, hacían señas a Valentine. Pero él siguió adelante, siempre adelante, y aceleró al llegar a la empinada carretera pavimentada con viejos bloques de piedra roja. A la izquierda, muy cerca, estaba el coche de Elidath, el de Carabella marchaba a la derecha, y no muy lejos avanzaban Sleet, Zalzan Kavol, Ermanar y Lisamon Hultin, y las hordas de tropas que Valentine había ido acumulando a lo largo de su prolongado viaje. Todos se precipitaban detrás de su señor, sin entender la fatalidad que se abatía sobre el mundo pero conscientes de que era un momento de apocalipsis en que una monumental perversidad estaba a punto de triunfar, y que sólo valor, valor y velocidad, podía impedir su victoria.

Adelante. Valentine apretó los puños e intentó acelerar el vehículo mediante mera fuerza de voluntad. Deliamber, a su lado, le instó a guardar calma, a ser paciente. ¿Pero cómo? ¿Cómo, cuando el mismo aire del Monte del Castillo estaba desgarrándose molécula a molécula, cuando la más negra de las noches estaba tomando posesión?

—Mire —dijo Valentine—. ¿Ve esos árboles que flanquean la carretera, esos que tienen flores de color carmesí y oro? Son halantingos, plantados hace cuatrocientos años. En Morpin Alta celebran un festejo cuando esos árboles florecen, y miles de personas bailan en la carretera bajo las ramas. ¿Y ve eso, lo ve? Las hojas ya se están marchitando, están volviéndose negras en los bordes. Jamás habían conocido temperaturas tan bajas, y el frío no ha hecho más que empezar. ¿Qué será de los árboles dentro de ocho horas? ¿Qué será de la gente que disfrutaba bailando aquí? Si un simple escalofrío agosta las hojas, Deliamber, ¿qué hará una helada, o una nevada? ¡Nieve, en el Monte del Castillo! Nieve, y cosas peores que la nieve. Cuando no haya aire, cuando todo esté desnudo bajo las estrellas, Deliamber…

—Aún no estamos perdidos, mi señor. ¿Qué ciudad es ésa, la que está más arriba?

Valentine atisbo entre las abundantes sombras.

—Morpin Alta… la ciudad de la diversión, donde se celebran los juegos.

—Piense en los juegos que se celebrarán el mes que viene, mi señor, para celebrar su restauración. Valentine asintió.

—Sí —dijo sin ironía alguna—. Sí. Pensaré en los juegos del mes que viene, las risas, el vino, las flores de los árboles, el canto de los pájaros. ¿No hay forma de que esto vaya más aprisa, Deliamber?

—El coche flota —dijo el vroon—, pero no volará. Sea paciente. El Castillo está cerca.

—Horas, todavía —dijo hoscamente Valentine.

Se esforzó en recuperar su equilibrio anímico. Se acordó de Valentine el malabarista, ese inocente hombre joven enterrado en alguna parte de su interior, de pie en el estadio de Pidruid, reducido a nada más que vista y tacto, tacto y vista, para efectuar los ejercicios que acababa de aprender. Tranquilo, tranquilo, tranquilo, mantente en el centro de tu alma, recuerda que la vida es simplemente un juego, un viaje, una breve diversión, que una Corona se expone a que la engulla un dragón marino, a que la voltee un río, a que un grupo de mimos metamorfos se burlen de ella en un lluvioso bosque, y no pasa nada. Pero se trataba de un pobre consuelo. No era un problema de infortunios de un hombre, que a juicio del Divino eran muy triviales, aunque ese hombre hubiera sido rey. Millones y millones de vidas inocentes estaban en peligro, y una obra de espléndido arte, el Monte, tal vez única en el cosmos. Valentine contempló la inmensa extensión del cielo, cada vez más oscuro, donde, tal era su temor, pronto brillarían las estrellas en plena tarde. Estrellas, multitudes de mundos, y en todos esos mundos difícilmente habría algo comparable al Monte del Castillo y las Cincuenta Ciudades. ¿Y todo eso iba a perecer en una tarde?

—Morpin Alta —dijo Valentine—. Confiaba en que mi regreso a esta ciudad fuera más feliz.

—Calma —musito Deliamber—. Hoy pasamos sin detenernos. Otro día usted vendrá aquí gozosamente.

Sí. La reluciente, etérea telaraña que era Morpin Alta se alzaba a la vista a la derecha. Una ciudad hilada con filamentos de oro, o así había pensado muchas veces Valentine cuando siendo adolescente había contemplado los asombrosos edificios. En ese momento la miró y apartó rápidamente la mirada. Había quince kilómetros desde Morpin Alta hasta el perímetro del Castillo, un instante, un abrir y cerrar de ojos.

—¿Tiene algún nombre esta carretera? —preguntó Deliamber.

—La Gran Carretera de Calintane —replicó Valentine—. La he recorrido mil veces, Deliamber, para ir a la ciudad de la diversión. Los campos próximos están preparados para que siempre haya algo en flor todos los días del año, y siempre con agradables coloridos, los amarillos junto a los azules, los rojos lejos de los anaranjados, los blancos y los rosas en los bordes… Y mírelos ahora, fíjese en las flores que se ocultan de nosotros, que se doblan en sus tallos…

—Las plantarán otra vez, si es que el frío las destruye —dijo Deliamber—. Pero aún tenemos tiempo. Es posible que esas plantas no sean tan delicadas como usted cree.

—Siento su frío como si estuviera en mi piel.

Ya habían llegado a los sectores más altos del Monte del Castillo, a un punto tan elevado sobre los llanos de Alhanroel que parecía estar en otro mundo, o en una luna suspendida, sin movimiento, en el cielo de Majipur.

Todo concluía allí, en una fantástica pendiente de puntiagudos picos y escarpados peñascos. La cumbre apuntaba a las estrellas igual que cien lanzas, y en el centro de esas pétreas astas extrañamente delicadas se alzaba la curiosa, redondeada corcova del lugar más alto. Allí había fijado lord Stiamot su imperial residencia hacía ocho mil años, para celebrar el triunfo sobre los metamorfos, y allí mismo, a partir de entonces, Corona tras Corona habían conmemorado sus reinados añadiendo salas, edificios anexos, torres, almenajes y parapetos. El Castillo se extendía inconteniblemente en una superficie de miles de hectáreas, era una ciudad de por sí, un laberinto más enredado incluso que la guarida del Pontífice. Y el Castillo estaba enfrente.

Ya era de noche. El frío y despiadado esplendor de las estrellas brillaba en el cielo.

—El aire debe haber desaparecido —murmuró Valentine—. La muerte llegará pronto, ¿verdad?

—Se trata de una noche auténtica, no de la calamidad —respondió Deliamber—. Hemos viajado sin descanso durante el día entero, y usted ha perdido la noción del tiempo. Es tarde, Valentine.

—¿Y el aire?

—Está enfriándose. Está enrareciéndose. Pero no ha desaparecido.

—¿Y nos queda tiempo?

Doblaron la última increíble curva de la Gran Carretera de Calintane. Valentine recordaba bien el lugar: el recodo que con la brusquedad de un latigazo giraba en torno al cuello de la montaña y ofrecía a los atónitos viajeros la primera vista del Castillo.

Fue la primera vez que Valentine vio asombro en el semblante de Deliamber.

—¿Qué son esos edificios, Valentine? —dijo el mago con apagada voz.

—El Castillo —replicó Valentine.

El Castillo, sí. El Castillo de lord Malibor, el Castillo de lord Voriax, el Castillo de lord Valentine. Desde ningún punto se podía contemplar el conjunto de la estructura, ni siquiera una parte importante. Pero desde la cerrada curva, al menos, se divisaba un asombroso fragmento, un enorme montón de rocas y ladrillos que se levantaban nivel tras nivel, laberinto tras laberinto, una espiral interminable que danzaba sobre la cima de un modo deslumbrante, chispeando con el fulgor de un millón de luces.

Los temores de Valentine se disolvieron, su mórbido abatimiento desapareció. Estando en el Castillo de lord Valentine, lord Valentine no podía sentir pena. Había vuelto al hogar, y no tardaría en curar el daño, fuera el que fuera, que había sufrido el mundo.

La Gran Carretera de Calintane concluía en la Plaza de Dizimaule, delante del ala meridional del Castillo. Era un inmenso espacio abierto pavimentado con adoquines de cerámica verde, y tenía un estallido estelar de color dorado en el centro. Valentine se detuvo allí y descendió del coche para reunir a los oficiales.

Soplaba un viento frío, cortante, punzante y fuerte.

—¿Hay puertas? —dijo Carabella—. ¿Tendremos que cercarlo?

Valentine sonrió y sacudió la cabeza.

—No hay puertas. ¿Quién se atrevería a invadir el Castillo de la Corona? Basta con seguir avanzando y pasar el Arco de Dizimaule. Pero en cuanto estemos dentro, es posible que debamos enfrentarnos otra vez a tropas enemigas.

—Los guardianes del Castillo están bajo mi mando —dijo Elidath—. Hablaré con ellos.

—Excelente. Adelante, manteneos en contacto, confiad en el Divino. Por la mañana nos reuniremos para celebrar la victoria, os lo juro.

—¡Viva lord Valentine! —gritó Sleet.

—¡Viva! ¡Viva!

Valentine alzó los brazos, tanto para agradecer como para silenciar los vítores.

—Mañana lo celebraremos —dijo—. Esta noche debemos presentar batalla, ¡y ojalá sea la última!

13

¡Qué extraño era, pasar por fin bajo el Arco de Dizimaule, y ver la asombrosa miríada de esplendores del Castillo!

Siendo niño, Valentine jugó en aquellos bulevares y avenidas, se perdió en las maravillas de los pasadizos y corredores que se entrelazaban de un modo interminable, contempló con reverente temor los recios muros, las torres, los recintos, las bóvedas. Ya adulto, al servicio de su hermano lord Voriax, Valentine vivió en el interior del Castillo, cerca del Atrio de Pinitor, donde tenían su residencia los altos cargos, y más de una vez había paseado por el parapeto de lord Ossier, con su magnífica vista del salto de Morpin y las Ciudades Altas. Y siendo Corona, durante el breve tiempo que había ocupado las zonas más recónditas del Castillo, Valentine tocó con deleite las viejas piedras deterioradas por la intemperie del Torreón de Stiamot, caminó solo por la vasta y resonante cámara del salón del trono de Confalume, estudió las configuraciones de las estrellas desde el Observatorio de lord Kinniken, y meditó en los añadidos que él efectuaría en el Castillo en años próximos. Y ahora que volvía a estar allí, Valentine comprendió lo mucho que amaba aquel lugar, y no meramente porque fuera un símbolo del poder y la grandeza imperial que habían sido suyos, sino porque en esencia era la gran trama de las épocas, el tejido vivo y palpitante de la historia.

—¡El Castillo es nuestro! —gritó alegremente Elidath mientras el ejército de Valentine irrumpía por la desguarnecida entrada.

¿Pero de qué nos sirve eso, pensó Valentine, si la muerte del Monte entero y de los contendientes mortales está a pocas horas de distancia? Ya había transcurrido demasiado tiempo desde el inicio del enrarecimiento de la atmósfera. Valentine sintió el deseo de extender las manos, de hundir las uñas en el aire que se iba y mantenerlo allí.

El frío cada vez mayor que era como un terrible peso sobre el Monte del Castillo no podía ser más patente en otro lugar que en el mismo Castillo, y los defensores que se hallaban en el interior, ya deslumbrados y aturdidos por los acontecimientos de la guerra civil, se quedaron inmóviles como estatuas de cera, sin pestañear, ateridos, temblorosos, quietos, mientras los grupos invasores se precipitaban en las dependencias. Algunos, más listos o con una inteligencia más rápida que el resto, lograron proferir en voz ronca un «¡Viva lord Valentine!» al ver pasar a la desconocida figura rubia. Pero la mayoría se comportaron como si ya tuvieran la mente expuesta al proceso de congelación.

Las hordas de atacantes, que afluían con celeridad, ejecutaron sin dilación y con exactitud las tareas que Valentine les había encomendado. El duque Heitluig y los guerrilleros de Bibiroon debían posesionarse de los contornos del Castillo para contener y neutralizar posibles fuerzas hostiles. Asenhart y seis destacamentos de pobladores del valle tenían la misión de bloquear las numerosas entradas del Castillo, de modo que ningún simpatizante del usurpador pudiera escapar. Sleet, Carabella y las tropas de éstos subieron a los salones imperiales del sector interior para tomar posesión de la sede del gobierno. Valentine, en compañía de Elidath, Ermanar y las fuerzas conjuntas, se dirigió hacia el camino empedrado que descendía en espiral hasta las criptas donde se alojaban las máquinas climáticas. El resto, al mando de Nascimonte, Zalzan Kavol, Shanamir, Lisamon y Gorzval, se dispersó en fortuitas incursiones por todo el Castillo para buscar a Dominin Barjazid, que podía ocultarse en cualquiera de las mil salas, incluso en la más humilde.

Valentine se precipitó hacia el camino empedrado, hasta que el coche flotante, sumido en las lóbregas entrañas del pasadizo, no pudo continuar. Y luego echó a correr hacia las criptas. El frío era entumecedor en su nariz, labios y orejas. Le latía fuertemente el corazón, sus pulmones actuaban ferozmente en el enrarecido ambiente. Las criptas eran prácticamente desconocidas para Valentine. Sólo había estado allí una o dos veces, hacía mucho tiempo. Elidath, no obstante, parecía conocer el camino.

Corredores, interminables tramos de amplios escalones de piedra, una galería de alto techo iluminada por titilantes puntos situados muy arriba… y el aire se enfriaba de un modo perceptible, la noche artificial aferraba con más fuerza el Monte…

Una enorme puerta de madera, arqueada, decorada con bandas de gruesas incrustaciones de metal, apareció ante ellos.

—Forzadla —ordenó Valentine—. ¡Quemadla si es preciso!

—Aguarde, mi señor —dijo una voz apacible y temblorosa.

Valentine se volvió. Un viejo gayrog de piel cenicienta, con el serpentino cabello relajado a causa del frío, había aparecido en un recodo del muro y se acercaba con paso lerdo hacia el grupo.

—Es el custodio de las máquinas —murmuró Elidath.

El gayrog parecía estar medio muerto. Aturdido, miró a Elidath, luego a Ermanar, finalmente a Valentine. Y después se echó al suelo delante de Valentine y se aferró a las botas de la Corona.

—Mi señor… lord Valentine… —Levantó la cabeza, angustiado—. ¡Sálvenos, lord Valentine! Las máquinas… han desconectado las máquinas…

—¿Puede abrir la puerta?

—Sí, mi señor. La caseta de mando está en este callejón. Pero ellos han tomado las criptas… las tropas las controlan, me obligaron a salir… ¿Qué daño están haciendo ahí dentro, mi señor? ¿Qué será de todos nosotros?

Valentine agarró al anciano gayrog y lo levantó.

—Abra la puerta —dijo.

—Sí, mi señor. Sólo tardaré un momento…

Una eternidad, más bien, pensó Valentine. Pero se oyó el sonido de la pavorosa maquinaria subterránea, y poco a poco, entre crujidos y chirridos, la recia barrera de madera fue moviéndose hacia un lado.

Valentine se dispuso a ser el primero en cruzar la abertura, pero Elidath le cogió bruscamente por el brazo y le obligó a retroceder. Valentine golpeó la mano que le retenía como si se tratara de una fastidiosa sabandija, de un diimo de la jungla. Elidath se mantuvo firme.

—No, mi señor —dijo crispadamente.

—Suéltame, Elidath.

—Aunque me cueste la cabeza, Valentine, no consentiré que entres ahí. No intervengas.

—¡Elidath!

Valentine miró a Ermanar. Pero no encontró el apoyo que buscaba.

—El Monte se hiela, mi señor, y usted nos retrasa —dijo Ermanar.

—No permitiré que…

—¡No intervengas! —ordenó Elidath.

—Yo soy la Corona, Elidath.

—Y yo soy responsable de tu seguridad. Puedes dirigir la ofensiva desde fuera, mi señor. Pero ahí dentro hay soldados enemigos, hombres desesperados que defienden el último lugar importante que controla el usurpador. Si algún francotirador de vista aguda te descubre, toda nuestra lucha habrá sido en vano. ¿Quieres hacer el favor de no intervenir, Valentine, o tendré que cometer alta traición en tu cuerpo para quitarte de en medio?

Irritado, Valentine cedió y vio, enojado y frustrado, que Elidath y un grupo de selectos guerreros se introducían en la cripta. Casi de inmediato se escucharon ruidos de lucha. Valentine oyó gritos, descargas, chillidos, gemidos… Aunque vigilado por los atentos hombres de Ermanar, más de diez veces estuvo a punto de deshacerse de ellos y entrar en la cripta, pero se contuvo. Luego llegó un mensajero de Elidath para comunicar que la resistencia inmediata estaba superada, que iban a continuar adentrándose y que había barricadas, trampas y grupos de soldados enemigos cada cien metros. Valentine apretó los puños. La situación era insoportable, él era demasiado sagrado para arriesgar su pellejo, debía permanecer con los brazos cruzados en una antecámara mientras la guerra de restauración rugía alrededor. Tomó la decisión de entrar, y que Elidath se encolerizara cuanto quisiera.

—¿Mi señor?

Era un mensajero que llegaba por el otro lado, jadeante. Valentine dudó un instante ante la entrada de la cripta.

—¿Qué ocurre? —espetó.

—Mi señor, me envía el duque Nascimonte. Hemos encontrado a Dominin Barjazid. Se ha hecho fuerte en el Observatorio de Kinniken, y el duque pide que usted vaya rápidamente para dirigir la captura.

Valentine asintió. Eso era mejor que permanecer ocioso.

—Di a Elidath —ordenó a un ayudante— que vuelvo arriba. Él tiene plenos poderes para llegar a las máquinas climáticas sea como sea.

Pero Valentine sólo había recorrido unos metros en el pasadizo cuando llegó el ayudante de Gorzval para decirle que el usurpador, de acuerdo con los rumores, se encontraba en el Atrio de Pinitor. Y pocos instantes después llegaron noticias de Lisamon Hultin, que estaba persiguiendo a Dominin Barjazid por un corredor en espiral que conducía al estanque de los reflejos de lord Siminave.

Al llegar a la salida del camino empedrado, Valentine encontró a Deliamber, que observaba los hechos con divertida fascinación. Valentine refirió al vroon los conflictivos informes.

—¿Acaso él puede estar en tres lugares? —preguntó.

—En ninguno de ellos, es lo más probable —replicó el mago—. A menos que haya tres usurpadores. Cosa que dudo, aunque noto la presencia del Barjazid en este lugar, una presencia oscura y fuerte.

—¿En algún sector en particular?

—Es difícil asegurarlo. La vitalidad de su enemigo es tal que irradia de todas las piedras del Castillo, y los ecos me confunden. Pero no continuaré confuso mucho tiempo, creo.

—¿Lord Valentine?

Un nuevo mensajero… y un rostro familiar: ásperas y pobladas cejas que se unían en el centro, mandíbula prominente, una sonrisa natural, confiada… Otra unidad del desvanecido pasado quedó encajada en el lugar correspondiente, porque aquel hombre era Tunigorn, el segundo mejor amigo de Valentine en su juventud, uno de los principales ministros del reino en la actualidad. Y ese hombre estaba mirando al extraño que había ante él con ojos brillantes y penetrantes, como si tratara de encontrar a Valentine detrás de la extrañeza. Shanamir le acompañaba.

—¡Tunigorn! —gritó Valentine.

—¡Mi señor! Elidath me ha dicho que estabas alterado, pero no podía imaginar que…

—¿Tan extraño soy para ti con esta cara? Tunigorn sonrió.

—Me costará un poco acostumbrarme, mi señor. Pero lo conseguiré con el tiempo. Te traigo buenas noticias.

—Volver a verte ya es bastante bueno.

—Pero lo que voy a decirte es mejor. Hemos localizado al traidor.

—Me han dicho ya tres veces en media hora que el Barjazid está en tres lugares distintos.

—No sé nada de esos informes. Nosotros lo hemos localizado.

—¿Dónde?

—Se ha encerrado en las cámaras interiores. El último que le vio fue su asistente personal, el viejo Kanzimar, leal hasta el fin, que le ha oído disparatar a causa del terror y ha comprendido que no había ninguna Corona ante él. Ha cerrado todas las habitaciones, desde el salón del trono hasta las estancias, y está solo allí.

—¡Buenas noticias, ciertamente! —Valentine miró a Deliamber y le dijo—: ¿Confirman la noticia sus poderes mágicos? Los tentáculos de Deliamber se agitaron.

—Percibo una presencia, desabrida y maligna, en ese edificio tan elevado.

—Las cámaras imperiales —dijo Valentine—. Excelente. Shanamir, informa a Sleet, Carabella, Zalzan Kavol y Lisamon.

Quiero que todos estén conmigo cuando nos acerquemos allí.

—¡Sí, mi señor! —Los ojos del muchacho fulguraban a causa de la excitación.

—¿Quiénes son esas personas que has nombrado? —dijo Tunigorn.

—Compañeros de viaje, viejo amigo. En mi época de exilio he llegado a quererlos mucho.

—En ese caso también yo los querré, mi señor. Sean quienes sean, las personas que tú amas son las personas que yo amo. —Tunigorn se apretó el manto—. ¿Y este frío? ¿Cuándo empezará a desaparecer? He sabido por Elidath que las máquinas climáticas…

—Sí.

—¿Y es posible repararlas?

—Elidath está allí. Quién sabe el daño que ha causado Barjazid. Pero tengamos fe en Elidath.

Valentine observó el palacio interior que se alzaba ante él. Entrecerró los ojos, como si de ese modo pudiera atravesar las nobles paredes de piedra y llegar a la asustada e insolente criatura que se ocultaba detrás.

—Este frío me produce gran dolor, Tunigorn —dijo sombríamente—. Pero el remedio está en manos del Divino… y de Elidath. Veamos si es posible sacar a ese insecto de su nido.

14

El momento del definitivo ajuste de cuentas con Dominin Barjazid ya estaba muy próximo. Valentine atravesó rápidamente los familiares y maravillosos lugares, adelante, hacia adentro y hacia arriba.

El edificio abovedado era el archivo de lord Prestimion, donde la gran Corona había fundado un museo de la historia de Majipur. Valentine sonrió al pensar que podía colocar sus mazas de malabarismo junto a la espada de lord Stiamot y la capa tachonada de joyas de lord Confalume. Allí estaba también, alzándose con asombroso empuje, la atalaya construida por lord Arioc, una construcción cenceña, frágil de aspecto, ciertamente extraña, tan indicativa de la gran rareza que Arioc perpetraría al hacerse cargo del pontificado. El doble atrio con un elevado estanque en el centro era la capilla de lord Kinniken, contigua al encantador salón de baldosas blancas que era la residencia de la Dama siempre que venía a visitar a su hijo. Y allí se veían los inclinados techos de vidrio que relucían a la luz de las estrellas, el invernadero de lord Confalume, el apreciado capricho personal de aquel pomposo monarca tan amante de la grandiosidad, un lugar donde había una colección de plantas procedentes de Majipur entero. Valentine suplicó que le fuera posible sobrevivir a esa noche de invernales ráfagas, porque ansiaba estar pronto entre las plantas, verlas con la experiencia que los viajes habían dado a sus ojos, y visitar de nuevo los prodigios que había visto en los bosques de Zimroel y en las costas de Stoienzar.

Hacia arriba…

Adelante, adelante, por un laberinto aparentemente interminable de pasillos, escaleras, galerías, túneles y construcciones anexas.

—¡Moriremos de viejos, no de frío, antes de que cojamos al Barjazid! —murmuró Valentine.

—Ya falta poco, mi señor —dijo Shanamir.

—No lo bastante poco para mi gusto.

—¿Cómo piensa castigar a ese hombre, mi señor? Valentine miró al muchacho.

—¿Castigarle? ¿Castigarle? ¿Qué castigo hay para lo que ha hecho? ¿Latigazos? ¿Tres días con mendrugos de estacha? También tendríamos que castigar al Steiche por habernos lanzado contra las rocas.

Shanamir estaba desconcertado.

—¿Ningún castigo?

—Ninguno, no de la forma que interpretas tú el castigo.

—¿Dejarle suelto para que haga más daño?

—No, eso tampoco —dijo Valentine—. Pero primero hay que atraparle, y luego hablaremos de lo que vamos a hacer con él.

Media hora más —pareció una eternidad— y Valentine llegó al corazón del Castillo, las amuralladas cámaras imperiales, que no era el recinto más viejo, ni mucho menos, pero sí el más sacrosanto. Las primeras Coronas habían instalado allí sus salas de gobierno, pero tales salas habían sido sustituidas hacía mucho tiempo por los salones, más elegantes e imponentes, de los grandes gobernantes del último milenio, y constituían una deslumbrante, palaciega sede del poder, apartadas del resto de enmarañadas complejidades del Castillo. Las más importantes ceremonias de estado tenían lugar en esas espléndidas cámaras de altas bóvedas. Pero en ese momento un ser solitario y miserable acechaba en el interior, detrás de las enormes y antiguas puertas, protegidas por pesados cerrojos de enorme tamaño y notable significado simbólico.

—Gas venenoso —dijo Lisamon—. Hay que meter un bote de gas venenoso y ese hombre se desplomará esté donde esté. Zalzan Kavol asintió con vehemencia.

—¡Sí! ¡Sí! Se desliza un tubo por las grietas… En Piliplok hay un gas que se usa para matar peces, iría muy bien para…

—No —dijo Valentine—. Hay que capturarle vivo.

—¿Es posible hacerlo, mi señor? —preguntó Carabella.

—Podríamos derribar las puertas —gruñó Zalzan Kavol.

—¿Destruir las puertas de lord Prestimion, cuya construcción duró treinta años, para sacar a un bribón de su escondite? —preguntó Tunigorn—. Mi señor, la idea del gas venenoso no me parece tan descabellada. No deberíamos perder tiempo…

—Debemos preocuparnos de no actuar como salvajes —dijo Valentine—. Nada de gas venenoso. —Cogió la mano de Sleet, y la de Carabella, y las levantó—. Vosotros sois malabaristas, tenéis rápidos dedos. Y tú también, Zalzan Kavol. ¿No tenéis experiencia en usar estos dedos para otras cosas?

—¿Forzar cerraduras, mi señor? —preguntó Sleet.

—Y cosas similares, sí. Hay numerosas entradas a estas cámaras, y quizá no todas están protegidas con cerrojos. Id por ahí, buscad un medio de cruzar las barreras. Y mientras vosotros hacéis eso, yo intentaré encontrar otro medio.

Valentine se acercó a la gigantesca puerta dorada, dos veces más alta que el skandar de más estatura, con numerosísimas y diminutas imágenes talladas, altorrelieves del reinado de lord Prestimion y de su famoso predecesor, lord Confalume. Apoyó las manos en las pesadas aldabas de bronce como si pretendiera abrir la puerta con un simple, enérgico, tirón.

Valentine permaneció así durante largos instantes, eliminando de su mente toda la conciencia de la tensión que remolineaba en su interior. Intentó avanzar hacia el sosegado lugar situado en el centro de su alma. Pero un potente obstáculo obstruía el paso.

Su mente se había llenado de pronto con un abrumador odio hacia Dominin Barjazid.

Detrás de aquella puerta de hallaba el hombre que le había despojado del trono, que le había transformado en un desventurado vagabundo, que había gobernado irreflexiva e injustamente usando su nombre y que había decidido —eso era lo peor, el detalle más monstruoso e imperdonable— acabar con millones de seres inocentes y confiados al ver que su intriga empezaba a tambalearse.

Valentine le aborrecía por eso. Por eso tenía ansias de acabar con Dominin Barjazid.

Todavía aferrado a las aldabas, furiosas y violentas imágenes asaltaron la mente de Valentine. Vio a Dominin Barjazid desollado vivo, lanzando chillidos que podían oírse desde Pidruid. Vio a Dominin Barjazid aplastado bajo una lluvia de piedras. Vio…

Valentine temblaba a causa de la fuerza de su terrible rabia.

Pero en una sociedad civilizada no se desollaba vivos a los enemigos, la gente no se desahogaba mediante la violencia… ni siquiera en el caso de Dominin Barjazid. ¿Cómo puedo reclamar el derecho a gobernar un mundo, se preguntó Valentine, si ni siquiera soy capaz de gobernar mis emociones? Mientras la ira enturbiara su alma, él era tan inepto para gobernar como el mismo Dominin Barjazid. Debía presentar batalla al furor. Esos latidos de las sienes, esa precipitación de la sangre, ese salvaje hambre de venganza… había que purgar todo eso antes de acercarse a Dominin Barjazid.

Valentine se esforzó. Relajó los contraídos músculos de la espalda y los hombros, y llenó sus pulmones con el cortante, frígido aire. La tensión de su cuerpo fue disipándose por momentos. Buscó en su alma el lugar donde la ardiente, feroz sed de venganza había estallado tan repentinamente, y anuló esa sensación. Entonces logró avanzar hacia el sosegado punto del centro de su alma y permaneció allí, de tal modo que creyó estar solo en el Castillo, solo con Dominin Barjazid que se hallaba al otro lado de la puerta, únicamente los dos y una barrera entre ellos. La conquista de la propia identidad era la mejor de las victorias: todo lo demás vendría por sus propios pasos, y Valentine lo sabía.

Valentine se entregó al poder del aro de plata de la Dama, su madre, se sumió en el estado de sueño y proyectó la fuerza de su mente hacia su enemigo.

El sueño que envió Valentine no era de venganza y de castigo. Eso habría sido demasiado obvio, demasiado pobre, demasiado fácil. Envió un hermoso sueño, de amor y de amistad, de tristeza por lo que había ocurrido. La reacción de Dominin Barjazid ante un sueño así sólo podía ser de sorpresa. Valentine mostró a Dominin Barjazid la deslumbrante ciudad de la diversión, Morpin Alta, mientras los dos paseaban juntos por la Avenida de las Nubes, hablando cordialmente, sonrientes, discutiendo las diferencias que los separaban, intentando resolver fricciones y recelos. Era un modo arriesgado de iniciar las negociaciones, porque exponía a Valentine a burla y desprecio, si su enemigo decidía malinterpretar sus motivos. Sin embargo, era imposible derrotarle con amenazas y cólera. Un medio más dulce podía conducir a la victoria. El sueño requería enormes reservas de espíritu, porque era una ingenuidad esperar que Barjazid se dejara seducir por un ardid, y a menos que el amor que impartiera Valentine fuera genuino, y pareciera genuino, el sueño era una tontería. Valentine no sabía que hubiera en su interior amor hacia un hombre que había hecho tanto daño. Pero lo encontró, lo proyectó, lo envió al otro lado de la puerta.

Cuando terminó, se agarró a las aldabas de la puerta para recobrar fuerzas, y esperó que hubiera alguna señal en el interior.

De un modo inesperado, lo que llegó fue un envío: una potente ráfaga de energía mental, alarmante y abrumadora, que salía de las cámaras imperiales como el feroz bramido del tórrido viento de Suvrael. Valentine percibió la socarradora descarga del burlón rechazo de Dominin Barjazid. Barjazid no quería amor, no quería amistad. Estaba enviando desafío, odio, cólera, desprecio, beligerancia: una declaración de guerra perpetua.

El impacto fue intenso. ¿Cómo es posible, se preguntó Valentine, que Barjazid pueda enviar sueños? Alguna máquina de su padre, sin duda, cierta brujería del Rey de los Sueños. Valentine comprendió que debía haberlo previsto. Pero no tenía importancia, Valentine no cedió a la fulminante fuerza de la energía en forma de sueños que le lanzaba Dominin Barjazid.

Y después envió otro sueño, tan suave y amistoso como duro y hostil el de su enemigo. Envió un sueño de perdón, de indulgencia total. Mostró a Dominin un puerto, una flota de barcos de Suvrael que aguardaba para llevar a Barjazid a la tierra de su padre. E incluso un gran desfile, Valentine y Dominin juntos en una carroza que se dirigía al puerto, las ceremonias de la partida, los dos hombres en el muelle, risas mientras se despedían, dos buenos enemigos que habían peleado con toda la potencia posible y que ahora se separaban amigablemente.

De Dominin Barjazid llegó un sueño en respuesta, muerte y destrucción, odio, abominación, burla.

Valentine sacudió la cabeza lenta, pesadamente, para tratar de liberarla de las venenosas inmundicias que llegaban a él. Por tercera vez hizo acopio de fuerza y dispuso un envío para su rival. Todavía no deseaba descender al nivel de Barjazid, aún confiaba en vencerle mediante cordialidad y amabilidad, aunque otra persona hubiera dicho que era necio incluso intentarlo. Valentine cerró los ojos y centró su conciencia en el aro de plata.

—¿Mi señor?

Una voz de mujer taladró su concentración cuando estaba deslizándose en trance.

La interrupción fue estridente y dolorosa. Valentine giró en redondo, inflamado por desacostumbrada furia, tan conmocionado por la sorpresa que pasaron unos instantes antes de que reconociera a la mujer, Carabella. Ésta se apartó de él, con la boca abierta, momentáneamente temerosa.

—Mi señor… —dijo en voz muy baja—. No sabía que… Valentine se esforzó en dominarse.

—¿Qué ocurre?

—Hemos… hemos descubierto un medio de abrir una puerta.

Valentine cerró los ojos y notó que su rígido cuerpo se relajaba gracias al alivio. Sonrió, se acercó a Carabella y la abrazó brevemente, tembloroso mientras la tensión iba descargándose.

—¡Llévame allí! —dijo después.

Carabella le condujo por corredores ricos en antiguas tapicerías y gruesas alfombras muy desgastadas. La joven avanzó con una orientación muy segura que era sorprendente para una persona que nunca hasta entonces había paseado por aquellas dependencias. Llegaron a una parte de las cámaras imperiales que Valentine no recordaba, un acceso para la servidumbre situado al otro lado del salón del trono, un lugar sencillo y humilde. Sleet, subido en los hombros de Zalzan Kavol, tenía la mitad superior del tronco introducida en un dintel, y estaba realizando delicadas manipulaciones al otro lado de una sencilla puerta.

—Ya hemos abierto tres puertas de este modo —dijo Carabella—, y Sleet está infiltrándose en la cuarta. Dentro de un momento…

Sleet asomó la cabeza y miró alrededor, lleno de polvo, sucio, maravillosamente satisfecho de sí mismo.

—Está abierta, mi señor.

—¡Muy bien!

—Entraremos y atraparemos a ese hombre —gruñó Zalzan Kavol—. ¿Lo quiere en tres trozos o en cinco, mi señor?

—No —dijo Valentine—. Yo entraré. Solo.

—¿Usted, mi señor? —preguntó Zalzan Kavol con tono de incredulidad.

—¿Solo? —dijo Carabella.

—¡Mi señor! —gritó Sleet, enfurecido—. ¡Te prohíbo que…! —Y se interrumpió, anonadado por el sacrilegio de sus palabras.

—No tengáis miedo por mí —dijo tranquilamente Valentine—. Se trata de algo que debo hacer sin ayuda. Sleet, apártate. Zalzan Kavol, Carabella, no intervengáis. Os ordeno que no entréis hasta que se os llame.

Los tres intercambiaron miradas, confusos. Carabella se dispuso a decir algo, titubeó, cerró la boca. La cicatriz de Sleet latía y llameaba. Zalzan Kavol profirió extraños gruñidos y agitó sus cuatro brazos en señal de impotencia.

Valentine abrió la puerta y entró.

Se hallaba en una especie de vestíbulo, quizá el pasillo de una cocina, un lugar lógicamente poco familiar para una Corona. Lo cruzó recelosamente y salió a una sala decorada con ricos brocados que al cabo de unos instantes de desorientación reconoció como un guardarropa. Después de esa sala estaba el salón de justicia de lord Prestimion, una espaciosa cámara abovedada con espléndidas ventanas de vidrio esmerilado y magníficos candelabros colgantes manufacturados por los mejores artesanos de Ni-moya. Y a continuación se hallaba el salón del trono, donde la suprema grandiosidad del Trono de Confalume dominaba toda la sala. Valentine encontraría a Dominin Barjazid en algún lugar de aquel conjunto de salas.

Avanzó por el guardarropa. Estaba vacío, y parecía que nadie lo había utilizado desde hacía varios meses. La entrada del abovedado corredor de la Capilla de Dekkeret carecía de cortinas. Valentine escrutó el interior, no vio a nadie, y siguió andando por el pasadizo, corto y curvado, decorado con brillantes ornamentos de mosaico verde y oro, que se comunicaba con el salón de justicia.

Respiró y la abrió.

Al principio pensó que aquel vasto espacio también estaba desierto. Sólo un candelabro colgante estaba encendido, y era el del extremo opuesto, que proporcionaba tenue iluminación. Valentine miró a izquierda y derecha, examinó las hileras de bancos de madera pulida, pasó junto a las cortinas de los nichos donde duques y príncipes se ocultaban mientras se pronunciaba sentencia contra ellos, llegó al elevado asiento de la Corona…

Y vio una figura con atavíos imperiales que permanecía en las sombras ante la mesa del tribunal, junto al trono.

15

De todas las rarezas del tiempo de exilio, ésta fue la más rara: encontrarse a menos de treinta metros del hombre que tenía el semblante que en otra época había sido suyo. Valentine había visto otras dos veces a la falsa Corona, durante las fiestas de Pidruid, y en ambas ocasiones se había sentido humillado y agotado de energía al mirar ese rostro, sin saber por qué. Pero ello había ocurrido antes de recuperar la memoria. Ahora, en la penumbra, miró al hombre alto y fuerte, de ojos penetrantes y negra barba, el antiguo lord Valentine, de porte principesco, que no se mostraba acobardado, aturdido o aterrorizado, sino que observaba al propio Valentine con fría, serena mirada de amenaza. ¿Ése era mi aspecto?, se preguntó Valentine. ¿Tan cortante, tan frígido, tan desagradable? Valentine supuso que durante los meses en que Dominin Barjazid había estado en posesión de su cuerpo, la negrura del alma del usurpador se había filtrado hasta el rostro, cambiando las facciones de la Corona, confiriéndole esa expresión mórbida y llena de odio. Valentine había ido acostumbrándose a su nuevo rostro, amigable y alegre, y al ver al hombre que él había sido durante tantos años no experimentó deseo alguno de recuperar su cuerpo.

—Te hizo apuesto, ¿eh? —dijo Dominin Barjazid.

—Pero tú no te hiciste tan apuesto —dijo cordialmente Valentine—. ¿Por qué estás tan ceñudo, Dominin? Ese rostro acostumbraba a sonreír.

—Sonreías demasiado, Valentine. Eras tan natural, tan apacible, tan alegre de alma para gobernar…

—¿Así me considerabas?

—Yo y muchos más. Tengo entendido que ahora eres malabarista ambulante. Valentine asintió.

—Necesitaba un oficio, después de que tú me arrebataras el que tenía. El malabarismo me iba bien.

—Es lógico —dijo Barjazid—. Siempre destacabas ofreciendo diversión a los demás. Te invito a volver a tu malabarismo, Valentine. Los sellos del poder me pertenecen.

—Esos sellos son tuyos, pero no el poder. Tus guardianes te han abandonado. El Castillo está a salvo de ti. Bien, ríndete, Dominin, y te permitiremos regresar a la tierra de tu padre.

—¿Qué me dices de las máquinas del clima, Valentine?

—Ya vuelven a estar conectadas.

—¡Mentira! ¡Necia mentira! —Barjazid se volvió y abrió bruscamente una de las elevadas y arqueadas ventanas. Una ráfaga de aire frío penetró con tanta rapidez que Valentine, en el otro extremo de la sala, notó la frialdad casi al instante—. Las máquinas están vigiladas por las personas en que más confío. No por tu gente, sino por la mía, la que traje de Suvrael. Las mantendrán desconectadas hasta que yo dé la orden de conectarlas, y si el Monte del Castillo ennegrece y perece antes de dar la orden, que así sea, Valentine. ¡Que así sea! ¿Vas a consentir que suceda tal cosa?

—No sucederá.

—Sucederá —dijo Barjazid— si permaneces en el Castillo. Vete. Te daré un salvoconducto para bajar el Monte, y tendrás pasaje gratis hasta Zimroel. Actúa en las poblaciones occidentales, tal como hace un año, y olvida este absurdo de reclamar el trono. Yo soy lord Valentine, la Corona.

—Dominin…

—¡Me llamo lord Valentine! ¡Y tú eres el malabarista ambulante Valentine de Zimroel! Vete, vuelve a tu profesión.

—Es una gran tentación, Dominin —dijo despreocupadamente Valentine—. Disfruté actuando, quizá más que con cualquier otra cosa que haya hecho en mi vida. Sin embargo, el destino me exige que cargue con la responsabilidad de gobernar, a pesar de mis deseos personales. Bien. —Dio un paso hacia Barjazid, otro, otro—. Ven conmigo, salgamos a la antecámara para demostrar a los caballeros del Castillo que la rebelión ha concluido y que el mundo vuelve a su norma habitual.

—¡No te acerques!

—No pretendo hacerte daño, Dominin. En cierto sentido debo darte las gracias, porque he pasado por extraordinarias experiencias, cosas que seguramente no me habrían ocurrido nunca si no hubiera sido por…

—¡Atrás! ¡Ni un paso más! Valentine siguió avanzando.

—Y también estoy agradecido por que me hayas librado de esa fastidiosa cojera, que obstaculizaba ciertos placeres de…

—No des… un paso… más…

Apenas diez metros separaban a los dos hombres. Junto a Dominin Barjazid había una mesa con objetos típicos de un salón de justicia: tres pesados candeleros de bronce, un orbe imperial y un cetro. Tras proferir un sofocado grito de rabia, Barjazid agarró un candelabro con ambas manos y lo lanzó violentamente hacia la cabeza de Valentine. Pero éste se apartó resueltamente y con un perfecto gesto de la mano asió el enorme objeto de metal. Barjazid lanzó otro, y Valentine también lo cogió.

—Uno más —dijo Valentine—. ¡Permíteme que te muestre cómo se hace!

El rostro de Barjazid estaba lleno de ira. El usurpador estaba sofocado, siseaba y resoplaba a causa del enojo. El tercer candelabro voló hacia Valentine, que ya tenía los otros dos en movimiento, girando y pasando de una mano a otra, y no tuvo dificultad alguna para coger el tercero y añadirlo a la secuencia para formar una reluciente cascada ante él. Realizó su actuación alegremente, riendo, lanzando los candeleros cada vez a más altura. Qué maravillosa sensación volver a practicar, tacto y vista, vista y tacto…

—¿Lo ves? —dijo—. Se hace así. Puedo enseñarte, Dominin. Lo único que necesitas para aprender es tranquilizarte. Atención, lánzame también el cetro, y el orbe. Puedo hacerlo con cinco, quizá hasta con más objetos. Qué pena que haya tan escaso público, pero…

Sin interrumpir el ejercicio, Valentine se acercó a Dominin, que retrocedió, con los ojos muy abiertos y el mentón salpicado de saliva.

Y de súbito Valentine fue alcanzado y sacudido por un extraño envío, un sueño, pese a estar despierto, que le golpeó con la fuerza de un puñetazo. Se detuvo, aturdido, y los candeleros cayeron estruendosamente al suelo de oscura madera. Hubo un segundo golpe que le dejó mareado, y un tercero. Valentine pugnó por no caerse. El juego que había estado haciendo con Dominin había terminado, y había empezado otro encuentro que Valentine no comprendía en absoluto.

Se lanzó adelante con la idea de agarrar a su adversario antes de que aquella fuerza volviera a alcanzarle.

Barjazid retrocedió, tapándose la cara con sus temblorosas manos. ¿De dónde surgía ese furioso ataque, de Dominin, o acaso tenía un aliado oculto en la sala? Valentine reculó en el momento que la inexorable e invisible fuerza se lanzaba de nuevo hacia su mente, de un modo más entumecedor. Se estremeció. Se apretó las sienes y trató de recomponer sus sentidos. Coge a Barjazid, se dijo, tírale al suelo, siéntate encima de él, pide socorro…

Dio un brinco hacia adelante, extendió la mano, agarró el brazo de la falsa Corona. Barjazid chilló y se soltó. Sin dejar de avanzar, Valentine intentó acorralar a su rival, y casi lo consiguió. Pero de pronto, con un salvaje aullido de miedo y frustración, Dominin pasó como una flecha a su lado y se dirigió al otro extremo de la habitación, donde se introdujo en uno de los nichos cubiertos por cortinas.

—¡Ayúdame! —gritó—. ¡Padre, ayúdame!

Valentine se acercó y arrancó las cortinas.

Y retrocedió inmediatamente, atónito. En el nicho se ocultaba un anciano, grueso y corpulento, de ojos oscuros, ceñudo, que llevaba en la frente un reluciente aro dorado y tenía en las manos un extraño artefacto de marfil y oro, un objeto lleno de correas, botones y palancas. Era Simonan Barjazid, el Rey de los Sueños, el terrible cazador de Suvrael, escondido en el salón de justicia de la Corona. Él había enviado los imperiosos sueños que paralizaban la mente y casi habían derribado a Valentine. Y en ese momento estaba intentando hacer otro envío, cosa que le era imposible por culpa de la distracción de su hijo, aferrado histéricamente a él y pidiéndole ayuda.

Valentine comprendió que él solo no podía hacer frente a la situación.

—¡Sleet! —gritó—. ¡Carabella! ¡Zalzan Kavol!

Dominin sollozaba y gemía. El Rey de los Sueños le dio una patada como si se tratara de un fastidioso perro que mordisqueaba sus talones. Valentine entró lenta y precavidamente en el nicho, con la esperanza de poder arrebatar a Simonan Barjazid la máquina de sueños antes de que el Rey le causara más daño.

Y en el instante en que Valentine extendió la mano hacia el artefacto, ocurrió algo todavía más asombroso. El perfil del rostro y el cuerpo de Simonan Barjazid empezó a temblar, a confundirse…

A cambiar…

A convertirse en un ser monstruosamente extraño, huesudo, delgado, con unos ojos hundidos y una nariz que era un mero bulto y unos labios apenas visibles…

Un metamorfo.

No era el Rey de los Sueños, sino una falsificación, un ser disfrazado de Rey, un cambiaspecto, un piurivar, un metamorfo…

Dominin Barjazid lanzó un chillido de terror y se apartó de la grotesca figura, retrocedió y se acurrucó en la pared, tembloroso y gimoteante. El metamorfo miró a Valentine con una expresión que seguramente debía ser de puro odio y le lanzó el artefacto con feroz violencia. Valentine sólo pudo protegerse en parte. La máquina le alcanzó en el pecho y le empujó hacia atrás, y en ese instante el metamorfo pasó corriendo a su lado, se precipitó alocadamente hacia el otro lado de la sala y, tras encaramarse al antepecho de la ventana abierta por Dominin Barjazid, saltó y se lanzó a la noche.

16

Pálido, conmovido, Valentine se volvió y vio que el salón estaba lleno de gente: Sleet, Zalzan Kavol, Deliamber, Carabella, Tunigorn, y no se hubiera podido decir cuántos más apretados en el angosto vestíbulo. Señaló a Dominin Barjazid, que yacía acurrucado en un lastimoso estado de sobresalto y postración.

—Tunigorn, hazte cargo de él. Llévale a un lugar seguro y preocúpate de que no le ocurra mal alguno.

—El Atrio de Pinitor, mi señor, es el lugar más seguro. Y un grupo de hombres especialmente seleccionados le vigilarán constantemente.

—Muy bien. No quiero que esté sólo. Y que le vea un médico. Ha sufrido un susto monstruoso, y creo que le ha afectado. —Valentine miró a Sleet—. Amigo mío, ¿tienes una botella de vino? Yo también he pasado unos momentos extraños aquí dentro.

¡Sleet le dio una botella! La mano de Valentine tembló, y casi derramó el vino antes de que la botella llegara a sus labios.

Ya más calmado, se acercó a la ventana por donde había saltado el metamorfo. Había faroles brillando, muy por debajo. Una caída de treinta metros, o más, y en el patio había figuras alrededor de algo que estaba cubierto con un manto. Valentine se apartó de la ventana.

—Un metamorfo —dijo, aturdido—. ¿Habrá sido un sueño?

Vi que el Rey de los Sueños estaba ahí… y luego era un metamorfo… y después corrió hacia la ventana… Carabella le tocó el brazo.

—Mi señor, ¿por qué no descansas ahora? Hemos conquistado el Castillo.

—Un metamorfo —repitió Valentine, con asombro en su voz—. ¿Qué estaría…?

—También había metamorfos en la sala de las máquinas climáticas —dijo Tunigorn.

—¿Qué? —Valentine miró fijamente a su amigo—. ¿Qué has dicho?

—Mi señor, Elidath acaba de subir de las criptas con un extraño relato.

Tunigorn hizo una señal, y de entre el gentío que había en la parte trasera del salón salió el mismo Elidath, cansado a causa de la batalla, con el manto manchado y la casaca desgarrada.

—¿Mi señor?

—Las máquinas climáticas…

—No han sufrido daño, y el aire cálido fluye de nuevo, mi señor. Valentine suspiró.

—¡Muy bien! ¿Y dices que había cambiaspectos? _ —La sala estaba vigilada por tropas con el uniforme de la guardia personal de la Corona —dijo Elidath—. Les ordenamos que se rindieran, pero no quisieron hacerlo, ni siquiera cuando hablé yo. Por lo tanto luchamos con ellos y… y los matamos, mi señor…

—¿No hubo alternativa?

—No hubo alternativa —dijo Elidath—. Los matamos, y en el momento de morir… se transformaban…

—¿Todos?

—Todos eran metamorfos, sí.

Valentine se estremeció. ¡Rarezas y más rarezas en una revolución de pesadilla! Sintió que el agotamiento se apoderaba de él. Los motores de la vida giraban otra vez. El Castillo era suyo, y la falsa Corona estaba presa. El mundo estaba redimido, el orden restaurado, la amenaza de tiranía evitada. Y sin embargo… y sin embargo… se había presentado un nuevo misterio, y él se encontraba tan terriblemente fatigado…

—Mi señor —dijo Carabella—, ven conmigo.

—Sí —contestó él sordamente—. Sí, descansaré un poco. —Sonrió tenuemente—. Llévame al sofá que hay en el guardarropa, ¿quieres, amor mío? Creo que descansaré una hora, más o menos. ¿Cuándo fue la última vez que dormí, lo recuerdas?

Carabella le cogió del brazo.

—Parece que hayan pasado días, ¿no es cierto?

—Semanas. Meses. Sólo una hora… no me dejes dormir más de…

—Por supuesto, mi señor.

Valentine se desplomó en el sofá como si estuviera drogado. Carabella le tapó con un cubrecama y dejó a oscuras la habitación, y él se encogió y dejó que su cuerpo fuera relajándose. Pero en su mente pasaron raudas imágenes luminosas: Dominin Barjazid agarrado a las rodillas de aquel anciano, el Rey de los Sueños que intentaba empujarle con coléricos gestos, siempre agitando la extraña máquina, y luego el cambio de forma, el espectral rostro piurivar que le contemplaba con furor… el terrorífico chillido de Dominin… el metamorfo que corría hacia la ventana abierta… una y otra vez, una y otra vez, escenas incontrolables que se desarrollaban en la torturada mente de Valentine…

Y el sueño llegó suavemente, fue deslizándose por su cuerpo mientras él luchaba con los demonios del salón de justicia.

Valentine durmió durante la hora que había solicitado, y un poco más, porque su despertar se debió a la brillante luz matutina que llegó a sus párpados. Se incorporó, abrió los ojos y se estiró. Le dolía todo el cuerpo. Un sueño pensó, un sueño asombroso y alocado… No, no había sido un sueño. Ni mucho menos.

—¿Mi señor, estás descansado?

Eran Carabella, Sleet y Deliamber. Le observaban. Montaban guardia mientras dormía. Valentine sonrió.

—Estoy descansado, sí. Y la noche ha desaparecido. ¿Qué ha ocurrido?

—Poca cosa —dijo Carabella—, excepto que el aire es cada vez más cálido, como antes, y que el Castillo se regocija, y que por todo el Monte se está extendiendo la noticia del cambio que ha sufrido el mundo.

—El metamorfo que se tiró por la ventana… ¿se mató?

—Ciertamente, mi señor —dijo Sleet.

—Llevaba el atuendo y las insignias del Rey de los Sueños, y tenía uno de los artefactos del Rey. ¿Cómo se explica eso, qué opináis?

—Haré conjeturas, mi señor —dijo Deliamber—. He hablado con Dominin Barjazid. Ese hombre es lo más parecido a un loco, y le costará mucho tiempo curarse, si es que lo consigue. Me ha informado de ciertos detalles. El año pasado, mi señor, su padre, el Rey de los Sueños, cayó gravemente enfermo y estuvo al borde de la muerte. Ello sucedió mientras usted aún conservaba el trono.

—No lo recuerdo.

—No —dijo el vroon—. No lo anunciaron. Pero la situación era peligrosa, y entonces llegó a Suvrael un nuevo médico, y lo cierto es que el Rey de los Sueños experimentó una milagrosa recuperación, como si acabara de volver de entre los muertos. Fue entonces, mi señor, cuando el Rey de los Sueños inculcó a su hijo la idea de tender una trampa a la Corona en Til-omon para destronarla.

Valentine estaba boquiabierto.

—Ese médico… ¿era un metamorfo?

—Exacto —dijo Deliamber—. Disfrazado, gracias a su arte, como un individuo de raza humana. Y posteriormente disfrazado de Simonan Barjazid, creo, hasta que la locura y la confusión del salón de justicia le descompusieron, con lo que la metamorfosis se desestabilizó y fracasó.

—¿Y Dominin? ¿También él es…?

—No, mi señor. Es el auténtico Dominin, y la visión del ser que fingía ser su padre ha destrozado su mente. Pero como puede verse, fue el metamorfo el culpable de la usurpación. Y puede suponerse que otro metamorfo habría reemplazado a Dominin, poco a poco, como Corona.

—Y los metamorfos que custodiaban las máquinas climáticas… ¡no obedecían órdenes de Dominin, sino del falso Rey! Una revolución secreta, ¿no es eso, Deliamber? No se trataba de que la familia Barjazid pretendiera tomar el poder, sino del principio de una rebelión de los cambiaspectos.

—Eso me temo, mi señor. Valentine contempló el vacío.

—Muchas cosas están explicadas. Y muchas más se hallan en desorden.

—Mi señor —dijo —, debemos buscar y ajusticiar a los metamorfos que se ocultan entre nosotros, y encerrar el resto en Piurifayne para que no puedan causarnos daño.

—Calma, amigo mío —dijo Valentine—. Tu odio hacía los metamorfos todavía está vivo, ¿eh?

—¡Y con razón!

—Sí, tal vez sí. Bien, los buscaremos, y no habrá más metamorfos furtivos que finjan ser Pontífice, Dama o incluso cuidador de los establos. Pero creo que debemos también acercarnos a esa raza, y curarla de su odio si es posible, o Majipur se verá sumido en una guerra interminable. Amigos míos, hay trabajo que hacer, me temo, y no en pequeña medida. Pero antes, ¡la celebración! Sleet, te nombro canciller de los festejos de mi restauración. Debes planear el banquete, preparar diversiones y convocar a los invitados. ¡Que corra la noticia de que Majipur está perfectamente, o poco menos, y que Valentine vuelve a ocupar el trono!

17

El salón del trono de Confalume era el más espacioso y grandioso de las salas del Castillo. Deslumbrantes maderas doradas, elegantes tapicerías y un suelo de lisa madera de gurna procedente de las montañas de Khyntor, un salón de esplendor y majestuosidad en donde tenían lugar las ceremonias imperiales de mayor importancia. Pero pocas veces se había contemplado aquel espectáculo en el salón del trono de Confalume.

En lo alto de los numerosos escalones del trono estaba sentado lord Valentine, la Corona, y a su izquierda, casi a igual altura, se hallaba la Dama, su madre, resplandeciente con un vestido completamente blanco. Y a la derecha, en un trono tan alto como el de la Dama, se encontraba Hornkast, sumo portavoz del Pontífice, dado que Tyeveras se había excusado y enviado un representante en su lugar. Y enfrente, prácticamente llenando el salón, estaban duques, príncipes y caballeros del reino, una congregación sin precedentes desde los días del mismo lord Confalume: señores del lejano Zimroel, de Pidruid, Til-omon y Narabal, el duque gayrog de Dulorn, los grandes personajes de Piliplok, Ni-moya y otras cincuenta ciudades del otro continente, y un centenar de nobles de Alhanroel, aparte de los cincuenta del Monte del Castillo. Pero no todos eran duques y príncipes. También había personas más humildes: Gorzval, el skandar que lucía un muñón en uno de sus cuatro brazos, Cordeine, que había zurcido las velas del anterior, Pandelon, carpintero de barcos, Vinorkis, el yort que comerciaba con pieles de haigus, Hissune, el muchacho del Laberinto, Tisana, la anciana oráculo de Falkynkip, y muchos más que ni siquiera alcanzaban ese rango, mezclados con los nobles, reflejando asombro en sus rostros.

Lord Valentine se levantó y saludó a su madre. Después ofreció la bienvenida a Hornkast e inclinó la cabeza entre los gritos de los asistentes.

—¡Viva la Corona!

Esperó a que hubiera silencio, y entonces anunció:

—Hoy rememoramos una gran fiesta para celebrar la restauración de la unidad y el orden general. Hoy tenemos diversión para todos.

Dio una palmada y sonó música: cuernos, tambores, flautas, un vivaz y rítmico estallido de melodía. Diez músicos entraron airosamente en la sala, con Shanamir en la cabeza. Y detrás aparecieron los malabaristas, con atuendos de sobresaliente belleza, atavíos dignos de grandes príncipes: Carabella en primer lugar, el menudo y canoso Sleet detrás de ella, y por último el velludo y hosco Zalzan Kavol y los dos hermanos que le quedaban. Llevaban objetos de muchos tipos, espadas y cuchillos, hoces, antorchas listas para arder, huevos, platos, mazas de chillones colores e infinidad de otras cosas. Tras situarse en el centro del salón, tomaron posiciones uno frente a otro, en los vértices de una imaginaria estrella, y permanecieron con los hombros erguidos y tensos.

—¡Esperad! —dijo lord Valentine—. ¡Hay sitio para otro malabarista!

Valentine descendió uno a uno los escalones del trono de Confalume, hasta que estuvo a tres de la base. Sonrió a la Dama, dedicó un guiño a Hissune, e hizo una señal a Carabella que le lanzó un cuchillo. Lo cogió diestramente, y la joven le lanzó otro, y otro más, y Valentine empezó su actuación en los escalones del trono, tal como había prometido hacia mucho tiempo estando en la Isla del Sueño.

Era la señal, y se inició el ejercicio. El aire se llenó de los fulgores de la multitud de extraños objetos que parecían volar por sí solos. Nunca se había visto una actuación de tanta calidad en el universo conocido, Valentine estaba seguro de eso. Continuó en los escalones algunos instantes más, y luego se unió al grupo, sonriente, gozoso. Intercambió hoces y antorchas con Sleet, los skandars y Carabella.

—¡Como en los viejos tiempos! —gritó Zalzan Kavol—. ¡Pero ahora lo hace todavía mejor, mi señor!

—¡Este público me inspira! —replicó lord Valentine.

—¿Y es usted capaz de actuar como un skandar? —dijo Zalzan Kavol—. ¡Atento mi señor! ¡Coja! ¡Coja! ¡Coja! ¡Coja!

Como si surgieran del aire, Zalzan Kavol empezó a coger huevos, platos y mazas, sin que sus cuatro brazos dejaran de moverse y recoger, y todos los objetos que cogía los iba lanzando a lord Valentine. Éste, incansable, los fue recogiendo, los lanzó al aire y los pasó a Sleet o Carabella, mientras los vítores del público —y no por mero halago, de eso no había duda— resonaban en los oídos de la Corona. ¡Sí! ¡Eso era vida! Como en los viejos tiempos, sí, pero incluso mejor. Valentine se echó a reír, cogió una destellante espada y la lanzó hacia arriba. Elidath había opinado que era impropio de una Corona hacer cosas tales como juegos malabares ante los príncipes del reino, y Tunigorn pensaba igual, pero lord Valentine había decidido en contra de sus amigos, explicándoles con cordialidad y paciencia que no le preocupaba el protocolo. Y en ese momento vio que los dos le contemplaban boquiabiertos desde sus lugares de honor, estupefactos ante el talento que se mostraba en la asombrosa exhibición.

Y sin embargo Valentine sabía que había llegado la hora de abandonar la escena del malabarismo. Fue vaciando sus manos de los objetos que había recogido, y se retiró poco a poco. Al llegar al primer escalón del trono, se detuvo y llamó a Carabella.

—Ven —dijo—. Acompáñame aquí arriba, vamos a ser espectadores.

Las mejillas de la joven adquirieron un color más subido, pero se deshizo de las mazas, cuchillos y huevos sin titubear y avanzó hacia el trono. Lord Valentine la cogió de la mano e hicieron juntos el ascenso.

—Mi señor… —musitó Carabella.

—¡Chis! Esto es muy serio. Ten cuidado de no tropezar en los escalones.

—¿Tropezar, yo? ¿Una malabarista?

—Perdóname, Carabella. La joven se rió.

—Te perdono, Valentine.

—Lord Valentine.

—¿Así va a ser a partir de ahora, mi señor?

—No, de verdad que no —dijo él—. No entre nosotros dos.

Llegaron al escalón superior. El doble asiento, de fulgurante terciopelo verde y oro, los aguardaba. Lord Valentine permaneció en pie unos instantes para observar al gentío, los duques, príncipes y gente ordinaria.

—¿Dónde está Deliamber? —musitó—. No lo veo.

—No le gustan estos acontecimientos —dijo Carabella—, y se fue a Zimroel, creo, de vacaciones. Los magos se aburren en los festejos. Y el vroon nunca ha sentido la afición de los juegos malabares, ya sabes.

—Debería estar aquí —murmuró lord Valentine.

—Cuando lo necesites otra vez, volverá.

—Así lo espero. Vamos, sentémonos.

Ocuparon sus respectivos lugares en el trono. Debajo, los restantes malabaristas se hallaban enzarzados en los ejercicios más sorprendentes, milagrosos incluso para lord Valentine que conocía los secretos de coordinación esenciales en ese arte. Y mientras observaba, Valentine sintió que una extraña tristeza le dominaba, puesto que ya se había apartado de la compañía de los malabaristas, se había retirado para ocupar el trono, y ello suponía una grave y solemne alteración en su vida. Sabía con toda certeza que su época de malabarista ambulante, la parte más libre y en cierto sentido la más dichosa de su vida, había terminado, y que las responsabilidades del poder, un poder que no había buscado pero que no había podido rechazar, volvían a recaer sobre él con todo su peso. No podía negar la pena que ello le causaba.

—Quizá en privado —dijo a Carabella—, cuando la corte mire a otro lado, podamos reunimos de vez en cuando, y lanzar mazas, ¿eh, Carabella?

—Creo que sí, mi señor. Me gustaría.

—Y podemos fingir… que estamos entre Falkynkip y Dulorn, preguntándonos si el Circo Perpetuo va a contratarnos, preguntándonos si encontraremos posada, si… si…

—¡Mi señor, mira lo que están haciendo los skandars! ¡Qué habilidad más increíble! ¡Tantos brazos, y todos tan atareados! Lord Valentine sonrió.

—Debo pedir a Zalzan Kavol que me enseñe a hacer eso —dijo—. Algún día, pronto. Cuando tenga tiempo.

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