MÁS ALLÁ DE LA SINTAXIS

EL ACOMODADOR

Estaba en Sonora, en casa de don Juan, profundamente dormido sobre mi cama, cuando me despertó. Me había quedado despierto casi toda la noche reflexionando sobre algunos conceptos que me había estado explicando.

– Ya has descansado bastante -me dijo con firmeza, casi bruscamente sacudiéndome por los hombros-. No le des rienda suelta al cansancio. Tu cansancio, más que cansancio, es el deseo de no fastidiarte. Hay algo en ti que se ofende al sentirse fastidiado. Pero es sumamente importante que exacerbes esa parte de ti hasta que se desmorone. Vamos a hacer una caminata.

Don Juan tenía razón. Había algo en mí que se ofendía inmensamente al sentirse fastidiado. Quería dormir durante días y no pensar más en los conceptos chamánicos de don Juan. Totalmente contra mi voluntad, me levanté y lo seguí. Don Juan había preparado un almuerzo que me tragué como si no hubiera comido durante días y entonces salimos de la casa con dirección hacia el este, hacia las montañas. Había andado tan aturdido que no me había fijado que era muy de mañana hasta que vi el sol, que daba justo sobre la cordillera al este. Quería decirle a don Juan que había dormido toda la noche sin moverme, pero me calló. Me dijo que íbamos a hacer una expedición a las montañas en busca de unas plantas específicas.

– ¿Qué va a hacer con las plantas que va a juntar, don Juan? -le pregunté en cuanto nos dispusimos a caminar.

– No son para mí -me dijo con una sonrisa-. Son para un amigo mío, un botánico y farmacéutico. Hace pociones con ellas.

– ¿Es yaqui, don Juan? ¿Vive aquí en Sonora? -le pregunté.

– No, no es yaqui y no vive aquí en Sonora. Ya lo conocerás uno de estos días.

– ¿Es brujo, don Juan?

– Sí, es brujo -me respondió con tono guasón.

Le pregunté si podía llevar algunas de las plantas a los jardines botánicos de UCLA, para identificarlas,

– ¡Por supuesto, claro! -me contestó.

Ya me había dado cuenta de que cuando me decía «por supuesto», me quería decir todo lo contrario. Era evidente que no tenía la menor intención de darme ninguno de los especímenes para identificarlos. Sentí mucha curiosidad acerca de su amigo brujo y le pedí que me contara más, que me lo describiera, que me dijera dónde vivía y cómo lo conoció.

– ¡So, so, so! -me dijo don Juan como si fuera caballo-. ¡Espera, espera! ¿Quién eres, el profesor Lorca? ¿Quieres estudiar su sistema cognitivo?

Íbamos penetrando en las áridas calinas cercanas. Don Juan caminaba sin parar durante horas. Pensé que la tarea de ese día iba ser simplemente caminar. Finalmente paró y se sentó al costado de la colina donde daba sombra.

– Ya es tiempo que empieces uno de los proyectos mayores de la brujería -dijo don Juan.

– ¿A qué proyecto de la brujería se refiere usted, don Juan? -le pregunté.

– Se llama la recapitulación -me dijo-. Los antiguos chamanes lo llamaban hacer el recuento de los sucesos de tu vida y para ellos empezó como una técnica sencilla, una estratagema para ayudarles a recordar lo que estaban haciendo y diciendo a sus discípulos. Para sus discípulos, la técnica tuvo el mismo valor; les ayudaba a recordar lo que les habían dicho y hecho sus maestros. Tuvieron que pasar por terribles trastornos sociales, como ser conquistados y vencidos varias veces, antes de que los antiguos chamanes se dieran cuenta de que su técnica tenía mayor alcance.

– ¿Se refiere usted, don Juan, a la conquista española? -le pregunté.

– No -me dijo-. Eso fue sólo el golpe de gracia. Antes hubo trastornos más devastadores. Cuando llegaron los españoles, los antiguos chamanes ya no existían. Ya para entonces, los discípulos de aquellos que habían sobrevivido otros trastornos, se habían vuelto muy cautelosos. Sabían cuidarse. Fue ese nuevo grupo de chamanes el que le dio el nombre nuevo de recapitulación a la técnica de los antiguos chamanes.

»El tiempo tiene un enorme valor -continuó-. Para los chamanes en general, el tiempo es esencial. El desafío que tengo ante mí, es que dentro de una unidad muy compacta de tiempo tengo que atestarte con todo lo que hay que saber de la brujería como una proposición abstracta, pero para hacer eso tengo que construir en ti el espacio debido.

– ¿Qué espacio? ¿De qué me habla usted, don Juan?

– La premisa de los chamanes es que para llenar algo, hay que crear un espacio donde ubicarlo -me dijo-. Si estás repleto de todos los detalles de la vida cotidiana, no hay espacio para nada nuevo. Ese espacio hay que construirlo. ¿Comprendes? Los antiguos chamanes creían que la recapitulación de tu vida creaba ese espacio. Lo crea y mucho más, por supuesto.

»Los chamanes llevan a cabo la recapitulación de una manera muy formal -continuó-. Consiste en escribir una lista de todas las personas que han conocido, desde el presente hasta el mismo principio de la vida. Una vez que hicieron esa lista, toman a la primera persona que aparece y recuerdan todo lo que pueden acerca de esa persona. Y quiero decir todo; cada detalle. Es mejor recapitular desde el presente hacia el pasado porque los recuerdos del presente están vivos, y de esa manera, la habilidad para recordar se afila. Lo que hacen los practicantes es recordar y respirar. Inhalan lenta y deliberadamente, abanicando la cabeza de derecha a izquierda, en un vaivén casi imperceptible, y exhalan de la misma manera.

Dijo que las inhalaciones y las exhalaciones deben ser naturales; si son demasiado rápidas, uno podría entrar en algo que se llama respiraciones fatigantes: respiraciones que requerirían respiraciones más lentas después, para calmar los músculos.

– ¿Y qué quiere que haga con todo esto, don Juan? -le pregunté.

– Empiezas a hacer tu lista ahora mismo -dijo-. Divídela por años, por trabajos, arréglala en el orden que quieras, pero hazla secuencial, con la persona más reciente al principio, y termina con Mami y Papi. Y luego, recuerda todo acerca de ellos. Sin más ni más. Al practicar, te vas a dar cuenta de lo que estás haciendo.

Durante mi siguiente visita a su casa, le dije a don Juan que había estado repasando todos los sucesos de mi vida meticulosamente, y que era muy difícil adherirme a su formato estricto y seguir mi lista de personas una por una. Generalmente, mi recapitulación me llevaba por uno y otro camino. Dejaba que los sucesos decidieran la vertiente de mi recuerdo. Lo que hacía, que era volitivo, era adherirme a una unidad general del tiempo. Por ejemplo, había empezado con la gente del departamento de antropología, pero dejaba que mis recuerdos me llevaran a cualquier momento, empezando con el presente y retrocediendo en el tiempo hasta el día en que empecé a asistir a UCLA.

Le dije a don Juan que había descubierto algo muy curioso que había olvidado por completo, y era que no tenía yo idea alguna de que existía UCLA, hasta que una noche vino a Los Ángeles la que había sido compañera de cuarto de mi novia en la universidad y fuimos al aeropuerto por ella. Iba a estudiar musicología en UCLA. Su avión llegó ya entrada la tarde y me pidió que la llevara a la ciudad universitaria para poder echarle un vistazo al lugar donde iba pasar los próximos cuatro años de su vida. Yo sabía dónde estaba porque había pasado delante de la entrada en el Boulevard de Sunset interminables veces camino de la playa. Sin embargo, nunca había entrado.

Estaban entre semestres. La poca gente que encontramos nos dirigió al departamento de música. El campo universitario estaba vacío, pero lo que atestigüé subjetivamente fue la cosa más exquisita que jamás he visto. Fue un deleite para mis ojos. Los edificios parecían estar vivos de su propia energía. Lo que iba ser una visita superficial al departamento de música, se convirtió en un recorrido gigantesco por toda la universidad. Me enamoré de UCLA. Le comenté a don Juan que la única cosa que me aguó la fiesta fue el enojo de mi novia cuando insistí que camináramos alrededor de toda la ciudad universitaria.

– ¿Qué demonios puede haber aquí? -me gritó en tono de protesta-. Es como si nunca hubieras visto una ciudad universitaria en tu vida. Si has visto una, las has visto todas. ¡Lo que pasa es que estás tratando de impresionar a mi amiga con tu sensibilidad!

Pero no era el caso, y con vehemencia les dije que estaba genuinamente impresionado por la belleza que me rodeaba. Sentía tanta esperanza en esos edificios, tanta promesa, y sin embargo no podía expresar mi estado subjetivo.

– ¡He asistido a la escuela casi toda mi vida! -dijo mi novia entre dientes-. ¡Y estoy harta y cansada! ¡Nadie va a encontrar ni mierda aquí! No son más que cuentos y ni siquiera te preparan para enfrentarte a las responsabilidades de la vida.

Cuando dije que quería estudiar allí, se puso aún más fúrica.

– ¡Ponte a trabajar! -me gritó-. ¡Ve y enfréntate a la vida de ocho a cinco y déjate de mierdas! ¡Eso es lo que es la vida: trabajar de ocho a cinco, cuarenta horas por semana! ¡Mira el resultado! Mírame a mí: estoy super-educada y no estoy preparada para un empleo.

Lo único que yo sabía es que nunca había visto un lugar tan bello. Hice la promesa que iría a estudiar a UCLA, no importaba cómo, pasara lo que pasara, contra viento y marea. Mi deseo tenía todo que ver conmigo y a la vez, no estaba impulsado por una necesidad de gratificación inmediata. Era más bien una cuestión en el reino del asombro.

Le dije a don Juan que el enojo de mi novia me había sacudido tanto que empecé a verla de manera distinta, y que según mi recuerdo, fue la primera vez que un comentario había suscitado en mí tan fuerte reacción. Vi facetas de carácter en mi novia que no había visto anteriormente, facetas que me llenaron de un miedo espantoso.

– Creo que la juzgué muy mal -le dije a don Juan-. Después de nuestra visita a la universidad, nos fuimos distanciando. Era como si UCLA nos hubiera dividido. Yo sé que es absurdo pensar así.

– No es absurdo -dijo don Juan-. Es una reacción totalmente válida. Mientras caminabas por la universidad, estoy seguro de que tuviste un encuentro con el intento. Hiciste el intento de estar allí, y tenías que soltarte de cualquier cosa que se te opusiera.

»Pero no exageres -prosiguió-. El toque del guerrero-viajero es muy ligero, aunque muy cultivado. La mano del guerrero-viajero empieza como una mano de hierro, pesada y apretada, pero se convierte en la mano de un duende, una mano de telaraña. Los guerreros-viajeros no dejan señas ni huellas. Ése es el desafío del guerrero-viajero.

Los comentarios de don Juan me hicieron caer en un profundo estado taciturno de recriminaciones contra mí mismo. Sabía, a través de lo poco que había recordado, que yo era de mano pesada en extremo, obsesivo y dominante. Le comenté mis reflexiones a don Juan.

– El poder de la recapitulación -dijo don Juan- es que revuelve todo el desperdicio de nuestras vidas y lo hace salir a la superficie.

Entonces don Juan delineó las complejidades de la conciencia y de la percepción, que eran la base de la recapitulación. Empezó por decir que iba a presentar un arreglo de conceptos que bajo ninguna condición debía tomar como teorías chamánicas, porque era un arreglo formulado por los chamanes del México antiguo como resultado de ver energía directamente como fluye en el universo. Me advirtió que me iba a presentar las unidades de este arreglo sin ninguna tentativa de clasificarlas o de colocarlas según una norma predeterminada.

– No estoy interesado en clasificaciones -prosiguió-. Has estado clasificando todo a lo largo de tu vida. Ahora, por fuerza, vas a alejarte de las clasificaciones. El otro día, cuando te pregunté si sabías algo acerca de las nubes, me diste los nombres de todas las nubes y el porcentaje de humedad que se debe esperar de cada una de ellas. Eras un verdadero meteorólogo. Pero cuando te pregunté si sabías qué podías hacer personalmente con las nubes, no tenías idea de lo que estaba hablando.

»Las clasificaciones tienen su mundo propio -continuó-. Después de que empiezas a clasificar cualquier cosa, la clasificación adquiere vida propia y te domina. Pero como las clasificaciones nunca empezaron como asuntos que dan energía, siempre se quedan como troncos muertos. No son árboles; son sencillamente troncos.

Me explicó que los chamanes del México antiguo vieron que el universo en general está compuesto de campos de energía bajo la forma de filamentos luminosos. Vieron billones por donde fuera que vieran. También vieron que estos campos de energía se configuran en corrientes de fibras luminosas, torrentes que son fuerzas constantes, perennes en el universo; y la corriente o torrente de filamentos que se relaciona con la recapitulación, fue nombrada por aquellos chamanes el oscuro mar de la conciencia, y también el Águila.

Declaró que los chamanes también descubrieron que cada criatura del universo está atada al oscuro mar de la conciencia por un punto redondo de luminosidad que era aparente cuando esas criaturas eran percibidas como energía. Don Juan dijo que sobre ese punto de luminosidad, que los chamanes del México antiguo llamaron el punto de encaje, la percepción se encaja a través de un aspecto misterioso del oscuro mar de la conciencia.

Sostuvo que bajo la forma de filamentos luminosos, billones de campos energéticos del universo en general convergen y atraviesan el punto de encaje de los seres humanos. Estos campos energéticos se convierten en data sensorial, y esta data sensorial se interpreta y es percibida como el mundo que conocemos. Don Juan siguió explicando que lo que convierte las fibras luminosas en data sensorial es el oscuro mar de la conciencia. Los chamanes ven esta transformación y la llaman el resplandor de la conciencia, un brillo que se extiende como nimbo alrededor del punto de encaje. Me advirtió que iba a hacer una declaración que, según los chamanes, era central para comprender el alcance de la recapitulación.

Dando enorme énfasis a sus palabras, dijo que lo que en los organismos llamamos sentidos no son más que grados de conciencia. Mantuvo que si aceptamos que los sentidos son el oscuro mar de la conciencia, tenemos que admitir que la interpretación que los sentidos hacen de la data sensorial es también el oscuro mar de la conciencia. Me explicó con gran detalle, que el enfrentar el mundo que nos rodea bajo las condiciones que lo hacemos es el resultado del sistema de interpretación de la humanidad, con el cual todo ser humano está provisto. También dijo que todo organismo que existe debe tener un sistema de interpretación que le permita funcionar en su medio.

– Los chamanes que vinieron después de las agitaciones apocalípticas que te contaba -continuó-, vieron que al momento de la muerte el oscuro mar de la conciencia tragaba, por decirlo así, la conciencia de las criaturas vivas a través del punto de encaje. También vieron que el oscuro mar de la conciencia tenía un momento de, digamos, vacilación al enfrentarse con chamanes que habían hecho un recuento de sus vidas. Sin saberlo, algunos habían hecho ese recuento tan minuciosamente, que el oscuro mar de la conciencia tomaba la conciencia de sus experiencias de vida; pero no tocaba su fuerza vital. Los chamanes habían descubierto una verdad gigantesca acerca de las fuerzas del universo: El oscuro mar de la conciencia sólo quiere nuestras experiencias de vida, no nuestra fuerza vital.

Las premisas de la declaración de don Juan me eran incomprensibles. O quizá sería más acertado decir que reconocía vagamente y a la vez profundamente, cuán funcionales eran las premisas de su explicación.

– Los chamanes creen -prosiguió don Juan- que al recapitular nuestras vidas toda la basura, como te dije, sale a superficie. Nos damos cuenta de nuestras contradicciones, nuestras repeticiones, pero algo en nosotros se resiste tremendamente a la recapitulación. Los chamanes dicen que el camino queda libre sólo después de una agitación gigantesca, después de que aparece en la pantalla el recuerdo de un suceso que nos sacude hasta los cimientos con una claridad de detalles terrorífica. Es el suceso que nos arrastra hasta el momento real en que lo vivimos. Los chamanes llaman a ese suceso el acomodador, porque desde ese momento cada suceso que tocamos, no sólo se recuerda sino que se vuelve a vivir.

– Caminar precipita los recuerdos -dijo don Juan-. Los chamanes del México antiguo creían que todo lo que vivimos queda guardado como sensación en la parte trasera de las piernas. Consideraban la parte trasera de las piernas como el almacén de la historia personal del hombre. Así es que vamos a hacer una caminata en las colinas.

Caminamos casi hasta que oscureció.

– Creo -dijo don Juan cuando ya estábamos en la casa- que te he hecho caminar lo suficiente para prepararte para esa maniobra de chamanes de encontrar un acomodador, un suceso en tu vida que recordarás con tanta claridad que va a servir de faro para iluminar todo lo demás en tu recapitulación con igual o similar claridad. Haz lo que los chamanes llaman recapitular las piezas de un rompecabezas. Algo que te va a conducir a recordar el suceso que te servirá de acomodador.

Me dejó solo, dándome una última advertencia.

– Dale lo mejor que tienes -dijo- Dale lo máximo.

Me quedé profundamente callado por un momento, quizá debido al silencio que me rodeaba. Entonces experimenté una vibración, un especie de sacudida en el pecho. Tuve dificultad para respirar, y de pronto algo se me abrió en el pecho que me permitió respirar profundamente, y una vista total de un suceso olvidado de mi niñez estalló en mi memoria, como si hubiera estado cautivo y de pronto quedara libre.

Estaba en el estudio de mi abuelo donde él tenía una mesa de billar, y estaba jugando al billar con él. Apenas iba a cumplir nueve años. Mi abuelo era un jugador hábil que me había enseñado compulsivamente todas las jugadas que sabía, para que yo pudiera dominar el juego y le hiciera partidas en serio. Pasábamos interminables horas jugando al billar. Me volví tan bueno que un día le gané. Desde ese día, no me pudo ganar más. Muchísimas veces le daba el juego deliberadamente para complacerlo, pero él lo sabía y se ponía furioso conmigo. Una vez se disgustó tanto que me dio en la cabeza con el taco.

Para su desconcierto y deleite, a los nueve años yo hacía carambola tras carambola sin parar. Una vez, en un juego, se frustró tanto y se puso tan impaciente conmigo que tiró el taco y me dijo que jugara yo solo. Mi naturaleza compulsiva facilitó que compitiera conmigo mismo y que hiciera la misma jugada repetidas veces hasta perfeccionarla.

Un día, un hombre célebre en el pueblo por sus contactos con el mundo del juego y dueño de un casa de billares, vino a visitar a mi abuelo. Mientras conversaban y jugaban al billar, entré por casualidad en el cuarto. Al instante traté de escapar, pero mi abuelo me agarró y me hizo entrar.

– Éste es mi nieto -le dijo al hombre.

– Encantado de conocerte -dijo el hombre. Me miró con dureza y luego me extendió la mano, que era del tamaño de la cabeza de una persona normal.

Yo estaba horrorizado. Su carcajada descomunal me anunció que era consciente de mi incomodidad. Me dijo que se llamaba Falelo Quiroga y yo mascullé mi nombre.

Era muy alto y estaba muy bien vestido. Llevaba un traje azul de rayas de doble solapa con un pantalón tubo. Debía haber tenido unos cincuenta años en aquel entonces, y estaba en buen estado, mostrando sólo una ligera panza. No estaba gordo; parecía cultivar la apariencia de un hombre bien nutrido que no carece de nada. La mayoría de la gente de mi pueblo era flaca. Era gente que trabajaba mucho para ganarse la vida y no tenía tiempo para lujos. Falelo Quiroga daba la impresión opuesta. Su porte era el de un hombre que sólo tenía tiempo para lujos.

Tenía un aspecto agradable. Una cara afable, bien afeitada, de ojos azules y de mirada simpática. Poseía el aire y la confianza de un médico. La gente de mi pueblo decía que tenía la capacidad de tranquilizar a cualquiera, y que debería haber sido cura, abogado o médico en vez de jugador. También decían que ganaba más dinero en el juego que todos los médicos y abogados del pueblo puestos juntos.

Tenía pelo negro, cuidadosamente peinado. Era obvio que ya se estaba poniendo calvo. Trataba de esconderlo peinándose el pelo sobre la frente. Tenía una mandíbula cuadrada y una sonrisa totalmente ganadora. Sus dientes eran grandes, blancos y bien cuidados, algo totalmente novedoso en un lugar donde las caries abundaban. Dos rasgos más de Falelo Quiroga que me eran notables eran sus enormes pies y sus zapatos negros de charol, hechos a mano. Me fascinaba que al caminar de un lado al otro del cuarto, no le crujieran los zapatos. Estaba acostumbrado a oír acercarse a mi abuelo por el crujido de la suelas de sus zapatos.

– Mi nieto juega muy bien al billar -le dijo mi abuelo tranquilamente a Falelo Quiroga-. ¿Por qué no le doy mi taco para dejarlo jugar contigo mientras yo miro?

– ¿Este niño juega al billar? -le preguntó el enorme hombre a mi abuelo, riéndose.

– Desde luego -le aseguró mi abuelo-. Claro que no tan bien como tú, Falelo. ¿Por qué no lo pones a prueba? Y para hacerlo más interesante para ti, para que no estés tratando a mi nieto condescendientemente, vamos a apostar un poco de dinero. ¿Qué dices si apostamos tanto como esto?

Puso un manojo grueso de billetes arrugados sobre la mesa y le sonrió, moviendo la cabeza de un lado al otro como desafiando al grandote a tomar la apuesta.

– Oh, oh, tanto, ¿eh? -dijo Falelo Quiroga mirándome con un aire de interrogación. Abrió la cartera y sacó unos billetes bien doblados. Esto, para mí, era otro detalle sorprendente. Mi abuelo tenía la costumbre de llevar los billetes arrugados en todos los bolsillos. Cuando necesitaba pagar algo, siempre tenía que estirar los billetes para contarlos.

Falelo Quiroga no dijo nada, pero yo sabía que se sintió un bandido. Le sonrió a mi abuelo, y obviamente por no faltarle el respeto, puso su dinero sobre la mesa. Mi abuelo, haciendo de árbitro, fijó el juego en un cierto número de carambolas y tiró una moneda para ver quién iba a empezar. Ganó Falelo Quiroga.

– Dale todo lo que tienes, no te contengas -le insistió mi abuelo-. ¡No tengas ninguna pena en acabar con este imbécil y ganarte mi dinero!

Falelo Quiroga, siguiendo los consejos de mi abuelo, jugó tan bien como pudo, pero en una instancia, perdió una carambola por un pelo. Tomé el taco. Sentí que me iba a desmayar, pero viendo el júbilo de mi abuelo (daba saltos de un lado a otro) me tranquilicé; y además, me irritaba ver a Falelo Quiroga casi desplomándose de risa al ver cómo yo tomaba el taco. A causa de mi estatura, no podía inclinarme sobre la mesa, como se juega al billar normalmente. Pero mi abuelo, con una paciencia y determinación esmerada, me había enseñado una manera alternativa para jugar. Extendiendo mi brazo totalmente hacia atrás, tomaba el taco levantándolo casi más allá de los hombros, hacia el costado.

– ¿Qué hace cuando tiene que alcanzar la mitad de la mesa? -preguntó Falelo Quiroga muerto de risa.

– Se cuelga de la orilla de la mesa -dijo mi abuelo como si nada-. Sabes que está permitido.

Mi abuelo se me acercó y me susurró entre dientes que si me hacía el correcto y perdía me iba a romper todos los tacos sobre la cabeza. Yo sabía que no hablaba en serio; era su manera de demostrar la confianza que me tenía.

Gané fácilmente. Mi abuelo estaba rebosante de alegría pero, cosa rara, también lo estaba Falelo Quiroga. Soltaba carcajadas dando vueltas alrededor de la mesa de billar, y dando de palmaditas en las orillas. Mi abuelo me puso por los cielos. Le reveló a Falelo Quiroga mi mejor marca y, en tono burlón, dijo que sobresalía porque había encontrado la manera de hacerme practicar: café con pasteles daneses.

– ¡No me digas, no me digas! -repetía Falelo Quiroga. Se despidió; mi abuelo recogió las ganancias y el asunto se olvidó.

Mi abuelo me prometió llevarme a un restaurante y agasajarme con la mejor comida del pueblo, pero jamás lo hizo. Era muy tacaño; todo el mundo sabía que sólo gastaba dinero en mujeres.

Dos días después, dos hombres enormes, socios de Falelo Quiroga, se me acercaron a la hora en que salía del colegio.

– Falelo Quiroga quiere verte -me dijo uno en voz hosca-. Quiere que vayas a su casa para tomar café y pasteles daneses con él.

Si no hubiera dicho lo del café y los pasteles daneses, lo más probable es que me hubiera escapado. Me acordé en aquel momento que mi abuelo le había dicho a Falelo Quiroga que yo daría mi alma por café y pasteles daneses. Con gusto los acompañé. Sin embargo, no podía caminar a la par de ellos, así es que uno de los dos, el que se llamaba Guillermo Falcón, me levantó y me acurrucó en sus enarenes brazos. Soltó una risa entre sus dientes chuecos.

– Más vale que te guste el paseo, joven -me dijo. Su aliento apestaba horrendamente-. ¿Te han llevado así alguna vez? ¡Viendo como te meneas, diría que nunca! -Se echaba grotescas carcajadas.

Afortunadamente, la casa de Falelo Quiroga no quedaba muy lejos de la escuela. El señor Falcón me depositó sobre un sofá en una oficina. Allí estaba Falelo Quiroga, sentado detrás de un enorme escritorio. Se levantó y me dio la mano. En seguida, mandó pedir que me trajeran café y pasteles daneses y los dos nos sentamos a charlar amablemente de la granja de pollos que tenía mi abuelo. Me preguntó si gustaba más pasteles y le dije que no estaría mal. Se rió y él mismo trajo una bandeja de pasteles increíblemente deliciosos del cuarto contiguo.

Después de tragar yo a más no poder, me preguntó muy cortésmente si pensaría en la posibilidad de venir a su casa de billar a las altas horas de la noche a jugar unos cuantos partidos amistosos con alguna gente que él seleccionaría. Sin hacer mucho alarde, dijo que se trataba de bastante dinero. Manifestó abiertamente la confianza que me guardaba, y añadió que iba a pagarme, por mi tiempo y mi esfuerzo, un porcentaje de las ganancias. También indicó que sabía cómo era mi familia; iban a tomarlo a mal si me daba dinero, aunque fuera como pago. Así es que prometía abrir una cuenta especial a mi nombre, o para mayor facilidad, se encargaría de cualquier compra que hiciera en las tiendas del pueblo, o de la comida que pidiera en cualquier restaurante.

No le creí ni un pelo de lo que me decía. Sabía que Falelo Quiroga era un estafador. Pero la idea de jugar al billar con desconocidos me gustaba y entonces hice un trato con él.

– ¿Me va a dar café y pasteles daneses como los de hoy? -le dije.

– ¡Claro que sí, niño! -me respondió-. Si vienes a jugar para mí, hasta te compro la pastelería. Voy a pedirle al pastelero que los haga exclusivamente para ti. Te doy mi palabra.

Le advertí a Falelo Quiroga que el único inconveniente era mi incapacidad de salirme de la casa; tenía demasiadas tías que me vigilaban como halcones y además, mi alcoba estaba en el primer piso.

– Eso no es problema -me aseguró Falelo Quiroga-. Eres bastante pequeño. El señor Falcón te va a agarrar si tú saltas por la ventana a sus brazos. ¡Es tan grande como una casa! Te recomiendo que te acuestes temprano esta noche. El señor Falcón va a despertarte con un silbido y tirando piedritas a tu ventana. ¡Pero tienes que estar alerta! Él es muy impaciente.

Me fui a casa sacudido por una gran excitación. No podía dormir. Me encontraba bien despierto cuando oí que el señor Falcón silbaba y tiraba piedritas contra los vidrios de la ventana. La abrí. El señor Falcón estaba justamente debajo de mí, en la calle.

– Salta a mis brazos, chico -me dijo con voz contenida que trataba de modular en un fuerte susurro-. Si no apuntas hacia mis brazos, te voy a dejar caer y te vas a matar. Acuérdate; no me hagas correr en círculos. Apunta a mis brazos. ¡Salta! ¡Salta!

Salté y me agarró con la facilidad de alguien que agarra un saco de algodón. Me puso en el suelo y me dijo que echara a correr. Dijo que era un niño que acababa de despertar de un sueño profundo y que tenía que hacerme correr para que estuviera totalmente despierto al llegar a la casa de billar.

Jugué esa noche contra dos hombres y gané las dos partidas. Me dieron el café y los pasteles más deliciosos que se pudiera uno imaginar. Estaba en el cielo. Eran como las siete de la mañana cuando llegué a casa. Nadie me había extrañado. Era hora de irme al colegio. Todo funcionaba normalmente, sólo que estaba tan cansado que los ojos se me cerraban solos durante todo el día.

Desde ese día, Falelo Quiroga mandaba al señor Falcón por mí dos o tres veces por semana, y gané cada partida que me hacía jugar. Y fiel a su promesa, él me pagaba todo lo que compraba, incluso las comidas en el restaurante chino que más me gustaba y donde iba a diario. A veces hasta invitaba a mis amigos, y los mortificaba, porque salía corriendo y gritando del restaurant cuando el mesero me traía la cuenta. Se asombraban de que nunca los llevaba la policía por comer y no pagar la cuenta.

Una prueba dura para mí fue que nunca había concebido el hecho de que tendría que contender con las esperanzas y las expectativas de toda la gente que apostaba a mi favor. La prueba de pruebas, sin embargo, se llevó a cabo cuando un jugador de primera de una ciudad vecina desafió a Falelo Quiroga apostando una gran cantidad. La noche de la partida era de malos auspicios. Mi abuelo se enfermó y no podía dormir. La familia entera estaba alborotada. Parecía que nadie iba a acostarse. Dudaba poder escaparme de mi alcoba, pero los silbidos y las piedritas del señor Falcón eran tan insistentes que corrí el riesgo y salté de la ventana a sus brazos.

Parecía que todos los hombres del pueblo se habían reunido en la casa de billar. Caras angustiadas me rogaban que no perdiera. Algunos de los hombres me aseguraron abiertamente que habían apostado sus casas y todas sus pertenencias. Uno, medio bromeando, me dijo que había apostado a su mujer; si esa noche no ganaba, resultaría cornudo o asesino. No me dijo específicamente si iba a matar a su mujer para no ser cornudo, o iba a matarme a mí por perder la partida.

Falelo Quiroga iba de un lado a otro. Había mandado traer a un masajista para darme masaje. Quería que estuviera relajado. El masajista me puso toallas calientes en los brazos y en las muñecas y toallas frías sobre mi frente. Me puso los zapatos más cómodos y suavecitos que jamás había usado. Tenían tacones duros, tipo militar y soportes para el arco del pie. Falelo Quiroga me vistió con una boina para que no se me cayera el pelo a la cara y también me puso unos overoles con cinturón.

La mitad de los que rodeaban la mesa de billar eran gente de otro pueblo. Me echaban miradas feroces. Sentía que me querían muerto.

Falelo Quiroga tiró una moneda para decidir quién iba primero. Mi adversario era brasileño de descendencia china, joven, de cara redonda, muy elegantón y lleno de confianza. Dio principio a la partida e hizo un número inconcebible de carambolas. Podía ver por el mal aspecto de la cara de Falelo Quiroga, que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco, al igual que los otros que habían apostado todo por mí.

Jugué muy bien esa noche y al aproximar el número de carambolas que había hecho el otro, la agitación de los que me apoyaban llegó a su apogeo. Falelo Quiroga era el más histérico. Le gritaba a todo el mundo, dando órdenes que abrieran las ventanas porque el humo de los cigarros no me dejaba respirar. Quería que el masajista me relajara los brazos y los hombros. Finalmente, les dije a todos que se callaran y, con gran prisa, hice las ocho carambolas que me faltaban para ganar. La euforia de los que habían apostado a mi favor era indescriptible. Yo era inconsciente de todo, pues ya era de mañana y tenían que llevarme a casa cuanto antes.

Mi cansancio aquel día no tenía límites. Muy atentamente, Falelo Quiroga no me mandó llamar durante toda una semana. Sin embargo, una tarde, el señor Falcón me recogió del colegio y me llevó a la casa de billar. Falelo Quiroga me recibió con gran seriedad. Ni siquiera me ofreció café o pasteles daneses. Ordenó que nos dejaran solos y fue directamente al grano. Acercó su silla junto a mí.

– He depositado mucho dinero en el banco a tu nombre -me dijo con solemnidad-. Soy fiel a mi promesa. Te doy mi palabra: siempre te cuidaré. ¡Tú lo sabes! Ahora, si haces lo que yo te digo, vas a hacer tanto dinero que no vas a trabajar un solo día de tu vida. Quiero que pierdas tu próxima partida por una carambola. Sé que lo puedes hacer. Pero quiero que pierdas por sólo un pelo. Cuanto más dramático, mejor.

Estaba estupefacto. Todo esto me era incomprensible. Falelo Quiroga repitió su solicitud y me explicó, además, que iba a apostar de manera anónima todo lo que tenía contra mí, y que éste era el tino de nuestro nuevo trato.

– El señor Falcón te ha estado vigilando durante meses -me dijo-. Lo único que debo decirte es que el señor Falcón usa toda su fuerza para protegerte, pero podría hacer lo contrario con la misma fuerza.

La amenaza de Falelo Quiroga no pudo haber sido más evidente. Debió haber visto en mi cara el horror que sentí, porque se tranquilizó y se puso a reír.

– Oh, pero no te preocupes por esas cosas -me dijo tratando de tranquilizarme-, porque nosotros somos hermanos.

Era la primera vez en mi vida que me encontraba en una situación insostenible. Quería escapar de Falelo Quiroga, del miedo que me había evocado. Pero a la vez y con la misma fuerza, quería quedarme; quería la facilidad de comprar todo lo que quería en cualquier tienda, y sobre todo, la facilidad de poder comer en cualquier restaurante de mi gusto, sin pagar. Pero nunca tuve que tomar una decisión.

Inesperadamente (al menos para mí), mi abuelo se mudó a otro lugar muy lejos. Pareciera como si él sabía lo que pasaba, y entonces me mandaba allí antes que a los demás. Yo dudaba que él supiera lo que verdaderamente pasaba. Al parecer, el alejarme fue uno de sus usuales actos intuitivos.


El regreso de don Juan me sacó de mis recuerdos. Había perdido la noción del tiempo. Tendría que haber estado muerto de hambre, pero no. Estaba lleno de una energía nerviosa. Don Juan encendió una lámpara de petróleo y la colgó de un clavo sobre la pared. La tenue luz creaba extrañas sombras danzantes en el cuarto. Tuve que esperar a que mis ojos se ajustaran a la penumbra.

Entré en un estado de profunda tristeza. Era un sentimiento extraño, indiferente, un anhelo que se extendía y que venía de esa penumbra, o quizá de la sensación de sentirme atrapado. Estaba tan cansado que quería irme, pero a la vez y con la misma fuerza, quería quedarme.

La voz de don Juan me trajo cierta mesura. Parece que él sabía la causa y la profundidad de mi confusión, y adaptó su voz a la ocasión. La seriedad de su tono me ayudó a recobrar el dominio sobre algo que fácilmente podría haberse convertido en una reacción histérica a la fatiga y al estímulo mental.

– El recontar sucesos es mágico para los chamanes -dijo-. No se trata simplemente de contar un cuento. Es ver la tela sobre la que se basan los sucesos. Es por eso que el recuento es tan vasto y tan importante.

Al pedírmelo, le conté a don Juan el suceso que había recordado.

– Qué apropiado -dijo con una risita de deleite-. Lo único que puedo comentar es que los guerreros-viajeros se tienen que dejar llevar. Van a donde los lleva el impulso. El poder de los guerreros-viajeros es estar alerta para conseguir el máximo efecto con el mínimo impulso. Y sobre todo, su poder está en no interferir. Los sucesos tienen una fuerza, una gravedad propia, y los viajeros son simplemente viajeros. Todo lo que los rodea es sólo para sus ojos. De esta manera, los viajeros construyen el significado de cada situación, sin preguntar nunca cómo fue que pasó así o asá.

»Hoy recordaste un suceso que resume tu vida entera -continuó-. Te enfrentas siempre con una situación que es la misma que nunca resolviste. Nunca tuviste que decidir si aceptabas o rechazabas el trato embustero de Falelo Quiroga. El infinito siempre nos pone en la terrible posición de tener que escoger -siguió-. Queremos el infinito, pero a la vez queremos huir de él. Tú quieres decirme que me vaya al carajo, pero a la vez te sientes obligado a quedarte. Sería infinitamente más fácil para ti si simplemente estuvieses obligado a quedarte.

LA INTERACCIÓN DE ENERGÍA EN EL HORIZONTE

La claridad del acomodador trajo un nuevo ímpetu a mi recapitulación. Un nuevo humor reemplazó el anterior. Desde ese momento, empecé a recordar sucesos de mi vida con una claridad enloquecedora. Era exactamente como si una barrera hubiera sido construida dentro de mí, que me mantenía rígidamente atado a recuerdos magros y borrosos, y el acomodador la había derribado. Mi facultad para recordar, antes de ese suceso, había sido una vaga manera de referirme a cosas que habían pasado, pero que casi siempre quería olvidar. Básicamente, no tenía interés alguno en recordar nada de mi vida. En verdad, no veía ningún valor en este ejercicio inútil de la recapitulación que don Juan casi me había impuesto. Para mí, era una tarea que instantáneamente me cansaba, y lo único que ganaba era darme cuenta de mi incapacidad para concentrarme.

No obstante, yo había escrito obedientemente la listas de personas y me había involucrado en un esfuerzo fortuito de cuasi-recordar mis interacciones con ellas. Mi falta de claridad en poder enfocarme en esas personas no me disuadió. Cumplí lo que consideraba mi deber, a pesar de mis verdaderos sentimientos. Con la práctica, la claridad de mis recuerdos mejoró muchísimo a mi parecer. Podía, por así decirlo, descender sobre ciertos sucesos claves con cierta agudeza a la vez pavorosa y gratificante. Sin embargo, después de que don Juan me presentó con la idea del acomodador, el poder de mis recuerdos se convirtió en algo que no tenía nombre.

El seguir mi lista de personas hizo que la recapitulación fuera muy formal y exigente, tal como lo quería don Juan. Pero de vez en cuando, algo en mí se soltaba, algo exigía que me enfocara en sucesos que no tenían nada que ver con mi lista, sucesos cuya claridad era tan enloquecedora que terminaba atrapado y sumergido en ellos, quizá más intensamente que durante la experiencia misma. Cada vez que recapitulaba de esa manera, tenía un grado de desapego que me permitía ver cosas que había descuidado cuando realmente había estado de lleno en ellas.

La primera vez que el recuerdo de un suceso me sacudió hasta los cimientos fue después de haber dado una conferencia en una universidad de Oregón. Los estudiantes encargados de organizar la conferencia, me llevaron a mí y a otro antropólogo amigo mío a una casa a pasar la noche. Iba a hospedarme en un motel, pero insistieron en llevarnos a la casa para nuestra mayor comodidad. Dijeron que estaba en el campo y que no había ruidos, el lugar más tranquilo del mundo, sin teléfonos y sin posibilidad de contactos con el mundo exterior. Yo, como el tonto que era, acepté ir con ellos. Don Juan no sólo me había advertido ser siempre un ave solitaria, sino que había exigido que observara su recomendación, algo que yo hacía la mayoría de las veces, aunque en ocasiones la criatura gregaria que había en mí me dominaba.

El comité nos llevó a la casa de un profesor que estaba en sabático, y que quedaba bastante lejos de la ciudad de Portland. Muy rápidamente, encendieron las luces por dentro y por fuera de la casa, que de hecho estaba sobre una colina rodeada de faros. Encendidas las luces, la casa debe haber sido visible a una distancia de diez kilómetros.

El comité se fue tan rápido como pudo, algo que me sorprendió porque pensaba que se quedarían a conversar. La casa era de madera, en forma de «A», pequeña, pero muy bien construida. Tenía una sala enorme y un entrepiso encima donde estaba el dormitorio. Justamente en el ángulo del marco en forma de «A» había un crucifijo de tamaño natural que colgaba de una extraña bisagra rotatoria, perforado en la cabeza. Era una vista bastante impresionante, especialmente cuando el crucifijo rotaba, chirriando como si necesitara aceite.

El baño de la casa era todo un espectáculo. Tenía azulejos de espejo en el techo, sobre las paredes y sobre el piso y estaba iluminado con una luz rojiza. No había manera de ir al baño sin verse desde todos los ángulos posibles. Disfruté todas estas características de la casa; me parecían estupendas.

Cuando llegó la hora de dormirme, sin embargo, me encontré con un serio problema, pues había una sola cama angosta, dura, monástica, y mi amigo antropólogo estaba a punto de caer enfermo de pulmonía, resollando y escupiendo flemas cada vez que tosía. Se fue directamente a la cama y se quedó seco. Busqué un rincón para dormirme. No encontraba ninguno. Esa casa carecía totalmente de comodidades. Además hacía frío. El comité había encendido las luces, pero no la calefacción. La busqué. Mi búsqueda fue inútil, como lo fue también el tratar de encontrar el contacto para apagar los faros o siquiera las luces de la casa. Los contactos estaban allí sobre las paredes, pero parecían regidos por un contacto central. Las luces estaban encendidas y no había manera de apagarlas.

El único rincón que encontré para dormir fue sobre un tapete delgado, y la única cobija que había era la piel curtida de un gigantesco perro lanudo francés. Evidentemente, había sido la mascota de la casa y lo habían preservado. Tenía brillantes ojos negros y le colgaba la lengua del hocico abierto. Puse la cabeza del perro sobre mis piernas. Me tenía que tapar con la parte trasera, que me daba al cuello. La cabeza embalsamada era como un duro objeto entre mis rodillas, lo que resultaba algo incómodo. Si hubiera estado oscuro, podría haber aguantado. Recogí un montón de toallas de mano y las usé como almohada. Usé la mayor cantidad posible de la mejor manera que pude para cubrir la piel del animal. No pude pegar un ojo en toda la noche.

Fue entonces, recostado allí, mientras me maldecía por haber sido tan bestia y no haber seguido las recomendaciones de don Juan, cuando experimenté el primer recuerdo enloquecedoramente claro de toda mi vida. Me había acordado del suceso que don Juan llamó el acomodador con la misma claridad, pero mi tendencia siempre había sido de semi-dejar de lado lo que me pasaba cuando estaba con don Juan, porque a mi parecer en su presencia todo era posible. Sin embargo, esta vez estaba solo.

Años antes de haber conocido a don Juan, había trabajado pintando anuncios para edificios. Mi jefe se llamaba Luigi Palma. Un día, Luigi consiguió un contrato para pintar un anuncio en la pared trasera de un edificio viejo, de venta y alquiler de fracs y trajes de novias. El dueño del edificio quería atraer toda la clientela posible con un gran anuncio. Luigi iba a pintar a la novia y al novio y yo iba a pintar el letrero. Fuimos al techo plano del edificio y pusimos los andamios.

Sin razón aparente, yo me sentía bastante inquieto. Había pintado docenas de anuncios en edificios altos. Luigi pensó que había empezado a tener miedo a las alturas, pero que se me iba a pasar. Cuando llegó el momento de empezar a trabajar, él bajó el andamio unos cuantos pies del techo, y saltó sobre las tablas planas. Él se fue a un lado mientras yo me quedé al otro para no vedarle el paso. Él era el artista.

Luigi comenzó a hacer alarde de su talento. Al pintar, sus movimientos se volvieron tan irregulares y tan agitados que el andamio comenzó a moverse de lado a lado. Me mareé. Quise regresar al techo con el pretexto que necesitaba más pintura y otros trastos. Me agarré de la orilla de la pared que bordeaba el techo y traté de levantarme, pero las puntas de los pies se me metieron entre las tablas del andamio. Intenté liberar mis pies y a la vez atraer el andamio hacia la pared; pero entre más tiraba, más alejaba el andamio de la pared. En vez de ayudarme a desenredar los pies, Luigi se sentó y se abrazó a las cuerdas que ataban el andamio al techo. Hizo la señal de la cruz mientras me miraba horrorizado. Desde esa posición se arrodilló y, sollozando, empezó a recitar el Padre Nuestro.

Me agarré de la orilla de la pared con todo lo que tenía; lo que me dio la fuerza desesperada para aguantar fue la certeza de que si yo me controlaba, podría evitar que el andamio se alejara más y más. No iba soltar mi agarre y caer trece pisos a mi muerte. Luigi, compulsivo y dominante hasta el final, me gritó en medio de sus lágrimas que debía rezar. Juró que los dos íbamos a caer y a morir y lo único que nos quedaba era rezar por la salvación de nuestras almas. Por un momento, reflexioné acerca de si valía la pena rezar. Decidí gritar en vez. La gente en el edificio debe haber oído mis gritos, pues llamaron a los bomberos. Con toda sinceridad, pensé que habían pasado apenas dos o tres segundos desde que empecé a gritar, hasta que los bomberos subieron al techo, agarraron a Luigi y a mí y aseguraron el andamio.

En realidad, yo había pasado veinte minutos colgado del costado del edifico. Cuando los bomberos finalmente me subieron al techo, perdí todo vestigio de control. Vomité sobre el piso duro del techo, mi estómago revuelto de terror y del fétido olor de la brea derretida. Hacía mucho calor; la brea entre las grietas de las hojas rasposas que cubrían el techo se derretía con el calor. La experiencia había sido tan penosa que no quería recordarla y terminé alucinando que los bomberos me habían metido en un cuarto amarillo y acogedor; me habían acostado en una cama sumamente cómoda y me había dormido plácidamente, en mis pijamas, libre de todo peligro.

El segundo recuerdo fue otra explosión de fuerza inconmensurable. Estaba en amena conversación con un grupo de amigos, cuando de repente, y sin razón alguna, se me fue el aliento bajo el impacto de un pensamiento, un recuerdo vago por un instante y que se convirtió luego en una experiencia que me absorbió por completo. Su fuerza fue tan intensa que tuve que excusarme para retirarme un momento y estar a solas. Mis amigos parecieron comprender mi reacción; se retiraron sin hacer comentario. Me estaba acordando de un incidente que me había ocurrido el último año de la escuela preparatoria.

Mi compañero y yo, al caminar al colegio, solíamos pasar delante de un enorme caserón con rejas de hierro negras de unos cinco metros de altura que terminaban en afiladas puntas. Detrás de la reja había un enorme jardín, verde y bien cuidado, y un perro, un gigantesco y feroz pastor alemán. Todos los días fastidiábamos al perro y dejábamos que se nos abalanzara. Frenaba físicamente al llegar a la reja de hierro, pero su furia parecía cruzarla y llegar hasta nosotros. A mi amigo le encantaba entretener al perro diariamente en una competencia de mente sobre materia. Se paraba a unos centímetros del hocico del perro, el cual salía por las barras de la reja hasta extenderse unos ocho centímetros a la calle, y le enseñaba los dientes, igual que el perro.

– ¡Entrégate! ¡Entrégate! -gritaba mi amigo-. ¡Obedece! ¡Obedece! ¡Yo soy más poderoso que tú!

Sus muestras diarias de proeza mental que duraban por lo menos cinco minutos, nunca tuvieron efecto sobre el perro, fuera de dejarlo más fúrico que nunca. Mi amigo me aseguraba a diario, como parte de su rito, que el perro o le iba a obedecer, o iba a morirse delante de nosotros de un ataque cardíaco como resultado de su furia. Su convicción era tal, que yo creía que el perro iba a morir en cualquier momento.

Una mañana, al llegar a la casa, el perro no estaba. Esperamos un momento, pero no apareció; cuando lo vimos, estaba al final del enorme jardín. Parecía estar muy ocupado, así es que empezamos a alejarnos. Por el rabillo del ojo, vi que el perro venía hacia nosotros a toda velocidad. A una distancia de cuatro o cinco metros de la reja, dio un salto. Estaba segurísimo de que se iba a desgarrar la panza con las puntas de la reja. Pero las evitó apenas y cayó en la calle como un costal de papas.

Por un momento, pensé que estaba muerto, pero sólo estaba atontado. De pronto se levantó, y en vez de correr detrás del que lo había enfurecido, vino tras de mí. Salté al techo de un auto, pero el auto no era nada para ese perro. Saltó y casi se abalanzó encima de mí. Bajé y me trepé al primer árbol que estaba a mi alcance, un arbolito tierno que apenas soportaba mi peso. Estaba seguro de que lo iba a quebrar, de que caería y moriría descuartizado en los dientes del perro.

Estaba casi fuera de su alcance en el árbol. Pero saltó otra vez, agarrándome del pantalón y rasgándola. Hasta llegó a sacarme sangre en las nalgas con los dientes. Pero al ver que estaba yo fuera de su alcance encima del árbol, se fue. Corrió calle arriba, quizás en busca de mi amigo.

En el colegio, la enfermera me dijo que tenía que pedirle un certificado de vacuna contra la rabia al dueño del perro.

– Tienes que investigar esto -me dijo en tono severo-. A lo mejor ya te contagiaste. Si el dueño se niega a mostrarte el certificado de vacuna, tienes derecho a acudir a la policía.

Hablé con el mayordomo de la casa donde vivía el perro. Me acusó de haber atraído al perro a la calle, un perro de raza de gran valor.

– ¡Ten cuidado, muchacho! -me dijo enojado-. El perro se extravió. El dueño te va meter a la cárcel si nos sigues dando lata.

– Pero a lo mejor tengo rabia -le dije en una voz sinceramente aterrada.

– ¡Me vale mierda que te haya dado plaga bubónica! -me gritó-. ¡Vete al carajo!

– Llamo a la policía -le dije.

– Llama a quien quieras -me contestó-. Si llamas a la policía, los volvemos contra ti. En esta casa podemos hacer lo que nos dé la gana.

Le creí y le mentí a la enfermera diciéndole que el perro andaba perdido y que no tenía dueño.

– ¡Ay, Dios mío! -exclamó-. Prepárate para lo peor. Lo más probable es que tenga que mandarte con el médico.

Me dio una larga lista de síntomas que podían manifestarse. Me dijo además que las inyecciones contra la rabia eran extremadamente dolorosas y que se administraban subcutáneamente en la región abdominal.

– No se lo desearía a mi peor enemigo -dijo, hundiéndome en una horrible pesadilla.

Lo que siguió fue mi primera depresión verdadera. Me quedé en cama, sintiendo cada uno de los síntomas que me había enumerado la enfermera. Terminé por ir a la enfermería para rogarle a esa mujer que me hiciera el tratamiento, por muy doloroso que fuera. Hice un escándalo. Me puse histérico. No tenía rabia, pero había perdido todo dominio sobre mí mismo.

Le conté a don Juan mis dos recuerdos con todos los detalles, sin omitir nada. No hizo ningún comentario. Inclinó la cabeza afirmativamente un par de veces.

– En ambos recuerdos, don Juan -dije, sintiendo en mí mismo la urgencia con la que hablaba-, estaba totalmente histérico. Me temblaba el cuerpo. Tenía náusea. No quiero decir que era como si estuviera viviendo la experiencia, porque no es verdad. Estaba dentro de las experiencias mismas, las dos veces. Y cuando ya no pude soportarlo, salté a mi vida de ahora. Para mí, ése fue un salto hacia el futuro. Tuve el poder de pasar sobre el tiempo. Mi salto hacia el pasado no fue súbito; el suceso se desenvolvió lentamente tal como sucede con los recuerdos. Fue al final que sí salté de pronto hacia el futuro: mi vida de ahora.

– Algo en ti ha empezado a desmoronarse, no cabe duda -dijo finalmente-. Se ha estado desmoronando todo este tiempo, pero se reponía muy pronto cada vez que le fallaban las bases que lo sostenían. Mi sensación es que ya se está desmoronando totalmente.

Después de otro largo silencio, don Juan explicó que los chamanes del México antiguo creían, como ya me había dicho, que tenemos dos mentes y que sólo una de ellas es la nuestra. Yo siempre había comprendido que nuestras mentes tenían dos partes, y que una de ellas se mantenía en silencio porque la fuerza de la otra parte le negaba poder expresarse. Fuera lo que dijera don Juan, siempre lo había tomado como un medio metafórico para quizás explicar el dominio aparente del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el derecho, o algo por el estilo.

– La recapitulación contiene una opción secreta-dijo don Juan-. Tal como te dije que la muerte contiene una opción secreta, una opción que sólo los chamanes utilizan. En el caso de la muerte, la opción secreta es que los seres humanos pueden retener su fuerza vital y renunciar solamente a su consciencia, el resultado de sus vidas. En el caso de la recapitulación, la opción secreta que sólo los chamanes eligen es la de acrecentar sus verdaderas mentes.

»La inquietante memoria de tus recuerdos -prosiguió- sólo puede venir de tu mente verdadera. La otra mente que todos tenemos y compartimos es, diría yo, un modelo barato; económico, de igual tamaño para todos. Pero éste es un tema para más tarde. Lo que ahora tenemos delante es el principio de una fuerza desintegrante. Pero no es una fuerza que te está desintegrando, no quiero decir eso. Está desintegrando lo que los chamanes llaman la instalación foránea que existe en ti y en cada ser humano. El efecto de la fuerza que se te viene encima, que está desintegrando la instalación foránea, es que saca a los chamanes de su sintaxis.

Había estado atento a lo que me decía don Juan, pero no podía decir que lo hubiera comprendido. Por alguna extraña razón, para mí tan desconocida como la causa de mis vivas memorias, no pude hacerle ninguna pregunta.

– Comprendo lo difícil que es para ti -dijo don Juan de pronto- el tener que lidiar con esta faceta de tu vida. Todos los chamanes que conozco han pasado por esto. Al experimentarlo, los machos sufren infinitamente más daño que las hembras. Supongo porque la mujer es por naturaleza más duradera. Los chamanes del México antiguo, actuando en grupo, hicieron lo posible por sostener el impacto de esta fuerza desintegrante. Hoy día, no tenemos los medios para actuar en grupo, así es que tenemos que fortalecernos para enfrentar a solas la fuerza que nos va a llevar más allá del lenguaje, porque no hay otra manera adecuada para describir lo que está pasando.

Don Juan tenía razón porque en verdad no podía explicar o no encontraba manera de describir los efectos de esos recuerdos sobre mí. Don Juan me había dicho que los chamanes se enfrentan a lo desconocido a través de los incidentes más banales que se pueda uno imaginar. Cuando se enfrentan a ello y no pueden interpretar lo que están percibiendo, tienen que apoyarse en un recurso exterior para saber por dónde ir. Don Juan llamaba a ese recurso el infinito, o la voz del espíritu, y había dicho que si los chamanes no se esfuerzan por ser racionales con algo que no puede ser racionalizado, el espíritu les dice lo que ocurre, sin falla.

Don Juan me guió a aceptar la idea de que el infinito era una fuerza que tenía voz y que estaba consciente de sí misma. A consecuencia, me había preparado para estar atento a esa voz y siempre actuar con eficacia, pero sin antecedentes, usando cuanto menos posible el apoyo del «a priori». Esperé impacientemente a que la voz del espíritu me dijera el sentido de mis memorias, pero no pasó nada.

Estaba en una librería un día cuando una joven me reconoció y se acercó para hablar conmigo. Era alta y delgada y tenía la voz insegura de una nena. Estaba tratando de hacerla sentir cómoda cuando de pronto me acosó un cambio energético instantáneo. Era como si una alarma se hubiera encendido dentro de mí, y sin ninguna volición de mi parte, tal como había sucedido antes, recordé otro suceso de mi vida que había olvidado por completo. La memoria de la casa de mis abuelos me inundó. Era una avalancha intensa y devastadora, y otra vez tuve que meterme en un rincón. Me sacudía el cuerpo como si me hubiera resfriado.

Debo de haber tenido ocho años. Mi abuelo me estaba hablando. Había comenzado por decir que era su mayor obligación decirme las cosas tal como eran. Tenía dos primos de mi misma edad: Alfredo y Luis. Mi abuelo insistió, despiadadamente, que le admitiera que mi primo Alfredo era verdaderamente bello. En mi visión, oía la voz rasposa y contenida de mi abuelo.

– Alfredo no necesita ninguna presentación -me había dicho en aquella ocasión-. Con sólo estar presente, se le abren las puertas porque todos practican el culto de la belleza. A todos les gusta la gente bella. Los envidian, pero siempre los buscan. Créemelo. Yo soy guapo, ¿no te parece?

Estaba totalmente de acuerdo con mi abuelo. Era ciertamente un hombre guapo, de huesos finos, de alegres ojos azules, de facciones exquisitas y de pómulos elegantes. Todo en su semblante estaba en perfecto equilibrio: su nariz, su boca, sus ojos, su mentón puntiagudo. Tenía pelo rubio que le salía por las orejas, característica que le daba un aire de duende. Sabía todo acerca de sí mismo y explotaba sus dotes al máximo. Las mujeres lo adoraban; primero, según él, por su belleza, y segundo, porque no lo veían como una amenaza. Desde luego, él se aprovechaba de todo esto al máximo.

– Tu primo Alfredo es un campeón -siguió mi abuelo-; nunca va a tener que entrar en una fiesta a la fuerza porque siempre será el primero en la lista de invitados. ¿Te has fijado cómo se para la gente en la calle a contemplarlo y cómo lo quieren tocar? Es tan bello que temo que va a salir un idiota, pero eso es otra historia. Diremos que es el idiota más bienvenido que has conocido.

Mi abuelo comparó a mi primo Luis con Alfredo. Dijo que Luis era feíto y un poco tonto, pero que tenía un corazón de oro. Y luego empezó conmigo.

– Si vamos a seguir con nuestra explicación -continuó-, tienes que admitir con toda sinceridad que Alfredo es bello y Luis es bueno. Ahora, a lo que viene a ti, tú no eres ni bello ni bueno. Eres un verdadero hijo de puta. Nadie te va a invitar a la fiesta, vas a tener que meterte a la fuerza. Tienes que acostumbrarte a la idea de que si quieres estar en la fiesta, tiene que ser a la fuerza. Las puertas nunca se te van a abrir como se le abren a Alfredo por ser bello y a Luis por ser bueno, así es que vas a tener que entrar por la ventana.

Su análisis de sus tres nietos era tan acertado que me hizo llorar por la finalidad de lo que había dicho. Cuanto más lloraba, más contento estaba él. Terminó el caso con una advertencia de lo más perjudicial.

– No hay por qué sentirse mal -dijo- porque no hay nada más excitante que entrar por la ventana. Para hacerlo, tienes que ser listo y atento. Tienes que vigilar por todos lados y estar preparado para pasar por humillaciones interminables.

»Si tienes que entrar por la ventana -siguió-, es porque de seguro no estás en la lista de invitados; tu presencia no es bienvenida, así es que tienes que trabajar como una bestia para quedarte. La única manera que conozco es poseyendo a todos. ¡Grita! ¡Exige! ¡Aconseja! ¡Déjales saber que eres tú el que manda! ¿Cómo te pueden echar si eres tú el que manda?

El recuerdo de esta escena me conmovió profundamente. Había enterrado este incidente tan a fondo que lo había olvidado por completo. Lo que sí recordaba siempre sin embargo, era su advertencia de siempre ser el que manda, que me debe haber repetido año tras año una y otra vez.

No tuve oportunidad de examinar este suceso o reflexionar sobre el asunto, porque otro recuerdo olvidado salió a la superficie. En él, estaba con la chica con la que me iba a casar. En aquel entonces, los dos estábamos ahorrando para casarnos y tener nuestra propia casa. Me oí exigiéndole que teníamos que tener una cuenta bancaria juntos; no podía ser de otra manera. Sentía la necesidad de echarle un discurso sobre la frugalidad. Me oí diciéndole dónde debía hacer sus compras de ropa, y cuánto debía pagar como máximo.

Luego me vi dándole lecciones de conducir a su hermana menor y alocándome cuando me dijo que pensaba salirse de la casa de sus padres. La amenacé con acabar con las lecciones. Empezó a llorar, confesando que tenía un amorío con su jefe. Salté del auto y empecé a dar de patadas contra la puerta.

Pero no era todo. Me oí diciéndole al padre de mi novia que no se mudara a Oregón, donde pensaba irse. A grito pelado le dije que era una estupidez. De veras creía que mis razonamientos eran certeros. Le presenté cifras para demostrar las pérdidas que iba a sufrir y que había calculado yo meticulosamente. Al no hacerme caso, golpeé la puerta y me salí, temblando de rabia. Encontré a mi novia en la sala, tocando la guitarra. La agarré de las manos, gritándole que abrazaba la guitarra en vez de tocarla como si fuera más que un simple objeto.

El afán de imponer mi voluntad se extendía sobre todo. No hacía yo distinciones; no importaba quién estuviera cerca de mí, estaban allí para que los poseyera y amoldara según mis caprichos.

Ya no tuve que sopesar el significado de mis visiones tan vivas. Porque una incontrovertible certeza me invadió como si viniera de afuera. Me dijo que mi flaqueza era la idea de tener que ocupar la mesa del director en todo momento. El concepto de que era yo el que mandaba, y que además debía dominar cualquier situación, estaba arraigadísimo en mí. La forma en que me habían criado sólo sirvió para reforzar este impulso, que al principio debe haber sido arbitrario, pero que ya en mi madurez se convirtió en necesidad.

Era consciente sin duda alguna de que lo que se jugaba era el infinito. Don Juan lo había descrito como una fuerza consciente que deliberadamente interviene en la vida de un chamán. Y ahora estaba interviniendo en la mía. Supe que el infinito me estaba señalando, a través de las memorias vivas de esas experiencias olvidadas, la intensidad y la profundidad de mi impulso de dominación, y de esa manera estaba preparándome para algo trascendental. Supe además, con una certeza aterrorizadora, que algo me iba a vedar la posibilidad de tener domino sobre eso, y que necesitaba más que nada la sobriedad, la fluidez y el abandono para poder enfrentarme a lo que venía.

Desde luego, le dije todo esto a don Juan, ampliándolo gustosamente con mi inspirada perspicacia y mis especulaciones sobre el posible significado de mis recuerdos.

Don Juan se rió, demostrando su buen humor.

– Todo esto es exageración psicológica de tu parte, puras ilusiones -dijo- Como siempre, estás buscando explicaciones bajo las premisas lineales de causa y efecto. Cada uno de tus recuerdos se vuelve más y más vivo, y más y más enloquecedor para ti, porque como ya te dije, has entrado en un proceso irreversible. Está emergiendo tu mente verdadera, despertando de un estado letárgico de toda una vida.

– El infinito te está reclamando como propio -continuó-. No importe lo que utilice para señalarte eso, no tiene otra razón, otra causa, otro valor que eso. Lo que debes hacer, sin embargo, es prepararte para el ataque violento del infinito. Debes estar en un estado de continuo desvelo, afirmado para recibir un golpe de enorme magnitud. Ésa es la manera sobria y cuerda en que los chamanes se enfrentan al infinito.

Las palabras de don Juan me dejaron con un sabor amargo en la boca. En verdad, sentía que esa fuerza venía sobre mí y me llenaba de temor. Como había pasado mi vida entera escondido detrás de alguna actividad superflua, me hundí en mi trabajo. Presenté conferencias en los cursos que dictaban mis amigos en varias universidades por el sur de California. Escribí prolíficamente. Puedo afirmar que tiré docenas de manuscritos a la basura porque no cumplían con un requisito indispensable que me había descrito don Juan, que lo hacía aceptable para el infinito.

Me había dicho que todo lo que hacía tenía que ser un acto de brujería. Un acto libre de expectativas intrusas, temores al rechazo, ilusiones de éxito. Libre del culto del yo; todo lo que hacía tenía que ser al momento, un acto de magia en que me abría libremente a los impulsos del infinito.

Una noche, me encontraba sentado en mi escritorio preparándome para escribir, como lo hacía a diario. Sentí de pronto un vahído. Pensé que acaso me sentía mareado porque me había levantado demasiado pronto del colchón donde hacía mis ejercicios. Se me nubló la vista. Vi puntitos amarillos. Creí que me iba a desmayar. Empeoré. Había una enorme mancha roja delante de mí. Empecé a respirar profundamente, tratando de tranquilizar la agitación que causaba la distorsión visual. Entré en un silencio extraordinario a tal extremo, que me sentí rodeado de un negrura impenetrable. Me vino la idea de que me había desmayado. Pero podía sentir la silla, el escritorio; tenía conciencia de todo a mi alrededor, desde la negrura que me rodeaba.

Don Juan había dicho que los chamanes de su linaje consideraban que uno de los resultados más codiciados del silencio interno era una interacción específica de energía que siempre se anuncia con una profunda emoción. Él sentía que mis recuerdos eran medios para agitarme al extremo de poder experimentar esa interacción. Tal interacción se manifestaba a través de matices que se proyectaban en el horizonte del mundo de la vida cotidiana, fuera una montaña, el cielo, una muralla, o simplemente la palma de la mano. Me había explicado que esta interacción empieza con la apariencia de una tenue pincelada color lavanda, sobre el horizonte. Con el tiempo, la pincelada lavanda se expande hasta que cubre el horizonte visible, como las nubes de una tormenta que avanza.

Me aseguró que se ve un punto rojizo, de un peculiar y rico color granate, como si hiciera explosión dentro de las nubes color lavanda. Afirmó que al adquirir mayor disciplina y experiencia los chamanes, el punto color granate se expande y finalmente estalla en pensamientos o visiones, o en el caso de un hombre de letras, en palabras escritas; los chamanes o bien ven visiones engendradas por la energía, oyen pensamientos a través de palabras habladas, o leen palabras escritas.

Esa noche allí delante de mi escritorio, no vi ninguna pincelada lavanda ni vi nubes que avanzaban. Estaba seguro de no tener la disciplina que requieren los chamanes para tal interacción de energía, pero sí tenía una enorme mancha color granate delante de mí. Esta enorme mancha, sin ningún preámbulo, estalló en palabras desasociadas que leí como si salieran de una máquina de escribir sobre una hoja de papel. Se movían con una rapidez tan exagerada delante de mí que me era imposible leer nada. Entonces oí que una voz me explicaba algo. Otra vez, el ritmo de la voz no cuadraba con mi oído. Las palabras se confundían, haciendo imposible el escuchar algo sensato.

Como si no bastara, empecé a ver escenas de ésas provocadas por el hígado, como las que se sueñan después de haber comido muy pesado. Eran barrocas, oscuras, siniestras. Empecé a girar hasta que me dio náusea. Allí terminó todo. Sentía el efecto de todo lo que me había pasado en cada músculo de mi cuerpo. Estaba rendido. Esta intervención violenta me había dejado frustrado y colérico.

Fui corriendo a casa de don Juan para contarle lo sucedido. Sentía que necesitaba de su ayuda más que nunca.

– La brujería y los chamanes no son gentiles -comentó don Juan después de oír mi relato-. Ésta es la primera vez que desciende el infinito sobre ti de tal manera. Fue como un asalto. Fue una toma de posesión total de tus facultades. Con respecto a la velocidad de tus visiones, tú mismo tendrás que ajustarla. Para algunos chamanes, es trabajo de toda una vida. Desde ahora en adelante, la energía va a aparecer delante de ti, como si estuviera proyectada sobre una pantalla de cine.

»Que entiendas o no la proyección -siguió-, es otra cosa. Para interpretarla con precisión, necesitarás experiencia. Mi recomendación es que no seas tímido y que empieces ahora mismo. ¡Lee la energía sobre la pared! Está emergiendo tu verdadera mente y no tiene nada que ver con la mente que es una instalación foránea. Deja que tu mente verdadera se ajuste a la velocidad. Manténte en silencio y no te preocupes, pase lo que pase.

– Pero, don Juan, ¿es posible todo esto? ¿Puede uno leer la energía como si fuera texto? -le pregunté, abrumado por la idea.

– ¡Claro que es posible! -me contestó-. En tu caso, no sólo es posible, sino que te está ocurriendo, ¿no?

– Pero, ¿por qué leerla como si fuera texto? -insistí, aunque era una insistencia retórica.

– Es afectación de tu parte -me dijo-. Si leyeras el texto, lo podrías repetir a la letra. Pero, si trataras de ser un espectador del infinito en vez de un lector del infinito, te darías cuenta de que no podrías describir lo que estás mirando, y terminarías diciendo babosadas, incapaz de verbalizar lo que atestiguas. Lo mismo si trataras de oírlo. Esto, desde luego, es específicamente para ti. De todos modos, el infinito escoge. El guerrero-viajero simplemente cede a su selección.

»Pero ante todo -añadió después de una pausa premeditada-, no te abrumes por el suceso porque no puedes describirlo. Es un suceso más allá de la sintaxis de nuestro lenguaje.

VIAJES POR EL OSCURO MAR DE LA CONCIENCIA

– Ya podemos hablar más claramente acerca del silencio interno -dijo don Juan.

Su declaración era tan incongruente que me sorprendió. Me había estado hablando toda la tarde de las vicisitudes que sufrieron los indios yaqui después de las guerras yaqui de los años veinte, cuando el gobierno mexicano los deportó de sus tierras natales del estado de Sonora en el norte de México, y los puso a trabajar en los plantíos de caña de azúcar en el centro y sur de México. El gobierno mexicano había tenido problemas con las guerras endémicas con los yaquis durante años. Don Juan me contó asombrosas historias conmovedoras de los yaqui sobre intriga política, traición, hambre y miseria humana.

Tuve la sensación de que don Juan me estaba preparando un truco, porque bien sabía que esas historias eran mi gusto y mi placer. En aquel tiempo, tenía un profundo sentido de compasión por el mundo, por la justicia social y la igualdad.

– Las circunstancias que te rodean han hecho posible que tengas más energía -prosiguió-. Has empezado la recapitulación de tu vida; has visto a tus amigos, por primera vez, como si estuvieran expuestos en una vitrina; llegaste al punto de romper con todo, solo, impulsado por tus propias necesidades; cancelaste tu negocio; y sobre todo, has acumulado bastante silencio interno. Todo esto hace posible que hagas un viaje por el oscuro mar de la conciencia.

– El encuentro que tuvimos en aquel pueblo que seleccionamos fue tal viaje -continuó-. Sé que una pregunta crucial casi salió a la superficie, y por un instante, dudaste que de veras había ido yo a tu casa. Mi visita no fue para ti un sueño. Yo era real, de carne y hueso, ¿no?

– Tan real como se puede ser -le dije.

Me había olvidado casi por completo de aquellos sucesos, pero recordaba que me pareció extraño que hubiera encontrado mi apartamento. Sin embargo, lo había pasado por alto al simplemente deducir que le había pedido a alguien mi nueva dirección, aunque si me lo hubieran preguntado no hubiera podido dar con nadie que supiera dónde yo vivía.

– Vamos a aclarar esto -continuó-. Bajo mis condiciones, que son las condiciones de los chamanes del México antiguo, yo era tan real como es posible serlo, y en tal estado, fui a tu casa desde mi silencio interno para hablarte acerca del requisito del infinito y para advertirte que estaba a punto de acabarse tu tiempo. Y tú a tu vez, desde tu silencio interno, verdaderamente fuiste a ese pueblo de nuestra elección para decirme que habías logrado cumplir con el requisito del infinito.

»Bajo tus condiciones, que son las condiciones del hombre común, era un sueño-fantasía en ambos casos. Experimentaste un sueño-fantasía que había llegado a tu casa sin saber la dirección, y luego tuviste un sueño-fantasía que fuiste a verme. A lo que da a mí, como chamán, lo que tú consideras ser tu sueño-fantasía de encontrarme en ese pueblo fue tan real como lo es que los dos conversamos aquí y ahora.

Le confesé a don Juan que no había posibilidad ninguna para mí de enmarcar esos sucesos en un formulario de pensamiento propio del hombre occidental. Le dije que las condiciones de sueño-fantasía creaban una falsa categoría que no podía sostenerse bajo ningún escrutinio y que la única cuasi-explicación vagamente posible era otro aspecto del conocimiento de don Juan: el ensoñar.

– No, no es el ensoñar -me dijo enfáticamente-. Esto es algo más directo y más misterioso. A propósito, hoy tengo una nueva definición del ensoñar para ti, más de acuerdo con tu estado de ser. El ensoñar es el acto de cambiar el punto de fijación con el oscuro mar de la conciencia. Si lo ves así, es un concepto fácil y una maniobra sencilla. Necesitas todo de ti para darte cuenta, pero no es una imposibilidad, ni es algo rodeado de nubes místicas.

»El ensoñar es un término que siempre me pareció una pendejada -continuó-, porque disminuye un acto muy poderoso. Hace que parezca arbitrario; le da un significado de fantasía, y eso es lo único que no es. Hice por cambiar el término, pero está demasiado arraigado. Quizás puedas tú, algún día, cambiarlo por tu cuenta, aunque como todo lo demás relacionado con la brujería, temo que para entonces no te va a importar una pizca, porque lo que lo llames no va a tener ningún significado para ti.

Don Juan me había explicado largamente, durante todo el tiempo que lo había conocido, que el ensoñar era un arte descubierto por los chamanes del México antiguo, por medio del cual los sueños comunes y corrientes se trasformaban en auténticas entradas a otros mundos de la percepción. Abogaba de cualquier manera posible el advenimiento de algo que él llamaba la atención de ensueño, que consistía en la capacidad de prestar una atención específica, o de enfocar un tipo de conciencia especial sobre los elementos de un sueño común.

Había seguido meticulosamente todas sus recomendaciones y había logrado que mi conciencia se quedara fija sobre los elementos de un sueño. La idea que proponía don Juan no era la de deliberadamente llegar a un sueño deseado, sino de fijar la atención sobre los elementos componentes de cualquier sueño que viniera al caso.

Luego, don Juan me había mostrado energéticamente lo que los chamanes del México antiguo consideraban ser el origen del ensoñar: el desplazamiento del punto de encaje. Dijo que el punto de encaje se desplazaba de modo natural al dormir, pero que el ver el desplazamiento era algo difícil porque requería un modalidad agresiva y que tal modalidad agresiva había sido la predilección de los chamanes del México antiguo. Estos chamanes, según don Juan, habían encontrado todas las premisas de su brujería por medio de esa modalidad.

– Es una modalidad muy depredadora -siguió don Juan-. No es nada difícil entrar en ella, porque el hombre es depredador por naturaleza. Podrías ver, agresivamente, a cualquier persona en este pueblito o quizás alguien a la distancia, mientras duermen; cualquiera serviría para el propósito. Lo importante es llegar a un nivel total de indiferencia. Vas en busca de algo y lo consigues como puedas. Vas a salir a buscar a una persona, como felino, como rapiña, para descender sobre alguien.

Don Juan me había dicho, riéndose de mi aparente incomodidad, que la dificultad con esta técnica era el temperamento, y que no podía ser pasivo durante el acto de ver, porque la vista no era algo que se usara para mirar, sino para actuar sobre lo visto. Acaso haya sido su poder de sugestión, pero ese día, después de haberme dicho eso, me sentí sumamente agresivo. Cada músculo de mi cuerpo estaba lleno de energía y en mi práctica de ensoñar, fui detrás de alguien. No me interesaba quién fuera. Necesitaba a alguien que estuviera dormido, y una fuerza de la cual estaba consciente, sin estar totalmente consciente de ella, me guió a encontrar a alguien.

Nunca supe quién era, pero al ver esa persona, sentí la presencia de don Juan. Era una sensación extraña saber que alguien estaba conmigo a través de una sensación indeterminada de proximidad que ocurría a un nivel de conciencia que no formaba parte de ninguna experiencia previa. Sólo podía enfocar mi atención sobre el individuo que descansaba. Sabía que era macho, pero no sé cómo lo sabía. Sabía que estaba dormido porque la bola de energía que es comúnmente un ser humano estaba un poco plana; se había expandido lateralmente.

Y entonces vi el punto de encaje en una posición diferente a la habitual, que es directamente detrás de los omóplatos. En este caso, se había desplazado a la derecha de donde debería haber estado, y un poco más abajo. Calculé que, en este caso, se encontraba al lado de las costillas. Otra cosa que noté era su inestabilidad. Fluctuaba excéntricamente y de pronto regresaba a su posición normal. Tenía la clara sensación de que mi presencia, y obviamente la de don Juan, habían despertado al individuo. Experimenté una profusión de imágenes borrosas inmediatamente, y luego me desperté en el lugar donde había empezado.

A lo largo de mi aprendizaje, don Juan también me había dicho que los chamanes se dividían en dos grupos: un grupo consistía en ensoñadores; el otro en acechadores. Los ensoñadores eran los que desplazaban el punto de encaje con gran facilidad. Los acechadores eran aquellos con gran facilidad para mantener el punto de encaje fijo en esa nueva posición. Los ensoñadores y los acechadores se complementaban y trabajaban en parejas, afectando uno al otro con sus proclividades innatas.

Don Juan me había asegurado que el desplazamiento y la fijación del punto de encaje podía llevarse a cabo por voluntad propia por medio de la disciplina de mano de hierro de los chamanes. Dijo que los chamanes de su linaje creían que había por lo menos seiscientos puntos dentro de la esfera luminosa que somas en realidad, y que al alcanzarlos volitivamente por el punto de encaje, pueden otorgarnos un mundo totalmente inclusivo; lo cual quiere decir, que si nuestro punto de encaje se desplaza a uno de esos puntos y se queda fijo en él, percibimos un mundo tan inclusivo y tan total como el mundo cotidiano, pero no obstante, un mundo diferente.

Además, me explicó don Juan que el arte de la brujería consiste en manipular el punto de encaje y hacerlo cambiar de posiciones a voluntad sobre las esferas luminosas que son los seres humanos. El resultado de esta manipulación es el cambio en el punto de contacto con el oscuro mar de la conciencia, que nos trae como su concomitante, un fardo diferente de billones de campos de energía bajo la forma de filamentos luminosos que convergen sobre el punto de encaje. La consecuencia de estos nuevos campos de energía que convergen sobre el punto de encaje, es que una conciencia diferente a la necesaria para percibir el mundo cotidiano entra en acción, transformando esos nuevos campos de energía en datos sensoriales, datos sensoriales que se interpretan y se perciben como un mundo diferente porque los campos de energía que lo engendran son diferentes a los conocidos.

Don Juan había afirmado que una definición acertada de la brujería como práctica consistía en que la brujería es la manipulación del punto de encaje, con el fin de cambiar el enfoque con el que éste se fija en el oscuro mar de la conciencia, y así hacer posible la percepción de otros mundos.

Había dicho que el arte de los acechadores empieza después de que se haya desplazado el punto de encaje. El mantener el punto de encaje fijo en su nueva posición asegura que el chamán perciba totalmente el nuevo mundo en que entre no importe cual sea, tal como lo hacemos con el mundo cotidiano. Para los chamanes del linaje de don Juan, el mundo cotidiano no era más que una pliegue de un mundo total que consiste de por lo menos seiscientos pliegues.

Don Juan regresó al tema bajo discusión: mis viajes por el oscuro mar de la conciencia, y dijo que lo que había hecho desde mi silencio interno era muy parecido a lo que se hace en el ensueño cuando uno está dormido. Sin embargo, cuando se viaja por el oscuro mar de la conciencia no hay interrupción del tipo que ocurre cuando uno se va a dormir, ni hay ningún esfuerzo de controlar la atención de uno mientras se sueña. El viaje por el oscuro mar de la conciencia implicaba una respuesta inmediata. Había una sensación irresistible del aquí y el ahora. Don Juan lamentaba el hecho de que algunos chamanes idiotas le habían llamado a este acto de llegar directamente al oscuro mar de la conciencia, soñar-despierto, haciendo aún más ridículo el término ensoñar.

– Cuando pensaste que estabas en el sueño-fantasía de ir a ese pueblo de nuestra selección -continuó-, habías en realidad fijado tu punto de encaje directamente sobre la posición específica del oscuro mar de la conciencia que te permite ese viaje. Entonces el oscuro mar de la conciencia te preparó con todo lo necesario para hacer el viaje. No hay ninguna manera de elegir ese lugar por voluntad propia. Dicen los chamanes que el silencio interno lo selecciona sin falla. Fácil, ¿no?

Me explicó entonces las complejidades de la elección. Dijo que la elección para el guerrero-viajero no es en verdad un acto de elección, sino el acto de asentir elegantemente a las solicitudes del infinito.

– El infinito escoge -dijo-. El arte del guerrero-viajero es tener la habilidad de moverse con la más tenue insinuación, el arte de asentir a todo mando del infinito. Para hacer esto, el guerrero-viajero necesita destreza, fuerza, y sobre todo, sobriedad. Estos tres puestos juntos, dan como resultado… ¡la elegancia!

Después de un momento de pausa, regresé al tema que más me intrigaba.

– Pero es increíble que en verdad fui a aquel pueblo en carne y hueso, don Juan -le dije.

– Es increíble pero no es invivible -dijo-. El universo no tiene límites, y las posibilidades que se dan en el universo son en verdad inconmensurables. Así es que no caigas preso del axioma de «sólo creo lo que veo», porque es la postura más tonta que se puede tomar.

La aclaración de don Juan había sido cristalina. Tenía sentido, pero yo no sabía cómo tenía sentido; de seguro no en mi mundo cotidiano. Me aseguró entonces don Juan, turbándome instantáneamente, que había una sola manera en que los chamanes podían con toda esta información: probándola a través de la experiencia, porque la mente es incapaz de aceptar todo ese estímulo.

– ¿Qué quiere usted que haga, don Juan? -pregunté.

– Tienes que viajar deliberadamente por el oscuro mar de la conciencia -contestó-, pero nunca sabrás cómo se hace. Vamos a decir que lo hace el silencio interno, siguiendo caminos inexplicables, caminos que no pueden ser comprendidos, sino sólo practicados.

Don Juan hizo que me sentara en la cama y adoptara la postura que traía el silencio interno. El tomar esa postura siempre aseguraba que me durmiera en seguida. Sin embargo, cuando estaba don Juan, su presencia me imposibilitaba dormir; por el contrario, entraba en un estado de completa quietud. Esta vez, después de un instante de silencio, me encontré caminando. Don Juan me guiaba, llevándome del brazo mientras caminábamos.

Ya no estábamos en su casa; caminábamos por un pueblo yaqui donde nunca había estado. Sabía que existía el pueblo; había estado en sus alrededores muchísimas veces, pero había tenido que alejarme por la hostilidad tan aparente de la gente que lo rodeaba. Era un pueblo donde resultaba imposible que entrara un extraño. Los únicos que tenían acceso libre a este pueblo y que no eran yaquis eran los supervisores del banco federal, simplemente porque eran los que les compraban las cosechas a los agricultores yaquis. Las negociaciones interminables de los agricultores yaquis giraban alrededor de conseguir dinero por adelantado de los bancos sobre la base de futuras cosechas, un proceso de cuasi-especulación.

Reconocí instantáneamente el pueblo a través de las descripciones de la gente que allí había estado. Como para acrecentar mi asombro, don Juan me dijo al oído que estábamos en ese pueblo yaqui. Quería preguntarle cómo habíamos llegado allí, pero no podía articular mis palabras. Había un gran número de indios hablando en voces alteradas; el enojo se acrecentaba. No entendía ni pizca de lo que estaban diciendo, pero al momento que concebía yo un pensamiento algo se aclaraba. Era como si se esparciera más luz sobre la escena. Las cosas se definieron y se ordenaron, y comprendí lo que decía la gente aunque no sabía cómo; no hablaba su idioma. Las palabras me eran comprensibles sin ninguna duda, no una por una, sino en unidades, como si mi mente pudiera recoger esquemas totales de pensamiento.

Podría decir con toda sinceridad que tuve el susto de mi vida, no tanto porque comprendiera lo que decían, sino por lo que estaban diciendo. Esta gente era de veras belicosa. De ninguna manera podían considerarse hombres occidentales. Sus propósitos eran conflictivos, de tácticas de guerra, de estrategia. Estaban midiendo su fuerza, sus recursos de ataque, y lamentando que no tenían la potencia de atacar. Sentí en mi cuerpo la angustia de su impotencia. Contaban sólo con piedras y palos para luchar contra armas de alta tecnología. Lamentaban el hecho de carecer de líderes. Codiciaban más de lo que pudiera uno imaginar la presencia de un luchador carismático que pudiera unirlos.

Oí entonces la voz del cinismo; uno de ellos expresó una idea que devastó a todos de igual manera, a mí también porque parecía yo ser parte indivisible de ellos. Dijo que estaban vencidos sin salvación alguna, porque si en un momento debido cualquiera de ellos tuviera el carisma de levantarse y unirlos, sería traicionado a causa de la envidia, los celos y los malos sentimientos.

Quería hacerle un comentario a don Juan sobre lo que me sucedía, pero no podía articular una sola palabra. Don Juan era el único que podía hablar.

– El ser mezquino no se limita a los yaquis -me dijo al oído-. Es una condición en que está atrapado el ser humano, una condición que ni siquiera es humana, sino que se impone desde afuera.

Sentía que la boca se me abría y cerraba involuntariamente al esforzarme, desesperadamente, a hacer una pregunta que ni siquiera podía concebir. Mi mente estaba vacía, sin pensamiento alguno. Don Juan y yo estábamos en medio de una rueda de gente, pero ninguno de ellos se había percatado de nosotros. No noté ningún movimiento, reacción o mirada furtiva que indicara que estaban conscientes de nosotros.

Un instante después, me encontré en un pueblo mexicano construido alrededor de una estación de ferrocarril, un pueblo que quedaba aproximadamente a dos kilómetros de donde vivía don Juan. Estábamos don Juan y yo en medio de la calle junto al banco del gobierno. Inmediatamente después, vi una de las cosas más extrañas que atestigüé en el mundo de don Juan. Veía energía tal como fluye en el universo, pero no veía a los seres humanos como gotas de energía esféricas o alargadas. La gente que me rodeaba eran, por un instante, seres normales de la vida cotidiana, y un instante después, eran criaturas extrañas. Era como si la bola de energía que somos fuera transparente; un halo rodeando un núcleo como de insecto. Este núcleo no tenía forma de primate. No había esqueleto, no estaba viendo a la gente como si tuviera visión de rayos equis que penetra el núcleo hasta el hueso. En el corazón-núcleo de esta gente, había más bien formas geométricas de lo que parecían ser vibraciones duras de materia. Ese núcleo era como las letras del alfabeto; una T mayúscula parecía ser el soporte principal. Una gruesa letra L invertida, estaba suspendida delante de la T; la letra griega, delta, llegaba casi hasta el piso, y estaba al final de la barra vertical de la T, y parecía ser el soporte para la estructura entera. Encima de la letra T, vi una hebra como de cuerda, de unos tres centímetros de grosor; pasaba por encima de la esfera luminosa, como si lo que estaba viendo fuera una cuenta gigantesca que colgaba desde arriba como un colgante de piedras preciosas.

Una vez, don Juan me había presentado una metáfora para describir la unión energética entre hebras de seres humanos. Dijo que los chamanes del México antiguo describían estas hebras como una cortina hecha de cuentas ensartadas en un hilo. Había tomado esta descripción literalmente, y pensaba que el hilo pasaba por la conglomeración de campos energéticos que es lo que somos, de pies a cabeza. El hilo atado que estaba viendo hacía que la forma redonda de los campos energéticos de los seres humanos más bien pareciera un colgante. No vi, sin embargo, a otra criatura atada a ese mismo hilo. Cada criatura que vi era un ser de un patrón geométrico que tenía una especie de hilo en la parte superior de su aureola esférica. El hilo me recordó inmensamente a esas formas como gusanos segmentados que algunos de nosotros vemos al sol cuando medio cerramos los párpados.

Don Juan y yo caminamos por el pueblo de un extremo al otro, y vi literalmente montones de criaturas de patrón geométrico. Mi aptitud de verlos era inestable al extremo. Los veía por un instante, y luego los perdía de vista y me enfrentaba con gente normal.

Pronto me fatigué y sólo podía ver gente normal. Don Juan dijo que era tiempo de regresar a casa, y otra vez algo en mí perdió su sentido normal de continuidad. Me encontré de nuevo en casa de don Juan sin la menor noción de cómo había cruzado la distancia desde el pueblo a la casa. Me acosté en mi cama y desesperadamente traté de recordar, de evocar a mi memoria, de llegar hasta el fondo de mi propio ser para encontrar la clave de cómo fui al pueblo yaqui y al pueblo de la estación del ferrocarril. No creía que fueran sueños-fantasías, porque las escenas tenían demasiados detalles para no ser reales, y a la vez, no era posible que lo fueran.

– Estás perdiendo el tiempo -me dijo riendo, don Juan-. Te puedo garantizar que nunca vas a saber cómo llegamos de la casa al pueblo yaqui y desde el pueblo yaqui a la estación de ferrocarril y de la estación de ferrocarril a la casa. Hay una ruptura en la continuidad del tiempo. Es lo que hace el silencio interno.

Me explicó con gran paciencia que la brujería es la interrupción de ese fluir de continuidad que hace el mundo comprensible para nosotros. Comentó que había viajado ese día por el oscuro mar de la conciencia, y que había visto la gente como es, involucrada en sus asuntos. Y que entonces había visto la cuerda de energía que ata a ciertos seres humanos entre sí, y que había seleccionado esos aspectos por el acto de haberlo intentado. Hizo hincapié en el hecho de que este intento por mi parte no era algo consciente o de mi propia voluntad; el intento había sucedido a un nivel profundo y había sido regido por la necesidad. Necesitaba conocer algunas de las posibilidades del viaje por el oscuro mar de la conciencia, y mi silencio interno había servido de guía al intento, una fuerza perenne del universo, para cumplir con esa necesidad.

LA CONCIENCIA INORGÁNICA

En un momento dado de mi aprendizaje, don Juan me reveló la complejidad de su situación vital. Había siempre mantenido, para mi mortificación y descorazonamiento, que vivía en una choza en el estado de Sonora, México, porque esa choza representaba el estado de mi conciencia. No estaba yo totalmente dispuesto a creer que de veras quisiera decir que yo era tan mezquino, ni creía yo que él viviera en otros lugares como sostenía.

Resulta que tenía razón en ambos casos. El estado de mi conciencia sí era mezquino y él sí vivía en otros lugares, infinitamente más cómodos que la choza donde lo conocí por primera vez. Tampoco era el chamán solitario que yo lo creía, sino el líder de un grupo de otros quince guerreros-viajeros: diez mujeres y cinco hombres. Mi asombro fue enorme cuando me llevó a su casa en el centro de México donde vivían él y sus compañeros chamanes.

– ¿Vivía en Sonora sólo por mí, don Juan? -le pregunté sin poder soportar la responsabilidad que me llenaba de un sentido de culpa y remordimiento y una sensación de no valer nada.

– Bueno, en verdad no vivía allí -me dijo, riéndose-. Es que te conocí allí.

– P-p-pero nunca sabía usted cuándo iba a visitarlo, don Juan -le dije-. No tenía yo medios de poder avisarle.

– Bueno, si bien recuerdas -me dijo-, hubo muchísimas veces en que no diste conmigo. Tuviste que sentarte a esperarme durante días algunas veces.

– ¿Tomaba un avión de aquí a Guaymas, don Juan? -le pregunté con toda seriedad-. Creía que lo más rápido hubiera sido llegar por avión.

– No, no volaba a Guaymas -me dijo con una gran sonrisa-. Volaba directamente a la choza donde me esperabas.

Sabía que me estaba diciendo algo muy significativo que mi mente lineal ni podía comprender ni aceptar, algo que seguía confundiéndome interminablemente. Estaba yo en un estado de conciencia en esos días, en que incesantemente me repetía una pregunta fatal: ¿Y si todo lo que me dice don Juan es verdad?


No quería hacerle más preguntas, porque estaba irremediablemente perdido, tratando de crear un puente entre dos líneas de pensamiento y de acción.

En su nuevo ambiente, don Juan empezó, con grandes esfuerzos, a instruirme en una faceta más compleja de su conocimiento, una faceta que exigía toda mi atención, una faceta en la que no bastaba simplemente reservar la opinión. Éste era el momento en que tenía que sumergirme plenamente en las profundidades de su conocimiento. Tenía que cesar de ser objetivo y a la vez, desistir de ser subjetivo.

Un día estaba ayudándole a don Juan a limpiar unas estacas de bambú que estaban detrás de su casa. Me dijo que me pusiera unos guantes, porque las astillas del bambú eran muy afiladas y fácilmente causaban infecciones. Me dirigió en cómo usar un cuchillo para limpiar el bambú. Me metí de plano en mi trabajo. Cuando don Juan empezó a hablarme, tuve que dejar de trabajar para prestarle atención. Me dijo que ya había trabajado bastante y que debíamos meternos en la casa.

Me dijo que me sentara en un sillón muy cómodo de su espaciosa sala, que estaba casi vacía. Me dio unas nueces, unos albaricoques secos y rodajas de queso, todo muy bien arreglado sobre un plato. Le dije protestando, que quería terminar de limpiar el bambú. No quería comer. Pero no me prestó atención. Me recomendó que comiera poco, lenta y cuidadosamente, porque necesitaba alimento continuo para estar alerta y atento a lo que me iba a decir.

– Tú ya sabes -empezó- que existe en el universo una fuerza perenne que los chamanes del México antiguo llamaban el oscuro mar de la conciencia. Estando ellos en su máxima capacidad de su poder de percepción, vieron algo que los hizo sacudirse en sus calzonzotes, si es que los traían puestos. Vieron que el oscuro mar de la conciencia no es solamente responsable por la conciencia de los organismos, sino también por la conciencia de aquellas entidades que carecen de organismo.

– ¿Qué es esto, don Juan, entes sin organismo que tienen conciencia? -le pregunté asombrado, ya que jamás había hecho alusión a tal idea.

– Los antiguos chamanes descubrieron que el universo entero está compuesto de fuerzas gemelas -empezó-, fuerzas que a la vez se oponen y que se complementan. Es irrefutable que nuestro mundo es un mundo gemelo. El mundo opuesto y complementario a él es uno que está poblado por entes que tienen conciencia, pero no un organismo. Por esta razón, los antiguos chamanes los llamaban seres inorgánicos.

– ¿Y dónde está este mundo, don Juan? -pregunté mascando un albaricoque inconscientemente.

– Aquí donde tú y yo estamos sentaditos -me contestó como si se tratara de algo muy normal, pero riéndose abiertamente de mi nerviosismo-. Te dije que es nuestro mundo gemelo, así es que está íntimamente relacionado con nosotros. Los chamanes del México antiguo no pensaban como tú en términos de tiempo y espacio. Pensaban exclusivamente en términos de conciencia. Dos tipos de conciencia coexisten sin chocar una contra la otra porque cada tipo difiere totalmente de la otra. Los antiguos chamanes se enfrentaron a este problema de coexistencia sin preocuparse del tiempo y el espacio. Razonaron que el grado de conciencia de los seres orgánicos y el grado de conciencia de los seres inorgánicos era tan distinto que ambos podían coexistir sin la más mínima interferencia.

– ¿Podemos percibir esos seres inorgánicos, don Juan? -le pregunté.

– Claro que sí -respondió-. Los chamanes lo hacen a voluntad. Las personas comunes también lo hacen, pero no se dan cuenta de que lo están haciendo porque no son conscientes de la existencia del mundo gemelo. Cuando piensan en el mundo gemelo, se entregan a toda forma de masturbación mental, pero nunca se les ha ocurrido que sus fantasías tienen origen en el conocimiento subliminal que tenemos todos nosotros: el de que no estamos solos.

Estaba clavado en las palabras de don Juan. De repente, me entró un hambre voraz. Sentía un vacío en el fondo de mi estómago. Lo único que podía hacer era escuchar muy atentamente y comer.

– La dificultad de enfrentarse a las cosas en términos de tiempo y espacio -siguió-, es que solamente te das cuenta si algo ha aterrizado en el espacio y tiempo que tienes disponible, el cual es muy limitado. Los chamanes, en cambio, tienen un campo inmenso sobre el cual pueden darse cuenta si algo extraño ha aterrizado. Muchas entidades del universo en su totalidad, entidades que poseen conciencia, pero no organismo, aterrizan sobre el campo de conciencia de nuestro mundo, o el campo de conciencia de su mundo gemelo, sin que el ser humano común se dé cuenta. Las entidades que aterrizan sobre nuestro campo de conciencia, o sobre el campo de conciencia de nuestro mundo gemelo, pertenecen a otros mundos que existen aparte de nuestro mundo y su gemelo. El universo extendido está lleno hasta el copete de mundos de conciencia, inorgánicos y orgánicos.

Don Juan siguió hablando y dijo que aquellos chamanes sabían cuándo la conciencia inorgánica de otros mundos aparte de nuestro mundo gemelo había aterrizado en su campo de conciencia. Dijo que igual a todo ser humano, aquellos chamanes hacían clasificaciones interminables de los diferentes tipos de esta energía que tiene conciencia. Los conocían por el término general de seres inorgánicos.

– ¿Tienen vida esos seres inorgánicos tal como nosotros tenemos vida? -pregunté.

– Si piensas que el tener vida es tener conciencia, entonces sí tienen vida -me dijo-. Supongo que sería acertado decir que si la vida puede medirse por la intensidad, la agudeza, la duración de esa conciencia, entonces puedo decir, con toda sinceridad, que están más vivos que tú y yo.

– ¿Mueren esos seres inorgánicos, don Juan? -le pregunté.

Don Juan soltó una risita por un momento antes de contestar.

– Si para ti la muerte es el final de la conciencia, sí, sí mueren. Termina su conciencia. Su muerte es un tanto como la muerte de un ser humano y a la vez, no lo es, porque la muerte del ser humano tiene una opción escondida. Es algo así como una cláusula de un documento legal, una cláusula escrita en letra tan pequeña que apenas puedes verla. Necesitas lupa para leerla y sin embargo es la cláusula más importante del documento.

– ¿Cuál es la opción escondida, don Juan?

– La opción escondida de la muerte existe exclusivamente para los chamanes. Son los únicos, que yo sepa, que han leído la letra pequeña. Para ellos, la opción es pertinente y funcional. Para el ser humano común, la muerte significa el fin de su conciencia, de su organismo. Para los seres inorgánicos, la muerte significa lo mismo: el final de su conciencia. En ambos casos, el impacto de la muerte es el acto de ser absorbido por el oscuro mar de la conciencia. Su conciencia individual, cargada con sus experiencias vitales, rompe sus parámetros y la conciencia como energía se derrama en el oscuro mar de la conciencia.

– ¿Pero cuál es la opción escondida de la muerte que sólo recogen los chamanes, don Juan? -le pregunté.

– Para un brujo, la muerte es un factor unificante. En vez de desintegrar el organismo como pasa normalmente, la muerte lo unifica.

– ¿Cómo es posible que la muerte unifique algo? -protesté.

– La muerte para el chamán -dijo- termina con el reino de estados emocionales en el cuerpo. Los antiguos chamanes creían que era el domino de diferentes partes del cuerpo los que reinaban sobre los estados y acciones del cuerpo total; partes que dejan de funcionar y arrastran el cuerpo al caos, como por ejemplo, cuando te enfermas por comer porquerías. En ese caso, el estado de tu estómago afecta todo lo demás. La muerte borra el dominio de las partes individuales. Unifica su conciencia dentro de una sola unidad.

– ¿Quiere usted decir que después de morir los chamanes todavía tienen conciencia? -pregunté.

– Para los chamanes, la muerte es un acto de unificación que emplea todo ápice de su energía. Tú estás pensando en la muerte como un cadáver que está delante de ti, un cuerpo que ya empieza a descomponerse. Para los chamanes, cuando ocurre el acto de unificación, no hay cadáver. No hay descomposición. Sus cuerpos en su totalidad se vuelven energía, una energía que tiene conciencia, que no está fragmentada. Los límites que han sido impuestos por el organismo, límites que la muerte derriba, todavía siguen funcionando en el caso de los chamanes, aunque invisibles a simple vista.

»Sé que te mueres por preguntarme -continuó, con una gran sonrisa- si lo que estoy describiendo es el alma que va al infierno o al cielo. No, no es el alma. Lo que le pasa a los chamanes, cuando recogen esa opción escondida de la muerte, es que se convierten en seres inorgánicos, muy especializados, seres inorgánicos de gran velocidad, seres capaces de maniobras estupendas de percepción. Los chamanes emprenden entonces lo que los chamanes del México antiguo llamaban su viaje definitivo. El infinito llega a ser su reino de acción.

– ¿Quiere usted decir con todo esto, don Juan, que se vuelven eternos?

– Mi sobriedad de brujo me dice -respondió- que su conciencia va a terminar de la manera en que termina la conciencia de los seres inorgánicos, pero nunca lo he visto. No lo sé. Los antiguos chamanes creían que la conciencia de este tipo de ser inorgánico duraría mientras viva la Tie rra. La Tierra es su matriz. Mientras perdure, su conciencia continúa. Para mí, ésta es la afirmación más razonable.

La continuidad y el orden de la explicación de don Juan habían sido, para mí, magistrales. No tenía en qué contribuir. Me dejó con una sensación de misterio y de expectativas no expresadas que esperaban cumplirse.


Al momento de llegar a mi próxima visita con don Juan, comencé mi conversación preguntándole ansiosamente algo que venía cavilando.

– ¿Hay posibilidad, don Juan, de que existan los fantasmas y las apariciones?

– Lo que llamas fantasma o aparición -dijo-, al ser examinado a fondo por un chamán, se reduce a una cosa: es posible que cualquiera de estas apariciones fantasmales pudiera ser una conglomeración de campos de energía que tiene conciencia, y que nosotros convertimos en cosas que conocemos. Si es éste el caso, entonces las apariciones tienen energía. Los chamanes los llaman configuraciones-generaradoras-de-energía. O no emanan energía, en cuyo caso son creaciones fantasmagóricas, por lo general de una persona muy fuerte en términos de conciencia.

– Un cuento que me ha intrigado inmensamente -continuó don Juan-, es el que me contaste una vez acerca de tu tía. ¿Te acuerdas?

Le había contado a don Juan que cuando tenía catorce años había ido a vivir a la casa de la hermana de mi padre. Vivía en una casa enorme de tres patios con habitaciones entre cada uno de ellos -alcobas, salas, etc.-. El patio de la entrada era muy austero, y estaba embaldosado. Me dijeron que era una casa colonial y que este primer patio era donde habían entrado los carruajes tirados por caballos. El segundo patio era una hermosa huerta por la cual cruzaban caminitos de ladrillo de diseños moriscos, y estaba lleno de frutales. El tercer patio estaba cubierto de macetas que colgaban de los aleros del techo, jaulas de pájaros y en medio, un surtidor de estilo colonial, como también una gran parte cercada con tela de alambre donde se encontraban los preciados gallos de pelea de mi tía, la gran predilección de su vida.

Mi tía puso a mi disposición un apartamento entero justo en frente de la huerta de frutales. Pensé que me lo iba a pasar de lo mejor. Podía comerme toda la fruta que quería. Nadie de allí tomaba la fruta de esos árboles por razones que nunca me divulgaron. En la casa vivían mi tía, una mujer alta, rechoncha, de cara redonda que lindaba en los cincuenta, muy jovial y gran anecdotista, llena de excentricidades que escondía detrás de un aspecto muy formal y la apariencia de un catolicismo muy devoto. Había un mayordomo, un hombre alto e imponente de unos cuarenta años de edad que había sido sargento mayor del ejército y que había sido atraído a este puesto de mayor pago, en que le hacía de mayordomo, guardaespaldas y hombre de casa para mi tía. Su mujer, una bellísima joven, era la compañera, confidente y cocinera de mi tía. La pareja tenía una hija, una niña rechonchita que se parecía exactamente a mi tía. Tan fuerte era la semejanza que mi tía la había adoptado legalmente.

Estas cuatro eran las personas más tranquilas que jamás había conocido. Llevaban una vida muy sosegada, alterada sólo por las excentricidades de mi tía, que de improviso decidía hacer un viaje, o comprar nuevos y prometedores gallos de pelea, entrenarlos y organizar peleas en las que se apostaban grandes sumas de dinero. Se ocupaba de sus gallos de pelea con gran cariño, a veces dedicándoles todo el día. Para evitar que la hirieran de un espolonazo, se ponía guantes de cuero gruesos y mallas tiesas de cuero.

Me pasé dos meses estupendos en casa de mi tía. Me daba clases de música por la tarde y me contaba historias interminables de mis antepasados. Mi situación era ideal porque podía salir con mis amigos y nunca tenía que rendirle cuentas a nadie de la hora de mi regreso. A veces me pasaba horas sin dormirme, acostado sobre mi cama. Dejaba abierta la ventana para que la habitación se llenara de la fragancia de los azahares. Cuando reposaba allí despierto, podía oír a alguien que caminaba por el pasillo que corría a lo largo de la propiedad al lado norte, y que unía todos los patios de la casa. Este corredor tenía unos arcos hermosos y piso de baldosas. Había cuatro bombillas de bajo voltaje que apenas lo alumbraban, luces que a diario se encendían a las seis de la tarde y que se apagaban a las seis de la mañana.

Le pregunté a mi tía si alguien caminaba de noche y se acercaba a mi ventana, porque quien fuera el caminante siempre se detenía junto a mi ventana, daba la vuelta y regresaba a la entrada principal de la casa.

– No te preocupes por tonterías, Bebé -me dijo sonriendo, mi tía.

– Seguramente es mi mayordomo haciendo la ronda. ¡No es nada! ¿Te asustó?

– No, no me dio miedo -dije-. Es que me entró la curiosidad de por qué tu mayordomo se acerca a mi habitación todas las noches. A veces sus pasos me despiertan.

Pasó por alto mi pregunta como si no fuera gran cosa, diciéndome que, como el mayordomo había sido militar, estaba acostumbrado a hacer sus rondas como centinela. Acepté su explicación sin más.

Un día le dije al mayordomo que sus pasos eran demasiado fuertes y que hiciera su ronda por mi ventana con mayor cuidado para dejarme dormir en paz.

– ¡No sé a qué te refieres! -me dijo con una voz ronca.

– Mi tía me dijo que haces la ronda de noche -le dije.

– ¡Nunca hago tal cosa! -me dijo, los ojos llenos de disgusto.

– ¿Pero, entonces quién pasa por mi ventana?

– Nadie pasa por tu ventana. Te lo estás imaginando. Vete a dormir. No andes armando escándalo. Te lo digo por tu propio bien.

Lo peor que me pudieran decir en aquellos años era eso de «mi propio bien». Esa noche, tan pronto como oí los pasos, me levanté de la cama y me puse detrás de la pared que daba a la entrada de mi apartamento. Cuando, por mis cálculos, el caminante estaba junto a la segunda bombilla, saqué la cabeza y me asomé al corredor. De pronto, los pasos se detuvieron y no había nadie a la vista. El corredor, apenas alumbrado, estaba vacío. Si alguien caminaba allí, no hubiera tenido tiempo para esconderse porque no había dónde. Sólo había paredes vacías.

Mi susto fue tan inmenso que desperté a toda la casa con mis gritos. Mi tía y su mayordomo trataron de calmarme diciéndome que me lo estaba imaginando, pero mi agitación era tan intensa que los dos confesaron finalmente, con cierta vergüenza, que algo que ellos desconocían recorría la casa de noche.

Don Juan había dicho que casi seguro que era mi tía la que caminaba de noche; es decir, algún aspecto de su conciencia sobre el cual no ejercía su voluntad. Él creía que este fenómeno obedecía a un sentido de juego o de misterio que ella cultivaba. Don Juan estaba seguro de que no era ningún disparate pensar que mi tía en algún nivel subliminal, no sólo hacía que se oyeran estos ruidos, sino que era capaz de manipulaciones de conciencia mucho más complejas. Don Juan también había dicho que para ser del todo justo tenía que reconocer que los pasos podían ser producto de la conciencia inorgánica.

Don Juan dijo que los seres inorgánicos que poblaban nuestro mundo gemelo eran considerados, por los chamanes de su linaje, como nuestros parientes. Los chamanes creían que era inútil hacer amistad con nuestros familiares porque las exigencias que conllevaban tales amistades siempre eran exorbitantes. Dijo que ese tipo de ser inorgánico que es primo hermano nuestro, se comunica con nosotros incesantemente, pero que su comunicación no ocurre al nivel consciente de la conciencia. En otras palabras, sabemos de ellos de manera subliminal, mientras que ellos saben todo acerca de nosotros de manera deliberada y consciente.

– ¡La energía de nuestros primos hermanos no vale un pepino! -siguió don Juan-. Están tan jodidos como nosotros. Digamos que los seres orgánicos y los seres inorgánicos de nuestros mundos gemelos son hijos de dos hermanas que viven una al lado de la otra. Son totalmente iguales aunque parezcan distintos. No pueden ayudarnos, y no podemos ayudarlos. Quizá pudiéramos unirnos y fundar una empresa familiar fabulosa, pero esto no ha sucedido. Ambas ramas de la familia son extremadamente sensibles y de nada se ofenden, algo normal entre primos hermanos tan sensibles. Lo esencial del asunto, según los chamanes del México antiguo, es que tanto los seres humanos como los seres inorgánicos de los mundos gemelos son enormes egomaniáticos.

Según don Juan, otra clasificación que los chamanes del México antiguo habían hecho de los seres inorgánicos era el de los exploradores, y con esto se referían a seres inorgánicos que surgían desde el fondo del universo y que poseían una conciencia infinitamente más aguda y veloz que la de los seres humanos. Afirmó don Juan que los antiguos chamanes habían perfeccionado sus esquemas de clasificación a lo largo de generaciones y que sus conclusiones eran que ciertos tipos de seres inorgánicos procedentes de la categoría de exploradores, a causa de su vivacidad, eran parecidos al hombre. Podían formar vínculos y establecer una relación simbiótica con los hombres. Los antiguos chamanes llamaban a este tipo de seres inorgánicos los aliados.

Don Juan explicó que el error crucial de esos chamanes, con referencia a este tipo de ser inorgánico, era el atribuir características humanas a esa energía impersonal y creer que podían utilizarla. Tomaban esos bloques de energía como sus ayudantes y contaban con ellos sin comprender que, siendo pura energía, no tenían el poder de sostener el esfuerzo.

– Te he dicho todo lo que hay que saber acerca de los seres inorgánicos -dijo don Juan de pronto-. La única manera que puedes comprobarlo es a través de la experiencia directa.

No le pregunté lo que quería que hiciera. Un terror profundo me sacudió el cuerpo con espasmos nerviosos que brotaron como erupción volcánica desde el plexo solar y se extendieron hasta los dedos de los pies subiendo por la parte superior del tronco.

– Hoy vamos a buscar unos seres inorgánicos -me anunció.

Don Juan me ordenó que me sentara sobre mi cama y que tomara de nuevo la postura que fomentaba el silencio interno. Seguí su orden con una facilidad inusitada. Normalmente me hubiera hecho el necio, no abiertamente quizás, pero aun así, hubiera tenido un momento de necedad. Tuve el vago pensamiento que durante el tiempo que tardé en sentarme, había entrado ya en un estado de silencio interno. Ya no pensaba con claridad. Sentí que me rodeaba una oscuridad impenetrable, dándome la sensación de que me estaba durmiendo. Mi cuerpo estaba completamente inerte, o bien porque no tenía la menor intención de dar órdenes para que se moviera, o bien porque no era capaz de formularlos.

Un momento después, me encontré con don Juan, caminando en el desierto de Sonora. Reconocí los alrededores; había estado allí tantas veces con él, que me sabía de memoria todos sus rasgos. Era el momento del atardecer y la luz del poniente me inundó en un estado de desesperación. Caminaba automáticamente, consciente de que mis pensamientos no acompañaban las sensaciones que sentía en mi cuerpo. No me estaba describiendo mi propio estado de ser. Quise decírselo a don Juan, pero el deseo de comunicarle mis sensaciones corporales se desvaneció en un instante.

En voz lenta, grave y baja, don Juan dijo que el cauce seco en que caminábamos era un lugar muy propicio para lo que nos ocupaba y que tenía que sentarme solo sobre un canto pequeño, mientras que él se iba a sentar en otro como a quince metros de distancia. No le pregunté a don Juan algo que hacía normalmente -lo que tenía que hacer-. Sabía lo que tenía que hacer. Entonces oí el susurro de los pasos de gente que caminaba por los arbustos escasos que por allí había. Carecía el lugar de la humedad suficiente para que fuera frondoso. Algunos arbustos fuertes crecían allí con una distancia de unos cinco metros entre uno y otro.

Vi que se acercaban dos hombres. Parecían ser del local, quizás yaquis de alguno de los pueblos yaqui de esos contornos. Se acercaron y se quedaron de pie junto a mí. Uno de ellos me preguntó despreocupadamente cómo me había ido. No había pensamientos. Todo estaba dirigido por sensaciones viscerales. Me los quedé mirando lo suficiente para borrarles completamente las facciones y finalmente me quedé ante dos brillosos globos de luminosidad que vibraban. Los globos de luminosidad no tenían límites. Parece que se sostenían desde adentro de manera cohesiva. A veces se achataban. Entonces recobraban otra vez una verticalidad de lo alto de un hombre.

De pronto sentí que el brazo de don Juan me agarraba del brazo derecho y me levantaba del canto. Me dijo que era hora de marcharnos. Al momento estaba de nuevo en su casa en el centro de México, más desconcertado que nunca.

– Hoy encontraste conciencia inorgánica y entonces la viste como de veras es -me dijo-. La energía es el residuo irreductible de todo. Por lo que a nosotros se refiere, ver energía directamente es lo máximo para un ser humano. Quizás hay otras cosas más allá de eso, pero no están a nuestro alcance.

Don Juan me dijo todo esto una y otra vez y cuanto más me lo decía, sus palabras parecían solidificarme más y más ayudándome a regresar a mi estado normal.

Le conté a don Juan todo lo que había atestiguado, todo lo que había oído. Me explicó don Juan que ese día había lograda transformar la forma antropomórfica de los seres inorgánicos en su esencia: una energía impersonal consciente de sí misma.

– Debes comprender -dijo-, que es nuestra cognición, que es en esencia nuestro sistema de interpretación, la que restringe nuestros recursos. Nuestro sistema de interpretación es lo que nos dice cuáles son los parámetros de nuestras posibilidades, y cómo hemos estado utilizando ese sistema de interpretación toda la vida, no nos atrevemos a ir contra sus dictámenes.

»La energía de los seres inorgánicos nos empuja -continuó diciendo don Juan-, interpretamos ese empujón como fuera, según nuestro estado de ánimo. Lo más sobrio que se puede hacer, según el chamán, es relegar esas entidades a un nivel abstracto. Cuanto menos interpretaciones haga el chamán, mejor.

– Desde ahora en adelante -continuó-, cuando te enfrentes a la visión extraña de una aparición, manténte firme y quédate mirándolo desde una postura inflexible. Si es ser inorgánico, tu interpretación se va a caer como las hojas muertas. Si nada pasa, es una pendejada de aberración de tu mente, que de todas maneras no es tu mente.

LA VISTA CLARA

Por primera vez en mi vida, me encontré ante el dilema de cómo comportarme en el mundo. El mundo que me rodeaba no había cambiado. Decididamente, había una falla dentro de mí. La influencia de don Juan y todas las actividades que procedían de las prácticas en las que me había involucrado tan profundamente, me estaban afectando y me hacían incapaz de tener trato con mis congéneres. Examiné mi problema y llegué a la conclusión de que mi falla consistía en que compulsivamente comparaba a todos con don Juan.

En mi estimación, don Juan era un ser que vivía su vida profesionalmente en todos los aspectos, es decir que cada uno de sus actos, no importaba cuán insignificante fuera, tenía sentido. Yo estaba rodeado de gente que se creía inmortal, que se contradecía a cada paso; eran seres con los que no podía uno contar. Era un juego injusto; las cartas jugaban en contra de la gente que yo conocía. Estaba acostumbrado al comportamiento inalterable de don Juan, a su falta total de importancia personal, y al insondable ámbito de su intelecto; muy poca gente de la que yo conocía era consciente de que existía otro modo de comportamiento que fomentaba estas cualidades. La mayoría sólo conocía el modo de comportamiento del auto-reflejo, que deja al hombre débil y torcido.

Por consecuencia, tenía problemas con mis estudios académicos. Se me esfumaban. Traté desesperadamente de encontrar una razón para justificar mis tareas académicas. Lo único que vino a mi ayuda y me dio un contacto, aunque frágil, fue la recomendación que alguna vez me había hecho don Juan, de que los guerreros-viajeros tenían que tener un romance con el conocimiento, no importaba la forma en que se presentara.

Había definido el concepto del guerrero-viajero diciendo que se refería a chamanes, quienes por ser guerreros viajaban en el oscuro mar de la conciencia. Había añadido que los seres humanos eran viajeros en el oscuro mar de la conciencia, y que esta Tierra no es más que una estación en su viaje; por razones ajenas, que no quería divulgar en aquel momento, los viajeros habían interrumpido su viaje. Dijo que los seres humanos estaban dentro de una especie de remolino, una contracorriente que les daba la impresión de moverse, cuando en esencia estaban fijos. Mantenía que los chamanes eran los únicos que se oponían a una fuerza, fuera la que fuera, que mantenía presos a los seres humanos, y que los chamanes, por medio de su disciplina, se liberaron de las garras de esta fuerza y continuaron su viaje de la conciencia.

Lo que precipitó la caótica alteración final de mi vida académica fue mi falta de capacidad de enfocar mi interés en temas de asuntos antropológicos que no me interesaban un pepino, no por su falta de interés en sí, sino porque en su mayoría la cuestión era manipular palabras y conceptos, como se hace en un documento legal, para obtener un resultado que establece precedentes. La discusión se basaba en que el conocimiento humano se construye de tal manera, y que el esfuerzo de cada individuo es un ladrillo que contribuye a construir un sistema de conocimiento. El ejemplo que se me presentó fue el del sistema legal por el cual vivimos, y que es de importancia incalculable para nosotros. Sin embargo, mis nociones románticas de aquel momento me impidieron verme a mí mismo como un notario-antropólogo. Estaba totalmente comprometido con el concepto de que la antropología debe ser la matriz de todo empeño humano, la medida del hombre.

Don Juan, un pragmatista consumado, un verdadero guerrero-viajero de lo desconocido, me dijo que era un baboso. Me dijo que no importaba si los temas antropológicos que me proponían eran maniobras de palabras y conceptos, lo que importaba era el ejercicio de la disciplina.

– No importa -me dijo una vez- qué tan bueno lector seas, y cuántos libros maravillosos puedas leer. Lo importante es que tengas la disciplina de leer lo que no quieres leer. El quid del ejercicio de los chamanes es asistir a la escuela a estudiar lo que rechazas, no lo que aceptas.

Decidí dejar los estudios por un tiempo y me fui a trabajar en el departamento de arte de una fábrica de calcomanías. El empleo ocupó mis esfuerzos y mis pensamientos al máximo. Mi desafío era llevar a cabo los deberes que me presentaban, tan perfectamente y tan rápido como podía. El armar las hojas de vinícola con las imágenes para el proceso de serigrafía era un procedimiento común que no permitía ninguna innovación, y la eficacia del trabajador se medía por su velocidad y exactitud. Me volví adicto al trabajo y me divertí enormemente.

El director del departamento de arte y yo nos hicimos amigos. Llegó a ser mi protector. Se llamaba Ernest Lipton. Lo admiraba y respetaba inmensamente. Era buen artista y magnífico artesano. Su falla era su blandura; era de una consideración increíble con los demás, consideración que lindaba en la pasividad.

Un día, por ejemplo, salíamos del estacionamiento del restaurante donde habíamos almorzado. Muy cortésmente, esperó a que otro auto saliera del espacio delante de él. El chófer obviamente no nos vio y empezó a darle en reversa a extremada velocidad. Ernest Lipton fácilmente pudiera haber sonado la bocina para llamarle la atención. Al contrario, se quedó sentado, sonriendo como idiota mientras que el tipo le dio un tremendo golpe a su auto. Luego me miró y se disculpó conmigo.

– Caramba, podría haber sonado la bocina -me dijo-, pero la mierda hace un ruido espantoso y me da vergüenza.

El tipo que le había golpeado el auto estaba furioso y lo tuvimos que tranquilizar.

– No se preocupe -dijo Ernest-. Su auto no se dañó. Además, sólo acabó con los faroles del mío; los iba a reponer de todas maneras.

Otra día en el mismo restaurante, unos japoneses, clientes de la fábrica de calcomanías y sus invitados a almorzar, estaban conversando animadamente con nosotros y haciéndonos preguntas. Vino el mesero con el pedido y quitó de la mesa algunos de los platos de ensalada, haciendo lugar lo mejor que podía en la angosta mesa para el enorme plato principal. Uno de los japoneses necesitaba más espacio. Empujó su plato hacia adelante, haciendo que el de Ernest se moviera y empezará a caerse de la mesa. Nuevamente, Ernest podría haberle avisado al hombre pero no, se quedó allí con una gran sonrisa hasta que el plato terminó en su regazo.

En otra ocasión, fui a su casa para ayudarle a poner unos pares sobre su patio, donde iba a plantar una parra para dar un poco de sombra y fruta. Arreglamos los pares de antemano en un enorme bastidor, y luego lo pusimos a un lado y lo atamos a unas vigas. Ernest era un hombre alto y muy fuerte, y usando una viga como soporte, levantó el otro punto para que yo colocara los pestillos en los agujeros que ya habíamos hecho en los soportes. Pero antes de que pudiera colocarlos, alguien tocó a la puerta con gran insistencia y Ernest me pidió que fuera a ver quién era, mientras soportaba el bastidor de pares con su cuerpo.

Su mujer estaba en la puerta con la compra. Empezó a conversar conmigo largamente y dejé de pensar en Ernest. Hasta le ayudé a guardar la compra. Estaba colocando el apio, cuando me acordé que mi amigo estaba todavía allí con el bastidor de pares, y como lo conocía, sabía que se guardaría allí, esperando que otra persona fuera tan considerada como él siempre lo era. Desesperadamente, corrí al jardín de atrás y allí estaba, en el suelo. Se había caído, exhausto de haber soportado el pesado bastidor de madera. Parecía un muñeco de hilachas. Tuvimos que llamar a sus amigos para que vinieran a darnos una mano y levantar el bastidor de pares, pues él ya no era capaz de hacerlo. Tuvo que guardar cama. Pensó que en verdad había sufrido una hernia.

El relato más clásico acerca de Ernest Lipton tuvo que ver con el día que fue a hacer una excursión de fin de semana a las montañas de San Bernardino con unos amigos. Pasaron la noche acampando en las montañas. Mientras todos dormían, Ernest Lipton se levantó para hacer sus necesidades y se metió entre el matorral, y siendo un hombre tan considerado se alejó de donde dormían. En la oscuridad, se resbaló y rodó por la ladera de la montaña. Más tarde le dijo a sus amigos que estaba seguro de que caería a su muerte, al fondo del valle. Tuvo suerte porque se agarró de la orilla con los dedos; estuvo allí colgado durante horas, buscando vanamente en la oscuridad algún apoyo para los pies y perdiendo fuerza en los brazos; pero iba a agarrarse hasta la muerte. Extendiendo las piernas cuanto pudo, dio con pequeñas protuberancias en la roca que le ayudaron sostenerse. Allí se quedó aplastado contra la roca, como las calcomanías que fabricaba, hasta que aclaró y se dio cuenta de que estaba a treinta centímetros de la tierra.

– ¡Ernest, nos podrías haber llamado! -se quejaron sus amigos.

– Caramba, no creí que sirviera de nada -respondió-. ¿Quién me hubiera oído? Además, creía que había rodado por lo menos kilómetro y medio hacia el valle. Y todos estaban dormidos.

El colmo para mí fue cuando Ernest Lipton, que pasaba dos horas cada día de camino de su casa al trabajo, decidió comprarse un auto económico, un Volkswagen Escarabajo y empezó a medir cuántas millas hacía por galón de gas. Para mi enorme sorpresa, anunció una mañana que había calculado unos ciento cincuenta kilómetros por galón. Como el hombre preciso que era, calificó su pronunciamiento, al decir que no conducía mucho en la ciudad, sino en la autopista, aunque también a las horas de máxima circulación cuando había que acelerar y disminuir de velocidad frecuentemente. Una semana más tarde, anunció que había llegado a trescientos kilómetros por galón.

Esta maravilla fue acelerando hasta que llegó a la increíble cifra de setecientos kilómetros por galón. Sus amigos le dijeron que tenía que mandar esa cifra a los archivos de la empresa Volkswagen. Ernest Lipton estaba rebosante y se regocijaba, preguntando en voz alta qué haría si llegaba a la cifra de mil kilómetros. Sus amigos le dijeron que tendría que declarar un milagro.

La extraordinaria situación continuó hasta que una mañana encontró a uno de sus amigos, que durante cinco meses andaba tomándole el pelo con la más vieja de las bromas, poniéndole gasolina al tanque sigilosamente. Cada mañana, le había añadido tres o cuatro tazas para que el indicador nunca marcara vacío.

Ernest Lipton casi llegó a enfadarse. Su pronunciamiento más duro fue:

– ¡Caramba! ¿Andan bromeando, o qué?

Durante semanas, sabía yo que sus amigos le andaban tomando el pelo, pero no podía intervenir. Sentía que no era asunto mío. Los que lo hacían eran sus amigos de toda la vida. Yo era recién llegado. Cuando vi la cara de herido y decepcionado que puso, y su incapacidad de enfadarse, sentí una ola de ansiedad y culpa. Me enfrentaba de nuevo a un viejo enemigo. Odiaba a Ernest Lipton y, a la vez, me gustaba inmensamente. Estaba indefenso.

La verdad de todo es que Ernest Lipton se parecía a mi padre. Sus lentes gruesos, su calvicie incipiente, su barbita gris que nunca se podía afeitar por completo, me traían a la mente las facciones de mi padre. Tenía el mentón fino y la nariz recta y puntiaguda. Al ver su incapacidad de enfadarse y darles un moquete a los bromistas, vi con toda claridad el parecido que tenía con mi padre, y eso llevó el asunto hacia el peligro.

Recordé cómo mi padre se había enamorado locamente de la hermana de su mejor amigo. La vi un día en un pueblo veraniego, tomada de la mano de un joven. Su madre los acompañaba. La joven parecía estar feliz. Se miraban los dos, embelesados. A mi ver, era el amor joven en su mejor momento. Cuando vi a mi padre le conté, gozando cada detalle con toda la malicia de mis diez años, que su novia tenía un novio de verdad. Se sobresaltó. No podía creerme.

– Pero, ¿ha hablado usted alguna vez con la chica? -le pregunté atrevidamente-. ¿Sabe ella acaso que usted la quiere?

– ¡No seas idiota, bestia enferma! -me espetó-. Con las mujeres no hay que andar con esas mierdas. -Me contempló con aire de niño consentido, el labio temblando de rabia-. ¡Es mía! ¡Debe saber que es mía sin que yo le diga nada!

Hizo esta declaración con la certeza de un niño que recibe todo en la vida sin tener que luchar por ello.

En la cima de mi forma, le di el golpe final:

– Bueno -le dije-. Creo que esperaba que alguien se lo dijera, y alguien acaba de llegar antes que usted.

Estaba preparado a saltar fuera de su alcance y echar a correr porque pensé que me iba a golpear con toda la furia del mundo, pero al contrario, sollozando, se desmoronó allí delante de mí.

Me pidió con llantos amargos que, como yo era capaz de hacer cualquier cosa, que por favor vigilara a la chica y que le contara todo.

Sentí un odio hacia él más allá de las palabras, y a la vez, lo amaba con una tristeza incomparable. Me maldije por haberle precipitado esa humillación.

Ernest Lipton me recordaba a mi padre a tal grado que dejé el trabajo, diciendo que tenía que regresar a la universidad. No quería llevar una carga mayor de la que ya llevaba sobre mis espaldas. Nunca había podido perdonarme el haberle causado a mi padre esa angustia y nunca lo había perdonado por ser tan cobarde.

Regresé a la escuela y empecé la gigantesca faena de reintegrarme a mis estudios de antropología. Lo que hacía tan difícil esta reintegración era el hecho de que si había alguien con quien hubiera trabajado con deleite y elegancia a causa de su toque admirable, su curiosidad aventurera, y su deseo de ampliar su conocimiento sin confundirse o defender posturas indefendibles, era alguien fuera de mi departamento, un arqueólogo. Fue a causa de su influencia que me interesé desde un principio en el trabajo de campo. Quizá porque iba al campo en verdad, literalmente a desenterrar información, su sentido práctico era un oasis de sobriedad para mí. Fue el único que me estimuló a seguir y hacer el trabajo de campo porque no tenía nada que perder.

– Piérdelo todo y lo ganarás todo -me dijo una vez-, el mejor consejo que jamás recibí en el mundo académico. Si seguía el consejo de don Juan y luchaba para corregir mi obsesión conmigo mismo, en verdad no tenía nada que perder y todo era ganancia. Pero esa posibilidad no existía para mí en aquel entonces.

Cuando le conté a don Juan la dificultad de encontrar un profesor con quien trabajar, su reacción fue, a mi parecer, violenta. Dijo que era un verdadero pedo y cosas peores. Me dijo lo que ya sabía; que si no fuera tan tieso podría trabajar a gusto con cualquiera en el mundo académico o en el mundo de los negocios.

– Los guerreros-viajeros no se quejan -prosiguió don Juan-. Toman todo lo que les da el infinito como desafío. Un desafío es eso, un desafío. No es personal. No puede interpretarse como maldición o bendición. Un guerrero-viajero o gana el desafío o el desafío acaba con él. Es mucho más excitante ganar, así es que ¡gana!

Le dije que era facilísimo que él lo dijera, pero que llevarlo a cabo era otro asunto y que mis tribulaciones eran insolubles porque se originaban en la incapacidad por parte de mis congéneres de ser consistentes.

– Los que te rodean no tienen la culpa -me dijo-. No tienen otra salida. La culpa es tuya, porque puedes contenerte, pero insistes en juzgarlos, desde un profundo nivel de silencio. Cualquier idiota puede juzgar. Si los juzgas, sólo puedes recibir lo peor de ellos. Todos nosotros como seres humanos estamos presos y es esa prisión la que nos hace comportarnos de tan mísera manera. Tu desafío es de aceptar a la gente como es. ¡Déjalos en paz!

– Está usted totalmente equivocado esta vez, don Juan -le dije-. Créame, no tengo ningún interés en juzgarlos o en involucrarme con ellos de ninguna manera.

– Pero sí comprendes lo que te estoy diciendo -insistió con determinación-. Si no eres consciente de que quieres juzgarlos -continuó-, estás en peor estado de lo que me imaginaba. Ésa es la falla del guerrero-viajero cuando empieza a emprender su viaje. Se pone arrogante, fuera de quicio.

Tuve que admitir que mis quejas eran de una mezquindad extrema. Eso, por lo menos, lo sabía. Le dije que me enfrentaba con sucesos cotidianos, sucesos que tenían la característica nefaria de quitarme toda mi decisión, y que me daba vergüenza contarle a él los acontecimientos que tanto me pesaban.

– Ya -me dijo en tono urgente-. ¡Dilo! No andes con secretos conmigo. Soy un tubo vacío. Lo que me digas saldrá directamente al infinito.

– Lo único que traigo son míseras quejas -le dije-. Soy exactamente como la gente que conozco. No hay manera de hablarle a ninguno sin oír una queja abierta o velada.

Le conté a don Juan la manera en que el diálogo más sencillo mis amigos hacían por introducir innumerables quejas como en este diálogo:

– ¿Cómo te va, Jim?

– Oh, bien, bien, Cal -seguido por un larguísimo silencio.

Me sentía obligado a decir:

– Pero, ¿te pasa algo, Jim?

– ¡No! Todo está de maravilla. Tengo un problemita con Mel, pero ya sabes cómo es de egoísta, una mierda. Pero hay que aceptar a los amigos tal como son, ¿no? Claro que podría ser un poco más considerado. Pero qué carajo, así es. Siempre te echa la carga encima: acéptame o déjame. Lo ha hecho desde que teníamos doce años, así es que es culpa mía. ¿Por qué carajo lo tengo que aguantar?

– Bueno, tienes razón, Jim. Sabes, Mel es muy difícil, no cabe duda.

– Pero hablando de jodidos, tú le puedes dar lecciones a Mel, Cal. Nunca puedo contar contigo, etc., etc.

Otro diálogo clásico era:

– ¿Cómo te va, Alex? ¿Cómo te va en tu vida matrimonial?

– Oh, muy bien. Por primera vez, estoy comiendo a tiempo, como comida casera, pero estoy engordando. No hago nada más que ver la tele. Antes parrandeaba con ustedes, pero ahora no puedo. No me deja Teresa. Claro que podría decirle que se vaya al carajo, pero no quiero herirla. Me siento feliz, pero a la vez, miserable.

Y Alex había sido el tipo más miserable antes de casarse. Su chiste clásico era decirles a sus amigos cada vez que nos veía:

– Oye, ven a mi auto, quiero presentarte a mi perra puta.

Estaba encantado cuando nuestras expectativas se fueron por los suelos y vimos que lo que traía en su coche era una perra. Presentaba a su «perra puta» a todos sus amigos. Nos asombramos cuando se casó con Teresa, una atleta de maratón. Se habían conocido en un maratón cuando Alex se desmayó. Estaban en la montaña y Teresa tuvo que revivirlo como podía, y le echó una meada en la cara. Después de eso, Alex era su prisionero. Había marcado su territorio. Sus amigos le decían «mamón meado». Sus amigos creían que era una verdadera perra que había convertido al raro de Alex en un perro gordo.

Don Juan y yo nos reímos un rato. Entonces me miró con una expresión seria.

– Éstos son los vaivenes de la vida cotidiana -dijo don Juan-. Ganas y pierdes, y no sabes cuándo ganas y cuándo pierdes. Éste es el precio que se paga por vivir bajo el domino del auto-reflejo. No hay nada que te pueda decir, y no hay nada que puedas decirte a ti mismo. Sólo te recomiendo que no te sientas culpable porque eres un culo, pero que trates de terminar con el dominio del auto-reflejo. Regresa a la universidad. No te des por vencido todavía.

Mi interés en quedarme en el mundo académico declinó más y más. Empecé a vivir en piloto automático. Me sentía pesado, deprimido. Sin embargo, eso no afectaba mi mente. No hacía cálculos y no tenía metas o expectativas de ninguna índole. Mis pensamientos no eran obsesivos, pero sí mis sentimientos. Traté de conceptualizar la dicotomía entre la mente quieta y los sentimientos alborotados. Fue que con este ánimo de un vacío mental y sentimientos abrumados que salí un día de Haines Hall, donde se encontraba el departamento de antropología, camino de la cafetería, a almorzar.

De pronto me acosó algo que sacudió todo mi cuerpo. Pensé que me iba a desmayar y me senté en unos escalones de ladrillo. Delante de mí, vi unas manchas amarillas. Tenía la sensación de que estaba girando. De seguro, pensé, voy a enfermarme del estómago. Se me borró la vista hasta que no pude ver nada. Mi incomodidad física fue tan total y tan intensa que no daba lugar a ningún pensamiento. Sólo sentía sensaciones de terror y ansiedad mezcladas con alegría y un sentimiento de que estaba al borde de un suceso gigantesco. Eran sensaciones sin contrapunto de pensamiento. En un momento dado, no supe si estaba de pie o sentado. Estaba rodeado de la negrura más impenetrable que se pudiera imaginar, y entonces vi energía tal como fluye en el universo.

Vi una sucesión de esferas luminosas que caminaban hacia mí o que se alejaban de mí. Las vi, una por una tal como me había dicho don Juan que siempre se ven. Sabía que se trataba de individuos diferentes por los tamaños. Examiné los detalles de sus estructuras. Su luminosidad y su redondez consistía en fibras que estaban pegadas una a la otra. Eran delgadas y gruesas. Cada una de estas figuras luminosas tenía encima una cobertura gruesa y lanosa. Parecían extraños animales peludos y luminosos, o gigantes insectos redondos cubiertos de pelo luminoso.

Lo más asombroso es que me di cuenta de que había visto estos insectos peludos toda mi vida. Cada ocasión que don Juan deliberadamente me hizo verlos, se me hizo en aquel momento, como un desvío que había tomado con él. Recordé cada instancia en que me había ayudado a ver a la gente como esferas luminosas, y todas esas instancias se apartaban de la masa de ver, a lo que ahora tenía acceso. Supe entonces, sin duda alguna, que había percibido energía tal como fluye en el universo, toda mi vida, yo solo, sin la ayuda de nadie.

Tal comprensión me abrumó. Me sentí frágil, vulnerable. Busqué acobijarme, esconderme en alguna parte. Era exactamente como uno de esos sueños que todos tenemos en un momento u otro en que nos encontramos desnudos y no sabemos qué hacer. Me sentía más que desnudo; me sentía desamparado, débil y aterrado de regresar a mi estado normal. De manera vaga sentí que estaba acostado. Me esforcé para regresar a la normalidad. Concebí la idea de que me iba a encontrar tirado sobre un camino de ladrillo, en estado convulsivo, rodeado de una rueda de espectadores.

La sensación de estar acostado creció. Sentí que podía mover los ojos. Podía ver luz detrás de los párpados, pero me aterraba abrirlos. Lo raro es que no oía a nadie de los que imaginaba que me rodeaban. No oía ningún ruido. Por fin, tuve el valor de abrir los ojos. Estaba en mi cama, en mi despacho-apartamento en la esquina de los boulevares de Wilshire y Westwood.

Me puse bastante histérico al encontrarme en la cama. Pero por alguna razón fuera de mi alcance, me tranquilicé casi inmediatamente. Mi histeria pasó a ser una indiferencia corporal, o un estado de satisfacción corporal, semejante a lo experimentado después de una excelente comida. Pero mi mente seguía inquieta. Había sido terriblemente asombroso darme cuenta de que había percibido energía directamente toda mi vida. ¿Cómo era posible que no lo supiera? ¿Qué me había prevenido tener acceso a esa faceta de mi ser? Don Juan había dicho que todo ser humano tiene la potencia de ver energía directamente. Lo que no había dicho es que todo ser humano ya ve energía directamente, pero no lo sabe.

Le presenté esa pregunta a un amigo psiquiatra. No pudo aclarar mi dilema. Pensó que mi reacción era el resultado de la fatiga y de una sobrecarga de estímulos. Me recetó Valium y me dijo que descansara.

No me atreví a contarle a nadie que había despertado en mi casa sin poder rendir cuentas de cómo había llegado allí. Por lo tanto, mi ansia por ver a don Juan estaba más que justificada. Volé a la Ciudad de México tan pronto como pude, alquilé un coche y me fui a donde él vivía.

– Ya has hecho todo esto antes -me dijo riendo don Juan, cuando le conté mi sobresalto-. Sólo hay dos cosas nuevas. Una es que ahora has percibido energía solo. Lo que hiciste es parar el mundo y entonces te diste cuenta que siempre habías visto energía tal como fluye en el universo, como lo hace todo ser humano, sin saberlo deliberadamente. Lo otro, es que viajaste desde tu silencio interno, solo.

»Tú bien sabes, sin que yo te lo diga, que todo es posible si uno toma el silencio interno como punto de partida. Esta vez, tu terror y tu vulnerabilidad hicieron posible que terminaras en tu cama, que en verdad no está muy lejos de UCLA. Si no le dieras rienda suelta a tu sorpresa, te darías cuenta de que lo que hiciste no tiene nada de extraordinario para el guerrero-viajero.

»Pero la cuestión de suma importancia no es saber que siempre has percibido energía directamente o tu viaje desde el silencio interno, sino más bien un asunto doble. Primero, experimentaste algo que los chamanes del México antiguo llamaban la vista clara, o perder la forma humana: al momento cuando la mezquindad humana se desvanece como si hubiera sido una nube de bruma sobre nosotros, una bruma que lentamente se aclara y se dispersa. Pero bajo ninguna circunstancia creas que esto es un hecho ya cumplido. El mundo de los chamanes no es un mundo inmutable como el mundo cotidiano, donde te dicen que una vez alcanzada la meta eres campeón para siempre. En el mundo de los chamanes, llegar a cierta meta quiere decir que simplemente has adquirido las herramientas más eficaces para continuar tu lucha, que, a propósito, nunca termina.

»La segunda parte es que experimentaste la pregunta más enloquecedora para el corazón humano. Lo expresaste tú mismo cuando te preguntaste: ¿Cómo es posible que no supiera que había percibido energía directamente toda mi vida? ¿Qué me había prevenido tener acceso a esa faceta de mi ser?

SOMBRAS DE BARRO

Sentarse en silencio con don Juan era una de las experiencias más agradables que conocía. Estábamos cómodamente sentados en unas sillas tapizadas en la parte posterior de su casa, en las montañas de México central. Era de tarde. Soplaba una brisa placentera. El sol estaba detrás de la casa, a nuestras espaldas. Su luz se desvanecía, creando exquisitas sombras verdes en los grandes árboles del patio. Enormes árboles crecían alrededor de la casa y aun más allá, tapando la vista de la ciudad donde don Juan vivía. Me daba siempre la sensación de estar en una lugar salvaje, un lugar salvaje distinto del árido desierto de Sonora, pero agreste de todos modos.

– Hoy vamos a discutir un tema muy serio de la brujería -dijo don Juan de manera abrupta-, y vamos a comenzar por hablar del cuerpo energético.

Me había descrito el cuerpo energético incontables veces, diciéndome que era un conglomerado de campos de energía que conforman el cuerpo físico cuando es visto como energía que fluye en el universo. Había dicho que era más pequeño, más compacto, y de apariencia más pesada que la esfera luminosa del cuerpo físico.

Don Juan me había explicado que el cuerpo y el cuerpo energético eran dos conglomerados de campos energéticos comprimidos y unidos por una extraña fuerza aglutinante. Había enfatizado una y otra vez que la fuerza que une esos dos grupos de campos energéticos era, según los chamanes del México antiguo, la fuerza más misteriosa en el universo. Él estimaba que era la esencia pura de todo el cosmos, la suma total de todo lo que es.

Había asegurado que el cuerpo físico y el cuerpo energético eran las únicas configuraciones de energía en contrapeso en el reino humano. Por tanto, él no aceptaba ningún otro dualismo. El dualismo entre cuerpo y mente, carne y espíritu, él los consideraba como una mera concatenación de la mente que surgía de ésta sin fundamento energético alguno.

Don Juan había dicho que por medio de la disciplina es posible para cualquiera acercar el cuerpo energético hacia el cuerpo físico. Normalmente, la distancia entre los dos es enorme. Una vez que el cuerpo energético está dentro de cierto radio (que varía para cada uno de nosotros individualmente), cualquiera, por medio de la disciplina, puede tomar de él una réplica exacta del cuerpo físico; es decir, un ser sólido, tridimensional. De allí la idea de los chamanes del otro o del doble. Del mismo modo, a través de los mismos procesos de disciplina, cualquiera puede forjar de su cuerpo físico sólido, tridimensional, una réplica exacta de su propio cuerpo energético, es decir, una carga de energía etérea invisible al ojo humano, tal como lo es toda energía.

Cuando don Juan me dio esta explicación, mi reacción había sido preguntarle si lo que él estaba describiendo era una proposición mítica. Él me había respondido que no hay nada mítico acerca de los chamanes.

Los chamanes eran seres prácticos, y lo que ellos describían era siempre algo muy sobrio y muy realista. De acuerdo a don Juan, la dificultad de entender lo que los chamanes hacían estaba en que ellos procedían desde un sistema cognitivo diferente.

Aquel día, sentados en la parte trasera de su casa en el centro de México, don Juan dijo que el cuerpo energético era de una importancia clave en todo lo que estaba ocurriendo en mi vida. Él veía como un hecho energético el que mi cuerpo energético, en lugar de alejarse de mí (como sucede normalmente), se me acercaba a gran velocidad.

– ¿Qué significa el que se me esté acercando, don Juan? -pregunté.

– Significa que algo te va a sacar la mugre -dijo don Juan sonriendo-. Un grado tremendo de control va a aparecer en tu vida, pero no tu control; el control del cuerpo energético.

– ¿Quiere decir, don Juan, que una fuerza externa va a controlarme? -pregunté.

– Hay montones de fuerzas externas controlándote ahorita mismo -don Juan replicó-. El control al que me refiero es algo que está fuera del dominio del lenguaje. Es tu control pero a la vez no lo es. No puede ser clasificado, pero sí puede ser experimentado. Y, por cierto y por sobre todo, puede ser manipulado. Recuerda: puede ser manipulado, por supuesto, para tu beneficio total, que no es, claro, tu propio beneficio sino el beneficio del cuerpo energético. Sin embargo, el cuerpo energético eres tú, así es que podríamos continuar indefinidamente como perros mordiéndose la propia cola, tratando de explicar esto. El lenguaje es inadecuado. Todas estas experiencias están más allá de la sintaxis.

La oscuridad había descendido muy rápidamente, y el follaje de los árboles, que momentos antes brillaba de color verde, estaba ahora muy oscuro y denso. Don Juan dijo que si yo prestaba atención intensamente a la oscuridad del follaje, sin enfocar la mirada sino mirando como con el rabillo del ojo, vería una sombra fugaz cruzando mi campo de visión.

– Ésta es la hora apropiada para hacer lo que te voy a pedir -dijo-. Toma un momento en fijar la atención necesaria de parte tuya para lograrlo. No pares hasta que captes esa sombra fugaz negra.

Vi de hecho una extraña sombra fugaz negra proyectada en el follaje de los árboles. Era, o bien una sombra que iba de un lado al otro, o varias sombras fugaces moviéndose de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, o hacia arriba en el aire. Me parecían peces negros y gordos, peces enormes. Era como si gigantescos peces espada volaran por el aire. Estaba absorto en la visión. Luego, finalmente, la visión me asustó. Estaba ya muy oscuro para ver el follaje, pero aun así veía las sombras fugaces negras.

– ¿Qué es, don Juan? -pregunté-. Veo sombras fugaces negras por todos lados.

– Ah, es el universo en su totalidad -dijo-, inconmensurable, no lineal, fuera del reino de la sintaxis. Los chamanes del México antiguo fueron los primeros que vieron esas sombras fugaces, así es que las siguieron. Las vieron como tú las viste hoy, y las vieron como energía que fluye en el universo. Y, sí, descubrieron algo trascendental.

Paró de hablar y me miró. Sus pausas encajaban perfectamente. Siempre paraba de hablar cuando yo pendía de un hilo.

– ¿Qué descubrieron, don Juan? -pregunté.

– Descubrieron que tenemos un compañero de por vida -dijo de la manera más clara que pudo-. Tenemos un predador que vino desde las profundidades del cosmos y tomó control sobre nuestras vidas. Los seres humanos son sus prisioneros. El predador es nuestro amo y señor. Nos ha vuelto dóciles, indefensos. Si queremos protestar, suprime nuestras protestas. Si queremos actuar independientemente, nos ordena que no lo hagamos.

Estaba ya muy oscuro a nuestro alrededor, y eso parecía impedir cualquier expresión de mi parte. Si hubiera sido de día, me hubiera reído a carcajadas. En la oscuridad, me sentía bastante inhibido.

– Hay una negrura que nos rodea -dijo don Juan-, pero si miras por el rabillo del ojo, verás todavía las fugaces sombras saltando a tu alrededor.

Tenía razón. Aun las podía ver. Sus movimientos me marearon. Don Juan prendió la luz, y eso pareció disiparlo todo.

– Has llegado, a través de tu propio esfuerzo, a lo que los chamanes del México antiguo llamaban el tema de temas -dijo don Juan-. Me anduve con rodeos todo este tiempo, insinuándote que algo nos tiene prisioneros. ¡Desde luego que algo nos tiene prisioneros! Esto era un hecho energético para los chamanes del México antiguo.

– ¿Pero, por qué este predador ha tomado posesión de la manera que usted describe, don Juan? -pregunté-. Debe haber una explicación lógica.

– Hay una explicación -replicó don Juan-, y es la explicación más simple del mundo. Tomaron posesión porque para ellos somos comida, y nos exprimen sin compasión porque somos su sustento. Así como nosotros criamos gallinas en gallineros, así también ellos nos crían en humaneros. Por lo tanto, siempre tienen comida a su alcance.

Sentí que mi cabeza se sacudía violentamente de lado a lado. No podía expresar mi profundo sentimiento de incomodidad y descontento, pero mi cuerpo se movía haciéndolo patente. Temblaba de pies a cabeza sin volición alguna de mi parte.

– No, no, no, no -me oí decir-. Esto es absurdo, don Juan. Lo que usted está diciendo es algo monstruoso. Simplemente no puede ser cierto, para chamanes o para seres comunes, o para nadie.

– ¿Por qué no? -don Juan preguntó calmadamente-. ¿Por qué no? ¿Por qué te enfurece?

– Sí, me enfurece -le contesté-. ¡Esas afirmaciones son monstruosas!

– Bueno -dijo-, aún no has oído todas las afirmaciones. Espérate un momento y verás cómo te sientes. Te voy a someter a un bombardeo. Es decir, voy a someter a tu mente a tremendos ataques, y no te puedes ir porque estás atrapado. No porque yo te tenga prisionero, sino porque algo en ti te impedirá irte, mientras que otra parte de ti de veras se alocará. Así es que, ¡ajústate el cinturón!

Sentí que había algo en mí que exigía ser castigada. Don Juan tenía razón. No podría haberme ido de la casa por nada del mundo. Y aun así, no me gustaban para nada las insensateces que él peroraba.

– Quiero apelar a tu mente analítica -dijo don Juan-. Piensa por un momento, y dime cómo explicarías la contradicción entre la inteligencia del hombre-ingeniero y la estupidez de sus sistemas de creencias, o la estupidez de su comportamiento contradictorio. Los chamanes creen que los predadores nos han dado nuestro sistemas de creencias, nuestras ideas acerca del bien y el mal, nuestras costumbres sociales. Ellos son los que establecieron nuestras esperanzas y expectativas, nuestros sueños de triunfo y fracaso. Nos otorgaron la codicia, la mezquindad y la cobardía. Es el predador el que nos hace complacientes, rutinarios y egomaniáticos.

– ¿Pero de qué manera pueden hacer esto, don Juan? -pregunté, de cierto modo más enojado aún por sus afirmaciones-. ¿Susurran todo esto en nuestros oídos mientras dormimos?

– No, no lo hacen de esa manera, ¡eso es una idiotez! -dijo don Juan, sonriendo-. Son infinitamente más eficaces y organizados que eso. Para mantenernos obedientes y dóciles y débiles, los predadores se involucraron en una maniobra estupenda (estupenda, por supuesto, desde el punto de vista de un estratega). Una maniobra horrible desde el punto de vista de quien la sufre. ¡Nos dieron su mente! ¿Me escuchas? Los predadores nos dieron su mente, que se vuelve nuestra mente. La mente del predador es barroca, contradictoria, mórbida, llena de miedo a ser descubierta en cualquier momento.

»Aunque nunca has sufrido hambre -continuó-, sé que tienes unas ansias continuas de comer, lo cual no es sino las ansias del predador que teme que en cualquier momento su maniobra será descubierta y la comida le será negada. A través de la mente, que después de todo es su mente, los predadores inyectan en las vidas de los seres humanos lo que sea conveniente para ellos. Y se garantizan a ellos mismos, de esta manera, un grado de seguridad que actúa como amortiguador de su miedo.

– No es que no pueda aceptar esto como válido, don Juan -dije-. Podría, pero hay algo tan odioso al respecto que realmente me causa rechazo. Me fuerza a tomar una posición contradictoria. Si es cierto que nos comen, ¿cómo lo hacen?

Don Juan tenía una sonrisa de oreja a oreja. Rebosaba de placer. Me explicó que los chamanes ven a los niños humanos como extrañas bolas luminosas de energía, cubiertas de arriba a abajo con una capa brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñida sobre su capullo de energía. Dijo que esa capa brillante de conciencia era lo que los predadores consumían, y que cuando un ser humano llegaba a ser adulto, todo lo que quedaba de esa capa brillante de conciencia era una angosta franja que se elevaba desde el suelo hasta por encima de los dedos de los pies. Esa franja permitía al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas.

Como si hubiera estado en un sueño, oí a don Juan Matus explicando que, hasta donde él sabía, la humanidad era la única especie que tenía la capa brillante de conciencia por fuera del capullo luminoso. Por lo tanto, se volvió presa fácil para una conciencia de distinto orden, tal como la pesada conciencia del predador.

Luego hizo el comentario más injuriante que había pronunciado hasta el momento. Dijo que esta angosta franja de conciencia era el epicentro donde el ser humano estaba atrapado sin remedio. Aprovechándose del único punto de conciencia que nos queda, los predadores crean llamaradas de conciencia que proceden a consumir de manera despiadada y predatorial. Nos otorgan problemas banales que fuerzan a esas llamaradas de conciencia a crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimentarse con la llamarada energética de nuestras seudo-preocupaciones.

Algo debía de haber en lo que don Juan decía, pues me resultó tan devastador que a este punto se me revolvió el estómago.

Después de una pausa suficientemente larga para que me pudiera recuperar, le pregunté a don Juan:

– ¿Pero por qué, si los chamanes del México antiguo, y todos los chamanes de la actualidad, ven los predadores no hacen nada al respecto?

– No hay nada que tú y yo podamos hacer -dijo don Juan con voz grave y triste-. Todo lo que podemos hacer es disciplinarnos hasta el punto de que no nos toquen. ¿Cómo puedes pedirles a tus semejantes que atraviesen los mismos rigores de la disciplina? Se reirán y se burlarán de ti, y los más agresivos te darán una patada en el culo. Y no tanto porque no te crean. En lo más profundo de cada ser humano, hay un saber ancestral, visceral acerca de la existencia del predador.

Mi mente analítica se movía de un lado a otro como un yo-yo. Me abandonaba y volvía, me abandonó de nuevo y volvía otra vez. Lo que don Juan estaba afirmando era absurdo e increíble. Al mismo tiempo, era algo de lo más razonable, tan simple. Explicaba cada contradicción humana que se me pudiera ocurrir. ¿Pero cómo podría cualquier persona haber tomado esto con seriedad? Don Juan me empujaba al paso de una avalancha que me derribaría para siempre.

Sentí otra ola de una sensación amenazante. La ola no provenía de mí, y sin embargo estaba unida a mí. Don Juan estaba haciéndome algo, algo misteriosamente positivo y a la vez terriblemente negativo. Lo sentí como un intento de cortar una fina lámina que parecía estar pegada a mí. Sus ojos estaban fijos en los míos, me miraba sin parpadear. Alejó sus ojos de mí y comenzó a hablar sin volver a mirarme.

– Cuando las dudas te asalten hasta el punto de que corras peligro -dijo-, haz algo pragmático al respecto. Apaga la luz. Perfora la oscuridad. Averigua qué puedes ver.

Se levantó para apagar la luz. Lo frené.

– No, no, don Juan -dije-, no apague la luz. Estoy bien.

Lo que sentía era algo fuera de lo normal, un inusual miedo a la oscuridad. El solo pensar en ella me producía jadeos. Definitivamente sabía algo visceralmente, pero ni loco lo tocaría o lo traería a la superficie, ¡por nada del mundo!

– Viste las sombras fugaces contra los árboles -dijo don Juan, reclinándose en su silla-. Estuviste muy bien. Ahora me gustaría que las vieras en esta habitación. No estás viendo nada. Simplemente estás captando imágenes fugaces. Tienes suficiente energía para hacerlo.

Temía que don Juan se levantara y apagara la luz de la habitación, y así lo hizo. Dos segundos más tarde yo estaba gritando a grito pelado. No sólo capté la visión de esas imágenes fugaces, sino que las oí zumbando en mis oídos. Don Juan prendió la luz mientras se doblaba de risa.

– ¡Qué tipo temperamental! -dijo-. Un completo incrédulo, por un lado, y por el otro un pragmatista. Tienes que arreglar esta lucha interna. Si no, vas a hincharte y a reventar como sapo.

Don Juan continuó hincándome su púa más y más profundo.

– Los chamanes del México antiguo -dijo- vieron al predador. Lo llamaron el volador porque brinca en el aire. No es nada lindo. Es una enorme sombra, de una oscuridad impenetrable, una sombra negra que salta por el aire. Luego, aterriza de plano en el suelo. Los chamanes del México antiguo estaban bastante inquietos con saber cuándo había hecho su aparición en la Tierra. Ra zonaron que era que el hombre debía haber sido un ser completo en algún momento, con estupendas revelaciones, proezas de conciencia que hoy en día son leyendas mitológicas. Y luego todo parece desvanecerse y nos quedamos con un hombre sumiso.

Quería enojarme, llamarlo paranoico, pero de algún modo mi rectitud inflexible que por lo general se escondía justo por debajo de la superficie de mi ser, no estaba allí. Algo en mí estaba más allá de hacerle mi pregunta favorita: ¿Qué pasa si lo que él dice es verdad? Aquella noche, al tiempo que me hablaba, de todo corazón sentí que lo que me decía era verdad, pero al mismo tiempo y con igual fuerza, sentí que todo lo que me estaba diciendo era completamente absurdo.

– ¿Qué me está diciendo, don Juan? -pregunté débilmente. Mi garganta estaba constreñida. Apenas podía respirar.

– Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a un simple predador. Es muy ingenioso, y es organizado. Sigue un sistema metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro destino alcanzar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños para el hombre sino los sueños de un animal que está siendo criado para volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.

Las palabras de don Juan estaban provocando una extraña reacción corporal en mí, comparable a la sensación de náusea. Era como si nuevamente me fuera a enfermar del estómago. Pero la náusea provenía del fondo de mi ser, desde los huesos. Me convulsioné involuntariamente. Don Juan me sacudió de los hombros. Sentí mi cuello bamboleándose hacia delante y hacia atrás bajo el impacto de su apretón. Su maniobra me calmó de inmediato. Me sentí mejor, más en control.

– Este predador -dijo don Juan-, que por supuesto es un ser inorgánico, no nos es del todo invisible, como lo son otros seres inorgánicos. Creo que de niños sí los vemos, y decidimos que son tan terroríficos que no queremos pensar en ellos. Los niños podrían, por supuesto, decidir enfocarse en esa visión, pero todo el mundo a su alrededor lo disuade de hacerlo.

»La única alternativa que le queda a la humanidad -continuó- es la disciplina. La disciplina es el único repelente. Pero con disciplina no me refiero a arduas rutinas. No me refiero a levantarse cada mañana a las cinco y media y a darte baños de agua helada hasta ponerte azul. Los chamanes entienden por disciplina la capacidad de enfrentar con serenidad circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. Para ellos, la disciplina es un arte: el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque sean fuertes y duros, sino porque están llenos de asombro.

– ¿De qué manera sería la disciplina de un brujo un repelente? -pregunté.

– Los chamanes dicen que la disciplina hace que la capa brillante de conciencia se vuelva desabrida al volador -dijo don Juan, escudriñando mi cara como queriendo encontrar algún signo de incredulidad-. El resultado es que los predadores se desconciertan. Una capa brillante de conciencia que sea incomible no es parte de su cognición, supongo. Una vez desconcertados, no les queda otra opción que descontinuar su nefasta tarea.

»Si los predadores no nos comen nuestra capa brillante de conciencia durante un tiempo -continuó-, ésta seguirá creciendo. Simplificando este asunto en extremo, te puedo decir que los chamanes, por medio de su disciplina, empujan a los predadores lo suficientemente lejos para permitir que su capa brillante de conciencia crezca más allá del nivel de los dedos de los pies. Una vez que pasa este nivel, crece hasta su tamaño natural. Los chamanes del México antiguo decían que la capa brillante de conciencia es como un árbol. Si no se lo poda, crece hasta su tamaño y volumen naturales. A medida que la conciencia alcanza niveles más altos que los dedos de los pies, tremendas maniobras de percepción se vuelven cosa corriente.

»El gran truco de esos chamanes de tiempos antiguos -continuó don Juan- era sobrecargar la mente del volador con disciplina. Descubrieron que si agotaban la mente del volador con silencio interno, la instalación foránea saldría corriendo, dando al practicante envuelto en tal maniobra la total certeza del origen foráneo de la mente. La instalación foránea vuelve, te aseguro, pero no con la misma fuerza, y comienza un proceso en que la huida de la mente del volador se vuelve rutina, hasta que un día desaparece de forma permanente. ¡Un día de lo más triste! Ése es el día en que tienes que contar con tus propios recursos, que son prácticamente nulos. No hay nadie que te diga qué hacer. No hay una mente de origen foráneo que te dicte las imbecilidades a las que estás habituado.

– Mi maestro, el nagual Julián, les advertía a todos sus discípulos -continuó don Juan-, que éste era el día más duro en la vida de un chamán, pues la verdadera mente que nos pertenece, la suma total de todas nuestras experiencias, después de toda una vida de dominación se ha vuelto tímida, insegura y evasiva. Personalmente, puedo decirte que la verdadera batalla de un chamán comienza en ese momento. El resto es mera preparación.

Me puse verdaderamente agitado. Quería saber más, y sin embargo, un extraño sentimiento en mí imploraba que parara. Aludía a oscuros resultados y a castigos, algo así como la ira de Dios descendiendo sobre mí por meterme con algo velado por Dios mismo. Hice un esfuerzo supremo para permitir que mi curiosidad prevaleciera.

– ¿Qué-qué-qué significa usted -me escuché decir-, con eso de agotar la mente del volador?

– La disciplina definitivamente agota la mente foránea -contestó don Juan-. Entonces, a través de su disciplina, los chamanes se deshacen de la instalación foránea.

Estaba abrumado por sus afirmaciones. O bien don Juan estaba verdaderamente loco, o lo que me estaba diciendo era tan asombroso que me había congelado por completo. Noté, sin embargo, con qué rapidez junté la energía para negarlo todo. Después de un instante de pánico, comencé a reír, como si don Juan me hubiera contado un chiste. Incluso me escuché decir:

– ¡Don Juan, don Juan, es usted incorregible!

Don Juan parecía entender todo lo que estaba sucediéndome. Movió su cabeza de lado a lado y alzó sus ojos a los cielos, en un gesto de fingida desesperación.

– Soy tan incorregible -dijo-, que voy a darle a la mente del volador, que llevas dentro de ti, una sacudida más. Te voy a revelar uno de los secretos más extraordinarios de la brujería. Te voy a describir un hallazgo que les tomó a los chamanes miles de años para verificar y consolidar.

Me miró y sonrió de manera maliciosa.

– La mente del volador huye para siempre cuando un chamán logra asirse a la fuerza vibradora que nos mantiene unidos como conglomerado de fibras energéticas. Si un chamán mantiene esa presión durante suficiente tiempo, la mente del volador huye derrotada. Y eso es exactamente lo que vas a hacer: agarrarte a la energía que te mantiene unido.

Tuve la reacción más inexplicable que jamás hubiera imaginado. Algo en mí literalmente tembló, como si hubiese recibido una sacudida. Entré en un estado de miedo injustificado, el que inmediatamente relacioné con mi entrenamiento religioso.

Don Juan me miró de la cabeza a los pies.

– Temes la ira de Dios, ¿verdad? -dijo-. Quédate tranquilo, ése no es tu miedo. Es el temor del volador, que sabe que harás exactamente como te digo.

Sus palabras no me calmaron en absoluto. Me sentí peor. Comencé a convulsionarme de manera involuntaria, sin poder evitarlo.

– No te preocupes -dijo don Juan de manera calma-. Sé, de hecho, que esos ataques se extinguen de lo más pronto. La mente del volador no tiene concentración alguna.

Después de un momento, todo paró, como lo había previsto don Juan. Decir nuevamente que estaba abrumado es un eufemismo. Ésta era la primera vez en mi vida, con o sin don Juan, que no sabía si iba o venía. Quería levantarme de la silla y caminar por la habitación, pero estaba mortalmente asustado. Estaba lleno de aserciones racionales, y a la vez repleto de un miedo infantil. Comencé a respirar profundo, mientras un sudor frío me cubría todo el cuerpo. De alguna manera se había desatado en mí una horrenda visión: sombras negras, fugaces brincando a mi alrededor, dondequiera que mirara.

Cerré los ojos y me recliné sobre el brazo de la silla.

– No sé para dónde mirar, don Juan -dije-. Esta noche ha logrado realmente que me pierda.

– Estás desgarrado por una lucha interna -dijo don Juan-. Muy en lo profundo, sabes que eres incapaz de rechazar el acuerdo de que una parte indispensable de ti, tu capa brillante de conciencia, servirá de alimento incomprensible a unas entidades, naturalmente, también incomprensibles. Y otra parte de ti se opondrá a esta situación con toda su fuerza.

»La revolución de los chamanes -continuó-, es que se rehúsan a honrar acuerdos en los que no han participado. Nadie me preguntó si consentía ser comido por seres de otra clase de conciencia. Mis padres me trajeron a este mundo para ser comida, sin más, como lo fueron ellos; fin de la historia.

Don Juan se levantó de la silla y estiró los brazos y las piernas.

– Llevamos horas aquí sentados. Es hora de entrar en la casa. Yo voy a comer. ¿Quieres comer conmigo?

Le dije que no. Mi estómago estaba revuelto.

– Mejor vete a dormir -dijo- El bombardeo te ha devastado.

No necesité que me insistiera. Me derrumbé en mi cama y caí dormido como un tronco.

Ya en casa, a medida que pasaba el tiempo, la idea de los voladores se volvió una de las principales fijaciones de mi vida. Llegué a pensar que don Juan tenía toda la razón. Por más que intentara, no podía rechazar su lógica. Mientras más lo pensaba, y mientras más me observaba y hablaba con mis prójimos, la convicción era más y más intensa de que algo nos impedía toda actividad o interacción o pensamiento que no tuviese como punto focal, el yo. Mi preocupación, como la preocupación de cualquiera que yo conociera o con el que yo hablara, era el yo. Como no encontraba explicación para tal homogeneidad universal, concluí que la línea de pensamiento de don Juan era la más apropiada para elucidar el fenómeno.

Me sumergí tanto como pude en lecturas de mitos y leyendas. Al leer, experimenté algo que nunca antes había sentido: cada uno de los libros que leí era una interpretación de mitos y leyendas. En cada uno de esos libros, una mente homogénea se hacía patente. Los estilos diferían, pero el impulso detrás de las palabras era homogéneamente el mismo: a pesar de ser el tema algo tan abstracto como los mitos y las leyendas, los autores se las arreglaban siempre para encajar afirmaciones acerca de ellos mismos. El impulso común detrás de cada uno de estos libros no era el tema que anunciaban; era, en su lugar, autoservicio. Nunca antes me había dado cuenta de esto.

Atribuí mi reacción a la influencia de don Juan. La pregunta inevitable que me hacía a mí mismo era: ¿Será que don Juan me está influyendo para verlo de esta manera, o hay realmente una mente foránea dictándonos todo lo que hacemos? Viraba otra vez, obligadamente, a la negación, e iba como loco de negación a aceptación a negación. Algo en mí sabía que don Juan quería llegar a un hecho energético, pero algo de igual importancia en mí sabía que era todo un disparate. El resultado final de mi lucha interna vino bajo la forma de un presentimiento, la sensación de que algo peligroso e inminente se acercaba.

Hice una gran cantidad de estudios antropológicos en el tema de los voladores en otras culturas, pero no encontré referencia alguna. Don Juan parecía ser la única fuente de información sobre el tema. La siguiente vez que lo vi, me apresuré a hablarle de los voladores.

– He hecho lo posible por ser racional sobre el tema -dije-, pero no puedo. Hay momentos en que estoy totalmente de acuerdo con usted acerca de los predadores.

– Enfoca tu atención en las sombras fugaces que puedes ver -dijo don Juan con una sonrisa.

Le dije a don Juan que esas sombras fugaces terminarían con mi vida racional. Las veía por todas partes. Desde que me había ido de su casa, era incapaz de dormirme en la oscuridad. Dormir con las luces encendidas no me molestaba en absoluto. Sin embargo, en cuanto las apagaba todo a mi alrededor comenzaba a dar saltos. Nunca veía figuras o formas completas. Todo lo que veía eran sombras fugaces negras.

– La mente del volador no te ha abandonado -dijo don Juan-. Ha sido seriamente injuriada. Está haciendo lo posible por restablecer su relación contigo. Pero algo en ti se ha roto para siempre. El volador lo sabe. El verdadero peligro está en que la mente del volador te puede vencer agotándote y forzándote a abandonar jugando con la contradicción entre lo que ella te dice y lo que yo te digo.

»Te digo, la mente del volador no tiene competidores -continuó don Juan-. Cuando propone algo, está de acuerdo con su propia proposición, y te hace creer que hiciste algo de valor. La mente del volador te dirá que lo que don Juan Matus te está diciendo es puro disparate, y luego la misma mente estará de acuerdo con su propia proposición. "Sí, por supuesto, es un disparate", dirás. Así nos vencen.

»Los voladores son una parte esencial del universo -continuó-, y deben tomarse como lo que son realmente: asombrosos, monstruosos. Son el medio por el cual el universo nos pone a prueba.

»Somos sondas creadas por el universo -siguió, como si yo no estuviera presente-, y es porque somos poseedores de energía con conciencia, que somos los medios por los que el universo se vuelve consciente de sí mismo. Los voladores son los desafiantes implacables. No pueden ser considerados de ninguna otra forma. Si lo logramos, el universo nos permite continuar.

Quería que don Juan siguiera hablando. Pero sólo dijo:

– El bombardeo terminó la última vez que estuviste aquí; no hay más qué decir acerca de los voladores. Es tiempo de otra clase de maniobra.

Esa noche no pude dormir. Caí en un sopor liviano a la madrugada, hasta que don Juan me sacó de la cama, y me llevó a una caminata por las montañas. Donde él vivía, la configuración de las montañas era muy distinta a la del desierto de Sonora, pero me dijo que no me entregara a comparar, ya que después de caminar un kilómetro, todos los lugares del mundo son iguales.

– Disfrutar del panorama es para gente que pasea en automóviles -dijo-. Van a gran velocidad sin hacer ningún esfuerzo. Los panoramas no son para caminantes.

»Por ejemplo, cuando vas en coche puedes ver una montaña gigantesca que te abruma con su belleza. La vista de esa montaña no te va a abrumar de la misma forma si la ves mientras vas de a pie; te va a abrumar de otra forma, especialmente si debes escalarla o rodearla.

La mañana estaba muy calurosa. Caminamos por el lecho seco de un río. Una cosa en común entre este valle y el desierto de Sonora eran los millones de insectos. Los mosquitos y las moscas a mi alrededor parecían bombarderos suicidas que apuntaban a mi nariz, a mis ojos y a mis orejas. Don Juan me dijo que no les prestara atención a sus zumbidos.

– No trates de espantarlos con tus manos -me lanzó en tono firme-. Intenta que se alejen. Forma una barrera energética a tu alrededor. Estáte en silencio, y desde ese silencio se construirá la barrera. Nadie sabe cómo se hace. Es una de esas cosas que los chamanes llaman hechos energéticos. Para tu diálogo interno. Eso es todo lo que se necesita.

»Quiero proponerte una idea un poco rara -continuó don Juan mientras caminaba delante de mí.

Yo tenía que acelerar mis pasos para mantenerme cerca de él, y así no perderme nada de lo que él decía.

– Tengo que insistir en que es una idea rara que encontrará en ti infinita resistencia -dijo-. Debo advertirte que no la aceptarás con facilidad. Pero no por el hecho de que es rara debes rechazarla. Eres un científico social. Por lo tanto, tu mente está siempre abierta a la investigación, ¿verdad?

Don Juan se estaba burlando de mí desvergonzadamente. Yo lo sabía, pero no me molestaba. Quizá porque él caminaba tan rápido y yo debía seguirle el paso haciendo tremendos esfuerzos, su sarcasmo se deslizaba sobre mí, y en lugar de molestarme, me hacía reír. Mi atención total estaba enfocada en lo que él decía, y los insectos, o bien dejaron de molestarme porque había intentado una barrera a mi alrededor, o porque estaba tan ocupado escuchando a don Juan, que ya no me molestaban sus zumbidos.

– La idea rara -dijo lentamente, midiendo el efecto de sus palabras- es que todo ser humano en esta Tierra parece tener las mismas reacciones, los mismos pensamientos, los mismos sentimientos. Parecen responder de la misma manera a los mismos estímulos. Esas reacciones parecen estar en cierto modo nubladas por el lenguaje que hablan, pero si escarbamos esa superficie son exactamente las mismas reacciones que asedian a cada ser humano en la Tierra. Me gustaría que esto te causara curiosidad como científico social, por supuesto, y que veas si puedes explicar esta homogeneidad.

Don Juan recolectó una serie de plantas. Algunas apenas eran visibles. Parecían ser algas, musgos. Mantuve abierta su bolsa y dejamos de hablar. Cuando tuvo suficientes plantas, se encaminó hacia su casa y comenzó a caminar a toda velocidad. Dijo que quería limpiar y separar esas plantas y ordenarlas antes de que se secaran demasiado.

Yo me encontraba absorto pensando en la tarea que él me había delineado. Comencé por pensar si conocía algún artículo o trabajo sobre el tema. Supuse que debía investigarlo, y decidí que comenzaría por leer todo lo escrito sobre «carácter nacional». Me entusiasmé de manera fortuita con el tema, y quería volver en seguida a mi casa y emprender la tarea con seriedad; sin embargo, antes de llegar a su casa, don Juan se sentó en una saliente alta que daba sobre el fondo del valle. No dijo nada por un rato. No le faltaba el aire. Yo no comprendía por qué se había detenido a sentarse.

– La tarea del día, para ti -dijo abruptamente, en tono de presagio-, es una de las tareas más misteriosas de la brujería, algo que va más allá del lenguaje, más allá de las explicaciones. Hoy nos fuimos de caminata, hablamos, porque el misterio de la brujería debe ser amortiguado con lo mundano. Debe partir de la nada, y debe volver nuevamente a la nada. Ése es el arte del guerrero-viajero: pasar por el ojo de una aguja sin ser notado. Por tanto, prepárate acomodando tu espalda contra esta pared de roca, lo más lejos posible del borde. Estaré cerca de ti, en caso de que te desmayes o te caigas.

– ¿Qué está tramando, don Juan? -pregunté, y mi alarma era tan patente que en seguida bajé la voz.

– ¿Quiero que cruces las piernas y entres en un estado de silencio interno -dijo-. Digamos que quieres averiguar qué artículos podrías buscar para desacreditar o comprobar lo que te he pedido que hagas en tu medio académico. Entra en el silencio interno, pero no te duermas. Éste no es un viaje al oscuro mar de la conciencia. Esto es ver desde el silencio interno.

Me era bastante difícil entrar en un estado de silencio interno sin quedarme dormido. Luché contra el casi invencible deseo de dormir. Logré evitarlo, y me encontré mirando el fondo del valle desde la impenetrable oscuridad que me rodeaba. Y luego vi algo que me estremeció hasta los huesos. Vi una sombra gigantesca, quizá de un ancho de cinco metros, saltando en el aire y luego aterrizando con un golpe ahogado y silencioso. Sentí el golpe en mis huesos, pero no lo oí.

– Son verdaderamente pesados -don Juan me dijo al oído. Me estaba agarrando del brazo izquierdo, lo más fuerte que podía.

Vi algo, como una sombra de barro meneándose en el suelo, y luego dio otro salto, quizá de unos quince metros, y volvió a aterrizar con el mismo silencioso golpe. Estaba aterrorizado más allá de todo lo que racionalmente pudiera usar como descripción. Mantuve mis ojos fijos en la sombra saltando en el fondo del valle. Luego escuché un zumbido peculiar, una mezcla entre el sonido de un batir de alas, y el sonido de una radio que no ha sintonizado la frecuencia de una estación, y el golpe que siguió fue algo inolvidable. Nos sacudió a don Juan y a mí hasta los huesos -una gigantesca sombra de barro negra acababa de aterrizar a nuestros pies.

– No te asustes -dijo don Juan en tono imperativo-. Mantén tu silencio interno y la sombra se irá.

Yo temblaba de pies a cabeza. Tenía la clara impresión de que si no mantenía mi silencio interno activo, la sombra de barro me envolvería como una frazada y me sofocaría. Sin perder la oscuridad a mi alrededor, grité con toda mi fuerza. Nunca había sentido tanto enojo, tanta frustración. La sombra de barro dio otro salto, claramente hacia el valle. Continué gritando mientras sacudía mis piernas. Quería deshacerme de lo que fuera que viniera a comerme. Mi estado nervioso era tal, que perdí la noción del tiempo. Quizá me desmayé.

Cuando recuperé el sentido, estaba recostado en mi cama en casa de don Juan. Tenía una toalla, empapada de agua helada, envuelta sobre la frente. Ardía de fiebre. Una de las compañeras de don Juan me frotaba la espalda, el pecho y la frente con alcohol, pero no sentía ningún alivio. El calor que sentía provenía de mí mismo. La impotencia y la ira lo generaban.

Don Juan reía como si lo que me sucedía fuera lo más gracioso en el mundo. Sus carcajadas resonaban una tras otra.

– Jamás se me hubiera ocurrido que tomarías el ver a un volador tan a pecho -dijo.

Me tomó de la mano y me llevó a la parte posterior de su casa, donde me sumergió en un enorme tanque de agua, completamente vestido, con zapatos, reloj, y todo.

– ¡Mi reloj, mi reloj! -grité.

Don Juan se contorsionaba de risa.

– No deberías usar reloj cuando vienes a verme -dijo-. ¡Ahora lo chingaste por completo!

Me saqué el reloj y lo puse a un lado de la bañera. Recordé que era a prueba de agua y que nada le hubiera sucedido. Estar sumergido en el tanque me ayudó inmensamente.

Cuando don Juan me ayudó a salir del agua helada, yo había recuperado cierto grado de control.

– ¡Esa visión es absurda! -no hacía yo otra cosa que repetir, incapaz de decir nada más.

El predador que don Juan había descrito no era benévolo. Era enormemente pesado, vulgar, indiferente. Sentí su despreocupación por nosotros. Sin duda, nos había aplastado épocas atrás, volviéndonos, como don Juan había dicho, débiles, vulnerables y dóciles. Me quité la ropa húmeda, me cubrí con un poncho, me senté en la cama, y lloré desconsoladamente, pero no por mí. Yo tenía mi ira, mi intento inflexible, para no dejarme comer. Lloré por mis semejantes, especialmente por mi padre. Nunca supe, hasta ese momento, que lo quería tanto.

– Nunca tuvo la opción -me escuché repetir una y otra vez, como si las palabras no fueran realmente mías. Mi pobre padre, el ser más generoso que conocía, tan tierno, tan gentil, tan indefenso.

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