Segunda parte

1

Después de marcharse Hanna de la ciudad, estuve un tiempo buscándola por todas partes, hasta que me acostumbré a que las tardes carecieran de forma, y hasta que pude ver un libro y abrirlo sin preguntarme si sería una buena lectura para Hanna. Pasó un tiempo hasta que mi cuerpo dejó de añorarla; a veces yo mismo me daba cuenta de que mis brazos y mis piernas la buscaban mientras dormía, y mi hermano contó más de una vez en la mesa que yo había llamado en sueños a una tal Hanna. También recuerdo haberme pasado clases enteras soñando con ella, pensando sólo en ella. Pero luego el sentimiento de culpa que me había atormentado en las primeras semanas se disipó. Empecé a evitar su casa, a tomar otros caminos, y al cabo de medio año mi familia se mudó a otro barrio. No olvidé a Hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. Quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. Está allí, en algún lugar a nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. Pero ¿para qué hacer tal cosa?

Mis últimos años en el instituto y los primeros en la universidad los recuerdo como una época feliz. Pero al mismo tiempo no tengo gran cosa que contar sobre ellos. Fueron años de pocas fatigas; la selectividad no fue un gran obstáculo para mí, y la carrera de Derecho, que había escogido por no saber qué otra escoger, tampoco era demasiado difícil; ni me costaba hacer amigos, relacionarme con mujeres o separarme de ellas; nada me parecía difícil. Todo era fácil, ligero.

Quizá por eso es tan pequeño el bagaje de recuerdos que guardo de aquella época. ¿O quizás es que lo quiero ver pequeño? También me pregunto si todos esos recuerdos felices son de verdad. Cuando profundizo un poco más con el pensamiento, empiezo a recordar bastantes episodios teñidos de vergüenza y dolor. Y también es cierto que había conseguido desterrar el recuerdo de Hanna, pero no borrarlo. Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla: todas esas cosas no las pensaba claramente por entonces, pero las sentía con toda certeza.

Adopté una actitud de fanfarronería y superioridad; me esforzaba por mostrarme como alguien que no se dejaba afectar, conmover ni confundir por nada. No estaba dispuesto a hacer ninguna concesión, y recuerdo que despaché con arrogancia a un profesor que se había dado cuenta de mi actitud y me lo comentó.

También me acuerdo de Sophie. Poco después de marcharse Hanna, a Sophie le diagnosticaron tuberculosis. Se pasó tres años en el sanatorio y volvió justo cuando yo empezaba a ir a la universidad. Se sentía sola y buscaba la compañía de los amigos de antes, y no me resultó difícil metérmela en el bolsillo. Después de dormir juntos, se dio cuenta de que en realidad yo no estaba interesado en ella, y se echó a llorar y me dijo: «¿Qué te ha pasado, qué te ha pasado?» Y me acuerdo de mi abuelo, que en una de mis últimas visitas antes de su muerte quiso darme su bendición, y le expliqué que yo no creía en esas cosas, que para mí todo eso no tenía ningún valor Se me hace difícil creer que después de comportarme de tal modo pudiera sentirme bien, pero es así. También recuerdo que ante cualquier pequeño gesto de cariño, fuera dirigido a mí o a otra persona, se me hacía un nudo en la garganta. A veces me bastaba con una escena de película. Aquella combinación de cinismo y sensibilidad me parecía sospechosa incluso a mí mismo.

2

Luego volví a ver a Hanna. En el Palacio de Justicia.

No era el primer juicio contra criminales de guerra, ni tampoco uno de los más importantes. El catedrático, uno de los pocos que por entonces trabajaban sobre el pasado nazi de Alemania y los procesos judiciales relacionados con él, lo escogió como tema de un seminario, con la intención de hacer un seguimiento del proceso y evaluarlo en su totalidad con ayuda de los estudiantes. Ya no me acuerdo de qué era lo que pretendía comprobar, confirmar o refutar. Sólo recuerdo que en el curso del seminario discutimos sobre el asunto de la prohibición de las penas retroactivas. La cuestión era: para condenar a los guardas y esbirros de los campos de exterminio, ¿bastaba con aplicar un artículo que estuviera recogido en el código penal en el momento de sus crímenes, o bien había que tener en cuenta el modo en que se entendía y aplicaba el artículo en el momento del juicio? ¿Qué pasaba si en aquella época esas personas no se consideraban afectadas por el artículo en cuestión? ¿Qué era la justicia? ¿Lo que decían los libros o lo que se imponía y aplicaba en la vida real? ¿O más bien lo que, independientemente de los libros, obligaba a cumplir el ordenamiento de la época? El catedrático, un señor mayor que había vuelto del exilio hacía algún tiempo y mantenía una actitud relativamente heterodoxa en cuestiones de jurisprudencia alemana, participaba en aquellas discusiones con toda su erudición y al mismo tiempo con la distancia de alguien que ya no cree en la erudición como instrumento para resolver los problemas.

– Fíjense en los acusados -decía-. No encontrarán ninguno que crea de verdad que en aquella época le estaba permitido asesinar.

El seminario empezó en invierno, y el proceso en la primavera siguiente. Duró muchas semanas. Las sesiones tenían lugar de lunes a jueves, y para cada uno de esos días el catedrático tenía previsto enviar al juzgado a un grupo de estudiantes encargados de levantar acta literal de la sesión. El viernes, durante la clase, revisábamos la información recopilada a lo largo de la semana.

La palabra clave era «revisión del pasado». Los estudiantes del seminario nos considerábamos pioneros de la revisión del pasado. Queríamos abrir las ventanas, que entrase el aire, que el viento levántala por fin el polvo que la sociedad había dejado acumularse sobre los horrores del pasado. Nuestra misión era crear un ambiente en el que se pudiera respirar y ver con claridad. Tampoco nosotros apostábamos por la erudición. Teníamos claro que hacían falta condenas. Y también teníamos claro que la condena de tal o cual guardián o esbirro de este u otro campo de exterminio no era más que un primer paso. A quien se juzgaba era a la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la guerra, cuando podría haberlo hecho. Y con nuestro proceso de revisión y esclarecimiento queríamos condenar a la vergüenza eterna a aquella generación.

Nuestros padres habían desempeñado papeles muy diversos durante el Tercer Reich. Algunos habían estado en la guerra, entre ellos dos o tres oficiales de la Wehrmacht y uno de las SS; otros habían hecho carrera en la judicatura y en la Administración; había médicos y profesores, y uno de nosotros tenía un tío que había sido alto funcionario del Ministerio del Interior. Estoy seguro de que tenían respuestas muy diferentes para las preguntas que les pudiéramos hacer, si es que se avenían a contestarlas. Mi padre no quería hablar de sí mismo. Pero yo sabía que había perdido su puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas. ¿Acaso tenía derecho a condenarlo a la vergüenza eterna? Y sin embargo lo hice. Todos nosotros condenamos a la vergüenza eterna a nuestros padres, aunque sólo pudiéramos acusarlos de haber consentido la compañía de los asesinos después de 1945.

Entre los estudiantes del seminario se creó una fuerte identidad de grupo. Los otros estudiantes empezaron a llamarnos «los del seminario de Auschwitz», y pronto nosotros mismos adoptamos ese nombre. A los otros no les interesaba lo que hacíamos; a muchos les parecía raro, y a algunos incluso les repugnaba. Ahora pienso que el entusiasmo con que descubríamos los horrores del pasado e intentábamos hacérselos descubrir a los demás era, en efecto, poco menos que repugnante. Cuanto más terribles eran los hechos sobre los que leíamos y oíamos hablar, más seguros nos sentíamos de nuestra misión esclarecedora y acusadora. Aunque los hechos nos helaran la sangre en las venas, los proclamábamos a bombo y platillo. ¡Mirad, mirad todos!

Yo me había matriculado en el seminario por pura curiosidad. Representaba una novedad: por una vez, nada de Derecho comercial, nada de culpas ni complicidades, nada de jurisprudencia medieval ni antiguallas de la filosofía del Derecho. Entré en el seminario con la misma fanfarronería y superioridad con que me movía por todas partes. Pero en el curso del invierno se me hizo cada vez más difícil mantenerme apartado tanto de los hechos que íbamos descubriendo, como del entusiasmo que nos invadió a todos los estudiantes del seminario. Al principio me empeñé en creer que sólo participaba del entusiasmo científico, o acaso también político y moral. Pero en realidad quería más, quería compartir el hecho mismo de estar entusiasmado, como los demás. Es posible que los otros continuaran viéndome como una persona distanciada y arrogante, pero durante aquellos meses de invierno tuve la agradable sensación de pertenecer a un grupo y tener la conciencia tranquila respecto a mí mismo y a mis actos y a quienes me acompañaban en ellos.

3

El juicio se celebraba en otra ciudad, a poco menos de una hora de distancia en coche. Yo normalmente nunca iba por allí. Un compañero se ofreció para conducir; se había criado en aquella ciudad y la conocía bien.

Era jueves. El juicio había empezado el lunes. Durante los tres primeros días se habían visto las recusaciones de los abogados defensores. Éramos el cuarto grupo, y el que iba a asistir al verdadero inicio del juicio: las declaraciones de los acusados.

Avanzábamos por la carretera de montaña, entre frutales en flor. Estábamos de un humor solemne y entusiasta: por fin íbamos a poner a prueba todo lo que habíamos aprendido. Nuestra asistencia al juicio iba más allá del mero hecho de mirar, escuchar y tomar nota de todo: íbamos a contribuir a la tarea de revisión del pasado.

El Palacio de Justicia era un edificio de principios de siglo, pero carente de la suntuosidad y el aire siniestro de los edificios de juzgados de aquella época. La sala de sesiones tenía a la izquierda una hilera de grandes ventanas, cuyo vidrio esmerilado impedía ver el exterior, pero dejaba entrar mucha luz. Delante de las ventanas estaban sentados los fiscales, de los que en los días claros de primavera y verano sólo se reconocía la silueta. El tribunal, formado por tres jueces con togas negras y seis jurados, estaba sentado al fondo de la sala, y a la derecha estaba el banco de los acusados y los defensores, que, debido a lo numeroso del grupo, había sido ampliado con mesas y sillas hasta llegar al centro de la sala, justo delante de las hileras del público. Algunos de los acusados y defensores estaban sentados de espaldas a nosotros. Era el caso de Hanna. No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí también la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nuca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.

Sí, prefería quedarse de pie. Sí, había nacido en Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania, el 21 de octubre de 1922 y tenía cuarenta y tres años. Sí, había trabajado en la empresa Siemens en Berlín y había ingresado en las SS en 1943.

– ¿Ingresó usted voluntariamente en las SS?

– Sí.

– ¿Por qué?

Hanna no respondió.

– ¿Es cierto que entró usted en las SS aunque en la empresa Siemens le habían ofrecido un puesto de encargada?

El abogado de Hanna se levantó de un salto.

– ¿Qué significa ese «aunque»? ¿Se pretende insinuar que una mujer debería preferir ser encargada en la empresa Siemens a ingresar en las SS? No me parece justificable plantear semejante pregunta en relación con la decisión de mi defendida.

Se sentó. Era el único abogado joven; los demás eran todos viejos, y algunos, como se demostró pronto, antiguos nazis. El abogado de Hanna evitaba la jerga y las tesis de sus colegas. Pero hacía gala de un entusiasmo demasiado fogoso, que perjudicaba a su defendida nos menos que las parrafadas nacionalsocialistas de los otros abogados a las suyas. Ciertamente, consiguió que el juez pareciera desorientado por un momento, y que retirase la pregunta. Pero no disipó la impresión de que Hanna había ingresado en las SS con plena conciencia y sin que nada la forzase a ello. Otro de los miembros del tribunal le preguntó a Hanna qué clase de trabajo había esperado encontrar en las SS, y ella replicó que las SS habían ido al Siemens, y también a otras empresas, a reclutar mujeres para trabajar como guardianas en los campos de concentración, y que ésa era la tarea para la que ella se había alistado y la que efectivamente le habían adjudicado. Pero eso no contribuyó a borrar la impresión negativa.

A preguntas del presidente, Hanna confirmó con monosílabos que había prestado servicios hasta la primavera de 1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca de Cracovia; que posteriormente se había puesto en camino en dirección oeste con los prisioneros; y que hacia finales de la guerra se instaló en Kassel y desde entonces había vivido en diferentes lugares. En mi ciudad se había quedado ocho años; era el periodo más largo que había pasado en un mismo lugar.

– ¿Se pretende insinuar que el cambio frecuente de residencia implica el peligro de que mi defendida se fugue? -terció el abogado con indisimulada ironía-. Sepan entonces que cada vez que ha cambiado de residencia, mi dienta se ha dado de baja y de alta en el registro civil. No hay ningún motivo para pensar que vaya a huir, ni puede destruir pruebas, porque no las hay. El juez de primera instancia consideró, ante la gravedad del presunto delito v del peligro de perturbación del orden público, que mi defendida no podía quedar en libertad. Pero eso, señorías, es un razonamiento nazi. La costumbre de decretar la prisión incondicional en esos casos la introdujeron los nazis y después de los nazis fue anulada. Ya no existe.

El abogado se recreaba maliciosamente en sus palabras, como quien revela un picante secreto.

Me asusté. Me di cuenta de que me parecía natural y justo que le aplicaran a Hanna la prisión incondicional. No por la naturaleza de la acusación, por la gravedad del delito o por la verosimilitud de la sospecha, cosas de las que yo no estaba informado con exactitud, sino porque, mientras estuviera encerrada, Hanna estaría fuera de mi mundo, fuera de mi vida. Quería tenerla lejos, inalcanzable, para que siguiera siendo sólo el recuerdo en que se había convertido durante los últimos años. Si el abogado se salía con la suya, tendría que hacerme a la idea de encontrarme cara a cara con ella, y tendría que plantearme cómo quería, cómo debía actuar en tal caso. Y me parecía evidente que aquel hombre había de salirse con la suya. Si Hanna no había intentado huir hasta entonces, ¿por qué iba a hacerlo ahora? ¿Y qué pruebas podía destruir? En aquella época no había otros motivos para decretar la prisión incondicional.

El juez volvió a parecer desorientado, y empecé a comprender que ése precisamente era su truco. Cada vez que alguien hacía una afirmación que le parecía obstruccionista o molesta, se quitaba las gafas, proyectaba sobre la persona en cuestión una mirada miope e insegura y fruncía el ceño. Y a continuación hacía como si no hubiera oído nada, o bien decía: «O sea que según usted…» o «Si le entiendo bien, usted opina que…», y repetía la afirmación de una manera que dejaba bien claro que no estaba dispuesto a tomarla en consideración y que no va lía la pena insistir en el asunto.

– O sea que, según usted, el juez de primera instancia no habría debido tener en cuenta que la acusada no ha respondido a ninguna de las citaciones que se le han enviado y no ha comparecido ante la policía, ni ante el fiscal ni ante el juez. Muy bien, ¿desea usted presentar una instancia para el levantamiento de la prisión incondicional?

El abogado presentó la instancia, y el tribunal la rechazó.

4

No me perdí ni un solo día del juicio. Los otros estudiantes no lo entendían. Al catedrático, en cambio, le parecía estupendo que uno de nosotros se encárgala de informar al siguiente grupo de lo que había visto y oído el grupo anterior.

Hanna sólo miró una vez hacia el público y hacia mí. Normalmente, tras entrar en la sala acompañada de una agente de policía y ocupar su asiento, fijaba la vista en los bancos del tribunal y ya no la apartaba de allí. Aquello producía una impresión de arrogancia, igual que el hecho de que nunca hablase con las otras acusadas y apenas cruzase palabra con su abogado. Las otras acusadas, todo hay que decirlo, iban hablando también cada vez menos entre sí a medida que avanzaba el proceso. Durante las pausas se juntaban con sus parientes y amigos, y por la mañana, cuando los veían entre el público, les hacían gestos y les llamaban. Durante las pausas, Hanna se quedaba sentada en su asiento.

Así que yo siempre la veía de espaldas. Veía su cabeza, su nuca, sus hombros. Leía su cabeza, su nuca, sus hombros. Cuando hablaban de ella, erguía la cabeza aún más que de costumbre. Cuando creía que la trataban injustamente, la calumniaban o la atacaban, y sentía el deseo imperioso de replicar, echaba los hombros hacia adelante, y su nuca se hinchaba, haciendo resaltar la musculatura. Sus réplicas siempre eran en vano, y siempre acababa dejando caer los hombros. Nunca se encogía de hombros ni meneaba la cabeza en gesto de desaprobación. Estaba demasiado tensa como para permitirse ligerezas de ese tipo. Tampoco se permitía torcer la cabeza, dejarla caer o apoyarla en una mano. Parecía congelada. Estar sentado así tenía que ser por fuerza doloroso.

A veces algún mechón de pelo se escapaba del rígido moño, se rizaba, quedaba colgando y se balanceaba acariciando la nuca, movido por la corriente de aire. A veces Hanna llevaba un vestido lo suficientemente escotado para que se viera el lunar de la parte superior del hombro izquierdo. Entonces yo me recordaba soplando levemente los pelos de aquella nuca y besando aquella nuca y aquel lunar. Pero la memoria se limitaba a constatar. No sentía nada.

Durante las semanas que duró el juicio, no sentí, nada; tenía los sentimientos embotados. A veces intentaba provocarlos: me esforzaba por imaginarme a Hanna con toda claridad haciendo las cosas de las que la acusaban, o evocaba los momentos que el pelo de su nuca y el lunar de su hombro me traían a la memoria. Era como cuando la mano pellizca un brazo adormecido por la anestesia. El brazo no sabe que la mano lo está pellizcando, la mano sí sabe que está pellizcando el brazo, y en el primer momento el cerebro no consigue diferenciar ambas cosas. Pero en el momento siguiente ya las diferencia. Quizá la mano ha pellizcado tan fuerte que la zona queda lívida durante unos instantes. Luego la sangre vuelve, y la zona recupera su color. Pero sigue siendo insensible.

¿Quién me había puesto la anestesia? ¿Quizá yo mismo, sabiendo que para aguantar aquello necesitaba un cierto grado de aturdimiento? Ese estado me acompañaba también a la salida del Palacio de Justicia, y me sugería que era otra persona la que había amado y deseado a Hanna, alguien a quien yo conocía bien, pero que no era yo. Y no sólo eso: en todos los demás aspectos también me sentía fuera de mí mismo. Me observaba, me veía funcionar en la universidad y en la relación con mi familia y con mis amigos, pero en mi interior no me sentía implicado.

Al cabo de un tiempo creí observar también en otras personas un estado de aturdimiento semejante. No en los abogados, que mantuvieron durante todo el juicio su aire insolente y pendenciero, su puntillosa acritud, incluso su nudoso e impertinente cinismo, según cuál fuera su temperamento personal y político. El juicio los dejaba agotados, y por la tarde se les veía más cansados, o a veces más irritables. Pero por la noche reparaban energías o se envalentonaban, y a la mañana siguiente bramaban o chirriaban igual que lo habían hecho el día anterior. Los fiscales procuraban no quedarse atrás y demostrar día Iras día el mismo grado de combatividad. Pero no lo conseguían, primero porque el objeto y los resultados del juicio les horrorizaban demasiado, y luego porque el aturdimiento empezaba a hacer electo también en ellos. Quienes daban muestras más claras de sufrirlo eran los jueces y los jurados. En las primeras semanas del juicio, los honores que se narraban o confirmaban, a veces con lágrimas, a veces con voz entrecortada, a veces con atormentamiento o trastorno, producían en ellos una visible perturbación o les parecían inconcebibles. Pero luego las caras recuperaron su expresión normal, y unos y otros empezaron a susurrarse cosas al oído con una sonrisa o a mostrar amagos de impaciencia cuando un testigo se iba un poco por las ramas. Al mencionarse la posibilidad de viajar a Israel para tomar declaración a una testigo, se notó que el viaje les ilusionaba. Los que siempre acababan horrorizados eran mis compañeros de curso. Cada grupo venía sólo una vez a la semana, y cada vez vivían la irrupción del horror en la vida cotidiana. Yo, presente en las sesiones día tras día, observaba sus reacciones cor distanciamiento.

Como el interno de un campo de exterminio que, tras sobrevivir mes a mes, se acostumbra a la situación y observa con indiferencia el espanto de los que acaban de llegar. Que lo observa con el mismo estado de embrutecimiento con que percibe el asesinato y la muerte. Todos los supervivientes que han narrado por escrito sus experiencias hablan de ese embrutecimiento, en el que las funciones de la vida quedan reducidas a su mínima expresión, el comportamiento se vuelve indiferente y desaparecen los escrúpulos, y el gaseo y la cremación se convierten en hechos cotidianos. También los criminales, en sus escasos relatos, presentan las cámaras de gas y los hornos crematorios como su entorno de cada día, y ellos mismos se pintan reducidos a unas pocas funciones, como embrutecidos o embriagados en su falta de escrúpulos y su indiferencia, en su embotamiento. Las acusadas me parecían presas todavía, y para siempre, de ese: embrutecimiento, como petrificadas en él.

Ya por entonces, cuando me llamaba la atención ese aturdimiento, y especialmente el hecho de que no afectara sólo a los criminales y a las víctimas, sino también a nosotros -los jueces, jurados, fiscales o meros espectadores encargados de levantar acta, involucrados a posteriori-, cuando comparaba entre sí a los criminales, las víctimas, los muertos, los vivos, los supervivientes y los nacidos más tarde, no me sentía bien, ni me siento bien ahora tampoco. ¿Es lícito hacer tales comparaciones? Cuando, conversando con alguien, intentaba establecer comparaciones de ese tipo, siempre me curaba en salud recalcando que no pretendía relativizar la diferencia entre haber sido forzado a entrar en el mundo de los campos de exterminio o haber entrado en él voluntariamente, entre haber sufrido o haber hecho sufrir, sino que, al contrario, la diferencia me parecía de enorme importancia y totalmente decisiva. Pero la reacción de mis interlocutores siempre era de extrañeza o indignación, por más que me anticipara a su réplica con esas explicaciones.

Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el honor, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿Es ése nuestro destino: enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad.

5

En la segunda semana se procedió a la lectura de la acusación. La lectura duró un día y medio: un día y medio de tecnicismos jurídicos. La acusada número uno fue vista en compañía de… Igualmente se la acusa de infringir el artículo tal de la ley de cual… Incurrió en tal cosa y en tal otra, por lo cual recae sobre ella la responsabilidad fijada por el artículo de más allá… Cometió este o aquel acto culposo… Hanna era la acusada número cuatro.

Las cinco acusadas eran guardianas de un pequeño campo de concentración situado cerca de Cracovia, adonde las habían trasladado en la primavera de 1944 para sustituir a otras guardianas muertas o heridas a causa de una explosión en la fábrica donde trabajaban las internas del campo. Uno de los puntos de la acusación hacía referencia a su comportamiento en Auschwitz, aunque en un segundo plano con respecto a los demás puntos. No recuerdo de qué se trataba. ¿Quizá era algo que no afectaba a Hanna, sino sólo a las otras? ¿O quizá era de menor importancia, aunque fuera en comparación con los demás puntos? ¿Quizá era que no había tribunal capaz de resistir la tentación de acusar a cualquier persona que hubiese estado en Auschwitz, sobre todo aprovechando que la tenía delante?

Por supuesto, no eran las acusadas quienes mandaban en el campo. Había un comandante, varias compañías de soldados y otras guardianas. Pero la mayoría de ellos no sobrevivieron a las bombas que pusieron fin una noche a la marcha de los prisioneros hacia el oeste. Otros se dieron a la fuga aquella misma noche, y estaban ilocalizables, igual que el comandante, que se había volatilizado nada más empezar la marcha.

Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija, y la hija había escrito y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste. La policía y la fiscalía habían localizado no sólo a las cinco acusadas, sino también a unos cuantos testigos que vivían en el pueblo en el que las bombas interrumpieron la marcha hacia el oeste. Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel. Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel; fue la única parte del juicio que me perdí.

El primer punto principal de la acusación hacía referencia a las selecciones que se llevaban a cabo en el campo. Cada mes llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras tantas, descontando las que hubieran muerto. Todos sabían perfectamente que las mujeres que volvían a Auschwitz eran asesinadas nada más llegar; se enviaba de vuelta a las que ya no servían para trabajar en la fábrica. Era una fábrica de munición, que en sí no era un trabajo demasiado duro, pero las mujeres no fabricaban munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave, que había quedado muy dañada en la explosión de la primavera anterior.

El otro punto principal de la acusación estaba relacionado con el bombardeo nocturno que acabó con todo. Aquella noche, al llegar a un pueblo medio abandonado, los soldados y las guardianas encerraron en la iglesia a las prisioneras, varios centenares de mujeres. Cayeron sólo unas pocas bombas, quizá dirigidas en principio a la línea de ferrocarril cercana, o lanzadas simplemente porque habían sobrado del ataque a una ciudad más grande. Una de las bombas cayó en la casa del párroco, en la que dormían los soldados y las guardianas. Otra acertó en el campanario. Primero ardió el campanario, luego el tejado, y después el armazón del tejado se vino abajo en llamas sobre el interior de la iglesia y el fuego se extendió a la sillería. Las gruesas puertas no cedieron. Las acusadas pudieron haberlas abierto. Pero no lo hicieron, y las mujeres encerradas en la iglesia murieron quemadas.

6

Las cosas no podían ir peor para Hanna. Ya en el interrogatorio previo causó una mala impresión al tribunal. Tras la lectura de la acusación, pidió la palabra para quejarse de una inexactitud; sin embargo el juez la reconvino recordándole que había tenido tiempo para estudiar a fondo la acusación y hacer todas las objeciones que quisiera, pero que ya se había iniciado el juicio oral y sólo las pruebas aportadas por las partes indicarían qué cosas eran ciertas y cuáles no. Cuando empezó el examen de las pruebas, el juez propuso renunciar a la lectura de la versión alemana del libro de la hija, ya que el manuscrito, que estaba siendo preparado para su publicación por una editorial alemana, había sido puesto a disposición de todos los implicados; pero Hanna no estaba de acuerdo, y su abogado tuvo que convencerla, bajo la mirada irritada del juez, de que diera su conformidad. No quería.

Tampoco admitía haber reconocido, en una declaración anterior ante el juez, que ella tuviera la llave de la iglesia. Es más, decía ahora: nadie la tenía; ni siquiera existía «la llave de la iglesia», sino varías, una para cada puerta, y estaban metidas en los cerrojos. Pero no era eso lo que decía el acta de su declaración ante el juez, que ella había leído y firmado, y Hanna empeoró todavía más las cosas al preguntar por qué querían cargarle con una culpa que no era suya. No levantó la voz, ni preguntó con impertinencia, pero sí con terquedad; y me pareció que también con una confusión y un desconcierto que se palpaban en su cara y en su voz. Sólo quería quejarse de que estuvieran culpándola de algo de lo que no era culpable, y no pretendía ni mucho menos acusar al juez de prevaricación, pero éste lo entendió así y reaccionó con dureza. El abogado de Hanna se levantó de un salto y protestó enérgica y atropelladamente, pero al preguntarle el juez si se adhería al reproche de su defendida, volvió a sentarse.

Hanna quería dejar las cosas claras. Cuando creía que la trataban injustamente, contradecía al tribunal; en cambio, admitía las acusaciones que consideraba justificadas. Contradecía con terquedad y admitía sin empacho, como si al admitir se ganara el derecho a contradecir, o como si al contradecir contrayera la obligación de admitir las acusaciones que se le hacían legítimamente. Pero no se daba cuenta de que su terquedad enojaba al juez. No era consciente del contexto, de las reglas de juego, del mecanismo por el cual todo lo que decía, y todo lo que decían las otras acusadas, se convertía en un factor en favor o en contra de su inocencia, en favor de su condena o de su absolución. Para compensar esa inconsciencia habría necesitado un abogado más experto y seguro de sí mismo, o, simplemente, un abogado mejor. Pero, desde luego, también era cierto que Hanna le estaba poniendo las cosas difíciles; era evidente que no se fiaba de él, pero de hecho tampoco había querido escoger un abogado de confianza. Era un defensor de oficio, designado por el juez.

A veces Hanna tenía algo parecido a pequeños éxitos.

Recuerdo cuando la interrogaron acerca de las selecciones que se llevaban a cabo en el campo. Las otras acusadas negaban haber participado en ellas en ningún momento. En cambio, Hanna sí admitió haberlo hecho, no ella sola, pero sí en el mismo grado que todas las demás, Y lo admitió tan de buen grado, que el juez creyó oportuno entrar en detalle en el asunto.

– ¿Cómo se efectuaban las selecciones?

Hanna explicó que las guardianas tenían a su cargo seis grupos del mismo número de prisioneras, y habían acordado seleccionar cada una la misma cantidad de prisioneras, diez por grupo, en total sesenta; pero cuando en un grupo había pocas enfermas y en otro muchas, podía ser que las cifras divergieran, por lo que en último término todas las guardianas de turno decidían conjuntamente a quién había que enviar de regreso a Auschwitz.

– ¿Ninguna de ustedes se negó a participar? ¿Actuaron todas de común acuerdo?

– Sí.

– ¿No sabían que enviaban a las prisioneras a la muerte?

– Sí lo sabíamos, pero cada mes nos mandaban prisioneras nuevas, y había que hacer sitio.

– ¿Así que, para hacer sitio, ustedes decían: Tú, tú y tú os volvéis a Auschwitz para que os maten?

Hanna no entendió lo que el juez quería decir con aquella pregunta.

– Bueno, yo… O sea… A ver, ¿qué habría hecho usted en mi lugar?

Hanna lo preguntaba en serio. No se le ocurría que otra cosa debía o podía haber hecho, y quería que el juez, que parecía saberlo todo, le dijera qué habría hecho él.

Por un momento se hizo el silencio. En los usos judiciales alemanes no está previsto que los acusados hagan preguntas a los jueces. Pero ahora la pregunta ya estaba planteada, y todos esperábamos la respuesta del juez. Tenía que contestar; no podía pasar por alto la pregunta o borrarla con un reproche o con otra pregunta en tono de reconvención. Todos nos habíamos dado cuenta, él mismo también, y entonces comprendí por qué utilizaba el truco de adoptar una expresión de desconcierto. Esa expresión era su máscara. Oculto tras ella, podía ganar un poco de tiempo para encontrar una respuesta. Pero no podía demorarse demasiado; cuanto más tardara, más crecerían la tensión y la expectación, y más convincente tendría que ser la respuesta.

– Hay cosas en las uno no debe mezclarse, y que uno debe negarse a hacer a menos que le cueste la vida.

Quizá le habría bastado con decir lo mismo pero hablando de Hanna o incluso de sí mismo. Pero hablar de lo que uno debe o no debe hacer, o de lo que le puede costar algo a uno, no estaba a la altura de la seriedad de la pregunta de Hanna. Ella quería saber qué debería haber hecho en su situación, no que le contaran que hay cosas que no deben hacerse. La respuesta del juez pareció torpe y penosa. Todos lo sintieron así. La sala reaccionó con un suspiro decepcionado y miró sorprendida a Hanna, que en cierto modo había vencido en aquel combate de esgrima dialéctica. Pero ella estaba sumida en sus pensamientos.

– Entonces, ¿debería… no debería… no debería haberme alistado cuando estaba en Siemens?

La pregunta no iba dirigida al juez. Hablaba consigo misma, se preguntaba a sí misma, vacilante, porque todavía no se había planteado la pregunta, y dudaba de que fuera la pregunta correcta, y de cuál podía ser la respuesta.

7

La misma terquedad que irritaba al juez cuando Hanna le llevaba la contraria, irritaba a las otras acusadas cuando le daba la razón, pues era desastrosa para su causa. Pero también para la de Hanna.

En realidad no había pruebas suficientes para acusarlas. Las únicas que apoyaban el primer punto principal de la acusación eran el testimonio de las supervivientes y el libro que había escrito la hija. Una buena defensa habría podido negar de manera convincente, sin alterar en lo sustancial las declaraciones de madre e hija, que hubieran sido precisamente las acusadas las encargadas de llevar a cabo las selecciones. Las declaraciones de los testigos no eran lo bastante precisas, ni podían serlo; al fin y al cabo, había un comandante, compañías de soldados, otras guardianas y toda una jerarquía de tareas y disciplina de la que las prisioneras sólo veían una parte, y por lo tanto no podían conocer al completo. Algo parecido podía aplicarse al segundo punto de la acusación. En el momento de los hechos, la madre y la hija estaban encerradas dentro de la iglesia y no podían saber qué pasaba fuera. Las acusadas, desde luego, no podían afirmar que no estaban allí, ya que los otros testigos, los habitantes del pueblo, habían hablado con ellas y las recordaban. Pero esos otros testigos tenían razones para andarse con cuidado, no fuera a ser que les acusasen también a ellos de no haber hecho nada por salvar a las prisioneras. Si allí sólo quedaban unas pocas guardianas, ¿qué les habría costado a los aldeanos reducir a un puñado de mujeres y abrir las puertas de la iglesia? No tenían más remedio que coincidir con la defensa en que las acusadas se habían visto forzadas a actuar como lo hicieron, lo cual, si era cierto, los exculpaba a unos y a otros. Al fin y al cabo, estaban bajo la opresión o bajo las órdenes de los soldados, que, según la defensa, todavía no habían huido, o bien, como afirmaban las acusadas, no tardarían en volver, pues sólo habían salido para llevar a los heridos a un hospital de campaña.

Cuando los abogados de las otras acusadas se dieron cuenta de que Hanna echaba por tierra sus argumentos al admitir la verdad, cambiaron de estrategia. Aprovecharían la actitud de Hanna para convertirla en única culpable y descargar a las otras acusadas. Lo hicieron con una frialdad muy profesional. Las acusadas, en cambio, los secundaron con arrebatos de indignación.

– Dice usted -le preguntó a Hanna el abogado de otra de las acusadas- que sabía que enviaba a las prisioneras a la muerte. Pero usted sólo puede hablar por sí misma, ¿no? Usted no puede saber lo que sabían sus compañeras. Puede suponerlo, pero, a fin de cuentas, no puede juzgarlo, ¿no?

– Pero es que todas nosotras sabíamos…

– Decir «nosotras» o «todas nosotras» es más fácil que decir «yo» o «sólo yo», ¿verdad? ¿No es cierto que usted, y sólo usted, tenía sus protegidas en el campo, chicas jóvenes, cada una durante una temporada, y luego otra, y así sucesivamente?

Hanna vaciló.

– Me parece recordar que yo no era la única que…

– ¡Mentira podrida! ¡Tú eras la única que tenía favoritas! -profirió, visiblemente exaltada, otra de las acusadas, una mujer grosera, con un aspecto de apacible gallina clueca y al mismo tiempo una lengua viperina.

– ¿No puede ser que esté usted diciendo que «sabía» cosas que, como mucho, sólo podía suponer, y «suponiendo» cosas que en realidad se saca de la manga?

El abogado meneó la cabeza cariacontecido, como si Hanna hubiera respondido ya afirmativamente a su pregunta.

– ¿No es cierto también que todas sus protegidas, cuando usted se hartaba de ellas, iban a parar a Auschwitz en el siguiente envío?

Hanna no contestó.

– Ésa era su parte personal de la selección, ¿verdad? Usted se niega a reconocerlo y pretende disimular acusando a las demás de haber hecho lo mismo. Pero en realidad…

– ¡Dios mío! -exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos, la hija, que después de declarar se había instalado entre el público-. ¿Cómo he podido olvidarme?

El juez le preguntó si quería ampliar su declaración. Sin esperar a que la hicieran salir al estrado, se puso de pie y habló desde su sitio entre el público.

– Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar, las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que… Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego, cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día, una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado… Y también era mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar; debí de pensar que era mejor, si no, no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.

Y se sentó.

Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada, no reclamaba nada, no afirmaba ni prometía nada. Se mostraba, eso era todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.

El juez se dirigió al abogado que acababa de interrogar a Hanna y le dijo si tenía más preguntas. También se lo preguntó al abogado de Hanna. Pregúntale, pensé. Pregúntale si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que querías hacerles más grato el último mes de su vida. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había ningún otro motivo ni podía haberlo.

Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también calló.

8

La versión alemana del libro de la hija sobre su paso por los campos de exterminio no apareció hasta acabado el juicio. De hecho, el manuscrito ya estaba listo, pero sólo se les había facilitado a los implicados en el proceso. Yo tuve que leer el libro en inglés, algo que por entonces todavía era para mí una empresa inusual y trabajosa. Y, como siempre que se lee en una lengua extranjera que no se domina y con la que hay que pelearse, el resultado fue una extraña combinación de distancia y cercanía. Uno se esfuerza en profundizar todo lo posible en el texto, pero no consigue hacerlo suyo. Sigue siendo extraño, lo mismo que la lengua en que está escrito.

Años más tarde volví a leerlo y descubrí que esa distancia está en el libro mismo. No invita al lector a identificarse con nadie, y no pinta con rasgos amables a ningún personaje, ni a la madre y la hija ni a las personas con las que ambas compartieron su destino en diferentes campos de concentración, y finalmente en Auschwitz y en las afueras de Cracovia. En cuanto a las jefas de barracón, las guardianas y los soldados, no les imprime suficiente carácter y perfil como para que el lector pueda definirse respecto a ellos o juzgarlos con mayor o menor severidad. El libro está embebido en ese embrutecimiento que ya he intentado describir. Pero el embrutecimiento no hizo perder a la hija la capacidad de anotar y analizar lo que había visto. Y tampoco se dejó corromper por la autocompasión ni por el orgullo que evidentemente le producía el haber sobrevivido a aquellos años en los campos de exterminio y haber sido capaz, no sólo de superarlos, sino de plasmarlos literariamente. Al hablar de sí misma no oculta su comportamiento de adolescente prematuramente desengañada y, cuando hacía falta, taimada, y lo describe con la misma sobriedad que aplica a todo lo demás.

Hanna no aparece mencionada en el libro con su nombre, ni siquiera como personaje mínimamente identificable. A veces creí reconocerla en una guardiana que la autora describe como una mujer joven, guapa y de una «escrupulosidad sin escrúpulos» en el cumplimiento del deber. Pero no estaba seguro. De entre todas las acusadas, estaba claro que sólo Hanna coincidía con la descripción. Pero ellas no habían sido las únicas guardianas. La hija cuenta que aquella mujer le recordaba a otra guardiana que había conocido en uno de los campos, también joven, guapa y concienzuda, pero cruel e incapaz de dominarse, a la que llamaban «la yegua». Quizá la hija no fuera la única persona que había notado el parecido. Y quizá Hanna lo sabía, lo recordaba y por eso se había sentido molesta cuando la comparé con un caballo.

El campo de las afueras de Cracovia fue para madre e hija la última etapa después de Auschwitz. Fue un cambio para mejor. El trabajo era duro, pero no tanto como en Auschwitz; se comía mejor; y también era preferible dormir con seis mujeres más en una habitación a compartir un barracón con un centenar. Además, las prisioneras no pasaban tanto frío, gracias a la leña que recogían en el camino de la fábrica al campo. Existía, desde luego, el temor a las selecciones. Pero tampoco ese miedo era tan intenso como en Auschwitz. Cada mes enviaban de vuelta allí a sesenta mujeres, sesenta de un total unas mil doscientas, así que quien estuviera mínimamente dotada para resistir el trabajo podía contar con una esperanza de vida de unos veinte meses, y siempre cabía la posibilidad de tener más fuerzas que la mayoría. Además, podía ser que la guerra se acabase antes de esos veinte meses.

El desastre empezó cuando el personal del campo recibió la orden de desmantelarlo e iniciar la marcha hacia el oeste. Era invierno y nevaba. Con la ropa que tenían, las prisioneras pasaban mucho frío en la fábrica, aunque no tanto en el campo; pero desde luego aquella ropa era insuficiente para una marcha de muchos kilómetros. Sin embargo, lo peor era el calzado, que en muchos casos se limitaba a unos trapos envueltos en papel de periódico y atados de modo que aguantaban las caminatas, pero de ningún modo una larga marcha por la nieve y el hielo. Además, las mujeres no caminaban: las hacían correr. «¿Marcha de la muerte?», se preguntaba la hija en el libro. «No: trote de la muerte, galope de la muerte.» Muchas se desplomaron por el camino, otras no se levantaban después de pasar la noche en un pajar o recostadas contra una pared. Al cabo de una semana habían muerto casi la mitad.

Dormir en la iglesia era preferible a hacerlo en un pajar o contra una pared. Cuando se quedaban a pasar la noche en alguna granja abandonada, los soldados y las guardianas se instalaban en la vivienda. En aquel pueblo poco menos que abandonado, escogieron la casa del párroco, y las prisioneras encontraron, por una vez, un refugio mejor que un pajar o una mera pared. Esto, sumado al hecho de que en el pueblo les dieron sopa caliente, les hizo ver más cercano el fin de sus padecimientos. Y se durmieron. Poco después cayeron las bombas. Al principio el fuego afectó sólo al campanario, y las mujeres encerradas lo oían, pero no lo veían. Cuando la aguja del campanario se desprendió y cayó sobre el tejado de la iglesia, pasaron unos cuantos minutos hasta que se hizo visible el resplandor del fuego. Y entonces empezaron a llover llamas que prendieron las ropas de las mujeres; las vigas en llamas, al desplomarse, incendiaron los bancos y el pulpito, y al cabo de poco rato el tejado se vino abajo sobre la nave y todo empezó a arder como una tea.

Según la hija, las mujeres podrían haberse salvado si hubieran unido sus fuerzas desde el primer momento para forzar una de las puertas. Pero cuando se dieron cuenta de lo que había pasado, de lo que iba a pasar y de que no les iban a abrir las puertas, era ya demasiado tarde. Cuando las despertó el impacto de la bomba, era noche cerrada. Durante un rato sólo oyeron un ruido extraño y amenazador que provenía del campanario, y guardaron silencio para poder oírlo e interpretarlo mejor. Hasta que el tejado empezó a arder visiblemente no comprendieron que aquel ruido era la crepitación y el chisporroteo de un fuego; que lo que de vez en cuando se agitaba tras las ventanas, iluminándolas, era el resplandor de las llamas; que el golpe que oyeron por encima de sus cabezas significaba que el fuego se extendía del campanario al tejado. Lo comprendieron y empezaron a chillar horrorizadas, a pedir socorro a gritos, y se arrojaron sobre las puertas, sacudiéndolas, golpeándolas, chillando sin parar.

Cuando el tejado en llamas se precipitó sobre la nave, los muros de la iglesia envolvieron el fuego como las paredes de un horno. La mayoría de las mujeres no murieron asfixiadas, sino que ardieron entre el fragor y la luz cegadora de las llamas. Al final, el fuego llegó a calcinar por completo las puertas y a fundir los herrajes. Pero eso fue horas más tarde.

La madre y la hija sobrevivieron porque la madre hizo lo que había que hacer, aunque fuera por motivos equivocados. Cuando el pánico hizo presa en las mujeres, no pudo aguantar más allí abajo y huyó a la tribuna. No le importaba estar más cerca de las llamas; sólo quería estar sola, lejos de aquellas mujeres que gritaban y se arremolinaban envueltas en llamas. La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.

9

– ¿Por qué no abrió usted la puerta?

El juez, hizo la misma pregunta a todas las acusadas, una tras otra. Y ellas dieron una tras otra la misma respuesta: no podían. ¿Por qué? Una dijo que porque había resultado herida al caer la bomba en la casa del párroco. Otra, que se encontraba bajo un fuerte choque emocional debido al bombardeo. Otra, que, después de caer las bombas, había estado ocupándose de los soldados y las otras guardianas, sacando heridos de entre las ruinas, aplicando vendajes, cuidando a las víctimas. Otra, que no se le ocurrió pensar en la iglesia y no vio el incendio ni oyó los gritos, porque no estaba por aquella parte.

Y a todas las acusadas, una tras otra, el juez les replicó lo mismo: no era eso lo que se deducía del informe. La frase estaba formulada con calculada prudencia. No podía afirmarse que el informe de las SS negara directamente las alegaciones de las acusadas, pero de algún modo parecía desmentirlas. Nombraba a todos los muertos y heridos de la casa del párroco, y especificaba quiénes habían transportado a los heridos en camión al hospital de campaña y quiénes les habían seguido en otro vehículo militar. Añadía que varias guardianas se habían quedado en el lugar de los hechos para esperar a que se extinguieran los incendios, impedir que se extendieran y prevenir los intentos de fuga que pudieran tener lugar al amparo de las llamas. También mencionaba la muerte de las prisioneras.

El hecho de que los nombres de las acusadas no apareciesen en el informe indicaba que formaban parte del grupo que se había quedado en el pueblo. Y, a su vez, el hecho de que les hubieran encargado impedir los posibles intentos de fuga indicaba que cuando se acabó de rescatar a los heridos de la casa del párroco y el camión se puso en marcha hacia el hospital, las prisioneras todavía estaban vivas. Del informe se deducía que las guardianas que se habían quedado en el pueblo habían dejado que ardiera la iglesia sin intervenir, es decir, sin abrir las puertas. Y se deducía también que entre ellas estaban las acusadas.

No, dijeron todas las acusadas una tras otra, no fue así. El informe estaba plagado de errores. Lo demostraba el simple hecho de que entre las tareas que se les habían encomendado figurase la de impedir que se extendieran los incendios. ¿Cómo habrían podido hacerlo? Era absurdo, y también lo era esperar que previniesen los intentos de fuga al amparo de las llamas. ¿Intentos de fuga? Cuando acabaron de ocuparse de sus propios compañeros, podrían haber prestado atención a las prisioneras, pero ya no quedaba ninguna con vida. No, el informe deformaba los hechos de aquella noche y no reflejaba sus méritos y sus padecimientos. ¿Cómo podía ser que el informe desfigurase la realidad de aquella manera? No lo sabían, dijeron.

Hasta que le tocó el turno a la gallina clueca de lengua viperina. Ella sí lo sabía.

– ¡Pregúntele a ésa! -exclamó señalando con el dedo a Hanna-. Fue ella la que escribió el informe. Ella tuvo la culpa de todo, ella y nadie más, y con el informe quiso cubrirse las espaldas y echarnos la culpa a nosotras.

El juez se lo preguntó a Hanna. Pero ésa fue su última pregunta. La primera fue:

– ¿Por qué no abrió usted la puerta?

– Estábamos… Teníamos… -tanteó Hanna, en busca de una respuesta-. No supimos qué hacer.

– ¿No supieron qué hacer?

– Había varios muertos, y los otros se marcharon. Dijeron que iban a llevar a los heridos al hospital y luego volverían, pero no tenían la menor intención de volver, y nosotras lo sabíamos. A lo mejor ni siquiera fueron al hospital, al fin y al cabo no había ningún herido grave. Nosotras también queríamos irnos, pero nos dijeron que necesitaban sitio en el camión para los heridos. Y además no querían… no les apetecía llevarse a tantas mujeres. No sé adonde se fueron.

– ¿Y qué hicieron ustedes entonces?

– No sabíamos qué hacer. Fue todo tan rápido… La casa del párroco estaba ardiendo, y el campanario de la iglesia también, y los hombres desaparecieron con los coches, visto y no visto, y de repente nos encontramos solas con las mujeres encerradas en la iglesia. Nos habían dejado unas cuantas armas, pero no sabíamos utilizarlas, y aunque hubiéramos sabido, no nos habría servido de nada. Éramos un puñado de mujeres solas. Las prisioneras eran muchas más, ¿cómo íbamos a vigilarlas? Aunque hubiéramos conseguido mantenerlas a todas juntas, se habría formado una fila larguísima, y para vigilar una fila así hace falta algo más que media docena de mujeres.

Hanna hizo una pausa.

– Luego empezaron a chillar, cada vez más fuerte. Si hubiéramos abierto la puerta en aquel momento, habrían salido todas en desbandada, y…

El juez esperó unos instantes.

– ¿Tuvieron miedo? ¿Tuvieron miedo de que las prisioneras se les echasen encima?

– ¿De que se nos echasen encima? No… Pero ¿cómo habríamos podido poner orden en aquel desbarajuste? Se habría armado un lío tremendo, no habríamos podido controlarlas. Y si hubieran intentado escaparse…

El juez volvió a esperar, pero Hanna no concluyó la frase.

– ¿Tenían miedo de que, si las prisioneras huían, a ustedes las arrestaran, las juzgaran y las fusilaran?

– ¡Es que no podíamos dejarlas escapar así, por las buenas! Era nuestra responsabilidad… Quiero decir que, si no, ¿para qué habíamos estado vigilándolas hasta entonces, en el campo, y durante el viaje? Para eso estábamos allí, para vigilar que no se escapasen. Y por eso no supimos qué hacer. Tampoco sabíamos cuántas habrían podido sobrevivir en los días siguientes. Habían muerto tantas ya, y las que quedaban vivas estaban tan débiles…

Hanna se dio cuenta de que con sus palabras se estaba poniendo las cosas aún más difíciles. Pero no podía decir otra cosa. Sólo podía intentar explicarse mejor, describir mejor lo que estaba contando. Pero cuanto más hablaba, más se complicaba su situación. Se quedó encallada y volvió a dirigirse al juez.

– ¿Qué habría hecho usted?

Pero esta vez hasta ella misma sabía que no habría respuesta. No la esperaba. Nadie la esperaba. El juez meneó la cabeza en silencio.

Por un lado, todos los que estábamos allí podíamos hacernos cargo del desconcierto y la impotencia que Hanna describía: la noche, el frío, la nieve, el fuego, los gritos de las mujeres en la iglesia, la desaparición de los que daban las órdenes y de los que las acompañaban a todas partes. Estaba claro que las guardianas se habían encontrado ante una situación muy difícil. Pero, por otro lado, la dificultad de la situación no borraba el horror ante lo que habían hecho, o dejado de hacer, las acusadas. No se trataba, por ejemplo, de un accidente de tráfico en una carretera solitaria, en una noche fría de invierno, con heridos y coches destrozados por todas partes. En un caso así, podía comprenderse que una persona no supiera qué hacer. Ni tampoco se trataba de un conflicto entre dos deberes iguales. Era posible imaginarse así la situación que Hanna describía, pero nadie estaba dispuesto a hacerlo.

– ¿Fue usted quien escribió el informe?

– Entre todas nos pusimos a pensar lo que convenía escribir. No queríamos echarles la culpa a los que se habían ido. Pero tampoco queríamos reconocer que nos habíamos equivocado.

– O sea que lo pensaron entre todas. ¿Y quién lo escribió?

– ¡Tú! -gritó la otra acusada, señalando de nuevo a Hanna con el dedo.

– No, no fui yo. ¿Tan importante es el detalle de quién lo escribiera?

Uno de los fiscales propuso requerir los servicios de un experto para comparar la letra del informe con la de la acusada Schmitz.

– ¿Mi letra? ¿Quieren comparar mi letra con…?

El juez, el fiscal y el abogado de Hanna se pusieron a discutir si sería posible que una prueba caligráfica permitiera comprobar la identidad de una persona después de pasados quince años. Hanna les escuchaba, haciendo de vez en cuando amagos de ir a decir o a preguntar algo.

Se la veía cada vez más preocupada. Y luego, por fin, dijo:

– No hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.

10

No guardo ningún recuerdo de las clases de los viernes. Aunque tengo muy presente el discurrir del juicio, no consigo acordarme de los aspectos que tratábamos en el seminario. ¿De qué hablábamos? ¿Qué se suponía que teníamos que aprender? ¿Qué nos enseñó el profesor?

Pero en cambio me acuerdo muy bien de los domingos. Al salir del tribunal me sentía invadido por un ansia, nueva para mí, de disfrutar de los colores y los aromas de la naturaleza. Los viernes y los sábados los dedicaba a recuperar lo que perdía los demás días de la semana, para poder por lo menos mantenerme al día en los ejercicios y sacar adelante el curso. Y los domingos salía.

El Heiligenberg, la Michaelsbasilika, la Bismarkturm, el Philosophenweg, las orillas del lío: cada domingo hacía el mismo recorrido, con mínimas variaciones. No me resultaba monótono: me bastaba con ver cómo el verde se hacía semana a semana más intenso, con ver la llanura del Rin unas veces enturbiada por el calor, otras velada por cortinas de lluvia y otras coronada por nubes de tormenta, y oler las bayas y las flores en el bosque cuando el sol las calentaba, y la tierra y las hojas mustias del año anterior cuando llovía. En general no necesito ni busco demasiada variedad. El siguiente viaje lo hago un poco más lejos que el anterior; las siguientes vacaciones las paso en el lugar que descubrí durante las últimas y que tanto me gustó; durante un tiempo creí que me vendría bien un poco más de osadía, y me forcé a viajar a Sri Lanka, a Egipto y a Brasil, antes de decidir que prefería profundizar en las regiones del mundo que ya me eran famillares. Es en ellas donde veo más cosas.

He vuelto a encontrar el lugar del bosque en el que se me reveló el secreto de Hanna. El lugar no tiene ni tenía por entonces nada de especial, no hay ningún árbol ni roca de formas singulares, ni una vista excepcional de la ciudad y la llanura, nada capaz de despertar asociaciones inesperadas. Mientras pensaba en Hanna, rondando semana tras semana por los mismos itinerarios, un embrión de idea se había singularizado, había evolucionado a su manera y finalmente había desembocado en una conclusión. Cuando la idea estuvo madura, cayó por su propio peso; podría haber sido en cualquier otro lugar, o por lo menos en cualquier otro entorno y circunstancias lo bastante familiares para que fuera a sorprenderme una revelación que no llegaba de fuera, sino que había crecido en mi interior. Y fue en un camino escarpado que asciende por la falda de la montaña, cruza la carretera, pasa por delante de una fuente y, tras cruzar una arboleda alta y oscura, se interna en un bosque ralo.

Hanna no sabía leer ni escribir.

Por eso quería que le leyeran en voz alta. Por eso, durante nuestra excursión en bicicleta, me había dejado a mí todas las tareas que exigieran escribir y leer, y por eso aquella mañana en el hotel, al encontrar mi nota, se desesperó, comprendiendo que yo esperaba que la hubiera leído y temiendo quedar en evidencia. Por eso se había negado a que la ascendieran en la compañía de tranvías; su punto débil, que en el puesto de revisora podía ocultar fácilmente, habría salido a la luz en el momento de iniciar la formación para el puesto de conductora. Por eso rechazó el ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana en el campo de concentración. Por eso confeso haber escrito el informe, para no verse confrontada con el grafólogo. ¿Sería también por eso por lo que había hablado mas de la cuenta en el juicio? ¿Por qué no había podido leer ni el libro de la hija ni el texto de la acusación, y por lo tanto ignoraba las posibilidades que tenía de defenderse y no se había podido preparar convenientemente? ¿Sería por eso por lo que enviaba a sus protegidas a Auschwitz? ¿Para cerrarles la boca en caso de que descubrieran su punto débil? ¿Sería por eso que escogía a las más débiles?

¿Por eso? Yo podía comprender que se avergonzase de no saber leer ni escribir, y que hubiera preferido comportarse de una manera inexplicable conmigo antes que permitir que la desenmascarase. Al fin y al cabo, yo sabía por propia experiencia que la vergüenza puede forzarlo a uno a mostrarse esquivo, a ponerse a la defensiva, a ocultar y desfigurar las cosas, incluso a herir a los demás. Pero ¿era posible que la vergüenza explicara también el comportamiento de Hanna durante el juicio y en el campo de concentración? ¿Qué prefiriera ser acusada de un crimen a pasar por analfabeta? ¿Cometer un crimen por miedo a pasar por analfabeta?

¡Cuantas veces me hice entonces y he seguido haciéndome esas mismas preguntas! Si el móvil de Hanna era el miedo a ser desenmascarada, ¿por qué prefería un desenmascaramiento inofensivo, el de su analfabetismo, a otro muchísimo peor, el de sus crímenes? ¿O quizá creía posible salir delante de algún modo sin que la desenmascarasen nunca? ¿Era simplemente estúpida? ¿Y de verdad era tan vanidosa y malvada como para convertirse en una criminal con tal de no quedaren ridículo?

En aquel momento me negué a creer posible tal cosa y he seguido negándome luego. No, me dije, Hanna no se había decidido por el crimen. Se había decidido contra e ascenso en Siemens y había ido a parar de rebote a la SS. Y si enviaba a Auschwitz a las chicas débiles y delicadas no era porque las hubiera escogido para la muerte, sino al contrario, las había escogido para hacerles más grato el último mes de su vida, ya que de todos modos iban a acabar en Auschwitz. Y durante el juicio no estuvo dudando entre pasar por analfabeta o por criminal. No hacía cálculos, no tenía una táctica. Simplemente, daba por sentado que iban a castigarla, y no quería, encima, quedar en evidencia. No velaba por sus intereses: luchaba por su verdad, por su justicia. Y como siempre tenía que disimular un poco, y nunca podía ser del todo franca, del todo ella misma, aquella verdad y aquella justicia eran lamentables, pero eran las suyas, y la lucha por ellas era su lucha.

Debía de estar completamente agotada. No sólo luchaba en el juicio. Luchaba siempre, y había luchado siempre, no para mostrar a los demás de lo que era capaz, sino para ocultarles de qué no era capaz. Una vida cuyos avances eran enérgicas retiradas y cuyas victorias eran derrotas encubiertas.

Me produjo una extraña turbación descubrir la discrepancia entre la verdadera causa de que Hanna se marchase de mi ciudad y lo que yo me había imaginado por entonces. Estaba seguro de que la había echado yo, sentía que la había traicionado y negado; pero en realidad ella sólo quiso evitar que en la compañía de tranvías se enterasen de su secreto. En cualquier caso, el hecho de que no fuera yo quien la había echado no significaba que no la hubiera traicionado. Así que mi culpabilidad no quedaba anulada. Y si no era culpable por traicionar a una criminal, ya que eso no puede ser motivo de culpa, sí lo era por haber amado a una criminal.

11

Al confesar ser la autora del informe, Hanna se lo puso muy fácil a las otras acusadas. Pronto quedó claro que había actuado sola y por propia iniciativa, y que si las otras la habían secundado, había sido a la fuerza y bajo amenazas. Hanna tenía la sartén por el mango, decían. Era ella la que mandaba y la que escribía los informes. Era ella la que decidía.

Los habitantes del pueblo que testificaron no pudieron confirmar ni negar esa hipótesis. Vieron a varias mujeres vigilando la iglesia en llamas, sin abrir las puertas, y por eso no se atrevieron a abrirlas ellos mismos. También las vieron a la mañana siguiente, cuando se marchaban, y estaban seguros de que eran las acusadas. Pero ninguno sabía cuál de ellas llevaba la voz cantante en aquellos momentos, y ni siquiera podían asegurar que hubiera una cabecilla.

– Pero no pueden certificar -les preguntó, señalando a Hanna, el abogado de una de las otras acusadas- que no fuera esta acusada quien tomaba las decisiones, ¿verdad?

No, no podían, cómo iban a poder. Además, bastaba mirar a las otras acusadas, mujeres visiblemente mayores, más cansadas, cobardes y amargadas, para darse cuenta de que Hanna tenía que ser por fuerza la que mandaba. Por otra parte, la existencia de una cabecilla representaba una coartada perfecta para los habitantes del pueblo: para ayudar a las prisioneras habrían tenido que plantar cara a un disciplinado comando a las órdenes de un superior, y no a un puñado de mujeres desconcertadas.

Hanna seguía luchando. Admitía lo que era cierto y negaba lo que era falso. Negaba con una obstinación cada vez más desesperada. No gritaba, pero la intensidad con que hablaba le resultaba chocante al tribunal.

Finalmente se rindió. Ya sólo hablaba cuando le preguntaban, y respondía con pocas palabras o daba datos incompletos; a veces parecía como distraída. Ahora se quedaba sentada cuando hablaba: era como si quisiera manifestar que se había rendido. El juez, que al principio del proceso le había dicho varias veces que no hacía falta que se levantase, que podía quedarse sentada, lo advirtió también con extrañeza. A veces, hacia el final, me daba la impresión de que el tribunal empezaba a estar harto y quería quitarse de encima por fin aquella carga; ya no tenían los cinco sentidos puestos en el juicio, sino en alguna otra cosa, quizá algo del presente, después de tantas semanas de viaje por el pasado.

Yo también empezaba a estar harto. Pero no podía quitarme de encima aquella carga. Para mí, el juicio no estaba acabándose, sino empezando de verdad. Hasta entonces yo había sido espectador, pero ahora me veía implicado, podía intervenir, podía influir en la decisión final. Era un papel que no había buscado ni elegido, pero lo tenía, quisiera o no, tanto si decidía hacer algo como si me limitaba a comportarme pasivamente.

Hacer algo… Ese algo sólo podía ser una cosa: ir a hablar con el juez y contarle que Hanna era analfabeta. Que no era la protagonista, la culpable única en que la que la querían convertir las otras. Que su comportamiento durante el juicio no se debía a terquedad, cerrazón o descaro, sino a su ignorancia total de la acusación y del contenido del manuscrito, y sin duda también a la falta del menor sentido de la estrategia o de la táctica. Que no estaba en condiciones de defenderse adecuadamente. Que era culpable, pero no tanto como parecía.

Podía ser que el juez no se dejara convencer. Pero por lo menos le haría pensar, le empujaría a intentar averiguar la verdad. Y al final se demostraría que yo tenía razón, y Hanna sería castigada, pero no con tanta severidad, iría a la cárcel, desde luego, pero saldría antes, volvería a ser libre antes. ¿Y no era por eso por lo que luchaba?

Sí, luchaba por eso, pero no estaba dispuesta a pagar el precio de ser desenmascarada como analfabeta. Y tampoco le parecería bien que yo traicionase, a cambio de unos cuantos años de cárcel, la imagen que había querido dar de sí misma. Ese trueque sólo podía hacerlo ella, pero no lo hacía, así que estaba claro que no quería hacerlo. Para ella, su imagen valía esos años de cárcel.

Pero ¿de verdad los valía? ¿De qué le servía esa imagen falsa, que la amordazaba, la paralizaba, le impedía desarrollarse como persona? Con la energía que invertía en sostener la mentira de su vida, podría perfectamente haber aprendido a leer y a escribir.

Intenté hablar del problema con mis amigos. Imagínate que alguien se dirige a sabiendas hacia su perdición, y tú puedes salvarlo. ¿Lo salvarías? Imagínate una operación con un paciente que toma drogas que son incompatibles con la anestesia, pero se avergüenza de ser droga-dicto y no quiere decírselo al anestesista. ¿Hablarías con el anestesista? Imagínate que en un juicio se ha demostrado que el criminal era diestro, pero el acusado no se atreve a revelar que es zurdo porque le da vergüenza, y lo van a condenar. ¿Se lo contarías al juez? O imagínate que un crimen sólo pudo cometerlo, con toda certeza, un heterosexual, y el acusado es homosexual, pero se avergüenza de serlo y se calla. No te pregunto si tiene sentido avergonzarse de ser zurdo u homosexual. Sólo te pido que te imagines que el acusado no se atreve a confesarlo por vergüenza.

12

Decidí hablar con mi padre. No porque tuviéramos mucha confianza, desde luego. Mi padre era un hombre reservado, tan incapaz de mostrarles sus sentimientos a sus hijos como de aceptar los que ellos tenían hacia él. Durante muchos años sospeché que detrás de tanto hermetismo debía de haber un tesoro escondido. Pero con el tiempo empecé a preguntarme si de verdad había algo allí detrás. Quizá había tenido sentimientos en su niñez y su juventud, y a lo largo de los años, al no expresarlos, los había dejado agostarse y morir.

Pero fue precisamente esa distancia lo que me hizo buscar el diálogo con él. No fui a hablar con mi padre, sino con el filósofo que había escrito libros sobre Kant y Hegel, autores que, por lo que yo sabía, habían reflexionado sobre asuntos morales. Creía que mi padre sería capaz de contemplar abstractamente el problema, en lugar de dejarse distraer, como mis amigos, por las deficiencias de mis ejemplos.

Cuando, de pequeños, queríamos hablar con él, nos citaba a una hora determinada, como a sus alumnos. Trabajaba en casa y sólo iba a la universidad para dar sus clases. Los alumnos que querían hablar con él venían a verlo a casa. Me acuerdo de aquellas filas de estudiantes apoyados en la pared del pasillo, esperando que les tocara el turno, algunos leyendo, otros contemplando las vistas de la ciudad que colgaban de la pared, otros con la mirada perdida en el vacío, todos mudos, a excepción de los tímidos saludos con que replicaban a los nuestros cuando pasábamos por el pasillo. Nosotros, cuando habíamos quedado para hablar con mi padre, no teníamos que hacer cola en el pasillo, pero, igual que los estudiantes, no llamábamos a la puerta de su despacho hasta la hora acordada, y no entrábamos hasta que él nos daba permiso.

Conocí dos despachos de mi padre. El primero, en el que vi a Hanna pasando el dedo por los lomos de los libros, tenía ventanas que daban a la calle y desde las que se veían las casas de la otra acera. Las del segundo daban a la llanura del Rin. La casa a la que nos mudamos a principios de los años sesenta, y en la que se quedaron a vivir mis padres cuando los hijos nos hicimos mayores, estaba situada en una ladera, por encima de la ciudad. Tanto en un despacho como en el otro, las ventanas no expandían el espacio hacia el exterior, hacia el mundo, sino que lo capturaban, lo reducían a un cuadro colgado en la pared. El despacho de mi padre era como un cascarón dentro del cual los libros, los papeles, los pensamientos y el humo de la pipa y los puros creaban una atmósfera propia, distinta de la del mundo exterior, que me resultaba familiar y ajena al mismo tiempo.

Mi padre me hizo exponer el problema, primero en abstracto y luego con ejemplos.

– Tiene algo que ver con el juicio, ¿verdad? -dijo enseguida. Pero meneó la cabeza para indicarme que no esperaba respuesta, que no quería penetrar en mi mente ni saber nada que yo no le contara por propia iniciativa. Y luego, con la cabeza echada a un lado y las manos sujetas a los brazos del sillón, se puso a pensar. No me miraba. No lo observaba a él: sus canas, sus mejillas como siempre mal afeitadas, las arrugas que se le marcaban entre los ojos y discurrían de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios. Y esperé.

Para empezar se remontó a conceptos como la persona, la libertad y la dignidad, y recalcó la idea del ser humano como sujeto al que nadie tiene derecho a convertir en objeto.

– ¿No te acuerdas de cómo te enfadabas de pequeño cuando mamá, por tu bien, te obligaba a hacer algo que no querías? ¿Tenía derecho a hacerlo, aunque fueras un niño? Es todo un problema. Un problema filosófico. Pero la filosofía no se preocupa de los niños. Los ha dejado en manos de la pedagogía, lo cual es un error. La filosofía se ha olvidado de los niños -añadió con una sonrisa-, y no sólo de vez en cuando, como me pasaba a mí con vosotros, sino para siempre.

– Pero…

– Pero en el caso de los adultos, desde luego, tengo muy claro que no hay justificación alguna para anteponer lo que un sujeto considera conveniente para otro a lo que éste considera conveniente para sí mismo.

– ¿Incluso al precio de renunciar a la felicidad?

Negó con la cabeza.

– No estamos hablando de la felicidad, sino de la dignidad y la libertad. Tú, de pequeño, ya conocías esa diferencia. El hecho de que mamá siempre acabara teniendo razón no te servía de consuelo.

Hoy en día me gusta recordar aquella conversación con mi padre. La había olvidado, hasta que, tras su muerte, empecé a hurgar en el desván de mi memoria en busca de los buenos momentos, vivencias y experiencias que había tenido con él. Cuando la encontré, la contemplé con sorpresa y gozo. En aquella época, la mezcla del abstracción y diáfana claridad de las palabras de mi padre me confundió al principio. Pero deduje que no debía hablar con el juez, es más, que no tenía derecho a hacerlo, y me sentí aliviado.

Mi padre se dio cuenta.

– ¿Así que te gusta la filosofía?

– Bueno… Lo que pasa es que no sabía si debía tomar alguna medida ante la situación que te he descrito, y no me convencía mucho la idea de hacerlo, así que esto de pensar que no tengo derecho me parece…

No sabía qué decir. ¿Un alivio? ¿Tranquilizador?! ¿Agradable? Todo eso no tenía nada que ver con la moral y la responsabilidad. Podía decir simplemente que me parecía bien, y eso sí sonaría a moral y responsabilidad. Pero no era cierto; aquello me producía una simple sensación de alivio y nada más.

– ¿Agradable? -propuso mi padre.

Asentí con la cabeza al tiempo que me encogía del hombros.

– No, tu problema no tiene ninguna solución agradable. Vamos a ver: esa persona que conoce un secreto y no sabe si debe revelarlo, ¿se limita a observar o tiene algún. tipo de responsabilidad en el asunto, aunque sea involuntariamente? Si es así, esa persona debe actuar. Si sabe lo que le conviene al otro, y éste se niega a verlo, debe intentar abrirle los ojos. El otro siempre tendrá la última palabra, pero hay que hablar con él. Insisto, con él, no con otra persona a sus espaldas.

¿Hablar con Hanna? ¿Y qué podía decirle? ¿Que había descubierto la mentira de su vida? ¿Que ella estaba a punto de sacrificar el resto de su vida en aras de esa estúpida mentira? ¿Que la mentira no merecía semejante sacrificio? ¿Que tenía que luchar por no pasarse en la cárcel más tiempo del imprescindible, para poder hacer luego algo nuevo con su vida? ¿Pero qué quería decir «algo nuevo»? ¿Qué iba a hacer ella con su vida después de la cárcel? ¿Tenía derecho a privarla de la mentira de su vida sin ofrecerle a cambio una alternativa de futuro? No se me ocurría ninguna a largo plazo, y tampoco me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle que, después de lo que había hecho durante la guerra, era justo que, de momento, y por unos cuantos años más, se pudriera en la cárcel. No me veía capaz de plantarme delante de ella y decirle nada. No me veía capaz siquiera de acudir a ella.

– ¿Y qué pasa si no se puede hablar con el otro? -le pregunté.

Me miró con gesto dubitativo, y yo mismo me di cuenta de que la pregunta estaba fuera de lugar. No había nada más que decir desde el punto de vista moral. Lo único que me quedaba era tomar una decisión.

– No he podido ayudarte.

Mi padre se levantó, y yo también.

– No, no te vayas, es que me duele la espalda -dijo encorvado, apretándose los riñones con las manos-. No puedo decir que lamente no poder ayudarte. Es decir, desde el punto de vista del filósofo, que es lo que has venido a buscar. En cambio, como padre, la experiencia de no poder ayudar a mis hijos me parece francamente insoportable.

Esperé un poco, pero no dijo nada más. Me pareció que adoptaba una postura de autoindulgencia; yo sabía muy bien cuándo debería haberse preocupado más por nosotros y cómo podría habernos ayudado más de lo que lo había hecho. Luego pensé que quizá él mismo también lo sabía y le pesaba de veras. Pero tanto en un caso como en el otro, yo no podía decirle nada. Me sentí cohibido, y tuve la sensación de que él también.

– Bueno, pues…

– Puedes venir a hablar conmigo cuando quieras -dijo mi padre, mirándome.

No le creí, y asentí con la cabeza.

13

En junio, el tribunal se trasladó dos semanas a Israel. La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.

Yo había previsto dedicarme aquellas dos semanas por completo a la carrera. Pero las cosas no salieron como las había planeado. No podía concentrarme en el estudio, ni en los profesores, ni en los libros. Una y otra vez, mis pensamientos emprendían el vuelo y se perdían en imágenes.

Veía a Hanna delante de la iglesia en llamas, con una expresión dura en el rostro, con uniforme negro y una fusta en la mano. Con la fusta dibujaba círculos en la nieve y se daba golpecitos en la caña de las botas. La veía escuchando mientras le leían en voz alta. Escuchaba atentamente, sin hacer preguntas ni comentarios. Cuando se acababa la sesión, le comunicaba a la lectora que al día siguiente saldría con el grupo que volvía a Auschwitz. La lectora, una criatura esmirriada con el pelo negro esquilado casi al cero y ojos miopes, se echaba a llorar. Hanna golpeaba la pared con la mano y entraban dos mujeres, también prisioneras, con uniforme de rayas, y se llevaban a la lectora casi a rastras. Veía a Hanna andar por las calles del campo de concentración, entrar en los barracones de las prisioneras, vigilar la marcha de los trabajos de reconstrucción de la fábrica. Todo eso lo hacía con la misma expresión dura, con ojos fríos y labios apretados, y las prisioneras bajaban la cabeza, se inclinaban sobre el trabajo, se pegaban a la pared, se apretaban contra ella, como si quisieran desaparecer dentro. A veces aparecían montones de prisioneras, corriendo de un lado a otro, o en formación, o marchando, y Hanna estaba entre ellas, gritando órdenes, con la cara convertida en una fea máscara vociferante, y repartiendo golpes con la fusta. Veía el campanario cayendo sobre el tejado de la iglesia en medio de un diluvio de chispas, y oía los gritos de desesperación de las mujeres. Veía la iglesia a la mañana siguiente, totalmente calcinada.

Además de esas imágenes, veía las otras. Hanna poniéndose las medias en la cocina, o sosteniendo la toalla delante de la bañera, o en bicicleta, con la falda aleteando al viento, o de pie en el despacho de mi padre, o bailando delante del espejo, o mirándome en la piscina; Hanna escuchándome, hablándome, sonriéndome, amándome. Lo malo era cuando se mezclaban las dos clases de imágenes. Hanna haciendo el amor conmigo con aquellos ojos fríos y los labios apretados, escuchándome leer sin decir palabra y al final dando un golpe en la pared, hablándome mientras su cara se convierte en una fea máscara. Pero aún peores eran los sueños en los que aquella Hanna dura, autoritaria y cruel me excitaba sexualmente; me despertaba rebosante de deseo, vergüenza e indignación. Y con el miedo de no saber quién era yo mismo.

Sabía que aquellas imágenes de la fantasía no eran más que miserables tópicos. No le hacían justicia a la Hanna que yo había conocido y estaba conociendo. Pero al mismo tiempo eran de una fuerza arrolladura. Destruían las imágenes que guardaba de Hanna en el recuerdo y se entreveraban con las imágenes de campos de exterminio que tenía en la mente.

Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción «El trabajo os hará libres», las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto y películas como La decisión de Sophie y especialmente La lista de Schindler, no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.

14

Decidí irme de viaje. Si hubiera podido hacer las maletas y plantarme en Auschwitz sin más, lo habría hecho. Pero para conseguir un visado había que esperar semanas. Así que me dirigí a Struthof, en Alsacia. Era el campo de concentración más cercano. Nunca había visto uno. Quería deshacerme de los tópicos con ayuda de la realidad.

Hice autoestop, y recuerdo a un camionero que no paraba de vaciar botellas de cerveza una tras otra, y al conductor de un Mercedes que utilizaba guantes blancos. Pasado Estrasburgo, tuve suerte; el conductor que me recogió se dirigía a Schirmeck, un pueblo cercano a Struthof.

Cuando le dije al conductor adonde quería ir exactamente, se quedó callado. Le miré, pero nada en su cara me permitía interpretar por qué había enmudecido de repente en medio de una animada conversación. Era un hombre de mediana edad, de rostro enjuto, con un lunar o una cicatriz de quemadura rojo oscuro en la sien derecha y pelo negro peinado en mechones, con la raya cuidadosamente marcada. Miraba a la carretera con gran concentración.

Ante nosotros, los Vosgos empezaban a disolverse en pequeñas colinas. Nos internamos en un valle muy ancho, que ascendía poco a poco, entre viñedos. A izquierda y a derecha el bosque tapizaba las laderas; a veces aparecía una cantera, una nave industrial rodeada de un muro de ladrillo y con tejado ondulado, un antiguo sanatorio, una gran casa de campo con muchas pequeñas torres, rodeada de árboles altos. Una línea férrea discurría paralela a la carretera, unas veces por la derecha y otras por la izquierda.

Luego empezó a hablar de nuevo. Me preguntó por qué quería visitar Struthof, y le hablé del juicio y de mi problema con la falta de imágenes.

– Ah, ya. Quieres entender cómo es que hubo gente capaz de hacer cosas tan terribles.

Sonaba un poco irónico. Pero quizá fuera sólo el tono dialectal de su voz y su pronunciación. Antes de que pudiera contestar, continuó hablando.

– ¿Y, concretamente, qué es lo que quieres entender? ¿Entiendes, por ejemplo, que se mate por pasión, por amor, por odio, por honor, por venganza?

Asentí con la cabeza.

– ¿Entiendes también que se mate por dinero o poder? ¿Que se mate en la guerra o en una revolución?

– Pero… -repliqué, asintiendo de nuevo con la cabeza.

– Pero los que murieron asesinados en los campos no les habían hecho nada a sus asesinos, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres decir? ¿Que no había ningún motivo para el odio, que no estaban en guerra los unos con los otros?

Esa vez no asentí. Lo que aquel hombre estaba diciendo era inatacable, pero no me gustaba la manera en que lo decía.

– Tienes razón. No estaban en guerra ni tenían ningún motivo para odiar. Pero tampoco los verdugos odian a los condenados a muerte, y sin embargo los ejecutan. Se lo han ordenado así. ¿Piensas que lo hacen porque se lo han ordenado así? Seguramente piensas que estoy hablando del tema de la obediencia debida y que en cualquier momento voy a salir con aquello de que los guardianes de los campos de concentración sólo eran unos subordinados que tenían que obedecer.

Rió con tono despectivo.

– No, no estoy hablando de la obediencia debida. El verdugo no obedece órdenes. Simplemente hace su trabajo; no odia a las personas a las que ejecuta, no lo hace por venganza, no las mata porque se interpongan en su camino o lo amenacen o lo ataquen. Le son completamente indiferentes. Tan indiferentes, que le da lo mismo matarlas o no matarlas.

Me miró.

– ¿No hay ningún pero? Venga, hombre, dime que nadie tiene derecho a sentir tanta indiferencia hacia otra persona. ¿No es eso lo que te han enseñado? ¿Solidaridad con todos los seres humanos? ¿La dignidad del hombre? ¿Respeto a la vida?

Me sentía indignado e impotente. Buscaba una palabra, una frase que pudiera borrar lo que aquel hombre acababa de decir y lo dejara sin palabras.

– Una vez -continuó- vi una fotografía de las matanzas de judíos en Rusia. Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil. Están en una cantera, y por encima de los judíos y los soldados se ve a un oficial sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo. Parece aburrirse un poco. Quizá todo aquello le resulta demasiado lento. Pero al mismo tiempo tiene una expresión de satisfacción, incluso de alegría, quizá porque a pesar de todo el trabajo va saliendo adelante y pronto será la hora de retirarse a descansar. No odia a los judíos. No está…

– ¿Era usted? ¿Era usted el que estaba sentado en el hueco de la pared…?

Paró el coche. Estaba pálido, y el lunar de la sien le brillaba.

– ¡Fuera!

Bajé del coche. Arrancó tan bruscamente que tuve que apartarme de un salto. Lo oí todavía durante las primeras curvas. Luego se hizo el silencio.

Me puse a andar carretera arriba. No venía ningún coche, ni en mi dirección ni en la contraria. Oía cantar los pájaros, el viento en los árboles, a veces el murmullo de un riachuelo. Respiré aliviado. Al cabo de un cuarto de hora estaba en el campo de concentración.

15

Volví por allí no hace mucho. Era invierno, un día frío y soleado. Más allá de Schirmeck el bosque estaba nevado: árboles espolvoreados de blanco y una capa blanca sobre el suelo. El perímetro del campo de concentración, un terreno alargado extendido sobre una ladera en forma de terraza, con amplias vistas a los Vosgos, aparecía cubierto de blanco bajo el sol. Las torres de vigilancia, de dos o tres pisos, y los barracones, de una sola planta, eran de madera pintada de color azul grisáceo, que contrastaba agradablemente con la nieve. Cierto, estaba el portal alambrado con la inscripción «Campo de concentración Struthof-Natzweiler» y la doble alambrada que rodeaba el campo, pero el refulgente manto de nieve ocultaba todo rastro del campo en el suelo que quedaba libre entre los barracones todavía en pie, sobre el que originariamente se levantaban, apiñados, más barracones. Podía haber estado poblado de niños que estuvieran pasando las vacaciones de Navidad en las agradables casitas de acogedoras ventanas con persianas de madera, jugando con trineos, a la espera de que los llamaran para ir a merendar bizcochos y chocolate caliente.

El campo estaba cerrado. Caminé por la nieve a su alrededor, mojándome los pies. Tenía a la vista todo el terreno, y recordé que aquella vez, en mi primera visita, anduve por unos escalones que bajaban entre los cimientos de los derruidos barracones. También recordé los hornos crematorios que por entonces se exhibían en uno de los barracones, y el calabozo, alojado en otro. Recordé mi intento frustrado de imaginarme un campo de concentración lleno, con prisioneros y soldados, de imaginarme de una manera concreta todo aquel sufrimiento. Lo intenté de verdad: miré un barracón, cerré los ojos y alineé mentalmente toda una fila de barracones. Medí con mis pasos una de aquellas construcciones, calculé con ayuda del folleto informativo el número de prisioneros que debían de ocuparla e intenté imaginarme la estrechez que reinaría allí. Sabía que los prisioneros formaban para la revista justo en aquellos escalones que separaban los barracones, y los llené desde el extremo inferior hasta el extremo superior del campo con espaldas alineadas en hileras. Pero todo fue inútil, y tuve una sensación de lamentable y vergonzoso fracaso.

Ya de regreso, encontré más abajo, en la misma ladera, una casa pequeña, situada frente a un restaurante. En tiempos aquella casa había sido la cámara de gas. Estaba pintada de blanco, tenía las puertas y ventanas enmarcadas en piedra y podría haber sido un granero o un cobertizo o una casa de criados. También aquella casa estaba cerrada, y no recordaba haber estado dentro de ella la primera vez. No bajé. Me quedé un rato mirándola desde el coche, con el motor en marcha. Luego seguí mi camino.

Al principio me daba cierto reparo pasar, en el camino de regreso, por los pueblos alsacianos en busca de un restaurante para almorzar. Pero el reparo no se debía a un sentimiento auténtico, sino a la idea de cómo había que sentirse después de visitar un campo de concentración. Cuando me di cuenta, me encogí de hombros y me puse a buscar un restaurante. En un pueblo al pie de los Vosgos encontré uno que se llamaba Au Petit Garçon. Desde mi mesa se divisaba la llanura. Recordé que Hanna me llamaba «chiquillo» 1.

En mi primera visita estuve rondando por el terreno del campo de concentración hasta que lo cerraron. Luego me senté al pie del monumento que se encuentra por encima del campo y estuve contemplándolo desde allí. Sentía dentro de mí un gran vacío, como si aquellas imágenes que me faltaban no hubiera estado buscándolas fuera de mí, sino en mi interior, y ahora viera que dentro de mí no había nada.

Luego se oscureció. Tuve que esperar una hora hasta que un camionero me dejó subir a la plataforma de su camioneta y me llevó al pueblo más cercano. No quise seguir haciendo autoestop el mismo día. Encontré una habitación barata en una fonda del pueblo y me comí un delgado bistec con patatas fritas y guisantes.

En una de las mesas vecinas había cuatro hombres jugando a cartas ruidosamente. La puerta se abrió, y entró sin saludar un anciano de baja estatura. Llevaba pantalones cortos y una pata de palo. Se apoyó en la barra y pidió cerveza. Daba la espalda (y la cabeza pelada y demasiado grande) a la mesa de los jugadores. Éstos dejaron las cartas, metieron la mano en el cenicero, cogieron las colillas y empezaron a tirárselas con mucha puntería. El hombre de la barra daba manotazos por detrás de su cabeza, como si espantara moscas. El dueño le sirvió la cerveza. Nadie decía nada.

No pude contenerme. Me levanté de un salto y me acerqué a la mesa de los jugadores. «¡Ya basta!» Temblaba de rabia. En aquel momento el viejo se acercó a saltitos, se echó mano a la pierna, y de repente se soltó la pata de palo, la cogió y la estrelló estruendosamente contra la mesa, haciendo bailar los vasos y el cenicero, y a continuación se dejó caer en la silla libre. Soltó una chillona carcajada con la boca desdentada, y los otros se rieron con él, con atronadoras risas de borrachos. «¡Ya basta!», gritaban riéndose y señalándome, «¡ya basta!»

Por la noche, un vendaval asedió la casa. No tenía frío, y los aullidos del viento, el chirrido del árbol que había delante de la ventana y el golpeteo ocasional de la persiana no eran tan fuertes como para impedirme conciliar el sueño. Pero interiormente me sentía cada vez más inquieto, hasta que empecé a temblar con todo el cuerpo. Tenía miedo, no porque esperara un suceso funesto, sino porque el miedo se había apoderado de mí. Estaba tumbado, escuchando el viento. Sentía alivio cuando su resoplar se hacía más débil y menos ruidoso, temía sus nuevos embates y no sabía cómo iba a poder levantarme al día siguiente, volver a casa, seguir estudiando y algún día tener una profesión y una mujer y unos hijos.

Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como se merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser.

A la noche la siguió un día radiante de verano. No tuve problemas con el autoestop, y llegué a casa en unas pocas horas. Atravesé a pie la ciudad como si llevara largo tiempo sin poner los pies en ella; las calles, las casas y la gente me resultaban ajenos. Pero no por eso me sentía más cercano al mundo de los campos de concentración. Las impresiones que había recogido en Struthof se asociaron a las pocas imágenes que ya tenía de Auschwitz, Birkenau y Bergen-Belsen, y se fosilizaron junto a ellas.

16

Al final acabé acudiendo al juez. No fui capaz de ir a hablar con Hanna. Pero tampoco podía cruzarme de brazos.

¿Por qué no fui capaz de hablar con Hanna? Ella me había abandonado, me había engañado, no era la persona que yo había visto en ella o que mi fantasía había pintado. ¿Y quién era yo para ella? ¿El pequeño lector al que había utilizado, el pequeño compañero de cama con el que se había divertido? ¿Me habría enviado a mí también a la cámara de gas si no hubiera podido abandonarme pero hubiera necesitado librarse de mí?

¿Por qué, al mismo tiempo, no podía cruzarme de brazos? Me decía a mí mismo que tenía que impedir un error judicial. Tenía que luchar por que se hiciera justicia, dejando aparte la mentira vital de Hanna, es decir, que se hiciera justicia independientemente de que ello le conviniese a Hanna o no. Pero en realidad no era la justicia lo que me preocupaba. No podía dejar a Hanna como estaba o quería estar. Tenía que hacer algo por ella, ejercer algún tipo de influencia o efecto en su persona, directa o indirectamente.

El juez había oído hablar de nosotros, el grupo de estudiantes que asistía a las sesiones, y se mostró muy bien dispuesto a recibirme para hablar después de una sesión del juicio. Llamé a la puerta, me dio permiso para entrar, me saludó y me pidió que me sentara en la silla que había delante del escritorio. Él estaba sentado al otro lado, en mangas de camisa. La toga colgaba por encima del respaldo y los brazos de la butaca; se había sentado con la toga puesta y luego se la había quitado sin levantarse. Parecía relajado, un hombre que tiene a sus espaldas el trabajo de un día entero y se siente satisfecho. Sin aquella expresión de desconcierto tras la que se parapetaba en las sesiones del juicio, tenía una amable, inteligente e inofensiva cara de funcionario. Enseguida empezó a charlar y a preguntarme por esto y aquello. Qué pensaban del proceso los estudiantes del grupo, cómo pensaba utilizar el profesor los apuntes que tomábamos, en qué curso estábamos, cuánto tiempo llevaba yo estudiando, por qué estudiaba Derecho y cuándo me licenciaría. Me recomendó que sobre todo no me licenciara demasiado tarde.

Respondí a todas las preguntas. Luego le escuché hablar de su época de estudiante y de cuando se licenció. Lo había hecho todo como es debido. Había asistido en el momento exacto y con provecho a todos los cursos y seminarios necesarios y finalmente se había licenciado. Le gustaba dedicarse al Derecho y concretamente a la tarea de juez, y si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo y de la misma manera.

La ventana estaba abierta. En el aparcamiento se oían puertas de coches que se cerraban y motores que arrancaban. Escuché el ruido de los coches hasta que se mezcló con el fragor del tráfico. Luego unos niños se pusieron a jugar y a armar jaleo en el aparcamiento vacío. A veces se entendía claramente alguna palabra: un nombre, un insulto, una llamada.

El juez se levantó y me despidió. Me dijo que podía volver cuando quisiera si tenía más preguntas. Y también si necesitaba consejo respecto a mis estudios. Y me encargó que el grupo le hiciese llegar los resultados del trabajo.

Crucé el aparcamiento vacío. Le pedí a un niño mayor que los otros que me indicara el camino a la estación. Mis compañeros se habían marchado en coche nada más acabar la sesión, y yo tenía que tomar el tren. El tren iba cargado de gente que volvía del trabajo o de comprar; se detenía en todas las estaciones para que bajase y subiese gente. Yo estaba sentado junto a la ventana, rodeado de pasajeros siempre cambiantes, de conversaciones, de olores. Veía pasar casas, calles, coches, árboles, y a lo lejos montañas, castillos, canteras. Lo veía todo y no sentía nada. Ya no me molestaba que Hanna me hubiera abandonado, engañado y utilizado. Tampoco sentía la necesidad de hacer algo por ella. Sentía cómo la anestesia con que había asistido a los horrores del proceso se apoderaba ahora también de mis sentimientos y pensamientos de la semana anterior. Exageraría si dijera que me alegraba de que fuera así. Pero sí sentí que era algo bueno. Que aquello me permitiría volver a mi vida cotidiana y seguir viviendo en ella.

17

El tribunal dictó sentencia a finales de junio. A Hanna la condenaron a cadena perpetua. A las otras, a penas inferiores.

La sala estaba tan llena como al principio del juicio. Funcionarios de justicia, estudiantes de mi universidad y de la ciudad donde se celebraba el juicio, un grupo de estudiantes de bachillerato, periodistas alemanes y extranjeros y toda esa gente que siempre ronda por los juzgados. Hacían ruido. Cuando las acusadas fueron conducidas a la sala, al principio nadie les prestó atención. Pero luego todo el mundo enmudeció. Los primeros que se callaron fueron los de los asientos delanteros, los más cercanos a las acusadas. Los vi darse codazos y volverse hacia la fila de atrás. «Mirad, mirad», cuchicheaban, y la gente, a medida que se ponía a mirar, se callaba también, se daba codazos, se volvía hacia la fila de atrás y cuchicheaba: «Mirad, mirad.» Hasta que por fin se hizo el silencio en toda la sala.

No sé si Hanna era consciente del aspecto que tenía; quizá aquél era el aspecto que quería tener. Iba vestida con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca, y el corte del traje y el lazo que llevaba la hacían parecer uniformada. Nunca he visto el uniforme de las mujeres que trabajaban para las SS. Pero tuve la impresión, como les sucedió a los demás, de tenerlos ante nuestros ojos: el uniforme y la mujer que, enfundada en él, se había puesto al servicio de las SS, que había hecho todo lo que Hanna estaba acusada de hacer.

El público empezó a cuchichear otra vez. Muchos parecían indignados. Les daba la impresión de que Hanna se estaba burlando del proceso, de la sentencia y de ellos mismos, que habían acudido a oír la sentencia. Empezaron a hablar más alto, y algunos increparon a Hanna. Hasta que el tribunal entró en la sala, y el juez, tras mirar a Hanna con el habitual gesto de desconcierto, pronunció la sentencia. Hanna le escuchó de pie, erguida y sin moverse. Durante la lectura de los considerandos, se sentó. Yo no apartaba la mirada de su cabeza y su nuca.

La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni a nadie.

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