– EL COLEGIO de las madres lazaristas, como tú sin duda ignoras -empezó diciendo el comisario mientras contemplaba cómo el precio del habano se le iba en humo- está situado en una callejuela recoleta y pina de las que serpentean por el aristocrático barrio de San Gervasio, hoy ya no muy en boga, y se precia de reclutar a su alumnado entre las mejores familias de Barcelona; todo ello con fines de lucro. Usted, madre, corríjame si me equivoco. El colegio, claro está, es exclusivamente femenino y funciona en régimen de internado. Para acabar de contemplar el cuadro agregaré que todas las alumnas visten uniforme gris especialmente diseñado para eclipsar sus incipientes turgencias. Un halo de impenetrable honorabilidad rodea la institución. ¿Vas bien?
Dije que sí, aunque tenía mis dudas, porque anhelaba escuchar la parte escabrosa del asunto, que pensé que estaba por venir y que, más vale que lo advierta honradamente, no vino.
– Como sea -continuó el comisario Flores-, en la mañana del siete de abril de este año hace seis, o sea, de 1971, la persona encargada de verificar que todas las alumnas se habían levantado, aseado, peinado, vestido y aprestado a asistir al santo sacrificio de la misa percibió que una de aquéllas faltaba de las filas. Preguntó a las compañeras de la ausente y no le supieron dar razón. Acudió al dormitorio y encontró la cama vacía. Buscó en el cuarto de baño y en otros lugares. Llevó sus pesquisas a los más recónditos entreveros del internado. En vano. Una de las alumnas había desaparecido sin dejar rastro. De sus efectos personales sólo faltaba la ropa que llevaba puesta, esto es, el camisón. En la mesilla de noche fueron hallados el reloj de pulsera de la desaparecida, unos zarcillos de perlas cultivadas y el dinero de bolsillo de que disponía para adquirir chucherías en el economato sito en el edificio que las propias monjas administran. Angustiada la persona a que nos referimos, puso lo ocurrido en conocimiento de la madre superiora y ésta, a su vez, hizo correr la voz entre la comunidad religiosa. Se practicó un nuevo registro sin mejores resultados. A las diez de la mañana, poco más o menos, los padres de la desaparecida fueron informados y, tras breve conciliábulo, se puso el asunto en manos de la policía, personificadas en estas que ves aquí, las mismas con las que te rompí el colmillo.
»Con la celeridad que caracterizaba a las fuerzas del orden en la era preposfranquista, me personé en el colegio, interrogué a cuantos juzgué oportuno hacerlo, regresé a la Jefatura, hice que me trajeran a unos cuantos confidentes, entre los que tenías la suerte de hallarte tú, miserable delator, y sonsaqué hábilmente cuanto dato pudieron darme. Al anochecer, empero, había llegado a la conclusión de que el asunto no tenía explicación posible. ¿Cómo había podido una niña levantarse a media noche y descerrajar la puerta del dormitorio sin despertar a una sola de sus condiscípulas?, ¿cómo había logrado trasponer las puertas cerradas que separaban el dormitorio del jardín y que son, si mis cálculos no fallan, cuatro o cinco, según se crucen o no los urinarios del primer piso?, ¿cómo había podido atravesar el jardín a oscuras, sin dejar huellas en la tierra ni tronchar las flores ni, más raro aún, delatar su presencia a los dos mastines que las monjas desatan todas las noches al concluir los últimos rezos?, ¿cómo había podido salvar la verja de cuatro metros de altura, rematada de aguzadas púas, o los muros de idéntica altura erizados de fragmentos de vidrio y recubiertos en su parte superior de una madeja de alambre espinoso?
– ¿Cómo? -pregunté azuzado por la curiosidad.
– Misterio -respondió el comisario sacudiendo la ceniza del puro en la alfombra, ya que, como dije antes, el cenicero y su soporte de bronce habían sido retirados del despacho tiempo atrás y el doctor Sugrañes no fumaba-. Pero la cosa no terminó aquí o no estaría yo haciendo un preámbulo tan largo.
»Mis investigaciones acababan de empezar y ya parecían llevar mal camino, cuando recibí una llamada telefónica de la madre superiora, que, por cierto, no es esta que ves aquí -señaló con el pulgar a la monja, que seguía sin decir palabra-, sino otra más vieja y, dicho sea con el debido respeto, algo tonta, quien me rogó que acudiera de nuevo al colegio, pues le urgía hablar conmigo. Como no creo haber dicho, esto sucedía en la mañana del día siguiente al de la desaparición de la niña, ¿está claro? Bien. Como iba diciendo, salté al coche-patrulla y, haciendo sonar la sirena y mostrando por la ventanilla un puño amenazador, logré hacer el trayecto entre la Vía Layetana y San Gervasio en menos de media hora, con todo y que la Diagonal estaba imposible.
»Una vez en el despacho de la madre superiora, me encontré con una pareja, hombre y mujer, de gentil y adinerado porte, que se identificaron a instancia mía como padre y madre de la desaparecida, ordenándome, acto seguido, en virtud de las facultades de que su condición de tales les investía, que de inmediato me desentendiera del caso, orden que la madre superiora corroboró en los términos más enérgicos, aunque nadie le había pedido su opinión. Aventurando la hipótesis de que los secuestradores de la niña habían recomendado a los padres de ésta, sabe dios con qué intimidaciones, su presente actitud y consciente de que, por razones poco claras, la citada actitud es de todo punto desaconsejable, insté a aquéllos a que depusieran ésta. "Usted", me conminó el padre de la niña con una jactancia sólo atribuible a un lejano parentesco con Su Excelencia, "ocúpese de sus cosas, que yo ya me ocuparé de las mías." "Con tal proceder", advertí yo con firmeza mientras reculaba hacia la salida, "nunca recobrará a la criaturita." "La criaturita", zanjó el debate el padre, "ya ha sido recuperada. Puede usted volver a sus quinielas." Y eso hice.
– ¿Puedo hacer una pregunta, señor comisario? -dije yo.
– Depende -dijo el comisario torciendo el gesto.
– ¿Qué edad tenía la repetida criaturita en el momento de la desaparición?
El comisario Flores miró a la monja y ésta hizo un ademán con las cejas. El comisario carraspeó antes de decir:
– Catorce años.
– Gracias, señor comisario. Tenga la bondad de proseguir.
– Prefiero, en aras de la claridad expositiva -dijo el comisario-, que sea aquí la reverenda quien tome la palabra.
Cosa que ésta hizo con tal celeridad que pensé que se moría por hablar desde hacía rato.
– Según mis informes -dijo-, pues no tengo conocimiento directo de los hechos que nos ocupan, dirigiendo yo cuando éstos se produjeron una casa de retiro para religiosas demasiado viejas o demasiado jóvenes en la provincia de Albacete, la decisión de cercenar la investigación en sus comienzos, abortarla, diría yo si el término no tuviera tantas connotaciones polémicas, provino de los padres de la desaparecida y chocó, en principio, con la oposición de la entonces superiora, mujer de gran talento y carácter, dicho sea de paso, a quien preocupaba no sólo la suerte corrida por la niña, sino la reputación del colegio como un todo considerado. Pero sus protestas de nada sirvieron ante la determinación de los padres, que arguyeron a su favor la patria potestad que sobre su hija tenían y el monto de las contribuciones que anualmente hacían al colegio con motivo de la Navidad del Pobre, la Quincena del Ropero y el Día del Fundador, que, por cierto, es la semana que viene.
»Guardando, pues, sus inquietudes en su corazón, la madre superiora se avino a lo que le pedían y exhortó a la comunidad y a las demás niñas a que guardasen el más absoluto silencio respecto de lo acontecido.
– Disculpe mi entrometimiento, madre, -dije yo-, pero hay un extremo sobre el que desearía una aclaración: ¿había reaparecido verdaderamente la niña o no?
La monja estaba por contestar cuando unas campanadas le hicieron reparar en la hora.
– Son las doce -dijo-. ¿Les importa si me recojo unos instantes para rezar el ángelus?
Dijimos que no faltaría más.
– Tenga la bondad de apagar el puro -dijo la monja al comisario.
Se replegó sobre sí misma y musitó unas plegarias, acabadas las cuales, dijo:
– Ya puede volver a encender el puro. ¿Qué me había preguntado?
– Que si había reaparecido la niña.
– Ah, sí. En efecto -dijo la monja, cuyo acento delataba a veces sus orígenes humildes-, en la mañana del segundo día, y no sin que la noche anterior la comunidad hubiera impetrado un milagro de la virgen del Carmen, cuyos escapularios bendecidos, por cierto, llevo en el bolso, por si los desean comprar, las alumnas advirtieron con extrema sorpresa que su compañera desaparecida ocupaba nuevamente la cama que le correspondía, que se levantaba con las demás y procedía, junto con ellas, a la diaria toilette, formando una vez vestida filas en la recámara de la capilla como si nada anómalo hubiera pasado. Las compañeras, por respeto a las instrucciones impartidas, guardaron absoluto silencio, pero no así la persona encargada de verificar que todas las alumnas se habían levantado, aseado, peinado, vestido y aprestado a asistir al santo sacrificio de la misa, o, si ustedes prefieren, la celadora, que así se denomina a quien se ocupa de lo antes enumerado, que, agarrando de la mano, o quizá de la oreja, a la reaparecida corrió al despacho de la superiora, gran persona, quien tampoco pudo dar crédito a sus ojos ni oídos. Por supuesto, quiso saber la superiora de boca de la interesada lo que había pasado, pero a sus preguntas no supo ésta qué responder. No sabía de qué le estaban hablando. La experiencia en el trato con las niñas y un conocimiento general de la naturaleza humana considerable permitieron a la superiora apercibirse de que la niña no mentía y de que se encontraba ante un caso claro de amnesia parcial. No le cupo a la superiora otro remedio que llamar a los padres de la reaparecida y ponerles al corriente de los acontecimientos. Éstos acudieron prestamente al colegio y mantuvieron con su hija una larga, movida y secreta conversación, al término de la cual expresaron la voluntad ya aludida de que el caso se cerrara, sin explicitar empero las razones de tal decisión. La superiora aceptó la imposición, pero manifestó, a su vez, que, en vista de lo acaecido, debía rogar a los padres de la niña que se hicieran cargo de la susodicha, pues no podía readmitirla en el colegio, sugiriendo el nombre de una academia seglar adonde solemos remitir a las alumnas algo atrasadas o incorregiblemente díscolas. Y así terminó el caso de la niña desaparecida.
Calló la monja y se hizo en el despacho del doctor Sugrañes el silencio. Me pregunté si eso sería todo. No parecía lógico que aquellas dos personas, abrumadas por sus respectivas responsabilidades, malgastaran tiempo y saliva en contarme semejante historia. Quise alentarles a que siguieran hablando, pero sólo conseguí bizquear de un modo horrible. La monja ahogó un grito y el comisario arrojó el resto del puro, en perfecta parábola, por la ventana. Transcurrió otro embarazoso minuto, al cabo del cual volvió a entrar el puro volando por la ventana, lanzado, con toda certeza, por uno de los asilados, que debió de pensar que se trataba de una prueba cuya resolución satisfactoria podía valerle la libertad.
Acabado el incidente del puro e intercambiadas entre el comisario y la monja miradas de inteligencia, el primero de ambos murmuró algo tan por lo bajo que no logré captarlo. Le supliqué que repitiera sus palabras y, si efectivamente lo hizo, fueron éstas:
– Que ha vuelto a suceder.
– ¿Qué es lo que ha vuelto a suceder? -pregunté.
– Que ha desaparecido otra niña.
– ¿Otra o la misma?
– Otra, imbécil -dijo el comisario-. ¿No te han dicho que a la primera la habían expulsado?
– ¿Y cuándo pasó esto?
– Ayer noche.
– ¿En qué circunstancias?
– Las mismas, salvo que todos los protagonistas eran distintos: la niña desaparecida, sus compañeras, la celadora, si así se llama, y la superiora, respecto de la cual reitero mi desfavorable opinión.
– ¿Y los padres de la niña?
– Y los padres de la niña, claro.
– No tan claro. Podía tratarse de una hermana menor de la primera.
El comisario acusó el golpe asestado a su orgullo.
– Podría, pero no es -se limitó a decir-. Sí sería, en cambio, necio negar que el asunto, pues cabe que nos encontremos ante dos episodios del mismo, o los asuntos, si son dos, desprenden un tufillo algo enojoso. Huelga asimismo decir que tanto yo como aquí la madre estamos ansiosos de que el asunto o asuntos ya mencionados se arreglen pronto, bien y sin escándalos que puedan empañar la ejecutoria de las instituciones por nosotros representadas. Necesitamos, por ello, una persona conocedora de los ambientes menos gratos de nuestra sociedad, cuyo nombre pueda ensuciarse sin perjuicio de nadie, capaz de realizar por nosotros el trabajo y de la que, llegado el momento, podamos desembarazarnos sin empacho. No te sorprenderá saber que tú eres esa persona. Antes te hemos insinuado cuáles podrían ser las ventajas de una labor discreta y eficaz, y dejo a tu criterio imaginar las consecuencias de un error accidental o deliberado. Ni de lejos te acercarás al colegio ni a los familiares de la desaparecida, cuyo nombre para mayor garantía, no te diremos; cualquier información que obtengas me la comunicarás sin tardanza a mí y sólo a mí; no tomarás otras iniciativas que las que yo te sugiera u ordene, según esté de humor, y pagarás cualquier desviación del procedimiento antedicho con mis iras y el modo habitual de desahogarlas. ¿Está bastante claro?
Como con esta ominosa admonición, a la que no se esperaba respuesta por mi parte, parecíamos haber coronado la cima de nuestra charla, el comisario pulsó de nuevo el botón del semáforo y no tardó en comparecer el doctor Sugrañes, que, me huelo yo, había aprovechado el tiempo libre para beneficiarse a la enfermera.
– Todo listo, doctor -anunció el comisario-. Nos llevamos a esta, ejem ejem, perla y en su debido momento le notificaremos el resultado de este interesante experimento psicopático. Muchas gracias por su amable colaboración y que siga usted bien. ¿Estás sordo, tú? -huelga decir que esto iba dirigido a mí, no al doctor Sugrañes-, ¿no ves que estamos saliendo?
Y emprendieron la marcha, sin darme siquiera ocasión de recoger mis escasos objetos personales, lo que no suponía una gran pérdida, y, peor aún, sin darme ocasión tampoco a ducharme, con lo cual la fetidez de mis emanaciones pronto impregnó el interior del coche-patrulla, que, entre bocinazos, sirenas y zarandeos, nos condujo en poco más de una hora al centro de la ciudad y, por ende, al final de este capítulo.