CUARTA PARTE

CAPÍTULO UNO

Esperó junto a la puerta de la iglesia mientras continuaba la discusión del otro lado de la plaza. Detrás de ella, en el taller, el sacerdote y dos ayudantes restauraban pacientemente la estatuilla de yeso de la Virgen Mana. Hacía fresco en el interior de la iglesia, y a pesar de que se había derrumbado parte del techo, estaba limpio y apacible. Ella sabía que no debía estar ahí, pero un instinto la había impulsado a entrar cuando arribaron los dos hombres.

Se volvió para observarlos conversar seriamente con Luiz Carvalho, el autodesignado líder del pueblo, y con un puñado de hombres. En otros tiempos quizás el sacerdote hubiese asumido responsabilidades por la comunidad, pero el padre dos Santos era, al igual que ella, un recién llegado en la aldea.

Los hombres habían venido cabalgando a lo largo del cauce seco del arroyo. Sus caballos pastaban mientras proseguía la discusión. Ella estaba demasiado lejos como para oír lo que decían, pero daban la impresión de estar tratando algo importante. Los lugareños parloteaban fingiendo falta de interés, pero ella sabía que si no hubiesen estado interesados, ya habrían dejado de hablar.

Le llamaban la atención los jinetes. Era evidente que no provengan de ningún pueblo cercano. A diferencia de los aldeanos, su aspecto era llamativo. Vestían una capa negra, pantalones ajustados y botas de cuero. Los caballos tenían montura y aparentemente estaban bien cuidados, y aunque ambos portaban alforjas cargadas con equipos, no se notaba que estuviesen cansados. Ningún caballo de los que ella había visto por la zona estaba en tan buenas condiciones.

La curiosidad comenzó a contrarrestar su instinto, y avanzó para enterarse de lo que ocurría. En ese momento parecían acabar las negociaciones porque los lugareños se alejaron y los dos hombres fueron a buscar sus caballos.

Montaron inmediatamente, y enfilaron de vuelta por donde habían llegado. Se paró a mirarlos, pensando si debía o no seguirlos.

Cuando se perdieron entre los árboles que crecían a lo largo del arroyo, ella abandonó apresuradamente la plaza, dejó atrás las casas y trepó por una cuesta. Los hombres prosiguieron la marcha un corto trecho; luego tiraron de las riendas y se detuvieron.

Conversaron durante unos cinco minutos y varias veces volvieron la vista atrás, en dirección al poblado.

Ella se mantenía escondida en los densos matorrales que cubrían la colina. De pronto, uno de los hombres saludó con la mano al otro, hizo girar su caballo y salió al galope hacia unas colinas distantes. Su compañero se alejó al paso, en sentido contrario.

Regresó a la aldea y buscó a Luiz.

—¿Qué querían? —preguntó.

—Necesitan hombres para un trabajo.

—¿Llegaron a un acuerdo? Él adoptó un aire evasivo.

—Vuelven mañana.

—¿Van a pagar?

—Con comida. Mire.

Le extendió un trozo de pan. Ella lo tomó. Era pan fresco; tenía un lindo olor.

—¿De dónde lo sacaron? Luiz se encogió de hombros.

—Y también tienen alimentos especiales.

—¿Les dieron algunos?

—No.

Ella frunció el ceño, preguntándose, nuevamente, quiénes serían esos hombres.

—¿Algo más?

—Solamente esto. —Le mostró una bolsita, que ella abrió. Adentro había un polvillo blanco. Lo olió.

—Dicen que sirve para hacer crecer las frutas.

—¿Tienen más de esto?

—Todo lo que necesitemos.

Dejó la bolsita y regresó al taller de la iglesia. Luego de hablar unas palabras con el padre dos Santos, fue rápidamente hasta el establo y ensilló su caballo.

Se alejó del pueblo, siguiendo el curso del arroyo seco, por el camino que había tomado el segundo hombre.

CAPÍTULO DOS

Pasando el pueblo había una vasta zona de matorrales. Enseguida divisó al hombre unos metros más adelante, enfilando hacia un bosquecillo. Sabía que detrás del bosque había un río, y más allá, unas colinas.

Conservó la distancia que la separaba del hombre. No deseaba que la viera antes de averiguar hacia dónde se dirigía.

Cuando el jinete se internó entre los árboles, lo perdió de vista. Desmontó y comenzó a caminar llevando al caballo de las riendas, vigilando atentamente por si veía rastros de él. Pronto escuchó el ruido del río, muy plano en esta época, y lleno de piedras en el fondo.

Primero divisó el caballo atado a un árbol. Ató el suyo propio y continuó a pie. Reinaba el silencio bajo los árboles. Se sentía cubierta de tierra. Una vez más se preguntó qué— la había impulsado a seguir a esta persona, sabiendo que había muchos riesgos potenciales. Pero la actitud de los dos hombres en el pueblo no le había parecido peligrosa y sus fines, pacíficos aunque misteriosos.

Avanzó con más cuidado al aproximarse al límite del bosque. Se detuvo y miró abajo, hacia la ribera del río.

Allí estaba el hombre. Lo estudió con interés.

El se había quitado la capa y la había dejado, con las botas, junto a una pilita de implementos. Se había metido en el río y evidentemente disfrutaba de la sensación de frescura. Completamente ignorante de la presencia femenina, agitaba los pies en el agua salpicando con abundante rocío reluciente. Se inclinó, juntó agua en las manos y se la echó sobre la cara y el cuello.

Dio media vuelta, salió del río y fue en busca de su equipo. De un estuche de cuero negro extrajo una videocámara, se colgó el estuche del hombro con la correa y lo conectó a la cámara por medio de un cable forrado en plástico. Hecho esto, ajustó una perilla a un costado.

Apoyó la cámara en el suelo un instante, desenrolló un largo pliego de papel, lo colocó en el suelo, lo miró pensativo unos segundos. Luego tomó la cámara y volvió a la costa.

Apuntó la cámara río arriba unos segundos; luego la bajó y se dio vuelta. Enfocó la ribera de enfrente. Después, asustándola, apuntó en dirección a ella, que se tiró rápidamente al suelo. Al no notar ninguna reacción en él se dio cuenta de que no la había visto. Cuando volvió a mirar, advirtió que él enfocaba la cámara río abajo.

El hombre regresó hasta donde había extendido el papel y, con sumo cuidado, hizo unas anotaciones.

Pausadamente guardó la cámara en su estuche, enrolló el papel y lo guardó con el resto de su equipo.

Se desperezó y se rascó la cabeza. Con aire indiferente volvió hasta la orilla, se sentó y metió los pies en el agua. Luego suspiró y se recostó en el suelo, con los ojos cerrados.

Ella lo estudiaba detenidamente. Tenía un aspecto inofensivo. Era grandote, de buena musculatura, y tenía la cara y los brazos muy bronceados. El pelo era largo, abundante; una gran melena de cabellos color castaño claro. Usaba barba. Calculó que tendría algo más de treinta años. A pesar de la barba su rostro era juvenil, de rasgos bien definidos, sonriente por la simple felicidad de poder refrescarse los pies en un día caluroso.

Unas moscas revoloteaban alrededor de su cabeza. De tanto en tanto, las espantaba.

Al cabo de unos instantes más de vacilación ella avanzó, mitad caminando mitad resbalándose hasta la costa, provocando una pequeña avalancha de tierra.

La reacción del hombre fue inmediata. Se sentó, miró a su alrededor aguzando la vista y se paró, con tan mala suerte que hizo un mal movimiento y se cayó de boca, sacudiendo los pies en el agua.

Ella se echó a reír.

El hombre volvió a hacer pie firme y dio un salto en busca de su equipo. Segundos más tarde tenía un rifle en la mano.

Ella dejó de reír... pero él no levantó el arma.

En cambio, dijo algo en un español tan desastroso que no le entendió.

Como ella hablaba muy poco español, lo hizo en el idioma de los lugareños:

—No era mi intención reírme...

Él meneó la cabeza y la miró atentamente. Ella extendió las manos para probarle que no llevaba armas, y le obsequió una sonrisa que quiso ser reconfortante. El se mostró satisfecho al comprobar que no significaba una amenaza, y bajó el rifle.

Nuevamente el hombre dijo algo en un español atroz. Luego murmuró unas palabras en inglés.

—¿Habla inglés? —preguntó ella.

—Sí. ¿Y usted?

—Como si fuera inglesa. —Volvió a reírse y agregó:

—¿Le molesta si voy con usted?

La mujer señaló con la cabeza en dirección al río, pero él seguía observándola mudo. Se quitó los zapatos y se acercó a la orilla. Se metió en el agua levantándose la falda. El agua estaba tan helada que le congelaba los pies, pero la sensación era deliciosa. Enseguida se sentó en la tierra, manteniendo los pies dentro del agua.

El hombre vino a sentarse a su lado.

—Lamento lo del rifle. Usted me asustó.

—Perdóneme a mí también. Pero se lo veía tan feliz...

—Esto es lo mejor que uno puede hacer en un día como el de hoy.

Ambos miraban el agua que corría sobre sus pies. Debajo de la superficie, la carne blanca parecía distorsionarse como una llama titilando en una corriente de aire.

—¿Cómo se llama?

—Helward.

—Helward. —Pronunció, su nombre para ver cómo sonaba—. ¿Es un apodo?

—No. Mi nombre completo es Helward Mann. ¿Y el suyo?

—Elizabeth. Elizabeth Khan. Pero no me gusta que me digan Elizabeth.

—Lo lamento.

Ella le echó una mirada rápida. El hombre estaba muy serio.

Elizabeth se sentía algo confundida por el acento de Helward. Notaba que no era un nativo de la región y que hablaba inglés con toda naturalidad, sin esfuerzo, pero tenía un modo extraño de pronunciar las vocales.

—¿De dónde es usted?

—De por aquí. —Se puso repentinamente de pie—. Tengo que darle de beber a mi caballo.

Al pararse volvió a trastabillar, pero esta vez Elizabeth no se rió. Helward se internó entre los árboles. No recogió su equipo. El rifle seguía ahí. La miró por encima del hombro y ella desvió la vista.

Cuando regresó, traía ambos caballos. Elizabeth se levantó y condujo el suyo hasta el agua.

Parada entre medio de los dos animales, acarició el cuello de la yegua de Helward.

—¡Qué hermosa! —comentó—, ¿Es suya?

—En realidad, no. Pero es la que monto más a menudo.

—¿Cómo se llama?

—No le he puesto nombre. ¿Debía haberlo hecho?

—Eso depende de uno. El mío tampoco tiene nombre.

—A mí me gusta cabalgar —dijo Helward, de pronto—. Es la mejor parte de mi trabajo.

—Eso y poder chapotear en el agua. ¿A qué se dedica?

—Soy... quiero decir, bueno, no tiene una denominación especifica. ¿Y usted?

—Yo soy enfermera. Ese es mi trabajo oficial, aunque hago montones de cosas.

—Nosotros tenemos enfermeras en... el sitio de donde provengo.

Elizabeth lo miró con renovado interés.

—¿Y dónde queda?

—Es una ciudad y queda en el Sur.

—¿Cómo se llama?

—Tierra. Pero casi siempre le decimos ciudad. Elizabeth esbozó una sonrisa incierta. No estaba segura de haber oído bien.

—Cuénteme algo de su ciudad.

Helward agitó la cabeza. Los caballos habían terminado de beber y se frotaban mutuamente el hocico.

—Tengo que irme —dijo él.

Se alejó rápidamente hasta donde estaba su equipo, lo alzó y lo guardó en las alforjas. Elizabeth lo observaba con curiosidad. Cuando hubo acabado, tomó las riendas, hizo girar la yegua y la condujo por la costa. Al llegar a los árboles se dio vuelta a mirar.

—Perdóneme. Usted debe pensar que soy un grosero. Simplemente... no soy como los otros.

—¿Cómo qué otros?

—Como la gente de la zona.

—¿Y eso es tan malo?

—No. —Escudriñó la orilla del río como buscando un pretexto para quedarse con ella. Bruscamente pareció cambiar de idea. Ató el caballo al árbol más próximo—, ¿Puedo pedirle un favor?

—Desde luego.

—Estee... ¿me dejaría dibujarla?

—¿Dibujarme?

—Sí... hacer un boceto. No lo hago muy bien y tampoco hace mucho tiempo que me dedico a ello. Cuando vengo por aquí paso largos ratos dibujando lo que veo.

—¿Eso era lo que estaba haciendo cuando lo encontró?

—No. Eso era un mapa, y yo estoy hablando de dibujos en serio.

—Está bien. ¿Quiere que pose para usted? Helward buscó en la alforja sacó unos papeles de diversos tamaños. Los hojeó nerviosamente y ella notó que tenían unas líneas impresas.

—Quédese ahí parada. No... al lado de su caballo. Él se sentó junto al río, apoyando los papeles sobre las rodillas. Elizabeth lo contemplaba, desconcertada aún por el repentino cambio en Helward, y sintió una gran timidez que no era común en ella.

Permaneció junto al caballo y le pasó un brazo por debajo del cuello para poder acariciarlo del otro lado. El animal le respondió refregándole la nariz.

—Está mal parada. Gire más hacia mí.

La timidez iba en aumento. Elizabeth se daba cuenta de que adoptaba una pose forzada, torpe.

Helward proseguía dibujando, pasando hoja tras hoja de papel. Elizabeth comenzó a relajarse un poco y resolvió no prestarle atención. Volvió a acariciar a la bestia. Al rato él le pidió que se sentara en la montura, pero ella se estaba cansando.

—¿Me deja ver lo que hizo?

—Nunca muestro mis trabajos a nadie.

—Por favor, Helward. Es que jamás me han dibujado. Helward revisó los papeles y eligió dos.

—No sé qué le van a parecer. Ella los tomó.

—¡Por Dios! ¿Soy tan flaca? —dijo, sin pensar. Él intentó arrebatarle los bocetos.

—Devuélvamelos.

Elizabeth le dio la espalda y se puso a mirar los otros. Se notaba que era ella la que posaba, pero las proporciones eran... insólitas. Tanto ella como el caballo aparecían demasiado altos y delgados. El efecto no era desagradable sino algo extraño.

—Por favor... quiero que me los devuelva. Se los entregó y él los colocó abajo de toda la pila. Bruscamente se dio vuelta y se fue a buscar su caballo.

—¿Lo he ofendido?

—No. Pero es que no debí habérselos mostrado.

—Yo creo que son excelentes. Sólo que me impresioné un tanto al verme a través de los ojos de otra persona. Ya le dije que nunca me habían dibujado.

—Es muy difícil dibujarla a usted.

—¿Puedo ver los demás?

—No le interesan.

—Mire, no estoy tratando de adularlo.

—Está bien.

Le alcanzó la pila entera y siguió caminando hacia el caballo. Ella se sentó a mirar los dibujos y advertía que, mientras él fingía ajustar la montura del animal, de hecho trataba de espiar su reacción.

Había varios bosquejos del caballo: pastando, parado, echando atrás la cabeza. Todos ellos muy naturales; con unos pocos trazos había captado la esencia del animal, orgulloso y dócil a la vez, domado y sin embargo dueño de sí mismo. Curiosamente, las proporciones eran correctas. Había también varios dibujos de una figura masculina... ¿Autorretratos o imágenes del hombre que ella había visto antes con él? Aparecía con la capa, sin la capa, parado junto a un caballo, usando la cámara. Y también las proporciones eran casi exactas.

Había varios bocetos del paisaje: árboles, un río, una curiosa estructura arrastrada por cuerdas, unas colmas. No era muy diestro con los paisajes. A veces las proporciones estaban bien; otras veces había una inquietante distorsión que ella no podía identificar. ¿Fallaba la perspectiva? No podía afirmarlo ya que carecía del necesario vocabulario artístico.

Abajo de la pila halló los dibujos de ella. Los primeros no eran muy buenos. Los que él le había enseñado eran, por lejos, los mejores, pero aún le intrigaba ese alargamiento de su figura y del caballo.

—¿Y? —preguntó Helward.

—Yo... —No encontraba las palabras apropiadas—. Yo pienso que son buenos. Muy extraños. Se nota que tiene un ojo excelente.

—Es muy difícil pintarla a usted.

—Me gusta éste en particular. —Buscó el dibujo del caballo con la melena desordenada—, ¡Es tan lleno de vida!

Helward sonrió.

—Es el que a mí más me gusta, también.

Elizabeth volvió a revisar los bocetos. Había en ellos algo que no entendía... ahí, en uno de los dibujos del hombre. Al fondo, una forma rara, de cuatro puntas. La misma forma aparecía en los croquis de ella.

—¿Qué es esto? —dijo, señalándola.

—El sol.

Ella frunció levemente el ceño pero resolvió no seguir preguntando. Tenía la impresión de haberle herido ya bastante su ego artístico.

Hizo el mejor dibujo.

—¿Puedo quedarme con éste?

—Pensé que no le agradaba.

—Al contrario. Me parece maravilloso. Helward la miró detenidamente, como tratando de adivinar si decía la verdad. Luego le retiró la pila de dibujos.

—¿Quiere éste también? Le entregó el del caballo.

—Ese no. No podría aceptárselo.

—Yo deseo regalárselo. Usted es la primera persona que lo ha visto.

—Muchas gracias.

Helward guardó cuidadosamente los demás en la alforja, y la cerró.

—¿Me dijo que su nombre era Elizabeth?

—Prefiero que me digan Liz. Él asintió, serio.

—Adiós, Liz.

—¿Se va? —El no respondió. Desató el caballo y de un salto lo montó. Cabalgó por la costa, se internó en las aguas poco profundas del río y salió en la orilla de enfrente. Al cabo de unos segundos se había perdido entre los árboles.

CAPÍTULO TRES

De vuelta en el pueblo, Elizabeth se sintió sin ganas de trabajar. Todavía estaba esperando un envío de productos médicos, y hacía más de un mes que habían prometido mandar un médico. Ella había hecho todo lo posible por suministrar una dieta balanceada a los lugareños, pero las provisiones de alimentos eran muy limitadas, y sólo había podido atender las dolencias menores, tales como lastimaduras y sarpullidos. La semana anterior había ayudado en un parto, y sólo en ese momento sintió que su trabajo tenía algún mérito.

Ahora, mientras seguía fresco en su mente el insólito episodio junto al río, decidió regresar temprano a la oficina central.

Antes de salir se encontró con Luiz.

—Si vuelven esos hombres —le dijo—, averigua qué es lo que quieren. Yo vendré por la mañana. Si ellos llegan antes que yo, trata de mantenerlos aquí. Averigua también de dónde son.

La oficina central quedaba a unos diez kilómetros. Ya era de noche cuando ella arribó. El lugar estaba casi desierto. Estaba, sin embargo, Tony Chappell, quien la interceptó cuando se dirigía a su cuarto.

—¿Tienes algo que hacer esta noche, Liz? Pensé que podríamos...

—Estoy muy cansada y tengo ganas de acostarme temprano.

Cuando ella recién había llegado, comenzó a sentir una cierta atracción por Chappell, y cometió el error de demostrarlo. Había muy pocas mujeres en el destacamento, y él había respondido con gran vehemencia. Desde entonces no la dejaba sola un instante, y si bien ahora le parecía aburrido y egocéntrico, no había descubierto aún el modo amable de enfriar su indeseado ardor.

Chappell trató de convencerla, pero a los pocos minutos ella logró escapar a su habitación.

Tiró la cartera sobre la cama, se desvistió y se dio una ducha larga.

Más tarde, salió a comer algo e, inevitablemente, Tony se le reunió.

Durante la comida ella recordó algo que quería preguntarle.

—¿Conoces alguna ciudad de la zona que se llame Tierra?

—¿Tierra? ¿Cómo el planeta?

—Sonaba así. Pero puedo haber oído mal.

—No conozco ninguna. ¿Por dónde queda?

—En algún lugar cerca de aquí. No muy lejos Chappel meneó la cabeza.

—¿Tierra o Polvo? —Se rió estentóreamente y soltó el tenedor—. ¿Estás segura?

—No... en realidad, no. Creo que debo haber entendido mal.

Tony siguió haciendo malos juegos de palabras hasta que, una vez más, ella buscó una excusa para irse.

En una de las oficinas había un mapa grande de la región, pero no encontró ninguna ciudad por las inmediaciones. Helward había dicho que era grande y que quedaba al Sur. Sin embargo, no existía ninguna población importante en un radio de cien kilómetros.

Elizabeth estaba verdaderamente exhausta, y regresó a su habitación.

Se desvistió, tomó los dos croquis que le había regalado Helward y los pegó en la pared, junto a la cama. El dibujo de ella era tan extraño...

Lo miró con más atención. El papel era, evidentemente, viejo porque los bordes estaban amarillentos. Mirando los bordes notó que el de arriba y el de abajo eran algo imperfectos en los lugares donde habían sido arrancados, pero la línea era bastante recta.

Pasó la yema de un dedo por el borde y experimentó una sensación de vibración: el papel había sido perforado...

Tratando de no rasgar el papel, lo despegó de la pared. En la parte de atrás descubrió una columna de números impresos a un costado. Varios de ellos, tildados.

También impresa en letras azules figuraba la leyenda IBM Multifold TM.

Volvió a colocar el croquis en la pared... y se quedó mirándolo largo rato sin comprender.

CAPÍTULO CUATRO

Por la mañana Elizabeth pidió una vez más por teletipo que mandaran un médico. Luego partió hacia el pueblo.

El calor del día inundaba la aldea cuando ella llegó, y ya se había adueñado de sus habitantes ese letargo que tanto le había irritado en un principio. Buscó a Luiz, que estaba sentado a la sombra de la iglesia con otros dos hombres.

—¿Y? ¿Volvieron?

—Todavía no, Menina Khan.

—¿Cuándo dijeron que iban a regresar?

El se encogió de hombros, indolente.

—No sé. Hoy. Mañana.

—¿Probaste ese...?

Se detuvo, furiosa consigo misma. Había pensado llevar el supuesto fertilizante a la oficina para analizarlo, pero se había olvidado.

—Avísame si vienen.

Fue a visitar a María y su bebé, pero no se concentraba profundamente en su trabajo. Más tarde supervisó una comida que se sirvió a todo el que fue a pedirla, y habló luego con el padre dos Santos en el taller. Se daba cuenta de que todo el tiempo tenía una oreja parada por si oía ruido de caballos.

Sin tratar de justificarse más ante sí misma, fue hasta el establo y ensilló el caballo. Se alejó del pueblo cabalgando, en dirección al río.

No quería cavilar, no quería reflexionar sobre las motivaciones que la impulsaban, pero era inevitable. Las últimas veinticuatro horas habían sido en cierto modo trascendentales. Ella había venido a trabajar a este lugar porque sentía que estaba desperdiciando su vida, y se había encontrado con un nuevo tipo de frustración. A pesar de los intentos y de las apariencias, lo único que los trabajadores voluntarios podían ofrecer a los lugareños era una ínfima recuperación. Era demasiado poco y demasiado tarde. Algunas donaciones de cereales por parte del gobierno, algunas inyecciones o la restauración de una iglesia eran mejor que nada. Pero el problema fundamental seguía sin resolverse en la práctica: había fallado la economía central. En esta tierra no había nada, salvo lo que la gente podía obtener por sí misma.

La intromisión de Helward a su vida fue el primer acontecimiento de importancia desde que había llegado. Mientras conducía su caballo en medio de los matorrales, hacia el bosquecillo, pensaba que sus motivaciones eran complejas. Tal vez fuese una simple curiosidad, pero había también algo más profundo.

Los hombres del destacamento estaban obsesionados consigo mismos y con lo que creían era su función. Hablaban en términos abstractos de sicología de grupo, reajuste social, esquemas de comportamiento. Cuando Elizabeth se sentía más cínica pensaba que todo ello era simplemente patético. Aparte del infortunado Tony Chappel, no había llegado a interesarse por ninguno de sus compañeros, lo cual difería mucho de lo que se había imaginado antes de venir.

Helward era distinto. Elizabeth se abstuvo de formular mentalmente la idea, pero sabía por qué iba cabalgando a su encuentro.

Llegó al sitio, a la orilla del río, y puso su caballo a beber. Luego lo ató en la sombra y se sentó junto al agua a esperar. Nuevamente intentó acallar el tumulto de sus pensamientos, deseos, interrogantes. Se concentró en el paisaje que la rodeaba; se tendió al sol y cerró los ojos. Escuchaba el ruido del agua correr entre las piedras, el sonido del viento suave en medio de los árboles, el zumbido de los insectos, el olor de las malezas secas, de la tierra caliente.

Pasó un largo rato. Detrás de ella, a cada instante el caballo agitaba la cola para espantarse las moscas.

Abrió los ojos cuando oyó otro caballo, y se incorporó.

Helward estaba en la ribera opuesta, saludándola con la mano. Ella le respondió del mismo modo.

Desmontó inmediatamente y caminó por la costa hasta pararse justo frente a Elizabeth. Ella sonreía para sí misma. Era evidente que Helward estaba de muy buen humor porque hacía el mono, tratando de causarle gracia. Se inclinó hacia adelante y quiso pararse sobre las manos. Al cabo de dos intentos lo logró, pero luego se desplomó, dio un grito y cayó al agua.

Elizabeth pegó un salto y corrió por las aguas poco profundas hacia él.

—¿Se siente bien? Él le sonrió.

—Cuando era chico podía hacerlo.

—Yo también.

Se paró y miró desolado sus ropas empapadas.

—Secarán pronto —dijo Elizabeth.

—Voy a traer mi caballo.

Juntos atravesaron el río y Helward ató su caballo con el de Elizabeth. Ella volvió a sentarse en la orilla. Él se ubicó a su lado, estirando las piernas al sol para que pudiera secarse su ropa.

Detrás de ellos, los caballos estaban nariz en cola uno del otro, espantándose mutuamente las moscas.

Preguntas, preguntas... Las acalló todas. Disfrutaba con la intriga, y no quería destruirla comprendiendo. Creía que él era un trabajador de un destacamento similar al suyo y que se estaba divirtiendo, quizás de una manera anodina, a expensas de ella. De todos modos, no le importaba. Le bastaba con su presencia, y ella misma estaba tan reprimida emocionalmente que disfrutaba de ese paréntesis en la rutina que él le proporcionaba.

El único lazo en común eran los croquis. Elizabeth le pidió volver a verlos. Durante un rato charlaron sobre los dibujos, y él le contaba cuáles eran las cosas que le entusiasmaban. A ella le resultó interesante comprobar que todos los bocetos estaban dibujados en el reverso del viejo papel de impresión de computadoras.

Eventualmente, dijo él:

—Pensé que usted sería una tuk.

—¿Y qué son los tuks?

—Los habitantes de esta región. Pero ellos no hablan inglés.

—Muy pocos lo hablan, solamente cuando nosotros se lo enseñamos.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—La gente con quien trabajo.

—¿Usted no es de la ciudad? —preguntó él de repente. Luego miró a otro lado.

Elizabeth experimentó una leve sensación de alarma. Helward se había comportado de este modo el día anterior y de pronto había partido. No quería que volviera a ocurrir.

—¿Se refiere a su ciudad?

—No... claro, no puede ser de allí. ¿Quién es usted?

—Ya le dije mi nombre —respondió ella.

—Sí, pero ¿de dónde es?

—De Inglaterra, y vine aquí hace aproximadamente dos meses.

—Inglaterra... Eso queda en la Tierra, ¿no? La miraba fijo. Los dibujos habían quedado olvidados.

Elizabeth se rió, pero fue una reacción nerviosa por lo extraño de la pregunta.

—Al menos quedaba la última vez que estuve allí —respondió, tratando de tomar el asunto a la ligera.

—¡Dios mío! Entonces...

—¿Qué?

Helward se levantó bruscamente y le dio la espalda. Caminó unos pasos y volvió a darse vuelta, mirándola desde arriba.

—¿Usted viene de la Tierra?

—¿Qué quiere decir?

—Si usted es del planeta Tierra.

—Por supuesto... No comprendo.

—Ustedes nos están buscando.

—¡No! Es decir... no estoy segura.

—¡Nos han encontrado!

Se puso de pie y se alejó de él.


Elizabeth esperó junto a los caballos. El hálito de rareza se había convertido en hálito de locura, y sabía que debía partir. El próximo paso debía darlo él.

—Elizabeth... no se vaya.

—Liz.

—Liz, ¿sabe quién soy? Yo soy de la ciudad de Tierra. ¡Usted debe saber lo que ello significa!

—No, no lo sé.

—¿No oyó hablar de nosotros?

—No.

—Hemos estado aquí durante miles de millas... durante muchos años. Casi doscientos.

—¿Dónde queda la ciudad?

Helward señaló con la mano en dirección al Noreste.

—Para allá. Unos cuarenta kilómetros hacia el Sur. Ella no reaccionó al ver que equivocaba la dirección. Supuso que había sido un error.

—¿Puedo verla?

—¡Desde luego! —Emocionado, le tomó la mano y la apoyó en la rienda del caballo de ella—. ¡Vamos ahora mismo!

—Espere... ¿Cómo se escribe el nombre de su ciudad? Se lo deletreó.

—¿Y por qué la llaman así?

—No sé. Será porque somos del planeta Tierra, tal vez.

—¿Por qué hace una diferencia entre uno y otra?

—Porque... ¿no le resulta obvio?

—No.

Elizabeth se dio cuenta de que le tomaba el pelo como si fuese un loco, pero lo que veía en los ojos masculinos era sólo excitación, no locura. Su instinto, sin embargo, del cual se había valido tanto últimamente, le advertía que tuviera cuidado. Ahora no podía estar segura de nada.

—¡Pero ésta no es la Tierra!.

—Helward, reúnase conmigo aquí, mañana, junto al río.

—Pensé que quería ver nuestra ciudad.

—Sí... pero hoy no. Si queda a cuarenta kilómetros, tendría que conseguir un caballo fresco y avisar a mis superiores. —Estaba buscando pretextos.

Él la miró indeciso.

—Usted cree que estoy inventando esta historia.

—No.

—Entonces, ¿qué hay de malo? Yo le digo que, en el transcurso de mi vida y durante muchos años antes de nacer yo, la ciudad ha sobrevivido en la esperanza de que le llegara ayuda de la Tierra. ¡Ahora usted está aquí y piensa que soy un loco!

—Usted está en la Tierra.

Helward abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Por qué dice eso?

—¿Por qué habría de decir lo contrario? Él le tomó el brazo y la hizo dar vuelta. Señaló hacia lo alto.

—¿Qué es lo que ve?

Elizabeth se cubrió los ojos del resplandor.

—El sol —respondió.

—¡El sol! ¡El sol! ¿Y qué pasa con el sol?

—Nada. ¡Suélteme el brazo que me hace doler! La soltó y fue hasta donde había dejado los dibujos. Tomó el de más arriba y se lo extendió ante sus ojos.

—¡Este es el sol! —gritó, indicando esa forma extraña que había dibujado en el rincón superior, a pocos centímetros de distancia de esa delgada figura que, según él, la representaba a ella—. ¡Este es el sol!

Con el corazón latiéndole furiosamente, ella desató la rienda del árbol, montó de un salto y apretó los talones. El caballo giró en redondo, y ambos se alejaron del río.

Detrás, quedaba Helward con su dibujo aun en las manos.

CAPÍTULO CINCO

Era de noche cuando Elizabeth llegó al pueblo, y le pareció demasiado tarde ya para ir hasta el destacamento. Además, no tenía deseos de volver allí, de todas maneras, y podía quedarse a dormir en la aldea.

La calle principal estaba desierta, cosa muy rara dado que, a esta hora del día, la gente solfa salir de sus casas, sentarse en la tierra y charlar indolentemente mientras bebían ese vino fuerte y resinoso que era lo único que podrán fermentar en la región.

Oyó ruidos provenientes de la iglesia, y hacia allí se dirigió.. Adentro estaban reunidos la mayoría de los hombres del pueblo, y algunas mujeres. Una o dos de ellas, llorando.

—¿Qué pasa? —le preguntó Elizabeth al padre dos Santos.

—Volvieron esos hombres y ofrecieron un trato. El sacerdote estaba parado a un costado, obviamente incapaz de influir sobre la gente de un modo u otro.

Elizabeth trató de captar el tema de discusión, pero se gritaba mucho e incluso Luiz, que se había ubicado cerca del deshecho altar, no podía hacerse oír en medio de la bulla. Elizabeth logró que la mirara, y de inmediato él se le aproximó.

—¿Y?

—Hoy vinieron esos hombres. Menina Khan. Vamos a cerrar trato con ellos.

—No parece que hay muy buena disposición. ¿Cuáles son las condiciones?

—Son justas.

Quiso volver a ir hasta el altar pero Elizabeth lo agarró del brazo.

—¿Qué querían?

—Nos van a dar muchos remedios y cantidades de comida. También tienen más fertilizante, y dicen que ayudarán a reparar la iglesia, aunque nosotros eso no lo queremos.

La miraba con aire evasivo. La miraba, desviaba la vista, la volvía a mirar.

—¿Ya cambio?

—Muy poco.

—Vamos, Luiz. ¿Qué querían?

—Diez de nuestras mujeres. No es nada. Ella lo observaba azorada.

—¿Y ustedes qué...?

—Las cuidarán bien. Las convertirán en mujeres saludables, y cuando regresen, nos traerán más alimentos.

—¿Y qué opinan las mujeres? Luiz miró por sobre su hombro.

—No están muy felices.

—¡Cómo para estarlo! —Miró a las seis mujeres presentes. Formaban un grupito, y a su alrededor ya los hombres actuaban con timidez—, ¿Para qué las quieren?

—No preguntamos.

—Porque lo saben. —Se volvió hacia el padre dos Santos—. ¿Qué va a suceder?

—Ya han tomado la decisión.

—Pero, ¿por qué? ¿Cómo se les ocurre pensar seriamente en cambiar sus esposas y sus hijas por unas bolsas de cereales?

—Necesitamos lo que ellos ofrecen —dijo Luiz.

—Pero nosotros les hemos prometido alimentos. Y un médico viene en viaje.

—Sí... eso es lo que nos prometieron. Dos meses hace que están aquí... muy poca comida y ningún médico Estos hombres son honestos, de eso nos damos cuenta.

Le dio la espalda y regresó al frente de la multitud. Enseguida pidió que levantaran las manos para hacer la votación. Se ratificó el acuerdo. Las mujeres no votaron.

Elizabeth pasó la noche inquieta. Cuando se levantó, por la mañana, había decidido lo que iba a hacer.

El día trajo aparejado, varios acontecimientos inesperados. Paradójicamente, el único acontecimiento en que había confiado instintivamente, no se produjo. Ahora que su encuentro con Helward había cobrado una nueva perspectiva, podía expresar con palabras lo que había estado esperando. Esa emoción dentro de ella había sido una agitación física, y ella había ido al río con deseos de que él la sedujera, cosa que podría haber ocurrido hasta el momento en que esa expresión insólita se apoderó de los ojos de Helward. Incluso ahora Elizabeth percibía los efectos de dicha sensación —que no era de miedo ni de asombro, sino que tenía algo de los dos— cada vez que recordaba esa conversación a gritos, debajo de los árboles.

«¿Y qué pasa con el sol?» Esas palabras seguían resonando en su mente.

Era indudable que existía un trasfondo más complejo que lo que a primera vista parecía. El comportamiento de Helward el día anterior había sido distinto. Ella había despertado en él una sensibilidad oculta, y él había respondido como lo hubiera hecho cualquier hombre. En ese momento, no había habido signos de la supuesta locura. Y él no había reaccionado de ese modo hasta que ella no le preguntara sobre su vida o le hablara de la suya propia.

También estaba el misterio del papel de computadora. Existía una sola computadora en un radio de mil quinientos kilómetros, y ella sabía dónde se hallaba y para qué la empleaban. Esa máquina no usaba papel de impresión, y por cierto que no era IBM. Elizabeth conocía las IBM. Cualquiera que tuviese conocimientos básicos de computación las había oído mencionar, pero esas máquinas no se habían vuelto a fabricar desde la época de la Destrucción. Las únicas que quedaban intactas, aunque no en funcionamiento, estaban en los museos.

Por último, el trato que habían propuesto los hombres que visitaron el pueblo era totalmente inesperado, al menos para ella. Sin embargo, al recordar la expresión de Luiz luego de la primera charla con los hombres, pensaba que él debía haber sospechado lo que les estaban pidiendo a modo de pago.

De alguna manera, todo debía estar relacionado. Sabía que los hombres que se habían acercado a la aldea venían del mismo lugar que Helward, y que la actitud de éste tenía algo que ver con el trato convenido.

Quedaba aún la cuestión del papel que debía ella cumplir en todo este asunto.

Técnicamente, el pueblo y su gente eran responsabilidad suya y del padre dos Santos. Uno de los supervisores centrales había visitado la aldea en los primeros tiempos, pero las autoridades parecían concentrar sus esfuerzos en la reparación de un gran puerto, en la costa.

En teoría, Elizabeth estaba subordinada a dos Santos, pero él era un lugareño, uno de los cientos de estudiantes que hicieron estudios teológicos, patrocinados por el gobierno, en un intento por llevar de vuelta la religión a las zonas más alejadas. Aquí la religión era el opio tradicional, y se daba suma prioridad a la labor de las misiones. Pero los hechos hablaban por sí mismos: el trabajo de dos Santos demandaría años, y durante mucho tiempo tendría que trabajar cuesta arriba, siempre con miras a reinstaurar la iglesia como líder social y espiritual de la comunidad. Los aldeanos lo toleraban, pero era a Luiz a quien escuchaban y, en cierta medida, a ella misma.

Sería igualmente inútil buscar consejos en el destacamento. Aunque éste estaba dirigido por hombres buenos y sinceros, el trabajo era tan nuevo que aún no habían podido desprenderse del bagaje de teorías que traían. Les resultaba imposible resolver un simple problema humano, como era el cambiar mujeres por comida.

Si había que tomar alguna medida, debía hacerlo sola, por propia iniciativa.

No le fue fácil llegar a una decisión. Durante esa noche larga, cálida, trató de separar el pro y el contra, los riesgos y los beneficios. Cualquiera fuese el modo en que encarase el problema, el curso de acción a seguir parecía ser uno solo.

Se levantó temprano y fue a casa de Mana. Tenía que apurarse porque los hombres habían dicho que volverían poco después del amanecer.

María estaba despierta; el bebé lloraba. María se había enterado de lo que habían decidido los hombres la noche anterior, y apenas llegó Elizabeth le hizo preguntas sobre el tema.

—Ahora no hay tiempo —respondió bruscamente Elizabeth—. Quiero algunas ropas.

—Pero las suyas son tan lindas.

—Necesito ropa tuya... cualquiera me vendrá bien. Refunfuñando, con aire calculador María le trajo varias prendas toscas y se las entregó para que las inspeccionara. Todas estaban muy gastadas, y probablemente ninguna hubiese conocido jamás él agua y el jabón. Para los planes de Elizabeth, eran ideales. Eligió una falda amplia, harapienta, y una camisa color blanco desteñido que quizás hubiese antes pertenecido a alguno de los hombres.

Se quitó su propia ropa, incluso la ropa interior, y se puso la de María. Hizo una pila prolija con sus prendas y se las dio a María para que se las cuidara hasta su regreso.

—¡Pero parece una chica del pueblo!

—Eso mismo.

Miró al bebé para ver si no estaba enfermo y repasó luego con María la diaria rutina que debía cumplir. Como siempre, ésta fingía prestar atención, aunque Elizabeth sabía que se olvidaría de todo en cuanto no estuviera ella allí para controlarla. ¿Acaso no había criado ya tres niños?

Caminando descalza por la calle de tierra, Elizabeth se preguntó si pasaría por una mujer del pueblo. Tenía el pelo largo, castaño, y su cuerpo se había bronceado en las semanas que llevaba ahí, pero era consciente de que su piel carecía de ese tono lustroso de las mujeres de la zona. Se pasó la mano por la cabeza, se cambió la raya del cabello y se despeinó un poco.

Había ya muchas personas en la plaza, frente a la iglesia, y seguían llegando más a cada minuto. Luiz se hallaba en el centro, tratando de persuadir a las mujeres que habían ido a mirar por simple curiosidad, que volvieran a sus casas.

A su lado habrá un grupito de chicas. Con una sensación de horrorizado espanto, advirtió que eran las más jóvenes y atractivas del pueblo. Elizabeth se abrió paso en medio del gentío.

Luiz la reconoció de inmediato.

—Menina Khan...

—Luiz, ¿cuál es la más joven de estas chicas? Sin darle tiempo a responder, ella misma buscó a la niña. Era Lea, que no tendría más de catorce años. Se acercó a ella.

—Lea, vuelve con tu madre. Yo iré en tu lugar.

La niña no se sorprendió ni protestó, sino que se alejó en silencio. Luiz se quedó un momento mirando a Elizabeth. Luego se encogió de hombros.

No tuvieron que esperar mucho. A los pocos minutos aparecieron tres hombres, cada uno montando un caballo y arrastrando a otro. Los seis animales venían cargados con bultos y, sin mayores ceremonias, los jinetes desmontaron y bajaron el material que habían traído.

Luiz observaba atentamente. Elizabeth oyó que uno de los hombres le decía:

—Dentro de dos días volvemos con el resto. ¿Quieren que les reparemos la iglesia?

—No... eso no lo necesitamos.

—Como ustedes quieran. ¿Desean modificar nuestro acuerdo?

—No. Estamos satisfechos.

—Bien. —El hombre se dio vuelta y enfrentó a la gente que presenciaba la transacción. Se dirigió a ellos como lo había hecho con Luiz, en su idioma, pero con un fuerte acento—. Hemos tratado de ser hombres de palabra. Algunos de ustedes quizás no aprueben el convenio que propusimos, pero les pedimos su comprensión. Las mujeres que nos han prestado serán bien cuidadas y no se les dará ningún mal trato. Nos interesa, tanto como ustedes, su salud y felicidad. Prometemos enviárselas de vuelta cuanto antes. Gracias.

La ceremonia había concluido. Los hombres ofrecieron los caballos a las mujeres. Dos chicas montaron en un solo caballo y otras cinco tomaron un caballo cada una. Elizabeth y las dos restantes prefirieron ir caminando. Muy pronto partió del pueblo la pequeña caravana, siguiendo el curso del río seco.

CAPÍTULO SEIS

Durante el viaje, Elizabeth mantuvo el mismo silencio que sus compañeras. En la medida de lo posible, trataría de pasar desapercibida.

Los tres hombres hablaban en inglés, dando por sentado que ninguna de ellas entendía. Al principio Elizabeth prestaba mucha atención a ver si se enteraba de algo interesante pero, para gran desilusión suya, descubrió que la conversación giraba principalmente en tomo del calor, de la falta de sombra y del tiempo que duraría la cabalgata.

La preocupación de ellos por las mujeres parecía ser sincera, y constantemente les preguntaban cómo se sentían. Charlando ocasionalmente con las chicas, en su idioma, Elizabeth notó que sus motivos de aflicción eran muy similares: tenían calor y sed, estaban cansadas y ansiosas por llegar.

Hacían un breve descanso cada hora, y se turnaban los caballos. Los hombres no montaron a caballo en ningún momento, y pronto Elizabeth empezó a condolerse de sus motivos de queja. Si la ciudad quedaba, como había dicho Helward, a unos cuarenta kilómetros, iba a ser larga la caminata en un día caluroso.

Más tarde, quizás el cansancio les hizo aflojar las inhibiciones o la falta de reacción de las chicas les demostró que no entendían el inglés, porque los hombres se pusieron a hablar de asuntos menos inmediatos. Comenzaron comentando que el calor no cedía, pero casi enseguida cambiaron de tema.

—¿Te parece que todo esto es necesario?

—¿Tráfico?

—Sí... Ha ocasionado algunos problemas en otras épocas.

—No queda otro camino.

—¡Qué calor maldito!

—¿Qué harías tú en cambio?

—No sé. No me corresponde a mí decidirlo. Si me diesen a elegir, no estaría ahora aquí.

—Para mí, todavía tiene sentido. El último contingente aún no regresó, y nada indica que lo vayan a hacer. A lo mejor ya no tendremos que traficar más.

—Sí que tendremos.

—Me da la impresión de que no estás de acuerdo con la «transferencia».

—Francamente, no. A veces pienso que todo el sistema es disparatado.

—Has estado escuchando a los Terminadores.

—Tal vez. Lo que ellos dicen es razonable. No del todo, pero tampoco son tan malos como afirman los Navegantes.

—Has perdido el juicio.

—De acuerdo. ¿Quién no lo perdería con este calor?

—Te conviene no hablar así en la ciudad.

—¿Por qué no? Hay mucha gente que ya lo está comentando.

—Pero no los gremialistas. Tú has ido al pasado, por lo tanto sabes discernir.

—Trato de ser realista. Tienes que escuchar las opiniones de la gente. Hay más personas que quieren que la ciudad se detenga, que gremialistas. Eso es todo.

—Cállate, Norris —dijo el hombre que hasta ahora no había abierto la boca, el que había hablado a la gente del pueblo.

Siguieron su camino.


La ciudad había aparecido a la vista mucho tiempo antes de que Elizabeth reconociese lo que era. A medida que se acercaban la observaba con gran interés y sin entender ese sistema de vías y cables que partía de la misma. Lo primero que supuso fue que se trataba de un depósito de ferrocarriles pero no veía ningún vehículo rodante, y el tramo de vías era demasiado corto como para prestar alguna utilidad.

Luego advirtió la presencia de varios hombres custodiando los rieles, cada uno de los cuales llevaba un rifle o algo que se asemejaba a una ballesta. No captó, nada más, dado que casi toda su atención se centraba en la edificación misma.

Había oído que los hombres la llamaban la «ciudad» —y Helward también—, pero a ella le parecía una enorme y deformada mole de edificios de oficinas. Tampoco daba la impresión de ser muy segura, construida, como estaba, principalmente de madera. Tenía lo feo de lo funcional, si bien el diseño era de una sencillez no del todo desagradable. Recordó las fotos que había visto de los edificios del período anterior a la Destrucción, y aunque éstos habían sido de acero y hormigón, tenían la misma cuadratura, la simpleza y la falta de adornos exteriores. Esos antiguos edificios habían sido altos, sin embargo, y esta extraña estructura no tenía más de siete pisos. La madera dejaba ver las diferentes etapas de la acción del tiempo.

Casi todo lo que se divisaba había sido descolorido por los elementos de la naturaleza, pero también se notaban partes más nuevas.

Los hombres las condujeron hasta la base de la edificación. Luego se internaron en un pasaje. Allí desmontaron, y se acercaron unos muchachos a llevarse los caballos.

Entraron a otro pasaje, subieron una escalera y atravesaron otra puerta. Salieron a un pasillo muy iluminado, al final del cual había una puerta. Allí se despidieron de los hombres. En la puerta había un cartel que rezaba:


SALA DE TRANSFERENCIA

Una vez adoptada la pose, Elizabeth no podía abandonarla.

En el transcurso de los días siguientes se vio sometida a una serie de investigaciones y tratamientos que, de no sospechar el motivo, le habrían parecido humillantes. La bañaron y le lavaron el pelo. Le hicieron un examen médico, le revisaron los ojos y los dientes. Le inspeccionaron el cuero cabelludo y le hicieron una prueba que —se imaginó—, sólo podía servir para comprobar si tenía enfermedades venéreas.

Sin manifestar sorpresa, la mujer que dirigía la revisión le otorgó un certificado de salud —fue la única de las diez que pasó—, y luego la dejaron en manos de otras dos mujeres que comenzaron a enseñarle los rudimentos del inglés. Esto la divertía mucho, y no obstante sus esfuerzos por demorar el proceso de aprendizaje, pronto la consideraron lo suficientemente instruida como para acabar este periodo inicial de habilitación.

Las primeras noches durmió en un dormitorio común, pero después le asignaron un cuartito para ella sola. La habitación era inmaculada, amoblada con lo mínimo indispensable. Había en ella una cama angosta, un lugar donde colgar la ropa —le habían dado dos conjuntos idénticos para usar—, una silla y aproximadamente un metro de espacio libre.

Ocho días hablan transcurrido desde su llegada a. la ciudad y Elizabeth comenzaba a cuestionarse qué era lo que había esperado conseguir. Ahora que le habían dado el pase de la sección de transferencia, la ubicaron en las cocinas, donde el trabajo que le asignaron era muy ingrato. Tenía las noches libres, pero le advirtieron que debía pasar una o dos horas en un salón de recepciones donde, le informaron, debía alternar con la gente que allí hubiese.

Este salón quedaba junto a la sección de transferencia. Tenía un pequeño bar en una esquina en el cual, Elizabeth notó, había muy poco que elegir. Y al lado, había un antiquísimo aparato de vídeo. Cuando ella lo prendió vio un programa de comedia que, francamente, no alcanzó a comprender, si bien una audiencia invisible reía todo el tiempo. Las alusiones cómicas eran, evidentemente, de otra época y por tanto, carecían de sentido para ella. Vio el programa entero y, por una leyenda de derecho de autor que aparecía al final, se enteró de que había sido grabado en 1985. ¡Tenía doscientos años de antigüedad!

Por lo general había muy pocas personas en este salón cuando ella asistía. Una mujer de la sección transferencia trabajaba detrás del mostrador, siempre con una sonrisa pegada a los labios, pero Elizabeth no llegaba a interesarse por los otros concurrentes. De vez en cuando venían algunos hombres —vestidos, al igual que Helward, con su uniforme oscuro—, y dos o tres chicas.

Un día, mientras trabajaba en la cocina, resolvió uno de los enigmas que le intrigaban.

Se hallaba guardando la vajilla limpia en un armario de metal destinado al efecto, cuando algo le llamó la atención. El mueble habida sido modificado hasta el punto de quedar irreconocible —se le habían quitado los componentes y se le habían agregado estantes de madera—, pero el emblema de DBM alcanzaba a distinguirse debajo de la capa de pintura.

Siempre que podía, Elizabeth se iba a recorrer la ciudad. Todo le resultaba motivo de curiosidad. Antes de venir pensaba que iba a sentirse prisionera, pero aparte de las tareas que debía desempeñar, tenía libertad de ir adonde le gustara y de hacer lo que quisiese. Hablaba con la gente, anotaba mentalmente sus impresiones, pensaba.

Un día halló un cuarto pequeño usado por la gente de la ciudad para pasar sus horas libres. Sobre una mesa había varias hojas de papel impreso, prolijamente abrochadas. Les echó un vistazo sin mucho interés y leyó el título de la primera página: «Directivas de Destaine».

Más tarde, mientras caminaba por la ciudad, vio más hojitas de estas y, picada por la curiosidad, leyó un juego de ellas. Luego se guardó una copia entre las sábanas de su cama, con la intención de llevársela cuando regresara a su país.

Comenzaba a entender. Volvió a leer el texto de Destaine tantas veces que llegó casi a memorizarlo. Pensó en Helward, en su comportamiento aparentemente insólito, y trató de recordar qué era lo que había dicho.

Creía hallar una suerte de esquema lógico, aunque había una inextirpable falla en todo.

La hipótesis que regia la vida de la ciudad y sus habitantes era que, el mundo en que vivían, estaba de algún modo invertido. No sólo el mundo sino también todos los objetos del universo donde se suponga que existía ese mundo. La figura que dibujara Destaine —un mundo macizo, con curvaturas en el Norte y en el Sur en forma de hipérbola —era la aproximación que utilizaban, y tenía una evidente correlación con ese raro sol que había dibujado Helward.

Un día Elizabeth vio el error mientras recorría una de las zonas de la ciudad que en la actualidad se estaban reconstruyendo.

Miró el sol, protegiéndose los ojos con una mano, y lo vio como siempre lo que había conocido: un globo de luz intensa, bien alto en el firmamento.

CAPÍTULO SIETE

Elizabeth tenía planeado abandonar la ciudad la mañana siguiente llevándose un caballo y atravesando el campo hasta llegar al pueblo. Desde ahí podría regresar a las oficinas centrales y pedir licencia. Dentro de unas semanas le correspondía tomar sus vacaciones, y sabía que podía fácilmente conseguir que se las adelantaran. Cuatro semanas eran más que suficientes para volver a Inglaterra y tratar de buscar algún funcionario, alguien que tuviese interés en lo que había descubierto.

Una vez concebido el plan, no quería llamar la atención. Así fue que pasó el día trabajando en las cocinas, como siempre. Por la noche fue al salón de recepciones.

Al entrar, el primer hombre que vio fue a Helward, que estaba parado de espaldas a ella, conversando con una chica.

Elizabeth se paró detrás de él.

—Hola, Helward —dijo, en voz baja. Este se dio vuelta para saludaría y la miró lleno de asombro.

—¡Usted! —exclamó— ¿Qué está haciendo aquí?

—¡Ssh! Acá piensan que no hablo muy bien el inglés. Soy una de las mujeres transferidas.

Elizabeth se encaminó a un rincón vacío. La señora del mostrador le hizo un gesto de aprobación con la cabeza al ver que Helward iba tras ella.

—Mire —dijo Elizabeth, casi en el acto—, tengo que pedirle disculpas por lo que ocurrió la última vez que nos vimos. Ahora entiendo mejor.

—Y a mí me tiene que perdonar que la haya asustado.

—¿Le contó algo a alguno de los otros?

—¿Que usted viene de la Tierra? No.

—Bien. No diga nada.

—¿De veras es del planeta Tierra?

—Si, pero no me gusta oírlo hablar así. Soy de la Tierra, igual que usted. Hay un error de interpretación.

Helward la miró desde arriba. Le llevaba unos treinta centímetros de altura.

—Aquí se la ve distinta... Pero, ¿por qué se vino como transferida?

—Fue el único modo que se me ocurrió de entrar en la ciudad.

—Yo la hubiese traído. —Echó un vistazo por el salón. ¿Ya hizo pareja con alguno de los hombres?

—No.

—No lo haga. —A medida que hablaba miraba por sobre su hombro—. ¿Le asignaron una pieza para usted sola? Podríamos conversar más tranquilos.

—Sí. ¿Vamos?

Elizabeth cerró la puerta después de entrar en su cuarto. Las paredes eran delgadas, pero al menos daban el aspecto de intimidad. Se preguntó por qué él tendría que tomar precauciones cuando hablaba con ella.

Se sentó en la silla, y Helward lo hizo en el borde de la cama.

—Leí el texto de Destaine —dijo—. Me pareció fascinante. Yo tenida alguna idea de su existencia. ¿Quién fue?

—El fundador de la ciudad.

—Sí, de eso me di cuenta. Pero se hizo famoso por alguna otra cosa.

Helward tenía una expresión incierta.

—¿Le parecieron razonables los escritos de Destaine?

—Relativamente. Era un hombre que se sentía extraviado. Pero estaba en un error.

—¿Con respecto a qué?

—A la ciudad y al peligro en que ésta se halla. Escribe como si él— y los demás hubiesen sido transportados a otro mundo.

—Eso es correcto.

Elizabeth negó con la cabeza.

—Ustedes nunca salieron de la Tierra, Helward. Los dos aquí sentados, charlando, estamos en la Tierra. Él agitó desesperado la cabeza.

—Está equivocada, sé que está equivocada. A pesar de todo lo que usted diga, Destaine conocía la verdadera situación. Nosotros estamos en un mundo diferente.

—El otro día me dibujó con el sol a mis espaldas. Y al sol lo dibujó como una hipérbola. ¿Es así como lo ve? A mí mi hizo muy alta. ¿También me ve así?

—No es así como veo el sol sino como es. Y como es el mundo. A usted la dibujé alta porque... la veía de ese modo en ese momento. Estábamos muy al Norte de la ciudad. Ahora... es muy difícil de explicar.

—Inténtelo.

—No.

—De acuerdo. ¿Sabe cómo veo yo el sol? Lo veo normal, redondo, esférico. ¿No se da cuenta de que el asunto es cómo percibe cada uno las cosas? Su percepción le informa incorrectamente... No sé por qué, pero Destaine también tenía mal la percepción.

—Liz, no es sólo la percepción. Yo he visto, he sentido, he vivido en este mundo. Diga lo que diga, para mí es real. Y no soy el único. Casi toda la gente de la ciudad posee el mismo conocimiento. Esto comenzó con Destaine porque él estaba aquí al principio. Y hemos sobrevivido mucho tiempo gracias a dicho conocimiento, que ha sido la raíz de todo y nos ha mantenido vivos ya que, sin él, no seguiríamos remolcando la ciudad.

Elizabeth iba a decir algo, pero él continuó:

—Liz, después de estar con usted, el otro día, necesité tiempo para pensar. Me fui al Norte, me interné muy lejos. Ahí vi algo que pondrá a prueba la capacidad de supervivencia de la ciudad como nunca ocurrió hasta el presente. Conocerla a usted fue... no sé... fue más de lo que yo esperaba. Pero indirectamente me condujo hasta algo muy grande.

—¿Qué?

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué no?

—No puedo contárselo a nadie, salvo a los Navegantes. Y ellos ordenaron restringir la información por ahora. Es un mal momento para que se difunda la noticia.

—¿Qué quiere decir?

—¿Oyó hablar de los Terminadores?

—Sí... pero no sé quiénes son.

—Son un grupo político, y han estado tratando de hacer detener la ciudad. Si se llegara a filtrar esta noticia, se nos vendrían muchos problemas encima. Acabamos de superar una crisis de importancia, y los Navegantes no quieren que se produzca otra.

Elizabeth se quedó mirándolo fijo, sin decir nada. De repente pensaba en sí misma desde otro punto de vista.

Se hallaba en medio de dos realidades, la suya y la de él. Por más próximas que pudiesen llegar a estar una de la otra, nunca habría ningún contacto entre ellas. Al igual que el gráfico que Destaine había dibujado para describir la realidad que él percibía: cuanto más se acercaba a Helward en un sentido, más se alejaba de él en otro. Ella misma se había sumergido en este drama, en que una lógica se veta derrotada por otra, y se consideraba incapaz de manejar la situación.

No podía extirpar de su mente la contradicción básica a pesar de que estaba persuadida de la sinceridad de Helward, de que la ciudad existía y de que sus habitantes se regían por unos conceptos muy raros para planificar su supervivencia. La ciudad y sus habitantes se hallaban en la Tierra, en la Tierra que ella conocía y, por más cosas que viese o que Helward le dijese, no había otra explicación posible. Las pruebas en contrario carecían de todo sentido.


Dijo Elizabeth:

—Mañana me voy de la ciudad.

—Véngase conmigo. Yo salgo de nuevo para el Norte.

—Pero es que yo tengo que regresar a la aldea.

—¿Ese pueblo donde conseguimos las mujeres?

—Sí.

—Yo voy en esa dirección. Cabalgaremos juntos. Otra contradicción: el poblado quedaba al Sudoeste de la ciudad.

—¿Por qué vino a la ciudad, Liz? Usted no es una lugareña.

—Quería verlo a usted.

—¿Por qué?

—No sé. Usted me asustaba. Vi a esos otros hombres comerciar con la gente del pueblo. Quise averiguar lo que ocurría. Ahora lamento haberlo hecho porque usted aún me inspira miedo.

—¿Acaso me estoy saliendo de mis casillas? Ella rió... y se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde que había venido a la ciudad.

—No, claro que no. Es más... no sabría decirle... Todo lo que yo tomo por descontado es distinto, aquí en la ciudad. No las cosas de todos los días sino las cosas más importantes, tales como la razón de ser. Aquí noto que la gente pone mucho empeño, como si la ciudad fuese el único foco de toda existencia humana. Sé que no es así. Hay millones de otras cosas que uno puede hacer en el mundo. La lucha por la supervivencia es un móvil en la vida, pero no el más importante. Ustedes hacen hincapié en el concepto de supervivencia a cualquier precio. Yo he estado fuera de la ciudad, Helward, muy lejos. Por más que usted lo piense, este sitio no es el centro del universo.

—Si, lo es. Si dejáramos de creerlo, moriríamos todos.

CAPÍTULO OCHO

A Elizabeth no le resultó difícil salir de la ciudad. Bajó a los establos con Helward y otro hombre —a quien él lo presentó como Futuro Blayne—, buscaron tres caballos y partieron con un rumbo que Helward afirmó era el Norte. Nuevamente ella cuestionó su sentido de la dirección ya que, según sus propios cálculos sobre la posición del sol, iban realmente hacia el Sudoeste, pero no lo contradijo. A esta altura ya se había acostumbrado a ver ultrajados los conceptos que ella creía lógicos, aunque no vela sentido en hacérselo notar. Se contentaba con aceptar las peculiaridades de la ciudad, por más que no las entendiera.

Al salir, Helward le señaló las grandes ruedas sobre las que iba montada la ciudad, y le explicó que ésta avanzaba a una velocidad tan lenta que era casi imperceptible. No obstante —le aseguró—, avanzaba aproximadamente una milla cada diez días. Hacia el Norte o el Sudoeste, como prefiriese ella considerarlo.

El viaje duró dos días. Los hombres hablaban mucho entre ellos y con ella, aunque Elizabeth no comprendía muchas de las cosas que decían.

Tenía la sensación de estar saturada de nuevas informaciones, incapaz de absorber más.

Al caer la noche del primer día pasaron muy cerca del pueblo de Elizabeth, y ésta le dijo a Helward que se iba allí.

—No... venga con nosotros. Después podrá regresar.

—Yo quiero volver a Inglaterra. Creo que puedo ayudarlos.

—Tiene que ver esto.

—¿Qué?

—No estamos seguros —dijo Blayne—. Helward piensa que quizás usted nos lo pueda decir.

Elizabeth se resistió unos minutos, pero al final accedió a acompañarlas.

Era extraña la facilidad con que aceptaba las situaciones que esta gente le presentaba. Tal vez fuese porque se identificaba con algunas de ellas, o porque los habitantes de la ciudad llevaban una vida curiosamente civilizada —con todas sus extrañas particularidades— en medio de una zona desvastada por la anarquía durante muchas generaciones. Incluso, en las pocas semanas que estuvo en la aldea, la manera de ser de los campesinos, ese letargo que los dominaba, la incapacidad de resolver el más mínimo problema, le había minado su propia fuerza de voluntad para aceptar el desafío de su trabajo. Pero la gente de la ciudad de Helward era distinta. Evidentemente constituían una comunidad que se las había ingeniado para subsistir durante la Destrucción, y que ahora vivían en el pasado. Aún así, conservaban la estructura de una sociedad bien gobernada: la disciplina notable, la gran determinación y una vital comprensión de su propia identidad, por más dicotomía que existiese entre las similaridades internas y las diferencias extremas.

De modo que, cuando Helward le pidió que fuese con ellos, y Blayne lo apoyó, Elizabeth no pudo resistirse. Por su propia cuenta ella se había inmiscuido en los asuntos de la ciudad. Después tendría que enfrentar las consecuencias de haber abandonado la aldea —podría justificar su ausencia diciendo que quería saber a donde llevaban a las mujeres—, pero ahora sentía que debía seguir hasta el final. Posteriormente, algún organismo oficial tendría que rehabilitar a la gente de la ciudad, pero hasta ese momento, la responsabilidad era suya.

Llevaban sólo dos carpas. Esa noche los hombres le ofrecieron una. Antes de irse a dormir, sin embargo, conversaron largo rato.

Era obvio que Helward le había hablado a Blayne de ella, de lo distinta que era, según él, tanto de la gente de la ciudad como de los lugareños.

Blayne charló directamente con ella, y Helward se mantuvo en un segundo plano. Rara vez abría la boca, y cuando lo hacía, era para confirmar algo que decía su compañero. A Elizabeth le gustaba Blayne, sobre todo por ese modo directo de responder sus preguntas sin tratar de evadirse.

En conjunto, Blayne dijo lo mismo que ella ya sabía. Habló de Destaine y sus Directivas, de la necesidad de hacer avanzar la ciudad, de la forma del mundo. Elizabeth había aprendido a no discutir las opiniones de esta gente, así que se limitó a escuchar.

Llegado el momento de meterse en su bolsa de dormir, se sentía exhausta por la larga cabalgata, pero el sueño no le vino de inmediato.

Si bien no había disminuido la confianza que tenía en su propia lógica, había profundizado el conocimiento de los habitantes de la ciudad. Ellos decían vivir en un mundo donde las leyes de la naturaleza no eran las mismas, cosa que ella estaba dispuesta a creer... o mejor dicho, estaba dispuesta a creer que esta gente era sincera, aunque se hallaba en un error.

Lo distinto no era el mundo exterior sino su percepción del mismo. ¿De qué manera podía ella modificar este hecho?


Al salir del bosque se encontraron con una zona de grandes malezas. Aquí no había huellas que seguir y avanzaban muy lentamente. Soplaba un viento fresco que les aguzaba los sentidos.

Poco a poco la vegetación se transformó en un pasto duro, que crecía en un terreno arenoso. Ninguno de los hombres dijo nada. Helward, en particular, avanzaba con la vista clavada adelante, dejando que su caballo buscara el camino.

Elizabeth notó que, más allá, terminaba toda vegetación, y que llegaban a una loma de arena suelta. Unos pocos metros de dunas los separaban de la playa. Su caballo, que ya había percibido la sal en el aire, respondió fácilmente cuando ella le clavó los tacos, adoptando un medio galope. Durante unos minutos le dio rienda suelta. Gozaba de la libertad y del placer de galopar por la playa, por su superficie lisa, limpia, jamás tocada por otra cosa que por las olas.

Helward y Blayne venían detrás de ella. Se detuvieron juntos, a mirar el agua.

Elizabeth se les acercó y desmontó.

—¿Esto se extiende de Este a Oeste? —preguntó Blayne.

—Todo lo que alcancé a explorar, sí. No hay manera de rodearlo.

Blayne extrajo una videocámara de su alforja, la conectó al estuche y filmó lentamente el paisaje.

—Tendremos que inspeccionar el Este y el Oeste —dijo—. Sería imposible cruzarlo.

—No se ve la orilla de enfrente.

Blayne frunció el ceño, contemplando la arena.

—No me gusta el terreno. Tendremos que traer a un Constructor de Puentes aquí. Se me ocurre que esto no va a soportar el peso de la ciudad.

—Tiene que haber un modo.

Ambos ignoraban a Elizabeth por completo. Helward instaló un aparato en un trípode, y leyó lo que éste marcaba.

—Estamos muy lejos del óptimo —dijo, eventualmente—. Tenemos mucho tiempo. Treinta millas... casi un año de tiempo en la ciudad. ¿Crees que se podría hacer?

—¿Un puente? Va a llevar su tiempo. Necesitaríamos más hombres que los que tenemos en la actualidad. ¿Qué dijeron los Navegantes?

—Que controlaras lo que yo había informado.

—No creo que yo pueda agregar nada.

Helward permaneció unos instantes más contemplando la gran masa de agua. Luego pareció recordar a Elizabeth, y se dirigió a ella.

—¿Qué le parece?

—¿Esto? ¿Qué quiere que me parezca?

—Díganos algo sobre nuestras percepciones. Díganos que aquí no hay un río.

—No es un río.

Helward echó una mirada a Blayne.

—Tú lo has oído —dijo—. Esto simplemente, lo estamos imaginando.

Elizabeth cerró los ojos y les dio la espalda.

La brisa le daba frío, de modo que sacó una manta de su caballo y regresó a la loma arenosa. Cuando volvió a mirarlos, ellos ya no le prestaban atención. Helward había instalado otro instrumento y leía lo que éste le indicaba. Luego se lo gritaba a Blayne.

Trabajaban lenta, concienzudamente, y a cada paso, uno controlaba las mediciones del otro. Al cabo de una hora, Blayne guardó algo de su instrumental en su alforja, montó y se alejó por la costa en dirección al Norte. Helward se quedó parado mirándolo. Su pose dejaba traslucir una desesperación abrumadora.

Elizabeth lo interpretó como una pequeña fragilidad de la barrera de lógica que los separaba. Envolviéndose más en la manta, cruzó las dunas hacia donde se hallaba Helward.

—¿Sabe dónde estamos?

—No —respondió él—. Nunca lo sabremos.

—En Portugal. Este país se llama Portugal, y queda en Europa.

Se acercó un poco más para verle la cara. Por un momento, los ojos de Helward se posaron en ella, pero tenía una expresión indefinida. Helward meneó la cabeza y se encaminó a buscar su caballo. La barrera era absoluta.

Elizabeth se encaminó a su propio caballo, y lo montó. Se alejó por la costa y pronto se internó, siguiendo la dirección general de la aldea. A los pocos minutos el turbulento azul del Atlántico había quedado atrás.

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