CUARTA PARTE

37 El oráculo de Takhisis. Kit da un ultimátum

El invierno entró de lleno en Ansalon. Yule llegó y pasó. Se seguía buscando a Kitiara, aunque ya sin demasiada intensidad. Ariakas no mandó a sus tropas en su persecución. Lo que sí hizo fue enviar asesinos y cazarrecompensas, pero con la orden de llevar sus pesquisas con comedimiento y cautela. Al cabo de un tiempo, dio la impresión de que se habían olvidado de ella. Ya no había cazarrecompensas repartiendo por ahí monedas de acero y preguntando si alguien había visto a una guerrera de cabello oscuro, rizado y corto, con sonrisa sesgada.

Kitiara no lo sabía, pero Ariakas había hecho volver a sus sabuesos. El emperador empezaba a lamentar todo el incidente. Se daba cuenta de que había cometido un error respecto a Kit. Empezó a creer en su afirmación de inocencia e intentó culpar a Iolanthe de haber llegado a creer que Kit lo había traicionado. La maga, muy atinadamente, desvió la responsabilidad hacia el hechicero Feal-Thas. El elfo había acabado siendo una gran decepción para Ariakas —que, sin embargo, nunca había esperado gran cosa de él— cuando llegó la noticia de que el maldito elfo había conseguido que lo mataran y en su caída había arrastrado consigo al castillo del Muro de Hielo.

Por lo menos el caballero, Derek Crownguard, había sido víctima de la confabulación del emperador. Se había llevado el Orbe de los Dragones a Solamnia, y los informes de los espías de Ariakas comunicaban que la controversia por la posesión del orbe había abierto una brecha entre elfos y humanos, además de la subsiguiente desmoralización de la caballería por la influencia del orbe.

Ariakas quería que Kit volviera. Por fin estaba preparado para entrar en guerra con Solamnia y necesitaba su pericia, sus dotes para el liderazgo, su coraje. Sin embargo, no había rastro de ella por ninguna parte.

La reina Takhisis podría haber informado a Ariakas sobre el paradero de Kit, ya que Su Oscura Majestad tenía bajo una estrecha vigilancia a la Dama Azul, pero Takhisis decidió mantener en la ignorancia a Ariakas. Este probablemente habría visto con buenos ojos la entrada de lord Soth en la guerra, pero no le gustaría ni pizca encontrarse con una alianza entre Soth y Kitiara. Kit ya tenía un ejército que la respaldaba, un ejército que le era leal. Si a eso se sumaba el poderoso Caballero de la Muerte y sus fuerzas, Ariakas empezaría a sentir que la Corona del Poder descansaba sobre su cabeza con cierta inestabilidad. Podría intentar impedir que Kitiara llegara al alcázar de Dargaard, pero Takhisis no estaba dispuesta a consentirlo.

Los cazarrecompensas eran un fastidio para Kit, pero en absoluto representaban un peligro. Ninguno de ellos la reconocería con su disfraz de ocultista de algo rango y nadie la molestaría. Incluso había sostenido una conversación muy entretenida con un cazarrecompensas, a quien facilitó su descripción y lo mandó a una persecución larga e infructuosa. Cuando tomó la calzada que conducía a Foscaterra, la persecución acabó. Nadie deseaba seguirla por aquella tierra maldita.

El viaje fue largo y agotador, y le dio a Kitiara tiempo de sobra para pensar en su encuentro con lord Soth. Necesitaba un plan de ataque. Kit nunca entraba en batalla sin tener uno preparado. Le hacía falta información muy precisa respecto a qué clase de enemigo se enfrentaba; información verídica, nada de leyendas, mitos, historias de vieja, cuentos kenders o cantos de bardos. Por desgracia, no era una información fácil de conseguir. De aquellos que habían visto a lord Soth cara a cara, ninguno había vuelto para hablar de ello.

Lo único que tenía era la información que le había proporcionado Iolanthe al final de su azaroso encuentro en el templo de Neraka. Kit deseó haber prestado más atención a la bruja, haberle hecho más preguntas. Claro que estaba intentando huir para salvar la vida y no era el mejor momento para estar de cháchara. Kit repasó todo lo que Iolanthe le había contado y le estuvo dando vueltas con la esperanza de idear alguna estrategia. Todas las historias coincidían en ciertos puntos: un ejército de guerreros espectrales; una estatua antigua de banshees que paraba el corazón; y un Caballero de la Muerte que podía matar con sólo decir una palabra. Desde el punto de vista de Kit, desarrollar una estrategia para ese encuentro se parecía mucho a planear una estrategia para suicidarse. En realidad, la cuestión era cómo morir de la forma más rápida y lo menos dolorosa posible.

Kit tenía el brazalete que Iolanthe le había dado. La hechicera le había explicado cómo utilizarlo, pero Kit quería saber todo cuanto hubiera que saber sobre ese brazalete. No es que no confiara en Iolanthe. La bruja le había salvado la vida.

Bueno, para ser sincera, tampoco se fiaba mucho de ella, así que llevó el brazalete a una tienda de artículos de magia.

El propietario —un Túnica Roja, como solían ser la mayoría, ya que había que tratar con magia negra, roja y blanca— agarró el brazalete como si ya no fuera a soltarlo. Le brillaron los ojos al verlo y la boca se le hizo agua. Lo acarició con arrobo. La voz se le enronqueció cuando habló sobre él. Le dijo que era un brazalete muy raro y muy valioso. Era el primero que veía, así que sólo conocía ese tipo de brazalete de oídas. Musitó unas palabras mágicas mientras hacía movimientos con las manos sobre él y el brazalete puso de manifiesto su naturaleza mágica. Aunque no se atrevería a jurar por su dios que la joya haría lo que Iolanthe había afirmado —proteger a Kit del miedo inducido por un conjuro y de ataques con la magia—, creía muy probable que el brazalete actuara como se esperaba que lo hiciera. Después, sosteniéndolo amorosamente en la mano, le ofreció a Kit que eligiera a cambio cualquier objeto de los que había en su tienda.

Kitiara logró finalmente rescatar el brazalete de la mano del hombre y se marchó. El Túnica Roja la siguió calle abajo sin dejar de suplicarle que se lo vendiera, y la guerrera tuvo que poner a galope a su caballo para dejar atrás al hombre. Hasta entonces Kit no había sido muy cuidadosa con el brazalete; lo había metido en una mochila y no había pensado mucho en él. A partir de ese momento, lo trató con más cuidado y comprobaba con frecuencia que seguía donde lo había dejado. Sin embargo, el brazalete no consiguió que se sintiera mentalmente más tranquila respecto al encuentro con el Caballero de la Muerte, sino todo lo contrario. Iolanthe no le habría dado un regalo tan valioso a no ser que tuviera la certeza de que iba a necesitarlo.

Era descorazonador. Mucho.

Kitiara decidió hacer algo que no había hecho en su vida: buscar la ayuda de un dios. Takhisis era la responsable de enviarla a esa misión. Al enterarse de que había una pitonisa que transmitía oráculos cerca de la frontera con Foscaterra, Kitiara dio un rodeo para visitar a la vieja arpía y pedir el favor y la protección de Su Oscura Majestad.

La pitonisa vivía en una cueva, y si la peste contaba como exponente de su valía, entonces era extremadamente poderosa. El olor a residuos corporales, a incienso y a repollo cocido bastaba para provocar arcadas a un troll. Kit, que había entrado en la cueva, estaba dispuesta a dar media vuelta y salir de inmediato cuando un rapazuelo, tan sucio que resultaba imposible adivinar si era un chico o una chica, la agarró de la mano y tiró de ella hacia dentro.

El pelo lacio, estropajoso y de un blanco amarillento enmarcaba la cara de la vieja arpía como una madeja enredada. La carne le colgaba nacida de los huesos. Tenía los ojos turbios y desenfocados. Bajo las ropas desgastadas, los pechos le tocaban las rodillas al estar sentada en el suelo, con las piernas cruzadas delante de la lumbre. Parecía encontrarse en una especie de trance porque murmuraba, babeaba y balanceaba la cabeza. El pilluelo alargó una mano exigiendo un donativo de una moneda de acero si Kitiara quería hacer una pregunta al oráculo de la Reina de la Oscuridad.

Kit albergaba sus dudas, pero también estaba desesperada. Le dio la moneda de acero y el pilluelo la examinó para cerciorarse de que no era falsa.

—Es buena, Marm —masculló, y se quedó a ver el espectáculo.

La vieja arpía se despabiló lo suficiente para echar un puñado de polvo al fuego. El polvo chasqueó y siseó; las llamas cambiaron de color y ardieron verdes, azules, rojas y blancas. Hilillos de humo negro se enroscaron alrededor de la vieja arpía, que empezó a gemir mientras se mecía atrás y adelante.

El humo era ponzoñoso e hizo lagrimear a Kit. Le costaba trabajo respirar e intentó de nuevo salir de allí, pero el pilluelo la asió de la mano y le ordenó que esperara; el oráculo estaba a punto de hablar.

La vieja arpía se sentó erguida y abrió los ojos que, de repente, estaban límpidos y lúcidos. Los murmullos eran claros y fuertes, profundos, fríos y vacíos como la muerte.

—«Juraré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche conmigo en el alcázar de Dargaard, solo.»

La vieja arpía se desplomó sobre sí misma, mascullando y plañendo como un bebé. Kitiara estaba enfadada. ¿Para eso había gastado una moneda de acero?

—Ya sabía lo de la promesa de ese Caballero de la Muerte —dijo—. Por eso voy allí. Lo que necesito en que Su Oscura Majestad vele por mí. No le serviré de nada si Soth me mata antes de que tenga siquiera ocasión de abrir la boca. Si su majestad me prometiera...

La vieja arpía alzó la cabeza, miró directamente a Kitiara y dijo en un tono irascible y quejoso:

—¿Es que no sabes reconocer una prueba, estúpida muchacha?

La vieja arpía volvió a entrar en aquella especie de trance y Kitiara se marchó tan deprisa como pudo.

Una prueba, había dicho el oráculo. Lord Soth la pondría a prueba. Podría tomarse como algo reconfortante porque significaba que el Caballero de la Muerte se abstendría de matarla en el mismo instante en que pusiera el pie en la entrada. Por otro lado, también podría significar que la mantendría con vida por su valor como diversión. A lo mejor sólo mataba a la gente cuando se aburría de verla sufrir. Kit siguió su viaje al norte.

Supo que había cruzado la frontera de Foscaterra cuando empezó a encontrar pueblos abandonados; además, la calzada por la que viajaba ya casi no se la podía considerar tal. Solamnia había tenido siempre fama de contar con una excelente red de vías públicas. Los ejércitos avanzaban más deprisa por calzadas que se encontraban en buenas condiciones. Los mercaderes viajaban más lejos y llegaban a más ciudades. Tener buenas calzadas significaba gozar de una economía fuerte. Incluso después del Cataclismo, cuando abundaban los tumultos y la agitación, los que tenían a su cargo las ciudades hicieron del mantenimiento de las vías públicas una prioridad; en todas partes excepto en Foscaterra.

Muchas de las calzadas habían quedado destruidas durante el Cataclismo al quedar sumergidas cuando los ríos se desbordaron o al desaparecer con los terremotos. Sin el mantenimiento adecuado, las calzadas que resistieron empezaron a deteriorarse, y en algunas partes desaparecieron por completo cuando la naturaleza reclamó la tierra para sí. Las vías por las que Kit viajaba ahora estaban tapizadas de malas hierbas, espolvoreadas de nieve y sin viajeros. Pasaron días sin que Kit se cruzara con un alma viviente.

Hasta allí había avanzado a buen paso, pero ahora el progreso se había hecho más lento. Tenía que desviarse kilómetros de su ruta para encontrar un vado por el que cruzar un río a causa de que la corriente había arrastrado el puente. Tenía que abrirse paso entre la hierba alta que llegaba a los flancos del caballo y que era dura como el alambre. En cierto tramo, la calzada se hundía en un barranco, y en otra zona la condujo directamente al pie de un acantilado. A veces sólo recorría unos cuantos kilómetros en un día, aunque tanto ella como su caballo acababan extenuados. También tenía que dedicar tiempo a la caza; las únicas posadas y granjas por las que pasó llevaban mucho tiempo abandonadas.

Kit no había vuelto a disparar un arco desde su adolescencia, y en el mejor de los casos había sido una arquera más bien desmañada. Sin embargo, el hambre aguzaba la destreza, y se las arregló para derribar un ciervo de vez en cuando. Claro que entonces tenía que trocearlo y aliñarlo, en lo que empleaba un tiempo precioso.

A ese paso, sería tan vieja como el oráculo cuando llegara al alcázar de Dargaard... Si es que lo conseguía.

No sólo tenía que vérselas con calzadas en malas condiciones, bosques infranqueables y el hambre, sino que también debía estar alerta constantemente por los forajidos que habían hecho de aquella zona de Ansalon su casa. Se había deshecho de las ropas de clérigo acomodado previendo que la convertirían en una presa más codiciada y las cambió por las que llevaba en su huida de Neraka: el farseto y un coselete de cuero que había encontrado a lo largo del camino. De nuevo tenía la apariencia de una mercenaria que pasaba una mala racha, pero ni siquiera eso la salvaría. En Foscaterra había gente que mataría por un par de botas.

Durante el día cabalgaba con la mano puesta continuamente en la empuñadura de la espada. En una ocasión, una flecha la alcanzó en la espalda, pero el coselete la desvió. Estaba dispuesta a luchar, pero el cobarde que había disparado no tuvo agallas para dar la cara y enfrentarse a ella.

De noche dormía con un ojo abierto, o eso intentaba, porque a veces el cansancio hacía que se sumiera en un sueño profundo. Por suerte para Kit, al caballo de Salah Kahn lo habían entrenado para frustrar los intentos de asesinato contra su amo, práctica que era un estilo de vida en Khur. El relincho de alarma del animal sacaba de su sueño a Kit bruscamente cada dos por tres. Incorporándose de un brinco, tenía que luchar a brazo partido contra un matón armado con un cuchillo o, con la espada enarbolada, atisbar una figura imprecisa que se escabullía de vuelta a las sombras.

Hasta ese momento había tenido suerte; los que la habían atacado eran asaltantes solitarios. Pero llegaría el día o la noche en que una cuadrilla errabunda de ladrones caería sobre ella y sería su fin.

—No puedo hacerlo, majestad —dijo Kit un día mientras avanzaba trabajosamente por la nieve, llevando al caballo de las riendas porque el terreno era demasiado abrupto para ir montada en el animal sin correr el riesgo de que se hiciera daño—. Siento tener que romper mi juramento, pero de todos modos no lo habría cumplido porque no habría vivido lo suficiente para ver el alcázar de Dargaard.

Kit dio un tropezón y se detuvo. No le gustaba admitir la derrota, pero estaba demasiado hambrienta, demasiado cansada, demasiado desmoralizada y tenía demasiado frío para seguir adelante. Empezaba a darse media vuelta para volver por donde habían venido, cuando Jinete del Viento lanzó un relincho aterrado y se encabritó al tiempo que pateaba el aire con las manos. Kit llevaba sujeta firmemente la brida y el movimiento brusco e inesperado del animal casi le descoyuntó el brazo.

La guerrera soltó las riendas y empuñó la espada. El caballo plantó las manos en el suelo y se quedó quieto en la calzada, sudoroso, sacudido por temblores, echando espumarajos y con los ojos en blanco. Kit miró a su alrededor pero no vio nada, aunque sentía el terror del animal. Entonces oyó el sonido de unos cascos a su espalda.

Kit giró rápidamente sobre sus talones y el acero de la espada centelleó al sol.

Un caballo enorme, negro como el azabache y con llameantes ojos rojos, estaba plantado en mitad de la calzada y le cerraba el paso. Una mujer lo montaba en silla de amazona, como hacían las damas de la aristocracia. Llevaba un elegante vestido de terciopelo negro. La falda caía en airosos pliegues por el flanco del animal casi hasta el suelo. Un velo largo y diáfano le ocultaba el rostro. Iba sentada muy erguida, altiva, y las manos enfundadas en guantes negros sujetaban las riendas sin tirar de ellas.

Kitiara soltó la espada. Temblando por dentro, más aterrada de lo que había estado con la idea de afrontar su ejecución, cayó de hinojos.

—¡Majestad! —jadeó, temerosa—. No era mi intención...

—Oh, ya lo creo que sí —la interrumpió Takhisis con una voz tan suave como el terciopelo de su vestido y tan dura como el suelo congelado en el que Kit se había arrodillado—. He oído tu ultimátum.

—Majestad, no era eso lo...

—Pues claro que lo era. Has dicho que si quiero que vayas al alcázar de Dargaard, tendré que encontrar un modo de llevarte allí de forma conveniente y a tiempo.

«Y viva», pensó Kitiara, aunque no osó decirlo en voz alta.

Se arriesgó a echar una ojeada con disimulo, pero no consiguió ver nada de los rasgos de la mujer ocultos bajo el velo.

—Si me lo ordenas, majestad, seguiré adelante... Hasta donde llegue... —dijo humildemente la guerrera.

Takhisis tamborileó con los dedos en un gesto de irritación. Sentada muy derecha en la silla, volvió la cabeza a un lado y a otro abarcando con la mirada el bosque y aquel desdichado remedo de calzada que no merecía llamarse así.

—Te creeré —concedió Takhisis—. Has hecho un gran trabajo al venir hasta aquí. Sabía que este lugar era un desastre, pero no sabía que lo fuera hasta tal punto. —Volvió el rostro velado hacia la guerrera—. Te ayudaré una vez más, Dama Azul, pero será la última.

La Reina Oscura alzó una mano enguantada y señaló el cielo.

Kitiara miró a lo alto y soltó una exclamación de alegría. Skie volaba allá arriba, despacio, con la cabeza inclinada, y miraba a un lado y a otro. Kitiara lo llamó al tiempo que se incorporaba de un salto y se ponía a agitar los brazos. O el dragón la oyó o tal vez oyó la orden de su reina, porque desvió la vista, localizó a Kit, y empezó a descender volando en espiral.

Kitiara se volvió hacia Takhisis.

—Gracias, majestad. No te defraudaré.

—Y si lo haces, dará lo mismo, ¿no crees? Estarás muerta —repuso Takhisis—. Supongo que tendré que devolverle el caballo a Salah Kahn o sus protestas serán el cuento de nunca acabar.

Tomó las riendas de Jinete del Viento con un grácil ademán y partió calzada adelante llevando por la brida al aterrado corcel. Cuando la diosa hubo desaparecido en la oscuridad del bosque, Kitiara tuvo un gozoso reencuentro con Skie.

Estaba tan contenta de ver al dragón que tuvo que contenerse para no rodearle el cuello con los brazos y estrujarlo. Sabía que Skie se sentiría profundamente ofendido y probablemente no la perdonaría nunca. Empezó a disculparse con el dragón y admitió que él tenía razón, que su estúpida búsqueda del semielfo la había metido en un buen lío y casi le había costado la vida. Skie no le dijo: «Te lo advertí.» Por el contrario, tuvo un gesto muy generoso al pedirle perdón a su vez y admitir que se había equivocado al dejarla sola.

Después la informó de que volvía a gozar del favor de Ariakas. El emperador le había pedido a Skie —casi le había suplicado— que fuera a buscarla. Aquella noticia hizo que Kit esbozara una sonrisa sarcástica, sobre todo cuando se enteró de la muerte de Feal-Thas y que los caballeros solámnicos estaban provocando problemas.

Ariakas tenía una misión importante para Kitiara en Flotsam. El emperador también quería que Kit se pusiera a planear un ataque a la Torre de la Alta Hechicería.

—¡Ahora decide eso! —La guerrera estaba que echaba chispas—. Ahora, después de que los caballeros se plantean enviar tropas para reforzar la torre. Y si Solamnia es de repente tan importante ¿por qué habla de mandarme a Flotsam, al otro lado del continente, en alguna misión secreta? ¡Bah! ¡Ese hombre está perdiendo el control!

Skie sacudió la cola en un gesto de conformidad y se tumbó sobre la barriga para que Kitiara pudiera encaramarse a su lomo. El dragón llevaba consigo la armadura azul y el yelmo de un Señor del Dragón que le había entregado Ariakas por si conseguía dar con ella. La mujer se puso la armadura con verdadero placer. Se cubrió con el yelmo y juró que llegaría el día en que Ariakas lamentaría haberla tratado así. Todavía no era suficientemente fuerte para desafiarlo, pero ese día llegaría tarde o temprano; quizá antes de lo que imaginaba si tenía éxito en el alcázar de Dargaard. Equipada de nuevo con su armadura, Kitiara se sentía capaz de cualquier cosa, incluso de enfrentarse a un Caballero de la Muerte.

Recobrada su Dama Azul, el dragón estaba también de un humor excelente. Agitó las escamas azules y clavó las garras en el suelo, listo para alzar el vuelo.

—¿Adónde vamos? —preguntó—. ¿A Solamnia o a Flotsam?

Kitiara hizo una honda inspiración. Esto iba a ser difícil.

—¿No te dijo nada su majestad? —preguntó a su vez, evitando responder.

—¿Quién? ¿Decirme qué? —Skie volvió la cabeza hacia atrás, de repente receloso.

—Volamos hacia el norte —contestó Kitiara—. Al alcázar de Dargaard.

Skie la miró fijamente.

—Bromeas —dijo después en tono tajante.

—No, hablo en serio —contestó Kit sin perder la calma.

—¡Entonces es que estás loca! —gruñó el dragón—. Si crees que voy a llevarte a tu muerte estás...

—Le prometí a la reina Takhisis que me encargaría de esto —explicó Kitiara—. ¿Qué crees, entonces, que hago aquí, en Foscaterra?

—Quizá tras las huellas del semielfo. ¿Cómo demonios iba a saberlo?

—Créeme, he dejado de pensar en Tanis Semielfo —le aseguró al dragón—. Tengo cosas más importantes en la cabeza, como intentar discurrir la forma de salir con vida de este encuentro.

Le explicó el juramento que había hecho a Takhisis.

»Ya la conoces —añadió—. Ahora no puedo echarme atrás. Mi vida no valdría un céntimo kender.

Skie conocía a Takhisis y tuvo que admitir que arrostrar la cólera de la diosa era algo que hasta el dragón más poderoso evitaría como fuera. Aun así, no le gustaba el plan de Kit y se lo hizo saber.

—¡No puedo creer que fueras a hacer esto sin mí! —bramó—. Así al menos tendrás una posibilidad de sobrevivir. Arrasaré el alcázar, lo demoleré sobre su cabeza. No se puede matar al Caballero de la Muerte, pero al menos puedo debilitarlo, darle algo en lo que pensar. Por ejemplo, cómo salir arrastrándose de debajo de varias toneladas de escombros.

Kitiara se abrazó al cuello del dragón, se agarró fuerte y le ordenó que alzara el vuelo.

Era una buena idea la de Skie, y por eso Kit evitó decirle que no funcionaría.

38 Una noche en el alcázar de Dargaard

Skie sobrevoló bosques y ciénagas, ríos y colinas, viviendas en ruinas, calzadas deterioradas, predadores y proscritos de Foscaterra y cubrió en pocas horas y sin incidentes la distancia que a Kitiara le habría costado jornadas de esfuerzo y de peligro recorrer. Tuvieron a la vista el alcázar de Dargaard la tarde del segundo día.

La fortaleza estaba construida en lo alto de un acantilado, en su mayor parte esculpida en la roca del pico del risco. La única forma de llegar al alcázar era subir una empinada calzada que serpenteaba por la cara rocosa. Kit se habría planteado esa vía, pero un vistazo a la calzada fue suficiente para que diera las gracias por contar con Skie. Rajada y llena de grietas, en algunos sitios se habían desprendido grandes fragmentos que habían rodado vertiente abajo. Lo que quedaba de ella estaba sembrado de rocas sueltas y escombros de la deteriorada fortaleza.

En tiempos, la belleza del alcázar de Dargaard había sido legendaria. Se había construido a semejanza de una rosa en flor, a medio abrir. Ahora la rosa estaba resquebrajada, los pétalos ennegrecidos y feos. Los jardines, antaño verdes y florecientes, eran hogar de hierbajos y maleza. El único rosal que crecía entre los deteriorados muros del jardín daba una flor de una tonalidad negra horripilante.

Skie aminoró la velocidad. Había pocas cosas en Ansalon que el dragón temiera, pero aun así no le gustaba el aspecto de aquel lugar ni la sensación que transmitía.

—¿Tengo que seguir?

—Sí. —Kitiara tuvo que repetirlo porque, por primera vez, la palabra se le quedó atascada en la garganta.

El sol no brillaba en el alcázar de Dargaard, que languidecía envuelto siempre a la sombra de la cólera de los dioses. En el instante en que Kit y Skie sobrevolaron la muralla exterior, la luz del sol desapareció. El astro seguía brillando, pero era un orbe ardiente en un cielo negro que no arrojaba luz sobre el alcázar de Dargaard. Los espectros apostados en las murallas verían, en lontananza, el mundo iluminado por el sol, un mundo verde y pujante, un mundo de vida y calor, un mundo perdido para siempre para los que estaban atrapados en la maldición del alcázar de Dargaard.

A Kit se le ocurrió de repente la espantosa idea de que ella misma podía convertirse en una de esas almas perdidas. Su espectro podía verse obligado a unirse a esos guerreros esclavizados por lord Soth. La sacudió un escalofrío y apartó aquella idea de la mente con presteza.

Miró hacia abajo entre las alas del dragón. El alcázar parecía un lugar oscuro y desierto. Ninguna luz brillaba en las ventanas rotas pero, sin embargo, Kitiara tuvo una repentina visión de horribles llamaradas que surgían violentamente a través del techo y ascendían hacia el cielo en un torbellino de cenizas y pavesas. Olió a humo y carne quemada y oyó el chillido angustioso de un bebé, una única nota de tono agudo que siguió resonando hasta apagarse de repente. Kitiara sintió un nudo en la garganta y el estómago agarrotado; un músculo del muslo se le contrajo de manera espasmódica. Notó el escalofrío que sacudió el cuerpo del dragón.

—Una casa maldita —dijo Skie en voz ronca y forzada—. Aquí no hay lugar para los vivos.

Kitiara no podía estar más de acuerdo con él. Nunca había experimentado un miedo como el que sentía ahora; ¡estaba mareada literalmente por el terror y aún no había pisado la puerta! El estómago se le revolvió. Un regusto asqueroso, como a sangre, le provocó una arcada. Era incapaz de llevar suficiente aire a los pulmones. Se aferró a Skie, dispuesta a ordenarle que diera media vuelta, que se alejara de allí tan deprisa como fuera posible. Afrontar la ira de la Reina Oscura sería mejor que aquel horror. La orden ascendió por la garganta de Kit y le salió de la boca como un graznido mezclado con bilis ardiente y amarga.

—¿Qué has dicho? —gritó Skie—. ¿Nos vamos?

Kitiara respiró profundamente, con un estremecimiento.

—Aterriza —ordenó. Pronunció la palabra con enorme dificultad.

Skie negó con la cabeza y descendió en espiral mientras buscaba un sitio donde posarse. La única zona lo bastante grande era el patio, situado directamente enfrente de la puerta principal del alcázar. El dragón tuvo que hacer virajes muy ajustados y casi en picado, y tuvo que plegar las alas en el último momento para no golpearlas contra alguna torre. Tomó tierra bruscamente, patinó en los adoquines y casi se estrelló contra la muralla.

Kit siguió sentada, inmóvil, unos instantes larguísimos tras el violento aterrizaje. Se sentía como si la estuvieran asfixiando y se quitó el yelmo. Entrecerró los oscuros ojos y apretó los dientes en un gesto decidido. Tras lamerse los labios intentó hablar, pero las palabras no le salían. Skie la entendió.

—Buena idea. Desmonta, señora, y ponte a cubierto. ¡Haré un favor al mundo destruyendo este lugar perverso! —Skie siseó las palabras al tiempo que el chisporroteo de un rayo se le escapaba entre los dientes.

Kit se deslizó hasta el suelo por el costado del reptil, pero no se fue, sino que le puso una mano en el cuello, detestando tener que abandonarlo.

—Ten cuidado —dijo finalmente, y se echó hacia atrás para no estorbarlo.

Skie dio un salto convulso con las patas traseras y se impulsó hacia arriba. Tenía que ganar altitud suficiente con el salto para poder extender las alas sin golpearse en la obra de sillería que lo rodeaba.

Se elevó sobre el alcázar. Extendiendo las alas, se dispuso a sobrevolar la fortaleza en círculos y hacer saltar por los aires torres y almenas con los rayos que creaba con el aliento. Pero un golpe de viento racheado, hirviente, se precipitó desde el cielo, atronador, y golpeó al dragón en el pecho. El reptil luchó contra él agitando frenéticamente las alas al tiempo que arañaba el aire con las patas. El viento sopló con más fuerza y le fue imposible avanzar en su contra. Entonces el viento elevó al dragón y empezó a voltearlo sacándolo del patio y alejándolo del alcázar, del risco y mandándolo de vuelta al mundo alumbrado por el sol. Allí, el viento cesó de repente y dejó caer al desorientado dragón en un campo.

Furioso, Skie alzó la cabeza a la par que agitaba las alas en un gesto desafiante. Sabía muy bien quién había enviado ese viento, pero no iba a darse por vencido. Kitiara lo necesitaba. Al ver que se disponía a alzar el vuelo otra vez, el viento descendió con un bramido ensordecedor y se cayó sobre él. Skie gimió y se desplomó, sin sentido.

Kit contempló la escena con tranquila desesperanza. Había imaginado que Takhisis no permitiría que el dragón se inmiscuyera. Ahora se había quedado sola, sin ayuda.

Tirando a un lado el yelmo, plantada en medio del patio desierto, tiritando, Kitiara miró a su alrededor. No se veía a nadie pero notaba que unos ojos la observaban. El silencio reinaba en el alcázar, pero oía voces que gritaban, gemían y chillaban. No había ningún incendio, pero sentía el calor de las llamas.

Todo a su alrededor —el ambiente inquietante, la amenaza de una muerte atormentadora— palpitaba y latía con una vida horripilante. La querían, deseaban hacerla una de ellos. Su intención era retenerla allí toda la eternidad.

Los cadáveres de los valientes y de los necios que la habían precedido yacían esparcidos por el patio. Todos habían muerto de puro terror a juzgar por la contracción de las extremidades, las bocas abiertas de par en par en un grito de pánico. Ninguno había llegado siquiera a la puerta principal.

El miedo se fue adueñando de ella, inclemente, demoledor, estrujándola, retorciéndole las entrañas. Las piernas le temblaban, el corazón le latía de manera dolorosa, a saltos. Estaba sin aliento. Un sudor frío le corría torso abajo.

Miedo... Terror... Una voz decía algo... La voz de Iolanthe... «Te salvará de morir de puro terror.»

El brazalete mágico. Kit había intentado ponérselo antes de entrar en el patio, pero la joya no le entraba con los guantes de montar puestos. Se lo había quitado y lo había guardado debajo del peto con idea de ponérselo al llegar al alcázar. Sin embargo, estaba tan nerviosa que se había olvidado de la joya por completo. Ahora tanteó torpemente, con manos temblorosas, lo encontró y lo apretó con fuerza.

Una oleada intensamente cálida, como si hubiese bebido aguardiente enano, la inundó y alivió su terror. El palpitar alocado del corazón se moderó, los calambres del estómago y los retortijones de las tripas cesaron. Volvió a respirar a un ritmo acompasado. Empezó a meterse en la muñeca el maravilloso brazalete.

Un cántico sonó dentro del alcázar. La voz de mujer modulaba una única nota, hermosa y terrible, punzante, gemebunda, aguda. La nota impactó en Kitiara como una saeta. Soltó una exclamación ahogada y se encogió. Su mano sufrió una sacudida y dejó caer el brazalete, que resonó en los adoquines.

El terror resurgió, aplastante, demoledor. Desesperada, con un ataque de pánico, cayó a gatas al suelo. En la oscuridad no encontraba el brazalete, lo que era enloquecedor porque veía claramente con el resplandor del feroz incendio. Tanteó con las manos desprotegidas. Los adoquines estaban cubiertos de una capa de ceniza y hollín negro, grasiento. El agua corría en pequeños regueros entre las grietas de las piedras. Kit apartó la mano mojada y vio con espanto que no era agua. Tenía la palma embadurnada de sangre.

La luz del incendio se hizo más intensa y la guerrera vio el brazalete justo fuera de su alcance. Kitiara se lanzó hacia la joya en un intento desesperado de recuperarla. Estaba a punto de asirla cuando dos botas negras y relucientes se plantaron a ambos lados del brazalete. Una capa larga, con el borde deshilachado, caía alrededor de las botas. Una mano enguantada bajó y recogió el brazalete.

Kit alzó los ojos despavoridos.

Ante ella se erguía un caballero. Unos ojos de fuego resplandecían tras las ranuras del yelmo cilíndrico. El resplandor del alcázar en llamas se reflejaba en la armadura de acero. La rosa que adornaba el peto aparecía resquebrajada, ennegrecida y manchada de sangre.

Lord Soth sostuvo el brazalete en la mano enguantada. Los dos puntos ígneos tras las rendijas del yelmo parecieron titilar divertidos. Alzó el brazalete para que la guerrera lo viera y luego, mientras Kit miraba, cerró lentamente la mano sobre la joya. Sonó un chasquido, el ruido del metal al partirse. Soth abrió la mano. Polvo de plata y ónice se escurrió entre sus dedos y centelleó fugazmente a la luz de las llamas antes de disolverse sobre los adoquines húmedos de sangre.

—Eso sería hacer trampas —dijo lord Soth.

Giró sobre sus talones. La capa flotó a su alrededor como ondas en la urdimbre de la oscuridad. Abrió los brazos.

—Eres mi invitada esta noche —añadió.

Las puertas del alcázar de Dargaard se abrieron.

39 El combate de Kitiara. El juramento de lord Soth

Kitiara se incorporó sobre las rodillas en la sangre y miró fijamente las puertas abiertas. Ante ella se hallaba un vestíbulo grandioso, oscuro, vacío y radiante con la luz de las velas de una inmensa lámpara de hierro forjado que había pendido del techo y ahora estaba caída en el suelo, rota y retorcida. Si Kit no se ponía de pie y entraba en aquel vestíbulo, sería un cadáver más tirado en el patio. Skie sobrevolaría el alcázar de Dargaard a la mañana siguiente y vería en los adoquines sus huesos y su carne putrefacta dentro de la armadura azul y el yelmo astado de un Señor del Dragón. Skie la lloraría —sería el único que lo haría— pero acabaría encontrando otro jinete. Ariakas se reiría cuando se enterara y la consideraría una estúpida que se merecía la suerte corrida. Takhisis la despreciaría. Lord Soth recogería el yelmo astado y lo añadiría a sus trofeos. Y ahí se acabaría todo. Kitiara Uth Matar quedaría en el anonimato para siempre. Desaparecería en la oscuridad y en el olvido.

«Un poco de miedo es sano —le había dicho Gregor Uth Matar a su hija en una ocasión—. Demasiado, te incapacita para combatir. Cuando empiezas a sentir el latido del miedo en la garganta es que te estás aferrando a la vida con demasiada ansiedad, hija. Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es, porque posiblemente sea lo único que tienes...»

Un soldado salió del vestíbulo. Vestía una armadura adornada con la rosa, uno de los hombres de armas de Soth. Las llamas lo consumían mientras caminaba, ennegrecían la armadura y le levantaban ampollas en la piel. La carne de la cara se derritió y dejó a la vista una calavera sanguinolenta. Sostenía una espada en la abrasada mano. Los ojos sólo veían muerte... y a ella. Iba a matarla si ella no lo mataba antes; sólo que él ya estaba muerto. «Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es...»

Kitiara se desprendió de su ambición, de sus esperanzas, sus sueños y sus planes. Se desprendió de amor y odio, y, cuando ya no quedó nada dentro de ella, fue consciente de que ya no era presa del miedo.

Poniéndose de pie, Kit desenvainó la espada y avanzó audazmente al encuentro del guerrero espectral. La armadura de dragón la protegía del calor de las llamas. Lanzó un grito de desafío y tocó el arma del muerto en un golpe de tanteo para juzgar su fuerza y su destreza. La fuerza del cadáver andante era portentosa; su contragolpe casi le partió el brazo. Dio un paso atrás y esperó a que la atacara.

Pero parecía que la muerte, además de la pericia, le hubiera robado al espectro la sesera. El guerrero fantasmal enarboló la espada por encima de la cabeza y arremetió como si estuviera cortando leña. Kitiara lo esquivó en un quiebro, saltó y giró. Descargó una patada en el peto del muerto y lo derribó.

El espectro se debatió torpemente en el suelo, tirado boca arriba. Kit le plantó un pie en el torso y le hundió la espada en la garganta, entre la armadura y el yelmo. Las llamas desaparecieron y el guerrero se quedó inmóvil. Sin embargo, no había acabado con él. Kit no podía matar a quien ya estaba muerto.

Al oír un golpeteo metálico a su espalda se volvió velozmente, aunque no con suficiente rapidez: una espada le dio en el hombro izquierdo. La armadura la salvó de acabar con la clavícula rota, pero el golpe fue lo bastante contundente para abollar la armadura que la Reina Oscura en persona había bendecido. Mientras que el guerrero muerto se rehacía del impulso de su ataque, Kitiara blandió el arma en un tajo lateral contra el cuello de su adversario que lo descabezó. El segundo cadáver aún no se había desplomado del todo cuando otro se le echó encima, y Kit oyó que a su espalda el primer atacante se ponía de pie.

La mujer miró hacia atrás y vio que el primer atacante arremetía con un golpe contra su espalda. El que tenía delante se abalanzó sobre ella. Se tiró al suelo. El guerrero que venía por detrás atravesó al que estaba delante y los dos cayeron. Kitiara salió gateando de debajo de los cadáveres y se encontró con otro guerrero esperándola; éste la atacó con una lanza.

Kit rodó frenéticamente sobre sí misma hacia un lado. El muerto asestó un golpe oblicuo y Kit soltó una exclamación ahogada de dolor cuando la punta de la lanza le abrió un tajo en el muslo. Viendo una oportunidad, le aprisionó las piernas con los dos pies y lo derribó. Partió la punta de la lanza, pero no gastó energía en «matarlo». Daría igual. No podía morir.

Más tropas espectrales se sumaron al ataque, tantas que Kit ni siquiera pudo calcular su número. Saltaban desde las almenas, bajaban por las escaleras dejando tras de sí un rastro de llamas que resplandecían en los aceros de las espadas y ardían en sus ojos vacíos de vida pero rebosantes de odio.

Kit estaba herida y exhausta. El miedo le había pasado factura al dejarla sin fuerzas y no podía dejar de luchar. Se arriesgó a echar otra ojeada hacia atrás. Las puertas del alcázar de Dargaard seguían abiertas de par en par y el gran vestíbulo, alumbrado por la luz de las velas, estaba vacío. No había guerreros espectrales dentro del alcázar; no habían salido más desde que apareció el primero para atacarla. Los soldados muertos se amontonaban delante de ella. Si conseguía entrar en el alcázar, cruzar las puertas con vida...

Sacando la daga que guardaba en una bota, apuñaló a uno de los guerreros en el diafragma, por debajo del peto, y retrocedió un paso. Hundió la espada en la visera del yelmo de otro y siguió retrocediendo.

Tenía que impedir que los guerreros la rodearan por los flancos y le cerraran el paso por detrás, interponiéndose entre las puertas abiertas y ella. Arremetió con la espada entre las piernas de un guerrero y golpeó hacia arriba, abriéndole un tajo en la entrepierna. El espectro se desplomó hacia delante y Kitiara se acercó un paso más a las puertas.

Un golpe la despojó de uno de los brazales. La sangre brotó de una herida profunda en el antebrazo izquierdo; la sangre le manaba también del muslo. Recibió un impacto en la cabeza y tuvo la impresión de que las llamas titilaban y daban vueltas. Pero se resistió al intenso dolor y parpadeó hasta que consiguió enfocar la vista para continuar luchando. Y siguió retrocediendo.

Jadeaba. Los brazos le dolían. La espada le pesaba una barbaridad. La mano con la que sostenía la daga estaba resbaladiza de su propia sangre. Cuando arremetió con la daga a un enemigo, el arma se le escapó de la mano. Hizo un intento desesperado de recogerla, pero los pies enemigos la pisaron y tuvo que renunciar a ella.

Una espada la alcanzó en el costado. La armadura la salvó de morir, pero el golpe la hirió en las costillas y a partir de ahí cada movimiento, cada inhalación, se convirtió en un martirio. Siguió caminando hacia atrás, siguió blandiendo la espada, siguió esquivando y haciendo quiebros. Delante de ella, los guerreros se apiñaban y luchaban sin reflexión y sin destreza, de forma que se golpeaban entre sí tanto o más que a ella. Aunque eso daba igual. Morían, caían y se incorporaban para luchar otra vez.

La luz de las velas salía a raudales a su espalda. Había llegado a las puertas. Las hojas de madera, reforzadas con bandas metálicas, estaban abiertas. Encima de Kit brillaban los alevosos dientes de un rastrillo.

Kit respiró hondo y dio un grito estrangulado de rabia y desafío antes de lanzar un último y frenético ataque. Repartiendo tajos y arremetidas con la espada, hizo retroceder a los guerreros, que tropezaron y cayeron unos sobre otros, y después se dio media vuelta y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban a través de las puertas.

Una cuerda gruesa, unida al mecanismo, sujetaba el rastrillo arriba. Confiando en que el tiempo y el fuego hubieran debilitado la resistente soga, Kit arremetió con la espada e intentó cortarla. Logró segar unos cabos, pero la cuerda no se partió. Kit rechinó los dientes. El sudor le corría por la cara y la cegaba. Respiró profundamente. Un dolor intenso la asaltó. Los guerreros venían tras ella. Kit sentía irradiar el calor de las llamas devoradoras de carne. Asestó otro tajo. La cuerda se partió y el rastrillo descendió en medio de un gran estruendo; algunos guerreros quedaron aplastados bajo las afiladas puntas.

Los guerreros desaparecieron. Se esfumaron. Para ellos la lucha había terminado y volvieron a su amarga oscuridad, a su vigilancia sin fin, a montar la eterna guardia.

El clamor del combate cesó y, de momento, reinó el silencio; un bendito silencio.

Kitiara gimió. El dolor era como tener clavado un cuchillo al rojo vivo. Se dobló por la cintura, con el brazo ciñéndose el costado. Lágrimas de dolor le ardieron en los ojos. Sollozó y después apretó los dientes para contener el llanto. Mordiéndose los labios hasta que le salió sangre, esperó a que el dolor remitiera un poco.

Alguien empezó a cantar. La voz era un mero susurro al principio, pero le puso el pelo de punta y le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Kitiara abrió los ojos y miró a su alrededor, enloquecida.

Tres elfas venían flotando hacia ella, como movidas por corrientes de aire caliente elevándose de llamas invisibles. Tenían la boca abierta, las manos extendidas, y Kitiara comprendió, desalentada, que había escapado de un peligro para caer en otro. Ya había experimentado los efectos debilitadores de una única nota de aquel canto letal.

El cántico se haría más fuerte, más poderoso. Las horrendas notas romperían a su alrededor como una ola impetuosa de angustia demoledora, sus lamentos y su dolor tan desgarrador y patético le pararían literalmente el corazón.

Las elfas se acercaron más con el largo cabello flotando a su alrededor como zarcillos, los ropajes blancos quemados y ennegrecidos, los cuerpos temblorosos por la quejumbrosa canción.

Cabello rubio, pupilas azules, tez sonrosada, ojos rasgados, orejas puntiagudas... Elfas... Doncellas elfas...

Laurana...

—¡Zorra elfa! —gritó Kitiara, enloquecida—. ¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!

Sin hacer caso al dolor, profiriendo maldiciones, blandió la espada contra la doncella elfa con grandes, furiosos, letales arcos atrás y adelante, tajando y acuchillando.

Laurana desapareció. Kit sólo hendía el aire.

Bajó la espada y se encontró inmóvil, jadeando y sudorosa, dolorida y ensangrentada, en medio del vestíbulo. Alzando la vista borrosa por la sangre, vio a sus pies una enorme lámpara de hierro forjado. Aunque se había caído hacía siglos las velas seguían encendidas. Un charco de sangre todavía reciente —siempre horriblemente reciente, fresca como un recuerdo— se extendía debajo del metal retorcido.

Más allá de la lámpara había un trono. El Caballero de la Muerte, lord Soth, estaba sentado en él y la observaba. La había estado observando todo el tiempo. Los ojos tras las rendijas del yelmo ardían fijamente, sin altibajos, un reflejo de las llamas apagadas hacía trescientos años. No se movió. Esperó a ver qué hacía a continuación.

El brazo izquierdo de Kitiara estaba empapado de sangre que aún manaba de la herida. Tenía los dedos de esa mano insensibilizados. La mujer respiraba en jadeos dolorosos, desgarradores. El más mínimo movimiento le provocaba una oleada de dolor lacerante por todo el cuerpo. Se había torcido una rodilla y no se había dado cuenta hasta ahora. La cabeza le palpitaba terriblemente. Tenía la vista borrosa y el estómago revuelto.

Kitiara se irguió cuanto le fue posible considerando que cojeaba de la pierna izquierda y no podía apoyar todo el peso en la derecha. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas y sacudió la cabeza para apartar los negros rizos de la cara.

Con los brazos temblorosos por la fatiga, consiguió, sólo gracias a un arranque de pura fuerza de voluntad, enarbolar la espada y ponerse torpemente en posición de combate. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Tosió y notó el sabor de la sangre. Volvió a intentarlo.

—Lord Soth —dijo—, te reto a luchar conmigo.

Sus ojos irradiaron por la sorpresa y después titilaron. Soth cambió de postura en el trono, y la capa negra, con el repulgo manchado con la sangre de su esposa y de su hijo, se movió a su alrededor.

—Podría matarte sin necesitar siquiera levantarme de mi trono —replicó.

—Podrías —convino Kitiara, que hablaba en jadeos susurrantes—, pero no lo harás porque sería una cobardía, un acto indigno de un caballero solámnico.

Los ojos la contemplaron intensamente; después, Soth se levantó del trono.

—Tienes razón —admitió—. En consecuencia, acepto tu desafío.

Apartando a un lado la capa, sacó de una vaina ennegrecida una espada enorme, un mandoble, y rodeando la lámpara caída se encaminó hacia ella. Cojeando dolorosamente, Kitiara giró sobre sí misma para no perderlo de vista, con la espada preparada.

Era más alto y más fuerte que ella, amén de estar más muerto que ella; aunque no mucho más, a decir verdad. Él no sentía dolor físico, aunque sólo los dioses sabían el tormento espiritual que soportaba. Nunca se cansaría. Podía luchar durante cien años y a ella le restaban unos instantes más de fuerza. Tenía más alcance que ella. Kit nunca conseguiría acercarse a él, pero aquello era lo que había jurado que haría y, por la Reina Oscura, iba a cumplir su promesa aunque fuera lo último que hiciera.

Soth amagó por la izquierda, pero Kit no se dejó engañar porque había visto llegar el verdadero ataque. Paró el golpe y su espada chocó con la de él.

El helor de la muerte y de algo peor, el frío acerbo de la vida sin fin y sin reposo, la asaltó a través de carne y hueso. Se estremeció de dolor y sufrió una arcada al tiempo que luchaba por respirar y no ceder terreno, firme, parando la espada del caballero muerto con la suya, manteniéndolo a raya con los últimos vestigios de coraje, porque la fuerza hacía mucho que se le había agotado.

La espada se le rompió. La hoja se deshizo en fragmentos de acero. Esquirlas y trozos de metal relucieron a la luz del fuego. Kitiara se tambaleó, a punto de caer.

Soth avanzó amenazadoramente hacia ella. Kit metió la mano en la armadura de dragón, aferró la daga oculta entre las escamas y, tiritando, temblorosa, se abalanzó sobre él.

Soth le asió la muñeca de la mano que sostenía la daga y se la retorció. La carne de Kit se congeló bajo su tacto y la guerrera soltó un gemido suave, involuntario, pero se mordió los labios. No le daría la satisfacción de oírla gritar. Esperó, en silencio, la muerte.

Lord Soth le soltó la mano.

Kitiara se aferró la muñeca y lo miró, embotada, sin importarle ya lo que ocurriera después de haber llegado tan lejos, sólo que fuera cuanto antes.

El caballero muerto alzó la espada y Kit se preparó para lo que se avecinaba.

Lord Soth giró el arma en las manos enguantadas y se la tendió, la empuñadura por delante, mientras hincaba una rodilla en el suelo.

—Mi señora —dijo—. Acepta mi servicio.

Kitiara miró fijamente la espada. Lo miró fijamente a él. Esbozó su sonrisa sesgada y después se desplomó en el suelo, hecha un ovillo, una mano por debajo del cuerpo y la otra extendida de forma que los dedos rozaban el charco de sangre que había debajo de la lámpara.

Soth se despojó de la negra capa y tapó con ella a Kitiara para protegerla del frío de la noche. Por la mañana convocaría al dragón para mandarla sana y salva a su destino. Entretanto, vigilaría su reposo.

Esa noche, por primera vez desde su caída, lord Soth excusó a las elfas de entonar el cántico de sus crímenes para que no despertaran a Kitiara.

40 Finis

—Y así termina nuestro relato por hoy —dijo Lillith Cuño. Había mantenido embelesada a su audiencia mientras narraba la historia de sucesos trascendentales que habían tenido lugar en el invierno de 351 D.C. Había hablado sobre la muerte de los dos caballeros, Brian Donner y Aran Tallbow, en un tono sosegado y quedo, y recordó a sus oyentes que podían contemplar el monumento erigido en su memoria en la Sala de los Caballeros, en la isla de Sancrist. Los Estetas que se habían quedado para escuchar el relato intercambiaron una mirada afligida. Lillith no se había casado y todos sabían que había enterrado su corazón junto a Brian Donner, en la tumba del caballero.

Sin embargo, la gente se mostraba reacia a marcharse y muchos querían saber qué había pasado a continuación.

—Os contaré algo más —accedió Lillith con una sonrisa.

»Tras salir de la cámara donde los dos caballeros habían muerto, los Héroes de la Lanza (Laurana, Sturm, Flint, Tasslehoff, Gilthanas y Elistan) se reunieron con sir Derek Crownguard y combatieron al lado de los guerreros del pueblo del hielo para derrotar a las fuerzas de Feal-Thas y expulsarlas del castillo del Muro de Hielo. Cumplida su misión, se marcharon del glaciar llevando consigo el Orbe de los Dragones, así como otro artefacto que hallaron en el castillo, un artefacto que resultó ser muchísimo más valioso. También se llevaron los cadáveres de Aran Tallbow y de Brian Donner para que se los enterrara como héroes en su tierra natal. Lo que les ocurrió allí a los Héroes quedó reseñado en el libro La tumba de Huma.

»Han pasado muchos años desde aquel día fatídico, y el canto de sus aventuras en el Muro de Hielo lo sigue entonando Raggart el Joven en las largas noches de invierno. Una de las posesiones más preciadas de la tribu es el Quebrantador de Hielo de Laurana. La elfa se lo entregó a Harald antes de marcharse por miedo a que se derritiera si lo sacaba del glaciar.

»Tras la marcha de los Compañeros, Harald prosiguió la guerra contra los ejércitos de los dragones. Unió al resto de las tribus del glaciar y atacaron a Sleet con tal ferocidad que expulsaron a la dragona blanca de su cubil. Los Bárbaros de Hielo ocuparon el castillo y lo conservaron bajo su control. La tarea de Harald fue en cierto modo más sencilla debido al hecho de que Ariakas no logró encontrar a nadie que quisiera reemplazar a Feal-Thas. El emperador decidió que, de todos modos, tampoco le interesaba mucho aquella región de Ansalon tan improductiva, así que, tras un intento desganado de recuperar el castillo del Muro de Hielo que acabó en desastre, Ariakas sacó a sus fuerzas del glaciar, dejándoselo a los osos blancos, a los nómadas y a los lobos.

»En cuanto a Kitiara, sus aventuras también quedaron reflejadas en La tumba de Huma. Baste decir ahora que hubo un reencuentro entre Tanis y ella. Su relación tendría consecuencias imprevisibles para ambos, para sus compañeros y para la victoria final en la Guerra de la Lanza.

Acabado el relato de ese día, Lillith se puso de pie.

—Gracias, amigos, por acudir hoy para conocer una parte de la historia de Ansalon. En la próxima sesión retomaremos la historia del medio hermano de Kitiara, Raistlin Majere, que tomó una decisión trascendental aquí mismo, en la Gran Biblioteca. Ese relato se titula Relojes de arena. Los Estetas de Gilean esperamos que regreséis para compartir esa historia con nosotros.

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