Los ojos agudos de Tarod vieron, contra el resplandor del sol poniente, la pequeña cabalgata que se acercaba desde el oeste, y alargó una mano para tocar la brida del caballo de Cyllan, haciendo que se detuviese. Ella se volvió en su silla, entornando los párpados al tratar de mirar en la dirección que él estaba señalando, y después le miró y vio inquietud en su semblante.
—¿Quiénes son, Tarod?
—No lo sé.
No podía explicar la premonición intuitiva que se agitaba dentro de él; aquél no era, ni mucho menos, el primer grupo con el que se encontraba en el camino, pero un sexto sentido le decía que no era un convoy ordinario, y se puso alerta.
Cyllan miró de nuevo. El sol se estaba hundiendo en una capa de nubes y el resplandor menguó de pronto, de manera que pudo distinguir figuras individuales en la cabalgata.
—Avanzan muy despacio —dijo, y después—: Hay algo en medio; algo grande...
—Es un palanquín. —Tarod frunció el entrecejo—. Y la mayoría de los jinetes parece que van vestidos de blanco.
Ella le miró con incertidumbre, empezando a compartir su inquietud.
— ¿ Pero, quiénes son?
—Sé quiénes deberían ser; pero no es lógico, a menos que...
Vaciló y entonces sacudió la cabeza como rechazando una idea que hubiese pasado por su mente y volvió su atención hacia el sur. A tres millas delante de ellos, al otro lado de una verde franja de terreno pantanoso, se distinguían los contornos de Shu-Nhadek en la neblina de la tarde y, más allá de su confusa silueta, el mar brillaba como un cuchillo en el horizonte. Casi habían alcanzado su meta...; habían proyectado llegar al hacerse de noche, y parecía que no lo harían solos; Tarod calculó que, a la velocidad actual, el lejano grupo se cruzaría en su camino a una milla de la ciudad. Su caballo pataleó y resopló, sin comprender la dilación, y Tarod se volvió a Cyllan.
—Será mejor que cabalgues como una dama durante un rato, amor mío. Tal vez tengamos que intercambiar algunos cumplidos antes de llegar a Shu-Nhadek.
Ella sonrió irónicamente y pasó la pierna izquierda por encima de la cruz del caballo, descansando la rodilla sobre el adornado pomo de la silla. Encontraba que esta posición de lado era extraña e incómoda, pero ninguna mujer de calidad se atrevería a cabalgar de otra manera, y una mujer de calidad era precisamente lo que Cyllan simulaba ser.
Con dinero más que suficiente en la bolsa para llegar al término de su viaje, Tarod pensó que la ostentación era su mejor disfraz. El populacho había sido alertado para que diese caza a dos fugitivos, y no era probable que alguien considerase que los fugitivos podían ocultarse llamando la atención: era un concepto ilógico. Y así se detuvo en la primera población importante y, mientras Cyllan esperaba fuera de las murallas, había comprado ropa nueva para los dos y dos buenos caballos para sustituir al corpulento bayo: un caballo castaño para él y una vigorosa pero mansa yegua para Cyllan. Desde entonces, y mientras él hacía borroso su aspecto y el recuerdo de sus caras en las mentes de aquellos con quienes se encontraban, viajaron bajo el disfraz de un próspero vinatero y su esposa, y Tarod había observado con ironía la facilidad con que cruzaron ciudades y pueblos. Los rumores circulaban todavía en todas partes, pero no oyeron muchos; la gente ordinaria no soñaría en acercarse a unos ricos desconocidos para contarles los últimos chismorreos, y así, aunque habían hecho un rápido viaje hacia Shu-Nhadek, nada habían oído de las últimas noticias.
En todas las ciudades y pueblos había todavía estremecedores testimonios del terror que reinaba en el país. Acusaciones, juicios, ejecuciones, venganzas: la marca no daba señales de menguar, y las cosas que vieron en el camino sirvieron tanto para fortalecer la resolución de Tarod como para aumentar su afán de llegar a Shu-Nhadek, y después a su último destino, con la mayor rapidez posible.
Tocó con los tacones los flancos del alazán, que emprendió de nuevo la marcha, con la yegua de Cyllan siguiendo al mismo paso. La luz estaba menguando rápidamente al envolver la capa de nubes el sol; delante, las primeras luces empezaban a parpadear en la ciudad portuaria, imitando el débil centelleo de las estrellas en el cielo del este.
Oyeron el ruido de la cabalgata al acercarse al punto en que las carreteras del oeste y del sur se confundían en el último tramo hasta Shu-Nhadek. A la luz del crepúsculo, las figuras que se acercaban y que, como había dicho Tarod, iban casi todas vestidas de blanco, podían haber sido fantasmas etéreos, pero el repiqueteo de varias docenas de cascos y el tintineo de los arneses demostraban que eran bastante reales. En la confluencia de las carreteras, Tarod y Cyllan refrenaron sus monturas, y ella abrió mucho los ojos al reconocer por lo que eran a aquellos personajes.
—Hermanas... —dijo en voz casi inaudible.
La yegua gris dio unos pasos de lado, asustada por la súbita inquietud de la amazona, pero Tarod tranquilizó a Cyllan diciendo:
—Me lo imaginaba... —Observó al grupo que se acercaba, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos rendijas—. Y si no me equivoco, son de Chaun Meridional.
—¿Chaun Meridional?
—Donde está la Residencia de la Matriarca.
Había contado ocho mujeres a caballo y cinco robustos varones dándoles escolta, mientras en medio del convoy se balanceaba una litera engalanada, tirada por cuatro caballos y provista de ricas cortinas bordadas. Su ocupante era invisible.
— ¿Has visto eso? —dijo Tarod, señalando con la cabeza la litera—. Es el palanquín de la propia Matriarca, la Señora Ilyaya Kimi.
Se dio cuenta de que Cyllan no le había comprendido y añadió:
—La Señora Ilyaya tiene más de ochenta años y hacía diez que no salía de su Residencia. Estaba demasiado delicada para asistir a la investidura de Keridil y, si ahora viaja en el palanquín, sólo una circunstancia puede traerla aquí.
—Apretó con más fuerza las riendas—. Significa que Keridil ha convocado un Cónclave.
El jefe de la escolta de la Matriarca dio una voz de alerta al ver los dos personajes inmóviles en el cruce de caminos, y se oyeron chirridos metálicos al desenvainar los cinco hombres sus espadas. Las dos figuras no se movieron y, al cabo de un momento, los hombres se tranquilizaron al darse cuenta de que los desconocidos no representaban ninguna amenaza; eran simplemente un mercader, o algo parecido, y su esposa; sin duda se habían detenido prudentemente para dejar pasar el cortejo.
El convoy avanzó al trote, majestuosamente; una de las Hermanas mayores, que iba en cabeza, lanzó una mirada a los dos desconocidos, a los que vio como Tarod quería que los viese: dos seres vulgares, sin importancia. Su voz sonó clara al gritar por encima del ruido de los caballos:
—¡Aeoris os acompañe, buena gente! —e hizo la señal en su dirección, con aire ligeramente protector.
Cyllan vio que Tarod inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento y se apresuró a imitarle. Al pasar el palanquín, balanceándose, aguzó la mirada, curiosa por ver a la Matriarca; pero las cortinas no se abrieron en absoluto. Después la comitiva se alejó de ellos por el camino de Shu-Nhadek.
Tarod la siguió con la mirada. Sin darse cuenta, había tocado con la mano derecha el anillo que llevaba en el índice de la izquierda y la piedra, en respuesta, se había encendido y centelleado como un pequeño ojo blanco. El había tomado la decisión, al huir de Perspectiva, de devolver la piedra del Caos a su montura de plata, y al cerrarse de nuevo el anillo para sujetar la joya, había sentido una amarga mezcla de desesperación y de triunfo. Ciertamente, volvía a ser un ente entero, pero, al deslizar el anillo en el dedo y sentir la antigua familiaridad de su presencia, se dio cuenta, una vez más, de lo peligrosa que podía ser su gran influencia. Necesitaría una voluntad de hierro, un control de acero, para mantener ahora su resolución contra el poder vivo del Caos. Sin embargo, por encima y más allá de esto, necesitaría el poder que le daba el anillo, el poder de su propia alma, si no quería fracasar en lo que se había propuesto. Y la presencia de la Matriarca en Shu-Nhadek hacía que su objetivo fuese mucho más urgente.
Esta idea fue como un aguijón y, sin previo aviso, espoleó su montura. Cyllan le siguió, confusa por la cólera que había visto en sus ojos en el momento de emprender él la marcha.
— Tarod, ¿qué pasa?
El miró hacia atrás, dijo algo que ella no pudo entender, y Cyllan golpeó de nuevo con fuerza los flancos de la yegua gris. El animal se lanzó hacia delante y bailó al lado de él.
Incluso en la penumbra pudo ver Cyllan que Tarod tenía tenso y colérico el semblante.
—Tarod, ¡no entiendo nada! Dijiste que Keridil había convocado un Cónclave. ¿Qué significa eso?
Nadie ajeno al Círculo hubiese podido comprender el significado de lo que había hecho el Sumo Iniciado. Pero, si las sospechas de Tarod eran ciertas, Keridil había puesto en movimiento algo que, si no actuaba rápidamente, podía significar una catástrofe para todos.
De pronto advirtió que había estado a punto de maldecir a Cyllan, descargando sobre ella su irritación porque era la persona que tenía más cerca. Haciendo un esfuerzo, dominó la creciente emoción que le invadía.
—No puedo explicártelo ahora —dijo—. Pero no tenemos tiempo que perder, ¡y que los dioses nos asistan si llegamos tarde!
Shu-Nhadek estaba en plena agitación. Por algún medio, la noticia de la decisión del Sumo Iniciado había llegado a la ciudad antes que los tres gobernantes con sus séquitos, y con ella se había producido una corriente continua de gente devota o asustada, ansiosa por congregarse lo más cerca posible del lugar de la sagrada alianza y buscar refugio o bendiciones a su sombra. Cuando llegaron Tarod y Cyllan, la cabalgata de la Matriarca había desaparecido en dirección a la residencia del Margrave, donde esperarían la llegada de Keridil Toln y de Fenar Alacar; y, como había previsto Tarod, todas las hosterías y posadas de la ciudad estaban llenas a rebosar.
Por fin llegaron a la plaza del mercado y se detuvieron para dar descanso a sus fatigados caballos. En la plaza reinaba un bullicio desacostumbrado; ardían antorchas en los portales de los edificios más grandes, proyectando un resplandor infernal centelleante, peculiar, sobre las losas; se había congregado mucha gente, simplemente para esperar y observar y ver todo lo que se pusiese al alcance de su vista; en el lado de la plaza más próxima al puerto, unos trovadores estaban entonando cantos piadosos, probablemente con la esperanza de ganarse unas monedas.
Cyllan miró hacia donde podía ver a intervalos una negra abertura entre las casas y creyó distinguir el frío destello de las aguas del puerto en el extremo de un callejón a oscuras. Se estremeció cuando acudió a su memoria un súbito e ingrato recuerdo y acercó su caballo al de Tarod.
—Esta atmósfera... —Bajó la voz de modo que sólo Tarod pudo oírla—. Me pone nerviosa.
—Lo sé. —Acarició el cuello del alazán—. Es como si toda la ciudad hubiese sido atacada por una fiebre. Pero, al menos, no hemos llegado demasiado tarde. La ciudad está todavía esperando a Keridil; nos hemos adelantado a él y esto nos da cierta ventaja. Encontraremos algún sitio donde descansar esta noche, y por la mañana veremos lo que podemos descubrir.
Cyllan se estremeció de nuevo.
—No hay una posada que no haya cerrado sus puertas a nuevos clientes.
—Tal vez. —Tarod sonrió, con una antigua sonrisa que insinuaba algo que ella prefería no averiguar—. Ya veremos.
Al cabo de media hora, había encontrado alojamiento para los dos en una posada respetable, a pocos minutos a pie de la plaza del mercado. Cyllan se mostró indecisa al principio, temerosa de que estuviesen tentando al destino por instalarse tan cerca del centro de actividad, pero él había calmado sus temores, sabiendo que no estaban en peligro, al menos hasta que llegase la comitiva del Círculo. El dinero, un poco de intimidación y una pizca del poder de Tarod les había valido una buena habitación, en la que les fue servida la comida. Cyllan no tenía ganas de comer (sus nervios, como las cuerdas de un instrumento gastado, estaban a punto de romperse), pero la confianza tranquila de Tarod disipó lo peor de su miedo.
Mientras comían, Tarod explicó la naturaleza del Cónclave y expuso lo que su resultado podría significar para ellos.
—Si Keridil consigue traer a Aeoris a la Isla Blanca —dijo—, las fuerzas del Orden tendrán un solo objetivo: borrar todo rastro del Caos en el mundo.
Cyllan le miró a través de las pestañas, consciente de que su pulso se había acelerado desagradablemente.
—Pero, ¿no es esto lo que tú quieres? —preguntó a Tarod.
—Sí. —Ella pensó que había vacilado un momento, aunque su respuesta fue definitiva—. Pero temo que los Señores Blancos persigan obstinadamente ese objetivo, sin pensar en las consecuencias que pueden sufrir los simples mortales. —Se humedeció los labios con la lengua—. ¿Cómo es posible comprender y mucho menos explicar, el razonamiento de un dios? Sin embargo, creo.., creo que conozco, mucho mejor que Keridil, la verdadera naturaleza del poder que pretende desencadenar. —Cerró la mano derecha sobre el restaurado anillo de plata, consciente de la pulsación de la piedra del Caos debajo de sus dedos, y vio que Cyllan le estaba observando fijamente—. Aunque es patrón y protector de la humanidad, Aeoris trasciende las limitaciones humanas hasta el punto de que la vida y la muerte de los individuos (que son de importancia vital para los mortales afectados) son tan triviales para él que no merecen su consideración, tanto más si se comparan con la amenaza planteada por Yandros. —Hizo una pausa y después sonrió irónicamente—. Imagínate que estás en un prado, frente a un enemigo resuelto a matarte. Al luchar contra él, ¿te preocuparán los pequeños insectos que puedes aplastar con los pies en el curso del combate?
Cyllan asintió con la cabeza.
—Te comprendo.
—Entonces comprenderás el peligro que entraña lo que quiere hacer Keridil. Y si Aeoris encuentra en Yandros un enemigo poderoso difícil de vencer, la destrucción que causen ambos será todavía mayor.
Y esto no debe suceder, Cyllan.
Ella volvió la cabeza para mirar por la ventana. Más allá de los tejados brillaban las luces del puerto de Shu-Nhadek reflejando imágenes rotas sobre la tranquila superficie del mar. La niebla empezaba a formarse al avanzar la noche, y la tranquilidad del escenario ofrecía un vivo contraste con sus pensamientos.
—Entonces, si hay que evitarlo —dijo—, debemos llegar a la Isla Blanca antes de que se celebre el Cónclave. —Se volvió para mirar a Tarod, con los ojos más oscuros por la emoción que sentía—. Y debes hacer lo que has estado proyectando.
—¿No te angustia esta idea?
—No... no lo sé. Mi conciencia me dice que es buena, pero... — Cerró su mente a la súbita imagen. de la cara de Yandros y al recuerdo de su trato, que surgieron dentro de ella—. No lo sé, Tarod. Me dan mucho miedo las consecuencias. Más miedo, creo, que lo que podría ocurrir si Aeoris y Yandros se enfrentasen. Lo que has dicho, lo que has descrito.., es tan remoto que no me afecta. Aquí, en esta habitación de Shu-Nhadek contigo, no significa nada; pero si entregas la piedra-alma, ello determinará nuestro futuro, y esto sí que lo siento vivamente. —Cruzó y se apretó las manos hasta que los nudillos se volvieron blancos—. ¡Tengo tanto miedo de perderte para siempre!
Tarod advirtió que, cuando había nombrado al Señor Blanco, no había hecho la señal. Para alguien que se había criado como ella, era una omisión inconcebible, y Tarod tuvo conciencia de las otras fuerzas que se agitaban dentro de ella. Yandros le había producido mucho más que una cicatriz física y, contra su voluntad, se sintió orgulloso de ella.
Hermano es digna de nosotros...
La voz habló sin ruido en su mente, y la impresión le trajo de nuevo a la fría realidad. Sí..., sería demasiado fácil para los dos dejarse seducir por aquel antiguo poder, y Tarod, mucho más que Cyllan, tenía buenas razones para sentir una afinidad con él. Pero no debía ser. Tenía que aferrarse a su resolución, y si de esto resultaba el sacrificio definitivo, debía aceptarlo.
—Cyllan. —Alargó una mano sobre la mesa, empujando a un lado los restos de la comida, para asir la suya en un apretón que le hizo daño—. No vacilaré, Cyllan. Vine aquí para cumplir una promesa, y la cumpliré, sean cuales fueren las consecuencias. Mientras exista la piedra del Caos, Yandros puede desafiar el régimen del Orden, pero solamente mientras tenga este punto de apoyo en el mundo. Con la piedra en manos de Aeoris, el Cónclave no se celebrará... y se podrá poner fin a esta locura.
Ella le miró con expresión desolada.
—¿Estás seguro de que es el único camino?
Había otro, pero no se atrevió a considerar la idea ni un instante, para que no arraigase en su mente.
—Estoy seguro —dijo.
Cyllan asintió con la cabeza.
—Está bien. Si tiene que ser, será como tú dices. —Con la mano libre se frotó con fuerza los ojos, y Tarod no supo si estaba o no llorando. Si era así, y conociendo a Cyllan, debían ser lágrimas de cólera más que de desesperación. Al fin pestañeó, sorbió y dijo, con resuelta convicción—: Me enseñaron a creer que Aeoris es justo y bueno. Sólo puedo rezar para que la ceguera de su Sumo Iniciado no se interponga en el camino de su justicia.
Tarod sonrió. Aflojó un poco la presión de sus dedos, se llevó la mano de ella a los labios y la besó.
— ¿Recuerdas mi ejemplo de los insectos en el prado? —dijo—. Si Aeoris es como creemos que es, los argumentos de Keridil no le convencerán.
A pesar de sus valientes palabras, tanto Tarod como Cyllan sufrieron aquella noche sueños espantosos. Cyllan era perseguida por atormentadoras imágenes de un futuro inconcebible, en las que veía a Tarod sacrificado en la piedra de un altar que se volvía negra con la sangre, mientras ella, estorbada por el hábito blanco de una Hermana de Aeoris, sólo podía sostenerse en pie y gritar una y otra vez su nombre, sabiendo que nada de lo que pudiese hacer impediría su destrucción. Se agitaba en su sueño, alargando las manos como garras para atrapar a invisibles atacantes; después, al fin, se tranquilizó un poco al sentir a Tarod a su lado y se sumió en una modorra, más profunda pero igualmente terrible.
Tarod yacía inmóvil y sin darse cuenta de la desesperación de ella, pero su sueño no era natural. Ni sus sueños eran sueños en el sentido usual de la palabra, o así lo creyó más tarde. Era más bien como si su mente, turbada por las ideas de cuando estaba despierto, se hubiese trasladado, más allá de las dimensiones mortales, a un lugar de atavismos y de antiguos recuerdos. Y allí, algo le estaba esperando.
La familiaridad del orgulloso y cruel pero hermoso semblante, con su sonrisa de bienvenida, estremecía dolorosa mente las raíces de su alma con un sentimiento que no podía definir. Yandros emergía de una columna de luz centelleante y, al moverse, la atmósfera que le rodeaba se transformaba sutilmente entre una miríada de dimensiones, cambiando de color y de forma en un movimiento incesante y sin orden. A su alrededor, algo palpitaba: un enorme corazón cuyos latidos eran tan profundos que parecían una lenta vibración que sacudía la Tierra; y tampoco seguía un orden, ya que el ritmo cambiaba a cada instante. Los sentidos de Tarod trataban de acompasarse con ellos. Y sentía más que veía otras presencias; sombras de formas que se abalanzaban hacia él saliendo de lo amorfo, entes a los que antaño había conocido y con quienes había compartido una afinidad destructora.
Tarod. La voz argentina de Yandros era llana, un sonido recordado más que oído, sin verdadera existencia más allá de la memoria y de la imaginación. Se encendió una luz en el corazón del Señor del Caos y enfocó la imagen de una estrella de siete puntas. Todavía tratas de olvidar.
No había reproche en su voz, solamente un interés indiferente que hizo que Tarod se diese cuenta de la debilidad de Yandros. Este, comprendió súbitamente, no era la verdadera manifestación del reino del Caos. Todavía con sus lazos con el mundo mortal y, en este mundo, él era el más fuerte de los dos.
Sonrió y vio el color verde de sus propios ojos reflejados momentáneamente en la mirada del Señor del Caos. No lo olvido, dijo serenamente. Pero he hecho mi elección.
Yandros reflexionó un momento y después inclinó la cabeza como reconociendo un punto de vista que, aunque fuese contrario a él, le interesaba. Elegiste un extraño camino, Tarod. Has visto injusticias, intolerancia, persecuciones, asesinatos, perpetrado todo ello en nombre del Orden, y sin embargo, a pesar de los elevados principios que profesas, todavía eres fiel a los sistemas del Orden. Sus ojos, que cambiaron ahora del azul a un inquietante carmesí, pasando por el púrpura, centellearon divertidos. Me intriga tu lógica.
Que yo sepa, la lógica nunca ha sido tu arma favorita, Yandros.
El ente se echó a reír.
Oh, yo elijo las armas que más me convienen en cada momento, ¡lo sabes muy bien!
Imágenes, viejas lealtades, satisfacciones, triunfos... Tarod las expulsó de su mente.
Entonces tal vez deberías escogerlas con más cuidado. Lo que he visto no es el verdadero reflejo del Orden. Es simplemente la reacción de pánico de los que no saben más. Y si yo supiese más, sospecharía que tu mano está detrás de esto.
Me halagas. Yandros sonrió maliciosamente.
No lo creas. Pues en este mundo, tengo una ventaja sobre ti, la ventaja de ser humano. Y ostento el poder más grande. Te desterré, Yandros; y mientras siga con vida, tu poder no podrá tener un asidero aquí.
Yandros no replicó, pero pareció estar considerando las palabras de Tarod. A lo lejos empezó a gritar una voz en un tono que nunca había sido mortal; Yandros miró en su dirección y el sonido cesó de pronto.
Por fin, el Señor del Caos asintió con la cabeza. Sus ojos parecían extrañamente tranquilos y reflexivos, y dijo: Sí. Tú me desterraste. Y por tu fidelidad a los Señores del Orden fuiste desterrado por sus siervos. Sin embargo, todavía te aferras a aquella lealtad y crees que aunque los títeres pueden condenarte, el amo de los títeres te ensalzará. Sus ojos brillaron encendidos. Es un sentimiento muy humano. Habría esperado algo mejor de ti.
¿Mejor? Tarod sonrió cínicamente. ¿Mejor según el patrón de quién, Yandros?
De nuevo se echó a reír el Señor del Caos, pero esta vez había una ironía espantosa en su risa, como si fuese víctima de una broma celestial. Tarod, que le conocía de antiguo, permaneció impávido, y por último se extinguió la risa, dejando solamente ecos que parecieron tomar vida propia antes de desvanecerse en la nada.
¿Según el patrón de quién?, repitió Yandros. ¡Ahì, Tarod cuántas cosas has olvidado! Se volvió súbitamente para enfrentarse de lleno a Tarod y, a pesar del abismo que le separaba de él, Tarod sintió una fuerte sacudida psíquica cuando el Señor del Caos le apuntó con un dedo acusador. Entonces, sigue tu camino, dijo Yandros. Inclínate ante la corrupción del Orden y aprende la lección a la que te ha condenado tu vida mortal. Yo no puedo dominarte, debo confesarlo, pues lo sabes tan bien como yo y en los viejos tiempos no había secretos entre nosotros. Ve, pues. Habla al demonio Aeoris. Confíate a su misericordia, ¿y donde había siete habrá seis! Encogió los hombros, y la columna de luz en la que se hallaba se contrajo, oscureciéndose, de manera que al fin la cara marfileña de Yandros miró con frío desdén desde una niebla negra y sólo sus cabellos dorados y brillantes dieron algún color a la turbadora escena. Su voz sonó suavemente, sibilante, insinuante, en la mente de Tarod, al empezar a fragmentarse el sueño y arrastrarle de vuelta al mundo físico.
Lloraremos tu muerte.
Se despertó en medio de un silencio que se clavó en lo más hondo de su ser. Ningún grito, ninguna sudorosa explosión fuera del reino de la pesadilla; ningún espasmo muscular que le sacase de las profundidades del sueño, sino simplemente la tranquila oscuridad de la habitación en la posada de Shu-Nhadek y la luz de la luna que trazaba dibujos sin sentido en el techo. Desde abajo, llegaban murmullos apagados y ocasionales chasquidos de metal; parecía que la taberna estaba todavía abierta y que permanecería así toda la noche.
Cyllan dormía a su lado. Lágrimas ya secas surcaron hacía rato sus mejillas, pero cualquier terror nocturno que la hubiese asaltado parecía haberse desvanecido ahora; su respiración era suave y regular. Tarod alargó una mano para tocarla y se dio cuenta de que su brazo estaba temblando; en su dedo índice brilló la piedra del Caos al reflejarse un rayo de luna en sus facetas.
Las últimas palabras de Yandros ardían como fuego en su cerebro. Fuese cual fuere el nombre que eligiese dar a aquel encuentro, no había sido un sueño; y había sacudido de firme su confianza y su res o-lución. Lloraremos tu muerte..., pero Yandros era maestro en el arte de mentir; nadie lo sabía mejor que Tarod. Su mayor habilidad era jugar con el miedo de los incautos, haciendo que el corazón dudase y que vacilase la mente.
Un estremecimiento involuntario le dejó una sensación de frío; retiró la mano de los cabellos de Cyllan y vio que la lucecita del interior de la piedra-alma centelleaba cuando movía su dedo en la sombra; y de pronto sonrió. Tenía un arma que Yandros nunca podría contrarrestar: su propia voluntad. Y por mucho que su subconsciente tratase de argumentar en contra, mientras conservase la conciencia, todos los halagos del Caos serían impotentes. Tenía la piedra, y la piedra le daba poder. Un poder que se había levantado contra Yandros una vez y que podía hacerlo de nuevo. Y aunque en la hora muerta de la noche podía parecer un frío consuelo, era suficiente.
Su mano estaba más firme cuando la alargó de nuevo para tocar a Cyllan. Esta se agitó en su sueño y murmuró algo ininteligible, pero su voz era tranquila. Tarod se inclinó sobre ella y dejó que sus labios rozasen suavemente su cara. No quería despertarla; su presencia bastaba para mantenerle en el mundo real.
Se echó atrás, conservando un brazo protector sobre el delicado cuerpo de ella, y cerró los ojos, sabiendo que vendría el sueño y no habría más pesadillas.