Sacó la cara -¿quién iba a reconocer a Geo Maker Thompson?-, lo iluminaba de abajo arriba una luz de luciérnaga húmeda -¿quién iba a reconocerlo tiznado hasta el galillo?-, el sudor en gordas viruelas de cristal sobre la frente mantecosa de grasa de máquina y los grandes cartílagos de sus orejas friéndose en aceite. Por las espinas de la barba subía el débil claror de la lámpara que tenía a sus pies, sin pasar de sus párpados, los ojos en pozos negros, la frente en sombra y la nariz a filo.
Sacó la cara y fue todo humo su cabello, humo rojizo, humo de carbón con chispas de brasas visibles en la oscuridad de la noche caliente. No vio nada, pero estuvo con las narices fuera del rincón de la caldera hediendo a tablas hechas estropajo, herrumbre de fierro gastado por la sal y tufo de vapor de agua. Respirar… Respirar metiendo las narices en los pulmones del viento que acompañaba a pasto el crecer de las olas, animales de rabos espumosos.
Al erguirse, quebrado de la cintura, ansioso de respirar, de ver, de sacar la cara, cayó a sus pies la llave maestra, postrer herramienta en la busca del fallón de caldera que llevaban, golpe en el tablero que hizo parpadear la luz que desde abajo le iluminaba la cara impávida, ahora alumbrada por las luces de estribor, lagrimosas, chorreantes, rociadas por el oleaje.
Asomó la cara momentos ante de estabilizarse el vaporcito, combatido, entre peines de lluvia, por el viento horas y horas, más horas que las que marcaban los relojes de los pasajeros, porque a medida que la noche empezó a negrear sobre el charol enfurecido del Mar Caribe, el tiempo se detuvo en espera de que pasase algo que duraría un parpadear de segundo y que ya no sería de su reino sino de la eternidad, y se detuvo de tal suerte que nadie creía ver amanecer cuando pintó la luz del alba. Sobrevino la claridad de pronto, por sorpresa, por milagro, al entrar el vaporcito en la líquida quietud de la bahía, dejando atrás el cañoneo de las olas en la Punta de Manabique, las montañas de espuma en que estuvieron perdidos como en la cola de un cometa, y enfrentar la herradura de bosques flotantes en la costa dormida.
Bajo la cáscara de hollín, sudor y aceite, su cara blanca de amplísima frente, alargados ojos castaños, barbas cobrizas de joven lobo de mar, dientes uniformes un poco cortos de encías sanguíneas, recibió el frescor claro del ámbito de muchas leguas de amanecer y mar engolfado, como el primer premio de la lotería, mientras los pasajeros, lívidos, magullados, con el mascón de la noche más terrible de sus pobres vidas en las ropas, iban adivinando a la distancia, ansiedad de llegar, al final de sábanas de níquel manso, las palmeras y los edificios del puerto recortados en celeste sobre fondo de cielo color membrillo.
¡Pasajeros!…
Más parecían náufragos. Siempre terminaba en seminaufragio aquella travesía de una noche que en este viaje se tornó eterna, por la tormenta y la descompostura de la máquina.
Los treinta hombres que llevaba el vaporcito agonizaron y revivieron muchas veces. El abismo los escupía, ya para tragárselos, asqueado de sus blasfemias, desechos de muchas cosas deshechas en el Canal de Panamá. Sus blasfemias cavaban más hondo el mar.
La embarcación estallaba en oro, caja de fósforos incendiada a cada relámpago, coincidiendo con el tranquear de la máquina que la hacía perder fuerza y quedar a merced de las olas, barrida océano adentro por la lluvia o devuelta como cáscara hacia la costa retumbante por el tronar de la tempestad.
El encabritarse de la nave, al mermar el impulso de la máquina, y su zangoloteo al reponerse y normalizar la marcha, alternaban el desesperar y la esperanza de los hombres, bien que su desesperar fuera cada vez mayor porque cada vez quedaba la nave más tiempo expuesta a los elementos desencadenados, enfurecidos, sin otro consuelo de capear el temporal que el timón en manos del práctico, un trujillano que los salvó casi por instinto.
Los pasajeros, antes de saltar al desembarcadero, obsequiaban monedas y joyas al trujillano, dábanle la mano, le decían mil veces: «¡Gracias! ¡Muchas gracias!», actitud contraria al rencor con que miraban al propietario del vaporcito, Geo Maker Thompson, que al final tuvo que sustituir al maquinista. «Bárbaro -ronroneaban-, bien pudo advertirnos que la caldera andaba mal, o no salir de noche, o detenerse ante el mal tiempo.» Los mareados bajaban a gatas, peor que borrachos, y los otros, en un temblor nervioso que los hacía sentirse en tierra inseguros, hamaqueándose. «¡Gringo más desalmado!»… «¡Yo con ganas le pegaba!»…«¡Ambicioso: exponernos por unos cuantos pesos!»… Sólo la derrota física en que estaban después de aquel viaje-naufragio les detenía para no reclamarle a lo macho, y el temor a un ojal en el pellejo hecho con plomo caliente. Maker Thompson, mientras desembarcaban, manoteaba la mancuerna de pistolas que le acompañaba siempre, una de cada lado para no andar desparejo estando el suelo terso.
Mandó al trujillano en busca de cierta persona que esperaba encontrar en el puerto y al quedar a solas -el maquinista y los grumetes desertaron sin la paga-, le largó una gran patada a la máquina. No sólo la gente y los animales son llevados por mal, también las máquinas.
Y tras el puntapié, el mimo: le preguntaba cariñoso qué le dolía, como si entendiera, instándola a que se quejara, al ponerla en marcha, con algo más que ese soplidito de vapor agudo que no decía nada. Ni puntapiés ni mimos: al arrancar se paraba misteriosamente. Ajustó, limpió, sopló, limó… y el mismo pitido. Cansado, tendióse a dormitar. Después de la siesta vendría el turco. Le interesaba el barco. Pero así, descompuesto, ni que estuviera loco lo iba a comprar. Mal negocio venderlo, según el trujillano, pero peor negocio quedarse embarcado -¡ahí sí que embarcado!- en una calabaza descompuesta. Lo dejaría a la suerte. El trujillano debe volver de un momento a otro con la noticia de si encontró a esa persona. Si el turco viene antes y la máquina dispone andar, cierro el trato, y si no anda… Mejor dejarlo a la suerte. Los tiburones rodaban uno sobre otro en el cubilete azul del mar empozado bajo el desembarcadero. ¿Quién jugaba ante sus ojos con aquellos inmensos dados de sombras? Si esa persona viene y se vende el vaporcito, plantador de bananos. Si aquélla no aparece y el turco no cierra el trato, vuelta a piratear al mar.
Desde el muelle alguien preguntaba cuándo salía de regreso. Contestó que no salía. «La maquinaria anda mal» -dijo, como si hablara con las pilastras alquitranadas que sostenían al interesado en lo alto del muelle, o con los tiburones.
El trujillano bajó. Se le vieron los pies, las rodillas, el taparrabo, las faldas de la camisa, sus mangas, los hombros, la cabeza en el sombrero de hilama. Traía una carta. No la pudo leer. Le pasó rápidamente los ojos. Ya se oía el vozarrón del turco. Venía acompañado de otros hombres.
– ¿Qué tiene la máquina? -le preguntó en inglés.
– Exactamente no sé… -contestó Maker Thompson.
– Es mejor que mis mecánicos la examinen. De todas maneras, es trato hecho. Esta noche le entregaré el dinero. Saldremos de madrugada para el sur.
– Entonces, trujillano, hay que sacar mis cosas…
– ¡Otro vendrá que de tu barca te sacará! -farfullaba aquél mientras reunía hamacas, escopetas, pieles de venado, valijas con ropas, lámparas, mosquiteros, pipas, mapas, libros, botellas…
El último sol empezó a regar mostaza de fuego sobre la Bahía de Amatique. La brisa sonaba en las palmeras tostadas como si fueran de brasa y las apagara. Estrellas celestes, faros amarillos, costas de negrura flotante sobre el mar verde. Interminable no acabar de la tarde. Paseantes en el muelle. Negros. Blancos. ¡Qué raros se miran los blancos de noche! Como los negros de día. Negros de Omoa, de Belice, de Livingston, de Nueva Orleáns. Mestizos insignificantes con ojos de pescado, medio indios, medio ladinos; zambos retintos, mulatos licenciosos, asiáticos con trenza y blancos escapados del infierno de Panamá.
El turco le pagó con sonantes monedas de plata y oro, se firmaron los documentos del traspaso de la nave y en la madrugada, sin pasajeros, volvió al sur, de donde la trajo Geo Maker Thompson, ahora tendido en la hamaca de un rancho, sin sueño, sin calor, sin luz, oyendo venirse el cielo abajo en aguaceros torrenciales, dispuesto a cumplir las instrucciones contenidas en la carta que le entregó el ayudante.
El aire fresco, sonoro entre las palmeras que en la madrugada bajo la lluvia destilaban como paraguas viejos, suavizaba la salida del sol de fuego blanco que al ir subiendo regaba azogue de espejo sobre la líquida extensión de la bahía, apenas superficial al roce alado de golondrinas, garzas y gaviotas, y profundo al ojo cenital de gavilanes, zopilotes y buitres de cabeza colorada.
Plantador de bananos era su suerte. Desayunó con mucha hambre huevos de parlama, café hervido y trozaduras soasadas de una fruta con sabor a pan, obsequiosidades del ayudante, el trujillano navegador de mares abiertos en las costas de Centroparaisoamérica, como él llamaba a las costas de la América Central, donde solía comerciar con azúcar, zarzaparrilla, caoba, oro, plata, mujeres, perlas, carey, y el cual, a pesar del contratiempo que para él significaba quedarse a pie, por precio alguno aceptó acompañarlo más allá de la costa.
No y no. La selva y el pantano apresan, quema la lluvia que, salvo los meses de marzo y abril, cae sin cesar y casi a diario el año entero, y es menos arriesgado ser aprendiz de pirata que adueñarse de tierras que quién sabe si no tienen dueño. El negocio efectivo sería comprar una embarcación de más calado y comerciar con cueros, armas, cacao, chicle, pieles de lagarto, libremente, sin andar haciendo el garrobo en la humedad y la pereza.
– Para campero mejor si es en mi tierra. Allí hasta los pajuiles me conocen -decía el trujillano-; y el tabaco también es producto… ¿Por qué ha de ser sólo el guineyo?… De meterme a plantíos, donde yo siembro tabaco, caña…
Y se llevó al filo de los dientes, manchados de diarrea de nicotina, el habano de calidad que le acababa de brindar Geo Maker Thompson, cuyos ojos castaños navegaban en el humo -también él fumaba-, alargados, sin párpados, fijos en la visión de un mundo en que los fuertes se reparten los suelos y los hombres.
– Prefiero un pipante que la mejor plantación de guineyo, y pa comenzar por mi cuenta ya tengo en trato unas cincuenta cargas de arroz en granza. Menos mal que el turco no lo supo y que un compañero viene hoy o mañana con un barco de vela. -Y después de un largo rato-: Sí, señor, con un barco de vela.
El yanqui no dijo nada. Largas lenguas de sudor le lamían la espalda. Le ofreció en oro el valor de las cincuenta cargas de arroz, la escopeta, ropa, repartir las ganancias de las plantaciones de banano, cuando las tuvieran, todo, con tal que el trujillano lo siguiera tierra adentro.
– ¡Juerza de años hace que yo estaría mangoneando plata, mucha plata, si me apego a la tierra; pero dende tierno ando en el mar, y de allí no salgo…, el agua es mi postrimería!
Acostumbrado Geo Maker Thompson a disponer del trujillano como de su persona, esta separación lo partía en dos. Lo encontró en Puerto Limón y se asociaron. Ambos andaban en el mismo negocio. Proporcionar a los infelices italianos y españoles que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá el medio de evadirse, de no dejar sus huesos a lo largo de los caminos de hierro en construcción, ya blancos de esqueletos, ni esperar que los amansaran por hambre, para reducirles los salarios.
Lo encontró en Puerto Limón. Le hizo gracia verlo fornicar vestido y con el sombrero hasta las orejas; semejaba un espantapájaros sobre la hembra desnuda. El trujillano, al levantar el yanqui la persiana volante que cubría la puerta, no se inmutó -blanco cara de albayalde, a saber quién era y qué buscaba-, cerró los ojos bien duro y le siguió dando a la hembra clavado y cosido, clavado y cosido… Por algo fue aprendiz de zapatero.
Maker Thompson andaba buscando un hombre de su talla para que lo secundara en el mar y se topó con un verdadero anfibio, tan igual a él, tan identificado con su persona que ahora que se separaban sentía que dejaba algo suyo, su otro yo, la mitad de su cuerpo, una parte de su ser.
Sí, dejaba en el trujillano lo que de él seguiría libre en el mar, en la pesca de perlas y esponjas por los Cayos de Belice, en el contrabando de armas, dulces al paladar de los libres y rebeldes que merodeaban por esas costas, y en el rescate de los braceros que huían del infierno de Panamá. Dejaba en el sirviente un poco de Jamaica, un poco de Cuba, de las Islas de la Bahía, ron, pólvora, nalgas de mujeres, tambores, banjos, maracas, tetas, tatuajes, bailes… Dejaba en el sirviente, tan seguro como en sus manos, el timón al doblar el Cabo de Tres Puntas y se llevaba tierra adentro la encarnación del Papa Verde, plantador de bananos, señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano.
En el pizarrón cobalto amaneció una nave dibujada con tiza. Su blancura de yeso contrastaba con el muelle oscuro y los negros endomingados de barco. Su línea rompía la criatura de las bodegas, del edificio de la Coman dancia, de los ranchos de techo de manaca, distribuidos como insectos gigantes en las tierras bajas, pantanosas, de la población más despoblada de la costa. Entre los pasajeros venía la persona que esperaba Geo Maker Thompson.
Traje, zapatos y casco, todo blanco, saludó desde el puente de proa con una mano rígida al final de un brazo formado como con piezas de un juguete mecánico, mientras sostenía en la otra una capa, un paraguas y una cartera grande.
Después de las autoridades, Maker Thompson pudo subir a bordo, al encuentro del pasajero, que adelantóse a tenderle la mano izquierda. En el aparato del brazo derecho sostenía una mano de caucho, bajo el sobaco la cartera, y en el antebrazo, la capa y el paraguas.
– ¿Es el señor Kind?
– ¿Y usted, el señor Maker Thompson?…
Bajaron seguidos del equipaje -baúles y valijas- a lomo de cargadores de color que reían y andaban a grandes pasos para ir siempre apareados a los señores formando la comitiva. Para los negros, en aquel paraje desierto, más de una persona era comitiva; más de tres, comparsa; más de cuatro, procesión; más de cinco, ejército.
La vivienda de Maker Thompson, no muy amplia, quedó ocupada por los bultos del viajero, cuya mano de caucho, al dejar en una silla la capa que se la ocultaba, sorprendió tanto a los negros que hubo de amenazarlos para que se fueran. El más atrevido alcanzó a tocársela y se puso a dar vueltas y vueltas como enredado de los pies que se desenreda, y allí estuviera si el zapato de Geo no lo para de un golpe.
Jinger Kind, el recién llegado, se distinguía por el contraste de ser muy poco físicamente -apenas llenaba la ropa- y representar a la más poderosa empresa bananera del Caribe. El cabello gris, los labios delgados, tufo de un bigotito de anchoa, los ojos color de dados amarillentos de bordes redondos, gastados de tanto rodarlos mostrando siempre los ases de sus pupilas negras y menuditas, enfrentaban los veinticinco años de Geo Maker Thompson, su cabello rubio, abundante, su frente amplia, sus ojos castaños, superficiales, sin profundidad, sus barbas cobrizas y su boca de labios carnosos.
Sin perder el buen humor, Jinger Kind renunció al afán de enjugarse con el pañuelo el sudor caliente de las sienes, las mejillas, la nuca, el cuello, a punto de hacer saltar los botones de su camisa para secarse el pecho, los hombros, el muñón del brazo, todo. Por momentos, hasta la mano postiza sentía que le sudaba.
– ¿Debo dormir en el suelo? -preguntó en tono jovial-. Porque no veo ninguna cama.
– No, señor Kind, van a colgar otra hamaca…
– ¿Para mí?
– Una hamaca como ésta, una hamaca con mosquitero…
– Si hay posibilidad, yo prefiero un catre. En Nueva Orleáns yo tenía un catre de campaña. No lo traje, porque supuse que aquí se podía encontrar.
Los ojos se le llenaron de risa y las comisuras de los labios, entre los paréntesis severos de las arrugas, de una espumita de saliva seca. Y agregó:
– En último caso, que los del barco me dejen una colchoneta. Y a propósito de barco; viene a cargar correspondencia para el sur, y de regreso, además de correspondencia, cargará bananas. Deje dicho a su criado que no cuelgue la hamaca y vamos a almorzar al vapor; yo ya tengo hambre.
– Si va a dormir en catre habrá que conseguirse un petate -dijo el criado en inglés. Los escuchaba junto a la puerta.
– ¿Qué es petate?
– Una esterilla de palma -explicó Maker Thompson, molesto por la intervención del criado; éste siempre estaba al acecho de lo que hablaba, de lo que hacía.
– ¿Y para qué sirve? -inquirió Kind.
– Para refrescar la cama -le contestó el sirviente-, porque de noche, con el calor que hace, la lona del catre se calienta demasiado.
– Entiendo, muy bien. Un petate, muy bien.
Al salir a la calle de arena, camino del barco, bajo un cielo de horno, el señor Kind estornudó. Alforzó la piel de su pequeña cara arrugada al sentir la cosquilla en los embutidos de la nariz y la desplegó en el aspaviento del estornudo.
– Escogimos la peor hora -advirtió Maker Thompson.
– Por mí, no se preocupe; estornudo siempre así. Parece que me fuera a desaparecer en el estornudo convertido en polvo, y me quedo igual; me quedo como aquel que pasada la explosión de un petardo que le estalla en la cara, se suena, se limpia, y ve reintegrarse todo lo que en el estornudo se le borró. ¡Yo sería un buen zar de Rusia: me arrojarían bombas los terroristas y para mí, como estornudos!
Ya cambiando de tono, los ojos llenos de risa, las comisuras de los labios con espumita seca, entre los paréntesis severos de las arrugas:
– ¡Qué bueno, Geo Maker Thompson, tenerlo con nosotros, qué bueno! Yo lo recomendé mucho en Chicago, no obstante estar en desacuerdo con sus puntos de vista anexionistas y el uso de la fuerza… Pero ya tendremos tiempo de hablar… ¿Qué persona es el comandante del puerto?
– No sé ni el nombre.
– Por lo menos lo conoce…
– De vista. Es un indio hosco. Apenas habla, según dice Chipó, el sirviente.
– ¿Chipó es de confianza?
– No. Lo tengo para que asee la casa y haga mandados. Un pobre diablo, pero entiende inglés y lo chapurrea, ese inglés de negros que los ingleses hablan en Belice. Mi hombre de confianza, un trujillano, por nada quiso quedarse conmigo. ¡Lástima! Pocos hombres tan hombres. Le ofrecí… Bueno, ¡qué no le ofrecí!… Pero prefirió seguir navegando…
Y tras un breve silencio para hacer recuerdo de palabras precisas, Maker Thompson añadió:
– ¡Chistoso el yanquito! Me dijo para despedirse: «quiere superar a los piratas»; y se me rió en las barbas.
– ¿Conocía sus propósitos?
– No, salvo lo de hacerme plantador de bananos. Lo de pirata me lo dijo porque yo le hablaba de volverme filibustero con el nombre de Papa Verde, ser el Papa de la piratería y dominar estos mares a sangre y fuego siguiendo la tradición de Drake, el Francisco de Asís de los piratas; de Wallace, que le dio nombre a Belice y de aquel mi capitán Smith, para quien Centroamérica resarciría con creces a la corona británica de la pérdida de los Estados Unidos.
– Leí su correspondencia en Chicago…
– Pero los piratas, que fueron los señores del Caribe, se quedarán de este tamaño -y mostró su dedo meñique- en cuanto a riqueza, por fabulosos que hayan sido sus botines, pues los nuestros en el futuro superarán en cantidad, y en cuanto a métodos, el hombre no ha cambiado, señor Kind: ellos ensangrentaron el mar, nosotros enrojeceremos la tierra.
– No creo que en Chicago acepten. La gente de por allá prefiere oír hablar del papel civilizador que nos corresponde en estos países atrasados. Dominar, sí, pero no por la fuerza; por la fuerza, no, vale más el convencimiento. Mostrarles las ventajas que sacarán si les hacemos producir sus tierras incultas.
– En Chicago prefieren oír hablar de dividendos…
– Pero es que tampoco es eso… Dividendos… -Kind se bajó el ala del sombrero sobre la nuca con el brazo postizo para defenderse del sol que ampollaba, un gracioso movimiento de muñeco-. Se trata de civilizar pueblos, de sustituir el egoísmo y la violencia de los europeos por una política de tutela del más capacitado.
– ¡Música celestial, señor Kind! ¡Domina el más fuerte! ¿Y para qué domina?… Para repartirse tierras y hombres!
Subían por la pasarela del barco, a la sombra de un piadoso toldo naranja ribeteado de flecos blancos.
– ¿La fuerza?… -exclamó el manco, antes de encararse a su joven compatriota-. A ese paso, ¿por qué no invocar, como Tolomeo, la influencia de las constelaciones para sojuzgar a los pueblos, dividiendo a los hombres en aptos para la servidumbre y aptos para la libertad? Y entonces, ni qué hablar de éstos que están al lado del Trópico de Cáncer, ni qué hablar: ¡salvajes, condenados a ser siervos siempre!
Y con los ojos llenos de risa y las comisuras de los labios ensalivadas, saliva seca, saliva de calor, añadió:
– Por fortuna, ya hemos superado la mentalidad del Cuatripartito y superaremos la concepción aristotélica de la fuerza, siempre que personas como usted acepten el término medio, lo que se ha dado en llamar el «altruismo agresivo», que ya se experimentó en Manila.
Y cambiando el tono vivo de su voz, dijo quejoso:
– Me molesta este aparato. No es cómodo ser manco en ningún clima y menos en el infierno… ¡Qué calor!
– La mano le disimula bastante.
– No sé. La uso porque algo es algo y porque después de los cinco primeros whiskys nadie podría convencerme de que es postiza: la empuño, golpeo; es mi mano.
El comandante del puerto almorzaba en el comedor del barco acompañado de una joven morena con aire de veraneante, tez pálida, dorada, naranja, ojos negros. Un chorro de bucles sueltos sobre su nuca y dos aretes sangrantes de rubíes se agitaron cuando, más coqueta que curiosa, volvióse para ver quiénes entraban.
Kind saludó con la cabeza, contestó el comandante, y seguido por Maker Thompson ocuparon dos sillas en una mesa vecina.
– Consommé frío, beefsteak y fruta -ordenó Kind sin mirar la lista; con la mano zurda sacudía la servilleta para extenderla sobre sus rodillas de hombre menudo.
– Sopa de tomate, pescado a la manteca y ensalada de frutas -pidió Maker Thompson.
– ¿Cerveza? -interrogó el criado.
– Para mí, sí -dijo Kind.
– Sí, traiga cerveza -añadió su compañero.
La proximidad de las mesas molestó un poco al militar por la jodarria de oír hablar gringo. Puso la mirada en faro para ver el mar espumoso, lleno de carneros, sin por eso perderles gesto con el rabo del ojo, mientras su compañera se restregaba en el asiento, recogía y dejaba caer la servilleta, se abanicaba, se pasaba el pañuelo por la nariz, jugaba con los cubiertos, alzaba los ojos de pupilas de ébano, juntaba y separaba los pies bajo la mesa, rodaba la cabeza buscando el aire de los ventiladores.
Kind se dio cuenta. Los ademanes de su mano postiza, tan parecidos a los de una tenaza de cangrejo, hacían remolinarse a la cimbrante carne morena apenas cubierta por una tela vaporosa en forma de vestido, presa de la risa más irresistible. Y ya no podía más, ya no podía, entre los dientes le castañeteaba la carcajada apenas contenida con sus movimientos.
Una pirueta de Kind, ademán de fantoche, desgranó el racimo de cascabeles sonando, reír que se contagió a todos, pues hasta el jefe militar enseñó los dientes de oro.
– Los señores deben saber si el vapor se va hoy -dijo ella dirigiéndose un poco al comandante, pero tratando de remendar la burla con aquella media atención hacia el míster impedido.
– Supongo que a medianoche -se apresuró Kind a contestar, deseoso de establecer lo antes posible el puente necesario entre su figura casi implume y la geológica existencia de la suprema autoridad del puerto.
– ¿Y siguen viaje? -inquirió ella.
– Por ahora, no; mi compañero, el señor Maker Thompson, ya estaba aquí; sólo yo vine en el barco de Nueva Orleáns.
– Sí, el caballero hace días que anda por aquí -intervino el comandante, amabilidad que no suavizó su voz autoritaria-. Como que vive donde Chipó.
– Exactamente…
– ¿Y el vaporcito se lo compró el turco?
– Se lo vendí; la maquinaria no andaba bien.
– Sólo con el trujillano no hubo cacha -retuvo la palabra el militar, acumulando datos para que vieran aquellos hijos de… el Onde Sam que no se mamaba el dedo, que estaba muy enterado de lo que hacían.
– Efectivamente, le ofrecí dinero, ropa, mi escopeta de cacería…
– ¡Salvaje! -interrumpió el comandante, al tiempo de limpiarse los bigotes, listo para apurar el vino que le quedaba en la copa; y tras saborear el líquido ambarino, remató-: ¡Esta gente, esta gente es el puro salvajismo en marcha! ¿Qué quieren ustedes?
– ¡En marcha para atrás! -exclamó el viejo Kind, los ojos llenos de risa, espuma en las comisuras de los labios.
– Me disculpan ustedes si defiendo al trujillano -levantó la voz sonora Maker Thompson-, pero no tenía nada de salvaje. Lo que pasa es que los costeños aman la libertad y temen perderla tierra adentro; prefieren por eso las penalidades, la pobreza…
– ¡El atraso! -le quitó la palabra el comandante-. ¡Gente enemiga del progreso, gente que no le gusta mejorar, no me va a decir usted que no es salvaje!
– Sí, tiene razón, tiene razón -Maker Thompson hablaba con los ojos puestos en la guapa morena pensativa, que le sonreía y se abanicaba-, siempre que no se les ofrezca el progreso a cambio de lo que ellos no están dispuestos a perder: la libertad. Y por eso no creo en las tutelas civilizadoras. A los hombres se les somete por la fuerza o se les deja en paz.
– ¡Bravo! -exclamó el militar.
Kind arrojó los dos ases de sus pupilas mínimas muy negras a la cara juvenil de su compatriota, escandalizado de oírlo hablar en forma tan poco velada de la fuerza a emplear sólo como último recurso en países que era mejor someterlos con el señuelo de los adelantos modernos.
Los sirvientes negros del comedor no daban otra señal de vida que su presencia obsequiosa y los movimientos rítmicos de sus brazos. Una mecánica de astros oscuros acompañaba el cambio silencioso de platos, cubiertos, fuentes, botellas, y cuando callaban los comensales, sólo se oía el zumbar de los ventiladores, el cacarear de las cadenas de la carga y descarga y la palpitación honda de la bahía.
– Sí, señores, estamos muy, muy atrasados -creyó oportuno recapitular el comandante-, muy atrasados…
– Exacto -contestó Kind a boca de jarro.
El militar lo midió con el gesto; que lo dijera él, pasaba, para eso tenía grado en el ejército, charpa, galones, mando, y era del país; pero que un recién llegado cochino manco hijo de… gringa, lo ratificara con tan poco miramiento y tal franqueza, cambiaba de aspecto.
– ¡Exacto! -enfatizó Kind, después de un silencio difícil-. Atrasados es la palabra y no salvajes, como antes oí decir. Sólo por ignorancia se designa a los países poco desarrollados con los términos de salvajes o bárbaros. En el siglo veinte decimos pueblos adelantados y pueblos atrasados, y los pueblos adelantados tienen la obligación de ayudar a progresar a los países atrasados.
– ¿Y qué será necesario para que los pueblos atrasados, como los llama usted, progresen? -intervino la que no pasaba de testigo, fijando sus ojos de ébano negro en los ojillos de Kind.
– Sí, porque alguna vez habrá que civilizarse -dijo el jefe militar, esgrimiendo un palillo de dientes.
Kind reflexionó un momento, pausa que hizo más valiosa su contestación.
– Nada del otro mundo, un simple trueque. Cambiar riqueza por civilización. Si ustedes lo que necesitan es progresar, nosotros les damos el progreso a cambio de los productos de su suelo. Siempre, cuando se hace este trueque, el país más adelantado administra la riqueza del menos desarrollado, hasta que éste alcanza su mayoría de edad. A cambio de riqueza, progreso…
– Por el progreso puede sacrificarse eso y más… Yo, como militar que se respeta, no creo en Dios, pero si me exigieran adorar a alguien, no dudaría en declarar que mi Dios es el Progreso.
– ¡Muy bien! -Kind estaba entusiasmado-; ¡muy bien! Y como el movimiento, señor comandante, se demuestra andando, nuestros barcos han comenzado a traer y llevar correspondencia. Un barco por semana, para empezar. Correspondencia, mercaderías, pasajeros…
– Yo, como mujer, bendigo el progreso. Algo tan frágil como es una carta, soplo del corazón…, soplo del alma…
No continuó porque el comandante señalaba la importancia que para el movimiento del puerto tenía la llegada de un barco cada siete días. Hablaba con la taza de café a la altura de los bigotes, ya para dar el trago.
Kind insistió:
– Romper el aislamiento del país y dar vida a su principal puerto en el Atlántico, son señales inequívocas de progreso. Veremos ahora qué nos dan ustedes. Por de pronto, necesitamos bananas; ya estamos comprando a los mejores precios; pero creo que tendremos que sembrar por nuestra cuenta y riesgo, porque los plantadores nacionales producen poco, y cada vez será más insuficiente, dado que en los mercados aumenta la demanda, y prefieren la fruta de ustedes.
– Pues, amigos -dijo el comandante-, ¡adentro que está sin tranca!… Allí está la tierra. ¿Qué esperan?
– A eso venimos con el señor Maker Thompson, a reforzar la producción. Los consumos aumentan y se desacreditan ustedes y nos desacreditamos nosotros, si no hay suficiente fruta en los mercados. Está en juego el buen nombre del país, su crédito. Vamos a producir en gran escala, no fruta, sino riqueza. ¡Riqueza! ¡Riqueza! Las aldeas se convertirán en ciudades, las ciudades en urbes, todo comunicado con ferrocarriles, carreteras, teléfonos, telégrafo… No más aislamiento, no más miseria, no más abandono, no más enfermedad, no más pobreza… Bananales, cortes de madera, extracción de minerales… Aquí cerca, sin ir muy lejos, hay lavaderos de oro, minas de hulla, islas de perlas… ¡Un emporio! ¡Un emporio de civilización y de progreso!
– Amigos -se levantó el comandante-, no sólo estamos haciendo la siesta despiertos, sino soñando…
Kind se adelantó a darle la mano izquierda, seguido de Geo Maker Thompson, al tiempo de cambiar los nombres en la presentación, lo que después hicieron con la guapa costeña pálida de ojos de ébano dormidos en las pestañas y que dijo llamarse Mayarí.
– Vamos a seguir esta conversación con los cocos menos calientes -lo de cocos por cabezas lo dijo el militar en son de gracia-. Y para esto tenemos que esperar hasta la noche. ¿Ustedes vienen a comer al barco?
– Desde luego -contestó Kind, y dirigiéndose a la que dio el puente cristalino de su risa para entablar aquella conversación-, siempre que usted prometa no burlarse de este pobre manco…
– ¡No ha empezado el truco y yo soy una salvaje!
– ¡Malo, malo eso que ha dicho!
– ¡Trueque quise decir, no truco!
– ¡No por eso, sino porque no hay salvajes! ¡Ya hemos convenido que no hay salvajes, y que vamos a cambiar riqueza por civilización!
– ¡Qué callado el señor Maker Thompson! ¿No habla? -buscó ella, para evadir la respuesta a las palabras de Kind, el arrimo del joven norteamericano hermoso, atlético, rubio, tostado por el sol del trópico, de espaciosa frente, barba cobriza, ojos castaños.
– Con el permiso de las autoridades y si el tiempo no se opone -rió pensando en una Carmen para una plaza de toros-, digo que usted no sólo es bella, sino encantadora.
Jinger Kind siguió con la vista la espalda del comandante -casi no tenía cuello, la espalda y la cabeza juntas- y Maker Thompson el andar mecido del cuerpo de Mayarí.
«Por mí puede empezar ya el trueque», iba a decir Maker Thompson, «siempre que me toque Mayarí». Pero cambió de pensamiento y exclamó:
– Después de todo, ha jugado usted muy bien, señor Kind… -detrás de su voz había una risa que no salía más allá de su gesto.
Y mientras les servían el café, al sentarse a la mesa nuevamente, Kind se le acercó:
– A que jamás había visto a un gato manco jugar con un ratón uniformado…
– Jugar hasta donde el gato manco no cree también en el progreso…
– No voy a negar que creo en el progreso. ¿Fuma usted?
– Prefiero uno de los míos, gracias.
– Creo que estos países pueden llegar a ser verdaderos emporios. El emporio del banano… No el «imperio», como quieren algunos.
La amplísima frente del joven gigante se iluminó con las centellas que fulgían en sus ojos castaños al coronar de risa lo que decía:
– ¡Emporialistas en lugar de imperialistas!
– Las dos cosas. Emporialistas con los que nos secunden en nuestro papel de civilizadores, y con los que no muerdan el anzuelo dorado, sencillamente imperialistas.
– De regreso a la teoría de la fuerza, señor Kind.
– Falta el «altruismo agresivo».
– Con lealtad debo decirle que aprendí muchas cosas al oírle hablar del emporio, muchas cosas…
– Sin burlas, ¿eh?
– Entrevi una posible táctica a seguir. A los dirigentes -por malo que sea un hombre siempre aspira a lo mejor para su país- hay que hacerles creer que los contratos que suscriban con nosotros traerán como consecuencia un inmediato cambio en favor de las condiciones de vida de estos pueblos… El emporio…
– ¡Es que lo traerán, Maker Thompson, lo traerán!
– Eso es lo que no creo y donde usted se engaña, señor Kind, no sé si a sabiendas. ¿Cree usted que nosotros nos proponemos el mejoramiento de estos pobres diablos? ¿Se le ha pasado por la cabeza siquiera que vamos a tender ferrocarriles para que ellos viajen y transporten sus porquerías? ¿Muelles para que ellos embarquen sus productos? ¿Vapores para llevar a los mercados artículos que nos hagan competencia? ¿Cree usted que vamos a sanear estas zonas para que no se mueran? ¡Que se mueran! Lo más que podemos hacer es curarlos para que no se mueran pronto y trabajen para nosotros.
– Lo que no entiendo es por qué no se pueden dar en el mismo árbol la riqueza para nosotros y el bienestar para ellos.
– Porque en Chicago se piensa simple y llanamente en la extracción de la riqueza y nada más, haciéndoles ver desde luego que ferrocarriles, muelles, instalaciones agrícolas, hospitales, comisariatos, altos jornales se destinan a que algún día ellos lleguen a ser como nosotros. Eso no sucederá nunca, pero habrá que hacerlo creer a los dirigentes que no caigan en la tentación del poder o del dinero. Reelecciones para los presidentes, cheques para los diputados, y para los patriotas, el humito del progreso, divinidad que en lugar de manos tiene yunques, en lugar de ojos faros gigantescos, en lugar de pelo humo de chimeneas, y músculos de acero, y nervios eléctricos, y barcos que circulan por los mares como glóbulos por la sangre…
– Sí, el progreso -dijo Kind-: el progreso, como elixir para adormecer la sensibilidad patriótica de los idealistas, de los soñadores…
– Y aun para los que siendo prácticos quieran encubrir su complicidad con nuestros planes llamando progreso a lo que ellos saben que si existe no es para pueblos inferiores, pueblos a los que sólo corresponde el papel de trabajar para nosotros. Y venga esa mano, señor Kind, ya entendí muchas cosas.
– No, ésta no… -excusó Kind su mano de caucho.
– ¡Esta, ésta, la postiza, la mano del progreso falso, del progreso que les vamos a dar a ellos, porque la verdadera mano derecha la guardaremos para la llave de la caja y el gatillo de la pistola!
Todo el cuerpo de Kind, en el momento en que aquél le apretaba la mano de caucho, se le quedó como paralizado, y Maker Thompson tuvo la idea de que si le daba un puntapié y lo echaba al mar, la supresión del soñador apenas sería el naufragio de un muñeco.
Por ese lado de la bahía quedaban los islotes. Un viento color de fuego soplaba de la tierra candente al horizonte en ascuas de la tarde. Mayarí tomó la delantera al solo salir de la playa, en la angosta garganta de arena, riendo, risa de sus dientes y risa de su pelo en negra carcajada por el viento, para dejar sin respuesta a Geo Maker Thompson que la seguía si quejoso por su poca seriedad, no menos ardiente en la porfía de pedirle que cumpliera la promesa de contestarle ese día en el islote por donde ella, después de trepar a los peñascales, saltaba a lo largo de las piedras sumergidas en que nace y muere, muere y nace la babeante soledad de la marea.
El no parar del viento, del soplar del viento, del soplar y soplar del viento, embriagaba a la pareja que había perdido el habla y seguía adelante por donde el islote ya no era islote, sino adivinado espinazo de lagarto petrificado, un pie tras otro pie, Mayarí con los brazos abiertos en cruz para guardar el equilibrio, mínima garza morena con las alas extendidas, y él con mudez de hipnotizado, gigante tímido al penetrar en el mundo desconocido de un espejo que formaba en el aire el reflejo del agua. Peces tontos y bocudos, aletas y burbujas, otros ojizarcos y llagados de rubíes entre sesgadas lluvias de pececillos negros, se materializaban en la coagulada y cristalina profundidad del mar quieto como la atmósfera en que de ellos dos sólo quedaba la imagen, habían perdido el cuerpo, ella adelante en su encontrar y no encontrar las piedras bajo los pies desnudos y él a la zaga sin poder darle alcance, encendido su cabello de pirata.
Geo Maker Thompson hendía el misterio de esas soledades indivisibles, infinitas, con su pecho de hércules blanco, la camisa abierta, en los brazos recogida hasta los codos. ¿Adonde iba? ¿A quién buscaba? ¿Qué lo llevaba? Una profunda respiración de animal triste le anunciaba que todo lo que él había hecho antes con todas las mujeres que fueron suyas nada tenía que ver con aquel amor imposible. No se explicaba, no se explicaba por qué le parecía imposible alcanzar aquella criatura en su vertiginosa fuga de estrella que se suelta del cielo y desaparece. Materialmente era fácil atraparla, pero una vez que la atrapara, una vez que la apresara en sus brazos, seguiría ella, ella sola, elástica y silente como ahora iba.
De pronto, donde del islote ya sólo quedaban islillas de piedras bajo el pelaje flotante de las algas, la imagen de Mayarí se detuvo y volvióse para mirarlo, como si le hiciera falta antes de dar un paso más, contestarle que «Sí» con la mirada, si la acompañaba un paso más hacia donde sólo el amor acude y de donde sólo el amor vuelve.
La alcanzó. Pero fue como no alcanzarla, porque apenas estuvo junto a ella, la imagen fugitiva de Mayarí siguió adelante balanceando su cuerpo codiciable.
¡Mayarí!…
Pensó llamarla, pero luego se dijo:
– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame. No la llamo. La sigo. Esta punta de tierra se va a cortar y caerá al agua, sin que yo la llame, sin que yo me dé por vencido. Tiempo habrá para nadar y rescatarla.
Acortó el paso para ver si ella dejaba de avanzar. Pero fue en vano. Iba con el agua a las rodillas y seguía, seguía, seguía terrible, voluntariosa, en toda la plenitud de su belleza de madera naranja, la turbulenta noche de su pelo y sus ojos de pupilas negras como brasas apagadas con llanto.
– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame, que me dé por vencido.
La imagen empezó a hacerse borrosa. Lo que emergía de Mayarí de la superficie del agua, su torso de sirena, empezaba a ser confuso. El oscurecer distante se acercaba desenvolviendo sus alfombras en oleajes sombríos. Del mar viene la noche que exige al viento que la levante para caer en chubascos blancos.
Un grito de hombre de mar que rompe la mudez del ámbito, de filibustero rubio que chapotea por atrapar un tesoro que va a caer al fondo del mar, rompió su garganta, un grito gutural, estremecido y anhelante, ya no la veía, estaba perdido, por buen nadador que fuera dónde encontrarla. El viento arreciaba, el soplar del viento, el soplar y soplar del viento. Una máscara salobre frente al infinito con la voz mínima que quién oía. Nadie.
– ¡Mayarííííí…! ¡Mayarííííí!…
Ni un segundo había pasado, pero para él fue una eternidad. Volvió a gritar:
– ¡ Mayaríííííí…! ¡ Mayaríííííí!…
Estaba entre sus brazos y no lo creía. La tenía entre sus brazos y no lo creía. La apretaba entre sus brazos y no lo creía.
– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… -la palpó, palpó lo que era el bulto de una imagen que se fue de su lado, que se fugó de su vecindad amante. Tenía el bulto, pero no la imagen.
El vasto anfiteatro con miles de astros encendidos, la, desolación del viento fuera de la bahía. Ella le acercó la nariz a la cara. El la besó. El traje mojado sobre la carne palpitante y el temor, el temor ilímite de estar juntos, cada vez más juntos.
– ¡Mi pirata adorado!
– ¡Mayarí!
– ¡Geo!
– Hay que volver…
– Volvamos pronto…
Y los dos presentían que volver no era sólo regresar por el afilado lomo del islote que la marea empezaba a cubrir con su melena leonada, lechosa, sino arrancarse de un espejo de sueño en que el amor hace transparente la muerte y se ve del otro lado de la vida la posibilidad de seguir viviendo de ese amor y de ese sueño.
Estaban vivos. ¡Qué maravilloso es estar vivo! Haber llegado a un paso de la muerte y estar vivos. Qué más podían pedir. Una plena sensación de grandeza nacida de ellos y ya en peligro mayor por las olas que los expulsaban, con todos los sonidos de la cólera divina, espadas gigantescas de los ciegos ángeles del mar, de lo que fue un paraíso, fragmento del edén en un espejo…
El último paso en el islote y el primero en la playa y un sollozo de mujer, un sollozo de prisionera atada. El llanto le goteaba las pestañas.
– Geo…
– Mayarí…
Sus pobres nombres.
– El mejor paseo -murmuró, mientras Geo la abrazaba- es aquel del que se puede no regresar… Si no me llamas hubiera seguido hasta desaparecer…
– Hablas como si hablaras dormida…
– ¿Y para qué despertar?
– No me parece cuerda una persona que está siempre soñando…
– Los de tu raza, Geo, están despiertos siempre, pero nosotros, no; de día y de noche soñamos. Un sueño me parece el que nos hayamos encontrado. Si hubiéramos estado despiertos no nos encontramos. Y esa vez hablaste poco. Yo te miraba. ¿No te fijaste? Mudo, perdido en tus pensamientos, te veía con un contento extraño, mientras Kind predicaba que el progreso aquí, que el progreso allá… Otro sueño… Pero vamos andando, que se nos hace tarde…
Y tras los primeros pasos, agregó:
– Cierra los ojos, Geo; no pienses, siente. Es horrible estar junto a una máquina de calcular. Cierra los ojos, sueña…
– No tengo tiempo…
– Pero si el que sueña vive siglos. Ustedes son como niños, porque no se envejecen por dentro. Por fuera se envejecen, son adultos siempre, adultos aniñados. Hace falta soñar para envejecer la sangre.
– La pesadilla de perderte, de que perdieras el equilibrio y te arrastraran las olas… A eso le llamas tú soñar…
– ¡Bobito; yo muchas veces, sola, con Chipo Chipó hice antes el recorrido, y te traje para vencer tu orgullo, para oírme llamar desde tu corazón!
– A un hombre como yo…
– Y gritaste, Geo; me llamaste como no habrás llamado a nadie…
– A un hombre como yo no le está permitido salirse de la realidad. Nada fuera de los hechos.
– Materialistas, en una palabra…
– Nosotros, business; fantasía, ustedes… Por eso vamos a encontrarnos siempre en polos opuestos. Mientras nosotros nos volvemos cada vez más concretos, más positivos, ustedes se van volviendo ausentes y negativos, inservibles…
– Pues, Geo, no les envidio las ganancias…
– ¿Por qué?
– Porque debe ser horrible vivir en perpetua realidad…, tener los pies grandes… -Y entre seria y sonriente, con los ojos llenos de picardía-: Mientras a nosotros se nos achican los pies, a ustedes les van creciendo… Nosotros no estamos en la tierra. ¿Para qué queremos pies? Y ustedes están cada vez más sobre el planeta y para eso hay que tener pies grandes, muy grandes…
Chipo Chipó vino en busca de ellos. Cruzaban la playa algodonosa de sombra, humedad y espuma, silencio alunado, rumor de palmeras.
– Llegó una locomotora nuevecita -le explicó Chipó-, y diz que soltó buen golpe y le hizo al freno. La imponen como a cualquier animal. Traiba jalón de carros, con gente y fruta. Vino su mamá.
– ¿Dónde la dejaste, Chipó?
– En mi casa…
– Extraño que no se apeó donde mis padrinos.
– Llegó con el comandante y se quedaron mermando el silencio con míster Kind. Por un poco lo agarran sin el brazo. No lo tenía puesto. Yo se lo tuve que alcanzar. ¡Pobre! Con el calor se lo quita. Le molesta. Le molesta y es mucho fastidio. ¿Por qué no, mejor, se deja la manga vacía? Así digo yo. Menos carga. Si uno pudiera quitarse un brazo, una pierna y los huesos que más pesan, andaría aliviado. Es mucho esqueleto el que cargamos y cansa.
– Vas a conocer a mi señora mamá… Es mucho más joven que yo… ¿No lo crees?… ¡Qué hombre!… Ni sueña ni cree… Voy a casa a cambiarme de ropa… ¡Dios libre mamá me fuera a ver destilando agua!…
Doña Flora -a ella le gustaba que le dijeran Florona, al diminutivo no contestaba, igual que sorda, y cuando alguien de confianza la llamaba Florita, respondía: «¡Tu florita aquí te la tengo escondida», señalándose por el ombligo-. Doña Flora, después de la presentación de Geo Maker Thompson, abrazó a su hija temblando. Siempre que la volvía a ver la abrazaba presa de aquella sensación inexplicable. Cuando, durante sus estudios, después de largos siete meses volvía del internado del colegio, en la capital, y cuando como ahora, tras quince o veinte días de tenerla de temporada en el puerto donde sus compadres Aceituno, se encontraban, doña Flora temblaba, porque a fuerza de ser su hija tan diferente a ella, mujer práctica, le parecía abrazar a una persona ausente, a un habitante de la luna.
Maker Thompson quiso halagar a doña Flora, confesando que la encontraba primaveral como su hija, pero la joven señora, otoño y primavera, sin dar oídos a lisonjas que sobraban en el terreno de los negocios, continuó hablando:
– Como dice el comandante, señor Kind…
– Sí, sí; yo digo que los particulares venden a ojos cerrados si se les paga buen precio. Son tierras que no valen mayor cosa: pantano, monte, mucha culebra, plaga, calentura; pero habrá que ofrecerles bonito, más de lo que les cuestan, porque para ellos significan el pedazo en que nacieron, lo que heredaron de sus padres y del que no van a querer salir si no se les alucina con el montón de «pisto» por delante.
– En los ejidos se puede empezar a plantar para no perder tiempo -intervino doña Flora-, y empezar a comprar a los que vendan tan con tan, pagando el precio que pidan.
– En eso no hay problema -dijo Kind-; el problema está en los que no quieran vender. ¿Qué se hace, qué hacemos con los que por ningún precio quieran vender sus tierras?
– Allí -suspiró doña Flora- ya entra mi señor comandante. Acabado don Dinero, empieza don Fusilo.
– ¿Y ustedes creen que no les podría fusilar? -se atizó los bigotes carbonosos la primera autoridad-; si la patria necesita del progreso y ellos con su negativa cerrera lo obstaculizan, lógico es que la traicionan.
– Eso- acentuó doña Flora encarándose al comandante, dejando en paz el abanico- es lo que usted les tiene que hacer ver: venden o se hacen de delito.
– Lo malo -reflexionó Kind antes de hablar- es que según nuestros informes, los vecinos en ese caso recurrirán a las municipalidades, y las municipalidades pondrán el grito en el cielo.
– Dos municipalidades -precisó el jefe militar, masa blanca por el uniforme de lino en la oscuridad del rancho, tratando inútilmente de juntar sus piernas de gordo, al tiempo de tomar espacio hacia atrás en el espaldar de la butaca.
– Bueno, pero son muchos; dos municipalidades son muchos para fusilarlos a todos…
– Fusilar, no, señor Kind, pero «pistearlos» sí… «Pistearlos»… Se mata de muchas maneras… Hay muchos fusilados con balas de oro…
– ¡Muy bien, doña Morona, muy bien!… Aunque no sería del todo malo hacer también un escarmiento con bala de plomo…
– Los dos son metales, comandante, pero todos preferimos las balas de oro…
– Pues ya va a ver que no -reaccionó el comandante atizándose a dedazos los bigotes-; habrá los que por ningún precio se dejarán sacar de sus tierras. ¡Ah, los hay! Y entonces tendremos que proceder. El progreso exige que desalojen las tierras para que los señores las hagan producir al máximo; y saliendito o dejandito el pellejo. Bala de plomo o bala de oro, sin titubeos; mano dura, sin contemplaciones; y el llamado para eso, según mi opinión, es el señor Maker Thompson, partidario de la fuerza, como le oí decir el otro día en el comedor. Se me grabaron sus palabras: a los hombres se les domina por la fuerza o se les deja en paz. Se les domina para hacerlos progresar, ¿eh?, se entiende, para hacerlos progresar, como a los niños que se les castiga para su bien, para su progreso.
Mayarí levantó las pupilas de ébano para interrogar a Geo con aquellas dos astillas de madera preciosa; pero ya éste, entusiasmado por la alusión, afirmaba a toda voz la necesidad de seguir una política de avasallamiento en la conquista de aquellas tierras, necesarias en su totalidad, no en fragmentos, pues así y sólo así serían útiles al progreso de la región, donde se proponían realizar gigantescas plantaciones de bananos…, millares de plantas…, millones de racimos…
Sin pensarlo dos veces, doña Flora apoyó al comandante en lo que les proponía. El señor Kind, más diplomático, debía marchar a la capital a entrevistarse con las autoridades superiores y obtener las órdenes del caso; y el señor Maker Thompson, hombre de los que entran a la vida mandando, como dijo la misma doña Florona, impresionada por el físico y el modo de pensar de aquel mu-chachón gigante, debía internarse en la selva.
– En la capital -sugería el jefe militar-, el señor Kind debe lograr que el ministro de Gobernación llame a los alcaldes en el término de la distancia y les haga sentir que el gobierno tiene interés en que los vecinos vendan sus tierras, estén o no estén cultivadas, por ser indispensables al adelanto del país. Nadie negará que vale más el progreso de la nación que el que unos pinches costeños se aferren a lo malsano en plantíos que apenas les producen.
– ¡Y como se les van a pagar, no es robo, es compra! -exclamó doña Florona.
– Y el joven Geo, Geo, como le dice Mayarí… -¿Qué insinuaba el comandante? Que vieran, que vieran que no se mamaba el dedo; miraditas, suspiros, arrumacos, más de parte de ella, porque lo que era él, como muñeco de palo-. Y el joven Geo a la selva. En su finca, doña Flora, puede este caballero hacer su cuartel general, sembrar lo que se pueda; hay mucha tierra en las márgenes del río a propósito para guineo; comprar a los que venden y ver qué medida se toma con los reacios al progreso… -Y ya de pie, golpeando amistosamente la espalda a Maker Thompson-: Porque agallas no le faltan al Papa Verde. Le luce el nombre.
– Buena la hace el comandante -se oyó la voz de doña Florona-; ni calor ni zancudos para el señor Kind… ¡Quién fuera diplomático!… La capital…, sus días tibios…, sus noches que ni soñadas… Aquí en la costa soy la mujer práctica, pero cuando estoy allá me entra la sueñera y divago horas enteras, como si en los ojos me cayera del cielo polvo de mundos dormidos. Y la conversación está muy buena, pero yo tengo muchas cosas pendientes. Vamos, Mayarí…
Y al salir a la puerta que daba a la calle, donde apenas se veía nada que no fuera la inmensa noche caliente -las estrellas picaban los ojos como polvo de chile de oro-, doña Flora soltó un grito al dar con un bulto, para luego exclamar:
– ¡Y este Chipó oyendo lo que se habla! ¡Cuidado vas a repetir lo que has oído, vos, Chipó, porque son cosas muy delicadas!
El comandante, de dos pasos, se puso frente al sorprendido Chipó para castigarle. Su cara indefensa, temerosa, vacía como las caras de los indios, mientras le amenazaba de muerte si repetía media palabra de lo que acababa de escuchar, se contrajo dolorosamente, como si allí la piel fuera más viva, al primer fuetazo.
– ¡Amarrado te vas a ir a la capital, indio abusivo, y no vas a llegar vivo, media palabra que yo sepa que repetiste de lo que se habló hoy aquí!
Kind adelantóse para intervenir. Nunca había visto que se le pegara a un hombre como no se le pegaba a un animal, en la cara; pero se interpuso el brazo fuerte de Maker Thompson.
– ¡Usted me ha dicho que es partidario de la política de no intervención!
– ¡Pero le está pegando!
– ¡Con mayor razón, pues si hemos de intervenir, siempre será en favor de los que pegan!
La sirena de un barco cuajó su sonido en la distancia. El manco no dijo nada, pero cuando estuvo en la nave blanca que había entrado a cargar correspondencia, comunicó a Geo su decisión de volver a Nueva Orleáns. Ya su equipaje estaba a bordo, y al despedirse, sacando la voz sobre el barullo del cadenaje que levantaba el ancla, gritó en inglés:
– ¡Somos el hampa, el hampa!… -Ya no le oían, sólo se veía su mano de muñeco-. ¡El hampa de una nación de las más nobles tradiciones!
Chipo Chipó… Chipo Chipó… Chipó Chipó… Inasible por su nombre, se fue volviendo para las patrullas que lo buscaban algo así como la escarcha, sudor helado que amanecía sobre los cactos y se esfumaba al salir el sol a encalar el cielo y la tierra de amarillo, amarillo que ver fuera de techado era quemarse los ojos con todo lo que ardía en el incendio de la costa.
Con el nombre de Chipo Chipó salía al claro de los caminos, pero al sólo nombrarse él mismo Chipo Chipo, desaparecía y quedaba flotando, de su ser de gato de monte, la fuerza del ensalmo, entre los micoleones, las ardillas y los monos gritones, para reaparecer al nombrarse él mismo Chipó Chipó, y estabilizarse en el Chipo Chipó.
El hervor de los pantanos, ampolladuras gigantes de aguas estancadas bajo el peso de la tiniebla verde, esponjada, de las selvas sin rumor, luz de plata negra y atmósfera de horno de vidrio, se turbaba con su paso por las piedras, su respiración de hombre con los pulmones llenos de peces-moscas para respirar bajo el agua, o su descolgarse por los bejucos, entre las ramas, alas de murciélagos gigantes, o su trepar por los troncos después de haber dormido sobre las hojas secas.
Nadie sabía pronunciar su nombre como él para aparecer o desaparecer en un momento, estar o no estar en un sitio. Y soplo fue en las chozas, soplo ácido de aliento de hombre que amasa harina de yuca, cuando habló y dijo áspero, duro, directo: «Les van a mercar las tierras para echarlos de aquí.» Los propietarios, sus mujeres y sus proles numerosas, hembras y machitos, parecían empinados de tan flacos, de tan desnudos, afilados de las orejas, de las narices, de los hombros, al oírlo hablar, dar la voz de alarma por pueblos y caseríos, tierra adentro y a lo largo del río Motagua.
«De 'rompida' los días se rasgan así», hablaba, «los días que no parecen tener nada raro, que son como todos los días, se rasgan así de 'rompida'». Así se rasgó su día la mañana que abandonó su casa, ahora decomisada, vacía, sin gente, y el de los principales en los Ayuntamientos, cuyo andar empezó cuando Chipó les previno que fueran a la ciudad en demanda de amparo, para no ser despojados así no más. ¡Cuánta esperanza reunida en torno de los alcaldes y síndicos que aguantaban los ataúdes de los zapatos para ir a la capital, y el vestido de jerga, y la camisa almidonada, sin faltar el corbatín negro de lazo hecho en forma de trébol! Y marchaban con los títulos de propiedad hediendo a papel húmedo, al óxido de los tubos de lata en que los guardaban, borrosos los sellos color de cobre, sellos no matados, muertos de viejos. Esa auténtica antigüedad de los papeles que hablaban de derechos sagrados en las manos vigorosas de los cabezas de pueblos, mientras los jóvenes se podaban las ganas de empezar a echar «riata» con sus escopetas y machetes.
Las escoltas entraban y salían de los ranchos, sin orden ni permiso, en busca de Chipó, aunque más llegaban a pedir de comer, cansados de monte y agua, monte y agua, agua carredeando en el río o llovida de las nubes que se juntaban a hacer sombra sobre el cielo de fuego.
Al preguntar en las aldeas y rancherías por el fugado, si hombres les contestaban, acentuaban y decían Chipó; si mujeres tragábanse el acento al pronunciar suavemente Chipo. ¿Qué clave, qué mafia, qué enjundia encerraba aquel diferente acentuar hombres y mujeres el nombre del hijo de Chipopo Chipó, nieto de Chipo Chipopó?
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo, Chipo Chipó;
soy hijo de una piragua
que en el Motagua nació!
Pero las escoltas, además de gastar caites para seguir al prófugo -de tanto pensar en su captura a veces les daba la idea de que iba con ellos- sembraban el terror con su presencia, atemorizando a los que tenían tierras con la amenaza de quitárselas por la fuerza, visita a la que seguía la del Papa Verde, «rubio sacerdote del progreso», como llamaba doña Flora al novio de su hija, Maker Thompson, aparecido que asomaba proponiéndoles comprárselas al furioso contado -por los ojos les metía las monedas de oro- y al precio que le pidieran.
Los camperos, flacos pero macizos unos, otros con el paludismo, fiebre de pantano que los iba volviendo verdes, le daban la callada por respuesta. Ni sí ni no. Hueso, pelo y sudor silentes.
Al cabo de un rato, conminados por doña Flora para que resolvieran -amenazas, promesas, injurradera- uno de los más viejos patrocinaba un evasivo:
– Pues se verá, pues…
Y todo flotaba en el aire, casi líquido caliente, metal solidificado de tapadera de olla hirviendo; los improperios de doña Flora, los ladridos dentados de los chuchos, el jocear de los coches, el aletear de los gallos tras las gallinas, menos aquel «pues se verá, pues» que no caía afuera, sino en el interior de sus personas, como un eco remoto, porque ni remotamente estaban pensando deshacerse de sus tierras.
– Pues se verá, pues…
– ¡No se verá, carajo! -respingaba doña Flora.
– ¡Se verá, doña Florona!
– ¿Pero qué es lo que se verá?
– ¡Eso ái veyan ustedes!
– ¿Vendes o no vendes? ¿Venden o no venden? Contesten de una vez. El señor es ocupado y no puede estar aquí perdiendo su tiempo. Se les va a pagar a precio de oro, al contado, chan con chan, no sé qué es lo que esperan.
Callaban. Se les oía parpadear, sudar, tragarse la saliva.
– Lo fregado es que van a salir jodidos si no le venden al hombre este -insistía doña Flora-. Yo sé lo que les digo. Llévense de mi consejo. Si la autoridad interviene se los van a quitar todo. Mandan la escolta, los echan a la mierda y no sacan ni un peso.
Callaban. Huesos, pelo y sudor silentes.
El vaho de la calentura de la tierra ahogaba a los compradores que optaban por seguir adelante. Somnolencia. Moscos. Tábanos. No valía la pena apearse, hacerles la visita, mostrarles las monedas. Desde sus cabalgaduras les rociaban las propuestas a hombres y familias amontonados en la puerta de los ranchos, piojos, mugre, sueño, vestidos de remiendos, camisa y calzón los varones, o sólo taparrabo, naguas color de lluvia las mujeres con las tetas al aire, y los niños sin vestimenta.
Al final del recorrido, más que el cansancio físico, les agobiaba la fatiga moral de la derrota, fatiga y rabia de sentirse impotentes para vencer con dinero la resistencia de los pequeños propietarios a desprenderse de sus tierras. ¿Quiénes eran para no dejarse tentar por el oro, para encoger las manos y no recibir los puños de monedas que brillaban más que el sol a cambio de parcelas expuestas a las crecidas del río, la amenaza del tigre, el azote del chapulín? No eran humanos. Eran raíces. Raíces. Y no quedaba sino arrancarlas, exterminarlas, como parte de los bosques que ya se descuajaban en los terrenos baldíos para empezar las plantaciones.
– Echémonos aquí en el monte -propuso doña Flora, ya descabalgando de la yegua baja, retinta y andadora que montaba-. No sé, pero la terquedad de estos bestias de mis paisanos me cansa. Son unos solemnes brutos. Bien decía mi abuela que el mayor de los males es tratar con animales. Dichosos ustedes que allí sólo gente civilizada tienen. Nosotros, aquí, ¿qué vamos a hacer con esta ralea?
El yanqui se descolgó de su mula prieta y vino a tenderse al lado de ella, en un claro del matorral, bajo una higuera.
– ¡Qué fino es usted, fuma y no convida!… ¡Yo también tengo hocico! -y aproximó los labios juntos, como para dar un beso, al cigarrillo que aquél le puso en la boca ya encendido.
– No tenía otro, por eso no le ofrecí.
– Entonces fúmelo usted…
– No, ya lo tiene usted en la boca…
– Bueno, fumémoslo entre los dos si no tiene asco.
Maker Thompson no contestó. El humo alejaba los mosquitos. Sólo después de un rato se oyó su voz:
– No por muy cansada se queda Mayarí en casa. Yo le quería hablar de eso…
– No por muy cansada ni por no muy cansada… ¡Jerigonza la que se gasta usted, por la gran su mica miona!… Se queda en casa, porque es enemiga de los business de «vendes o te jodés». Estudió para maestra recibida y sólo le faltó el título. El título, porque todo lo demás lo tiene. Inútil, mandona a su manera, triste y alegre como el perejil. ¡Pobre mi hija, le vendría bien irse al puerto a casa de sus padrinos, los compadres Aceituno! Allá la mando siempre que se desespera aquí conmigo. Como los viejos no tienen hijos, la miman. Se desespera porque no hace nada. Y así era yo, pero enviudé muy joven y no tuve más que apechugar, abrir las piernas para montar a caballo como hombre -yo siempre había montado como señorita con las piernas juntas- y cambiar la polvera por la pistola.
Hinchó el pecho para soltar un hondo suspiro. Dentro de la blusa, ya para saltar, temblaron sus senos morenos.
– Está como desencantada -dijo Geo-, me ve como si yo fuera un forajido, una bestia, una máquina…
– ¡Pobre, fue siempre todo lo contrario de mi persona, soñadora a lo baboso, porque se puede ser soñadora como yo, con la tajadota en la mano, y esto no ha dejado de crear cierta enemistad entre nosotras! Por eso quiero que se casen ustedes pronto y se vayan a vivir a las tierras que ella heredó de su padre.
– Lo malo es que parece que ya no se quiere casar conmigo…
– ¿Ella se lo hizo saber o usted de adelantado lo está inventando?
– Ella me lo dijo…
– ¿ Últimamente?
– Sí…
– Viarazas de pollita con calentura, ya le pasarán… Es que usted también…, también… ¡Qué gente para no tener «vení acá» fuera de los galanotes que son!… ¡Ni gracia… ni picardía!… ¡Ya mero le muestro yo cómo es del amor la verdadera seña!… ¡Pobre mi hi… ja… ja… ja… con este hombrón que no sabe el punto de bolita!… ¡Ya mero le digo así se hace!… -Y se apropió de la mano del gigante rubio, oloroso a agua de Colonia seca, inexistente junto al fuerte almizcle de su transpiración de hembra, pero lo soltó casi en el acto, riéndose a carcajadas de espaldas sobre el césped.
Las bestias que ramoneaban bajo unos chilamates, alzaron la cabeza y apuntaron con las orejas hacia un claro de monte y cafetal, por donde apareció una patrulla. Llevaba por delante a un hombre amarrado de los brazos. Doña Flora se levantó y antes de ver bien a quién traían pie con jeta, se dijo: «¡Pescaron al Chipó!»
Pero a ese, ¿quién le puede?, como dijo el sargento que mandaba la escolta. Un prieto con ojos casi verticales.
– Y a este fulano, ¿por qué se lo llevan? -interrogó ella, mientras Geo acercaba las cabalgaduras.
– Porque se insolentó…, dijo cosas…
– ¿Qué dijo?
– Pa repetirlo no es; se hace uno de delito -excusóse el sargento.
– ¿Qué dijiste? -se aproximó doña Flora al hombre amarrado de los brazos hacia atrás, bien juntos en la espalda los codos, el sombrero de petate hasta las orejas para que no se lo llevara el viento, tiñoso de una mano, color colorado amarillo, y la otra mano sin tiña, todo él color negro de gallo.
– ¿Que qué dije?
El norteamericano le alcanzó un cigarrillo medio deshecho que le quedaba en el bolsillo. Doña Flora se lo puso al preso en la boca. Luego se lo encendió.
– Dios se lo pague, doña… -le agradeció y chupeteó con hambre, como murciélago atado de las alas con hambre de humo. Luego añadió-: Dije lo que el hombre Chipó anda mostrándonos por los campos: los fulanos que diz nos traen el bienestar del progreso, lo que auspician es otra cosa: dejar aquí la yuca sembrada y que la flor se dé en otra parte, allá donde ellos, porque es allá donde se va a cosechar por millones el pisto-dólar. Eso es lo que dije, que nos quieren sembrar la yuca.
– ¿Y no sabes que ese hombre Chipó los anda engañando? ¡Falto de noticias andabas, «m'ijo»!
– Bien puede ser, doña… Y también dice que en lugar de sacarnos los terrenitos, nos debían mercar la fruta. Ese sí sería progreso para nosotros.
– ¡Melindroso, ya te voy a echar riata! -intervino el sargento, sudando, cenizo de tostado, los ojos oblicuos-. Te traemos porque afirmaste que el comandante estaba vendido con el Papa Verde. Por eso lo llevamos y que agradezca que va entero.
– ¡Esa sí es una majadería tuya, muchacho! ¿Cómo podes considerar que se pueda vender una autoridad militar?
– Pues no sé cómo, doña; pero Chipó oyó de sus oídos, cuando hicieron el trato, «tanto más cuanto para el comandante», en el negocio de las tierras.
– A mí me parece, sargento -dijo Maker Thompson-, que al que hay que capturar vivo o muerto es a Chipó, y soltar a este hombre que no tiene más culpa que repetir lo que el otro les predica.
– Usted manda. El comandante dijo que a falta de jefe de los nuestros, le obedeciéramos a usted; y por eso un poco estamos bajo sus órdenes.
– Sí, suéltenlo; no se gana nada con asustar a la gente -dijo doña Flora, acercándose a desatarle los brazos-, y que se vaya…
El hombre agradeció y salió corriendo por entre los cafetales, donde nubes de mariposas blancas simulaban copos de algodón esparcidos sobre el duro metal de las hojas de los cafetos.
– Capturar a Chipó, fácil se dice -el sargento se quedó con la espina-; pero cómo poder sin una buena lancha para seguir por el río; eso nos hace falta…, con cayuquitos rascuaches, puros pipantes, cuándo se le da alcance, más que es mágico… Los muchachos lo han visto y le han hecho fuego, pero es como disparar al aire…
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo, Chipo Chipó;
soy hijo de una piragua
que en el Motagua nació!
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo y sólo yo…,
porque iba en mi piragua
cuando el agua los cantó!
Maker Thompson sintió el llamado de los mares encerrados en sus venas azules y dijo:
– Por mí queda, sargento, cogerlo vivo en el agua. Lo que necesito es gente de temple para el remo. ¿Dónde se puede construir por aquí una embarcación rápida? Voy a dibujar una de esas lanchas que parece que tienen filo para cortar el agua…
– Vamos todos a casa -propuso doña Flora-; nosotros iremos a caballo por el camino real, y usted, sargento, para que le salga más cerca, acorte aquí por este lado hasta donde hace tope un bosque de bambú, allí dobla a la derecha; a la derecha, porque a la izquierda hay mucho pantano y zarzal.
Geo se acercó para ayudarla a montar, pero ella, escabullándose el cuerpo, no sin antes dejar que sus dedos palparan lo que se iba de las manos, exclamó:
– ¡No se acomida, «m'ijo»…, que de los acomidos se vale el diablo!
El joven yanqui montó y fue tras ella. Bosques de palmeras, arenales de las crecientes del río, vegas azuladas en el verde de los pastos, zacatales, plantaciones de guineos dorados, cañaverales con las borlas de plata rosada mecidas por el viento caliente.
No podía ser. Al oír que él espoleaba, ella hizo lo mismo. Tuvo la evidencia nacida de su deseo, de la atmósfera tórrida y del convencimiento de que aquel hombre no era para su hija, dinámico, metalizado, cruel, de que al espolear se le acercaba para decirle… y no podía ser que lo dijese y que ella lo oyera…
Su menuda yegua de paso picado guardaba la distancia que la otra cabalgadura trataba de acortar tranqueando. ¡Qué deleite sentirse perseguida por un jinete que avanza a trote largo, pronto a tomar el galope! Ella puso la yegua a paso ligero, cuando lo oyó correr. «Que me alcance -se decía-, que me alcance, que me tome de la cintura, que me apee, que me bote, que me vuelque»…
La yegua a la carrera y la mula al galope cruzaron sembrados de fragantes limas, naranjas, limones, toronjas, mangos, nances, donde el sol quieto, la tierra tostada, quemante y el zumbar de los insectos, apenas se turbó con el ímpetu de su paso, y allí le dio alcance. Se medio detuvo la yegua asustada por una sombra, y la alcanzó, pero antes que él tuviera tiempo de hablar, ella le preguntó:
– ¿Cuándo le dijo Mayarí que no se casaba con usted?
– Hace como tres días…
– Martes entonces…
– Sí, el último día que nos acompañó y que estuvimos en casa de esos mulatos que tenían muchos, muchos hijos. ¿Recuerda? Los que al fin convinieron en vendernos sus tierras por necesidad de dinero para comprar medicinas. Pero yo le quería hablar de otra cosa. Lo he pensado bien. No nos queda otro camino…
Doña Flora sintió que se le aguaba la cabalgadura bajo sus piernas y tuvo la sensación de perder la cabeza. Volaban alrededor de ella para su bien o para su mal, los ángeles del amor. El corazón la azotaba. Aparatos de telegramas llamando eran sus sienes. Las varias mujeres que en ella había dispersas -madre, socia, suegra- debían fundirse en la mujer que aquel hombre esperaba encontrar en su persona: la compañera para todo, ambiciosa, comprensiva, amante y con experiencia de la vida… No nos queda otro camino… Lo he pensado bien… Se repetía las palabras de Geo, el ser menos apropiado para su hija, muchacha poco despierta, más bien boba, que siempre estaba triste, ausente, soñando… ¡Ah, cómo pedirle que no hablara, que esperara, que lo dejara estar! Pero ya su voz salía de sus cuerdas varoniles vibrando y sonaba en sus labios sin alterar su fisonomía… Era raro… Era raro… ¿De qué le estaba hablando?…
– La embarcación -decía Geo- debe tener las medidas claves para esta clase de botes de persecución. Botes muy rápidos si se consiguen buenos remeros. Mañana mismo empezaremos a construirla, y se posterga mi boda con Mayarí, hasta que yo haya capturado a Chipó.
Las bestias ya iban al paso, apaciguadas, relumbrosas de sudor y sol, mosqueando las colas.
– Capturado o muerto Chipó, veremos si su señorita hija quiere o no quiere casarse. Por ahora dice que conmigo ni pensarlo…
– Alguna razón debe dar… -dijo doña Flora con la voz apagada. Los ejércitos de poros que se movilizaron en su cuerpo como hormigas, hacia la dicha, se desbandaban, fuera de acción.
– ¡Oh, sí, da muchas razones!
– ¡No puede tener tantas; es usted un hombre joven, honrado, de mucho porvenir!
– ¡Muchas razones!… -y se inclinó sobre la marcha a componerse el estribo. De su espaciosa frente cayó el sudor como de una regadera.
– ¿Cuáles? ¡Mengambrea se volvió esto si todos se ponen enigmáticos! ¡Ella que no habla y usted que no cuenta!
– ¡No sé, voy a hacer la barca y veremos!
– ¡Primero me cuenta lo que dice esa estúpida!
– Se lo diré después…
– ¡Ahora! -la voz de doña Flora no dejaba escape-. ¡Ahora mismo me cuenta usted lo que dice!
– Tener necesidad del progreso y abominar de él porque nos lo traen ustedes que no son nadie, es nuestro triste destino; y por eso me subleva que te quieras casar conmigo; que yo vaya a partir el pan en mi mesa con un hombre que se lo ha quitado de la boca a los míos; el lecho con el hombre que ha dejado a mi gente sin sus tierras, sin sus techos, errando en los caminos…
– ¡Pero está loca -gritó doña Flora-, está loca!
– ¿Por qué no te embarcas de nuevo y vas a pescar perlas? Yo sería entonces tu mujer y esperaría tu regreso ilusionada. Las manos llenas de perlas y no sucias de sudor humano. Ahora, cada vez que vuelves me da miedo verte entrar. ¿Qué ha hecho? ¿A quién ha despojado? Y tu caricia me quema y tu beso me ultraja, porque sé que en tus dedos va la onza de oro que todo lo corrompe, lo ensucia, lo vuelve ruin, o la fusta que golpea al rebelde, cuando no la cacha de la pistola; y en tus labios el desprecio, en forma de adjetivo bajo para los que se te entregan y destruyes, y en forma de insulto impotente para los que te escupen…
– ¡Está loca! ¡Está loca!…
La casa se dibujaba en una pequeña prominencia, sobre tierras sembradas de bananales, café, maíz, caña, corrales con ganado lechero y campos de repasto que bajaban hasta las márgenes del río Motagua, que por ese lado se encallejonaba y fluía hacia el mar como un relámpago de oro azul entre retumbos que semejaban truenos, nubes de espuma golpeando las rocas de minerales espejeantes y acolchada vegetación borracha de perfumes.
Pájaros amarillos, rojos, azules, verdes, y otros sin color pero con la clamorosa alegría en sus gargantas de cristal el cenzontle, de madera dormida el guardabarranca, de aguamiel el pito de agua, de meteorito sonando la calandria____________________
Menos mal que iban llegando y doña Flora podría pedirle de inmediato cuentas a esa estúpida. Una no sabe nunca con los hijos. ¡Qué hijos, cosijos! ¡Cosijos son todos, y peor las hijas!
Al acercarse a la casa vieron que la escolta ya estaba, ya había llegado, por el sargento que aproximóse a saludarlos. Los soldados dormían bajo una enramada. Soltaron los caballos y subieron al corredor. A doña Flora le tardaba el tiempo de gritarle un par de verdades a su hija. Helechos en macetas, orquídeas, hojas de colores, sillones, cornamentas de venados, mesas, sillas de descanso, capoteras, jaulas…
Doña Flora apresuró el paso -el corredor era largo- para ganar las habitaciones interiores, ya reclamando a voces la presencia de su hija.
– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!…
Nadie respondió.
– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… -la fue llamando a voces por su cuarto, por el comedor, por el costurero, por el cuarto de los santos…-, ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… ¿Adonde habrá ido esta loca? -se preguntaba en voz baja-…a la cocina…, a los corrales… -y siguió llamándola-: ¡Mayarí!…
– No, por aquí no vino… -decía la cocinera, una enana con las trenzas pegadas a la cabeza como estiércol de vaca.
Pasaron las horas. De los corrales volvió doña Flota a ver si faltaba algo en los armarios. No faltaba nada. Su ropa. Sus vestidos. Todo completo.
Corraleros, mozos y soldados se repartieron por los alrededores de la casa en su busca, y se mandó a un propio a que fuera en el mejor caballo hasta la estación de Bananera a preguntar por ella, y caso de no tener noticias, pedir las horas en que esa noche pasarían trenes de carga. Esperar hasta mañana el de pasajeros era muy tarde. Después se mandó a otro propio con un telegrama en clave para el comandante, en el que Maker Thompson le decía a pedido de doña Flora, que buscara a su hija en casa de los compadres Aceituno y que si no estaba allí diera aviso a la capital, a todas partes, pues se había fugado.
Eso si no le pasó algo, si no le hicieron algo estos malditos… Por quererles comprar las tierras lo que se saca una: enemistades, inquina… Ese es mi mayor miedo, una venganza… No, pero con los compadres Aceituno debe estar… Mi esperanza es que se haya ido para allá con ellos… El sargento, por de pronto, que se vaya con la escolta y le avise al capitán del destacamento…
– Yo no me alarmo, porque sé que se fue huyendo de nosotros.
– ¿Por qué pluraliza? Huyendo de usted… ¡Pobre mi patoja!…
– Sí, de mí… Aunque una vez dijo: «ya no puedo ver a mi mamá, porque se parece a la Malinche.»
– ¡Ah, eso decía!… Pues no sé si soy peor o mejor, pues no sé ni quién fue la Malinche… Alguna gran perdida, porque en la historia no hay más que las más perdidotas…
– La Malinche ayudó a Cortés contra los indios en la conquista de México, y como usted me está ayudando a mí…
– Si es así, pasa. El progreso lo exige, y usted, sin ser ese Cortés, está comprometido a traernos la civilización.
– ¿Yo?
– Sí, señor, usted…
– Yo no estoy comprometido a nada. Esas eran cosas de Jinger Kind, el manco. Susto se llevó de ver al comandante pegarle a Chipó. Si en vez de pegarle lo mata, nos hubiéramos ahorrado muchas molestias.
– Bueno, a mí mucho no me importa que traigan o no la civilización. Lo que me interesa por el momento es que en el próximo vapor que pase para el Norte carguen mis bananas.
– Eso, señora, debe darlo por hecho…
– A sesenta y dos centavos cincuenta, cada recimo…
– De ocho manos, sí…
– Ni en la pena pierden ustedes, siempre andan a la pepena. Véngase conmigo, traiga la lámpara, quiero ver una cosa… Ya me parecía… Estas jaulas están vacías… Alúmbreme de este otro lado. Todas están vacías…
– ¿Qué deduce?
– Que Mayarí se marchó definitivamente, y se fue casi detrás de nosotros, muy temprano. Los pájaros apenas habían comido lo que se les puso en las jaulas esta mañana.
El croar de los sapos, el balido de las vacadas, las ramas de los árboles en el viento, barrían como escobas locas, para que todo luciera limpio, limpio al salir la luna. Las criadas trajeron algo de comer, pero quién iba a poder probar bocado. Estaban a la espera de uno de los correos que fue a Bananera, las cabalgaduras ensilladas, listos para marcharse a tomar el primer tren que pasara esa noche en dirección al puerto, y casi preparada la maleta de ropa que doña Flora no acababa de llenar nunca.
De repente despegó las manos de las prendas que apañuscaba en la valija, como de una masa de harina, y dijo:
– Tengo mis dudas…
No esperó a que el norteamericano alzara la lámpara. Ella la levantó y fue que se hacía pedazos hasta la pequeña habitación en que se guardaron las cajas con los vestidos de la boda, pedidos a Nueva York. Alzó la luz lo más alto que pudo. Geo se la quitó para alumbrarle desde más arriba. Una sombra de angustia subió por las mejillas de doña Flora, hasta nublarle los ojos y enfriarle el pelo empapado en sudor caliente. Quiso arrebatar la lámpara de manos de Maker Thompson, pero no pudo; le temblaba la mano, como si le fuera a dar un ataque. Mayarí se había vestido de novia -era el único traje que faltaba-, se había vestido de blanco, se había vestido de novia… ¿Para qué?… ¿Para qué?… ¿Para qué?…
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo, Chipó Chipó;
soy hijo de una piragua
que en el Motagua nació!
¡Yo sé los versos del agua,
sólo yo y sólo yo…,
porque iba en mi piragua
cuando el agua los cantó!
El corredor estaba inundado por la luna. Más parecía un brazo de salina. Todo, patios, huertos, parecía una salina. Una sábana blanca sobre collados, cañadas y valles en los que, como cirios apagados, se alzaban los órganos, cácteas altísimas y solitarias, ya de por sí algodonosas de mechones nevados. No eran luciérnagas, sino llamas de antorchas las que brillaban en la noche blanca. ¿Adonde se dirigen? ¿Qué hacen? ¿Qué buscan? Leche derramada semeja el río que avanza cada vez más ancho, entre playas de arena que lo palpan para ver si es el mismo que baja torrentoso de las montañas y en la costa se duerme bajo el plenilunio, diluvio de plata que lo ciega.
– ¿Para qué?… -repetía doña Flora con voz de autómata-. ¿Para qué?
– No sabemos si se ha vestido o sólo se llevó el traje…
– ¡Se ha vestido, Geo! ¡Se ha vestido de novia, yo estoy segura! ¿Por qué no me da un vaso de agua?
Geo fue a la cocina en busca de la servidumbre, pero ya no había nadie. El fuego en la ceniza fantasmal. Hasta los perros ambulaban fuera aullando. Se detuvo a oír. Se oía que andaban pueblos enteros. El pegarse de la planta del pie desnudo en la tierra caliente. Pegarse y despegarse. Ruido de hojas que tras tostarse al sol se han humedecido con la noche. Asomó un soldado con los labios azules de comer coras. También buscaba de beber. Todos tenían sed. Sed bajo la luna. Sed de arena junto al río. Sed de cenizas.
– Soldado, ¿qué significado tiene esta noche? ¿Por qué se mueven todos con luces de antorchas en las manos? ¿Por qué han encendido tantas luminarias?
El soldado movió los labios azules, pero no se oyó que contestara. Geo tuvo la impresión de que no era un ser humano, sino una de las figuras esculpidas de Quirigua. Llenó el vaso de agua y volvióse temeroso, sin dar la espalda. Doña Flora, tumbada en una hamaca, los ojos pegados al techo, le dijo al oírle venir:
– ¡Apúrese, que me ahogo!
Peinada la cabellera en dos bandas, la cara más bien larga, la boca afligida hacia las comisuras, la nariz en gancho, pegadas las orejas, bajos los hombros, también ella parecía una divinidad de piedra. Imaginativamente la aproximó Maker Thompson a la danta sagrada mientras a tragos iba tomando el agua.
– ¿A qué horas volverá el que fue a la estación? -indagó al devolver el vaso.
– A mí me parece que no debemos esperar aquí. Hay que estar allá, sea porque pase un tren de carga o porque nos toque tomar el tren de pasajeros mañana. Aquí no estamos haciendo nada. Todos andan en el monte. Los criados, los soldados, ya se le dijo al sargento que se fuera, la gente campesina. Parecen enloquecidos. Se acercan al río, hablan con el agua, se mojan los pies y regresan.
Doña Flora se conformó con suspirar.
– Bueno, vamos, es mejor estar en la estación. ¿Se fue el sargento? Yo quería darle unos pesos, y unas dos botellas de aguardiente para el capitán del resguardo.
– Se fue hace rato…
– Hay que llevar dinero, armas. Vea que mis armatic queden con llave. Esas puertas hay que atrancarlas por dentro; salimos por la puerta de la sala y allí echamos
– ¿Y si Mayarí vuelve?… No se puede… Lo va a encontrar todo cerrado…
– ¡Primero vuelven los pájaros a sus jaulas!
– ¡También hay que cerrarlas!
– Vea, no sea pesado…
Geo se encaminó a ponerle tranca a las puertas. Un grito de doña Flora lo hizo detenerse. Fijos los ojos, paralizado el aliento, mordiéndose los labios, acababa de constatar la posibilidad de que Mayarí, vestida de novia, se hubiera arrojado al río para suicidarse. ¿No se suicidó el padre? ¿No se suicidó un abuelo de su padre en Barcelona? Para Maker Thompson era evidente, después de lo del islote, aquella vez que estuvieron a un paso de ahogarse, pero no dijo nada, calló junto a la madre que en la desesperación se tragaba los ojos convertidos en llanto, la lengua abarquillada en la boca entreabierta llena de saliva sollozante.
– Me parece más probable que se haya ido al puerto en el tren de pasajeros. Si, como usted dice, salió muy temprano, casi detrás de nosotros, tuvo tiempo de tomarlo en Bananera. Por eso lo que urge es llegar a la estación y preguntar. Aquí está uno a ciegas.
Lo urgente, lo imperioso era ganar tiempo, cerrar las puertas, moverse, salir. Tomaron las cabalgaduras. Las sombras de los caballos que Maker Thompson ensilló se dibujaban en el piso refulgente, como figuras recortadas en papel negro.
– ¡Geo, esto es terrible, siento que voy nadando contra toda esperanza!
– Por el contrario, señora, allá nos van a informar. Durante el día pasan trenes de carga, o tomó simplemente el de pasajeros.
Se internaron por un medio desierto cegados por los miles de chispas espejeantes que brillaban en la arena, silenciosos, enharinadas las caras de plenilunio, la de él casi de hueso, por la blancura de su piel, y la morena de ella como de barro encalado. La vegetación de chaparrales y bosques sin estatura respiraba aplastada contra el suelo, con respiración de iguana. Grillos. Cientos, miles de grillos. Los órganos solemnes, visibles a la distancia. Música de espinas, música de arena, música ígnea hecha silencio.
Más adelante, donde el agua del río empezaba a retumbar en los pedregales, nada quedaba del mutismo inmenso de la naturaleza bajo el disco de la luna gigante ni del pequeño rezo de los grillos; todo resonaba al compás del estruendo del Motagua, bravo como toro encajonado.
La escolta, del lado de los caseríos, bajando por donde dicen que hay un pueblo enterrado, sorprendió a un hombre con la cara tiznada, las orejas cubiertas con caracoles y en la cabeza, a modo de sombrero, una concha de tortuga, sobre la cual, valiéndose de una piedra, daba golpes al andar.
El sargento le preguntó qué hacía, y aquél le respondió:
– Hago…
– Pero ¿se puede saber qué es lo que haces?…
– El mundo…
– ¿Casual no has visto a una muchacha llamádase Mayarí Palma?…
No contestó, conformándose con sonar la tortuga en su cabeza, golpes que no dejaban de conmoverlo.
– Llévenlo, muchachos… -ordenó el sargento a los soldados; y dos le tomaron de los brazos, mientras otro le dio un empellón tan fuerte que lo hizo trastabillar con los soldados y todo.
Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Mueve las manos como si cazara mariposas. Todo se lo lleva el agua. Ya está dormida. Vestida de novia para desposarse con el río. ¿Quién se casa con ella, el agua que pasa? ¿El agua-pájaro-verde? ¿El agua-pájaro-azul? ¿El agua-pájaro-negro? ¿Su esposo será el quetzal? ¿Su esposo será el azulejo? ¿Su esposo será el cuervo? ¡Qué débiles sus brazos! ¡Qué débiles sus piernas! ¡Qué silencio hondo en su sexo virginal!
Sola ella, Mayarí Palma, tendría que llegar a la columna pétrea de las cronologías, cerrar los ojos ante el cometa cabeza de girasol y entregarse a los vahos del humo celeste, corazón y sustento del monte verde, no de otra manera podría celebrarse la nupcia de su ser y el Motagua.
Sola ella, Mayarí Palma, tendría que subir a conversar con los jaguares de los cerros, donde las hormigas del azufre van carcomiendo la roca, y entregarse a las garras sangrientas del árbol de cacao, no de otra manera podría celebrarse la nupcia de su ser y el Motagua.
¿Por qué se fijaba en el pobre rancho lleno de moscas? ¿Por qué se fijaba en el pobre rancho lleno de tierra? ¿Si todo era pasajero, si no estaba más que escondida, mientras llegaba esa noche la más bella lunación del año?
Se pasó a una cocina de paredes de caña, para ver desde la penumbra el resplandor del campo sin cabeza, cortado a ras de los hombros, decapitado por el sol y la luna. El campo de la costa es un campo sin cabeza. Las cabezas van surgiendo a medida que se sube a las mesetas. Es un campo degollado, de cuyo cuello sangrante surge la vida a borbotones, se riega, se multiplica, se expande, no cesa de florecer, florece en vicio, en cosechas sucesivas de maíz, de fríjol, de calabazas y cañas dulces.
Los cerdos cebados, echados en el lodo, se freían en el calor casi sin movimiento, bajo los moscones, entre las gallinas cansadas, medio dormidas de piojillo, y patos viejos con telarañas blancas en los ojos y los picos rojizos.
Lo único vivo en aquel patio de seres apagados bajo el calor, era la guacamaya refulgente, azuzadora, con ojos de jade de naranja líquida, el pico en forma de uña de caña con la punta negra, y todo lo que la rodeaba respondiendo a los grandes elementos de su plumaje; verde el monte, azul el cielo, amarillo el sol, y más tarde el violeta del crepúsculo combinado con los lilas y celestes.
Una silla de tiras de cuero la recogía de su cansancio. Imposible seguir en pie. Sobre un cuero de becerra depositó su vestido de novia. Lo usaría esa noche para desposarse con el río. Manos de costureras rubias dejaron en aquella prenda de encajería horas y horas de fatiga. Por un momento le palpitó en los labios el nombre de la ciudad en que las costureras trabajaban para otras mujeres hasta quedar ciegas: Nueva York, Nueva York… ¡Qué feliz poder vestir aquellos rasos, aquellas sedas, aquellas gasas, para entregarse, como si se bañara bajo la luna, al violento amor de un río! Vestir así para casarse con Geo Maker Thompson habría sido como salir de nube a que le pasara una locomotora encima. Mejor el río, más blando, más dulce, más profundo, cuando ya fluía como amante manso, sin más que sus barbas y sus ojos. Sí, primero la tomaría entre sus brazos de titán y con ella se golpearía contra las rocas, más adelante la perdería y recobraría en sus remolinos haciéndola girar enloquecido. Más adelante la olvidaría abandonada a una cabellera de aguas cenagosas, para recordarle de pronto tocándola, golpeándola con la corriente tributaria de un arroyo cristalino. Más adelante volvería a ultrajarla poseyéndola con denuedo. Una vertiginosa sucesión de imágenes fragmentarias. Los juncos le tejerán cárceles transitorias, jaulas en las que se besará con los peces más raros, peces-pájaros que cantan burbujas, peces-danzarines que bailan y dejan estelas.
La turbó el andar de un anciano que se acercaba seguido de un perro que cada dos pasos daba un salto.
Trajo un panal -más parecía un pulmón de oro, el pulmón de un dios antiguo- y lo puso en el suelo, sobre la lengua de una hoja de bananal verde brillante. La miró sin hablarle. Silencio añoso de viejo. Pasóse la mano, rígidos los dedos, por la cara para botarse el sudor. Después, mucho después, vino una anciana, sostenida por un bastón rojo, una pierna al aire mostrando el nacimiento del muslo y la otra cubierta por la nagua hasta el empeine del pie ganchudo. La seguía un perro negro. Sobre el suelo depositó abanicos de palmeras y encima, encima una jarra con agua de maíz sin cal. ¿Dónde está sin estar mi niña blanca? Así decía golpeando en el piso el bastón rojo. ¡Yo quisiera esperar a que fuera espuma! ¡Yo quisiera esperar a que fuera arena! ¡Yo quisiera esperar a que fuera orquídea!
La vieja se volvió al revés de lo que era, se metió en el caracol de sus arrugas y, como al darle vuelta a una funda, por el otro lado quedó convertida en una moza joven.
– Te voy a peinar -le dijo- con un peine hecho de jade de los manantiales y cuando ya estés peinada te pondrás tu vestido. Yo te ayudaré a vestirte de novia. No vale la pena llevar más ropa. Tu novio te querrá desnuda. ¡Cuánto broche! Sus manos tardarán siglos en llegar a tu cuerpo naranja. Una banda turquesa ataré a tu cintura, para que cuando flotes en el mar te reconozcan los marineros. Tus senos son como dos limas pequeñas. ¡Qué lindo llevar así los senos bajo el vestido blanco! El árbol que da azahares, dio caracoles para esta boda. Florecillas iguales a los azahares, pero de conchanácar.
Y empezó la claridad que alumbra el Peten. Toda la tarde y parte de la mañana estuvo escondida en aquella choza. La claridad lunar fuera del aire no penetra la atmósfera de la costa hasta ocultarse el sol por completo. La claridad que alumbra el Peten estuvo escondida con ella en aquella choza hasta el momento en que, muerto el padrastro que la deseaba sin alcanzarla, empezaron las piedras a mostrar fauces de jaguares, los tordos ojos de azafrán, los monos-moscas su pelambre de oro y los espineros las uñas.
No fue robada por los brujos. Su cara empapada en agua de sal cuando lloraba a mares por las noches sobre la nube de la almohada, sudando bajo el tenue peso de una sábana -sudaba de angustia-, asomó a los días vacíos que le esperaban casada con la ambición de un capitán de empresa. Eso era Geo, un ambicioso capitán de empresa, sin otro horizonte que el de la cantidad, cantidades siempre fabulosas, lo que le daba superioridad de amo en un medio en que la gente no hablaba de negocios de millones y apenas si tenía sus capitalitos en papel que pasaba por dinero; superioridad de la que carecía, pues en sus maneras era vulgar, hablaba a gritos, manoteaba, andaba con tamaños pasotes y siempre estaba hablando de «darlas». Estar unida a un hombre que desconocía la emoción, el ensueño, que se burlaba de ella cuando le decía que se le espeluznaba el cuerpo al contemplar una imagen de la Virgen o un paisaje, la horrorizaba, mas lo habría sobrellevado, lo sobrellevaba ya como su novio que vivía en su casa; pero lo que le atravesó un hueso en la garganta, que al solo verlo, oírlo o sentir que llegaba, no le pasaba ni para atrás ni para adelante, era su desprecio para la gente del país. Esto la hería, la sublevaba.
A la familia de mulatos con muchos hijos fue a los primeros que Mayarí se animó a decirles algo. Pero después de hablar a otros campesinos su exposición fue más concreta. El esfuerzo de tratar el asunto con palabras elementales clarificó su pensamiento. Al principio la miraban con desconfianza. «Otra que bien baila», dijo un viejo güegüecho color de palo jobo que no quiso escucharla. Y una anciana de ojos de rata murmuró: «Dios haga que la muerda un chucho con rabia.» Pero contra estos pocos, hubo los más, los que oyeron. ¿Por qué no iban a seguir su consejo, si no venía a despojarlos de sus terrenos, como los otros, sino a reforzarlos en su creencia de que no debían vender por ningún precio? Vender por ningún precio. Estas cuatro palabras sintetizaron la conducta a seguir. Vender por ningún precio. Es mejor que los saquen por la fuerza, que los despojen sin darles un centavo. Tierras arrebatadas por la violencia pueden recobrarse algún día. Vendidas, no. Hay que hablar a todos los vecinos, reunir a las municipalidades, cercar apresuradamente donde los terrenos no tengan cerco, guardar bien los títulos…
Pero lo que más la conmovió en esta actividad, nacida y alimentada de su odio a Geo Maker Thompson, fue la mañana, casi a mediodía, en que se entrevistó con Chipo Chipó. La bajaron con ayuda de unas cuerdas en un como trapecio a una de las cuevas del río Motagua. Primero descendieron a una playa y de allí, siguiéndole los pasos a un hombre desnudo, el taparrabo y nada más, subieron por un sendero pedregoso hasta la caverna en que al fondo, agazapado, estaba Chipó.
Mayarí le conocía del puerto cuando no era cabeza de gente y excursionaba a los islotes y él la reconoció en el acto. Se paró, quitóse el sombrero y vino a pedirle la mano, en la que sus labios carnosos estamparon el aliento en un soplo que recogió con la nariz, al tomarle el olor. Fuera se oía el retumbar del río que acababa por ensordecerlo todo. Por eso era gente de mucha mímica al hablar la gente de los playados. Se ayudaban con los gestos, como sordomudos.
– El hombre es poderoso como los dioses por la voz -le dijo Chipó-, y mientras la voz nos acompañe, seremos poderosos. ¡Te saludo!
Mayarí cobijó sus ojos de ébano en las pestañas espesas al tiempo de sonreír. Qué mejor respuesta al saludo de aquel hombre que no salió de la penumbra, borroso, del que sólo lucían los dientes nevados y el blanco de sus córneas de máscara, en algunos momentos.
– Ensangrentados quedarán los caminos -agregó- donde hubo ahorcamientos. La pequeña justicia del hombre mestizo nos entregará al blanco, calabozo y látigo nos esperan, pero nuestros pechos quedarán bajo la tierra en quietud, hasta que llegue el día de la venganza que verán los ojos de los enterrados, más numerosos que las estrellas, y se beba la jícara con sangre. El temor es el hueso de la garganta que se vuelve saliva. Yo no lo siento. Tengo la boca seca y hablo en paz. Tú eres la yerbabuena y llorarás por nosotros cuando venga la pelea.
– ¡Cómo poder evitarla!… Las municipalidades ya se han reunido, y los vecinos se dan la voz de alerta todos los días. Si yo puedo hacer algo…
– ¡Nada, dar olor como la yerbabuena!
– Chipo…
– Y si te casas con el Papa Verde, yunque con brazos de mono, ni eso podrás, ni dar olor de yerbabuena.
– No me casaré con él…
– ¿Y el traje de novia?
– Lo vestiré para casarme con otro…
– Con el río Motagua no hay quien se case…
– ¡Yo me casaré!
– Esperarás la gran luna, la luna del maíz…
– Esperaré la gran luna…
– Te llevaré en mi barca…
– ¿Qué seña me das, Chipo Chipó?
– Un sartalito de perlas, de nueve perlas, las nueve perlas de Chipo-po-po-po-po-po-po-pol.
Al cuartel instalado planicie adentro en una casa vieja asomó el sargento y la patrulla que operaba por las propiedades de doña Flora viuda de Palma, con el hombre que les pareció sospechoso por llevar la cara tiznada, caracoles en las orejas, y una tortuga en la cabeza en lugar de sombrero.
– Que se lave la cara y se quite esas babosadas, para que yo lo pueda interrogar -dijo el capitán palúdico hasta los zapatos que le quedaban flojos, pues con el paludismo se achiquitan y enflaquecen hasta los pies. Era el jefe del destacamento.
Y al volver el preso con la cara limpia, los caracoles y la tortuga en la mano, el capitán preguntó:
– ¿Qué parte trae, sargento?
– Andar vestido de jicaque…
– No la joda… -dijo por lo bajo el capitán-. ¿Qué hizo? ¿Por qué lo trae?
– Como desapareció tantito hoy la hija de doña Flora, una llamádase Mayarí Palma… Me se olvidaba, es que le mandó a decir que si no tenía usté noticias de ella, que la buscáramos.
– No veo qué relación puede haber entre la desaparición de esa niña y este hombre… Y a vos, ¿qué te dio por tiznarte la cara y ponerte los caracoles en las orejas y la tortuga en la cabeza? No se les quitan mañas a ustedes.
– Por la luna, siñor… La luna va a salir grande hoy en la noche, y la tortuga y los caracoles alumbrados por la luz de esta luna dan virilidad, poder fecundo.
– Bueno, si cuando hay luna llena todos los impotentes se tiznaran la cara y se clavaran esas babosadas en las orejas y en la cabeza, ya usted, sargento, tendría para divertirse.
Otra escolta, al mando de un cabo, avanzó con otro sujeto disfrazado en la misma forma.
El capitán, como en el caso anterior -ya había un precedente-, ordenó que se lavara el tizne de la cara, se quitara los caracoles de las orejas y se apeara la tortuga que traía amarrada a la cabeza.
El parte del cabo era más completo. Se le capturó mientras vestido en esa forma hacía sahumerios con incienso y pom, hablando de las nupcias de una virgen con el río Motagua, hoy en la noche, al estar la luna en lo más alto del cielo.
El capitán enarcó las cejas para descubrirse los ojos vidriosos que se le dormían bajo los párpados medio cerrados, el frío feróstico de la fiebre que ya le iba a entrar.
– ¿Dónde lo capturaron y cómo supieron que decía esas cosas?
– En un caserío que hay al borde del río. Buscando algo de comer nos metimos por entre unos chilares hasta allegarnos al rancho. Acercamos el ojo pa ver adentro, y pelamos la oreja, y lo dicho, jefe. El hombre éste en lo de los sahumerios y las invocaciones. «¡Te la damos para que no haya sangre!», así decía. «¡Nuestros pechos quedarán en quietud bajo las aguas, bajo los soles, bajo las semillas, hasta que llegue el día de la venganza, en que verán los ojos de los enterrados!»
– ¿Y usted, sargento, dice que dasapareció misteriosamente la hija de doña Flora, esa que se está por maridar con el gringo?
– Sí, mi capitán…
– ¿Y la mamá?
– Se fue con el novio para el puerto en la creencia de que la muchacha haiga agarrado para por ái con unos sus padrinos.
– Pues hicieron bien en acarrear con éstos, porque si no aparece la joven esa en el puerto… Póngalos separados, uno en cada una de las piezas que arreglamos para calabozos, con centinela de vista y prohibición de que se hablen entre ellos. Si a la muchacha esa la agarraron los brujos…
El calor sofocante, calor y fiebre, lo amargo de la boca, el invencible sueño de momia viva. Telarañas color de orines de quinina y cada palúdico convertido en un gran anofeles. Si todos los males se curaran con caracoles y tortugas. La impotencia ante la vida en que lo mantiene a uno la costa. Hecho un molote de tendones fláccidos, más hueso que carne, se enroscó el capitán en la hamaca, los ojos de vidrio, los clientes amarillos. El tufo de fríjol sancochado le trastornó el estómago. Se levantó antes de vomitar lo que no tenía y alejóse con las manos sepultadas en los bolsillos. Al final de la planicie iba saliendo la luna, redonda, inmensa, no como un satélite, sino como dueña y señora de la tierra.
– A las cuatro de la mañana pasa un tren de carga… -anunció Geo Maker Thompson a doña Flora, después de hablar con el jefe de trenes-, y de Mayarí me informé que no la vieron llegar a la estación; son amigos y la hubieran visto tomar el tren de pasajeros; otro tren no ha pasado.
– Yo también anduve preguntando y nadie me supo dar razón; ahora lo que hay que asegurarse es que ese tren de carga pare aquí, que no se vaya a pasar de largo, porque entonces sí que nos rompen. ¿Cómo llegamos al puerto? Y por todo es mejor llegar allá lo antes posible.
– Para con seguridad, por eso no hay pena; tiene que enganchar varios carros de fruta.
– Allí tal vez cargaron la mía…
– No sé, pero mejor, así usted se trae su dinero de vuelta, ¿no le parece?…
– Mirándolo bien es un gran negocio. Lo que falta es que empiece a producir la plantación que se hizo en los terrenos de Mayarí. ¡Pobre patoja! Muchacha tonta, indefensa ante la vida… Mejor me da lástima…
– Yo pienso lo contrario. Le voy a contar el caso. Cuando me le declaré, día a día le reclamaba la respuesta…
– Terquedad de enamorado…
– Terquedad de enamorado, como usted dice. Y no me contestaba, y no me contestaba, hasta el día en que usted llegó a buscarla. Ese día me citó al muelle a las cinco y media de la tarde y del muelle me dijo que si la acompañaba de paseo a los islotes. Allá fuimos gozando de la brisa, muy de la mano, yo pidiéndole desde luego que me correspondiera o me dijera que no.
– Yo a mi marido estuve seis meses para aceptarlo.
– Pues bien, al entrar en uno de los islotes, se soltó de mi mano y marchó adelante. Yo la seguía y la seguía, pero poco a poco me fui dando cuenta que el juego era peligrosísimo. Hubo un momento en que pensé volverme, tomar una barca y salir a recogerla al mar.
– ¿Y por qué usted no la llamaba?
– Porque eso era lo que ella quería, que yo la detuviera…
– ¡Qué malo!
– El islote empezó a perder superficie y ella a sumergirse en el líquido cristal del agua, como si tal cosa, sin acortar el paso, con el agua hasta las rodillas… No pude más… La llamé a gritos… -doña Flora le había agarrado las manos-. La llamé a gritos… Eso era lo que esperaba… Se detuvo y al venir a mí y refugiarse en mis brazos, me dio un largo beso.
– Realmente que es una extraña manera… Bueno, lo que ella quiso es probarlo… Me deja usted confusa… ¿Y qué es esto? Yo, agarrándole las manos… estoy tan nerviosa… Y eso confirma mi suposición, lo que le dije en casa: se vistió de novia para tirarse al río…
– ¡Tanto no creo!
Y por no afligirla más -¡qué negociaba!- no le contó que Mayarí decía siempre que estaba arrepentida de no haberse arrojado al mar aquella vez, de haber vuelto cuando él la llamó.
Las palmeras bañadas por la luna semejaban surtidores de agua verde, silenciosa, rutilante.
– ¡Qué noche la que fue a escoger esta amolada!… Con lo que usted me acaba de contar del islote, no sé… no sé a qué voy al puerto… La luna, el agua, el vestido de novia, todo se junta…
El tren pitó a la distancia. La estación de láminas acanaladas pintadas de alquitrán, los rieles largos como sus lágrimas, los brequeros igual que muñecos sobre los vagones, lámparas agitándose para el movimiento del enganche, poco brillantes en la claridad meridiana de la luna majestuosa.
Lo abordaron, acompañados por el jefe de trenes. Doña Flora repetía a cada momento: «¡No sé a qué voy al puerto!… ¡No sé a qué voy al puerto!…»
El contacto de la luna y el agua transparente era música. Se oía. Se oía un canto enmadejado, profundo, sacudido entre las olas, apagándose en las playas, rozando las rocas, desnudando el miedo batracio de las piedras medio sumergidas en la corriente. No es fácil decir lo que le falta al agua para hablar, pero su fábula de cristal y espuma saca lenguas de astilladas puntas diamantinas para decir adiós a los que se quedan en las riberas: los árboles vetustos, las fluviales enredaderas de quiebracajetes, las palmatorias nevadas de cera de los izotales, las huellas verdes que en el aire semejan las tunas; y para decir vamos a lo que en el fluir de sus moléculas rodantes le acompaña, desde la arena movible revuelta con oro, hasta pedazos de montaña.
Mayarí, eterna enamorada del agua, sabía que esta vez realzaría su gran sueño, que esta vez no habría voz humana que la hiciera regresar de su ambicionado viaje a los líquidos profundos. Geo la recobró aquella vez de la inmensidad del mar, al llamarla, y se refugió en sus brazos creyéndolo transparente. Pero Geo era de sólidas paredes, de oscuridades que la encerraron, como en una tumba, oyendo hablar de números.
Esta vez sería la feliz esposa de un río. Probablemente nadie se da cuenta de lo que es ser la esposa de un río, y de un río como el Motagua, que riega con su sangre las dos terceras partes de la sagrada tierra de la Patria, por donde hicieron camino los mayas, sus antepasados, que viajaban en balsas de coral rosado, y más tarde frailes buenos, encomenderos y piratas en grandes o pequeñas barcas movidas a remo a pica por esclavos encadenados, desde los rápidos, hasta donde la corriente, en la desembocadura, pierde impulso y se torna sueño de talco entre cocodrilos y eternidades.
Mayarí sabe que las lágrimas son redondas, esféricas inmensidades líquidas que acaban por ahogar a los que aman sin ser correspondidos. Por eso no le arredra morir en la gran lágrima rodante de su esposo. Mejor morir en el río que ahogada en su propio llanto. Pero ¿cómo llamar muerte a la que se tiende en la horizontal blandura de la mártir que flota a la deriva? ¿Cómo no pensar que sobre su frente, mientras descienda dormida, vestida de blanco, acunada en su velo como en una nube, girarán nueve estrellas, nueve, como las perlas del sartalito de Chipó?
Y sentada en la choza donde estaba escondida vio surgir la luna mayor del año, el espejo redondo en que los enamorados se ven muertos. Nadie la acompañó en su coloquio agónico. Su cuerpo de madera naranja en medio del espejo cóncavo del cielo que absorbía el polvo de la temblorosa claridad lunar, para devolverlo cernido en un más fino y azuloso polen húmedo. Su cabello de madeja negra trenzado con caracolitos de conchanácar, como azahares. Una isla. Una isla de novia. La llevan sus pies en zapatos minúsculos de raso. Anda la luna, anda ella, anda el río. Es una isla vestida de novia rodeada de luna por todas partes. Las chalupas vienen a su encuentro. Una jícara de chocolate. Lo bebe. Oro rojo con espuma en jícara que no está en sus dedos, sino en el sueño de sus dedos.
– ¿A qué distancia está Barbasco?
– ¿Quién pregunta?
– Yo…
– Más vale bajar hacia la desembocadura, la noche está muy linda… (Ella oyó decir: la novia está muy linda, y es que era igual: una novia linda era la noche para el río inmaterial, sonámbulo, translúcido…)
La brisa fresca colocada entre sus clientes le quitaba de la boca el sabor del chocolate de oro, ahora que bajaba sobre el fuego de la corriente impetuosa, apelotonada, apretando los muslos, abrazándose ella misma con sus manos, hasta quedar inmóvil, paralizada, tensa.
Barcas adornadas con jazmines sobre arcos de siemprevivas, llenas de niños y palomas, saludaban su paso por el agua que la luna volvía miel espesa, retorciéndose en tirabuzones para mostrar el esplendor de sus reflejos múltiples, plurales. Mas no, el momento no era llegado, su pie no tocaría el dulce líquido movible, para que la transportara fuera de la barca, como cosa suya. Navegaría en la barca de Chipó hasta donde iban, vestida de blanco, en una semioscuridad azul, entre las anchas alas de polvo de plata de los playados, el susurro pajarero de los afluentes y acantilados doblegados bajo el rocío. «El Chilar». Iban hasta «El Chilar», con Chipo Chipó, a recoger algunas firmas, hablar con la gente y entrevistarse con un Chama, a quien pedirían, rogarían, suplicarían que estas tierras inmejorables en el mundo para el cultivo del guineo, secaran sus lodos vegetales hasta quedar convertidas en miga de pan viejo. Para grandes males grandes remedios.
Respiraba con todos los pulmones toda la vida del río elástico, dorado, casi felino en la montaña de palmas de corozo. Un dulce malestar ahogó su palabra. Iba a preguntar a Chipó si aquel paseo era su boda con el río. En la mano llevaba el sartal de perlas, sobre sus senos que parecían dos mentiras.
– Tienes el color de la rama que da sombra -dijo al barquero de brazos tan delgados que eran un poco la continuación de la pica con que impulsaba la piragua- y tu voz da silencio sonoro… ¡Déjame que dé el paso de la pequeña gota! Sólo eso se oirá, una pequeña gota que cae al agua, que hace pluc… y que se acaba… -Chipó picaba, sudoroso, jadeante, sin entender lo que iba hablando-… No pretenda tu voz de hombre detenerme como Geo, en el islote. Es horrible… No tienes derecho…
Exhalas el olor del hombre que se opone a que yo me despose con el río… Tú lo quisiste… Tú me lo pediste… Mis piernas amorosas van ya en el temblor del que me hará suya, voy en él, sobre él, como su pertenencia, y ya sólo nos separa una cáscara de madera… Nadie, ni tú mismo, ni toda la sabiduría, sabrá dónde di el paso, en qué punto, sobre qué onda móvil hundiré mi zapato para en seguida irme toda entera…
Chipó picaba sudoroso, jadeante. Ya empezaban las aves marinas engañadas por el claro de la luna. Los móviles y hondos lomos de las olas ya fluían pausados. Cada una era un lecho. Remero y novia perdidos, borrados donde Mayarí dio el paso. No se oyó nada. No se vio nada. No se supo nada. La lucha de Chipó por rescatarla. Una capa de burbujas y nada más.
Las cabezotas de los soldados, recortadas sobre la pared del patio, seguían el movimiento de los dos cuerpos colgados. La luna los alcanzaba al sesgo cuando, empujados por el viento, en su oscilación de péndulos humanos caían bajo su fulgor de plata húmeda, y este ir y venir de los ahorcados se repetía en el balanceo de las cabezas de los soldados, enormes sombras sobre la pared hosca del patio.
El capitán, en cueros -sólo zapatos para no lastimarse los pies, sólo zapatos tuvo tiempo de ponerse, se los metió como pudo, la mano agarrándose el sexo para cubrirse-, vino a ver lo que ocurría a las voces del centinela que, aunque había pasado la noche despierto, le pareció que despertaba a una segunda realidad cuando vio, a la altura del techo, pendientes de las vigas, los cuerpos de los dos presos.
El jefe se quedó en pelota, sembrando en el suelo, entre los soldados que también corrieron a los gritos del centinela con las armas caladas. Una escupida del capitán. Una escupida entre los rascones secos de la tropa. Volvió a taparse las partes con la mano y tornó a su pabellón, alzando los zapatos para dejarlos caer y que resonaran las baldosas. El centinela miró a los soldados sin comprender. Los solados miraron al centinela. El silencio. La luna. La luna. El silencio. Los largos cuerpos de los ahorcados, ya fúlgidos, ya negros en la sombra. Se colgaron de sus fajas. Las fajas con que se atan los calzones. La del uno era corinta y la del otro verde. Un frío de pozo, de piedra de brocal de pozo en el patio. Trotes de ratas. Se van al monte. La luna en los techos.
En el pabellón del capitán un amago de cáscaras de luz alrededor de un quinqué. Tres ruedas de sombra y al centro, de la cintura a la cabeza, detrás de la mesa, él, su mano. Escribe un mensaje. Llama al cabo. Hay que ir inmediatamente a Bananera. No está cerca. Si estuviera allí, a la vuelta, ¡qué bueno sería! «Despierta al telegrafista y ordena que mande con carácter de urgente este telegrama.»
«Lo malo es que aquí no hay juez…», se dice en voz alta. Lo oye el sargento y le contesta que cualquier alcalde puede levantar el acta de defunción, según la ley. La voz del sargento en sus oídos, como respuesta que él mismo se hubiera dado. Pero fue el sargento el que contestó. Contestó simplemente eso. Muy bien. Correcto. Que el sargento vaya a la Municipalidad más próxima y se traiga al alcalde para que levante el acta. Va el sargento. No se puede llegar a «Todos los Santos» sin vadear el río. Es tanta la claridad que el río parece pasar quemando los bosques, las peñas, los llanos. Fuego ambulante, fuego que anda, fuego que se va al mar. Pero el alcalde no está. No está y no está. El sargento pregunta a una mujer encinta. Ya es de meses el panzón que tiene. La cabeza amarrada, la cara pañosa, la ropa limpia, pero pobrecita.
– ¿Adonde se fue el alcalde? -le pregunta.
– Se fue a la capital por eso de que nos quieren quitar la tierra.
– No se las quieren quitar, señora, se las quieren comprar.
– Igual es porque no la estamos vendiendo. Si yo le merco lo que usted no me quiere vender, se lo quito, más se lo quito que se lo compro. Ansina es… Y ansina lo ve la niña de doña Flora Polanco, viuda de Palma.
– Vea, señora, usted mejor si se viene conmigo.
– Yo no…
– ¿Cómo que no?… ¡ Mandará usted!…
– ¡Soy la mujer del alcalde!
– ¡Me viene flojo! Y véngase por bien, más vale con su gusto, que si no me la llevo a la fuerza. Allá le va a contar al capitán todo lo que sabe de la hija de doña Flora… Si habla, si grita, peor para usted, porque la arrastro, del pelo me la llevo… ¡Salga!… ¡Nada de ayes!… ¡Salga!… Un paseíto le cae bien… No había contado salir andar… Así es la vida… Le cae bien por su estado y allá le informa al jefe lo que decía la niña de no dejarse quitar las tierras ni compradas…
– Bien bueno si es sólo para ir a eso… aunque es una barbarie.
Empezaba a amanecer. La luna igual a una gran rueda rota, despedazada, se enterraba en la sombra, sin poder rodar más, desprendida del eje, ladeada, pugnando para dar una vuelta más. Del otro lado, la planicie lechosa, caliente, ya bañada por la luz del día.
El sargento informó al capitán de lo que decía la mujer del alcalde. El capitán, sentado -bajo la mesa no se veía que estaba desnudo, sólo la guerrera tenía puesta-, hizo pasar a la mujer.
– Su nombre…
– Damiana soy yo…
– ¿Soy yo es su apellido?
– No, yo soy Damiana Mendoza…
– ¿Casada?
– Me extraña, con el bulto que ando ya pa no ser casada.
– El sargento me da parte que usted vio a la niña Mayarí, hija de doña Flora.
– Sí, hará como diez días.
– ¿Dónde la vio?
– La vide en mi casa. Vino al pueblo para hacer ver a los que tienen tierras, los hombres, que no es de ley vendérselas a ese canche que anda ofreciendo por ellas el oro y el moro. «Si se las venden -es lo que dijo- se pierde todo derecho.» Y además aconsejó a mi marido, que es el señor alcalde de allí del lugar, que se fuera a la capital a pedir protección, porque no es recto lo que están queriendo hacer ese hombre, la madre, doña Flora y el comandante, que también diz está aconchabado con ellos.
– Muy bien, señora. Su marido ¿cuándo regresa?
– ¡Pues quién sabe! No dejó dicho.
– Vamos a que se quede usted aquí con nosotros, detenida.
– ¡Y mis otros hijos! ¿Usted cree que sólo este encargo me dio Dios? -y se pasó la mano por el vientre grávido.
– Entonces, lo que hacemos es lo siguiente. Un soldado se va a ir con usted y le va a quedar la casa por cárcel.
– Vivo en la Municipalidad…
– Pues la Municipalidad le va a servir de prisión.
– Si así lo dispone usted, que es autoridad, así debe hacerse. ¿Qué soldado me voy a llevar?
– El sargento que le diga…
– ¿Un amargo, jefe?
– A su gusto, y a ver, sargento, si se va a otro pueblo, porque no todos los alcaldes agarrarían viaje por consejo de la señorita desaparecida.
– Debe haber hecho viaje a la capital para mover pitas contra el gringo. Por una parte me alegro. El baboso ése me cae tan mal. Se cree un rey.
– Es que es su novio y lo anda traicionando.
– De la mujer sólo el placer, jefe.
Más parecía un cenizal el pueblecito adonde el sargento llegó ya con el día. Una mañana calurosa y en aquel agujero de tres casas de adobe y lo demás rancherías, mayor era el bochorno. Eso sí, ladraron mil chuchos. Brotaban como moscas de los cercos de cañas, cercos de piedra, chilcales y sitios en que hubo casas. Tampoco en «Buenaventura» estaba el alcalde.
– ¿Que onde anda? -le contestó un muchacho al que le preguntó en la plaza por el alcalde.
Debía ser la plaza un predio lodoso, rodeado de árboles.
– ¿Que onde anda el alcalde?… Pues mero bien no se sabe onde-. Sólo un ojo se le veía al muchacho, el otro se lo tapaba el pelo.
– ¿Y para dónde agarró, no sabes?
– No sé. No se sabe, pues. Ausente anda dende dos días hace.
– ¿Y no dijo dónde iba?
– No dijo nada. Se fue…
El sargento anduvo indagando el paradero del alcalde en los ranchos. Las tres casas de adobe estaban desiertas. Los patios con gallinas y coches. Alguna venadita sombreándose en el corredor. Y el sol, el sol de fuego, como asador. Ni ruido ni aire.
Nadie sabía el paradero del alcalde. Se volvió. En el camino cuando uno va solo, luce fumar. Encendió una tagarnina, obsequio del míster que tenía que ver con doña Flora, porque «que tenía que ver con doña Flora, tenía que ver; cómo estaban, pues, acostados en el monte cuando él asomó con aquel preso amarrado…».
Cada vez que se quitaba la tagarnina de la boca se frotaba los dedos en la camisa, para secarse el sudor, que ya bastante la humedecía con la saliva y el sudor que le «dimanaba» de la cara.
«Antes mejor -humaba y andaba- la madre para el gringo que la niña, más hembra, más donde echar a retozar el ca… rácter… Y a la prueba me remito; últimamente ya no iba más la niña con ellos a ofrecer plata por las tierras a los camperos, porque se dormía, porque se quedaba revisando las cuentas, porque calentaban el horno para que hiciera pasteles, por tener que escribir a los padrinos, todos pretextos de la vieja para dejarla en casa y salir ella a 'reventarse' con el gringo por el bien de todos y el progreso del país. El mal fue que la muchacha se dio cuenta y les empezó a llevar la contraparte… Por no dar su brazo a torcer, no le decía a la madre, no te aproveches mi gringo, pero salía a predicarles a los camperos que no vendieran, por confesión hecha por la preñada que se capturó en 'Todos los Santos'»…
«Ya va el cabo con el doctor -se dijo- agora que voy allegando, y pa qué, pa qué…Pa que sartifique la causa del fallecimiento, como si no estuviera a la vista… ¡Pobres brujos, ayer cholísimos con sus caras tiznadas y sus caracoles y conchas de tortuga y ahora como pencas de guineo colgando muy del pescuezo!…»
Cuando el sargento, tras escupir la chenca de la tagarnina de tabaco picante como chile -el puro es como el freno, cuanto más arde más bueno-, cruzó el zaguán de la casa convertida en cuartel, para dar parte al capitán de no haber encontrado al alcalde en «Buenaventura», éste salía con el médico de su despacho, para proceder al descendimiento de los ahorcados. Se trozaron con machete las fajas de donde pendían y a registrarlos. Uno conservaba unas medallas del Señor de Esquipulas pendientes de un cordelito sobre el pecho. El otro nada. Ni pelo. Sólo el basto pecho y el corazón parado. El facultado certificó la causa de la muerte, sin tasajearlos. Una nube de zopilotes revoloteaba sobre los techos. Para enterrarlos se esperó la orden del comandante del puerto. Ya tenían mal olor cuando los echaron a un gran hoyo abierto en el puro campo. Tierra encima, y cielo más encima; sólo que el cielo no se lo echaban ellos, el cielo, día y noche, se los echaba Dios.
Ni vista ni oída en la casa de sus padrinos, los Aceituno. Levantados los encontraron doña Flora y el yanqui. En sus quehaceres. Si no se madruga en la costa, para aprovechar el fresco, no se hace nada.
– Alguito, comadre, café con pan… No cae bien estar con el estómago tanto tiempo vacío… Alguito va a ir tragando, si le pasa…
– Un velorio andando… ¿Sabe usted, comadre, lo que es velar la inmensidad desde un tren en marcha a sabiendas de que en algún punto de esa inmensidad yacía mi hija, vestida de novia, blanca, flotando en las aguas del río?
Don Cosme Aceituno la consolaba:
– No puede ser, comadrita; yo conversé cientos de veces con Mayarí, y jamás la oí hablar de quitarse la vida. Son ideas suyas…
– No sé, no sé ni cómo llegué viva… Por momentos yo también sentí impulsos de arrojarme del tren para matarme… ¡Horrible, horrible, horrible!… Rodar, rodar, rodar y la inmensidad bajo la luna con el color de mi hija muerta en el río…
– Alguito, comadre, café con pan -le insistió doña Paula de Aceituno, acercándole la taza y una canastillo con pan.
– ¡Que Mayarí nunca pensó quitarse la vida!… El padre se mató.
– Pero eso no se hereda, comadre, no se hereda; ya uno de viejo ha visto y sabe…
– Y aquí está Geo; que le cuente, que les cuente, compadres, lo que hizo cuando lo aceptó de novio; ir andando la muy desalmada por uno de los islotes, hasta la punta, para que él la llamara, y la llamó cuando vio que ya iba con el agua hasta las rodillas; si no llama, se ahoga.
– Esa era otra cosa, doña Flora -articuló Maker Thompson-, era una prueba de amor.
– Sí, una prueba de amor que principió allí y terminó anoche, vestida de novia, en el río… Por el amor de Dios, vamos a ver al comandante para que hagamos algo… El corazón no engaña…
Hubo que hacer tiempo al comandante. Después de las dianas salía a bañarse lejos del puerto. A veces se escuchaban disparos. Era él, que les tiraba a las garzas. ¿La mano se tiene que hacer a la pistola o la pistola a la mano? ¿Ser o no ser? Miles de puntos negros pringaban el cielo. Aves que pasaban hacia el sur formando figuras caprichosas. Lecciones de geometría del espacio. Algunos pescadores. Volvían. Se iban. No se sabía si volvían o se iban chorreados de sol y de zafiro.
– El bien es que el barco no ha llegado y mi fruta ya está aquí -dijo doña Flora al salir de casa de los esposos Aceituno camino de la Comandancia.
Los compadres quedaron a la expectativa de lo que dijera el comandante, muñeco de brea vestido de blanco, infuloso, a quien sólo devolvían el saludo por aquello de que era autoridad. Si no, ni eso. ¿Gamo podía ser que no le diera lugar a don Cosme, maestro de muchas generaciones, jubilado por la edad y una sonsera de oreja?…
– Vos, Cosme, vos… ¿Vos pensás que la ahijada se haya quitado la vida, o que ésos le hayan hecho algo?…
– En las dudas, no sé qué decirte. Lo del suicidio lo descarto, porque, como le hice ver a la comadre, Mayarí es una chica muy cuerda, inteligente y sobre inteligente, de buenos sentimientos. Las madres como doña Flora poco saben de lo que pasa en el corazón de sus hijos. Por atender sus negocios descuidan el único negocio en que hay que estar, como es el de la salvación del alma, en la educación de los hijos, pues acaso sea en ellos en los que se salva o condena el alma de los que les dieron la vida. Un hijo malo es el infierno. Un hijo bueno es el cielo.
– ¿Me dejas hablar a mí?…
– Habla, Pablita, habla, pero no entre dientes; en voz alta para que yo te oiga.
– Según las malas lenguas -no me lo creas a mí- la ahijada sufría mucho por la contrariedad de ver a la madre y al míster ese que se les pegó empeñados en arrebatarles las tierras a los de por ái por Bananera, y en ese caso, en un momento de desesperación, pudo haber hecho una que no sirve.
– Las mujeres saben más que uno siempre, porque tienen aquello en forma de oreja…
– ¡No seas puerco!
– De oreja peluda…
– Te voy a pegar un palo, pues…
– Entonces tuve razón de sacarle a la comadre de la cabeza la idea de que Mayarí se hubiera suicidado; pues si ella sufría, se trataba de un sufrimiento nacido de sudar calenturas ajenas, y en cambio los amenazados con las pérdidas de sus tierras sufrían en carne propia el verse mañana sin ellas, y por eso se vengaron, se vengaron en lo que más quería doña Flora y el señor Geo. Claro, ella no se iba a suicidar por contrariada que estuviera; en cambio, los otros… ¿Sabes cómo le dicen a ese gringo?… El Papa Verde…
– Dios sea con nos, es como decir el Anticristo.
Una lona verde volandera en el balcón del despacho atenuaba la luz. El comandante esperó a las visitas que se habían hecho anunciar muy de mañana, con todas las cartas del juego en la mano. Así era como a él le gustaba dar audiencia.
Dos ahorcados, una niña desaparecida, los alcaldes en la capital, los pequeños propietarios negándose a vender sus tierras por ningún precio. Lindo empezaba el día.
Se sonó como si se fuera a sacar las tropas por las narices, estrepitosamente, al oír que avanzaban doña Flora y su futuro yerno. Esa forma de sonarse a lo militar era una advertencia anticipada a los comparecientes, a fin de que se dieran cuenta que se aproximaban, después de las dominaciones, los soldados de la guardia, al trono del señor.
Sin saludar, precipitóse doña Flora:
– ¿No ha habido noticias de ella, comandante?…
Y antes que el militar tuviera tiempo de contestarle, amontonó palabras, frases, lamentaciones, acusando a los propietarios de las tierras que iban a comprar o a expropiar de haber hecho desaparecer a su hija, para saciarse con ella… «¡Ay, mi patoja!…, ¡ay, mi patojita chula!…, ¡ah, mi patoja!…» -sollozaba.
Maker Thompson contentóse con aproximarle una silla, mínima silla de hierro para soportar todo el pesar de una madre que por momentos perdía el control de su persona, siempre en guardia, con la altanería del dolor que es ira y sed de revancha.
– De eso, señora, de que a su hija le hubiera podido pasar eso que usted supone, por venganza de la gente del campo, no debe usted tener ni sospecha. Aquí estoy yo para asegurárselo.
– Bueno… -masculló ella-, me quita un peso de encima… Y entonces, ¿qué le pudo suceder, por qué desapareció a la chita callando? No dejó dicho me voy, voy a tal parte, o cree usted que una gente se puede ir así nomás… El corralero fue el último que la vio. Pasó con la leche ordeñada para la cocina, y estaba en el corredor…
– Es que su hija, señora, andaba en cosas que no debía…
– ¡Mienten, comandante, mienten! Aquí el señor Maker Thompson, que puede responder por ella, como su novio y su futuro marido.
– No se subleve. No se trata de eso.
Maker Thompson levantó los ojos castaños, fríos, para mirar al comandante -el calor apretaba, la cara le sudaba; éste, parsimoniosamente, le ofreció un cigarrillo.
– Mayarí, la patojíta… -recalcó el diminutivo y dio tiempo a que Geo tomara el cigarrillo que le brindaba-, no era ninguna mansa paloma. Perdonen que hable así. Se las traía, ¿eh?, se las traía como buena hija de tata.
– No entiendo… -dijo Maker Thompson vivamente intrigado y hasta dio un paso para quedar más cerca del comandante y poder seguir el movimiento de sus labios, sobre los que cabalgaba el bigote carbonoso.
– Mayarí Palma, como ustedes lo van a oír, era el jefe de todos los que se resistían a vender sus tierras. Una señora capturada anoche, esposa de uno de los alcaldes, a quien se le dejó la casa por cárcel por estar preñada y tener otros hijos pequeños a quienes alimentar, refirió que su señorita mosca muerta, concitó a los alcaldes y vecinos principales, para que marcharan a la capital a pedir auxilio contra Maker Thompson, y de paso informar que yo estaba comprado por ustedes.
– Y esa mujer, ¿existe? ¿Cómo se llama?…
– ¿Cómo si existe? No le estoy diciendo, señora, que está presa, y su nombre es Damiana Mendoza…
– Me deja usted muda…
– Mayarí, aunque usted no lo crea, salió a su padre, que había sido anarquista en Barcelona y vino aquí quién sabe si huyendo.
– Sí, él tenía esas ideas; pero Mayarí era muy niña cuando él se suicidó.
– Las ideas políticas se heredan, doña Flora, se traen en la sangre y nada más peligroso que esta clase de herencias. Así como de un revolucionario nace otro revolucionario, de un policía nace otro policía…
– Pero de ella, de ella ¿qué es lo que se sabe? -intervino Maker Thompson con cierta ansiedad en la voz.
– Nada concreto. Para mí que se fue a la capital con los alcaldes y principales. Telegrafíe esta mañana dando parte y pidiendo que se la busque y la detengan por agitadora. De hoy a mañana vamos a tener noticias y ya verán ustedes, ya verá doña Florona, cómo la que usted creía violada y muerta por los camperos, o vestida de novia flotando ahogada en el río Motagua, anda en la capital meneando pitas para que no despojemos de sus tierras a los que se les iba a pagar su precio en pesos oro.
– Bueno, tendré tiempo con Geo para ir a ver lo de mi fruta…
– Eso es, la señora hace el gran negocio y su hija me acusa a mí de estar vendido a ustedes, señor Maker Thompson… Todo porque me apasiona la idea de que mi país progrese, de que estos pueblos mejoren y se tornen alguna vez estas costas emporios de riqueza y civilización. ¡Ya estoy cansado de ver indios! Uno, desde que entra al cuartel, sólo indios ve, sólo con indios trata. Por eso, si yo hubiera tenido un hijo -no lo tuve porque de muchacho me pegaron un mi mal- primero le metía un tiro que dejarlo abrazar la carrera de las armas…, para que se pasara la vida como yo viendo indios, tratando con indios, oliendo a indio… y eso que parezco purísimo izcamparique.
Doña Flora separó la silla en que había estado sentada, frágil esqueleto de hierro desnudo, salitroso, y salió seguida de Geo y del comandante que les acompañó algunos pasos, hasta la guardia.
– Pero esta mañana hubo otras novedades. ¡Bonito empezó el día! Dos hombres se ahorcaron allá por Bananera, en el local donde instalamos la guarnición que les ayuda a ustedes a la formación de las fincas para las plantaciones.
– Y eso, comandante, ¿no tendrá nada que ver con Mayarí?…
– Que yo sepa, no. Eran brujos al parecer. Los agarraron con caracoles y tortugas en las orejas y en la cabeza, y diz que esperaban la medianería de la luna en el cielo, ayer hizo llena. A medianoche se colgaron tranquilamente.
– Bueno, jefe, ya volveremos por aquí.
– Nos estamos viendo, señor Maker Thompson.
– Pensamos estar donde los compadres Aceituno; si hay alguna noticia, nos avisa.
– Muy bien, muy bien, señora… ¿Y dice que vino su fruta?
– Sí, anoche, en el tren de carga en que nosotros nos acomodamos. Está muy hermosa. Sólo que este señor es muy codo y no quiere pagarme más de sesenta y dos centavos y medio por racimo…
– Y eso si son pencas de ocho manos; precio parejo para todos…
– Negocio y amistad son aparte… Bisnes… Bisnes… -fueron las últimas palabras del jefe al darles la mano.
Antes de volver a su despacho, desde la puerta de la guardia donde los soldados se mantenían firmes y el oficial se había acercado a decirle «Sin novedad, mi comandante», quedóse contemplando largamente el mar, como si fuera la primera vez que lo veía, como si no lo tuviera enfrente todos los días y a todas horas: imagen de lo imposible, retrato de lo imposible, espejo de lo imposible.
El sol quemaba con la fuerza de un soldador que derritiera lingotes de plomo sobre el poblado de ranchos de techo de manaca, la vegetación chaparra, tostada, color de arena verdosa, los edificios del puerto, las casas de madera pintada de colores chillones, el muelle, los rieles, los vagones de ferrocarril en que vivían algunos empleados, chimeneas, algún ventanuco forrado con cedazo y el graderío para subir a la vivienda.
Del lado de la bahía, mar y cielo en un solo zafiro, apareció un barco blanco. Iba entrando y resplandecía. Pronto se oiría la sirena. Sol quemante de agua. Empezaba a gotear del lado de la tierra. Sin más ulular que sus gruesos goterones, el aguacero navegaba de la costa hacia el golfo, como a cerrar el paso a la nave fantasmal que al pronto quedó oculta tras cortinados de lluvia.
No hubo más horas por eso, no duró más la tarde. Incertidumbre de minutos, de segundos, y la lluvia que no escampaba, y el calor desesperante. Doña Flora telegrafió por su cuenta a su hermano, ingeniero Tulio Polanco, preguntándole si Mayarí no había ido a dar a su casa, pues nada sabía de ella, después de haberse marchado sin permiso a la capital. También telegrafió a una amiga y compañera de colegio con quien se carteaba, pero en este caso sin decir que Mayarí andaba por ahí sin su autorización. Más vale no acabarla de desacreditar. Ya el comandante se dio el gusto de llamarla con toda la bocota de indio bozal: «agitadora». ¡Mejor!… ¡Agitadora…, anarquista…, todo…, todo…, con tal que no esté muerta!
– A Cosme le pica el ojo y voy a buscar al gato. A lo menos pasarle la cola de ese animal por el párpado, para que no le vaya a dar escúpelo.
Y al salir la comadre, el viejo dijo:
– Ahora que estamos solos le quiero contar… -bajó más la voz-. Yo creo que anda por la capital o por allí en eso de ver que no le quiten las tierras a los paisanos, porque mi mujer me contó que decían que Mayarí estaba muy disgustada por lo que usted y el gringo ese andaban haciendo. Pero mire, comadre, lo que son las cosas. Nosotros pensamos en el suicidio como una solución para el caso, de parte de ella, de su desilusión al ver lo que sucedía, de su desengaño al ver a la madre y al novio mancornados contra esa pobre gente, y no se nos pasó por la cabeza esta otra salida: la estratagema de levantarles a los propietarios en contra, con el apoyo de las municipalidades. ¿Qué le parece?
– En estando ella viva, don Cosme, todo me parece muy bien. -Y lo de «Don Cosme» se lo dijo, porque aquellos juicios sobre su conducta ya no eran muy de compadre.
Doña Pablita volvió con el gato y el maestro retirado se prestó a que le pasara la cola por el párpado.
– La tiranía del remedio casero, comadre…
– ¡Por San Caralampio, escúpelo!… -decía la señora Pablita-. ¡Por San Caralampio, escúpelo y no escúpelo, escúpelo y no escúpelo!…
El gato empezó a maullar. Miau, miau, miau…
– ¡San Caralampio! ¡San Caralampio!
Geo trajo del barco un paquete con carnes frías para ajustar la comida, el magro caldito de pescado con trozos de pan frito en aceite y unas papas en colorado de la cocina de los Aceituno, y una botella de vino tinto, clarete, y una botella de ron cubano, y una botella de whisky, y una botella de coñac, y una botella de ginebra, y una botella de champán, y una borrachera que por poco se vuelve catastrófica. Iba a caer sobre don Cosme. ¡El gran poder de Dios!, invocó doña Pablita, pasando en seguida a rezar «La Magnífica», mientras doña Flora detenía aquella torre de carne, de carnes y botellas que en la semioscuridad de fondo oceánico que formaba la luz del quinqué paseaba los ojos castaños como ojos de vidrio. Lo malo es que se le había olvidado el español. Todo lo decía en inglés. Y ellos allí no entendían. Don Cosme, todo lo que recordaba de sus años de maestro, cuando integraba las ternas de los exámenes de inglés en el Instituto Nacional, era: «forguet», «forgot», «forgoten», y se lo dijo, lo que hizo que Geo se echara a llorar como un niño, tomara de las manos, para besárselas, a doña Flora, la abrazara, la apretara la cabeza con sus dedos de gigante y terminara entre voces cortadas y gesticulaciones, moviendo la cabeza para repetir: «¡No!… ¡No!… ¡No!…»
– Pero qué les has dicho… -le reclamaba doña Pablita a su marido-, qué le has dicho para que se haya puesto así…
– Yo qué sé, mujer…
– ¿Cómo, entonces, se lo decís?
– Me acordaba del sonido: «forguet», «forgot», «forgoten»…
Maker Thompson, al oír de nuevo a don Cosme se lanzó un gran puñetazo él mismo para golpearse la cara y se hubiera dado otro más fuerte, si doña Flora no le pone una almohada a tiempo. Allí quedó su puño tembloroso, blanco, hirviente. «¡No!… ¡No!… ¡No!…»
– ¡Cállese, compadre! -le gritó doña Flora, mientras por la cabeza de Geo empapada en sudor pasaba su mano, acariciándolo, para que se calmara.
Al irse hundiendo la llama del quinqué se iban hundiendo todos en una luz aterronada. Con los dientes mordió el borde de un paquete de cigarrillos para abrirlo, y lo abrió; luego, sin usar otra mano, quedóse con uno en los dientes y pasó el paquete. Don Cosme, solícito y callado, aproximóse a darle fuego. Fumaron todos. Lejos se oía el Norte que estaba haciendo de las suyas fuera de la bahía. Más lluvia que viento. Lluvia fresca. Barría el calor momentáneamente.
– ¿Whisky? -preguntó doña Flora.
– ¡Oh, yes!
Doña Pablita trajo el tirabuzón y todos, como dijo don Cosme, se sirvieron como cristianos, menos él, que se sirvió como yanqui.
Ni por más que se esforzaba conseguía don Cosme esclarecer en su memoria aquellos sonidos («forguet», «forgot», «forgoten»), que en mala hora recordó. Pero insulto no podía ser. Se preguntaba en los exámenes. Sin embargo, el gringo planta del Anticristo -qué bien le cuadraba lo de Papa Verde-, trenzado en una jerigonza de orgía -el box es la orgía de los sajones-, empuñaba y desempuñaba la mano, grande como un guante de dieciséis onzas, repitiendo a cada momento:
– ¡Shut-up!… ¡Shut-up!…
Se fue, sin importarle el chubasco y sin cerrar la puerta, después de estrellar el vaso de whisky en el suelo.
¿Quién estaba queriendo arrancar el mar?
El aire con agua le cerraba los ojos y hubo de inclinar la cabeza para que no le dejaran ciego los disparos de sal, escopetas cargadas de sal que le rociaban la cara. Pero no sólo él andaba a tientas preguntando quién arrancaba el mar, sacudido desde sus raíces más hondas, hasta la redondez inmensa de sus ramas. Los faros pizpiriciegos en vano alargaban sus pescuezos de sombra para clavar su luz mojada en los litorales, espumajeantes.
Todo se tambaleaba con él, sin él y alrededor de él, tan, tan, tan, tambaleante iba…
Golpeó la arena con el pie, hasta encontrar en el dolor del tobillo la argolla del encadenado y en simulacro de fuga, temeroso de estar con cadena, echó a correr sin rumbo, bien que sabía dónde, entre el eco desenfrenado de la marea y la tiniebla de lodo fino, siniestramente dulce, que se alzaba de los pantanos. Osciló, las rodillas requebrándosele, en lucha con un cocal que no le dejaba pasar, y al que se arrojó, del toro el abrazo de los cuernos, para que no le embistiera con sus cornamentas peinables, y entre las cornamentas racimos de testículos. Y después de la lucha con los cocales, resoplar de toros enraizados, los caballos de espuma, de los que unos montaba y otros le pasaban por encima, tan, tan, tan, tambaleante iba.
¿Quién lo había arrebatado?… ¿Adonde iba con los caballos que le pasaban por encima? Gran manera de cabalgar, él tirado en el suelo y los caballos saltando, pasando sobre su cuerpo.
No regresó a la playa nadando ni trasportado por el oleaje, sino en el viento, acostado en el viento que lo estrelló contra la superficie de un playado rocoso.
Palpó, como si reconociera el islote y con voz de bandeja sumergida en copas dijo señalando al mar embravecido:
– ¡Me resbalé en esa cascarita!…
Imposible saber si iba bien, si iba mal. Ni veía ni oía por dónde lo llevaban sus pasos. Iba a llamarla. ¿Quién la hace volver de su voluntaria marcha hacia la inmensidad si él no la llama?
– ¡Mayarííííí!… ¡Mayarííííí!…
Mayarí marchaba delante y él la seguía. Por su jadear notaba que la seguía a grandes pasos, casi a la carrera, aunque cada vez más lejos. Contra su pecho de hombre medio desnudo, contra sus grandes huesos,, contra su pequeña carne de papel mojado, se alzaban bosques de lluvia sesgada con sabor a tierra y penachos gigantescos de espumas sobre grandes masas líquidas decapitadas en el mar y mar afuera combatiéndolo.
– ¡Mayaríííí!… ¡Mayaríííí!… ¡Mayaríííí!… -Qué cantidad de agua los separaba, en lo profundo y en el cielo agua y más agua…- ¡Mayarííííí!… ¡Mayarííííí!…
Ya áfono, la voz perdida en el baúl de su garganta, enderezaba la cabeza entre pelo y agua, el agua corriéndole por la cara, para gritar frente al vaivén bullente del oleaje:
– ¡Vuelve, Mayaríííí!… Vuelve…, regresa… Yo me haré de nuevo al mar…, seré el que era, pescador de perlas…, venderé indios de Castilla del Oro…, comerciaré con ébano humano y ébano vegetal…, con pepitas de oro y con oro de cabellos de rubias vendidas en Panamá… Y entonces, cada vez que mi bajel arribe, desde el islote me llamarás: «¡Mi pirata adorado!…» ¡Pero vuelve, vuelve, regresa, está muy lejos la isla de Utila para llegar nadando! Geo Maker Thompson ha dejado de ser el plantador de bananos. Se acabó el Papa Verde. Para navegar es mejor el mar que el sudor humano…
Amaneció en el barco, adonde lo arrastraron dos negros un poco violentamente. En la noche no se veía que eran negros. Doña Flora dirigió la maniobra.
Las ocho, las nueve, las diez de la mañana y las comunicaciones interrumpidas por el mal estado de las líneas. Doña Flora se instaló en el telégrafo. Cuanto más cerca, mejor. Se levantaba, se escabullía por la puerta, para salir a ver fuera de la oficina -nada, porque no había nada que ver-, para volver a entrar a dejarse caer en el escaño. Nuevamente se incorporaba, como si el escaño la quemase, y empezaba a deletrear las palabras de un almanaque, o a leer las tarifas…
– No digas que soy mal pensada, Cosme, pero estoy con la espina de si la ahijada no se iría de su casa por ce… lestiales. Ese amor con que trata la comadre al yerno. A saber si vos te fijaste. No te habrás fijado por estarte queriendo acordar de lo que quería decir ese for… no sé qué…, for… no sea lo de for… nicar de la doctrina cristiana…
– Son los tiempos del verbo olvidar, Pablita, esta mañana me acordé. Me estuve y me estuve toda la santa noche, hasta que me acordé. Verbo irregular. Con razón que se puso tan alterado cuando yo lo dije…
– Le estabas pidiendo que la olvidara, ¡qué vivo sos vos!; aunque eso con los hombres nada tiene de irregular. Se ve todos los días. Para mí fue por celos que se huyó la muchacha. El hombre ese se ve más propio para ella.
– Por la ambición, no te contradigo. Tipo del pirata…
– ¿Del pirata? Te quedas corto. ¡Del tiburón!… Y ella, vieja bribona que quisiera que los barcos esos de la inocencia blanca fueran repletos de guineo hasta las chimeneas. Esos barcos blancos son como sepulcros, Cosme. En lo que paramos…, que de otras partes nos manden tamañas tumbas flotantes, como sí nosotros no estuviéramos aquí ya bien soterrados.
Los ojos del telegrafista no pudieron engañar a doña Flora, al oír la llamada. Estaba llamando la capital. Apoyó el dedo en el manipulador y contestó. Ella, para estar más segura, le preguntó si ya estarían buenas las líneas. El, con la cabeza, le dijo que sí. Y siguió manipuleando.
– ¿Y ella? -preguntó don Cosme.
– Allá está en el telégrafo. Desde aquí la estoy viendo. Pues lo cierto que la ambición los hizo mancuerna, los amancornó.
– Las mujeres ven más que nosotros, porque aquello lo tienen en forma de ojo…, el ojo en el triángulo…
– ¡Ve, te callas, o te doy tus palos! Viejo podrido, sólo en ésas vive… Mejor sería que me contestaras. Hasta ahora no me has dado tu opinión sobre si crees, como yo creo, que la ahijada se fue por celos.
– No. Se fue porque la sublevó la injusticia, y andará levantándoles a la gente, para que no aflojen las tierras.
El telegrafista le largó abiertos dos mensajes a doña Flora. Su hermano Tulio y su amiga contestaban que Mayarí no había llegado. Su hermano agregaba: «Sumamente apenados infórmanos al saber de ella.»
No se preocupó de su fruta. Fue al muelle para ver el agua. Estúpidamente. Ver el agua. Las bodegas no tenían fondo. Centenares, miles de racimos. Los cargadores, curvados como «enes», con el tilde del racimo en el hombro, se le antojaban una procesión de «enes» a don Cosme, que vino a preguntar a doña Flora por la respuesta de sus telegramas.
– A mí lo de la capital no me convencía del todo, compadre…
– Ni a mí… -apoyó don Cosme tras leer los mensajes.
Doña Flora le midió con los ojos antes de que siguiera.
– Hable, diga…
– A mí lo de la capital no me acababa de convencer, porque presumo que Mayarí anda cerca, moviendo a la gente que teme por sus tierras y por allí aparecerá…
– Dios lo oiga, compadre, porque lo de la capital no resultó. -Y después de suspirar y callar-: ¿Por qué se llevó el vestido de novia? Eso es lo que yo me pregunto a cada momento… No se iba a vestir de novia para andar de «agitadora» en el monte, como dice el comandante. Se vistió de novia para suicidarse, eso es; sanamente, para arrojarse al río. Y nadie me quita la idea de que así fue. Mi corazón la ve vestida de desposada, flotando como una orquídea blanca… Acuérdese, compadre, que el corazón no engaña…
– Si fuera usted de más lecturas diría yo que está obsesionada por la imagen de Ofelia…
– Mi hija, don Cosme, qué Ofelia… ¡Una agitadora vestida de novia! ¿La ve usted, compadre?
– ¿Y si se llevó el vestido para significar que ya no quería casarse con su enamorado? Comadre, hablemos las cosas como son. ¿No cree usted que la niña haya sentido celos de usted y el gringo? En ese caso, sí podría suponerse lo del suicidio.
– Vea, compadre, no me haga decir una barbaridad. Jamás pudo sentir celos de nosotros.
– ¡Qué sabe usted!… Tengo entendido que ya ella no los acompañaba en sus recorridos, que se quedaba sola en la casa… Y usted es todavía apetecible, señora, apetecible; esas carnes están…
– ¡Cuidado, compadre, que se vuelve piedra!
– ¡Por usted, aunque me quedara hecho un tetunte!
– Déjese de estupideces, viejo majadero, peor que porquería… Ya se lo voy a decir a la comadre, para que le quite las ganas a sopapos…
Del barco bajaba Maker Thompson. La saludó a gritos. Con la mano le hacía señas de que estaban cargando su fruta. Don Cosme se quedó mirando el agua.
– No está en la capital -dijo ella al acercarse a Geo, con los telegramas en la mano.
– Bueno, tal vez no quiso asomarse a casa de su hermano ni a donde su amiga. Muy natural, por otra parte. ¡Como no iba a nada limpio!… Lo que tal vez aclare el asunto es la respuesta que le den al comandante. Vamos para allá. Podemos preguntarle si recibió alguna contestación.
– El telegrafista me dijo que no…
– Bueno; entonces, ¿quiere subir al barco?…
– Sí, me disgusté mucho con ese viejo imbécil del compadre. Dice esa mala bestia que tal vez Mayarí se fue por celos, celos porque existiera algo entre nosotros dos.
– Claro, es una opinión; cualquiera puede decir eso y más, pero no es verdad.
Ya en lo alto del barco, entre los ventiladores del saloncito, el calor era menos. Pidieron dos limonadas con bastante hielo. Sin hablar, se conversaban con el humo de los cigarrillos. Sus pensamientos fueron como la brisa hacia los espinazos de los islotes, apenas dibujados en lontananza. ¿Cuál de todos era? ¿Podría señalarse? ¿Era aquél? ¿Era el otro? Por uno de ellos avanzó una tarde. ¡Mayarí! ¡Mayarí!, la llamó Geo. Y por eso se detuvo. En el iris del mar, llanto en cristales visto desde los ojos nublados por las lágrimas de doña Flora.
– No llore, alguna noticia habrá…
– Ahora yo sé que usted la quiere; tanto me consuela eso que usted no se lo imagina. Anoche, si no lo detenemos, se mete al mar en busca de ella. Dígame. ¿Qué lo llevaba? Quiero saber, porque las almas se dan citas y mi pobre hija acaso lo haya estado llamando desde la borrasca. Ahora me pregunto: ¿por qué no lo dejamos? Somos tan estúpidos los humanos queriendo enmendar el destino, y por eso todo nos sale al revés. Ella lo llamaba. Se lo quería llevar. No lo quería dejar aquí. No lo quería dejar…
– Lo único que recuerdo es que yo la llamaba, y la ofrecía volver a pescar perlas. Estaba muy borracho..
– ¿Y qué le dio contra ese viejo sordo de mi compadre? El decía una palabra y usted se indignaba.
– ¡Olvidar! Decía a cada momento, olvidar, olvidar…
– Vea qué sinvergüenza; después de meter las patas resultó con que él no sabía lo que quería decir con esas palabras. Le pedía que la olvidara, vea qué zángano.
Y tras un largo silencio y otros cigarrillos, al tomarle Geo el vaso de limonada vacío, para dárselo al criado -un negro que lo miraba con cierta risa, uno de los que lo trajeron la noche anterior-, explicó doña Flora que hubiera o no hubiera noticia en la Comandancia, ella pensaba volver a Bananera.
– El dinero de mi fruta lo cobra usted. Yo me voy esta tarde; no puedo dejar tan abandonadas mis cosas. Acuérdese que allá yo soy todo: el administrador, el mozo, el buey…
– ¿Almorzaremos en el barco?
– No, voy a irme a recostar un rato. Siempre le agradezco.
– La acompaño… Me hace falta gente allá en Bananera y voy a ver si encuentro algunos hombres. Aquello está creciendo y faltan brazos.
– Y de paso, ya que nos queda en el camino, si le parece pasamos a la Comandancia; quién quita que hay alguna noticia… ¡Que frióte usted! ¡No sea tan frióte! Sólo porque anoche vi que la quería ir a buscar al mar le perdono el que se quede peor que palo, indiferente, como si no se tratara de saber el paradero de su futura esposa…
– Para mí, ya no…
– ¿Por qué?… ¿Por lo del vestido?… Señor, se pide otro…
– Aunque aparezca ya no es para mí… -y tras un momento, tratando de aclarar, añadió-:… no el vestido; aunque aparezca ella, ya no es para mí. Se puso de parte de los otros, de ellos, de los indios, de los mulatos, de los negros, y ella sabrá por qué, y no voy a ser yo el que le va a reclamar o a pedir explicaciones. ¿Para qué? Los hechos valen más que las palabras. Mayarí es enteramente eso: otra persona para mí; para mí sí se perdió para siempre…
– Pues, señor, amanecí con el santo volteado, ¡sólo falta que me cague un zope! Por un lado el compadre y por otro usted; el viejo sordo queriéndome andar los nueve días y usted afligiéndome más con que mi hija se puso del lado de los otros. Lo que tengo que hacer es irme…
La pena acentuaba sus rasgos bellos. La costa realzaba sus atractivos de mujer de fuego.
No estaba el comandante. Doña Flora se fue a descansar y Geo en busca de sus hombres. Ahora ya sabía a qué atenerse. ¡Niña boba! Reclutaba gente para todo. Descuaje de bosques, socolas, chapeos… y algo que habrá que incendiar de ranchos -les explicaba sin dar importancia a sus palabras-, para que así se acabe la enfermedad, mucha plaga está viniéndonos de Panamá, viruela y fiebre amarilla… Hay que meterle fuego a todo, rancherías viejas que no son sino focos de infección… Por parejo la quema, pues más vale acabar con unos cuantos ranchos y que se achicharren unos fulanos que exponerse todos los que por allá van a trabajar a morir de uno de esos males…
Lo que no convenía a los hombres era tener que renunciar a las diversiones que menudeaban en el puerto. En el monte no hay alegría -se hablaban entre ellos-, no hay regocijo, y peor en esos montes donde todo es monte, monte, monte tupido. El que no sepa estar sin los esparcimientos del puerto, mejor que no vaya. La hora de las trompetas y los clarines en la comandancia militar. Oír cuando están todos juntos tocando, ya sea la misma diana o la mismísima retreta. Ver llegar los barcos que vienen de por Belice, de las islas o de por allí no más de Livingston. Estar en el muelle cuando dejan caer un recreo de desperdicios que se vuelve recreo de tiburones. Admirar los vapores que vienen a cargar guineo. La arrebiata de hombres trepando en fila de hormiguero, uno tras otro, con el racimo a cuestas. Qué mejor diversión para el pobre que ver trabajar a los «canches», como trabajaban en los barcos, lavando pisos, haciendo la comida, pelando papas…
Mucho y bueno lo que había que abandonar en el puerto, por irse al monte a ganar la moneda. Esperar la llegada del tren de pasajeros y subirse por los coches de primera para bajarse por los de segunda, o al revés, trepar por los de segunda y bajar por los de primera, o sentarse y sentir en los asientos el movimiento del viaje. Y las visibilidades. Estar a la hora en que encienden los foquitos del muelle, rosarios de luces que mermaban su brillo junto a los trasatlánticos iluminados. Ser de los que hacen grupo cuando el cadenaje llora para extraer algún monstruo marino. Y los que tenían gallos cuándo iban a poder moverse para el monte. Y los que tenían mañas de espiritistas. Y los enconados. Ni pensarlo. La ardentía del guaro era otra. Dónde beber con amigos en lugares en los que no se ve alma viviente. Dios se lo pague al míster que les promediaba tan buen sueldo, pero mejor quedarse pobres en el puerto, donde de tanto mirar el mar, de repente se les formaba una perla bajo el párpado. La única esperanza. Y por eso, horas y horas, sin cansarse, miraban la inmensidad. De tanto mirar el mar, la lágrima más salada puede convertirse en perla. La paga era buena, magnífica. Imprudente el hombre con los jornales que les ofrecía. Eso sí, con su «pero». Habían de ir a quemar ranchos. Por eso de la enfermedad. Pero, ¿y si no fuera sólo por eso, sino por otra cosa, y se hicieran de delito? El dinero siempre acaba haciendo a la gente delincuente, aunque no esté presa ni en juzgado.
Pero todo fue comenzar el enganche y como moscones en agua con azúcar, ante lo principal de la paga, ir cayendo uno tras otro. Les hacían el adelanto, unos pesos para el bastimento del viaje, y los que quisieran ir en tren, con decirlo bastaba; pasaje gratis.
A medianoche salía el barco. Geo invitó al comandante para comer a bordo. Alguna atención antes de volverse a sus guaridas selváticas. Doña Flora, después de aceptar, dijo que no. Geo Maker no entendía. Igual que si le hablaran en otro idioma que no fuera el español, que él dominaba perfectamente.
– Es incorrecto que yo vaya a comer con usted, que me siente a su mesa, si dice que ya nada tiene que ver con mi hija, señor Maker Thompson. -Y para sus adentros, ella se dijo: le siembro el señor y el apellido, para que vea que ya no es Geo, que si para él se acabó mi hija, para mí se acabó Geo.
– Lo siento… ¿Podría venir a tomar café?…
– Lo voy a pensar, señor Maker Thompson, porque si ya nada tiene que ver con Mayarí, nada tiene que ver conmigo…
– Con usted, sí…
– ¿Cómo conmigo sí? ¡Primera noticia!
– Y no la última; con usted tengo que tratar por cuestión de negocios.
– Solamente por esta vez lo molestaré con lo del cobro de mi fruta, porque debo irme; después yo me las arreglaré sola. Una cosa más: no estando mi hija, preferiría que usted no fuera a la casa.
– Correcto; yo también lo tenía pensado así. Me voy, porque se hace tarde; el comandante debe llegar de un momento a otro; si usted quiere venir a tomar café, con el mayor gusto.
– Si voy será por ver al comandante; telegrafió a la capital y no le han contestado. Es desesperante… El calor, la angustia, estar aquí como presa sin saber para dónde ir…: si quedarme, si marcharme a Bananera, si largarme hasta la capital!… ¡Ah, pero…, es verdad que a usted ya no le importa Mayarí!
– ¡Cómo no me va a importar, doña Flora, si soy su amigo, si soy amigo de la casa, si a Mayarí la quiero, por qué había de negarlo; lo que no veo es que al volver ella yo siguiera siendo su novio o nos casáramos inmediatamente, como pensé hacerlo antes de saber en lo que andaba!
– ¡No sabemos si es verdad!
– Bueno, habrá tiempo para ponerlo en claro…
– La duda en esos casos ofende…
– Resolver las cosas amontonadas es pasearse en todo, como usted misma dice… Y hasta luego, venga a tomar el café en el barco…
Lo odiaba. Lo aborrecía con todas sus fuerzas. Bien débiles por cierto, como las fuerzas del moribundo que odia y aborrece a los que se quedan a la hora en que él emprende el viaje. La agonía de los pequeños productores de guineo a la hora en que la gran plantación llegaba como si se saliera el mar a cubrir los valles entre las montañas, las cañadas, los socavones de helechos rumiantes, por el ruido que hacen al comerse el viento y la luz que alcanzan desde su penumbra, y en lugar de agua quedara todo sumergido, todo bajo los bananales, cientos, miles, millones de plantas, a perderse de vista, a verlas engullidas por el horizonte.
Maker Thompson leyó dos veces el telegrama de papel blanco marfil con la viñeta y los encabezamientos azules, telegrama oficial, que el comandante acababa de desdoblar, para entregárselo abierto.
– ¿Qué le parece?
– No me extraña; en cierta oportunidad, al hablar de Chipó me salió diciendo. Espero que lo recuerde bien, para contarlo exacto. Voy a tratar de reconstruir sus palabras. «Chipó no es, como tú crees, un hombre y un individuo. Chipó es la opinión de todos los que están contra la entrega de las tierras, vendidas o no vendidas. ¿Para qué quieren capturarlo? Para que no repita lo que todos saben. Mejor, metan a toda la gente en la cárcel.»
– Lo que usted acaba de recordar, señor Maker Thompson, aclara todo. ¡Pobre mamá!…
– Por ella lo siento, porque es una mujer como yo hubiera querido que fuese Mayarí; pero la vida no da a todos los «laures», como decía el trujillano aquel que tuve, por decir lauros.
– Habrá que mostrarle el telegrama; allí sí que como dicen en los diarios cuando se archizurran en algunos: sin comentarios.
– Quedó que tal vez vendría a tomar café.
– Y cada vez va a ser más. Allá es mucho el consumo y eso es lo que nos mueve a sembrar por nuestra cuenta. El productor nacional no puede con la demanda del mercado americano. Pero, y de eso le quería hablar, comandante, pero termínese ese whisky para pedir otro…
– Para mí creo que ya no; hasta la cuenta perdí de los que nos hemos tragado. Un penultimazo, sin embargo, no cae mal.
– Mientras lo traen y antes que venga doña Flora, quería decirle dos cositas. No me ha dicho usted cómo vamos a arreglarle sus gratificaciones. Lo que se usa es no dejar traza, salvo cuando se quiere tener agarrada a la gente. Por ejemplo, en Centroamérica, a los diputados se les dan cheques; así quedan cogidos de la cola. No les importa. Son gente que abiertamente colabora con nosotros. Pero en el caso de otros colaboradores, preferimos entregar greenbacks. Eso no deja huellas. En este sobre encontrará usted lo prometido, como un simple adelanto a todo lo que vendrá.
El camarero se presentó con los whiskys.
– Bueno, amigo, a su salud; y gracias por el regalito. Conste que yo no se lo estaba pidiendo. Mi apoyo se lo brindo desinteresadamente, en el buen entendido de que nos hagan progresar, civilizarnos. Lo que necesitamos es un poco de maquinaria, para construir caminos, emprender cultivos, sacar la madera de nuestros bosques, ponerles coto a los ingleses en Belice…
– Salud, comandante, y una segunda cosa. En Bananera estoy concentrando muchísima gente -ya pasan de mil- y temo que un día de éstos se nos desencadene una peste de viruela, fiebre amarilla… Mucha de esa gente ha venido con el miasma de Panamá…
– Bueno, usted dirá lo que hay que hacer; siempre que no sea pedirle dinero al Gobierno, porque para eso siempre está agotado el presupuesto. Si lo sabré yo, que he querido sanear el área del puerto, una cosa tan pequeña.
– Por el contrario, nosotros vamos a colaborar con el Gobierno; pero necesito, no que me autorice, sino que se haga la vista gorda si yo le meto fuego a todas esas rancherías inmundas que hay por allí, nidos de piojos, de gente sucia…
– ¡Qué jodido está eso!
– Bueno, no es así no más. Voy a proporcionarles donde vivir decentemente; voy a construirles casas nuevas, ya en las nuevas plantaciones, donde podrán trabajar si quieren o, si no, vivir allí como en casa propia y salir a trabajar adonde les parezca.
– Si es así, me va gustando su modo, como dicen los indios. No hay duda, amigo, ustedes son prácticos. Si me da usted su palabra de reponerles casas, que no se vayan a quedar a la descampada…
– Las viviendas y los muebles y trapos que tengan; que alguna vez, pobre gente, tengan todo nuevo…
– Si a ellos también se les pudiera quemar y cambiarlos…
Le supo a lágrimas la taza de café, entre el zumbar de los ventiladores, las voces de pasajeros y visitantes, y el silencio del comandante y Geo. El llanto le nublaba las letras del telegrama:
«… Alcalde Gabriel Guerra informó esta superioridad mujer Mayarí Palma Polanco desaparecida esa zona, según suyo fecha… embarcó para playado 'El Chilar' barca conducida individuo Chipo Chipó. L. y C. Meneos.»
– No hay nada irreparable en eso, mi señora -trataba de consolarla el comandante-. Por el contrario, ahora ya sabemos dónde anda y en qué anda; vamos a ordenar que el capitán que está al frente del destacamento en Bananera salga inmediatamente para el playado «El Chilar», donde es fama que el paludismo enterró el ombligo…
– Y yo me voy en seguida…
– Y usted se va en seguida, en el primer tren…
– De todas maneras arreglaremos para llegar a Bananera en la madrugada -simplificó Geo-; yo también tengo que estar por allá mañana.
– La embrujó Chipó -mascullaba ella-; la embrujó Chipo Chipó…
Una riña al costado del barco entre negros y blancos. Se golpeaban ferozmente bajo los reflectores. Ni un quejido. Sólo el jadeo y el ruido fofo de los cuerpos al golpear en el muelle, el yuxtaponerse el eco de los pisotones, los puñetazos, los cabezazos, los puntapiés, y entrecortados insultos y blasfemias. Además de los hombres intervenían mujeres, unas tratando de poner paz y otras dando mona; desgreñadas, las ropas casi arrancándoseles, arañaban, escupían, maldecían, intervención que les daba aspecto de danza de zapateado, de golpeado, de jaleo sin música a la orilla del Caribe.
La luna en menguante, barca de oro rojizo, emergía del infinito cálido sobre las montañas achocolatadas y la superficie de la bahía. Abajo, soledad y rutilantes monedas de oro, monedas de los faros en el agua, y arriba, la noche en soledad de estrellas.
Se le calcinaban los pies aterronados. Pedazos de tierra que se va. Pies desnudos. Interminables filas. Pies de campesinos arrancados de sus cultivos. Imagen de la tierra que se va, que emigra, que deja escapar pedazos de su gleba buena, caída de los astros, para que no permanezca donde ha sido privada de raíces. No tenían caras. No tenían manos. No tenían cuerpos. Sólo pies, pies, pies, pies para buscar rutas, repechos, desmontes por donde escapar. Las mismas caras, las mismas manos, los mismos cuerpos sobre pies para escapar, pies, pies, sólo pies, pedazos de tierra con dedos, terrones de barro con dedos, pies, pies, sólo pies, pies, pies, pies… Se les ve donde van, ya no están en sitio alguno, van, marchan sin hacer ruido, sin levantar polvo, marchan, marchan, marchan, brasa y humo las viviendas, y el descuaje de los bosques semisumergidos en el agua, humedad jabonosa donde sólo impera el zompopo, la abeja negra, nubes de insectos, guacamayas y monos.
La familia de mulatos se agarró con todos sus hijos al terrenito sembrado de guineo. Pero fue inútil. Los arrancaron, los pisotearon, los despedazaron. Se agarró al rancho. Pero fue inútil. El rancho ardió con trapos, santos y herramientas. Se aferró a la ceniza. Pero fue inútil. Una veintena de energúmenos, al mando de un capataz de pelo colorado, los expulsó a latigazos. Las viejas mulatas, colgadas de sus lágrimas, se revolcaban como si les hicieran cosquillas, gritando, chillando, intentando defenderse con sus manos de higuerillo, heridas, golpeadas, sangrantes, para resistir aquel llover de látigo. Y los mulatos tostados de viejos, pelo entrecano sobre los cráneos redondos, salían borrachos de angustia, trastabillando, empujados golpeados, desposeídos, seguidos de la prole menuda, hijos, nietos que traducían el choque del cuerazo sobre las carnes de sus padres repitiendo, mientras lloraban de miedo bajo un calor de llaga, inarticuladamente: ¡chos, chos, moyón, con… cboss, chos, moyón, con…!
Los mestizos resistían. Dulce es la tierra donde uno nace. No tiene precio. Toda la demás es amarga. ¿Dejar así no más los guineales, los trapiches entre cañas en vicio, los venados que las escopetas detenían en misteriosa coincidencia de bala dominguera y animal raudo, las colmenas, los tepemechines, la hamaca? Las guarisamas al aire, lenguas-machetes que hablaban el único idioma que ahora se usaba por allí, puntazo y planazo, para hacerse entender rápidamente, marchaban con patachos de mulas cargadas de fruta hasta la estación de Bananera, donde paraba el tren frutero, para completar los embarques de bananos. Las patrullas les daban el alto y una y otra vez, interrogándoles de dónde sacaban la fruta, adonde la llevaban, quién era el dueño, cuánto acarreaban, todo para retardarlos y que el tren se les pasara, pues en este caso la fruta se perdía. Aguaceros hoy, calor de fuego mañana, crecidas de los ríos bravos, noches enteras avanzando con las bestias hasta la cincha el agua y el lodo, el criollo mantuvo su ritmo de entrega de bananos para los embarques. Ningún atraso, ninguna remora lo detuvo; él también era ambicioso. Le faltaban elementos de cultivo y de transporte. Pero los tendría, los compraría. Le sobraba la plata. Mal vestido andaba, pero no era miserable. No le gustaba la ostentación. Era silencioso por naturaleza, pero en su callar estaba hablando. Le gustaba el ocio, no la pereza. Detestaba el ruido y no conocía la prisa. La velocidad no le embriagaba. Y ante todo, no quería perder su libertad. Su pequeña libertad. Esa que nacía de su montura y de su gana. Cambiar de amo. Ir a trabajar por cuenta ajena, cuando él era su único patrón. Por ninguna paga. Y por eso, en la entrega de su guineo, para los embarques de fruta, vio la solución que compaginaba su querer ser él, sin depender de nadie, y tener en la entrega un medio de progreso.
Pero el empuje cedió, no se mantuvo al ritmo del arranque. Los grupos fueron llevados a los cuarteles, para el servicio, a los más bragados y por las aguas del Motagua empezó la bajante de muertos. ¿Dónde se ahogaban? ¿Cómo se ahogaban? Mujeres enguirnaldadas de lágrimas corrían a las playas a reconocer los cadáveres de sus esposos, padres, hijos, hermanos. Otras, con menos suerte, recibían los cadáveres de sus deudos medio comidos por el tigre, restos devorados de huesos y carnes fétidas o secas. Y otras, ¡ay!, debían apartar los ojos de la terrible e hipnótica luciérnaga que guardaban en las pupilas vanamente abiertas, los que caían víctimas de las serpientes.
Los huérfanos, más dóciles que sus padres, se enganchaban en los trabajos de las plantaciones. Otra de las muchas ventajas de liquidar gente revoltosa. Su muerte produce muchos braceros. Niños que la orfandad adelanta a hombres, adolescentes que el desamparo vuelve jóvenes, muchachones que por necesidad dragonean de adultos, todos resignados en el trabajo abundante y la paga inmejorable, resignados pero sin olvidar el ¡Chos, chos, moyón, con! de los mulatitos que sonaba en sus oídos a algo así como «¡Nos están pegando!»
¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños. ¡Chos, chos, moyón, con! ¡Nos están pegando! ¡Manos extranjeras nos están pegando!…
Donde se oía cuerpeaba la tierra algún civilizador con la gran helazón de la bala en el pecho. «¿Quién? Nadie. Sólito él se juntó a la bala. Su bala. Fue y se juntó con ella. ¿Para qué buscar quién?
El vuelo en embudo de los zopilotes, bajando en cerrado círculo, participaba su muerte; si no, ni el cadáver, como ocurría cuando ríos de lodo con dientes de hiena arrastraban los cuerpos, o cuando los cubrían ejércitos de hormigas coloradas, mundo en movimiento que les daba instantáneo color de hierro cascarudo.
¡Chos, chos, moyón, con!, grito de guerra hecho de la carne golpeada y el miedo de los niños.
El cadáver de un blanco no vale más que otro e igual se lo disputan aves, coyotes, chacales, insectos, y con qué poco gusto se entrega a sus atacantes. Los seres más extraños, más hambrientos, más dientudos, más uñudos, más voraces lo desintegran hasta dejarlo en palillos de dientes; sólo huesos, huesos que el sol de la jornada caldea como la sangre los caldeaba cuando sostenían al ser que se fue de ellos en las garras, en los colmillos, en las uñas, en los dientes de los que se lo llevaron a integrar otros seres.
Los negros no tienen el esqueleto negro. Al negro chombo que ayudó a quemar casas le tocó su onza de plomo. Escuchó el ¡Chos, chos, moyón, con! y se vino al suelo gimiendo, con gemido de mono corpulento. Del agujero profundo le manaba el borbotón de sangre remolacha. ¡Cómo habría gozado de verse el esqueleto de marfil, luna y harina, o un poco de color sucio del humo que se alzaba de los caseríos quemados por su brazo, como medida sanitaria, para arrancar de la tierra al hijo del país, borrar sus ranchos, borrar sus cerros, borrar sus siembras!
Y ya pitaba el tren por allí. El progreso: la «colamotora», como llamaban a las locomotoras, por ser toras que arrastraban colas de vagones de fruta por los ramales desviados hacia donde se descuajaba el bosque y surgía la plantación.
Colamotoras, incendios, teodolitos y los mestizos ya sólo con las ropas que llevaban puestas. Hubo que vender las chaquetas -de buen género las chaquetas- para pagar el gasto del último escrito en que se hacía ver que pueblos con cuarenta y cinco años de vida (Barra del Motagua, Cinchado, Tendores, Cayuga, Morales, La Libertad y Los Amates), dos de ellos constituidos en municipalidades que son las primeras de la jurisdicción, quedaban sin ningún elemento de vida, porque los agricultores nacionales, en su mayoría nacidos allí, eran expulsados por la «Tropical Platanera, S. A.», careciendo ahora de derecho hasta para cortar o sembrar una planta…
Todos echaban los ojos sobre lo que el letrado escribía, no porque entendieran, sino para dejar la fuerza de su mirada en aquellas letras y que del papel sellado se aclara su exigencia en derecho, su tremenda angustia de quedarse en la calle, y su esperanza.
– ¡Que ponga!… -decían-. ¡Que ponga!… ¡Que ponga!… ¡Que ponga! ¡Que ponga!…
– Sí, se va a poner eso… Eso ya está puesto… También eso se va a decir… Pero no hablen todos a la vez, no hablen todos juntos…
El resultado fue el de todos sus memoriales. No los leían o no les hacían caso. Siempre estaban en trámite y de repente a la canasta o al archivo.
– Leer y escribir para los pobres es inútil. No «mandes» a tu hijo a la escuela… -reflexionaban entre ellos-. ¿Para qué va a ir a la escuela?… ¿Que aprenda a escribir?… ¿Qué saca, si nadie le hace caso?… Escribirá…, escribirá… Sabrá leer…, sabrá escribir… Escribirá…, sabrá leer…, sabrá escribir… y todo inútil…
De entre las copas de los árboles pelados como en peluquería por podadores y jardineros asomaban los techos de las edificaciones, coronadas por torres para depósitos de agua potable. Oficinas, casas de los jefes, subjefes, administradores, empleados, hospital, hotel para visitantes, mundo guardado entre vidrios y cedazos que colaban el aire sin dejar pasar los insectos que como chingaste del trópico quedaban en las ventanas y puertas alambradas con aquel tamiz.
Pero allí mismo, en coladores más tupidos, también quedaba fuera, igual que borra, el universo del maíz y el fríjol, el pájaro y el mito, la selva y la leyenda, el hombre y sus costumbres, el hombre y sus creencias.
El fuego que en mano del español consumió las maderas pintadas de los indios, sus manuscritos en cortezas de amatle, sus ídolos e insignias, devoraba ahora, cuatrocientos años más tarde, reduciéndolos a humazones y pavesas: cristos, virgenesmarías, sanantonios, santascruces, libros de preces y novenas, rosarios, reliquias y medallas. Fuera el rugido, dentro el fonógrafo; fuera el paisaje, dentro la fotografía; fuera las esencias embriagantes, dentro las botellas de whisky. Otro dios llegaba: el Dólar, y otra religión, la del big stick.
Diez años. Medio katún, como dirían, siguiendo la cronología maya, los arqueólogos y chiflados con hambre de moscas de museo, tics y gafas, que llegaban a extasiarse ante los monolitos de Quiriguá, piedras gigantescas con bajo relieves de figuras sacerdotales y zoomórficas superiores a las egipcias. Medio katún. Diez años. Sobre el escritorio del Papa Verde, jefe supremo de las plantaciones, señor de cheque y cuchillo, gran navegante del sudor humano, hay alineados tres retratos: el de Mayarí, muerta en acción, como decía él mismo evocando su arrojo al lanzarse al río, acompañada de Chipo Chipó, para ir a un pueblo feliz a procurar las firmas de sus moradores contra las expropiaciones; el de doña Flora, con quien contrajo matrimonio, muerta también en acción, decía, irónicamente, por haber fallecido al dar a luz una niña que ocupaba, sobre su escritorio, el tercer marco de plata, Aurelia Maker Thompson. Tres retratos: Mayarí, su novia; Flora, su esposa, y Aurelia, su hija, internada desde muy niña en un colegio de monjas, en San Juan, capital de la colonia inglesa de Belice.
Manejando el flamante motocar del jefe, Juambo el Sambito lo condujo una vez más a la visita de las plantaciones. Esa vez iba acompañado de un señor de piel tan encarnada que daba la impresión de no tener pellejo, sino estar en carne viva quemándose por castigo al sol del trópico, y con el que Maker Thompson hablaba en voz alta, casi a gritos, por el ruido del motor y el rodar de las ruedas en los rieles. Los regatos pasaban bajo los puentes y qué sensación de libertad daba el agua suelta en contraste con los rieles que por allí tenían frialdad de barrotes carcelarios. El motocar se movía como saltamontes con ruedas. Sobre la plataforma, sentados en un escaño atornillado abajo, Maker Thompson con las piernas cubiertas por un plano de papel celeste, encerado, lustroso, y el señor en carne viva con un lápiz que le ayudaba a señalar en el plano lugares y distancias.
El recorrido duró toda la mañana. De vuelta al despacho de Maker Thompson, el visitante, tras desdoblar nuevamente el plano sobre un escritorio, dijo:
– Muy bien; pero mis abogados me han hecho saber que hasta la fecha no tenemos título legal para operar en estas tierras. Lo hacemos usando ilegalmente estos campos. No se puede seguir así.
Maker Thompson le salió al paso.
– Nadie, que yo sepa, dice lo contrario y la gente de por allá debe saber que hasta la fecha nada han podido hacer las municipalidades, porque sus reclamaciones no han prosperado en las altas esferas.
– Pero a precio de qué no han prosperado…
– A precio de oro, naturalmente…
– Eso no es correcto…
– ¡Nada de lo que la compañía ha hecho en estos países es correcto; y no por carecer de títulos vamos a dejar abandonados los cultivos, las instalaciones, y lo que es más, el ferrocarril!…
– El ferrocarril no nos pertenece. Pertenece al país y está casi concluido.
– ¡Quién sabe!…
– No, señor Maker Thompson; debe conseguirse el título de las tierras, hay que obtener la autorización legal para seguir operando.
– Eso se obtendrá con la compra de los peces grandes…
– No sé cómo se obtendrá; pero mi opinión es ésa… -y el despellejado caballero se detuvo frunciendo las cejas rubias para fijar a la distancia sus ojos pálidos color celeste-. Y… algo más: esa política de soborno que usted preconiza, no es de mi gusto, me enfada, me da vergüenza. Duele verse uno la cara al espejo cuando ha estado en Centroamérica, donde arrebatamos las tierras a los que las poseen pacíficamente, y hacemos muchas otras cosas cubriéndolo todo con el unto del metal amarillo, oro que hiede a merde, porque eso hemos hecho, transformar el oro en porquería… He conversado con toda la gente desposeída por usted y tengo mi documentación lista…
Geo Maker, mientras el visitante hablaba y hablaba, lo medía con la mirada, olvidándose del fósforo que había encendido para dar fuego a su pipa, hasta que la llama le quemó los dedos. Lo arrojó violento, echóse saliva en las yemas del pulgar y el índice, y no dijo nada. Sólo después de breves instantes, añadió:
– ¿A qué hora parte usted?
– Debo quedarme, si ustedes no tienen algo más que yo deba inspeccionar.
– Efectivamente, falta que vea usted las plantaciones de la «Vuelta del Mico». Son las mejores. No le llevé esta mañana, porque no nos hubiera alcanzado el tiempo para ir y volver. Quedan un poco lejos. Pero esta tarde, después del lunch, podemos aventurarnos.
En el motocar, mientras los señores lunchaban, esperaba Juambo el Sambito comiendo bananos. Pelaba la fruta con parsimonia y luego se engullía hasta el galillo la candela de crema vegetal en que la seda y la vida van juntas. Un banano tras otro. Babasa de lujo le rezumaba de la boca, por las comisuras de sus labios gruesos, ligeramente morados. Cuando le chorreaba por la quijada, ya para resbalarle el güergüero se sacudía, moviendo la cabeza, de un lado a otro con fuerza, o se limpiaba con el envés de la mano. Y otro banano, y otro banano, y otro banano. Ellos, los jefes lunchaban; él, Sambito, comía bananos.
– Juan se vendió… -allegóse a decirle un desconocido, o si tal vez lo conocía, no lo reconoció; tan cambiado andaba andando.
– ¡Juambo vendido, no! ¡Sambito el mismo!
– Y eso que su apelativo es Sambo, si fuera Smith…
– Pero no por zambo…
– ¿Y por qué entonces?
– Porque me da la crisis… Sambito, mal Sambito… Sambo no vendido. Juanito vigila. Come «mañano» y vigila.
Al oír el desconocido el cambio de «Sambo» y «Juambo», «Sambito» y «Juanito», se le acercó más:
– ¡Chos, chos, moyón, con…'. -susurró, como santo y seña, y después de volver la cabeza a todos lados, para ver si había alguien cerca en voz aún más baja, imperceptiblemente casi, le sopló al oído-: Esta noche vamos a limpiar a tu jefe, le llegó el turno y ése que vino de visita diz está a nuestro favor y quiere devolvernos los terrenos; «vos» cuando el gringo Geo esté durmiendo, haces que te da el ataque y aullas como chucho que ve llegar la muerte para el amo.
Al ver que se aproximaba uno de los jefes al motocar alejóse el vagabundo desnudo -sombrero, taparrabo y nada más- no sin antes despedirse con el grito de guerra hecho de carne golpeada y miedo de criatura. ¡Chos, chos, moyón, con…! Un esqueleto de huesos negros por la quemadura de los soles y el relente nocturno, humedad de baño de temascal que de noche lo sigue quemando todo.
– Juambo… -dijo Maker Thompson, quitándose el sombrero de corcho para darse aire y abanicándose la cara con la ligera prenda, ligera no obstante abultar mucho en la cabeza-. Juambo, ¿qué tal está la «Vuelta del Mico»?… ¿Se puede ir?…
– Sí, jefe, pero siempre es peligrosa. El motocar éste es muy grande para dar la vuelta, y hay que hacer la maniobra de sacarlo de la vía, cargarlo y echarlo en los rieles después de la curva. La otra vez, por no hacerlo así, por poco nos matamos con los caporales de la bomba de agua.
– Pues, ni la otra vez se mataron ni esta vez nos mataremos nosotros. Vamos a ir con el caballero, visitante a conocer las plantaciones de por ese lado y no es cosa de anclarse bajando para esos trasbordos, de bajar del carrito, volverlo a poner y seguir, porque nos desacreditamos. Va a decir ese hombre: ¡qué descuido! ¿Por qué no amplían esa curva?
– Eso como usted mande, pero ya de antemano le digo lo que puede pasar. Si se desacarrila en la Vuelta, lo fletado es que de un lado podemos caer contra el paredón del corte de peña que allí hicieron y nos destripa el mismo carro, nos hace tortilla; y del otro lado rodamos al barranco, que tal vez es peor.
– Te falta práctica, Sambito.
– Quizás es eso…
– Y en ese caso, ya para llegar a la «Vuelta del Mico», yo voy a tomar el gobierno del motocar… Ya verás cómo se hace… y de paso, te enseño y aprendes…
– Uno más, uno menos…
– ¿Qué decís?
– Nada…
Pero al «¿Qué decís?», ya Geo le había descolgado un latigazo con el bastón de manatí que le acompañaba siempre, además de la mancuerna de pistolas.
– Uno más, uno menos…
– Un Sambito más, un sambito menos… Digo yo, patrón.
– Creí que decías que uno de nosotros más o menos, qué importaba.
El honorable visitante, pellejo de ratón recién nacido, tan colorado que parecía en carne viva, subió al motocar para sentarse al lado de Maker, en el escaño de los pasajeros y Juambo, a una señal del jefe, puso en marcha el vehículo. Antes de salir de la vía principal, frente a las bodegas, hubo que hacer swich, para tomar el primer desvío hacia la izquierda. El sol desflecaba la sombra de los cocales. Pastos amarillos. Cactos. Izotales. Lejanas filas de palmeras. Y a la espalda de los edificios, lo de atrás descolorido, ahumado, como si los nubarrones dejaran en ellos cicatrices de ventosas. Una chimenea alta con mechón de humo negro. Otra más baja también humeante. Chozas. Regatos. Puentes de hierro, sin barandales, sólo para el paso de los rieles. Tierras anegadas, bosques húmedos, fronda acolchada, caliente. Bóvedas de palmeras al paso entre montañas. Fuga atontada de los cochemontes al asomar el carro que va que el diablo se lleva. Vuelo de grandes aves de carne mansa. La violencia de un plumaje púrpura. El celeste convulvulo de una paloma que no es flor, porque se mueve. Monos de colas prensiles disparándose en bandadas alharaquientas. Lianas, bejucos, algunos gruesos como la pierna de un hombre. Flores en ramos disparadas a mansalva contra la tarde sepia. Y otra vez el campo abierto para dar ámbito a las plantaciones. Nubes y nubes de azafrán dorado. El lujurioso silencio de la carne verde, esperanzada en brotes, tallos, hojas y racimos. Las geométricas líneas, lógicas y solas, de las filas de plantas de banano, cortadas al horizonte por bosques confusos y sin orden, auténtica respiración de la tierra encerrada en las plantaciones, sometida, aprisionada, condenada a que se le extraiga hasta la última gota de vida.
Al aproximarse a la «Vuelta del Mico» ¡qué glotonería de verde devorándose todo lo visible e invisible! Nada más que verdes. Pero no el verde plácido que se contenta con beberse el aire que le queda cerca, beberse y comerse la atmósfera que lo circunscribe. No. En la «Vuelta del Mico», los verdes glotones no sólo mascaban y tragaban cuanto les rodeaba, sino que comían bajo la tierra con raíces de agua verde y se hartaban del horizonte al reflejar su verdura fluida en las franjas solares de la caída de la tarde, esas franjas que flotaban sobre los campos. El cielo alzaba su franja azul, muy alto, para salvar su pura inmensidad dormida en el temblor del ocaso de aquella insaciable presencia de campos, tallos, raíces, hojas, aguas, piedras, frutos, animales, todo de color verde.
Juambo, al aproximarse a la «Vuelta del Mico», ya le había dado el manejo del motocar a Geo Maker Thompson y a favor de la velocidad que llevaban, impulsado por el viento, de dos saltos se llegó a la parte de atrás de la plataforma que rodaba como una balsa arrastrada por el más rápido de los rápidos del Motagua.
Todo le hacía presentir al Sambito que, no obstante ser el jefe para él infalible, en aquella prueba iba a… a… a… La «Vuelta del Mico» se divisaba próxima, más próxima… Entre paredones de peñas y barrancos se encallejonaban los rieles en aquella curva maldita… Al paso del motocar, al lado de los terraplenes, resbalaban arenas igual que hilos de costuras que se corrieran, con el mismo ruido del hilo que se va…, hilos de piedrecitas y arenas que caían… Otras veces piedras, otras chorros de tierra, casi derrumbes… Tan ligero, tan aprisa, tan locamente iba manejando el jefe…
Juambo empezó a rezar:
– San Benito, salva a Sambito… Sos negrito, San Benito, pero Juambo es mulato, casi negrito… Salva al Sambito… San Benito, San Benito, San Benito…
La curva. No hubo tiempo. Juambo saltó hacia atrás al ver que el motocar, sin gobierno, empezaba a salirse de los rieles, antes de ser despedido, como si las ruedas, en la elástica voluntad nacida de la velocidad que llevaban, hubiesen querido juntarse y tener cabida en el codo de la vuelta cerrada.
El jefe, prendido de unas ramas y bejucos, se bamboleaba sobre la vía entre el polvo calizo, mientras el vehículo, con el honorable visitante, se precipitaba en el vacío dando una, y otra, y otra vuelta…
– ¡Se volcó!… ¿No le dije?… -vino Sambito a gritar a Geo Maker, que de un salto acababa de caer a la vía, desde las ramazones y bejucos en que se quedó prendido.
Precipitadamente, ambos corrieron al borde del terraplén, buscando en el abismo al motocar y al visitante…
Sólo se veía un camino de árboles desgajados y ramas decolgadas, por donde se desprendió el motocar antes de enterrarse en un arenal, donde quedó con las ruedas para arriba, libres, girando.
Sambito se lanzó mitad colgado de las ramas, mitad resbalando, por la ladera, en busca del visitante. No se veía nada. La penumbra del anochecer tupía las ramazones. Se detuvo varias veces, para apagar sus pasos y afinar el oído. Pero aunque hubiera tenido filo en las orejas no habría escuchado nada, porque el honorable visitante ya no era de esta vida. Así le pareció; pero no, todavía alentaba sobre un piedrón, boca arriba, los párpados fríos, la boca entreabierta, el cuerpo aguado. Dio de gritos llamando al jefe para que se apresurara, acompañado de la gente que con su silbato logró reunir, hombres que tras él, más curiosos que solícitos, fueron barranco abajo. Hubo que improvisar un medio camino a filo de machete para sacarlo. Luego, entrecruzando los brazos para formarle media cama, sin hamaquearlo mucho, fueron sacando al resquebrajado, de pellejo de cera rojiza que, en lugar de derretirse con el calor, se enfriaba.
Se le colocó en la vía, sobre una parte suavecita del terraplén de arena, mientras alguien iba a caballo a que mandaran otro motocar. Tras el jinete se fue, en ancas, Juambo, para regresar manejando. La noche cerrada. Los pasos de las fieras. Hubo que encender hogueras. Maker Thompson, por precaución, subió a uno de los árboles para montar guardia, con sus dos pistolas listas. El ataque para él no vendría sólo del lado de las fieras; también los hombres eran sus enemigos. El honorable visitante respiraba agónico, ahogándose, cristalizados los ojos celestes, las babas secas en los labios, el pelo sucio de tierra vegetal y arena. Un trasegado mutismo de los presentes, ese mutismo que se comunica de una persona a otra cuando alguien lucha entre la vida y la muerte por subsistir. Murciélagos, insectos. Murciélagos que avanzaban por pares y, al dividirse, al bifurcar su vuelo, parecía que se partían en dos. Otros curiosos. Increíbles. Les parecía una cosa increíble que uno de ellos hubiese muerto de esa clase de muerte que sólo estaba reservada a los peones, a los hijos del país. Uno hoy y otro mañana, aplastados como bestias, en los descuajes de los bosques, en la movimentación de la piedra. Los que no tenían familia ni cruz les ponían. Al hoyo y a saber quién fuiste.
En el motocar que trajo Juambo volvieron el honorable visitante gravemente herido -no recobraba el conocimiento- y el jefe con la pipa en la boca. Entre los claros de las plantaciones y los cruces emboscados, las estrellas se amontonaban y les saltaban por encima a millares. Llegaron. La noticia del accidente había cundido. De las casas alegremente iluminadas salía la gente a verlos. Enfermeras y médicos les esperaban enfundados en delantales y gorros blancos.
– ¡San Benito, gracias porque salvaste a Sambito; no es negrito como vos, pero es casi negrito! -repetía Juambo a quien todos preguntaban detalles de la tragedia.
Lo primero que Sambito ponía en claro era el milagro de San Benito; luego que no iba manejando él, sino el jefe, el señor Maker Thompson, y en tercer lugar, que a cualquiera le habría pasado lo mismo por ser muy cerrada la «Vuelta del Mico».
– Yo salvé -explicaba Juambo- porque salté a tiempo, milagro de San Benito, y el jefe porque se quedó prendido, agarrado, colgando de una rama y bejucos. Si no atina a eso, se va con el otro míster…
El honorable visitante, Charles Peifer, no recobró el conocimiento. Lo entraron y sacaron de la sala de operaciones sin tocarlo. Fractura de la base del cráneo.
– ¡San Benito, gracias porque salvaste a Sambito; no es negrito como vos, pero es casi negrito! -seguía repitiendo Juambo.
Vagos contornos de serranías lejanas emergieron al salir la luna. Ladraban perros nocturnos. Luces de lámparas de sombreros de cucuruchos explayados, aplastaban toda la claridad de los focos sobre las mesas de billar. Brillaba el paño verde, las bolas de marfil. Los jugadores y los mirones cambiaban palabras. Sambito le rozó el codo a uno de los mirones, y éste, al sentir y ver de quién se trataba, haciéndose el desentendido se rascó largamente la nalga.
Juambo no esperó mucho en la esquina a don Chofo; sólo que éste le apareció de la sombra y él estaba parado en la luz de la puerta. Y se fueron juntos a un monte, sin hablar palabra, mojándose los pies en el sereno caliente.
Varios, no sólo don Chofo, lo interrogaron sobre el accidente. No lo veían muy claro. El honorable visitante, según comunicado que tenían, era partidario de que se les hiciera justicia en lo de las tierras. Pero los elementos que sobre el suceso proporcionaba Juambo no dejaban lugar a dudas. Fue una desgracia originada en la imprudencia de Maker Thompson y podía sobrevivir y dar su informe en los Estados Unidos, lo que al fin y al cabo era una esperanza.
Los Esquivel, meteoros en potros de sangre peruana, dos hermanos primogénitos del mismo padre en distinta madre, y tres primos, opinaban abiertamente contra el pacifismo suicida de don Chofo.
– ¿Qué hace uno si lo van a sacar de su casa? Rechazar a la fuerza con la fuerza. Bueno. Por esperar la protección del gobierno nada hicimos, pero aún es tiempo, siempre que se haga algo efectivo.
– ¡Hay que echar bala!… ¡Hay que echar bala!… ¡Hay que echar bala!… -movía cada uno de los Esquivel la cabeza al decir así, el sombrero apelmazado en el pelo.
– ¡Sólo las mujeres gritan socorro! -protestaba otro con los ojos lechosos de algo de pus que le pegaron los moscos.
Don Chofo salía al paso defendiendo su política:
– Socorro no hemos pedido a naiden; una cosa es pedir socorro, me parece, y otra reclamar por vía legal a lo que uno tiene derecho.
– ¡ Son babosadas!
Y otro:
– ¡Puras babosadas! Aquí, en el monte, la ley es otra y el que tiene bien cabal lo que Dios le dio no anda en reclamos de legalidades. Sacarlos a balazos es lo que queda.
– Todo eso estaría muy bien, pero yo soy partidario de Chofo, porque no es con ellos, sino con las escoltas que habrá que pelear. ¿Qué nos sacamos, voy a ver yo, de troncharnos soldaditos?
– Los representan a ellos porque los defienden, soldados de la injusticia. A mí, si mi mismo hermano los intentara defender, con ser mi hermano me lo doblaba. ¡Caritativo con los soldados me resultó el fulano! ¡Quemémosles por lo menos las casas, que el mismo fuego de ellos tenemos nosotros, el fuego no es de ninguno! ¡Chingado, es que le hierve a uno la sangre!
– ¡Vos, Manudo, sos de los nuestros, nuestros! -dijo uno de los Esquíveles.
– ¡Pero ya no para echar Ermitas, que vayan a donde los parió su madre! ¡Yo, muchachos, voy con ustedes a donde ustedes quieran, a donde me lleven, si con gringos muertos hay que mandarle decir a Dios que no hay derecho a lo que están haciendo con nosotros!
El mayor de los Esquivel, Taño Esquivel, dijo tartajeando:
– ¡Ve que de a som… sombrero, los gri… grin… gringos estos le güe… güe… «güevean» a uno cuanto pueden, le… le… levantan fortuna robando y des… pues… pues… dicen que que son hombres prác… prácticos, de ne… ne… negocios!
– Toda la razón la tenes vos, Taño Esquivel. Medio mundo abre la boca ante lo rápido que los yanquis hacen sus fortunas, por ser gente de trabajo, dicen, y no por piratas, que es lo que son…
La esfera del cielo, tiniebla de manso caudal, empezó a girar lenta. No pasaba el tiempo. Los ojos se tropezaban con las estrellas que siempre estaban en el mismo sitio parpadeando. Un ligero rumor de viento en las ramas de los cocales.
Sin recobrar el conocimiento, el honorable visitante murió al amanecer.
Maker Thompson hablaba a gritos, como si hablara con la más lejana de las estrellas, para comunicarse por teléfono a Chicago. Apenas había variado la posición de la esfera. Estaba donde mismo la misma estrella lejana.
Los grupos de descontentos, al saber la muerte del honorable visitante, Charles Peifer, se dispersaron. Sambito trajo la noticia. El jefe pensaba partir en el primer tren de carga que pasara llevando el féretro, para embarcarlo antes que zarpara el vapor «Turrealba».
El mar celeste pálido, del color de los ojos del honorable visitante, Charles Peifer, cuyo cuerpo envuelto en la bandera de las estrellas y las barras fue llevado a bordo por la oficialidad, dando un breve descanso a las recuas de hombres desnudos, quebrados de la nuca, cimbrándose de los riñones a los pies bajo el peso de los racimos de bananas que transportaban en los vagones del ferrocarril estacionados no lejos del barco hasta sus bodegas, desde antes que amaneciera, a luz de los reflectores y lámparas de luz de porcelana muerta. Mestizos, negros, zambos, mulatos, blancos de brazos tatuados. El peso de la fruta los trituraba. Al final de la jornada bochornosa quedaban como seres atropellados, sobre los que hubieran pasado trenes y trenes de banano.
Desde la madrugada en que Maker Thompson embarcó el cadáver del honorable visitante, Charles Peifer, cerrados sus pálidos ojos celestes, borrado lo sanguinolento de su cara y sus manos; desde que lo dejó en el «Turrealba», extraterritorialmente ya suelo de su país, no volvió al puerto hasta años más tarde en que vino a encontrar a su hija, Aurelia Maker Thompson. Regresaba de Belice, después de terminar sus estudios, convertida en una señorita.
El sentimiento paternal regaba su cuerpo de ternura amorosa, como si le hubieran devuelto la sangre que circulaba por sus venas cuando tuvo entre sus brazos a Mayarí, después de la prueba del islote, única debilidad de su corazón. En quince años no había vuelto a sentir lo que sentía ahora que regresaba su hija. Paseaba por el horizonte su mirada ansiosa o interrogaba a Juambo a cada momento.
– ¿Ves algo, Sambito?
– No, jefe, para mí no es hoy que viene.
– ¿Y el telegrama?
– Eso sí. Entonces sí viene.
Pero al recorrer el horizonte de la bahía, herradura empapada en espumas azules, hundiendo sus pupilas en la luz dormida que se alzaba de las ensenadas y en la distancia tibia, sus ojos se juntaban como las agujas de un reloj sobre la palma del islote en que fue tras ese ser de sueño que se vistió de novia para desposarse con el río, y la llamaba, secretamente la llamaba: -¡Mayarí! ¡Mayarí!…
– ¿Qué dice, jefe?
– Que si ves algo, Juambo…
– No veo nada…
Sólo de los amores sin carne queda recuerdo. El día transparente, caluroso. La orgía de colores. El vuelo sosegado de los pelícanos. Los ámbitos robados a las esponjas. Aquí estaría Mayarí esperándome, si yo abandono las plantaciones y me vuelvo al mar, como el trujillano a pescar perlas. Y la premiosa nave imaginaria en que él se veía volver de las islas se esfumó en el mar dulce de su pensamiento a las voces de Juambo. Sus ojos habían vuelto a juntarse como las agujas de un reloj sobre el petrificado islote y no quería oír al Sambito anunciándole una embarcación de poco calado en el horizonte.
Mayarí… No, no era Mayarí la que volvía… No era a su novia a la que esperaba…, sus carnes de madera naranja, sus ojos dormidos de pupilas de ébano entre las pestañas sedosas…
Aurelia surgía del internado de un colegio de hermanas educadoras, prematuramente envejecida. El cabello tremado a la espalda en un buey de pelo lacio. El cuerpo sin forma, longo, como si no fuera su cuerpo, sino un tubo envuelto en un uniforme gris, por el que ella pasara a asomar la cara orejona en un extremo.
¡Qué poco tenía que ver este ser con el retrato que él lucía sobre su escritorio! En el retrato era una niña, no bonita, pero graciosa. Aurelia advirtió la decepción de su padre y éste, al darse cuenta, le soltó de mal humor que era la indumentaria la que la hacía parecer otra, no la que él esperaba, más compuestita, más coqueta…
Hundiendo el cacho de su pipa en su sonrisa amarga, Maker Thompson se dijo: «Y como las desgracias no vienen solas, viene con anteojos.» Las gafas que usaba su hija para corregir un defecto focal, la envejecían más que el peinado, los modales y la indumentaria inglesa.
También el Norte que les azotó fuera de la bahía. Cuando Aurelia se repusiera de aquella navegación movida, algún color le asomaría a la cara, no aquella palidez de mestiza palúdica en la que brillaban los aros de los anteojos, aunque más le brillaban los dientes fuertes y hombrunos.
Juambo sacó el poco equipaje que traía, el jefe de la Aduana ordenó que no se registrara, y lo fue llevando al motocar en que padre e hija tomaron asiento en el escaño: ella, escolar y distante; él, desencantado y confuso.
Las palmeras, mechones de mar verde en anillados cuellos de jirafas, se fueron quedando atrás, fundidas en el resplandor de la bahía, rápidamente, a la velocidad del motocar que se alejaba del puerto de calles de barro seco, chozas, casucas, edificios.
El Sambito se rió de la señorita Aurelia para adentro. Para eso tenía la jeta grande, para reírse con los dientes desnudos en carcajada silenciosa detrás de sus labios. Mulato mañoso. El mismo se llamaba así, a sabiendas de que esas mañas eran parte de su vida. Esas y otras de la mafia negra y la santa fe.
– ¡A la niña Aurelia la persignaron aullando! -comentó con sus compañeros de pieza: vivía en el pequeño edificio de los capataces de la bomba de agua-. ¡Aullando es que la persignaron!…
El mimo de la libertad, la alimentación abundante, el trópico, la natación, las caminatas a caballo, los cócteles, el whisky, el cigarrillo y los secretos de belleza fueron cambiando a la longitudinal Aurelia en una joven de gran hermosura, morena, jovial, alegre, que de sus años de internado en el colegio de monjas de Belice sólo conservaba el inglés tartamudeado de las clases privilegiadas británicas.
Trataba a su padre de igual a igual, lo que facilitaba todo. Para Aurelia su padre no era el señor Geo Maker Thompson, sino Geo Maker, simplemente; y a decir verdad, qué bien se sentía Geo Maker en el nombre lacónico que le daba su hija, qué cerca de las cosas sencillas, qué ágil, sin el peso del pasado ni las responsabilidades y preocupaciones de su cargo, y eso que siempre estaban hablando de negocios, como contratistas, lo que exasperaba al joven arqueólogo Ray Salcedo, un yanqui moreno de origen portugués, enviado por una institución científica para estudiar la evolución del bajo relieve en las estrellas de Quiriguá.
– ¿Qué miras en esas piedras que nosotros no vemos? -inquirió Aurelia cuando el arqueólogo aceptaba tomar el té en su casa o iba ella al anochecer al bar del hotel de la compañía, que no quedaba lejos y donde aquél se hospedaba con sus libros, planos, cámaras fotográficas, colecciones de ídolos y jades, pedazos de cerámica y piedras talladas.
Palmeras, amates de hojas pintadas y cactus, flores y arbustos fragantes, enredaderas de jazmincillos en forma de estrellitas blancas, olorosas hasta causar opresión, y de flores caprichosas a modo de espuelas, rodeaban la casa de Aurelia, a cuya puerta más de una vez quedó como olvidada hoja de planta triste su mano en la mano de Salcedo. El calor los acercaba, el silencio, la violenta angustia que produce el trópico.
– Sí, dime, ¿qué le miras a tus piedras?
– Chiquita…
Los senos de Aurelia, como los bajo relieves cuya evolución él estudiaba, parecían adquirir una dimensión más en su redondez de piedra caliza, tersa, dura, de frágil eternidad.
– A mí me da vergüenza no entender… Es todo tan complicado… Malo, no me explicas…
– Lo más sencillamente posible. El bajo relieve…
Aurelia adelantó sus senos y dijo, imitando la voz de profesor que acababa de adoptar el arqueólogo:
– El bajo relieve…
– ¡Bajo relieve, niña!
– Si lo hago para que no me expliques… Adiós…, es tarde… Geo Maker no apaga su lámpara hasta que yo vuelvo… Pero está para marcharse de viaje a Chicago y entonces junto a los monolitos, me explicarás lo de tus bajo relieves.
La noche estampillada de estrellas, como un sobre negro con sellos de oro en que fuera escondida la felicidad humana, cerraba el horizonte. ¿Qué contenía el aire tórrido, quemante? ¿Qué perfume desconocido de horno de quemar perfumes? ¿Qué sueño vegetal giraba con los astros?
Ray Salcedo volvió al hotel. Tenía hambre y devoró dos sandwiches, tres sandwiches, seis sandwiches y muchos vasos de cerveza.
Al pasar para su trabajo al día siguiente, botas, sombrero de corcho y todo lo necesario, entre las hojas de las enredaderas asomó una hojita morena llamándole como todas las mañanas. Se detuvo y subió a saludar a la planta de esa hojita que, tendida en una hamaca, le esperaba para quejarse con él del calor, de los mosquitos, de lo larga que se hacía la jornada sin tener con quién hablar, todas quejas superficiales de niña que quiere que la mimen, pues al marchar Ray Salcedo al encuentro de sus sacerdotes de piedra, empezaba la persecución de los cristianos con su padre, para que le pidiera libros que trataran del arte de los antiguos mayas.
– ¿Ya no te interesan los negocios?
– No. Ahora me interesa lo bidimensional en los bajo relieves de Quiriguá y el enigma de los jeroglíficos que no han sido descifrados, la geometría de las ciudades ceremoniales… ¿Has oído hablar de Nacúm? Pero, por de pronto, quiero que me acompañes a Copan…
– A mi regreso de Chicago, todo lo que se te antoje. Ray Salcedo debía acompañarte. ¿Por qué no se lo pides?
– Ya él estuvo en Copan y de aquí sigue a Palenque.
Y sin más brújula que el corazón de Aurelia, el paseo matinal o vespertino a caballo, en compañía de su padre, antes a las plantaciones para calcular la riqueza que tenían a ojo de buen bananero, terminó en diaria visita a las esteras de Quiríguá, fundada en el siglo de oro de la cultura maya, donde el arqueólogo moreno de pelo negro y ojos verdosos no parecía estudiar, sino esperar que de los labios de los sacerdotes de piedra surgiera la clave que les permitiese descifrar el secreto milenario de las edades.
– La vida está hecha de comienzos sin fin… El fin, al fin llega, pero, mientras tanto, todos son comienzos… -reflexionaba Geo Maker de regreso, en vísperas de su viaje, la cabeza bajo el aludo sombrero de cow-boy, entre las hojas de los bananales, al compás de un himno religioso que cantaba su hija. Los caballos prestaban a sus cuerpos el movimiento ondulante del anochecer de ir cabalgando un río.
– ¡Jisé, musié!… -exclamó Juambo todavía con la boca en chumchucuyo después de tragarse el silbido a la puerta de la lavandería apenas entornada y se paseó los dedos por la cara con santiguadas de patas de araña.
Si el buen criado ve sin mirar y oye sin escuchar, Juambo ni miró ni escuchó, bien que fuera todo ojos y tímpanos, la parte de su persona que no estaba al servicio doméstico, mirando más de lo que veía y escuchando más de lo que oía, actitud de espectador ansioso en la que se mantuvo antes de batir su desaprobación con la cabeza, molinillo con pelo en motitas de espuma de chocolate quemado, y gesticular en silencio, con córneas y los dientes unidos al desorbitar los ojos y encoger el labio superior.
Alejóse de la puerta. Guarde Dios lo fueran a encontrar espiando, tunda de golpes y bofetones la que le daban, antes de mandarlo a hacer gárgaras de muelas y sangre, o… no le pegaban, pero al sentirse sorprendidos se descaraban con él, para que les sirviera de tapadera. El piso crujía bajo sus pies entre el bullido de chorlos, sanates, calandrias, chorchas, pericas que poblaban de amor la vecindad del cielo, en las ramazones de los árboles de hojas color de miel verde y flores coloradas, revoloteo dichoso que también se oía bajo el techo de la lavandería, no sólo encima, entre la ropa, donde la señorita y el arqueólogo…
El domingo no se levantaban las persianas de ese lado de la casa y nadie asomaba por allí, salvo Juambo. Venía a media mañana, en traje de excursión, silbando el vals Cadalso sin saber qué le gustaba más, si la música o la letra.
¡Baila, baila este vals que yo valso
sin dejarte poner la peluca
del Buen Rey que perdió en el cadalso
la corona, la testa y la nuca!
«¡Baila, baila este vals del cadalso,
soy la muerte, tal vez lo adivinas,
la corona de Francia me calzo
y de Cristo, corona de espinas!»
Pero si no sabía qué le gustaba más, la música o la letra, lo cantaba un paisa de Omoa, tampoco podía decir el Sambito si los domingos se asomaba a la lavandería por la toalla o por olfatear el olor de las lavanderas impregnado en el local, como un olor del sábado, más fuerte que el de las lejías y más a su gusto que el de la brea y el barniz del machimbre del cielo recalentado por las láminas de cinc.
Los hueles de hembra -huele-de-noche, huele-de-fiesta, huele-de-siempre- avivados en aquel baño de calor caldoso, hacían sentir a Juambo su soledad de mulato baldío, condenado a ser zonzo por estar al servicio de Maker Thompson, de quien era algo así como su mujer desde que enviudó. No por nada malo, sino porque le servía al pensamiento, le obedecía ciegamente y le temía más que a Dios. El patrón lo rescató de las garras del tigre, cuando sus padres lo abandonaron en el monte para que el tigre se lo comiera, luego lo crió como hijo de nadie en su casa, y como del susto de lo del tigre le quedaron los ataques del mal de sambito, lo curó amenazándolo de muerte con el revólver ya levantado el gatillo y apuntándole al corazón cada vez que le amenazaba la crisis, pues en lugar de zangoloteo, sólo le bajaba por todo el cuerpo un sudorón hediondo a miedo helado, a meados fríos, a lo que «jieden» las personas en la agonía.
Se santiguó de nuevo ya lejos de la puerta al pensar en el patrón. Nos mata a todos si lo sabe. Por fortuna que no está en el país, anda en el extranjero, en Chicago… ¡Nombrecitos los de algunos lugares de por «ái»!… El nació allí, pero mejor le llamaran Chicomo.
Más que las mujeres, al mulato le gustaba el vaho de la hembra, ser que se desangra y se trasvasa con la luna. Y su domingo era olfatear el huele-de-hembra reden bañada que se encerraba en la lavandería mezclado al tufo ácido de azul de jiquilete con que le azulaba la ropa blanca, para poder darle a probar lo que era el cielo, y que quedara más blanca, como se hace con las nubes que se azulan en las tardes para que amanezcan inmaculadas. ¿Qué mayor gusto para un hombre solo que abandonarse en lo que allí quedaba de carne prieta olorosa, de manos suaves por el contacto acariciador de la espuma, algo quemadas por lo cáustico del jabón, brazos roillos de torcer la ropa antes de tenderla, hermosos ojos espejeantes por el reflejo de la corriente fluvial en que vivían, risas como dentelladas y habla de lava de volcán que baja quemando lo que toca, sin dejar cristiano con pellejos?
El gusto de Juambo los domingos era entrar, estarse un rato en la lavandería y salir con esa toalla que olvidaba siempre. La del lavabo del comedor. Sólo que esta vez se tuvo que tragar el vals Cadalso y volverse a esconder, como si le fuera a dar el ataque, a chuparse los dedos para probar la suciedad ácida de sus uñas.
Montañas de sol blanco, como sí en lugar de la ropa hubieran entrado el sol para amontonarlo en la penumbra, universo de sábanas, pañuelos, servilletas, manteles, sobrefundas, crujientes como hojas secas bajo sus cuerpos. Aurelia alargaba el cuello y torcía la cabeza hacia atrás, para dejar todo el espacio de su hombro amoroso a la frente de Salcedo que la veía cerrar los ojos, víctima sobre la piedra de los sacrificios, tras probar el aire con sus pupilas, como si fuera la última vez que lo miraba todo. (El sacerdote, ataviado con el traje más suntuoso, hunde el cuchillo de obsidiana, fría lágrima de la tierra, la tierra llora pedernales, y extrae el corazón caliente como un pájaro de fuego.) «¡Desquitarse!», decía ella. «¡Oh, sí, desquitarse!…» Irrealidad de las materias, lino y algodón, empapadas en el denso aroma de los tamarindos, sobre las que su capricho vengaba el tiempo que estuvo en el colegio sin jamás verse el cuerpo… «¡Oh, sí, vengarse, desquitarse!», repitió Aurelia, mientras su boca gemebunda buscaba la de su compañero hasta encontrarla junto a las cascadas de sus pupilas verdes volcadas sobre ella. Vengarse de su padre que ni la mano le dio cuando la fue a encontrar al puerto, cuando volvía del colegio después de muchos años de ausencia, pero su orfandad la sintió más, le dolió más, cuando su padre la hizo sentir que no era bella… Una pobre descolorida con anteojos, pelo lacio en una trenza prieta y ropa de tela gruesa como tumba. «¡Oh, sí, vengarse, desquitarse!»… El tósigo del sudor le salaba los besos, pero no por eso era menos dulce aquella entrega total, enloquecida, en la que ella se cobraba de todo lo que le habían hecho. Chasquidos de besos latigueantes, gotas de llanto en las pestañas… Vengarse de ser… de la crueldad de los que nos dieron la vida… (su papá… ni siquiera le dio la mano y ella volvía de tan lejos, del internado de donde vuelven los huérfanos, como de un mundo decapitado)… y de no ser más que eso, lo que eran, y faltarles ser todo lo que no eran al ir tocando fondo, anudados más y más en la frontera del sollozo… El amor carnal tiene no sé qué de venganza…
Juambo se desabrochó la camisa dominguera y fue en busca del grifo. Empaparse la cabeza que le estallaba, abierto todo el chorro para que le cayera con fuerza en las orejas, la nuca, la espalda y le corriera por allí hasta la colita. Apagarse las orejas que sentía como sopladores que han estado avivando el fuego, remojón que le alcanzó la cara cuando volvió un cachete, cerrados los ojos, paseó el chorro por su nariz, entre resoplidos y balbuceos, para terminar con un baño en la frente, y el otro cachete, y la nuca. Luego, retiróse para sacudir la cabeza como perro recién bañado, y antes de cerrar el grifo, se llenó la boca y con los ojos vanos y sin pensamiento, quedóse jugando con el líquido de mejilla a mejilla, como siguiendo el compás de su corazón que con buchadas de sangre se enjuagaba en su pecho.
Pero ¿por qué hacer el alegre, si estaba triste, ferozmente triste?…
Del jefe que andaba por los «Estados», quedaban sobre su escritorio los tres retratos: el de Mayarí, la niña Mayarí, a quien Juambo apenas conoció, era muy niño, pero la quería y besaba la foto cada vez que estaba solo, porque fue la defensora de los pobres; el retrato de doña Flora que en paz descanse boca abajo, para que si por desgracia resucitara y quisiera salir se fuera más hondo, y el de la señorita Aurelia. También quedaban del patrón, en una percha, las fundas de su mancuerna de pistolas. Estaba ferozmente triste. Metió los dedos en los vacíos cueros en que iban las armas azulosas, gélidos relojes que dan la hora exacta. («El mapa de ustedes tiene la forma de una funda de pistola -repetía el amo-, y ¡ay! del día en que nos descuidemos y ustedes saquen el pistolón que esconden en esa funda».)
Del escritorio al cuarto del patrón, y de allí, al tapanco. Tufo de telarañas, de maderámenes de cedro caliente, serrín de polilla y caquitas de ratón. Se dejó caer tras unos cajones, consciente de lo que hacía: exponerse al ataque de las arañas y los alacranes de la costa. Y no se hizo esperar el relámpago del animal en su sangre. Rechinó los dientes, ensordecido, la lengua en el galillo en el ansia de quererse tragar una sortija, seca la boca instantáneamente, las pulsaciones anudadas y unas como culebrillas de temblor recorriéndole el cuerpo.
Lo despertó el silencio de una sala en que muchos como él yacían inmóviles en sus camas, sin más señal de vida que el parpadeo. Junto al lecho, además de la enfermera vestida de blanco, la señorita Aurelia y Ray Salcedo, vestidos también de blanco, zapatos que no nacían ruido al dar el paso, raquetas de tenis. No cerró los ojos porque no tuvo fuerza. Los dejó quietos, líquidos, sobre ellos… En sus oídos, el paisa de Otnoa le cantaba el vals:
Baila, baila este vals que yo valso
sin dejarte poner la peluca
del Buen Rey que perdió en el cadalso
la corona, la testa y la nuca.…
– ¡ Posiblemente!… ¡ Posiblemente!…
Y él sabía que ya era imposible. Aurelia le acompañó hasta la estación, doscientos pasos. Juambo llevaba las maletas, cambiando mentalmente el «mente» de ese posible en posible-corazón, posible-corazón…
Se confundían hacia el mar lejano las tierras bajas, verdes profundidades expuestas al azul colérico de una tarde tormentosa, tan sofocante que por momentos se respiraba apenas.
Conmovida por una turbación ilímite, Aurelia dominaba sus sentimientos, bien que de las veces que levantó el pañuelo para enjugarse el sudor, muchas fueran para secarse el llanto.
La tempestad se acercó lejana. Relámpagos al choque de nubes imantadas, truenos quebrando las cerbatanas del eco, cristalerías goteantes de peines de cardar crines de caballos de fuego y luego el aguacero de larguísimos dientes finos para peinar paisajes. Cal húmeda, cal muerta, cal oscura, cal verdosa, cal rojiza de la atmósfera sobre el cuero de bestia mojada de la costa.
La sensación completa de lo que sintió cuando, al salir de casa para la estación, Ray Salcedo dijo «posiblemente» dos veces, la reconstruía ahora que volvía sin él a toda prisa y ya casi mojada, porque el agua fue pintar y caer.
Nubes pulverizadas como sueños. Relámpagos que iluminaban las concavidades del caracol del trueno. Y el recogerse y esponjarse de la lluvia torrencial. Sintió que se le desprendía la espalda de su vestido de hilo blanco, expuesta su espalda a la intemperie, desnuda su espalda, contra el infinito.
Todo lo demás fue candente, candente porque salieron de la casa con sol, candente hasta el aguacero que apedreaba los cristales del tren, sobresalto en el que ella abandonó una vez última su boca húmeda y caliente en los labios de su amor.
Y sólo llovió, sólo se mojó la tierra para que él se fuera y al quedar ella sin su compañía, desnuda la espalda contra el infinito, se alzara de las costas volcánicas, encendidas por el calor tórrido y el inmenso océano calcinante, una atmósfera de somnolencia, vaho de sueño en que la realidad se borra.
– Deja pasar los rayos de la luna. Esta noche tus manos van tocando la nada. A veces vuelven con las manos enjoyadas de rocío…; vuelven…; vuelven como las manos frías de otra persona hasta tu rostro afiebrado y te palpas y te encuentras ausente, ajena, extraña. Son tres cosas distintas. Ausente estás cuando no te cercan los que te quieren y a quien amas. Ajena, cuando poco o nada te interesan los que te creen presente y extraña… ¡qué terrible posibilidad!…, extraña, extraña a tu piel cuando no reproduces la geografía de tu Centroamérica que tan bien representas acostada de lado, con las piernas medio recogidas…
Y todo esto se lo decía amándola con sus ojos verdes, ayer, ayer a estas horas después de poseerla. De pronto juntó los párpados y se quedó ciego contra ella, la cabeza pegada a su cuerpo desnudo, como la apoyaba a veces contra las esculturas de los bajorrelieves cubiertas de encajerías.
Pensó en su padre ahora que Ray Salcedo estaría llegando al puerto. Lo nombró. Geo Maker. Su padre era inseparable de su visión del puerto. Podía seguir en la hamaca. Juambo y los ángeles custodios de sus perros orejones la guardaban de todo lo que en la noche estaba quieto, quieto y amenazante.
¿Por qué fue su primer amor como venganza? No la satisfizo la colocación de las palabras. ¿Por qué su primer amor fue como una venganza? Tampoco estaba diciendo lo que quería. Y no encontraba. ¿Cómo decirlo? ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!… No me entregué por amor, sino por venganza, amor que era venganza, venganza, pero ¿venganza contra quién?… Contra mí, contra la vida, contra todos, contra ti… ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!…, ¿De qué me vengaba?… ¿De quién me vengaba?… ¿Qué instinto sacié al entregarme sabiendo que en mí iba a graznar el cuervo como única música de amor en todos mis días y en todas mis noches? ¡Padre! ¡Padre!… ¡Father! ¡Father!…
Los orejones ángeles, sus perros, afinaban el oído al más leve rumor del viento entre las hojas mojadas de las palmeras, que subían al horizonte nocturno igual que columnas de sombra que a cierta altura desparramaran hojas de silencio. ¿Cuál de los perros levantó los párpados primero? ¿Cuál después? Ambos, con sus cuatro ojos de cristal, vivos y luminosos entre las pestañas, fijáronse en Sambito, que emergía de la escalera con un vaso lleno de un líquido rojo.
– Le traigo un fresco de granadina; hace tanto calor… -dijo Juambo, solícito, y se quedó respirando, con el plato en que traía el vaso en la mano.
– Sí, tengo sed, he fumado mucho…
– Y tal vez se acuesta… Ya va siendo medianoche… Yo voy a quedarme aquí en la puerta, por si me necesita, y a esos chuchos había que sacarlos; van a llenar todo de pulgas.
Apremiados por Juambo, los perros bajaron uno tras otro; eran sólo bostezos entre las orejonas, seguidos de aquél que fue a su casa en busca de una chiva para acostarse en un catre, junto a la puerta de la señorita.
Aurelia empezó a desvestirse. Casi nada llevaba encima. ¡Con aquel calor!… Y se dejó sólo el calzoncito que era un vaho de seda celeste. Y mientras se peinaba, mientras bajaba el peine rinrineante por su crencha oscura, repetía aquello que Ray Salcedo le musitaba, mirándola fijamente con sus pupilas verdosas:
«Me trocarán, señora, entre tus brazos
en lagarto y culebra;
pero abrázame bien y no me sueltes
y tu marido sea…
«Me trocarán, señora, entre tus brazos
en un cervato esquivo;
pero abrázame bien y no sueltes
al padre de tu hijo…
«Me trocarán, señora, entre tus brazos
en un candente hierro;
pero abrázame bien y no abandones
la flor de tu deseo…»
Entre los dientes fuertes, hombrunos, una rara sensación de saliva pastosa y el percutir de las últimas sílabas de la anterior estrofa que repetía indolente: «The father o'your child…» «The father o'your child…» «Al padre de tu niño…»
El peine aún en la mano, bajando por su pelo seguía recordando la voz de Ray Salcedo:
«…Y un grito de pavor oyóse entonces:
¡Tam Lin se nos ha ido!…
«Entre los brazos de ella lo trocaron
en lagarto y culebra;
pero muy abrazado lo tenía
que otro esposo no quiere.»
«Entre los brazos de ella lo trocaron
en un cervato esquivo;
pero ella lo guardó, muy abrazado,
al padre de su hijo…
Y la saliva pastosa entre sus dientes, y la pereza de su mano para mover el peine en sus cabellos, y el percutir de las mismas sflabas: «The fatber o'your cbild»… «Al padre de tu niño…»
«Entre los brazos de ella lo trocaron
en un hombre desnudo;
pero encima le echó su manto verde
y entonces ya fue suyo…»
Se tendió en la cama, larga, inválida… El vaho del calor no dejaba lugar al sueño… Igual que recibir en la cara el vapor que suelta una locomotora… Varias veces viajó ella asándose con el maquinista entre las plantaciones y el puerto… Se ahogaba… Púsose en pie para cerciorarse con su mano de lo que estaba cierta, porque lo veía, la ventana abierta de par en par, sólo defendida por el cedazo… Acercó los dedos a la redecilla en que del lado de afuera zumbaban los insectos pugnando por llegar a la luz que ella tenía encendida en su cuarto… ¡Tam Lin se nos ha ido!… ¿Quién era ella sino otro ser minúsculo, volandero, ansioso, detenido a la puerta de la felicidad por el destino?… Se volvió a su cama, el calzoncito celeste, sus senos como los bajo relieves cobrando ya otra dimensión…, desesperada de aquella cama en que no había un trecho que su cuerpo no hubiera caldeado… Era un candente hierro la flor de su deseo… «Le eché mi manto verde y entonces ya fue mío.»
Bajo la sábana blanca, Juambo la vio dormida. Jugó la tiza de las córneas al abrir y cerrar los ojos recordando que la sorprendió con el fulano en el oficio de las lavanderas, sobre la ropa, en la penumbra del domingo. Tras él subieron los perros. Le lamían las manos callosas de manejar el motocar. Por en medio de los pies le pasó una rata. Los perros la siguieron rasguñando el piso. Después se juntaron en la puerta y se durmieron con Sambito que se tendió en la hamaca.
El silencio quedó suelto. Ya todos dormían.
– No maneja sus suelas, pero nos trae buenas noticias -dijo el presidente de la Compañía a un felino orangután, senador por Massachusetts, apenas oyó los pasos del visitante que esperaban.
El senador se había llevado las manos velludas, velludas hasta el nacimiento de los dedos, a las peludas orejas, para significar su disgusto por las pisadas de aquel bárbaro bananero en los vidriados parquets de madera que pertenecieron a uno de los más suntuosos edificios de Chicago, yendo a parar allí después de los incendios, por compra que se hizo a precio de liquidación de escombros.
Las suelas de los zapatos de Geo Maker Thompson atronaban sobre el piso, antes de desembocar su figura a la puerta del despacho del presidente de la «Tropical Platanera, S. A.», a quien no le molestaba del todo aquel repiqueteo, por ser el paso del vencedor.
– ¡Es una bestia!… -protestó el felino orangután blanco, senador por Massachusetts, presa de indignación.
– ¿Y qué otra cosa quiere el señor senador que sean los que viven en los trópicos?
– ¡Bestia!
– ¡Ya llega!
– ¡Viene marchando, ¿no lo oye?, viene marchando!
– ¡Pasos así son triunfo, señor senador!
Geo Maker Thompson, imaginando el sillón en que le sentarían, para escucharlo, los cigarrillos que le brindarían, obsequiosos, la luz tácita de los ventanales velados por persianas verdes, los mapas roturados como cicatrices de la pobre Centroamérica colgados de las paredes, no menguaba la fuerza de sus pasos al avanzar: por el contrario, ya cerca de la puerta del despacho pateaba más duro.
– ¿Quiere usted que nos sentemos, señor Maker Thompson? -dijo el presidente de la Compañía, amablemente; al fin había llegado.
El felino orangután blanco, senador por Massachusetts, jugó sus ojillos de color de confites rosados, y al encontrar al visitante inmóvil en el sillón, principió:
– Lo hemos convocado urgentemente, señor Maker Thompson, para oír de sus labios los informes que tenemos sobre la posibilidad de anexar esos territorios a nuestra República; desde 1898 que no tenemos anexiones, y eso no puede ser… ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… -esponjóse al reír como si se riera con todo el pelo rubio de su cuerpo asomándole por las bocamangas y por el cuello, como una especie de musgo de oro.
– El 7 de julio -intervino el presidente de la Com pañía- se cumplirá el octavo aniversario, ¿octavo o sexto?, de la anexión de las islas Hawai, y el señor senador por Massachusetts, aquí presente, no fue ajeno a esa gran conquista. Es un técnico, es un especialista en anexión de territorios. Por eso lo he convocado.
– ¡Gran honor!… -exclamó Maker Thompson, torpemente embutido en el sillón de visitantes y desesperado de verse en aquella actitud pasiva, siendo que él traía ya casi anexado a la República ese territorio.
El senador se inclinó, más para ver el mapa que tenía extendido en el escritorio que para agradecer la felicitación. Un monóculo ligeramente teñido de verde, casi una esmeralda, plantóse en el ojo izquierdo para examinar mejor el mapa, y entre los clientes se le vio la lengua temblorosa, granuda, como tomando aliento antes de hablar.
– Efectivamente, fue un honor muy grande para mí estar al lado de mi coterráneo, señor Jones, nacido en Boston, cuando provocamos en Hawai una revolución que dio por resultado la anexión de esa maravillosa isla a nuestro país. ¡Sin filibusteros! ¡Sin filibusteros! -repitió el senador clavando en el visitante su ojillo de confite rosado a través del monóculo verde-. Las revoluciones, nuestras revoluciones, deben ser hechas por hombres de negocios, y lo hemos convocado, por lo tanto, señor Maker Thompson, para que nos informe de viva voz sobre las posibilidades de anexarnos esos territorios que veo dan sobre el Mar Caribe, tan importante para nosotros.
Maker Thompson, saliéndose un poco del sillón, empezó a hablar ensayando algunos ademanes, amplios ademanes, lo que al presidente le pareció insoportable.
– Sin restar valor en lo más mínimo a la forma como se anexaron las islas Hawai, debo principiar mi información haciendo ver que los territorios que ahora tratamos de anexar no están poblados de bailarines de ula ula, sino de hombres que en todas las épocas han combatido, y donde las palmeras no son abanicos, sino espadas. A la hora de la conquista española combatieron hasta la muerte con bravos capitanes, la flor de Mandes, y después con los más audaces corsarios ingleses, holandeses, franceses.
– Por eso el señor senador -dijo el presidente de la Compañía – expuso ya que los métodos pacíficos son los que deben emplearse. Nada de aventuras armadas innecesarias. Pacíficamente, como se hizo en Hawai. Procurar primero que el capital invertido sume las dos terceras partes, y entonces, proceder.
– Y por eso yo, sin disentir del criterio del señor senador, expliqué cuan diversos son los habitantes de los países de América Central de los de las islas Hawai, para corroborar en todo el propósito de la anexión pacífica.
– ¡Bravo! -exclamó el presidente de la Compañía.
– Y es más: siguiendo esa política de penetración económica, se ha conseguido ya: primero: que en la zona que dominamos en Bananera sólo corra nuestro signo monetario: el dólar, y no la moneda del país.
– Es un paso muy apreciable -subrayó el senador levantando los ojos del mapa al tiempo de soltar el monóculo, como una escupida verde de sus párpados rosados.
– Segundo -siguió Maker Thompson-: hemos abolido el uso del español o castellano, y en Bananera sólo se habla inglés, así como en los demás territorios en que nuestra Compañía opera en Centroamérica.
– ¡Excelente! ¡Excelente! -terció el presidente de la Compañía.
– Y por último: hemos también desnaturalizado el uso de la bandera nacional: sólo se enarbola la nuestra.
– Un poco romántico, pero…
– Pero útil -cortó la palabra al felino orangután blanco el presidente-. ¡Usan nuestra moneda, emplean nuestro idioma, enarbolan nuestros colores!… ¡La anexión es un hecho!
– Lo que falta en el informe -siguió el senador- es tener el detalle de nuestras inversiones, de nuestras tenencias en tierras, empresas subsidiarias o auxiliares, influencia en la banca y el comercio, para poder planear la organización de un «Comité de seguridad pública», que se dirija a Washington pidiendo la anexión.
«Aquí la mía -pensó Maker Thompson-: voy a dejar a este mono con monóculo, del tamaño de su… anteojito verde.» Se puso en pie, pasóse la mano por la amplia frente, como si recapacitara, y fijó sus ojos castaños antes de hablar:
– El Gobierno actual de ese país nos cedió el derecho de construir, mantener y explotar su ferrocarril al Atlántico, el más importante de la República, del que tenían construidos los cinco primeros tramos; y nos lo ha cedido sin gravamen ni reclamo de ningún género.
– Bueno, entonces lo que ese Gobierno quiere es la anexión. Ya nos está cediendo todo su ferrocarril al Atlántico, que es lo más importante y que ellos tenían construido, dice usted, en sus cinco primeros tramos. Me parece que no hay que proceder a que se haga la declaratoria en Washington.
– Se estipula, además, en el contrato por el que nos cede el ferrocarril, que en dicha transferencia se comprenden, sin costo para nosotros: el muelle del puerto, de su puerto mayor en el Atlántico, las propiedades, material rodante, edificios, líneas telegráficas, terrenos, estaciones, tanques, así como todo el material existente en la capital, como son durmientes, rieles…
– ¡Nos deja usted, Maker Thompson, con la boca abierta; el que firmó ese contrato estaba borracho!
– ¡No, estaba tambaleándose, pero no borracho! Y por si eso fuera poco: el terreno que ocupan todos los estanques, almacenes de depósitos, muelles, manantiales y mil quinientas caballerías en un solo cuerpo, fuera de treinta manzanas en el puerto y una milla de playa de cien yardas de ancho a cada lado del muelle…
– ¿Por qué no dijo usted, señor Maker Thompson, que ya la anexión estaba hecha? -repitió el senador por Massachusetts.
– Tenemos muelles, ferrocarriles, tierras, edificios, manantiales -enumeraba el presidente-; corre el dólar, se habla el inglés y se enarbola nuestra bandera. Sólo falta la declaración oficial y de eso nos encargaremos nosotros.
El felino orangután blanco, experto en anexión de territorios, tras ocultarse con las puntas de los dedos las barbas de musgo de oro que se le salían por el cuello, colocóse el monóculo verdoso sobre el ojo de confite para consultar en una libreta que extrajo de su cartera el teléfono que para estos casos le había dado el secretario de Estado.
– Allons enfants de la Patrie…!
Canturreó al acercarse al teléfono verde, el teléfono para el que no hay distancias ni demora.
Los reflejos de sus muelas de oro se iban por el teléfono con sus palabras, mientras solicitaba audiencia al alto funcionario; el monóculo suelto bailaba sobre su chaleco; sólo quedaba el ojo de confite muy alto perdido en su cara voluminosa a la que seguía el cráneo untado en una pelusa color de pata de ganso.
Al salir sonaban los pasos de Maker Thompson fuertemente; iba hundiendo los pisos. Pero tenía derecho.
Tenía derecho a somatarle los pies encima a la próspera Porcópolis, donde en cada puerta había un Papa Verde. Eran quince años en el trópico y una anexión en perspectiva, a orillas del Mar Caribe convertido en un lago yanqui. Eran quince años de navegar en el sudor humano. Chicago no podía menos que sentir orgullo de ese hijo que marchó con una mancuerna de pistolas y regresaba a reclamar su puesto entre los emperadores de la carne, reyes de los ferrocarriles, reyes del cobre, reyes de la goma de mascar.
Sir Geo Maker Thompson, eso sería si hubiera nacido en Inglaterra, como sir Francis Drake, y se habría detenido la ciudad al verle pasar bajo sus banderas verdes -verde hoja de banano-, entre antorchas de racimos de oro más oro que el oro y esclavos centroamericanos de hablar tan melancólico como el grito de las aves acuáticas. Pero nacido en América, en Chicago, tendría que conformarse con los servicios de una agencia de publicidad que desplegaría en los periódicos acuñando asesinatos, asaltos de banco y rackets sensacionales, la noticia de la llegada de uno de los reyes del banano.
Dejó Michigan-avenue, donde se da cita la riqueza del mundo, e internóse en el dédalo de los barrios en que las calles hieden a intestinos largos y las bocacalles son como anos cuadrados adonde asoman los transeúntes no suficientemente digeridos por la miseria de la vida, pues se les ve desaparecer por otros callejones intestinales y salir a otras calles. Chicago: de un lado, la grandiosidad de los mármoles, el frente de la gran avenida, y de otro, el mundo miserable, donde la gente pobre no es gente, sino basura.
Buscaba su barrio, su calle, su casa. Otros vivían en su casa. Quince años. ¿Eran las mismas gentes con distintas caras, o eran las mismas caras con distintas gentes?
Se detuvo en la esquina en que asomaba con las manos como murciélagos en el pelo, tirándose de las mechas, la ramera que borracha les contaba el misterio del María Celeste, el barco que salió de Nueva York para Europa llevando once personas, la mujer del capitán y un niño, trece en total. Diez días después un barco inglés lo encontró en pleno Atlántico y como nadie contestara en él a sus señales, largó un bote y al abordarlo encontraron que navegaba solo, silencioso como un barco difunto. Todo estaba en orden, todo en su lugar. Los botes en sus pescantes, las velas desplegadas, la ropa de la colada puesta a secar a proa, brújula y rueda de timón intactos, en el castillo de proa las vasijas con el rancho de los marineros, en la cámara una máquina de coser, la aguja parada sobre la prenda de un niño, el cuaderno de bitácora llevado hasta cuarenta y ocho horas antes… Ahora también ella había desaparecido; terminaron llamándola «María Celeste» y sólo quedaba el recuerdo de su voz ruca por el gálico, su inglés de abrelata preguntando a las estrellas y a los policías por el paredero de los trece navegantes de quienes no se supo nada, nada, nada.
Maker Thompson abrió los ojos, la campanilla del teléfono achicharrándole los oídos, sin moverse de la cama… ¿Aló?… ¿Aló?… ¡Maldita sea la estampa!… ¿Aló?… ¿Aló?… La central del hotel le comunicó al instante con Nueva Orleáns. ¿Su hija en Nueva Orleáns? ¿Aurelia en Nueva Orleáns?… Acababa de llegar y le pedía que al volver a los trópicos se detuviera en esa ciudad para verla y hablar con ella.
Se le espantó el sueño. Tuvo la impresión de que el joven arqueólogo de ojos verdosos y la cara de yanqui-portugués, no era extraño al viaje de su hija. «La ilusionó y ahora estará queriendo cerrar el negocio -rectificóse sonriendo- anexársela (la anexión es el mejor negocio), y para adelantar las cosas se ha disparado esta babosita a mi encuentro. Que se casen. Los ricos se casan y se descasan cuando quieren. No hay problema. El problema es querer casarse o divorciarse sin plata. Lo que demuestra que el amor actual es el Amor-business y cuando, como en el caso de Mayarí, deja de serlo, se vuelve una locura que no cabe en la tierra, que nada tiene que ver con la raza humana. Aurelia es dueña de lo que le dejó su madre, tierras en producción, acciones en la «Platanera» y un fuerte depósito en el banco; total: trescientos mil dólares por lo menos, y algo debe haber olido ese pichón de sabio que entre sus monolitos y mi monolito, prefirió el mío, pasándose de los bajo relieves de Quiriguá a las cotizaciones de Wall-Street.»
Encendió un cigarrillo y abrió el diario que acababa de traerle el camarero. Hojeó, hojeó, hojeó, para luego, a la misma velocidad, volver las páginas de aquella catapulta de papel tamaño sábana, buscando la noticia de la llegada de un tal Geo Maker Thompson como hijo predilecto a su ciudad natal. Estuvo a punto de quemarse con la brasa de la colilla. El humo le entró en los ojos. Moqueó. Otro humo más liviano se alzaba en la mesa donde estaba el desayuno. Y el agua se oía en el baño llenando la artesa. Y el barbero se anunciaba dentro de breves instantes. Lo salvó. El fígaro lo salvó. ¡Si hubiera llegado antes!… En la mano traía un periódico y en sus labios, expertos en el chisme y la lisonja, los mayores parabienes por lo que decían de su persona, convertida en personaje. Le arrebató el papel de un tirón. Allí estaba. ¡Y cómo él no lo había encontrado! Su fotografía en un periódico de Chicago. ¡Qué confortable! El mejor diario de Chicago. Su fotografía entre banqueros y políticos. La frente amplia, el pelo abundante, los labios carnosos, los ojos inteligentes y abajo su nombre: «Geo Maker Thompson.» «Green Pope». Mágico, mágico… «Green Pope». Leyó, devoró el artículo, hasta el final, hasta el último punto. El deleite de poseer un espejo en que las cosas se cambian. Eso son los periódicos. Espejos en que las cosas aparecen otras. ¿Qué creían las estúpidas linfas que copiaban a lo bobo la imagen verdadera? ¿Qué las planchas venecianas de hondo bisel, que no desfiguraban en un ápice lo que se les ponía enfrente? ¿Creían que el hombre no iba a inventar algún día ese otro espejo, ese divino espejo del periódico, donde todo aparece mejor o peor, pero jamás igual? Y allí estaba reflejado, copiado, retratado en el fondo de un río doblado en muchas páginas; un periódico es un río de papel doblada en muchas páginas, y como el río, pasa, se borra, se va a medida que corren las horas. Otros periodistas quieren entrevistarlo. Otros espejos. Nuevas fotografías. Duchas de letras. Nuevas deformaciones, insospechadas hazañas en las costas atlánticas del istmo que une las dos Américas. Uno de los pulpos más raros, el pulpo-golondrina, lo atrapa en el litoral de Nicaragua. Lucha con él a cuchilladas. Cae en una hamaca de peces musicales. Todos los que navegan con él se duermen. En el río Motagua, vestida de novia, se suicida por él una princesa maya. La selva. Los cocodrilos que se alimentan de un agua especial. Un agua que se convierte en vidrio. Las más venenosas serpientes. Nahuyacas, corales, cascabeles, tamagaces. El bosque de la goma de mascar. Los indios lacandones. Y un día la fortuna. El plantador de bananos en las mejores tierras del mundo para esos cultivos, sembrados sobre el vello verde de la tierra púber, donde el lodo de los ríos tiene color de girasol, y salen las estrellas de día en los ojos de los tigres y unos gatos dorados en anillos negros que no son tigres, ni jaguares, sino una especie rara, el ocelote. No atacan al hombre. Son los perros que se usan por allá. Tienen, además, la particularidad de producir una saliva dulce, color ambarino, que los nativos recogen en pequeños recipientes y usan después como jarabe para preparar refrescos contra la insolación. ¿Y los millones?… Una noche, en pleno trópico, el rayo le dio el espaldarazo. Estuvo convertido en ceniza un segundo, de ceniza pasó a relámpago y en el instante en que fue relámpago todo lo que sus manos tocaron se convirtió en oro. No alcanzaría a ser más de un puñado de objetos. Por el contrario, fue mucho, muchísimo. El trueno multiplicó sus manos, sonidos y ecos con todos los movimientos de sus dedos, para abarcar las tierras donde hoy está regada y en producción de millones de racimos de oro verde, la más fantástica plantación del guaneo que el paladar norteamericano prefiere. Y de relámpago se convirtió en lo que era, el Papa Verde, el Papa Verde, nombre que los voceadores de periódicos paseaban, como estandarte, por las calles de Chicago, centenares y centenares de grandes calles, de pequeñas calles… ¡Green Pope!… ¡Green Pope!…, mientras en la bolsa de Nueva York, de París, del mundo subían las acciones bananeras: «¡Tomo a 511!»…, «¡Tomo a 617!»… «¡702!»… «¡809!»… ¡Green Pope!… ¡Green Pope!…
Secretarios, guardaespaldas y aduladores formaron un círculo cerrado, casi impenetrable alrededor de su persona. Una palpable atmósfera de bala enfrió sus días y sus noches, de bala no disparada, de bala latente, hecha frío metálico y amabilidad en redor suyo. Pistolas, ametralladoras, armaduras de acero muy delgado, locales y vehículos blindados. Los aduladores venían a que se viera en espejos de porcelana, revistas de gran lujo donde sólo asoman la cara los multimillonarios. El papel áspero, el papel de diario dejó de existir en su mundo, sustituido por superficies laminadas para sedas y perfumes, donde con letras de oro se le enfocaba de cuerpo entero como un virtual candidato a ocupar en el futuro la presidencia de la Compañía, con el título del Papa Verde.
¡Pontífice de las bananeras del Caribe digno de llevar en el anular la Gran Esmeralda!
Maker Thompson aspiraba a todo. Su ambición era ser el Papa Verde o gobernador de los nuevos territorios anexados. Lo daba ya por hecho. El presidente de la Compa ñía y el senador por Massachusetts le esperaban a las 10 horas. El felino orangután blanco le tendió las manos velludas, con las uñas lustradas casi color de mandarina pálida, cordialidad desusada, pero explicable; había visto en los periódicos todo lo que él era y lo cotizaba mejor.
– Vengo de Washington -se apresuró a decirle-, pero si les parece nos sentamos. Traté el asunto de la anexión con el secretario de Estado, viejo amigo mío, y hay mucha tela internacional que cortar. Dígame, señor Maker
Thompson: ¿qué distancia separa lo que nos «pertenece en esos territorios de la colonia inglesa llamada Honduras Británica?…
– En el mapa lo tiene el señor senador, y si me permite, podemos establecerlo en seguida.
– Plena vecindad inglesa… -exclamó el senador paseando el confite del ojo rosado en el monóculo acuoso por el mapa abierto sobre el escritorio-, plena vecindad inglesa. Inglaterra suele apropiarse de lo que en la superficie del globo considera útil a la corona alegando vecindad; para eso es dueña de los mares, para ser vecina de todo lo que codicia y avasalla, pero en este caso la vecindad no es ficción, sino realidad geográfica.
El musgo de la pelambre dorada empezaba a no respetar límites en la vestimenta del senador que, al inclinarse nuevamente sobre el mapa, acezoso por la gordura, arrugado al retener el monóculo tambaleante, con uno, con dos, con tres dedos, dejando el pulgar afuera, devolvía a su sitio la blanca viruta de oro que se le escapaba del cuello por atrás, entre los dobleces de la nuca.
– Plena vecindad inglesa… Señores, tendremos que conformarnos con sólo las ventajas de la anexión…
– No veo las ventajas sin la anexión -respondió Maker Thompson-; si por no disgustar a los cochinos ingleses perdemos la partida de entrada, lo perdemos todo.
– Desgraciadamente no son sólo los ingleses. Existen puertos fluviales lacustres y marítimos que son vitales para el movimiento del café alemán que sale hacia Alemania, y los alemanes, y con ellos los Imperios Centrales, se considerarían molestos por nuestra marcha anexionista en esa dirección.
– Al contrario, los alemanes simpatizan con esta idea porque están contra los ingleses que siguen avanzando, peleando la tierra. Basta saber lo que han hecho en Honduras Británica, un hueso de rodilla, sin un árbol, donde los habitantes, en su mayorías negros, viven peor que acémilas. Estuve allí de visita y conversando con el gobernador, un inglés que se vestía de smoking para comerse una papa y media lechuga, cuando le hablé de la esclavitud de esos negros, me contestó: «Honorable amigo, los ingleses, adonde vamos, proclamamos la libertad de los esclavos, no de las acémilas…» Y seguimos asomados sin un parpadeo a la ventana más grande de la casa de la Gobernación viendo el mar, el divino mar Caribe. Todo esto viene a cuento de que los británicos no pueden oponerse a que nos anexemos esos territorios, porque no tienen más derecho que nosotros para permanecer en Belice.
– Razón de más para que se opongan -intervino el presidente-; careciendo de título para permanecer en Belice temerán que un vecino más poderoso, como somos nosotros, al anexarse esa pequeña república, les exija desalojar lo que no les pertenece, marcharse de una vez por todas y echar pulgas a su isla.
– Exactamente en la cabeza del clavo ha dado usted -exclamó Maker Thompson, quemando con el fuego castaño de sus ojos los ojos metálicos del presidente de la Compañía. Y tras un breve silencio de paladeo de pensamientos, prosiguió-: Una vez anexada esa pequeña república, los echamos de Honduras Británica invocando la doctrina de Monroe, que ya nos valió una isla de azúcar.
– La doctrina de Monroe, en este caso, es inoperante -intervino el senador-; no hay que olvidar que existe por ahí un pacto anglo-nipón con la tinta bastante fresca y que por algo se dio la batalla de Trafalgar. Inglaterra no es España; pero abreviemos palabras para ganar tiempo y llegar a una conclusión. Inglaterra, Alemania y los Imperios Centrales se opondrían a cualquier anexión de gran estilo y debemos conformarnos, por ahora, con lo que ya tenemos: la anexión de hecho. Dejemos a los ingleses con su Honduras calva, sin árboles, pero eso sí, como si lo estuviera viendo, con algún club para tirarse al suelo cuando están borrachos y mujeres tremendamente «ladies»… -pronunció «dadies» en francés para que sonara a «tremendamente feas», riendo y pasándose la mano por los labios en lugar del pañuelo que, medio salido de su bolsillo, parecía esperar la cosecha de babas en sus dedos.
El jefe de la Compañía también se reía. El senador remató:
– Y dejemos a los alemanes en sus tierras de café y sus puertos, contentándonos, repito, con lo que ya tenemos: ferrocarriles, muelles, plantaciones… ¿Qué más anexión?…
– Si me permite el señor senador…
– Todo lo que usted quiera, señor Maker Thompson…
– El problema ha sido mal planteado y por eso, la conclusión a que llegó el señor senador con su Excelencia el señor secretario de Estado, me atrevo a calificarla de inaceptable para mí. Voy a explicarme. Las tierras en que está operando la Compañía no le pertenecen legalmente. No somos dueños. No poseemos título alguno para permanecer en ellas. En cualquier momento se nos puede decir: ¡Afuera, caballeros, que esto no es de ustedes! Nos sostenemos en ellas repartiendo pesos y más pesos oro en las esferas gubernativas. El clamor de los desposeídos no llega, no sube, se les queda en las bocas, como bostezo de hambre. Hay un muro de oro entre el pueblo y los que mandan, y ese muro de oro somos nosotros, muro que mantiene el silencio sin eco, y cuando la grita es mucha, muro del que se desprenden pedazos para aplastar a los alzados. Por otra parte, el contrato, único en la historia, por el que se nos ceden ferrocarriles, muelles, instalaciones, manantiales, materiales rodantes, fajas de terreno en las costas, sin costo ni compromiso de ninguna clase para nosotros, mejor que una lotería, puede ser revisado en cualquier momento y dejar de tener vigencia, porque entre sus muchos vicios legales tiene el que le invalida totalmente, es contrario a la Constitución del país. Y por eso, por el peligro de quedarnos sin nada, se plantea la anexión como un medio para cubrir intereses norteamericanos. No hay que olvidar que penetramos en ese país con el pretexto de llevar y traer correspondencia en nuestros barcos, y que paulatinamente hemos llegado a ser…
– ¡A todo señor, todo honor, Maker Thompson; Chicago entero aplaude su formidable perfomance!
– Aplauso -se volvió al presidente- que tampoco nos pone a cubierto de perderlo todo; y por eso insisto en lo de la anexión y espero que el señor senador, con estos antecedentes, vea nuevamente al secretario de Estado, con quien cultiva antigua amistad nos ha dicho, y le plantee el asunto tal y como es. Necesitamos proteger nuestros intereses con la anexión de esa República que nos ha entregado sus ferrocarriles, sus muelles, sus riquezas y en cuya banca, en cuyo comercio, en cuya política influimos decisivamente, se nos consulta, se nos teme, somos más que los tres poderes del Estado juntos, y el cuarto lo mantenemos, porque sin nuestra publicidad y dineros que van subterráneamente a manos de muchos periodistas, ese poder no existiría.
– Sí, desde luego, con esas bases el planteamiento del problema es otro -aceptó el senador-; pero me parece un poco violento ir al Departamento de Estado con el pedido de anexarnos una república para proteger intereses afincados en unas plantaciones…
– El señor senador no debe reducir el problema a las plantaciones solamente, a los intereses que defendemos, porque entonces es tiempo perdido. Hay otros hilos vitales en el juego político. La opinión pública es una mosca estúpida que nuestra prensa puede atrapar en sus telarañas. Debe desencadenarse una campaña por la seguridad de nuestro territorio que virtualmente se extiende hasta Panamá, porque México, aun sin haberle tomado Tehuantepec, es parte de nuestra continuidad geográfica y del sistema norteamericano. Esta campaña, paralela a una serie de comunicados sensacionales sobre la vasta red de espías japoneses en América latina, y el peligro amarillo, prepara un clima favorable para nuestra política anexionista. Si antes de hacer el canal por Panamá, se pensó en Nicaragua y Tehuantepec, nada tiene de extraño que entre Tehuantepec y Nicaragua surja un estado de la Unión, llamado a evitar que los japoneses, aprovechando la carretera panamericana en construcción, ataquen desde México el canal de Panamá, y nuestra flota quede embotellada. Insistir en esto del embotellamiento de la flota. Datos técnicos, opiniones de personajes autorizados, siempre dispuestos a opinar a nuestro favor, porque tengo entendido que contamos con algunos representantes en el Congreso…
«¡Pontífice del divino mar Caribe!, es lo que debías ser», pensó el senador por Massachusetts oyéndole hablar.
– El señor senador nos hará el bien de volver a Washington -dijo el presidente de «Tropical Platanera, S. A.- y si el momento internacional no es propicio para una anexión a lo Polk, una anexión de gran estilo, creo que nuestros intereses quedarían a cubierto si se establece sobre esos territorios un protectorado por cien o doscientos años.
– No sé, no sé hasta dónde, porque, como dije a ustedes, ésa no es gente de ula-ula, sino de guerra, y el protectorado que en sí lleva oculto el cebo de la liberación estimularía sus instintos belicosos y sería fuente de mártires, de luchas… La anexión, en cambio, no deja ninguna esperanza, ninguna esperanza… Piensen ustedes que para llegar a lo que tenemos tuve que arrancar gente como árboles que se les rompen las raíces y echan nuevas raíces, incendiarles las casas en que vivían con el pretexto de combatir las pestes que nosotros mismos importábamos de Panamá y vencer algo que parece increíble: la tenacidad del nativo, su capacidad de trabajo cuando lo espoleaba la competencia nuestra y obtenía ganancias apreciables con su fruta. Hubo que diezmarlos. Unos al cuartel, al servicio militar, y otros al agua, ahogados, o al tigre, o al tamagás… Esto les hará ver a ustedes cuan difícil nos sería allí mantener un protectorado.
– La misma dificultad habría -intervino el senador- en obtener firmas de los que tendrán que solicitar a nuestro gobierno el acta de anexión, como se hizo en el caso de las islas Hawai.
– Cambia, cambia… En primer lugar, y en el idioma más elocuente, el de los hechos, se nos solicita la anexión obsequiándonos un ferrocarril que no sólo se nos obsequia, sino, pásmense ustedes, después de que nosotros lo usemos en el transporte de nuestra riqueza bananera, al devolvérselo, ellos nos lo van a comprar, a pagar en pesos oro. Lo que ellos nos regalan, una vez usado por nosotros, según el contrato, ellos nos lo comprarán. Caso único, y por lo mismo hay que proceder a que mañana no se revea este convenio que parece de Las Mil y Una Noche, e interpretar el sentir del mismo, como un patente deseo de ser nuestros, de que los anexemos.
– Pero eso no basta, señor Maker Thompson; habrá necesidad de ciudadanos, de vecinos notables, que vengan a Washington y se presenten a pedir la anexión.
– El señor senador convendrá conmigo que los que nos cedieron los ferrocarriles en esas condiciones miliuna-nochescas, serán los primeros en venir a Washington a solicitar el acta de anexión, orgullosos y honradísimos, casta sin clase que cree que formando parte de los Estados Unidos van a ser como nosotros, y tanto sueñan en que algún día sea así que educan a sus hijos para norteamericanos y repudian como inferior todo lo que les es privativo, abominan de lo nacional.
– En esas condiciones, no tengo inconveniente en volver al Departamento de Estado…
– Hay que dar la batalla -animó al senador el presidente de la Compañía, levantando el auricular del teléfono verde, para que el felino orangután blanco se comunicara con Washington.
– Les dejo -se puso de pie Maker Thompson-, porque yo también tengo que marcharme por unos días a Nueva Orleáns. Espero que todo saldrá bien, y que en la próxima reunión el señor senador nos dé noticias que nos hagan dignos sucesores de los anexionistas de gran estilo, Jackson, Polk, Mac-Kinley.
Geo Maker, como le llamaba Aurelia, llegó a Nueva Orleáns de incógnito y paseaba con ella por las calles de la ciudad como animal caído en una trampa, haciendo de papá por primera vez en su vida, impecables los zapatos lustrados por los limpiabotas de color que charolaban los cueros con su alegría al ir abetunando, untando, cepillando, musicalizando con el ir y venir de la badana en polea hasta dejarlos como espejos; el traje de hilo celeste rigurosamente limpio y el sombrero derrengado sobre un lado de la frente, para dejar por el otro suelto un mechón de pelo rubio algo cenizo.
Aurelia, recargada en su brazo, no lo veía de abuelo, como no lo vio de padre ni de pariente de nadie. Hombre. Hombre sin familia, hombre de mar, hombre de las plantaciones de banano, y actualmente el hombre del día, atento a los periódicos que bajaban cargados de acontecimientos y siempre de paso por el río del tiempo.
El estado de Aurelia exigía largos paseos a pie y Geo Maker la acompañaba de escaparate en escaparate, de esquina en esquina, «paceando», como dicen en el trópico. En las esquinas, el cielo mostraba sus joyerías sobre el cielo aterciopelado, nocturno, y la ciudad su gente de color vestida de colores chillones, negros regados, cuando había luna, como fríjoles en un mantel de fiesta.
– Geo Maker -dijo ella tirándole del brazo-, ven vamos a leer ese cartel, dice algo de la fiebre amarilla.
– ¡Mejores propuestas me han hecho!
– ¡Ven, vamos a leerlo, hay que saber qué dice!
– Lo mismo que decía el otro y el otro, o ¿crees tú que en cada cartel van a cambiar de texto?…
La separó suavemente del muro para que no se detuviera a leer aquel «heraldo» de muerte redactado en términos municipales. De sus letras empapadas en el luto de la peste se desprendía un vaho de alarma, al recordar el estío de 1867, cuando la fiebre amarilla diezmó la población.
Maker Thompson pasó muchas veces por Nueva Orleáns, pero nunca se detuvo, hasta ahora que acudía al llamado de su hija, desde una noche en que siendo muy joven, tras beber abundantes copas, al salir de la taberna lo arrastró, bajo una lluvia torrencial, el turbión de aguas que inundaba la ciudad. La correntada lo zarandeaba, entre los muebles de las casas que se iban llevando, como un mueble humano, pero empezó a tomar conciencia de que no se trataba de una pesadilla de borracho, sino de que en realidad eran transportado como un beodo que se lleva el whisky. Un golpe en la cabeza contra un balcón lo extrajo de la borrachera con ropa y todo, hecho una sopa de agua hedionda. Abrió los ojos y ante el peligro que corría optó por nadar a favor de la corriente hasta asirse de un árbol. La oscuridad apenas dejaba ver los bultos y no pudo saber quiénes eran las personas que se acomodaban junto a él, poco dueñas de sus movimientos, y un caballero, rígido, y decididamente borracho, a juzgar por los equilibrios que hacía en el agua, sin medir el riesgo que corría. «¡Caballero, si no se agarra está usted perdido… De esa rama que tiene cerca se puede usted agarrar!…», arengó Maker Thompson al rígido personaje. En ese momento, la correntada trajo a un nuevo sujeto, engarabato y silencioso, sin burbujas de respiración en el agua que fluía tibia, ya casi llegando a las techumbres. Algunos llegaban y se iban sin una palabra, sin un ay, sin un grito, sin el patalear de los que se ahogan. Uno le acercó el brazo y Geo Maker, al tomarlo para que no se lo llevara la corriente, tuvo la sensación de haber palpado a un náufrago.
El alba fue tiñendo la ciudad y Maker Thompson, que empezó la noche en una taberna, entre borrachos alegres, viose flotando en un círculo de esqueletos vestidos, tan inanimados como los de cualquier otro club, unos mostraban las calaveras, otros sus rostros apergaminados, cadáveres que la inundación arrancó de algún cementerio.
Le conmovió pensar que una mujer que le pasó rozando, él la tomó por una ramera borracha.
Temperatura de fuego. La evaporación sofocante. En uno de los navios que zarpaba del puerto hacia el Caribe, aterrorizado por aquel club de muertos en que amaneció ese día, refugióse Maker Thompson, y no tuvo paz, hasta desembarcar en la costa de Honduras.
– Geo Maker, ¿aceptas?… -dijo su hija, sacándolo de sus pensamientos-. ¿Aceptas un pacto firmado a ciegas con tu hija?
– Debo saber de qué se trata…
– Si te nombran gobernador de los territorios anexados, perdonas a Ray Salcedo.
Maker Thompson casi le quitó el apoyo del brazo, retirándola de su arrimo; pero Aurelia le retuvo silenciosa y siguieron por las calles, ella mirándose los pies -la gente pasaba, pasaba, transeúntes, vehículos- y él tratando de buscar en algún reloj público la hora exacta.
– Y pongamos por caso que no lo perdone…
Aurelia volvió en sí, levantó la cabeza:
– Pues, entonces, Geo Maker, no me perdones a mí, no me perdones…
– Muy bien, no te perdono; y como se debe hablar de todo, no sé si mis abogados te avisaron que lo que fue de tu madre y de Mayarí, tu hermana, está a tus órdenes, es tuyo, debes entrar en posesión y disponer.
– Ayer me avisaron… Pero no se habla de intereses, sino de algo que no tiene valor, tu perdón; quiero que lo perdones, me parece que en la medida de tu perdón él seguirá valiendo para mí lo que creo que vale; sin tu perdón, Geo Maker, ya no sería igual.
– La ofensa para mí no está en que vayas a ser madre, sino en que se haya marchado sin ponerme una letra comunicándome sus intenciones. Estás semiabandonada. No tienes noticias de él. ¿Cómo voy a perdonarlo? No, de ninguna manera.
– Ya escribirá. Iba para Egipto y los arqueólogos se olvidan de todo ser vivo cuando están junto al mundo del silencio que ellos van descubriendo.
– Si te dejó su dirección lo llamaremos por teléfono a El Cairo…,
– Dijo que me la enviaría…
– ¿Supo tu estado?
– No le dije nada, porque me pareció que era usar el ser que venía para atarlo, y ya estamos demasiado involuntariamente atados en la vida, para que también sirva de atadura y cárcel lo que no ha nacido…
Se apresuraron. Geo Maker tenía una cita importante. El tiempo de vestirse. Pantalón negro, corbata negra, smoking blanco, cigarrillos, perfume y una pequeña escuadra.
No se sabía si agua o silencio pasaba junto a la casa, salvo en los espacios en que el reflejo de las ventanas doraba las aguas del Misisipí. Un negro condujo a Maker Thompson hasta el salón en que se veían viejos tapices, porcelanas, marfiles y muebles de época. Onduló un cortinado y vino a su encuentro el accionista más fuerte de la «Tropical Platanera, S. A.», bajo de cuerpo, ancho de hombros, carotón, enfundados los pies en escarpines charolados.
– ¡Bien venido!… ¡Sólo de referencias le conocía, de referencias y por nuestra correspondencia!
– Muchas gracias, señor Gray… El gusto de estrechar su mano. A mí también me complace conocerle personalmente.
– Un cigarrillo… Vamos a que nos traigan whisky y vamos a sentarnos. Donde le plazca. En ese sillón queda bien.
– Muy amable…
– ¿Agua mineral? ¿Agua simple? ¿Mucho whisky?
– En el trópico, no sé si usted sabe, se toma con agua de coco.
– Dicen que es bueno contra el paludismo.
– Es bueno contra el aburrimiento.
– No dirá por eso que lo inventaron los ingleses. Bueno, vamos a brindar por nuestro encuentro y por su triunfo en la próxima junta de accionistas. Su elección para presidente de la Compañía está asegurada y ese día descorcharemos champagne.
– Por su salud, señor Gray; con un padrino como usted…
– La elección está asegurada: contamos con la mayoría de los accionistas fuertes. Poco podrá un pequeño número de cuáqueros encabezados por Jinger Kind. ¿Lo conoció usted?
– Hace más de quince años. Debe estar muy viejo.
– Es el decano de los accionistas. Pero nada podrá, pobre manco. La mayoría votará por usted, Maker Thompson, hombre probado y que interpreta fielmente el modo de pensar de los hombres de negocios en el sentido que sólo el dinero vale, sólo el dinero da autoridad.
– Recuerdo que Jinger Kind -yo era muy joven y sin duda por eso se me quedó grabado- se despidió gritando que nuestra compañía frutera era el hampa de una nación de muy nobles tradiciones.
– Y lo sigue siendo…
– Tiene razón, señor Gray; sólo el dinero da autoridad y el «hampa», como nos llama Kind, ya está manejando más de doscientos millones de dólares y en nombre de esa majestad podemos anexarnos países que otros conquistaron en nombre de reyes miserables, que empeñaban sus joyas y no tenían segunda camisa, con mesnadas de pordioseros y frailes descalzos.
– Y, amigo, los tiempos cambian…
– La autoridad se originó de Dios, corroborando lo que usted decía hace un momento, señor Gray, después, de la realeza, después, del pueblo, ahora del dinero; sólo el dinero da autoridad.
– Pero le decía yo, Maker Thompson, que los tiempos cambian. Las más nobles tradiciones, lo que nos echa en cara Kind, afortunadamente han sido sustituidas por los trusts y como formamos parte de uno de los cien trusts que manejan la política de los Estados Unidos, a qué titubear en anexarse a esos países, para asegurar nuestra riqueza y acabar con los gobiernos que mantenemos en ellos con el fin, imagino, de que se desesperen los habitantes y salgan a gritar a las calles que quieren ser de cualquiera con tal de no seguir de víctimas de sus sanguinarios paisanos.
– Nada más exacto, señor Gray…
– Porque no es necesario ser muy perspicaz para advertir que ése es el objeto que persigue la Casa Blanca al sostener esa clase de regímenes en que los grandes ociosos, los militares, se dedican al pillaje, y a sembrar la muerte y el horror.
– Un protestante no conoce mejor la Biblia.
– Amigo, si Nueva Orleáns es el quejadera de toda esa pobre gente. Pero bebamos. ¿Un poco más de whisky?… En la anexión verán la tranquilidad para sus hogares y la seguridad de sus intereses y personas. Hay que salvar lo que queda, destrozos de pueblos inferiores…
– Nada de salvar, no pertenecemos al ejército de salvación. Kind padece de esas ideas humanitarias. Usted no ha estado en los trópicos, señor Gray. El que como yo ha vivido allá años y años sabe que no hay nada que salvar, ni el polvo de los muertos, porque en esos climas, los que mueren, ni duermen en tumbas a lo egipcio, como aquí, ni flotan por las calles. Ya le contaré lo que me pasó una noche en su hermosa ciudad siendo joven. En los trópicos hasta los muertos, los despojos, son insalvables, desaparecen, se van, no queda nada de ellos; la muerte no es eterna y la vida muy fugaz.
Se interrumpió Maker Thompson, al oír pasos. Otras personas llegaban. Banqueros y fuertes accionistas, según le fue anunciando Gray, de la «Socony-Vacuum Oil Co.», mil cuatrocientos millones de dólares; de la «Gulf Oil Corp.», mil doscientos millones de dólares; de la «Bethle, Steel Corp.», mil millones de dólares; de la «General Electric Co.», mil millones de dólares; de la «Texas Company», mil millones de dólares; de la «General Motors Corp.», dos mil ochocientos millones de dólares; de la «U. S. Steel Corp.», dos mil quinientos millones de dólares; de la «Stand Oil Co.», tres mil ochocientos millones de dólares…
– No quise avisar a los poquiteros -dijo Gray sonriendo, antes de salir al encuentro de sus invitados-, ¡pigmeos, no! Ninguno de menos de mil millones de dólares; todos accionistas poderosos de la Compañía y partidarios de usted.
El perfume de las resedas entraba por las ventanas abiertas sobre la luz sonámbula de la noche cálida, y se fundía con el humo plateado de los tabacos suaves y el aroma de los licores que ayudaban, con el café, la digestión de una comilona acompañada de vinos blancos, secos en hielo y vinos rojos calentados a la temperatura de la yema del dedo.
Montañas de la luna, montañas de oro… Se le enfría el cuerpo… Está agarrado a su cigarro… Lo marca con hambre, con rabia y escupe el tabaco… El es Maker Thompson… ¡Yo soy Maker Thompson!… El Papa Verde… Mi dominio está fuera del tiempo y dentro del tiempo, fuera de la realidad y dentro de la realidad… «Señor Presidente de la Unión Panamericana, el Papa Verde le ordena inscribir entre los países que forman la Unión de las Américas, a uno de los Estados más fuertes de nuestro continente, éste en que yo, pontífice de la Gran Esmeralda, reino secundado por gobiernos y pueblos. El veinticuatro Estado de la familia panamericana posee territorios en el Golfo de México y en el Mar Caribe. Fragmentos verdes de mi poderío se extienden asimismo en el Pacífico. Además del territorio es dueño de centenares, de miles, de cientos de miles de habitantes, sobre los que ejerce gobierno y autoridad suprema. La autoridad que da el dinero. Territorio, habitantes y un gobierno todopoderoso en Chicago, en las oficinas de la "Tropical Platanera, S. A.". Además, el Estado que ahora exijo que se inscriba entre los países de la Unión Panamericana, posee barcos en ambos mares, ferrocarriles, puertos, bancos, representantes en el Congreso de los Estados Unidos, todos los medios informativos de un Estado moderno, ejército y marina movilizables; una moneda: el dólar; un idioma: el americano. Esta veinticuatro República Frutera, es más fuerte que cualquiera de las otras Repúblicas de intereses limitados o canaleras que figuran en la Unión de las Américas, y por eso reclamo que se le dé el lugar que le corresponde en la mesa de deliberaciones y se agregue, a las gloriosas banderas americanas, la no menos gloriosa de nuestro Estado Frutero, consistente en un paño verde, y al centro una calavera corsaria sobre dos ramas de bananal.»
Un barco impulsado por una gran rueda iba dejando sus barbas espumosas en las aguas dormidas del Misisipí. Lo inconmensurable. Se frotó las manos después de despedirse del señor Gray y de los fuertes accionistas que le ofrecieron sus votos para presidente de la Compañía, en la próxima junta anual. Lo inconmensurable. La calle, cruzaba Canal-Street, el automóvil, el chófer uniformado, las campanas de algún templo -debía ser la madrugada-, el estruendo frío de la ciudad, unos como estornudos gigantes en los mercados, y las ambulancias, y la luz de cobre pálido sobre los edificios de ladrillo.
Cero horas… Chicago… El tren en agujas… Cero horas… Chicago… El tren en agujas… La llamada fue tan urgente… Apenas tuvo tiempo de despedirse de Aurelia… Pero ya volverá… Por ella y por el señor Gray… Nueva Orleáns, desde aquella noche, no fue para él la ciudad de los muertos nadando, sino la de los millonarios, ninguno menos de mil millones de dólares, que canturrean «¡dichoso aquel que tiene su casa a flote, su casa a flote»…
Cero horas… Chicago… El tren en agujas… Cero horas… Chicago… El tren en agujas… La llamada fue de urgencia, de toda urgencia. Pero qué pesadez, decir a su hija al despedirse: ¡Ojalá que las pirámides te sean leves!… Ray Salcedo… El nombre ya es tan conocido en las centrales telefónicas del mundo -Nueva York, Londres, París, Berlín- que ahora ya no cuesta hacerles entender que no es Rey, sino Ray… ¿El Rey de qué? -preguntan. Del acero, del petróleo, del caucho… Ray, Ray,
Ray Salcedo, arqueólogo… No, pero no estuvo mal haberle dicho: Aurelia, si Ray Salcedo no aparece, y es varón, se llamará Geo Maker Júnior… Suena bien, ¿no?… A mí me suena como si fuera a ser otra vez yo con ilusiones juveniles, como si ese nombre hoy seco, gastado, duro como la fibra de la madera vieja fuera a cubrir de nuevo un mundo de frescura y de ilusiones juveniles…
Cero horas… Chicago… Cero horas… Chicago… El tren en agujas… El tren en agujas… Ssssstoooop… Sssssoooop… Secretarios, guardaespaldas con ametralladoras livianas… Adiós anonimato… Fotógrafos… Periodistas… Corresponsales… Sí, caben algunas cuñas con la noticia de la llegada… Declaraciones… Ninguna… Hará declaraciones hoy mismo… Sí, hay que reservar la primera página hasta las 5 de la tarde… Puede ser antes o más tarde… Hay que reservar espacio en las ediciones nocturnas… Los corresponsales… Todos en el hotel… Reservar líneas telegráficas… Reservar líneas telefónicas… Líneas cablegráficas desocupadas esta tarde…
Sostuvo con los ojos castaños la mirada del presidente de la Compañía. Extrañó no ver al senador por Massachusetts. La sangre le circulaba aceleradamente, como colegial que entra en la sala de examen, y estaba en el despacho que pronto sería su oficina. En un milésimo de segundo pensó en las reformas que debía introducir en el decorado, muebles, disposición de archivos y demás. La mirada fija y un poco inquisitiva del presidente, Maker Thompson la atribuyó a que acaso estaba enterado que pronto debía sustituirlo, después de la próxima junta de accionistas, por mayoría absoluta.
– ¿Quién es Richard Wotton? -le preguntó.
Tan a quemacuerpo fue la pregunta que Maker Thompson estuvo a punto de llevarse el pulgar al tirante, jugar con el elástico sobre su camisa de seda, y contestarle: «Era, porque yo lo maté.»
– Richard Wotton hace muchísimos años que murió. Era el visitante que iba conmigo en la vagoneta que volcó en la «Vuelta del Mico».
– Pero después de muerto, viajó…
– Sí, viajó encajonado en el vapor «Turrealba».
– Eso cree usted, Maker…
– ¿Cómo eso creo yo? ¡Es así! Yo conduje a Richard Wotton, después de extraerlo con gran dificultad del barranco donde se fracturó la base del cráneo, según diagnóstico de los médicos, y al fallecer lo conduje ya muerto hasta la nave…
– Pues revivió, Maker Thompson…
Geo Maker movió la cabeza parpadeando, como si quisiera significar que aquello, dicho con tanto aplomo por el presidente de la Compañía, podía ser posible, siempre que el dinero en su inmenso poder taumatúrgico hubiera podido resucitarlo al llegar a los Estados Unidos.
– ¿Revivió?
– No lo dude, Maker Thompson, y no revivió en el «Turrealba», sino en el «Sizaloa», difunto que presentó al Departamento de Estado un informe completo, categórico, documentado hasta con gráficos, donde se establece en forma incuestionable todos los atropellos, vejaciones, sobornos, crímenes y… ¡qué sé yo!… que la «Tropical Platanera» ha cometido por allá…
– ¿Richard Wotton no era el honorable visitante? -preguntó una vez más, sin creer lo que oía, Geo Maker.
– ¡Qué iba a ser!… El honorable visitante era un chiflado accionista de la Compañía que le dio por conocer las plantaciones.
– Pero allá estaba recogiendo las quejas…
– Oiría los informes porque, como Jinger Kind, era chiflado…
Maker Thompson juntó las manos, entrecruzando los dedos, y por un momento las agitó sin pronunciar palabra.
– Sin embargo, nada se ha perdido… -siguió el presidente de la Compañía -, salvo lo de la anexión; en la anexión ni pensar… Pero debemos proceder sobre la marcha, si no queremos que, como la anexión, se nos esfume el negocio. Hay que ir allá y lograr de las autoridades declaraciones enfáticas del beneficio económico que para ese país significa nuestra presencia, por ser la empresa que paga salarios más altos y emplea más braceros… Hay que comprar jefes de Estado, diputados, magistrados, alcaldes… Todo ser con mando, influencia, poder, debe loar nuestra gestión agrícola, comercial, económica social a tambor batiente… Y para ello mucho dinero a los periódicos, a los periodistas, a los corresponsales, obsequios a las casas de pobres, asilos de ancianos, casas de beneficencia, y a los templos… ¿Qué religión tienen allí?…
– Católicos…
– Bueno, aunque da asco ayudar a los cochinos católicos, hay que llenarles sus alcancías. Y en la prensa, poco texto, ¿eh?, poco texto y muchas fotografías: nuestros cultivos, nuestros hospitales, nuestros transportes, nuestras escuelas…
– No hay…
– Pues debemos fundarlas inmediatamente. Sobre la marcha. Tres, cuatro, cinco, diez escuelas. Las que sean necesarias. Lo indispensable es que se vean maestros y alumnos en fotografías… Y agencias de noticias mundiales…
– Operan varias…
– Algunas son subsidiarias nuestras y las manejamos, están a nuestro servicio. Lo que urge es una movilización completa para anular la acción del Secretario de Estado, que está por acabar con su trabajo de quince años de una plumada.
– ¿Quién era, cómo se llamaba el honorable visitante? -repitió la pregunta Maker Thompson, que no oía nada.
– Se llamaba Charles Peifer…
– Pero ése no era su verdadero nombre. Charles Peifer se puso, pero se llamaba Richard Wotton.
– Charles Peifer se llamaba y era Charles Peifer; tres niños y una viuda hermosa heredaron sus acciones, y piensan votar por usted, Maker Thompson, en la próxima reunión de accionistas; le han vivido eternamente agradecidos.
– ¡Qué equivocación tan tremenda!… -se repetía Maker Thompson.
– Richard Wotton, no sé si usted lo conoció, andaba por allí como arqueólogo. El documento en que nos acusa es algo pasmoso, pero vamos a sepultarlo bajo la avalancha ensordecedora del clamor que se alzará de todos los pueblos del Caribe reclamando nuestra presencia y saludándonos como mensajeros de la civilización y del progreso, heraldos de bienestar y riqueza. Hablaba usted del peligro amarillo, pues ahora es la oportunidad de ponerlo de manifiesto… nidos de espías japoneses…, hilos de conspiradores al servicio del Mikado…, mapas…, papeles…, claves…, submarinos en las aguas del Pacífico bordeando las costas de Centroamérica… Y el peligro del embotellamiento de nuestra flota al destruirse el Canal de Panamá, débil como una caja de fósforos por eso de las exclusas…
– ¿Richard Wotton -volvió a preguntar Maker Thompson, como hablando en el vacío-, Richard Wotton era el arqueólogo?
– De esa treta se valió para penetrar en las plantaciones, en nuestros secretos, pues indudablemente tuvo acceso a muchos archivos.
El presidente de la «Tropical Platanera, S. A.» vio a Maker Thompson levantarse y salir, sin hacer sonar los pasos.
¿Cómo hacer volver de la muerte a Charles Peifer?
Menos mal que está enterrado aquí, vestido de explorador, en un féretro de doble fondo, con cristal para verle la cara, los ojos cerrados, como lo encontraron en el fondo del barranco de la «Vuelta del Mico». Si lo entierran en el trópico desaparece por completo, no queda ni el cadáver. Allá los muertos se van y no vuelven. La muerte no es eterna, sino pasajera…
Irremediable… Una viuda y niños que ya deben ser jóvenes, dispuestos a votar por él en la próxima junta de accionistas… No se presentará como candidato…
Los voceadores gritaban esa noche por las calles de Chicago: ¡Noticia sensacional!… ¡Noticia sensacional!… Geo Maker Thompson, el Papa Verde, se retira a la vida privada, no acepta la presidencia de la Compañía…
Irremediable…
No podía hacer regresar a Peifer de la muerte… Tampoco podía regresar de la vida al ser que crecía en las entrañas de Aurelia, hijo de Richard Wotton…
Mil millones de dólares… Mil quinientos millones de dólares… Mil ochocientos millones de dólares… Dos mil millones de dólares… Irremediable… Irremediable…