– ¿No le importó que se casara con una inglesa? -preguntó ella en broma, hasta cierto punto.
Él se echó a reír.
– Sí que me importó. Pero no sirvió de nada. A su familia tampoco le gustó. Ellos habrían querido que encontrara a una buena chica católica, y tuviera muchos hijos. Pero él amaba a Susannah, y nunca le preocupó lo que opinaran los demás.
– Pero ella se convirtió al catolicismo -señaló Emily.
– Oh, sí, pero no porque Hugo se lo pidiera. Ella lo hizo por él, y adquirió la fe con el tiempo.
Emily cambió de tema.
– ¿Qué opinaba Hugo de Connor Riordan? -Debía preguntarlo, pero descubrió que temía la respuesta. Probablemente ese hombre que el padre Tyndale había conocido se había dado cuenta del daño que Connor estaba haciendo, de esos secretos que averiguaba con excesiva facilidad, de los miedos y las ansias que despertaba.
Estaban paseando por la orilla, junto a los restos del naufragio. El padre Tyndale no le respondió.
– ¿Adonde ha ido Brendan Flaherty, padre? -preguntó-. ¿Y por qué? ¿Su padre vivía cuando mataron a Connor?
– ¿Seamus? No, ya había muerto. Pero incluso los muertos tienen secretos. Algunos eran más desagradables de lo que Colleen imaginaba.
– Pero ¿Brendan lo sabe?
– Sí. Y Hugo lo sabía. Creo que por eso intentó que Connor volviera a Galway, pero aquel invierno fue muy duro. No paró de llover, cayó mucha agua y aguanieve. Y Connor estaba demasiado débil para hacer ese viaje. Cinco horas en un carro a la intemperie habrían sido fatales. No era tan fuerte como Daniel. Creo que tragó más agua y estuvo más tiempo en el mar, a la deriva. Y es duro estar tan cerca de la muerte. No creo que sus pulmones llegaran a recuperarse nunca.
– ¿Venía de Galway?
– ¿Connor? No sé dónde había nacido, ni de dónde había partido el barco. Hablaba como la gente de Galway.
– ¿Y Hugo quería que volviera allí?
– Sí. Pero sabía que no podía, no hasta que el tiempo cambiara y él estuviera más fuerte.
– Y entonces ¿fue demasiado tarde?
– Sí. -Su cara se contrajo de dolor-. Que Dios nos perdone.
Eran los primeros que paseaban por la orilla desde el reflujo de la marea. No había ninguna pisada delante de ellos, solo una franja desnuda y firme entre las olas y la línea de la marea.
– ¿Hugo ya tenía miedo entonces de que sucediera algo, padre?
Él no contestó.
– ¿Y usted?
– Dios sabe que debí tenerlo -dijo apesadumbrado-. Esta es mi gente. A la mayoría los conozco de toda la vida. Les he oído en confesión, hablo con ellos a diario, conozco sus pasiones y sus trifulcas, sus enfermedades, sus esperanzas y sus decepciones. ¿Cómo pudo suceder todo eso, sin que lo viera? Que Dios me perdone, porque yo aún no puedo hacerlo. -Dio unos cuantos pasos más en silencio, y luego continuó como si hubiera olvidado que ella estaba allí-. Ni siquiera puedo ayudarlos ahora. Están asustados, uno de ellos carga con el peso de una culpa que le está devorando el alma, y sin embargo nadie acude a mí para que interceda con Dios, como una posibilidad de librarse de la carga que les está destrozando la vida a todos, y de lograr la absolución. ¿Por qué no? ¿Cómo les he fallado de esa forma tan total?
Emily no tenía respuesta. Todo el mundo tiene algo de que avergonzarse, y a veces durante toda una vida. ¿Qué podía haber sido eso que había visto o supuesto Connor Riordan? ¿Amenazaba eso a una de las personas cuya fragilidad conocía, y podía proteger? ¿Incluida Susannah?
Ella no quería oírlo. Deseó no haberse embarcado nunca en la investigación. No estaba preparada para tener éxito, ni para afrontar las inevitables tragedias que aquello traería consigo. Debería haber tenido el coraje y la humildad de decirle eso a Susannah desde el principio. ¡Qué arrogante había sido al imaginar que podía llegar allí, una forastera, y solucionar siete años de dolor!
Miró los hombros abatidos y la cara de tristeza del padre Tyndale, y deseó poder ofrecerle algún consuelo, una mano para agarrarse a la fe que debía haberle mantenido a flote. Él pensaba que había fallado a su gente, y que su falta de confianza en Dios o de comprensión en sus métodos habían provocado también los errores de ellos.
Ella no tenía nada que decir para ayudarle.
Fue a última hora de la tarde; ya casi había anochecido cuando Emily tomó su decisión. No solo necesitaría la ayuda del padre Tyndale, también la de Maggie O'Bannion, y probablemente la de Fergal además. No tenía sentido contárselo a Susannah hasta que estuviera segura de que el plan funcionaría. Habría sido mejor haber esperado a que su tía estuviera un poco mejor, pero quizá eso no pasaría, y el tiempo podía empeorar y convertirlo en imposible.
O algo peor que todo eso: quien hubiera asesinado a Connor podía ver en Daniel el pasado que volvía, y asesinarle también.
Emily paseó bajo la creciente penumbra del crepúsculo. Solo a poniente brillaba el mar, gris plúmbeo como el metal, y escarlata por el sol que manaba sobre él como si fuera sangre derramada. Llamó a la puerta de Maggie.
Esta acudió, y al ver la cara de Emily palideció.
– No -dijo enseguida-. No está peor. De hecho me parece que ha mejorado un poco. Y yo quiero aprovechar la oportunidad para ir a Galway. Tendré que pasar dos noches allí, como mínimo. ¿Podría usted quedarse en casa de Susannah, por favor? No puedo dejarla sola. Pasa muy malas noches. Y no puedo pretender que Daniel se ocupe de ella. En cualquier caso debería contar con una mujer, alguien que conozca y en quien confíe. ¿Por favor?
Fergal se había acercado a la puerta tras ella. Tenía la expresión sombría, por los recuerdos y la culpa.
– No -dijo, antes de que Maggie pudiera hablar-. Sea cual sea la razón por la que quiere ir a Galway, señora Radley, tendrá que esperar. Y tampoco puede pedirle al padre Tyndale que abandone el pueblo ahora. La pobre señora Ross puede fallecer en cualquier momento. ¿No fue por eso por lo que vino usted? ¿Para estar con ella? -El gesto de su mandíbula y el brillo severo de su mirada implicaban cierto desafío.
– No voy por mí, señor O'Bannion -dijo Emily, intentando reprimir el tono de enfado-. Es por Susannah…
– Aquí ya tiene todo lo que necesita -la interrumpió él.
– No, no es así. Ella…
– Maggie no se quedará en esa casa con Daniel, y no se hable más -dijo él-. Buenas noches, señora Radley.
Maggie seguía en el umbral, y aunque él cogió la puerta para cerrarla, ella no se movió.
– ¿Por qué se va a Galway? -le preguntó a Emily-. ¿Para averiguar algo sobre Connor Riordan?
– Sí. Hugo fue allí y yo necesito saber por qué. -Emily no había querido decir eso, pero ahora ya se lo habían sonsacado-. Y puede que alguien de allí conozca a Daniel. -Se dirigió a Fergal-. Si él se instala con el padre Tyndale hasta que yo vuelva, y usted también va a casa de Susannah, ¿permitirá que Maggie se quede allí?
– Sí, lo hará -dijo Maggie antes de que Fergal pudiera contestar.
– Maggie… -protestó él.
– Sí, lo harás -repitió ella, echándole una mirada-. Es nuestro deber y todos lo sabemos.
Él suspiró, y Emily vio que miraba a Maggie con una ternura que le transformó la cara, y con una tristeza que a ella le habría roto el corazón si lo hubiera visto.
– Más vale que se marche mañana -le dijo a Emily-. El tiempo empeorará otra vez dentro de un par de días. La tormenta no será tan mala como esa otra, pero sí para que no deba usted cruzar las ciénagas a lomos de un poni, aunque el padre Tyndale le preste a Jenny. Nosotros llegaremos temprano. Así podrá salir hacia las nueve.
– Gracias -dijo ella de corazón-. Se lo agradezco.
Entonces volvió a casa del padre Tyndale, le contó su plan, le pidió que le prestara a Jenny y una carreta, y le preguntó si Daniel podía instalarse en su casa hasta que ella volviera. El estuvo de acuerdo, le dijo que fuera con cuidado con el tiempo, y que él no podía moverse del pueblo ahora que Susannah estaba tan grave.
– Lo sé -contestó ella de inmediato-. Pero ¿qué alternativa hay? ¿Decirle a ella que me he rendido?
Él suspiró.
– Le pediré a algún hombre del pueblo que la acompañe. Rob Molloy, quizá, o Michel Flanagan.
– No… gracias -repuso ella enseguida-. Alguien de este pueblo asesinó a Connor. Es más seguro que vaya sola y que nadie sepa que me he ido. ¿Por favor?
El padre Tyndale apretó los labios y tenía una mirada sombría y dolida, pero no discutió. Le prometió que el carro y el caballo estarían preparados a las nueve de la mañana. Ella dijo que preferiría ir andando hasta su casa y que no hacía falta que fuera a recogerla.
Emprendió el camino de vuelta a casa de Susannah. Ya había oscurecido por completo y se alegró de haber llevado un farol. Se había levantado un viento muy fuerte y más frío.
Salió por la mañana después de haber pasado un momento a despedirse de Susannah. Se lo había explicado todo la tarde anterior, ambas sabían adonde iba y por qué, y que Daniel se quedaría con el padre Tyndale hasta que ella volviera. No necesitó aclararle el motivo.
– Volveré en cuanto pueda -dijo, buscando en el rostro de Susannah una esperanza o un temor que quizá no había verbalizado-. ¿Estás segura de que quieres que vaya? -añadió impulsivamente-. Puedo cambiar de planes, si quieres.
Susannah estaba pálida, tenía la cara incluso más demacrada, pero parecía decidida. Sonrió.
– Ve, por favor. No tengo miedo de morir, solo de no dejar esto resuelto. Este pueblo ha sido bueno conmigo, dejaron que me integrara como si realmente fuera uno de ellos. Son la gente de Hugo, y yo le quería más de lo que soy capaz de expresar. Creo que estoy preparada para morir, y para ir allá donde esté. Ese es el único lugar en el que deseo estar. Pero quiero dejarles a ellos algo, a cambio de todo el amor que me han dado, pero sobre todo porque él les quería mucho. Deseo ver que empiezan a recuperarse. Ve, Emily, y vuelve con lo que descubras. Ocúpate de que se sepa, aunque yo ya no esté aquí. Y no te sientas culpable. Me has dado el mejor regalo que tenías, y te lo agradezco.
Emily se inclinó y le besó la mejilla blanquecina. Después salió del dormitorio con las mejillas bañadas en lágrimas.
Era un trayecto largo y desapacible, pero Jenny parecía conocerlo sin que Emily la guiara, y sin las instrucciones del padre Tyndale. El paisaje era de una belleza desoladora, con la que ahora ella se sentía extrañamente confortada. Incluso la llovizna ocasional poseía una profundidad que cambiaba en función de la luz, como si la hierba tuviera muchas capas. Las piedras brillaban intensamente cuando recibían un rayo de sol, y las montañas y la lejanía estaban llenas de sombras cambiantes y siempre distintas.
Cuando por fin llegó a Galway, no le costó demasiado encontrar un hotel con un establo para el poni, y después de una buena cena y con una muda de ropa seca y unas botas, se dispuso a rehacer los pasos que había dado Hugo siete años antes.
Durante el largo viaje había pensado mucho sobre dónde habría empezado Hugo a buscar a los parientes de Connor. El padre Tyndale había dicho que Hugo poseía una fe discreta pero profunda, y que asistía a la iglesia casi todos los domingos. Probablemente habría empezado preguntando en las iglesias de Galway, si conocían a la familia de Connor. Aunque no acudieran a la parroquia, el sacerdote local al menos los conocería.
Encontrar una iglesia era fácil; cualquier transeúnte podía indicarle. Tardó un poco más en dar con una donde conocieran a la familia Riordan, y ya había oscurecido cuando finalmente se sentó en la salita de la rectoría frente al padre Malahide, observando su rostro delgado y amable a la luz de un candil. La estancia estaba llena del aroma penetrante de la turba y cargada de humo de tabaco.
– ¿En qué puedo ayudarla, señora Radley? -dijo con interés. No preguntó qué hacía en Galway una mujer inglesa, que había recorrido sola todo el trayecto desde la costa, en pleno invierno.
Emily le habló brevemente de la tormenta y de que Daniel había sido el único superviviente del naufragio. A medida que iba explicando la historia, vio por su expresión de dolor y compasión que él sabía lo de Connor.
– Ahora la señora Ross está muy grave -prosiguió ella-. No creo que le quede mucho tiempo de vida, y hay cosas que yo debo resolver antes. La llegada de Daniel ha revivido fantasmas del pasado que hay que enterrar, sea cual sea la verdad.
– Yo no puedo contarle lo que Hugo Ross me dijo, señora Radley -le contestó amablemente el padre Malahide-. Él vino a ver si podía encontrar a la familia de Connor. El joven estaba demasiado débil para venir personalmente y todos sus compañeros del barco estaban muertos. Por lo visto no recordaba casi nada y parecía que estaba solo en el mundo, como este muchacho de ahora. Por desgracia, desaparecen muchos hombres en las costas de Irlanda, sobre todo en Connemara. El clima que barre el Atlántico en invierno es muy duro, implacable.
– ¿Hugo encontró a alguno de sus familiares?
– Sí. Su madre vivía aquí en Galway. Trabajaba en un orfanato dirigido por la iglesia. No era una monja, naturalmente, pero llevaba casi toda la vida allí. Me temo que no puedo decirle nada más, señora Radley. Todo el resto me fue confiado en secreto. Estoy seguro de que lo entiende. Siento decirle que la madre de Connor ha muerto. Aunque no creo que ella hubiera podido ayudarla.
– No -reconoció Emily con pesar-. No sé si averiguaré qué le pasó a ese chico en realidad, y a ella no le habría servido de mucho consuelo. Pero tal vez alguien del orfanato puede decirme qué preguntas hizo Hugo Ross y quizá lo que le contaron.
– Por supuesto. -El padre Malahide le dio la dirección, le indicó cómo encontrar el lugar y le aconsejó que fuera a media mañana, cuando tal vez dispondrían de tiempo para hablar con ella.
Ella le dio las gracias y recorrió las calles oscuras que llevaban a la posada donde estaba alojada, tan aprisa como pudo.
Por la mañana siguió las indicaciones del padre Malahide y no tuvo problemas para encontrar el orfanato. Era un edificio amplio de piedra gris con varias edificaciones anexas, que parecían haberse añadido para aumentar la capacidad.
Emily se acercó a la puerta principal y llamó con el picaporte. Pasaron unos minutos hasta que acudió una niñita delgada con la cara llena de pecas. Emily le dijo lo que deseaba y la hicieron esperar en una pequeña antesala bastante fría, con unos carteles cuidadosamente pegados a la pared advirtiendo al pecador potencial que Dios lo veía todo. Enfrente había un gran crucifijo con una imagen de Cristo agonizando que cohibió e incomodó a Emily. De pronto se sintió forastera, y se preguntó si era prudente haber ido allí.
La llevaron a ver a la enfermera jefe, una mujer cansada, pálida, con muchas arrugas y unas preciosas trenzas castañas enrolladas en la cabeza.
Emily se sentó en su despacho y oyó pasos que recorrían el pasillo arriba y abajo y gritos de voces alegres, metiendo prisa, pidiéndole a un niño que se portara bien, que fuera rápido, que se atara los cordones, que se metiera la camisa dentro del pantalón, que dejara de charlar.
– Yo fui a Connemara para estar con mi tía, Susannah Ross, que está muy enferma y no vivirá mucho -explicó con franqueza-. Hace siete años Hugo Ross, su marido, vino aquí buscando a la señora Riordan, porque su hijo,
Connor, era el único superviviente de un naufragio frente a la costa donde vivía el señor Ross.
– Me acuerdo de él -dijo la enfermera, asintiendo-. No volvió nunca, ni tampoco el joven de quien hablaba. Me temo que la señora Riordan ya murió, Dios se apiade de su alma.
– Sí, lo sé. El señor Ross también, y me temo que Connor fue asesinado, también -contestó Emily.
– Qué horror. -La cara de la enfermera expresó una sincera pena-. Lo siento muchísimo. Quizá es mejor que su pobre madre no llegara a saberlo. La hizo tan feliz que el señor Ross le contara que Connor se salvó del naufragio. Se ahogan tantos hombres… El mar es un amante difícil, pero uno se gana la vida donde puede. La tierra también puede ser muy dura. ¿Y yo qué puedo hacer ahora para ayudar a la señora Ross, pobre criatura?
Emily había dado vueltas y vueltas a la cabeza pensando qué iba a preguntar, y seguía sin tenerlo claro, pero ahora ya no quedaba tiempo para debatir. Miró los ojos cansados de aquella mujer que tenía delante y sus manos rugosas apoyadas sobre el regazo. Debía de haber visto cosas mucho más tristes que aquella. ¿Qué clase de mujer abandona a su hijo en un orfanato para que lo críen? Emily pensó en sus propios hijos, en casa, y de pronto los echó intensamente de menos, como si se los hubieran arrebatado. Notó el olor de su piel, oyó sus voces, vio brillar la confianza en sus ojos. Solo había una respuesta: una mujer desesperada, al límite de sus fuerzas, una mujer perseguida o moribunda.
– Connor Riordan fue asesinado -dijo bruscamente y vio que la enfermera pestañeaba como si ese dolor también le fuera familiar-. Nunca averiguamos quién le mató, pero yo creo saber por qué. Tengo mucho miedo de que ahora vuelva a pasar lo mismo con Daniel, si no lo impedimos. Yo creo que Hugo Ross pudo haberse enterado de algo aquí que más tarde le aclaró quién era el responsable, y como amaba a su gente decidió no repetirlo. Él no sabía que el veneno de esa culpa y el miedo iban a provocar la muerte lenta de la propia aldea. Pero su viuda sí lo sabe, y por encima de todo quiere corregir eso antes de morir; quizá por el pueblo, pero yo pienso que sobre todo es por el propio Hugo.
– Una mujer buena. -La enfermera asintió y se persignó con gran solemnidad-. Yo tampoco puedo decirle mucho, pero recuerdo que estuvo un buen rato hablando con la señora Riordan y que hizo un par de preguntas sobre la señora Yorke. Eso pareció afectarle. Yo le pregunté si podía hacer algo para ayudarle, y él me dijo que no. La señora Riordan también parecía disgustada, pero cuando hablé con ella no me contó por qué y me pareció que no sabía mucho.
– ¿La señora Yorke? -dijo Emily, confusa.
– Bueno, nosotros la llamamos señora. -La enfermera hizo un leve gesto con la mano, como si se refiriera a algo trivial-. Pero de hecho no estaba casada. Trabajó muchos años aquí y después también murió. Había llegado su hora. Era una anciana y estaba preparada para seguir su viaje hasta Dios.
– ¿Anciana? -Emily estaba sorprendida. ¿Era hermana de Padraic Yorke? Entonces debía de ser bastante más vieja que él. O quizá no eran parientes. El apellido no era muy corriente, pero tampoco único-. ¿Puede que fuera pariente del señor Padraic Yorke, que vive en el mismo pueblo que la señora Ross?
– Sí, sí -dijo la matrona con un suspiro-, lo era. Pero de eso hace mucho tiempo, pobrecilla.
– ¿Mucho tiempo? ¡Pero usted dijo que era vieja!
– Y lo era, cuando murió debía de tener unos ochenta años, o quizá más.
De repente Emily sintió más frío del que hacía en la habitación. Su mente se llenó de ideas lúgubres, sin definir.
– Entonces ¿no era su hermana?
– No, querida, era su madre -dijo la enfermera, sorprendida-. Vino aquí antes de que él naciera. Al principio dijo que era una viuda embarazada, pero después se sinceró con nosotros. No estaba casada, y en un principio era una chica respetable que servía en casa de una familia de Holyhead, en Inglaterra. Cuando el señor de la casa la dejó en estado, cogió el barco y vino a Irlanda. Empezó en Dublín, pero cuando se le empezó a notar el embarazo la echaron, se dirigió al oeste y llegó a Galway, donde nosotras la acogimos. Aquí era feliz, y se quedó con nosotros el resto de su vida. Era una buena mujer, y nosotras tuvimos la delicadeza de darle tratamiento de mujer casada.
– ¿Así que Padraic nació aquí? -dijo Emily, sin dar crédito.
No le horrorizó la vergüenza de esos primeros años, aunque eso ya debió de haber sido bastante duro, sino que a los ojos de los irlandeses era inglés, de sangre y de educación, aunque nunca lo fuera de corazón.
La enfermera asintió.
– Naturalmente cuando cumplió catorce años tuvo que irse, porque nosotros ya no podíamos mantenerle. No hay fondos para los niños que ya tienen edad para trabajar, y aquí no había nada para él. Era buen estudiante. Se marchó una temporada a Dublín, luego a Sligo, y finalmente a la costa, y allí se quedó.
– Y la señora Riordan sabía todo eso -dijo Emily despacio, mientras la malevolencia empezaba a tomar forma en su cabeza. Connor debió de haberlo deducido y comprendió exactamente quién era Padraic Yorke: no un irlandés patriota y poeta como decía él, sino el hijo ilegítimo de algún inglés rico y una doncella a quien despidió. ¿Connor se lo habría contado a alguien? ¿Quién se atrevió a aprovechar la oportunidad que él desechó?
– Gracias -le dijo Emily a matrona, y al ponerse en pie sintió una tensión repentina, como si le dolieran todos los huesos-. Debo volver mañana para contarle a Susannah lo que he averiguado. Así lo sabrá por fin. Lo que decida hacer es asunto suyo.
Pasó el resto del día en Galway, porque no se atrevía a emprender el largo viaje de vuelta si tenía que hacer el tramo final de noche. Pagó la cuenta después de desayunar, y a las nueve estaba ya en marcha, pero tenía un peso en las entrañas. Entendió enseguida por qué Hugo Ross había decidido no decir nada.
Padraic Yorke había matado a Connor y probablemente fue un asesinato. Como mínimo hubo una pelea que había terminado de forma desastrosa. Pero nadie salvo el propio Yorke sabía lo que había pasado, las burlas, las risas, la humillación que debía de haber sufrido. Pudo haber sido una agresión verbal de un sarcasmo insoportable, incluso un insulto obsceno contra su madre, que sin duda ya había padecido bastante. Puede que hubiera sido accidental en parte, sin intención de matar.
O pudo haberse tratado de un asesinato bastante claro, incluso un golpe por la espalda propinado con cobardía, contra un hombre que había descubierto una información por casualidad, y que nunca tuvo intención de utilizarla.
¿Hugo se habría enterado? ¿Habría hablado con Padraic Yorke? ¿O habría guardado silencio, también? ¿Supo alguna vez lo que estaba ocultando? Por lo que Susannah le había contado sobre él, Emily pensó que probablemente lo sabía.
Lo que no había sabido era cómo el temor y la culpa envenenarían poco a poco el tejido mismo de la aldea hasta consumirla; día tras día, una nueva sospecha hoy, un miedo reavivado mañana, otra mentira para cubrir una anterior; la falta de confianza en sí mismo del padre Tyndale, y en último término sus dudas sobre Dios, incluso.
Había dejado atrás el lago y se dirigía hacia Oughterard, el viento abría agujeros azules en el cielo agitado y el sol brillaba sobre las colinas. Las laderas eran casi doradas y las piedras negras y húmedas de las ruinas relucían con nitidez, cuando Emily vio a un hombre en el camino que tenía delante. Caminaba con paso firme, como si quisiera mantener un buen ritmo para llegar lejos. Ella se preguntó si viviría en Oughterad. No se veía ninguna casa ni ninguna granja a ambos lados del camino.
¿Debía ofrecerse a llevarle? No parecía prudente. Y aun así era inhumano pasar a su lado y dejar que siguiera su camino, con el viento en contra y en aquel sendero angosto.
Hasta que llegó a su altura no vio que se trataba de Brendan Flaherty. Detuvo el poni.
– ¿Quiere que le lleve, señor Flaherty? -dijo-. Me dirijo a casa.
– A casa, ¿eh? -contestó él sonriendo-. Claro, muy amable por su parte, señora Radley. Y me encantaría hacerme cargo de las riendas, si usted quiere. Aunque Jenny conoce el camino tan bien como yo.
Ella aceptó porque estaba cansada, y aunque era una buena amazona no tenía la menor experiencia conduciendo, y estaba convencida de que Jenny era consciente de eso.
Habían recorrido casi dos kilómetros cuando Brendan habló.
– No debí haber huido -dijo en voz baja, mirando al frente, evitando su mirada.
– Ahora vuelve -repuso ella. Como sabía la verdad sobre Padraic Yorke, ya no tenía miedo de Brendan.
Él emitió un pequeño gruñido, sin palabras, pero cargado de sentimiento.
Ella notó en él el peso de la tristeza, como si regresara a una cárcel.
– ¿Por qué vuelve? -le preguntó impulsivamente-. ¿Teme que si se queda en Galway acabará bebiendo demasiado, metiéndose en peleas, y al final solo como su padre?
– Yo no soy mi padre -dijo él sin apartar la vista del camino.
Ella le miró y vio que en su cara no había rabia, sino una disculpa, como si hubiera fallado, y en cierto modo hubiera traicionado las expectativas de su linaje.
– ¿Cómo era él? -preguntó ella-. Sinceramente. No en las fantasías de su madre, sino de verdad. ¿Cómo le veía usted?
– Yo le quería -contestó él; escogía las palabras una a una-. Pero también le odiaba. Era perezoso y cruel, pero se salía con la suya porque hacía reír a la gente. Cantaba como un ángel. Al menos por lo que yo recuerdo. Tenía una de esas voces dulces y melodiosas, que hacen que entonar parezca fácil. Y contaba unas historias tan reales sobre Connemara, la tierra y la gente, que al oírle parecía que el pasado fluyera en la sangre, como el vino; era un poco borrachín quizá, pero muy vital. De hecho ahora pienso que en realidad la mayoría de las historias eran de Padraic, pero a él nunca pareció importarle que las contara mi padre.
– ¿Él conocía bien a Padraic? -preguntó ella.
El cielo estaba cubriéndose ligeramente de nubes que lo encapotaban, de modo que el sol ya no brillaba sobre las colinas y la hierba estaba perdiendo color. Empezaba a refrescar. Había una cortina de lluvia en el noroeste, sobre Maumturk Hills.
– No lo sé. No creo. Pero eso no habría cambiado nada.
Él las habría contado de todas formas. Un día le pregunté a Padraic si le molestaba, y dijo que mi padre las mejoraba y que eso era algo bueno, para todos nosotros, para Irlanda.
– Él ama a Irlanda, ¿verdad? -Era un comentario; Emily no pretendía formular una pregunta.
Brendan la miró.
– Usted no fue a Galway a buscarme, ¿o sí? Al principio creí que sí. Pensé que pudo haberse preguntado si yo maté a Connor Riordan… por Maggie. No le maté. -Lo afirmó con vehemencia, como si en cierto modo la duda persistiera.
Emily supo qué era lo que asustaba tanto a su madre. Ella conocía la violencia de Seamus, quizá incluso la había sufrido alguna vez, y la imaginaba en Brendan también, como si para ella incluso los defectos de Seamus, repetidos, pudieran mantenerle con vida en cierto modo. No era sorprendente que Brendan hubiera huido a Galway, o a cualquier parte, para librarse de la cárcel de sus sueños.
– Sé que no fue usted -le contestó ella.
Él se volvió para mirarla.
– ¿Lo sabe? ¿Lo sabe o le da miedo que yo piense que sospecha de mí, y le haga daño?
– Sé que no fue usted -le dijo ella-, porque sé quién le mató, por una razón de mucho más peso que la suya.
– ¿Lo sabe? -Él analizó el rostro de Emily, y debió de haber descubierto cierta sinceridad en ella, porque sonrió y dejó de aferrarse a las riendas.
– Debería despedirse de su madre como corresponde, y luego volver a Galway, o a Sligo o incluso a Dublín. A cualquier parte adonde quiera ir.
– Y ¿qué pasa con el pueblo? -preguntó él-. Hemos defraudado nuestros propios sueños. Padraic se ha apropiado de nuestros mitos y los ha embellecido para que fueran como él cree que deben ser, y nosotros hemos terminado creyendo que esa es la verdad.
– ¿Y no lo es? -Pero Emily ya sabía la respuesta.
Él sonrió.
– Él les da más encanto del que tienen. Inventa santos que nunca existieron, y transforma a hombres corrientes que eran mezquinos y egoístas en héroes con defectos tan fascinantes como sus virtudes. Y nosotros hemos aceptado el engaño porque nadie se atreve a romper la imagen que aparece en el espejo.
– ¿Y Connor Riordan se dio cuenta de eso?
Él la miró con un destello de comprensión mutua.
– Sí. Connor lo veía todo. Vio que yo amo a Maggie, y que Fergal no sabe reír y llorar y ganársela. Y que mi madre no puede permitir que mi padre descanse en la tumba como la persona que era realmente. Y que el padre Tyndale piensa que Dios le ha abandonado, porque no es capaz de salvarnos en contra de nuestra voluntad. Y más cosas: me atrevería a decir que conocía a Kathleen y a Mary O'Donnell y a la pequeña Bridie, y a todos los demás.
No mencionó a Padraic Yorke, y ella tampoco. Recorrieron el resto del camino en un silencio amigable, o charlando sobre aquella tierra y sus peculiaridades, y de las viejas historias de los Flaherty y los Conneely.
Emily dejó a Brendan en el centro del pueblo, después devolvió a Jenny y el carro al padre Tyndale. Él no le preguntó lo que había averiguado, y ella no se lo dijo. Daniel, con su petate a cuestas, volvió andando a casa con ella. La miraba intrigado, pero no preguntó. Ella pensó que quizá ya lo había adivinado.
Esa tarde, cuando Maggie y Fergal ya se habían marchado y Daniel estaba leyendo en el estudio, finalmente se sentó a solas con Susannah. Parecía que había vuelto a recuperarse temporalmente, volvía a tener algo de color en la cara, pero la mirada ausente que había en sus ojos seguía allí, como si estuviera preparándose para marcharse. Pronto llegaría la Nochebuena, y ansiaba el regalo que Emily tenía para ella.
– Hugo sabía la verdad -dijo Emily con afecto, posando la mano en los dedos escuálidos de Susannah, apoyados en el cubrecama. Estaban en el piso de arriba, donde Daniel no podía oírlas-, posiblemente mejor de lo que nosotros sabremos nunca. No la dijo porque no se dio cuenta de que el miedo envenenaría el propio pueblo y le devoraría el alma. Yo creo que si lo hubiera entendido, se lo habría contado al padre Tyndale, y habría dejado que él se ocupara de que se hiciera justicia.
Susannah sonrió lentamente y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¿Se lo has contado al padre Tyndale?
– No. Te lo contaré a ti y tú decidirás lo que consideres mejor, lo que creas que Hugo habría hecho si estuviera aquí -contestó Emily.
Entonces le dijo lo que había averiguado en Galway, y también añadió algunas de sus conclusiones sobre Brendan Flaherty.
– Yo tenía miedo de que hubiera sido Brendan -reconoció Susannah-. O Fergal. El creía que Maggie estaba enamorada de Connor.
– A mí me parece que ella estaba enamorada de las ideas de Connor, de su imaginación -dijo Emily.
Susannah sonrió.
– Me parece que todos lo estábamos. Y le temíamos. Él también cantaba bien, ¿sabes?, incluso mejor que Seamus. Colleen Flaherty le odiaba por eso, y creo que él sabía también lo pendenciero que era Seamus. -Suspiró-. Pobre Padraic. ¿Pudo haber sido una pelea, o un accidente?
– No lo sé. Pero aunque lo fuera, Padraic dejó que eso envenenara el pueblo.
– Sí… lo sé -Permanecieron en silencio unos minutos-. El padre Tyndale ha venido a verme todos los días. Vendrá mañana y se lo contaré. Hugo lo habría hecho. -Curvó los dedos sobre los de Emily y apretó-. Gracias.
A la mañana siguiente, cuando llegó el padre Tyndale, Emily lo dejó con Susannah y se fue a pasear sola por la orilla, hacia el lugar donde Connor Riordan había muerto. La señal de piedra estaba más arriba, fuera del alcance del mar, pero ella deseaba detenerse donde él estuvo vivo, y decirle a su alma que la verdad se había aclarado. Algo que no tenía demasiada importancia, salvo para los vivos. Incluso Hugo Ross lo sabía sin que ella se lo dijera. Deseaba sentir que todo había concluido, sencillamente.
Las olas silbaban con fuerza contra la arena, y la erosionaban, la aspiraban de nuevo y la enterraban con evidente violencia. Emily se dio cuenta de que cualquier resbalón sería fatal. Nadie se pondría a andar junto al rompiente. Solo un sentimiento tan poderoso que aniquilara toda sensatez llevaría a alguien a ser tan imprudente. ¿Había sido una pelea?
Levantó la vista hacia la duna y las matas de hierba y vio a la señora Flaherty avanzando con grandes zancadas hacia ella, con la cabeza alta y moviendo los brazos con decisión. Emily siguió paseando. No quería hablar con Colleen Flaherty ahora, sobre todo si Brendan le había dicho que iba a marcharse del pueblo, quizá para siempre. Eso sería un alivio para Fergal e incluso para Maggie, con el tiempo.
Caminó hacia el lugar donde Connor Riordan había muerto. La arena que pisaba era más blanda. La última ola silbó con su lengua blanca, y llegó aproximadamente a un metro de donde estaba ella.
Colleen Flaherty estaba acercándose. Emily sintió un repentino espasmo de temor. Miró tierra adentro y vio que el linde de la duna era demasiado empinado para trepar allí. La única forma de regresar era deshaciendo sus pasos. Había llegado al final de la playa abierta. Vio la piedra que marcaba la tumba. Allí era donde Connor había muerto. El mar que subía cada vez más, esa ola que le humedeció los pies, era la misma resaca que le había arrastrado a él. Le enterró, lo asfixió y lo devolvió solo cuando ya le había arrebatado la vida, como si rectificara aquello que la tormenta no había completado. Ahora Emily estaba helada, temblaba y estaba empapada hasta las rodillas y las pesadas faldas la arrastraban hacia abajo, hacia la arena hambrienta.
Colleen Flaherty se detuvo frente a ella, con una expresión alegre por un triunfo amargo.
– Así es, inglesa. Aquí es donde murió, el joven que llegó del mar para perturbar nuestras vidas. Yo no sé quién le mató, pero no fue mi hijo. Debería usted haber dejado en paz ese asunto, sin entrometerse en algo que no le concierne. -Avanzó un paso más.
Emily se echó hacia atrás y la siguiente ola la atrapó y casi le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó ostensiblemente, agitó los brazos y notó cómo la arena la aspiraba.
– Aquí el mar es peligroso -dijo la señora Flaherty-. Se ha ahogado mucha gente. No ha debido usted decirle a Brendan que se marchara. No es asunto suyo. Esta es su tierra y su linaje. Pertenece a este lugar.
Emily intentó despegar los pies y avanzar hacia ella.
– Ya es hora de que le deje marchar -dijo airada-. Le está asfixiando. Esto no es amor, es posesión. Él no es Seamus y no quiere serlo.
– ¡Usted no sabe lo que él quiere! -gritó la señora Flaherty y dio una zancada hacia ella.
Emily luchó desesperadamente y otra ola inundó e invadió la arena, agarrándola por encima de las rodillas, y la lanzó, empapada de agua helada, luchando por respirar. Eso debía de haberle pasado a Connor Riordan, como una repetición del naufragio.
Vio a Colleen Flaherty abatirse sobre ella; entonces sintió que sus brazos la agarraban y apenas le quedaban fuerzas para luchar. Otra ola las cubrió a ambas y la dejó sin aliento. Entonces, de pronto, Emily estaba libre y Padraic Yorke la estaba levantando. La señora Flaherty estaba a unos metros de distancia. Emily aspiró con dificultad. Estaba tan aterida que tenía todo el cuerpo entumecido.
Llegó otra ola y Padraic Yorke la arrastró más hacia la playa. Ella dio un paso más. Allí había más gente, pero estaba demasiado maltrecha para saber quiénes eran. Sentía un dolor insoportable en el pecho. Alguien la sujetó. Llegó otra ola, pero esta vez no la atrapó. Estaba mareada, trastabilló y entonces se sumió en la oscuridad.
Despertó en su propia cama en la casa de Susannah. Aún le costaba respirar y estaba muerta de frío.
– No pasa nada -le dijo el padre Tyndale con cariño-. Ya ha terminado todo. Está a salvo.
Ella parpadeó.
– ¿Terminado?
– Sí. Colleen se avergonzará el resto de su vida, creo. Y Padraic Yorke pagó su culpa, que en paz descanse. -Se persignó.
Ella se le quedó mirando y poco a poco comprendió.
– ¿Está vivo?
– No -dijo él en voz baja-. Dio su vida para salvarla a usted. Era lo que quería hacer.
Ella notó el escozor de las lágrimas en los ojos, pero no discutió.
– Gracias, señora Ridley -susurró él, acariciándole la mano-. Usted ha puesto punto final a un dolor que arrastrábamos hace tiempo. Quizá nos ha dado una segunda oportunidad, en cierto sentido. Esta vez no rechazaremos a un forastero que nos traiga una verdad sobre nosotros mismos que tal vez prefiramos no saber.
Ella meneó la cabeza.
– No fui yo, padre, fueron las circunstancias que trajeron a Daniel al pueblo, y nos dieron la oportunidad de enfrentarnos a nosotros mismos, a todos incluida yo, y hacerlo mejor esta vez. Puede que la Navidad sea eso, otra oportunidad. Pero si usted no le cuenta a todo el mundo quién mató a Connor Riordan y por qué, no servirá de nada.
Él tenía la angustia impresa en la cara.
– ¿No podemos dejar que Padraic muera con sus secretos? El pobre hombre ya ha pagado. Pudo haber sido un accidente. Connor no era Daniel, ¿sabe? Tenía una lengua cruel a veces. Puede que fuera la crueldad ciega de la juventud, pero duele. Las palabras hieren igual.
– No, padre, si no saben quién le mató, no olvidarán sus sospechas, y dese cuenta de que el daño lo causaron las mentiras. Nadie necesita saber cuál era el secreto de Padraic Yorke, pero nosotros debemos saber los nuestros.
– Quizá sí -admitió él de mala gana-. Puede que si yo hubiera sido sincero conmigo mismo, nos habríamos ahorrado todos estos años de amargura. Yo quería evitar el dolor, pero lo que hice fue incrementarlo. Hugo también tuvo parte en esta deuda. Debo agradecer a Susannah que la haya pagado.
La víspera de Navidad, cuando las campanas de la iglesia sonaron a medianoche, Emily y Susannah estaban sentadas junto al fuego oyendo el viento en los aleros. Daniel había asistido a la ceremonia, y se habían quedado solas en casa.
Susannah sonrió.
– Me alegro de oírlas -dijo con dulzura-. No sabía si podría. Mañana será un buen día. Gracias, Emily.