CAPÍTULO 03

…y ahora que esta Autora ha hecho pública la lista de invitados de la Cena que Salió Mal, esta Autora les ofrece, como un delicioso regalito, un análisis de los sospechosos.

No se sabe mucho sobre el señor Peter Thompson, aunque es generalmente reconocido como un valiente soldado en la guerra contra Napoleón. La sociedad detesta ubicar a un renombrado héroe de guerra en una lista de sospechosos, pero esta Autora sería descuidada si no se señalara que el señor Thompson también es reconocido como un poco caza-fortunas. Desde su llegada a la ciudad, ha estado buscando de manera bastante obvia una esposa, aunque como esta Autora cree firmemente en dar crédito donde se debe, él lo ha hecho de un modo decididamente modesto y de buen gusto.

Pero es bien sabido que su padre, lord Stoughton, no se encuentra entre los más ricos barones, y además, el señor Thompson es un segundo hijo, y como su hermano mayor ya ha creído pertinente procrear, es meramente cuarto en línea por el título. Así que, si el señor Thompson espera vivir con algo de estilo una vez que salga del ejército, tendrá que casarse con una mujer de medios.

O, podría especularse, si uno lo deseara, obtener fondos de alguna otra manera.


Ecos de sociedad de lady Whistledown, 31 de mayo de 1816


Si Peter hubiese conocido la identidad de la escurridiza lady Whistledown, la hubiese estrangulado en el acto.

Caza-fortunas. Detestaba ese apodo, lo veía más como un epíteto, y ni siquiera podía pensar las palabras sin casi escupir con indignación. Había pasado el último mes en Londres comportándose con el mayor cuidado, todo para asegurarse de que ese rótulo no le era aplicado.

Había una diferencia entre un hombre que buscaba a una mujer con una dote modesta y uno que seducía por dinero, y el diferencial podía ser resumida en una palabra.

Honor.

Era lo que había gobernado su vida entera, desde el momento en que su padre lo había sentado a la terriblemente tierna edad de cinco años y le había explicado qué distinguía a un verdadero caballero, y por Dios, Peter no iba a permitir que una cobarde columnista de chismes manchara su reputación con un solo golpe de su pluma.

Si la maldita mujer tuviese un gramo de honor propio, pensó ferozmente, no encubriría evasivamente su identidad. Sólo los temerosos usaban el anonimato para insultar y cuestionar.

Pero él no sabía quién era lady Whistledown, y sospechaba que nunca nadie lo sabría, no en esta vida, de cualquier modo, así que tenía que contentarse con desquitar su pésimo humor con todos los demás con quienes entrara en contacto.

Lo que significaba que probablemente debería una disculpa bastante grande a su ayuda de cámara por la mañana.

Tiró de su corbata mientras navegaba por el salón de baile demasiado atestado en casa de lady Hargreaves. No podía rechazar esta invitación; hacerlo hubiese dado demasiado crédito a las palabras de lady Whistledown. Mejor negarlo sin vergüenza y reírse de ello, y encontrar algún consuelo en el hecho de que él no era el único criticado en la edición de esa mañana; lady W había dedicado un buen espacio a cinco invitados en total, incluyendo a la pobre atribulada señorita Martin, contra quien la alta sociedad seguramente se volvería, ya que era meramente la dama de compañía de lady Neeley y no, como ya había oído decir a alguien, una de los suyos.

Además, había tenido que ir esa noche. Ya había aceptado la invitación y, además, cada joven soltera en Londres asistiría. No podía permitirse olvidar que había un propósito para su presencia en la ciudad. No podía permitirse terminar la temporada sin un compromiso; como estaban las cosas, apenas lograba pagar la renta en su humilde alojamiento de soltero al norte de Oxford Street.

Imaginaba que los padres de esas señoritas casaderas podrían observarlo con más cuidado esa noche, y varios no permitirían que sus hijas se relacionaran con él, pero esconderse en casa sería, a los ojos de la sociedad, equivalente a admitir la culpa, y estaría mucho mejor actuando como si no hubiese pasado nada.

Aunque quisiera desesperadamente atravesar una pared con el puño.

Lo peor de todo era que la única persona con la que absolutamente no podía relacionarse era Tillie. Ella era universalmente reconocida como la más grande heredera de la temporada, y su belleza y personalidad vivaz la habían convertido sin dudas en el mejor partido. Era difícil para cualquiera cortejarla sin ser catalogado como caza-fortunas, y si Peter fuera visto colgado tras ella, nunca se desharía de la mancha en su reputación.

Pero claro que Tillie era la única persona -la única- a la que quería ver.

Ella venía a él en sus pensamientos, en sus sueños. Sonreía, reía y luego se ponía seria, y parecía entenderlo, calmarlo con su sola presencia. Y él quería más. Lo quería todo; quería saber qué tan largo era su cabello, y quería ser quien lo soltara del remilgado rodetito en su nuca. Quería conocer el olor de su piel y la curva exacta de sus caderas. Quería bailar con ella más cerca de lo que permitía el decoro, y quería llevársela, donde ningún otro hombre pudiera mirarla siquiera.

Pero sus sueños iban a tener que seguir siendo sólo eso. Sueños. No había manera de que el conde de Canby aprobara una unión entre su única hija y el hijo menor sin dinero de un barón. Y si él se escapaba con Tillie, si se fugaban sin el permiso de la familia de ella… Bueno, ella sería desheredada sin dudas, y Peter no la arrastraría a una vida de refinada pobreza.

No era, pensó Peter fríamente, lo que Harry había tenido en mente cuando le había pedido que la cuidara.

Así que simplemente se encontraba de pie en el perímetro del salón de baile, simulando estar muy interesado en su copa de champagne, y más bien contento de no poder verla. Si supiera dónde estaba Tillie, entonces no sería capaz de contenerse para no observarla.

Y si lo hacía, entonces seguramente alcanzaría a verla. Y una vez que eso sucediera, ¿realmente pensaba que podría apartar los ojos de ella?

Ella lo vería, por supuesto, y sus ojos se encontrarían, y entonces él tendría que acercarse a saludarla, y entonces ella podría querer bailar…

Se le ocurrió en un súbito destello de ironía que había abandonado la guerra precisamente para evitar la amenaza de tortura.

Bien podía arrancarse las uñas ahora.

Peter cambió sutilmente su postura para estar más de espaldas a la gente. Entonces se dio un golpe mental, al atraparse mirando sobre el hombro.

Había encontrado a un pequeño grupo de hombres que conocía del ejército, todos los cuales, estaba seguro, habían venido a Londres por la misma razón que él, aunque con excepción de Robbie Dunlop, ninguno de ellos había tenido la desgracia de haber sido invitado a la infortunada cena de lady Neeley. Y Robbie no había sido escogido por lady Whistledown para el escrutinio; parecía que incluso esa arrugada vieja bruja sabía que Robbie no tenía la astucia para tramar -mucho menos llevar a cabo- un robo tan atrevido.

– Qué mala suerte lo de Whistledown -comentó uno de los ex soldados, sacudiendo la cabeza con sincera conmiseración.

Peter sólo gruñó y levantó un hombro en un gesto ladeado. A él le parecía una buena respuesta.

– Nadie lo recordará la próxima semana -dijo otro-. Ella tendrá algún nuevo escándalo que informar, y además nadie piensa realmente que tú hayas robado ese brazalete.

Peter se volvió hacia su amigo con creciente horror. Nunca se le había ocurrido que alguien realmente pudiera pensar que era un ladrón. Simplemente había estado preocupado por la parte acerca de que era un caza-fortunas.

– Eh, no quise mencionarlo -tartamudeó el tipo, dando un paso atrás ante lo que debía haber sido una expresión feroz en el rostro de Peter-. Estoy seguro de que terminará siendo esa dama de compañía. Esa muchacha nunca ha tenido siquiera dos peniques a la vez.

– No fue la señorita Martin -dijo Peter mordazmente.

– ¿Cómo lo sabes? -Preguntó uno de los hombres-. ¿La conoces?

– ¿Alguien la conoce? -preguntó otro.

– No fue la señorita Martin -dijo Peter con voz dura-. Y es indigno de ustedes especular con la reputación de una mujer.

– Sí, ¿pero cómo sab…?

– ¡Me encontraba justo a su lado! -dijo Peter bruscamente-. La pobre mujer estaba siendo atacada por un papagayo. No tuvo la oportunidad de tomar el brazalete. Claro -agregó cáusticamente-, no sé quién confiará en mi palabra sobre el asunto ahora que he sido catalogado como el sospechoso principal.

Los hombres se apresuraron en asegurarle que seguían confiando en su palabra respecto a cualquier cosa, aunque uno fue lo bastante tonto como para señalar que Peter difícilmente fuera el principal sospechoso.

Peter sólo lo miró con furia. Principal o no, parecía que gran parte de Londres ahora pensaba que podría ser un ladrón.

Maldito infierno.

– Buenas noches, señor Thompson.

Tillie. Sólo le faltaba esto a la noche.

Peter se dio vuelta, deseando que su sangre no corriera con tanta energía ante el mero sonido de su voz. No debería mirarla. No quería mirarla.

– Qué bueno verlo -dijo ella, sonriendo como si tuviera un secreto.

Estaba hundido.

– Lady Mathilda -dijo él, haciendo una reverencia y tomando su mano ofrecida.

Ella se dio vuelta y saludó a Robbie, y luego dijo a Peter:

– ¿Tal vez podría presentarme al resto de sus compatriotas?

Él lo hizo, frunciendo el ceño mientras todos caían bajo su hechizo. O posiblemente, se le ocurrió, el hechizo de su dote. Harry no había sido exactamente circunspecto cuando había hablado de eso en el Continente.

– No pude evitar oír su defensa de la señorita Martin -dijo Tillie, una vez que las presentaciones habían sido completadas. Se volvió hacia el resto de la gente y agregó-: Yo también estaba allí, y les aseguro que ella no podría haber sido la ladrona.

– ¿Quién cree que robó el brazalete, lady Mathilda? -preguntó alguien.

Los labios de Tillie se apretaron una fracción de segundo, lo suficiente para informar a cualquiera que la observara con mucha atención que estaba irritada. Pero para los demás -que consistían en todos excepto Peter- su expresión soleada nunca flaqueó, especialmente cuando dijo:

– No lo sé. Prefiero pensar que será encontrado bajo una mesa.

– Seguramente lady Neeley ya ha revisado la habitación -dijo uno de los hombres lentamente.

Tillie movió una de sus manos en el aire, un gesto despreocupado que Peter sospechaba que estaba destinado a calmar a los demás caballeros y hacerles creer que ella no se molestaría en pensar en cuestiones tan serias.

– No importa -dijo ella con un suspiro.

Y eso era todo, pensó Peter con admiración. Nadie volvió a hablar del tema. Un “no importa” y Tillie había llevado la discusión exactamente donde ella quería.

Peter intentó ignorar el resto de la conversación. Eran principalmente tonterías sobre el clima, que había estado un poco más fresco que lo normal para esta época del año, salpicadas con el ocasional comentario respecto al atuendo de alguien. Su expresión, si tenía algún control sobre ella, era cortésmente aburrida; no quería parecer demasiado interesado en Tillie, y aunque no se ilusionaba pensando que él era el tema principal de chismes en el baile, ya había visto más de una vieja señalando en su dirección y luego susurrando algo tras la mano.

Pero entonces todas sus buenas intenciones fueron arruinadas cuando Tillie se volvió hacia él y dijo:

– Señor Thompson, creo que ha comenzado la música.

No había manera de malentender ese comentario, y aun cuando el resto de los caballeros se apresuraron a llenar los espacios subsiguientes en su tarjeta de baile, él se vio obligado a doblar el brazo e invitarla a la pista de baile.

Era un vals. Tendría que ser un vals.

Y cuando Peter le tomó la mano, luchando contra el impulso de entrelazar sus dedos, tuvo la inconfundible sensación de que estaba cayendo por un precipicio.

O peor, arrojándose por el costado.

Porque por mucho que intentara convencerse de que esto era un terrible error, que no deberían verlo con ella -diablos, que no debería estar con ella, y punto- no pudo acallar del todo el cosquilleo de alegría puro, casi incandescente que creció y dio vueltas dentro suyo cuando la tomó en sus brazos.

Y si los chismes querían catalogarlo como el peor de todos los caza-fortunas, que así fuera.

Valdría la pena por este único baile.

Tillie había pasado los primeros diez minutos del gran baile Hargreaves intentando escapar de las garras de sus padres, los siguientes diez buscando a Peter Thompson, y los terceros de pie a su lado mientras conversaba sobre nada con los amigos de él.

Iba a pasar los siguientes diez minutos con la atención completa de él, aunque eso la matara.

Seguía un poco irritada por haber tenido prácticamente que rogarle para que bailara con ella, y frente a una docena de otros caballeros. Pero no parecía tener mucho sentido darle vueltas ahora que él la tomaba de la mano y la hacía dar vueltas elegantemente por la pista de baile.

¿Y por qué era, se preguntó, que la mano de él sobre su espalda podía provocar un torrente tan extraño de deseo directo al centro de su ser? Uno podría pensar que si fuera a sentirse seducida, sería por los ojos de él, que después de diez minutos de ignorarla deliberadamente, ardían en los suyos con una intensidad que le quitaba la respiración.

Pero a decir verdad, si estaba preparada para arriesgarse a cualquier cosa, si ahora requería de cada gramo de su fortaleza para no suspirar, caer contra él y rogarle que tocara sus labios con los de ella, era debido a esa mano en su espalda.

Tal vez era la ubicación, en la base de su columna, a sólo centímetros a través de su cuerpo de su parte más íntima. Tal vez era el modo en que se sentía atraída, como si en cualquier momento fuera a perderse a sí misma, y su cuerpo estaría apretado contra el de él, caliente y escandaloso, y anhelando algo que no comprendía del todo.

La presión era implacablemente tierna, atrayéndola hacia él, lenta, inexorablemente… y sin embargo, cuando Tillie bajó la mirada, la distancia entre sus cuerpos no había cambiado.

Pero el calor dentro de ellos había explotado.

Y ella ardía.

– ¿He hecho algo para disgustarlo? -le preguntó, intentando desesperadamente poner sus pensamientos en cualquier cosa aparte del deseo embriagador que estaba amenazando con adueñarse de ella.

– Claro que no -dijo Peter ásperamente-. ¿Por qué pensaría algo tan absurdo?

Ella se encogió de hombros.

– Parecía… oh, no lo sé… un poco distante, supongo. Como si no le agradara mi compañía.

– Eso es ridículo -gruñó él, de esa manera que los hombres lo hacían cuando sabían que una mujer tenía razón pero no tenían intención de admitirlo.

Ella había crecido con dos hermanos, sin embargo, y sabía que no le convenía presionar, así que en cambio dijo:

– Estuvo magnífico cuando defendió a la señorita Martin.

La mano de él se tensó sobre la suya, pero tristemente, sólo por un segundo.

– Cualquiera la hubiese defendido -dijo él.

– No -dijo Tillie lentamente-. No lo creo. En realidad, diría lo opuesto, y creo que usted sabe que tengo razón.

Lo miró, con ojos desafiantes, esperando que Peter la contradijera. Como era un hombre inteligente, no lo hizo.

– Un caballero nunca debería causar estragos con la reputación de una mujer -dijo con rigidez, y ella se dio cuenta con una pequeña y extraña burbuja de placer que adoraba esa pequeña muestra de pesadez, adoraba que él realmente se sintiera avergonzado por su propio y estricto código de ética.

O tal vez no era tanto el código como el hecho de que ella lo hubiese atrapado. Era mucho más elegante ser un calavera insensible, pero Peter nunca podría ser tan cruel.

– Una mujer no debería causar estragos con la reputación de un caballero tampoco -dijo Tillie suavemente-. Lamento lo que escribió lady Whistledown. No estuvo bien de su parte.

– ¿Y usted tiene influencia sobre nuestra estimada columnista de chismes?

– Claro que no, pero sí apruebo sus palabras con gran frecuencia. Esta vez, sin embargo, creo que puede haber cruzado el límite.

– Ella no acusó a nadie.

Peter se encogió de hombros como si no le importara, pero su tono no podía mentir. Estaba furioso y dolorido por la columna de esa mañana, y si Tillie hubiese sabido quién era lady Whistledown, la hubiese atado como a un ganso felizmente.

Era una sensación extraña e intensa, esa furia de que él hubiese sido herido.

– Lady Mathilda… Tillie.

Ella lo miró sorprendida, inconsciente de que había estado perdida en sus propios pensamientos.

Él le ofreció una sonrisa divertida y miró las manos de ambos.

Ella siguió su mirada, y fue sólo entonces que se dio cuenta de que estaba agarrando los dedos de él como si fueran el cuello de lady Whistledown.

– ¡Oh! -Soltó ella con sorpresa, seguida por el más farfullado-: Lo siento.

– ¿Tiene la costumbre de amputar los dedos de sus compañeros de baile?

– Sólo cuando tengo que retorcer sus brazos para lograr que me inviten a bailar -le devolvió en el acto.

– Y yo que pensaba que la guerra era peligrosa -murmuró Peter.

Ella se sorprendió de que pudiera bromear al respecto, se sorprendió de que lo hiciera. No estaba muy segura de cómo responder, pero entonces la orquesta terminó el vals con un floreo sorprendentemente vivaz, y se salvó de tener que responder.

– ¿La regreso a sus padres? -Preguntó Peter, llevándola fuera de la pista de baile-. ¿O con su siguiente pareja?

– En realidad -improvisó ella-, estoy bastante sedienta. ¿Tal vez la mesa de limonada?

La cual, había notado, estaba al otro lado de la habitación.

– Como desee.

Su progreso era lento; Tillie mantuvo el paso inusitadamente tranquilo, esperando prolongar su tiempo juntos otro minuto o dos.

– ¿Ha estado disfrutando del baile? -le preguntó.

– Algunas partes -dijo él, manteniendo la mirada directamente adelante.

Pero ella vio que la comisura de su boca se curvaba hacia arriba.

– ¿Alguna de mis partes? -le preguntó audazmente.

Él se detuvo.

– ¿Tiene alguna idea de lo que acaba de decir?

Demasiado tarde, Tillie recordó haber oído a sus hermanos hablando sobre partes femeninas…

Su rostro enrojeció.

Y entonces, que Dios los ayudara, ambos rieron.

– No le diga a nadie -susurró ella, recobrando el aliento-. Mis padres me encerrarán durante un mes.

– Eso ciertamente…

– ¡Lady Mathilda! ¡Lady Mathilda!

Lo que sea que Peter hubiese querido decir se perdió cuando la señora Featherington, amiga de la madre de Tillie y una de las mayores chismosas de la sociedad, se acercó rápidamente al lado de ellos, arrastrando consigo a su hija Penelope, que estaba vestida en un tono bastante desgraciado de amarillo.

– Lady Mathilda -dijo la señora Featherington. Entonces agregó, con voz decididamente glacial-: Señor Thompson.

Tillie había estado a punto de hacer las presentaciones, pero entonces recordó que la señora Featherington y Penelope habían estado presentes en la cena de lady Neeley. De hecho, la señora Featherington era una de los desafortunados cinco en ser retratados por lady Whistledown en la columna de esa mañana.

– ¿Saben sus padres dónde está usted? -preguntó la señora Featherington a Tillie.

– ¿Disculpe? -preguntó Tillie, parpadeando con sorpresa.

Se volvió hacia Penelope, quien siempre había pensado que era del tipo bastante agradable, aunque callada.

Pero si Penelope sabía en qué andaba su madre no dio ninguna indicación, aparte de una expresión dolorida que llevó a Tillie a creer que si un agujero se hubiera abierto de repente en medio del piso del salón de baile, Penelope hubiese saltado en él felizmente.

– ¿Saben sus padres dónde está? -repitió la señora Featherington, esta vez con más mordacidad.

– Vinimos juntos -respondió Tillie lentamente-, así que sí, asumo que están conscientes de…

– La regresaré con ellos -la interrumpió la señora Featherington.

Y entonces Tillie comprendió.

– Le aseguro -dijo heladamente-, que el señor Thompson es más que capaz de regresarme con mis padres.

– Madre -dijo Penelope, agarrando la manga de su madre.

Pero la señora Featherington la ignoró.

– Una muchacha como usted -le dijo a Tillie-, debe tener cuidado con su reputación.

– Si se refiere a la columna de lady Whistledown -dijo Tillie, con voz atípicamente helada-, entonces debo recordarle que usted también fue mencionada allí, señora Featherington.

Penelope quedó boquiabierta.

– Sus palabras no me preocupan -dijo la señora Featherington-. Sé que no tomé ese brazalete.

– Y yo sé que el señor Thompson tampoco lo hizo -le contestó Tillie.

– Nunca dije que lo hubiera hecho -dijo la señora Featherington, y entonces sorprendió a Tillie al volverse hacia Peter y decir-: Me disculpo si di ese indicio. Nunca llamaría ladrón a alguien sin pruebas.

Peter, que había estado tensamente quieto al lado de Tillie, no hizo nada más que asentir ante la disculpa. Tillie sospechaba que era lo único que podía hacer sin perder los estribos.

– Madre -dijo Penelope, su tono casi desesperado entonces-: Prudence se encuentra junto a la puerta, y está saludando con la mano como loca.

Tillie pudo ver a la hermana de Penelope, Prudence, que parecía felizmente ocupada en conversación con una de sus amigas. Tillie hizo una nota mental para hacerse amiga de Penelope Featherington, quien era bien conocida como un florero, en la próxima ocasión posible.

– Lady Mathilda -dijo la señora Featherington, ignorando por completo a Penelope-, debo…

– ¡Madre!

Penelope tiró con fuerza de la manga de su madre.

– ¡Penelope! -La señora Featherington se volvió hacia su hija con evidente irritación-. Estoy intentando…

– Debemos irnos -dijo Tillie, tomando ventaja de la distracción momentánea de la señora Featherington-. Me aseguraré de comunicar sus saludos a mi madre.

Y entonces, antes de que la señora Featherington pudiera desenmarañarse de Penelope, quien tenía un firme agarre sobre su brazo, Tillie hizo su escapatoria, prácticamente arrastrando a Peter detrás de ella.

Él no había dicho una sola palabra durante el intercambio. Tillie no estaba del todo segura de qué significaba eso.

– Lo lamento terriblemente -dijo ella una vez que estuvieron fuera del alcance del oído de la señora Featherington.

– Usted no hizo nada -dijo él, pero su voz era tensa.

– No, pero, bueno… -Ella se detuvo, insegura de cómo proceder. No quería aceptar la culpa por la señora Featherington en particular, pero no obstante, parecía que alguien debería disculparse con Peter-. Nadie debería llamarlo ladrón -dijo finalmente-. Es inaceptable.

Él le sonrió sin humor.

– Ella no me estaba llamando ladrón -dijo Peter-. Estaba llamándome caza-fortunas.

– Ella nunca…

– Confíe en mí -dijo él, interrumpiéndola con un tono que la hizo sentir como una niña tonta.

¿Cómo podía haber ignorado semejante trasfondo? ¿Realmente estaba tan inconsciente?

– Eso es lo más tonto que jamás haya oído -murmuró ella, más que nada para defenderse.

– ¿De veras?

– Por supuesto. Usted es la última persona que se casaría con una mujer por su dinero.

Peter se detuvo, mirándola a la cara con dureza.

– ¿Y usted ha llegado a esa conclusión en los tres días que nos hemos conocido?

Los labios de ella se tensaron.

– No hizo falta más tiempo.

Peter sintió sus palabras como un golpe, casi tambaleándose por la fuerza de la fe de Tillie en él. Ella lo miraba con atención, su mentón tan decidido, sus brazos como varas a sus costados, y él fue poseído por una extraña necesidad de asustarla, de apartarla, de recordarle que los hombres eran, por encima de todo, sinvergüenzas y tontos, y que ella no debía confiar con un corazón tan abierto.

– Vine a Londres -le dijo, sus palabras deliberadas y cortantes-, para el único propósito de conseguir una novia.

– No hay nada raro en eso -dijo ella con displicencia-. Estoy aquí para encontrar un esposo.

– Apenas tengo un centavo a mi nombre -declaró él. Los ojos de ella se abrieron mucho-. Soy un caza-fortunas -le dijo sin rodeos.

Ella sacudió la cabeza.

– No lo es.

– No puede sumar dos y dos y esperar que sean sólo tres.

– Y usted no puede hablar con enigmas tan ridículos y esperar que yo comprenda una palabra de lo que dice -replicó ella.

– Tillie -dijo Peter con un suspiro, odiando que casi lo hubiese hecho reír.

Eso hacía extraordinariamente más difícil espantarla.

– Podrá necesitar dinero -continuó ella-, pero eso no significa que seduciría a alguien para obtenerlo.

– Tillie…

– Usted no es un caza-fortunas -dijo ella convincentemente-, y se lo diré a cualquiera que se atreva a insinuar que lo es.

Y entonces él tuvo que decirlo. Tenía que dejarlo en claro, hacerla entender la verdad de la situación.

– Si busca reparar mi reputación -dijo él lentamente, y un poco cansado también-, entonces tendrá que evitar mi compañía. -Los labios de ella se separaron, con sorpresa. Él se encogió de hombros, intentando quitarle importancia-. Si debe saberlo, he pasado las últimas tres semanas intentando con bastante desesperación evitar ser llamado un caza-fortunas -dijo Peter, sin poder creer del todo que estaba contándole todo esto-. Y lo logré bastante bien hasta el Whistledown de esta mañana.

– Todo caerá en el olvido -susurró ella, pero su voz carecía de convicción, como si estuviese intentando convencerse a sí misma también.

– No si me ven cortejándola.

– Pero es eso horrible. -En pocas palabras, pensó él. Pero no tenía sentido decirlo-. Y usted no está cortejándome. Está cumpliendo una promesa a Harry. -Ella se detuvo-. ¿Verdad?

– ¿Importa?

– A mí sí -murmuró Tillie.

– Ahora que lady Whistledown me ha rotulado -dijo él, intentando no preguntarse por qué le importaba a ella-, no podré siquiera pararme a su lado sin que alguien especule que voy tras su fortuna.

– Ahora está parado a mi lado -señaló ella.

Y era una maldita tortura. Peter suspiró.

– Debería regresarla con sus padres. -Ella asintió.

– Lo siento.

– No se disculpe -le dijo él bruscamente.

Estaba enojado consigo mismo, y enojado con lady Whistledown, y enojado con toda la maldita alta sociedad. Pero no con ella. Nunca con ella. Y lo último que quería era su lástima.

– Estoy arruinando su reputación -dijo ella, su voz se quebró con una impotente risa triste-. Eso es casi gracioso. -Él la miró con aire burlón-. Las jóvenes doncellas somos quienes tenemos que cuidar cada movimiento que hacemos -explicó Tillie-. Ustedes pueden hacer lo que desean.

– No del todo -dijo él, moviendo su mirada sobre el hombro de ella, para que no cayera en lugares más maduros.

– Cualquiera que sea el caso -dijo ella, moviendo la mano en ese gesto despreocupado que había usado tan exitosamente al comienzo de la noche-, parece que soy el obstáculo en su camino. Usted quiere una esposa y, bueno…

Su voz perdió su despreocupación, y cuando sonrió, había algo que faltaba allí.

Peter se dio cuenta de que nadie más lo notaría. Nadie se daría cuenta de que su sonrisa no estaba del todo bien.

Pero él sí. Y eso le rompía el corazón.

– A quien quiera que elija… -continuó Tillie, reforzando esa sonrisa con una risita apagada-, no la obtendrá conmigo cerca, parece.

Pero él se dio cuenta de que no sería por ninguna de las razones que ella pensaba. Si no podía encontrar una esposa con Tillie Howard cerca, sería porque no podría quitar los ojos de ella, ni siquiera podría empezar a pensar en otra mujer cuando pudiera percibir su presencia.

– Debería irme -dijo ella, y él supo que tenía razón, pero no podía obligarse a decirle adiós.

Había evitado su compañía precisamente por esta razón.

Y ahora que tenía que mandarla a volar de una vez y para siempre, era aun más duro de lo que había pensado.

– Está rompiendo su promesa a Harry -le recordó ella.

Peter sacudió la cabeza, aunque ella nunca comprendería lo bien que estaba cumpliendo con su promesa. Le había prometido a Harry que la protegería.

Tillie tragó con dificultad.

– Mis padres están allí -dijo, haciendo un gesto hacia la izquierda y detrás.

Él asintió y la tomó del brazo, haciéndola dar vuelta para que pudieran dirigirse con el conde y la condesa.

Y se encontraron cara a cara con lady Neeley.

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