El primer caso de Montalbano

1

Montalbano tuvo una especie de predicción de su inminente ascenso a comisario por caminos totalmente indirectos, justo dos meses antes del comunicado oficial avalado por el correspondiente sello.

En efecto, en cualquier despacho oficial que se respete, la predicción (o la previsión, si se prefiere) del futuro más o menos próximo de todos los integrantes de ese despacho -y de los despachos limítrofes- es un ejercicio cotidiano, trivial y obvio; no es preciso, por ejemplo, examinar las vísceras de un animal descuartizado o estudiar la dirección del vuelo de los estorninos, tal como hacían los antiguos. Y tampoco hay ninguna necesidad de recurrir a la lectura de los posos de café, tal como se suele hacer en los tiempos más modernos. Y eso que en tales despachos se bebe un montón de café todos los días. No; para una predicción (o previsión, si se prefiere) basta menos de media palabra, un atisbo de mirada, un susurro con la boca cerrada, un principio de enarcamiento de una ceja. Y estas predicciones (o previsiones, etc.) no se refieren tan sólo a las cuestiones de las carreras de los burócratas, los traslados, los ascensos, las llamadas, las notas de mérito y demérito, sino que a menudo y de buen grado afectan a la vida privada.

– Dentro de una semana como máximo la mujer del compañero Falcuccio le pondrá los cuernos con el perito Stracuzzi -le dice en voz baja el contable Piscopo al aparejador Dalli Cardillo, mirando al incauto compañero Falcuccio mientras éste se dirige al retrete.

– ¿De veras? -contesta un tanto sorprendido el aparejador.

– La mano sobre el fuego.

– ¿Y cómo puedes saberlo?

– Pero, hombre, por Dios -dice el contable Piscopo con una media sonrisa en los labios mientras inclina la cabeza hacia un hombro y se pone la mano derecha sobre el corazón.

– Pero ¿tú has visto alguna vez a la señora Falcuccio?

– No, nunca. ¿Por qué me haces esa pregunta?

– Porque yo la conozco.

– ¿Y qué?

– Verás, mi querido contable, es gorda, peluda y medio enana.

– ¿Y eso qué quiere decir? ¿Acaso las mujeres gordas, peludas y medio enanas no tienen también esa cosa entre las piernas?

Y lo bueno es que, a los siete días de esa conversación, la señora Falcuccio retoza de placer («¡Virgen santa! ¡Muerta estoy!») en el amplio lecho de viudo del perito Stracuzzi.

Y si eso ocurre en cualquier despacho normal, huelga imaginar el altísimo porcentaje de acierto que tienen las predicciones (o previsiones, etc.) en las comisarías y jefaturas de policía, donde todo el personal, sin distinción jerárquica, está especialmente entrenado y preparado para captar el más mínimo indicio, el más ligero cambio de viento, y extraer las debidas consecuencias.

La noticia del ascenso no pilló desprevenido a Montalbano; era un acto obligado: tal como se decía en aquellos despachos, él ya había cumplido con creces su período de aprendizaje como subcomisario en Mascalippa, un remoto pueblecito de los montes Erei, a las órdenes del comisario Libero Sanfilippo. Pero la cuestión que preocupaba a Montalbano era el lugar a donde sería trasladado, el llamado «destino». Una palabra, por cierto, que tiene también otro significado en su acepción de hado. Porque ascenso significaba también traslado. Y, por consiguiente, cambio de casa, de costumbres, de amistades: todo un destino por descubrir. Francamente, de Mascalippa y alrededores él ya estaba hasta la coronilla, no así de los habitantes, que no eran ni mejores ni peores que otros, con su correspondiente porcentaje de delincuentes, personas honradas, estúpidas e inteligentes; no, la verdad es que ya no aguantaba aquel paisaje. Pero que conste, si había una Sicilia cuya contemplación constituía para él un placer, era precisamente aquella Sicilia hecha de tierra quemada y requemada, amarilla y parda, donde un retazo de obstinado verdor destacaba disparado como un cañonazo, donde los dados blancos de las casuchas en inestable equilibrio sobre las colinas daban la impresión de poder resbalar hacia abajo a la menor ráfaga de viento un poco más fuerte, donde en las primeras horas de la tarde, hasta a las serpientes y lagartijas les faltaba el ánimo para ir a esconderse en el interior de una mata de sorgo u ocultarse debajo de una piedra, inertemente resignadas a su destino, cualquiera que fuese. Y por encima de todo le gustaba contemplar los lechos de lo que antaño fueran ríos y torrentes, por lo menos así insistían en llamarlos las señalizaciones de las carreteras, Ipsas, Salsetto, Kokalos, mientras que ahora no eran más que una hilera de blancas piedras calcinadas, ladrillos cubiertos de polvo. Contemplar el paisaje le gustaba, por supuesto, pero vivir allí dentro, vivir un día tras otro, era como para volverse loco. Porque él era un hombre de mar. En Mascalippa, algunos días al amanecer, cuando abría la ventana y respiraba hondo, en lugar de llenarse los pulmones, los sentía vacíos, le faltaba el aire como después de una prolongada inmersión. Seguro que el aire de las primeras horas de la mañana en Mascalippa era bueno y especial, sabía a hierba y paja, sabía a campiña abierta, pero para él no bastaba, es más, corría el riesgo de asfixiarse. Necesitaba el aire del mar, necesitaba disfrutar del perfume de las algas, necesitaba pasarse la lengua por los labios y notarlos un poco salados. Necesitaba dar largos paseos de buena mañana por la orilla mientras las olas de la resaca le acariciaban los pies. Un destino en un pueblo de montaña como Mascalippa sería peor que una condena a diez años de prisión.

Aquella misma mañana en la que alguien que no tenía nada que ver con jefaturas de policía ni comisarías pero que era un funcionario del Estado (es decir, el director de la oficina de correos local) le había vaticinado el traslado, Montalbano fue convocado por su jefe, el comisario Libero Sanfilippo. Éste era un auténtico policía, de esos que se daban cuenta a la primera de si la persona que tenían delante decía la verdad o estaba soltando trolas. Y ya por aquel entonces, en 1985, pertenecía a una raza en vías de extinción. Como los médicos que antiguamente poseían el llamado «ojo clínico» y diagnosticaban la enfermedad del paciente con sólo mirarlo, y que hoy, en cambio, si antes no pasan por sus manos decenas y decenas de análisis realizados con aparatos pertenecientes a la vanguardia tecnológica, no consiguen comprender una mierda, aunque sólo se trate de una simple y tradicional gripe. Años después, cada vez que Montalbano recorría mentalmente los primeros tiempos de su carrera, colocaba en primer lugar a Libero Sanfilippo, que, como el que no quiere la cosa y como si no tuviera la menor intención de enseñarle nada, le había enseñado, en cambio, un montón de cosas. En primer lugar, cómo alcanzar el equilibrio interior en presencia de un hecho grave y estremecedor.

– Si te dejas llevar por cualquier reacción, turbación, horror, indignación, compasión, estás completamente jodido -le repetía siempre.

Pero Montalbano no supo seguir esa enseñanza más que parcialmente, pues algunas veces se sentía dominado, a pesar de su resistencia, por los sentimientos y las emociones.

En segundo lugar, le había explicado cómo se cultivaba aquel ojo clínico que tanto envidiaba su subcomisario. Pero de esa segunda enseñanza Montalbano también asimiló tan sólo lo poco que pudo: estaba claro que aquella clase de mirada de rayos X como la de Superman era en buena parte un don de la naturaleza.

El lado negativo del comisario Sanfilippo -por lo menos a los ojos de su subcomisario, ex participante del Mayo francés- era su total y ciega devoción a cualquier Orden merecedor de una «O» mayúscula. El Orden constituido. El Orden público. El Orden social. En sus primeros tiempos en Mascalippa, Montalbano se preguntaba con asombro cómo era posible que un caballero bastante culto pudiese tener una confianza tan férrea en un concepto abstracto que, en cuanto te veías obligado a trasladarlo a la realidad, asumía la desagradable forma de una porra y unas esposas. La respuesta la obtuvo un día en que cayó casualmente en sus manos el carnet de identidad de su jefe. Su nombre completo era Libero Pensiero, es decir, Libre Pensamiento, Sanfilippo. ¡Virgen santísima! ¡Pero si Libre Pensamiento, Voluntad, Libertad, Palingenesia, Vindicación eran los nombres típicos que los anarquistas de antaño imponían a sus hijos! Seguramente el padre del comisario era anarquista, y el hijo, para llevarle la contraria, no sólo se había hecho policía sino que, además, había adquirido la manía del Orden en un último intento de anular la herencia genética paterna.

– Buenos días, dottore.

– Buenos días. Cierre la puerta y tome asiento. Fume tranquilamente, si quiere. Pero cuidado con la ceniza.

Pues sí. Porque aparte del Orden con mayúscula, Sanfilippo también era amante del orden en minúscula. Si caía un poco de ceniza fuera del cenicero, él se removía en su sillón, le cambiaba la expresión de la cara, sufría.

– ¿Qué tal va el caso Amoruso-Lonardo? ¿Progresa? -preguntó de entrada.

Montalbano se sorprendió. ¿Qué caso? Filippo Amoruso, jubilado de setenta y tantos años, había desplazado ligeramente la linde de su huerto mientras la reconstruía, comiéndose unos diez centímetros escasos del colindante huerto de Pasquale Lonardo, un jubilado de ochenta y tantos años. El cual, al reparar en el hecho, reveló en presencia de terceros haberse unido carnalmente varias veces con la difunta madre de Amoruso, conocida de forma universal como una grandísima puta. A lo cual Amoruso, sin decir ni una sola palabra, clavó en la tripa de Lonardo diez centímetros de navaja, sin calcular, sin embargo, que en aquel preciso instante Lonardo sostenía en la mano un azadón, con el cual, antes de desplomarse, le partió la cabeza. Ahora ambos se encontraban en el hospital, denunciados por reyerta e intento de homicidio. La pregunta del comisario, en su total inutilidad, sólo significaba una cosa: que Sanfilippo se estaba yendo por las ramas antes de afrontar la conversación que se proponía mantener con él.

– Progresa -contestó.

– Bien, bien.

Se hizo el silencio. Montalbano desplazó la nalga izquierda unos cuantos centímetros hacia delante y cruzó las piernas. No se encontraba a gusto. Se respiraba en el aire algo que lo ponía nervioso. Entretanto, Sanfilippo se había sacado un pañuelo del bolsillo de los pantalones y lo estaba pasando por la superficie del escritorio para darle todavía más brillo.

– Ayer por la tarde, tal como usted sabrá, estuve en Enna. El señor jefe superior quería hablar conmigo -anunció de repente.

Montalbano descruzó las piernas y no dijo nada.

– Me comunicó mi ascenso a subjefe superior y el traslado a Palermo.

Montalbano se notó la boca ardiente.

– Mi enhorabuena -consiguió articular.

¿Y lo había llamado sólo para contarle una cosa que sabían desde hacía un mes hasta los perros y los cerdos? El comisario se quitó las gafas, examinó los cristales a contraluz y volvió a ponérselas.

– Gracias. Me dijo que dentro de dos meses como mucho usted también será ascendido. ¿Había oído algo al respecto?

– Fí -exhaló Montalbano. -No había podido pronunciar la «S», parecía que se le hubiera endurecido la lengua, estaba enteramente en tensión, a punto de dispararse como la cuerda de un arco.

– El señor jefe superior me preguntó si yo creía que era una buena idea que usted ocupara mi lugar.

– ¡¿Aquí?!

– Pues claro. Aquí en Mascalippa. ¿Dónde si no?

– Mamamama…

Y no se supo si llamaba a su mamá o a María Santísima, o si se había quedado atascado en la sílaba «ma». ¡Se lo esperaba! ¡Desde que había entrado en el despacho del comisario se esperaba la mala noticia! Y ésta había llegado con toda puntualidad. En un abrir y cerrar de ojos vio pasar por su mente el paisaje de Mascalippa y alrededores. Que era espléndido, sin duda, pero que a él no le hacía ni fu ni fa. Y vio por añadidura cuatro vacas que pastaban una raquítica hierba. Experimentó un escalofrío como si estuviera sufriendo un ataque de malaria.

– Yo le contesté que no estaba de acuerdo -dijo Sanfilippo, mirándolo con una sonrisita en los labios.

Pero ¿es que aquel grandísimo cabrón de su jefe quería que le diera un patatús, un infarto? ¿Quería verlo desplomarse entre jadeos de la silla? A pesar de estar a punto de tener una crisis nerviosa, el instinto polémico de Montalbano salió triunfante.

– ¿Querría explicarme por qué razón, según usted, no es una buena idea que yo sirva como comisario en Mascalippa?

– Porque usted es absolutamente incompatible con el ambiente. -Hizo una pausa, y la sonrisita se le ensanchó-. Mejor dicho: es el ambiente el que no es compatible con usted.

¡Qué gran policía era Sanfilippo!

– ¿Cuándo se dio cuenta? Yo no he hecho nada para…

– Sí, usted hacía, ¡vaya si hacía! No hablaba, no decía nada, eso no. ¡Pero lo que se dice hacer, hacía! A los quince días de su llegada aquí ya lo advertí.

– ¿Pero qué hice, Dios bendito?

– Le pondré sólo un ejemplo. ¿Recuerda la vez que fuimos a interrogar a los campesinos de Montestellario y aceptamos la invitación a comer con una familia de pastores de ovejas?

– Sí -contestó Montalbano, apretando los dientes.

– Colocaron la mesa al aire libre. Era un día espléndido, las cumbres de las montañas aún estaban nevadas. ¿Lo recuerda?

– Sí.

– Usted permaneció con la cabeza inclinada, no quería contemplar el paisaje. Le pusieron delante un requesón fresco. Y usted murmuró que no tenía apetito. Entonces el padre de familia dijo que aquel día se veía el lago y señaló un punto hacia abajo. Yo miré. Una joya que brillaba bajo el sol. Lo invité a admirar aquella maravilla. Usted obedeció, pero enseguida cerró los ojos y palideció. No probó la comida. Y aquella otra vez que…

– Ya basta, se lo ruego.

El comisario lo estaba pasando muy bien jugando con él al gato y el ratón. Tanto que ni siquiera le había dicho nada acerca de cómo había terminado su reunión con el jefe superior. Todavía trastornado por el recuerdo de aquella jornada de pesadilla en Montestellario, empezó a sospechar que Sanfilippo aún no había conseguido armarse de valor para decirle la verdad. O sea, que el jefe superior había insistido en su idea: Montalbano serviría como comisario en Mascalippa.

– ¿Y el señor jefe superior…? -se atrevió a preguntar.

– Y el señor jefe superior ¿qué?

– ¿Qué contestó a su observación?

– Que lo pensaría. Pero si quiere saber mi opinión…

– ¡Pues claro que quiero saberla!

– A mi juicio, está convencido. Dejará que lo trasladen a la plaza que decidan nuestros jefes.

¿Cuál sería la inapelable decisión de los Jefes, los Númenes Supremos, las Divinidades, que, como todas las divinidades que se precien, tenían su sede en Roma? Esa apremiante pregunta no le permitió saborear como se merecía el lechón que Santino el de la trattoria le había anunciado gloriosamente la víspera.

– Hoy usted no me ha dado ninguna satisfacción -dijo un tanto ofendido Santino, que lo había visto comer con desgana.

Montalbano extendió los brazos en gesto de resignación.

– Perdóname, Santi, pero es que no me encuentro bien.

Salió de la trattoria y de repente se sintió perdido, vagando en la nada. Al entrar para comer lucía el sol, y una hora larga después había caído una espesa y oscura niebla. Mascalippa era así.

Regresó a su casa con el corazón en un puño, esquivando en el último segundo choques frontales con otras sombras humanas. Oscuro el día y oscuro su interior. Y mientras caminaba, tomó una decisión que él sabía firme e indiscutible: si por casualidad lo destinaban a un pueblo como Mascalippa, presentaría su dimisión. Y se pondría a trabajar como abogado o auxiliar de abogado o vigilante de un bufete de abogado, con tal de que fuera en un lugar de la costa.

Había alquilado un pequeño apartamento de dos habitaciones, cuarto de baño y cocina justo en el centro del pueblo, para que, al asomarse a la ventana, no pudiera ver colinas y montañitas. No había calefacción y, a pesar de las cuatro estufas eléctricas constantemente encendidas, algunas noches de invierno lo mejor que podía hacer era irse a la cama y, malhumorado, dejar fuera de los cobertores un solo brazo para sujetar un libro. Leer y reflexionar acerca de lo leído siempre le había gustado y por eso las dos habitaciones estaban llenas a rebosar de libros. Era capaz de empezar uno una noche y terminarlo al amanecer sin interrupción. Y por suerte no había peligro de que fueran a llamarlo de noche por algún delito de sangre. Ve a saber por qué, las matanzas, los tiroteos, las peleas violentas, sólo se producían de día. Y no era prácticamente necesario llevar a cabo investigaciones, eran todos delitos sin ningún misterio: Fulano había disparado contra Mengano por una cuestión de intereses, y había confesado; Caio había acuchillado a Martino por un asunto de cuernos y había confesado. Si quería hacer trabajar el caletre, Montalbano se veía obligado a resolver los jeroglíficos de la Settimana Enigmistica; en cualquier caso, sus años en Mascalippa al lado de alguien como Sanfilippo no habían sido una pérdida de tiempo, muy al contrario.

Aquel día, sin embargo, la perspectiva de pasarse la noche leyendo en la cama o viendo alguna tontería televisiva no le pareció soportable. Seguramente a aquella hora Mery ya habría vuelto a su casa desde la escuela donde enseñaba Latín. Se habían conocido en la universidad en los años de las protestas y tenían la misma edad; en realidad, ella tenía cuatro meses menos. Congeniaron enseguida nada más verse y no tardaron en pasar de la simpatía a una especie de amistad amorosa absolutamente libre: cuando sentían deseo el uno del otro, se llamaban y se reunían. Después se perdieron de vista. A mediados de los años setenta Montalbano se enteró de que Mery se había casado y de que el matrimonio había durado menos de un año. Se la encontró por casualidad en Catania, en la via Etnea, durante su primera semana de servicio en Mascalippa. Desesperado, se había puesto al volante, y al cabo de una hora llegaba a Catania con la idea de ver una película de estreno: las que daban en Mascalippa se remontaban por lo menos a tres años atrás. Y dentro del cine, mientras hacía cola para sacar la entrada, oyó que alguien lo llamaba. Era ella, Mery, que estaba abandonando la sala. Si antes era una guapa y exuberante muchacha, la madurez y la experiencia la habían convertido en una belleza serena, casi secreta. Resultó que, al final, Montalbano no vio la película y se fue a casa de Mery, que vivía sola y no tenía la menor intención de volver a casarse. Su única experiencia matrimonial le había bastado y sobrado. Montalbano pasó la noche con ella y a las seis de la mañana siguiente tomó el camino de Mascalippa. A partir de entonces se convirtió en una costumbre; por lo menos dos veces por semana Montalbano se desplazaba a Catania.

– Hola, Mery. Soy Montalbano.

– Hola. ¿Sabes una cosa?

– No.

– Estaba a punto de llamarte yo.

Él se desanimó: quizá Mery quería decirle que aquella noche estaba ocupada y no podrían verse.

– ¿Por qué?

– Quería preguntarte si podías venir un poco antes que de costumbre, de esa manera podremos cenar juntos. Ayer un compañero me llevó a un restaurante que…

– A las siete y media estaré en tu casa, ¿te parece bien? -la cortó casi cantando de alegría.


* * *

El restaurante, con muy poca imaginación, se llamaba El Delfín. Pero la imaginación que faltaba en el rótulo abundaba por el contrario en la cocina: los entremeses, todos rigurosamente de pescado, eran unos diez a cual más celestial. Los pulpitos alla strascinasale, a la sal, se deshacían antes de tocar el paladar. ¿Y qué decir del mero guisado con una angélica salsita cuyos ingredientes Montalbano no consiguió identificar en su totalidad? Y, además, había que contar con Mery, que en lo tocante a la comida era casi tan atrevida como él. Porque si mientras comes con fruición no tienes a tu lado a una persona que coma con la misma fruición, el placer queda como oscurecido, disminuido. No hablaban. De vez en cuando se miraban a los ojos sonriendo. Al final, tras la fruta, las luces del local se amortiguaron primero y se apagaron después. Algún cliente protestó. Pero a través de la puerta de la cocina apareció un camarero empujando un carrito sobre el cual había un pastel con una velita encendida y una cubitera con una botella de champán. Sorprendido, Montalbano vio que el camarero se detenía junto a su mesa. Volvieron a encenderse las luces y todos los clientes aplaudieron mientras alguien decía, levantando la voz:

– ¡Felicidades! ¡Felicidades!

Debía de ser el cumpleaños de Mery. Y él se había olvidado por completo. ¡Qué maleducado era! ¡Qué cabeza de chorlito! Pero no había nada que hacer: no conseguía recordar ninguna fecha.

– Pepepe… perdóname… no recordaba que hoy era… era tu… -dijo, muerto de vergüenza, mientras le tomaba la mano.

– ¿Mi qué? -preguntó divertida Mery con los ojos brillantes.

– ¿No es tu cumpleaños?

– ¿El mío? ¡Hoy es tu cumpleaños! -exclamó, estallando en una carcajada sin poder contenerse.

Montalbano la miró perplejo. ¡Era verdad!

Al regresar a casa, Mery abrió el armario y sacó un paquete envuelto a la manera que los comerciantes llaman «de regalo» y que es un desbordamiento de cintas de colores y lazos de muy mal gusto.

– Con mis mejores deseos.

Montalbano lo desenvolvió. El regalo de Mery era un grueso jersey de montaña, muy elegante.

– Te será útil para tus inviernos en Mascalippa. -Nada más pronunciar la frase, se dio cuenta de que Salvo ponía una cara muy rara-. ¿Qué ocurre?

Y él le contó lo del ascenso y la entrevista con el comisario.

– … y, por consiguiente, no sé adónde me trasladarán -concluyó.

Mery permaneció en silencio. Después consultó el reloj, eran las diez y media, y se levantó de un salto del sillón.

– Perdona, tengo que hacer una llamada.

Se dirigió al dormitorio y cerró la puerta para que él no la oyera. Montalbano experimentó una leve punzada de celos. Pero, por otra parte, no podía pretender que Mery no tuviese un romance con otro hombre. Al poco rato oyó que ella lo llamaba. Cuando entró en el dormitorio, Mery ya estaba acostada y lo esperaba.

Más tarde, mientras permanecían abrazados, Mery le dijo al oído:

– He llamado a tío Giovanni.

Montalbano la miró perplejo.

– ¿Quién es?

– El hermano menor de mamá. Me adora. Ocupa un cargo importante en el ministerio del que tú dependes. Le he pedido que buscara información acerca de tu destino. ¿He hecho mal?…

– No -contestó Montalbano besándola.

Mery lo llamó al despacho a las seis de la tarde del día siguiente.

Dijo sólo una palabra.

– Vigàta.

Y colgó.

2

Por consiguiente, el que había pronunciado aquellas tres sílabas en lo alto del Olimpo romano, en el Empíreo de los Palacios del Poder, no había sido un adivino cualquiera sino un Numen supremo, un Dios de aquella religión que se llamaba Burocracia, uno de aquellos cuya palabra trazaba un destino irrevocable. Y que, tras recibir las súplicas debidamente, había dado una respuesta clara y precisa, mucho mejor que las de la sibila cumana o la pitia o el dios Apolo en Delfos, en el sentido de que los oráculos de la sibila o la pitia o el dios Apolo siempre precisaban de la interpretación de los sacerdotes, y las distintas interpretaciones casi nunca coincidían. «Ibis redibis non morieris in bello», le decía la sibila al soldado que estaba a punto de partir para la guerra. Y listo. Pero había que colocar una coma antes o después de aquel non para que el soldado supiera si iba a dejarse la piel en la batalla o iba a salir indemne. Según dónde estuviera la coma, el significado podía ser «Aquí volverás, no morirás en la guerra» o bien «Aquí no volverás, morirás en la guerra». Y establecer dónde tenía que ir la coma era tarea de los sacerdotes, los cuales hacían su lectura según fuera la cuantía de la ofrenda. Allí, en cambio, no había nada que interpretar. Vigàta, había dicho el Numen, y Vigàta tendría que ser.

Tras recibir la llamada de Mery, Montalbano no consiguió permanecer sentado detrás del escritorio de su despacho. Dirigiéndole al policía de guardia una frase incomprensible en voz baja, salió y empezó a pasear por las calles. Mientras caminaba, tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a bailar el bugui bugui, que era el ritmo al que en aquel momento le circulaba la sangre, ¡Virgen santa, qué maravilla! ¡Vigàta! Trató de recordarla, y lo primero que le acudió a la mente fue una especie de tarjeta postal en que se veía el puerto con tres muelles y, a la derecha, la recia silueta de un gran torreón. Después recordó la calle mayor, hacia cuya mitad había un café muy grande que hasta tenía una sala con dos mesas de billar. Solía entrar en aquella sala para acompañar a su padre, que de vez en cuando jugaba una partida. Y mientras su padre jugaba, él se zampaba un trozo triangular de helado, en general un «trozo duro» -así lo llamaban- de chocolate con nata. O de cassata. Allí hacían unos helados que jamás había encontrado en otro lugar. Volvió a percibir el sabor entre la lengua y el paladar. Y junto con el sabor, recordó con toda claridad el nombre del café: Castiglione. Cualquiera sabía si aún existía y si seguía haciendo los mismos helados incomparables. Después relampaguearon ante sus ojos dos colores tan cegadores como la luz de un flash: amarillo y azul. El amarillo de la finísima arena y el azul del agua del mar. Sin darse cuenta, había llegado a una especie de mirador desde el cual se contemplaba un ancho valle y las cumbres de las montañas. Cierto que no eran las Dolomitas, pero cumbres de montañas sí eran. Y para él fueron más que suficiente para hundirlo en la más profunda melancolía, en una sensación de exilio insostenible. Esa vez consiguió contemplar el paisaje e incluso disfrutar un poquito de él, consolado, sin embargo, por la certeza de que pronto dejaría de verlo.

Por la noche llamó a Mery para darle las gracias.

– Lo he hecho en mi propio interés -dijo ella.

– ¿Qué interés? No entiendo.

– Si te hubieran destinado a Abbiategrasso o Casalpusterlengo, habría sido imposible que pudiéramos seguir viéndonos. Mientras que entre Vigàta y Catania sólo hay algo más de dos horas. Lo he mirado en el mapa.

Conmovido, Montalbano no supo qué decir.

– ¿Creías que iba a soltarte tan fácilmente? -añadió Mery.

Ambos se echaron a reír.

– Cualquier día de éstos voy a acercarme a Vigàta. Quiero ver si está como yo la recuerdo. Como es natural, no le diré a nadie que… -Interrumpió la frase. Una serpiente de hielo le recorrió rápidamente la columna vertebral y lo dejó paralizado.

– ¿Qué ocurre, Salvo? ¿Estás todavía al teléfono?

– Sí. No; es que se me ha ocurrido un pensamiento…

– ¿Cuál?

Montalbano dudó, temía ofender a Mery. Pero la duda fue más fuerte que cualquier consideración.

– Mery, ¿podemos fiarnos de tu tío Giovanni? ¿Estamos absolutamente seguros de que…?

En el otro extremo de la línea estalló una carcajada.

– ¡Me lo esperaba!

– ¿Qué te esperabas?

– Que antes o después me hicieras esa pregunta. Mi tío me ha dicho que tu destino ya está decidido, que ya consta por escrito. Puedes estar tranquilo. Es más, haremos una cosa. Cuando decidas ir a Vigàta, avísame con un poco de antelación. De esa manera pido un día de permiso y vamos juntos. ¿Nos vemos mañana?

– Naturalmente.

– Naturalmente ¿qué? ¿Que vamos a Vigàta juntos o que nos vemos mañana?

– Las dos cosas.

Pero enseguida se dio cuenta de que había mentido. La tarde del día siguiente iría a Catania para pasar la noche con Mery, pero a Vigàta había decidido ir solo. La presencia de Mery lo habría distraído. A decir verdad, el primer verbo que se le había ocurrido no era «distraer» sino «molestar». Y se había avergonzado un poco de aquel verbo.

Vigàta estaba más o menos tal como él la tenía grabada en la memoria, aunque había algunos edificios de nueva construcción en el Piano Lanterna; se trataba de unos horrendos rascacielos enanos de unos quince o veinte pisos, y habían desaparecido por entero las casuchas al abrigo de la colina de marga, amontonadas las unas encima de las otras y las unas al lado de las otras hasta formar todo un laberinto de callejuelas palpitantes de vida. Eran por lo general unos catoj, es decir, viviendas integradas por una única habitación que de día sólo recibían el aire a través de la puerta de entrada, mantenida necesariamente abierta. Y de esa manera, mientras pasabas por aquellas callejas, podías ver un parto, una discusión familiar, un cura que administraba la extremaunción a un moribundo, los preparativos de una boda o un entierro. Todo a la vista. Y todo en una babel de voces, quejidos, carcajadas, oraciones, tacos e insultos. Le preguntó a un viandante cómo era posible que hubiesen desaparecido aquellas casuchas y el hombre contestó que unos cuantos años atrás un espantoso corrimiento de tierras se las había llevado por delante en dirección al mar.

Había olvidado, en cambio, el olor del puerto. Una mezcla de agua de mar estancada, algas podridas, cordajes empapados, alquitrán cocido al sol, gasolina y sardinas. Puede que, tomados por separado, cada uno de los elementos que constituían aquel olor no fuera un grato homenaje al olfato, pero todos juntos acababan por formar un aroma muy agradable, misterioso e inconfundible. Se sentó encima de una bita. Ni siquiera encendió un cigarrillo para evitar que aquel olor recuperado se contaminara con el del tabaco. Y así permaneció largo rato contemplando las gaviotas hasta que un borboteo en la boca del estómago le recordó que había llegado la hora de comer. El aire del mar le había abierto el apetito.

Regresó a la arteria principal que se llamaba via Roma y vio inmediatamente un rótulo en el cual figuraba escrito «Trattoria San Calogero». Entró encomendándose al Señor. Todas las mesas estaban libres, pues no era una hora apropiada, demasiado temprano.

– ¿Se puede comer? -le preguntó a un camarero de cabello blanco que, al oírlo entrar, había salido de la cocina y lo estaba mirando.

– No se necesita permiso -contestó secamente el hombre.

Montalbano se sentó, enfurecido consigo mismo por la estupidez de su pregunta.

– Tenemos entremeses de mar, espaguetis a la tinta de jibia o con almejas o con erizos de mar.

– Los espaguetis con erizos de mar hay que saber hacerlos -dijo en tono dubitativo.

– Yo soy licenciado en erizos de mar -contestó el camarero.

Montalbano habría querido comerse la lengua a mordiscos. Dos a cero.

Dos frases estúpidas por su parte y dos respuestas inteligentes.

– ¿Y de segundo?

– Pescado.

– ¿Qué clase de pescado?

– El que usted quiera.

– ¿Y cómo lo preparan?

– Según el que elija.

Más le valdría coserse la boca.

– Tráigame lo que quiera.

Comprendió que había tomado la decisión más acertada. Cuando salió de la trattoria, se había comido tres entremeses, un plato de espaguetis con erizos de mar suficiente para cuatro personas, y seis salmonetes de roca fritos con precisión milimétrica, y, sin embargo, se sentía absolutamente ligero e invadido por una sensación de bienestar tan intensa que en su rostro se había quedado grabada una beatífica sonrisa de felicidad. Tuvo la absoluta certeza de que en cuanto estuviera en Vigàta, aquél se convertiría en su restaurante preferido.

Ya eran las tres de la tarde. Se pasó una hora recorriendo el pueblo y después decidió dar un largo paseo hasta el muelle de Levante. Y lo dio tranquilamente y paso a paso. Sólo quebraban el silencio el murmullo de la resaca en el rompeolas, los gritos de las gaviotas y, de vez en cuando, el rumor del motor diesel de una embarcación de pesca al que estaban sometiendo a prueba. Justo bajo el faro había una roca plana. Se sentó. El día era de una claridad que casi hacía daño, de vez en cuando soplaba una ráfaga de viento. Al cabo de un rato se levantó, había llegado el momento de subir al coche y regresar a Mascalippa. Hacia la mitad del muelle se detuvo en seco. Acababa de aparecer una imagen ante sus ojos: una especie de colina de una blancura cegadora que bajaba en escalones hasta penetrar en el mar. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? ¡La Escalera de los Turcos, eso es lo que era! Y tenía qui encontrarse por aquella zona.

Llegó disparado al café Castiglione, que seguía en su sitio de costumbre tal como previamente había comprobado.

– ¿Puede decirme cómo se va a la Escalera de los Turcos?

– Pues claro. -El camarero le explicó el camino.

– Lléveme un trozo duro a la sala del billar.

– ¿De qué sabor?

Cassata.

Entró en la segunda sala. Dos hombres estaban jugando una partida con la ayuda de dos amigos. Montalbano se sentó a una mesa y se comió muy despacio la cassata, saboreando una cucharada tras otra. De repente estalló una discusión entre los dos jugadores. Intervinieron los amigos.

– Que juzgue este señor -dijo uno de ellos.

Y otro, dirigiéndose a Montalbano:

– ¿Sabe jugar al billar?

– No -contestó, avergonzado.

Lo miraron con desdén y reanudaron la discusión. Montalbano se terminó el helado de cassata, pagó en la caja, salió, subió al coche, que había dejado aparcado allí cerca, y se dirigió hacia la Escalera de los Turcos.

Siguiendo las instrucciones del camarero, en determinado momento giró a la izquierda, recorrió unos cuantos metros de calle asfaltada en bajada y se detuvo. La calle ya no seguía adelante, había que caminar sobre la arena. Se quitó los zapatos y los calcetines, lo dejó todo en el coche, lo cerró, se remangó los bajos de los pantalones y llegó a la orilla del mar. El agua estaba fresquita pero no fría. Más allá de un promontorio, la Escalera de los Turcos se le apareció de golpe.

La recordaba mucho más imponente; cuando somos pequeños, todo nos parece más grande de lo que es en realidad. Pero incluso resituada en su justo tamaño, conservaba su sorprendente belleza. El perfil de la parte más alta de la colina de marga blanca se recortaba contra el azul del cielo despejado y sin una nube y estaba coronado por unos setos de intenso color verde. En la parte más baja, la punta formada por los últimos escalones que se hundían en el azul claro del mar, contemplada a pleno sol, se teñía de unos fulgurantes matices que tiraban a rosa fuerte. En cambio, la zona más alejada de la cresta se apoyaba enteramente en el amarillo de la arena. Montalbano se sintió aturdido por todo aquel exceso de colores, auténticos gritos, hasta el punto de que durante un instante tuvo que cerrar los ojos y taparse las orejas. Faltaban todavía unos cien metros para llegar a la base de la colina, pero prefirió admirarla desde lejos: temía llegar a encontrarse en la real irrealidad de un cuadro, de una pintura, y convertirse él mismo en una mancha -sin duda desentonada- de color.

Se sentó sobre la arena seca, hechizado. Y así se quedó, fumándose un cigarrillo tras otro, perdido en la contemplación de las variaciones de color del sol a medida que su luz iba bajando hacia los peldaños inferiores de la Escalera de los Turcos. Se levantó al oscurecer y decidió regresar de noche a Mascalippa; merecía la pena darse otro atracón en la trattoria San Calogero. Recorrió el camino hasta el coche muy despacio, volviendo de vez en cuando la mirada hacia atrás; no le apetecía abandonar aquel lugar. Regresó al centro de Vigàta circulando a diez kilómetros por hora, bajo los insultos y las maldiciones de los automovilistas, que se veían obligados a adelantarlo en aquella carretera tan estrecha. No reaccionó en ningún momento, su estado de ánimo era tal que si alguien le hubiese propinado un tortazo, le habría ofrecido la otra mejilla. A la entrada del pueblo se detuvo en un estanco y se abasteció de cigarrillos para el viaje de vuelta. Después se dirigió a un surtidor de gasolina, llenó el depósito y comprobó el estado de los neumáticos y el aceite. Consultó el reloj, aún tenía que perder una media hora. Aparcó el coche y regresó a pie al puerto. Ahora, atracado en el muelle, había un transbordador de gran tamaño.

Una hilera de automóviles y camiones esperaba para subir.

– ¿Adónde va? -le preguntó a alguien que pasaba.

– Es el correo de Lampedusa.

Al fin fue una hora decente. En efecto, cuando entró en la trattoria, tres mesitas ya estaban ocupadas. Ahora el camarero tenía un ayudante más joven. Se acercó a Montalbano con una sonrisita.

– ¿Le sirvo yo como al mediodía?

– Sí.

El hombre se inclinó hacia él.

– ¿Le ha gustado la Escalera de los Turcos?

Montalbano lo miró perplejo.

– ¿Quién le ha dicho que…?

– Aquí las cosas se saben.

¡Y puede que hasta supieran que era policía!

Una semana después, cuando todavía estaban acostados, Mery le salió con una pregunta.

– ¿Has ido finalmente a Vigàta?

– No -mintió Montalbano.

– ¿Por qué?

– No he tenido tiempo.

– ¿No sientes curiosidad por ver cómo es? Me has dicho que estuviste allí de niño, pero no es lo mismo.

¡Pero bueno, menuda lata! Como no tomara una decisión repentina, cualquiera sabía lo que iba a durar aquella historia.

– Iremos el domingo que viene, ¿te parece bien?

Acordaron que Mery saldría con su coche y lo esperaría en el bar que había en la encrucijada de Caltanissetta. Allí, en el aparcamiento, dejaría su coche y ambos proseguirían el viaje en el de Montalbano.

Así pues, le tocaría regresar a Vigàta fingiendo no haber estado allí unos días atrás.


* * *

Montalbano acompañó a Mery primero al puerto y después a la Escalera de los Turcos.

La muchacha se quedó impresionada. Pero puesto que era mujer, es decir, perteneciente a esa categoría de criaturas que saben conjugar las cumbres más altas de la poesía con las más toscas materialidades, de repente miró a Montalbano, que por su parte tampoco lograba apartar los ojos de toda aquella belleza, y le dijo en dialecto:

Pititto mi vinni, me ha entrado apetito.

Y ése era el busilis shakespeariano con que Montalbano tenía que enfrentarse. ¿Ir a la trattoria San Calogero a riesgo de que los camareros lo reconocieran, o probar otro restaurante con muchas probabilidades de comer muy mal?

Ante la idea de recorrer el camino de vuelta con el estómago devastado por una comida que hasta los perros habrían rechazado, no le cupo la menor duda. Al regresar al pueblo, hizo que él y Mery se encontraran como por casualidad bajo el rótulo de la trattoria conocida.

– ¿Quieres que probemos aquí?

Nada más entrar, intentó y consiguió que sus ojos se cruzaran con los del camarero.

Bastó que ambos se miraran un instante.

«Tú nunca me has visto», dijeron los ojos de Montalbano.

«Yo nunca te he visto», contestaron los ojos del camarero.

Después de haber comido como reyes, Montalbano acompañó a Mery al Castiglione y le aconsejó tomar un trozo duro.

Al terminarse el helado, Mery dijo que necesitaba ir al servicio.

– Te espero fuera -dijo Montalbano.

Salió a la acera. La calle estaba prácticamente desierta. Tenía delante el edificio del Ayuntamiento con su pequeña columnata. Apoyado contra una columna, un guardia urbano les hablaba a dos perros callejeros. Por la izquierda se acercaba lentamente un coche. De pronto apareció a gran velocidad un vehículo deportivo. Justo al llegar a la altura de Montalbano, el automóvil derrapó un poco y rozó el coche que circulaba despacio al pretender adelantarlo. Ambos conductores se detuvieron y bajaron. El del coche lento era un anciano con gafas. El otro era un joven gamberro alto y bigotudo. Cuando el caballero se inclinaba para examinar los desperfectos de su automóvil, el joven bigotudo le apoyó una mano en el hombro y, en cuanto el viejo se enderezó para mirarlo, le soltó un tortazo en pleno rostro. Todo ocurrió a la velocidad de un rayo. Mientras el anciano caía al suelo, se apeó del deportivo un sujeto corpulento con un antojo en la cara, el cual agarró al gamberro y lo hizo subir a la fuerza al coche, que inmediatamente después salió derrapando.

Montalbano se acercó al anciano, que tenía la cara ensangrentada y ni siquiera podía hablar. Aparte de la nariz, también le sangraba la boca. Entretanto, el guardia urbano se estaba acercando muy despacio. Montalbano ayudó al agredido a sentarse en el asiento del copiloto, pues era obvio que no se encontraba en condiciones de conducir.

– Acompáñelo a urgencias -le dijo al urbano. Éste parecía moverse a cámara lenta-. ¿Recuerda el número de la matrícula del otro automóvil? -le preguntó.

– Sí -contestó, sacándose del bolsillo un bolígrafo y un pequeño bloc.

Anotó el número. Montalbano, que lo había memorizado a su vez, advirtió que lo había escrito mal.

– Mire, las dos últimas cifras están equivocadas. Yo las he visto bien. No son cincuenta y ocho sino sesenta y tres.

El guardia corrigió de mala gana el número de la matrícula y puso en marcha el automóvil.

– Espere. ¿No quiere mis datos? -preguntó Montalbano.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? Soy un testigo.

– Ah, bueno. Si se empeña.

Apuntó su nombre, apellido y dirección como si fueran palabras ofensivas. Después cerró el bloc, le dirigió una siniestra mirada a Montalbano y se fue sin despedirse siquiera.

Cuando Mery salió también a la acera, el guardia ya se alejaba en el automóvil del anciano para llevarlo al hospital.

– Me he refrescado un poco -dijo ella, que no se había dado cuenta de nada-. ¿Vamos?

Transcurrió un mes sin que se moviera ni una hoja. Desde las Supremas Esferas no llegaban mensajes ni de ascensos ni de traslados. Montalbano empezó a pensar que todo había sido una broma, que alguien había querido tomarle el pelo. Y se le agrió el carácter; propinaba puntapiés metafóricos a diestro y siniestro como un caballo acosado por moscas cojoneras.

– Intenta razonar -procuraba calmarlo Mery, que se había convertido en el blanco principal de los desahogos de su amigo-, ¿por qué iba alguien a gastarte una broma semejante?

– ¡Y yo qué sé! ¡Quizá el porqué lo sepáis tú y tu tío Giovanni!

Y todo terminaba invariablemente en una pelea.

Después, una buena mañana el comisario Sanfilippo lo llamó a su despacho y, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó finalmente la respuesta del consejo de los dioses. Comisario en Vigàta.

El rostro de Montalbano se puso primero amarillo, a continuación pasó a rojo pimiento y después empezó a virar a verde. Sanfilippo temió que fuera a darle un ataque.

– Montalbano, ¿se encuentra mal? ¡Siéntese! -Llenó un vaso con la botella de agua mineral que siempre tenía sobre la mesa y se lo ofreció-. ¡Beba!

Montalbano obedeció. A causa de aquella reacción, Sanfilippo se hizo una idea equivocada de lo que estaba ocurriendo.

– ¿Qué le pasa? ¿No le gusta Vigàta? Yo la conozco, ¿sabe? Es una localidad deliciosa, ya verá como se encontrará muy a gusto.


* * *

A la deliciosa localidad -tal como la había calificado el comisario- Montalbano regresó cuatro días después. Y esa vez con carácter oficial, para presentarse ante su compañero Locascio, a quien debería sustituir. La comisaría estaba ubicada en un edificio aceptable, una casita de tres pisos que se hallaba justo a la entrada de la calle para quien llegaba por la carretera de Montereale y al final de la misma para quien llegaba, en cambio, por la carretera de Montelusa, la capital donde estaban la Prefectura, la Jefatura Superior de Policía y el Tribunal. Locascio, que vivía en el apartamento del tercer piso con su mujer, le dijo de inmediato que, antes de irse, mandaría limpiarlo bien.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? ¿Tú no tienes intención de utilizar la vivienda de servicio?

– Yo, no.

Locascio no interpretó bien su respuesta.

– Te interesa que nadie te controle, ¿eh? ¡Dichoso tú, que por la noche puedes dedicarte a tus asuntos! -le dijo, dándole un codazo en las costillas.

El día del traspaso de poderes, Locascio le presentó uno por uno a todos los hombres de la comisaría. Había un inspector de más edad que a Montalbano le cayó enseguida muy bien. Se llamaba Fazio.

Buscaría con calma el apartamento donde pensaba instalarse.

Entretanto, alquiló un bungalow en un hotel situado a dos kilómetros del pueblo. Los libros y sus escasas pertenencias los había mandado guardar en un almacén de Mascalippa, donde podrían esperar tranquilamente.

3

A los dos días de su llegada a Vigàta, cogió el coche y se dirigió a Montelusa para presentarse ante el jefe superior, que se llamaba Alabìso. Acerca de él los adivinos vaticinaban que, a la primera actuación decretada por el Ministerio, le darían la orden de alejamiento: llevaba mucho tiempo al frente de la brigada política (la cual seguía existiendo, aunque de vez en cuando le cambiaran el nombre) y sabía demasiadas cosas. Por si fuera poco, tenía un carácter inflexible y poco inclinado a los compromisos. En resumen, hay hombres con grandes cualidades que, colocados en determinados puestos, resultan inadecuados precisamente por sus cualidades a los ojos de la gente que carece de cualidades y que, como compensación, se dedica a la política. Y ahora a Alabìso se lo consideraba inadecuado porque no se rebajaba ante nadie.

El jefe superior lo recibió enseguida, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Pero estaba como distraído, de vez en cuando tartamudeaba mientras hablaba, y miraba fijamente a Montalbano.

De repente le soltó:

– Tengo una curiosidad. ¿Nosotros ya nos conocemos?

– Sí -contestó Montalbano.

– ¡Ah, claro! ¡Ya me parecía a mí que lo había visto! ¿Nos hemos conocido durante el ejercicio de nuestras funciones?

– En cierto sentido, sí.

– ¿Y cuándo fue?

– Hace unos diecisiete años.

El jefe superior lo miró, sorprendido.

– ¡Pero si en aquella época era usted un chiquillo!

– No exactamente. Tenía dieciocho años.

El jefe superior se desconcertó visiblemente. Empezaba a abrigar ciertas sospechas.

– ¿En el sesenta y ocho? -se aventuró a preguntar.

– Sí.

– ¿En Palermo?

– Sí.

– Yo entonces era comisario.

– Y yo, estudiante universitario.

Se miraron en silencio.

– ¿Qué le hice? -preguntó el jefe superior.

– Me dio un puntapié en el trasero. Tan fuerte que me rompió los fondillos de los pantalones.

– Ah. ¿Y usted?

– Conseguí soltarle una hostia.

– ¿Lo detuve?

– No pudo. Mantuvimos un breve forcejeo, pero logré escapar.

Y ahí el jefe superior dijo una cosa increíble, hablando tan bajo que Montalbano creyó no haberlo oído bien:

– ¡Qué tiempos aquéllos!

Quien primero se echó a reír fue Montalbano, seguido de inmediato por el jefe superior. Acabaron abrazados en el centro del despacho.

Después hablaron más en serio. Sobre todo de la guerra entre la familia Cuffaro y la familia Sinagra por el control del territorio, una guerra que se cobraba cada año por lo menos dos muertos por bando. Según el jefe superior, cada familia tenía un santo en el paraíso.

– Disculpe, ¿qué paraíso?

– Un paraíso parlamentario.

– ¿Y son dos honorables diputados de partidos distintos?

– No; del mismo partido de la mayoría y de la misma corriente. Mire, Montalbano, se trata de una idea mía. Pero es muy difícil de demostrar.

«Y por esa idea tuya es por lo que quieren joderte», pensó Montalbano.

– A lo mejor es una suposición descabellada. Tal vez -añadió el jefe superior-. Pero hay ciertas coincidencias que… quizá valdría la pena.

– Disculpe, pero ¿ha hablado de ello con mi antecesor?

– No.

Sin más explicaciones.

– Pues entonces, ¿por qué lo comenta conmigo?

– El comisario Sanfilippo es un fraternal amigo mío. Me ha dicho acerca de usted lo que se tenía que decir.

Cada día que salía del hotel para dirigirse a la comisaría, Montalbano debía recorrer en coche, después de toda una serie de curvas, una recta paralela a la playa, muy larga y profunda. Era una zona que se llamaba Marinella. Construidos justo sobre la arena habría en total unos tres o cuatro chalets, muy separados entre sí. Nada pretenciosos: ninguno disponía de piso superior, constaban de una sola planta y las habitaciones estaban alineadas una al lado de la otra. Y todos, con los imprescindibles y gigantescos depósitos en el tejado para la recogida de agua. En dos de ellos, en cambio, los depósitos estaban colocados al fondo de una especie de azotea que servía de techo y de solárium, y a la cual se accedía por una escalera exterior de obra. Además, todos los chalets disponían en la parte anterior de una pequeña terracita en la cual, por la noche, se podía incluso cenar contemplando el mar. Cada vez que pasaba por delante de ellos se le iban los ojos: como consiguiera entrar en alguno de aquellos chalets, jamás volvería a salir. ¡Qué sueño, Virgen santa! ¡Levantarse por la mañana temprano y acercarse caminando a la orilla del mar! ¡Y también, si el tiempo lo permitía, darse un buen chapuzón!


* * *

Montalbano aborrecía las barberías. El día que se veía obligado a ir porque el cabello le llegaba hasta los hombros, se ponía de mal humor.

– ¿Dónde puedo cortarme el pelo? -le preguntó a Fazio una mañana con el mismo tono con que alguien podría preguntar dónde está la empresa de pompas fúnebres más cercana.

– El mejor para usted es el salón de Totò Nicotra.

– ¿Qué significa el mejor para mí? Vamos a aclararlo, Fazio. Yo jamás pondré los pies en un salón todo lleno de espejos y dorados, en un sitio de lujo; lo que yo quiero…

– … es un salón discreto, un poco a la antigua -dijo Fazio, terminando la frase por él.

– Exactamente -confirmó Montalbano, mirándolo con admiración.

– Por eso le he dicho Totò Nicotra.

Aquel Fazio era un policía de verdad: le bastaba apenas nada para conocer por dentro y por fuera a una persona.

Cuando llegó a la barbería de Nicotra, no había clientes. El barbero era un sexagenario más bien taciturno y melancólico. Hasta que llegó a la mitad del corte no abrió la boca. Después se atrevió a preguntar:

– ¿Qué tal se encuentra en Vigàta, comisario?

A aquellas alturas, ya todo el mundo lo conocía. Y de esa manera, hablando y hablando, se enteró de que uno de los chalets de Marinella estaba libre porque el hijo de Nicotra, Pippino, se había casado en Nueva York con una americana que hasta le había encontrado un trabajo.

– ¡Pero vendrá en verano a pasar las vacaciones!

– No, señor. Ya me ha dicho que el verano va a pasarlo en Miami. ¡El hijo se acabó! ¡Y yo que lo hice enlucir y limpiar para nada!

– Bueno, siempre podrá ir usted.

– ¿A Miami?

– No; me refería al chalet.

– A mí no me gusta el aire del mar. Mi mujer es de Vicari, ¿lo conoce?

– Sí, es un lugar alto.

– Justamente, mi mujer tiene una casita allí. Vamos de vez en cuando.

Montalbano sintió crecer la esperanza en su corazón. Cerró los ojos y se lanzó en picado:

– ¿Su hijo estaría dispuesto a alquilármelo para todo el año?

– ¿Y qué pinta aquí mi hijo? Me dio las llaves y me dijo que hiciera lo que quisiera.

– Mery, ¿a que no sabes la novedad? ¡He encontrado una casa!

– ¿En el pueblo?

– No, un poco apartada. Un chalet de tres habitaciones, cocina y cuarto de baño. En la playa de Marinella, a pocos metros del mar. Tiene un solárium y una galería en la parte de delante donde se puede cenar por la noche. Una maravilla.

– ¿Ya te has instalado allí?

– No, a partir de pasado mañana. He llamado a Mascalippa para que me envíen mis cosas.

– Tengo ganas de verte.

– Yo a ti también.

– Oye, el sábado que viene podría ir a Vigàta por la tarde. Y regresar a Catania el domingo por la noche. ¿Qué te parece? ¿Quieres alojarme?

El día siguiente era jueves. Un día precioso que lo puso de buen humor. Al entrar en su despacho de la comisaría, vio encima de la mesa una especie de tarjeta dirigida a él con el membrete del Tribunal de Montelusa. La fecha correspondía a quince días atrás. Había tardado quince días en recorrer los seis kilómetros de distancia entre Vigàta y Montelusa. Lo convocaban para el lunes siguiente a las nueve. Se le pasó la alegría de golpe, no le gustaba tener que tratar con jueces y abogados. ¿Qué coño querían de él? En la tarjeta no decía nada, excepto la sección en la que debería presentarse, la tercera.

– ¡Fazio!

– A sus órdenes, dottore.

Le mostró la citación del tribunal. Fazio la leyó y después miró al comisario con expresión inquisitiva.

– ¿Podrías averiguar de qué se trata?

– Pues claro.

Regresó al cabo de unas dos horas.

Dottore, antes de iniciar su servicio aquí, usted pasó casualmente por este lugar, ¿verdad?

– Sí -reconoció Montalbano.

– ¿Y fue testigo de una discusión entre dos automovilistas?

¡Cierto! Lo había olvidado por completo.

– Sí.

– Lo llaman a declarar.

– ¡Vaya, menuda lata!

Dottore, se ve que usted es un buen ciudadano. Y los buenos ciudadanos que declaran suelen tropezar con molestias. Por lo menos por esta zona.

¿Acaso Fazio le estaba tomando el pelo?

– Entonces, ¿sería mejor no declarar?

Dottore, pero ¿qué preguntas me hace? Si tengo que hablar como policía, declarar es un deber. Pero si hablo como ciudadano, digo que declarar es siempre una gran molestia. -Hizo una pausa-. Y a veces una molestia lleva a otra, como cuando se comen cerezas.

– ¡Pero si es una chorrada! Fue un incidente trivial; un prepotente le rompió la nariz a un…

Fazio levantó una mano para interrumpirlo.

– Conozco la historia porque me la ha contado el guardia urbano.

– ¿El que anotó el número de la matrícula?

– Sí, señor. Me dijo que él había apuntado mal el número y que usted se lo hizo corregir.

– ¿Y qué?

– De no haber sido por usted, que era la segunda vez que venía a Vigàta y todo el mundo sabía ya que era comisario, el número equivocado habría sido correcto.

Montalbano lo miró desconcertado.

– Pero ¿qué coño estás diciendo?

Dottore, el guardia dice que era bueno que aquel número se anotara mal.

Montalbano empezó a ponerse nervioso.

– Fazio, me estás haciendo un razonamiento incomprensible. ¿Podrías hablar claro, por favor?

Él contestó con una pregunta:

– ¿Puedo cerrar la puerta?

– Ciérrala -asintió perplejo Montalbano.

Fazio cerró y tomó asiento en una de las dos sillas que había delante del escritorio.

– Mientras acompañaba al anciano a urgencias, el guardia trató de convencerlo para que no presentara una denuncia. Pero el viejo, que vive en Caltanissetta, se empeñó en hacerlo.

– Perdóname, Fazio, pero ¿ese guardia es un fraile franciscano? ¿Alguien que busca la paz universal?

– Busca la paz, eso sí, pero no la paz eterna.

– Fazio, nosotros dos nos conocemos poco. Pero si dentro de tres minutos no me lo explicas todo con claridad, te agarro por los hombros y te echo de este despacho. ¡Y presenta un informe a quien te dé la gana, al sindicato, al jefe superior, al Papa!

Fazio se introdujo tranquilamente una mano en el bolsillo, sacó un trocito de papel doblado en cuatro, lo extendió, lo alisó y leyó.

– Giuseppe Cusumano, hijo de Salvatore y de Maria Cuffaro, nacido en Vigàta el dieciocho de octubre de…

Montalbano lo interrumpió.

– ¿Quién es?

– El que soltó la hostia.

– ¿Y a mí qué coño me importan sus datos personales?

Dottore, su madre Maria Cuffaro es la hermana menor de don Lillino Cuffaro, y Giuseppe es el nietecito predilecto de abuelo, don Sisìno Cuffaro. ¿Me he explicado?

– Perfectamente.

Ahora lo entendía todo. El guardia temía enfrentarse con el retoño de una familia mafiosa como la de los Cuffaro y por eso había transcrito el número de la matrícula voluntariamente equivocado. De esa manera, jamás se habría podido identifica al agresor.

– Muy bien, gracias, puedes retirarte -le dijo secamente a Fazio.

El viernes por la mañana hizo la maleta, en realidad eran tres y bastante grandes, por cierto, las colocó en el coche, pagó la cuenta y se fue a su casa de Marinella. Le parecía increíble. La víspera, el barbero Nicotra le había entregado las llaves y él no había resistido la tentación y había pasado por allí antes de irse a dormir por última vez al hotel. El chalet estaba aceptablemente amueblado, no había muebles impresionantes propios de gatopardos o emires árabes, es más, todo obedecía a cierto buen gusto. El teléfono ya estaba conectado; se ve que habían tenido un poco de consideración porque era comisario. En la cocina, el frigorífico vacío funcionaba debidamente. La bombona del gas estaba por estrenar. Desde la galería, con espacio suficiente para una banqueta, dos sillas y una mesita, se accedía directamente al comedor a través de una cristalera. Tres escalones unían la galería con la playa. Montalbano se sentó en la banqueta y se pasó una hora disfrutando del aire del mar. Con qué gusto se habría quedado a dormir allí.

Tras haber dejado las maletas, volvió a subir al coche y se dirigió a la comisaría para avisar a Fazio de que tenía cosas que hacer y regresaría a última hora de la mañana. En una tienda compró sábanas, fundas de almohada, toallas, manteles y servilletas; en un supermercado hizo acopio de ollas, cazuelas y cazuelitas, cubiertos, platos, vasos y todo lo que pudiera necesitar. Además, compró algo de comida para guardar en el frigorífico. Cuando regresó de nuevo a Marinella, su coche parecía el de un vendedor ambulante. Descargó todas las cosas y se dio cuenta de que todavía le faltaban muchas más. Entonces hizo otro viaje. Llegó a la comisaría pasado el mediodía.

– ¿Hay alguna novedad? -le preguntó a Fazio, que, a la espera de la llegada de un subcomisario, ejercía provisionalmente sus funciones.

– Ninguna. Ah, ha llamado un par de veces el honorable Torrisi desde Roma. Lo buscaba a usted.

– ¿Y quién es ese honorable Torrisi?

Dottore, es uno de los diputados elegidos aquí.

– ¿Y cuántos son esos diputados?

– En la provincia hay muchos, pero los que captaron más votos en Vigàta son dos, Torrisi y Vannicò.

– ¿Pertenecen a dos partidos distintos?

– No, señor dottore. Los dos pertenecen a la misma formación política, democristianos.

Le volvieron desagradablemente a la memoria las palabras pronunciadas por el jefe superior en el transcurso de su único encuentro con él.

– ¿Ha dicho qué quería?

– No, dottore.

Dedicó la última hora de la tarde y parte de la noche a arreglar un poco la casa, cambiando incluso algún mueble de sitio. Antes de regresar a Marinella había ido a cenar a la trattoria San Calogero, tal como era ya su costumbre. Al principio de sus tareas domésticas se había sentido completamente fuerte, pero cuando se fue a dormir, tenía las piernas y la espalda destrozadas. Durmió con un sueño de plomo, denso y pesado. Despertó poco antes del amanecer, preparó café, se bebió media taza, se puso el traje de baño, abrió la cristalera y salió a la galería. Casi casi le entraron ganas de llorar: durante muchos meses en Mascalippa había soñado con una vista como aquélla. ¡Y ahora podía disfrutarla cuando quisiera! Bajó a la playa y se acercó a la orilla del mar.

El agua estaba fría, aún no era momento de bañarse. Pero disfrutó en cuerpo y alma. Al final decidió regresar al chalet y prepararse para la jornada que tenía por delante.

Llegó a la comisaría un poco tarde, pues antes de salir de casa había llevado a cabo una especie de reconocimiento general y había escrito una nota con todas las cosas que todavía faltaban. Después había pasado por un carpintero (que le había indicado Fazio, naturalmente) y había concertado una cita con él para que le cubriera toda una pared de estanterías para los libros que llegarían de Mascalippa y los que tenía intención de comprar.

Llevaba sentado detrás de su escritorio cosa de una hora cuando Fazio se presentó diciendo que el honorable Torrisi quería hablar con él.

– Pásamelo -repuso Montalbano, levantando el auricular del teléfono.

– No, dottore. Está aquí. Dice que llegó anoche de Roma.

¡O sea, que el honorable estaba auténticamente empeñado en tocarle los cojones!

No había ninguna ruta de fuga, lo único que se podía hacer era saltar por la ventana de la planta baja. Durante un instante estuvo tentado de hacerlo, pero después pensó que habría sido una indignidad. Y, además, ¿por qué toda aquella animadversión si ni siquiera conocía todavía al honorable e ignoraba lo que quería de él?

– Bueno, pues hazlo pasar.

El honorable era un cincuentón grueso y de baja estatura, un tanto desaliñado y con una cara tirando a sonriente que no conseguía ocultar la gélida y taimada mirada de sus ojos. Montalbano se levantó y fue a su encuentro.

– ¡Queridísimo! ¡Queridísimo! -exclamó el honorable, tomando su mano y agitándole el brazo arriba y abajo con tal fuerza que el comisario temió quedarse con el hombro dislocado para toda la vida.

Lo invitó a sentarse en uno de los dos sillones de una especie de saloncito que había en un rincón del despacho.

– ¿Le apetece beber algo?

– ¡Nada! ¡Nada! No puedo tomar nada hasta dentro de dos meses: le he hecho una promesa a la Virgen. Me he pasado por aquí sólo para conocerlo e intercambiar unas palabras con usted. ¿Sabe?, aquí en Vigàta he recogido una abundante cosecha de votos y considero un deber moral…

– También al honorable Vannicò le fue muy bien por aquí -lo interrumpió con toda su mala idea Montalbano, poniendo cara de memo incurable de nacimiento.

– Bueno, sí, a Vannicò también… -reconoció Torrisi en voz baja. Y después añadió, repentinamente preocupado-: ¿Ya ha tenido usted ocasión de conocerlo?

– Todavía no he tenido el placer.

Torrisi pareció tranquilizarse.

– ¿Sabe, comisario?, yo me preocupo mucho por los problemas, por el malestar de los jóvenes de hoy en día. Y debo reconocer, muy a pesar mío y con gran dolor de mi alma, que tampoco aquí en Vigàta las cosas van demasiado bien a ese respecto. ¿Sabe lo que falta?

– No. ¿Qué falta? -preguntó el comisario, con la cara propia de alguien a la espera de una revelación que cambiará su vida.

– Esto -respondió el honorable, tocándose con la yema del dedo índice el lóbulo de la oreja derecha.

Montalbano lo miró desconcertado. ¿Qué quería decir? ¿Que tenías que convertirte en maricón para comprender el malestar juvenil?

– Disculpe, honorable, pero no acabo de entender lo que falta.

– El oído, mi querido amigo. Nosotros no escuchamos, no estamos atentos a la voz de los jóvenes. Por ejemplo, tendemos a juzgarlos apresurada e irrevocablemente por cualquier acto que cometan, aunque sea equivocado…

Fiat lux! ¡Y se hizo la luz! En un abrir y cerrar de ojos, Montalbano comprendió el propósito de la visita del honorable y adónde quería ir a parar.

– Y eso es un error -dijo, adoptando una severa expresión mientras se tronchaba de risa por dentro.

– ¡Un gravísimo error! -corroboró el honorable, cayendo en la trampa como un pardillo-. Ya veo que usted, comisario, es una persona que comprende. ¡Ciertamente ha sido el Señor quien lo ha enviado aquí!

Torrisi se pasó media hora hablando en términos generales. Pero la esencia de su razonamiento oculto fue: «En tu declaración ante el tribunal, procura no cargar demasiado las tintas. Procura entender el malestar de un joven, a pesar de ser muy rico, a pesar de pertenecer a una poderosa familia, a pesar de haberle partido la cara a un viejo.» La familia Cuffaro había enviado a su embajador plenipotenciario. Por lo visto, el otro honorable, Vannicò, era el plenipotenciario de la familia Sinagra. El jefe superior lo había comprendido muy bien.

El mal humor que le había causado la visita del honorable se le pasó a las cuatro de la tarde con la llegada de Mery. La cual, por desgracia, regresó a Catania el domingo por la noche, pero tuvo tiempo suficiente para poner en orden el chalet y el ánimo (y el cuerpo) del comisario.

4

Como es natural, el mal humor le volvió el lunes por la mañana en cuanto despertó con la idea de tener que presentarse ante el tribunal. Una vez había conocido a alguien que trabajaba como superintendente de antigüedades: pues bien, aquel tipo sufría una dolencia desconocida, en el sentido de que los museos le daban miedo, no conseguía permanecer solo en ellos, poco faltaba para que la contemplación de una estatua griega o romana le provocara un desmayo. Él no llegaba a semejantes extremos, pero el hecho de tener que tratar con jueces y abogados era algo que le atacaba los nervios. Ni siquiera el paseo por la orilla del mar lo calmó.

Se desplazó a Montelusa en su coche privado por dos motivos. El primero era que no comparecía ante el tribunal como comisario sino como ciudadano particular, y, por consiguiente, utilizar el vehículo oficial habría sido un abuso. El segundo, que el chófer de la comisaría encargado de la conducción del vehículo era un agente muy simpático que se llamaba Gallo, pero que circulaba por todas las carreteras, incluso por un remoto camino rural, como si estuviera en el circuito de Indianápolis.

Jamás había tenido ocasión de ir al Tribunal de Montelusa. Era un enorme y desangelado edificio de cuatro plantas a cuyo interior se accedía a través de un impresionante portal. Una vez franqueado el portal, había una especie de corto pasillo de techo muy alto, lleno a rebosar de personas que hablaban a gritos como si aquello fuera un mercado. A mano izquierda estaba el puesto de guardia de los carabineros y a la derecha una estancia más bien pequeña por encima de la cual figuraba escrito «Oficina de Información». Allí, para formular confusas preguntas y recibir respuestas no menos confusas por parte del único funcionario encargado de la oficina, había cinco hombres haciendo cola delante de él. Montalbano esperó su turno y después le mostró la citación al funcionario. Éste la tomó, la miró, consulto un registro, volvió a mirar la tarjeta, consultó de nuevo el registro, levantó los ojos hacia el comisario y dijo finalmente:

– Esto tendría que estar en la tercera planta, sala quinta.

¿Por qué «tendría»? ¿Acaso en aquel tribunal se celebraban vistas móviles, incluso sobre patines de ruedas? ¿O tal vez el funcionario estaba convencido de que nada en la vida era verdad?

Y fue entonces, al salir de la oficina de información, cuando la vio por vez primera. Una chica, una adolescente con un vestidito de algodón de cuatro perras y un bolso de gran tamaño, tipo saco, desgastado por el uso.

Estaba apoyada contra la pared al lado del puesto de guardia de los carabineros. Y era imposible no mirarla a causa de sus grandes ojos negros enormemente abiertos y perdidos en la nada y el contraste entre el rostro todavía de niña y las formas del cuerpo ya agresivas y exuberantes. No se movía, parecía una estatua. El pasillo de la entrada conducía a un amplio patio-jardín muy cuidado. Pero ¿cómo se subía al tercer piso? Montalbano vio un grupo de personas a la derecha y se acercó. Había un ascensor, pero a su lado, escrito con rotulador en una hoja de papel fijada a la pared, figuraba un aviso: «El ascensor está reservado a los señores jueces y abogados.» Montalbano se preguntó cuántos jueces y abogados habría entre las aproximadamente cuarenta personas que aguardaban la llegada del ascensor. Y cuántas de ellas se hacían pasar por jueces y abogados. Decidió inscribirse en la segunda categoría. Pero el ascensor no llegaba y la gente empezó a murmurar. Después alguien se asomó a una ventana de la segunda planta.

– El ascensor se ha averiado.

Soltando tacos, quejándose y protestando, todos se encaminaron hacia otra arcada a través de la cual se distinguía el comienzo de una ancha y cómoda escalera. El comisario subió hasta el tercer piso. La puerta de la sala quinta estaba abierta y dentro no había nadie. Montalbano consultó el reloj, ya eran las nueve y diez. ¿Sería posible que todos se hubieran retrasado? Le entró la sospecha de que, a lo mejor, el encargado de la oficina de información estaba en lo cierto al dudar y pensar que la vista quizá se estuviera celebrando en otra sala. El pasillo estaba abarrotado de gente, las puertas se abrían y cerraban constantemente, llegaban ráfagas de elocuencia leguleya. Transcurrido un cuarto de hora decidió preguntar a uno que pasaba empujando un carrito lleno a reventar de carpetas y expedientes.

– Disculpe, ¿podría decirme…? -Y le mostró la tarjeta.

El otro la miró, se la devolvió y reanudó su camino.

– ¿No ha visto el aviso? -preguntó.

– No. ¿Dónde está? -repuso el comisario, siguiéndolo a pasitos.

– En el tablón de anuncios. La vista se ha aplazado.

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta mañana. Quizá.

Estaba claro que en aquel edificio no reinaban las férreas certezas. Bajó por la escalera y volvió a hacer cola delante de la oficina de información.

– ¿Usted no sabía que la vista de la sala quinta se había aplazado?

– Ah, ¿sí? ¿Para cuándo? -preguntó el encargado de información.

Y volvió a verla por segunda vez. Había transcurrido aproximadamente una hora y la chica seguía exactamente en la misma posición de antes. Debía de estar esperando a alguien, claro, pero aquella inmovilidad era casi antinatural, generaba una sensación de incomodidad. Durante un instante, Montalbano estuvo tentado de acercarse a ella y preguntarle si necesitaba algo. Pero después lo pensó mejor y abandonó el edificio del tribunal.


* * *

En cuanto llegó a la comisaría, le comunicaron que habían llamado de Mascalippa para decir que la camioneta con las cajas que contenían sus pertenencias llegaría a Marinella a las cinco y media de la tarde. Como es natural, se las arregló para estar en Marinella a las cinco y cuarto, pero la camioneta llegó con dos horas de retraso, cuando ya estaba oscureciendo. Por si fuera poco, el chófer se había lastimado un brazo y, por consiguiente, no estaba en condiciones de descargar las cajas. Blasfemando como un carretero, Montalbano se las cargó sobre los hombros una detrás de otra y acabó con un hombro dislocado y una punzada de hernia bilateral. A modo de compensación y sin que se supiera muy bien a título de qué, el chófer exigió diez mil liras de propina, tal vez como indemnización moral por no haber podido realizar la descarga. Montalbano abrió sólo una caja, la del televisor. En el tejado-solárium de la casa ya estaba instalada la antena; la conectó, encendió el aparato y sintonizó con el primer canal. Nada, pajitas blancas y un ruido como de freiduría. Buscó otros canales y lo único que varió fue la cantidad de pajitas y el hecho de que a ratos la freiduría pasara a convertirse en una resaca o en un alto horno. Entonces subió al tejado-solárium y se dio cuenta de que la antena se había desplazado, tal vez a causa de una ráfaga de viento. Con gran esfuerzo consiguió girarla un poco. Después bajó corriendo a ver cómo estaba la pantalla: ahora las pajitas se habían convertido en ectoplasmas, fantasmas de una freiduría. Zapeando desesperadamente, vio al fin con toda claridad el rostro de un presentador. Hablaba en árabe. Apagó el televisor y fue a sentarse en la galería para que se le calmaran los nervios. Después decidió comer algo, introdujo el pan descongelado en el horno para calentarlo y después se comió una lata de atún de Favignana con aceite y limón.

Pensó que tendría que buscar rápidamente a una mujer que se encargara de ordenar la casa, hacer la colada y prepararle la comida. Ahora que disponía de una casa, no podía seguir arreglándoselas solo. Una vez acostado, descubrió que no tenía nada para leer. Todos los libros estaban en dos cajas todavía cerradas, las más pesadas. Se levantó, abrió la primera y, como es natural, no encontró lo que buscaba, la novela negra de un francés que se llamaba Magnan, titulada La sangre de los Atridas. Ya la había leído, pero le gustaba cómo estaba escrita. Abrió también la secunda caja. El libro se hallaba justo al fondo. Contempló la cubierta y lo depositó encima de la última pila: de golpe le había entrado sueño.

Llegó con un poco de retraso, a las nueve y diez, porque no conseguía encontrar sitio para aparcar. Ella estaba allí, con el mismo vestidito de algodón, el mismo bolso, la misma mirada perdida en los grandes ojos negros. Exactamente en el mismo sitio donde ya la había visto un par de veces, ni un centímetro más a la derecha ni un centímetro más a la izquierda. Como uno de esos que piden limosna, escogen un lugar, y allí se quedan hasta que se mueren o alguien los lleva a un albergue. Tanto en verano como en invierno los ves siempre allí. Puede que ella también estuviera pidiendo algo, limosna por supuesto que no, eso era evidente, pero ¿qué? Encima de la puerta del ascensor habían pegado una hoja de papel escrita con rotulador: «Averiado.» Montalbano subió los tres pisos, y cuando entró en la sala número cinco, que era una estancia más bien pequeña, la encontró llena de gente. Nadie le preguntó quién era y qué estaba haciendo allí.

Se sentó en la última fila, al lado de un individuo pelirrojo con un cuaderno y un bolígrafo que de vez en cuando tomaba notas.

– ¿Hace mucho que ha empezado? -le preguntó.

– El telón se ha levantado hace diez minutos. Está actuando la acusación.

¡Qué manera tan retórica de expresarse! ¡Telón! ¡Actuar! Y, sin embargo, a juzgar por su aspecto, el hombre parecía un sujeto seco y prosaico.

– Perdone, ¿por qué ha dicho que se ha levantado el telón? No estamos en el teatro.

– ¿Que no? ¡Pero si esto es todo un teatro! ¿Usted de dónde viene, de la luna?

– Me llamo Montalbano. Soy el nuevo comisario de Vigàta.

– Mucho gusto. Yo me llamo Zito y soy periodista. Escuche a la acusación, se lo ruego, y después ya me dirá si esto es teatro o no.

Cuando aquel señor de la toga ya llevaba unos diez minutos hablando, al comisario le entró una duda.

– Pero ¿usted está seguro de que ése es el ministerio público?

– ¿Qué le decía yo? -dijo triunfante el periodista Zito.

La acusación hablaba exactamente igual que si hubiera sido la defensa. Afirmó que la agresión por parte de Giuseppe Cusumano se había producido, en efecto, pero tenía que tomarse en consideración el especial estado emocional del joven y el hecho de que el agredido, el señor Gaspare Melluso, hubiera llamado cabrón a Cusumano al bajar del coche. Solicitó la pena mínima y toda una serie de atenuantes. Al llegar a ese punto llamaron a declarar al guardia urbano.

Pero ¿cómo se desarrollaba aquel juicio? ¿Qué orden seguía? El guardia dijo que él no había visto prácticamente nada porque estaba ocupado hablando a dos perros callejeros que le eran muy simpáticos. Reparó en la cosa cuando Melluso cayó al suelo. Anotó el número de la matrícula del coche que después resultó ser propiedad de Cusumano y, a continuación, acompañó a Melluso a urgencias. En respuesta a una pregunta del abogado defensor, que no era otro que el honorable Torrisi, reconoció haber oído aletear por el aire con toda claridad la palabra «cabrón», pero no podía decir en conciencia quién la había pronunciado. Luego Montalbano oyó que lo llamaban. Una vez finalizado el ritual de los datos personales y la promesa de decir la verdad, tomó asiento, pero, antes de que pudiera abrir la boca, el honorable Torrisi le dirigió una pregunta:

– Naturalmente, usted oyó cómo Melluso llamaba cabrón a Cusumano, ¿verdad?

– No.

– ¿No? ¿Cómo que no? ¡Pero si la palabra la oyó el guardia urbano que se encontraba a una distancia mucho mayor que usted!

– El guardia la oyó y yo no.

– ¿Está mal del oído, dottor Montalbano? ¿Sufrió de otitis en su infancia?

El comisario no contestó y lo mandaron retirarse de inmediato. Ya podía irse, pero quiso escuchar el alegato del honorable. E hizo bien, pues pudo averiguar el «especial estado emocional» del joven. Resultaba que tres años atrás Cusumano se había casado con su amada prometida Mariannina Lo Cascio, y a la salida de la iglesia, justo ante la entrada principal del templo, había sido esposado por dos carabineros a causa de una condena decretada por una sentencia judicial. En resumen, el fatídico día de la discusión con Melluso, Cusumano acababa de salir de la cárcel y estaba volando literalmente a los brazos de su esposa para consumar aquel matrimonio que hasta aquel momento había sido sólo rato. Al oírse llamar «cabrón», el joven, que aún no había cortado la flor que Mariannina Lo Cascio reservaba sólo para él…

Y ahí Montalbano, que ya no podía más y a duras penas contenía los deseos de vomitar, se despidió del periodista Zito y se largó. Total, estaba seguro de que Cusumano saldría bien librado y de que, por el contrario -la cosa estaba cantada-, el que iría a parar a la cárcel sería Melluso.

Al llegar al pasillo que conducía a la salida, se quedó quieto. La muchacha se había apartado dos pasos de la pared y estaba hablando con un desaliñado cuarentón delgado, melenudo y con un corbatín de esos que sólo utilizan ciertos abogados. El cuarentón sacudió la cabeza como diciendo que no y se encaminó hacia el jardín. La chica regresó a su lugar habitual, a su habitual inmovilidad. Montalbano pasó por su lado y abandonó el edificio. De nada serviría hacerse preguntas, devanarse los sesos acerca del cómo y el porqué; estaba claro que no volvería a tener ocasión de tropezar con aquella chica. Y, por consiguiente, mejor olvidarse de ella.

En vano trató de poner en marcha el coche para regresar a Vigàta. Lo intentó y lo intentó, pero no hubo manera. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la comisaría y pedir que fueran a recogerlo? No; el asunto por el cual se encontraba en Montelusa era de carácter personal. Recordó que mientras iba al tribunal había visto un taller de reparación de automóviles. Se dirigió allí a pie y le explicó la situación al jefe. Éste se mostró muy amable y mandó que un mecánico lo acompañara. Tras haber examinado el motor, el hombre diagnosticó una avería en el circuito eléctrico. A última hora de la tarde, pero no antes, podría pasar por el taller y llevarse el coche ya arreglado.

– ¿Hay algún autocar para Vigàta?

– Sí. Sale de la plaza de la Estación.

Dio un largo paseo por la calle principal, por suerte todo en bajada, y al llegar a la plaza, en el tablón de los horarios averiguó que un autocar ya se había marchado y que el siguiente tardaría una hora.

Deambuló por una avenida arbolada desde la cual podía verse todo el Valle de los Templos y, al fondo, la línea del mar. ¡Nada que ver con los paisajes casi suizos de Mascalippa! Cuando regresó a la plaza, vio que había un autocar parado con la indicación «Montelusa-Vigàta» en uno de sus costados.

Las puertas estaban abiertas. Subió por la de delante y, en el primer peldaño desde el cual se podía ver el interior del vehículo, se detuvo. Lo que lo indujo a detenerse no fue el hecho de que el autocar estuviera vacío a excepción de una pasajera, sino el hecho de que aquella pasajera fuese nada menos que la chica del tribunal.

Estaba en uno de los dos asientos situados detrás del conductor, el de la ventanilla, miraba fijamente hacia delante y no parecía haberse dado cuenta de la presencia de un pasajero que permanecía de pie en la escalerilla. De hecho, Montalbano se estaba preguntando si no convendría recurrir a una provocación para convertir en efectiva la presencia-ausencia de la chica, yendo a sentarse precisamente a su lado cuando en el autocar había cuarenta y nueve plazas libres.

Pero ¿qué motivo tendría para comportarse de aquella manera? ¿Qué hacía la muchacha de malo? No hacía nada. ¿Pues entonces?

Subió y fue a sentarse en uno de los otros dos asientos delanteros: aunque fuera de perfil, desde allí podía seguir viendo el rostro de la chica. Inmóvil, ella sujetaba el bolso sobre las rodillas con ambas manos.

El chófer se dirigió a su asiento y puso en marcha el motor. Y justo en aquel momento se oyeron unos gritos:

– ¡Pare! ¡Pare!

Unos cuarenta y tantos japoneses, todos sonrientes, todos con gafas y todos con la cámara fotográfica en bandolera, precedidos por una agobiada guía, corrieron al abordaje del autobús y ocuparon todas las plazas vacías.

Sin embargo, ningún japonés se sentó ni al lado de Montalbano ni de la chica. El autocar inició la marcha.

En la primera parada no bajó ni subió nadie. Los japoneses se disputaban las ventanillas para disparar fotografías en una guerra en la que no faltaban los golpes, aunque todo se hiciera con las armas de una letal cortesía. En la segunda parada, el conductor tuvo que levantarse para ayudar a subir a una pareja de casi centenarios.

– Usted siéntese aquí -le dijo el chófer a Montalbano, señalándole el asiento del lado de la chica.

El comisario obedeció y los dos viejos pudieron acomodarse juntos y compadecerse mutuamente.

La joven no se había movido en absoluto, y para ocupar el asiento, Montalbano tuvo necesariamente que rozarle la pierna, pero ella no reaccionó al contacto y se limitó a dejar la pierna donde estaba. Azorado, el comisario orientó su cuerpo hacia el pasillo central.

Por el rabillo del ojo le miró las compactas tetas, que subían y bajaban debajo del vestidito de algodón al ritmo de su respiración, y sobre aquel movimiento sintonizó el oído. Era un truco que le había enseñado el comisario Sanfilippo: lograr percibir un rumor haciendo que el oído se armonizara con la vista. En efecto, poco a poco, por encima del parloteo de los japoneses, por encima del ruido del motor, empezó a percibir cada vez con más claridad la respiración de la chica. La cual era prolongada y regular, casi como si estuviera durmiendo. Pero ¿cómo armonizar aquella respiración con la petición desesperada, sí, desesperada, que se leía en sus ojos? Las manos que aferraban el bolso tenían unos dedos largos, ahusados y elegantes, pero su piel estaba martirizada por las duras tareas del campo; las uñas rotas aquí y allá conservaban todavía unos vestigios de esmalte rojo. Estaba claro que desde hacía algún tiempo la chica no se cuidaba. Y otra cosa observó el comisario, otra contradicción con su aparente compostura: el pulgar de la mano derecha temblaba de vez en cuando sin que ella se diera cuenta.

En la parada de los templos la comitiva japonesa bajó. El comisario habría podido cambiar de sitio y ponerse más cómodo, pero no se movió. Tras haber dejado atrás la señalización que indicaba el comienzo del territorio de Vigàta, la chica se levantó.

Se mantuvo un poco inclinada para no golpearse la cabeza contra la redecilla del equipaje. Estaba claro que pretendía bajar, pero se quedó mirando a Montalbano sin pedirle permiso ni abrir la boca. El comisario tuvo la sensación de que ella no lo miraba como a un hombre sino como a un objeto, un obstáculo indefinido. Pero ¿dónde tenía él la cabeza?

– ¿Quiere pasar?

La chica no dijo ni que sí ni que no. Entonces Montalbano se levantó y salió al pasillo para dejarle sitio. Ella llegó a la altura de la escalerilla y allí se paró, sujetando el bolso con una mano mientras apoyaba la otra en la barra metálica que discurría delante de los dos asientos donde permanecía la pareja de ancianos.

Tras recorrer unos cuantos metros, el chófer se detuvo, accionó la puerta automática y la chica bajó.

– ¡Un momento! -dijo Montalbano, con un tono de voz tan agudo que el conductor se giró a mirarlo con extrañeza-. No cierre, tengo que bajar.

La decisión había sido repentina. Pero ¿qué estupidez estaba haciendo? ¿Por qué estaba tan obsesionado? Miró a su alrededor; se encontraba en la antigua periferia de Vigàta, donde no había edificaciones nuevas ni rascacielos enanos, sino tan sólo casas ruinosas o que todavía se mantenían en pie sostenidas por las vigas, casas habitadas por gente que vivía pobremente, no de las tareas portuarias o los negocios de la ciudad, sino de los cultivos del mísero campo de la zona interior del pueblo.

La chica caminaba lentamente por delante de él, casi como si no le apeteciera regresar. Mantenía la cabeza inclinada como si estuviese contemplando con atención la tierra que pisaban sus pies. Pero ¿veía realmente la tierra que miraba? ¿Qué veían realmente sus ojos?

Giró a mano derecha, adentrándose en una especie de callejón que de noche debía de ser una escenografía ideal para una película de fantasmas. A un lado, una hilera de almacenes sin puertas y con los techos hundidos; al otro, una serie de casuchas deshabitadas y agonizantes. No pasaba literalmente ni un perro.

«Pero ¿qué estoy haciendo aquí?», se preguntó el comisario como despertando de una pesadilla.

E hizo ademán de volver atrás. Pero justo en aquel momento la chica se tambaleó, pareció perder el equilibrio, soltó el bolso y se vio obligada a apoyarse en la pared de una casa. En un primer momento, el comisario no supo qué hacer. Pero inmediatamente después comprendió con toda claridad que la joven debía de haber sufrido un mareo o algo parecido, no había dado un traspié ni había tropezado con ninguna piedra. En cualquier caso necesitaba ayuda, y ahora su intervención estaba más que justificada. Se le acercó.

– ¿Se encuentra mal?

El fuerte grito que emitió la muchacha al oír su voz fue tan repentino y desgarrador que Montalbano, pillado por sorpresa, saltó hacia atrás, asustado. La chica no lo había oído acercarse y sus palabras la habían devuelto de golpe a la realidad. Ahora miraba al comisario con los ojos muy abiertos y lo veía como lo que era, un hombre, un desconocido que acababa de decirle algo.

– ¿Se encuentra mal? -repitió él.

Ella no contestó. Empezó a inclinarse hacia delante como a cámara lenta, con el brazo extendido y la mano abierta para recoger el bolso.

Montalbano fue más rápido que ella y lo cogió primero. Su intención era hacer un gesto de cortesía y por eso lo sorprendió la reacción de la muchacha, que, utilizando esa vez las dos manos, trató de arrebatárselo.

Instintivamente, Montalbano lo retuvo con fuerza. La muchacha lo miró a los ojos y él leyó en ellos una desesperación decididamente salvaje. Durante unos momentos, ambos se entregaron a un absurdo y ridículo tira y afloja sin palabras. Después, tal como era de prever, la costura lateral del bolso se abrió y todo lo que había dentro cayó al suelo. Un objeto muy pesado golpeó el dedo gordo del pie izquierdo del comisario, que dobló la cabeza para mirar. Vio fugazmente un revólver de gran tamaño, pero la chica, que ya había recuperado una gran rapidez de movimientos, se le adelantó a recogerlo. Montalbano la agarró por la muñeca, se la torció, pero el revólver se mantuvo firmemente en la mano de la chica. Entonces el comisario, con todo el peso de su cuerpo, la empujó contra la pared y la inmovilizó de tal manera que la mano que sujetaba el revólver y la suya que le agarraba la muñeca se encontraron fuertemente apretadas entre la pared y la espalda de la chica. Esta reaccionó con la mano libre, arañando el rostro de Montalbano. El comisario consiguió agarrársela también por la muñeca y mantenerla en alto, empujándola contra la pared al igual que la otra. Ambos jadeaban como unos amantes que estuvieran haciendo el amor; Montalbano, con la parte inferior del cuerpo entre las piernas separadas de la chica, comprimía fuertemente su vientre y su pecho, y el olor un tanto áspero de su sudor no le resultaba en modo alguno desagradable, ni siquiera en aquella situación. Que no parecía tener ninguna salida. De pronto el comisario oyó a su espalda un ruido de frenos y una voz que gritaba:

– ¡Quieto ahí, marrano! ¡Policía! ¡Deja a la chica!

Y entonces comprendió que aquel policía creía estar presenciando un acto de violencia carnal, un estupro. La confusión estaba más que justificada. Volvió ligeramente la cabeza y reconoció a uno de sus hombres, el agente Galluzzo. Galluzzo lo reconoció a su vez y se quedó petrificado.

– Co… co… co… -balbució. Quería decir «comisario», pero en su lugar estaba cacareando como una gallina.

– ¡Ayúdame! ¡Va armada! -exclamó Montalbano entre jadeos.

Galluzzo era hombre de decisiones rápidas. Sin decir ni pío, soltó un puñetazo contra la barbilla de la chica. Ésta cerró los ojos y cayó desmayada, resbalando por la pared. Montalbano la sujetó con delicadeza, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo para apoderarse del revólver. Los dedos de la chica se negaban a soltar el arma.

5

El carnet de identidad, caído al suelo junto con las demás cosas que contenía el bolso, decía sin posibilidad de error que Rosanna Monaco, hija de Gerlando y de Concetta Marullo, domiciliada en Vigàta, via Fornace 37, era desde hacía pocos meses mayor de edad. El carnet era muy nuevo, señal de que la chica se lo había sacado nada más cumplir la mayoría de edad. Ante la ley era, por tanto, plenamente responsable de sus actos. Estaba sentada en una silla delante del escritorio del comisario, con la cabeza gacha mirando al suelo y los brazos colgando, y desde hacía dos horas no había manera de que abriese la boca.

– ¿Quieres decirme de quién es el revólver?

– ¿Lo tenías como defensa?

– ¿De quién querías defenderte?

– ¿Lo tenías para pegarle un tiro a alguien?

– ¿A quién querías pegarle un tiro?

– ¿Por qué esperabas a la entrada del tribunal?

– ¿Esperabas a alguien?

Nada. Después de la fuerza, la agilidad, la rapidez repentinamente recuperada durante aquel silencioso forcejeo que a Montalbano le había parecido en algunos momentos un intento de relación amorosa, la joven había regresado a aquella especie de atormentada impasibilidad que había despertado la curiosidad del comisario ya desde la primera vez que la viera. Sí, Montalbano sabía muy bien que «atormentada impasibilidad» era un estúpido oxímoron, pero no encontraba otras palabras para definir lo que la actitud de Rosanna le evocaba.

Tomó una decisión; no podían seguir adelante de aquella manera.

– Colócala en régimen de seguridad -le ordenó a Galluzzo, que estaba sentado delante de la máquina de escribir para redactar el acta y sólo había conseguido teclear la fecha-. Y llévale algo de comer y beber. -Y después, levantando la voz, añadió-: Yo voy a hablar con sus padres.

Había anunciado claramente su intención de forma deliberada, pero la chica ni siquiera pareció haberlo oído. Antes de abandonar la comisaría, le preguntó a Fazio dónde estaba la via Fornace, le dijo que hiciera unas cuantas cosas, salió, subió al coche y se fue.

La calle era la segunda a la derecha después de aquella en la cual se había producido el incidente del revólver. No estaba asfaltada y era más bien un sendero. El número 37 era una casa de una sola planta con un almacén al lado ligeramente más espacioso que una caseta de perro, pero menos ruinosa que las demás. La puerta no estaba cerrada, y a medida que se acercaba, Montalbano oyó un confuso y alterado griterío cada vez más fuerte. Desde el umbral, creyó encontrarse delante de algo intermedio entre una guardería infantil y una escuela de primaria. Allí dentro había como media docena de chiquillos entre uno y siete años.

Junto a los fogones de una cocina de leña había una mujer de edad indefinida que tenía en brazos a un recién nacido. No se veía un teléfono, no se veía un frigorífico, no se veía un televisor. Pero no se trataba de pobreza, pues los críos iban adecuadamente vestidos y del techo colgaban toda una serie de quesos y salchichones; debía de tratarse de atraso, de una mentalidad atrincherada en la ignorancia.

– ¿Qué quiere? -preguntó la mujer.

– Soy Montalbano, comisario de policía. ¿Está su marido?

– ¿Qué quiere de mi marido?

– ¿Está o no está?

– No, siñor, no está. Está en el campo, trabajando con los hijos mayores.

– ¿Y cuándo volverá?

– Esta tarde cuando oscurezca.

– ¿Usted es la señora Concetta Marullo?

– Sí, siñor.

– ¿Tiene una hija llamada Rosanna?

– Tingo esa disgracia.

– Mire, hemos detenido a su hija porque…

– Mi importa un carajo.

– No he entendido.

– Pues yo si lu ripito: mi importa un carajo. Pa mí, la puede ditener, mitirla en la cárcel, llevarla a la horca…

– ¿Vive aquí con ustedes?

– No, siñor, hace tris años la eché de casa.

– ¿Por qué?

– Porque es una disvirgunzada.

– ¿Por qué dice que es una desvergonzada? ¿Qué ha hecho?

– Lo que hizo, hizo.

– ¿Y sabe dónde vive ahora?

– Aquí al lado. Mi marido, que tiene buen corazón, li dio la pucilga para durmir. Y ella istá bien allí porque la pucilga es su virdadera casa.

– ¿Podría verla?

– ¿La pucilga? Pues claro. La puerta no está cerrada.

– Oiga, ¿sabe si su hija tiene algún motivo para sentir rencor contra alguien?

– ¿Y yo qué coño sé? Le digo que hace años que no la trato. No sé nada.

– Una última pregunta: ¿su marido tiene un arma?

– ¿Qué arma?

– Un revólver.

– ¿Bromea? Mi marido sólo tiene un cuchillo pa cortarse el pan.

– En cuanto regrese, dígale que vaya a la comisaría.

– Mire que volverá tarde y cansado.

– Lo siento, lo esperaré.

Salió con un principio de dolor de cabeza; todo el diálogo se había desarrollado a voz en grito para contrarrestar el follón que estaba armando la guardería infantil.

Rosanna había limpiado muy bien la pocilga y alguien había dado una mano de enlucido por las paredes. A duras penas cabían un camastro, una mesita y dos sillas. Mirándola de otra manera, podría haber sido la celda de un convento franciscano. Para lavarse, Rosanna utilizaba una palangana colocada sobre la mesita y el agua la sacaba de un pozo cercano que Montalbano había entrevisto. Una cuerda tendida de pared a pared le servía de armario, y en ella había colgados dos vestidos y un abrigo vuelto del revés. La ropa interior estaba encima de una silla. Todo, de extrema pobreza pero impecablemente limpio. Ni una sola fotografía, ni un periódico, ni un libro. Trató en vano y durante un buen rato de encontrar una carta, una nota, algo escrito.

Regresó a la comisaría más perplejo que convencido.

– He hecho lo que usted me ha mandado -dijo Fazio en cuanto lo vio entrar, siguiéndolo a su despacho.

– ¿Y qué?

– Bueno -respondió, sacándose del bolsillo un trozo de papel al cual echaba de vez en cuando un vistazo-, el padre Gerlando Monaco, hijo de Giacomo y de Elvira La Stella, nacido en Vigàta el…

– Perdona, Fazio -lo interrumpió Montalbano-, pero ¿por qué me cuentas todas esas cosas?

– ¿Qué cosas? -preguntó, desconcertado.

– El padre, la madre… ¿a mí qué coño me importan? Yo te había pedido que averiguaras si el padre de Rosanna carece de antecedentes penales y qué se dice de él en el pueblo. Y punto.

– Carece de antecedentes penales -contestó pausadamente Fazio, guardándose de nuevo el trozo de papel en el bolsillo-, y en el pueblo los pocos que lo han conocido dicen que es una buena persona.

– ¿Tiene otros hijos mayores?

Fazio hizo ademán de volver a sacar el trozo de papel, pero fue fulminado por una severa mirada del comisario.

– Dos. Giacomo, de veintiún años, y Filippo, de veinte. Trabajan con él en el campo. Ellos también están considerados unos buenos chicos.

– En resumen, la única que se ha desmandado parece que es Rosanna.

Y le contó que la madre la tenía por una desvergonzada y que la hacían dormir en una antigua pocilga.

– En cualquier caso, esta noche pasará su padre por aquí e intentaremos averiguar algo más. ¿Sabes si la chica ha comido?

– Galluzzo le ha comprado un bocadillo. No lo ha tocado. Y tampoco ha bebido ni una sola gota de agua.

– Más tarde o más temprano se vendrá abajo y decidirá comer y beber. Y después hablará.

– A propósito del revólver… -empezó Fazio.

– ¿Has descubierto algo?

Dottore, había muy poco que descubrir. Es una Cobra, un arma que no gasta bromas. Americana. Y no sólo eso, sino que el número de serie se ha borrado.

– En resumen, me estás diciendo que es un arma de delincuentes.

– Exactamente, dottore.

– Y, por consiguiente, alguien se la dio a Rosanna para que disparara contra alguien.

– Exactamente, dottore.

– Pero ¿quién es ese alguien?

– Quién sabe.

– ¿Y contra quién tenía que disparar?

– Quién sabe.

– Fazio, deberías intentar averiguar todo lo que sea posible acerca de esta chica.

– No será fácil, dottore. Por lo que me ha parecido entender, se trata de una familia aislada del resto del pueblo. No tienen amistades, sólo conocidos.

– Tú inténtalo de todos modos. Ah, otra cosa. Manda a uno de los nuestros a decirle a la madre de la chica que le envíe una muda de ropa interior a su hija. Que se la dé a su marido cuando venga para acá.

Fue a mirar a través de la mirilla de la celda de seguridad. Rosanna permanecía de pie con la frente apoyada contra la pared. El bocadillo estaba intacto y el vaso de agua también. Menudo problema. Llamó a Galluzzo.

– Oye, ¿te ha pedido ir al cuarto de baño?

– No, dottore. He sido yo quien se lo ha preguntado a ella, pero ni siquiera me ha contestado. Dottore, en mi opinión…

– ¿En tu opinión?

– En mi opinión, se está haciendo de rogar.

– ¿De rogar?

– Sí, señor dottore. El cuerpo es el de una mujer, sobre el papel es mayor de edad, pero debe de tener la cabeza de una chiquilla.

– ¿Una retrasada mental?

– No, señor dottore. Una chiquilla. Está enfadada porque usted le ha impedido hacer lo que se le había metido en la cabeza.

A Montalbano se le ocurrió una idea absolutamente de locos.

– Déjame entrar en la celda. Después abre la puerta del lavabo y déjala abierta.

Entró en la celda. La chica seguía con la frente apoyada contra la pared. Montalbano se situó a su lado y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, como uno de esos sargentos de la marina de guerra que se ven en las películas americanas:

– ¡Al lavabo! ¡Enseguida!

Rosanna se sobresaltó y se volvió, aterrorizada. El comisario le soltó un pescozón en el cogote. La chica se acercó una mano al lugar de la nuca donde la había golpeado, al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se cubrió el rostro con el antebrazo como si esperara más guantazos. Galluzzo lo había interpretado muy bien: una chiquilla. Pero el comisario no se dejó llevar por los sentimientos.

– ¡Al lavabo!

Entretanto, media comisaría había corrido a ver qué estaba sucediendo.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es?

– ¡Fuera! ¡Fuera todos! -rugió Montalbano, notándose las venas del cuello a punto de estallar-. ¡Y tú, espabila!

La chica se movió como una sonámbula y cruzó el umbral de la estancia.

– Por aquí -se apresuró a decirle Galluzzo.

Rosanna entró en el retrete y cerró la puerta. El comisario, que jamás había estado allí, miró con expresión interrogativa a Galluzzo.

– No hay peligro -dijo el agente-. No se puede bloquear desde el interior.

Poco después oyeron el ruido de la cadena del agua, y se abrió la puerta, Rosanna pasó por delante de ellos como si no estuvieran presentes, entró en la celda de seguridad y volvió a colocarse de cara a la pared. De cara a la pared. Un castigo. Rosanna se estaba autocastigando.

– Bueno, menos mal que lo ha conseguido -comentó Galluzzo.

– ¡Gallù, no vayas a pensar que me pondré a armar todo este jaleo cada vez que ésa tenga que ir al lavabo! -replicó enfurecido Montalbano.

Había esparcido sobre la mesa todo lo que había en el interior del bolso de Rosanna y estaba examinándolo. Una cartera de piel de imitación que contenía, doblado varias veces, un billete de diez mil liras y después tres billetes de mil, cinco monedas de quinientas, cuatro de cien y una de cincuenta.

Pero dentro había una cosa que no tenía nada que ver con el dinero: un trocito de unos diez centímetros escasos de cinta elástica de color rosa. Quizá una muestra para enseñarla al mercero.

Rosanna conservaba los billetes de ida y vuelta del autocar Vigàta-Montelusa. Había seis, lo cual significaba que seis veces como mínimo había permanecido esperando a la entrada del tribunal.

El carnet de identidad. Un frasquito vacío de esmalte de uñas: unos restos de líquido condensado permanecían todavía pegados a la parte interior del tapón.

Y una cosa extraña: un sobre en el cual no figuraba nada escrito, con el esqueleto de una rosa cuyos pétalos habían caído en su totalidad. Sin embargo, pensándolo mejor, aquella rosa no tenía nada de extraño, estaba en el interior de un sobre, pero habría podido estar, reseca, entre las páginas de un libro, donde solían colocarla casi todas las personas. Sólo que Rosanna, al no tener libros, había guardado dentro de un sobre aquella rosa, sin duda recuerdo de un encuentro sentimental. Y la llevaba siempre consigo. En resumen, nada que estuviera fuera de lugar en el bolso de una mujer. Pero durante un instante y sólo un instante, a Montalbano le acudió a la mente un detalle, algo que hacía que aquellos objetos resultaran menos obvios. Sin embargo, no consiguió comprender qué era lo que lo había iluminado por espacio de un instante tan breve como un relámpago.

Todo lo cual le produjo una sensación de incomodidad y nerviosismo.

Estaba recogiendo las cosas de Rosanna para guardarlas en un cajón cuando apareció el encargado de la centralita.

– Perdone que lo moleste, pero hay un señor que dice ser su padre.

– Muy bien, pásamelo.

– Está aquí personalmente.

¿Su padre? De pronto, con una sensación de vergüenza, recordó que no le había escrito para comunicarle el ascenso y el cambio de destino.

– Hazlo pasar.

Se abrazaron en el centro de la estancia con un poco de emoción y un poco de turbación. Su padre iba, como de costumbre, muy elegantemente vestido, como elegante era también su manera de moverse. Todo lo contrario que él, a menudo un tanto desaliñado. No se veían desde hacía por lo menos cuatro meses.

– ¿Cómo has hecho para encontrarme?

– Leí en un periódico un artículo en que te daban una especie de bienvenida a Vigàta. Y puesto que tenía que pasar por aquí, he decidido venir a saludarte. Me voy enseguida.

– ¿Te apetece beber algo?

– No, nada, gracias.

– ¿Cómo estás, papá?

– No me puedo quejar. Dentro de pocos años me jubilo.

– ¿Qué piensas hacer después?

– Me asociaré con uno que tiene una pequeña empresa de producción de vino.

– ¿Y qué haces por aquí?

– Esta mañana he ido a visitar a tu madre al cementerio y a mandar limpiar la tumba. Hoy es el aniversario, ¿lo habías olvidado? -Sí, lo había olvidado. De su madre sólo conservaba un recuerdo de color, como un haz de espigas de trigo maduro-. ¿Qué recuerdas de tu madre?

Montalbano vaciló un momento.

– El color del cabello.

– Era un color precioso. ¿Y nada más?

– Nada de nada.

– Menos mal.

Montalbano lo miró sorprendido.

– ¿Qué quieres decir?

Esa vez el que titubeó fue su padre.

– Hubo entre ella y yo… incomprensiones, discusiones, peleas… Todo por mi culpa. Yo no me merecía a tu madre.

Montalbano se sentía incómodo. Con su padre jamás había habido confianza.

– Me gustaban mucho las mujeres.

El comisario no supo qué decir.

– ¿Te estás encargando de algo importante? -preguntó el viejo con la visible intención de cambiar de tema. Él se lo agradeció.

– No, nada importante. Pero me está ocurriendo un hecho curioso…

Y le contó el caso de Rosanna, insistiendo sobre todo en el carácter indescifrable de la muchacha.

– ¿Puedo verla?

– Es que verás, papá, no sé si eso está permitido… bueno, ven.

Lo precedió y observó en primer lugar por la mirilla. La chica permanecía de pie con la espalda apoyada contra la pared, mirando precisamente hacia la puerta. El comisario le cedió el sitio a su padre. Éste miró largo rato y después se volvió diciendo:

– Se me ha hecho tarde, ¿me acompañas al coche?

Montalbano lo acompañó. Se abrazaron impulsivamente ya sin la menor turbación.

– Vuelve pronto, papá.

– Sí. Ah, Salvù, una cosa: no te fíes.

– ¿De quién?

– De esa chica. No te fíes.

Montalbano lo vio alejarse mientras lo pillaba a traición un profundo arrebato de melancolía.

Gerlando Monaco, el padre, se presentó en la comisaría cuando ya se había hecho de noche, con una bolsa de plástico que contenía una muda de ropa interior para Rosanna. A él tampoco se le podía adivinar la edad, estaba consumido por el trabajo, reseco y cocido como un ladrillo al horno, pero, a diferencia de su mujer, parecía nervioso y preocupado.

– ¿Por qué la ha detenido, eh? -fue su primera pregunta.

– Llevaba un revólver.

Gerlando Monaco palideció, se tambaleó, se quedó sin respiración, buscó con una mano una silla, sobre la cual se desplomó pesadamente.

– ¡Virgen bendita! ¡La ruina de mi casa es esta hija! ¡Un rivólver! ¿Y quién si lo dio?

– Es lo que quisiéramos saber. ¿Usted tiene alguna idea?

– ¡¿Idea?! ¡¿Yo?!

No cabía duda de que su asombro era sincero.

– Oiga, ¿me explica por qué obligan a su hija a dormir en una pocilga?

Gerlando Monaco se puso en guardia, adoptó una expresión entre humillada y ofendida y bajó la mirada al suelo.

– Istas sun cosas di familia qui a usted no li interesan.

– Mírame -dijo con firmeza el comisario-. Si no me dices ahora mismo lo que quiero, esta noche le harás compañía a tu hija.

– Muy bien. Mi mujer ya no la quiere en casa.

– ¿Por qué?

– Si dijó priñar.

– ¿Se quedó embarazada? ¿Quién fue?

– No lo sé. Y mi mujer tampoco lo sabe. Mi mujer casi la mató a golpes, pero ella no quiso dicir quién había sido.

– ¿Y vosotros no tuvisteis ninguna sospecha?

Dutturi miu, yo mi livanto por la mañana cuando aún está oscuro y vuelvo cuando ya está oscuro, mi mujer está siempre ocupada con los hijos más piqueños, ella, Rosanna, a los diez años se puso a trabajar de criada…

– ¿O sea que nunca fue a la escuela?

– Nunca. Nu sabe leer ni escribir.

– ¿Cuál es el nombre de la familia donde presta servicio su hija?

– ¡Pero qué nombre ni qué nombre! ¡Cien familias ha cambiado! Y hace tres años, cuando si dijó priñar, la familia donde trabajaba cumu criada eran dos viejos.

– ¿De qué vive Rosanna?

– Sigue haciendo de criada cuando li sale algo. Sobre todo en verano cuando vienen los forasteros.

– ¿Quién cuida del hijo de Rosanna?

Gerlando Monaco lo miró sorprendido.

– ¿Qué hijo?

– ¿No acabas de decirme que Rosanna se quedó embarazada?

– Ah, mi mujer la llevó a una que hacía de comadrona. Pero le vino esta cosa… la… ¿Cómo se llama cuando uno pierde sangre?

– Hemorragia.

– Sí, siñor. Parecía que se estuviera muriendo. Y quizá habría sido mejor que muriera.

– ¿Por qué la hicisteis abortar?

Dutturi miu, piense un poco. ¿Nu bastaba tener a una puta por hija que encima tiníamos que tener un nieto bastardo?

Cuando Gerlando Monaco abandonó la estancia, Montalbano no consiguió levantarse. Experimentaba un dolor sordo en la boca del estómago, como si una mano le hubiera agarrado los intestinos y se los estuviera retorciendo. Sirvienta a los diez años, analfabeta, probablemente violada a los quince, embarazada, golpeada, obligada a abortar de mala manera, llevada al borde de la muerte a causa de la carnicería sufrida, y de nuevo criada, obligada a vivir en una antigua pocilga. Hasta la celda de seguridad debía de parecerle la habitación de un hotel de lujo. Entonces la pregunta era ésta: ¿se le puede pasar por la cabeza a un comisario poner en libertad a la chica, devolverle el revólver y decirle que le pegue un tiro a quien quiera pegárselo?

6

No podía pasarse todo un día sin comer por el hecho de que el problema de Rosanna lo tuviera preocupado. En la trattoria San Calogero se zampó de primero unos quince entremeses de marisco variado. No habría querido, pero eran tan ligeros y exquisitos que parecía que le entraban en la boca con disimulo. ¿Cómo podía uno resistir si a mediodía no había tomado nada? Y ahí tuvo una ocurrencia. Le hizo señas a Calogero de que se acercara.

– Oye, Calù. Ahora me traes una buena lubina. Pero, entretanto, manda que me preparen tres salmonetes a la liornesa. La salsa tiene que ser abundante y muy aromática. Sobre todo. Me los envías a la comisaría aproximadamente media hora después de que yo haya salido de aquí. Envíame también un poco de pan y una botella de agua mineral. Cuchillo, tenedor, vaso, plato, todo de plástico.

– Eso nunca.

– ¿Por qué?

– Los salmonetes a la liornesa en un plato de plástico pierden sabor.

Al llegar a la comisaría semidesierta, fue a ver a Rosanna a través de la mirilla. Estaba sentada en el camastro con las manos apoyadas sobre las rodillas. Pero sus ojos ya no miraban tan fijo, ahora la chica parecía un poco más relajada. El bocadillo estaba todavía intacto. El nivel del agua del vaso había bajado imperceptiblemente, a lo mejor se había mojado los labios, que debían de estar más que secos, quemados.

Cuando llegó el plato con los salmonetes, el comisario ordenó que lo dejaran sobre la mesa de su despacho. Le dijo al agente de guardia que le entregara las llaves de la celda de seguridad, tomó una silla, abrió la puerta, colocó la silla justo delante de la chica y salió sin cerrar la puerta. La chica no se había movido.

Regresó con el plato de los salmonetes y lo depositó encima de la silla. Salió y volvió con la bolsa de plástico, que arrojó sobre el catre.

– Tu padre te ha traído una muda de ropa interior.

Salió y regresó con otra silla, que dejó al lado de la primera. Ahora en la celda de seguridad se aspiraban unos deliciosos efluvios de salmonetes a la liornesa. Salió de nuevo y volvió al poco rato con el agua, el pan y los cubiertos. Los efluvios se habían intensificado, una auténtica provocación. Montalbano se acomodó en la silla y se puso a mirar a la chica. Después empezó a limpiar el pescado, dejando las cabezas y las espinas en el plato que se había utilizado como tapadera.

– Come -dijo al final.

La chica no se movió. Entonces el comisario tomó un trocito de salmonete con el tenedor y lo apoyó delicadamente sobre los labios cerrados de Rosanna.

– ¿Te doy yo esta comidita tan rica?

La comidita. Tan rica. Tal como se hace con los niños pequeños, a veces acompañando incluso el gesto con una cantinela.

– Ahora Rosanna, que es una niña muy buena, se va a comer todo este salmonete tan precioso.

Pero ¿cómo coño se le habían ocurrido todas aquellas palabras? Por suerte no estaba por allí ninguno de sus hombres; de lo contrario habrían pensado que se había vuelto loco.

Los labios de la chica se abrieron justo lo suficiente. Masticó y tragó. Montalbano volvió a apoyarle sobre los labios nuevamente cerrados un trocito de pan mojado con salsa.

– Ahora Rosanna se va a comer el panecito y así se le pasa el apetito.

Unos ripios indignos, se avergonzó de ellos, pero él no era un poeta y en cualquier caso le sirvieron para alcanzar el objetivo. La chica masticó el pan y se lo tragó.

– Agua -dijo.

El comisario le llenó un vaso de plástico y se lo ofreció.

– ¿Te ves con ánimos para comer sola?

– Sí.

Montalbano le acarició suavemente el cabello y salió, volviendo a dejar la puerta abierta.

¡La idea había sido acertada! La chica había reanudado el contacto con la vida. Y más tarde o más temprano, con mucha paciencia y delicadeza, decidiría explicar qué pretendía hacer con el revólver y, sobre todo, quién se lo había dado. Dejó pasar cosa de media hora y después regresó a la celda de seguridad. Rosanna se lo había comido todo, el plato parecía recién lavado.

– Utiliza la bolsa de plástico.

La chica vació la bolsa de la ropa interior e introdujo en ella los platos y cubiertos. Dejó fuera la botella, que estaba a la mitad, y el vaso.

– Pon también dentro el bocadillo.

– ¿Puedo ir al lavabo?

– Ve.

Montalbano tomó la bolsa, salió de la comisaría y la arrojó a un contenedor que había allí cerca.

Perdió todavía un poco más de tiempo para fumarse un cigarrillo en la noche serena. Encontró a Rosanna decorosamente sentada en el catre. Debía de haberse lavado a fondo, olía a jabón. También se había lavado la ropa interior y la había tendido sobre el respaldo de una de las dos sillas. Ahora su mirada era extraña, casi maliciosa. Montalbano se sentó en la silla.

– Rosanna es un nombre muy bonito.

– Sólo la primera parte.

– ¿Te gusta sólo la primera parte de tu nombre? ¿Rosa? ¿Porque es una flor?

Recordó la rosa deshojada metida en un sobre en el interior del bolso.

– No, señor. Porque es un color.

– ¿Te gustan los colores?

– Sí, señor.

– ¿Por qué?

– No sé por qué. Los colores me hacen recordar las cosas.

Él decidió cambiar de tema, puede que hubiera llegado el momento adecuado.

– ¿Me dices de dónde sacaste el revólver?

La chica se cerró de golpe. Levantó las rodillas a la altura de la barbilla y se rodeó las piernas con los brazos. Sus ojos volvieron a clavarse en la nada. Montalbano comprendió que había perdido. Perdido sólo en parte, pues había logrado establecer un primer contacto.

– Buenas noches.

Ella no contestó. Montalbano cogió la silla libre y la sacó. Después cerró la puerta con llave, haciendo mucho ruido a propósito.

Miró a través de la mirilla y se llevó una sorpresa: de los ojos de Rosanna brotaban unas gruesas lágrimas. Un llanto silencioso, sin sollozos, y precisamente por ello, mucho más desesperado.

Se pasó una hora en la galería, fumando un pitillo tras otro, con el pensamiento concentrado en Rosanna. Estaba a punto de irse a dormir cuando sonó el teléfono. Era Mery.

– ¿Qué te parece si voy a verte el viernes?

– ¡Mecachis! ¡Me han convocado a Palermo!

La trola le había salido espontáneamente sin que el cerebro tuviera tiempo de impedirlo. El caso es que quería dedicarse por entero y sin distracciones a Rosanna. Mery pareció sufrir una decepción. Montalbano la consoló diciendo que, a lo mejor, la semana siguiente podría hacer una escapada a Catania. Durmió mal, se pasó la noche dando vueltas en la cama.

Por la mañana, acababa de cerrar el grifo de la ducha cuando, por primera vez en su vida, le ocurrió una cosa extraña. Tuvo la impresión de que alguien, escondido, le había hecho una fotografía con flash. Un relámpago. Y justo cuando estaba pensando en una frase determinada de la chica: «Los colores me hacen recordar las cosas», experimentó una especie de fiebre. Desnudo como estaba, se dirigió al teléfono. Eran las siete de la mañana.

– Soy Montalbano.

– ¿Qué hay, comisario?

La voz de Fazio sonaba preocupada.

– ¿Conoces a alguien en el tribunal de Montelusa?

– Sí.

– En cuanto abra, tienes que estar allí. Quiero la lista de todos los jueces y los de la fiscalía. Inmediatamente. Sólo nombre y apellido. Tanto de lo penal como de lo civil. Como primera paliza.

– ¿Y como segunda?

– Si me he equivocado, mañana regresas allí y pides que te faciliten la lista de todos los que trabajan en el tribunal, aunque sólo sea limpiando retretes.

Y empezó a hacer cosas para perder el tiempo en casa. A propósito. No habría podido esperar en la comisaría a que Fazio le llevara la lista. A las nueve y media decidió llamar.

– Sí, comisario. Fazio acaba de llegar.

Se fue corriendo.

Encontró el nombre. Emanuele Rosato, juez del tribunal civil. Abrió el cajón, tomó tres cosas que había en el bolso de Rosanna y se las guardó en el bolsillo. Después llamó a Fazio.

– Pide que te den la llave de la celda de seguridad y ven conmigo.

La chica estaba sentada en el lugar acostumbrado. Se la veía tranquila y descansada. Por lo visto, el hecho de permanecer en la cárcel le sentaba bien. Los miró en un primer tiempo sin curiosidad, pero después debió de adivinar de inmediato por la cara del comisario que se había producido alguna novedad. Montalbano se sacó del bolsillo el frasquito de esmalte de uñas de color de rosa y lo arrojó al catre. Después lanzó el trocito de cinta elástica rosa. Y a continuación, la rosa seca. Fazio no entendía nada y miraba alternativamente al comisario y a la chica.

– Los colores me hacen recordar las cosas -dijo Montalbano.

Rosanna estaba tan tensa como un arco.

– ¿No te bastaba la primera parte de tu nombre para recordar que tenías que matar al juez Rosato?

Pillando desprevenidos a ambos hombres, la chica pegó repentinamente un brinco. Montalbano adivinó su intención y se cubrió el rostro con la mano. Pero cayó boca arriba con Rosanna encima de él. Y mientras Fazio trataba de apartarla agarrándola por los hombros, el comisario se deleitaba con aquella furia desencadenada tal como se deleita la tierra requemada bajo un fuerte aguacero, pues había acertado de lleno.

Sabiendo que habría sido una pérdida de tiempo preguntarle a Rosanna por qué se la tenía jurada al juez Rosato, Montalbano decidió ir de inmediato a visitarlo a Montelusa. Llegó al tribunal, hizo la cola de costumbre y, cuando llegó ante la presencia del encargado de la oficina de información, le preguntó:

– Disculpe, ¿dónde puedo encontrar al juez Rosato?

– ¿Y me lo pregunta a mí? -fue la inconcebible respuesta.

Montalbano se puso repentinamente nervioso.

– ¿Se las quiere dar de gracioso? Soy…

– No me las quiero dar de gracioso y me importa un bledo quién sea usted. El juez Rosato me parece que es de lo civil, ¿no?

– Sí.

– Pues entonces vaya a preguntarlo al tribunal civil.

– ¿Eso no está aquí?

– No está aquí.

– ¿Pues dónde está?

– En el antiguo cuartel.

Temió que si le preguntaba dónde estaba el viejo cuartel, el otro le contestara con aquel mismo tono impertinente y la cosa acabara a hostias.

Salió y vio a un vigilante. El viejo cuartel estaba muy cerca de la estación. Se dirigió allí a pie. A través de la gigantesca puerta entraban y salían centenares de personas, parecía una estación del metro inglés. ¿Sería posible que la mitad de aquella gente se hubiera querellado contra la otra mitad? La explicación la obtuvo leyendo las relucientes placas que había a ambos lados de la entrada: Tribunal Civil, Cuerpo Forestal del Estado, Sociedad Dante Alighieri, Oficina de Impuestos Municipales, Oficina de Reemplazo Territorial, Instituto Giosuè Carducci, Obras Benéficas Franceso Rondolino, Administración de Bienes Arqueológicos, Oficina de Protestos y un misteriosísimo Reembolsos. ¿Quién reembolsaba a quién? ¿Y por qué? Entró desesperando de poder reunirse alguna vez con el juez Rosato. Pero vio inmediatamente un panel en que se indicaba que el tribunal, subiendo por la escalera A, estaba en el segundo piso. Al primero con quien se tropezó mientras subía le preguntó dónde podría encontrar al juez.

– Segunda puerta a la derecha.

Se abrió paso a empujones entre la gente y se asomó al interior de la segunda puerta a la derecha, que estaba abierta. Se vio perdido. Antaño debía de haber sido el refectorio del cuartel o una sala de cualquiera sabía qué ejercicios. Gigantesca. A cada cuatro o cinco pasos había una mesita cubierta de papeles y rodeada de personas que chillaban, no se sabía muy bien si eran abogados, querellantes o condenados de un círculo dantesco. Los jueces no se veían, estaban detrás de los papeles, lo máximo que asomaba de ellos era la mitad superior de la cabeza. Semejantes mesitas las había a cientos. ¿Qué hacer? A paso militar, puesto que estaba en un cuartel, Montalbano se dirigió a la que tenía más cerca y, levantando la voz para que se le oyera por encima de aquel griterío de mercado de pueblo, ordenó:

– ¡Quietos! ¡Policía!

Era lo único que podía hacer. Todos se quedaron paralizados mirándolo y convirtiéndose de repente en una especie de grupo escultórico hiperrealista que habría podido titularse En el tribunal civil.

– ¡Quiero saber dónde está el juez Rosato!

– Estoy aquí -contestó una voz prácticamente entre sus piernas.

Había tenido suerte.

– ¿Qué desea? -preguntó el juez, invisible detrás de los papeles.

– Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con usted.

– ¿Ahora?

– Si fuera posible.

– La vista se aplaza hasta fecha todavía no determinada -dijo la voz del juez.

Se levantó un coro de blasfemias, insultos, palabrotas y plegarias.

– ¡Llevamos ocho años así!

– ¡Esto no es justicia!

Pero el juez se mostró inconmovible; abogados y clientes se alejaron completamente fuera de sí.

El juez, que se había medio levantado, volvió a sentarse, y como consecuencia de ello desapareció definitivamente de los ojos de Montalbano.

– Dígame, si es tan amable.

– Oiga, señor juez, no me apetece hablar con unas carpetas. ¿No podríamos ir a otro sitio?

– ¿Adónde?

– A un bar de aquí cerca quizá.

– Están todos llenos de abogados. Espere. Se me ha ocurrido una idea.

Montalbano vio cómo las manos del juez sujetaban las carpetas, carteras, expedientes y paquetes de papeles atados con cordeles, y lo colocaban todo encima de la mesita, formando una especie de barricada o trinchera.

– Coja una silla y venga a sentarse conmigo aquí detrás.

El comisario así lo hizo. En efecto, nadie habría podido reparar en los dos hombres escondidos. Sus rodillas se rozaban. El juez Rosato decepcionó a Montalbano. Por el camino, se había construido una historia en la cual el juez Rosato (alto, delgado, elegante, con unas cuantas hebras de plata en las sienes, fumador de larga boquilla, seductor de fotonovela) se había aprovechado tres años atrás de su criada Rosanna, que había quedado embarazada y había decidido vengarse. Ya, pero ¿por qué esperar tres años? El verdadero juez Rosato, no el de la fantasía comisariesca, era un sexagenario desaliñado, de baja estatura, completamente calvo y con gafas de dos dedos de grosor.

Montalbano pensó que, para ganar tiempo, lo mejor que podía hacer era recurrir a la técnica del ariete, echándolo todo abajo.

– Hemos detenido a una muchacha que lo buscaba para matarlo.

– ¡Virgen santa! ¿A mí?

El juez saltó de la silla, provocando un pequeño pero ruidoso corrimiento de expedientes por el lado oeste de la trinchera. De repente estaba empapado de sudor. Temblando, se quitó las gafas empañadas. Quería hacer preguntas, pero no lo conseguía. Le temblaba la boca. No era un héroe muy adecuado para estar en aquella trinchera el juez Rosato.

– ¿Tiene usted hijos varones? -le preguntó el comisario.

Podía ser una solución.

– No… Dos chi… chicas. Mi… Milena vive en Son… Sondrio, trabaja como abogada. Giu… Giuliana, en cambio, es pe… pediatra en Turín.

– ¿Cuánto tiempo lleva en el tribunal de Montelusa?

– Prácticamente desde siempre.

– ¿Dónde vive?

– En Vigàta. Me desplazo en coche.

– ¿Una tal Rosanna Monaco ha trabajado alguna vez como sirvienta en su casa?

– Nunca -contestó de inmediato.

– ¿Cómo puede descartarlo sin haber…?

– Jamás hemos tenido sirvientas. Mi mujer las aborrece sin motivo.

El juez se había tranquilizado un poco, hasta el extremo de permitirse hacer una pregunta.

– Esa… Rosanna Monaco ¿es la chica que quiere matarme?

– Sí.

– Pero ¿ha dicho por qué, Jesús santísimo?

– No.

– Pero… ¿me conoce?

– No creo que lo haya visto jamás.

– ¡Entonces tiene que habérselo dicho alguien!

– Es lo mismo que yo pienso.

– Pero ¿quién? -Y entonces el juez Rosato dio comienzo a una letanía, una especie de resumen de su existencia-. Jamás me he peleado con nadie, jamás he tenido una discusión, como hombre me gusta estar de acuerdo con todo el mundo, mi esposa es una santa mujer, aparte de alguna pequeña manía, mis hijas me quieren, mis yernos me respetan, como juez siempre me he encargado de pequeñas causas civiles, he procurado actuar con equidad y sentido común, jamás he enviado a nadie a la cárcel, estoy a punto de jubilarme después de toda una vida de trabajo… y ahora alguien, no sé por qué, me quiere muerto…

Montalbano lo dejó llorando con desconsuelo.

Dottore -dijo Fazio cuando el comisario terminó de contarle su conversación con el juez-, hay novedades. La primera es que la chica, al irse usted, como ya se había desahogado, se ha tranquilizado. Y al preguntarle yo por qué la había tomado de esa manera con el juez Rosato, me ha dicho que el juez era un hombre malo que había enviado a la cárcel a una persona.

– Rosato no ha enviado a la cárcel a nadie.

– Lo sé, dottore, usted acaba de decírmelo. Pero alguien se lo ha hecho creer así a Rosanna.

– El mismo que le dio el revólver.

Fazio hizo una mueca.

– Ese es el busilis, dottore.

– Explícate.

– Mientras usted estaba en Montelusa, han llamado de Jefatura. El experto en balística afirma con toda seguridad que el arma que le hemos enviado, es decir, el revólver de Rosanna, no puede disparar. De apariencia letal, de hecho es una chatarra.

– Pero Rosanna no lo sabía.

– En mi opinión, sin embargo, quien le entregó el arma sí lo sabía. Recuerde que el número de serie está limado.

– A ver si lo entiendo, Fazio. Yo cojo a una chica, la convenzo de que mate a alguien que no tiene nada que ver, alguien elegido al azar, ¿y deposito en su mano un revólver que no dispara?

– ¿Usted cree que fue la misma persona la que le encargó el homicidio y le entregó el arma?

– Admitámoslo un momento. ¿Por qué lo hago? ¿Para divertirme a costa de Rosanna? No puede ser, sería una broma demasiado peligrosa. ¿Para armar jaleo? ¿Mucho ruido para nada? ¿Y eso a quién beneficiaría? Sin embargo, una cosa es segura: para entender lo que ocurre, tenemos que saber quién es la persona que hay detrás de la chica. Es absolutamente necesario. Si esta mañana te ha dicho algo, procura averiguar algo más. Yo no me dejaré caer por allí, pero tú ve a verla, procura ganarte su confianza, habla con ella.

Dottore, ¿sabe lo que es Rosanna? Una gata. Una de esas a las que tú rascas la cabeza y ella ronronea y, de pronto y sin motivo, te araña la mano.

– No puedo por menos que darte mi enhorabuena. Y tenemos que darnos prisa. El tiempo apremia y no podemos mantener a la chica en situación de arresto más allá de los límites que marca la ley. O la dejamos en libertad o informamos al fiscal.

Hacia las cinco de la tarde recibió una llamada que no esperaba.

– ¿Dottor Montalbano? Soy el juez Emanuele Rosato.

– ¿Cómo está, señor juez?

– ¿Cómo quiere que esté? Estoy desconcertado. En cualquier caso, quería decirle que tengo un cuaderno en el que anoto todos los procedimientos de los que me he encargado junto con su resultado. Lo he estado examinando y me ha llevado bastante tiempo. Creo haber descubierto algo. El apellido de la chica es Monaco, ¿verdad?

– Sí.

– ¿El padre se llama Gerlando?

– Sí.

– ¿Vive en via Fornace treinta y siete, de Vigàta?

– Sí.

El juez lanzó un profundo suspiro.

– No entiendo una mierda. -Se dio cuenta de que había dicho una palabrota y empezó a pedir disculpas. Después decidió revelar lo que había descubierto-. Un tal Filippo Tamburello, propietario de un terreno colindante con el de Gerlando Monaco, al reconstruir un murete en seco lo desplazó unos cuantos centímetros hacia delante, poca cosa, pero ya sabe usted cómo son los campesinos. Después de interminables discusiones, Monaco presentó una querella. ¿Y sabe qué? Yo resolví la cuestión en favor de Gerlando Monaco. ¿Y ahora me explica usted por qué su hija ha manifestado su intención de matarme?

– Dígame, señor juez, esa sentencia favorable a Gerlando Monaco ¿cuándo tuvo lugar?

– Hace más de cuatro años.

Por la noche, mientras miraba la televisión, vio por casualidad el rostro de Zito, aquel periodista que había conocido en el tribunal. Decía cosas sensatas e inteligentes. La emisora se llamaba Retelibera. Y entonces se le ocurrió la idea de pedirle que le echara una mano. No perdió el tiempo. Buscó el número y, en cuanto terminó el telediario, lo llamó.

– Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el periodista Nicolò Zito.

Se lo pasaron enseguida.

– Nos conocimos en el tribunal, comisario -dijo Zito-. ¿Puedo servirle en algo?

– Sí -contestó Montalbano.

7

A la mañana siguiente, que era un día de manual, dio un largo paseo por la orilla del mar, se duchó y a las ocho ya estaba en la comisaría.

– ¿Cómo ha pasado la noche Rosanna? -le preguntó a Galluzzo.

– En compañía, dottore.

– ¿Qué significa en compañía? ¿Ha dormido con alguien?

– Ha hablado, dottore. Con Fazio. Ahora ella duerme en la celda de seguridad y Fazio en el cuarto de las literas. Fazio ha dejado dicho que lo despierten en cuanto usted llegue.

– Déjalo dormir. Ya te lo diré cuando tengas que despertarlo.

El periodista Nicolò Zito se presentó a las ocho y media en punto. Montalbano le contó la historia de Rosanna, y Zito, que era un caballo de raza, olfateó la noticia.

– ¿Qué puedo hacer por usted, comisario?

Montalbano le mostró el carnet de identidad de la chica.

– Usted tendría que… ¿Podemos tutearnos?

– Encantado.

– Tendrías que ampliar esta fotografía y a lo largo de este mismo día, en uno de tus telediarios, sacarla en antena.

– ¿Y qué digo?

– Que convendría que las familias en cuya casa ha trabajado Rosanna Monaco en los últimos cuatro años se pusieran en contacto con nosotros con vistas a una información. Añade que les estaríamos extremadamente agradecidos y seríamos sumamente reservados.

– Muy bien. Espero poder servirte en el telediario del mediodía.

En cuanto Zito se fue, el comisario le dijo a un agente que fuera a despertar a Fazio. Éste se presentó de inmediato sin haberse peinado siquiera.

Dottore, la cosa se presenta complicada. -Parecía turbado, no sabía cómo empezar.

– Mira, Fazio, dime ahora mismo eso que no sabes cómo decirme: es el mejor camino.

Dottore, a las tantas de la madrugada, después de haberse pasado toda la noche hablando, Rosanna se ha puesto a llorar diciendo que ya no podía más.

– Perdona, y sólo como aclaración, ¿por qué te has quedado con ella?

– Me daba pena.

– Muy bien, sigue.

– Ha sufrido una especie de crisis nerviosa. Hasta se ha desmayado. En determinado momento me ha revelado el nombre del que le ordenó matar al juez Rosato e incluso le entregó el arma.

– ¿Y quién es?

– Su amante, dottore. Giuseppe Cusumano.

– ¿Y quién es? -repitió Montalbano perplejo.

– ¿Cómo que quién es? ¡Dottore, pero si usted declaró acerca del incidente!

De repente lo recordó. ¡El gamberro que le había soltado un puñetazo en la cara al anciano automovilista! El adorado nietecito de don Sisìno Cuffaro.

¡Ahora sí que tenían que actuar con pies de plomo!

– ¿Qué hacemos, dottore?

– ¿Tú qué habrías hecho si Rosanna te hubiese facilitado un nombre cualquiera y no el del nieto de un mafioso del calibre de don Sisìno Cuffaro?

– Habría ido a buscarlo discretamente, lo habría traído aquí y le habría hecho unas cuantas preguntas.

– ¿Pues por qué pierdes el tiempo? Ve a buscarlo. Espera. ¿Crees oportuno que yo vaya a hablar con la chica?

– Cualquiera sabe, haga usted lo que quiera.

No estaba dicho en absoluto que Rosanna se mostrara tan bien dispuesta con él como se había mostrado con Fazio. Pero ahora, con el nombre de Cusumano por medio, las cosas cambiaban, Montalbano no podía permitirse el lujo de cometer el más mínimo error. Salió de la comisaría, entró en una tiendecita, adquirió un vestido de mujer de algodón, pidió que se lo envolvieran, regresó a la comisaría y entró en la celda de seguridad.

– Buenos días.

– Buenos días.

Había contestado, había abandonado su mutismo. ¡Buena señal! El comisario observó que su belleza se había intensificado, sus ojos eran todavía más vivos, sus labios, de color rojo fuego sin necesidad de carmín. Arrojó el paquete sobre el catre.

– Es para ti.

Ella trató de deshacer el nudo de las cintas, no lo consiguió y lo cortó con unos dientes afilados y blanquísimos, casi como de animal salvaje. Retiró el papel y contempló el vestido. Sus movimientos, anteriormente casi febriles, se volvieron muy lentos. Tomó el vestido, se levantó y se lo colocó pegado al cuerpo. El comisario experimentó un acceso de orgullo: había acertado plenamente la talla.

– ¿Quieres probártelo? Yo salgo.

Jamás había conocido a una mujer que no se pusiera enseguida algo que le hubiesen regalado, desde unos pendientes a unas braguitas.

– Sí.

Cuando regresó, ella estaba de pie en el centro de la estancia, alisándose el vestido sobre las caderas. Verlo, correr a su encuentro y abrazarlo echándole los brazos al cuello fue todo uno.

«Se comporta exactamente igual que una chiquilla», pensó un instante el comisario.

Pero sólo un instante, pues de inmediato sintió la presión y el ligero movimiento rotatorio de su pelvis mientras los brazos, alrededor de su cuello, lo apretaban cada vez con más fuerza y la mejilla de Rosanna rozaba la suya.

«Eso, en cambio, no es propio de una chiquilla», constató Montalbano, apartándose a regañadientes del abrazo.

Había empezado a comprender, había bastado aquel pequeño contacto físico, más valioso que un sermón de mil palabras. Ella había vuelto a sentarse sobre el catre e, inclinada ligeramente hacia delante, estaba examinando el dobladillo de la falda.

– Tengo que hacerte una pregunta.

– Hágala.

– ¿Cuándo te dijo Cusumano…? ¿Tú cómo lo llamas?

– Pinu.

– ¿Cuándo te dijo Pino que mataras al juez Rosato?

– Me lo escribió unos quince días antes de salir de la cárcel.

– ¿Fuiste alguna vez a verlo personalmente a la cárcel?

– Una sola vez. Antes no, no me dejaban entrar porque era menor de edad. Pero Pinu me enviaba notas.

– ¡Pero si tú no sabes leer!

– Es verdad. Pero el que me llevaba las notas me las leía.

– ¿Cómo se llama el que te las llevaba?

– No lo sé.

– ¿Dónde están esas notas?

– Pinu quería que las quemara. Y yo las quemaba.

– ¿Cuándo te entregó el revólver?

– Me lo dio a través de la misma persona que me llevaba las notas.

– ¿Volvisteis a veros después de la salida de Pino de la cárcel?

– Todavía no.

– ¿Y eso por qué?

– Porque primero tenía que matar al juez.

– Pero, perdona, si hubieras matado al juez, jamás habrías vuelto a ver a Pino.

– ¿Por qué?

– Porque te habrían detenido. Y por un homicidio, ¿sabes cuántos años de cárcel son?

Ella soltó una carcajada gutural, echando la cabeza hacia atrás.

– A mí no me habrían detenido. Había dos hombres de Pinu preparados para sacarme del tribunal en cuanto yo le hubiera pegado un tiro al juez.

– ¿Quieres decir que, mientras tú disparabas, dos hombres de Cusumano habrían llevado a cabo una maniobra de distracción que te habría permitido escapar?

– Sí, señor, algo así.

– ¿Sabes qué habría sido?

Rosanna vaciló momentáneamente.

– Habrían arrojado una bomba.

No está mal, una bomba entre la gente como maniobra de distracción.

– Como es natural, tú a esos hombres no los conoces.

– No, señor.

Montalbano se pasó un ratito pensando.

– ¿Que he hecho? ¿Se ha enfadado? -preguntó la muchacha. Le había cogido gusto a responder preguntas.

– No. No me he enfadado. Estaba pensando. Supongamos que todo lo que nos has contado a Fazio y a mí es verdad…

La chica se levantó de golpe y se puso en tensión, con los puños pegados a los costados.

– ¡Es verdad! ¡Es verdad!

– Cálmate. Quería saber por qué has decidido contárnoslo todo y sacar a relucir la cuestión de tu amante.

– Él ha faltado a su palabra.

– Explícate.

– Me había dicho que si los policías me pillaban antes de disparar, yo no pasaría ni un solo día en la cárcel, que saldría enseguida. Y en cambio…

– Y en cambio, se ha olvidado de ti.

Ella no contestó y sus ojos se oscurecieron intensamente.

– Está demasiado ocupado -dijo Montalbano.

La chica clavó la negra llama de sus ojos en los del comisario. Pero no abrió la boca.

– Demasiado ocupado disfrutando de su nueva mujercita, de la que durante tres años no ha podido disfrutar.

Rosanna mantenía los puños tan apretados que se le habían vuelto de color blanco.

– Y a ti te ha quitado de en medio con esta chorrada del asesinato del juez Rosato.

La chica ya había alcanzado el punto límite. Media palabra más y seguro que algo ocurriría.

– Y la prueba de que te toma por tonta es que el revólver que te dio no podía disparar; estaba roto.

La vio exhalar el aire, mejor dicho, la sintió, pues ella emitió un extraño ruido, idéntico al que se oye cuando alguien recibe un fuerte golpe en el vientre. No sabía que el revólver jamás habría funcionado. Y lo que tenía que ocurrir ocurrió, pero no fue lo que se esperaba el comisario. Rosanna se levantó, se inclinó hacia delante, cogió el dobladillo de la falda, se quitó el vestido por la cabeza, lo arrojó a los pies de Montalbano y se quedó convertida en una bellísima cuchilla de luz en braguitas y sujetador.

– Quédate con el vestido. De ti no quiero nada.

Y empezó a acercarse a él muy despacio. Montalbano huyó literalmente hacia la puerta, salió y la cerró a su espalda. Una vez en un circo había visto hacer lo mismo a un domador con una tigresa que se había desmandado.

Poco antes de que dieran las doce del mediodía, Fazio se presentó.

Dottore, noticia segura. Giuseppe Cusumano no está en el pueblo. Vuelve esta noche a última hora o mañana por la mañana a primera hora. No le quepa la menor duda de que más tarde o más temprano lo atrapo y se lo traigo.

– No me cabe ninguna. Necesito que se haga una comprobación, pero no por la vía burocrática. De lo contrario, perderemos un mes como mínimo.

– Si puedo…

– Se trata de averiguar si es verdad una cosa que me ha dicho la chica. Es decir, si una semana antes de la excarcelación de Cusumano, ella fue a verlo a la cárcel de Montelusa.

Dottore, si efectivamente fue, tendría que constar en el registro. Voy a hacer una llamada.

Al cabo de menos de diez minutos, se presentó de nuevo ante el comisario.

– Dentro de una hora me lo dicen.

– Oye, ¿tenemos televisor?

– ¿Aquí en la comisaría? No. Pero el bar de aquí cerca sí tiene. Si quiere, les pedimos que lo enciendan.

– Vamos a tomarnos un café.

En el bar no había lo que se dice nadie. Fazio, que era como de la casa al igual que todos los demás hombres de la comisaría, le dijo al camarero que encendiera el televisor y sintonizara Retelibera. El telediario ya había empezado.

Lo de siempre: dos atracos en bancos de la provincia, una casa de campo incendiada, un cadáver desconocido en el interior de un pozo. Después hubo una entrevista con un subsecretario que consiguió hablar durante diez minutos sin que nadie entendiera de qué estaba hablando. Después apareció el rostro de Rosanna Monaco, y Fazio, que no sabía nada, estuvo a punto de derramar el café. La voz en off de Nicolò Zito repitió diligentemente lo que le había dicho el comisario, es decir, que alguien de las familias que en los últimos cuatro años hubieran tenido a su servicio, etc.

– Buena idea -dijo Fazio-. Pero ¿usted cree que se presentará alguien?

– Estoy seguro. Los que no tienen nada que ocultar lo harán. Para demostrarnos lo mucho que respetan la ley. En cambio, los que tienen algo que callar fingirán no haberse enterado de nuestra invitación. Pero nosotros conseguiremos averiguar de todos modos los nombres de los que no han querido dar señales de vida. Con un poquito de suerte.

Antes de irse a comer, dio unas detalladas instrucciones al agente encargado de la centralita telefónica: si alguien llamara por la cuestión de la chica, se le invitaría a ir a la comisaría a partir de las cuatro de la tarde. Si alguien no pudiera hacerlo, que dejara su número de teléfono.

Todavía con sabor de mar en la boca -los salmonetes eran un milagro de frescura-, dio un largo paseo por el muelle hasta llegar a la altura del faro.

Tenía la desagradable sensación de estar equivocándose en todo, pero no conseguía identificar dónde estaba el error. O puede que el error estribara precisamente en su manera de llevar a cabo la investigación: se sentía como alguien que se pone a hacer el muerto en el agua y nota que una suave corriente lo está empujando. Y entonces se abandona inerte a la corriente.

Cuando puso los pies en la comisaría, Fazio no estaba. Como compensación, el encargado de la centralita le comunicó que habían llamado cinco personas a propósito de Rosanna Monaco. De las cinco, cuatro se presentarían en la comisaría a partir de las cuatro con intervalos de media hora. La quinta, en cambio, Francesco Trupiano, no podía moverse a causa de la gripe, pero, si quisiera, el señor comisario podía pasar por su casa a cualquier hora. Puesto que faltaba casi una hora para la primera cita y puesto que el señor Trupiano vivía allí cerca, Montalbano decidió ir a verlo. Le abrió el propio Trupiano en persona, un viejo extremadamente delgado, con la cabeza cubierta por una coppola, la gorra de paño con visera típica de Sicilia, guantes de lana y una manteleta sobre los hombros.

– Pase, pase. -Y mientras lo decía, echó a correr como una liebre hacia otra habitación-. ¡Las corrientes! ¡Cierre la puerta! ¡Las corrientes!

Gritaba como si estuviera a punto de ser arrastrado por las corrientes del Golfo, las que se estudian en la escuela. Montalbano cerró y lo siguió a un salón decorado con pesados muebles de color negro. Pero impecablemente limpio. El señor Trupiano se había apresurado a sentarse en un sillón colocado delante de un televisor y se había tapado las piernas con una manta. Muy cerca de sus pies había un humeante brasero encendido. El comisario empezó a sudar y casi esperó que el otro no tuviera nada que decirle.

– ¿Usted puede contarme algo acerca de Rosanna Monaco?

– ¿Usted qué quiere saber?

– Todo lo que usted pueda decirme.

– ¿Y qué puedo decirle yo?

– Yo no sé lo que usted puede decirme, señor Trupiano. Probaré a hacerle algunas preguntas, ¿le parece bien?

– Muy bien, pero yo entro aquí de refilón.

– No lo entiendo.

– Usted quiere saber para quién trabajó Rosanna como criada durante los últimos cuatro años, ¿es así?

– Exactamente.

– Por consiguiente, yo sólo entro en los primeros cinco meses de esos cuatro años.

– ¿Rosanna sólo trabajó cinco meses para usted hace cuatro años?

– No, señor, Rosanna trabajó un año y cinco meses para nosotros. Pero el año usted no puede contarlo, de lo contrario los años que le interesan se convertirían en cinco. ¿Digo bien?

– ¿Usted en qué trabajaba, señor Trupiano? ¿Como contable?

– Como relojero.

Así se explicaba la precisión de aquel hombre.

– Muy bien, hablemos sólo de los cinco meses que entran dentro de los cuatro años. ¿Cómo era Rosanna?

– Bonita.

– No quiero saber cómo era físicamente, sino de carácter.

– ¿Qué ha pasado, ha muerto?

– ¿Quién?

– Rosanna.

– No, está vivita y coleando.

– Pues entonces, ¿por qué dice era, era?

– ¿Me contesta, por favor?

– Bueno. Buen carácter. Trabajaba. No era respondona. Mi mujer, que en gloria esté, no se podía quejar.

– ¿Es usted viudo?

– Desde hace dos años.

– ¿Qué horario tenía Rosanna?

– Venía a las ocho de la mañana y se iba a las seis de la tarde.

– O sea que era esencialmente una chica estupenda.

– Durante un año y cuatro meses.

Montalbano, que se estaba durmiendo a causa del calor que le entraba de sólo ver a Trupiano cubierto de ropa de aquella manera, o quizá por un principio de intoxicación a causa de las emanaciones del brasero, en un primer momento no reparó en que las cuentas no salían.

– Gracias -dijo, haciendo ademán de levantarse. Pero se quedó bloqueado con las posaderas suspendidas en el aire-. Disculpe, ¿cómo ha dicho?

– He dicho que fue una buena chica durante un año y cuatro meses.

– ¿Y durante el último mes, en cambio? -preguntó, aguzando el oído y volviendo a sentarse.

– En cambio, durante el último mes, la cosa cambió.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que estaba nerviosa, respondona, llegaba tarde por la mañana y no tenía ganas de trabajar. Después, un día dejó de venir. Al cabo de algún tiempo se presentó su madre para saber algo de su hija, pero yo no le dije nada.

– ¿Por qué no le dijo nada?

– Porque era grosera y maleducada.

– ¿Me puede decir lo que no le dijo a la madre de Rosanna?

– Pues claro. Hubo unas llamadas.

– ¿Unas llamadas que hacía usted?

– ¿Yo?

– ¿Las hacía Rosanna?

– No, señor, la chiquilla no las hacía, las recibía. Todos los días, sobre las cinco y media de la tarde, es decir, aproximadamente media hora antes de que Rosanna terminara de trabajar, la llamaban por teléfono. Y ella corría a cogerlo como si tuviera fuego en el culo, con todo respeto.

– Por eso usted no tuvo ocasión de saber quién era la…

– Mire, algunas veces Rosanna no llegaba a tiempo y entonces contestábamos mi mujer o yo. Era la voz de un chico, siempre el mismo.

– ¿Jamás dijo su nombre?

– Lo decía siempre. Decía: «Soy Pinu…»

– ¡Cusumano! -gritó el comisario, sintiendo estallar en su interior una especie de marcha triunfal estilo Aida.

El señor Trupiano se llevó un susto y pegó un brinco en el sillón.

– ¡Virgen santa! ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué grita?

– Nada, nada. Cálmese.

– Cálmese usted -replicó irritado el viejo.

– O sea que llamaba un tal Pino Cusumano…

– ¡Pero qué Cusumano ni qué historias! ¡Menuda perra con ese Cusumano! ¡Pino Dibetta se llamaba!

Rápidamente la gran orquesta que sonaba en el interior de Montalbano cambió de repertorio y empezó a interpretar un réquiem.

– ¿Seguro, seguro?

– ¡Pues claro que estoy seguro! ¡Voy a cumplir los ochenta, pero la cabeza todavía me funciona!

– Una última pregunta, señor Trupiano. ¿Usted tiene armas?

– ¿Blancas o de fuego?

La precisión del relojero.

– De fuego.

– Un fusil de caza. Antes me gustaba la caza.

– El señor Corso, el primero de la lista, ha llegado hace unos diez minutos -le advirtió el agente de guardia.

– ¿Está Fazio?

– Aún no se le ha visto el pelo.

– Llámame a Gallo.

Gallo se presentó corriendo.

– Tú eres de Vigàta, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Conoces a un tal Pino Dibetta?

Gallo sonrió.

– Pues claro.

– ¿Por qué sonríes?

– Porque es amigo de mi hermano pequeño. Lo tengo al lado de casa. Los dos trabajan juntos en la Montecatini.

– Pues oye: dile que dentro de un par de horas quisiera verlo. Y ahora que pase el señor Corso.

8

El señor Corso era propietario de una tienda de comestibles. Rosanna, por lo que le decía su mujer, puesto que él trabajaba como una fiera en la tienda de la mañana a la noche, era una buena chica. Siempre le habían pagado las cotizaciones a la Seguridad Social. No, la mujer le había dicho que nadie llamaba a Rosanna por teléfono. No, la chica no se había ido por su cuenta, era su mujer la que le había dicho que dejara de ir, pues una sobrina suya andaba mal de dinero y ellos habían decidido ayudarla tomándola como sirvienta. No, a la sobrina no le daban ninguna paga, sólo comer y dormir. No, señor, no tenían armas en casa. ¿Podía saber por qué pedían información sobre la chica? Ah, ¿no? Pues adiós muy buenas y gracias por todo.

La señora Concetta Pimpigallo, de soltera Currò, de setenta y tantos años y viuda del perito mercantil Arturo, antiguo contable del Consorcio Hortofrutícola, se presentó en compañía de su hija Sarina, de cincuenta y tantos años, soltera y aparentemente muda, pues en ningún momento abrió la boca. Declaró que sobre Rosanna no tenía absolutamente nada que decir. Con la mano en el pecho, podía decir que alguna vez se retrasaba un poco, pero casi nada, cinco minutos como máximo. Ella se lo advertía señalándole el reloj de pared -«un reloj suizo, mi señor comisario, de esos que ya no se fabrican, ¡funciona al segundo!»- y le restaba cinco minutos de la paga. ¿Por qué se había ido Rosanna? La chica explicó que había conocido en el mercado a la muy puta de la señora Siracusa, la cual le había propuesto trabajar para ella a cambio de una paga más alta. Eso era todo. ¿Que por qué la señora Siracusa era una gran puta? ¿El señor comisario aún no la conocía? ¿No? Cuando tuviera ocasión de conocerla, que fuera tan amable de llamar a la viuda Pimpigallo y entonces hablarían de ello. No, a Rosanna no la llamaba nadie. ¿Armas? ¿En casa? ¡Jamás, Dios mío! ¿Podían saber por qué motivo la policía…? ¿No? Pues qué se le iba a hacer.

El señor Giacomo Nicolosi era un cuarentón nervioso e insípido. Declaró que, puesto que trabajaba en Alemania, él a la chica no había tenido ocasión de conocerla personalmente. La chica había servido en su casa ocho meses, en cuyo transcurso él no había podido poner los pies en Italia, su mujer había querido contratarla porque en casa había dos hijos pequeños y los suegros de setenta y tantos años. Su mujer le había dicho que dijera que Rosanna Monaco siempre había sido una buena trabajadora y se había ido por su propia voluntad. En casa no tenían armas. ¿Por qué había acudido él a la comisaría y no su mujer, que sabía mucho más que él? Porque él jamás de los jamases habría permitido que su señora se presentara en una comisaría como una puta cualquiera.

La señora Concita Filippazzo monologó a contra corriente.

– De que Rosanna era una grandísima zorra yo me di cuenta enseguida. Yo tengo el ojo muy fino. No, señor, sobre las faenas de la casa, limpiar, fregar el suelo, preparar la comida, planchar, nada que decir. Pero zorra sí era. En primer lugar, el domingo no iba a misa y tampoco tomaba la comunión. En segundo lugar, había que ver cómo se dejaba mirar por mi marido y mi hijo. Claro que eran ellos los que la miraban, pero ella, Rosanna, se dejaba mirar. Una vez, señor comisario, entré en la cocina, pues mi marido había pedido que le preparara un café. ¿Y sabe una cosa? Mi marido sostenía con una mano la taza mientras con la otra acariciaba el culo de la chica. No, señor, yo no armé ningún escándalo, mi marido está hecho de esa manera, hasta a un salmonete le acariciaría el culo. Pero unos cuantos meses después la cosa empeoró. Yo tengo un hijo, Gasparinu, que por aquel entonces tenía dieciocho años. Una vez que Rosanna estaba haciendo la cama en la habitación de Gasparinu, yo vi a la chica inclinada hacia delante, y detrás de ella a mi hijo acariciándole el culo. Y yo me pregunto ahora: ¿es que la chica tenía un culo hecho de miel, pues hay que ver cómo se le quedaban pegadas encima todas las manos? Después de ese incidente eché de casa a esa gran zorra. No, señor, mientras estuvo con nosotros nadie le telefoneó. ¿Armas? Pero ¿cuáles?

– ¿Por qué les ha preguntado si tenían armas en casa? -preguntó Fazio, que había llegado un momento antes de que el señor Nicolosi diera comienzo a su declaración y se había quedado hasta el final.

– Rosanna me ha dicho que Cusumano le entregó el arma a través de alguien cuyo nombre ella ignora. ¿Y si la cosa no hubiera sido así? ¿Y si hubiera sido ella la que robó el arma en una de las casas donde servía? ¿Y después se lo hubiera dicho a Pino para demostrarle su disponibilidad? Esencialmente no cambia nada, pero su situación se agravaría.

– ¿Se han presentado todos?

– Falta una familia.

– ¿Puede explicarme cómo lo sabe?

– Colocando en fila las fechas. Rosanna ha trabajado por orden en estos últimos cuatro años en casa de Trupiano, Filippazzo, Nicolosi, Corso y Pimpigallo. Entre estas familias hay unos pequeños intervalos de tiempo, el más largo entre Trupiano y Filippazzo. Y la explicación es el aborto y sus consecuencias. Faltan los últimos once meses, que no están cubiertos. Pero la señora Pimpigallo ha declarado que Rosanna le dijo que se iría a trabajar a casa de la señora Siracusa porque ésta le ofrecía una paga mejor. Sin embargo, nadie de los Siracusa se ha presentado. ¿Tú sabes algo de ellos?

– No, señor dottore. Pero puedo pedir información.

– Hazlo enseguida. ¿Dónde has estado toda la tarde?

– A mí eso de que a Pino Cusumano no se le encuentre por ninguna parte me huele a chamusquina. He preguntado. He conseguido establecer que efectivamente no está en el pueblo. Más no sé. Ah, dottore, por poco me olvido. En la cárcel de Montelusa me han confirmado que Rosanna fue a ver a Cusumano tres días antes de su excarcelación.

– Pero ¿no se necesita una petición por escrito?

– Claro, pero ella la había presentado un mes antes.

– ¡Pero si no sabe escribir! ¿Quién la firmó?

– Alguien firmó como fiador.

– ¿Y cómo se llama ese alguien?

– Firma ilegible, dottò.

Fazio se retiró y al poco rato entró Gallo.

Dottore, le he traído a Pino Dibetta. ¿Tengo que estar presente yo también?

– Si quieres.

– Prefiero no hacerlo. Somos demasiado amigos, no quiero ponerlo en un aprieto.

Pino Dibetta tenía algo más de veinte años. Un muchacho más bien alto, elegante por naturaleza y un poco preocupado por el hecho de que lo hubieran llamado de la comisaría.

– Estoy a su disposición -dijo, obedeciendo a la invitación del comisario para que se sentara.

– Oye -empezó Montalbano-, ¿tú sabes algo de…?

– No, nada -se apresuró a contestar. Y se mordió los labios al darse cuenta de que había cometido una tontería. Añadió para justificarse-: Yo con la historia de los neumáticos que le han cortado al coche del jefe de sección no tengo nada que ver.

– ¡Pues a mí me importa un carajo el coche del jefe de sección!

– ¿De veras?

– De veras.

– Pues entonces, ¿por qué me ha mandado llamar?

– Por una historia de hace unos años. Que se refiere a ti y a una chica que se llama Rosanna Monaco.

– ¿Qué pasó?

– No, soy yo el que pregunta qué pasó.

– Comisario, yo la conocí en el mercado, entonces ayudaba a un tío mío que tenía un puesto de fruta y verdura. Me gustó. Y yo también le gusté a ella. Me dijo que trabajaba en la casa de una familia… ahora no recuerdo…

– Trupiano.

– Eso es. Me dio un teléfono que se había aprendido de memoria, no sabía leer ni escribir. Y entonces empecé a llamarla.

– Y cuando ella terminaba de trabajar, os veíais.

– Sí, señor.

– ¿Adónde ibais?

– A pasear por el campo. Pero no podíamos estar mucho rato, ella quería regresar pronto a casa.

– ¿Qué ocurrió entre vosotros?

– ¿En qué sentido?

– En el sentido que tú has comprendido muy bien.

– Cosas de muchachos, besos, magreos… nada más.

– ¿Ella no quería?

Pino Dibetta se puso colorado.

– Comisario, Rosanna no tenía siquiera quince años, aunque era una mujer hecha y derecha, una mujer muy guapa, pero…

– ¿Pero?

– Tenía la cabeza… Razonaba como una chiquilla de cinco años. Yo temía las consecuencias, igual se ponía a contar a todo el mundo que nosotros dos habíamos hecho la cosa…

– Y la dejaste.

– No, señor comisario, yo no quería dejarla.

– ¿Pues entonces?

– Una noche mientras regresaba a mi casa, me pillaron a traición dos tipos a los que no pude reconocer, iban enmascarados. Me metieron la cabeza en un saco y me molieron a palos. Me rompieron tres costillas y dos dientes. Fíjese en esta cicatriz que tengo en la frente, siete puntos me dieron. Antes de dejarme tirado en el suelo, uno me dijo: «Y olvídate de Rosanna Monaco.»

– ¿Y tú qué hiciste?

– Cuando estuve en condiciones de volver a salir a la calle, llamé al número de Trupiano. Pero alguien me contestó que Rosanna ya no trabajaba para ellos y no podían decirme adónde se había ido. A Rosanna volví a verla por casualidad unos siete meses después. Pero estaba muy cambiada, delgadísima…

– ¿Quién crees que te agredió?

– Al principio pensé que habían sido los dos hermanos de Rosanna. Pero después me pregunté qué motivo podían tener… y tampoco hacía falta que se presentaran enmascarados para que no los reconociera… y pensé también que no había por qué comportarse de aquella manera… habrían podido decirme si tenían algo en contra.

– Pues entonces, si no fueron los dos hermanos, ¿quiénes fueron en tu opinión?

– ¡Cualquiera sabe!

– ¿Sería posible que Rosanna, mientras salía contigo, tuviera otro hombre? Quizá un amante, un señor casado…

– Rosanna era virgen. Yo perdí muchas noches preguntándome quién habría sido el que casi me había matado de una paliza. Pero no llegué a ninguna conclusión.

No había nada más que decir. El comisario se levantó y el chico imitó su ejemplo. Montalbano le tendió la mano y Pino también lo hizo. Pero cuando ambas manos se estrecharon, el comisario no soltó la presa.

– ¿Fuiste tú el que le cortó los neumáticos al jefe de sección?

El joven lo miró. Ambos se sonrieron.

Dottore -dijo Fazio con expresión preocupada-, a propósito de la chica, quizá habría que tomar una decisión.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? ¡Dentro de poco esto se va a convertir en un secuestro! Nadie, ni el juez ni el jefe superior, sabe que la tenemos en la comisaría.

– Nadie vendrá a reclamarla.

– Con el debido respeto, dottore, ésa no es una buena razón.

– ¿Qué hay que hacer a tu juicio?

Dottore, el revólver lo llevaba en la bolsa, ¿sí o no? Nos dijo que tenía intención de matar al juez, ¿sí o no? Sí. Pues entonces actuemos siguiendo las normas y…

– … y jamás atraparemos a Cusumano. Es más, le haremos un favor porque le quitaremos de en medio a Rosanna. No existe ningún punto de contacto entre los dos. Cusumano ha sido muy listo.

– ¿Y la visita a la cárcel?

– ¿Tú sabes lo que se dijeron el uno al otro?

– No.

– Cualquier cosa que diga Rosanna acerca de aquel coloquio, él la negará. Y no habrá manera de demostrar lo contrario. En resumen, Fazio: necesito tener a la chica bajo control unos cuantos días más.

– Vaya con cuidado, dottore, se juega la carrera.

– Lo sé. Y por eso se me ha ocurrido una cosa. Tú estás casado, ¿verdad?

– Sí, señor.

– ¿No necesitas una sirvienta en casa? La pago yo.

Fazio lo miró estupefacto.

– Pero no puedes dejarla salir. Nadie debe saberlo. Llévatela ahora mismo.

Le habían dicho que por la parte de Racalmuto había un restaurante medio oculto en una zona desconocida, pero en el que se comía como Dios manda, y hasta le habían explicado cómo llegar hasta allí. Sin embargo, no recordaba el nombre del buen samaritano. Tomó una decisión. Subió al coche y se fue. De Vigàta a Racalmuto había unos tres cuartos de hora de camino siguiendo la carretera que pasaba por debajo de los templos e iba a Caltanissetta. Pero tardó una hora y media porque dos veces se equivocó de camino para ir al restaurante. El cual se llamaba Da Peppino y era un lugar totalmente perdido entre unos almendros. Se trataba de un espacioso local con más de diez mesas casi todas ocupadas. El comisario eligió una mesita cerca de la entrada.

Mientras se estaba zampando el primero, cavatuna, una especie de macarrones con salsa de cerdo espolvoreados con queso de oveja, dos hombres que estaban sentados cerca de él pagaron la cuenta, se levantaron y se fueron. Cuando pasaron por su lado, a Montalbano le pareció reconocer a uno de ellos. El ojo de policía es así: fotografía y graba en el cerebro. Pero esa vez sólo se le ocurrió pensar que era alguien que había visto en algún sitio. De segundo tomó una salchicha a la brasa. Pero lo que provocó su entusiasmo fueron las rosquillas de la casa, sencillas, extremadamente ligeras y recubiertas de azúcar. Se llamaban taralli. Se comió tantas que hasta le dio vergüenza. Después salió y subió al coche para regresar a Vigàta. La noche era muy oscura. Antes de abandonar el camino de tierra para adentrarse en la carretera nacional, se detuvo porque había tráfico. En determinado momento vio un hueco estrecho y salió disparado, acelerando. Justo en aquel momento percibió una especie de golpe e inmediatamente después el vehículo derrapó y empezó a girar sobre sí mismo.

Montalbano se vio perdido, deslumbrado por las luces de los automóviles que circulaban en dirección contraria e inmediatamente después por las de los que circulaban en su misma dirección. Completamente empapado de sudor, levantó los brazos para dejar que el coche hiciera lo que se le había metido en la cabeza hacer, mientras por delante y por detrás se armaba todo un follón de frenazos, cláxones, voces, gritos y palabrotas. Al coche le entraron ganas de girar a la izquierda y acabó en una zanja situada al lado de la calzada. Final de la carrera. Los taralli le subieron a Montalbano desde la tripa hasta la garganta y permanecieron allí, a la espera de volver a bajar o de que los vomitaran. Dos o tres personas se acercaron corriendo y abrieron la portezuela.

– ¿Se ha hecho daño?

– ¡Jesús, qué susto me ha dado!

– Pero ¿qué ha sido?

– Gracias, gracias -dijo el comisario-. Habrá reventado un neumático.

Aprovechó la amabilidad de uno que, con su mujer y cinco hijos tremendamente ruidosos, se dirigía a Vigàta. En la comisaría mandó llamar a Fazio y Gallo para que se presentaran de inmediato. Con el coche de servicio conducido por Gallo regresaron al lugar del accidente. Fazio se agachó y estudió la rueda a la luz de una linterna.

– En mi opinión, le han pegado un tiro -dijo con rostro sombrío.

– En la mía también -coincidió Montalbano.

– ¿Quién sabía que iría a comer a Racalmuto?

– Nadie.

Cambiaron la rueda, sacaron el vehículo de la zanja y regresaron a Vigàta. Examinaron la cubierta destrozada. No necesitaron estudiarla mucho rato. Una bala del calibre 7,65 que encontraron enseguida. Y mientras Fazio trataba de arreglar el desperfecto, el comisario volvió a recordar el restaurante. Y en su cabeza se puso en marcha una especie de cine, la proyección de una película. La escena representaba el espacioso local. Era un plano-secuencia. Los clientes que comían. El dueño que llevaba una botella de vino. Él acababa de terminarse el primer plato y, mientras el camarero se alejaba en dirección a la cocina, en una mesa a la cual permanecían sentados dos hombres, se levantó el más grueso de los dos, se acercó al teléfono que había en una pared, introdujo una ficha, habló poco y en voz baja, colgó y volvió a sentarse. Fundido; la escena es la misma, pero el propietario ha desaparecido, el camarero está llevando cuatro platos, falta una pareja joven que antes permanecía sentada a la mesa junto a la puerta de la cocina. Él se está acabando los cavatuna, los dos hombres se levantan, se dirigen a la puerta y pasan por delante de él. Y ahí él mira al hombre grueso y le parece que lo ha visto en otro lugar. La cámara hace zum sobre su rostro y muestra con toda claridad un antojo de color azulado que le recorre la mejilla desde la nariz a la oreja. Ahora la escena cambia de golpe. La plaza de Vigàta delante del Ayuntamiento. Un guardia le habla a dos perros. Aparece un coche que circula muy despacio y es adelantado por un potente vehículo deportivo. Ambos automóviles se rozan y se detienen. Baja un anciano del coche lento y del otro desciende un gamberro que le pega una hostia. Del deportivo desciende un hombre grueso, agarra al gamberro y lo introduce de nuevo en el vehículo. La cámara vuelve a hacer zum sobre su rostro: un antojo azulado le cruza la mejilla desde la nariz a la oreja. Luz en la sala y luz en la cabeza del comisario.

– Oye, Fazio, ¿tú conoces a un gordo con un antojo en la cara que debe de pertenecer al círculo de Pino Cusumano?

– ¡Cómo no, dottore! Ninì Brucculeri, con antecedentes penales, una especie de hombre de confianza.

– ¿Sabes dónde vive?

– Aquí en Vigàta.

– Muy bien. Coge a los hombres que necesites y tráemelo. Debe de ir armado. Es importante, incáutate del arma.

Dottore, permítame recordarle que no tenemos ningún mandamiento.

– Me importa un carajo. Si nos adelantamos a él, se sorprenderá tanto de que lo hayamos identificado en un santiamén que se vendrá abajo.

– Pero ¿por qué razón habría querido matarlo Brucculeri?

– Te equivocas, no quería matarme. Quería hacerme una advertencia. Ha sido una casualidad. He entrado en el restaurante donde él se encontraba. Entonces él ha llamado a Cusumano para comunicárselo. Y el otro le habrá dicho que me pegue un buen susto.

– Sí, pero ¿qué pretende Cusumano?

– Perdona, Fazio, pero ¿tú no lo estás buscando? Se habrá enterado de nuestro interés y se protege.

– Pero ¿está seguro, dottore? Porque es que yo he actuado con mucha cautela, he hecho preguntas, muy cierto, pero sólo a las personas que consideraba…

– Créeme, no hay ninguna otra explicación. Piénsalo bien. A estas alturas Cusumano sabe con toda seguridad que hemos detenido a Rosanna. ¿Estás de acuerdo?

– Sí, señor.

– Después tú vas por ahí haciendo preguntas sobre Cusumano. ¿Y eso qué significa? Significa que Rosanna ha hablado, que nos ha dicho que Cusumano quería que ella matara al juez Rosato. Y por consiguiente trata de poner remedio. Es como si me hubiera enviado una carta: «Ten cuidado con tus próximos movimientos.» ¿Sabes una cosa?

– No, señor.

– Cusumano será nieto e hijo de mafiosos y mafioso él mismo, pero es sobre todo un grandísimo cabrón.

Ahora el antojo de la cara de Ninì Brucculeri tiraba a verde. El gordo temblaba a causa de la furia reprimida.

– ¿Puedo saber por qué se me despierta a las cuatro de la madrugada y se me traslada aquí como un delincuente? A mi mujer por poco le da un ataque.

– Porque eres un delincuente -dijo Fazio, de pie a su lado.

Montalbano, sentado detrás del escritorio, levantó una mano en gesto de paz.

Había decidido actuar un poco en plan de cachondeo, le ocurría de vez en cuando en presencia de personas arrogantes.

– Señor Brucculeri, quería de usted dos informaciones muy sencillas. La primera es la siguiente: ¿usted cenó anoche en el restaurante Da Peppino en Racalmuto?

– Sí, señor. ¿Acaso es un delito?

– No. Tanto es así que yo también estuve allí.

– Ah, ¿usted también estaba? -El tono de voz sonaba falso. Pésimo actor, Ninì Brucculeri.

– Pues sí. Mire, quería preguntarle qué comió de primero.

Todo se lo esperaba Brucculeri menos aquella pregunta. Durante un instante perdió la memoria. ¿Sería posible que lo hubieran detenido y llevado a la comisaría a las cuatro de la madrugada sólo para responder a semejante chorrada?

Ca… cavatuna con salsa de cerdo.

– Yo también. La pregunta es la siguiente: ¿estaban demasiado salados o no?

Brucculeri empezó a sudar. ¿Qué significaba toda aquella farsa? Pero, además, ¿era una farsa o era una trampa? Mejor no entrar en demasiados detalles.

– Yo los encontré bien.

– Perfecto. Le doy las gracias. La segunda es la siguiente: ¿usted es del ínter o del Milán?

Brucculeri se vio perdido. «Fuera -pensó-, fuera, esto es una auténtica trampa, tanto si contesto en un sentido como en otro estoy jodido.»

– No me interesa el fútbol.

– Bien. ¿Usted ha disparado recientemente?

– No. Sí. No no. Sí sí.

– ¿El arma la llevaba? -le preguntó Montalbano a Fazio.

– Sí, señor. Una Beretta del calibre siete sesenta y cinco. Y falta una bala en el cargador.

– Ah -dijo en tono neutro. Miró a Brucculeri y le preguntó-: ¿Usted, naturalmente, tiene licencia de armas?

– No. -A aquellas alturas, al gordo el sudor ya le estaba mojando los zapatos.

– Ah -dijo Montalbano, tan neutro como si fuera Suiza-. El proyectil que hemos recogido en la rueda lo tienes tú, ¿verdad?

– Sí, señor -contestó Fazio.

– Por la mañana envías la pistola y el proyectil a Montelusa, a la policía científica.

– No me encuentro muy bien -dijo Brucculeri.

– ¿A éste lo meto en la celda de seguridad? -preguntó Fazio.

– Tú verás -contestó Montalbano.

9

Fazio regresó tras haber encerrado a Brucculeri. Su expresión era sombría y Montalbano se dio cuenta.

– ¿Qué te ocurre?

Dottore, ¿cuáles son sus intenciones con Brucculeri? Según la ley, esta misma mañana tendría que comparecer ante el juez, ser acusado de intento de homicidio y todo lo demás, y elegir un abogado. Pero por lo poco que lo conozco a usted, me he hecho una idea.

– ¿Cuál es?

– Que quiere mantenerlo en la celda de seguridad sin decírselo a nadie.

– ¿Cómo sin decírselo a nadie? A estas horas la mujer de Brucculeri ya habrá avisado a quien tenga que avisar. Sólo nos queda esperar.

– Pero ¿qué, dottore?

– El paso que van a dar.

– Mire, dottore, le advierto que en mi casa tampoco necesito mayordomo.

Montalbano sonrió y Fazio decidió rendirse. Cambió de tema.

– Ah, dottore. Anoche cuando usted se fue a cenar, me dediqué a recoger información acerca de la familia Siracusa. -Hizo ademán de abandonar el despacho.

– ¿Adónde vas?

– Voy a buscar el papelito donde lo tengo todo anotado.

– Tú ese complejo de registro civil tienes que quitártelo de la cabeza. Quédate aquí y dime lo que recuerdas.

Fazio se resignó, decepcionado.

– Bueno pues. Él se llama Antonio Siracusa, hijo de, me parece…

– Te he dicho que te dejes de filiaciones paternas y maternas y chorradas por el estilo.

– Perdone, pero es que me sale sin querer. En cualquier caso, este Siracusa es un cuarentón de Palermo y lleva dos años en Vigàta porque trabaja como químico en la Montedison. Su mujer, de treinta y cinco años, se llama Enza y, al parecer, es muy guapa. No tienen hijos. Él ha declarado aquí su colección.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué colecciona?

– Pistolas y revólveres. Tiene unos cuarenta.

– ¡Qué barbaridad! ¿Los has citado?

– No, señor dottore. Se han ido los dos.

– ¿Cuándo? ¿Lo sabes?

– Sí, señor. He hablado con la vecina. Los Siracusa viven en un chalet que consta de dos apartamentos. La vecina, que es una sesentona muy charlatana, se llama Bufano y me dijo que ayer por la tarde se fueron a toda prisa en su coche, por lo menos ésa es la impresión que ella tuvo.

– Curioso. El señor o más probablemente la señora Siracusa se enteran por la televisión de que estamos interesados en su sirvienta y, en lugar de presentarse, se largan. Descríbeme exactamente dónde está ese chalet. Después nos iremos a dormir unas cuantas horitas.

A las ocho y media de la mañana, más fresco que una rosa, como si no hubiera dormido más que unas pocas horas, y vestido como un figurín, buscó en la guía el número de la Montedison, lo marcó, se identificó y dijo que deseaba hablar con el director.

– Comisario, soy Franzinetti, dígame.

– ¿Usted es el director?

– No, todavía no ha llegado, pero si yo puedo serle útil…

– Perdone, ¿usted quién es?

– El jefe de personal.

– Pues entonces puedo preguntárselo a usted. Necesitaba hablar con el dottor Antonio Siracusa para un trámite, pero me dicen que se ha ido. ¿Está de vacaciones?

– ¡No, qué va! Ayer se fue a su casa a comer, pero al poco rato llamó para decirnos que acababan de comunicarle la muerte de un tío suyo por el que sentía un especial cariño. Y por eso permanecerá ausente unos cuantos días.

– ¿Sabe cuándo regresará?

– No.

– ¿Sabe adónde ha ido?

– Pues no, lo siento.

En resumen, estaba claro que los Siracusa tenían mucho que ocultar, tanto que se habían visto obligados a ausentarse unos cuantos días de Vigàta hasta que se calmara la marejada. No quedaba más remedio que ir a hablar con la vecina.

El chalet estaba construido de tal manera que en la planta baja había dos garajes y dos patios y arriba dos apartamentos con terraza. Teóricamente desde aquellas terrazas se podía ver el mar, pero para eso habría tenido que echarse abajo el enorme edificio de diez plantas que les habían puesto delante, al otro lado de la calle. El pequeño jardín que se veía desde la verja de hierro forjado estaba muy bien cuidado. En el portero electrónico había dos nombres: Siracusa y Bufano. Llamó al último.

– ¿Quién es? -preguntó una irritada voz de anciana.

– Soy el doctor Pecorilla.

– ¿Y qué quiere?

– En realidad, señora, no quería hablar con usted sino con la señora Enza Siracusa. Pero estoy llamando y no me contesta nadie.

– Se han ido.

– ¡Mecachis!

Montalbano intuyó la batalla que se estaba librando en la mente de la señora Bufano, entre la curiosidad y la ocasión de criticar a unas personas por una parte y el temor a abrirle la puerta a un desconocido por otra.

– Espere un momento -dijo la irritada voz.

Se oyó un trajín y después se abrió una cristalera y en la terraza de la derecha apareció una anciana sosteniendo unos prismáticos con los cuales apuntó al comisario. Éste se dejó estudiar, su aspecto era de lo más tranquilizador, hasta los tonos de la corbata eran más bien apagados. La mujer volvió a entrar en el apartamento. Y poco después Montalbano oyó el resorte de la verja que se abría. Recorrió el caminito, cruzó la entrada y se encontró delante de una escalera que conducía a un rellano bastante espacioso. Vio a mano izquierda la puerta cerrada del apartamento de los Siracusa y a mano derecha la de la señora Bufano. Abierta. Montalbano asomó la cabeza al interior.

– ¿Permiso?

– Adelante, adelante. Por aquí.

El comisario, guiado por la voz, llegó a un salón cuya ventana estaba abriendo la señora Bufano.

– ¿Le apetece tomar algo?

– Gracias, no se moleste.

– ¿Por qué buscaba a la señora Siracusa, doctor…?

– Pecorilla. Soy médico de la compañía de seguros Assicurazioni Trinacria. Tenía que visitar a la señora para la suscripción de una póliza y ella me había citado para esta mañana. Y yo he venido a propósito desde Palermo.

– ¡Cuánto lo siento! -repuso rebosante de alegría la señora Bufano.

– No es un comportamiento serio -dijo Montalbano con semblante contrariado-. No dice mucho en favor de la seriedad de la señora Siracusa. ¿Usted la conoce?

– ¡Vaya si la conozco!

– ¿Son ustedes amigas?

– ¡Pero qué dice! ¡Buenos días y buenas tardes! Pero yo tengo ojos para ver y orejas para oír. ¿Usted me comprende?

– Perfectamente. Ha dicho usted que se han ido. ¿Sabe cuándo?

– Ayer sobre las dos de la tarde. Cargaron dos maletas enormes en el coche.

– ¿O sea que usted no está en condiciones de decirme…?

– Nada de nada. Pero… es sólo una impresión… me pareció que huían de algo.

– Enhorabuena -dijo rufianescamente Montalbano-. Usted debe de ser una aguda observadora.

– ¡Vaya! -exclamó la señora Bufano, moviendo la mano derecha en sentido giratorio como para dar a entender que ella conseguía ver todo lo de este mundo y hasta alguna cosa del otro.

– Usted ha dicho que tiene ojos para ver y orejas para oír. ¿Ha visto y oído por casualidad alguna cosa anormal? Verá, es que esto de los seguros…

– Mi querido doctor, voy a ponerle un ejemplo. El mes pasado el marido tuvo que irse a Roma durante una semana, me lo dijo él mismo, que da más confianzas. Pues bien, todas las noches la señora recibió. Dos hombres distintos, una noche uno, otra noche otro.

– Pero ¿usted cómo puede…?

– Yo oía el resorte de la verja, ¿no? Entonces me levantaba de la cama y… Venga usted conmigo.

Lo acompañó a la entrada. Al lado de la puerta había una ventana que daba luz al recibidor. La señora Bufano la entornó.

– Yo venía aquí y veía a la persona que entraba en casa de los Siracusa.

En aquel momento Montalbano pensó que habría sido honrado por su parte llamar a la señora Pimpigallo y darle la razón a propósito del puterío de la señora Enza Siracusa.

Regresaron al salón.

– Y él, el marido, ¿cómo es?

– Peor que ella, cuando se trata de mujeres.

Ahora Montalbano estaba deseando irse, se le había ocurrido una idea descabellada. Se despidió de la señora, le dio las gracias, salió al rellano y contempló lo que le interesaba. Al lado de la puerta de los Siracusa había una ventana idéntica a la de la señora Bufano. Le pareció que no estaba perfectamente cerrada sino tan sólo entornada. Era absolutamente necesario que lo intentara. Bajó la escalera, abrió el portal y simuló cerrarlo de golpe para que la señora oyera el ruido. Después volvió a abrirlo y lo entornó cuidadosamente. Echó a andar por el caminito, abrió la verja y la entornó tal como había hecho con el portal. A primera vista parecía cerrada. Mientras se dirigía al coche vio por el rabillo del ojo cómo la señora Bufano abandonaba la terraza y regresaba al interior del apartamento. Puso en marcha el vehículo, llegó a la siguiente calle, frenó, aparcó, bajó y volvió al chalet. La verja de hierro forjado no chirrió. El portal no emitió el menor ruido. Empezó a subir ágilmente los peldaños de la escalera cuando de repente estalló algo a medio camino entre una bomba y una tronada. Se aterrorizó. Después, poco a poco comprendió que aquel estruendo era música. La señora Bufano estaba escuchando al máximo volumen una canción que decía: «Vamos a segar el trigo, el trigo, el trigo…» ¿Cuánto duraba una canción? ¿Tres minutos? ¿Tres minutos y medio? Subió a toda prisa los peldaños que faltaban, empujó el cristal de la ventana del apartamento de los Siracusa, la ventana se abrió y Montalbano se agarró fuertemente con ambas manos al borde inferior, pegó un salto que habría tenido que ser atlético, pero sus brazos no resistieron y cayó de nuevo al rellano soltando maldiciones. Al tercer intento consiguió colocar el culo sobre el borde inferior, con la parte superior del cuerpo doblada hacia atrás, la cabeza y el tronco en el interior del recibidor, y las piernas todavía fuera, en el rellano. Viró sobre el trasero y consiguió girar sobre sí mismo, pero, mientras lo hacía, los calzoncillos le aprisionaron las pelotas, soportó el dolor y se sentó a horcajadas sobre el borde de la ventana. Lo más difícil ya estaba hecho. Introdujo la otra pierna, se dejó caer y entornó la ventana tal como estaba antes mientras retumbaban las últimas notas de la canción. Inmediatamente después empezó a sonar otra más amortiguada que decía: «Amor, amor, tráeme muchas rosas.»

En cuanto sus pies tocaron el suelo del apartamento de los Siracusa, Montalbano experimentó una especie de sacudida eléctrica que le subió por las piernas, le trepó por la columna vertebral y le llegó al cerebro. Y entonces comprendió que los radiestesistas, cuando captaban una vena de agua a centenares de metros bajo tierra, debían de experimentar la misma sensación. Allí, le decía su cuerpo, estaba la mina de oro, el agua, el tesoro escondido. Caminó como un sonámbulo, echando un breve vistazo a los dos dormitorios, el de los propietarios y el de invitados, a los dos cuartos de baño, la cocina, el comedor, el salón, una especie de vestuario habilitado para el revelado y la impresión de fotografías, y llegó finalmente al lugar a donde lo llevaban las piernas: el estudio, o lo que fuera, del doctor en Química Antonio Siracusa. Mientras recorría las estancias, se había dado cuenta de que el apartamento parecía haber sido desvalijado por unos ladrones, armarios abiertos, vestidos tirados por el suelo, cajones medio abiertos, desorden por doquier. Pero todo aquello era la evidente señal de una huida repentina, lo sabía. En cambio, en el estudio del dottor Siracusa no había nada fuera de su sitio. Un escritorio de gran tamaño, cuatro sillas, una pared de estanterías llenas de botellas, frascos, tarros de polvos de distintos colores. Pegado a una pared, una especie de armario alto y estrecho, limpio y reluciente, cerrado bajo llave. En un rincón había una especie de archivador metálico semiabierto, lleno de fichas. Montalbano se sentó detrás del escritorio; encima había una lámpara de sobremesa, una cámara fotográfica en el interior de su estuche y, a la izquierda, muchos papeles con fórmulas químicas. A la derecha, en cambio, sólo había tres o cuatro hojas. Una petición para la conexión de otra línea telefónica, el resultado clínico de un análisis de sangre, una carta del commendator Papuccio, propietario del chalet, en la cual decía que el arreglo de las goteras del techo no le correspondía a él, y finalmente una instancia. Una instancia que hizo saltar literalmente de la silla a Montalbano. Era el borrador de una solicitud para una visita a un recluso. El recluso era Giuseppe Cusumano y la peticionaria, Rosanna Monaco. Por consiguiente, el que había presentado la petición en nombre de la analfabeta Rosanna y estampado la firma como fiador era el dottor Siracusa.

Pero eso no bastaba para justificar la fuga. Tenía que haber necesariamente algo más. El comisario abrió el cajón de la derecha del escritorio: fórmulas, correspondencia con la Montedison, el permiso de la Jefatura Superior de Policía de Palermo para la tenencia de armas en casa en calidad de coleccionista, otra hoja igual pero con el membrete de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, la lista de las armas que obraban en su poder y que el comisario dejó aparte encima de una mesita. En cambio, el cajón de la izquierda estaba cerrado. El comisario lo abrió con la ayuda de un abrecartas. Lo primero que vio fue una llave. La cogió, se levantó y se acercó al armario: la llave giró, era la de allí, pero Montalbano no abrió las hojas, regresó al escritorio. En el cajón había dos sobres de gran tamaño de papel tela, uno lleno hasta reventar y el otro con muy poca cosa dentro, hasta el punto de que parecía vacío. Abrió el primero, lo invirtió, y toda la superficie del escritorio se llenó literalmente de fotografías. Todas en color. Todas del mismo formato. Todas sobre el mismo tema: mujeres desnudas. Desde los quince a los cincuenta años, tumbadas de distintas maneras sobre la misma cama deshecha. El dottor Siracusa no sólo coleccionaba armas. Evidentemente tenía por costumbre inmortalizar post coitum a sus aventuras. Y después las revelaba e imprimía en su laboratorio privado. A escondidas, sin miradas indiscretas. Llevando consigo una foto, el comisario se dirigió al dormitorio matrimonial: la cama era la misma de las imágenes. Una pareja muy abierta la de los Siracusa. Probablemente, mientras el dottore utilizaba el lecho conyugal, su señora ocupaba el de la habitación de invitados. Regresó al estudio, volvió a guardar las fotografías en el primer sobre, tomó el otro y lo vació. Contenía tres fotografías sobre el mismo tema: una mujer desnuda primero boca arriba, después boca abajo y finalmente con las piernas separadas. La mujer era una chica que el comisario conocía: Rosanna. Pero una relación entre amo y criada tampoco justificaba la huida. La cuestión debía de ser mucho más complicada. El comisario se guardó en el bolsillo la fotografía de Rosanna boca arriba y guardó las demás en el sobre y el sobre en el cajón. Tomó la lista de las armas y abrió el armario. El mueble construido a medida estaba interiormente forrado por entero de terciopelo azul claro. Sólo pistolas y revólveres de todo tipo, tamaños y épocas. Nada de carabinas. Nada de fusiles. Las armas estaban dispuestas en cuatro hileras de diez, tres en la parte interior de la hoja izquierda, cuatro en la pared del fondo, otras tres en la parte interior de la hoja derecha. Cada una estaba colgada con tres clavos de cabeza de plástico dorado. Una auténtica exposición. Eran cuarenta y cuarenta se habían declarado. No faltaba ni una. En el armario quedaba espacio para otras cuarenta armas cortas. En la parte inferior había un cajón que el comisario abrió. No había municiones de ningún tipo, sólo pistoleras, escobillas, aceites especiales. Cerró el armario, y estaba a punto de ordenar el escritorio cuando algo le produjo una sensación de malestar, algo que guardaba relación con el armario de las armas. Volvió a abrirlo y también el cajón. Y entonces se dio cuenta de que entre el plano de la base del armario y el cajón había una distancia excesiva, por lo menos de unos veinte centímetros. Allí debía de haber con toda seguridad un cajón secreto. Pero ¿dónde estaba escondido el sistema para abrirlo? A través de la persiana se filtraba suficiente luz. Cogió una silla, se sentó delante del armario y se encendió un cigarrillo. De tanto mirar, los ojos empezaron a cerrársele. ¿Y si se tratara simplemente de un error de construcción? No, imposible. Y de pronto comprendió que había resuelto el enigma. Cada arma era mantenida en posición horizontal gracias a tres clavos, ¿por qué la última de la pared del fondo tenía en cambio cuatro? Se levantó, y con el dedo índice apretó las tres primeras cabezas doradas. No ocurrió nada. Al apretar la cuarta se oyó una especie de «clic» y luego salió disparado hacia delante un cajón plano oculto entre la superficie del fondo y la parte superior del cajón, justo donde Montalbano había intuido. Terminó de abrirlo. En su interior había una pistola y un revólver sujetos con el sistema de los clavos para que no se movieran cuando se abría o cerraba el cajón. Al lado de las dos armas había tres clavos colocados como si tuvieran que sujetar otra, que, sin embargo, no estaba allí. Quedaba la huella sobre el terciopelo. Montalbano cogió la pistola americana de aspecto letal. Pero sólo el aspecto, porque enseguida se dio cuenta de que la habían convertido en inservible; el muelle del percutor se había aflojado. El mismo trabajito que le habían hecho al revólver de Rosanna. Y, además, la pistola también tenía el número de serie limado. Volvió a colocarla en su sitio. Había también tres cajas de cartuchos. Una de ellas estaba abierta y faltaban tres.

Lo dejó todo en orden. Se dirigió al recibidor. La señora Bufano le estaba atronando la cabeza con «Mira, mira cómo me balanceo con el twist». Había un taburete providencial, lo colocó bajo la ventana, abrió, subió, saltó, volvió a cerrar, bajó y salió. ¡Olé! He aquí el comisario Salvo Montalbano: para los amigos, el acróbata.

Lo primero que le dijo el encargado de la centralita fue que desde primera hora de la mañana, el honorable Torrisi no había parado de llamar. Necesitaba urgentemente, es más, urgentísimamente, hablar con él.

– Cuando vuelva a llamar, pásamelo.

Fazio se presentó inmediatamente después.

– ¿Cómo ha ido con Rosanna?

– Bien, dottore. Ella y mi mujer parece que se llevan bien. Pero me ha preguntado por lo menos cuatro veces cuándo vamos a arrestar a Pino Cusumano. Está obsesionada, se muere de ganas de verlo en la cárcel. Qué extraño, ¿verdad, dottore?

– ¿Qué tiene de extraño?

– Pero ¿cómo, dottore? Esta chica primero está dispuesta a matar a alguien sólo para complacer a su enamorado y al cabo de pocos días quiere verlo pudrirse en la cárcel.

– Se siente traicionada, nos ha dicho que Cusumano la libraría de las trampas y, en cambio, la dejó metida en ellas.

– En fin. ¿Sabe una cosa? A mí más bien me hace recordar lo de aquella ópera.

– ¿La donna è mobile qual piuma al vento, la mujer es tan variable como una pluma al viento?

– Ésa, dottore.

Sin decir nada, Montalbano se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la fotografía de Rosanna desnuda boca arriba y se la tendió a Fazio. El cual la cogió, la miró y la arrojó sobre la mesa cual si fuera veneno.

– ¡Madre santa! -Se sentó, estupefacto-. ¿Cómo la ha conseguido, dottore?

– La he cogido. Había otras dos, he elegido ésta porque es la más presentable.

– ¿Y dónde la ha cogido?

– He registrado la casa del dottor Siracusa.

– ¿Y cómo ha hecho para entrar?

– A través de una ventana.

– ¿Como un ladrón, dottore?

– Como un ladrón, Fazio.

– Pues entonces se equivoca; registrar no es el verbo adecuado. -Se enjugó el sudor de la frente con un enorme pañuelo a cuadros-. Dottore, yo se lo digo con toda sinceridad, cualquier día de éstos acaba en la cárcel. Y hasta puede que sea yo el que tenga que colocarle las esposas. Usted ha corrido un grave peligro, ¿lo sabe?

– Lo sé, pero merecía la pena.

Fazio, como policía nato que era, plantó las orejas.

– Cuénteme.

Y el comisario se lo contó todo.

– ¿Qué piensas? -le preguntó al final.

Dottore, primero una pregunta. ¿Por qué Siracusa guardaba escondidas armas prohibidas?

– Forma parte de la mentalidad de ciertos coleccionistas. Mira, esas armas seguramente habían pertenecido al mundo del hampa e incluso puede que hubieran servido para cometer algún homicidio. Él debió de comprarlas muy caras. Y cada vez que abría el cajón secreto experimentaba como una especie de estremecimiento de placer. Bueno, ¿qué piensas de estas novedades?

Dottore, ¿qué quiere usted que piense? Siracusa se derrite delante de una mujer, pierde la cabeza por Rosanna. Presume de armas, es posible que se las muestre y le explique cómo funcionan. Rosanna se acuesta con él, pero empieza a exigir cosas. Por ejemplo, que Siracusa redacte la petición para que ella pueda visitar a Cusumano en la cárcel. Y él lo hace. Y ella hasta le pide el revólver.

– No. El revólver no se lo pediría. Se apoderó de él y ya no volvió a aparecer por la casa de los Siracusa. Cuando se divulgó nuestro anuncio a través de Retelibera, Siracusa fue a echar un vistazo, vio que faltaba uno de sus revólveres, comprendió, no hacía falta ser muy listo, que Rosanna se lo había birlado, y se fue, presa del pánico.

– Después Rosanna fue a visitar a Pino y le dijo que estaba en posesión de un arma. Pero ¿por qué nos contó que el revólver se lo había dado el mismo hombre que le entregaba las notas?

Montalbano estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono.

– Le paso al honorable Torrisi -anunció el encargado de la centralita.

Antes de contestar, el comisario le dijo a Fazio:

– Es el honorable Torrisi. ¿Qué te decía yo? El que tenía que enterarse de la detención de Brucculeri ya se ha enterado y ahora trata de ponerle un buen remiendo. Se dan perfecta cuenta de que Cusumano ha cometido una equivocación descomunal.

»Montalbano al habla -dijo, levantando el auricular.

– ¡Mi queridísimo comisario! ¡Estoy verdaderamente encantado de poder hablar de nuevo con usted, puede creerme!

– Dígame, honorable.

– Acabo de llegar de Roma y estoy en el aeropuerto. Dentro de una hora y media como máximo estaré en Vigàta. ¿Demasiado tarde para ir a almorzar juntos?

– La verdad es que ya tengo un compromiso.

– ¿Lo dejamos entonces para la cena?

– Lo siento, pero llega un amigo mío. -Ni siquiera después de un mes de ayuno en una isla desierta habría compartido un trozo de pan con aquel hombre.

– ¿Pues entonces voy a verlo sobre las cinco de la tarde?

– Si quiere, voy yo a verlo a usted a su estudio.

Se hizo el silencio. El comisario comprendió lo que estaba pasando por la cabeza del otro: Torrisi se lo estaba jugando a pares y nones. Por su dignidad de honorable diputado, era más correcto que Montalbano fuera a visitarlo a él. Pero ¿qué habría pensado la gente? Si en cambio se dirigiera él a la comisaría, podría decir que había querido informarse acerca de la situación del orden público. Montalbano se lo estaba pasando en grande al pensar en la apurada situación del honorable. Decidió rematar la faena.

– Por otra parte, se trata de una charla amistosa, ¿no?

El otro dudó todavía un instante y después terminó diciendo:

– Le agradezco su exquisita amabilidad, comisario. Pero me es más cómodo ir a verlo a usted.

– De acuerdo, honorable, como usted quiera. Hasta luego. -Y colgó.

– Hay unos papeles para firmar -dijo Fazio.

– Pues fírmalos, ¿quién te lo impide?

– ¡Pero, dottore, es usted quien tiene que firmarlos!

– Ah, ¿sí? Pues entonces quiero que sepas una cosa. De esa manera estaremos de acuerdo. Debes decírmelo por lo menos con veinticuatro horas de antelación.

– ¿Qué debo decirle, dottore?

– Que hay papeles para firmar. Tardo mucho en acostumbrarme, ¿comprendes? Si me lo dices todo de golpe, es un trauma.

10

Como entremés un pulpito a la sal de lo más tierno, seguido de una fritura de chanquetes, de primero pasta con tinta de jibia, de segundo dos sargos asados de considerable tamaño. Le urgía un paseo digestivo-meditativo por el muelle. Lo empezó de muy buen humor. El honorable abogado Torrisi había regresado a toda prisa de Roma, llamado al servicio por la familia Cuffaro, alarmada sobre todo por la cabronería del adorado retoño Pino, y por eso a las cinco él iba a pasarlo en grande. Sin embargo, cuando se sentó en la aplanada roca que había bajo el faro, poco a poco el humor le cambió. Puede que fuera por la monótona y regular música de fondo del chapoteo del agua entre las rocas, pero el caso es que volvió a experimentar aquella desagradable sensación de ser un pelele en manos de un titiritero. De ser alguien que creía caminar libremente con sus propias piernas, sin saber que existían unos hilos invisibles que lo empujaban hacia delante. «Somos marionetas…» ¿Quién lo había escrito? Ah, sí, Pirandello. Por cierto, tenía que comprar el último libro de Borges. Misteriosamente, el nombre del escritor, tras haber penetrado en su cabeza, ya no quería volver a salir. «Borges, Borges», repetía una y otra vez. Y de pronto le acudió a la memoria una media página, o todavía menos, del autor argentino leída tiempo atrás. Borges contaba el argumento de una novela de intriga en la que todo nacía del encuentro absolutamente casual en un tren entre dos jugadores de ajedrez que no se conocían de nada. Ambos jugadores organizaban un delito, lo llevaban a término casi con pedantería y lograban que nadie sospechara de ellos. Borges escribía en suma un tema muy verosímil y lógicamente concatenado, sin la menor resquebrajadura. Sólo que, al final, añadía una posdata, una pregunta que era la siguiente: ¿y si el encuentro en el tren entre los dos jugadores no hubiera sido casual? Resulta que en la investigación que él estaba llevando a cabo, semejante pregunta ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Aquellas pocas líneas de Borges eran una inmensa lección acerca de la manera de llevar a cabo una investigación. Y por consiguiente, también en ese caso convenía hacerse una pregunta capaz de ponerlo todo patas arriba y someterlo a debate. Por ejemplo: ¿por qué Cusumano quería que mataran al juez Rosato? El cual, pobrecito, ya había llamado un par de veces para saber cómo iba el asunto. Fue un relámpago muy rápido. Comprendió que precisamente el juez Rosato era el punto débil de toda la historia. O, mejor dicho, el punto que él no había entendido. O, todavía mejor, el punto que él había dado inmediatamente por sentado. Respiró hondo, y de repente el aire del mar le penetró en el cerebro y le limpió todo el polvo, las telarañas y la suciedad que había dentro. Ahora, con la cabeza lúcida y despejada, podría empezar a razonar como era debido.

Faltaba un cuarto de hora para las cuatro cuando se levantó de la roca donde estaba sentado y regresó corriendo al pueblo. Sabía dónde vivía Fazio, el cual ya estaba seguramente en la comisaría. ¿Convenía que lo avisara? Habría sido una pérdida de tiempo, ya se lo contaría todo después. Fazio vivía en la parte alta del pueblo, en un horrendo edificio de reciente construcción. Llamó a través del portero electrónico. Le contestó una voz de mujer.

– Soy Montalbano.

– Señor comisario, mi marido está…

– En el despacho, ya lo sé. Pero yo quería hablar con… su amiga.

– Comprendo. Cuarto piso.

Cuarentona, simpática, la señora lo esperaba en la puerta.

– Pase, pase.

Lo acompañó a una estancia que era al mismo tiempo comedor y recibidor.

– Rosanna, en cuanto ha sabido que era usted, ha ido a cambiarse.

– ¿Cómo se ha portado?

– Muy bien. Es una buena chica. Que se perdió detrás de un sinvergüenza.

Entró Rosanna un poco azorada y se detuvo en la puerta.

– Buenos días. -Llevaba puesto el vestido que le había regalado el comisario.

– Acércate. Tengo que hablar contigo. Siéntate.

Rosanna obedeció. En cambio, la señora Fazio se levantó.

– ¿Tomará un café?

– No, gracias.

– Yo voy para allá. Si me necesita, llámeme.

La muchacha parecía muy tensa, una cuerda estirada al máximo, los tirantes labios dejaban casi al descubierto las encías y los dientes. Era evidente que las pocas horas pasadas en casa de los Fazio no le habían sentado demasiado bien.

– ¿Me trae la buena noticia? -fue su primera pregunta.

– ¿Cuál?

– ¿Han detenido a Cusumano?

Ya no era Pinu, ahora lo llamaba por su apellido.

– Cuestión de horas. Lo detendremos, eso seguro, pero no por el motivo que tú nos has dicho.

– ¿Y qué les he dicho yo?

– Que quería que tú mataras al juez Rosato.

– ¿Por qué, según usía eso no es verdad?

– Porque no es verdad. Cusumano jamás te mencionó aquel nombre. Tú lo recuerdas porque lo oíste años atrás en tu casa, pues el juez se encargó de una querella que tu padre había presentado contra un vecino. Una querella que, entre otras cosas, ganó tu padre. Y para no olvidarte de su nombre, te llenaste el bolso de toda una serie de cosas que te hacían recordar. Mira, Rosanna, si Pino te hubiera mencionado realmente el nombre del juez, tú, enamorada tal como nos has dicho que estabas de Cusumano, jamás lo habrías olvidado, se te habría quedado marcado a fuego en la cabeza, no habrías necesitado echar mano de la rosa o el trozo de cinta elástica.

– ¿Pues entonces a quién quería matar?

– A Pino Cusumano.

Oyó un «clac» casi imperceptible, el rumor de algo que se había roto o distendido de golpe, tal vez un muelle del sillón donde permanecía sentada la chica, pues era imposible, absolutamente imposible, que aquel ruido procediera del interior del cuerpo de Rosanna, del haz de sus nervios tensados hasta el límite del espasmo. Montalbano siguió adelante.

– Pero él encontró la manera de que tú no lo vieses cuando acudía al tribunal. Tenía miedo. Porque tú fuiste a visitarlo a la cárcel gracias al muy imbécil del dottor Siracusa, y le dijiste que ibas a matarlo. Ahí cometiste un grave error.

– No fue un error.

A Montalbano no le apetecía discutir y continuó.

– Un error porque Cusumano se llevó un susto y comprendió que tu intención era auténtica. Sólo que si le hubieras pegado un tiro, el revólver no habría funcionado. Pero eso tú no podías saberlo. Sin embargo, puesto que eres una chica inteligente, pensaste en la posibilidad de que tu propósito se quedara en agua de borrajas, y entonces te inventaste la historia de que Cusumano te exigía una prueba de amor, es decir, el asesinato del juez Rosato. Lo que me contaste a mí. Por consiguiente, si lo que tú tenías en la cabeza se hubiera convertido en realidad, el destino de Cusumano ya habría estado decidido en cualquier caso: o moría a tus manos o iba a la cárcel por instigación al homicidio. Sólo que las cosas se han desarrollado de otra manera. Y ahora habla tú.

Antes de poder articular una palabra, Rosanna abrió y cerró la boca dos o tres veces.

– ¿Me explica por qué se la tengo jurada a muerte a Cusumano?

– Porque te violó.

Rosanna lanzó un grito y se levantó de un salto. Montalbano no consiguió levantarse. Sólo que esa vez la chica no tenía intención de hacerle daño. Había caído de hinojos y le abrazaba fuertemente las piernas con la cabeza sobre sus rodillas, gimiendo y balanceándose hacia delante y hacia atrás. Un animal herido. La señora Fazio se presentó en la estancia, había oído el grito. Montalbano le dijo sólo con los labios: «Agua.»

La mujer regresó con un vaso y una jarra y se retiró de inmediato. Poco a poco el comisario apoyó una mano sobre el cabello de Rosanna y empezó a acariciárselo muy despacio. Después el gemido se transformó en llanto, un llanto no desesperado sino más bien liberador. Sólo entonces el comisario le preguntó si quería beber un poco de agua. Rosanna asintió con la cabeza. Pero las manos le temblaban demasiado, sólo consiguió beber cuando Montalbano le acercó el vaso a la altura de la boca como si fuera una niña.

– Levántate.

Pero Rosanna sacudió la cabeza, quería permanecer así, quizá sin mirar a los ojos a Montalbano. ¿Se avergonzaba de lo que se vería obligada a contar?

– No fue por lo que me hizo Cusumano.

Durante un instante, el comisario se sintió perdido. ¿A que se había equivocado en todo y sus razonamientos se despedirían alegremente de él y se irían al carajo?

– ¿Pues entonces por qué?

– Por lo que me hizo hacer.

¿Qué significaba aquella frase? ¿Por lo que Cusumano la había obligado a hacer mientras la tenía secuestrada? ¿O por lo que ella había tenido que sufrir a manos de otros con el consentimiento de Cusumano? Prefirió no hacer preguntas y esperar.

– Me pillaron una noche después de haberme visto con un chico que salía conmigo y se llamaba…

– Pino Dibetta.

Sorprendida, la muchacha levantó la cabeza un instante, lo miró y volvió a bajarla.

– … apareció un coche, bajó uno, era Cusumano, me agarró del brazo, me lo retorció, me obligó a subir, el coche se puso en marcha, lo conducía un gordo con una mancha en la cara…

– Ninì Brucculeri. Para tu conocimiento, lo he detenido. Anoche intentó matarme. Sigue.

– Me llevaron a una casa de campo, después Brucculeri se fue y entonces Cusumano, soltándome tortazos en la cara y la tripa, me obligó a desnudarme, él también se desnudó e hizo lo que le dio la gana durante toda la noche y la mañana siguiente. Después, hacia el mediodía, regresó Brucculeri. Cusumano le dijo que yo estaba a su disposición, se vistió y se fue. Y Brucculeri fue peor que Cusumano. A la mañana siguiente al amanecer, él también se fue, pero antes me dijo que si hablaba, si decía lo que me había ocurrido, me matarían. Después me soltó una hostia y yo me desmayé. Cuando desperté, estaba sola. Me lavé porque había un pozo y regresé a casa. Tardé tres horas en llegar, no podía caminar. Y mientras volvía, juré matar a Cusumano, no por haberme violado sino por haberme regalado como si fuera una muñeca de trapo. Pero tres días después, mientras se estaba casando…

– … lo detuvieron y condenaron a tres años.

– Sí, señor. Y yo siempre dale que te pego, pensando cómo podría matarlo. No podía quitármelo de la cabeza, tenía que matarlo, tenía que matarlo en cuanto pusiera los pies fuera de la cárcel. Noche y día siempre el mismo pensamiento. Sí, pero ¿cómo? Me estaba desesperando, pasaban los años, él estaba a punto de salir y yo todavía nada. Después, un día…

– Encuentras en el mercado a la señora Siracusa, que te hace una propuesta. Tú aceptas y te vas a trabajar a su casa. Y de esa manera conoces a su marido.

– Sí, señor, un mujeriego. Se quería aprovechar, pero yo al principio le dije que no. Después, para presumir, me enseñó sus armas.

– Incluso las prohibidas que guardaba en el cajón secreto.

– Sí, señor. Y entonces yo hice lo que él quería.

– ¿El revólver te lo entregó él?

– No, señor. Él sólo me escribió la petición para visitar la cárcel. Que no fue un error como dice usía. Yo durante la visita nada le dije. Fue él quien habló.

– ¿Qué te dijo?

– Me dijo: «¿Qué te pasa, tienes ganas de volver a probar mi polla? En cuanto salga de la cárcel te atiendo.» Y se echó a reír, pero estaba asustado.

– Pues entonces, ¿por qué fuiste?

– Pero ¿cómo? ¿Usía lo ha comprendido todo y eso no lo ha comprendido? Fui porque, si no conseguía matarlo, aquella visita a la cárcel me habría servido para poder decir que fue entonces cuando él me dijo que matara al juez. El papel hablaba.

– Genial. Sigue.

– Como entretanto Siracusa me había tomado confianza, me explicó dónde escondía las llaves de los cajones del escritorio. Y de esa manera yo le robé el revólver y lo cargué, él me había explicado cómo se hacía, para presumir como siempre, claro.

No había nada más que decir. Montalbano se inclinó hacia delante, sujetó a la chica por los brazos y la ayudó a levantarse mientras él también se levantaba. Rosanna seguía con la cabeza gacha.

– Mírame.

Ella lo miró. Curiosamente, ahora sus ojos parecían menos negros y menos profundos. Antes eran un pozo oscuro y cenagoso en cuyo fondo imaginabas que reptaban serpientes venenosas. Ahora se podían contemplar sin inquietud. O, por lo menos, con la inquietud de hundirse gozosamente en su interior.

– Nosotros dos tenemos que sellar un pacto. Yo confío en sacarte de esta historia sin ninguna acusación. Quedarás libre, mientras Cusumano te aseguro que se pasará unos cuantos años en la cárcel. Pero tienes que estar dispuesta a declarar que Cusumano te violó. Procuraré evitártelo, puedes creerme, pero tengo que saber si estás de acuerdo.

Inesperadamente, Rosanna lo abrazó y lo estrechó con fuerza, pegándose a él con todo su cuerpo. Montalbano se sumergió en su calor y en su perfume de mujer. ¡Qué hermoso era sentirse anegar en aquel cuerpo! Involuntariamente, sus brazos le devolvieron el abrazo. Permanecieron un momento así, en silencio, hablándose tan sólo a través de sus respectivos alientos.

– Haré todo lo que tú quieras -dijeron después los labios de Rosanna a la altura de su oreja derecha.

A Montalbano le acudió a la mente una jaculatoria -¿se llamaba así?- que le habían enseñado cuando iba al colegio de los curas:

San Antonio, san Antonio,

tú que venciste al demonio,

hazme duro como un leño

cuando venga Satanás.

No sabía muy bien si Satanás había asumido las formas de la chica, pero duro como un leño seguro que ya empezaba a estarlo, aunque no en el sentido previsto en la jaculatoria. Lo único que podía hacer era pedir auxilio.

– ¡Señora Fazio! -gritó con voz de gallipavo.

Inmediatamente Rosanna lo soltó.

Llegó a la comisaría cuando eran casi las cinco. Fazio entró en su despacho como una bala y se detuvo en seco.

– Mi mujer me ha llamado para decirme que usted…

– Sí. He hablado largamente con Rosanna, que al final ha decidido contarme la verdad. Nos ha estado tomando el pelo esta chica, y nos ha llevado por donde ella ha querido. -Pensó un instante en su padre, que nada más verla la había calado: «No te fíes de esa mujer»-. Pero después de comer se me ha ocurrido la idea acertada y ella ya no ha podido negarlo. Muy al contrario.

Fazio estaba deseando saber.

– Te lo contaré un poco por encima porque no hay tiempo.

Al término del relato del comisario, Fazio se quedó muy pálido y sorprendido. Tenía muchas cosas que decir, pero formuló la pregunta que más le interesaba.

– ¿Estamos seguros de que Rosanna respetará el compromiso adquirido con usted de declarar contra Cusumano por la violación?

– Me lo ha jurado.

Montalbano salió de la comisaría y se situó delante de la puerta. Inmediatamente vio llegar el automóvil con el chófer del honorable Torrisi. Corrió a abrirle la portezuela con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Honorable! ¡Qué alegría volver a verlo!

Mientras bajaba, Torrisi lo miró un tanto perplejo ante semejante muestra de alegría. Era un político y conocía sin duda la naturaleza de los hombres. Pero esa vez no consiguió comprender si Montalbano hacía comedia o hablaba en serio. No contestó, mejor ver cómo se desarrollaba el asunto.

– Pero ¿por qué ha querido molestarse, honorable? ¡Sinceramente, con mucho gusto yo habría ido a visitarlo a usted! -Y una vez dentro, levantando la voz para que todos se enteraran-: ¡No me paséis llamadas! ¡No quiero que se me moleste! ¡Estoy con el honorable!

Pero sólo cuando Montalbano quiso cederle su asiento detrás del escritorio y no hubo manera de disuadirlo para que no lo hiciera, Torrisi se convenció definitivamente de que el comisario era una persona no sólo abordable sino también sobornable. Y hasta podría ser que con muy poco dinero. Por eso decidió no perder demasiado el tiempo. Con aquel hombre quizá no mereciera la pena gastar demasiada saliva.

– He venido a verlo a propósito de un asunto desagradable, pero que yo creo que se puede resolver con un poco de buena voluntad.

– ¿Buena voluntad por parte de quién?

– Por parte de todos -contestó Torrisi ecuménicamente, extendiendo el brazo derecho como para abarcar todo el mundo.

– Pues entonces, dígame, honorable.

– Voy al grano. He sido informado de que la otra noche sus hombres irrumpieron en la casa de un tal Antonio, más conocido como Ninì, Brucculeri. Su domicilio fue registrado, se descubrió un arma y el hombre fue conducido a esta comisaría. Todo ello, que yo sepa, sin ninguna autorización, sin ningún mandamiento.

– Muy cierto. Pero, verá, se trata de un individuo con antecedentes penales que…

– Un hombre con antecedentes penales también tiene sus derechos. Un hombre con antecedentes penales es una criatura humana como todas las demás, puede haber cometido errores, eso sí, pero semejante circunstancia no autoriza a nadie, y tanto menos a usted, a tratarlo como un ser marcado de por vida y carente de derechos y dignidad. ¿Me he explicado?

– Perfectamente -dijo el comisario, retorciéndose las manos visiblemente incómodo-. ¿Usted tiene idea de cómo se puede salir de este berenjenal causado por mi… mi falta de experiencia?

Se congratuló. ¡Berenjenal! Pero ¿de dónde coño le habría salido aquella palabra? Torrisi también se congratuló, estaba convencido de tener al comisario en el bolsillo.

– Veo con agrado que es usted un hombre extremadamente razonable. Puesto que el registro, la incautación del arma y la detención de Brucculeri no constan en ningún sitio, no hay nada por escrito, usted puede ponerlo tranquilamente en libertad. Si así lo hace, podrá beneficiarse de la tangible, repito, tangible, gratitud de ciertas personas influyentes de este lugar. Por otra parte, usted parece haberse dado cuenta de que su actuación no es conforme a la ley.

– Sí, me doy cuenta, tiene usted muchísima razón, pero tengo una duda que usted como abogado podría resolverme.

– Dígame.

– El hecho de que me peguen un tiro, tal como hizo la otra noche Brucculeri, ¿ha de considerarse intento de homicidio o simple advertencia?

El honorable sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.

– ¡Qué palabras tan gruesas! ¡Intento de homicidio! ¡Vamos, por Dios! Usted se encontraba en el interior de su coche y estaba…

– Alto ahí, honorable. ¿Quién le ha dicho a usted que yo me encontraba en el interior de mi coche? ¿Quizá el otro hombre que acompañaba a Brucculeri y estaba cenando con él en el restaurante?

Torrisi se desconcertó. La sonrisa desapareció. ¿A que el muy cabrón, con toda su aparente disponibilidad, lo había hecho caer en una trampa?

– Con coche o sin coche, se trata de un detalle irrelevante.

– Muy cierto.

Montalbano se levantó de la silla, se acercó a la ventana y se puso a mirar fuera.

– ¿Y bien? -dijo al poco rato Torrisi.

– Estaba pensando en cómo podría hacer para arreglar las cosas. Usted ha dicho que no hay nada por escrito, pero no es así.

– ¿Qué es lo que hay por escrito?

– Ordené enviar el arma incautada a Brucculeri y la bala extraída de la cubierta del neumático a la Jefatura Superior de Montelusa. En la petición por escrito figuraban el nombre y el apellido del propietario.

– Eso no habría tenido que hacerse.

– Podría haber una solución. Usted podría convencer a Brucculeri de que asumiera la responsabilidad. Usted podría defenderlo diciendo que estaba bebido, que no se encontraba en condiciones normales, que quiso gastarme una broma pesada… Y de esa manera la cosa se detiene y no pasa de ahí.

Los ojos del honorable se convirtieron de repente en dos ranuras estrechísimas. Sus orejas se levantaron como las de los gatos cuando oyen un leve ruido.

– ¿Por qué? ¿Acaso podría pasar de ahí?

Azorado, el comisario, que aún se hallaba de pie junto a la ventana, se miró las puntas de los zapatos.

– Pues sí.

– Explíquese.

– ¿Sabía usted que el teléfono del restaurante de Racalmuto estaba pinchado desde hacía unos cuantos meses por otro asunto?

Había disparado al azar, una trola colosal, acababa de ocurrírsele en aquel momento, pero Torrisi, trastornado, se tragó el anzuelo.

– ¡Coño! -Y pegó un brinco en la silla con el rostro congestionado, a punto de sufrir un ataque.

– Por consiguiente -prosiguió Montalbano-, la orden de dispararme que Pino Cusumano le dio a Ninì Brucculeri cuando éste lo llamó para comunicarle mi presencia en la trattoria quedó…

– ¡… grabada! -dijo entre jadeos el honorable, en pleno ataque de asma.

– Con ese joven que es tan impulsivo -añadió en tono comprensivo el comisario-, su padre y su abuelo tendrían que andarse con mucho cuidado. Acabará por hacer algún disparate. Puede que reparable, pero siempre impropio y vergonzoso para una familia como los Cuffaro. Como el que cometió hace tres años con una muchacha menor de edad a la que violó.

Un repentino disparo de revólver en la estancia habría tenido menos efecto.

– ¡¿Qué hizo?! -preguntó, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el cuello de la camisa aquel pimiento de color rojo y morado que antaño fuera el honorable Torrisi.

– ¿No lo sabía?

– No… ¡no lo sabíamos!

Utilizó el plural. Por consiguiente, ni siquiera la familia tenía conocimiento de la ocurrencia de su queridísimo Pino.

– La chica ha esperado a alcanzar la mayoría de edad para hablar de ello -expuso Montalbano-. El otro día se presentó aquí y me reveló que había sido secuestrada, molida a golpes y repetidamente violada por Pino Cusumano. Justo tres días antes de su boda.

– ¿Es un delito todavía perseguible? -consiguió preguntar Torrisi.

– Abogado, ¿le falla la doctrina? Pues claro que es todavía perseguible y, además, perseguible de oficio, tratándose de una menor de edad en el momento de los hechos.

– ¿Ha presentado una denuncia en toda regla?

– Todavía no. Depende de mí. Estoy tratando de evitar que la familia Cuffaro sea expuesta a la picota. ¡Un miembro de una familia tan venerada y respetada, comportándose como un pequeño delincuente cualquiera! ¡Es como para perder para siempre la dignidad! Y los enemigos de la familia, que son tan numerosos, lo celebrarán a lo grande. También he pensado en la pobre señora…

– ¿Qué señora? -preguntó Torrisi completamente desconcertado.

– ¿Qué señora, honorable? ¡La señora, la esposa de Cusumano! La que durante tres años no pudo gozar de los placeres del tálamo conyugal porque le habían detenido al marido a la puerta de la iglesia. Usted mismo lo dijo durante el proceso en el cual yo intervine como testigo, ¿no lo recuerda? Usted afirmó que Cusumano circulaba a toda velocidad con su automóvil porque, recién excarcelado, en casa lo esperaba la esposa con la cual aún no había conseguido consumar…

– Sí, lo recuerdo -lo cortó Torrisi.

– ¡Pues bien! Yo me he dicho que si aquella pobre mujer se enterara de que su marido, justo tres días antes de la boda, había decidido celebrar la despedida de soltero violando a una niña de quince años… igual no se conformaba, igual se iba de casa, igual armaba un escándalo… ¡El final de una familia! Pero ¡¿cómo?! Pero ¡¿cómo?! -terminó en tono interrogativo, llevándose ambas manos a la frente.

El papel del hombre indignado y sorprendido le salió bordado.

– Pero ¿cómo qué? -preguntó el honorable.

– ¿Es que no lo entiende, abogado? Ahora mismo se lo explico. Cuando la chica vino a denunciar la violación sufrida, yo encargué a uno de mis hombres que, con la máxima discreción, buscara a Cusumano y concertara un encuentro conmigo. Quería conocer su versión de los hechos, ¿comprende? Y por toda respuesta, en agradecimiento a mi deferente manera de actuar, ¿Cusumano va y ordena a Brucculeri que me pegue un tiro? ¿Y eso por qué? ¿Qué forma de comportarse es ésa? Sólo se explica con el hecho de que Cusumano perdió la cabeza en cuanto se enteró de que yo estaba haciendo indagaciones acerca de la violación. En caso de que ese asunto aflorara a la superficie, Cusumano temía más la reacción de su familia que la de la ley. Quería mi silencio. No hay otra explicación. Y ese gesto imprevisible demuestra hasta qué extremo es poco de fiar Cusumano, se podría decir incluso que es un irresponsable. Quizá para la familia sea mejor que permanezca en la cárcel sin armar más follones.

– De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué se propone hacer? -preguntó Torrisi, cambiando repentinamente de actitud.

Ya había comprendido con toda claridad la manera de pensar del comisario, el cual tenía la intención de joder a Pino sin remedio. Y él había caído en aquella comedia como un pardillo.

– ¡¿Yo?! -dijo Montalbano-. Yo no me propongo hacer nada. Puedo, como mucho, permitirle elegir. No voy a acumular delitos, ¿me explico, honorable? O el intento de homicidio o la violencia carnal. O una cosa o la otra. Y ya es mucho. Tendrán que decidirlo ustedes. -Consultó el reloj, eran las seis. Siguió adelante-: Pero comuníquenme su decisión antes de las ocho y media de esta tarde. Usted, con toda justicia, me ha hecho observar que no he actuado conforme a la ley. Por consiguiente, comprenderá y justificará mis prisas por volver a encarrilarme. Pero cuidado. Pactos claros. Si Cusumano, cuando se autoinculpe del intento de homicidio, lo hace de tal manera que ofrezca demasiados pretextos a la defensa, es decir, a usted, entonces yo saco la denuncia por violación.

El honorable abogado Torrisi levantó un brazo.

– Dígame.

– Si no se menciona la investigación por violación, ¿qué motivo habría tenido entonces Cusumano para ordenar a Brucculeri que disparara contra usted?

– Honorable, ésa es una cuestión que no me concierne. El motivo tendrá que inventárselo usted. Un motivo muy gordo, porque quiero ver a Cusumano…

– … en la cárcel -terminó Torrisi.

Ya no había nada más que decir. Montalbano abrió la ventana.

– Quiero que se ventile la atmósfera. Hasta pronto, honorable. Ha sido realmente un placer.

Y diciendo eso, le dirigió una amplia y aparentemente cordialísima sonrisa. El honorable Torrisi se levantó, no se despidió y tuvo que abrirse él mismo la puerta porque Montalbano no se movió del lugar donde estaba.

La llamada del honorable abogado Torrisi se produjo a las ocho y veinticinco. Hasta Fazio, que a aquellas alturas ya lo sabía todo, estaba esperando en el despacho del comisario.

– ¿Dottor Montalbano? Quiero comunicarle que Pino Cusumano está dispuesto a declarar que ordenó a Brucculeri hacer lo que usted sabe.

– Muy bien. Que acuda de inmediato a la comisaría.

– Verá, ha habido un contratiempo. Por desgracia, el pobre chico se ha caído por una escalera.

– ¿Se ha hecho daño?

– Parece que un par de costillas rotas, el tabique nasal fracturado, no consigue mover una pierna… Hemos tenido que llamar una ambulancia.

– ¿Dónde está ingresado?

– En el Santo Spirito de Montelusa.

Colgaron simultáneamente. Montalbano se dirigió a Fazio.

– ¿Has comprendido? Los Cuffaro le han propinado una paliza a su amado hijo y nieto. Confesará el intento de homicidio con respecto a mi persona. Está ingresado en el hospital del Santo Spirito. Llama a la Jefatura de Montelusa y explica lo ocurrido. De Pino Cusumano se encargarán ellos.

– ¿Y usía adónde va?

– Me ha entrado apetito, me voy a cenar. Ah, una cosa: cuando regreses a casa, has de decirle a Rosanna que he cumplido la promesa. Pino irá a la cárcel y ella no tendrá que declarar. Salúdala de mi parte.

– Así lo haré -dijo secamente Fazio.

– ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

– ¿Qué hacemos con el revólver de Rosanna?

– Lo registraremos como encontrado en la calle.

– Y al juez Rosato cuando llame, ¿qué le decimos?

– Que Rosanna ha resultado una mitómana, una loca sin el pleno uso de sus facultades mentales.

– ¿Y cómo actuamos con el dottor Siracusa?

– Seguramente dentro de unos días regresará ya más tranquilo. Entonces tú vas a su casa para controlar las armas. Y como por casualidad, descubres el cajón secreto. Te lo explicaré todo a su debido tiempo. Así pasará sus apuros.

El rostro de Fazio se alargó todavía más.

– O sea que todo arreglado.

– Sí.

– Pero pasándose por el forro todas las normas, dottore.

– Es lo mismo que me ha dicho el honorable Torrisi, estás en buena compañía.

Dottore, si pretende ofenderme, eso sólo puede significar una cosa: que usted sabe muy bien que tiene mucho que callar.

– Si quieres desahogarte, desahógate.

Dottore, nos hemos comportado como en las películas americanas, esas donde hay un sheriff que actúa como le sale de los cojones porque la ley por aquellas tierras cada cual se la hace a su conveniencia. Mientras que aquí entre nosotros hay unas normas que…

– ¡Sé muy bien que hay unas normas! Pero ¿sabes cómo son tus normas? Son como el jersey de lana que me hizo tía Cuncittina.

Fazio lo miró totalmente desconcertado.

– ¿Como un jersey?

– Sí, señor. Cuando yo tenía quince años, mi tía Cuncittina me hizo un jersey de lana. Pero como no sabía utilizar las agujas, algunas veces las mallas eran tan anchas que parecían agujeros y otras veces en cambio demasiado apretadas, y, además, tenía un brazo más corto que el otro. Y yo, para que me quedara bien, debía tirar por una parte y soltar por la otra, apretar o ensanchar. ¿Y sabes por qué podía hacerlo? Pues porque el jersey se prestaba a que lo hiciera, era de lana, no de hierro. ¿Me has comprendido?

– Perfectamente. ¿Y por eso piensa usted de esta manera?

– Pienso de esta manera.

Hacia las diez y media Montalbano llamó a Mery desde Marinella. Acordaron que él iría a verla al sábado siguiente. En el momento de despedirse, se le ocurrió una idea.

– Ah, oye una cosa. Necesito colocar a una chica de dieciocho años…

– ¿Colocarla en qué sentido?

– Pues no sé, como sirvienta, como vigilante no sé de qué, como canguro… Es limpia y guapa, lo cual nunca está de más, está acostumbrada a ganarse el pan desde que era pequeña, todos los que la han tenido a su servicio me han hablado bien de ella.

– ¿Lo dices en serio?

– En serio.

– ¿No tiene a nadie en Vigàta?

– A nadie.

– ¿Cómo es posible?

– Te contaré su historia cuando nos veamos.

– Entonces, ¿estaría dispuesta a dormir en la casa de sus empleadores?

– Sí.

– ¡Pues qué estupendo, oye! Precisamente mi madre está desesperada… hace justo una hora me ha llamado para decirme que ya no aguanta más… el sábado cuando vengas, ¿podrías traértela?


* * *

Salió a la galería. Noche suavísima, luna brillante y un mar con una leve resaca. En la playa no había ni un alma. Se quitó la ropa y fue corriendo a darse un chapuzón.

Загрузка...