Capítulo nueve

Cuando llegaron al pie del camino que ascendía al faro, Max sintió que los músculos de sus piernas se convertirían en mantequilla en cuestión de segundos. Antes de partir, Alicia se había ofrecido a coger la otra bicicleta que todavía dormía en la sombra del cobertizo, pero Max había desdeñado la idea, ofreciéndose a llevarla tal y como Roland había hecho el día anterior. Un kilómetro después, Max había empezado a arrepentirse de su bravata.

Como si su amigo hubiese intuido su sufrimiento durante la larga marcha, Roland esperaba con su bicicleta en la boca del camino. Al verlo, Max detuvo la marcha y dejó que su hermana descendiese. Respiró profundamente y se masajeó los muslos, agarrotados por el esfuerzo.

- Creo que has encogido unos 4 ó 5 centímetros -dijo Roland.

Max decidió no desperdiciar aliento contestando a la broma. Sin mediar palabra, Alicia subió a la bicicleta de Roland y emprendieron de nuevo el camino. Max esperó unos segundos antes de empezar a pedalear otra vez, cuesta arriba. Ya sabía en qué iba a gastar su primer sueldo: en una motocicleta.


El pequeño comedor de la casa del faro olía a café recién hecho y a tabaco de pipa. El piso y las paredes eran de madera oscura y, al margen de una inmensa librería y algunos objetos marinos que Max no pudo identificar, apenas estaba decorado. Un hogar para quemar leña y una mesa recubierta de un manto de terciopelo oscuro rodeada de viejas butacas de piel descolorida eran todo el lujo con el que Víctor Kray se había rodeado.

Roland indicó a sus amigos que tomasen asiento en las butacas y se acomodó en una silla dé madera entre ambos. Esperaron durante cinco minutos, sin apenas cruzar palabra, mientras los pasos del anciano se escuchaban en el piso de arriba.

Finalmente, el viejo farero hizo su aparición. No era tal y como Max lo había imaginado. Víctor Kray era un hombre de mediana estatura, tez pálida y una generosa mata de pelo plateado con que coronaba un rostro que no reflejaba su verdadera edad.

Sus ojos verdes y penetrantes recorrieron lentamente el semblante de los dos hermanos, como si tratase de leer sus pensamientos. Max sonrió nerviosamente ante la mirada escrutadora del anciano. Víctor Kray le correspondió con una afable sonrisa que iluminó su semblante.

- Sois la primera visita que recibo en muchos años -dijo el farero, tomando asiento en una de las butacas -. Tendréis que disculpar mis modales. De todos modos, cuando yo era un crío, pensaba que todo eso de la cortesía era una soberana estupidez. Y todavía lo pienso.

- Nosotros no somos críos, abuelo -dijo Roland.

- Cualquiera más joven que yo lo es -respondió Víctor Kray -. Tú debes de ser Alicia. Y tú, Max. No hay que ser muy listo para deducirlo, ¿eh?

Alicia sonrió cálidamente. No hacía dos minutos que lo había conocido, pero el talante socarrón del anciano le resultaba encantador. Max, por su parte, estudiaba el rostro del anciano, tratando de imaginarle encerrado en aquel faro durante décadas, guardián del secreto del Orpheus.

- Sé lo que debéis de estar pensando -explicó Víctor Kray -. ¿Es verdad todo lo que hemos visto o creemos haber visto estos últimos días? La verdad es que nunca pensé que llegaría el momento en que tuviese que hablar de este tema con nadie, ni siquiera con Roland. Pero siempre sucede lo contrario de lo que esperamos, ¿no es así?

Nadie le contestó.

- Está bien. Al grano. Lo primero es que me contéis todo lo que sabéis. Y cuando digo todo es "todo". Incluyendo los detalles que os puedan parecer insignificantes. Todo. ¿Entendido?

Max miró a sus compañeros.

- ¿Empiezo yo? -sugirió.

Alicia y Roland asintieron. Víctor Kray le hizo una seña para que iniciase su relato.

Durante la siguiente media hora, Max relató sin pausa cuanto recordaba ante la mirada atenta del anciano, que escuchó sus palabras sin el menor asomo de incredulidad ni, como esperaba Max, de asombro.

Cuando Max hubo finalizado su historia, Víctor Kray tomó su pipa y la preparó metódicamente.

- No está mal -murmuró. No está mal…

El farero encendió la pipa y una nube de humo de aroma dulzón inundó la estancia. Víctor Kray saboreó lentamente una bocanada de la picadura especial y se relajó en su butaca. Luego, mirando a los ojos a cada uno de los tres muchachos, empezó a hablar…

"Este otoño cumpliré setenta y dos años y, aunque me queda el consuelo de que no los aparento, cada uno de ellos me pesa como una losa a la espalda. La edad te hace ver ciertas cosas. Por ejemplo, ahora sé que la vida de un hombre se divide básicamente en tres períodos. En el primero, uno ni siquiera piensa que envejecerá, ni que el tiempo pasa ni que, desde el primer día, cuando nacemos, caminamos hacia un único fin. Pasada la primera juventud, empieza el segundo período, en el que uno se da cuenta de la fragilidad de la propia vida y lo que en un principio es una simple inquietud va creciendo en el interior como un mar de dudas e incertidumbres que te acompañan durante el resto de tus días. Por último, al final de la vida, se abre el tercer período, el de la aceptación de la realidad y, consecuentemente, la resignación y la espera. A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que se quedaron ancladas en alguno de esos estadios y nunca lograron superarlos. Es algo terrible".

Víctor Kray comprobó que los tres muchachos le observaban atentamente y en silencio, pero cada una de sus miradas parecía preguntarse de qué estaba hablando. Se detuvo a saborear una bocanada de su pipa y sonrió a su pequeña audiencia.

"Ése es un camino que cada uno de nosotros debe aprender a recorrer en solitario, rogando a Dios que le ayude a no extraviarse antes de llegar al final. Si todos fuésemos capaces de comprender al inicio de nuestra vida esto que parece tan simple, buena parte de las miserias y penas de este mundo no llegaría a producirse jamás. Pero, y ésa es una de las grandes paradojas del universo, sólo se nos concede esa gracia cuando ya es demasiado tarde. Fin de la lección. Os preguntaréis por qué os explico todo esto. Os lo diré. A veces, una entre un millón, ocurre que alguien, muy joven, comprende que la vida es un camino sin retorno y decide que ese juego no va con él. Es como cuando decides hacer trampas en un juego que no te gusta. La mayoría de las veces te descubren y la trampa se acaba. Pero otras, el tramposo se sale con la suya. Y cuando en vez e jugar con dados o naipes, se juega con la vida y la muerte, ese tramposo se convierte en alguien muy peligroso.

Hace muchísimo tiempo, cuando yo tenía vuestra edad, la vida cruzó mi destino con uno de los mayores tramposos que han pisado este mundo. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. En el barrio pobre donde yo vivía, todos los chicos de la calle le conocían como Caín. Otros le llamaban el Príncipe de la Niebla, porque, según las habladurías, siempre emergía de una densa niebla que cubría los callejones nocturnos y, antes del alba, desaparecía de nuevo en la tiniebla.

Caín era un hombre joven y bien parecido, cuyo origen nadie sabía explicar. Todas las noches, en alguno de los callejones del barrio, Caín reunía a los muchachos harapientos y cubiertos por la mugre y el hollín de las fábricas y les proponía un pacto. Cada uno podía formular un deseo y él lo haría realidad. A cambio, Caín sólo pedía una cosa: la lealtad absoluta. Una noche, Angus, mi mejor amigo, me llevó a una de las reuniones de Caín con los chicos del barrio. El tal Caín vestía como un caballero salido de la ópera y siempre sonreía. Sus ojos parecían cambiar de color en la penumbra y su voz era grave y pausada. Según los chicos, Caín era un mago. Yo, que no había creído una sola palabra de todas las historias que sobre él circulaban en el barrio, venía aquella noche dispuesto a reírme del supuesto mago. Sin embargo, recuerdo que, ante su presencia, cualquier asomo de burla se pulverizó en el aire. En cuanto le vi, lo único que sentí fue miedo y, por descontado, me guardé de pronunciar una sola palabra. Aquella noche varios de los chavales de la calle formularon sus deseos a Caín. Cuando todos hubieron terminado. Caín dirigió su mirada de hielo al rincón donde estábamos mi amigo Angus y yo. Nos preguntó si nosotros no teníamos nada que pedir. Yo me quedé clavado, pero Angus, ante mi sorpresa, habló. Su padre había perdido el empleo aquel día. La fundición en la que trabajaba la gran mayoría de los adultos del barrio estaba despidiendo personal y sustituyéndolos por máquinas que trabajaban más horas y no abrían la boca. Los primeros en ir a la calle habían sido los líderes más conflictivos entre los trabajadores. El padre de Angus tenía casi todos los números en aquella rifa.

Desde aquella misma tarde, el sacar adelante a Angus y sus cinco hermanos que se apilaban en una miserable casa de ladrillo podrido por la humedad se había convertido en un imposible. Angus, con un hilo de voz, formuló su petición a Caín: que su padre fuera readmitido en la fundición. Caín asintió y, tal como me habían predicho, caminó de nuevo hacia la niebla, desapareciendo. Al día siguiente, el padre de Angus fue inexplicablemente llamado de nuevo a trabajar. Caín había cumplido su palabra.

Dos semanas más tarde, Angus y yo volvíamos a casa por la noche después de visitar una feria ambulante que se había instalado en las afueras de la ciudad. Para no retrasarnos más de la cuenta, decidimos tomar un atajo y seguir el camino de la vieja vía de tren abandonada. Caminábamos por aquel paraje siniestro a la luz de la Luna cuando descubrimos que, entre la niebla, emergía una silueta envuelta en una capa con una estrella de seis puntas dentro de un círculo y grabada en oro, caminando hacia nosotros por el centro de la vía muerta. Era el Príncipe de la Niebla. Nos quedamos petrificados. Caín se acercó a nosotros y, con su sonrisa habitual, se dirigió a Angus. Le explicó que había llegado el momento de que le devolviese el favor. Angus, visiblemente aterrorizado, asintió. Caín dijo que su petición era simple: un pequeño ajuste de cuentas. En aquella época el personajes más rico del barrio, el único rico en realidad, era Skolimoski, un comerciante polaco que poseía el almacén de comida y ropa en el que todo el vecindario compraba. La misión de Angus era prender fuego al almacén de Skolimoski. El trabajo debía realizarse la noche siguiente. Angus trató de protestar, pero las palabras no le llegaron a la garganta. Había algo en los ojos de Caín que dejaba muy claro que no estaba dispuesto a aceptar nada más que la obediencia absoluta. El mago se marchó como había venido.

Corrimos de vuelta y, cuando dejé a Angus a la puerta de su casa, la mirada de terror que llenaba sus ojos me encogió el corazón. Al día siguiente le busqué por las calles, pero no había ni rastro de él. Empezaba a temer que mi amigo se hubiera propuesto cumplir la criminal misión que Caín le había encomendado y decidí montar guardia frente al almacén de Skolimoski al caer la noche. Angus nunca se presentó y, aquella madrugada, la tienda del polaco no ardió. Me sentí culpable por haber dudado de mi amigo y supuse que lo mejor que podía hacer era tranquilizarle por que, conociéndole bien, debía de estar escondido en su casa temblando de miedo ante la posible represalia del fantasmal mago. A la mañana siguiente me dirigí a su casa. Angus no estaba allí. Con lágrimas en los ojos su madre me dijo que había faltado toda la noche y me rogó que lo buscase y lo llevase de vuelta a casa.

Con el estómago en un puño, recorrí el barrio de arriba abajo sin dejar ni uno solo de sus apestosos rincones por rastrear. Nadie le había visto. Al atardecer, exhausto y sin saber ya dónde buscar, una oscura intuición me asaltó. Volví al camino de la vieja vía del tren y seguí el rastro de los raíles que brillaban débilmente bajo la Luna en la oscuridad de la noche. No tuve que caminar demasiado. Encontré a mi amigo tendido en la vía, en el mismo lugar donde dos noches antes Caín había emergido de la niebla. Quise buscar su pulso, pero mis manos no encontraron piel en aquel cuerpo. Sólo hielo. El cuerpo de mi amigo se había transformado en una grotesca figura de hielo azul y humeante que se fundía lentamente sobre los raíles abandonados. En torno a su cuello, una pequeña medalla mostraba el mismo símbolo que recordaba haber visto grabado en la capa de Caín, la estrella de seis puntas envuelta en un círculo. Permanecí junto a él hasta que los rasgos de su rostro se desvanecieron para siempre en un charco de lágrimas heladas en la oscuridad.

Aquella misma noche, mientras yo comprobaba horrorizado el destino de mi amigo, el almacén de Skolimoski fue destruido en un terrible incendio. Nunca le expliqué a nadie lo que mis ojos habían presenciado aquel día.

Dos meses más tarde, mi familia se mudó al sur, lejos de allí y muy pronto, con el paso de los meses, empecé a creer que el Príncipe de la Niebla era sólo un recuerdo amargo de los oscuros años vividos a la sombra de aquella ciudad pobre, sucia y violenta de mi infancia… Hasta que volví a verle y comprendí que aquello no había sido más que el principio".

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