11. Un verdadero amigo

Sylvie se despedía de Fontsomme.

Cogida del brazo de Perceval, daba un último paseo por el jardín antes de recorrer las estancias del castillo y decir adiós a sus servidores. Aquel mes de abril excepcionalmente templado y soleado había provocado un estallido de la naturaleza: las lilas perfumaban el aire, los manzanos y los cerezos se cubrían de una delicada blancura y cada brizna de hierba recién brotada parecía proclamar su alegría por haber surgido de las profundidades de la tierra y ver de nuevo la luz. El estanque, ondulado por una ligera brisa, resplandecía como un fuego de artificio, pero toda esa alegría no servía sino para hacer más trágicas por contraste las dos siluetas de luto riguroso que avanzaban. Perceval vio brillar una lágrima en la mejilla de su acompañante. Estrechó un poco la mano que descansaba sobre su brazo.

— Sería mejor acabar ya, querida. Te haces daño a ti misma…

— Puede ser, pero he pasado tantos años aquí que debo un saludo y mi gratitud a toda esta belleza. Por cruel que me resulte pensar que nunca pertenecerá a mi Philippe. ¡Amaba tanto Fontsomme! Lo más duro es decirse que no reposará aquí y que su sombra no resultará molesta para el que va a sucederle… Cómo íbamos a imaginar hace tan sólo diez meses que ese miserable Saint-Rémy conseguiría un día su objetivo y que Colbert, ya que no el rey, respaldaría su reclamación ante las cortes soberanas.

— Es más asombroso aún que Beaufort y Philippe hayan sido declarados oficialmente muertos con el único testimonio de ese hombre, del que nadie habría podido imaginar que había marchado con la flota como voluntario, con un nombre falso.

En efecto, en los primeros días de febrero Saint-Rémy había regresado de Constantinopla, donde, después de resultar herido y preso en Candía, había sido cuidado y devuelto por el propio sultán Mehmet IV, con una carta para el rey de Francia en la que aseguraba que el duque de Beaufort había sido capturado durante la batalla y decapitado. El tal Saint-Rémy había reconocido su cabeza entre otras de cabellos rubios que le habían sido mostradas. La noticia de esa muerte, que los franceses y sobre todo los parisinos se negaban a creer -corrían sobre el tema los rumores más extraños-, fue acogida por la corte tal como convenía: se decretó luto y se ofició una ceremonia en Notre-Dame en torno a un catafalco vacío. Todo ello agravó el dolor de Sylvie, porque desvaneció las esperanzas que aún conservaba de que su hijo y su amado, declarados oficialmente desaparecidos, estuvieran aún con vida en algún lugar: si Beaufort había encontrado la muerte, Philippe, que no se separaba de él, no podía haber escapado a la cimitarra del verdugo otomano. Sin embargo, aún había de descender un último escalón en el abismo de su pena: el título de duque de Fontsomme quedó vacante, y la Cancillería real, después de consultar con el Parlamento y a partir del examen del acta presentada, pretendía adjudicarlo al señor de Saint-Rémy, en reparación por el daño de que había sido víctima y como recompensa por los servicios prestados a la Corona.

El nuevo golpe asestado a la duquesa había provocado la indignación de D'Artagnan. Como sabía por ella desde hacía mucho tiempo quién era exactamente ese Saint-Rémy, de cuya presentación al rey fue además testigo, no pudo contenerse y expresó sus sentimientos a Luis XIV con la ruda franqueza que le caracterizaba.

— Ignoro, Sire, lo que Madame de Fontsomme ha hecho a Vuestra Majestad, pero tiene que haber sido muy grave para que el exilio y la muerte de su hijo no os parezcan suficiente castigo: ¿es necesario también dejarla en la miseria?

— ¿Por qué os entrometéis, D'Artagnan? -gritó el rey, enfurecido, lo que no pareció intimidar al mosquetero.

— Por lo que dirá la gente de bien. Cierto que es poco numerosa en este palacio. Los cortesanos os aplaudirán y se apresurarán a incluir entre sus visitas al nuevo duque. Pero yo sé muy bien lo que habría dicho la augusta madre de Vuestra Majestad.

— ¡Dejad descansar a mi madre! Al apelar a su memoria no estáis eligiendo el mejor abogado… -Se dio cuenta entonces de lo extraña que había de sonar su frase, y añadió-: La duquesa no va a ser despojada de sus bienes, como pensáis: conservará su pensión de viudedad y su finca de Conflans, que le pertenece por derecho propio. Lo cual hace menos riguroso su exilio, porque le permite residir cerca de París.

— El difunto mariscal de Fontsomme y su hijo se han visto muy mal recompensados por haber derramado su sangre. ¡Tener a ese miserable como sucesor, cuando Vuestra Majestad no ignora que intentó asesinar al joven Philippe!

— ¡Después se ha rehabilitado! Basta ya, capitán. Podéis estimaros contento con mi paciencia, vuestra insolencia va a valeros tan sólo un arresto de un mes. Así podréis calmar un poco esa cabeza demasiado caliente para mi gusto.

D'Artagnan no insistió. Conocía aquel tono tenso que presagiaba un estallido de cólera y temió no por sí mismo sino por Sylvie, que podía pagar los platos rotos. Antes de volver al cuartel para «arrestarse» a sí mismo, traspasó el mando a su teniente y se permitió una rápida visita al Palais-Royal. Allí no pudo ver a Marie, que había salido para rezar en las Carmelitas de la Rue du Bouloi, pero sí a Madame, que le reservó su mejor acogida.

— Diré a Marie que habéis venido. Siente una gran pena por la muerte de su hermano y os agradecerá vuestro gesto. Hay días en que la crueldad del rey resulta turbadora. ¡Sobre todo cuando sabemos que puede ser tan bueno!

Pero D'Artagnan no creía en absoluto en la bondad de Luis XIV. De vuelta por fin en su alojamiento, tomó la pluma y escribió a Sylvie una larga carta en la que dejó hablar a su corazón con el fin de que ella estuviera segura de poder contar siempre con su devoción…


Los dos paseantes volvían ya hacia el castillo, donde los servidores, ocupados en cargar en dos carretas el equipaje y algunos objetos personales, habían hecho una pausa para correr hacia una carroza de viaje que acababa de llegar, bajar el estribo y abrir la portezuela con exclamaciones de alegría ante la joven alta, rubia y delgada, vestida también de luto riguroso, que descendió de ella y a la que tan bien conocían.

— ¡Dios mío! -exclamó Sylvie-. ¡Es Marie!

Ésta apretaba las manos que aquellas personas sumidas en la tristeza tendían hacia ella como a una esperanza; luego alguien señaló los jardines y a quienes allí estaban. Ella se recogió las faldas y corrió hacia ellos. A tres pasos de distancia más o menos, se detuvo.

— ¡Madre! -dijo con una voz apagada por la emoción-. He venido a pediros perdón…

Iba a doblar las rodillas y dejarse caer en la arena del sendero, pero Sylvie impidió el gesto. Invadida por una alegría que ya no esperaba, abrió los brazos para acoger a su hija finalmente de vuelta… La palidez de Marie, el dolor pintado en su bonito rostro, reflejaban un dolor igual al suyo propio.

Largo rato permanecieron así, apretadas la una contra la otra, mezclando sus lágrimas y sus besos.

— Hace mucho que te he perdonado -murmuró por fin Sylvie-. Lo único que esperaba era volver a ver algún día a mi hija. ¡Oh Marie, no sabes la alegría que me das al volver con nosotros!

— Que nos das -precisó Perceval-. Por mi parte, estaba seguro de que no podrías negarte a venir a compartir con tu madre estas horas terribles. -Y abrazó a la joven, pero con una reticencia que no pasó inadvertida a Marie.

— ¿No me perdonáis? -dijo con tristeza.

— No voy a ser más intransigente que tu madre, pero me cuesta más que a ella, aunque sigo queriéndote lo mismo. Estuvo en trance de muerte y no sabíamos qué había sido de ti; y cuando por fin lo supimos, fue ella quien me prohibió ir a decirte, delante de Madame si era necesario, lo que pensaba de tu conducta. En el fondo, ella tenía razón y yo no habría hecho más que envenenar más las cosas. Ahora me siento feliz y vamos a olvidarlo todo juntos. ¿Sabes que nos marchamos de aquí dentro de una hora?

— He visto los preparativos, pero ¿por qué tan pronto? ¿Y para ir adonde?

— No queremos esperar que el nuevo duque nos eche -dijo Perceval con amargura-. Vamos a Conflans, porque es todo lo que la generosidad del rey deja a tu madre.

Y eso porque la finca le pertenece en propiedad, como los bienes que le donó, cuando era niña, la difunta señora duquesa de Vendôme, que Dios tenga en su gloria -añadió, al tiempo que se quitaba el sombrero con respeto.

Sylvie no pudo retener un sollozo. En efecto, la duquesa François e había muerto el mes de septiembre anterior en la vieja mansión del faubourg Saint-Honoré, al que había vuelto después de la partida de la gran expedición para recibir las noticias con más celeridad. Tenía setenta y siete años, pero no fue la edad sino el dolor lo que abatió su antigua vitalidad, como había también golpeado al hijo mayor, Louis de Mercoeur, cardenal-duque de Vendôme, abrumado por la desaparición de su hermano.

Y Sylvie había visto aumentado su dolor en la muerte de la que había sido para ella una segunda madre, por la orden de exilio que le impedía acudir a verla una última vez y rezar al pie de su lecho mortuorio.

Con ternura, Marie deslizó su brazo por el de su madre y se encaminó con ella, a pasos lentos, hacia la mansión.

— ¡Pobre duquesa! -murmuró-. Se diría que la desgracia se ceba con la casa de Vendôme.

— Sí -suspiró Perceval-. Sobrevivió a sus tres hijos, que es lo más cruel que puede ocurrirle a alguien. Dios quiera proteger a los dos muchachos sobre los que reposa en adelante la gloria de ese alto linaje: el joven duque Louis-Joseph, que sólo tiene dieciséis años, y el pequeño Philippe, que ha tenido la suerte de volver de Candía sano y salvo, pero inconsolable por no haber podido encontrar a su tío…

— Son muchos los inconsolables -murmuró Marie-. Lo más difícil es convencerse de que no le veremos más… que tendremos que vivir sin él.

— Le amas todavía -susurró Sylvie, posando su mano sobre la de su hija-. No habrías tenido que devolverle su palabra.

— ¡Oh, sí! Aun en el caso de que se hubiera llevado a cabo la boda, habría acabado por detestarme.

Para despejar la atmósfera, Perceval cambió de tema y preguntó:

— ¿Nuestra marcha trastorna tus planes, quizá? ¿Pensabas quedarte aquí unos días?

— No. He venido a toda prisa para hacer las paces con vosotros antes de cruzar el mar, porque nunca se sabe lo que un viaje puede reservarnos. Madame va a Inglaterra, el rey la envía a hablar con su hermano, el rey Carlos II, para restablecer la alianza entre los dos reinos. En cierto modo, como embajadora extraordinaria. Naturalmente, yo voy con ella. Oh, el viaje no durará mucho: Monsieur, rabioso desde que fue exiliado el caballero de Lorraine, no autoriza a su mujer a ir más allá de Dover, donde sólo nos quedaremos tres días.

— ¡Es a la vez estúpido y cruel! -observó Perceval-. Cuando el rey decide…

— Monsieur no siempre cede. Tiene unos celos enfermizos de los éxitos de una mujer, a la que detesta desde la muerte de su hijo. La vida no resulta divertida en sus castillos, ya sea el Palais-Royal, Saint-Cloud o Villers-Cotterêts. Ha habido que plegarse a sus prohibiciones. -Pero tengo aún otra cosa que deciros, una decisión que me he visto obligada a tomar y que, espero, me perdonaréis…

— ¿Otro perdón? -preguntó Sylvie, sorprendida.

— Sí… por adelantado. El perdón antes del pecado… El hombre que va a ocupar aquí vuestro lugar, ese Saint-Rémy… está enamorado de mí desde hace mucho tiempo, al parecer. Y he decidido casarme con él.

— ¿Cómo?

Fue una exclamación de incredulidad a dos voces. La duquesa palideció, mientras Raguenel se puso de un color rojo encendido.

— ¿Te has vuelto loca? -rugió.

— No. ¡Intentad comprenderlo! El rey desea ese matrimonio porque ve en él una manera de unir la rama perdida al tronco principal…

— ¡El rey! -espetó Perceval-. ¡Otra vez el rey…!

— ¡Siempre el rey! Piensa que tendremos descendencia. Si no acepto, hará que se case con otra. Por eso estoy decidida a aceptar, pero puedo aseguraros que nunca habrá hijos…

— ¡No, no lo hagas, te lo ruego! -imploró Sylvie-. Y no te fíes por el hecho de que ese hombre es mucho más viejo que tú. Si le niegas lo que el matrimonio le permite exigir, puede forzarte a dárselo. Ignoras todavía, afortunadamente, la violencia de la que es capaz un hombre que desea a una mujer -añadió con un estremecimiento de horror retrospectivo-. Deja heridas incurables.

Pero Marie no quiso oír más. Con un movimiento brusco, estrechó a su madre, le dio un largo beso en la mejilla, y luego la soltó y corrió hacia su coche.

— ¡Para eso haría falta que tuviera tiempo! -gritó contra el viento que empezaba a levantarse-. ¡No os atormentéis por mí! Tengo aún una amiga segura en Madame de Montespan, y Madame me quiere mucho. Ellas me ayudarán.

— ¡Dios mío! -gimió Sylvie, tapándose la cara con las manos-. ¿Pero qué quiere hacer, casarse con ese asesino, compartir su casa y su lecho? ¡Oh, es impensable!

Perceval se encogió de hombros y volvió a tomar su brazo.

— Nada es impensable en la corte de Luis XIV, pero confío en Marie. Tiene carácter y es inflexible en sus decisiones, lo sabes bien. Y si conserva la amistad de la bella Athénaïs, estará protegida. ¡Se dice que el rey está loco por ella!

Se interrumpió: el abate de Résigny, con su breviario en las manos como si aquel día fuera igual a todos los demás, bajaba la escalinata, y ni en sus ropas ni su actitud había ningún signo que indicara una partida inminente.

— ¿Adonde vais, señor abate? -preguntó con cierta brusquedad Raguenel-. No hay tiempo para ir a rezar al parque. ¿No os venís con nosotros?

El preceptor de Philippe, que no había reducido gran cosa de volumen desde su llegada, sonrió con tristeza.

— No, porque en estos últimos días he reflexionado mucho, y rezado también; y, con vuestro permiso, señora duquesa, voy a quedarme.

— ¿Cómo, nos abandonáis? ¿Queréis servir al nuevo amo? -lo fulminó Perceval, rojo de cólera-. ¡Las cosas ya no serán como antes, claro! Por ejemplo, Lamy, al que tanto apreciáis, se va a servir al palacio del Luxembourg. La señora duquesa se lo envía a Mademoiselle para agradecerle su amistad. De todas maneras, no puede mantener el mismo tren de vida. ¡Vais a adelgazar, amigo mío!

Las lágrimas asomaron a los ojos del buen abate.

— Sé todo eso, y me conocéis muy mal, caballero. Además, aunque Jeannette se va con su ama, ¿no es cierto que Corentin Bellec se queda en su puesto de intendente de la propiedad?

— ¡Desde luego! No se puede dejar el ducado al albur de cualquier suceso, sin vigilancia. El… nuevo amo -las palabras salían con tanto esfuerzo que parecía masticarlas- podría exigir cuentas. Es un hombre muy interesado, y si Corentin se queda no es por gusto…

— ¡Tampoco yo! Él va a cuidar de los bienes terrestres, ¡yo del alma de Fontsomme! He querido demasiado a mi joven duque para no intentarlo todo con el fin de que ese hombre comprenda que está cometiendo un crimen y que…

— ¡Es al rey a quien habría que hacer comprender eso!

Sylvie se interpuso entre los dos hombres, el que lloraba y el que tronaba.

— ¡Os lo ruego, padrino! No debéis tratar al abate de esta manera. Nos da una gran prueba de amistad, y no nos traiciona como parecéis creer. Sin embargo, rehúso esa prueba: ese Saint-Rémy es peligroso.

— Es posible, pero voy a quedarme igual. Ya veis, estoy dispuesto a ser vuestro espía aquí, y quizá Dios me conceda poder hacer un buen trabajo.

— ¿Por qué no, después de todo? ¿Ya habéis olvidado, querido padrino, lo que acaba de decirnos Marie?

— No… no he olvidado nada. ¡Perdonadme, señor abate! Últimamente tiendo a tomar a mal todo lo que me dicen. Me estoy convirtiendo en un viejo gruñón… ¡Gracias por vuestra abnegación! Habría tenido que darme cuenta de cuál era vuestra intención.

Acogió entre sus brazos al abate para darle un fuerte abrazo, y luego lo soltó con tanta brusquedad que el infeliz habría caído al suelo si Madame de Fontsomme no le hubiera sostenido. A su vez, ella se inclinó para posar un beso en su mejilla mofletuda.

— Puede que nos seáis todavía más útil de lo que creéis -le dijo-. ¡Hasta la vista, querido abate! Siempre tendréis un lugar en nuestra casa. ¡Ah, veo que vienen los aldeanos! Creo que ha llegado el momento de decirles adiós.

Mientras el patio de honor de Fontsomme era el teatro de una escena conmovedora que permitió a la duquesa y al caballero de Raguenel verificar la magnitud del afecto que sentían por ellos las gentes del lugar, Marie se dirigía a Saint-Quentin, donde había de integrarse en el nutrido cortejo partido de Saint-Germain para acompañar a Madame hasta Dunkerque. La joven se sentía aliviada e incluso feliz por haber puesto fin a una separación tan cruel para todos; y también llena de un valor extraído del cariño renovado que sentía por los suyos. Habían sufrido demasiado, y Marie consideraba que le tocaba a ella defenderles ahora que Philippe, su querido hermano menor, no iba a volver nunca. ¡Philippe, al que amaba tanto y que Fulgent de Saint-Rémy había querido matar! Tenía derecho a hacer pagar sus crímenes al hombre que la había engañado durante tanto tiempo. ¡Y eso sucedería en el momento mismo en que él creería alcanzar el triunfo!

Con un gesto maquinal, buscó el saquito de terciopelo colgado de su garganta y lo sostuvo un momento, acariciándolo con la yema del dedo con algo parecido a la ternura. Había en él algo que podía liberar a la familia de su pesadilla.

Aproximadamente dieciocho meses antes, cuando Marie luchaba contra la desesperación en que la habían sumido las revelaciones de Saint-Rémy y la renuncia a su sueño, Athénaïs, por entonces en lucha casi abierta con La Vallière, le había aconsejado que consultara a una adivina: «Dice cosas asombrosas y puede ayudaros a hacerlas realidad. Des Oeillets os llevará.»Fue así como un día, acompañada por la camarera de la bella marquesa, Marie se había encontrado en el fondo del jardín de una casita situada en la Rue Beauregard, en aquel faubourg de la Villeneuve-sur-Gravois crecido a principios de siglo en torno a la iglesia de Notre-Dame-de-Bonne-Nouvelle. Allí, en una especie de gabinete amueblado con una mesa, dos sillas y un tapiz, la había recibido una tal Catherine Monvoisin, llamada la Voisin, una mujer pelirroja bastante guapa de casi cuarenta años, vestida con un manto de terciopelo púrpura bordado de oro y una falda verde claro drapeada de «punto de Francia», que estuvo a punto de provocar su hilaridad más que su confianza. Sin embargo, lo que le dijo despertó su atención, porque acertó a describir bastante bien la situación en que se debatía la joven, al menos a grandes trazos. Luego Marie quedó algo confundida cuando la adivina le predijo un nuevo amor, un amor que vendría de lejos.

«Entonces olvidaréis -le dijo- esta pasión que tan contraria os es; antes sufriréis una prueba difícil. No sé todavía en qué consistirá, pero no olvidéis que para todo mal existe un remedio, y que yo entiendo mucho de remedios. Cuando llegue el momento, volveremos a vernos…»

Al salir de la casa de la vidente, Marie no estaba más que medio convencida. ¡Qué idea tan absurda, imaginar simplemente que ella podría dejar de amar a François, el único hombre que llevaba en su corazón desde su infancia! Sin embargo, cuando la terrible noticia, doblemente dolorosa para ella, se había difundido por la capital, y sobre todo cuando se había adjudicado el ducado de su hermano a Saint-Rémy -ese Saint-Rémy al que ella había permitido convertirse en un amigo y visitarla, pero al que ahora despreciaba de todo corazón-, Marie se había acordado de la Voisin. Había vuelto a verla, sola en esta ocasión, y la adivina le había entregado el saquito de polvo blanco que sostenía ahora en la palma de la mano.

«Nadie se extrañará de que un hombre ya maduro caiga enfermo, sobre todo si se casa con una muchacha demasiado joven para él… En pocos días todo quedará solucionado, y podréis volveros hacia un futuro distinto.»

¡Veneno! Era veneno lo que le había vendido la Voisin [32] y al principio a Marie le había horrorizado aquella solución; pero en las pesadillas que la afligían con frecuencia, le parecía oír aún la voz desesperada de su madre que le gritaba: «Ese hombre quería dejar morir a tu hermano menor de una manera horrible», y acabó por acostumbrarse a la idea de vengar de golpe todo el mal que había infligido a los suyos el hombre que se atrevía a amarla. Incluso su marcha a Candía con la flota, «a fin de cosechar una gloria suficiente para hacerme digno de vos», había acabado por arrojar una sombra siniestra. ¿Y si había sido él quien asestó el golpe mortal a Philippe? En el fragor de la batalla, debía de ser bastante fácil… Desde ese momento, un verdadero horror sustituyó a la simpatía, y luego amistad, nacida bajo los plátanos del castillo de Solliès. La determinación de convertirse en la mano vengadora que acabara con él llegó con toda naturalidad. Bastaba con tener el valor suficiente para llevar hasta el fin una tarea que le repugnaba, pero que era necesaria. Luego tendría todo el tiempo de vida que le quedara para expiar su pecado en un convento. Por lo menos, las personas a las que amaba podrían envejecer en paz…

Iba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que el tiempo había cambiado. Al llegar a Saint-Quentin, caía una verdadera tromba de agua y la antigua y orgullosa ciudad picarda, que tantas había tenido que sufrir durante las guerras con España, parecía ser objeto de una nueva invasión. Marie hubo de renunciar a llegar en el coche que le había prestado Mademoiselle hasta el magnífico Hôtel de Ville, el ayuntamiento en el que sabía que iban a pasar la noche el rey, la reina y las princesas. Dejó que el cochero se las arreglara como mejor pudiera y se lanzó por las calles adoquinadas entre una increíble aglomeración de caballos, coches, señores, damas y criados, todos más o menos mojados y embarrados. Dominando aquella confusión como si fuera una especie de faro, Lauzun, montado en un magnífico caballo lleno de brío que le daba al menos la ventaja de no tener que abrirse paso, repartía órdenes y se esforzaba en organizar el caos. Por otra parte, era su papel: pocos meses antes había sido nombrado capitán de la primera compañía de guardias de corps, y a él había confiado el rey el mando de la fabulosa escolta, compuesta por cerca de treinta mil personas, que se dirigía a Calais. Y lo cierto es que, poco a poco, volvió la calma y se restableció el orden, por más que aún no hubiesen acabado los apuros para Lauzun… De pronto, su mirada de águila distinguió a Marie, que trataba de llegar a la casa comunal; giró el caballo hacia ella, se colocó a su lado, se inclinó al tiempo que le tendía la mano y la levantó del suelo para instalarla en la grupa de su corcel.

— ¡Válgame Dios! ¿Qué hacéis aquí? Creía que Mademoiselle os había dado un coche para ir a Fontsomme.

— Vengo de allí, pero mi cochero no podía avanzar y he preferido apearme para no tener que esperar horas.

— Mademoiselle está en la escalinata del Hôtel de Ville. Os llevaré allí.

Allí, en efecto, se encontraba la princesa. Sin preocuparse de la lluvia, contemplaba con una sonrisa extasiada las evoluciones de Lauzun, del que no era un secreto para nadie que se había enamorado con locura en el curso del magnífico desfile en el que el rey había entregado al joven su bastón de mando. Todo el mundo se reía con disimulo de la princesa, pero algo menos desde que había empezado a correr un rumor inquietante: ella estaba empeñada en casarse y convertir así a aquel cachorro de la Gascuña en duque de Montpensier, primo del rey y dueño de la mayor fortuna del reino. Al ver que llevaba a una mujer a la grupa de su caballo, frunció el entrecejo, pero se tranquilizó al reconocer a Marie, a la que recibió con calor.

— ¡Ya estáis aquí, pequeña! ¿Ha ido todo bien? ¿Cómo sigue vuestra madre?

— Me temo que bastante mal, y ha faltado poco para que no la encontrara: estaba a punto de marchar. Debe de haber partido con el caballero de Raguenel, poco después que yo, para volver a su finca de Conflans.

— ¡Cómo! ¿Ya? Pero si el nuevo duque aún no ha sido investido…

— Desde el momento en que recibió la orden del rey, decidió marcharse. No quiere esperar a que la echen…

— ¡Es abominable! -dijo Lauzun, que se entretenía en dedicar miradas dulces a su princesa-. ¡Pobre encantadora duquesa, qué mal trago ver cómo ese vejestorio sucede a su hijo desaparecido! A propósito, me han dicho que el rey pretende que os caséis con él.

— Sí. De ese modo, por derogación especial, le sería transmitido el título por línea femenina.

— ¿Y vais a aceptar?

— No hay más remedio…

— ¡Ocupaos de vuestras cosas, Lauzun! -cortó Mademoiselle-. Os necesitan. Yo acompañaré a Marie a ver a Madame. ¡Nos veremos más tarde!

Cuando las dos mujeres llegaron al alojamiento asignado al duque y la duquesa de Orleans, la voz agria y furibunda de Monsieur resonaba hasta en las vigas del techo. Una vez más, el príncipe se dedicaba a su ocupación preferida desde el arresto de su amado favorito: hacer una escena a su mujer. El tema habría sido de una monotonía ridícula si Madame no sufriera tanto: «¡No iréis a Inglaterra a ver a vuestro hermano si el rey no me devuelve al caballero de Lorraine!» Siempre la misma cantinela…

Cuando Mademoiselle y su joven acompañante entraron en la estancia, Madame, pálida, con los rasgos tensos y los ojos cerrados, estaba tendida sobre una otomana y se esforzaba por no oír los aullidos de su esposo, que iba y venía por la habitación como un oso enjaulado, sin detenerse más que para amenazar con el puño a su mujer. Marie se precipitó hacia su ama, mientras Mademoiselle se esforzaba sin mucho éxito en calmar a Monsieur, que le dijo, furioso:

— La verdad, no sé por qué Madame está empeñada en cruzar la Mancha. ¡Miradla! Está medio muerta, y es seguro que no vivirá mucho. Además, me han predicho que me casaré varias veces…

— ¡Oh, primo! -protestó la princesa-. ¡Esas cosas no se dicen! ¡Os traerán mala suerte!

— ¡Es precisamente lo que deseo! -respondió Monsieur, feroz.

Aquello podía haber continuado durante buena parte de la noche, siguiendo la costumbre adoptada por el príncipe, de no haber aparecido de pronto el rey. Captó la escena de una ojeada, y desdeñando las reverencias con que lo saludaban, se dirigió a la otomana en la que Madame se esforzaba en incorporarse.

— No os mováis, hermana. He venido a rogaros silencio, hermano. ¡Sólo se os oye a vos!

— Con o sin vuestro permiso, gritaré, Sire, gritaré hasta que se me haga justicia. ¡Y aquí estoy en mi casa!

— Al pedir que se os haga justicia, ¿queréis decir que se os devuelva a un amigo un poco demasiado querido, y que os empuja a la rebelión? En ese caso, hermano, he venido a deciros lo siguiente: no sólo vais a dejar a Madame reunirse con el rey Carlos II en Dover, sino que permitiréis que se quede allí más de tres días, porque la misión que le he confiado es de tanta importancia que resulta imposible cumplirla en un lapso tan breve. Me parecen necesarios por lo menos quince días, e incluso… ¿diecisiete? ¿Qué pensáis?

— ¡Nunca! Si se me presiona, ni siquiera la dejaré partir.

— Muy bien. En ese caso escuchad: el caballero de Lorraine, preso hasta ahora en Lyon en la fortaleza de Pierre-Encize, acaba de ser transferido a Marsella, al castillo de If, que tiene un clima muy malsano. Además he ordenado que le quiten a su criado y que se le prohíba todo género de correspondencia…

El soplo del espanto apagó de golpe la cólera de Monsieur, que se echó a llorar.

— No habréis hecho tal cosa, Sire…

— ¡Y haré cosas peores si me forzáis a ello! Sabed, hermano, que no permitiré a nadie interponerse en mi política. Necesito que Francia e Inglaterra se aproximen. Por eso no me apiadaré de nadie, y menos de vos, que sois un príncipe francés. Y si el caballero de Lorraine me molesta demasiado…

— ¡No, Sire, hermano! Os lo suplico: no le hagáis sufrir más. Yo no… no puedo soportar la idea. ¡El castillo de If, Dios mío!

— Únicamente de vos depende que salga de allí, libre para viajar a Italia… y para seguir escribiéndoos cartas.

Bajo la mirada terrible de su hermano, Monsieur arrió su pabellón, aterrorizado ante la idea de no volver a ver nunca al hombre al que tanto amaba.

— Soy el humilde servidor de Vuestra Majestad -suspiró, y se inclinó antes de abandonar la sala como si le persiguiera el diablo.

Luis XIV le vio salir y esbozó una sonrisa indefinible, y luego volvió junto a su cuñada y le tomó la mano para llevársela a los labios.

— Ahora todo irá bien, hermana. ¡Animaos y no penséis más que en la alegría que os aguarda!… Ah, Mademoiselle de Fontsomme, ¿estáis aquí?

— A las órdenes de Vuestra Majestad -dijo la joven con una reverencia.

— ¡Eso nos complace! Naturalmente, seréis una de las cinco señoritas que acompañarán a Madame a Dover. A la vuelta, el señor de Saint-Rémy será presentado a la corte y anunciaremos vuestro compromiso. Solamente entonces será investido de sus nuevos títulos y nombres.

— Como el rey disponga.

— Me gusta vuestra obediencia. Bien es verdad que habéis sido bien educada… En recompensa, vuestra madre la duquesa viuda será autorizada a residir en París cuando así lo desee, en vuestra casa o en la del caballero de Raguenel.

El término de duquesa viuda aplicado a su madre le pareció cómico, tan mal sentaba a una mujer aún bella y cuya juventud parecía eterna. Pero no dejó de dar las gracias, al pensar que Sylvie sería sin duda feliz de volver a la Rue des Tournelles, aunque no a ningún otro lugar, y sobre todo no al hôtel de la Rue Quincampoix a partir del momento en que lo ocupara Saint-Rémy… y desde luego tampoco cuando hubiera fallecido en él… Aquel asunto sólo le concernía a ella, y Marie consideraba su propio futuro con una mezcla de sangre fría y resignación. No imaginaba que el viaje a Inglaterra iba a colocar, en el camino que con tanta firmeza se había trazado, algo que para ella era impensable…


Cuando el Mary-Rose, el navío inglés que había ido a Dunkerque en busca de Madame y su séquito, las depositó en el muelle engalanado de Dover donde las esperaba Carlos II en medio de una corte brillante, la mirada de Marie se cruzó con la de un gentilhombre que, desde su aparición, no se separó de ella.

Tiene veintiocho años y se llama Anthony, lord Selton; es pariente de Carlos II, muy rico, y la seducción misma. Tan moreno como rubio era Beaufort, pero con sus mismos ojos chispeantes, hay en su estela muchos corazones femeninos destrozados, de los que no se preocupa porque experimenta la misma sed de absoluto que los caballeros de antaño. Cuando ve a Marie, sabe que ha encontrado lo que buscaba desde siempre, y Marie, por su parte, siente conmoverse su corazón más que nunca: un verdadero flechazo deja a ambos jóvenes clavados, hasta el punto de despertar la curiosidad divertida de quienes les rodean, sobre todo de Madame, a quien haría feliz librar a Marie de un matrimonio odioso dejándola en Inglaterra. Y durante todo el tiempo que va a durar la estancia de la princesa en el espacio forzosamente reducido de Dover, un tanto abarrotado -Monsieur ha cedido en lo referente al tiempo de estancia pero se ha empeñado en el lugar, porque no quiere conceder a su mujer la gloria de un recibimiento fastuoso en Londres-, Anthony Selton y Marie de Fontsomme se verán sin más interrupción que las horas dedicadas al sueño.

Ante ese nuevo amor que la deslumbra hasta el punto de hacerle olvidar todo lo demás, Marie vive primero días mágicos en medio de fiestas, paseos en barca y almuerzos al aire libre muy del gusto de Carlos II -el tiempo, a finales de mayo y principios de junio, es magnífico-, pero, a medida que pasa el tiempo y las horas se deslizan, el recuerdo de quién es y de lo que le espera en Francia va adquiriendo mayor peso, y su alegría se apaga poco a poco, como la luz de una lámpara privada de aceite.

Al comprender que se había adentrado por un camino sin salida, intentó evitar al joven; pero era tarea difícil en el recinto del viejo castillo dominado por un enorme torreón construido por los Plantagenêt. Y una tarde en que ella había ido a rezar a la iglesia de Saint-Mary-in-Castro, que hacía las veces de capilla del castillo, él fue a su encuentro y allí mismo le pidió, con una solemnidad que reflejaba la seriedad de su propio compromiso, que fuera su mujer.

— Es imposible -respondió ella, mirándole con lágrimas en los ojos-. Estoy prometida y debo casarme cuando regresemos a Francia.

— Lo sé, y sé también que debéis casaros con un hombre casi anciano que no puede gustaros…

— Pero… ¿cómo lo habéis sabido?

— Por Madame, a quien he ido a pedir vuestra mano antes de hablaros a vos misma.

— ¿Y qué os ha dicho Madame?

— Que deseaba de todo corazón veros convertida en condesa de Selton, pero que no podía disponer de vuestra mano y que únicamente el rey de Francia…

— Por desgracia, es él quien impone este matrimonio. No puedo escapar de él.

— Sí. ¡Quedaos aquí! Madame os confiará a la reina Catalina, a la espera de que venga vuestra madre, la duquesa. Está exiliada, según me han dicho, de modo que puede marcharse de Francia, y en Inglaterra todos los míos la recibirán con alegría.

— También eso es imposible, y no lo ignoráis. Mi madre aceptaría con gusto que yo me casara con vos, porque nunca ha querido otra cosa que mi felicidad, pero el rey Luis podría convertir a Madame en el blanco de su indignación.

— ¡Vamos! Ella acaba de firmar con su hermano el tratado que quería Luis XIV, que nos indispone con Holanda y le deja las manos libres. Tiene que estarle agradecido.

— Sin duda, y sé que lo estará, porque siente hacia ella un afecto especial, pero a pesar de todo podría guardarle rencor y alejarse de ella, privándola así de un apoyo muy necesario. Monsieur es un esposo temible, que hace muy desgraciada a su mujer. ¿Sabéis que, desde el momento en que se habló de un viaje que él no deseaba, empezó a perseguirla con sus asiduidades para dejarla encinta e impedirle viajar?

Anthony no pudo dejar de reírse.

— ¿A pesar de que le gustan más los hombres? ¡Qué príncipe tan raro! Cuesta creer que descienda de Enrique IV como su real hermano y nuestro Carlos II, dos mujeriegos impenitentes. En cualquier caso, dejemos el tema. Veo que la única manera de conquistaros es ir yo mismo a pediros a vuestro rey. Así pues, os acompañaré a Francia con las personas que darán escolta de honor a la princesa.

— ¡No, os lo ruego, no lo hagáis! -exclamó Marie, dividida entre la inquietud y la alegría al saberse amada con tanta firmeza-. Se negará y vos saldréis perjudicado.

— Querida, podéis decirme todo lo que os parezca… salvo que no me amáis, porque sería falso. Habéis de saber que por mis venas corre sangre de normandos, bretones y escoceses, que son los pueblos más obstinados del mundo, ¡y os quiero! ¡Pongo a Dios por testigo!

Dicho lo cual, tomó su mano, que estaba helada, la besó largamente y luego dio media vuelta y salió rápidamente de la iglesia, dejando a Marie bastante desconcertada y sin saber muy bien dónde se encontraba. Al volver a su alojamiento, decidió confiarse a su ama.

No era un buen momento. Madame estaba cansada por tanta agitación, enferma, y acababa de negarse a entregar a su hermano la más joven de sus doncellas de honor, una preciosa bretona llamada Louise-Renée de Kéroualle, de la que él se había encaprichado.

— Querida, no puedo hacer nada por vos, porque no tengo poder para oponerme a la voluntad del rey Luis… y tampoco a la de Anthony Selton. El os ama para siempre: hay que dejarle actuar a su guisa.

— Pero podría costarle caro…

La princesa hizo el gesto de apartar con la mano aquel problema.

— Es lo bastante mayor para saber lo que hace. Los hombres tienen con frecuencia tendencia a utilizarnos. Cuando pelean por nosotras, dejemos que ellos se las arreglen.

Un poco más tarde, sin embargo, prometió a Marie hablar al rey Carlos para que retuviera a Anthony en Inglaterra tanto tiempo como fuera posible…

El joven se inclinó, obediente, y partió para llevar a cabo en Edimburgo la misión que se le había encomendado, A la vez tranquilizada y pesarosa, Marie no tuvo ni siquiera la dolorosa felicidad de verle por última vez. Así, la marcha de la princesa de su tierra natal fue tan triste como alegre había sido la llegada. Como si adivinara que no iba a volverla a ver, Carlos II se resistía a dejar partir a la que siempre llamaba cariñosamente «Minette». La acompañó hasta el barco, y por tres veces volvió para abrazarla.

Acodada en la borda del navío, Marie vio desvanecerse en la bruma azul de la mañana los blancos acantilados de Dover con ojos enturbiados por las lágrimas. Sin embargo, su pena era menor de lo que había temido, porque apretaba contra su pecho dos perritos «king Charles» que le había entregado un sirviente poco antes de embarcar, con una carta. O mejor dicho, un mensaje breve, pero que lo decía todo: «Nunca renunciaré a vos porque os amo más que a nada en el mundo.»Era muy dulce sentirse amada hasta ese punto, pero se sabía atada de forma irremediable por la voluntad de Luis XIV y por su propia decisión, porque era la única manera de apartar para siempre a Saint-Rémy del camino de su madre. A pesar de que Madame, compadecida de la pena silenciosa que advertía en su acompañante, tan parecida a la suya propia, le prometió de forma espontánea hablar al rey para convencerle de que no llevara a cabo lo que ella llamaba «una mala acción», con la confianza que le permitía una misión tan felizmente concluida.

«Mientras no estéis casada con ese hombre, tenéis que tener confianza, pequeña», le repetía, y Marie, poco a poco, se dejó ganar por esa convicción, por esas palabras de ánimo…

Desgraciadamente, dieciocho días más tarde, en el castillo de Saint-Cloud, la hermosa princesa que había sabido seducir a Luis XIV muere en medio de atroces dolores después de beber un vaso de agua de achicoria… Una muerte tan súbita y tan terrible que pone en todas las bocas la palabra «veneno». Se susurra incluso el nombre del culpable, el marqués de Effiat, pagado desde Roma para hacerlo por el caballero de Lorraine; y Luis XIV, espantado, ordena una autopsia inmediata en presencia de lord Montagu, embajador de Inglaterra. [33]

Unos días más tarde, en la basílica de Saint-Denis, sofocante bajo los cortinajes negros que la visten, envuelta a la vez en el luto severo ordenado por el rey en su propio dolor por haber perdido a la princesa a la que amaba, Marie escucha tronar la voz de bronce de aquel Bossuet que Enriqueta había revelado a la corte en ocasión de los recientes funerales de su madre. «Madame se muere… ¡Madame ha muerto…! Mientras vertía tantas lágrimas en este mismo lugar, ¿habríais creído que ella os reuniría tan pronto para llorarla…?»

No, nadie lo habría creído. Ni siquiera Monsieur, que por lo demás no asiste a la ceremonia; y Marie sabe muy bien que bajo ese catafalco dorado reposa la débil esperanza que aún conservaba de impedir a Saint-Rémy suceder a su hermano Philippe. Su propio destino está sellado, desde que, dos días antes, el rey se acercó a ella: «¡Os habéis quedado sin empleo, señorita! Pero desde hoy mismo vais a pasar a formar parte de las doncellas de la reina, y, después de la boda, de sus damas.» Tuvo que darle las gracias. Y ahora, Marie espera impaciente que todo termine, porque teme el momento en que habrá de encontrarse frente a Fulgent de Saint-Rémy.

De hecho, apenas había vuelto a verle después de la llegada de ambos a París. Durante la noche que siguió a su regreso de Fontsomme, y a lo largo del camino, se había repetido sin descanso las terribles palabras de su madre, con rabia pero sin ponerlas en duda: ese Fulgent tan delicado, tan afectuoso, que había acabado por convertirse en un amigo con el que ella creía contar, no perseguía otra cosa que el título y la fortuna de los suyos… hasta el punto de haber intentado asesinar a un niño, su hermano menor. Le había arrojado al rostro aquella acusación, casi al modo de una caldera herméticamente cerrada que acaba por hacer explosión, y al concluir el viaje añadió que esperaba no volver a verle en su vida. Él ni siquiera se había defendido; se contentó con decirle que su causa era justa, que pensaba hacer valer sus derechos, y que su firme decisión de ganar la partida entablada desde hacía tanto tiempo se debía a que estaba enamorado y sólo deseaba recuperar sus bienes para ponerlos a los pies de ella. Se rió en sus narices.

— ¿Y habéis creído que yo aceptaría? ¡Verdaderamente estáis loco…!

— Puede ser, pero no pararé hasta haceros mía, y para conseguirlo recurriré a todos los medios.

La última imagen que conservaba de él era una silueta negra recortada contra el sol poniente, de pie en el patio de las postas generales. Apoyado en un bastón, parecía Condenado a una inmovilidad eterna mientras ella entregaba su equipaje a dos mozos de cordel y abandonaba el lugar en dirección al refugio que había elegido, el convento de La Madeleine, en la Rue des Fontaines.


El castillo de Saint-Germain tenía una distribución muy cómoda para la vida íntima de Luis XIV. Sus aposentos lindaban con los de la reina y estaban situados justo encima de los de la duquesa de La Vallière y Madame de Montespan, entre las cuales no acababa de decidirse, a pesar de que su pasión por la deslumbrante Athénaïs crecía de día en día. No se decidía a alejar de él a una mujer que le había dado seis hijos -aunque sólo dos de ellos vivían- y de cuyo amor excesivamente devoto tenía continuas pruebas. En Saint-Germain podía vivir casi «en familia» con sus tres mujeres, y por eso acudía allí lo más posible.

Para Marie también era feliz esa distribución porque le permitía ver a su amiga Athénaïs con tanta frecuencia como deseara, ya que su nuevo servicio al lado de María Teresa no era precisamente absorbente. Y aquel día, al bajar a los aposentos de Madame de Montespan mientras aguardaba el momento de asistir a la sesión de juego de la reina, encontró allí a Lauzun, instalado como en su casa y charlando con la marquesa con el alegre desenfado propio de ambos, mientras Mademoiselle des Oeillets acababa de combinar perlas y diamantes en el tocado de su ama. Lauzun estaba arrellanado en un sillón, y se puso en pie de un brinco al ver entrar a la joven, de cuya mano se apoderó para besarla con un cariño que no era frecuente en él. Desde que ella rechazara su proposición de matrimonio, la amistad entre ambos no había sufrido ningún altibajo.

— ¡Qué aire tan triste tenéis, mi niña! -exclamó-. Gracias a Dios, no afecta a vuestra belleza, que me parece más arrebatadora que nunca. Precisamente hablábamos de vos…

— ¿De mí? No soy un tema interesante para nadie.

— ¿Qué os decía? -señaló la marquesa al tiempo que buscaba unos pendientes en un cofrecito repleto de joyas-. Nuestra pobre Marie sufre debido a un amor contrariado: a estas horas debería de estar celebrando sus bodas con el guapo lord Selton, y en cambio van a casarla con un vejestorio al que para colmo adjudican el título de su familia…

— Os lo ruego, Athénaïs -suspiró Marie-, hemos discutido ya este asunto y sabéis muy bien cómo están las cosas: «tengo» que casarme con el señor de Saint-Rémy, que esta misma noche lo será de Fontsomme. Si no, mi madre podría sufrir, aún más, las consecuencias.

— ¿Creéis que este matrimonio la hace feliz? -dijo Lauzun, repentinamente serio-. ¿Un yerno diez años mayor que ella y que no se sabe de dónde sale?

— Es verdad que preferiría a otro, pero Monsieur de Saint-Rémy está protegido por Monsieur Colbert, y ella ha enojado ya demasiado al rey. Además, su salud es frágil desde la enfermedad que estuvo a punto de llevársela de este mundo.

— ¿Un duque de Fontsomme sacado de la manga en la persona del hijo de un mercader de paños? -ironizó Lauzun-. Es el mundo al revés. ¿Y vos, marquesa? ¿Vos, a quien el rey idolatra, no habéis podido impedir esta mascarada?

— No, y no por falta de intentarlo, pero nuestro Sire siente al parecer por la duquesa un rencor bastante particular, por motivos que no consigo adivinar. Dicen sin embargo que en otra época le tenía verdadero afecto. Todo cambió en el momento de la muerte de la reina madre…

— Supongo que fue el deseo de barrer los vestigios de la antigua corte, que había conocido el reinado de Mazarino y la triste condición a la que se atrevió a relegarle a él, ¡al rey! Madame de Schomberg fue alejada al mismo tiempo. En el fondo es bastante normal, por no decir muy humano.

— ¡Precisamente! ¡No puede ser más humano! -saltó Athénaïs-. Pero ¿no debería estar a estas horas el capitán de los guardias de corps en la antecámara del rey? Se acerca la hora.

Lauzun giró sobre sus talones rojos y ofreció a su amiga -se decía incluso que en tiempos había sido su amante- una resplandeciente sonrisa.

— ¡Veo que me ponéis lindamente en la puerta! Acudo a la llamada del deber. ¡Hasta pronto, hermosas damas!

Y desapareció con un saludo cuya gracia habría envidiado un bailarín.

Sin dejar de contemplar en el espejo su brillante imagen, Madame de Montespan se levantó, hizo revolear su vestido de raso del mismo tono azul de sus ojos, y tomó a su amiga del brazo.

— Tenéis razón al querer obedecer al rey, Marie. Es lo prudente. Ya veremos, después, lo que conviene hacer para que vuestro suplicio no dure mucho tiempo.

Un momento más tarde, las dos se presentaron en el Grand Cabinet de la reina, donde estaban dispuestas las mesas de juego. Los admitidos a participar formaban una reunión vistosa porque, conocedores del gusto del rey por las piedras preciosas, hombres y mujeres competían en emitir destellos a la suave luz de los candelabros de innumerables velas. Vestida de terciopelo negro recamado de plata y realzado por toques del rojo claro que tanto le gustaba, y con enormes perlas y diamantes alternados para subrayar su profundo escote, más una gargantilla de perlas, la reina estaba a la vez imponente y magnífica. Pero en medio de todo aquel brillo, Marie vio muy pronto a Saint-Rémy, que, en pie junto a Colbert, miraba en todas direcciones: aquella tarde daba sus primeros pasos en la corte, y era evidente que se sentía impresionado. A pesar de su vestido de raso color malva con abundantes bordados en plata, le encontró espantoso. Lo cual era exagerado, porque a pesar de su edad aquel hombre seguía teniendo una silueta elegante y la peluca, al disimular una calvicie avanzada, le favorecía. Además, su rostro de rasgos irregulares no era feo, pero los ojos del corazón de la joven conservaban la imagen de Anthony Selton, y la comparación entre ambos resultaba odiosa.

Apareció el rey, deslumbrante como acostumbraba. Su pasión por las joyas se revelaba en la magnificencia casi oriental de sus ropajes, de las hebillas de sus zapatos, de su tahalí incrustado de diamantes y del puño de su espada. Brillaba como un sol, y cada vez le gustaba más que lo compararan con el astro diurno. Saludó a la redonda, dijo unas palabras a su hermano que, enfundado en un atuendo lila cosido con perlas, estaba visiblemente contento de lucir un color más favorecedor que el negro, y cruzó algunas frases con su prima. Mademoiselle también parecía transformada: admirablemente peinada, vestida con colores otoñales a tono con su piel fresca y sus magníficos cabellos algo rojos, era evidente que la princesa vivía las horas mágicas de los amores felices. Antes de ocupar su lugar en la mesa preparada para él, el rey se acercó a María Teresa para besar su mano, e hizo que Colbert le presentara a Saint-Rémy, antes de anunciar que, dada su filiación, quedaba autorizado a recibir el nombre y el título de duque de Fontsomme desde el día de su matrimonio con la última heredera. Marie hubo de adelantarse y poner su mano en la del hombre al que había jurado matar; e incluso ese contacto atenuado por los guantes le hizo estremecerse.

— Deseamos que ese matrimonio tenga lugar en cuanto sea posible -añadió el rey-. La reina y yo mismo asistiremos y firmaremos gustosos el contrato que permitirá perpetuarse a una noble familia… ¡Ahora, juguemos!

Mientras cada cual, según su rango, tomaba asiento en una de las mesas o se quedaba de pie mirando, Marie, con lágrimas en los ojos, retrocedió y se ocultó entre las doncellas de honor, como si quisiera desaparecer. Su mirada dolorida buscaba en vano el consuelo de otra que reflejara un poco de compasión, pero no había nadie. Incluso el capitán D'Artagnan, siempre tan cariñoso con ella, estaba ausente ese día. En cuanto a Athénaïs y Lauzun, el demonio del juego parecía haberse apoderado de ellos. Vio -y le apenó- a Lauzun sentado frente a Saint-Rémy en la mesa de sacanete en la que Monsieur hacía de banquero. Un gran honor para aquel hidalgüelo, pensó con rabia, pero que sería aún mayor, hasta permitirle acceder a la mesa del rey, si ella no ponía remedio.

Poco interesada en el juego, se colocó detrás del sillón de la reina, que por su parte era una adicta, y buscó apoyo en el vano de una ventana: iba a tener que estar de pie durante horas, sin otra cosa que escuchar que las breves palabras que intercambiaban los jugadores y el tintineo de las monedas de oro.

Durante una hora aproximadamente sufrió aquel suplicio, hasta que de pronto resonó un grito inaudito, impensable en presencia del rey.

— ¡Tramposo! ¡No sois más que un miserable tramposo!

El insulto resonó con claridad, cargado de desprecio y acompañado de inmediato por «¡Oh!» indignados. Lauzun se había puesto de pie de un salto e, inclinado sobre la mesa de juego, señalaba a un Saint-Rémy repentinamente pálido. Y la voz mordiente continuó:

— ¡Os he visto sacar esta carta de la manga! ¿Creéis que estáis aún en uno de esos garitos que soléis frecuentar? ¡Mirad, señores! Otra carta… ¡y una más!

Para concluir, abofeteó la cara del recién llegado que se ponía en pie despacio, con la muerte en el fondo de su mirada turbia, la mano tentando convulsivamente en busca del puño de la espada.

— ¡Mentís! -gritó-. ¡Si hay un tramposo aquí, no puede ser sino vos!

Las demás partidas se habían interrumpido. El propio rey abatió sus cartas, se puso en pie y se acercó.

— ¡Sire! -dijo Lauzun con su audacia habitual-. Vuestra Majestad debería elegir mejor a quiénes honra con sus bondades. Este hombre no tiene sitio aquí… ni por lo demás en ninguna sociedad decente.

— Sire -rogó Colbert, que acudía en socorro de su protegido-, tiene que haber un malentendido. Monsieur de Lauzun habrá visto mal…

De una manera absolutamente inesperada, Monsieur intervino:

— ¿Visto mal? ¡Tendría que haber sido ciego, como nosotros! Monsieur de Lauzun ha sacado cartas escondidas en la manga de este hombre, a la vista de todos. ¡Vaya idea, haberle puesto en mi mesa! ¡Si tanto lo estimáis, hermano, deberíais ponerlo en la vuestra!

— Sire -intentó defenderse Saint-Rémy-, soy víctima de un complot urdido por la que desde siempre es mi enemiga, por la duquesa de…

Una mano pesada cayó sobre su hombro, interrumpiéndole.

— ¡Pronunciad su nombre y juro que os estrangulo! -rugió D'Artagnan, que había entrado durante la partida y se había colocado detrás del sillón del rey-. ¡El atacar no es una buena manera de disculparse, y sobre todo a una noble dama que acaba de pasar por el dolor de perder a su hijo al servicio del rey!

— ¡Ya basta! -tronó Luis XIV.

Sus ojos fríos como el hielo se detuvieron sobre los dos adversarios, y luego sobre el capitán de los mosqueteros. Como todos los presentes, sabía que sólo había una conclusión posible para una disputa de esa clase. Por supuesto, habría podido arrestar al tramposo, pero no quiso hacerlo al ver la angustia retratada en el rostro habitualmente helado de Colbert. Si enviaba a su protegido a la prisión, sería su honor el que quedaría en entredicho, y el rey valoraba en mucho el talento de aquel servidor. Se volvió hacia D'Artagnan:

— Señor, cuidad de que este triste asunto se arregle como es debido entre gentileshombres, pero fuera de aquí. Recordad tan sólo que deseamos no saber nada de lo que vos dispongáis.

Mademoiselle, aterrorizada ante la idea del peligro que iba a correr su bien amado, intentó interponerse.

— ¡Sire, es imposible! El rey no puede…

Él le dedicó una sonrisa ligeramente burlona.

— ¿De qué habláis, prima? ¿Ha ocurrido alguna cosa que os perturbe? Por mi parte, no me acuerdo de nada… ¡Prosigamos el juego!

Y fue a recoger sus cartas mientras D'Artagnan se llevaba a Saint-Rémy y Lauzun. Este, con una amplia sonrisa, dedicó antes de abandonar la sala un guiño de ojos a Madame de Montespan, que dejó su lugar a Madame de Gesvres y fue a buscar a Marie para llevársela aparte.

— Pedid permiso para retiraros, amiga mía. Es la única conducta digna posible… porque estáis a punto de perder a vuestro prometido.

— ¿Creéis que Monsieur de Lauzun…?

— ¿Va a ensartarlo o a perforarlo de un tiro? No me cabe la menor duda: es una de las mejores espadas del reino y un tirador de élite. Vuestro Saint-Rémy no tiene la menor oportunidad aunque maneje bien la pistola, que será sin duda el arma elegida, porque el manejo de la espada ya no es propio de su edad. De todas maneras, es normal que dejéis la corte para refugiaros junto a vuestra madre. Todos admirarán el hecho de que deseéis ocultar… vuestra pena.

Marie se pasó una mano temblorosa por la frente.

— ¡No puedo creer lo que me ocurre, Athénaïs! Qué suerte que el querido Lauzun se haya dado cuenta de que hacía trampas…

Madame de Montespan se inclinó detrás de su abanico, que colocó como una pantalla delante de su boca.

— ¿Trampas? Nunca han existido más que en la fértil imaginación de Lauzun… y en la increíble habilidad de sus dedos. Sería capaz de sacar una carta de la mismísima nariz de Su Majestad. ¡Id deprisa, ahora! Iré a veros a casa de vuestra madre. ¡La pesadilla ha terminado!

— ¿Ha hecho eso? -susurró Marie, estupefacta.

— Por vos y por vuestra madre, sí. Tenéis en él a un verdadero amigo.

En efecto, una hora más tarde, en un claro del bosque de Saint-Germain, Lauzun mató a Saint-Rémy de un balazo entre los ojos, en presencia de D'Artagnan y dos de sus mosqueteros. Por la mañana, en la aurora rosa y oro que le pareció la más bella del mundo, Marie, liberada, salió de Saint-Germain en un coche de la corte. Sentía el corazón ligero, el alma en paz, y sobre todo imaginaba la alegría de su madre y también la de Perceval cuando les contara lo que Lauzun acababa de hacer por los tres. Le acometió la prisa, y se asomó a la portezuela.

— ¿No podéis ir más aprisa? Quiero llegar lo antes posible…


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