Un fabricante de mantas, que nos contará que sólo le hicieron una manta en toda su vida.

– ¡Callaos, chicos! Mirad.]

Aquella noche Peter Solinsky, que se encontraba muy incómodo durmiendo en el suelo de su estudio, se levantó, fue a la sala y descubrió, en un marco recién colgado en la pared, el famoso certificado de rehabilitación. Una prueba más del distanciamiento entre él y Maria.

El abuelo de Maria, Roumen Mechkov, había sido, como siempre decían, un leal comunista y un luchador activo contra el fascismo. A comienzos de la década de los treinta, cuando la Guardia de Hierro arreció en sus violentas purgas, tuvo que exiliarse a Moscú en compañía de otros dirigentes del Partido. Siguió siendo allí un buen comunista y un activo luchador antifascista, hasta que, en un momento indeterminado de 1937, se transformó en un desviacionista trotskista, un infiltrado de Hitler y un agitador contrarrevolucionario, y muy posiblemente las tres cosas a un tiempo. Nadie se había atrevido a hacer preguntas sobre su desaparición. A Roumen Mechkov no se le mencionaba en las historias oficiales del Partido local, y por espacio de cincuenta años su familia apenas si se atrevió a pronunciar en un susurro su nombre.

Cuando Maria anunció su intención de escribir al Tribunal Supremo de la URSS, Peter se opuso a la idea. Cualquier descubrimiento que pudiera hacer, por fuerza le resultaría penoso. Por otra parte, no devolvería la vida al abuelo que no había llegado a conocer. Pero lo que en realidad quería decir, aunque sin expresarlo claramente, era que a su juicio sólo cabían dos posibilidades: o que Mechkov hubiera hecho traición a la gran causa en que había creído, o que hubiera sido una víctima inocente de la misma causa. ¿Qué preferirías que fuera tu abuelo, Maria: un renegado criminal o un loco crédulo?

Maria hizo caso omiso del consejo de su marido, envió por correo su solicitud y al cabo de casi un año recibió una contestación, fechada el 11 de diciembre de 1989, de A. T. Ukolov, miembro del Tribunal Supremo de la URSS. Tras exhaustiva investigación, estaba en condiciones de informar a la demandante que su abuelo, Roumen Alexei Mechkov, había sido arrestado el 22 de julio de 1937 bajo la acusación de «pertenencia a una organización terrorista trotskista y, en su virtud, de conspirar para la comisión de actos de terrorismo contra los líderes del Komintern y sabotear a la URSS». Sometido a interrogatorio en el Departamento Regional de Stalingrado (hoy Volgogrado) del Comisariado Popular para Asuntos Internos, Mechkov había sido sentenciado el 17 de enero de 1938 a morir ante un pelotón de fusilamiento, sentencia que se cumplió aquel mismo día. Una revisión del caso, llevada a cabo en 1955, había concluido que no hubo pruebas contra Mechkov, aparte de ciertas contradictorias y genéricas declaraciones de otras personas involucradas en la misma causa. A. T. Ukolov lamentaba que no existiera ninguna indicación sobre el lugar en que estaba su tumba, así como que en los archivos no se hubieran conservado fotografías o documentos personales. Podía, sin embargo, confirmar que el susodicho Roumen Alexei Mechkov había sido un activo y leal comunista, cuya rehabilitación fue acordada el 14 de enero de 1956. Junto con la carta, A. T. Ukolov incluía un certificado al efecto.

Y ahora lo cuelgas en la pared, pensó Peter. Una prueba de que el movimiento al que tu abuelo consagró su vida le asesinó acusándole de traidor. Una prueba de que el mismo movimiento decidió veinte años más tarde que, después de todo, no había sido un traidor, sino un mártir. Una prueba de que al mismo movimiento ni siquiera se la pasó por la imaginación en otros treinta y cuatro años informar a nadie de aquel sustancial cambio de consideración. ¿Y Maria deseaba que aquel papel le recordara todo eso?

Un comunista leal se convierte en un terrorista trotskista, y de nuevo en un comunista leal. Los héroes se tornan traidores, los traidores mártires… Los líderes iluminados y los timoneles de la patria se vuelven criminales cogidos con las manos en la masa…, hasta que, tal vez, en algún temible momento del futuro, se transformen en simpáticos viejecitos protagonistas de las tertulias de la tele. Peter Solinsky miró a través de los cristales de la ventana y en el negro hueco de la noche vio brillar grandes titulares: Stoyo Petkanov: la rehabilitación de un caudillo. Que aquella rehabilitación llegara o no a producirse dependería en parte de su actuación en la semana final del proceso.

Y ¿en qué se transformaban los profesores de leyes, los fiscales, los maridos, los padres? ¿Qué nuevos nombres se les aplicarían, de qué anonimatos serían objeto? ¿Cuál sería su suerte en las olas rompientes de la historia?

– Le diré lo que me aseguró en cierta ocasión un individuo que se las daba de sabio.

El fiscal general no estaba para cuentos. Había llegado a aborrecer a aquel hombre. Antes, como simple ciudadano, le había odiado objetivamente, útilmente. El odio a Petkanov había sido una fuerza constructiva, unificadora, entre la oposición. Pero desde que lo veía de cerca, desde que tenía que conversar y pelearse con él, aquel sentimiento había cambiado. Su aborrecimiento se había transformado en algo personal, furioso, afectado y corrosivo. Vergüenza antes, abominación ahora, temor futuro…: esa mezcla había empezado a consumir al fiscal. Su odio por Petkanov le parecía ahora tan grande como el amor que alguna vez sintió por su mujer; el líder había colmado todo el vacío emocional que al presente existía en su matrimonio. Y ahí estaba, a la espera de que aquel cerdo soltara algún engañoso tópico, poniéndolo en boca de un sufrido héroe del trabajo, quien en todo caso lo habría plagiado lealmente de los discursos, escritos y documentos selectos del ex presidente.

– Era músico -prosiguió Petkanov-. Tocaba en la orquesta sinfónica de la radio estatal. Yo había ido al concierto con mi hija, quien, al concluir, quiso presentarme a los intérpretes. Habían tocado bien, en mi opinión, así que les felicité. Ocurría esto en el Auditorio de la Revolución -añadió.

Esto último era un toque ornamental que, por alguna razón, irritó a Solinsky como la picadura de un tábano. ¿A qué santo me sale con esto? -se encontró preguntándose a sí mismo-. ¿A quién le importa en qué condenado lugar presume de haberse sentido impresionado por la música? ¿Qué tiene que ver, qué diferencia añade? Y tras la gruesa cortina de su furia oyó, como a distancia, que Petkanov proseguía su historia:

– En el breve discurso que les dirigí, les hablé de la importancia del arte en la lucha política, de cómo los artistas debían sumarse al gran movimiento contra el fascismo y el imperialismo, y colaborar en la construcción del futuro del socialismo. Ya se imaginarán ustedes… -resumió con un matiz de ironía que no hizo efecto en Solinsky-, ya se imaginarán ustedes, grosso modo, el sentido de mis palabras. El hecho es que, después, al pasar entre la orquesta, se me acercó un joven violinista. «Camarada Petkanov», me dijo, «Camarada Petkanov, la gente no se interesa por las grandes palabras: su única preocupación son las salchichas.»

Petkanov miró al fiscal general esperando su reacción; pero Solinsky parecía estar distraído. Al rato, como saliendo de su ensimismamiento, comentó:

– Me imagino que le haría fusilar.

– ¡Qué ramplón eres, Peter! Esas críticas tuyas están pasadas de moda. ¡Por supuesto que no! Jamás fusilamos a nadie.

«Eso ya lo veremos -pensó el fiscal-: excavaremos en los terrenos de sus campos de prisioneros, realizaremos autopsias, conseguiremos que su propia policía secreta lo delate.»

– No, jamás. Digamos, simplemente -proseguía Petkanov-, que sus posibilidades de llegar a ser director de la orquesta quedaron algo mermadas después de aquel sincero intercambio de pareceres.

– ¿Cómo se llamaba?

– ¡Hombre! ¡No esperarás que yo…! Pero, a lo que íbamos: yo estaba en desacuerdo con la opinión de aquel joven cínico. Pero reflexioné sobre lo que me había dicho. Y en muchas ocasiones, después, entonces y aún ahora, me repetiría a mí mismo: «Camarada Petkanov, la gente necesita salchichas y grandes palabras.»

– ¡No me diga!

Tal era, pues, la moraleja del Auditorio de la Revolución. Insinúas unas valientes palabras de protesta entre bastidores y, si no te fusilan en el acto, este…, este, retuerce tu pensamiento y lo transforma en un eslogan insignificante y banal.

– Fíjate en que con esto te estoy dando, simplemente, un buen consejo… Porque, verás: nosotros les dimos salchichas y grandes palabras. Vosotros no creéis en las grandes palabras, pero tampoco les dais salchichas. No las hay en las tiendas… ¿Qué les dais en su lugar?

– Les damos libertad y verdad. -Sonaba demasiado pomposo en sus labios, pero…, si estaba convencido de ello, ¿por qué no decirlo?

– ¡Libertad y verdad! -replicó Petkanov burlándose-. ¡Éstas son vuestras grandes palabras, entonces! Les dais a las mujeres la libertad de dejar sus cocinas e ir a manifestarse ante el Parlamento para decirles a los diputados esta verdad: que no hay una maldita salchicha en las tiendas. Eso es lo que les dicen. ¿Y eso lo calificáis de progreso?

– Lo conseguiremos.

– Ja! Lo dudo. Permíteme que lo ponga en duda, Peter. Mira: el cura de mi pueblo… A ése sí que lo fusilaron, me temo; había muchos criminales sueltos en aquella época, y es fácil que ocurriera… El cura de mi pueblo solía decir: «Al cielo no se llega con el primer salto.»

– Justamente.

– No, Peter, no me entiendes. No estoy refiriéndome a ti. Tú y los de tu cuerda habéis dado ya muchos saltos. Habéis tenido muchos siglos y habéis dado muchos saltos. Un salto, y otro, y otro… Estoy hablando de nosotros. Nosotros solamente hemos dado un salto hasta la fecha.

Su carácter. Tal vez ése había sido su error, su…, sí, su error de burgués liberal. La ingenua esperanza de «llegar a conocer» a Petkanov. La testaruda pero loca creencia de que el ejercicio del poder es el reflejo del carácter del individuo y que, por consiguiente, es necesario y provechoso estudiar ese carácter. Sin duda fue cierto alguna vez: con Napoleón, con los césares y los zares y los príncipes herederos… Pero las cosas habían variado mucho desde entonces.

El asesinato de Kirov…: ésa fue la fecha clave. Muerto por la espalda con un revólver Nagan, en la sede del Partido Comunista en Leningrado, el primero de diciembre de 1934. Un amigo y aliado de Stalin, un camarada de Stalin. Por consiguiente, como solemos decir ingenuamente, por consiguiente, la única persona del mundo que en modo alguno podía haber deseado o esperado, y no digamos ya ordenado esa muerte, era el propio Stalin. Era imposible desde todos los puntos de vista admitidos, tanto políticos como personales. Porque que Stalin hubiera ordenado el asesinato de Kirov no es que fuera impropio de su carácter, sino algo incomprensible desde lo que podemos entender por carácter. Y ésa era precisamente la cuestión. Hemos llegado a unos tiempos en los que el concepto de «carácter» resulta equívoco: ha sido sustituido por el «ego», y el ejercicio de la autoridad en cuanto reflejo de un carácter se ha trocado en un enfermizo deseo de retener el poder por todos los medios posibles y aun burlando cualquier imposibilidad racional. Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

Solinsky se dio cuenta de que esta interpretación de las cosas le resultaba convincente cuando se hallaba tranquilamente sentado en su estudio, contemplando las colinas del norte, o cuando interrogaba a su estantería en la oficina; pero, en presencia de Petkanov, este intento de verlo como un maligno zumbido de electrones girando alrededor de algún monstruoso vacío no se aguantaba ni dos minutos. Bastaría que el viejo, con la funcionaría de prisiones tras él, se pusiera en pie y comenzara a discutir, a negar, a mentir, a fingir incomprensión: al instante volvían a apoderarse del fiscal general todas sus emociones primarias: curiosidad, expectación, frustración. Seguía buscando un carácter, un carácter como los de antes, un carácter inteligible. Era como si la propia ley exigiera la relación causa-efecto de un motivo lógico y una acción resultante: la sala, en suma, excluía cualquier razonamiento chapucero y simplista.

A media tarde del cuadragésimo segundo día de sesiones de la causa criminal número 1, Peter Solinsky decidió que había llegado el momento. Una nueva línea de investigación, acerca del uso de combustible oficial para fines privados, se había ido al traste entre contradicciones y lapsus de memoria.

– Muy bien -dijo, haciendo una profunda inspiración de cantante de ópera y tomando otra carpeta.

Durante el aplazamiento del mediodía se había refrescado el rostro en el lavabo y había vuelto a peinarse. Al mirarse en el espejo, vio que parecía cansado. Y lo estaba, sí: cansado de su trabajo, de su matrimonio, de las preocupaciones políticas, pero sobre todo de tener que soportar la presencia de Stoyo Petkanov día tras día. ¡Qué poderosa debía de haber sido para los aduladores miembros del Politburó la tentación de ahorrar energías por el simple expediente de mostrarse siempre de acuerdo con él!

Ahora trató de olvidarse de su mujer, del teniente general Ganin, de las cámaras de televisión, y de todas las promesas que se había hecho a sí mismo antes de comenzar el juicio. Ya estaba bien de mostrarse como el honorable hombre de leyes que pacientemente trata de rescatar la flor de la verdad de entre las garras de la mentira. Tal vez parte de su cansancio se debía a ese esfuerzo.

– Muy bien, señor Petkanov. A lo largo de las semanas de este proceso hemos llegado a familiarizarnos a fondo con su defensa. Con la forma como usted se defiende de todos los cargos y acusaciones. Si se hizo algo ilegal, usted no sabía nada de ello. Y si sabía algo, entonces lo hecho era automáticamente legal.

Petkanov sonrió cuando sus abogadas defensoras se levantaron para protestar. No, las palabras de aquel chulo neurótico que estaba representando el papel de fiscal resumían bastante bien la situación. Con un ademán pidió a sus defensoras que se estuvieran quietas.

– No hice nada que no hubiera sido aprobado por el Comité Central del Partido Comunista -repitió por centésima vez-, y todo fue ratificado mediante decretos del Consejo de Ministros. Todas mis actuaciones fueron enteramente legales.

– Muy bien. Consideremos, pues, lo que hizo usted el 16 de noviembre de 1971.

– ¿Cómo vas a…?

– No espero que usted lo recuerde, puesto que, como se ha demostrado ampliamente, su memoria funciona sólo para recordar acciones supuestamente legales -le cortó Solinsky y, tomando el documento que le había entregado Ganin, le echó un breve vistazo-. El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted el empleo de todos los medios necesarios contra los difamadores, saboteadores y enemigos del Estado. ¿Le importaría explicarnos cómo debemos entender la expresión «todos los medios necesarios»?

– No sé de qué me hablas -replicó serenamente Petkanov-. Salvó que pareces aprobar el sabotaje y los crímenes contra el Estado.

– Ese día firmó usted un memorándum autorizando la eliminación de sus oponentes políticos. A eso se refiere la frase «todos los medios necesarios».

– Ignoro por completo de qué documento me estás hablando.

– Tengo aquí una copia, y otra copia para el tribunal. Es un memorándum procedente de los archivos del Departamento de Seguridad Interior, y que lleva su firma y la del difunto general Kalin Stanov.

Petkanov se limitó a echar una ojeada al papel.

– Yo no llamo a eso una firma. Son unas simples iniciales, y muy probablemente falsificadas.

– Usted autorizó en esa fecha el empleo de todos los medios necesarios -repitió Solinsky-. Y esta autorización permitió a ambos Departamentos de Seguridad, Interior y Exterior, emprender acciones contra sus adversarios políticos en el país y en el extranjero. Adversarios como el comentarista radiofónico Simeon Popov, que falleció de un ataque al corazón en París el 21 de enero de 1972, y como el periodista Miroslav Georgiev, que murió de un ataque al corazón en Roma el 15 de marzo de ese mismo año.

– O sea, que de pronto soy responsable de las muertes de todos los viejos que sufren ataques al corazón en las quimbambas -replicó Petkanov jovialmente-. ¿Les di un susto de muerte?

– En los años anteriores a la autorización ejecutiva concedida por usted en noviembre de 1971, la Sección Técnica Especial del Departamento de Seguridad Interior, instalada en la calle Reskov, estuvo llevando a cabo experimentos encaminados a producir venenos que, administrados por vía oral o intravenosa, causaran los síntomas del paro cardiaco. Dichos venenos se emplearon para disfrazar el hecho de que la víctima hubiera muerto en realidad a consecuencia de un previo o simultáneo envenenamiento criminal.

– ¿Me acusan ahora de producir venenos? Ni siquiera tengo un título honorario de químico.

– Por el mismo período -prosiguió Solinsky, sintiendo dentro de sí un alborozado regocijo y consciente del silencio que se hacía a su alrededor- en el Departamento de Seguridad Interior, como puede verse por multitud de notas y memorandos, crecía la alarma por el comportamiento excéntrico y las ambiciones personales de la entonces ministra de Cultura… -Solinsky hizo una pausa para tomarse un respiro, consciente de que había llegado el momento. Ardía dentro de él una poderosa mezcla de virtud y pasión-, Anna Petkanova -añadió innecesariamente, y luego, como si estuviera contemplando su estatua-: 1937 a 1972. El Departamento de Seguridad Interior informaba de que su comportamiento público y privado era, en su opinión, típicamente antisocialista. Usted no hizo ningún caso de sus informes. Estaban, además, muy" alarmados porque habían descubierto que usted tenía la intención de nombrar oficialmente su sucesora a la ministra de Cultura. Lo averiguaron -explicó de pasada el fiscal general- por el simple método de colocar micrófonos ocultos en el palacio presidencial. El dossier que reunieron sobre Anna Petkanova revela una creciente preocupación por la influencia que ella tenía, y que seguiría teniendo, sobre usted. Influencia antisocialista, como la califican.

– Absurdo -murmuró el anterior presidente.

– El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted la eliminación de sus adversarios políticos -repitió Solinsky-. Y el 23 de abril de 1972, la ministra de Cultura, que hasta entonces había gozado de excelente salud, falleció inesperadamente y a una edad sorprendentemente temprana a consecuencia de un ataque cardíaco. Se comentó en la época que los principales cardiólogos del país fueron llamados a toda prisa y que hicieron todo cuanto pudieron, a pesar de lo cual no lograron salvarla. Y no lo consiguieron por una razón muy sencilla: porque no había sufrido realmente un paro cardíaco. Pues bien, señor Petkanov -prosiguió el fiscal general, endureciendo la voz para impedir la intervención de las abogadas de la defensa, que ya se habían puesto de pie-, no sé ni, francamente, me importa, hasta qué punto exacto estaba usted enterado de esto, o hasta qué punto exacto lo ignoraba. Pero hemos escuchado de sus propios labios que todo cuanto usted autorizó era, de conformidad con los artículos de la Constitución de 1971, que usted promulgó, automática y plenamente legal. Por consiguiente, ésta no es ya una acusación que formulo meramente contra usted en su condición de persona individual, sino contra todo el sistema criminal y moralmente corrompido que usted presidió. Usted asesinó a su hija, señor Petkanov, y comparece aquí ante nosotros como el representante y el principal dirigente de un sistema político bajo el cual es completamente legal, como usted nos ha repetido hasta la saciedad, completamente legal que el jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros, en este caso la de Anna Petkanova, la ministra de Cultura. Usted, señor Petkanov, mató a su propia hija, y solicito la venia del tribunal para añadir a las ya formuladas la acusación de asesinato.

Peter Solinsky tomó asiento entre unos sonoros aplausos nada judiciales, pataleo estruendoso, golpes en las mesas e incluso algún estridente silbido. Era su momento, su momento para la historia. Había acometido a su adversario con una horca, y le había hecho morder el polvo, atrapándole el cuello entre los dos dientes del apero clavados en el suelo. Vedlo gruñir y retorcerse, echando espumarajos de rabia, clavado allí para que todos puedan verlo, descubierto, convicto, juzgado. Era también su momento, su momento para la historia.

El realizador de televisión dividió atrevidamente la pantalla. A la izquierda, sentado, el fiscal general, con los ojos dilatados por el triunfo, erguida la barbilla y una sobria sonrisa en sus labios; a la derecha, de pie, el anterior presidente en un rapto de furia, pegando puñetazos sobre la barandilla acolchada, vociferando a sus abogadas defensoras, amenazando con el dedo a los periodistas, mirando airadamente al presidente del tribunal y a sus impasibles asesores vestidos de negro.

– Digno de la televisión americana -le comentó Maria.

Peter estaba cerrando tras de sí la puerta del apartamento y llevaba aún la cartera en la mano.

– ¿Te gustó? -Todavía respiraba la euforia del instante decisivo, el tumulto, las mieles del aplauso. Se sentía capaz de todo. ¿Cómo no iba a poder con el sarcasmo de su mujer, si había domeñado las iras del que fue en otro tiempo un dictador todopoderoso? Sus palabras conseguirían arreglarlo todo, suavizar su vida doméstica, endulzar la amarga desaprobación de Maria.

– Fue vulgar e indecente, un desprecio a la ley, y te comportaste como un chulo. Supongo que después acudirían a tu camerino una bandada de chicas para ofrecerte sus números de teléfono.

Peter Solinsky entró en la pequeña habitación que le servía de estudio y miró a través de la niebla hacia la Estatua de la Gratitud Imperecedera. Ese atardecer el sol no se reflejó en la dorada bayoneta. Era su obra. Había extinguido aquel resplandor. Ahora podían llevarse de allí a Alyosha y convertirlo en teteras y plumillas. O dárselo a los escultores jóvenes para que lo transformaran en nuevos monumentos en honor de las nuevas libertades.

– Peter… -Estaba detrás de él ahora, con la mano apoyada en su hombro; no podía decir si su gesto significaba una disculpa o un deseo de consolarlo-. ¡Pobre Peter! -añadió, excluyendo así la disculpa.

– ¿Por qué?

– Porque ya no puedo amarte, y porque dudo incluso que pueda respetarte después de lo de hoy. -Peter no respondió ni se volvió para mirarla a la cara-. Ya sé: otros te respetarán más, y tal vez te amarán… Angelina se quedará conmigo, naturalmente.

– Ese hombre era un tirano, un asesino, un ladrón, un mentiroso, un estafador y un pervertido: el peor criminal en la historia de nuestro país. Lo sabe todo el mundo. ¡Dios mío…! ¡Si hasta tú empezabas a sospecharlo!

– De ser así, no te habría costado probarlo, sin necesidad de prostituirte por la televisión e inventar pruebas falsas -replicó ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, Peter… ¿De veras crees que el peor criminal de la historia de nuestro país habría firmado un documento tan oportuno, y que Ganin lo descubrió por casualidad cuando la acusación no estaba logrando el éxito esperado?

Ni que decir tiene que lo había pensado, y tenía preparada su propia defensa. Si Petkanov no había firmado aquel memorándum, debía de haber firmado algo por el estilo. No hacían más que dar forma concreta a una orden que probablemente cursó por teléfono. O con un apretón de manos, un gesto de asentimiento, o una desaprobación pertinente que no llegó a dar. El documento era auténtico, aunque fuera una falsificación. E incluso aunque no fuera verdadero, era necesario. Cada nueva excusa resultaba más débil…, y también más brutal.

Y en el glacial silencio en que veía hundirse su vida matrimonial, el sarcasmo afloró también incontenible en su boca:

– Bueno…, por lo menos nuestro sistema legal supone alguna pequeña mejora sobre el que aplicaba la NKVD en Stalingrado hacia 1937.

Maria le retiró la mano del hombro.

– Es una pantomima de juicio, Peter. La versión moderna de aquello. Puro teatro, nada más. Pero estoy segura de que se sentirán muy complacidos.

Salió de la habitación y él se quedó mirando por encima de la niebla, con la creciente certeza de que ella había salido también de su vida.

Aquel pipiolo imbécil de fiscal ignoraba con quién se las veía. Si los trabajos forzados en Varkova no habían logrado doblegarle, cuando a algunos de sus camaradas más recios se les aflojaban las tripas con sólo pensar en una visita de la Guardia de Hierro, ¿cómo iba a dejarse vencer por un abogaducho de tres al cuarto que había sido sólo el quinto en la lista de los propuestos para llevar la acusación en el juicio? Él, Stoyo Petkanov, no había tenido problemas para enviar al cuerno al padre de aquel pipiolo, expulsándole del Politburó por diez votos contra uno y manteniéndole bien vigilado en su exilio de apicultor. ¿Qué posibilidades iba a tener, pues, aquel mierda de hijo suyo, presentándose en el tribunal con una sonrisita estúpida y un puñado de pruebas falsificadas?

Ellos -todos ellos- tenían la absurda idea de que habían vencido. No en el juicio, claro, que no tenía mayor significado que el pedo de un cura, puesto que habían amañado el veredicto dos segundos después de decidir las acusaciones, sino en la lucha histórica. ¡Qué poco sabían de eso! «Al cielo no se llega con el primer salto.» ¡Y cuántos saltos habían dado ellos y los de su calaña a lo largo de siglos! Salta, salta, salta, como una rana moteada en su charca cenagosa. Pero hasta ahora nosotros hemos hecho un único intento, ¡y qué glorioso ha sido nuestro salto! En especial, si se tiene en cuenta que el proceso se inició, no como Marx había predicho, sino en el país equivocado y en el momento más inoportuno, con todas las fuerzas contrarrevolucionarias haciendo frente común para abortarlo nada más nacer. Luego la revolución había tenido que construirse en mitad de una crisis económica mundial; hubo que defenderla en una sangrienta guerra contra el fascismo; y defenderla una vez más contra aquellos bandidos, los americanos, volcados en su carrera de armamentos. Y, a pesar de todo…, a pesar de todo, en sólo cincuenta años, conseguimos tener medio mundo de nuestra parte. ¡Menudo primer salto!

Ahora la gentuza capitalista y su prensa desvergonzada no hacían más que vomitar mentiras sobre «el inevitable colapso del comunismo» y «las contradicciones inherentes al propio sistema», sonriendo al plagiar las mismísimas frases que ellos habían aplicado tantas veces -y aplicaban aún- al capitalismo. Había leído algo a propósito de un economista burgués llamado Fischer, que aseguraba que «el colapso del comunismo significa la depuración del capitalismo». Ya veremos, Herr Fischer. Lo que estaba ocurriendo era que, por un tiempo breve a escala histórica, se le concedía al viejo sistema la última opción a dar un saltito en su ciénaga de ranas. Pero después, inevitablemente, el espíritu del socialismo se desperezará de nuevo, y en nuestro próximo salto aplastaremos a los capitalistas en el barro hasta que sucumban bajo nuestras botas.

Trabajamos y nos equivocamos. Trabajamos y nos equivocamos. Tal vez la verdad sea que fuimos demasiado ambiciosos, creyendo que podíamos cambiarlo todo -la estructura de la sociedad y la naturaleza del individuo- en tan sólo un par de generaciones. Él se había mostrado a este respecto menos convencido que bastantes otros, y constantemente había alertado contra el resurgir de los elementos burgueses y fascistas. Y los acontecimientos del último o los dos últimos años vinieron a darle la razón, cuando toda la escoria de la sociedad volvió a salir a la superficie. Pero si incluso los elementos burgueses y fascistas podían sobrevivir a cuarenta años de socialismo, imagínese cuánto más inextinguible y fuerte es, en comparación, el alma del socialismo.

El movimiento al que había consagrado su vida no podía ser ahogado por unos cuantos oportunistas, un saco de dólares y un mamarracho en el Kremlin. Era tan antiguo y tan fuerte como el propio espíritu humano. Volvería, con renovado vigor, pronto, muy pronto. Quizá con un nombre distinto, con otra bandera. Pero siempre habría hombres y mujeres deseosos de seguir ese camino, ese difícil sendero montaña arriba a través del río de piedras y la niebla húmeda, conscientes de que al final desembocarían en la brillante luz del sol y encontrarían despejada la cima por encima de sus cabezas. Hombres y mujeres que soñaban con ese momento. Y unirían sus brazos de nuevo para entonar un nuevo canto…, otro distinto de aquel «Caminando por el sendero rojo» que resonó en la ladera del monte Rykosha, pero evocador de la vieja canción. Y unirían sus fuerzas para un poderoso segundo salto. Y temblaría entonces la tierra, y todos los capitalistas, imperialistas y fascistas amantes de las plantas, y la gentuza, la escoria, los renegados e intelectuales de mierda, los pipiolos metidos a fiscales y los judas con cagadas de pájaro en sus calvas, se cagarían de miedo por última y definitiva vez.

– Me llamo Stoyo Petkanov.

En el cuadragésimo quinto día de su juicio, el anterior jefe del Estado tomó la palabra ante el tribunal para pronunciar su propio alegato de defensa. Estaba de pie, con una mano apoyada en la barandilla acolchada: una figura corta de talla, fornida, con la cabeza erguida y los músculos de la mandíbula tensos, tratando de averiguar a través de los vidrios tintados de sus gafas cuál de las cámaras le estaba enfocando. Carraspeó y comenzó de nuevo con voz más firme y clara.

– Me llamo Stoyo Petkanov. He recibido el Collar de la Gran Orden del Libertador de la República Argentina. La Gran Estrella de la Orden de Mérito de la República de Austria. El Gran Collar de la Orden de Leopoldo de Bélgica. El Gran Collar de la Orden Nacional del Cruizeiro do Sul de Brasil. La Gran Cruz de la Orden del Valor de la República de Burundi…

[-No lo puedo creer.]

»Y de la misma República de Burundi, el Gran Fajín de la Orden Nacional.

[-Para disimular la barriga.]

»La Gran Cruz de la Orden de Mérito del Camerún. La medalla conmemorativa del XXX Aniversario de la Insurrección de Mayo del Pueblo Checoslovaco. La Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Centroafricana. La Orden de Boyacá de Colombia. La Gran Cruz del Mérito de la República Popular del Congo. La Orden de José Martí de la República de Cuba. El Gran Fajín de la Orden de Makarios de Chipre.

[-Otro para disimular la barriga.]

»La Orden del Elefante de Dinamarca. El título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Central del Ecuador. La Orden del Gran Collar del Nilo de la República Árabe de Egipto. La Orden de la Gran Cruz de la Rosa Blanca de Finlandia. La Gran Cruz de la Legión de Honor de Francia. Así como también su medalla conmemorativa Georges Pompidou. Y asimismo el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Niza.

[-¿A quién se la chupó en Francia?

– A todos. A De Gaulle, Giscard, Mitterrand…]

»La Medalla de Oro del Senado y el Arca Conmemorativa preparada para la celebración del centenario del Senado francés. La Gran Cruz de la Orden de la Estrella Ecuatorial de Gabón. La Orden de Karl Marx de la República Democrática Alemana.

[-Se la chupó a Honecker.

– Se la chupó a Karl Marx.

– ¡Callaos de una vez los dos!]

»La Gran Cruz de la Orden de Mérito de la República Federal de Alemania. El título de Caballero de la Orden de la Estrella de Ghana. La Gran Cruz de la Orden del Salvador de Grecia. Así como la Medalla de Oro de la ciudad de Atenas. La Gran Cruz de la Orden Nacional de la Veracidad para con el Pueblo de la República de Guinea.

[-¡Veracidad para con el Pueblo!

– Los guineanos son célebres por su sentido de la ironía, Dimiter.]

»La Orden de Pahlavi, con Collar, de Irán. El Gran Fajín de la Orden del Mérito de la República de Italia. Más la Medalla de Oro Aldo Moro. Más el Premio Simba de la Paz. Más la Medalla de Oro Especial, primera clase, Leonardo da Vinci, del Instituto de Relaciones Internacionales de Roma. Más la Placa de Oro de la Junta Regional del Piamonte. La Gran Cruz de la Orden Nacional de Costa de Marfil. El Collar Al-Hussein Bin-Ali de Jordania. La Orden de La Bandera de la República, primera clase, de la República Democrática Popular de Corea. El Gran Collar Mubarak de Kuwait. Más la Placa de Plata de la Universidad de Kuwait. La Orden del Mérito Libanesa. El Gran Fajín de la Orden de Pioneros de la República de Liberia.

[-Otra más para disimular la barriga.]

»El Gran Collar de la Orden Mahammaddi de Marruecos. El Gran Fajín del Mérito Nacional de Mauritania. La Medalla de Campeón de la Paz Mundial del Siglo XX de Mauricio. El Gran Collar de la Orden Mexicana del Águila Azteca. La Medalla de Oro Jubilar acuñada en el V Aniversario de la Independencia de Mozambique. La Orden de San Olaf de Noruega. La Medalla de la ciudad de Amsterdam, ofrecida por su alcalde. La Orden Nishani-Pakistan. Más la Medalla Jubilar Quaid-I-Azam de Pakistán. La Gran Cruz de la Orden del Sol del Perú. Más el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Ingeniería del Perú. La Orden Sikutana, primera clase, de Filipinas. La Gran Cruz de la Orden de Santiago de Portugal. La Orden Ecuestre de San Marino. La Gran Cruz de la Orden Nacional del León del Senegal. El Gran Fajín de los Omeyas de la República Árabe de Siria.

[-No he dicho nada.]

»El título de Caballero de la Estrella de Somalia con Gran Fajín.

»El Collar de la Orden del Mérito Civil de España. La Orden Collar de Honor de Sudán. La Real Orden del Serafín de Suecia. El Gran Fajín de la Orden de la Independencia de Turquía. El Diploma de Ciudadano Honorífico y la Llave de Oro de la ciudad de Ankara. El título de Caballero de la Gran Cruz de la Orden del Baño del Reino Unido.

[-Se tiró a la reina de Inglaterra.

– Sí. En el baño.

– Habría hecho cualquier cosa por su país.]

»La Orden de Lenin de la URSS.

[-Ahora en serio. Se la chupó a Lenin, de verdad.

– ¿Lo sabe tu abuela, Stefan?

– Y a Stalin.

– Y a Kruschev.

– Y a Brezhnev.

– Montones de veces. Y a Andropov.

– Y a ese otro… ¿cómo se llamaba?

Chernenko.

Y a Chernenko.

Pero a Gorbachev no.

– Gorbachev no se lo permitió. No después de haber estado con tantos. ¡Imagínate lo que debe de haber pillado!

– Probablemente se lo pegó a la reina de Inglaterra.

– No, ¡qué va! Por eso le obligó a hacerlo en el baño.]

»Más la Medalla Conmemorativa del Vigésimo Aniversario de la Victoria de la Gran Guerra Patriótica. Más la Medalla Conmemorativa del Centenario de Lenin. Más la Medalla Conmemorativa del Trigésimo Aniversario de la Victoria en la Gran Guerra Patriótica. La Orden del Libertador de Venezuela. El Gran Fajín de la Orden Nacional del Alto Volta. La Gran Orden de la Estrella de Yugoslavia. Más la Placa Conmemorativa de la ciudad de Belgrado El Gran Fajín de la Orden Nacional del Leopardo del Zaire. Asimismo, la Orden «Gran Amigo de la Libertad», en su grado de Gran Comandante, de Zambia. Y, además…

[-¡Además!]

»Además, la Medalla Jubilar Apimondia. La Medalla de Oro Frédéric Joliot-Curie del Consejo Mundial de la Paz. La Medalla Jubilar de la Federación Mundial de Ciudades Unidas. La Medalla de Plata Conmemorativa del XXV Aniversario de las Naciones Unidas. La Medalla de Oro Norbert Wiener. La Medalla de Oro con Banda y Placa del Instituto para los Problemas del Nuevo Orden Económico Internacional. El Galardón Hombre del Año 1980 por la Paz.

[-¡Este tío se jodió a todo el mundo!

– A Israel no. Y tampoco a los Estados Unidos.

– Pues a Francia se lo hizo a conciencia.

– Francia deja que cualquiera la joda.

– Se tiró a la reina de Inglaterra. Eso lo encuentro excesivo.

– Con todos los collares y fajines que él llevaba puestos, ella no pudo ni enterarse de quién era el que estaba debajo.

– Digo yo que se las quitaría para meterse en el baño…

– Quizá las tuvo puestas hasta el último minuto, y entonces, ¡zas!, ¡demasiado tarde, majestad!

– Jodió a todo el mundo.

– Y el mundo le jodió a él. Nos jodió a todos.

– Sois unos bobos, chicos. Lo malo es que tenéis razón.

– Bobos, pero acertamos. Bobos, pero acertamos.

– ¿Qué quieres decir, Vera?

– Estos dos no paran de decir que nos han jodido. Y es verdad: contra nuestra voluntad, una y otra vez. Todo el país. Lo que necesitamos es tratamiento médico. ¿Creéis que es posible poner en tratamiento psiquiátrico a todo un país?

– Las cosas no van por ahí. En vez de eso, nos han dejado a punto para que venga otro y nos joda también.

– Sí, el Tío Sam con su polla de barras y estrellas.

– Por lo menos te ofrece algo a cambio. Cajetillas de Marlboro.

– Y luego te la mete.

– Mejor eso que ser jodido por Brezhnev.

– Cualquier cosa es mejor. ¡Qué costumbre la suya de meterse con sus botazas en la cama! No tenía ni zorra idea de lo sensible que puede ser una chica.

– ¡Qué cínicos sois, chicos!

– Necesitamos tratamiento, Vera; ése es nuestro problema.

– U otra cerveza.

– ¡Chist! Mirad eso.]

»Nací huérfano. Fui educado bajo la monarquía fascista. Me afilié a la Unión de la Juventud Comunista. Fui perseguido por la policía al servicio de la burguesía patronal. Cumplí mi condena en la prisión de Varkova. "Quien ha hecho su aprendizaje en la dura escuela de Varkova jamás será traidor a la causa del socialismo y del comunismo." Derramé mi sangre por la patria en la lucha antifascista. He gobernado los destinos de esta nación durante treinta y tres años. Acabamos con el paro. La inflación ha sido controlada por métodos científicos. Los fascistas han sido derrotados. Hemos gozado ininterrumpidamente de paz. La prosperidad es mayor. Bajo mi dirección, este país ha ganado en consideración internacional.

»Y ahora me encuentro en una situación extrañísima. -La lucecita roja parpadeó en la cámara 2, y Petkanov se volvió hacia ella con perfecta soltura para dirigirse directamente a la nación-. Me encuentro compareciendo ante un tribunal. Se me acusa de haber traído a este país la paz, la prosperidad y el respeto internacional. Se me acusa de erradicar el fascismo, de abolir el desempleo, de haber construido escuelas, hospitales y presas hidroeléctricas. Se me acusa de profesarme socialista y comunista. Bien, camaradas, me declaro culpable de todos esos cargos.

Hizo una pausa y dejó que su vista vagara por toda la sala.

– Camaradas… -repitió-. Sí, también esto me resulta extraño. Porque dondequiera que mire ahora veo antiguos camaradas. Gentes que juraron lealtad al Partido, que se declararon auténticos comunistas, que solicitaron el apoyo del Partido en sus carreras, que fueron educados, alimentados y vestidos por el socialismo, pero que ahora han decidido, por conveniencia del momento y deseos de medrar, que, después de todo, no son ya aquellos socialistas y comunistas que en otro tiempo se proclamaron con orgullo.

»Bien, pues… Me declaro culpable de sacrificar mi vida para mejorar las de los obreros y los campesinos de nuestra gran nación. Y, como dije al comienzo de este…, de este show de televisión montado para las cadenas americanas, ya he estado aquí antes. Permítanme que concluya, no con mis palabras, sino con los testimonios de otros. Que consten en acta las siguientes declaraciones.

»La reina Isabel de Inglaterra: "Aquí, en la Gran Bretaña, estamos impresionados por la resuelta actitud que usted ha adoptado en la defensa de tal independencia. Su personalidad, señor presidente, como estadista de renombre universal, experiencia e influencia, es objeto de general reconocimiento."

»Margaret Thatcher, primera ministra de la Gran Bretaña…

Solinsky se había puesto de pie.

– Señor presidente, ¿cree que hemos de…?

Pero Petkanov cortó en seco al fiscal general como hiciera tantas veces callar al padre de aquel pipiolo en las reuniones del Politburó. Se dirigió al estrado con una cortesía intimidatoria:

– Su señoría me ha concedido amablemente una hora. Supongo que no me veré obligado a recordarle nuestro acuerdo al efecto. Lo único que se me pidió es que no pretendiera hacer uso de la palabra más tiempo. Me ha dado una hora. Y voy a tomármela.

– Es, precisamente, su actitud lo que ha motivado la imposición de ese límite -replicó el juez-. Dispone usted de una hora para presentar objeciones legales y argumentos legales.

– Y eso es, precisamente también, lo que estoy haciendo. Margaret Thatcher, primera ministra de la Gran Bretaña… -Petkanov fijó agresivamente su mirada en el presidente del tribunal, que asintió con un gesto de resignación, se quitó el reloj y lo colocó delante de sí-. Margaret Tatcher: "Me impresionó la personalidad del presidente, y conservo un especial recuerdo de él como el líder de un país deseoso de desarrollar su cooperación con otras naciones."

»Richard Nixon: "Por su profunda comprensión de los principales problemas del mundo, el presidente puede contribuir y contribuye a la resolución de los problemas globales más urgentes de la humanidad."

»Presidente Jimmy Carter: "La influencia del presidente como líder en el marco internacional es muy relevante. Gracias a la firme postura de su presidente y a su actitud independiente, su país está en situación de servir de puente entre naciones con puntos de vista e intereses profundamente contrapuestos, y entre dirigentes que, de no ser por él, difícilmente se prestarían a entablar negociaciones."

»Andreas Papandreu: "El presidente no es sólo un gran líder, un notable político de los Balcanes y de Europa, sino también una personalidad de primera fila en el mundo."

»Carlos Gustavo XVI, rey de Suecia: "Ha llegado usted a simbolizar los progresos realizados por su país en las últimas décadas. Con gran interés observamos la forma en que su país, bajo su liderazgo, ha experimentado un impresionante desarrollo económico."

»Juan Carlos I, rey de España: "Usted, señor presidente, ha dado pruebas, en muchas ocasiones, de una activa e infatigable dedicación a la causa de la distensión, a la salvaguarda del inalienable derecho de todos los pueblos a decidir su destino, por el camino más adecuado a sus intereses, y el uso de sus propios recursos […] libres de la injerencia extranjera que se opone al ejercicio de su propia soberanía."

»Valéry Giscard d'Estaing: "Francia se alegra de recibir al jefe de un Estado que ha tenido un importante papel en la política de acercamiento y cooperación entre las dos partes de Europa."

»James Callaghan, primer ministro de la Gran Bretaña: "Hace usted una importante contribución al desarrollo de relaciones dentro del Tercer Mundo, a los esfuerzos realizados por acabar con el subdesarrollo, y a la estabilidad económica en la que están interesados todos los países, incluidos los altamente industrializados."

»Giulio Andreotti: "Estimo que el papel del presidente en la vida internacional seguirá siendo positivo, puesto que goza de un alto prestigio y universal consideración por su actitud y sus deseos de paz y por su contribución a un acuerdo en interés mutuo."

»Franz Josef Strauss: "El líder contribuye de forma destacada a mantener la paz, con una perspicaz política de apertura, con una clara visión de los problemas y con sus sabias decisiones y acciones."

»Leonid Brezhnev: "Los trabajadores soviéticos valoran altamente los maravillosos logros de las clases obreras, las cooperativas de campesinos y la intelligentsiade su país que, bajo el liderazgo encomendado al Partido Comunista, han cambiado la imagen de la nación. Nos alegra ver que su República Socialista es un país en veloz ritmo de desarrollo, que cuenta con una moderna y floreciente industria, y con una agricultura cooperativa bien organizada. La acción global de su Partido, con usted al frente, conduce al país a nuevas metas de la construcción socialista."

»Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de las Naciones Unidas: "Me satisface dar las gracias a una personalidad de la talla del presidente por su activa, constructiva y enérgica contribución en todos los ámbitos de actividad de las Naciones Unidas."

»Mario Soares: "Personalmente, tengo en alto aprecio los esfuerzos del presidente en favor de la seguridad europea, de la paz y la independencia de todos los pueblos, y de la no injerencia de algunos países en los asuntos internos de otros."

»Príncipe Norodom Sihanouk: "Su nación socialista y su amado líder, que simboliza internacionalmente, de forma maravillosa, la firme adhesión a las ideas de justicia, libertad, independencia, paz y progreso, están siempre al lado de los pueblos oprimidos, de los que son víctimas de la agresión y combaten para recuperar su independencia."

»Hu Yuobang, secretario general del Comité Central del Partido Comunista Chino: "Usted es una firme salvaguarda de la soberanía del Estado y de la dignidad nacional. En los foros internacionales, está usted contra la ley de la fuerza, y defiende la paz mundial y la causa del progreso del hombre."

»Presidente Canaan Banana de Zimbabwe: "Usted ha comprendido que su independencia no puede ser completa hasta que la totalidad de los hombres estén libres de las cadenas del imperialismo y del colonialismo. Por eso su país se ha hallado al frente de los que nos han apoyado en nuestra justa lucha por la emancipación nacional. Nos ha prestado ayuda material y moral en la más dura de las pruebas."

»Mohammad Hosni Mubarak, presidente de la República Árabe de Egipto: "Por mi parte, experimento el mismo gozo por nuestra mutua relación, un gozo que brota de mi íntimo aprecio de su clarividente posición, de su sabiduría, coraje, amplia y comprensiva visión de la historia, de su particular capacidad de asumir las responsabilidades, de su firmeza frente a las circunstancias y de su comprensión de las realidades de nuestra época."

[-Los jodió a todos. Realmente los ha jodido a todos.

– Hacen falta dos para eso.]

»No soy yo quien dice todo eso -prosiguió Petkanov-. Es lo que afirman otros, otros más competentes para juzgarme.

»En mi anterior comparecencia, hace ya muchos años, ante el tribunal burgués y fascista de Velpen, fui acusado, como lo soy ahora, de crímenes amafiados. Usted mismo, señor profesor-fiscal, me recordó al iniciarse este… show que los delitos de que me acusaron entonces, cuando no era más que un muchacho de dieciséis años afiliado a la Unión de la Juventud Comunista, se tipificaron como daños contra la propiedad y más por el estilo. Pero a nadie se le ocultaba que lo que me imputaban realmente era el crimen de ser socialista y comunista, el crimen de desear una suerte mejor para los obreros y los campesinos. Lo sabía todo el mundo: aquella policía burguesa, el fiscal, el tribunal, yo mismo y mis camaradas. Y nadie dudó que fui condenado por esto.

»Hoy ocurre lo mismo. Todos, todos cuantos forman este tribunal y cuantos presencian el espectáculo, saben de sobras que los cargos que se me imputan son invenciones de conveniencia. He sido el timonel de esta nación durante treinta y tres años, he sido comunista, he sacrificado toda mi vida por el pueblo: por consiguiente, para cuantos hicieron un día esas mismas promesas y juraron los mismos juramentos que ahora traicionan, tengo que ser un criminal. Pero la acusación real, la que todos nosotros conocemos, es que soy socialista y comunista, y que me siento orgulloso de serlo. Así que, mis queridos y viejos camaradas, no nos andemos con rodeos. Me declaro culpable de la acusación real. Y ahora impónganme la condena que sea: esa sentencia que ya tienen ustedes decidida.

Y, tras dedicar a sus acusadores una última y desafiante mirada, Stoyo Petkanov se sentó bruscamente. El presidente del tribunal observó su reloj. Una hora y siete minutos.

A finales de febrero se estaban ultimando los trámites legales. El sol comenzaba a atravesar la niebla que se cernía sobre la ciudad. Marzo vendría pronto. Solía representársele como una abuela caprichosa, muy difícil de complacer; pero, si sonreía, tenías su promesa de que haría buen tiempo.

Peter Solinsky había comprado dos martenitsas: dos borlas de lana, cada una mitad roja y mitad blanca. El rojo y el blanco conjuraban cualquier mal, y te traían buena suerte y buena salud. Pero este año Maria no quiso colgarlas.

– Las pusimos el año pasado. Todos los años.

– El año pasado te quería. El año pasado te respetaba.

Peter Solinsky pidió un taxi por teléfono. Si las cosas estaban así, allá ella. Por lo menos, una de las nuevas libertades adquiridas era que no tenías que fingir gratitud por estar casado con la hija de un dirigente antifascista. Ella sí tendría que estarle agradecida, en lugar de menospreciar su actuación calificándolo de abogado de telefilme. Aunque el tribunal, posteriormente, no había accedido a añadir la acusación de asesinato a los cargos, él había actuado bien, muy bien. Todo el mundo se lo decía. Su golpe de efecto había modificado decisivamente la percepción popular. Las caricaturas de los periódicos lo pintaban como un San Jorge dando muerte al dragón. La facultad de Derecho había ofrecido un banquete en su honor. Las mujeres le sonreían ahora, incluso mujeres que no conocía. Sus únicos críticos habían sido Maria, los editorialistas de Verdad, y el autor de una postal anónima que había recibido el otro día. Era una foto de la antigua sede del Partido Comunista en Sliven, y el texto decía simplemente: ¡DADNOS CONDENAS, NO JUSTICIA!

Pidió al taxista que lo llevara a las colinas del Norte.

– ¿Va a despedirse, jefe?

– ¿Despedirme?

¿Tanto se le notaba que acababa de reñir con Maria?

– De Alyosha. He oído decir que se lo llevan de allí.

– ¿Cree usted que es una buena idea?

– Mire usted, camarada jefe… -El taxista pronunció estas palabras en un tono claramente irónico. Se giró un poco hacia su pasajero, pero todo cuanto Solinsky podía ver de él era un cuello lleno de arrugas, una gorra tronada y el perfil de un cigarrillo a medio fumar-. Camarada jefe, ahora que todos somos libres y podemos decir lo que pensamos, permítame que le informe de que me importa un comino lo que hagan.

El taxi aparcó y se quedó esperándole. Solinsky, paseando, atravesó los jardines abiertos al público y subió los escalones de granito. Durante un corto espacio de tiempo más, Alyosha seguiría levantando su reluciente bayoneta y avanzando esperanzadamente hacia el futuro; alrededor del pedestal, los artilleros seguirían defendiendo la posición que se les había encomendado, cualquiera que ésta fuera. ¿Y luego? ¿Pondrían algo en el lugar de Alyosha, o había pasado ya la hora de los monumentos?

Peter Solinsky miró hacia abajo por encima de los castaños y los tilos desnudos, de los álamos, los nogales… Aún faltaban semanas para que aparecieran los primeros brotes. Hacia el oeste divisó el monte Rykosha, escenario de aquella adolescente rapsodia de Petkanov (o de aquel cuento suyo intrascendente). La ciudad se extendía al sur, envuelta en la niebla, protegida por sus murallas domésticas. Amistad 1, Amistad 2, Amistad 3, Amistad 4… Tal vez debería mudarse a una nueva vivienda, como había sugerido Maria. Podría hablar de ello al ministro adjunto de la Vivienda, que, como él, había sido uno de los primeros militantes del Partido Verde. El que Maria no fuera a acompañarle no implicaba que tuviera que seguir viviendo en una sucia ratonera. ¿Seis habitaciones, tal vez? Un fiscal general tiene que recibir a veces en casa a algunos dignatarios extranjeros. Y, después… Bien, no pensaba estar siempre divorciado.

Se vio a sí mismo allí de niño, de pie, tieso, junto a su padre, escuchando la banda de música, viendo cómo el embajador de la URSS depositaba una corona de laurel y saludaba marcialmente. Recordó a Stoyo Petkanov, rebosando poder. Y a Anna Petkanova también: su cara inexpresiva, la trenza del pelo… Durante los siguientes diez años, o más, había alimentado un amor platónico por la Guía de las Juventudes. Las fotografías de las revistas habían puesto de moda su estilo, y se había interesado por el jazz. ¿La habían asesinado realmente? ¿Hasta ese extremo se había envilecido el país? Pero ¿hacía alguien algo por alguna razón? Imposible afirmarlo… Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!

Mientras bajaba los peldaños de granito, Peter Solinsky sacó del bolsillo de su gabardina las dos martenitsas. Atravesó un parterre de descuidado césped y, ante las complacientes miradas de tres jardineros municipales, deslizó las borlas de lana bajo una gran piedra. Era la costumbre tradicional del país en esa época del año. Unos pocos días después regresabas al lugar donde habías dejado la martenitsa. Si había hormigas debajo de la piedra, ese año habría corderos en la granja; gusanos y escarabajos significaban caballos y ganado; las arañas, burros. Cualquier cosa viviente que se moviera era promesa de fertilidad, de un nuevo comienzo.

– ¿Qué tal el fin de semana, Peter? ¿Ha ocurrido algo? ¿Se han manifestado los deficientes mentales contra la nueva Constitución?

Aquel hombre era infatigable. No podías llegar a comprenderle, porque te agotaba más y más. Debía de ser por todo el yogur que tomaba. O por el geranio silvestre de debajo de su cama. Buena salud y larga vida: la planta de los centenarios. Tal vez debería ordenar al soldado de guardia que lo arrojara por la ventana la próxima vez que Petkanov saliera de la habitación.

El fiscal general no tenía ya la sensación de estar librando un combate con él. El caso había quedado visto para sentencia y lo había ganado. Era extraño que el acusado no le demostrara resentimiento -o, por lo menos, ningún resentimiento adicional- tras sus alegaciones respecto a Anna Petkanova. O tal vez eso quisiera decir algo.

– Fui a ver a mi padre -respondió Solinsky.

– ¿Cómo está?

– Se está muriendo; ya se lo dije.

– Bueno, lo siento. De verdad, lo siento. A pesar de nuestras diferencias…

Solinsky no deseaba oír otra grotesca y sentimental perversión del pasado de su familia.

– Mi padre me habló de usted -le cortó. Petkanov clavó en él una mirada expectante, como de líder acostumbrado a los halagos. Pero su gesto se borró al estudiar el rostro del fiscal: afilado, duro, adulto… No, definitivamente no podía seguir considerándolo un muchacho-. Mi padre no tenía ya mucho que decirme, pero quiso que le escuchara. Me contó que cuando usted era joven, cuando eran jóvenes los dos, usted creía realmente en el socialismo. ¡Oh, sí!, me dijo también que usted estaba loco por el poder, pero eso no era incompatible con la sinceridad de sus convicciones. Y se preguntaba en qué momento dejó usted de creer. Le preocupaba saber cuándo y cómo ocurrió. Tal vez a la muerte de su hija, o quizá, pensaba él, mucho, mucho antes.

– Puedes decirle a tu padre que aún conservo intacta mi fe en el socialismo y en el comunismo. Que nunca he titubeado en el camino.

– Entonces le interesará saber lo que me dijo mi padre justo antes de marcharme. Me dijo: «Te propongo un acertijo, Peter: ¿quién es peor, el auténtico creyente, que sigue creyendo a despecho de todas las pruebas en contra que le presenta la realidad observable, o la persona que admite semejante realidad y, a pesar de ello, sigue proclamando que cree realmente?»

Por una vez, Stoyo Petkanov trató de no manifestar toda su exasperación. Era igualito que el viejo Solinsky, siempre tratando de dárselas de intelectual. Ya podían estar dando los últimos toques a la aprobación del siguiente programa económico, con los ministros quejándose de los objetivos marcados, o de las lluvias en tiempo de cosecha, o de la incidencia de una nueva crisis en el Oriente Medio sobre el abastecimiento de crudo de la Madre Rusia…, que el viejo Solinsky, jugueteando con su pipa y recostándose en el respaldo de su silla, se pondría a teorizar pomposamente: «Camaradas, he estado releyendo…» Ésta era su forma favorita de empezar a aburrirlos. ¡Releyendo! Uno lee, naturalmente, para empezar; y estudia… Pero luego trabaja, actúa. Los principios científicos del socialismo ya estaban dados; tú no tenías más que aplicarlos. Con variantes locales, por supuesto. Pero, cuando estabas decidiendo la fecha en que habían de completarse las obras de una presa hidroeléctrica, o preguntándote por qué los campesinos del noreste acaparaban trigo, o estudiando un informe del Departamento de Seguridad Interior sobre la minoría étnica húngara, no te hacía ninguna falta… óigame bien, señor camarada-doctor-profesor de mierda Solinsky, y perdóneme que le sea tan franco…, no tenía ninguna necesidad de releer nada. Su problema era que había sido demasiado blando, demasiado paciente con el padre de Peter. Hubiera debido enviar mucho antes a aquel viejo loco a entrenarse en el campo con sus abejas. No se había mostrado tan sutil, tan infatuado y tan amante de teorizar cuando estuvieron juntos en la prisión de Varkova. No se le había ocurrido entonces pedir permiso a los carceleros para releer nada antes de ajustarle las cuentas a aquel tipo de la Guardia de Hierro que se había rezagado del grupo principal. En aquel tiempo, Solinsky sabía muy bien cómo hacer lloriquear a un fascista.

Pero el ex presidente se guardó de decir nada de todo esto. En vez de ello, respondió en voz baja a su interlocutor:

– Todos tenemos nuestras dudas. Es normal. Tal vez hubo momentos en que ni siquiera yo mismo creí. Pero permití que otros creyeran. ¿Puedes hacer otro tanto?

– ¡Ya estamos! -replicó el fiscal-. ¡El gran redentor! El cura descreído que guía a los ignorantes al cielo.

– Tú lo dices.

– Es culpable, abuela.

La abuela de Stefan sacudió la cabeza ligeramente y, por debajo de su gorro de lana, clavó sus ojos en el rostro del estudiante. En aquel tordillo necio, que sonreía estúpidamente y hacía muecas al retrato en color de V. I. Lenin.

– También han encontrado culpable a tu novio, abuela. De paso.

– ¿Estás contento, pues?

Aquella inesperada pregunta de la anciana desconcertó al tordillo. Se lo pensó un instante, y exhaló luego el humo de su cigarrillo sobre el fundador del Estado Soviético.

– Sí -respondió-. Ya que me lo preguntas, sí. Me siento feliz.

– Entonces, te compadezco.

– ¿Por qué? -Por primera vez el muchacho pareció fijarse realmente en la anciana sentada bajo su icono. Pero ella había apartado ya sus ojos de él y se había abismado de nuevo en sus recuerdos-. ¿Por qué? -repitió.

– Dios prohíbe que un ciego aprenda a ver.

Vera, Atanas, Stefan y Dimiter apagaron el televisor y salieron a tomar una cerveza. Se sentaron en un café lleno de humo que antes del cambio había sido una librería.

– ¿Qué creéis que le echarán?

– Tatatá-tatatá-tatatá.

– No. Eso no lo harán.

Llegaron las cervezas. Silenciosa, reverentemente, alzaron las jarras y las hicieron chocar entre sí con escasa convicción. El pasado, el futuro, el final de las cosas, el inicio de las cosas… Bebieron todos un largo primer sorbo.

– Entonces, ¿qué? ¿Aquí no nos cargamos a nadie?

– ¡Qué cínico eres, Atanas!

– ¿Yo? ¿Cínico yo? Soy tan poco cínico, que sólo deseaba que le pusieran de espaldas a un muro y le fusilaran.

– Tenía que haber un juicio. No podían limitarse a decirle: váyase, diremos que está enfermo. Eso es lo que solían hacer los comunistas.

– Pero no fue justo el juicio, ¿o sí? Lo que le ha hecho a este país no lo puedes expresar en términos de delito. Debería haberse hablado de más cosas, de cómo corrompió todo cuanto tocaba. Todo cuanto nosotros tocamos también: la tierra, la hierba, las piedras… De cómo mintió siempre, automáticamente, por sistema, como un reflejo, y cómo nos enseñó a todos a mentir. De cómo hizo que la gente ya no pueda confiar en nadie fácilmente. De cómo corrompió incluso las palabras que salen de nuestras bocas.

– La mía no la ha corrompido, ¿eh? ¡Ese jodido cabrón mentiroso chorizo comemierda!

– Me gustaría que te lo tomaras en serio alguna vez, Atanas. Ya está bien.

– Pensaba que era parte de eso, Vera.

– ¿Parte de qué?

– ¡Pues de la libertad! Libertad de no ponernos serios. Nunca más. Nunca, nunca, si no lo deseas. ¿No tengo derecho a ser frívolo el resto de mi vida, si eso es lo que quiero?

– Ya eras así de frívolo antes, Atanas; antes del cambio.

– Pero entonces era un comportamiento antisocial. Gamberrismo. Ahora es mi derecho constitucional.

– ¿Para eso hemos estado luchando? ¿Por el derecho de Atanas a ser frívolo?

– Tal vez ya es bastante para empezar, por el momento.

El día antes de que se hiciera pública la sentencia en la causa criminal número 1, Peter Solinsky fue a ver a Stoyo Petkanov por última vez. El anciano estaba de pie dentro del semicírculo pintado, con la nariz pegada a los cristales de la ventana. El soldado de guardia había recibido instrucciones para no aplicar más aquella restricción. Dejémosle ahora que contemple la vista, si lo desea. Dejémosle contemplar desde lo alto la ciudad que en otro tiempo gobernó.

Estaban sentados frente a frente, con la mesa por medio, mientras Petkanov leía el fallo del tribunal como si tratara de encontrar alguna irregularidad en él. Treinta años de destierro en el propio país. Eso le enterraría. Confiscación de sus bienes personales por parte del Estado. Eso lo encontraba normal, casi cómodo. Había empezado sin nada, y acabaría de la misma forma. Se encogió de hombros y dejó el papel en la mesa.

– No me habéis quitado mis medallas y galardones.

– Consideramos que debería conservarlos.

Petkanov rezongó.

– En fin… Y tú ¿cómo estás, Peter? -Sonreía ahora al fiscal con una insensata despreocupación, como si su vida estuviera a punto de recomenzar: una vida cuajada de excursiones, de proyectos y locas aventuras.

– ¿Que cómo estoy? -Agotado, en primer lugar. Si sentías esta amarga, esta obsesiva sensación de cansancio, tras conseguir lo que querías, sabiendo que tu país había sido liberado y tu carrera profesional tocada por el éxito, ¿cómo sería el cansancio de la derrota? Su inicial euforia de triunfo se había vaciado como el agua de una bañera-. ¿Cómo estoy? Ya que me lo pregunta, le diré que mi padre ha muerto, mi mujer pide el divorcio y mi hija se niega a dirigirme la palabra. ¿Cómo supone usted que me encuentro?

Petkanov sonrió de nuevo, y la luz destelló otra vez en la montura metálica de sus gafas. Se sentía extrañamente animado. Lo había perdido todo, pero estaba menos derrotado que aquel muchacho envejecido. ¡Qué patéticos son los intelectuales! Siempre lo había pensado. Probablemente el joven Solinsky perdería en seguida la salud. ¡Y cómo despreciaba él a los que se ponían enfermos!

– Bueno, Peter… Consuélate pensando que tus nuevas circunstancias te permitirán dedicar más tiempo a salvar a tu patria.

¿Era ironía? ¿Un consejo con el que trataba de afirmar la existencia de algún vínculo entre los dos? El único y pobre consuelo de Peter era saber que seguía odiando a aquel hombre tanto como siempre. Se puso en pie para irse, pero el ex presidente no había terminado con él. A pesar de sus años, rodeó ágilmente la mesa, estrechó la mano del fiscal y luego la emparedó entre sus propias gruesas manazas.

– Dime, Peter -le preguntó en tono al mismo tiempo zalamero y sarcástico-: ¿te parezco un monstruo?

– No me importa.

Lo único que deseaba Solinsky era escapar cuanto antes de allí.

– Bueno…, te lo preguntaré de otra manera. ¿Me ves como un hombre corriente, o como un monstruo?

– Ni lo uno ni lo otro. -El fiscal general inspiró resignadamente-. Supongo que me lo imagino como una especie de gángster.

Al oír aquella salida, Petkanov soltó una inesperada carcajada.

– Eso no responde a mi pregunta, Peter. Mira: permíteme que te proponga un acertijo en sustitución del que te planteó tu padre. O soy un monstruo, o no lo soy. ¿De acuerdo? Si no lo soy, entonces tengo que ser alguien como tú, o como alguien en quien tú pudieras ser capaz de convertirte. ¿Qué quieres, pues, que sea? La decisión es tuya.

Al ver que Solinsky callaba, el ex presidente insistió, como provocándolo:

– ¿No respondes? ¿No te interesa? Déjame, pues, que siga. Si soy un monstruo, volveré para atormentar tus sueños; seré tu pesadilla. Si soy como tú, regresaré para atormentarte a la luz del día. ¿Qué prefieres? ¿Eh?

Petkanov tiraba ahora de su mano, atrayéndolo hacia sí, hasta el extremo de que Solinsky podía sentir como un olor a huevo duro en su aliento.

– No podéis libraros de mí. Esta farsa de juicio no cambia nada. Matarme no cambiaría nada. Mentir acerca de mí, decir que era sólo odiado y temido, y que nadie me quería, tampoco cambia las cosas. No podéis libraros de mí. ¿Te das cuenta?

El fiscal general libró su mano de la zarpa que la retenía. Se sentía sucio, infectado, sexualmente corrompido, contaminado hasta la médula de los huesos.

– ¡Váyase al infierno! -le gritó, volviéndose violentamente. Al hacerlo se encontró cara a cara con el joven soldado, que estaba siguiendo aquella entrevista con una nueva y democrática curiosidad. La sorpresa hizo que el fiscal le saludara con un gesto, a lo cual el soldado respondió con un taconazo. Luego, volviéndose de nuevo a Petkanov, Solinsky repitió-: ¡Váyase al infierno! ¡Maldito sea!

Se disponía a abrir la puerta cuando oyó unos rápidos pasos a su espalda. Le sorprendió su repentina sensación de terror. Una mano le aferró por el brazo y le obligó a girarse. El ex presidente tenía sus ojos clavados en él y tiraba, tiraba hasta juntar casi sus caras. De pronto, al fiscal le abandonaron las fuerzas y los ojos de ambos quedaron furiosamente al mismo nivel.

– No -dijo Stoyo Petkanov-. Te equivocas. Yo te maldigo. Yo te condeno. -La mirada invicta, el olor a huevo duro, los sarmentosos dedos atenazándole el brazo, magullándolo…-: Yo os condeno.

Desde el cambio, la gente había comenzado a volver a la Iglesia; no sólo para los bautizos y entierros, sino a participar en el culto, en busca de un vago consuelo, de la certeza de ser algo más que abejas en una colmena. Peter Solinsky había esperado encontrar sólo una multitud de viejas con pañoletas en la cabeza, pero vio sólo hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y de mediana edad: personas como él. Se quedó torpemente de pie en el nártex de Santa Sofía, sintiéndose como un impostor, preguntándose si debería hacer una genuflexión o no. Cuando nadie se acercó a pedirle sus credenciales, empezó a caminar hacia el altar por la estrecha nave lateral. Había dejado tras de sí los tristones cuarenta vatios de una tarde de marzo y ahora sus ojos se acomodaban a unas luces cuyo brillo dependía de la oscuridad circundante. Los cirios ardían frente a él, el latón bruñido brillaba, y los ventanucos de arriba eran como focos que convertían el sol en finos y compactos rayos.

El grueso candelero de hierro forjado, con sus púas erizadas y sus curvilíneas fiorituras, era como un teatro de luz. Los cirios encendidos estaban en dos niveles: uno, a la altura del hombro, dedicado a los vivos; otro, a la altura del tobillo, dedicado a los difuntos. Peter Solinsky compró dos velas de cera y las prendió acercándolas a una llama. Se arrodilló y hundió la primera de ellas en la bandeja de arena colocada sobre el piso del templo. Luego se levantó, alargó el brazo y clavó la base de la segunda vela, la que ardería por su patria, en la negra púa de acero. Sentía en su rostro el calor de aquel concierto de llamas. Dio unos pasos atrás, rígido, como el general que acaba de depositar una corona de laurel, y se quedó de pie, mirando. Luego, la punta de su dedo halló el camino de su frente y, sin la menor reticencia, completó el sempiterno gesto, cruzándose el pecho, de derecha a izquierda, a la manera ortodoxa.

La noche y la lluvia cayeron mansamente juntas. En una pequeña colina al norte de la ciudad se alzaba un pedestal de hormigón, sucio e inútil. Los paneles de bronce de sus costados brillaban apagadamente por efecto del agua. Sin Alyosha para guiarlos hacia el futuro, los artilleros se encontraban ahora librando una batalla muy diferente: irrelevante, local, callada.

En el solar del terreno baldío situado junto al apartadero, la lluvia bañaba en suave sudor las efigies de Lenin y Stalin, de Brezhnev, del Primer Líder y de Stoyo Petkanov. Se acercaba la primavera, y pronto los primeros brotes tratarían nuevamente de agarrarse al resbaladizo bronce de las botas militares. En la negrura de la noche, locomotoras zarandeadas en las placas giratorias de cambio y arrastradas por las máquinas de maniobras para ponerlas bajo el tendido eléctrico, iluminaban por un instante los esculpidos rostros. Pero en aquel Politburó póstumo las discusiones habían cesado: los rígidos gigantes se habían sumido en el silencio.

Frente al vacío Mausoleo del Primer Líder se hallaba de pie una mujer sola. Llevaba una bufanda de lana que le envolvía la cabeza cubierta con un gorro redondo de punto, y ambos estaban empapados. Sus manos sostenían delante del pecho un pequeño retrato enmarcado de V. I. Lenin. La lluvia salpicaba la imagen, pero aquel rostro indeleble observaba a cuantos pasaban. De vez en cuando, algún borracho perdido o algún estudiante con cara de tordillo chillón le gritaba algo a la anciana, al reflejarse en el cristal mojado la débil luz de las farolas. Pero no importaba lo que pudieran decirle: ella permanecía en su puesto y guardaba silencio.

Загрузка...