Robert Silverberg El reino del terror

—El emperador —dijo Quinto Cestio—, la noche pasada cenó pescado y setas espolvoreados con polvo de perlas, lentejas con ónix y nabos con ámbar. Tiene el estómago de un buey y la cabeza de un chiflado.

—¿Así pues crees que está chiflado? —preguntó Sulpicio Silano con un malicioso brillo en los ojos—.Yo no. Creo que simplemente es muy juguetón.

—¿Juguetón? —preguntó Cestio con gravedad—. Sí. Alimenta sus perros con hígado de oca, duerme en una cama de plata maciza sobre un colchón relleno de piel de conejo o plumas de perdiz, cubre sus muebles con telas de oro. Sí, la verdad es que es muy juguetón.

—Hace que viertan cubos de azafrán en la piscina del palacio antes de meter un solo dedo en ella —dijo Silano.

—Ollas de cocina hechas de plata.

—Vino aromatizado con zumo de amapolas.

—Un día hace que tinten toda su comida de azul y al día siguiente de verde, al otro de rojo.

—Llevó una cuadriga tirada por cuatro elefantes hasta la explanada de enfrente del Palacio Vaticano.

—Y otra tirada por cuatro camellos la semana pasada. La próxima semana será por perros, supongo, y después de eso les llegará el turno a los leones.

—Está chiflado —dijo Cestio.

—Es simplemente muy juguetón —dijo Silano, y los dos se rieron, aunque sabían demasiado bien que la extravagancia en materia de vehículos del emperador Demetrio II no era algo para tomar a risa, puesto que Cestio era el Prefecto del Erario Imperial, el monedero privado del emperador, y Silano, su contrapartida en la otra cara del tesoro romano, era el Prefecto del Erario Público, donde se cargaban todos los gastos gubernamentales. En algunos reinados, aquellos dos grandes contenedores de dinero se habían mantenido rígidamente separados. En otros, los emperadores no se habían mostrado mal dispuestos a hacer uso de sus arcas privadas para pagar cosas del pueblo, tales como la reconstrucción de acueductos y puentes, la financiación de los juegos de gladiadores y la construcción de grandes edificios públicos nuevos. Pero el emperador Demetrio nunca pareció hacer distinción alguna entre el Erario Imperial y el Erario Público. Gastaba según se le antojaba y dejaba que Silano y Cestio se las compusieran para sacar el dinero de un departamento del tesoro u otro.Y durante los últimos años, el problema había empeorado a ritmo constante.

Era el primer día del nuevo mes, cuando los dos tesoreros acostumbraban almorzar juntos en el comedor reservado a los altos funcionarios del gobierno en el edificio de despachos del Senado, que se hallaba justo detrás de la Cámara. Formaban una curiosa pareja. El perpetuamente melancólico Quinto Cestio estaba orondo como una barrica, era un individuo grande de carnosas mejillas y robusta complexión, y el siempre exuberante Sulpicio Silano era menudo, enjuto hasta el punto que bien podría esconderse taimadamente entre algún que otro pliegue de la enorme toga de Cestio. Los menús elegidos eran invariables: un plato de verduras crudas y manzanas para Cestio y una sucesión de sopas, gachas, carnes guisadas y quesos aromáticos empapados en miel para el pequeño Silano. Cestio era gordo de nacimiento y nunca había sentido una especial inclinación hacia la comida; a menudo se preguntaba dónde diantre se metía Silano todo lo que era capaz de engullir de una sola sentada.

Mientras daba buena cuenta de una pierna de marrana, Silano dijo, sin levantar la vista:

—He recibido una carta de mi hermano en Hispania. Me cuenta que el conde Valeriano Apolinar ha finalizado allí la reconquista, y pronto estará de regreso en la capital.

—Maravilloso —dijo enigmáticamente Cestio—. Una gran fiesta triunfal será lo indicado. Un millón y medio de sestercios de un plumazo. Sesos de flamenco, salmonetes al horno sobre lecho de jacintos traídos expresamente de Sicilia, carne de ciervo gigante de las tierras del norte, vinos centenarios y todo lo demás. Todo ese dispendio por Apolinar, que desaprobará el gasto y se sentará allí, rígido como uno de esos dioses de piedra de AEgyptus, limitándose a picar de este plato o de aquel otro. Pero yo tendré que sacar el dinero, de una forma u otra. Y si no, lo harás tú, supongo.

—Mi hermano dice —continuó Silano, como si Cestio no hubiera abierto la boca—, que el ahorrativo conde Valeriano Apolinar está profundamente molesto por el recorte de los fondos militares, lo que hizo mucho más complicadas de lo necesario sus operaciones de reconquista, y que pretende hablar seriamente con su majestad en relación con un ajuste de los presupuestos interiores.

—Sería aconsejable que alguien le dijera al conde que ni lo intente.

—¿Se atrevería alguien, incluido el emperador, a poner un dedo sobre el conde Valeriano Apolinar, el héroe de la guerra de Reunificación?

—No estoy diciendo que esté en peligro —dijo Cestio—. Tan sólo que el emperador no le hará caso. Justo el otro día, el igualmente morigerado Larcio Torcuato le sacó el mismo tema al emperador en palacio. Yo no estuve presente, pero me ha llegado información. En todo caso Torcuato, ahora que forma parte del gobierno, se ha radicalizado hasta la ferocidad sobre los despilfarras del emperador, mucho más de lo que nunca lo hizo Apolinar. Así que allí estaban los dos, el cónsul y el emperador, el cónsul despotricando y gritando, el emperador riendo y riendo.

—Y de la misma manera se reiría de nosotros. Tú y yo somos los únicos dos funcionarios que nos preocupamos algo de su nivel de gastos. Aparte de Apolinar yTorcuato, por supuesto.

—Sí, todos los demás o son unos payasos o unos peleles, o sencillamente, están tan chiflados como el mismo emperador.

—Y tú y yo somos los únicos que hemos de hallar los fondos para pagar las facturas como sea. Somos los únicos que soportan la carga de la locura del emperador —dijo Silano.

—Tú lo has dicho.

—¿Y ha despedido el emperador a Torcuato por gritarle?

—Oh, no, en absoluto. Como siempre, la cosa parecía no ir con el emperador. Según me han dicho, después de que Torcuato abandonase el palacio, Demetrio le envió un regalito en señal de reconciliación: la preciosa ramera Eumenia, totalmente desnuda y cubierta toda ella de polvo de oro, sentada en un carruaje enjoyado tirado por unos corceles negros de Arabia que costaron cien mil sestercios cada uno. Dicen que a Torcuato casi le da un síncope al verlo llegar.

—Bien, pues entonces —dijo Silano—, sería mejor que reservaras algo de dinero para el regalo de Apolinar.


El conde Valeriano Apolinar, justo en aquel momento, se encontraba a cientos de kilómetros en Tarraco, la gran ciudad de Hispania, la parada final de su arrollador recorrido militar por las provincias occidentales rebeldes del Imperio. Una a una, las había ido sometiendo con un mínimo gasto de fuerza y derramamiento de sangre. Primero, en Sicilia, donde se iniciaron las revueltas en el año 2563, luego Bélgica y la Galia y, finalmente, Hispania. Su técnica había sido la misma en cada lugar. Llegaba con un pequeño ejército escogido de bravos y temibles legionarios que exigían de los gobernantes locales una renovación inmediata del juramento de lealtad al emperador. A continuación se producía la rápida detención y ejecución pública de los ocho o diez cabecillas sediciosos como ejemplo para los demás. La idea era recordar a las provincias que Roma aún era Roma, que el ejército imperial era tan firme y eficaz como lo había sido en los tiempos deTrajano, Adriano y Marco Aurelio, diecisiete siglos atrás, y que él, el conde Valeriano Apolinar, era la personificación viva de todas las antiguas virtudes romanas que habían hecho del Imperio la inmortal entidad mundial que era.

Y había funcionado. Con una serie de golpes rápidos y sangrientos, Apolinar había puesto fin (él esperaba que para siempre), al proceso lento y continuo de desmembramiento que había aquejado al Imperio durante casi un siglo, en aquella era de estupidez y disipación que empezaba a ser conocida como Segunda Decadencia.

Ahora, próximo al término de su cuarto mandato como cónsul, estaba a punto de regresar a Roma y a su vida privada una vez más. El poder en sí mismo nunca le había interesado, ni tampoco las grandes riquezas o los grandes lujos. La riqueza la tenía de nacimiento y, en consecuencia, era algo natural para él; el poder lo había ido acumulando casi de forma inevitable desde el principio de su madurez, y como nunca lo ambicionó, nunca abusó de él. Y en cuanto a los grandes lujos, se los dejaba a aquellos que los ansiaban, como el desventurado idiota del emperador Demetrio II.

Demetrio, por supuesto, era un problema incesante. El emperador más loco de una larga dinastía de chiflados llevaba ocupando el trono más de veinte años de desvarío cada vez mayor, y no resultaba sorprendente que el centro del Imperio pareciera estar desmembrándose centrífugamente, hacia la periferia. Sólo el devoto empeño, a la sombra, de un pequeño grupo de hombres disciplinados e incondicionales, como Apolinar y su homólogo consular en Roma, Marco Larcio Torcuato, había evitado el desmoronamiento completo del régimen.

Había habido dificultades en las provincias alejadas durante casi un siglo. Algunas de ellas eran inherentes al sistema imperial. El Imperio era verdaderamente demasiado grande para ser gobernado por una autoridad central. Esto se había asumido desde los primeros tiempos imperiales, y era la razón por la que nunca se había hecho un serio intento de someter, bajo la directa administración de Roma, lugares remotos como la India y las tierras que había más allá de ella. Un sistema con una sola capital había demostrado no ser válido, y por eso se había fundado Constantinopla en el este, y el Imperio había sido dividido.

Pero entonces, después de Saturnino (otro de los emperadores chiflados), el Imperio Occidental se había sumido prácticamente en la bancarrota por su vano intento de conquistar el Nuevo Mundo, y había quedado entonces a la deriva, en una era patética que con el tiempo sería conocida como la Gran Decadencia. El reino oriental se aprovechó de la debilidad de Occidente y hubo doscientos años de gobierno del este, hasta que el invencible Flavio Rómulo restableció la independencia del Imperio Occidental. Determinado a no consentir que nunca más Oriente volviera a imponerse, Flavio Rómulo despojó a Constantinopla de su condición de ciudad capital y reunificó las dos mitades separadas del Imperio, mil años después de su primera escisión.

Pero sólo un Flavio Rómulo era capaz de gobernar una extensión tan vasta de territorio, y muy pocos de sus sucesores habían estado a la altura. En el siglo siguiente a su muerte, el trono fue ocupado por Demetrio de Vindonisa, un acaudalado patricio de provincias que, fatalmente, tenía una veta de locura hereditaria en la familia. Tanto el hijo de Demetrio, Valiente Aquila, como su nieto, Mario Antonino, fueron emperadores notablemente excéntricos. El hijo de Mario, Ludovico, había sido bastante estable, pero dejó alegremente el trono a su hijo, el actual emperador Demetrio, quien poco a poco, había conseguido hacer creer a los ciudadanos de Roma que de nuevo estaban siendo gobernados por un Calígula, un Cómodo o un Caracalla.

Al menos, Demetrio II no tenía instintos asesinos, como los habían tenido esos tres, pero su reinado, que se había alargado en el tiempo más que cualquiera de ellos, se había caracterizado por una similar inspiración de insensatez. Aunque, como Calígula, no se había autoproclamado dios o había nombrado senador a su caballo, sí había dado banquetes en los que se degollaba a la vez a seiscientos avestruces, y había ordenado el hundimiento de navios mercantes cargados en la bahía de Ostia para demostrar la prodigiosa riqueza del Imperio. No se divertía (como hiciera Cómodo) ejerciendo de cirujano, y operando a desventurados individuos, pero sí soltaba de vez en cuando a leones y leopardos mansos por las habitaciones de invitados del palacio para aterrorizar a sus amigos mientras dormían. No había hecho asesinar, como Caracalla, a su hermano y otros miembros de su propia familia, pero había organizado rifas en las que todos los miembros de su corte estaban obligados a participar con mucho dinero, y en las que un hombre podía ganar diez libras de oro y otro diez perros muertos o una docena de coliflores podridas.

Durante los días del mediocre Valiente Aquila y el estúpido Mario Antonino, provincias tan remotas como Siria y Persia empezaron a autogobernarse prestando escasa atención a los decretos procedentes del gobierno central. Eso, en sí mismo, mientras las mercancías exóticas de aquellas tierras exportadas a la capital continuaron llegando, provocó escasa alarma en Roma. Pero entonces, durante el reinado de Ludovico, las dos provincias de Dalmacia y Panonia, justo al este del corazón italiano del Imperio, también trataron de emanciparse, y tuvieron que ser frenadas por la fuerza. Más tarde, poco después de que llegara al poder Demetrio II, Sicilia, que siempre había sido una problemática isla de insatisfechos, optó por dejar de pagar impuestos a los recaudadores imperiales. Como Demetrio no emprendió ninguna acción, la actitud se extendió a Bélgica, la Galia e Hispania, a lo que siguieron rápidamente las declaraciones de independencia. Esto, obviamente no podía tolerarse, incluso por individuos como Demetrio.

Apolinar era entonces cónsul. Estaba en su tercer mandato y compartía el consulado con el irresponsable y borracho Duilio Eurupiano. Desde la época de Maximiliano el Grande, por lo menos, el consulado había sido un cargo sin importancia y meramente honorífico, sin ninguno de los poderes reales que tuvo en las épocas pasadas de la República. Como dijo Epicteto, hacía mucho tiempo, el consulado bajo los emperadores, habiendo perdido casi todas sus funciones, había degenerado en un puesto que no permitía más que el privilegio de financiar los juegos del Circo e invitar a cenar a huestes enteras de inútiles aduladores.

Pero ahora se avecinaba una crisis. Era necesaria una acción firme. Apolinar renunció a su consulado e invitó a Eurupiano a hacer lo mismo, dejándole bien claro que si optaba por permanecer en el cargo, ello tendría efectos adversos sobre su salud. A continuación, Apolinar convenció al emperador, quien en ese momento estaba ocupado reuniendo una colección de serpientes venenosas de los rincones más recónditos del reino, para que lo volviera a nombrar cónsul junto a otro ciudadano de igual espíritu cívico, el adusto y austero Larcio Torcuato. Apolinar reclamó con insistencia del emperador que a él y aTorcuato les fueran otorgados poderes de emergencia mucho mayores de los que los cónsules habían detentado durante siglos, y que sus cargos fueran indefinidos en lugar de depender de mandatos anuales según la voluntad del emperador. Torcuato trataría de restablecer algo de cordura en el frente doméstico. Apolinar, un soldado experimentado, marcharía por las provincias rebeldes tratando de meterlas en vereda una por una.

Y eso se había logrado. Ahora, en Tarraco, Apolinar estaba recogiendo sus bártulos, preparándose para volver a casa.

Tiberio Carax, su ayudante de campo, un griego jónico esbelto y de ojos rasgados que había estado a su servicio durante muchos años, entró y le dijo:

—Una carta para ti de Roma, del cónsul Larcio Torcuato, conde Valeriano. También ha llegado el príncipe Laureólo y espera fuera para verte.

Apolinar cogió la carta de Carax y dijo:

—Hazle pasar.

Rompió el sello y leyó ávidamente el texto. Su colega cónsul, escueto como siempre, había escrito: «Le he contado al emperador tus éxitos en el campo de batalla y ha reaccionado con su habitual infantilismo. En cuanto a las cosas aquí en Roma, los problemas van a peor a cada momento. Si sus gastos continúan al ritmo presente, pronto no quedará ni un solo denario en el tesoro. Estoy planeando adoptar severas medidas». A continuación, su rúbrica, una elaborada fioritura casi del tamaño de todo el texto: «M. Larcio Torcuato, cónsul».

Al levantar la mirada, Apolinar se dio cuenta de que el príncipe Laureólo estaba en la habitación.

—¿Malas noticias, señor?

—Exasperantes —contestó Apolinar, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar la furia que le consumía—. Es una carta de Torcuato. El emperador está vaciando las arcas del tesoro. Me pregunto cuánto pagaría por aquella montaña de nieve que hizo instalar en su jardín el verano pasado. O por esa túnica con láminas de oro, tachonada de diamantes y perlas. ¿Cuál será el próximo caprichito? Me asusta pensarlo.

—El emperador —dijo Laureólo serenamente, mientras una brizna de desdén asomaba por un instante en la comisura de sus labios—. ¡Ah! El emperador. ¡Claro! —No necesitó decir más.

Apolinar había acabado por apreciar enormemente al príncipe. Eran hombres cortados por el mismo patrón: bajos, compactos y musculosos, aunque poco más tenían de parecido físico. Apolinar era un hombre de tez bastante oscura, con una ancha nariz triangular, una boca generosa y unos ojos profundos y negros como el carbón debajo de unas cejas tupidas y enmarañadas, mientras que Laureólo tenía pálida la tez, acerados rasgos aristocráticos, una boca de labios delgados y unos ojos fríos de un azul clarísimo. Era de añejo linaje imperial y sus orígenes podían remontarse incluso hasta el emperador Publio Clemente, que había ocupado el trono aproximadamente un siglo antes de la conquista bizantina del Imperio Occidental. Indignado con los despilfarros de Demetrio II, se había retirado cinco años a la propiedad de su familia, en el campo, para dedicarse al estudio de la historia y literatura antiguas romanas. Así fue como Apolinar le conoció. La casa del conde estaba cerca de la de Laureólo y, además, compartía con éste su interés por la antigüedad. Apolinar advirtió muy pronto que el príncipe, que era diez años más joven, tenía la misma nostalgia por el estricto rigor ético de la República romana, hacía tiempo desaparecida, que él, Larcio Torcuato y prácticamente nadie más tenía en la Roma moderna.

Cuando se embarcó hacia la Guerra de Reunificación, Apolinar eligió al príncipe para ser su segundo al mando, encomendándole que fuera de una provincia recién pacificada a otra, para verificar que el proceso de restablecimiento de todo el poder imperial marchaba sin complicaciones en todas ellas. Más tarde, Laureólo estuvo en el norte de la Galia, donde se habían producido disturbios menores, en un lugar llamado Bononia situado en la costa del canal que divide Britania de la Galia. Pensando que este rebrote de los altercados podría extenderse a través del canal hasta Britania (que nunca antes se había rebelado), Laureólo lo reprimió con dureza. Ahora, aniquilada finalmente toda resistencia al gobierno imperial, había ido aTarraco para presentar a Apolinar su informe final sobre la situación en las provincias.

Apolinar lo ojeó por encima y lo dejó a un lado.

—Todo está bien por lo que veo. No necesito que te quedes aquí más tiempo.

Laureólo dijo:

—Señor, ¿intentarás contener un poco a Demetrio cuando regreses a la capital?

—¿Yo? No digas tonterías. Sé muy bien que no hay que tratar de explicar sus obligaciones a un emperador. La historia está llena de relatos acerca de la suerte que corrieron los que intentaron eso. Vuelve a leer a tu Suetonio, a tu Tácito, a tu Amiano Marcelino. No, Laureólo. Regreso a mi finca en el campo. Cuatro consulados son suficientes para mí. De todas maneras, mi colega, el cónsul Marco Lardo tiene la responsabilidad en los asuntos de Roma. —Dio un golpecito con el dedo sobre la carta deTorcuato—. Aquí dice que va a adoptar severas medidas para arreglar las cosas. Excelente, si puede con ello.

—¿Podrá hacerlo solo? —preguntó Laureólo.

—No, probablemente no. ¿Es que te gustaría ser cónsul, Laureólo?

—¿Yo, señor? —Los ojos del príncipe se abrieron como platos.

—A ti, sí. —Entonces Apolinar meneó la cabeza—. No; supongo que no. Demetrio nunca lo permitiría. Eres de sangre real, probablemente lo interpretaría como el preludio de su derrocamiento —dijo sonriendo—. Bueno sólo era una idea. Tú yTorcuato, entre los dos podríais ser capaces de hacer el trabajo. Pero, por tu bien lo mejor es que te mantengas alejado de la capital. Vuelve tú también a tu finca. Nos reuniremos una vez a la semana frente a una buena comida, hablaremos de la historia antigua y ya se preocupará Torcuato del desastre de Roma. ¿Eh, Laureólo? Hemos hecho un duro trabajo aquí en las provincias durante cinco largos años. Creo que nos merecemos un descanso, ¿no te parece?


En su despacho de paneles de madera, en lo alto del edificio consular, en el extremo este del Foro, el cónsul Larcio Torcuato apilaba y volvía a apilar la montaña de documentos sobre su escritorio, alineando sus bordes con un escrúpulo que uno no esperaría en un individuo de una constitución tan maciza y robusta. Entonces levantó la vista ferozmente hacia los dos prefectos del Erario, que le habían entregado aquellos papeles hacía una hora y que permanecían incómodamente sentados frente a él.

—Si he entendido esto correctamente, y creo que lo he hecho, no hay ni un solo departamento del gobierno imperial que no haya sobrepasado con mucho su presupuesto durante este año fiscal pasado. Es correcto, ¿verdad, Silano?

El prefecto del Erario Público, compungido, asintió con la cabeza. Su proverbial y eufórica presencia de ánimo parecía haberse esfumado.

—Así es, cónsul.

—Y tú, Cestio —dijo Torcuato, dirigiendo su mirada hacia el prefecto del Erario Imperial—. ¿Tú me estás diciendo aquí que el emperador rebasó sus fondos personales el año pasado en treinta y un millones de sestercios, y salvas el déficit tomando el dinero prestado de Silano?

—Sí, señor—respondió el orondo Cestio con la más atiplada de las voces.

—¿Cómo has sido capaz…? ¿Dónde está tu sentido de la responsabilidad frente a la nación, al Senado, a tu propia conciencia? El emperador despilfarra treinta y un millones más de lo que tiene asignado para despilfarrar, que debe de ser una cantidad ingente, y tú, sencillamente, los agarras de los fondos con los que se supone que debemos reparar los puentes y barrer la bosta de los establos y pagar a los soldados de Apolinar? Te lo vuelvo a preguntar: ¿cómo has sido capaz?

Una chispa de desafío asomó a los ojos de Cestio.

—Sería mejor que me preguntaras ¿cómo podía no hacerlo, cónsul? Crees que habría podido decirle al emperador a la cara que estaba gastando demasiado? ¿Cuánto tiempo crees que tardaría en encontrar un nuevo Prefecto del Erario Imperial? ¿Y cuánto tiempo tardaría yo en encontrar una nueva cabeza?

Torcuato respondió con un bufido.

—Es tu responsabilidad, Cestio, ¿qué me dices de tu responsabilidad? Aunque eso te cueste la cabeza. Tu trabajo consiste en impedir que el emperador gaste más de lo que tiene. Y si no, ¿para qué tenemos un Prefecto del Fisco? ¿Y tú, Silano? ¿Con qué derecho autorizaste la solicitud de Cestio de esos treinta y un millones? Tú no tenías que enfrentarte al emperador, sólo tenías que decir no a Cestio. Pero no lo hiciste. ¿Es más importante para ti salvar el cuello de tu amigo que la salud financiera del Imperio que has jurado defender?

Silano, avergonzado, calló.

Finalmente,Torcuato dijo:

—¿Me veré obligado a pedir vuestras dimisiones?

—La mía está a tu disposición en cualquier momento —dijo Cestio.

—La mía también, señor —añadió Silano.

—Ya, ya. Y luego voy yo y os sustituyo con… ¿quién? Vosotros dos sois los dos únicos hombres dignos de toda la administración y tampoco sois muy dignos que digamos. Pero por lo menos lleváis las cuentas honestamente… Lleváis las cuentas honestamente, ¿no es así? ¿No será aún mayor el déficit de lo que dicen estos papeles vuestros?

—Las cuentas son precisas, señor —dijo envarado Silano.

—Habrá que dar gracias a los dioses por su corta misericordia. No, quedaos en vuestros puestos. Pero a partir de ahora quiero informes de una clase diferente. Quiero los nombres de los derrochadores. Una lista detallada. Los jefes de departamento, aquellos que alientan al emperador en su locura. Los que firman justificantes autorizando los pagos que vosotros estáis tan prestos a aprobar. Y no sólo de los jefes de departamento, sino de cualquiera en la cadena de mando que esté en situación de decir no a las solicitudes de gasto y evidentemente no lo hace.

Los dos prefectos le contemplaban horrorizados.

—¿Nombres, señor? —preguntó Cestio—. ¿De todos?

—Todos sus nombres, eso es.

—¿Para que puedan ser reprendidos?

—Para que puedan ser despedidos del cargo —dijo el cónsul—. El lote entero lo será. Primero se irán los peores, pero al final no quedará ni uno de ellos. Ya que el emperador no puede ser controlado, controlaremos a los hombres que están a su servicio. Quiero las primeras listas mañana por la tarde. —Torcuato les hizo señas para que se retiraran—. No, mañana por la mañana —dijo cuando estaban a punto de salir.

Pero él no aguardó tanto para confeccionar su propia lista. Él sabía quiénes iban a ser las primeras víctimas de la purga: el séquito real del emperador: aquella caterva de lisonjeros, sanguijuelas y babosos parásitos que pululaban a su alrededor día y noche, azuzando al loco Demetrio a conquistar cotas más altas de grotesca falta de previsión y a llenar sus propios bolsillos con las monedas de oro que se derramaban por todas partes.

Conocía los nombres de la mayoría de ellos. Los funcionarios de alcoba, los íntimos asistentes del emperador, sus mozos y proxenetas, sus mayordomos, la mayoría de ellos poseedores de una inmensa riqueza propia, que todas las noches salían del palacio real para marcharse a sus casas, confortables palacios de su propiedad. Estaban Polibio, Hilario (dos griegos, pensó, apretando los labios con disgusto), y el hebreo, Judas Antonio Sorano, y el secretario privado, Estacio, y el zapatero real, Claudio Nerón, que confeccionaba los fabulosos zapatos con incrustaciones de piedras preciosas que Demetrio no se ponía nunca dos veces, y el médico de la corte, que prescribía al monarca costosísimas rarezas en cuestión de medicinas, llevándose su propio porcentaje de sus suministradores. ¿Cuál era su nombre? ¿Malo, Tralo? Algo así.Y el arquitecto, Tiberio Ulpio Draco, quien, como ministro de Obras Públicas, había construido todos aquellos inútiles nuevos palacios para el emperador para después echarlos abajo y construir en su lugar otros incluso más grandes…

No, Draco había muerto hacía un año o dos, probablemente de vergüenza a causa de sus fechorías, puesto que, por lo que Torcuato recordaba, era en esencia un hombre honorable. Pero había muchos más que añadir a la lista. Poco a poco, durante la hora siguiente, Torcuato fue apuntando nombre tras nombre, hasta que tuvo cincuenta o sesenta. Era un buen principio. Su furia se exacerbaba mientras examinaba sus pecados. Una furia fría, pues, por naturaleza, Torcuato era un hombre gélido.

Después de veinte años había llegado la hora (más bien había pasado hacía mucho tiempo) de poner freno al estúpido derroche de Demetrio antes de que éste hundiera el Imperio. A pesar de todos los riesgos, Torcuato estaba decidido a hacer frente al emperador. Había habido un Torcuato en los tiempos de Marco Aurelio y otro durante el reinado de Diocleciano, y más Torcuatos a lo largo de la Historia, y ahora él era el Torcuato de esta era, el cónsul Marco LarcioTorcuato, quien iba a añadir honor sobre su linaje. Aquellos otros Torcuatos le contemplaban desde la Historia. Debía salvar Roma por ellos.

«Esta Roma —pensó—, este Imperio al que hemos rendido tanta lealtad, dedicado una parte tan grande de nuestras vidas, por estos dos mil años pasados…»

Por un momento, pensó que la mejor táctica sería hacer una redada de cinco o seis secuaces del emperador, y apartarlos de él poco a poco, de manera que Demetrio no advirtiera lo que estaba ocurriendo. Pero entonces se dio cuenta de que ésa era precisamente la estrategia errónea. Había que cogerlos a todos a un tiempo, de un golpe único y enérgico, a la manera en que Apolinar había manejado las cosas en las provincias. Fuera del palacio. A las prisiones. Era necesario aplicar una solución inmediata a la situación. Sí. Ésa era la manera.

Se imaginaba la conversación con el emperador que vendría a continuación.

—¿Dónde están mis queridos amigos? ¿Dónde está Estacio? ¿E Hilario? ¿Y qué ha sido de Claudio Nerón?

—Están todos ellos bajo arresto, majestad. Crímenes contra el Estado. Hemos llegado a una situación tan precaria que ya no podemos permitirnos el lujo de tener a esa gente a su servicio.

—¡Mi médico! ¡Mi zapatero!

—Eran peligrosos para el bienestar de la nación, César. Peligrosos en extremo. He infiltrado espías entre el pueblo, en las tabernas, y hay rumores de revolución. Se dice que las calles, los puentes y los edificios públicos siguen sin reparar, que no hay dinero disponible para dedicar al pueblo, que la guerra en las provincias está a punto de estallar en cualquier momento y que hay que acabar con el emperador antes de que las cosas vayan todavía a peor.

—¿Acabar con el emperador? ¿Conmigo?

—Reclaman una vuelta a la República.

Demetrio se reiría de esto último.

—¡La República! La gente ha estado pidiendo a gritos la República durante los últimos dieciocho siglos! La pedían durante la época de Augusto, diez minutos después de que él la lanzara por la borda. Ellos no la quieren de verdad. Saben que el emperador es el padre del país, su príncipe bienamado, la única figura esencial que…

—No, majestad. Esta vez va en serio. —Y Torcuato esbozaría para el emperador una vivida y aterradora escena de lo que significaría una revolución, representando, como él sabía hacerlo, los alborotos en las calles, las persecuciones de los senadores, algunos de ellos degollados en sus lechos y, sobre todas las cosas, la masacre de la familia real, el derramamiento de sangre, los museos imperiales saqueados, el incendio de los palacios y los edificios gubernamentales, la profanación de los templos. El mismo emperador, Demetrio II Augusto César, crucificado en el Foro. Mejor aún: crucificado cabeza abajo, colgado allí, semiconsciente en medio de su agonía, mientras que el populacho se mofaba lanzándole piedras o quizá lanzas.

Sí. Diez minutos así y tendría a Demetrio estremecido de miedo en sus sandalias doradas, humedeciendo su toga púrpura por el espanto. Se retiraría a su palacio y se escondería entre sus juguetes, sus amantes y sus leones y tigres domesticados. Mientras tanto, los juicios proseguirían, los bellacos serían rápidamente declarados culpables de sus desfalcos y malversaciones, enviados al exilio, a las remotas provincias del reino.

¿Exilio?

El exilio podía ser demasiado arriesgado, pensó Torcuato. Los exiliados a veces encuentran la forma de volver buscando venganza.

Algo más permanente que el exilio sería una idea más prudente, se dijo a sí mismo.

Torcuato continuaba tomando notas. La lista crecía y crecía. Apolinar estaría orgulloso de él. Constantemente le estaba citando la historia antigua, diciéndole lo mucho mejor que iban las cosas bajo la República, cuando individuos leales y estoicos como Catón el Viejo, Furio Camilo y Emilio Paulo dieron ejemplo de abnegación y disciplina a toda la nación. «El Imperio necesita una profunda purificación», solía decir Apolinar. Torcuato se lo había oído un millar de veces. Así era. Y cuando el conde regresase de la Galia o Lusitania o de dondequiera que estuviese, iba a ver que la urgente purificación ya estaba en marcha.

«Todos ellos morirán —se decía a sí mismo—. Todos estos parásitos alrededor del emperador, estos gusanos que se zampan los bienes públicos.»


Que algo extraño estaba pasando en Roma le empezó a parecer obvio a Apolinar ya en los primeros minutos después de que el navio mercante que le había traído desde Tarraco entrara en el puerto de Ostia. El ritual familiar por el que los funcionarios de aduanas del puerto subían a bordo, recibían sus sobornos y presentaban una somera cuenta de impuestos a pagar no se llevó a cabo. En lugar de esto, se produjo una auténtica inspección. Seis hombres vestidos con el uniforme negro y dorado del tesoro imperial husmearon por las bodegas del barco e hicieron una relación formal del cargamento, bulto por bulto.

En teoría, toda la mercancía que se transportaba hasta Italia procedente de las provincias estaba sujeta a impuestos de aduana. En la práctica, los inspectores, tras haber abonado consistentes sobornos al secretariado de su departamento para conseguir sus puestos, metían buena mano a los ingresos de aduanas, y tan sólo dejaban que una fracción de la cantidad legítima llegara, describiendo intrincados zigzags hasta el tesoro imperial. Todo el mundo lo sabía, pero a nadie parecía importarle. A Apolinar le disgustaba el tejemaneje aunque, de entrada, no acertaba a comprender por qué el traslado de mercancía de una parte a otra del Imperio debía estar sujeto a tales gravámenes. Pero el soborno de los funcionarios de aduanas en lugar de pagar los impuestos era sólo una entre un millar de prácticas del régimen imperial que pedían una reforma a gritos y, en cualquier caso, nunca dedicó mucha atención a los asuntos de mercaderes y exportadores.

Sin embargo, el protocolo de ese día provocó un retraso inusual en el desembarco. Pasado un rato, Apolinar mandó llamar al capitán del navio, un simpático cartaginés de barbas negras, y le preguntó qué estaba pasando.

El capitán, entre la consternación y la indignación, no estaba seguro. Nuevos procedimientos, dijo. Algún tipo de remodelación en el Departamento de Aduanas, era todo lo que él sabía.

Apolinar supuso en un principio que debía de haber alguna relación con la escasez de ingresos que Torcuato le había comunicado por escrito: el Emperador, corto de efectivo, habría dado instrucciones a sus funcionarios para empezar a incrementar los ingresos gubernamentales. A continuación, advirtió lo absurdo de su reflexión. Demetrio nunca demostró estar al tanto de que existiera una relación entre los ingresos gubernamentales y los gastos imperiales. No, aquello debía de ser cosa del propio Torcuato, concluyó Apolinar: una de las «severas medidas» que su colega cónsul le había anunciado que iba a adoptar para poner las cosas en orden.

Desde Ostia, Apolinar se encaminó directamente hasta la villa que conservaba en las afueras, por la vía Flaminia, justo al norte de la muralla de la ciudad. Había quedado al cuidado de su hermano menor, Rómulo Claudio Apolinar, durante sus cinco años de ausencia. Al conde le agradó descubrir que Rómulo Claudio había mantenido a punto el lugar, como si Apolinar pudiera necesitarlo en cualquier momento, aunque él también había estado ausente de Roma la mayor parte de ese tiempo, y en esos momentos se encontraba viviendo en el norte, en Umbría.

El camino a casa le condujo a través del corazón de la ciudad. Era agradable estar de regreso en Roma, ver de nuevo las antiguas; construcciones, dos mil años de historia que se alzaban en cada calle, los muros de mármol de los templos y las dependencias oficiales, algunas tan viejas como Augusto y Tiberio, con la pátina del tiempo en ellos a pesar de siglos de continuadas restauraciones; y las construcciones medievales, macizas y un tanto ordinarias, con sus fachadas decoradas, palpitando bajo la luz del sol; y luego las nuevas construcciones de la Decadencia, todas ellas parapetos extraños con sus arbotantes en voladizo y abruptas alas que sobresalían, como las de un escarabajo gigantesco que da un brinco hacia el espacio. ¡Qué contento estaba de ver todo aquello! Incluso el calor le dio cierto gozo. Era el mes de julio, tórrido y húmedo, una estación en la que el caudal del río era muy escaso, turbio y con orillas de lodo amarillo. El bochorno atenazaba la ciudad. A lo lejos se oyó un trueno, un chasquido seco sin lluvia, el trueno siniestro de algún dios despistado. La atmósfera hedía. Después de todos aquellos años que había pasado en las ciudades menores de las provincias occidentales, había olvidado la fetidez de Roma en verano. Esta era la ciudad más grande que había existido o que existiera jamás, pero no había manera de escapar de su olor en esta época del año: los efluvios de un millón de personas, los alimentos podridos de los que se desprendían, sus basuras, el sudor de ese millón de cuerpos. Él era un hombre escrupuloso. Le disgustaban el calor, la fetidez, la suciedad. Y sin embargo, sin embargo… ¡aquello era Roma, y no había otra ciudad como ella!

Cuando Apolinar llegó a su villa, envió un mensaje a Torcuato comunicándole su llegada y diciéndole que le gustaría mucho reunirse con él tan pronto como fuera posible. En seguida llegó un mensajero de Torcuato invitándole a cenar en su casa aquella misma noche.

Dudoso placer aquél. Apolinar, a pesar de todo su interés erudito por las virtudes estoicas de la Roma republicana, era un hombre civilizado y cultivado, que apreciaba los buenos vinos y la cocina imaginativa. Su colega en el consulado estaba hecho de otra pasta muy diferente. Era un romano más a la vieja usanza en su desdén por las comodidades y el lujo, un espíritu pesado e invernal que mostraba poco interés por la comida, el vino, la literatura o la filosofía. De hecho, la única afición placentera que Apolinar le conocía era cazar jabalíes en los bosques nevados de las provincias del norte.

Pero, aquella noche, la mesa de Torcuato estaba dispuesta para una persona de los gustos de Apolinar, con numerosos vinos y sorbetes y un espléndido plato principal de venado condimentado. No había entretenimiento (las bailarinas y los músicos no serían apropiados para una reunión como aquélla), y sólo ellos dos eran los comensales. Apolinar nunca se había casado y la esposa de Torcuato, que rara vez era vista en público, ni siquiera hizo aparición aquella noche en su propia casa.

En efecto, había hecho algunos cambios en los procedimientos de las aduanas, le confirmó a Apolinar. Había hecho otros cambio asimismo. Todo el depravado séquito que rodeaba al emperador había sido detenido y puesto a buen recaudo. No habría más parrandas con salvajes despilfarros por parte de Demetrio. Torcuato también había iniciado reformas en todos los niveles de la administración. Los funcionarios corruptos habían sido retirados del cargo. Las normas y regulaciones oficiales vigentes durante décadas en la teoría, pero que nunca se habían hecho respetar, se aplicaban ahora. A todos los departamentos del gobierno se les había ordenado que elaboraran nuevos presupuestos y a todos se les había exigido que no se salieran de ellos.

—¿Y el emperador? —preguntó Apolinar cuando, finalmente, Torcuato hizo una pausa en su declaración—. ¿Cómo se ha tomado la destitución de toda su cohorte de esbirros? Veo que aun tienes la cabeza sobre los hombros, de modo que debes de haber encontrado algún modo de tranquilizarle, pero ¿cuál?

—Su majestad no está actualmente en posición de ordenar nada —dijoTorcuato—. Su majestad se encuentra bajo arresto domiciliario.

Apolinar sintió una punzada de asombro.

—¿Lo dices en serio? Sí, sí, por supuesto que sí. Siempre hablas en serio. Encerrado en su propio palacio, ¿es eso?

—En el pabellón de huéspedes del palacio, en realidad. El nuevo edificio, ése con aspecto tan extraño, con esos extravagantes mosaicos. Tengo soldados de guardia destacados allí las veinticuatro horas del día.

—Pero seguramente, la Guardia Pretoriana no lo habría permitido…

—Tomé la precaución de destituir al Prefecto de la Guardia Pretoriana y reemplazarlo por un hombre de mi confianza, un tal Atilio Ruliano. Los pretorianos han recibido una generosa paga y con sumo gusto han hecho un juramento de lealtad a su nuevo prefecto.

—Sí, es lo que suelen hacer si se les paga bastante bien.

—De manera que tenemos a Demetrio bien abastecido de comida y mujeres pero, aparte de eso, está totalmente aislado. No tiene contacto con ninguno de los funcionarios de su corte o con los miembros del Senado. Naturalmente, tampoco yo me acerco a él. Y confío en que tú mantengas también la distancia, Apolinar. A la práctica, tú y yo unidos somos ahora el emperador. Todos los decretos gubernamentales salen del despacho consular. Todos los funcionarios gubernamentales están bajo nuestras órdenes.

Apolinar dirigió aTorcuato una mirada atenta y escrutadora.

—¿Pretendes mantener preso al emperador durante el resto de su vida? Sabes que eso causará problemas, amigo. Loco o no, se supone que el emperador ha de presentarse ante el pueblo en ciertas ocasiones durante el año. La festividad de Año Nuevo, la inauguración de las sesiones del Senado, el primer día de los Juegos de la Temporada en el Coliseo… No puedes esconderle indefinidamente sin levantar la mínima sospecha.

—De momento —dijo Torcuato—, se ha hecho pública la noticia de que su majestad se encuentra enfermo. Y creo que podemos dejarlo así por ahora. ¿Cuándo se recuperará…? Bien, podemos estudiar ese tema después. Hay otros problemas.

—¿Como cuáles?

—El Senado, para empezar. No sé si sabes o no que hay un número considerable de senadores que están encantados con la forma de actuar de Demetrio. La corrupción general también hace mella en ellos. Sin un emperador de verdad que les pida responsabilidades, ellos hacen lo que les place, y muchos viven como pequeños Demetrios. Me refiero a la clase de vida orgiástica por la que Roma fue famosa en la época de Nerón. No podemos permitirnos volver a ello. El Senado necesita también una reforma. Si no la llevamos a cabo, muchos de sus miembros tratarán de bloquear nuestros planes.

—Ya entiendo —dijo Apolinar—. ¿Estás hablando de retirar del cargo a determinados senadores?

—Podría ser necesario.

—Pero sólo el emperador podría hacer eso.

—Lo haremos nosotros en nombre del emperador —dijo Torcuato—. Como haremos todo lo demás que debamos hacer.

—Ah —dijo Apolinar—.Ya veo. En nombre del emperador.

Por primera vez advirtió lo cansado que parecía Torcuato. Éste era un individuo corpulento, de una fortaleza física formidable y un aguante legendario. Sin embargo, Apolinar vio que sus ojos estaban enrojecidos de fatiga y que tenía el rostro demacrado y cetrino.

—Aún hay más —continuó Torcuato.

—¿Además de destituir a toda la corte, encarcelar al emperador y hacer una purga en el Senado?

—Me refiero a la posibilidad de un levantamiento popular generalizado —dijo solemnemente Torcuato.

—¿Por las reformas que has iniciado?

—Al contrario. Mis reformas son la salvación del Imperio y tarde o temprano todo el mundo se dará cuenta de ello…, si conseguimos evitar que las cosas se desmanden. Pero es posible que el pueblo no nos dé el suficiente tiempo para explicárselo todo. Has estado fuera estos cinco años y no sabes lo que está ocurriendo aquí. Quiero que mañana vengas conmigo a la Subura.

—La Subura —repitió Apolinar. Juntó las manos presionándolas y se tocó los labios con las puntas de los dedos. La Subura, según él recordaba, era un barrio antiguo y pobre de la capital, un lugar asqueroso y hediondo de callejones oscuros y calles tortuosas que no llevaban a ningún sitio. Cada ciertos siglos, algún emperador de mente cívica ordenaba su limpieza y rehabilitación, pero su naturaleza íntima era ingobernable y la pestilencia del lugar siempre volvía a imponerse en un par de generaciones—. La Subura está agitada, ¿no es así? Unos pocos camiones cargados de pan y vino gratis podrán arreglar eso, supongo.

—Te equivocas. Esa gente tiene ya abundante comida. A pesar de todos los excesos de Demetrio, ésta todavía es una tierra próspera.Y, no obstante lo que tú creas, las revoluciones no surgen de la pobreza. Es la pasión por la novedad y la búsqueda de lo excitante lo que las provoca. La revolución es el fruto de la desocupación y el ocio, no de la pobreza.

—La desocupación y el ocio de los pobres pobladores de la Subura —dijo Apolinar, contemplando reflexivamente al otro hombre. Era una idea interesante, maravillosa en su absoluta absurdidad.

Pero parecía que Torcuato veía cierta lógica en ella.

—Sí, en medio de un colapso generalizado de la ley y el orden (esto que algunos llaman la Decadencia), se dan cuenta de que en realidad nadie se encarga ya de nada. Y por eso quieren una parte más grande del botín. Derrocar la monarquía, masacrar a todos los patricios, repartir la riqueza entre ellos. He estado en sus tabernas, Apolinar. He escuchado sus arengas. Ven conmigo mañana, siéntate a su lado y podrás escuchar todo eso por ti mismo.

—¿Dos cónsules, moviéndose tranquilamente y sin vigilancia por esas tabernas?

—Ellos no tienen idea de quiénes somos. Te enseñaré cómo vestirte.

—Sería interesante, supongo. Pero no, gracias. Confío en tu palabra. Hay inquietud en la Subura. Pero aún tenemos un ejército, Torcuato. Acabo de pasar cinco años pacificando las provincias. Puedo pacificar la Subura también, si es que tengo que hacerlo.

—¿Enfrentar al ejército romano contra los ciudadanos de la capital? Piensa en ello, amigo mío. Hay que ocuparse de los agitadores de la Subura antes de que estalle el conflicto. De acuerdo, ya sé que es mucho para el primer día de tu vuelta, pero no hay tiempo que perder. Tenemos por delante una enorme tarea. —Torcuato hizo un ademán a un esclavo que estaba cerca para que llenara las copas—. Basta ya de todo esto por el momento. ¿Qué te parece este vino? Es un falerniano de cuarenta años. De las bodegas del emperador, debería añadir. Lo he traído aquí especialmente para esta ocasión.

—Bastante bueno —dijo Apolinar—. Pero la edad lo ha oxidado una pizca. ¿Serías tan amable de pasarme la miel, Torcuato?


Carax dijo:

—Ésta es la lista por el momento, señor.

Apolinar cogió la hoja de papel de su ayudante de campo y dio una rápida leída a los nombres.

—Estacio… Claudio Nerón… Judas Antonio Sorano… ¿quiénes son esta gente, Carax?

—Lucio Estacio es el secretario privado del emperador. Sorano es un hebreo que, según se dice, importa animales exóticos de África para su colección. No tengo información acerca de Claudio Nerón, señor, pero probablemente sea algún artesano de la corte.

—Ah —dijo Apolinar, fijándose otra vez en la lista—. Hilario y Polibio, sí. Los asistentes personales. Recuerdo a estos dos. Dos bastardillos empalagosos. Glicerio Agrícola, Cayo Calixto, Marco Cornuto… ¿qué clase de nombre es éste: Marco Cornuto?

—Un nombre romano, señor. Quiero decir que está en lengua romana, no es latín.

Eso le desconcertó.

—Latín… romano… ¿qué diferencia hay?

—Las clases más bajas hablan una especie de basta lengua que ahora llaman «romana», un dialecto… el dialecto del pueblo, así lo llaman. Deriva del latín, como las lenguas de las provincias. Es una forma de latín descuidada y más sencilla. Han empezado a traducir sus nombres propios a esa lengua, he oído. Este Marco Cornuto probablemente sea uno de los cocheros del emperador, un mozo de establo o algo de ese estilo.

Apolinar puso mala cara. Le disgustaba mucho la costumbre que últimamente se había impuesto en las provincias, de hablar dialectos locales que eran versiones burdas y vulgares del latín, mezclados con primitivos vocablos regionales: una manera de hablar en la Galia, otra en Hispania, otra en Britania y aún otra, muy diferente de las demás, en las provincias teutónicas. El había reprimido el uso de aquellas lenguas, aquellos dialectos, allá donde los había encontrado. ¿Y ahora también estaba ocurriendo allí? ¿Qué sentido tenía un nuevo dialecto del latín empleado allí mismo, en Roma? En las provincias, aquellos dialectos eran un medio de reafirmar su independencia respecto al Imperio. Pero Roma no podía segregarse de sí misma, ¿no era así?

Carax se limitaba a sonreír y a encogerse de hombros.

Apolinar recordaba ahora lo queTorcuato le había dicho acerca de la agitación en los suburbios, la posibilidad de alguna clase de levantamiento entre los plebeyos. ¿Es que acaso existía una nueva forma bastarda de latín que estaba empezando a desarrollarse entre los pobres, una lengua privada propia, que los apartaba de los odiados aristócratas? Valía la pena investigar el asunto. Sabía, por su experiencia en las provincias, la importancia que podía tener la lengua a la hora de promover la inquietud política.

Volvió a mirar la lista de aquellos a los queTorcuato había arrestado.

—Matio… Licencio… Licinio… Cesio Basio… —levantó la vista—. ¿Qué quieren decir estas marquitas rojas que hay al lado de algunos nombres?

—Ésos son los que ya han sido ajusticiados —respondió Carax.

—¿Has dicho «ajusticiados»? —preguntó Apolinar, sobresaltado.

—Ejecutados, sí —dijo Carax—. Pareces sorprendido. Pensé que ya lo sabías, señor.

—No —dijo Apolinar—. No sabía nada acerca de ninguna ejecución.

—En el extremo más lejano del Foro, en la placita enfrente del Arco de Marco Anastasio. Allí, él ha hecho instalar una plataforma, y todas las tardes de la semana hay ejecuciones, cuatro o cinco al día.

—¿Él?

—Larcio Torcuato, señor —dijo Carax, con el tono de quien está explicando algo a un niño.

Apolinar hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Era el décimo día desde su regreso a Roma y todos ellos habían sido muy ajetreados. Torcuato, en su primer encuentro en su casa, no le dio oportunidad a Apolinar de explicarle que sus intenciones eran abandonar el consulado y retirarse a la vida privada; y cuando el conde supo hasta dónde había llegado Torcuato (poner al emperador bajo arresto domiciliario, meter en prisión a los amiguitos del cesar, lanzar una batería de estrictos nuevos decretos ideados para barrer la corrupción del gobierno), comprendió que sus planes de retiro eran inviables. El programa deTorcuato, por encomiable que fuera, era tan radical que no podía permitirse que lo llevara a cabo él solo. Esto lo convertiría, en efecto, en dictador de Roma, y Apolinar sabía por sus lecturas de Historia, que la única clase de dictadores que Roma toleraba eran aquellos que, como César Augusto, fueron capaces de ocultar sus procedimientos dictatoriales tras una fachaza de legitimidad constitucional. Un simple cónsul nombrado por el emperador, que gobernara en solitario después de derrocar a éste, no sería capaz de mantenerse en el poder a menos que él mismo asumiera los poderes imperiales. Apolinar no quería ver cómo Torcuato hacía eso. El mantenimiento del sistema consular era ahora esencial. Y Torcuato debía tener un homólogo legítimo si quería que sus reformas tuvieran éxito.

Por eso, Apolinar había dejado de lado todos sus planes de retiro y había empleado sus primeros días en reafirmar su presencia en la capital, establer su despacho en el edificio consular, renovar sus contactos con los hombres importantes del Senado y en definitiva, reanudar su vida en el centro del poder. Se había encontrado todos los días con su colega Torcuato, quien le había asegurado que los trabajos de purga de la comunidad de haraganes y parásitos iba como la seda, pero hasta el momento, Apolinar no había ejercido presión alguna para que le informara con detalle. Ahora se daba cuenta de que había sido un error. La política de Torcuato de finalizar con la sangría del tesoro público que las huestes de gorrones habían practicado, era algo que él había aplaudido, por supuesto, pero a Apolinar nunca se le había ocurrido que su colega cónsul los estuviese ajusticiando. Y sus recorridos por la ciudad desde su llegada nunca le acercaron siquiera hasta las inmediaciones de aquella placita de Marco Anastasio, el lugar de las ejecuciones, donde rodaban cabezas por orden de M. Larcio Torcuato.

—Quizá debería tener una pequeña charla con Torcuato sobre esto —dijo Apolinar, levantándose y guardando la lista de los individuos arrestados en un pliegue de su túnica.

El despacho de Torcuato se encontraba en el piso superior al de Apolinar, en el edificio consular. En los viejos tiempos, los dos cónsules se repartieron entre ellos todo el noveno piso. Así había sido durante los tres primeros mandatos de Apolinar. Durante su primer consulado, Apolinar había utilizado el despacho de la parte este del edificio, que daba al Foro deTrajano. Durante su segundo y tercer mandatos, cuando ya era cónsul veterano, se trasladó a las salas de la parte oeste de la última planta que, de alguna forma eran más imponentes. Pero durante la larga ausencia de Apolinar en las provincias, Torcuato había ampliado su propio dominio consular, ocupando la parte de la planta que había sido del conde anteriormente y reubicó a su colega en un despacho secundario en la octava planta del edificio. «Las competencias consulares se han incrementado muchísimo desde que reorganizamos la situación», explicó Torcuato un poco avergonzado cuando Apolinar, a su regreso, trató de recuperar su viejo despacho. «Tú estabas luchando en Sicilia y era probable que no volvieras en dos o tres años; yo necesitaba más espacio a mi alrededor para los nuevos miembros de la plantilla que ahora se requerían, etcétera, etcétera…»

Los nuevos arreglos le afectaron lo suyo, pero aquélla no era la ocasión, pensaba Apolinar, de empezar a discutir con su homólogo por el espacio de su despacho. Ya llegaría el momento de preocuparse por temas de preferencia y estatus cuando las cosas en la capital se serenaran un poco.

Cuando llegó Apolinar, Torcuato estaba firmando afanosamente documentos. Por un instante, pareció no darse cuenta de que su colega había entrado en la sala. Entonces levantó la mirada y se disculpó en seguida con la expresión.

—Hay tanto papeleo…

—Firmando más órdenes de ejecución, ¿no?

Apolinar había intentado que su observación tuviera un tono neutral, incluso anodino. Pero el ceño fruncido de Torcuato le hizo comprender que no lo había conseguido.

—De hecho, Apolinar, así es. ¿Te molesta?

—Quizá un poco, sí. Creo que no acabé de entender que estabas dando muerte a la gente de Demetrio.

—Pensé que habíamos hablado sobre el tema.

—Sin entrar en detalles. Dijiste que estabas «retirándolos» de los cargos, creo. No recuerdo que me explicitaras lo que querías decir realmente. —Ya era posible apreciar una frialdad en la expresión de Torcuato. Apolinar sacó la lista de prisioneros que Carax le había entregado y dijo—: ¿Torcuato, crees que es prudente, aplicar sanciones tan severas a gente tan insignificante? ¿El barbero del emperador? ¿El bufón del Emperador?

—Has estado ausente de la capital muchos años —le dijo Torcuato—. Estos hombres no son simples inocentes, como puedes pensar. No envío a nadie a la muerte a la ligera.

—Incluso así,Torcuato…

Torcuato le cortó suavemente.

—Considera nuestras alternativas, si eres tan amable. ¿Les quitas el cargo pero les dejas en libertad? Entonces se quedan entre nosotros, suscitando alborotos y maquinando para recuperar sus altos cargos en palacio. ¿Nos limitamos a meterlos en prisión? Entonces deberemos mantenerlos a cuenta de los gastos públicos, quizá durante el resto de sus vidas. ¿Enviarlos al exilio? Se llevarían consigo sus riquezas ilegítimamente acumuladas, las cuales, de otra manera, podríamos confiscar para el tesoro. No, Apolinar, deshacernos de ellos de una vez y para siempre es la única solución. Si los dejamos con vida, tarde o temprano se las arreglarán para establecer contacto de nuevo con su majestad y empezar a maniobrar para derrocarnos.

—Así que los enviamos a la muerte para minimizar nuestros propios riesgos.

—Los riesgos del Imperio —dijo Torcuato—. ¿Acaso crees que me preocupa mucho mi propia vida? Pero si nosotros caemos, el Imperio caerá con nosotros. Estos individuos son enemigos del bien público. Tú y yo somos todo lo que hay entre ellos y el reino del caos. Tienen que desaparecer. Pensé que ya nos habíamos puesto totalmente de acuerdo sobre este punto.

Apolinar sabía que esto último no era cierto en absoluto. Sin embargo, comprendió su argumentación. No era la primera vez que el Imperio estaba al borde de la anarquía. Los disturbios de las provincias constituían una primera alerta al respecto. Augusto había creado el Imperio por medio de la fuerza militar y había sido el ejército quien había mantenido a los emperadores en sus tronos durante todos aquellos siglos. No obstante, en las últimas épocas, los emperadores gobernaban con el consentimiento de los gobernados. Ningún ejército era lo bastante fuerte como para imponer al populacho indefinidamente la aceptación de la autoridad de un emperador perverso o chiflado. Esto se había constatado una y otra vez desde la época de Calígula y Nerón a lo largo de la historia. Demetrio estaba completamente chiflado. La mayoría de los funcionarios del gobierno eran manifiestamente corruptos. Si Torcuato estaba en lo cierto acerca de que se estaba fraguando una revolución entre los plebeyos (y era perfectamente posible que así fuera), entonces, una depuración feroz de la corrupción y la locura podía ser la única forma de evitar el desastre. Y permitir que los adláteres de Demetrio siguieran con vida para que se reagruparan y volvieran a ganarse la confianza del emperador era propiciar ese mismo desastre.

—Muy bien —dijo Apolinar—. ¿Hasta dónde piensas llegar con esto?

—Hasta donde la situación lo exija.


El mes de julio dio paso al mes de agosto y el peor verano de la historia de Roma siguió inmisericorde: calor insoportable, asfixiante humedad, nubes bajas y amenazadoras que ocultaban el sol, relámpagos en las colinas pero sin una gota de lluvia en ningún momento. La tensión aumentaba, los ánimos se caldeaban cuando la diaria procesión de carros que transportaban a la última tanda de condenados se dirigía hacia la plataforma de las ejecuciones.Todos los días llegaban grandes multitudes a presenciarlas. Plebeyos y también patricios dirigían sus miradas hacia el verdugo y sus víctimas con la fascinación con la que se mira a una serpiente zigzaguear mientras se prepara para el ataque. El espectáculo del horror era aterrador, pero nadie podía quedarse al margen. El hedor a sangre flotaba por toda Roma. Cada día que pasaba, la ciudad estaba más purificada y mucho más aterrorizada, paralizada por el miedo y la sospecha.

—Cinco semanas ya —dijo Lactancio Rufo, que era el magistrado presidente del Senado—, y la matanza se ha extendido a nuestra propia casa.

—Pactumeyo Polio, juzgado y hallado culpable —dijo Julio Papinio. Él era el que estaba más cerca de Rufo de todo el grupo de hombres apostado en el pórtico del Senado, aquella mañana húmeda y abrasadora.

—Al igual que Marco Floriano —dijo el voluminoso Terencio Figulo.

—Y Macrino —añadió Flavio Loliano.

—Y Fulpiano.

—Eso es todo, creo. Cuatro en total.

—Cuatro senadores, sí —dijo Lactancio Rufo—. Hasta ahora. Pero ¿quién será el próximo, te pregunto? ¿Tú? ¿Yo? ¿Hasta dónde va a llegar esto? La muerte reina en Roma estos días. El Senado entero está en peligro, amigos míos. —Era un hombre enormemente alto, de hombros caídos y cuya espalda se curvaba describiendo un gran arco; las facciones angulares de su rostro le hacían parecer de perfil un cuchillo de sierra. Durante más de treinta años, había sido un miembro destacado del Senado: una persona de confianza del anterior emperador Ludovico, consejero personal del actual emperador Demetrio, y había ocupado tres veces el consulado—. Debemos encontrar una manera de protegernos.

—¿Qué es lo que sugieres? —preguntó Papinio—. ¿Apelar al emperador para destituir a los cónsules?

Esto fue dicho de forma poco entusiasta. Papinio y los demás sabían lo absurdo que era.

—Permitidme recordaros —dijo Lactancio, de todos modos— que el emperador mismo es un prisionero.

—Eso es lo que es —concedió Papinio—. Los cónsules tienen ahora todo el poder.

—Muy cierto —dijo Rufo—. En consecuencia, nuestro trabajo debe ser abrir una brecha entre ellos. Una delegación formada por tres o cuatro de nosotros, cinco quizá, debería ir a ver a Apolinar. Es un hombre razonable. Seguramente sabe los daños que está provocando Torcuato, el riesgo de que estas purgas, si continúan, se descontrolen y se extiendan por toda Roma como un reguero de pólvora. Le pediremos que eche a Torcuato del cargo y que nombre a un nuevo colega.

—¡Echar a Torcuato del cargo! —exclamó Terencio Figulo, estupefacto—. ¡Lo dices como si fuera algo sencillo! ¿Podría hacer eso él?

—Apolinar acaba de reconquistar cuatro o cinco provincias enteras sin grandes dificultades. ¿Por qué iba a tener problemas para imponerse a un hombre?

—¿Y si no quiere hacerlo? —preguntó Papinio—. ¿Qué ocurriría si él aprueba lo que está haciendo Torcuato?

—Entonces los destituiremos a los dos —replicó Rufo—. Pero eso lo dejaremos como último recurso. ¿Quién de vosotros vendrá conmigo a ver a Apolinar?

—Yo —dijo enseguida Papinio. Pero nadie más se pronunció.

Rufo miró a los demás.

—Y bien… —dijo—. ¿Figulo? ¿Loliano? ¿Qué me dices, Prisco? ¿Salvio Juliano?

Al final, Rufo consiguió reclutar para su misión sólo a dos compañeros, el siempre ambicioso Papinio y otro senador llamado Cayo Lucio Frontino, un hombre más joven, cuya familia poseía enormes propiedades vitivinícolas en el sur de Italia. Aunque aquéllos eran días muy ajetreados en las oficinas consulares (el tiempo de los cónsules se consumía en las tareas de purificación, expidiendo órdenes de arresto, asistiendo a juicios y autorizando las ejecuciones de los que eran hallados culpables, es decir, casi todos los llevados a juicio), encontraron sorprendentemente pocas dificultades en conseguir una audiencia con el cónsul Valeriano Apolinar. Sin embargo, conseguir su apoyo no resultó tan fácil.

—Lo que me pedís es una traición, como seguramente sabéis —dijo Apolinar con serenidad. Había permanecido sentado tras su escritorio mientras los demás permanecían de pie frente de él—. Al sugerir que un cónsul nombrado constitucionalmente deponga a su colega, me estáis invitando a unirme a la conspiración que, según parece, habéis organizado para acabar con el gobierno legítimo del Imperio. Esto en sí mismo es un delito de primer orden. Podría arrojaros a prisión de inmediato y, antes de que acabara la semana, estaríais contemplando el hacha del verdugo. ¿Eh, Rufo? ¿Papinio? Frontino?

Era imposible saber si lo estaba diciendo como una amenaza o como un juego. Lactancio Rufo, enfrentándose fijamente a la mirada fría y evaluadora del cónsul, dijo:

—Probablemente seguirías nuestros pasos en una semana o dos, conde Apolinar. Está claro que tú, mejor que nadie, debes de entender cuan peligroso es Torcuato para el bienestar de todos, para el nuestro y para el tuyo, quizá incluso para el suyo propio.

—Peligroso para el vuestro, sí. Pero ¿por qué para el mío? He respaldado a Torcuato en todas sus acciones, ¿no es cierto? De modo que ¿por qué iba mi respetado colega a volverse contra mí?

—Por la forma en que están marchando las cosas —dijo Rufo—. La eliminación del emperador Demetrio se convertirá en una necesidad política en algún momento del proceso, más probablemente pronto que tarde. Y el emperador no tiene hijos. El heredero al trono es su descerebrado y absolutamente incapaz hermano Mario, que está apaciblemente sentado, riéndose solo en su palacio de Capri. No debe reinar nunca. Tú y Torcuato sois los únicos plausibles sucesores de Demetrio a la vista. Pero no podéis convertiros los dos en emperador. ¿Ves adonde quiero llegar, Apolinar?

—Naturalmente que sí. Pero yo no tengo intención de hacer matar al emperador y dudo que la tenga Torcuato. De lo contrario, ya lo habría hecho.

Rufo suspiró.

—A menos que esté aguardando al momento oportuno. Pero considéralo una posibilidad. Quizá no sientas que estás en peligro, querido Apolinar, pero lo que está claro es que nosotros sí lo estamos. Cuatro miembros del Senado ya están muertos. Posiblemente, otros ya estén en la lista. Torcuato está ebrio de poder, matando gente tan rápido como puede, a montones. Algunos de ellos es probable que merecieran con creces su destino. En otros casos, Torcuato sencillamente está saldando viejas cuentas personales. Pretender que el senador Pactumeyo Polio era un enemigo del reino… o Marco Floriano…

—De modo que para salvar vuestro pellejo queréis que levante la mano contra mi colega violando así mis juramentos. ¿Y si me opongo?

—El Senado, con el emperador indispuesto, tiene el poder de despojaros a los dos de vuestros consulados.

—¿De verdad lo crees? Y si consiguieras eso, ¿quiénes serían nuestros sustitutos? ¿Tú, Rufo? ¿El joven Frontino? ¿Y os llegaría a aceptar el pueblo como sus líderes? Sabes perfectamente que Torcuato y yo somos los dos únicos hombres en este podrido Imperio que tienen la fuerza suficiente para conseguir que las cosas no se vengan abajo. —Apolinar sonrió y sacudió la cabeza—. No, Rufo. Sólo estás marcándote un farol. No tienes candidatos para ocupar nuestros puestos.

—Es cierto —dijo Rufo sin dudarlo un instante—. Es como tú dices. Pero si nos rechazas, no nos dejarás otra opción que intentar acabar con Torcuato nosotros mismos y es muy posible que fracasemos, lo que lo dejará todo sumido en el desorden y el caos cuando él se tome su venganza. Tú y sólo tú puedes salvar a Roma de él. Debes echarlo y colocarte tú solo al mando, poniendo fin así a este reino de terror antes de que un río de sangre senatorial corra por las calles.

—¿Quieres que me convierta entonces yo en emperador?

Esta vez, Rufo, cogido por sorpresa, se lo pensó antes de responder:

—¿Lo quieres ser?

—No. Nunca. Si yo asumiera el mando único, sin embargo, en esencia estaría actuando como un emperador. Antes de que pasara mucho tiempo, como tú correctamente acabas de pronosticar, yo sería el emperador. Pero el trono no me atrae. Lo más que yo quiero ser es cónsul.

—Sé cónsul, entonces. Deshazte de Torcuato y designa a algún colega, a alguien que te guste. Pero tienes que pararlo antes de que nos destruya a todos. Y te advierto que tú estás incluido, Apolinar.

Cuando los tres senadores salieron de su despacho, Apolinar se sentó tranquilamente durante un rato, repasando mentalmente la conversación que habían tenido. Nada de lo que habían dicho desmentía la realidad.

Rufo era codicioso y manipulador, por supuesto, como cabría esperar de cualquier otro con su enorme riqueza y que hubiera estado en una posición tan próxima a los centros del poder imperial. Pero no era en realidad malvado, como solían serlo los hombres poderosos, y de ninguna manera estaba loco. El comprendía muy claramente, como también lo hacía Apolinar, que Torcuato no pondría fin a la frenética purificación del reino, y que no sólo estaban en peligro senadores destacados como Lactancio Rufo, sino que todo aquello continuaría y continuaría hasta que la lista incluyera al propio conde Valeriano Apolinar.

Era inevitable. Apolinar (aunque desde el principio había aprobado la necesidad de frenar los excesos del emperador Demetrio y purgar la corte de sus parásitos), había visto cómo el frenesí de Torcuato crecía día tras día.Y él distaba mucho de sentirse cómodo con la naturaleza radical de sus métodos: arrestos a medianoche, juicios secretos, veredictos en una hora, ejecuciones al día siguiente.

Ahora que Torcuato había conseguido establecer la muerte como una sanción legítima por el socavamiento de la fibra moral del Imperio, la lista de potenciales víctimas de la purga se había convertido casi en infinita. El detestable séquito de parásitos de Demetrio (algunos de ellos realmente viciosos y otros, sencillamente, unos bobos bufones), había desaparecido. Como también lo habían hecho docenas de los miembros más corruptos de la burocracia y cuatro de sus promotores en el Senado. Y sí, como suponía Rufo, muchas acusaciones más estaban pendientes. La atención de Torcuato estaba ahora centrada en la agitación de la Subura, donde los hurtos y el vandalismo ordinarios habían dejado paso a las revueltas y protestas contra el gobierno. Pronto, Torcuato empezaría también a ejecutar plebeyos. Si le dejaban las manos libres, depuraría Roma de cabo a rabo.

Que una depuración en el ámbito de los bienes públicos había sido necesaria, era algo que Apolinar no ponía en tela de juicio. A pesar de sus reservas, él no había hecho ningún intento de interfe rir en lo que Torcuato había estado haciendo las pasadas cinco semanas. Pero para Apolinar estaba claro (ahora que Torcuato había empezado a gobernar casi como un dictador, un dictador criminal) que, en calidad de homólogo consular de Torcuato, lo que se esperaba del conde es que se le uniera en dicha función. De lo contrario, habría de enfrentarse a la posibilidad de convertirse él mismo en una víctima del celo de Torcuato. Llegaría el momento (si es que no había llegado ya), en que tendría que decirle a Torcuato: «Las cosas han ido ya demasiado lejos. Ahora deberíamos poner freno a las muertes». ¿Y qué ocurriría si Torcuato no estuviera de acuerdo?

En tal caso, era altamente probable que el nombre de Valeriano Apolinar pasara a engrosar la lista de condenados. Y aunque Apolinar nunca había estado muy preocupado por su seguridad personal, ahora entendía que en la actual situación debía preservar su vida por bien del Imperio. Él era el único dique contra el caos desbordante.

Apolinar decidió que sería mejor enfrentarse a la situación de inmediato.

Fue a ver a Torcuato.

—El Senado se está inquietando mucho —dijo—. Esas cuatro ejecuciones…

—¡Eran traidores! —exclamó abruptamente Torcuato. El sudor caía por su cara rolliza en la atmósfera húmeda y densa de la sala. Sin embargo, por alguna razón incomprensible para Apolinar, su homólogo llevaba una gruesa túnica invernal—. Han apoyado las locuras de Demetrio en su propio y enorme provecho.

—No dudo que lo hicieran, pero nosotros necesitamos el apoyo del Senado si queremos llevar a cabo nuestro programa.

—¿Lo necesitamos? El Senado no es más que una reliquia del pasado, algo que ha quedado de los tiempos de la vieja República. De la misma manera que lo eran los cónsules, antes de que tú y yo hiciéramos renacer el cargo. Los emperadores hicieron su trabajo perfectamente durante al menos mil años, sin compartir ningún poder en absoluto con el Senado o los cónsules. También nosotros podemos arreglárnoslas sin el Senado. ¿Quién ha estado hablando contigo? ¿Lactancio Rufo? ¿Julio Papinio? Sé lo descontentos que están. Acabaré con todos ellos, uno por uno hasta que…

—Torcuato, te lo ruego. —Apolinar se preguntó si alguna vez en su vida había pronunciado aquellas palabras—. Muestra un poco de moderación, hombre. Lo que estamos tratando de conseguir es algo muy difícil. Sencillamente, no podemos prescindir del respaldo del Senado.

—Por supuesto que podemos. El hacha aguarda a todos aquellos que se pongan en nuestro camino. ¿Cuál era aquella famosa frase de Calígula…? «¡Qué fastidio que estos romanos tengan un solo cuello!», o algo así. Así es como yo me siento respecto del Senado.

—No creo que Calígula sea el filósofo más apropiado para ser citado en estos precisos momentos —dijo Apolinar—. Te insisto nuevamente,Torcuato, deja que seamos más moderados a partir de ahora. De lo contrario, temo que tú y yo estemos encendiendo un fuego en Roma que puede resultar extremadamente difícil de apagar, un fuego que es muy posible que nos consuma a ti y a mí antes de que se extinga.

—No estoy convencido de que sea moderación lo que nos hace falta en este momento —dijo Torcuato—. Si temes por tu vida, amigo mío, tienes la opción de renunciar a tu consulado. —Su mirada era ahora fría e inflexible—. Sé que has hablado en repetidas ocasiones de regresar a la vida privada, a tus estudios, a tus propiedades en el campo. Quizá haya llegado el momento de hacerlo.

Apolinar mostró la sonrisa más agradable de la que fue capaz.

—Creo que todavía no. Pese a las objeciones que te he planteado, aún comparto la convicción de que nos queda mucho trabajo por hacer en Roma, y mi intención es permanecer a tu lado mientras lo llevamos a cabo. Tú y yo somos colegas en esto hasta el fin, Marco Lardo. Podremos tener desavenencias a lo largo del camino, pero nunca permitiremos que éstas abran una brecha entre nosotros.

—Lo dices de corazón ¿no, Apolinar?

—Por supuesto que sí.

Una expresión de enorme alivio asomó en el rostro consternado y profundamente surcado de arrugas de Torcuato.

—¡Un abrazo, colega!

—Claro —dijo Apolinar, levantándose y tendiéndole la mano a aquel hombre que le superaba en tamaño, pero sin hacer movimiento alguno para que el abrazo fuera algo más que una metáfora.

Volvió rápidamente a sus dependencias en el piso inferior y mandó llamar a Tiberio Carax.

—Toma a diez hombres armados… no, una docena —le dijo a su ayudante de campo— y subid al despacho de Marco Larcio. Di a sus guardaespaldas, si es que encuentras a alguno, que estás bajo mis órdenes, que ha surgido un asunto relacionado con la seguridad del cónsul Torcuato y que te he dado instrucciones de poner a esos hombres a disposición del cónsul de inmediato. Dudo que intenten detenerte. Si es así, mátalos. A continuación, prende a Torcuato, dile que se encuentra bajo arresto por un cargo de alta traición, átalo y sácalo del edificio tan rápido como puedas, y mantenlo bajo estrecha vigilancia en las mazmorras capitolinas, donde a nadie se le permitirá verlo o enviarle mensajes.

Mucho decía a favor de Carax, pensó Apolinar, el hecho de que fuera imposible detectar la más ligera muestra de sorpresa en su rostro.


El problema ahora era la elección de un nuevo cónsul, el cual debería ayudarle a continuar el trabajo de reconstrucción y reforma sin presentar de ninguna manera una oposición seria a sus planes. Apolinar era firme en su deseo de no gobernar con mando único. Carecía de temperamento para ser un emperador y le disgustaba la idea de tratar de gobernar de forma dictatorial, como un Sila moderno. Incluso, después de veinte siglos, el recuerdo de Sila no era muy apreciado por los romanos. Por eso, era urgentemente necesario un colega dispuesto a ayudar. En la conciencia de Apolinar no había un resquicio de duda de que la tarea emprendida por Torcuato y él debía terminarse y que, en ese momento, ese punto aún distaba mucho. Esperaba que pudiera hacerse sin muchas más ejecuciones. Estaba claro que Torcuato, en su rigor de viejo romano había dejado que el proceso de depuración llegara demasiado lejos. La primera serie había sido suficiente para eliminar a los más nocivos, a los que Torcuato se había referido, con justicia, como los gusanos del bien común. Pero después había empezado con la limpieza del Senado y, en aquellos momentos, todas las personas de cierto predicamento en el reino parecían estar acusándose entre sí. Las prisiones estaban desbordadas. Al verdugo empezaba a cansársele el brazo. Apolinar quería detener el frenético ritmo de las ejecuciones y, finalmente, acabar por completo con ellas.

Tres días después de que Torcuato hubiera sido puesto bajo custodia, estaba reflexionando sobre cómo alcanzar ese objetivo, cuando Lactancio Rufo fue a verlo y le dijo:

—Bueno, Apolinar, espero que tu alma esté en paz y tengas preparado el testamento. Los planes son que seamos asesinados pasado mañana, tú, yo y otros cincuenta senadores más, y también Torcuato y el emperador. Todo el régimen barrido de una vez, en otras palabras.

Apolinar lanzó una mirada sombría de disgusto al viejo y artero senador.

—No es momento para bromas, Rufo.

—¿Te parece que soy un comediante? ¿Me ves así? Para broma, la que te van a gastar a ti. Mira estos papeles. Aquí está expuesta toda la trama contra ti. Es obra de Julio Papinio.

Rufo le alargó un fajo de documentos desde el otro lado del escritorio. Apolinar los hojeó apresuradamente: listas de nombres, planos esquemáticos de los edificios gubernamentales, un esquema paso por paso de la secuencia planeada de acontecimientos. A Apolinar se le había ocurrido en un principio que el propósito de la visita de Rufo con esas acusaciones no era otro que deshacerse de algún molesto joven rival, pero no, no, aquello era demasiado meticuloso en sus detalles para no ser cierto.

Consideró lo poco que conocía a ese Papinio. Un individuo pelirrojo y de rostro rubicundo, de familia de larga tradición senatorial. Joven, ansioso, de mirada furtiva y presto a sentirse ofendido. Apolinar nunca había visto gran cosa digna de admiración en él.

Rufo dijo:

—Papinio quiere restaurar la República. Con él mismo como cónsul, por supuesto. Sospecho que se cree la reencarnación de Junio Lucio Bruto.

Apolinar sonrió tristemente. Conocía la referencia: un personaje probablemente mítico extraído de un pasado muy lejano, el individuo que había expulsado al último de los monarcas tiránicos que gobernaron Roma en sus primitivos días. Supuestamente, fue ese Bruto quien fundó la República y estableció el sistema de cónsules. Y Marco Junio Bruto, el asesino de Julio César, lo había reivindicado como antepasado suyo.

—¿Un nuevo Bruto entre nosotros? No lo creo. No Papinio. —Apolinar volvió a echar un vistazo a los papeles—. Pasado mañana. Bueno. Esto nos da algo de tiempo.

Con Torcuato encerrado, la tarea de lidiar con aquello era enteramente suya. Ordenó arrestar e interrogar a Papinio. El interrogatorio fue rápido y eficaz. Al primer toque de las pinzas del torturador, Papinio hizo una confesión completa, mencionando a doce conspiradores. El juicio se celebró aquella tarde y las ejecuciones tuvieron lugar al amanecer. Hasta ahí había llegado la reencarnación de Junio Lucio Bruto.

Apolinar sabía que aquello era una gran ironía. Había apartado a Torcuato con la esperanza de detener el torrente de muertes y ahora él mismo había ordenado toda una serie de ejecuciones. Pero sabía que no había tenido elección. El complot de Papinio, si hubiera seguido con vida otros dos días más, seguramente habría derribado todo el sistema imperial.

Con esto solucionado, Apolinar se enfrentó al problema de los disturbios crecientes en los distritos pobres. Los alborotadores estaban destruyendo estatuas y saqueando tiendas. Se envió el ejército a la zona y murieron cientos de plebeyos. Pero a pesar de esto, cada día amanecía con nueva violencia.

Los agentes de Apolinar le trajeron panfletos que los agitadores de la Subura estaban distribuyendo por las calles. Como el difunto Julio Papinio, aquellos individuos pedían el derrocamiento del gobierno y la restauración de la República de los viejos tiempos.

El regreso de la República, pensaba Apolinar, de hecho puede que no fuera malo en sí. El sistema imperial había dado algunos grandes gobernantes, sí, pero también había aupado al trono a los Nerón, Saturnino y Demetrio. A veces le parecía que Roma había aguantado tanto pese a la mayoría de sus emperadores, y no gracias a ellos. El regreso a las cosas como habían sido en la antigüedad, la elección por el Senado de dos individuos altamente cualificados para ejercer como cónsules, magistrados supremos que gobernasen consultando con el Senado, cargos no vitalicios sino que durasen breves mandatos y que fuera posible renunciar a ellos cuando llegara la hora…, la idea tenía algo más que un pequeño aspecto positivo.

Pero lo que él temía era que si la monarquía era derrocada, Roma pasaría rápidamente del estatus de república al de democracia; el gobierno de la chusma, eso era lo que significaba: entregar el gobierno a un hombre que prometería los mayores beneficios a los segmentos menos honorables de la sociedad, que compraría el apoyo de la muchedumbre desvalijando los bienes de los ciudadanos productivos. Eso no podía tolerarse. La democracia en Roma acarrearía una locura incluso peor que la de Demetrio. Había que hacer algo para impedirlo. Apolinar ordenó a sus hombres que buscaran y arrestaran a los cabecillas de la anarquía de la Subura.

Mientras tanto, sobre el propio Torcuato, bien custodiado en las mazmorras imperiales, pesaba una sentencia de muerte. El Senado, con Lactancio Rufo presidiendo el juicio, no tardó mucho en acusarle y hallarle culpable. Pero Apolinar no había sido capaz hasta el momento de firmar la sentencia de muerte. Sabía que más pronto o más tarde tendría que tomar una decisión, por supuesto. Torcuato, una vez hecho prisionero, ya no podía ser liberado nunca, al menos no si el mismo Apolinar pretendía seguir con vida. Pero aún así… enviar a aquel hombre al patíbulo…

Apolinar dejó el asunto sin resolver por el momento y volvió al tema del nuevo cónsul.

Repasó la lista de senadores, pero no encontró a ninguno que resultara aceptable. De alguna u otra forma, todos estaban infectados por la ambición, la corrupción, la pereza, la estupidez, por una docena de pecados y taras. Entonces le vino a la mente el nombre de Laureólo César.

De sangre real. Inteligente. Joven. Presentable. Un estudioso de la historia, familiarizado con los errores del pasado turbulento de Roma.Y un hombre sin enemigos, porque prudentemente se había mantenido alejado de la capital durante los años más deplorables del reinado de Demetrio. Trabajarían bien juntos como colegas consulares; Apolinar estaba seguro de ello.

Apolinar ya había tanteado una vez a Laureólo sobre el consulado, allá enTarraco. Pero entonces había retirado la sugerencia tan pronto como la hizo, dándose cuenta de que el emperador vería en el joven Laureólo un potencial rival para el trono y rechazaría la candidatura. Ese problema había dejado de existir.

«Muy bien, pues. He de llamar a Laureólo de su retiro del campo, hacerle saber que Torcuato ha sido destituido del cargo y decirle que sus deberes como romano exigen la aceptación del consulado que ha dejado vacante Torcuato. Sí, sí.»

Pero antes de que Apolinar pudiera llamar a Tiberio Carax para dictarle el mensaje, éste se precipitó por propia iniciativa en el despacho, enloquecido y con los ojos desorbitados. Apolinar nunca antes había visto al pequeño griego tan nervioso.

—Señor… señor…

—Cálmate, hombre. ¡Recupera el aliento! ¿Qué ha ocurrido?

—El emperador. —Carax apenas podía articular palabra. Debía de haber ido corriendo todo el camino desde el Foro y subido los ocho pisos de escaleras—. Con sobornos… ha conseguido… que le liberaran de su confinamiento… De nuevo está en palacio. Está bajo la protección… del antiguo prefecto pretoriano, León Severino. —Se detuvo para serenarse—. Y ha nombrado todo un nuevo grupo de ministros del gobierno. Muchos de ellos están muertos, pero eso él aún no lo sabe.

Apolinar masculló una maldición.

—¿Qué dice de los cónsules?

—Ha enviado una carta al Senado, señor. Con la orden de que tú yTorcuato seáis destituidos.

—Bueno, por lo menos yo ya me he encargado de la segunda parte por él, ¿eh, Carax? —Apolinar dirigió a su ayudante de campo una sonrisa sombría. Aquello era un acontecimiento desesperante, pero no tenía tiempo para irritarse. Acción, rápida y decisiva. Ése era el único remedio—. Tráeme a la misma docena de hombres que empleaste para arrestar aTorcuato.Y media docena más como ellos. Los quiero reunidos en el exterior de este edificio dentro de diez minutos. Voy a tener que hacer una pequeña visita a los pretorianos. Ah, y envía un mensaje al príncipe Laureólo comunicándole que lo quiero aquí en Roma tan pronto como pueda venir. Mañana, como muy tarde. No, esta noche.


Las dependencias de la Guardia Pretoriana habían estado ubicadas en la parte este de la ciudad desde la época de Tiberio. Pero desde entonces, casi dieciocho siglos después, los pretorianos, las guardias de élite del emperador, habían acabado ocupando un vasto e imponente pabellón allí mismo, un edificio oscuro y feo que parecía querer atemorizar.Y lo conseguía. Apolinar sabía los riesgos que estaba corriendo al presentarse ante esta amenazadora guarnición. La pequeña cuadrilla de hombres armados que le acompañaban tenían un mero Valor simbólico. Si los pretorianos decidían atacar, no podrían resistir su número muy superior. Pero no había otra alternativa. Si era verdad que Demetrio había recuperado el control, a no ser que se ganara a los pretorianos, Apolinar era ya hombre muerto.

Pero la suerte estuvo de su lado. El aura del emblema consular, los doce haces de abedul con las hachas sobresaliendo, le abrieron las puertas del edificio. Y los dos prefectos pretorianos se encontraban allí: el hombre del emperador, León Severino, y el sustituto a quien había nombrado Torcuato, Atilio Ruliano. Encontrar a los dos juntos fue un golpe de suerte. Apolinar esperaba encontrar tan sólo a Ruliano, pero Severino era la pieza clave en aquel momento, y hubiera sido más probable que se encontrara en palacio.

Los dos podían haber salido del mismo molde: hombretones de rostro graso y picado de viruela y una dura mirada. Los pretorianos tenían ciertas expectativas sobre el aspecto que sus comandantes debían tener y era una buena medida procurar que esas expectativas se cumplieran. Lo que casi siempre ocurría. Severino, el antiguo y restituido prefecto, había servido bajo Apolinar como joven oficial en la campaña de Sicilia. Apolinar contaba con los vestigios de la lealtad de Severino hacia él para que ahora le ayudaran.

Y lo cierto es que Severino parecía desconcertado, no sólo por la presencia de su rival al mando de la Guardia sino también por la del que fuera una vez su propio oficial superior. Estaba boquiabierto.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Apolinar inmediatamente—. ¿No deberías estar con tu emperador?

—Yo… señor… la verdad…

—Necesitábamos consultarnos —terció Ruliano—, para saber quién de los dos está realmente al mando.

—¿Así que le pediste que viniera y él fue lo bastante loco para venir? —Apolinar se rió con aspereza—. Creo que has pasado demasiado tiempo junto al emperador, Severino. La locura debe de ser contagiosa.

—De hecho, fue idea mía venir —dijo impasible Severino—. La situación… nosotros dos ocupando el mismo puesto, Ruliano y yo…

—Sí —dijo Apolinar—. Uno de vosotros nombrado por un emperador que ha perdido la cabeza y el otro, por un cónsul que ha perdido su trabajo. Sabes queTorcuato está en la mazmorra, ¿no es así, Ruliano?

—Por supuesto, señor. —Era mucho más que un rumor.

—Y tú, Severino. Seguramente comprendes que el emperador está loco.

—Está muy mal, en efecto. Estaba echando espuma por la boca, señor, cuando le dejé hace una hora. Sin embargo… su majestad me ordenó…

—No digas «sin embargo» —le espetó Apolinar—. Las órdenes que vienen de un hombre que no está en sus cabales no tienen ningún valor. Demetrio es indigno de ser emperador. Sus años en el trono han conducido al Imperio al borde de la ruina y vosotros dos sois los hombres que pueden salvarlo, si actuáis con rapidez y coraje. —Estaban de pie frente a él, como si se hubiesen quedado congelados, tan profundamente sobrecogidos que ni siquiera parecían respirar—.Tengo trabajo para vosotros dos que quiero que solucionéis esta misma mañana. Obtendréis la gratitud del Imperio como recompensa. Y también la gratitud del nuevo emperador y de sus cónsules. —Los atravesó con su mirada implacable a uno y a otro—. ¿Hablo claro? Los hombres que crean emperadores cosechan grandes beneficios por sus méritos. Ésta es la oportunidad que la Historia os brinda.

Ellos le entendieron. No había duda al respecto.

Apolinar les dio instrucciones y regresó al edificio consular a esperar resultados.


Iba a ser un día largo y difícil. Apolinar lo sabía. Se atrincheró en el interior de su despacho con un pequeño grupo de soldados apostados frente a su puerta, y se pasó las horas leyendo pasajes del relato de Léntulo Aufidio sobre el reinado de Tito Galio, de las Historias de Sexto Asinio, del gran trabajo de Antípatro sobre la caída de Roma ante Bizancio y otras crónicas de épocas conflictivas. En particular, se detuvo en el informe de Sexto Asinio sobre Casio Cérea, el coronel de la Guardia que había dado muerte al loco emperador Calígula, aunque eso significara la suya propia cuando Claudio sucedió en el trono a su sobrino Calígula. Casio Cérea supo lo que había que hacer, y era consciente de que ello le podría costar la vida. Lo hizo y así fue. Apolinar leyó el informe de Asinio dos veces enteras y reflexionó mucho sobre ello.

Entrada la tarde, se oyó el gran estruendo de un trueno y pudo verse el fogonazo de un relámpago que pareció partir los cielos. A continuación llovió de forma torrencial, la primera lluvia que la ciudad recibía en las largas semanas de aquel verano inmisericordemente tórrido. Apolinar lo consideró un augurio, una señal de los dioses, en los que no creía, de que las miasmas del momento estaban a punto de ser barridas.

A Ruliano le fue permitido entrar en su despacho, tan sólo unos minutos después, empapado por el repentino aguacero. La ejecución del antiguo cónsul, Marco Larcio Torcuato, informó Ruliano, se había llevado a cabo según lo previsto, secretamente, en las mazmorras. Casi pisándole los talones llegó Severino con la noticia de que, según las instrucciones del conde Apolinar, el difunto emperador Demetrio había sido asfixiado con sus propios almohadones. El cadáver había sido lastrado con piedras y arrojado alTíber, en el lugar donde estas cosas suelen hacerse.

—Regresaréis a vuestros cuarteles de inmediato y no diréis nada sobre esto a nadie —les dijo Apolinar a ambos, y los dos le dedicaron un saludo entusiasta y enérgico y se marcharon.

A Carax le dijo:

—Sigúelos y haz que sean puestos bajo custodia. Aquí están las órdenes de sus arrestos.

—Muy bien, señor. El príncipe Laureólo está fuera, señor.

—Y aún falta una hora para que caiga la noche. ¡Tiene que haberle tomado prestadas las alas a Mercurio para llegar tan rápido!

Pero el aspecto del príncipe no mostraba el menor signo de haber llegado a toda prisa a la capital. Parecía tan frío como siempre, sereno, dueño de sí mismo, un aristócrata hasta la médula, sin que sus impasibles ojos azules delataran ningún rastro de preocupación ante la confusión que aparentemente reinaba en la ciudad.

—Lamento decirte —comenzó en seguida Apolinar, con su tono solemne más exagerado—, que éste es un día de gran duelo para el Imperio. Su majestad Demetrio ha muerto.

—Una terrible pérdida —dijo Laureólo, con el mismo tono de fingida solemnidad. Pero entonces (obviamente su ágil mente necesitó tan sólo la fracción de segundo para llegar de un salto a la conclusión correcta), una expresión de algo parecido al horror asomó en sus ojos—.Y su sucesor será…

Apolinar sonrió.

—¡Salve, Laureólo César Augusto, emperador de Roma!

Laureólo se cubrió el rostro con las manos.

—¡No, no!

—Debes serlo. Eres el salvador del Imperio.

Aquella misma mañana (parecía que hubiesen transcurrido años), Apolinar había pensado en invitar a Laureólo a unirse a él en el consulado, pero la breve e inesperada huida de Demetrio de su confinamiento en la casa real había conducido allí. Apolinar sabía que ahora podía hacer cónsul a Carax o a Sulpicio Silano, el morigerado prefecto del Erario Público o a cualquier otro que quisiera. No importaba. El papel que debía cubrirse ese mismo día era el de emperador. Y muy rápidamente, Laureólo también lo entendió así.

El color le volvió al rostro. Sus ojos brillaban de ira y sobrecogimiento.

—Mi tranquila vida de retiro, Apolinar…, mi trabajo como historiador…

—Puedes leer y escribir también en palacio. Te aseguro que la biblioteca imperial es la mejor del mundo. El rechazo no es una alternativa. ¿Dejarías sumida a Roma en la anarquía? Eres el único emperador posible.

—¿Y tú?

—Me crié para ser militar. No un administrador. No un emperador. No, no hay nadie más que tú, César. Nadie.

—¡Deja de llamarme César!

—Debo hacerlo. Estaré a tu lado, seré tu cónsul veterano. También yo había pensado en retirarme, ya lo sabes, pero eso también tendrá que esperar. Roma exige esto de nosotros. Hemos sufrido una locura tras otra en esta ciudad. Primero, la de Demetrio, después la locura distinta que trajoTorcuato.Y hay hombres en la Subura que aún amenazan con una locura de otra clase. Todo esto debe acabar y tú y yo somos los únicos que le podemos poner fin. Por eso te lo vuelvo a decir: «¡Salve, Laureólo César Augusto!». Mañana te presentaremos al Senado y pasado mañana, al pueblo de la ciudad.

—¡Maldito seas, Apolinar! ¡Maldito seas!

—¡Qué vergüenza! ¿Qué forma es ésa de hablar a quien te ha colocado en el trono del gran Augusto?


El mismo Lactancio Rufo, en calidad de magistrado presidente del Senado, presentó la moción que otorgaba a Laureólo los títulos de Príncipe, Emperador, Pontífice Máximo, Tribuno del Pueblo y todos los otros que acompañaban al de Primer Ciudadano, Emperador de Roma. Y tan rápidamente se pusieron en pie los senadores para dar su aprobación, que ni tiempo se perdió en declarar que el voto había sido unánime. Después de esto, el conde Valeriano fue confirmado de inmediato como cónsul una vez más y Clarísimo Blosio, de ochenta y tres años, el miembro de mayor edad del Senado, obtuvo también una rápida confirmación como nuevo colega de Apolinar en el consulado.

—Y ahora —dijo Apolinar aquella noche en palacio—, debemos acometer la tarea de restablecer la tranquilidad del reino.

Era una bonita frase… pero trasladarla de la retórica a la realidad suponía un desafío incluso mayor del que creía Apolinar.

Carax había tejido una red de agentes que peinaban la ciudad día y noche para detectar agitación y subversión y todos ellos, sin excepción, informaban de que el veneno de las ideas democráticas se había extendido por todas partes en la capital. Entre el pueblo, los plebeyos, aquéllos sin propiedad de ninguna clase, a los que no había afligido lo más mínimo la contemplación de ejecuciones masivas de cortesanos imperiales en la plaza de Marco Anastasio, ni les preocupó que los cónsules enviaran senadores al cadalso, ni tampoco enterarse de las muertes casi simultáneas del cónsul Torcuato y del emperador Demetrio. En lo que a ellos respectaba, hubiera sido igualmente justo arrestar a todos aquellos individuos que llevaban la túnica de ciudadanos nacidos libres, así como a sus esposas e hijos, hacerlos ejecutar y repartirse sus propiedades entre el pueblo llano para bienestar de todos.

Apolinar decretó la formación de un Consejo de Seguridad Interna para que investigara y controlara la propagación de tales peligrosas ideas en la capital. Él era su presidente. Carax y Lactancio Rufo eran los únicos otros miembros. Cuando Laureólo protestó al ser excluido del grupo, Apolinar también le nombró a él, pero trató de celebrar las reuniones siempre que el emperador estuviera ocupado en alguna otra cosa. Había muchas cosas desagradables por hacer en aquellos precisos momentos y Laureólo era (pensaba Apolinar), un caballero demasiado correcto y civilizado para dar su visto bueno a algunas de las sangrientas tareas que tenían por delante.

«También soy yo —divagaba Apolinar— un caballero correcto y civilizado, y sin embargo, durante estas últimas semanas, he vadeado ríos de sangre en aras de ahorrarle a nuestro Imperio una calamidad aún mayor. Y ya he llegado demasiado lejos para volverme atrás. Debo continuar adelante, hasta la otra orilla.»

El cabecilla de la revuelta en la Subura había sido por fin identificado: cierto griego llamado Timoleón, un antiguo esclavo. Carax llevó a Apolinar un panfleto en el que Timoleón abogaba por la eliminación de la clase patricia, la abolición de todas las estructuras políticas y el establecimiento de lo que el llamaba el Tribunal del Pueblo: un cuerpo de gobierno de unos mil hombres, veinte por cada uno de los cincuenta distritos de la capital, elegidos por voto popular de todos los residentes. Éstos se mantendrían en el cargo dos años, después lo abandonarían para que se celebraran nuevas elecciones y nadie podría pertenecer al Tribunal dos veces en la misma década. Los hombres de la vieja clase senatorial y los antiguos caballeros no estarían autorizados a presentar sus candidaturas.

—Arresta a ese Timoleón y a dos o tres docenas de sus seguidores más alborotadores —ordenó Apolinar—. Llévalos a juicio y asegúrate de que se haga justicia rápidamente.

Al poco tiempo, regresó Carax con la noticia de que Timoleón había desaparecido por las laberínticas grutas de las catacumbas, la antigua ciudad que yacía debajo de la ciudad. Timoleón estaba en constante movimiento por allí abajo, manteniéndose bien lejos de los agentes del Consejo de Seguridad Interna.

—Encuéntralo —dijo Apolinar.

Pasaron los días y Timoleón seguía sin ser capturado.

Otros revolucionarios plebeyos no fueron tan inteligentes o tan afortunados, y muchos fueron hechos presos. El ritmo de las ejecuciones, que había disminuido un tanto durante el período de luto oficial que siguió al anuncio de la muerte del emperador Demetrio y las ceremonias que se celebraron por el ascenso al trono del emperador Laureólo, volvió a agilizarse. Antes de que pasara mucho tiempo ya caían tantos por día como durante la época de Torcuato y, más tarde, la cuota diaria llegó incluso a sobrepasar a la del cónsul desaparecido.

Apolinar nunca había sido de los que se engañan a sí mismos. Había destituido a Torcuato en aras de la paz y allí estaba él, siguiendo el mismo sendero sangriento que su difunto colega. Sin embargo, no veía otra alternativa. Era una cuestión de necesidad. El bienestar común se había hecho muy frágil. Un siglo de emperadores dementes había minado sus fundamentos y ahora había que reconstruirlos de nuevo. Y ya que parecía inevitable mezclar la sangre con la argamasa, así se haría, pensaba Apolinar. Ése era su deber, aunque en ocasiones resultase doloroso. Siempre había pensado que la palabra «deber» significaba ni más ni menos que «servicio»: servicio al Imperio, al Emperador, a los ciudadanos de Roma. Pero en esos días apocalípticos había descubierto que se trataba de algo más complicado, y que implicaba una pesada carga de dolor, dificultad, conflicto y necesidad.

Pero aun así, no lo eludiría.

Durante ese tiempo, el emperador Laureólo rara vez fue visto en público. Apolinar le había sugerido que, durante ese período de transición, lo mejor sería dar la imagen de un figura remota, secuestrada en palacio, contemplando la carnicería desde las alturas, para que cuando el tiempo de los disturbios acabara finalmente, él no pareciera demasiado manchado con la sangre de su pueblo. Fue reservado, no asistió a las sesiones del Senado, no tomó parte en ninguna de las ceremonias públicas ni hizo declaraciones. Apolinar lo visitaba varias veces por semana en palacio, siendo aquellas visitas el único contacto directo de Laureólo con la maquinaria del gobierno.

No obstante, de alguna forma, él era consciente, de la frenética actividad en la plaza de las ejecuciones.

—Todo este derramamiento de sangre me preocupa, Apolinar —dijo el emperador. Era la séptima semana de su reinado. El intolerable calor del verano había dado paso al frío de un otoño inusualmente helado y lluvioso—. Es una mala manera de iniciar mi reinado. La gente pensará en mí como en un monstruo despiadado y ¿cómo puede esperarse de un monstruo despiadado que se gane el amor de su pueblo? No puedo ser un buen emperador si el pueblo me odia.

—Con el tiempo, César, acabarán entendiendo que lo que está sucediendo ahora es por el bien de toda nuestra sociedad. Te agradecerán que hayas rescatado al Imperio de la degradación y la ruina.

—¿No podríamos recuperar nuestra vieja costumbre de enviar a nuestros enemigos al exilio, Apolinar? ¿No podemos mostrar un poco de clemencia de vez en cuando?

—En estos momentos, la clemencia sería interpretada como debilidad y no otra cosa. Y los exiliados regresan, más peligrosos que cuando se fueron. Con estas muertes, estamos garantizando la paz de las futuras generaciones.

El emperador no se quedó convencido. Le recordó a Apolinar que el más castigado ahora era el pueblo llano, cuyas vidas siempre habían sido duras, incluso en las mejores épocas. El pacto que los emperadores habían hecho con esas gentes, decía Laureólo, había sido ofrecerles estabilidad y paz a cambio de su estricta obediencia al gobierno imperial. Pero si el emperador les apretaba demasiado, el populacho empezaría a prestar atención a la fantasía de una vida más feliz más allá de la muerte. Siempre había habido predicadores en el este, en Siria, en AEgyptus, en Arabia, que habían intentado inculcar este tipo de ideas en la gente, y siempre se había hecho necesario acabar con tales enseñanzas. Un culto que prometía la salvación en el mundo futuro, inevitablemente debilitaría la lealtad del pueblo al Estado en el mundo presente. Sin embargo, la lealtad había que ganarla una y otra vez mediante la benevolencia de los gobernantes. Por ello, de vez en cuando, era necesaria la prudente relajación de la dureza gubernamental. La campaña actual de ejecutar a los líderes del pueblo, decía Laureólo, no parecía una medida muy sabia.

—Ese hombre, Timoleón, por ejemplo —dijo el emperador—. ¿Crees que vale la pena buscarlo de esa manera? Según parece, no eres capaz de encontrarlo y lo estás convirtiendo en un héroe del pueblo, más grande incluso de lo que nunca lo fue.

—Timoleón es el mayor peligro con el que el Imperio se ha enfrentado nunca, César. Es una lanza que apunta directamente al trono.

—A veces eres demasiado melodramático, Apolinar. Te insisto: déjalo tranquilo. Muestra al mundo que somos capaces de permitir que viva entre nosotros un Timoleón.

—Creo que no acabas de entender lo peligroso…

—¿Peligroso? Pero si no es más que un andrajoso agitador. Lo que yo no quiero hacer es convertirlo en un mártir. Podemos capturarlo y crucificarlo, sí, pero eso lo transformaría en un héroe para el pueblo y éste lo pondría todo patas arriba en su nombre. Déjalo estar.

Sin embargo, a Apolinar aquella actitud le parecía muy peligrosa, y la búsqueda continuó. Y con el tiempo, Timoleón fue traicionado por un colega codicioso y arrestado en una de las cavernas más remotas y oscuras de las catacumbas, junto a docenas de sus aliados más cercanos y varios centenares de seguidores.

Apolinar, en función de su autoridad como Jefe del Consejo de Seguridad Interna y, sin notificárselo al emperador, ordenó un juicio inmediato. Otro aluvión de ejecuciones sobrevendría, pensó, pero después, se juró a sí mismo, se pondría fin a aquella época sangrienta. Sin Timoleón y sus secuaces, Laureólo podría dar finalmente un paso al frente y ofrecer la rama de olivo a la ciudadanía en señal de clemencia: el inicio de una época de reconciliación y concordia debía suceder a cualquier época turbulenta como esta por la que acababan de pasar.

Por primera vez desde su regreso a Roma desde las provincias, Apolinar empezaba a pensar que se estaba acercando a la conclusión de su tarea, que había hecho que el Imperio atravesara a salvo toda aquella borrasca y que podría retirarse por fin de la responsabilidad pública.

Y entonces llegó Tiberio Carax con la increíble noticia de que el emperador había ordenado una amnistía para todos los prisioneros políticos como un acto de clemencia imperial, y que Timoleón y sus compinches iban a ser liberados de las mazmorras en los próximos dos o tres días.

—Ha perdido la cabeza —dijo Apolinar—. Ni siquiera el mismo Demetrio se habría atrevido a hacer una locura semejante. —Fue a por papel y pluma—.Ten, lleva estas órdenes de ejecución a la prisión en seguida, antes de que se produzca alguna liberación…

—Señor… —dijo Carax tranquilamente.

—¿Qué sucede? —preguntó Apolinar sin levantar la vista.

—Señor, el emperador ha mandado llamarte. Reclama tu presencia en palacio antes de una hora.

—Sí —dijo—. Iré tan pronto como haya acabado de firmar estas órdenes.


En el mismo momento en que Apolinar entró en el estudio privado del emperador, entendió que había sido su propia sentencia de muerte y no la de Timoleón la que había firmado aquella tarde. Pues allí, sobre el escritorio de Laureólo, estaba el fajo de papeles que le había dado a Carax hacía menos de una hora. Algún adláter de Laureólo los habría interceptado.

Era gelidez lo que se desprendía de los pálidos ojos azules del emperador.

—¿Acaso no sabías que habíamos decretado clemencia para estos hombres, cónsul? —le preguntó Laureólo.

—¿Crees que voy a mentirte? No, César, ya soy perro viejo para aprender a mentir. Lo sabía. Creí que era un error y di la contraorden.

—¿Diste una contraorden a la orden de tu emperador? ¡Eso es muy audaz por tu parte, cónsul!

—Sí, lo ha sido. Escúchame, Laureólo…

—César.

—César. Timoleón sólo quiere la destrucción del Imperio y el Senado y todo lo que constituye nuestro modo de vida romano. Debe ser ejecutado.

—Ya te lo he dicho. Cualquier emperador idiota puede mandar a la muerte a sus enemigos. Un chasquido de sus dedos y asunto concluido. El emperador capaz de mostrar misericordia es el emperador al que el pueblo amará y obedecerá.

—Yo no asumiré ninguna responsabilidad sobre lo que ocurra si insistes en soltar a Timoleón.

—Nadie te ha pedido que asumas ninguna responsabilidad por ello —dijo Laureólo sin alterarse.

—Creo que te entiendo, César.

—Creo que sí.

—De todas maneras, temo por ti si liberas a ese individuo. Temo por Roma. —Por un instante, todo su férreo autocontrol pareció abandonarle y exclamó—: ¡Oh, Laureólo, Laureólo, cómo lamento haberte elegido emperador! ¡Qué equivocado estaba! ¿Es que no eres capaz de entender que Timoleón tiene que morir por el bien de todos nosotros? ¡Te ruego que lo ejecutes!

—Qué forma tan extraña de dirigirte a tu emperador —dijo Laureólo con un tono sereno y carente de irritación—. Es como si no acabaras de creerte que yo soy el emperador. Bien, Apolinar. Somos, de hecho, vuestro soberano y rechazamos aceptar lo que denomináis vuestro «ruego». Es más, aceptamos vuestra dimisión como cónsul. Habéis rebasado vuestra autoridad consular y ya no tenéis sitio en nuestro gobierno en este nuevo periodo en el que todas las heridas van a cicatrizar. Os ofrecemos el exilio al lugar que elijáis mientras esté bien lejos de aquí: ¿AEgyptus, o quizá la isla de Cyprium o el Ponto Euxino…

—No.

—Entonces el suicidio es la única alternativa que te queda. Un buena y vieja forma romana de morir…

—Eso tampoco —dijo Apolinar—. Si quieres deshacerte de mí, Laureólo, haz que me lleven a la plaza de Marco Anastasio y córtame la cabeza a la vista de todos. Explícales, si quieres, por qué fue necesario hacerle eso a alguien que sirvió al Imperio tan bien y durante tanto tiempo. Quizá puedas culparme de todo el reciente derramamiento de sangre. De todo, incluso de las ejecuciones que ordenó Torcuato. Seguramente así te ganarás el amor del pueblo y yo sé lo intensamente que lo ansias.

La expresión de Laureólo era imperturbable. Dio una palmada y entraron tres hombres de la Guardia.

—Conducid al conde Apolinar a la prisión imperial —dijo, dándose la vuelta.


Carax le dijo:

—No se atreverá a ejecutarte. Iniciaría un ciclo completamente nuevo de ejecuciones.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Apolinar. Le habían dado la mejor celda del lugar, una reservada usualmente a los prisioneros de alto abolengo, miembros caídos en desgracia de la familia real, hermanos más jóvenes que habían atentado contra la vida del emperador, gente así. De sus paredes colgaban tupidos tapices violeta y sus sofás eran de los mejores.

—Lo creo, sí. Eres el hombre más importante del reino. Todo el mundo conoce tus conquistas en las provincias. También saben todos que nos salvaste de Torcuato y que pusiste en el trono a Laureólo. Deberías haberte hecho tú mismo emperador a la muerte de Demetrio. Si él te mata, todo el Senado se pronunciará contra él, y la ciudad entera se escandalizará.

—Lo dudo mucho —dijo cansinamente Apolinar—. Pocas veces tu perspectiva ha sido tan errónea. Muy pocas veces has estado tan equivocado. Pero no importa. ¿Has traído los libros?

—Sí —dijo Carax, y abrió el pesado paquete que llevaba—. Léntulo Aufidio. Sexto Asinio, Suetonio, Amiano Marcelino, Julio Capitolino, Livio, Tucídides, Tácito. Todos los grandes historiadores.

—Con esto bastará para pasar la noche —dijo Apolinar—. Gracias. Ya puedes marcharte.

—Señor…

—Ya puedes marcharte —dijo de nuevo Apolinar, pero mientras Carax se dirigía hacia la puerta, le preguntó—: Una cosa más. ¿Qué ha sido de Timoleón?

—Ha sido liberado, señor.

—No esperaba otra cosa —dijo Apolinar.

Cuando Carax se hubo marchado, dirigió la atención a los libros. Empezaría con Tucídides, pensó, ese implacable relato de la terrible guerra entre Atenas y Esparta, un libro tan crudo como jamás se había escrito otro. Y seguiría, uno por uno, hasta llegar a los más recientes. Y si Laureólo le permitía vivir lo suficiente, los leería íntegramente una vez más. Quizá entonces empezaría a escribir el suyo allí en prisión; una autobiografía que trataría de evitar que fuera demasiado autoelogiosa, aunque contara el relato de cómo había sacrificado su propia vida con tal de preservar el Imperio. Pero dudaba que Laureólo le permitiera vivir el tiempo suficiente para escribir nada. No habría ejecución pública, no…, Carax había acertado en eso. Era una figura demasiado heroica a los ojos públicos para ser mandado tan cruelmente al cadalso y, en cualquier caso, la intención declarada de Laureólo era que los verdugos descansaran mucho tiempo de su macabra tarea, y permitir a la ciudad que regresara a algo que se pareciera a la normalidad.

Alcanzó el primer volumen de Tucídides y se sentó un rato a leer y releer sus frases iniciales.

Entonces alguien llamó a la puerta. Lo esperaba.

—Entra —dijo—. No creo que esté cerrada.

Entró un individuo alto, de aspecto adusto. Llevaba una capa negra con capucha que dejaba su rostro al descubierto. Tenía ojos fríos y juntos, y una cara enjuta y tirante, la piel basta, los labios delgados y apretados con fuerza.

—Sé quién eres —dijo Apolinar con calma, aunque nunca había visto a aquel hombre en su vida.

—Sí, supongo que sí —dijo el otro, mostrándole el cuchillo mientras se dirigía hacia él—. Me conoces muy bien y creo que estabas esperándome.

—Lo estaba —respondió Apolinar.


El primer día del nuevo mes, el Prefecto del Erario Imperial y el Prefecto del Erario Público solían reunirse para almorzar juntos y comentar asuntos relacionados con los dos tesoros. Incluso entonces, después de que hubieran pasado muchas semanas de reinado del nuevo emperador, el monedero privado de éste, el Fisco Imperial, era aún responsabilidad de Quinto Cestio, y los otros fondos, el Erario Público, los administraba Sulpicio Silano, como lo habían hecho durante años. Habían capeado todos los temporales. Eran individuos que conocían el arte de la supervivencia.

—Así que el conde Valeriano Apolinar ha fallecido —dijo Cestio—. Una pena. Realmente era un gran hombre.

—Demasiado grande, creo yo, para mantenerse para siempre al margen del peligro. Inevitablemente, a este tipo de hombres siempre se acaba derribándolos. Una pena. Estoy de acuerdo. Era un verdadero romano a la antigua usanza. Los hombres como él son muy escasos en esta época atroz.

—Pero por lo menos, la paz se ha restablecido. El Imperio está unido de nuevo gracias al conde Apolinar y a nuestro bienamado emperador Laureólo.

—Sí. Pero ¿es sólido? ¿Se ha solucionado alguno de los problemas reales? —Silano, aquel astuto hombrecillo de voraz apetito y espíritu eufórico, se cortó otro trozo de carne y dijo—: Voy a hacerte un pronóstico. El imperio volverá a desmoronarse antes de que pasen cien años.

—Te pasas de optimista —respondió Quinto Cestio, alcanzando el vino, aunque muy raramente bebía.

—Sí —dijo Silano—. Es cierto.

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