LIBRO II

1 La noche de los dragones

Tika escurrió el trapo en el cubo y observó aburrida cómo el agua iba volviéndose negra. Dejó el trapo en la barra y levantó el cubo, dispuesta a llevarlo a la cocina para volver a llenarlo de agua. Pero entonces pensó, ¿por qué molestarse? Volviendo a tomar el trapo, comenzó a fregar las mesas una vez más y cuando creyó que Otik no la miraba, se secó los ojos con el delantal.

Pero Otik sí la estaba mirando. Con su mano regordeta sujetó a Tika por el brazo e hizo que se volviese. Sollozando, Tika apoyó la cabeza sobre el hombro de Otik.

—Lo siento, pero no consigo que esto quede limpio.

Por supuesto, Otik sabía que éste no era el verdadero motivo por el que la muchacha lloraba. Le acarició suavemente la espalda.

—Lo sé, pequeña, lo sé. No llores.

—Es este maldito hollín. Lo deja todo negro, cada día lo limpio y al día siguiente vuelve a estar igual. ¡Siguen quemándolo todo!

—No te preocupes, Tika, y agradece que la Posada siga aún en pie...

—¡Agradecer! —Tika le apartó con el rostro enrojecido—. ¡Ni hablar! Ojalá se hubiese quemado como el resto de los edificios de Solace. Si así fuese, ellos no vendrían aquí. ¡Ojalá se hubiese quemado! ¡Ojalá! —La muchacha se hundió en una silla, sollozando desconsoladamente.

—Lo sé, querida, lo sé —repitió él, mientras alisaba las abombadas mangas de la blusa que Tika, con tanto orgullo, había intentado mantener blanca y limpia pero que ahora, como todas las cosas de aquella asolada ciudad, estaba sucia y cubierta de hollín.

El ataque había comenzado de improviso. Cuando los primeros refugiados provenientes del norte, habían empezado a llegar a la ciudad contando terribles historias sobre unos inmensos monstruos alados, Hederick, el Sumo Teócrata, había asegurado a los habitantes de Solace que se encontraban a salvo, que su ciudad sería respetada. Y la gente lo había creído, pues deseaban que así fuera.

Entonces llegó la noche de los dragones.

Aquella noche la posada estaba repleta. Era uno de los pocos lugares a los que la gente podía ir para olvidar aquellas nubes tormentosas que se divisaban en el cielo en dirección norte. La chimenea caldeaba el ambiente, la cerveza estaba fresca, las patatas picantes estaban deliciosas. No obstante, la tensión del ambiente se sentía incluso allí: todos discutían acaloradamente sobre la guerra.

Las palabras de Hederick tranquilizaron sus inquietos corazones.

—Nosotros no somos como esos temerarios locos del norte, que cometieron el error de desafiar el poder del Señor del Dragón —chilló desde encima de una silla a la que se había encaramado para poder ser oído—. Lord Verminaard ha asegurado personalmente al Consejo de Sumos Buscadores de Haven que sólo desea la paz. Nos pide permiso para que sus ejércitos atraviesen nuestra ciudad, pues van hacia el sur, a conquistar las tierras de los elfos. y yo digo, ¡que su poder sea aún mayor!

Hederick hizo una pausa para que la gente pudiese aplaudirlo y vitorearlo.

—Hemos soportado durante demasiado tiempo que los elfos viviesen en Qualinesti. Yo propongo, ¡dejemos que ese Verminaard los obligue a regresar a Silvanost o al lugar de donde proceden! —Hederick se fue enardeciendo—. Algunos de vosotros, los más jóvenes, puede que consideréis la idea de uniros a los ejércitos de ese gran señor. ¡Pues él es un gran señor! ¡Yo lo conozco! ¡Bajo su liderazgo, entraremos en una nueva era! Expulsaremos a los elfos, enanos y demás extranjeros de nuestras tierras, y...

En aquel momento se oyó un estruendo sordo y continuado, como el de la acumulación de las aguas en una gran presa. Se hizo el silencio. Todos callaron y prestaron atención, extrañados, intentando imaginar qué era lo que provocaba aquel fragor. Hederick, irritado al comprender que había perdido la atención de su audiencia, miró a su alrededor. Poco a poco, el estruendo fue subiendo de tono, acercándose. De pronto la posada se sumergió en una espesa y sofocante oscuridad. Hubo gritos y la mayoría corrió hacia las ventanas para intentar ver algo a través de los pocos cristales transparentes que había mezclados entre las cristaleras de colores.

—Que alguien baje a averiguar qué está sucediendo —dijo una voz.

—Está tan oscuro que no puedo ver ni las escaleras —murmuró otra.

De pronto se hizo la luz.

Hubo una explosión de llamas fuera de la posada. Una ola de calor sacudió al edificio con tanta fuerza, que llegó a destrozar las ventanas, salpicando de cristales el interior. El inmenso vallenwood, que había permanecido imperturbable a lo largo de los años, flaqueó a causa de la bocanada. La posada tembló. Las mesas se volcaban, los bancos se deslizaban por los suelos y se estrellaban contra las paredes. Hederick perdió el equilibrio y cayó de la silla. La chimenea vomitaba ascuas ardientes, las lámparas de aceite caían del techo y las velas, de las mesas; se iniciaron pequeños incendios.

Además del ruido y la confusión, comenzó a oírse el agudo chillido de una criatura viviente, un aullido cargado de odio y crueldad. El estruendoso sonido invadió la posada y, tras una ráfaga de viento, vieron que un muro de llamas avanzaba en dirección sur.

A Tika se le cayó al suelo una bandeja llena de jarras cuando intentaba desesperadamente agarrarse a la barra para mantener el equilibrio. Alrededor suyo la gente gritaba, herida o asustada.

Solace estaba ardiendo.

Un resplandor cárdeno y anaranjado iluminó la estancia. A través de las ventanas rotas fueron filtrándose espesas nubes de humo negro. Tika sintió un aroma a madera quemada y luego algo peor, olor a carne quemada. Sofocada, miró hacia arriba y vio que pequeñas lengüetadas de fuego lamían las gruesas ramas del vallenwood que sostenían el techo. El sonido de la madera chamuscándose y crepitando, se mezclaba con el de los gritos de los heridos.

—¡Sofocad el incendio! —gritaba Otik angustiado.

—¡La cocina! —chilló la cocinera, atravesando apresuradamente las puertas batientes con las ropas en llamas y perseguida por una masa flamígera. Tika agarró del bar una jarra de cerveza y la lanzó sobre ella, sujetándola luego para poder empaparle el vestido. Rhea se hundió en una silla sollozando histéricamente.

—¡Salgamos! ¡Va a incendiarse todo el edificio! —gritó alguien.

Hederick, abriéndose paso a empellones, fue uno de los primeros en alcanzar la puerta. Corrió hacia la salida principal de la posada y ahí se detuvo, agarrándose a la barandilla, atónito. Provenientes del norte e iluminados por la fantasmagórica luz de las llamas, veía a cientos de criaturas desfilando; el bosque ardía y la luz rojiza se reflejaba en sus alas coriáceas. Eran tropas de draconianos. Horrorizado, contempló cómo las primeras filas penetraban en la ciudad de Solace. Sobre ellos volaban criaturas de las que se hablaba en cuentos y leyendas.

Eran dragones.

Cinco dragones rojos revoloteaban en aquel cielo ardiente. Uno tras otro fueron bajando, incinerando pedazos de la pequeña ciudad con flamígeras bocanadas, proyectadas en aquella mágica y espesa oscuridad. Era imposible luchar contra ellos —los goblins, al mando de Fewmaster Toede y al servicio del Sumo Teócrata, no podían ver lo suficiente para apuntar sus flechas o manejar sus espadas.

Para Tika, el resto de la noche quedó en un confuso recuerdo. No dejó de repetirse a sí misma que debía abandonar la ardiente posada, pero por otro lado, aquél era su hogar, allí se sentía segura. Por tanto se quedó, a pesar de que el calor proveniente de la cocina en llamas aumentaba y se hacía difícil respirar. Cuando las llamas pasaron a la sala, la cocina se precipitó al suelo. Otik y las camareras fueron lanzando jarras de cerveza a las llamas de la sala hasta que finalmente lograron sofocar el fuego.

Cuando lo consiguieron, Tika volvió su atención a los heridos. Otik se derrumbó en un rincón, tembloroso y sollozante. Tika envió a otra de las camareras a atenderlo mientras ella comenzaba a curar a los heridos. Trabajó durante horas, absolutamente resuelta a no mirar por las ventanas, apartando de su mente aquellos terroríficos sonidos de muerte y destrucción.

De pronto se dio cuenta de que nunca acababa con los heridos, que había más gente tendida en el suelo de la que había en la posada cuando comenzó el ataque. Sorprendida, miró a su alrededor. Las esposas ayudaban a sus maridos. Los maridos transportaban a sus esposas. Las madres llevaban niños moribundos.

—¿Qué sucede? —preguntó Tika a un guardia Buscador que entraba sosteniéndose un brazo herido por una flecha. Tras él iban entrando más personas—¿Qué pasa? ¿Por qué viene aquí toda esta gente?

El guardia la miró con ojos inundados de dolor y de tristeza.

—Este es el único edificio que queda en pie —farfulló— todo se ha incendiado. Todo está...

—¡Oh no! —Tika se debilitó por la impresión, sus rodillas comenzaron a temblar. En ese momento el guardia se desmayó en sus brazos y ella se vio obligada a reponerse. Cuando lo arrastraba hacia el interior, vio a Hederick, de pie en el porche, contemplando la arrasada ciudad con ojos vidriosos. Sus mejillas manchadas de hollín, estaban cuajadas de lágrimas.

—Ha habido un error —gimoteaba retorciéndose las manos— Alguien ha cometido un error.


Hacía una semana que habían ocurrido estos sucesos. La posada no había sido el único edificio que había salido indemne. Los draconianos conocían los edificios esenciales para sus necesidades y habían incendiado aquellos que no lo eran, dejando en pie la posada, la herrería de Theros Ironfield y el almacén. La herrería siempre había estado a ras de suelo, debido a lo imprudente que hubiese resultado tener una forja situada en un árbol; los otros dos tuvieron que ser bajados, pues los draconianos consideraban un engorro tener que subirse a los árboles.

Lord Verminaard ordenó a los dragones que bajasen los edificios. Tras socavar un espacio, uno de los inmensos monstruos rojos agarró la Posada y la alzó, dejándola caer bruscamente sobre la chamuscada hierba. Los draconianos ulularon y vitorearon. Fewmaster Toede, capitán de los goblins. que se había hecho cargo de la ciudad, ordenó a Otik reparar la posada sin dilación. La única debilidad de los draconianos eran las bebidas fuertes. Tres días después de que la ciudad fuese tomada, la posada abrió sus puertas de nuevo.


—Ya me siento mejor —le dijo Tika a Otik. Se incorporó en la silla y se secó los ojos, restregándose la nariz con el delantal. Desde esa noche, no había llorado ni una sola vez. Apretó los labios, y levantándose de la silla prometió:

—¡Y nunca más volveré a llorar!

Otik, sin comprenderla pero satisfecho al ver que Tika había recuperado la serenidad antes de que comenzasen a llegar los clientes, se situó detrás de la barra.

—Ya casi es la hora de abrir —dijo intentando aparentar buen humor—. Hoy quizás consigamos que se llene el bar.

—¿Cómo puedes aceptar su dinero?

Otik, temiendo otra escena, la miró implorante.

—Su dinero es tan bueno como el de cualquier otro. Incluso mejor, en los tiempos que corren.

—¡Hum! —resopló Tika. Enojada, cruzó la habitación a grandes zancadas. Otik, conociendo su temperamento, dio un paso atrás. Pero no consiguió nada; estaba acorralado. Ella le pinchó su inflada barriga con el dedo.

—¿Cómo puedes reírte de sus bromas crueles y satisfacer sus caprichos? ¡Odio su hedor! ¡Odio sus miradas lujuriosas y el contacto de sus manos frías y escamosas cuando tocan las mías! ¡Algún día, les...!

—¡Tika, te lo suplico! Piensa en mí. ¡Soy demasiado viejo para que me lleven a las minas de esclavos! Y tú... a ti te llevarían mañana mismo si no trabajases aquí. Por favor, compórtate... anda, sé buena chica.

Tika, furiosa, se mordió el labio con frustración. Sabía que Otik tenía razón. Ella corría un riesgo todavía mayor que el de ser enviada como esclava en una de las caravanas que pasaban cada día por la ciudad. Un draconiano: fuera de sí podía matar rápidamente y sin piedad alguna. Justo cuando estaba pensando esto, la puerta se abrió de golpe y seis guardias draconianos entraron con andar arrogante. Uno de ellos sacó el cartel de «cerrado» de la puerta y lo tiró a un rincón.

—Está abierto —dijo la criatura dejándose caer en una silla.

—Sí, claro —Otik sonrió con debilidad—. Tika...

—Ya los he visto.

2 El forastero. ¡Capturados!

Aquella noche había poca gente en la posada. Ahora los clientes eran draconianos o goblins. Un grupo de estos últimos miraban con cautela a los draconianos y a tres hombres del norte rudamente vestidos. Estos mercenarios, reclutados por Lord Verminaard, luchaban por el puro placer de matar y saquear. Hederick, el Teócrata, no estaba en su lugar habitual. Lord Verminaard lo había recompensado por sus servicios enviándolo entre los primeros que fueron trasladados a las minas como esclavos.

Al anochecer, un forastero entró en la posada y se sentó en una mesa situada en un oscuro rincón cerca de la puerta de la cocina. A Tika le fue imposible deducir algo de su apariencia, ya que llevaba una pesada capa con la capucha puesta. Parecía fatigado y se dejó caer en una silla como si sus piernas no lo sostuviesen.

En aquellos desolados días, algunos supervivientes de las arrasadas ciudades del norte llegaban a Solace. Los draconianos les permitían quedarse allí sin hacerles demasiadas preguntas, hasta que recibían la orden de organizar nuevos grupos de esclavos para deportarlos a las minas.

—¿Qué tomaréis? —le preguntó Tika al forastero. El hombre bajó la cabeza y con una mano delgada tiró de la capucha ocultando aún más su rostro.

—Nada, gracias —contestó en voz baja con un extraño acento.

—¿Está permitido sentarse aquí y descansar? Debo encontrarme con alguien.

—Claro que os podéis quedar. ¿No os apetecería una jarra de cerveza mientras esperáis? —Tika le sonrió.

El hombre alzó la mirada y ella vio que unos ojos marrones y relucientes la observaban desde el fondo de la capucha.

—Muy bien. Tráeme cerveza.

Tika se dirigió hacia la barra. Mientras estaba sirviendo la cerveza oyó unos ruidos extraños en la cocina. Llevó rápidamente la bebida al extraño personaje encapuchado de ojos castaños y se encaminó hacia allá. En un ángulo de la estancia, procurando mantenerse en silencio, se hallaban siete personajes, que habían accedido por el hueco que había en la parte trasera de la cocina. Tika vio a cuatro hombres, una mujer, un enano y un kender. Los hombres llevaban las ropas y las botas manchadas de barro. Uno era excepcionalmente alto y otro tremendamente corpulento. La mujer iba ataviada con una capa de pieles y se sostenía en el brazo del hombre alto.

Parecían cansados y abatidos, y uno de ellos tosía con frecuencia y se apoyaba pesadamente sobre un raro bastón.

A Tika de poco se le cayó la bandeja que llevaba en las manos, ahogó un grito a punto de salir de su garganta, y procuró recuperar el control de sí misma. ¡No debo traicionarlos! —pensó para sí.

Uno de los recién llegados estuvo a punto de hablar a Tika, pero ésta, mirándolo fijamente, frunció el ceño y negó con la cabeza. Sus ojos se desviaron hacia los draconianos que se hallaban sentados en el centro de la sala contigua. Estaban bebiendo sin parar. Frente a cada uno de ellos había ya varias jarras vacías.

Tika dio gracias al cielo de que aquella noche Otik se hubiera retirado temprano a descansar.

—Itrum, ocúpate de las mesas —ordenó a su ayudante señalando a los goblins y a los draconianos—. Después de comprobar que éstos estaban entretenidos bebiendo y charlando, se dirigió rápidamente hacia la cocina. Tika rodeó con sus brazos al hombre corpulento, y le dio un beso que le hizo enrojecer.

—Oh, Caramon —le susurró —. ¡Sabía que regresarías a buscarme! ¡Llévame contigo! ¡Te lo ruego, por lo que más quieras!

—Bueno, bueno —dijo Caramon dándole con torpeza unos golpecillos en la espalda y mirando a Tanis suplicante. El semielfo, observando a los draconianos por el quicio de la puerta que daba a la sala principal de la posada, intervino con rapidez.

—Tika, cálmate. Pueden oírnos.

—Tienes razón. —Inmediatamente Tika se serenó, se alisó el delantal y ofreció a los recién llegados que se sentaran en una desvencijada mesa que había en la cocina. Presurosa, les sirvió una bandeja de patatas, cerveza y agua caliente para el hombre que tosía.

—Cuéntanos lo que ha ocurrido en Solace Tika —dijo con voz ahogada.

Tika les explicó en pocas palabras lo sucedido mientras iba llenando los platos; a Caramon le sirvió doble ración. Los compañeros la escucharon en silencio.

—Desde entonces —concluyó Tika—, cada semana, las caravanas de esclavos se dirigen a Pax Tharkas, aunque ahora salen con menos frecuencia pues ya se han llevado a casi todo el mundo. Sólo han dejado a unos pocos, a los que necesitan, como a Theros Ironfield. Temo por él. Anoche me juró que no trabajaría más para ellos. Todo empezó con ese grupo de elfos capturados...

—¿Elfos? ¿Qué hacía un grupo de elfos en esta zona? —le preguntó Tanis hablando demasiado alto a causa de la sorpresa.

Los compañeros le hicieron gestos para que hablara en voz más baja y no pudiera ser oído por los draconianos. Entonces siguió preguntándole a Tika sobre los elfos. En ese momento, uno de los draconianos gritó pidiendo una cerveza.

Tika suspiró.

—Será mejor que me vaya —dijo depositando la sartén sobre la mesa—. Podéis acabároslo todo.

Los compañeros comieron sin mucho apetito; las patatas sabían a ceniza. Raistlin preparó su extraño brebaje de hierbas y se lo bebió. Su tos mejoró casi instantáneamente. Caramon, mientras comía, pensaba en Tika con inquietud. Aún podía sentir la sensación que le había producido el beso que la muchacha le había dado. Se preguntó si las historias que había oído acerca de Tika serían ciertas. Ese pensamiento lo entristeció y le produjo rabia.

Uno de los draconianos elevó el tono de su voz.

—Puede que no seamos hombres como los que tú frecuentas, querida —dijo con voz de borracho, rodeándola por la cintura con su brazo escamoso—, pero eso no quiere decir que no sepamos encontrar la manera de hacerte feliz.

Caramon gruñó en su interior. Sturm, que también lo había oído, miró con furia hacia la puerta que daba a la sala de la posada, de donde provenía la voz del draconiano, y se llevó la mano a la espada. Sujetando el brazo del caballero, Tanis dijo rápidamente en un susurro:

—Vosotros dos, ¡deteneos! ¡Estamos en una ciudad ocupada! Tened mucho cuidado. ¡No es momento para caballerosidades! Tika puede cuidar de sí misma.

En efecto, Tika se había escapado diestramente, y con aplomo, del brazo del draconiano y caminó hacia la cocina con expresión enojada.

—¿Y ahora qué hacemos? —gruñó Flint—. Hemos regresado a Solace en busca de provisiones y lo único que encontramos son draconianos. Mi casa es poco más que una carbonilla. Tanis se ha quedado sin hogar. Todo lo que tenemos son unos discos de platino de una antigua diosa y un mago enfermo con un nuevo libro de encantamientos —el enano hizo caso omiso de la furiosa mirada que Raistlin le lanzó—. No podemos comernos los Discos y el mago aún no ha aprendido a conjurar comida, por tanto, incluso aunque supiésemos adónde ir, nos moriríamos de hambre antes de llegar.

—¿Aún creéis que debemos ir a Raven? —preguntó Goldmoon mirando a Tanis —. ¿Qué sucederá si allí ha ocurrido lo mismo que aquí? ¿Cómo enterarnos si el Consejo de Sumos Buscadores sigue existiendo?

—No conozco las respuestas.

Tanis se frotó los ojos con la mano.

—Creo que deberíamos intentar llegar a Qualinesti.

Tasslehoff, aburrido por la conversación, bostezó y se recostó en la silla. A él no le importaba adónde se dirigieran. Tras examinar con gran interés la incendiada cocina, Tas se levantó para observar quién había en la sala de la posada. Imprudentemente se asomó por la puerta y vio cómo Tika volvía a dejar un plato de comida y más bebida frente a los draconianos, evitando, de nuevo, habilidosamente sus garrudas manos, y, de pronto, se dio cuenta de que un hombre encapuchado lo había descubierto. Al mismo tiempo, el tono de la conversación de los compañeros iba elevándose por momentos. La voz de Tanis aumentó de volumen y la palabra «Qualinesti» sonó otra vez. Tas vio cómo el forastero depositaba bruscamente su jarra de cerveza sobre la mesa, se levantaba y comenzaba a caminar hacia él y hacia las voces que, también imprudentemente, salían de la cocina. El kender, asustado, alertó a los demás:

—Tanis, me parece que vamos a tener visita.

En el preciso momento en que el forastero pasaba ante la mesa de los draconianos, uno de ellos alargó su garrudo pie. El encapuchado tropezó, cayendo de cabeza contra una mesa vecina. Las criaturas soltaron unas sonoras carcajadas. Un draconiano pudo entrever el rostro del extraño.

—¡Un elfo! —siseó el draconiano, sacándole la capucha para descubrir los ojos almendrados, las puntiagudas orejas y los masculinos pero delicados rasgos de un elfo.

—Dejadme pasar —dijo el elfo, retrocediendo con las manos en alto.

—Elfo, tendrás que presentarte ante Fewmaster Toede —gruñó el draconiano. Pegando un salto y agarrando al extraño por el cuello de la capa, la criatura lo empujó contra la barra. Los otros draconianos reían ruidosamente.

Tika, que al oír el alboroto había salido precipitadamente de la cocina con una sartén en la mano, se paró ante los draconianos.

—Deteneos! —gritó agarrando a uno de ellos por la muñeca—. Dejadlo en paz. Es un cliente que paga como vosotros.

—¡Métete en tus asuntos, muchacha! —El draconiano empujó a Tika a un lado y, agarrando al elfo, le pegó dos golpes en el rostro con su mano garruda, haciéndole sangrar. Cuando el draconiano lo soltó, el elfo sacudió la cabeza atontado.

—¡Mátalo! —gritó uno de los mercenarios—. Hazlo aullar como a los otros.

—¡Le sacaré sus sesgados ojos, eso haré! El draconiano desenvainó la espada.

—¡Esto es demasiado! Sturm se levantó, los demás lo imitaron, y todos, excepto Raistlin, se precipitaron fuera de la cocina, aun creyendo que había pocas esperanzas de salvar al elfo. En aquellos momentos alguien se encontraba muy cerca de éste. Con un agudo chillido de rabia, Tika Waylan golpeó al draconiano con la pesada sartén de hierro.

Se oyó un golpe sordo y el draconiano, después de mirar a Tika con expresión de idiota, cayó al suelo. El elfo saltó hacia delante sacando un cuchillo, mientras los otros dos draconianos se abalanzaban sobre Tika. Sturm llegó junto a ella y agredió a uno con su espada. Caramon agarró al otro con sus inmensos brazos y lo lanzó hacia la barra.

—¡Riverwind, no les dejes alcanzar la puerta! —gritó Tanis viendo a los goblins levantarse con ímpetu. El bárbaro agarró a uno de ellos cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, pero otro se le escapó y llamó a la guardia.

Tika, esgrimiendo la sartén, golpeó también a un goblin en la cabeza. Otro, al ver que Caramon se abalanzaba sobre él, saltó por la ventana.

Goldmoon, dirigiéndose hacia Raistlin y agarrándolo del brazo, le dijo:

—¡Utiliza tu magia! ¡Haz algo!

El mago miró fríamente a la mujer.

—Es inútil. No pienso malgastar mis fuerzas.

Goldmoon lo contempló furiosa, pero el mago volvió a concentrarse en su bebida. Mordiéndose el labio, la mujer abandonó de nuevo la cocina y corrió hacia Riverwind, llevando en sus brazos la bolsa con los valiosos Discos. Podían oír el sonido de los cuernos en las calles.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Tanis —. Pero en ese momento, uno de los mercenarios lo agarró por el cuello, tirándolo al suelo. Tasslehoff, emitiendo un grito salvaje, saltó sobre la barra y comenzó a lanzar jarras contra el atacante del semielfo. No le dio a Tanis de milagro.

Flint se quedó plantado en medio del desorden, observando al elfo forastero.

—¡Yo te conozco! —le gritó de repente—. Tanis, ¿éste no es...?

Una jarra golpeó al enano en la cabeza, tumbándolo. —Uups... —dijo Tas.

Tanis estranguló al mercenario y lo dejó inconsciente bajo una mesa. Bajando a Tas de la barra, lo depositó en el suelo y se arrodilló al lado de Flint, quien gemía y trataba de incorporarse.

—Tanis, ese elfo... —Flint parpadeaba atontado. De pronto preguntó:

—¿Quién me ha golpeado?

—¡Ese hombre grande que yace bajo la mesa! —respondió Tas señalándolo.

Tanis se puso en pie y miró hacia el elfo que Flint le indicaba.

—¿Gilthanas?

El elfo se lo quedó mirando.

—Tanthalas —dijo con frialdad, pronunciando el nombre con el que los suyos lo conocían—. Nunca te hubiese reconocido. Esa barba...

Volvió a escucharse el sonido de los cuernos, esta vez más cercano.

—¡Por el gran Reorx! —gruñó el enano poniéndose en pie —. ¡Hemos de salir de aquí! ¡Vamos, por la salida de la cocina!

En ese instante se oyó una voz en la puerta.

—Quietos. Sois mis prisioneros.

El llamear de una antorcha iluminó la habitación. Los compañeros se taparon los ojos, vislumbrando unas siluetas de goblins tras una rechoncha figura junto a la puerta. Se oyeron más pisadas y, un segundo después, un gran número de goblins comenzó a entrar en la posada. Los goblins, que habían estado en la reyerta y que aún estaban vivos o conscientes, se incorporaron y desenvainaron sus espadas.

—¡Sturm, no hagas locuras! —gritó Tanis agarrando al caballero cuando éste se disponía a abalanzarse contra un hervidero de goblins que, lentamente, iban formando un cerco de acero alrededor del grupo.

—Nos rendimos —dijo el semielfo.

Sturm miró furioso a éste y, por un momento, Tanis pensó que lo desobedecería.

—Sturm, confía en mí. Aún no ha llegado la hora de nuestra muerte.

Sturm dudó, mirando a los goblins que iban entrando en la posada. Se mantenían al acecho, temerosos de su espada y su destreza, pero sabía que atacarían si hacía el más ligero movimiento.

—No ha llegado la hora de nuestra muerte.

¡Qué extrañas palabras! ¿Por qué las habría pronunciado Tanis? ¿Tenía el hombre una «hora para morir»? Si así era, Sturm comprendió que su hora aún no había llegado... al menos si podía evitarlo. No había gloria alguna en morir en una posada, pisoteado por unos malolientes pies de goblin.

Viendo que el caballero guardaba su arma, la figura de la puerta decidió que no era peligroso entrar, rodeado como estaba por sus leales soldados. Los compañeros vieron la piel gris y moteada y los rojizos ojos estrábicos de Fewmaster Toede.

Tasslehoff contuvo el aliento y rápidamente se colocó detrás de Tanis.

—Seguro que no nos reconoce —susurró Tas —. Había anochecido cuando nos detuvo para interrogamos sobre la Vara.

Evidentemente, Toede no los reconoció. Habían pasado muchas cosas en una semana y Fewmaster tenía cosas más importantes en qué pensar. Sus ojos rojizos examinaron los emblemas que Sturm llevaba bajo la capa.

—Más escoria, refugiados de Solamnia —dijo despreciativamente.

—Sí —contestó Tanis con rapidez. Dudaba si Toede conocía la destrucción de Xak Tsaroth. Daba la impresión que las noticias sobre la desaparición de la ciudad y la implacable lucha de los compañeros contra Khisanth y sus draconianos, todavía no habían llegado a Solace. Por eso, aún no se había dado la voz de alarma para que fueran capturados. Tanis tampoco creía probable que Fewmaster supiese algo sobre los Discos de Mishakal, pero Lord Verminaard sí lo sabía, y pronto se enteraría de la muerte de Khisanth. Incluso un enano gully relacionaría ambos hechos. Nadie debía saber que venían del este.

—Venimos del norte y llevamos varios días viajando —siguió diciendo Tanis —. No teníamos intención de causar problemas, pero los draconianos comenzaron y...

—Sí, claro. Ya he oído eso antes.

De pronto Fewmaster se aproximó a la puerta de la cocina y miró en su interior.

—¡Eh, tú! —gritó señalando a Raistlin—. ¿Qué haces ahí escondido? ¡Prendedle!

Fewmaster dio un paso atrás mirando a Raistlin con suspicacia. Varios goblins se dispusieron a detenerlo, volcando bancos y mesas hasta llegar a la cocina. Caramon comenzó a inquietarse. Tanis hizo una señal al guerrero para que mantuviese la calma.

—¡Ponte en pie! —ordenó uno de los goblins, pinchando a Raistlin con su espada.

El mago, lentamente, se levantó, recogiendo todas sus cosas. Cuando alargó el brazo para asir su bastón, el goblin lo agarró por el hombro.

—¡No me toques! —siseó Raistlin retrocediendo—. ¡Soy mago!

El goblin titubeó y se volvió para mirar a Toede.

—¡Prendedle! —chilló Fewmaster situándose tras un goblin muy alto—. Traedle aquí con los demás. ¡Si todos los hombres que llevan túnica roja fuesen magos...! ¡Si no se entrega por propia voluntad, mátale!

—Creo que lo mataré de todas formas —graznó el goblin. La criatura puso la punta de la espada sobre la garganta de Raistlin, gorgojeando de risa.

Tanis tuvo que sujetar a Caramon una vez más.

—Tu hermano puede cuidarse solo —le susurró en voz baja.

Raistlin alzó las manos, con los dedos extendidos, como si se rindiese, pero de pronto murmuró unas palabras:

—Kalith karan, tobanis-kar —y señaló al goblin con sus dedos. Unos dardos pequeños y brillantes, hechos de pura luz, emanaron de las yemas de sus dedos, gayando el aire y clavándose en el pecho del goblin. La criatura se desplomó con un alarido, retorciéndose en el suelo.

Cuando el olor a carne quemada llenó la estancia, otros goblins se abalanzaron ululando de rabia.

—¡No lo matéis, locos! —chilló Toede. Había salido de detrás de la puerta, pero seguía parapetándose tras el alto goblin.

—Lord Verminaard ofrece grandes recompensas por los magos. Pero... —Toede tuvo una repentina idea— no paga nada por kenders vivos... ¡sólo por sus cadáveres! ¡Mago, vuelve a hacer algo parecido, y el kender morirá!

—¿Y qué me importa a mí el kender? —respondió burlonamente Raistlin.

Se hizo un largo silencio. Tanis sintió que un sudor frío le empapaba el cuerpo. ¡No quedaba duda alguna de que Raistlin podía cuidar de sí mismo! ¡Maldito mago!

Por supuesto, aquélla tampoco era la respuesta que Toede esperaba, por lo que se quedó sin saber muy bien qué hacer; además, aquellos inmensos guerreros seguían empuñando sus armas. Miró a Raistlin casi suplicante. El mago pareció encogerse de hombros.

—Me entregaré pacíficamente —susurró Raistlin con sus dorados ojos centelleantes —. Pero, que nadie me toque.

—No, desde luego que no. Traedlo.

Los goblins, mirando a Fewmaster inquietos, dejaron que el mago se situara junto a su hermano.

—¿Están todos? —preguntó nervioso Toede—. Pues ahora recoged sus armas y sus equipajes.

Tanis, queriendo evitar más problemas, se sacó el arco del hombro, depositándolo junto a su aljaba en el suelo cubierto de hollín. Tasslehoff dejó rápidamente su vara jupak; el enano, refunfuñando, añadió su hacha de guerra. Los demás imitaron a Tanis, excepto Sturm, que permaneció en pie con los brazos cruzados sobre el pecho y...

—Por favor, dejadme conservar mi bolsa —dijo Goldmoon—. No llevo armas en ella, no llevo nada de valor. ¡Os lo juro!

Los compañeros la miraron, pensando en los valiosos discos que llevaba. Se creó un tenso silencio. Riverwind dio un paso al frente y depositó su arco en la pila, pero conservó la espada, como el caballero.

De pronto Raistlin intervino. El mago depositó su bastón, el zurrón que contenía las substancias para sus hechizos, y la valiosa bolsa en la que llevaba sus libros de encantamientos. No le inquietaba nada, pues había realizado un hechizo para proteger los libros; cualquier otra persona que intentase leer los libros se volvería loco, y el bastón de mago era capaz de cuidar de sí mismo. Raistlin extendió sus manos hacia Goldmoon.

—Entrégales el paquete. Si no, nos matarán.

—Hazle caso, querida —dijo hoscamente Toede—. Es un hombre inteligente.

—¡Es un traidor! —gritó Goldmoon sujetando el paquete con firmeza.

—Entrégaselo —repitió Raistlin en tono hipnótico.

Goldmoon sintió que se debilitaba, alcanzada por un extraño poder.

—¡No! Es nuestra única esperanza...

—No le ocurrirá nada —le susurró Raistlin mirándole fijamente a sus claros ojos zarcos—. ¿Te acuerdas de la Vara? ¿Recuerdas cuando yo la toqué?

Goldmoon parpadeó.

—Sí. Te hizo daño...

—¡Silencio! Dales la bolsa. No te preocupes, todo irá bien. Los dioses protegen lo que es suyo.

Goldmoon contempló al mago y finalmente asintió. Raistlin alargó la mano para arrebatarle la bolsa. Fewmaster Toede la miró codiciosamente, preguntándose qué habría en ella. Lo averiguaría, pero no delante de esa multitud de goblins.

Al final, sólo una persona aún no había obedecido la orden. Era Sturm, quien permanecía impertérrito, con la cara pálida y los ojos febriles. Sostenía firmemente la antigua espada de doble empuñadura de su padre. De pronto, al sentir los abrasadores dedos de Raistlin presionándole el brazo, se volvió.

—Yo me encargaré de que esté a salvo —le susurró el mago.

—¿Cómo? —le preguntó el caballero deshaciéndose del contacto de Raistlin como si se tratase de una serpiente venenosa.

—No voy a explicarte mis métodos. Puedes confiar en mí o no, como prefieras.

Sturm dudó.

—¡Esto es ridículo! —chilló Toede—. ¡Matad al caballero! ¡Matadlos si causan más problemas! ¡Estoy perdiendo horas de sueño!

—Muy bien —dijo Sturm con voz ahogada. Caminó hacia la pila de armas y depositó con delicadeza su espada. La antigua vaina de plata, decorada con el martín pescador y la rosa, centelleó bajo la luz.

—Un arma verdaderamente bella —dijo Toede. Tuvo una súbita visión de sí mismo, entrando en una audiencia de Lord Verminaard, con la espada de un caballero solámnico pendiendo del costado—. Quizás debería tomar el arma a mi custodia. Traédmela aqu...

Antes de que pudiese finalizar la frase, Raistlin se adelantó y se arrodilló junto al montón de armas. De la mano del mago salió un brillante destello de luz. Raistlin cerró los ojos y comenzó a murmurar unas extrañas palabras, con las manos extendidas sobre la pila de armas y paquetes.

—¡Detenedlo! —gritó Toede. Pero nadie osó moverse. Finalmente Raistlin dejó de hablar y su cabeza cayó hacia adelante.

Raistlin se puso en pie.

—Sabed esto! —dijo mirando a su alrededor con los ojos centelleantes—. He formulado un hechizo sobre nuestras propiedades. Cualquiera que las toque será lentamente devorado por la gran oruga Catyrpelius, que surgirá de los Abismos y chupará la sangre de vuestras venas hasta que no seáis más que una cáscara vacía.

—¡La gran oruga Catyrpelius! —suspiró Tasslehoff con los ojos brillantes —. ¡No me lo puedo creer! Nunca he oído hablar de...

Tanis le tapó la boca con la mano.

Los goblins se alejaron del montón de armas, que parecía relucir con un halo verde.

—¡Que alguien tome esas armas! —ordenó furioso Toede.

—Tómalas tú —murmuró un goblin.

Nadie se movió. Toede estaba aturdido. A pesar de que no era especialmente imaginativo, en su mente se dibujó la vívida imagen de una gran oruga.

—Muy bien, ¡llevaos a los prisioneros! —murmuró—. Encerradlos en jaulas y llevad las armas también, aunque esa oruga, cualquiera que sea su nombre, chupe vuestra sangre. —Toede se alejó torpemente.

Los goblins comenzaron a empujar a sus prisioneros hacia la puerta, pinchándolos con sus espadas en la espalda No obstante, ninguno de ellos tocó a Raistlin.

—Raistlin, ese hechizo fue maravilloso —le dijo Caramon en voz baja—. ¿Cuán efectivo es? ¿Podría ser...?

—¡Es tan efectivo como tu inteligencia! —susurró Raistlin levantando su mano derecha. Cuando Caramon vio en ella las reveladoras manchas de polvo luminoso, sonrió, comprendiendo el truco.

Tanis fue el último en abandonar la posada. Echó una última mirada a su alrededor. Todo estaba en penumbra, las mesas estaban volcadas, las sillas rotas. Las vigas del techo estaban ennegrecidas por el fuego, algunas de ellas totalmente chamuscadas. Las ventanas estaban recubiertas de hollín.

—Casi preferiría haber muerto antes que ver esto así.

Al salir, lo último que oyó fue a dos goblins discutiendo acaloradamente sobre quién era el que iba a transportar las armas encantadas.

3 La caravana de esclavos. El viejo mago.

Los compañeros pasaron una fría noche en vela, encerrados en una jaula de hierro con ruedas instalada en la plaza de la ciudad de Solace. Había tres jaulas encadenadas a uno de los postes clavados en el suelo de la plaza. Los postes, ennegrecidos por el incendio, tenían las bases chamuscadas y astilladas. En aquel terreno desarbolado ya no crecía ni una brizna de hierba; incluso las piedras estaban atezadas y chamuscadas.

Cuando amaneció, los compañeros pudieron ver más prisioneros en las otras jaulas. Era la última caravana de esclavos que iba a salir de Solace en dirección a Pax Tharkas, bajo el mando de Fewmaster Toede.

A lo largo de la noche, Caramon había intentado forzar los barrotes de la jaula, sin conseguirlo.

A primeras horas de la mañana se había levantado una espesa neblina que ocultaba la arrasada ciudad a los compañeros. Tanis miró a Goldmoon y a Riverwind. Ahora podía comprenderlos, pensó. Ahora conozco ese gélido vacío interior que hiere más que una estocada. Me he quedado sin hogar.

Dirigió su mirada a Gilthanas, quien se encontraba acurrucado en un rincón. Durante la noche el elfo no había hablado con nadie, se había disculpado, alegando que le dolía la cabeza y se sentía fatigado. Pero Tanis, que se había mantenido en guardia durante toda la noche, se había percatado de que Gilthanas no había pegado ojo, ni siquiera había fingido dormir. Mordiéndose el labio superior, se había pasado la noche con la mirada perdida en la oscuridad. La imagen le recordó a Tanis que tenía, si decidía recuperarlo, otro lugar al que podía llamar hogar: Qualinesti.

«No, pensó Tanis apoyándose en los barrotes, Qualinesti nunca será mi hogar. Es sólo un lugar en el que he vivido...»

Fewmaster Toede apareció entre la niebla, frotándose sus rechonchas manos y sonriendo satisfecho, tras contemplar con orgullo la caravana de esclavos; probablemente le ascenderían. Esta última era una buena «cosecha», considerando que en aquella asolada ciudad, la recolección ya estaba hecha. Lord Verminaard estaría contento con este último lote. Especialmente con aquel corpulento guerrero —un excelente espécimen que seguramente podría realizar en las minas el trabajo de tres hombres—. El bárbaro alto también era un buen ejemplar. En cambio, al caballero, probablemente, habría que matarlo; los solámnicos no solían cooperar. A Lord Verminaard le encantarían también las mujeres —muy diferentes, pero muy bellas las dos—. Al propio Toede siempre le había atraído la camarera pelirroja; sus ojos eran seductores, y su escotada blusa blanca revelaba lo suficiente de su piel —ligeramente pecosa— para despertar en él curiosidad por lo que habría debajo.

Las ensoñaciones de Toede fueron bruscamente interrumpidas por el sonido del batir de las espadas y unos gritos roncos que flotaban en la niebla. Los gritos fueron aumentando de volumen. Al poco rato, todas las personas que integraban la caravana estaban despiertas y oteando a través de la niebla para intentar ver algo.

El gran goblin lanzó una inquieta mirada a los prisioneros y deseó haber conservado a su lado unos cuantos guardias más. Los goblins, viendo que los prisioneros se desperezaban, se pusieron en pie y los apuntaron con sus arcos y flechas.

—¿Qué sucede? —refunfuñó Toede en voz alta—. ¿Es que esos imbéciles no pueden hacer prisioneros sin organizar todo este barullo?

De repente, por encima de los gritos se oyó un bramido. Era el aullido de agonía y de dolor de un hombre, pero la rabia que se desprendía de él superaba a todo lo demás.

Gilthanas se levantó con la tez pálida.

—Conozco esa voz. Es Theros Ironfield. Me lo temía. Desde el incendio de la ciudad ha estado ayudando a escapar a las gentes que habitaban en Solace, a los enanos, a los kenders, a los elfos... Ese Lord Verminaard ha jurado exterminar a todos los elfos —Gilthanas observó la reacción de Tanis.

—¿O no lo sabías?

—¡No!, claro que no lo sabía. No tenía ni idea. ¿Cómo iba a saberlo?

Gilthanas se calló, examinando a Tanis durante un largo instante.

—Perdóname. Creo que te he juzgado mal. Pensé que quizás ésa era la razón por la que te habías dejado crecer la barba.

—¡Nunca! —Tanis saltó hacia delante—. ¿Cómo te atreves a acusarme...?

—Tanis —le avisó Sturm.

El semielfo se volvió y vio que los guardias goblins avanzaban en dirección a la jaula, apuntándole al corazón con sus flechas. Con las manos en alto, retrocedió hacia su lugar en el preciso momento en que un grupo de goblins aparecía arrastrando a un hombre alto y corpulento.

—Me enteré que Theros había sido traicionado —dijo en voz baja Gilthanas—. Regresé para advertírselo. Si no hubiese sido por él, nunca hubiese conseguido escapar vivo de Solace. Anoche habíamos quedado en encontramos en la Posada. Cuando vi que no venía, temí que...

Fewmaster Toede abrió la puerta de la jaula en la que estaban los compañeros, chillándoles a los goblins para que se apresuraran a meter dentro al prisionero. Algunos apuntaron con sus armas a los cautivos, mientras otros arrojaban a Theros al interior de la misma.

Toede cerró la puerta de golpe.

—¡Ya está! —chilló—. Enganchad a las bestias , nos vamos. .

Escuadrones de goblins llevaron inmensos alces a la plaza y comenzaron a engancharlos a las carretas. Tanis sólo oía, como ruido de fondo, el alboroto y los chillidos de los goblins, pues por el momento su atención estaba centrada en el herrero.

Theros Ironfield yacía inconsciente en el suelo de la jaula, que estaba cubierto de paja. En el lugar donde debería haber estado su fuerte brazo derecho, sólo había un muñón. Le habían cercenado el brazo por debajo del hombro, con un arma afiladísima. De la horrible herida no dejaba de manar sangre, derramándose sobre el suelo de la jaula.

—¡Qué esto les sirva de lección a aquellos que ayudan a los elfos! — gritó Fewmaster.

—¡Nunca volverá a forjar nada... a menos que se forje un brazo nuevo! Yo... ¡eh! —Un alce inmenso casi lo arrolla, obligándolo a ponerse a salvo.

Toede se volvió hacia la criatura que guiaba el alce.

—¡Sestun, eres un asno! —exclamó dándole un empujón y derribándolo.

Tasslehoff contempló a la criatura, creyendo que era un goblin muy pequeño. A los pocos segundos se dio cuenta de que se trataba de un enano gully vestido con una armadura de goblin. El enano se levantó, enderezó su ladeado casco y se quedó mirando a Fewmaster, quien andaba torpemente hacia el principio de la caravana. Frunciendo el ceño, el gully comenzó a patear barro en esa dirección. Aparentemente, esto lo tranquilizó, pues a los pocos segundos volvía a azuzar al alce para situarlo en su lugar.

—Mi leal amigo —murmuró Gilthanas arrodillándose junto a Theros y tomando la mano fuerte y negra del herrero entre las suyas —. Has pagado la lealtad con tu vida.

Theros lo miró con los ojos en blanco, sin oírle. Gilthanas intentaba detener la hemorragia, pero la sangre seguía fluyendo por el suelo de la carreta. La vida del herrero se estaba evaporando ante sus ojos.

—No —dijo Goldmoon arrodillándose junto a Theros—. No tiene por qué morir. Tengo el poder de la curación.

—Señora —le replicó Gilthanas con impaciencia—, no existe nadie en Krynn capaz de ayudar a este hombre . Ha perdido mucha sangre. Sus pulsaciones son tan débiles que casi no puedo sentirlas. Lo mejor que podemos hacer es dejarlo morir en paz, sin molestarlo con uno de esos rituales bárbaros.

Goldmoon no hizo caso de sus palabras y posó su mano sobre la frente de Theros, cerrando los ojos.

—Mishakal, amada diosa de la curación, bendice a este hombre. Si su destino no se ha cumplido, sánalo, que viva para poder servir a la causa de la verdad.

Gilthanas protestó una vez más, e intentó apartarla del herido, pero de pronto se detuvo, mirando atónito lo que sucedía. La sangre había dejado de manar y la carne comenzaba a cerrarse sobre la herida. La piel ennegrecida del herrero recuperó su color, su respiración se hizo constante y tranquila; Theros se sumió en un sueño saludable y relajado. Los prisioneros de las jaulas vecinas comenzaron a murmurar de admiración. Tanis miró a su alrededor, temeroso de que los goblins o los draconianos se hubiesen percatado, pero éstos, aparentemente, se hallaban todos enfrascados en la tarea de enganchar a los ariscos alces en los carromatos. Gilthanas se dejó caer de nuevo en su rincón, mirando a Goldmoon con expresión pensativa.

—Tasslehoff, reúne un montón de paja —ordenó Tanis —. Caramon y Sturm, ayudadme a trasladarlo a este rincón.

—Toma —Sturm le ofreció su capa—. Ponle esto para que no pase frío.

Goldmoon se aseguró de que Theros estuviese cómodo y luego regresó a su lugar junto a Riverwind. Su rostro irradiaba tanta paz y serenidad, que parecía como si las criaturas que se hallaban fuera de la jaula fuesen los verdaderos prisioneros.

Casi anochecía cuando la caravana se puso en marcha. Se acercaron algunos goblins y lanzaron comida a las jaulas; pedazos de carne y de pan. Ninguno de los compañeros, ni siquiera Caramon, comió esa carne rancia y pestilente, sino que volvieron a lanzarla fuera de las jaulas. No obstante, devoraron el pan con fruición, pues no habían comido nada desde la noche anterior. Toede pronto lo tuvo todo preparado y, montado en su poney peludo, dio la orden de iniciar la marcha. Sestun, el enano gully, trotaba tras él. Al ver los pedazos de carne sobre el barro, se detuvo, los recogió ansiosamente y los engulló al instante.

Cuatro alces tiraban de cada una de las jaulas. Dos goblins, sentados en plataformas de madera, los guiaban. Uno de ellos llevaba las riendas y el otro un látigo. Toede se situó al frente de la caravana, seguido de unos cincuenta draconianos ataviados con armadura y fuertemente armados. Una tropa de unos cien goblins, cerraba la caravana.

Después de gran confusión y griterío, la caravana comenzó por fin a avanzar, dando bandazos, observada por algunos de los pocos residentes que aún quedaban en Solace. Estos, si conocían a alguien entre los prisioneros, no les dirigían la palabra ni hacían señal alguna o gesto de despedida. Tanto los rostros de dentro de los carromatos como los de afuera, eran rostros incapaces de sentir dolor. Al igual que Tika, habían jurado no volver a llorar jamás.


Se dirigieron hacia el sur, por un viejo camino a través del paso Gateway. Hacia el mediodía del día siguiente, los goblins y los draconianos, que se quejaban de tener que andar bajo el calor del sol, se animaron y aceleraron el paso cuando llegaron a la sombra de las altas paredes que formaban el cañón del paso. Los prisioneros pasaron mucho frío en el cañón, pero tenían sus buenas razones para sentirse aliviados; al menos ya no estaban obligados a contemplar por más tiempo su asolada región.

Era casi de noche cuando dejaron los estrechos caminos del cañón y llegaron a Gateway. Los prisioneros se agolparon contra los barrotes para poder observar la próspera ciudad mercante. Pero lo único que quedaba de ella eran dos bajos muros de piedra, oscurecidos y chamuscados. No quedaba ningún signo de vida. Los prisioneros se dejaron caer en el suelo de la jaula, desmoralizados.

Una vez en campo abierto, los draconianos anunciaron que preferían viajar de noche. Por lo tanto, la caravana sólo hizo unas breves paradas hasta el amanecer. Era imposible dormir en aquellas asquerosas jaulas que traqueteaban y daban tumbos en cada bache del camino. Los prisioneros tenían hambre y sed. Aquellos que habían conseguido tragar la comida que los draconianos les habían arrojado, la vomitaron toda al poco rato. Y sólo les daban pequeños tazones de agua dos o tres veces al día.

Goldmoon permaneció junto al herrero herido. A pesar de que Theros Ironfield ya no estaba al borde de la muerte, seguía muy grave. Tenía una fiebre muy alta y deliraba acerca del saqueo de Solace. Theros hablaba de draconianos cuyos cuerpos, al morir, despedían ácido, quemando la carne de sus víctimas; y de draconianos cuyos huesos explotaban después de muertos, destrozándolo todo dentro de un amplio radio. Tanis le escuchaba, horrorizándose hasta sentir náuseas. Por primera vez, comprendía la inmensidad del drama. ¿Cómo podían pretender luchar contra dragones cuya respiración era letal, cuya magia excedía aquella de los mejores y más poderosos hechiceros que hubiesen vivido nunca? ¿Cómo podían derrotar a numerosos ejércitos de esos draconianos, cuando incluso sus cadáveres tenían el poder de matar?

Todo lo que tenemos, pensó amargamente Tanis, son los Discos de Mishakal, pero, ¿de qué nos sirven? Había examinado los Discos en el viaje de Xak Tsaroth a Solace. No había podido leer mucho de lo que estaba escrito, y Goldmoon, a pesar de haber comprendido las palabras que se referían a las artes curativas, no había podido descifrar mucho más.

—Todo resultará claro para el ser que debemos encontrar y que nos traerá la paz —dijo con una fe firme—. Ahora mi misión es hallarlo.

A Tanis le habría encantado poder compartir su fe, pero a medida que iban viajando por los campos asolados, aumentaban sus dudas de encontrar a aquel que pudiese derrotar al poderoso Lord Verminaard.

Esas dudas eran tan sólo una parte de los problemas del semielfo. Raistlin, desprovisto de su medicina, no dejaba de toser, y su estado se agravó casi tanto como el de Theros. De esta forma, Goldmoon tenía ahora dos pacientes a su cargo. Afortunadamente, Tika ayudaba a la mujer bárbara a cuidar al mago. El padre de la muchacha había sido una especie de hechicero, y ella respetaba y ayudaba a cualquiera que pudiese practicar la magia.

En realidad, había sido el padre de Tika el que, inadvertidamente, había despertado en Raistlin esa vocación. En una ocasión había llevado a los gemelos, junto con su hermana adoptiva Kitiara, al Festival de Verano local, donde los chicos habían contemplado los trucos de Waylan el Maravilloso. Caramon, que entonces tenía ocho años, se había aburrido pronto y había consentido en acompañar a su hermanastra, de diez años, a ver la actuación de los espadachines. Raistlin, que ya en aquella época era frágil y delgaducho, y no se sentía atraído por los ejercicios violentos, se había pasado todo el rato admirando a Waylan el Ilusionista. Aquella noche, cuando regresaron a casa, Raistlin maravilló a su familia repitiendo fielmente todos los trucos. Al día siguiente, su padre lo llevó a estudiar las artes de la magia con uno de los grandes maestros.

Tika siempre había admirado a Raistlin, muy impresionada por las historias que había oído sobre su misterioso viaje a las legendarias Torres de la Hechicería. Por tanto, ahora ayudaba a cuidar del mago debido al respeto que por él sentía y por su innata necesidad de ayudar a los más débiles. También le atendía (admitió para sí) porque sus cuidados le ganaban la sonrisa de gratitud y aprobación del guapo hermano gemelo de Raistlin.

Tanis no estaba seguro de qué era lo que más debía preocuparle; si el empeoramiento del mago, o el incipiente romance entre el experimentado soldado y la joven —Tanis no había dado crédito a los rumores que circulaban sobre el comportamiento de Tika, y la consideraba una inexperta y vulnerable muchacha.

Además tenía otro problema. Sturm, humillado por haber sido capturado, prendido y transportado como una presa, se sumió en una depresión profunda de la que Tanis creía que no volvería a salir. Siempre estaba sentado, mirando a través de los barrotes, o, peor aún, caía en largos períodos de sueño intenso, de los que resultaba imposible despertarlo.

Al final, Tanis tuvo que enfrentarse con su propia confusión interna, desatada por la presencia física del elfo que se hallaba sentado en un rincón de la jaula. Cada vez que miraba a Gilthanas, le acechaban los recuerdos de su casa de Qualinesti. A medida que se iban acercando a su tierra natal, aquellos recuerdos que creía enterrados y olvidados, iban reapareciendo en su mente, y las imágenes eran tan gélidas y amargas como los espectros del Bosque Oscuro.

Gilthanas era un amigo de la infancia —más que amigo, un hermano. Habían sido educados en la misma casa y tenían la misma edad; habían jugado, peleado y reído juntos, Cuando la hermana pequeña de Gilthanas creció lo suficiente, los muchachos permitieron que la rubia muchacha se uniera a ellos. Uno de los mayores placeres del trío consistía en fastidiar al hermano mayor, Porthios, un joven serio y fuerte que había tomado la responsabilidad de ocuparse de los problemas de su gente a edad muy temprana. Gilthanas, Laurana y Porthios eran hijos del Orador de los Soles, regente de los elfos de Qualinesti, cargo que Porthios debía heredar al morir su padre.

En el reino de los elfos, algunos habían encontrado extraño que el Orador acogiera en su casa al hijo bastardo de la viuda de su hermano, fruto de una violación perpetrada por un guerrero humano. A los pocos meses de nacer su hijo, ella había muerto de pena. Pero el Orador, que tenía un alto sentido de la responsabilidad, cobijó al niño sin pensarlo dos veces. No fue hasta años más tarde, al observar con creciente inquietud la relación que se iba desarrollando entre su amada hija y el bastardo semielfo, cuando comenzó a lamentar su decisión. Aquella situación también confundió a Tanis. El joven, al ser medio humano, pronto adquirió una madurez que a la muchacha elfa, debido a su más lento desarrollo, le fue difícil comprender. Tanis se dio cuenta de que aquella unión podía proporcionar mucha infelicidad a esa familia que él tanto quería. Además, comenzó a asediarle la agitación interna que seguiría atormentándolo a lo largo de su vida: la constante lucha entre su parte de elfo y su parte humana. A los ochenta años —unos veinte en su edad humana—, Tanis abandonó Qualinost. Su partida no entristeció demasiado al Orador, y aunque intentó ocultarle a Tanis sus sentimientos, ambos lo sabían perfectamente.

Gilthanas no había sido tan delicado. Él y Tanis habían intercambiado amargas palabras sobre su relación con Laurana. Muchos años después, aún no había olvidado el veneno de aquellas palabras, e incluso ahora, se preguntaba si, realmente, las había perdonado u olvidado. Por lo visto Gilthanas no lo había conseguido.

El viaje fue muy largo para ambos. Tanis intentó conversar con él en varias ocasiones, pero finalmente comprendió que Gilthanas había cambiado. El joven elfo siempre había sido abierto, honesto, divertido y alegre. Nunca había sentido envidia de su hermano mayor, ni de sus responsabilidades inherentes a la herencia del trono. Gilthanas era un erudito, un aficionado a las artes mágicas, aunque nunca se las había tomado tan en serio como Raistlin. Era un excelente guerrero, a pesar de que, como a todos los elfos, le desagradaba luchar. Además, estaba totalmente dedicado a su familia, especialmente a su hermana. Pero ahora, en cambio, estaba triste y silencioso, un estado de ánimo poco común en un elfo. En el único momento en que demostró algún interés fue cuando Caramon comenzó a planear una huida. Gilthanas le dijo secamente que lo olvidara, que lo echaría todo a perder. Cuando le pidieron que se explicara, el elfo guardó silencio, murmurando únicamente algo sobre «circunstancias poderosas».

Al amanecer del tercer día, el ejército de draconianos estaba exhausto por la larga marcha de la noche y anhelaban descansar. Los compañeros habían pasado otra noche en vela. De pronto los carromatos se detuvieron de golpe. Tanis alzó la mirada, asombrado por el cambio en la rutina habitual. Los demás prisioneros se levantaron y miraron a través de los barrotes. Vieron a un anciano, vestido con largas túnicas, que en su día debían haber sido de color blanco, y con un arrugado sombrero de forma puntiaguda. Parecía que estaba hablando con un árbol.

—¿Es qué no me has oído? —El anciano golpeaba el roble con un viejo y gastado bastón—. ¡Te he dicho que te muevas, e insisto! ¡Yo estaba tranquilamente sentado sobre esa roca —dijo señalando un guijarro—, disfrutando del sol naciente que calentaba mis viejos huesos, cuando tuviste la desfachatez de proyectar tu sombra para enfriarme! ¡Te digo que te muevas!

El árbol no respondió, ni se movió...

—¡No aguantaré ni una insolencia más! —El anciano siguió golpeando el árbol con su bastón—. Muévete o te... Te tronch...

—¡Que alguien encierre a ese loco en una jaula! —gritó Fewmaster Toede.

—¡Sacadme las manos de encima! —espetó el anciano al draconiano que intentaba prenderlo. Lo golpeó débilmente con su bastón hasta que se lo quitaron—. ¡Arresten al árbol! —insistió—. ¡Obstrucción de la luz del sol! ¡Ese es su delito!

Los draconianos arrojaron al anciano en la jaula en la que se hallaban los compañeros. Tropezando con sus túnicas, cayó al suelo.

—¿Te encuentras bien, anciano? —preguntó Riverwind mientras lo ayudaba a sentarse.

Goldmoon se acercó a él.

—Anciano, ¿estás herido? Soy sacerdotisa de...

—¡Mishakal! —dijo él, observando el amuleto que Goldmoon llevaba alrededor del cuello—. Qué interesante. ¡Caramba! —exclamó mirándola sorprendido—. ¡No aparentas tener trescientos años!

Goldmoon parpadeó, sin saber cómo reaccionar.

—¿Cómo lo supiste? ¿Acaso reconociste...? Yo no tengo trescientos...

—Claro que no los tienes. Lo siento, querida. —El anciano le dio unos golpecillos en la mano—. Nunca hay que revelar en público la edad de las damas. Discúlpame, no volverá a suceder. Será nuestro pequeño secreto. Tas y Tika comenzaron a reírse. —El anciano miró a su alrededor—. Muy amable por vuestra parte el deteneros y ofreceros a llevarme. El camino a Qualinost es largo.

—No nos dirigimos a Qualinost —dijo Gilthanas con acritud—. Somos prisioneros, nos llevan a las minas de esclavos de Pax Tharkas.

—¡Oh! —el anciano miró vagamente a su alrededor—. Entonces tiene que haber otro grupo que pase por aquí. Hubiera jurado que era éste.

—¿Cuál es tu nombre, anciano? —le preguntó Tika.

—¿Mi nombre? —El hombre frunció el ceño, dubitativo—. ¿Fizban? Sí, eso es. Fizban.

—¡Fizban! —repitió Tasslehoff mientras el carromato se ponía en marcha una vez más—¡Ese no es un nombre!

—¿No? ¡Qué desastre! Me sentía bastante orgulloso de él.

—Yo creo que es un nombre espléndido —dijo Tika mirando a Tas fijamente. El kender se acurrucó en un rincón sin dejar de observar las bolsas que colgaban del hombro del anciano.

De pronto Raistlin comenzó a toser, llamando la atención de todos. Sus espasmos habían ido empeorando progresivamente. Estaba exhausto y tenía muchos dolores; su piel quemaba al tacto. Algo estaba abrasando al mago por dentro, y Goldmoon no podía curarlo. Caramon se arrodilló junto a él, limpiándole la sangrienta saliva que se escurría entre sus labios.

—¡Debería tomar esa pócima suya! —Caramon los miró angustiado—. ¡Nunca lo había visto tan mal! Si no atienden a razones... —el guerrero frunció el ceño— ¡les partiré la cabeza! ¡No me importa cuántos sean!

—Les hablaremos cuando nos detengamos por la noche —le prometió Tanis, a pesar de que ya se imaginaba la respuesta de Fewmaster.

—Perdonad —dijo el anciano—. ¿Me permitís? —Fizban se sentó junto a Raistlin. Posó su mano sobre la frente del mago y lentamente, dijo unas palabras. Caramon, que se hallaba a su lado, oyó «Fistandan...» y «no es el momento...». Desde luego no era una plegaria de curación como las que había probado Goldmoon, pero su hermano respondía a ella de manera sorprendente. Los ojos de Raistlin se abrieron de par en par y agarrando al anciano por la muñeca, lo miró con expresión de auténtico terror. Por un instante, les pareció que Raistlin conocía al anciano. Este pasó sus manos por los ojos del mago, y la mirada de terror se trocó en una expresión de perplejidad.

—Hola —Fizban le sonrió alegremente—. Mi nombre es... um... Fizban, —le dirigió a Tasslehoff una adusta mirada, desafiándolo a reírse.

—¿Eres un... mago? —susurró Raistlin. Su tos había cesado.

—¿Por qué me lo preguntas? Sí, supongo que lo soy.

—¡Yo sí soy mago! —dijo Raistlin haciendo un esfuerzo por incorporarse.

—¡No me digas! —Fizban parecía divertirse inmensamente—. ¡Qué pequeño es Krynn! Tendré que enseñarte algunos de mis hechizos. Conozco uno... uno de una bola de fuego... veamos, ¿cómo se hacía?

El anciano continuó divagando durante muchas horas. La caravana siguió su marcha a lo largo de todo aquel día y su noche correspondiente. Los prisioneros comían mendrugos de pan y alguno, demasiado hambriento para soportar el inacabable ayuno, engullía pequeños trozos de carne pestilente. Al amanecer del cuarto día la caravana se detuvo.

4 ¡Rescatados! La magia de Fizban.

Todos sufrían intensamente el cautiverio, pero el que más lo acusaba era Tasslehoff.

La forma de tortura más cruel que uno pueda infligir a un kender es encerrarlo. Aunque también es verdad que el suplicio más cruel que uno pueda infligir a un ser de cualquier otra especie es encerrarlo con un kender. Después de tres días de parloteo incesante, de travesuras y bromas, los compañeros casi hubieran preferido una hora de tortura a cambio de liberarse del incansable Tasslehoff —al menos eso es lo que Flint decía. Al final, después de que, incluso, Goldmoon perdiera los estribos, Tanis envió a Tasslehoff al fondo de la carreta. Con las piernas colgando fuera y creyendo que iba a morir de desdicha, el kender apoyó su cara contra los barrotes. Nunca en toda su vida, se había sentido tan desgraciado.

Las cosas habían mejorado al llegar Fizban, pero Tasslehoff pronto perdió el interés en él cuando Tanis lo obligó a devolverle al viejo mago sus bolsas y objetos personales. Al borde de la desesperación, Tas se había dedicado a una nueva diversión; Sestun, el enano gully.

Los compañeros miraban a Sestun con una mezcla de diversión y compasión. El enano gully era el blanco de las bromas y los malos tratos de Toede. Se pasaba todo el tiempo cumpliendo las misiones que éste le encomendaba, llevando sus mensajes desde el frente de la caravana hasta la retaguardia donde se hallaba el capitán de los goblins, llevándole comida desde el carromato de abastecimiento, alimentando y dando de beber a su poney y cumpliendo con todas las tareas sucias que a Fewmaster se le ocurriesen. Toede lo golpeaba, al menos, unas tres veces al día; los draconianos lo atormentaban, los goblins le quitaban la comida. Incluso los alces lo pateaban cuando pasaba trotando junto a ellos. El enano gully lo soportaba todo con expresión huraña y retadora, con lo cual se ganó la simpatía de los compañeros.

Cuando no estaba ocupado haciendo algo, Sestun rondaba cerca de la carreta de los compañeros. Tanis, que ansiaba enterarse de lo que ocurría en Pax Tharkas, le hizo preguntas sobre su tierra de origen y sobre cómo había llegado a trabajar para Fewmaster. A Sestun le llevó casi un día relatar la historia, y a los compañeros otro el recomponerla, ya que el gully había comenzado por la mitad, enlazándola, de pronto, con el principio.

Lo que consiguieron reconstruir no los ayudó mucho. Sestun vivía con un numeroso grupo de enanos gully en las colinas próximas a Pax Tharkas, cuando Lord Verminaard y sus draconianos se apropiaron de las minas de hierro para poder construir armas de acero para sus ejércitos.

—Gran fuego, de día, de noche. Mal olor —Sestun torció la nariz—. Picar roca, de día, de noche. Yo conseguir buen trabajo en cocina —su rostro se iluminó por un instante—, hacer sopa caliente —pero luego se ensombreció —. Derramar sopa. Sopa caliente calentar armadura muy rápido. Lord Verminaard dormir sobre espalda una semana —suspiró —. Yo con Fewmaster. Yo voluntario.

—Tal vez podríamos cerrar las minas —sugirió Caramon.

—Es una idea —rumió Tanis —. ¿Cuántos draconianos tiene Lord Verminaard vigilando las minas?

—¡Dos! —dijo Sestun alzando diez sucios dedos.

Tanis lanzó un suspiro, recordando que ya había oído eso anteriormente. Sestun lo miró esperanzado.

—Sólo haber dos dragones, dos.

—¡Dos dragones! —exclamó Tanis incrédulo.

—No más de dos.

Caramon gruñó y después guardó silencio. Desde que habían regresado de Xak Tsaroth, el guerrero había estado pensando seriamente en cómo vencer a los dragones. El y Sturm habían repasado todas las historias sobre Huma, quien, por lo que Sturm recordaba, era el único que los había combatido. Desgraciadamente, hasta entonces nadie se había tomado muy en serio las leyendas sobre Huma, excepto los Caballeros de Solamnia, que habían sido ridiculizados por ello. Por tanto, muchas de esas leyendas habían sido olvidadas o tergiversadas.

—Huma fue un intrépido caballero que invocó a los dioses y forjó la poderosa lanza Dragonlance —murmuraba Caramon mientras miraba a Sturm, que yacía dormido sobre el suelo cubierto de paja.

—¿La lanza Dragonlance? —musitó Fizban despertando con un resoplido—. ¿La lanza Dragonlance? ¿Quién ha dicho algo sobre la lanza Dragonlance?

—Mi hermano —susurró Raistlin sonriendo con amargura—. Ha citado el Cántico. Por lo que parece, él y el caballero le han tomado afición a los cuentos infantiles que últimamente los persiguen.

—Es un buen cuento el de Huma y la lanza Dragonlance —dijo el anciano mesándose la barba.

—Un cuento... eso es lo que es. —Caramon bostezó—. Quién sabe si hay algo de realidad en él, y si la lanza Dragonlance, e, incluso, Huma hayan existido alguna vez.

—Sabemos que los dragones son reales —murmuró Raistlin.

—Huma existió —afirmó Fizban en voz baja—. y también la lanza Dragonlance. —El rostro del anciano se ensombreció de pronto.

—¿De verdad? —Caramon se incorporó—. ¿Podrías describirla?

—Por supuesto —replicó Fizban con orgullo.

Todos se dispusieron a escucharlo. La verdad es que Fizban se sintió un poco desconcertado ante el improvisado público.

—Era un arma similar a... no, no lo era. La verdad es que era... no, tampoco era así. Se parecía más a... casi como... o mejor, era como una especie de... lanza, ¡esto es! ¡Una lanza! —Asintió enérgicamente con la cabeza—. y funcionaba bastante bien para luchar contra los dragones.

—Será mejor que eche un sueñecillo —gruñó Caramon. Tanis sonrió y movió la cabeza. Recostándose contra los barrotes, cerró los ojos fatigado. Al poco rato, todos se habían dormido menos Raistlin y Tasslehoff. El kender, completamente despierto y aburrido, miró al mago esperanzado. Algunas veces, cuando Raistlin estaba de buen humor, relataba historias sobre viejos hechiceros. Pero el mago, envuelto en sus ropajes colorados, observaba a Fizban con curiosidad. El anciano estaba sentado sobre un banco, roncando suavemente mientras su cabeza se sacudía a medida que la carreta avanzaba a trompicones por el camino. Los dorados ojos de Raistlin se estrecharon, convirtiéndose en dos relucientes rendijas, como si el mago volviese a tener un nuevo pensamiento inquietante. Un momento después, se cubrió con la capucha y su rostro se perdió en el interior de la misma.

Tasslehoff suspiró, mirando a su alrededor. Al ver que Sestun caminaba cerca de la jaula, su rostro se iluminó. Sabía que a él le agradaban sus historias.

Tasslehoff, llamándolo para que se acercara, comenzó a contarle uno de sus relatos favoritos. Mientras tanto, Solinari y Lunitari iban descendiendo, los prisioneros dormían y los goblins seguían avanzando, medio dormidos, con ganas de acampar pronto. Fewmaster Toede marchaba en primer lugar, soñando con su ascenso. Tras él, los draconianos charlaban entre ellos en su duro idioma, lanzando funestas miradas a Toede cuando éste no los veía.

Tasslehoff se sentó, de nuevo, con las piernas colgando fuera de la carreta, hablando con Sestun. El kender se dio cuenta de que Gilthanas sólo fingía dormir. El elfo, cuando creía que los demás no lo veían, abría los ojos y miraba a su alrededor, lo cual intrigaba sumamente a Tasslehoff, pues parecía como si Gilthanas esperase algún acontecimiento, El kender perdió el hilo de su historia.

—Y entonces.., eh... agarré una piedra de una de mis bolsas, la lancé y... izas! golpeé al hechicero en la cabeza —se apresuró a concluir Tas —. El demonio agarró al hechicero por los pies y lo arrastró hasta el fondo de los Abismos.

—Pero primero demonio agradecer —dijo Sestun, quien había escuchado ya la misma historia dos veces, con alguna variación—. Tú olvidar.

—¿Me olvidé? ¡Ah, sí! El demonio me lo agradeció y se llevó el anillo mágico que me había dado. Si no estuviese tan oscuro podrías ver la marca que el anillo dejó en mi dedo.

—Pronto amanecer. Pronto día. Entonces yo ver —dijo el enano mostrando interés.

Aún estaba oscuro, pero una débil luz en el este indicaba que pronto el sol comenzaría a ascender, iniciándose el cuarto día de viaje.

De pronto Tas oyó el canto de un pájaro en el bosque. Varios más lo contestaron. Qué canto tan extraño, pensó Tasslehoff. No lo había escuchado nunca, claro que era la primera vez que viajaba tan al sur. Sabía dónde se encontraban gracias a uno de sus numerosos mapas. Habían cruzado el único puente existente sobre el río de la Rabia Blanca y se dirigían al sur, hacia Pax Tharkas, situada en el mapa del kender al lado de las famosas minas de hierro de Thadarkan. El paisaje ya no era tan llano y en el oeste comenzaban a divisarse bosques de álamos. Los draconianos y los goblins, sin dejar de observar los bosques, aceleraron el paso. Escondido en aquellos bosques estaba Qualinesti, el antiguo hogar de los elfos.

Otro pájaro cantó, esta vez mucho más cerca, y un instante después, a Tasslehoff se le erizó el cabello al oír el mismo sonido a sus espaldas. Se giró y vio a Gilthanas en pie, produciendo aquel extraño silbido con los dedos en los labios.

—¡Tanis! —chilló Tas, pero el semielfo ya se había despertado, así como el resto de los compañeros.

Fizban se incorporó, bostezó y miró a su alrededor.

—¡Ah! Bien, los elfos ya están aquí.

—¿Qué elfos... dónde? —Tanis se sentó.

De pronto se oyó un zumbido, como una bandada de codornices levantando el vuelo. En la carreta de abastecimiento, frente a ellos, se percibió un grito, y cuando el carromato, que en aquel momento no tenía conductor, se metió en un surco y volcó, se notó claramente como algo se hacía astillas. El conductor que guiaba la jaula de los compañeros tiró fuertemente de las riendas, deteniendo el carromato antes de chocar contra el destrozado vagón de abastecimiento. La jaula se balanceó de un lado a otro, y los prisioneros cayeron al suelo. El conductor guió el carromato alrededor del vagón volcado y consiguió así continuar avanzando.

De pronto el conductor gritó y se llevó la mano al cuello. Los compañeros, a pesar de la débil luz matutina, pudieron ver la silueta del astil plumoso de una flecha. El cuerpo del conductor cayó del asiento. El otro guardia se puso en pie con la espada desenvainada, pero también él cayó hacia delante con una flecha incrustada en el pecho. El alce, notando que las riendas se aflojaban, disminuyó el paso hasta que la jaula se detuvo. Siguieron silbando flechas y se oyeron gritos y sollozos en toda la caravana.

Los compañeros se tendieron en el suelo de la jaula.

—¿Qué sucede? ¿Qué significa todo esto? —le preguntó Tanis a Gilthanas.

Pero el elfo, haciendo caso omiso y agarrado a los barrotes de la jaula, observaba el bosque.

—¡Porthios! —gritó.

—Tanis, ¿qué está sucediendo? —Sturm se incorporó, hablando por primera vez en cuatro días.

—Porthios es el hermano de Gilthanas. Debe tratarse de un rescate —dijo Tanis. Junto al caballero pasó silbando una flecha, que se clavó en una de las vigas de madera de la carreta.

—¡Menudo rescate va a ser si nos matan a todos! —Sturm se tiró al suelo—. ¡Creía que los elfos tenían buena puntería!

—Manteneos agachados —ordenó Gilthanas—. Sólo están disparando para cubrir nuestra fuga. Mi gente no es capaz de atacar directamente a un ejército tan numeroso. Debemos estar preparados para correr hacia el bosque.

—¿Y cómo saldremos de estas jaulas? —preguntó Sturm.

—¡Los elfos no podemos hacerlo todo! Aquí hay hechiceros...

—Yo no puedo hacer nada sin mis elementos de hechicería —siseó Raistlin, escondido tras un banco—. Agáchate, anciano —le dijo a Fizban quien, con la cabeza levantada, observaba con interés a su alrededor.

—Quizás yo pueda hacer algo —dijo el viejo mago con ojos brillantes—. A ver... dejadme pensar...

—¡En nombre del Abismo! ¿Qué está sucediendo? —rugió una voz surgida de la penumbra. Fewmaster Toede apareció galopando sobre su poney—. ¿Por qué nos hemos detenido?

—¡Atacar a nosotros! —gritó Sestun saliendo de debajo de la jaula donde se había refugiado.

—¿Atacar? ¡Blyxtshok! ¡ Haz que la carreta siga avanzando!

Una flecha se clavó en la silla de Fewmaster. Los rojizos ojos de Toede se abrieron de par en par, mirando con pavor hacia el bosque.

—¡Nos están atacando! ¡Elfos! ¡Intentan liberar a los prisioneros!

—¡Conductor y guardia muertos! —gritó Sestun pegándose a la jaula para esquivar una flecha que pasó silbando junto a él—. ¿Qué hacer yo?

Otra flecha pasó junto a la cabeza de Toede. Agachándose, tuvo que agarrarse al cuello de su poney para no caerse.

—Iré a buscar otro conductor —dijo secamente—. Tú espera aquí. ¡Te nombro responsable de los prisioneros, si escapan pagarás con tu vida!

Fewmaster golpeó al poner con las espuelas y el asustado animal se lanzó a la carrera.

—¡A mí la guardia! ¡Goblins! ¡A mí! —gritaba Fewmaster mientras galopaba hacia la retaguardia. Sus gritos resonaban por toda la caravana—. ¡Cientos de elfos! Estamos rodeados. ¡Hacia el norte! Debo informar a Lord Verminaard. —Al ver a uno de los capitanes draconianos, Toede tiró de las riendas y le ordenó:

—¡Vosotros, ocupaos de los prisioneros! —Azuzó otra vez a su caballo y, sin dejar de gritar y acompañado de unos cien goblins fieles a su valiente jefe, se retiró de la batalla. A los pocos segundos se hallaban lejos de allí.

—Ya nos hemos librado de los goblins —dijo Sturm esbozando una sonrisa—. Ahora sólo debemos preocupamos de una cincuentena de draconianos. Por cierto, ¿es verdad que hay cientos de elfos atacando?

Gilthanas sacudió la cabeza.

—Deben ser unos veinte.

Tika, tendida sobre el suelo, levantó la cabeza con cautela y miró hacia el sur. En la pálida luz de la mañana podía ver, más o menos a una milla de distancia, las gruesas siluetas de los draconianos poniéndose a cubierto a ambos lados del camino, mientras los arqueros elfos avanzaban disparándoles. La muchacha tocó el brazo de Tanis y señaló.

—Tenemos que escapar de esta jaula —dijo Tanis mirando hacia atrás—. Ahora que Fewmaster ha huido, los draconianos no se molestarán en llevarnos a Pax Tharkas. Simplemente nos matarán. Caramon...

—Lo intentaré —murmuró el guerrero. Poniéndose en pie, agarró los barrotes de la jaula con sus inmensas manos. Cerró los ojos y, respirando profundamente, intentó separar las barras. Su rostro enrojeció, los músculos de sus brazos se hincharon, los nudillos de sus manos se tomaron blancos. Fue inútil. Jadeando y sin respiración, Caramon se dejó caer al suelo.

—¡Sestun! —gritó Tasslehoff—. ¡Tu hacha! ¡intenta romper la cerradura!

Sorprendido, al enano gully los ojos se le abrieron de par en par. Contempló a los compañeros y luego miró hacia donde había huido Fewmaster. En su rostro se reflejaba la angustia de la duda.

—Sestun... —comenzó a decir Tasslehoff. Una flecha pasó junto al kender. Los draconianos avanzaban, disparando contra las jaulas. Tas se tendió en el suelo. Sestun —comenzó a decir de nuevo—, ¡ayúdanos a salir y podrás venir con nosotros!

La expresión de Sestun se volvió firme y decidida. Alargó el brazo para alcanzar el hacha que llevaba atada a la espalda. Los compañeros lo observaban, dándose cuenta de que estaba al límite de su paciencia, pues Sestun intentaba localizar el hacha en la parte alta de su espalda, cuando en realidad la llevaba justo en medio de la misma. Al final una de sus manos encontró la empuñadura y tiró de ella.

Al verla, Flint soltó un gruñido.

—¡Esta hacha es más vieja que yo! ¡Al menos debe ser anterior al Cataclismo! ¡Seguramente no serviría ni para cercenarle la cabeza a un kender, olvidaos de la cerradura!

—¡Silencio! —ordenó Tanis, perdiendo las esperanzas al ver el tamaño del arma del enano gully. Ni siquiera era un hacha de guerra; era sólo un hacha pequeña, mellada y oxidada, que el enano gully debía haber recogido de quién sabe dónde creyendo que era un arma. Sestun colocó el hacha entre sus rodillas y se frotó las manos.

Las flechas seguían silbando a su alrededor. Una se clavó en el escudo de Caramon, otra arañó el brazo de Tika, clavando su blusa a una de las vigas del carromato. Tika nunca había estado tan aterrorizada en toda su vida, ni siquiera la noche que los dragones asolaron Solace. Quería gritar, quería que Caramon la abrazara. Pero Caramon no osaba moverse.

Tika entrevió a Goldmoon protegiendo al herido Theros con su cuerpo; su rostro estaba pálido pero con expresión serena. La pelirroja muchacha apretó los labios y suspiró profundamente. Con el semblante serio, extrajo la flecha de la madera y la tiró al suelo, haciendo un esfuerzo para soportar aquel punzante dolor en el brazo. Mirando hacia el sur, vio que los draconianos, después de la confusión causada por el repentino ataque y por la desaparición de Toede, se habían reorganizado y corrían hacia las jaulas. Sus flechas también volaban por todas partes. Las armaduras que protegían sus pechos relucían a la luz grisácea del amanecer, así como el brillante acero de sus largas espadas que sostenían en alto con sus garras mientras corrían.

—Los draconianos se acercan —informó Tika, haciendo un esfuerzo para que su voz no temblase.

—¡Apresúrate, Sestun! —chilló Tanis.

El enano gully agarró el hacha, la levantó y golpeó el cerrojo con todas sus fuerzas. Ni siquiera rozó la cerradura, pero le atizó tal golpe a las barras de hierro que el hacha casi se le escapa de las manos. Encogiéndose de hombros a modo de disculpa, la balanceó de nuevo. Esta vez le dio a la cerradura.

—¡Ni siquiera la ha abollado! —informó Sturm.

—Tanis —dijo Tika con voz trémula señalando. Había varios draconianos a unos diez pies de distancia, agachados para protegerse de los elfos arqueros; toda esperanza de rescate parecía vana.

Sestun volvió a golpear la cerradura.

—¡La ha desconchado! —exclamó Sturm exasperado A este paso, no saldremos hasta dentro de tres días. y además, ¿dónde están esos elfos? ¿Por qué no dejan de esconderse y atacan?

—¡Ya os he dicho que no son tantos como para atacar a un ejército tan numeroso! —le contestó enojado Gilthanas, arrodillándose junto al caballero—. ¡Vendrán por nosotros en cuanto les sea posible! Somos los primeros de la caravana. Mira, los demás están escapando.

El elfo señaló los otros dos vagones. Los elfos habían conseguido romper las cerraduras y los prisioneros corrían desordenadamente hacia los bosques mientras los elfos los cubrían, disparando una mortífera cortina de flechas desde los árboles. Una vez que los prisioneros estuvieron a salvo, los elfos se retiraron hacia el bosque.

Los draconianos no tenían ninguna intención de seguirlos. Sus ojos se posaron sobre la última jaula de prisioneros que quedaba y sobre la carreta que contenía el botín. Desde el carromato podían oír los gritos de los capitanes draconianos. El mensaje era claro:

—Matad a los prisioneros. Repartid el botín.

Los compañeros comprendieron que los draconianos llegarían hasta ellos antes de que los elfos volvieran. Tanis maldijo de impotencia. Cualquier maniobra parecía inútil. Notó que alguien se movía a su lado. El viejo mago, Fizban, estaba poniéndose en pie.

—¡No, anciano! —Raistlin se agarró a la túnica de Fizban—. ¡Mantente a cubierto!

Una flecha zumbó en el aire y se incrustó en el magullado y doblado sombrero de Fizban. Este, murmurando para sí, pareció no darse cuenta. Las flechas de los draconianos volaban a su alrededor como avispas; aunque no parecían ser muy certeras, una de ellas se clavó en su bolsillo, precisamente en el que tenía su mano metida.

—¡Agáchate ! —rugió Caramon—. ¡Eres un blanco perfecto!

Fizban se arrodilló por un momento, pero sólo para hablar con Raistlin.

—A ver, muchacho, ¿tienes un poco de guano de murciélago? A mí se me ha acabado.

—No, anciano. ¡Agáchate!

—¿No tienes? Que pena. Bueno, supongo que tendré que prescindir de ello. —El viejo mago se puso en pie, plantándose firmemente sobre el suelo y arremangándose la túnica. Cerró los ojos, extendió sus brazos hacia la puerta de la jaula y comenzó a murmurar extrañas palabras.

—¿Qué encantamiento está formulando? —le preguntó Tanis a Raistlin—. ¿Lo conoces?

El joven mago escuchó atentamente y sus cejas se fruncieron. De pronto los ojos de Raistlin se abrieron de par en par.

—¡No! ¡Oh, no! —se estremeció, intentando tirar de la manga del mago para romper su concentración. Fizban dijo la última palabra y señaló con el dedo la cerradura que había en la puerta trasera de la jaula.

—¡A cubierto! —Raistlin se arrojó bajo el banco—. Sestun, viendo que el viejo mago señalaba hacia la puerta, y hacia él, que estaba tras ella, se tiró de cabeza al suelo. En ese instante llegaban tres draconianos goteando saliva, con las armas en la mano; se detuvieron, mirando hacia arriba alarmados.

—¿Qué sucede? —preguntó Tanis .

—¡Una bola de fuego! —Raistlin pegó un respingo en el preciso momento en que una gigantesca bola de fuego amarillo y naranja salía despedida de los dedos del viejo mago y golpeaba con estruendo la jaula. Tanis se protegió la cara con las manos cuando las llamas aumentaron y temblaron a su alrededor. Una ola de calor le llegó a los pulmones. Oyó a los draconianos chillar de dolor y olió a carne de reptil quemada. Entonces el humo comenzó a penetrar en su garganta.

—¡El suelo está ardiendo —chilló Caramon.

Tanis abrió los ojos y se levantó. Estaba convencido de que encontraría al viejo mago convertido en un negro montón de cenizas, como los cuerpos de los draconianos que habían quedado tendidos tras el vagón. Pero Fizban seguía en pie, mirando hacia la puerta de hierro y mesándose su chamuscada barba con preocupación. La puerta permanecía cerrada.

—Debería haber funcionado —decía.

—¿Qué ha pasado con la cerradura? —gritó Tanis intentando ver algo a través del humo. Los barrotes de hierro de la puerta relucían incandescentes.

—Ni se ha movido —contestó Sturm. Intentó aproximarse a la puerta de la jaula para abrirla de una patada, pero el calor que irradiaban los barrotes lo hacía imposible—. Puede que la cerradura esté suficientemente caliente para romperse.

—¡Sestun! —la voz aguda de Tasslehoff se elevó sobre las llamas—. ¡Inténtalo de nuevo! ¡Apresúrate!

El enano gully se puso en pie y balanceó el hacha; en un primer intento erró el golpe, pero insistiendo de nuevo, por fin dio en el blanco. El metal recalentado estalló, la cerradura cedió y la puerta de la jaula se abrió.

—¡Tanis, ayúdanos! —gritó Goldmoon, mientras ella y Riverwind se esforzaban en sacar al herido Theros de la humeante carreta.

—¡Sturm, ocúpate de los demás! —ordenó Tanis entre toses . Se dirigió hacia el frente de la carreta mientras Sturm agarraba a Fizban, quien aún miraba la puerta con tristeza.

—¡Apresúrate, anciano! —le gritó mientras lo sujetaba por el brazo. Caramon, Raistlin y Tika alcanzaron a Fizban cuando éste saltaba del carromato en llamas. Tanis y Riverwind agarraron a Theros por debajo de los hombros y lo arrastraron fuera de allí. Por último, Goldmoon y Sturm saltaron en el preciso momento en que el suelo de la carreta se destruía por completo.

—¡Caramon! ¡Recoge nuestras armas del carromato de abastecimiento! —gritó Tanis —. Sturm, ve con él. Flint y Tasslehoff, recoged nuestros fardos. Raistlin...

—Yo me ocuparé de mis cosas y de mi bastón, nadie puede tocarlos.

—De acuerdo —dijo Tanis pensando con rapidez—. Gilthanas...

—Yo no soy de los tuyos para que me des órdenes, Tanthalas —profirió el elfo fríamente, y echó a correr hacia el bosque sin volver la vista atrás.

Antes de que Tanis pudiese responderle, Sturm y Caramon regresaron. Los nudillos de Caramon estaban llenos de cortes y arañazos, y sangraban. Habían encontrado a dos draconianos saqueando el carromato de abastecimiento.

—¡Moveos de una vez! —exclamó Sturm—. ¡Se aproximan más draconianos! ¿Dónde está tu amigo elfo? —le preguntó a Tanis con suspicacia.

—Se ha internado en el bosque. No olvides que él y su gente nos han salvado.

—¿Tú crees? Me parece que entre los elfos y el anciano, hemos estado más cerca de la muerte que cuando nos atacó el dragón.

En ese momento, seis draconianos surgieron entre la humareda, deteniéndose al ver a los guerreros.

—¡Corred hacia los bosques! —chilló Tanis agachándose para ayudar a Riverwind a transportar a Theros. Llevaron al herrero a cubierto mientras Caramon y Sturm, de pie uno junto al otro, cubrían su retirada. Ambos se dieron cuenta enseguida de que las criaturas que ahora se les enfrentaban no eran iguales a las que habían combatido anteriormente. Su armadura y su color eran diferentes, y llevaban arcos y largas espadas, estas últimas empapadas con algún terrorífico icor. Ambos recordaron las historias sobre draconianos que se convertían en ácido o cuyos huesos explotaban.

Caramon arremetió hacia delante, bramando como un animal rabioso y blandiendo su espada. Dos draconianos cayeron sin siquiera darse cuenta de quien los atacaba. Sturm saludó a los otros cuatro con su espada y, de paso, cercenó la cabeza de uno de ellos. Saltó sobre los otros, pero éstos se pusieron fuera de su alcance, sonriendo socarronamente, como si estuviesen aguardando alguna sorpresa.

Sturm y Caramon se miraron inquietos, preguntándose qué ocurriría ahora. Un momento después lo supieron. Los cuerpos de los draconianos muertos comenzaron a derretirse. Su carne hervía y se deshacía como manteca en una sartén. Comenzó a formarse un vapor amarillento que se mezcló con el humo de la jaula incandescente. Cuando el vapor amarillo los alcanzó, ambos comenzaron a sentir náuseas. Quedaron aturdidos y comprendieron que estaban siendo envenenados.

—¡Vamos! ¡Moveos! —les gritó Tanis desde el bosque.

Los dos comenzaron a correr, tambaleándose, perseguidos por una lluvia de flechas mientras unos cuarenta o cincuenta draconianos rodeaban la jaula, ululando ferozmente. Comenzaron a seguirlos, pero retrocedieron cuando una voz clara y fuerte gritó:

—¡Raí! ¡Ulsaín! —y diez elfos, guiados por Gilthanas, salieron del bosque.

—¡Quen talas uveneleí! —siguió diciendo Gilthanas. Caramon y Sturm se cruzaron con ellos y los elfos cubrieron su retirada. Luego regresaron al bosque.

—¡Seguidme! —les dijo Gilthanas a los compañeros, hablando de nuevo en común. A una señal suya, cuatro guerreros elfos recogieron a Theros y se internaron en el bosque.

Tanis echó una última mirada al carromato. Los draconianos se habían detenido, mirando inquietos hacia los bosques.

—¡Deprisa! —les urgió Gilthanas—. Mi gente os cubrirá.

Del bosque salían voces de elfo que provocaban a los draconianos que se acercaban, intentando atraerlos a su línea de tiro. Los compañeros se miraron unos a otros dudosos.

—No quiero entrar en el Bosque de los Elfos —dijo secamente Riverwind.

—No nos sucederá nada —le respondió Tanis posando una mano sobre el brazo del bárbaro—. Te lo prometo —Riverwind lo contempló durante unos segundos y luego se internó en el bosque, caminando al lado de los demás. Los últimos en hacerlo fueron Caramon y Raistlin que ayudaban a Fizban a caminar. El anciano miró atrás, hacia la jaula que ahora no era más que una pila de cenizas y hierros retorcidos.

—Un maravilloso encantamiento. ¿Y acaso alguien ha abierto la boca para agradecérmelo? —preguntó pensativo.


Los elfos los guiaron rápidamente a través de la espesura. Sin su orientación, el grupo se hubiese perdido irremisiblemente. Los sonidos de la batalla iban amainando en la distancia.

—Los draconianos no son tan estúpidos como para seguimos por el bosque —dijo Gilthanas sonriendo ceñudamente. Tanis, al comprobar que había guerreros elfos armados escondidos entre el follaje, perdió el temor a que los persiguieran.

Una espesa alfombra de hojas secas cubría el suelo. El frío viento matutino hacía crujir las ramas desnudas. Después de aquellos cuatro días metidos en la jaula, los compañeros se movían despacio, entumecidos, contentos por el ejercicio que calentaba su sangre. Cuando el sol iluminó el bosque con una luz pálida, Gilthanas los guió hacia un amplio claro.

Este lugar estaba lleno de prisioneros liberados. Tasslehoff examinó ansioso el grupo y luego sacudió la cabeza con tristeza.

—¿Qué le habrá ocurrido a Sestun? —le preguntó a Tanis —. Vi cómo escapaba.

—No te preocupes —el semielfo le dio unas palmadas en el hombro—. Estará bien. A los elfos no les gustan los enanos gully, pero no le harán daño.

Tasslehoff movió la cabeza. No eran los elfos los que le preocupaban.

Al entrar en el claro del bosque los compañeros vieron a un elfo notablemente alto y corpulento que hablaba con un grupo de refugiados. Su voz era fría, sus ademanes duros y severos.

—Podéis iros, sois libres, si es que alguien puede serlo en estas tierras. Hemos oído rumores de que las tierras al sur de Pax Tharkas no están bajo el control del Señor del Dragón. Os sugiero, por tanto, que os dirijáis hacia el sudeste. Viajad tan rápido como podáis. Os daremos comida y provisiones para vuestro viaje, no podemos hacer nada más por vosotros.

Los refugiados de Solace, sorprendidos por su súbita libertad, miraron a su alrededor desolados, sintiéndose indefensos. Habían sido granjeros cuando vivían en las afueras de Solace, y se habían visto obligados a contemplar impotentes cómo los dragones quemaban sus hogares y robaban sus cosechas para alimentar al ejército del Señor del Dragón. La mayoría no había salido nunca de Solace más que para ir a Haven. Para ellos, los dragones y los elfos eran criaturas de leyenda, pero ahora se encontraban acosados por ellos de verdad.

Los ojos azules de Goldmoon relampaguearon. Comprendía cómo se sentían.

—¿Cómo podéis ser tan crueles? —le gritó enojada al elfo corpulento—. Mira a esta gente. En su vida han salido de Solace y tú les dices tranquilamente que viajen por unas tierras plagadas de fuerzas enemigas...

—¿Y qué quieres que haga, humana? —la interrumpió el elfo—. ¿Que yo mismo los guíe hacia el sur? Ya tienen bastante con que los hayamos liberado. Mi gente tiene sus propios problemas, no puedo preocuparme también de los humanos —elevó su mirada hacia el grupo de refugiados—. Os aviso, estáis perdiendo tiempo. ¡Poneos en marcha!

Goldmoon se volvió hacia Tanis en busca de apoyo, pero él semielfo movió la cabeza con expresión sombría. .

Uno de los hombres, lanzando una mirada de reproche a los elfos, comenzó a andar por el sendero que serpenteaba hacia el sur a través de la espesura. Los demás se ataron las armas a la espalda, las mujeres reunieron a sus hijos y todos comenzaron a caminar tras él.

Goldmoon dio un paso adelante para enfrentarse con el elfo.

—¿Cómo puedes preocuparte tan poco por...?

—¿Por los humanos? —el elfo la observó con frialdad—. Fueron los humanos los que provocaron el Cataclismo. Ellos fueron los que invocaron a los dioses, pidiendo con orgullo el poder que le era otorgado a Huma en su humildad. Fueron los humanos los que motivaron que los dioses nos abandonaran...

—¡No nos han abandonado! —gritó Goldmoon—. ¡Los dioses están con nosotros!

Los ojos de Porthios relampaguearon de rabia. Iba a volverse para partir cuando Gilthanas se acercó a él y le habló en voz baja en el idioma de los elfos.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Riverwind a Tanis con suspicacia.

—Gilthanas le está relatando cómo Goldmoon sanó a Theros. Hacía muchos, muchos años que no había oído o hablado más que unas pocas palabras en el idioma de los elfos. Había olvidado lo bello que era, tan bello que se le conmovía el alma. Observó cómo los ojos de Porthios se abrían incrédulos.

Después Gilthanas señaló a Tanis. Los dos hermanos se volvieron a mirarlo y sus rasgos de elfo se endurecieron. Riverwind le lanzó una mirada a Tanis y vio que el semielfo soportaba el escrutinio pálido, pero sereno.

—Estás en la tierra que te vio nacer —comentó Riverwind—. Pero no parece que seas bienvenido.

—Tienes razón. —Tanis sabía que Riverwind no estaba entrometiéndose en sus asuntos personales sólo por curiosidad. En cierta forma ahora corrían más peligro que cuando habían sido apresados por Fewmaster Toede.

—Nos llevarán a Qualinost —dijo Tanis con lentitud; evidentemente aquella posibilidad le provocaba un profundo dolor—. Hace muchos años que no voy allí. Como Flint ya te contó, yo no fui expulsado, pero muy pocos lloraron mi partida. Como una vez me dijiste, Riverwind, para los humanos soy semielfo y para los elfos, semihumano.

—Entonces marchémonos, viajemos hacia el sur con el resto.

—Nunca conseguiríamos salir vivos de estos bosques —murmuró Flint.

Tanis asintió.

—Mira a tu alrededor, Riverwind.

El bárbaro miró a su alrededor y vio guerreros elfos moviéndose como sombras entre los árboles, con sus ropajes marrones confundiéndose en la espesura de lo que era su hogar. Cuando los dos elfos acabaron de hablar, Porthios volvió su mirada hacia Goldmoon.

—Mi hermano me ha relatado extraños sucesos que requieren ser investigados. Por tanto, os ofrezco algo que los elfos no han ofrecido a ningún humano durante años... nuestra hospitalidad. Seréis nuestros huéspedes de honor. Por favor, seguidme.

Porthios hizo una señal. Unas dos docenas de guerreros elfos surgieron del bosque, rodeando a los compañeros.

—Me parece que sería más correcto decir prisioneros de honor. Esto va a ser duro para ti, amigo mío —le dijo amablemente Flint a Tanis en voz baja.

—Lo sé, viejo amigo —Tanis descansó su mano sobre el hombro del enano—. Lo sé.

5 El orador de los Soles

—Nunca hubiese imaginado que existiera algo tan bello —dijo Goldmoon en voz baja. La caminata había sido muy dura pero al final la recompensa había sido mucho mayor de lo imaginado. Los compañeros se hallaban en una alta cima desde la que se divisaba la legendaria ciudad de Qualinost.

De cada uno de los cuatro vértices de la ciudad surgía un esbelto chapitel de piedra blanca y brillante, jaspeada de reluciente plata; parecían cuatro ruecas resplandecientes y estaban unidos entre sí por gráciles arcos que se elevaban hacia el cielo. Habían sido construidos por viejos enanos herreros, por lo que eran lo suficientemente fuertes para soportar el peso de un ejército, aunque parecían tan frágiles que daba la impresión de que si un pájaro se posara sobre ellos, rompería el equilibrio. Estos arcos relucientes eran los límites virtuales de la ciudad ya que Qualinost no estaba amurallada. La ciudad de los elfos abría sus brazos amorosamente a la espesura de los bosques.

Los edificios de Qualinost realzaban la naturaleza en lugar de ocultarla. Los comercios y casas estaban tallados en cuarzo rosáceo. Altos y esbeltos como álamos, se alzaban hacia el cielo en estrafalarias espirales formadas por alineadas avenidas de cuarzo. En el centro se erguía una gran torre de oro bruñido, que, reflejando la luz del sol, creaba ondulantes sombras y destellos que daban vida a la ciudad. Al contemplarla, parecía que en Qualinost reinasen una paz y una belleza imperturbables, seculares, probablemente únicas en todo Krynn.

—Descansad aquí —les dijo Gilthanas dejándolos junto a una arboleda de álamos.

—El viaje ha sido largo y por ello os presento mis disculpas. Sé que estáis fatigados y hambrientos...

Caramon lo miró esperanzado.

—Pero debo pedir vuestra indulgencia un rato más. Por favor, excusadme —Gilthanas saludó con una leve inclinación y se reunió con su hermano. Suspirando, Caramon comenzó a revolver en su bolsa por quinta vez, esperando encontrar algún bocado que hubiera quedado escondido. Raistlin leía su libro de encantamientos, repitiendo una y otra vez las difíciles palabras, intentando retener su significado y encontrar la inflexión correcta que hiciera arder su sangre, señal de que el encantamiento era por fin suyo.

Los otros observaban a su alrededor, maravillados por la belleza de la ciudad que contemplaban y por la aureola de antigua serenidad que de ella emanaba. Incluso Riverwind parecía emocionado; su rostro se distendió y se acercó más a Goldmoon. Durante un breve instante, sus penas y preocupaciones cedieron y se encontraron reconfortados por la mutua proximidad.

Tika, sentada sola, los observaba melancólica. Tasslehoff intentaba trazar un mapa del camino que habían seguido desde Gateway a Qualinost, a pesar de que Tanis le había dicho cuatro veces que el camino era secreto y que los elfos nunca le permitirían llevarse el mapa.

El viejo mago, Fizban, dormía. Sturm y Flint observaban a Tanis con preocupación; Flint porque sólo él sabía cuánto sufría el semielfo y Sturm porque sabía lo que era regresar a un hogar en el que no se es querido.

El caballero posó su mano sobre el brazo de Tanis.

—Regresar a casa no es fácil, amigo mío. ¿No es así?

—No, no lo es. Creía haber abandonado todo esto hace muchos años, pero ahora me doy cuenta de que no me fui del todo. Qualinesti es parte de mí, es inútil que me engañe.

—Silencio... vuelve Gilthanas —los avisó Flint.

El elfo se acercó a Tanis.

—Ya ha regresado la avanzada que enviamos —le dijo en idioma elfo.

—Mi padre quiere veros ahora, a todos vosotros, en la torre del Sol. No disponemos de tiempo para que descanséis y os refresquéis. Puede que os parezca duro, y poco amable...

—Gilthanas —le interrumpió Tanis en común—, mis amigos y yo hemos corrido peligros inimaginables. Hemos viajado por senderos donde los muertos andaban. De hambre no nos desmayaremos —miró a Caramon—, al menos algunos de nosotros no.

El guerrero al oír a Tanis suspiró y se ciñó el cinturón.

—Gracias —dijo Gilthanas con frialdad—. Me alegra que lo comprendáis. Ahora, por favor, seguidme tan rápido como podáis.

Los compañeros se apresuraron a recoger sus cosas y despertaron a Fizban. Al ponerse en pie, el viejo mago tropezó con la raíz de un árbol.

—¡Grandísimo idiota! —le dijo golpeándolo con su bastón y dirigiéndose a Raistlin:

—¿Has visto? Ha intentado tirarme. El joven mago volvió a meter su precioso libro en la bolsa.

—Sí, anciano —Raistlin sonrió, ayudando a Fizban a ponerse en pie. El viejo mago se apoyó en el hombro del joven y comenzaron a caminar tras los demás. Tanis los observó sin saber qué pensar. Fizban era evidentemente un viejo chocho. No obstante, Tanis recordaba la mirada de terror de Raistlin al despertar y encontrar a Fizban inclinado sobre él. ¿Qué había visto entonces? ¿Qué sabía de ese anciano? Tanis pensó que debía preguntárselo. De todas formas, ahora tenía cuestiones más urgentes de las que preocuparse. Acelerando el paso, alcanzó al elfo.

—Dime, Gilthanas —le dijo Tanis en idioma elfo, haciendo un esfuerzo por recordar el olvidado lenguaje.

—¿Qué está sucediendo? Tengo derecho a saberlo.

—¿Tienes derecho? —le preguntó Gilthanas secamente, mirando a Tanis por el rabillo de sus almendrados ojos.

—¿De verdad te preocupa lo que les sucede a los elfos? ¡Si casi no puedes hablar nuestro idioma!

—Claro que me preocupa —respondió Tanis enojado—. ¡Yo también soy de los vuestros!

—Entonces, ¿por qué haces ostentación de tu herencia humana? —dijo Gilthanas señalando la barba de Tanis.

—Creía que te sentirías avergonzado... —Guardó silencio, mordiéndose los labios y enrojeciendo.

Tanis asintió ceñudo.

—Sí, me sentía avergonzado, por eso me fui. Pero, ¿quién fue el que me hizo sentir así?

—Perdóname, Tanthalas —dijo Gilthanas sacudiendo la cabeza—. Lo que he dicho ha sido cruel, de verdad, no era ésa mi intención. Es sólo que... ¡si pudieras entender el peligro que nos acecha!

—¡Cuéntamelo todo! —Tanis prácticamente chilló de impaciencia— ¡Quiero entenderlo!

—Vamos a abandonar nuestra región de Qualinesti. Tanis se detuvo y miró fijamente al elfo.

—¿Abandonar Qualinesti? —repitió, hablando de nuevo en común debido a la sorpresa. Los compañeros lo oyeron y se miraron rápidamente unos a otros. El rostro del viejo mago se ensombreció.

—¡No puede ser verdad —dijo Tanis en voz baja— ¡Dejar Qualinesti! ¿Por qué? No es posible que las cosas estén tan mal...

—Están peor —dijo Gilthanas con melancolía.

—Mira a tu alrededor, Tanthalas. Estás contemplando los últimos días de Qualinost.

En aquel momento entraban en las primeras calles de la ciudad. Tanis, a primera vista, lo encontró todo exactamente igual a como lo había dejado cincuenta años atrás. Las calles de grava reluciente, los álamos que las enmarcaban, nada había cambiado. Los álamos tal vez habían crecido, tal vez no. Sus ramas, con incrustaciones de oro y plata, crujían y cantaban, brillando bajo el sol de la reluciente mañana. Las casas que poblaban las calles tampoco habían cambiado. Decoradas con cuarzo, destellaban bajo la luz del sol, creando, en cualquier dirección que el ojo mirase, pequeños arco iris de colores. Todo permanecía tal como lo amaban los elfos... bello, ordenado, inmutable...

No, no era así, pensó Tanis. En lugar de la canción alegre y pacífica que Tanis recordaba, el canto de los árboles era ahora triste y melancólico. Qualinost había cambiado, y la diferencia radicaba en el propio cambio. Intentó adivinar de qué se trataba, intentó comprenderlo, a pesar de que presentía que su alma se encogería al descubrirlo. La diferencia no estaba en los edificios, ni en los árboles, ni en el sol que brillaba a través de sus ramas. La diferencia estaba en la atmósfera, que rezumaba la misma tensión que en los momentos previos al estallido de la tormenta. Y, mientras Tanis caminaba por las calles de Qualinost, veía escenas que nunca antes había visto en su tierra natal. Veía prisas, indecisión, pánico, desesperanza...

Las mujeres, al encontrar a sus amigas, se abrazaban sollozando y al separarse seguían caminos opuestos. Había niños tristes y desamparados, que lo único que comprendían era que todo aquello estaba fuera de lugar. Había hombres reunidos en grupos, con las manos sobre sus espadas, sin quitarles el ojo de encima a sus familias. Aquí y allá ardían hogueras en las que los elfos quemaban todo lo que les era querido y que no podrían llevarse con ellos, pues preferían hacerlo así antes de dejar que el acechante peligro los destruyera.

Tanis ya había sufrido la destrucción de Solace, pero la imagen de lo que estaba sucediendo en Qualinost penetraba en su alma como la hoja de un cuchillo afilado. Nunca antes se había dado cuenta de lo que para él significaba la ciudad. En el fondo de su corazón, siempre había creído que si alguna vez deseaba regresar, Qualinesti estaría siempre allí. Pero no, ahora debía perder también aquella esperanza. La región de Qualinesti iba a desaparecer.

Tanis oyó un extraño sonido y al girarse descubrió que el viejo mago estaba sollozando.

Desolado, Tanis le preguntó a Gilthanas:

—¿Qué planes tenéis? ¿Adónde iréis? ¿Podréis escapar?

—Pronto encontrarás todas las respuestas, demasiado pronto —murmuró Gilthanas.


La torre del Sol era el edificio más alto de todo Qualinost. La luz del sol se reflejaba en la superficie dorada, creando la ilusoria imagen de un movimiento circular. Los compañeros entraron en la torre en silencio, sobrecogidos por la belleza y majestuosidad del antiguo edificio. El único que no estaba impresionado era Raistlin. A sus ojos no existía belleza alguna, sólo la muerte.

Gilthanas llevó al grupo a una pequeña alcoba.

—Esta habitación comunica con la cámara principal —dijo.

—Mi padre está reunido con los miembros de la Casa Real para planear la evacuación. Mi hermano ha ido a informarlo de nuestra llegada. Cuando la reunión acabe, seremos convocados. —A una señal suya, entraron unos elfos llevando cántaros y recipientes de agua.

—Por favor, aprovechad el tiempo de que disponemos para refrescaros.

Los compañeros bebieron y se lavaron la cara y las manos. Sturm se quitó la capa e intentó sacarle brillo a su cota de mallas con uno de los pañuelos de Tasslehoff. Goldmoon se cepilló su brillante cabellera, manteniendo anudada su capa alrededor del cuello. Tanis y ella habían decidido mantener oculto el medallón que llevaba, hasta que llegara el momento oportuno para mostrarlo; alguien podría reconocerlo. Fizban intentaba, sin demasiado éxito, enderezar su amorfo sombrero. Caramon miraba a su alrededor intentando encontrar algún bocado que llevarse a la boca, mientras Gilthanas se mantenía a cierta distancia de ellos, con la tez pálida y aspecto fatigado.

Al poco rato, Porthios apareció en la puerta arqueada.

—Podéis pasar —dijo con expresión ceñuda.

El grupo entró en la cámara del Orador de los Soles. Hacía cientos de años que ningún humano entraba en el edificio. Ningún kender lo había visitado anteriormente y los únicos enanos que lo conocían eran aquellos que participaron en su construcción, cientos de años atrás.

—¡Ah! ¡Este es el trabajo de un gran artesano! —dijo Flint en voz baja, con los ojos empañados de lágrimas.

La cámara era circular y parecía mucho más amplia que la esbelta torre que la circundaba. Construida toda ella en mármol blanco, sin vigas ni columnas, la habitación tenía una altura de cientos de pies, formando una bóveda decorada con un bello mosaico hecho de brillantes azulejos incrustados. El mosaico representaba, en una de sus mitades, el cielo azul y el sol; en la otra mitad estaban Lunitari, Solinari y las estrellas. Ambas mitades estaban separadas por un arco iris.

En la habitación no había lámparas. Ventanas y espejos, ingeniosamente distribuidos, recogían la luz del sol, fuese cual fuese la situación del astro en el cielo, y la proyectaban en la habitación. Los haces de luz convergían en el centro de la cámara, iluminando una tribuna.

No había asientos. Los elfos estaban en pie, hombres y mujeres juntos; sólo aquellos designados como miembros de la Casa Real tenían derecho a estar en la reunión. Había más mujeres de las que Tanis recordara haber visto nunca en las reuniones; muchas de ellas iban vestidas de morado, color de luto. Los elfos se casaban para toda la vida y si el esposo moría, las mujeres no volvían a casarse. Por tanto, la viuda conservaba hasta su muerte la categoría de miembro de la Casa Real.

Los compañeros fueron conducidos hasta la parte central de la cámara. Los elfos les dejaron pasar en respetuoso silencio aunque les dirigieron veladas miradas de repulsa, especialmente al enano, al kender y a los dos bárbaros, cuyo aspecto era bastante grotesco, vestidos con aquellas exóticas pieles. Se oyeron murmullos de sorpresa ante la aparición del noble y orgulloso Caballero de Solamnia, y hubo algunos susurros cuando apareció Raistlin con su túnica roja. Los hechiceros elfos vestían la túnica blanca del bien, no la túnica roja que proclamaba neutralidad. Los elfos consideraban esta última muy próxima a la negra. Cuando el público guardó silencio, el Orador de los Soles avanzó hacia la tribuna.

Hacía muchos años que Tanis no veía al Orador, que había sido su padre adoptivo y también en él, notó el cambio. El elfo aún era alto, más alto, incluso, que su hijo Porthios. Iba ataviado con la túnica amarillo pálido que le distinguía. Su rostro era duro e inflexible; sus maneras, austeras. Hacía más de un siglo que se le denominaba con el nombre de «el Orador». Aquellos que conocían su verdadero nombre nunca lo pronunciaban, incluyendo a sus hijos. Tanis notó en su cabello hebras de plata que antes no tenía, y en su rostro, en el que antes no se apreciaba el paso del tiempo, había marcas de tristeza y preocupación.

Apenas los compañeros entraron en la sala, Porthios se reunió con su hermano. El Orador extendió ambos brazos y los llamó por su nombre.

—Hijos míos —dijo el Orador entrecortadamente. A Tanis le sorprendió que no ocultara su emoción.

—Nunca creí que volvería a veros de nuevo en esta vida. Contadme la expedición —se dirigió a Gilthanas.

—A su tiempo, Orador —dijo Gilthanas—. Primero, os ruego que acojáis a nuestros huéspedes.

—Sí, disculpadme. —El Orador se pasó una mano temblorosa por la cara y a Tanis le pareció que el elfo envejecía por momentos.

—Disculpadme. Os doy la bienvenida a vosotros, que habéis entrado en este reino en el que, durante muchos años, nadie había entrado.

Gilthanas le dijo unas palabras y el Orador miró a Tanis de reojo, haciéndole una señal para que se acercara. Sus palabras fueron frías, su actitud, educada pero tensa.

—¿De verdad eres tú, Tanthalas? ¿El hijo de la mujer de mi hermano? Han transcurrido muchos años y todos nos preguntábamos qué habría sido de ti. Te damos la bienvenida a tu tierra natal, aunque me temo que hayas regresado sólo para ver sus últimos días. Mi hija se sentirá muy feliz de verte. Ha echado de menos a su compañero de infancia.

Gilthanas, al oírlo, se puso tenso y su expresión ensombreció al mirar a Tanis. El semielfo se sintió enrojecer. Hizo una reverencia ante el Orador, incapaz de pronunciar una palabra.

Dirigiéndose al resto de los compañeros, el Orador continuó.

—Os doy la bienvenida y espero saber algo más de vosotros más tarde. No os haremos esperar mucho, pero es conveniente que conozcáis lo que está sucediendo en el mundo. Luego os estará permitido descansar. Ahora, hijo mío —el Orador se dirigió a Gilthanas, evidentemente satisfecho de acabar con las formalidades —. Cuéntame la invasión de Pax Tharkas.

Gilthanas dio un paso al frente con la cabeza gacha.

—He fracasado, Orador de los Soles.

En la sala se oyó un murmullo. El rostro del Orador permaneció impasible. Simplemente suspiró, con la mirada perdida en una de las ventanas.

—Cuéntanos lo que ocurrió —dijo con lentitud.

Gilthanas tragó saliva y comenzó a hablar en un tono tan bajo que los que se hallaban al fondo de la habitación tuvieron que hacer un esfuerzo para oírlo.

—Viajé hacia el sur con mis guerreros, en secreto, como habíamos planeado. Todo fue bien. Encontramos un grupo de humanos de la resistencia, refugiados de Gateway, que se unieron a nosotros. Entonces, por mala fortuna, tropezamos con una patrulla draconiana. Luchamos valientemente, elfos y humanos juntos, pero no nos sirvió de nada. A mí me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba tendido en una hondonada, rodeado de los cadáveres de mis camaradas. Aparentemente, los malévolos soldados habían lanzado a los heridos desde una cima, dándonos al resto por muertos —Gilthanas hizo una pausa, aclarándose la garganta.

—Los druidas del bosque curaron mis heridas. Por ellos supe que muchos de mis guerreros seguían con vida y habían sido hechos prisioneros. Dejando que los druidas enterrasen a los muertos, seguí las huellas del ejército draconiano y llegué hasta Solace.

Gilthanas se detuvo. Su rostro brillaba empapado de sudor y se retorcía las manos nervioso. Se aclaró la garganta de nuevo, intentó hablar pero no pudo. Su padre lo observaba cada vez más preocupado.

Al final Gilthanas continuó:

—Han arrasado Solace.

En la cámara se oyó un tenso murmullo.

—Los duros y resistentes vallenwoods han sido talados y quemados, pocos quedan en pie.

Ahora los elfos gritaban y sollozaban de ira y tristeza. El Orador levantó el brazo para restablecer el orden.

—Son malas noticias —dijo consternado.

—Lamentamos la muerte de árboles que son más viejos incluso que nosotros. Pero continúa... ¿qué le pasó a nuestra gente?

—Encontré a mis hombres atados a unos postes en el centro de la plaza de la ciudad, junto con los humanos que se nos habían unido —Gilthanas prosiguió con la voz entrecortada. Estaban rodeados por guardias draconianos. Creí que podría liberarlos aquella noche. Pero... —La voz le falló totalmente y bajó la cabeza. Su hermano mayor se acercó a él y posó una mano sobre su hombro.

Gilthanas se incorporó.

—Un dragón rojo apareció en el cielo...

De los elfos reunidos surgieron sonidos de sorpresa y enojo. El Orador sacudió la cabeza apenado.

—Sí, Orador —dijo Gilthanas, con voz firme, aunque extrañamente fuerte y discordante—. Es verdad. Esos monstruos han regresado a Krynn. El dragón rojo voló en círculos sobre Solace y los que lo vieron, huyeron despavoridos. Voló cada vez más bajo hasta posarse en la plaza. Su inmenso y reluciente cuerpo rojo de reptil ocupó toda la plaza, sus alas sembraron la destrucción, su cola derribó algunos árboles. Sus amarillos colmillos relucían, de sus inmensas mandíbulas goteaba saliva verdosa, sus gigantescos talones partían la tierra... y, montado sobre su lomo, había un humano.

—Era muy corpulento e iba ataviado con la túnica negra que llevan los sumos sacerdotes de la Reina de la Oscuridad, cubriéndose con una ondeante capa de color negro y oro. Su cara estaba oculta tras una horrenda máscara astada, labrada en negro y oro para emular el rostro de un dragón. Los súbditos del dragón cayeron de rodillas adorándolo tan pronto como lo vieron. Los goblins y los traidores humanos que luchan de su lado se agacharon aterrorizados; muchos de ellos huyeron. Tan sólo el heroico comportamiento de mi gente me impulsó a quedarme.

Ahora que había empezado a hablar, Gilthanas parecía ansioso de contar todo lo sucedido.

—Algunos de los humanos atados a las estacas enloquecieron de terror, chillando lastimosamente, pero mis guerreros permanecieron callados y desafiantes, a pesar de estar igualmente afectados por el miedo provocado por la presencia de los monstruosos dragones. Al jinete del dragón, aquello no le gustó nada. Los miró fijamente y comenzó a hablarles con una voz que parecía surgir de las profundidades de los Abismos. Sus palabras aún resuenan en mi mente.

—«Soy Verminaard, Señor del Dragón del Norte. He luchado para liberar a esta tierra y a estas gentes de los falsos rumores propagados por aquellos que se autodenominan Buscadores. Muchos se han pasado a mi lado, satisfechos de favorecer la gran causa de los Señores de los Dragones. Les he enseñado a tener misericordia y los he favorecido con las bendiciones que me ha otorgado mi diosa. Poseo encantamientos de curación que ningún otro en esta tierra posee, y ello prueba que soy el representante de los verdaderos dioses. Pero vosotros, humanos, me habéis desafiado. Habéis elegido luchar contra mí, por tanto vuestro castigo servirá de escarmiento para todo aquel que elija la insensatez en lugar de la sabiduría». .

—Entonces se dirigió a los elfos y dijo:

—«En este acto proclamo que yo, Verminaard, tal como ha decretado mi diosa, destruiré vuestra raza por completo. A los humanos se les puede enseñar a enmendar sus errores, pero a los elfos... ¡nunca!».

—La voz del hombre se fue elevando hasta hacerse más potente que la voz de los vientos.

—«¡Que éste sea el último aviso para todos los que aquí estáis! ¡Ember, a la carga!».

—Al oír la orden, el gran dragón comenzó a vomitar fuego sobre los que estaban atados a los postes, quienes se retorcían de dolor, indefensos, ardiendo hasta la muerte en una terrible agonía...

La sala se sumió en un silencio absoluto. Todos estaban demasiado impresionados para pronunciar palabra.

—Me sentía enloquecer —continuó Gilthanas con una mirada febril que era casi un reflejo de lo que había visto.

—Decidí unirme a mi gente para morir con ellos, cuando una mano me agarró y me retuvo. Era Theros Ironfield, el herrero de Solace. «No es momento de morir, elfo», me dijo. «Es momento de venganza». Yo... me desmayé, y él me llevó a su casa poniendo en peligro su vida. ¡Y hubiera pagado con su vida la ayuda que brindó a los elfos, si esta mujer no le hubiese curado!

Gilthanas señaló a Goldmoon, quien, de pie entre los compañeros, ocultaba su rostro tras la capa de pieles. El Orador se volvió a mirarla, y lo mismo hicieron todos los presentes, murmurando palabras amenazadoras.

—Orador, Theros es el hombre que han traído hoy —dijo Porthios.

—El hombre que tiene sólo un brazo. Ha sido un auténtico milagro el que salvara su vida, pues sus heridas eran terribles.

—Acércate, mujer de las Llanuras —ordenó severamente el Orador.

Goldmoon avanzó hacia la tribuna, seguida de Riverwind. Dos guardias elfos se movieron rápidamente para bloquearle el paso al guerrero, quien los miró fijamente y se quedó donde estaba.

La hija de Chieftain siguió caminando, con la cabeza alta, orgullosa. Al sacarse la capucha, el sol refulgió sobre su cabello de oro y plata, que le caía por la espalda como una cascada. Los elfos quedaron maravillados ante su belleza.

—¿Dices que has curado a ese tal... Theros Ironfeld? —le preguntó con desdén el Orador.

—Yo no digo nada —respondió fríamente Goldmoon. —Vuestro hijo me vio curarlo. ¿Acaso dudáis de sus palabras?

—No, pero estaba fatigado, enfermo y abatido. Puede que haya confundido brujería con curación.

—Mirad esto —dijo Goldmoon suavemente, desabrochándose la capa y dejándola caer. El medallón relució a la luz del sol.

El Orador dejó la tribuna y se acercó a ella con los ojos abiertos de par en par, sin poder creer lo que veía. Un segundo después, su rostro comenzó a enrojecer de furia.

—¡Blasfemia! —chilló. Acercándosele aún más, intentó arrancarle el medallón.

Hubo un destello de luz azul. El Orador cayó al suelo con un grito de dolor. Los elfos vociferaron alarmados, sacando sus espadas, y los compañeros desenvainaron las suyas. Los guerreros elfos se apresuraron a rodearlos.

—¡Deteneos! —interrumpió Fizban con voz firme y severa.

El viejo mago renqueó hasta la tribuna, apartando con calma las espadas, como si fuesen las esbeltas ramas de un álamo. Los elfos lo observaron atónitos, aparentemente incapaces de detenerlo. Murmurando para sí, Fizban se acercó al Orador que estaba tendido en el suelo. El anciano ayudó al elfo a ponerse en pie.

—Tú mismo te lo has buscado —le regañó Fizban, sacudiendo la túnica del Orador mientras éste lo miraba sorprendido.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Mmmmm. ¿Cuál era mi nombre? —El anciano se volvió, buscando a Tasslehoff con la mirada.

—Fizban —dijo el kender ayudándolo.

—Sí, Fizban. Ese es mi nombre —el mago se atusó su barba blanca.

—Ahora, Solostaran, te sugiero que llames al orden a tus guardias y les digas a todos que se calmen. A mí me gustaría escuchar la historia de las peripecias de esta joven mujer, y tú también harías bien en escucharla. Tampoco estaría de más que te disculpases.

Cuando Fizban estrechó la mano del Orador, su desbaratado sombrero se le deslizó sobre los ojos.

—¡Ayudadme! ¡Me he quedado ciego! —Raistlin, mirando con desconfianza a los guardias elfos, se apresuró a ayudarlo. Agarrando al anciano por el brazo, le colocó bien el sombrero.

—¡Ah! Loados sean los verdaderos dioses —dijo el mago, parpadeando. El Orador contempló al anciano con una expresión de asombro en el rostro y entonces, como en sueños, se volvió hacia Goldmoon.

—Aceptad mis disculpas, señora de las Llanuras —dijo en voz baja.

—Hace más de trescientos años que desaparecieron los sacerdotes elfos, trescientos años desde que el símbolo de Mishakal fue visto en estas tierras por última vez. Mi corazón sangró al ver el amuleto profanado. Disculpadme. Hace tanto tiempo que las cosas van mal que no he sido capaz de advertir la llegada de la esperanza. Por favor, si no estáis cansada, contadnos vuestra historia.

Goldmoon relató la historia del medallón, contando las desventuras de Riverwind, cómo los habían apedreado sus propias gentes, el encuentro con los compañeros en la posada y su viaje a Xak Tsaroth. Habló de la destrucción del dragón y de cómo había recibido el medallón de Mishakal. Pero no mencionó los Discos.

A medida que iba hablando, los rayos de sol se iban alargando y cambiando de color con la caída del atardecer. Cuando acabó su relato, el Orador guardó silencio durante unos segundos.

—Debo reflexionar sobre todo esto y lo que significa para nosotros —dijo al final. Se volvió hacia los compañeros:

—Estáis exhaustos. Veo que algunos de vosotros aguantáis por puro coraje. No cabe duda —dijo sonriendo y mirando a Fizban, que roncaba suavemente apoyado contra una pared—, de que algunos de vosotros estáis casi dormidos. Mi hija, Laurana, os llevará a un lugar donde podréis olvidar vuestros temores. Esta noche celebraremos un banquete en honor vuestro, pues nos habéis traído la esperanza. ¡Que la paz de los verdaderos dioses os acompañe!

Del grupo de elfos surgió una elfa que caminó hacia delante hasta situarse al lado del Orador. Al verla, Caramon se quedó boquiabierto. Los ojos de Riverwind se abrieron de par en par. Incluso Raistlin se la quedó mirando, percibiendo por vez primera la belleza más pura, sin la más mínima imperfección. Sus cabellos eran como miel brotando de un cántaro; caían sobre sus brazos y por su espalda, más allá de la cintura. Su piel era suave y tostada. Tenía los rasgos finos y delicados de los elfos, pero combinados con unos bellos labios y unos inmensos ojos acuosos, que cambiaban de color como las hojas bajo el efecto del sol.

—Por mi honor de caballero —dijo Sturm conteniendo el aliento.

—Nunca había visto una mujer tan bella.

—Ni la verás en este mundo —murmuró Tanis.

Todos los compañeros miraron fijamente a Tanis, pero el semielfo ni se dio cuenta. No podía apartar la mirada de Laurana. Sturm arqueó las cejas, intercambiando una mirada con Caramon, quien le estaba dando un codazo a su hermano. Flint movió la cabeza y lanzó un suspiro tan hondo que parecía salido de los dedos de sus pies.

—Ahora todo está mucho más claro —le dijo Goldmoon a Riverwind.

—Para mí no está nada claro —dijo Tasslehoff—. ¿Tienes alguna idea de lo que está ocurriendo, Tika?

Todo lo que Tika sabía era que, mirando a Laurana, se sentía patosa y mal vestida, pecosa y pelirroja. Se subió la blusa tapándose el escote, deseando que no fuese tan bajo o no tener tanto que mostrar.

—Vamos, por favor, dime qué es lo que está sucediendo —susurró Tasslehoff al ver las miradas que los otros intercambiaban.

—¡No lo sé! —exclamó Tika.

—Sólo sé que Caramon está haciendo el ridículo. Míralo al muy tonto. Parece como si en su vida hubiese visto a una mujer.

—Es bonita —dijo Tas.

—Diferente a ti, Tika. Es esbelta y camina como un árbol mecido por el viento, y...

—¡Oh, cállate! —exclamó Tika furiosa, dándole a Tas un empujón que casi lo tira.

Tasslehoff se ofendió y cambió de lugar, situándose al lado de Tanis, resuelto a no apartarse del semielfo hasta averiguar lo que estaba sucediendo.

—Os doy la bienvenida a Qualinost, honorables huéspedes —dijo Laurana con timidez pero con una voz clara y cristalina.

—Por favor, seguidme. El camino no es largo, habrá comida, bebida y descanso al llegar.

Caminando con la gracia de un niño, avanzó entre los compañeros, quienes se apartaron a su paso, tal como habían hecho los elfos. Todos la miraban con admiración. Laurana se dio cuenta, por lo que bajó los ojos con modestia, enrojeciendo. Sólo levantó la mirada una vez, cuando pasó al lado de Tanis, una mirada fugaz que sólo Tanis advirtió.

Los compañeros despertaron a Fizban y abandonaron la torre del Sol.

6 Tanis y Laurana.

Laurana los condujo a una arboleda de álamos que había en el centro de la ciudad. A pesar de estar rodeados de edificios y calles, parecía como si estuviesen en el corazón de un bosque, sólo el murmullo de un riachuelo cercano alteraba la quietud. Laurana les señaló unos árboles frutales que había entre los álamos, y les dijo a los compañeros que tomasen sus frutos. Unas doncellas elfas les llevaron cestas con pan fresco. Los compañeros se lavaron en el arroyo y luego se tendieron sobre los mullidos lechos de musgo a descansar y disfrutar de la silenciosa tranquilidad que reinaba a su alrededor.

Todos, excepto Tanis. Negándose a comer, el semielfo paseaba por la arboleda absorto en sus propios pensamientos. Tasslehoff lo observaba de cerca, carcomido por la curiosidad.

Laurana era una anfitriona perfecta. Se aseguró de que todos estuviesen cómodos, deteniéndose a intercambiar unas palabras con cada uno de ellos.

—Tú eres Flint Fireforge, ¿no es así? —le dijo. El enano enrojeció de placer.

—Aún conservo algunos de aquellos maravillosos juguetes que me hiciste. Te hemos echado de menos durante todos estos años.

Sintiéndose tan aturdido que no podía pronunciar palabra, Flint se dejó caer sobre la hierba y se bebió una inmensa jarra de agua.

—¿Tú eres Tika? —preguntó Laurana deteniéndose junto a la camarera.

—Tika Waylan —respondió la muchacha con brusquedad.

—Tika, que nombre tan bonito... y que cabello tan precioso tienes —dijo Laurana acariciando los vigorosos rizos rojos con admiración.

—¿De verdad lo crees así? —dijo Tika enrojeciendo al ver que Caramon la estaba mirando.

—¡Desde luego! Es del color del fuego y por lo que he oído tu espíritu es del mismo tono. Me contaron cómo salvaste la vida de mi hermano en la posada. Estoy en deuda contigo.

—Gracias —respondió Tika en voz baja. —Tu cabello también es bellísimo.

Laurana sonrió y siguió su camino. No obstante, Tasslehoff se dio cuenta de que su mirada se desviaba continuamente hacia Tanis. Cuando el semielfo, de pronto, arrojó el resto de la manzana que se estaba comiendo y desapareció entre los árboles, Laurana se excusó rápidamente y lo siguió.

—¡Ah! ¡Ahora averiguaré lo que está sucediendo! —exclamó Tas para sí. Mirando a su alrededor, se deslizó tras Tanis.

Tas se escurrió por el sendero que serpenteaba entre los árboles y de repente se encontró al semielfo, solo, de pie al lado del cristalino riachuelo, tirando hojas secas al agua. Notando que algo se movía a su izquierda, Tas se agachó con rapidez, escondiéndose entre un grupo de arbustos en el preciso momento en que Laurana aparecía por otro sendero.

—¡Tanthalas, Quisif nan-Pah! —exclamó.

Tanis, al oír su nombre de elfo se volvió y Laurana le rodeó con sus brazos, besándolo.

—Ugh —dijo ella apartándose:

—A ver si afeitas esa horrible barba. ¡Cómo pica! Además, así no pareces Tanthalas.

Tanis la sujetó por la cintura, apartándola con suavidad. —Laurana —comenzó a decir.

—No, no te enfades por lo de la barba, si insistes, me acostumbraré a ella —dijo Laura haciendo mohínes.

—Bésame. ¿No quieres? Entonces te besaré yo. —Volvió a besarlo de nuevo hasta que Tanis consiguió separarse de ella.

—Ya basta, Laurana —le dijo secamente, volviéndose de espaldas.

—¿Por qué? ¿Qué te pasa? Has estado fuera tantos años, y ahora has regresado. No te muestres frío y apesadumbrado. Eres mi prometido, ¿recuerdas? Es lógico que una muchacha bese a su prometido.

—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Tanis —.

—Entonces éramos niños, jugábamos, nada más. Era romántico, un secreto que compartíamos. Ya sabes lo que hubiese sucedido si tu padre se hubiese enterado. Gilthanas se enteró, ¿no es así?

—¡Claro! ¡Yo se lo dije! Yo le cuento todo a Gilthanas, ya lo sabes. ¡No imaginé que reaccionase como lo hizo! Sé lo que te dijo, me lo contó después. Se sentía muy mal por haberte hablado de esa forma.

—Estoy seguro de que así fue —Tanis la sujetó por las muñecas, manteniendo sus manos inmóviles.

—¡Lo que dijo era verdad, Laurana! Soy un bastardo. ¡Tu padre hubiese tenido todo el derecho de matarme! ¿Cómo podía yo darle un disgusto después de lo que había hecho por mi madre y por mí? Esa fue una de las razones por las que me fui... por esto y para averiguar quién soy y a qué lugar pertenezco.

—Tú eres Tanthalas, amado mío, ¡y tu lugar está aquí! —gritó Laurana.

Liberando sus muñecas, tomó las manos de Tanis entre las suyas.

—¡Mira! Aún llevas mi anillo. Sé por qué te fuiste. Tenías miedo de amarme, pero no debes tenerlo ahora, todo ha cambiado. Mi padre tiene tantas cosas en la cabeza, que no le importará. Por favor... ¡casémonos! ¿Acaso no es éste el motivo de tu regreso?

—Laurana —Tanis habló con suavidad pero con firmeza—, mi vuelta ha sido una casualidad...

—¡No! —gritó ella apartándolo—. No te creo.

—Ya has oído la historia de Gilthanas. Si Porthios no nos hubiese rescatado, ahora estaríamos en Pax Tharkas.

—¡Se lo inventó! No quería contarme la verdad. Volviste porque me amas. No aceptaré ninguna otra explicación.

—No quería decírtelo, pero veo que debo hacerlo —dijo Tanis exasperado.

—Laurana, estoy enamorado de otra persona... una humana. Su nombre es Kitiara. Esto no quiere decir que no te quiera también. Te quiero... —A Tanis le falló el habla.

Laurana se le quedó mirando fijamente, sus mejillas palidecieron.

—Te quiero, Laurana. Pero no puedo casarme contigo porque también la quiero a ella. Mi corazón está dividido, al igual que mi sangre. —Sacándose el anillo de hojas de enredadera talladas, se lo tendió.

—Te libero de las promesas que me hiciste, Laurana. Y te pido que tú me liberes a mí de las mías.

Laurana, incapaz de hablar, tomó el anillo. Miró a Tanis implorante, y al ver que en su rostro sólo había tristeza, dio un chillido y lanzó el anillo lejos de ella. Este cayó a los pies de Tas, quien lo recogió y se lo metió en un bolsillo.

—Laurana —dijo Tanis abatido, tomándola en sus brazos, pues la muchacha lloraba desconsoladamente.

—Lo siento. Nunca quise...

Llegado este punto, Tasslehoff salió fuera de la maleza y regresó por el sendero.

—¡Bien! —se dijo el kender suspirando satisfecho.

—Al menos ya sé qué es lo que está ocurriendo.

Después de la tensa y dolorosa conversación con Laurana, Tanis cayó en un profundo sopor, abatido por sus contradictorios sentimientos y por el cansancio. Sin saber cuanto tiempo había transcurrido. Tanis se despertó bruscamente y encontró a Gilthanas a su lado.

—¿Y Laurana? —le preguntó poniéndose en pie.

—Está bien —dijo Gilthanas en voz baja.

—Sus doncellas la trajeron a casa. Me contó lo que le dijiste. Sólo quiero que sepas que lo comprendo. Es lo que siempre había temido. Tu parte humana se siente atraída por los humanos. Intenté explicárselo, confiando en no herirla. Al final me ha escuchado. Gracias, Tanthalas. Sé que no debe haber sido fácil.

—No, no lo fue —dijo Tanis tragando saliva.

—Voy a ser honesto, Gilthanas... la amo, de verdad la amo. Es sólo que...

—Por favor, no me digas nada más. Dejémoslo como está y quizás, aunque no podamos ser amigos, tal vez podamos respetarnos el uno al otro.

—El rostro de Gilthanas estaba pálido a la luz del crepúsculo.

—Tú y tus amigos debéis prepararos. Cuando Solinari aparezca, habrá un banquete y luego la reunión del Gran Consejo. Ha llegado la hora de tomar decisiones.

Tras decir esto, se marchó. Tanis lo observó unos segundos y luego, suspirando, se dispuso a despertar al resto de los compañeros.

7 La despedida. La decisión de los compañeros

El banquete celebrado en Qualinost le recordó a Goldmoon el que se había organizado con motivo del funeral de su madre. Tearsong, al fin y al cabo, se había convertido en una diosa, por tanto su funeral, al igual que el banquete, debería haber sido una alegre celebración. No obstante, a todos les había resultado muy difícil aceptar la muerte de aquella bella mujer y habían sentido una tristeza rayana a la blasfemia.

El banquete del funeral de Tearsong había sido el más cuidadosamente organizado de todos los celebrados por los Que-shu, pues su apenado esposo no había reparado en gastos. Al igual que en el de esta noche en Qualinost, había grandes cantidades de comida, aunque los comensales tenían poco apetito. También hubo varios intentos fallidos de conversación, pues en realidad nadie quería charlar. De tanto en tanto, alguna persona, vencida por la tristeza, se veía obligada a abandonar la mesa.

El recuerdo era tan intenso, que Goldmoon pudo comer muy poco; la comida le sabía a cenizas. Riverwind la observaba preocupado. Buscó la mano de la mujer y la estrechó con fuerza, sonriendo e intentando transmitirle coraje.

El banquete de los elfos se celebraba en el patio que había al sur de la gran torre dorada, sobre la colina más alta de Qualinost. Allí habían instalado una plataforma de cristal y mármol desde la que se disfrutaba de una amplia vista de la resplandeciente ciudad y del oscuro bosque, y desde donde, incluso a lo lejos, se podía divisar la púrpura silueta de las Montañas Tharkadan. No obstante, para los invitados, aquella belleza era en realidad dolorosa, ya que pronto había de desaparecer para siempre.

Goldmoon estaba sentada a la derecha del Orador. Este intentaba mantener una conversación cortés, pero poco a poco, embargado por la preocupación, fue callando hasta guardar silencio.

A la izquierda del Orador se sentaba su hija Laurana, quien ni siquiera simulaba comer, sólo permanecía sentada con la cabeza gacha y su largo cabello ocultándole el rostro. Cuando levantaba la mirada, era para observar a Tanis con contenida emoción.

El semielfo, que se daba perfecta cuenta de aquella mirada acongojada y también de que Gilthanas lo observaba con frialdad, comía sin apetito, sin apartar la mirada del plato. Sturm, sentado a su lado, ideaba planes para defender Qualinesti.

Flint se sentía extraño y fuera de lugar, como se sienten siempre los enanos cuando están entre elfos. De todas formas no le gustaba la comida y lo rechazaba todo. Raistlin mordisqueaba ausentemente su comida mientras sus dorados ojos examinaban a Fizban. Tika, sintiéndose torpe entre las elegantes mujeres elfas, no pudo probar bocado. Caramon decidió que ya entendía por qué los elfos eran tan esbeltos: la comida consistía en fruta y verduras cocinadas con deliciosas salsas, todo ello servido con pan, queso y un vino ligero. Después de haber pasado tanta hambre en la jaula durante cuatro días, una comida tan ligera no satisfacía las necesidades del guerrero.

Los únicos que disfrutaron del banquete fueron Tasslehoff y Fizban. El viejo mago seguía manteniendo el monólogo con un álamo, mientras Tasslehoff se dedicaba a disfrutar de todo, descubriendo más tarde —para su sorpresa— que dos cucharones de oro, un cuchillo de plata y una pequeña bandeja hecha con una caracola de mar estaban en una de sus bolsas.

La luna roja estaba escondida. Solinari era un estrecho hilo de plata que comenzaba a ascender en el cielo. Cuando las primeras estrellas comenzaron a aparecer, el Orador de los Soles le hizo una señal a su hijo. Gilthanas se levantó. se situó al lado de su padre y comenzó a cantar. La letra, en idioma elfo, sonaba bella y delicada. Mientras cantaba, el elfo sostenía en sus manos un farolillo de cristal, con una pequeña vela que iluminaba sus rasgos marmóreos. Tanis, hundiendo la cabeza entre las manos, cerró los ojos para escuchar la canción.

—¿Qué significa la letra? –le preguntó Sturm en voz baja.

Tanis alzó la cabeza y con la voz empañada susurró.

El Sol

ese ojo maravilloso

de nuestro firmamento,

se sumerge en la noche.

Dejando

al soñoliento cielo

cuajado de luciérnagas,

oscureciéndose de gris.

Los elfos reunidos alrededor de la mesa, que hasta entonces habían permanecido callados, alzaron sus propias lámparas y se unieron a la canción. Sus voces se fundieron entonando una melodía impregnada de infinita tristeza.

Duerme ahora,

nuestro más viejo amigo,

arrullado entre los árboles.

Llamándonos.

Las hojas

despiden un frío fuego,

fundiéndose en cenizas

cuando el año acaba.

Y los pájaros

dejándose llevar por los vientos,

se dirigen al norte

cuando finaliza el otoño.

El día se hace más oscuro,

las estaciones se desnudan.

Pero nosotros

aguardamos el fuego verde

del sol sobre los árboles

Las titilantes llamas de los farolillos se extendían por el patio hasta las calles y el bosque, como pequeñas olas en un estanque calmo y sereno. Cada vez que un nuevo farolillo se iluminaba, otra voz se unía a la canción, hasta que el bosque mismo parecía participar en la ceremonia.

El viento

hace que pasen los días.

En cada estación, en cada luna

surgen grandes reinos.

El respirar

de la luciérnaga, del pájaro,

de los árboles, de los hombres,

se funde en la palabra.

Duerme ahora,

nuestro viejo amigo,

arrullado entre los árboles.

Llamándonos.

La edad,

los miles de vidas

y de historias que los hombres

se llevan a su tumba.

Pero nosotros,

generosos en

gloria y poesía,

nos unimos a la canción.

La voz de Gilthanas fue extinguiéndose. Con un suave soplo, apagó la llama de su vela. Los comensales finalizaron la canción y apagaron sus velas uno por uno, tal como habían comenzado. En todo Qualinost se fueron silenciando voces, y las luces se extinguieron hasta que pareció que el silencio y la oscuridad habían barrido la tierra. Al final, las últimas estrofas de la canción resonaron en las montañas lejanas, como hojas susurrantes cayendo de los árboles.

El Orador se puso en pie.

—Ha llegado el momento de celebrarse el Gran Consejo. La reunión será en la Sala del Cielo. Tanthalas, por favor, indícales el lugar a tus compañeros.

La Sala del Cielo era una gigantesca plaza iluminada por antorchas, como único techo tenía la inmensa bóveda celeste cuajada de relucientes estrellas, excepto en el norte donde la luz aún temblaba sobre el horizonte. El Orador hizo una señal a Tanis para que se acercaran él y sus compañeros, y toda la población de Qualinost se reunió en torno a ellos. No hubo necesidad de pedir silencio. Incluso el viento calló cuando el Orador comenzó a hablar.

—Aquí podéis ver nuestra situación —dijo señalando el suelo. El grupo vio bajo sus pies un mapa gigantesco. Tasslehoff, situado en medio de las llanuras de Abanasinia, suspiró de admiración. En su vida había visto algo tan bello.

—¡Allí está Solace! —exclamó emocionado.

—Sí, pequeño kender—le respondió el Orador.

—Y en Solace es donde están reunidos los ejércitos de draconianos... —con un bastón señaló el lugar en el mapa— y también en Haven. Lord Verminaard no ha mantenido en secreto su intención de invadir Qualinesti. Tan sólo está aguardando reunir sus ejércitos y asegurarse de la ruta a seguir. No podemos confiar en vencer a una horda semejante.

—Estoy seguro de que Qualinost es fácilmente defendible —dijo Sturm—. No hay ninguna ruta directa por tierra. Para llegar aquí tuvimos que cruzar varias hondonadas y barrancos que ningún ejército existente podría franquear si destruyésemos los puentes. ¿Por qué no les hacéis frente?

—Si sólo fuese un ejército podríamos defender Qualinesti —le respondió el Orador.

—¿Pero qué podemos hacer contra los dragones? ¡Nada! De acuerdo con las leyendas, el poderoso Huma sólo pudo derrotarles con la lanza Dragonlance. Y actualmente, nadie que conozcamos, recuerda el secreto de esa arma poderosa.

Fizban quiso hablar, pero Raistlin le hizo callar.

—No —continuó el Orador.

—Hemos de abandonar la ciudad y los bosques. Nuestro plan es dirigirnos hacia el oeste, hacia tierras desconocidas donde esperamos encontrar un nuevo hogar, o quizás regresar a Silvanesti, el más antiguo hogar de los elfos. Hasta hace una semana, nuestros planes se iban desarrollando según lo previsto. Al Señor del Dragón, le llevaría más de tres días de marcha forzada situar a su ejército en posición de ataque, y nuestros espías nos informarían cuando sus esbirros salieran de Solace. Dispondríamos de tiempo para escapar hacia el oeste. Pero nos hemos enterado de que existe un tercer ejército en Pax Tharkas, a menos de una jornada de viaje de aquí. Si no conseguimos detenerlos, estaremos perdidos...

—¿Y se te ocurre alguna manera de detener a ese ejército? —le preguntó Tanis.

—Sí. Como sabéis, gentes de Gateway, Solace y de las comunidades de los alrededores han sido hechos prisioneros y están encerrados en la fortaleza de Pax Tharkas, trabajando como esclavos para el Señor del Dragón. Verminaard es muy listo. Para evitar que sus esclavos se subleven, mantiene a las mujeres y a los niños como rehenes. Creemos que si estos hombres fuesen liberados, se volverían contra sus amos y los destrozarían. Era misión de Gilthanas liberar a los rehenes y dirigir el motín. Luego habría guiado a los hombres hacia las montañas, haciendo de señuelo para este tercer ejército y dándonos tiempo de escapar.

—¿Y entonces qué les hubiese sucedido a los humanos? —preguntó Riverwind con brusquedad.

—Me da la sensación de que los arrojáis a los draconianos como si fueran carnada para los lobos.

—Nos tememos que Lord Verminaard no los mantendrá vivos mucho más tiempo. Casi no queda mineral en las minas; cuando se acabe, los esclavos ya no le serán de ninguna utilidad. En las montañas hay grutas donde los humanos podrían vivir y esconderse de los ejércitos de draconianos. Pueden bloquearles el paso en los desfiladeros, especialmente ahora que se acerca el invierno. Desde luego, puede que algunos mueran, pero ése es el precio que ha de pagarse. Si la decisión fuera tuya, hombre de las Llanuras, ¿preferirías morir como esclavo o luchando?

Riverwind no contestó y siguió contemplando el mapa con expresión sombría.

—La misión de Gilthanas falló —dijo Tanis —. ¿Y ahora quieres que nosotros dirijamos el motín?

—Sí, Tanthalas. Gilthanas conoce el camino para llegar a Pax Tharkas: el Sla-Mori. El puede guiaros a la fortaleza. No solamente tendréis la oportunidad de liberar a los vuestros, sino que ofreceréis a los elfos una oportunidad de escapar, ¡una oportunidad para vivir que muchos elfos no tuvieron cuando los humanos provocaron el Cataclismo!

Riverwind alzó la mirada, frunciendo el ceño. Incluso la expresión de Sturm cambió. El Orador suspiró.

—Por favor, perdonadme. No pretendo acusaros de algo que pertenece al pasado. No somos insensibles a los apuros de esos humanos. Envío a mi hijo Gilthanas con vosotros de buena gana, pese a saber que si nos separamos... puede que no volvamos a vernos. Hago este sacrificio para que mi gente... y la vuestra... tenga una posibilidad de salvarse.

—Nos gustaría disponer de algún tiempo para tomar una decisión —dijo Tanis, aunque ya sabía cuál sería su elección. El Orador asintió y los guerreros elfos se apartaron, guiando a los compañeros entre la muchedumbre, hacia una arboleda donde les dejaron solos.

Tanis se encontró ante sus amigos, cuyos rostros, bajo las estrellas, parecían máscaras de luz y sombras. Todo este tiempo, pensó, he intentado que nos mantuviésemos unidos. Ahora, creo que debemos separamos. No podemos correr el riesgo de llevar los Discos a Pax Tharkas, y Goldmoon no querrá abandonarlos.

—Iré a Pax Tharkas —dijo Tanis en voz baja.

—Pero amigos míos, creo que ha llegado el momento de seguir diferentes caminos. Dejadme hablar antes de decir nada. Yo enviaría a Tika, Goldmoon, Riverwind, Caramon y Raistlin, y a ti Fizban, con los elfos, con la esperanza de que podáis llevar los Discos a un lugar seguro. Son demasiado valiosos para arriesgamos a perderlos en la invasión a Pax Tharkas.

—Es posible, semielfo —susurró Raistlin—, pero no es entre los elfos de Qualinesti donde Goldmoon encontrará a quien busca.

—¿Cómo lo sabes?

—El no sabe nada, Tanis —interrumpió Sturm con amargura.

—Más charla inút...

—Contéstame Raistlin —repitió Tanis haciendo caso omiso de Sturm.

—¡Ya has oído al caballero! ¡Yo no sé nada!

Tanis suspiró, dejando el tema y mirando a su alrededor.

—Me nombrasteis vuestro jefe...

—Sí, muchacho, lo hicimos —dijo bruscamente Flint.

—Pero estás decidiendo con la cabeza, no con el corazón. En el fondo, tú no crees que debamos separamos.

—Yo, desde luego, no me voy a quedar con los elfos—dijo Tika cruzándose de brazos.

—Iré contigo, Tanis... He decidido convertirme en una mujer guerrera, como Kitiara.

Tanis dio un respingo. Escuchar el nombre de Kitiara era como si le propinasen un golpe.

—Yo no huiré con los elfos —dijo Riverwind.

—Y menos aún si ello significa dejar que los míos luchen en mi lugar.

—Él y yo somos uno —declaró Goldmoon mientras le rodeaba con el brazo.

—Además, no sé por qué motivo, creo que el mago tiene razón... No encontraré al que nos ha de guiar en busca de la paz entre los elfos. Ellos quieren huir del mundo, no defenderlo.

—Iremos todos contigo, Tanis —dijo Flint con firmeza.

El semielfo miró perplejo al grupo y sonrió.

—Tenéis razón, en realidad no creía que fuera conveniente nuestra separación. Eso sería lo razonable, lo lógico. Por tanto, es justamente lo que no vamos a hacer.

—Quizás ahora podamos dormir un rato —Fizban bostezó.

—Aguarda un minuto, anciano —dijo Tanis con expresión severa.

—Tú no eres uno de nosotros. Irás con los elfos.

—¿Ah sí? —preguntó suavemente el viejo mago mientras su mirada perdía súbitamente su aire vago y lejano. Miró a Tanis de forma tan penetrante, casi amenazadora, que el semielfo, sin darse cuenta dio un paso atrás, percibiendo de pronto, alrededor del viejo, un halo de poder casi palpable. Su voz era suave e intensa.

—Iré donde yo decida ir, Tanis, semielfo, y decido ir con vosotros.

Raistlin dirigió una inteligente mirada a Tanis, haciéndole recapacitar sobre la personalidad del mago. Tanis le devolvió la mirada. Lamentó haber pospuesto el diálogo con Raistlin sobre los poderes de Fizban, y pensó que ahora, si el anciano se unía a ellos, les resultaría difícil mantener esa conversación.

—Te hablo esto, Raistlin —dijo Tanis, utilizando de repente un dialecto de campaña, una derivación del común hablada entre los mercenarios de raza mixta de Krynn. Los gemelos habían colaborado con los mercenarios años atrás (como la mayoría del grupo). Tanis sabía que Raistlin le entendería y estaba casi seguro de que el anciano no podría hacerlo.

—Hablar se puede —dijo Raistlin utilizando el mismo dialecto—, pero poco sé yo.

—Tú temes, ¿por qué?

La extraña mirada de Raistlin se perdió en la distancia mientras respondía lentamente.

—No sé, Tanis. Pero... tú, razón. Allí poder hay, dentro anciano. Percibo gran poder. ¡Temo! —El mago suspiró y pareció regresar de dondequiera que hubiese estado.

—Pero él razón. ¿Intentar detenerlo? Mucho peligro. —Como si no corriésemos ya suficiente peligro —dijo Tanis con amargura volviendo a utilizar el común.

—Otros hay tan peligrosos, quizás —dijo Raistlin mirando intencionadamente a su hermano. El mago volvió a utilizar el común.

—Estoy fatigado, debo descansar. ¿Te quedas, hermano?

—Sí, Sturm y yo queremos hablar con Tanis.

Raistlin asintió y le tendió el brazo a Fizban. El viejo y el joven mago se fueron, el viejo golpeando con furia un árbol con su bastón, acusándolo de tratar de escabullírsele.

—¡Como si no tuviésemos suficiente con un mago loco! —refunfuñó Flint.

—Me voy a la cama.

Uno por uno fueron retirándose hasta que sólo quedaron Tanis, Caramon y Sturm. Sintiéndose cansado, Tanis se volvió hacia ellos. Presentía lo que le iban a decir. El rostro de Caramon estaba encendido y el guerrero no levantaba la mirada del suelo. Sturm se atusaba los bigotes y contemplaba pensativo a Tanis.

—¿Y bien? —preguntó Tanis.

—Gilthanas —respondió Sturm.

Tanis frunció el ceño y se rascó la barba.

—Eso es asunto mío, no vuestro.

—Tanis, si va a guiarnos a Pax Tharkas, sí que es asunto nuestro —insistió Sturm—. No deseamos entrometernos, pero es evidente que entre vosotros dos hay algo pendiente. Me he fijado cómo te mira, y yo en tu lugar no iría a ninguna parte sin un amigo que me cubriese las espaldas.

Caramon miró seriamente a Tanis, con la frente arrugada.

—Sé que es un elfo, pero como dice Sturm, de tanto en tanto brilla en sus ojos una extraña mirada. ¿No podrías guiarnos tú al Sla-Mori? ¿No podríamos ir sin él? Ni Sturm, ni Raistlin, ni yo, confiamos en él.

—Escucha Tanis —dijo Sturm al ver que el rostro del semielfo enrojecía de rabia.

—Si Gilthanas hubiese corrido peligro en Solace, tal como dijo, ¿por qué entonces se hallaba tranquilamente sentado en la posada? ¡Y esa historia sobre sus guerreros topando casualmente con todo un ejército! No, Tanis... no lo niegues tan rápido. Puede que no sea un farsante y que estemos equivocados, pero ¿qué ocurrirá si Lord Verminaard tiene algún tipo de influjo sobre él? Tal vez el Señor del Dragón le prometió que respetaría a su gente si a cambio... ¡nos traicionaba! Tal vez por esto estaba en Solace, esperándonos...

—¡Eso es ridículo! ¿Cómo podía saber que íbamos a llegar?

—Tal vez nosotros éramos los únicos que pensábamos que nuestro viaje de Xak Tsaroth a Solace era un gran secreto —respondió Sturm con frialdad—. Cierto que no encontramos draconianos por el camino, pero a lo mejor éramos espiados, porque los que lograron escapar de Xak Tsaroth le comunicarían nuestras peripecias a Lord Verminaard y éste debió sospechar que estábamos interesados en los Discos.

—¡No! ¡No puedo creerlo! —exclamó Tanis furioso, mirando a Sturm y Caramon—. ¡Estáis equivocados! ¡Apostaría mi vida por ello! ¡Crecí con Gilthanas, lo conozco bien! Es cierto que entre nosotros dos hay algo pendiente, pero hemos hablado de ello y el asunto está zanjado. Creeré que ha traicionado a su gente el mismo día que crea que tú o Caramon sois unos traidores. Además, no conozco el camino a Pax Tharkas, nunca he estado allí y una cosa más —gritó Tanis furioso—, ¡si hay alguien en quien no confío, es en ese hermano tuyo y en ese anciano! —dijo mirando acusadoramente a Caramon.

El corpulento guerrero palideció y bajó los ojos. Cuando se disponía a marcharse, Tanis reaccionó, comprendiendo de pronto lo que había dicho.

—Lo siento, Caramon. No quería decir una cosa así. Raistlin ha salvado nuestras vidas en más de una ocasión durante este viaje. Pero... ¡es que no puedo creer que Gilthanas sea un traidor!

—Lo sabemos, Tanis —dijo Sturm bajando la voz.

—Y confiamos en tu opinión. Pero... como mi gente dice, la noche es demasiado oscura para caminar con los ojos cerrados.

Tanis suspiró y asintió. Comenzaron a andar en silencio en dirección a la Sala del Cielo. Aún podía oírse al Orador arengando a sus guerreros.

—¿Qué quiere decir Sla-Mori? —preguntó Caramon.

—Ruta Secreta —respondió Tanis.


Tanis despertó sobresaltado y se llevó la mano a la daga. Una forma oscura se inclinaba sobre él, ocultándole las estrellas. Reaccionando con rapidez, agarró a la persona, que cayó sobre él, lo que no le impidió ponerle la daga al cuello. Cuando el acero relució bajo la luz de las estrellas, se oyó un pequeño grito:

—¡Tanthalas!

—¡Laurana, eres tú! —exclamó Tanis atónito.

El cuerpo de la mujer estaba tendido sobre el suyo. Tanis podía sentir como temblaba y, ahora que estaba completamente despierto, podía ver su larga cabellera cubriéndole los hombros. Sólo llevaba un ligero camisón pues su capa había caído al suelo en el pequeño forcejeo.

Actuando impulsivamente, Laurana se había levantado de la cama y, cubriéndose con una capa para protegerse del frío, había escapado de sus habitaciones. Ahora estaba demasiado asustada para moverse. No había previsto la rápida reacción de Tanis. De pronto comprendió que si ella hubiese sido un enemigo, en estos momentos estaría muerta, con la garganta atravesada por una daga.

—Laurana... —repitió Tanis guardando con mano temblorosa la daga en el cinturón. Apartando a la muchacha a un lado, se incorporó, enojado consigo mismo por haberla asustado y enfadado con ella por haber despertado en él algo muy profundo. Por un instante, cuando ella había estado encima suyo, había sentido el perfume de su cabello, el calor que emanaba de su esbelto cuerpo y la suavidad de sus pequeños pechos. Cuando Tanis había abandonado Qualinesti, Laurana era una niña. Al regresar, se había encontrado con una mujer... una mujer bella y atractiva.

—¡En nombre de los Abismos! ¿Qué estás haciendo a estas horas de la noche?

—Tanthalas, he venido a pedirte que cambies de opinión. Deja que tus amigos vayan a Pax Tharkas a liberar a los humanos. ¡Tú debes venir con nosotros! No eches tu vida a perder. Mi padre está desesperado; no tiene mucha confianza en que el plan funcione... sé que no la tiene. ¡Pero no puede hacer otra cosa! Ya llora por Gilthanas como si hubiese muerto. Voy a perder a mi hermano... ¡No puedo perderte a ti también!

Comenzó a sollozar y Tanis miró a su alrededor inquieto. Seguramente habría guardias elfos vigilando. Si lo sorprendían en una situación tan comprometedora...

—Laurana, ya no eres una niña. Tienes que crecer y debes hacerlo rápido. ¡No permitiría que mis amigos corrieran peligro sin estar yo presente! Sé perfectamente el riesgo que corremos; ¡no estoy ciego! Llega un momento, Laurana, en que uno tiene que arriesgar su vida por algo en lo que cree firmemente... algo que vale más que la propia vida. ¿Comprendes?

Ella levantó la mirada. Dejó de sollozar y de temblar y le miró intensamente.

—¿Comprendes, Laurana?

—Sí, Tanthalas, comprendo.

—¡Bien! Ahora vuelve a la cama. Rápido. Me estás poniendo en un compromiso, si Gilthanas nos sorprendiera así...

Laurana se puso en pie y salió rápidamente de la arboleda, deslizándose entre las calles como el viento entre los álamos. Escabullirse de los guardias para regresar a la residencia de su padre fue fácil; ella y Gilthanas habían estado haciéndolo desde niños. Regresó silenciosamente a su cuarto y se quedó escuchando tras la puerta de la habitación de sus padres durante unos segundos. Dentro había luz. Pudo oír un crujido de papeles y percibir un olor acre. Su padre estaba quemando documentos. Oyó a su madre, llamando a su padre para que se acostara. Laurana cerró los ojos un segundo, sintiendo una punzada de aflicción, luego apretó los labios, como si hubiese tomado una decisión, y echó a correr por el oscuro corredor en dirección a su habitación.

8 Dudas. ¡Emboscada! Un nuevo amigo

Poco antes del amanecer los elfos despertaron al grupo. En el norte se divisaban nubes bajas de tormenta, alargadas como dedos que quisieran apoderarse de Qualinesti. Gilthanas llegó después del desayuno, vestido con una túnica azul y cota de mallas.

—Dispondremos de provisiones —dijo señalando a unos guerreros que se acercaban con unas bolsas.

—Si lo necesitáis, también podemos suministraros armas.

—Tika necesita una cota de mallas, un escudo y una espada —dijo Caramon.

—Le facilitaremos lo que podamos, aunque dudo que dispongamos de una cota de mallas tan pequeña.

—¿Cómo se encuentra Theros Ironfield? —preguntó Goldmoon.

—Está descansando apaciblemente, sacerdotisa de Mishakal—dijo Gilthanas bajando respetuosamente la cabeza para saludar a Goldmoon.

—Por supuesto los míos se lo llevarán cuando partan. Podéis despediros de él si lo deseáis.

Pronto regresaron los elfos con diferentes cotas de mallas para Tika, y una espada corta y ligera, obsequio de las mujeres elfas. Al ver el casco y el escudo, los ojos de Tika resplandecieron. Estaban diseñados por elfos, labrados y decorados con joyas.

Gilthanas tomó el casco y el escudo que un elfo le tendía.

—Aún debo agradecerte que me salvaras la vida en la posada —le dijo a Tika.

—Me gustaría que aceptaras esto. Eran de mi madre, se remontan a la época de las guerras de Kinslayer. Deberían haber pasado a mi hermana, pero tanto ella como yo creemos que deberían ser tuyos.

—¡Qué maravilla! —murmuró Tika enrojeciendo halagada. Aceptó el casco y el escudo, y luego miró la cota de mallas confundida.

—No sé cómo ponerme esto... —confesó.

—¡Yo te ayudaré! —se ofreció Caramon voluntarioso.

—No, lo haré yo —dijo Goldmoon con firmeza, acompañando a Tika tras la arboleda.

—¿Qué sabe ella de armaduras? —refunfuñó Caramon.

Riverwind miró al guerrero y sonrió con aquella extraña y desusada sonrisa que suavizaba sus duros rasgos.

—Te olvidas de que es la hija de Chieftain. Cuando su padre no estaba, era ella quien dirigía a su tribu en las guerras. Sabe mucho sobre armaduras, guerrero... y aún sabe más sobre los corazones que laten bajo ellas.

Caramon se sonrojó. Nervioso, agarró una de las bolsas de provisiones y miró en el interior.

—¿Qué son estos desperdicios?

—Quith-pa —dijo Gilthanas—. En vuestro idioma, raciones de hierro. Nos durarán unas semanas, puede que las necesitemos.

—¡Parece fruta seca! —dijo Caramon decepcionado.

—Pues eso es lo que es —respondió Tanis con una sonrisa.

Caramon gruñó.


Cuando el amanecer comenzaba a teñir aquellas nubes borrascosas de una luz pálida y fría, Gilthanas guió al grupo fuera de Qualinesti. Tanis no volvió la mirada atrás. Hubiera deseado que su último viaje a aquel lugar hubiera sido más feliz. No había visto a Laurana en toda la mañana y, a pesar de sentirse aliviado de evitar una despedida dramática, en el fondo se preguntaba por qué ella no habría venido a despedirle.

El camino se dirigía hacia el sur. Era frondoso y estaba repleto de matorrales, pero Gilthanas había enviado unos guerreros a despejarlo, por lo que resultaba bastante franqueable. Caramon caminaba al lado de Tika, que estaba resplandeciente con su nuevo atavío. El guerrero aprovechaba para instruirla en el arte de manejar la espada, aunque realmente le estaba resultando muy difícil.

Goldmoon le había arremangado a Tika la falda por los lados hasta las caderas para que pudiera moverse con toda facilidad. Al caminar se le veían las piernas, que eran exactamente igual a como Caramon se las había imaginado... redondas y bien formadas. Era por eso que al guerrero le estaba resultando bastante difícil aquella lección. Concentrado en su alumna, no se dio cuenta de que su hermano había desaparecido.

—¿Dónde está el joven mago? —preguntó Gilthanas secamente.

—Tal vez le haya ocurrido algo —dijo Caramon preocupado, maldiciéndose a sí mismo por olvidarse de su hermano. El guerrero desenvainó su espada y comenzó a desandar el camino.

—¡Tonterías! —Gilthanas lo detuvo—. ¿Qué le podría suceder? No hay enemigos en muchas leguas. Debe haber ido a algún lado... por algún motivo...

—¿Qué quieres decir?

—Quizás se fue para...

—Para buscar lo que necesito para mi magia, elfo —susurró Raistlin apareciendo entre la maleza.

—Y para reponer las hierbas que me curan la tos.

—¡Raistlin! —Caramon casi lo abrazó aliviado.

—No deberías alejarte solo, es peligroso.

—La fórmula de mis hechizos es secreta —susurró Raistlin enojado, apartando a su hermano a un lado. Apoyándose en el bastón de mago, se reunió con Fizban.

Gilthanas le dirigió una mirada a Tanis, quien se encogió de hombros y sacudió la cabeza. A medida que avanzaban, el sendero se convirtió en una pendiente que atravesaba, primero los bosques de álamos, y luego los bosques de pinos de las tierras bajas. En aquel punto, al lado del camino apareció un riachuelo cristalino que iba aumentando de caudal cuanto más hacia el sur viajaban.

Al detenerse para un rápido tentempié, Fizban se acercó a Tanis, agachándose junto a él.

—Alguien nos está siguiendo. —¿Qué dices?

—Sí, seguro —el anciano asintió con solemnidad.

—He visto algo, deslizándose como una sombra tras los árboles.

Sturm vio el rostro de preocupación de Tanis.

—¿Qué sucede?

—El anciano dice que alguien nos está siguiendo.

—¡Bah! —Gilthanas lanzó al suelo unos restos de quith-pa y se puso en pie.

—No digas tonterías. Será mejor que nos movamos, el Sla-Mori está aún muy lejos y debemos llegar allí antes de que anochezca.

—Me quedaré en la retaguardia —dijo Sturm en voz baja a Tanis.

Caminaron por el bosque de pinos durante un largo trecho. Cuando el sol descendía, alargando las sombras del sendero, llegaron a un claro.

—¡Shsstt! — avisó Tanis.

Caramon desenvainó la espada, haciendo una señal a Sturm y a su hermano con la otra mano.

—¿Qué ocurre? —cacareó Tasslehoff. —¡No veo nada!

—¡Shhhhh! —Tanis miró severamente al kender y éste se tapó él mismo la boca con la mano para ahorrarle el trabajo a Tanis.

El claro había sido el escenario reciente de una lucha sangrienta. Había cuerpos de hombres y de goblins esparcidos por doquier, yaciendo en las retorcidas posturas de una muerte cruenta. Los compañeros, temerosos, miraron a su alrededor en silencio, pero sólo se escuchaba el murmullo del agua.

—¡Con que no había enemigos en muchas leguas! —Sturm miró a Gilthanas y se adentró en el claro.

—¡Espera! —exclamó Tanis.

—¡Creo que yo también he visto moverse algo!

—Tal vez alguno de ellos siga vivo —dijo Sturm fríamente y continuó avanzando. Los demás lo siguieron lentamente. De pronto oyeron un gemido lastimero que parecía salir de debajo de dos cadáveres de goblins. Los guerreros se encaminaron hacia allí con las espadas en alto.

—Caramon... —señaló Tanis.

El guerrero apartó los cadáveres a un lado. Debajo había una persona. :..

—Es un humano —informó.

—Está cubierto de sangre y creo que está inconsciente.

El resto se acercó a observarlo. Goldmoon iba a arrodillarse junto a él, pero el guerrero la detuvo.

—No, Señora. Sería absurdo sanarle si después tenemos que matarle. Recordad... en Solace algunos humanos luchaban junto al Señor del Dragón.

El hombre vestía una soberbia cota de mallas, aunque bastante deslustrada, y sus ropas se adivinaban suntuosas a pesar de estar todas rasgadas. Parecía tener unos treinta y cinco años de edad. Su cabello era oscuro y espeso, su barbilla firme y sus rasgos armoniosos. El extraño abrió los ojos y observó aturdido a los compañeros.

—¡Benditos sean los dioses de los Buscadores! —dijo con voz ronca.

—Mis compañeros... ¿han muerto todos?

—Será mejor que te preocupes de ti mismo —dijo Sturm secamente.

—Dinos, ¿quiénes eran tus amigos... los humanos o los goblins?

—Los humanos... luchábamos contra los hombres de los dragones... —el hombre no acabó la frase y abrió los ojos de par en par.

—¿Eres tú, Gilthanas?

—Sí, Eben —dijo Gilthanas bastante sorprendido.

—¿Cómo sobreviviste al ataque en la hondonada?

—¿Y cómo lo hiciste tú? —El hombre llamado Eben intentó ponerse en pie. Caramon alargaba una mano para ayudarle cuando de repente, Eben exclamó:

—¡Cuidado, dracon...!

El guerrero se giró al instante dejando caer a Eben, que lanzó un gemido. Los demás también se volvieron, encontrándose con unos doce draconianos en pie, al borde del claro, con las armas desenvainadas .

—Todos los extraños deben ser llevados ante el Señor del Dragón para ser interrogados —gritó uno.

—Os recomendamos que nos acompañéis sin oponer resistencia.

—Se supone que nadie más conocía este camino al Sla-Mori —le susurró Sturm a Tanis mientras le dirigía una intencionada mirada a Gilthanas.

—¡Al menos, eso es lo que dijo el elfo!

—¡No obedecemos órdenes de Lord Verminaard! —chilló Tanis haciendo caso omiso de Sturm.

—¡Pues no tardaréis en hacerlo! —Las criaturas se dispusieron para el ataque.

Fizban, que se encontraba cerca del bosque, sacó algo de una bolsa y comenzó a murmurar unas palabras.

—¡No, no se te ocurra lanzar una bola de fuego! —exclamó Raistlin agarrándolo por el brazo.

—¡Los incinerarías a todos!

—¿Tú crees? Puede que sí, supongo que tienes razón —el viejo mago suspiró desilusionado, pero un instante después, su rostro se iluminó.

—Espera... pensaré alguna otra cosa.

—Mejor será que no te muevas, quédate aquí, a cubierto. Voy junto a mi hermano.

—Veamos, ¿cómo era el encantamiento de la tela de araña? —cavilaba el anciano.

Tika, con su nueva espada en mano, temblaba de temor y de ansiedad. Cuando uno de los draconianos se precipitó hacia ella, la muchacha blandió su espada con fuerza. La hoja pasó a una milla del draconiano y a pocas pulgadas de la cabeza de Caramon. El guerrero, situándose delante de Tika, golpeó al draconiano con la empuñadura de la espada, derribándolo, y antes de que pudiera levantarse, le pisoteó la garganta partiéndole el cuello.

—Mantente detrás mío —le dijo. Pero al mirarla, vio que la muchacha agitaba aún furiosamente su espada—. Pensándolo bien, será mejor que te refugies tras aquellos árboles junto a Goldmoon y el anciano. Anda, sé buena chica.

—¡No, no lo haré! ¡Se lo demostraré! —Murmuró para sí. La empuñadura de la espada resbalaba entre las sudadas palmas de sus manos. Otros dos draconianos atacaron a Caramon, pero ahora su hermano ya se hallaba junto a él, y entre los dos combinaron magia y acero para acabar con el enemigo. Tika comprendió que sólo sería un estorbo, y por otra parte, temía más la furia de Raistlin que a los draconianos. Miró a su alrededor para ver si alguien necesitaba ayuda. Sturm y Tanis peleaban lado a lado. Gilthanas formaba un extraño equipo con Flint, mientras Tasslehoff, Con su vara jupak sólidamente clavada en tierra, lanzaba una buena lluvia de piedras que pasaban silbando junto a los draconianos. Goldmoon estaba junto a los árboles y Riverwind se encontraba cerca suyo. El viejo mago había sacado un libro de encantamientos e iba pasando páginas.

—Tela de araña... tela de araña... ¿dónde estará? —murmuraba.

—¡Aaarrgghh! —Tika oyó un terrible alarido que casi le hizo caer de espaldas. Girándose rápidamente, la espada se le cayó del susto al ver que un draconiano, riendo escabrosamente, se abalanzaba hacia ella. Sintiendo un miedo cerval, y agarrando su escudo con ambas manos, golpeó al draconiano en su escamosa cabeza de reptil. El impacto hizo vibrar el escudo en sus manos y derribó a la criatura, que se desplomó inconsciente. Tika recogió su espada y haciendo una mueca de asco, apuñaló a la criatura en el pecho. El cuerpo se transformó en piedra inmediatamente, aprisionando el arma de la muchacha. Esta tiró de la espada, pero le fue imposible sacarla.

—¡Tika, a tu izquierda! —chilló Tasslehoff con su aguda voz.

Ella se volvió y vio otro draconiano. Balanceando su escudo, detuvo la estocada de la criatura. Entonces, con una fuerza nacida del terror, comenzó a golpear a la criatura con su escudo una y otra vez, pensando únicamente que debía matarla. Continuó golpeando hasta sentir que una mano le oprimía el brazo. Se giró con el escudo empapado de sangre, preparada para un nuevo ataque, pero se encontró a Caramon.

—¡Todo ha ido bien! —dijo el guerrero con dulzura.

—¡Todo ha terminado, Tika! Están todos muertos. Lo has hecho muy bien, has estado fantástica.

Tika parpadeó. Por un instante no reconoció al guerrero. Pero luego, tras un escalofrío, bajó el escudo.

—No, no me fue muy bien con la espada —dijo comenzando a temblar, nerviosa aún por el miedo que había pasado y por el recuerdo de aquella terrible criatura abalanzándose sobre ella.

Caramon la rodeó con sus brazos, acariciando sus rizos pelirrojos.

—Has sido más valiente que muchos de los habilidosos guerreros que he visto en combate...

Tika miró a Caramon directamente a los ojos. Su miedo desapareció, y la muchacha se enardeció. Se abrazó a Caramon. El contacto con sus firmes músculos, el olor a sudor mezclado con el del cuero de sus ropas, aumentaban su deseo. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Caramon se sintió abrumado por la pasión. Deseaba a esta mujer más que a cualquier otra en toda su vida —y había conocido muchas. Se olvidó de dónde estaba, y de quiénes estaban a su alrededor. Su mente y su sangre estaban encendidas, y también sentía punzadas de pasión. Estrujando a Tika contra su pecho, la abrazó y la besó con ardiente intensidad.

La muchacha ansiaba que aquel abrazo no acabara nunca pero al mismo tiempo, de repente, se sintió fría y temerosa. Comenzó a recordar historias contadas por otras camareras de la Posada sobre las relaciones amorosas entre hombres y mujeres, y empezó a sentir pánico.

Caramon había perdido absolutamente el sentido de la realidad. Alzó a Tika en sus brazos y se encaminaba hacia el bosque, cuando, de pronto, notó sobre su hombro una mano fría.

El corpulento guerrero se volvió y al ver a su hermano recuperó su serenidad. Depositó suavemente a Tika en el suelo. Aturdida y desorientada, la muchacha abrió los ojos y vio a Raistlin mirándola con sus extraños y brillantes ojos.

Tika enrojeció violentamente. Dándose la vuelta, se agachó sobre el cadáver del draconiano que había matado, recogió su escudo y salió corriendo.

Caramon tragó saliva, se aclaró la garganta y se dispuso a hablar, pero Raistlin, mirándole con una mueca de desprecio, se giró y se dirigió a reunirse con Fizban. Caramon, temblando como un potro recién nacido, suspiró y caminó hacia donde Sturm, Tanis y Gilthanas hablaban con Eben.

—Me encuentro bien —les aseguró el hombre—. Tan sólo me desmayé cuando vi a esas criaturas, eso es todo. ¿De verdad hay una sacerdotisa entre vosotros? Eso es maravilloso, pero no gastéis conmigo sus poderes curativos. Es sólo un rasguño. Hay más sangre de ellos que mía. Mi grupo y yo estábamos siguiendo a esos draconianos por los bosques cuando fuimos atacados por una patrulla de al menos cuarenta goblins.

—Y sólo tú estás vivo para explicarlo —dijo Gilthanas.

—Sí —respondió Eben devolviéndole al elfo la mirada de sospecha.

—Como bien sabes, soy un experto espadachín. Yo maté a estos... —dijo señalando los cadáveres de seis goblins que yacían a sus pies —, aunque después cayera aplastado por la evidente superioridad numérica de su ejército. Los demás debieron suponer que había muerto y me dejaron. Pero ya os he contado suficientes proezas. Vosotros también sois hábiles con la espada. ¿Hacia dónde os dirigís?

—Hacia un lugar llamad... —comenzó a decir Caramon, pero Gilthanas lo interrumpió.

—Nuestro viaje es secreto, pero no nos iría mal un experto espadachín.

—Si lucháis contra los draconianos, vuestra lucha es mi lucha —dijo Eben alegremente. Sacó su bolsa de debajo de un cadáver de goblin y se la colgó al hombro.

—Mi nombre es Eben Shatterstone. Soy de Gateway. Seguramente habréis oído hablar de mi familia, teníamos una de las casas más impresionantes al oeste de...

—¡Ya lo tengo! ¡Lo recuerdo! —gritó Fizban.

De pronto, el aire comenzó a llenarse de hilos de una pegajosa y densa tela de araña.


El sol acababa de ponerse cuando el grupo llegó a una extensa pradera rodeada de altas montañas. Rivalizando con ellas por el dominio de aquellas tierras se erigía la gigantesca fortaleza de Pax Tharkas, que protegía el paso entre las montañas. Los compañeros contemplaron el panorama sobrecogidos

Los ojos de Tika se abrieron ante la imagen de las inmensas torres gemelas elevándose hacia el cielo.

—¡Nunca había visto algo tan grande! ¿Quién lo construyó? Deben haber sido hombres poderosos.

—No fueron hombres —dijo Flint con tristeza. La barba del enano temblaba mientras observaba Pax Tharkas con expresión melancólica..

—Fueron enanos y elfos trabajando juntos. Lo hicieron hace mucho tiempo, cuando la vida era más tranquila y reinaba la paz.

—El enano dice la verdad —dijo Gilthanas.

—Hace muchos, muchos años atrás Kith-Kanan abandonó su antiguo hogar en Silvanesti, causándole a su padre una inmensa pena. Él y su gente llegaron a los bellos bosques que les cedió el Emperador de Ergoth, según el pacto del Pergamino de la Espada de Brezo que acabó con las guerras Kinslayer. Desde la muerte de Kith-Kanan los elfos han vivido en Qualinesti durante siglos. De todas formas, su mayor logro fue la construcción de Pax Tharkas. Está situada entre el reino de los elfos y el de los enanos, y fue construida por ambos con un espíritu de amistad que desde entonces no ha vuelto a verse en Krynn. Me duele verla, ahora, como baluarte de una inmensa maquinaria de guerra.

Mientras Gilthanas hablaba, los demás vieron que la inmensa verja de Pax Tharkas se abría. Un ejército, largas hileras de draconianos y goblins, desfilaban por la pradera. El sonido bronco producido por el soplar de los cuernos, resonaba en los picos de las montañas. Un inmenso dragón rojo los observaba desde arriba. Los compañeros se escondieron entre los arbustos y la maleza. Aunque el dragón se hallaba demasiado lejos para verles, incluso a esa distancia, se sentían afectados por el temor hacia aquel monstruoso animal.

—¡Se dirigen a Qualinesti! —dijo Gilthanas con la voz empañada.

—Debemos entrar y liberar a los prisioneros para que Verminaard se vea obligado a hacer regresar a su ejército.

—¡Pretendéis entrar en Pax Tharkas! —exclamó Eben dando un respingo.

—Sí —respondió Gilthanas a regañadientes, lamentando haber hablado tanto.

—¡Por todos los dioses! —Eben suspiró profundamente.

—¡Desde luego sois valerosos, de eso no hay duda! Pero... ¿cómo planeáis entrar? ¿Aguardaréis a que salga el ejército?

Probablemente sólo quedará una pequeña guarnición en la entrada principal. No nos será difícil acabar con ellos antes de que puedan dar la voz de alarma, ¿no crees, gran hombre? —dijo dándole un codazo a Caramon.

—Claro que no.

—Ese no es nuestro plan —dijo Gilthanas con frialdad. El elfo señaló en dirección a las montañas, hacia un estrecho valle que aún se podía ver a pesar de la poca luz.

—Debemos ir por ahí. Lo atravesaremos protegidos por la oscuridad.

Cuando comenzaron a caminar, Tanis se situó junto a Gilthanas.

—¿Qué sabes de este tal Eben? —le preguntó en elfo, mirando hacia el humano que caminaba charlando con Tika.

Gilthanas se encogió de hombros.

—Estaba con el grupo de humanos que luchó con nosotros en la hondonada. Los que sobrevivieron fueron llevados a Solace y allí murieron. Supongo que pudo haber escapado. Después de todo, yo lo hice —dijo Gilthanas mirando a Tanis de reojo—. Viene de Gateway, donde su padre y el padre de su padre fueron unos ricos comerciantes. Cuando él no podía oírnos, los otros me contaron que su familia se había arruinado y que desde entonces se ganaba la vida con la espada.

—Me lo imaginaba —dijo Tanis.

—Sus ropas son elegantes pero han visto mejores épocas. Creo que tomaste la decisión correcta al decirle que viniese con nosotros.

—No quería arriesgarme a dejarle solo. Alguien no debería perderlo de vista.

—Sí.

—Y estarás pensando que a mí tampoco —dijo Gilthanas con cierta tensión.

—Sé lo que dicen los otros, especialmente el caballero. Pero, te lo juro, Tanis: ¡No soy un traidor! ¡Sólo deseo una cosa, destrozar a ese Verminaard! ¡Si le hubieses visto cuando el dragón destruyó a mi gente! No me importaría sacrificar mi vida... —Gilthanas se detuvo de golpe.

—¿Ni tampoco las nuestras?

El elfo se volvió a mirarle con sus ojos almendrados, carentes de emoción alguna.

—Debes saberlo, Tanthalas, para mí tu vida significa esto... —chasqueó los dedos—, las vidas de mi gente es lo único que me importa. Por el momento, es todo lo que me preocupa.

—Seguían caminando cuando Sturm los alcanzó.

—Tanis, el anciano tenía razón. Alguien nos sigue.

9 Aumentan las sospechas. El Sla-Mori.

Siguieron un estrecho y empinado sendero que desembocaba en un boscoso valle al pie de las colinas. Las sombras del anochecer se cernieron sobre ellos. Cuando sólo habían caminado un corto trecho, Gilthanas abandonó el sendero y desapareció entre la maleza. Los compañeros se detuvieron, mirándose unos a otros con desconfianza.

—Esto es una locura —le susurró Eben a Tanis.

—Este valle está habitado por los trolls, ¿quién sino crees que ha despejado este camino? —El hombre de cabello oscuro tomó el brazo de Tanis con una familiaridad que el semielfo encontró desconcertante.

—Desde luego sé que soy el que menos derecho tiene a decir algo, y los dioses saben que no hay motivo alguno para que confiéis en mí, pero, ¿qué sabes de ese Gilthanas?

—Le conozco... —comenzó a decir Tanis, pero Eben no lo escuchó.

—Casi todos nosotros creímos que aquel encuentro con el ejército de draconianos no fue una casualidad, no sé si entiendes lo que quiero decir. Mis muchachos y yo habíamos estado ocultándonos en las colinas, luchando contra los ejércitos del Dragón desde que Gateway fuera invadido. La semana pasada, de pronto, salidos de nadie sabe dónde, aparecieron los elfos. Nos dijeron que pensaban atacar por sorpresa una de las fortalezas del Señor del Dragón y nos ofrecieron unirnos a ellos. Nuestra respuesta fue afirmativa, haríamos cualquier cosa para destruir al Gran Hombre del Dragón.

—A medida que avanzábamos, comenzamos a inquietarnos. ¡Había huellas de draconianos por todas partes! Pero aquello no parecía preocupar a los elfos. Gilthanas dijo que las huellas no eran recientes. Aquella noche acampamos y montamos guardia. No nos sirvió de mucho, el aviso del vigía sólo nos dio un margen de veinte segundos antes de ser atacados por los draconianos. Y... —Eben miró a su alrededor, acercándose más a Tanis —, mientras nos levantábamos y recogíamos nuestras armas para luchar contra esas repugnantes criaturas, oí a los elfos gritar, gritar como si alguien se hubiese perdido, y... ¿a quién supones que estaban llamando?

Eben miró a Tanis fijamente. El semielfo frunció el ceño y sacudió los hombros, irritado por el tono que utilizaba aquel hombre.

—¡A Gilthanas! ¡Se había ido! Gritaron y gritaron llamando a su jefe. Nunca supe si llegó a aparecer. Yo fui capturado. Nos llevaron a Solace, de donde conseguí huir. De todas formas, me lo pensaría dos veces antes de seguir a ese elfo. Puede que tuviese buenos motivos para no estar allí cuando los draconianos atacaron, pero...

—Hace mucho que conozco a Gilthanas —interrumpió Tanis bruscamente, más afectado de lo que quería admitir.

—Claro. Sólo creí que debías saberlo. Dándole unas palmadas en la espalda a Tanis, regresó al lado de Tika.

A Tanis no le hizo falta mirar a su alrededor para saber que Caramon y Sturm habían oído cada una de las palabras. No obstante, ninguno de los dos dijo nada, y antes de que Tanis pudiese hablarles, Gilthanas apareció de repente entre los arbustos.

—Estamos cerca —dijo el elfo.

—Más adelante la maleza es menos frondosa y es más fácil avanzar.

—Yo propongo entrar por la verja delantera —dijo Eben.

—Yo también —dijo Caramon. El guerrero miró a su hermano, que se hallaba recostado contra un árbol. Goldmoon estaba pálida de cansancio; incluso Tasslehoff parecía abatido.

—Podríamos acampar aquí y atacar por la entrada principal al amanecer —sugirió Sturm.

—Nos atendremos al plan inicial—dijo Tanis secamente.

—Acamparemos cuando lleguemos al Sla-Mori.

De pronto habló Flint:

—Por qué no hacer sonar la campana de la gran puerta y preguntarle a Lord Verminaard si os deja pasar, Sturm Brightblade. Estoy convencido de que os complacería. Vamos, Tanis. —El enano comenzó a caminar por el sendero.

—Por lo menos, puede que esto logre despistar a nuestro seguidor —le dijo Tanis a Sturm en voz baja.

—Quienquiera que sea, es muy hábil. Cada vez que me paraba para echar un vistazo y retrocedía para descubrirle, se evaporaba. Pensé en tenderle una emboscada, pero no había tiempo.

Finalmente el grupo abandonó la maleza, llegando a la base de un gigantesco peñasco de granito. Rodeándolo, Gilthanas lo examinó, palpando la roca con la mano. De pronto se detuvo.

—Aquí es —susurró. Rebuscó en su túnica y sacó una pequeña gema de un tono amarillo pálido. Siguió palpando la roca hasta encontrar lo que buscaba... un pequeño hueco. Colocó la gema en el hueco y comenzó a recitar unas antiguas palabras, trazando en el aire símbolos invisibles.

—Muy impresionante —murmuró Fizban.

—No sabía que era uno de los nuestros —le dijo a Raistlin!

—Es sólo un aficionado —replicó el mago. No obstante, apoyándose sobre su bastón, siguió contemplando a Gilthanas.

De pronto, un inmenso bloque de granito se separó del resto, moviéndose lenta y silenciosamente a un lado. Los compañeros retrocedieron cuando, por la rendija abierta en la roca, salió una ráfaga de aire húmedo y frío.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Caramon con suspicacia.

—No sé lo que hay ahora —respondió Gilthanas. —Nunca he estado ahí. Todo lo que sé de este lugar, lo sé gracias a las leyendas de nuestro pueblo.

—Está bien. ¿Qué se supone que había ahí?

Gilthanas hizo una pausa antes de hablar. —En este lugar estaba la cámara funeraria de Kith-Kanan.

—Más fantasmas —refunfuñó Flint mirando hacia la oscuridad.

—Lo mejor será mejor que enviemos primero al mago para que les avise de nuestra presencia.

—¡Arrojad al enano dentro! —replicó Raistlin.

—Están acostumbrados a vivir en grutas oscuras y húmedas.

—¡Te referirás a los enanos de las montañas! —a Flint le temblaba la barba.

—Hace muchos años que los enanos de las colinas no vivimos bajo tierra en el reino de Thorbadin

—¡Porqué os echaron!

—¡Haced el favor de callaros los dos! —dijo Tanis exasperado.

—Raistlin, ¿qué sensación te produce este lugar?

—El mal. Percibo algo maligno.

—En cambio yo percibo también algo bueno —dijo Fizban inesperadamente.

—Aquí dentro no se ha olvidado a los elfos, a pesar de que algo maligno reine en su lugar.

—¡Esto es una locura! —chilló Eben. Su exclamación resonó tenebrosamente entre las rocas y los demás se volvieron sorprendidos hacia él.

—Lo siento, ¡pero no puedo creer que queráis entrar ahí! No hace falta ser un mago para darse cuenta de que hay algo funesto en ese agujero. ¡Yo mismo puedo percibirlo! Vayamos por el otro lado, seguro que sólo habrá una pequeña guarnición en la entrada... ¡Y, además, cualquier cosa tiene menos importancia que lo que puede ocultarse en esta oscura gruta!

—Tiene razón, Tanis —dijo Caramon.

—No se puede luchar contra los muertos. Ya aprendimos la lección en el Bosque Oscuro...

—¡Éste es el único camino posible! —dijo Gilthanas enojado.

—Si sois tan cobardes...

—Hay una gran diferencia entre cautela y cobardía, Gilthanas —dijo Tanis con serenidad. El semielfo meditó unos instantes.

—Puede que podamos enfrentamos a los guardias de la verja, pero no sin que alerten a los demás. Lo que haremos es entrar y al menos explorar el camino. Flint, tú irás delante. Raistlin, necesitaremos luz.

—Shirak —dijo el mago en voz baja, y la empuñadura del bastón se iluminó. Él y Flint se internaron en la gruta, seguidos de cerca por el resto. Evidentemente el túnel por el que caminaban era muy viejo, pero resultaba imposible precisar si era natural o artificial.

—¿Qué pasará con nuestro seguidor? —preguntó Sturm en voz baja.

—¿Dejamos la entrada abierta?

—Le tenderemos una trampa —asintió Tanis en el mismo tono.

—Gilthanas, deja sólo una rendija abierta, lo suficiente para que quienquiera que nos siga sepa que hemos entrado aquí y pueda seguirnos, pero no lo suficiente para que parezca una trampa.

Gilthanas volvió a sacar la gema, la situó en el hueco de la entrada y formuló unas palabras. La roca volvió a deslizarse lentamente a su lugar. En el último momento, cuando faltaban siete u ocho pulgadas para que se cerrase, Gilthanas retiró la gema con rapidez. La piedra se detuvo, y el caballero, el elfo y el semielfo se reunieron con sus compañeros en la entrada del Sla-Mori.

—Está lleno de polvo —informó Raistlin entre toses.

—Pero no hay huellas, por lo menos en esta parte de la gruta.

—Más adelante hay un cruce de caminos —añadió Flint.

—Allí sí que hay huellas, pero no pudimos averiguar de qué eran. No parecen ni de draconianos ni de goblins y no vienen en esta dirección. El mago dice que la sensación maligna surge del camino que va hacia la derecha.

—Tomaremos una frugal cena con las provisiones que nos han proporcionado los elfos y acamparemos aquí para pasar la noche —dijo Tanis —, cerca de la entrada. Haremos guardia de dos en dos; uno en la puerta y otro en el corredor. Sturm y Caramon haréis la primera. Luego Gilthanas y yo, después Eben y Riverwind y finalmente Flint y Tasslehoff.

—¿Y yo? —se quejó Tika, a pesar de que no recordaba haberse sentido tan cansada en toda su vida.

—Yo también haré un turno.

Tanis se alegró de que la oscuridad ocultara su sonrisa.

— De acuerdo, harás guardia con Flint y Tasslehoff.

—¡Bien! —respondió Tika. Abriendo su bolsa, sacó una manta y se tendió en el suelo, consciente en todo momento de que Caramon no le quitaba los ojos de encima. Se dio cuenta de que Eben también la miraba; a ella no le importaba. Estaba acostumbrada a que los hombres la admiraran, y Eben era incluso más apuesto que Caramon. Desde luego no cabía duda de que era más inteligente y tenía más encanto que el corpulento guerrero. De todas formas, sólo el recuerdo del abrazo de Caramon la hacía estremecer de placer. Intentó ponerse cómoda y no pensar más en ello. La cota de mallas estaba fría y a pesar de la blusa que llevaba debajo, le pinchaba, pero como ninguno de los demás se quitó la suya, ella tampoco lo hizo. Además, estaba tan desfallecida que hubiese podido dormir ataviada con una armadura completa. Antes de quedarse dormida, el último pensamiento que tuvo fue que se sentía aliviada de no encontrarse a solas con Caramon.

Goldmoon se dio cuenta de que Caramon no apartaba los ojos de la muchacha. Susurrándole algo a Riverwind —quien asintió sonriendo—, le dejó y se acercó al guerrero. Le tocó suavemente el brazo y se apartaron de los demás hasta las sombras del corredor.

—Tanis me ha dicho que tienes una hermana mayor.

—Sí, se llama Kitiara. Aunque en realidad es mi hermanastra.

Goldmoon sonrió y posó suavemente su mano sobre el brazo de Caramon.

—Voy a hablarte como una hermana mayor.

Caramon hizo una mueca.

—No creo que hables como Kitiara, Señora de Que-shu. Ella fue la que me enseñó el significado de cada palabrota que yo conocía, además de algunas que no había oído en mi vida. Me enseñó a utilizar la espada y a pelear dignamente en los torneos, pero también me enseñó a patear a un hombre en la ingle cuando los jueces no miraban. No, Señora, la verdad es que no te pareces en nada a mi hermana mayor.

Los ojos de Goldmoon se abrieron de par en par, atónita al escuchar esa descripción de una mujer de la que suponía estaba enamorado el semielfo.

—Pero, yo creía que ella y Tanis... quiero decir que...

Caramon parpadeó.

—¡Por supuesto que sí!

Goldmoon respiró profundamente. Su intención no había sido que la conversación se desviase, pero de alguna forma, aquello la ayudó a entrar en materia.

—Quería hablar contigo de algo parecido, sólo que tiene que ver contigo y con Tika.

—¿Tika? Es una gran muchacha. Te ruego me disculpes, pero no veo que este asunto tenga nada que ver contigo.

—Es una niña, Caramon. ¿Comprendes?

Caramon parecía no comprender nada. Sabía que Tika era una niña. ¿Qué era lo que Goldmoon quería decir? Entonces parpadeó, de pronto lo comprendió y farfulló:

—No, no lo es...

—Si. Lo es. Nunca ha estado con un hombre. Me lo dijo mientras estábamos en la arboleda y yo le ayudaba a ponerse su cota de mallas. Tiene miedo, Caramon. Ha oído muchos cuentos. No te apresures. Ella desea gustarte de todo corazón y es capaz de hacer cualquier cosa por conseguirlo. Pero es mejor que no hagas algo de lo que luego te arrepentirías. Si de verdad la quieres, el tiempo te lo demostrará e intensificará la dulzura del momento.

—Supongo que tú sabes de lo que hablas, ¿no? —dijo Caramon mirándola fijamente.

—Sí —dijo ella desviando la mirada hacia Riverwind.

—Hemos esperado mucho tiempo, y algunas veces se hace muy difícil. Pero las leyes de mi pueblo son estrictas. Supongo que ahora ya no importa, ya que sólo quedamos nosotros dos. Pero, de alguna manera, eso lo hace aún más importante. Cuando hayamos pronunciado nuestras promesas, yaceremos junto como esposos, pero no antes.

—Entiendo. Gracias por contarme lo de Tika —dijo Caramon, y dándole unos torpes golpecillos a Goldmoon en el hombro, regresó con los demás.

La noche transcurrió tranquilamente, sin señal alguna del supuesto perseguidor. Cuando les llegó el turno de guardia, Tanis comentó con Gilthanas la conversación que había tenido con Eben, pero la respuesta que le dio el elfo no disipó sus dudas. Sí, lo que había dicho aquel hombre era verdad. Cuando fueron atacados por los draconianos, Gilthanas no estaba allí. Se encontraba tratando de convencer a los druidas de que les ayudasen. Al oír el clamor de la batalla regresó, y fue entonces cuando recibió el golpe en la cabeza. Le explicó todo esto a Tanis en tono amargo.

Cuando la pálida luz del amanecer comenzó a filtrarse por la puerta de granito, los compañeros despertaron. Tras un rápido desayuno, reunieron sus cosas y caminaron por el corredor en dirección al Sla-Mori.

Al llegar al cruce de caminos, examinaron ambas direcciones. Riverwind se arrodilló para examinar las huellas y se levantó con expresión de asombro.

—Son de humanos y... no son de humanos. También hay huellas de animales, probablemente de ratas. El enano tenía razón. No veo rastro de draconianos ni de goblins. Lo que resulta extraño es que las huellas de animales desaparezcan justo donde se cruzan los caminos. No se dirigen hacia el corredor de la derecha. y las otras, no se dirigen hacia la izquierda.

—Bien, ¿adónde iremos entonces? —preguntó Tanis.

—¡Propongo que no vayamos en ninguna de las dos direcciones! —exclamó Eben.

— La entrada aún está abierta. Regresemos.

—Regresar no es una opción a tomar en cuenta —dijo Tanis fríamente.

—No me importaría que regresases tú solo, pero...

—Pero no confías en mí —finalizó Eben.

—No te culpo, Tanis, semielfo. De acuerdo, dije que ayudaría y lo haré. ¿Qué camino tomamos, el de la izquierda o el de la derecha?

—El mal viene de la derecha —susurró Raistlin.

—Gilthanas, ¿sabes dónde estamos? —preguntó Tanis.

—No, Tanthalas. La leyenda dice que en el Sla-Mori había muchos caminos que llevaban a Pax Tharkas, todos ellos secretos. A los únicos que les estaba permitida la entrada era a los sacerdotes elfos, para glorificar a los muertos. Cualquier camino es tan bueno como los demás.

—O tan malo —le susurró Tasslehoff a Tika. La muchacha suspiró y se situó al lado de Caramon.

—Ya que a Raistlin le inquieta el de la derecha, tomaremos el de la izquierda —dijo Tanis.

Caminaron bajo la luz del bastón del mago cientos de pies, siguieron el polvoriento y rocoso túnel hasta llegar a un viejo muro de piedra con una inmensa grieta. A través de ella no se veía más que absoluta oscuridad. Cuando Raistlin acercó la pálida luz de su bastón, divisaron débilmente las distantes paredes de una gran sala.

Los guerreros entraron primero, flanqueando al mago, que sostenía su bastón en alto. La gigantesca sala debía haber sido magnífica, pero ahora estaba en tal estado de decadencia, que los signos de su antiguo esplendor le daban un aire patético. A lo largo de la cámara había dos filas de siete columnas cada una, aunque algunas no estaban completas. Parte de la pared del fondo estaba destrozada, como prueba palpable de la gran fuerza destructora del Cataclismo. A un lado había dos puertas dobles de bronce.

Cuando Raistlin avanzó, los demás se dispersaron por la sala. De pronto, Caramon soltó un grito ahogado. El mago se apresuró a iluminar lo que su hermano señalaba con mano temblorosa.

Ante ellos tenían un voluminoso trono vistosamente tallado en granito y flanqueado por dos inmensas estatuas de mármol que miraban al frente con sus ciegos ojos. El trono que custodiaban no estaba vacío. Sobre él se hallaba el esqueleto de lo que debió haber sido un varón, cuya raza era ahora imposible de determinar. La figura estaba ataviada con regios ropajes, viejos y gastados, aunque aún podía apreciarse su antiguo esplendor. Una capa cubría los descarnados hombros y una reluciente corona reposaba sobre la calavera. Los huesos de sus manos descansaban sobre una espada envainada.

Gilthanas cayó de rodillas.

—Kith-Kanan —susurró:

—Estamos en la Cámara de los Antepasados, su tumba. Nadie había estado aquí desde que los sacerdotes elfos desaparecieran tras el Cataclismo.

Tanis contempló el trono hasta que, lentamente, embargado por sentimientos que no podía comprender, se hincó de rodillas.

—Fealan thalos, Im murquanethi. Sai Kith-Kananoth Murtari Larion —murmuró como tributo al más grande rey de los elfos.

—¡Qué espada tan bella! —exclamó Tasslehoff rasgando el respetuoso silencio con su aguda voz. Tanis le miró con expresión severa.

—¡No voy a llevármela! Sólo lo he comentado como un detalle a resaltar... —protestó el kender, ofendido.

Tanis se puso en pie.

—Pues no la toques —le dijo severamente al kender, disponiéndose a explorar el resto de la sala.

Tas se acercó a examinar la espada y Raistlin lo imitó. El mago comenzó a murmurar extrañas palabras.

—Tsaran Korilath ith hakon —dijo moviendo su mano ágilmente sobre la espada. Esta comenzó a destellar una pálida luz rojiza. Raistlin sonrió y murmuró en voz baja:

—Está encantada.

Tas dio un respingo.

—¿Un encantamiento bueno o malo?

—Eso es algo imposible de saber, pero ya que hace tantos años que nadie la ha tocado, yo no me arriesgaría a hacerlo...

Dándose la vuelta, se alejó. Tas no se movió, tentado de desobedecer a Tanis y correr el riesgo de ser convertido en algo ignoto.

Mientras el kender seguía carcomido por la duda, los demás palpaban las paredes intentando encontrar alguna entrada secreta. Flint colaboraba, dándoles extensas explicaciones sobre los pasadizos secretos construidos por los enanos. Gilthanas se dirigió hacia el extremo opuesto de donde se hallaba el trono de Kith-Kanan, hacia la doble puerta de bronce. Estaba ligeramente entornada y sobre ella había un mapa en relieve de Pax Tharkas. El elfo llamó a Raistlin y le pidió que lo iluminase.

Caramon, echando una última mirada a la figura esquelética del imponente rey muerto, se reunió con Sturm y Flint, que seguían buscando alguna entrada oculta. Al final Flint llamó a Tasslehoff:

—¡Eh, tú, kender inútil, ésta es tu especialidad. O por lo menos debería serlo, ya que siempre estás alardeando de cómo encontraste una puerta que había permanecido oculta durante cien años y que llevaba a la gran joya de tal o de cual...

—Fue en un lugar como éste —dijo Tas con su atención fija en la espada. Se disponía a ayudarles pero, de repente, se detuvo de golpe.

—¿Qué es eso? —preguntó, irguiendo la cabeza.

—¿El qué? —dijo Flint sin dejar de palpar las paredes.

—Ese sonido rasposo. Viene de esas puertas.

Tanis alzó la mirada; había aprendido tiempo atrás a respetar el oído de Tasslehoff. Caminó hacia las puertas, donde Gilthanas y Raistlin seguían concentrados en el mapa. De repente, Raistlin dio un paso atrás. Por la puerta entreabierta se filtraba un fétido olor. Ahora sí, todos pudieron oír el sonido rasposo, además de un suave goteo de agua.

—¡Cerrad esa puerta! —exclamó Raistlin apremiándolos.

—¡Caramon! ¡Sturm! —gritó Tanis. Ambos corrían ya hacia las puertas de bronce, con Eben. Se apoyaron contra ellas, pero se echaron atrás cuando las puertas se abrieron de par en par, golpeando contra las paredes y retumbando con gravedad. Un monstruo entró en la sala.

—¡Ayúdanos, Mishakal! —Goldmoon invocó el nombre de la diosa y se apoyó en la pared. El extraño ser entró en la cámara con agilidad, a pesar de su inmenso volumen. El rasposo sonido que habían oído lo producía su cuerpo hinchado, al deslizarse por el suelo.

—¡Es una babosa gigante! —dijo Tas acercándose a examinarla con curiosidad.

—¡Mirad lo grande que es! ¿Cómo creéis que ha crecido tanto. ¿Qué comerá?

—¡Como nos descuidemos, nos comerá a nosotros, mentecato! —chilló el enano, agarrando al kender y tirándolo al suelo en el preciso momento en que la inmensa babosa escupía un chorro de saliva. Sus ojos, situados en la cabeza sobre dos esbeltas antenas móviles, no le servían de mucho, ya que no los necesitaba. Debido a su gran sentido del olfato, la limaza podía encontrar y devorar ratas en la más absoluta oscuridad. Ahora, la presa que detectaba era mucho mayor, Y por eso disparaba su paralizante saliva en todas direcciones.

El enano y el kender rodaron por el suelo, esquivando el líquido letal. Sturm y Caramon se abalanzaron contra ella, pinchando al monstruo con sus espadas. La espada de Caramon no llegó ni a penetrar la gruesa y viscosa piel, en cambio la espada de doble puño de Sturm sí se clavó, haciendo que la babosa se retorciera de dolor. Tanis también la atacó, pero en el preciso momento en que la criatura torcía la cabeza en dirección al caballero...

—¡Tanthalas!

El grito rompió la concentración de Tanis, quien se detuvo, volviéndose atónito hacia la entrada.

—¡Laurana!

En ese momento, la babosa, percibiendo al semielfo, le lanzó su líquido corrosivo. La saliva golpeó su espada, fundiendo el metal que se disolvió un segundo después en su mano. El líquido descendió por su brazo, quemándole la carne. Tanis, chillando de dolor, cayó de rodillas.

—¡Tanthalas! —gritó Laurana corriendo hacia él.

—¡Detenedla! —jadeó Tanis, doblado de dolor, apretándose la mano y el brazo, ennegrecidos e inutilizados.

La babosa, percibiendo el triunfo, se deslizaba hacia él, arrastrando su vibrante cuerpo gris por el suelo y cruzando la puerta. Goldmoon le dirigió una mirada pavorosa y luego corrió hacia Tanis. Riverwind se mantuvo a su lado, protector.

—¡Alejaos! —gritó Tanis.

Goldmoon tomó el brazo herido entre sus manos, orando a su diosa. Riverwind colocó una flecha en su arco y disparó hacia la limaza. La flecha golpeó a la criatura en el cuello, haciéndole poco daño pero distrayendo su atención de Tanis.

Goldmoon le tomó la mano al semielfo al ver que seguía atormentado por el dolor, pero éste fue cediendo y Tanis recuperó la sensibilidad en el brazo. Le sonrió a Goldmoon, maravillado por sus poderes curativos, y alzó la cabeza para ver lo que estaba ocurriendo.

Los demás estaban atacando a la criatura con furia renovada, intentando apartarla de Tanis, aunque era como si estuviesen clavando sus armas en una gruesa y viscosa pared.

Tanis se puso en pie tembloroso. Su mano estaba curada pero su espada seguía en el suelo, una amorfa masa de metal. Volvió a caer, arrastrando con él a Goldmoon, al ver que la babosa seguía deslizándose por la habitación.

Raistlin corrió al lado de Fizban.

—Ahora es el momento de formular el encantamiento de la bola de fuego, anciano —le dijo.

—¿Tú crees? —el rostro de Fizban se iluminó.

—¡Maravilloso! ¿Cómo era?

—¿No lo recuerdas? —Raistlin se estremeció, empujando al mago tras una columna al ver que la babosa lanzaba otro chorro de saliva corrosiva.

—Solía hacerlo... déjame pensar. ¿No puedes hacerlo tú? —dijo Fizban intentando concentrarse.

—Aún no tengo el poder, anciano. Ese encantamiento está fuera de mis posibilidades. —Raistlin cerró los ojos y comenzó a concentrarse en aquellos hechizos que conocía.

—¡Retirémonos ! ¡Huyamos de aquí! —gritó Tanis protegiendo a Laurana y a Goldmoon lo mejor que podía mientras intentaba manejar el arco y las flechas.

—¡Seguro que nos sigue! —chilló Sturm, clavándole de nuevo la espada, aunque todo lo que él y Caramon conseguían era enfurecer todavía más a la criatura.

De pronto Raistlin alzó los brazos —Kalith karan, tobaniskar —gritó, y dardos flamígeros salieron de sus dedos, golpeando a la criatura en la cabeza. La babosa retrocedió, conteniendo su dolor y sacudiendo la cabeza, pero enseguida volvió a la carga. Avanzó directamente hacia delante, percibiendo algunas víctimas en el fondo de la habitación, allí donde Tanis intentaba proteger a Goldmoon y a Laurana. Enloquecida por el dolor y exasperada por el olor a sangre, la babosa atacó con una rapidez increíble. Las flechas de Tanis rebotaron sobre su coriácea piel y el monstruo se dirigió hacia él con las fauces abiertas. El semielfo tiró su inofensivo arco y retrocedió, tropezando con los escalones que llevaban al trono de Kith-Kanan.

—¡Tras el trono! —gritó, intentando llamar la atención del monstruo mientras Goldmoon y Laurana procuraban ponerse a cubierto. Alargó la mano, intentando agarrar una roca inmensa, algo que le sirviera para golpear a la criatura, cuando sus dedos se cerraron sobre la empuñadura metálica de una espada.

Tanis, atónito, casi dejó caer el arma. El metal estaba tan frío que le quemaba la mano. La hoja relucía brillante bajo la oscilante luz del bastón del mago. No obstante, como no había tiempo que perder, Tanis se abalanzó hacia la babosa, clavándole la espada en plenas fauces, justo cuando la criatura se disponía a atacarle.

—¡Corred! —chilló Tanis. Agarrando a Laurana de la mano, comenzó a correr hacia la hendidura de la pared. Empujándola por el hueco, se volvió, preparándose para mantener a la babosa acorralada mientras los demás escapaban. Pero el apetito de la babosa se había evaporado. Retorciéndose de dolor, se giró lentamente y se deslizó de vuelta a su cubil. De sus heridas manaba un líquido viscoso.

Los compañeros se apretujaron en el túnel, deteniéndose unos segundos para dejar reposar sus corazones y recobrar el aliento. Raistlin, jadeando, se apoyó en su hermano. Tanis miró a su alrededor.

—¿Dónde está Tasslehoff? —preguntó sorprendido. Mientras se volvía para regresar a la sala, casi tropieza con el kender.

—Te traje la funda —dijo Tas alzándola—, para la espada.

—Retrocedamos por el túnel — dijo Tanis con firmeza, acallando las preguntas.

Al llegar al cruce, se dejaron caer a descansar sobre el polvoriento suelo. Tanis se volvió hacia la elfa.

—¡En nombre de los Abismos! ¿Laurana, qué estás haciendo aquí? ¿Ha ocurrido algo en Qualinost?

—No, no ha ocurrido nada. Simplemente he... he venido...

—¡Entonces vas a regresar ahora mismo! —chilló enojado Gilthanas agarrando a Laurana. Ella se apartó de él.

—No pienso regresar. Vengo contigo y con Tanis... y con los demás.

—Laurana, esto es una locura —exclamó Tanis.

— No es un paseo. Esto no es un juego. Ya has visto lo que ha pasado ahí dentro... ¡casi nos matan!

—Lo sé, Tanthalas. Me dijiste que, a veces, llega un momento en el que uno debe arriesgar su vida por algo en lo que cree firmemente. He sido yo la que os he estado siguiendo.

—Te podíamos haber matado... —comenzó a decir Gilthanas.

—¡Pero no lo hicisteis! He sido entrenada como un guerrero... como todas las mujeres elfas desde aquellos tiempos en los que luchamos junto a nuestros hombres para salvar nuestra tierra.

—Pero ése no fue un entrenamiento serio... —comenzó a decir Tanis enojado.

—Os he seguido, ¿no? Con mucha habilidad, ¿verdad? —le preguntó Laurana a Sturm.

—Sí —admitió él.

—No obstante, eso no significa...

Raistlin los interrumpió.

—Estamos perdiendo tiempo. Y por lo que a mí respecta, no tengo ganas de pasar más rato del necesario en este pasadizo mohoso y húmedo —hablaba jadeando, pues le resultaba imposible respirar normalmente—. La muchacha, ya ha tomado una decisión. Ninguno de nosotros puede acompañarla de vuelta, tampoco podemos confiar en que regrese sola. Podría ser capturada y obligada a revelar nuestros planes. Debemos llevarla con nosotros.

Tanis miró al mago, odiándole por su lógica fría y certera. El semielfo se puso en pie, tirando del brazo de Laurana y obligándola a hacer lo mismo. También sentía hacia ella algo parecido al odio; aunque no lo comprendía muy bien, sabía que la muchacha le estaba complicando una tarea que ya de por sí no le resultaba nada fácil.

—Estás aquí por tu voluntad —le dijo lentamente, mientras el resto del grupo se levantaba y recogía sus cosas.

—Yo no puedo estar pendiente de ti, protegiéndote. Gilthanas tampoco. Te has comportado como una mocosa mal educada. Ya te lo dije una vez... será mejor que madures. Si no lo haces, ¡lo más seguro es que consigas que te maten a ti y a todos nosotros!

—Lo siento, Tanthalas. Pero no quería perderte, no ahora que habías regresado. Te amo. Conseguiré que te sientas orgulloso de mí.

Tanis se giró y comenzó a caminar. Al ver la mueca de Caramon y oír la risita de Tika, se sonrojó. Sin hacerles ningún caso, se acercó a Sturm y a Gilthanas.

—Finalmente, parece que tendremos que tomar el pasadizo de la derecha, le guste o no a Raistlin. —Se colocó en la cintura la nueva espada y la vaina, sin dejar de notar los ojos del mago clavados en el arma.

—¿Qué ocurre ahora? —le preguntó nervioso.

—Esta espada está encantada, ¿cómo la conseguiste?

Tanis se sobresaltó. Observó la espada, apartando la mano como si de pronto creyese que podía convertirse en una serpiente. Frunció el ceño, intentando recordar.

—Me encontraba cerca del trono del rey elfo, buscando algo para arrojarle a la babosa, cuando, de repente, vi que mi mano empuñaba esta espada. Ya no estaba en la vaina y... —Tanis hizo una pausa, atragantándose.

—¿Ah sí? —le apremió Raistlin.

—El me la dió. Recuerdo que su mano tocó la mía. Él la sacó de la funda.

—¿Quién? —preguntó Gilthanas—. Ninguno de nosotros estábamos allí.

—Kith-Kanan...

10 La guardia Real. La sala de la Cadena.

Tal vez fuera sólo su imaginación, pero a medida que avanzaban por el pasadizo, la oscuridad parecía espesarse cada vez más y el aire parecía cada vez más frío. Sabían que esto último no era normal en una gruta, donde la temperatura acostumbra a mantenerse constante. De pronto pasaron ante una ramificación del túnel, pero a ninguno se le ocurrió tomarla, porque lo más probable es que los llevara de vuelta a la Cámara de los Antepasados y a la babosa herida.

—Gracias al elfo esa babosa casi nos mata —recriminó Eben,

—Me gustaría saber qué otras sorpresas nos aguardan aquí abajo...

Nadie contestó. Para entonces, todos percibían ya la aciaga sensación que Raistlin había mencionado. Disminuyeron el paso, y si continuaron caminando fue tan sólo gracias a la fuerza que les confería mantenerse unidos. Laurana, casi paralizada, se apoyó en la pared para no caerse. Deseaba que Tanis la reconfortara y la protegiera, como cuando de jóvenes se enfrentaban a enemigos imaginarios, pero el semielfo caminaba en primer lugar junto a Gilthanas. Cada uno debía enfrentarse individualmente a sus propios temores. En ese momento, Laurana resolvió que prefería morir antes de pedirle ayuda. Pensó que realmente estaba decidida a conseguir que Tanis se sintiese orgulloso de ella. Se apartó de la pared del viejo pasadizo, apretó los dientes y siguió caminando.

Súbitamente éste, acabó en una pared de roca. Cascajos y pedazos de piedra se amontonaban esparcidos al pie de un boquete abierto en la misma. Los compañeros tuvieron la sensación de que algo funesto fluía desde la oscuridad del agujero, algo que se mecía alrededor suyo, tocándoles con dedos invisibles. Se detuvieron, y nadie —ni siquiera el kender— osó atravesarlo.

—No es que tenga miedo —le confió Tas a Flint—, pero la verdad es que preferiría estar en cualquier otro lugar.

El silencio se hizo opresivo. Podían oír los latidos de su propio corazón y la respiración de los demás. La luz titilaba y fluctuaba en la temblorosa mano del mago.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Eben con voz ronca.

—¡Que entre el elfo, que es quien nos ha traído!

—Entraré —respondió Gilthanas—, pero me hará falta luz.

—Yo soy el único que debería tocar este bastón —siseó Raistlin. Tras una pausa añadió de mala gana: Iré contigo.

—Raistlin... —comenzó a decir Caramon, pero su hermano lo miró con frialdad.

—Iré con vosotros —murmuró el guerrero.

—No —dijo Tanis.

—Tú quédate aquí y ocúpate de los demás. Iremos Gilthanas, Raistlin y yo.

Gilthanas cruzó el agujero de la pared seguido del mago y de Tanis. La luz iluminó una estrecha habitación que se perdía en la oscuridad más allá del resplandor. A ambos lados de la misma, había dos hileras de grandes puertas de piedra. sujetas por inmensos goznes de hierro clavados directamente en la pared de roca. Raistlin sostuvo el bastón en alto, iluminando la sombría cámara. Los tres se dieron cuenta de que aquella aciaga sensación emanaba precisamente de aquel lugar.

—Las puertas están esculpidas —murmuró Tanis. La luz del bastón mostraba el relieve de unas figuras de piedra.

Gilthanas se las quedó mirando.

—¡El Yelmo Real! —dijo con voz entrecortada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tanis, sintiendo que el elfo le contagiaba su temor, como si se tratase de un virus infeccioso.

—Son las criptas de la Guardia Real. Los guardianes están obligados a seguir con su cometido incluso después de muertos, y a custodiar a su rey... al menos eso es lo que dice la leyenda...

—¡Las leyendas cobran vida de nuevo! —Raistlin se sobresaltó, agarrándose del brazo de Tanis. El semielfo oyó cómo, de pronto, los inmensos bloques de piedra se movían y los goznes de hierro crujían. Al volver la cabeza vio que las puertas comenzaban a abrirse. La cámara se llenó de un frío tan intenso que Tanis sintió que sus manos se entumecían. Algo se movía tras las puertas de piedra.

—¡La Guardia Real! ¡Las huellas que vimos debían ser suyas! —susurró Raistlin nervioso.— Son y no son humanos...

—¡No tenemos escapatoria! —dijo oprimiendo el brazo de Tanis cada vez más fuerte.

—A diferencia de los espectros del Bosque Oscuro, éstos sólo tiene una misión... ¡destrozar a cualquiera que cometa el sacrilegio de perturbar el descanso de su rey!

—¡Debemos intentar huir! —exclamó Tanis tratando de deshacerse de los finos pero firmes dedos del mago. Corrió hacia la entrada pero la encontró bloqueada por una figura.

—¡Dejadme pasar! —exclamó Tanis.

—¡Corred! ¿Quién sois... Fizban? ¡Estás loco, anciano! ¡Hemos de huir! ¡Los guardias muertos...!

—Oh, cálmate —murmuró el anciano.

—Los jóvenes sois unos alarmistas —se dio la vuelta y ayudó a alguien más a entrar. Era Goldmoon, su cabello relucía bajo la luz.

—Todo irá bien. ¡Mira! —El medallón que llevaba centelleaba con una luz azulada.

—Fizban dijo que si veían el medallón nos dejarían pasar y en el preciso momento en que lo dijo... ¡comenzó a brillar!

—¡No entréis! —Tanis se disponía a ordenarle que retrocediera, pero Fizban le golpeó el pecho con un dedo largo y huesudo.

—Eres un buen hombre, Tanis, semielfo, pero te preocupas demasiado. Veamos, lo mejor será que te tranquilices mientras nosotros intentamos enviar a esas pobres almas a descansar de nuevo. Ve y trae a los demás.

Tanis, demasiado asombrado para pronunciar palabra, contempló pasar a Goldmoon y a Fizban seguidos de Riverwind. Caminaron lentamente entre las hileras de puertas de piedra. El movimiento que se había iniciado tras cada una de las puertas, cesaba a su paso. Incluso a esa distancia, pudo sentir que aquella sensación funesta y maligna se evaporaba.

Cuando los demás llegaron a la derruida entrada, los ayudó a cruzarla, encogiéndose de hombros ante sus susurrantes preguntas. Laurana no le dirigió una sola palabra; ¡La mano de la muchacha estaba fría y ante su asombro, pudo ver que tenía los labios manchados de sangre. Tanis supuso que se los habría mordido para evitar gritar, por lo que, arrepentido, quiso decirle algo. Pero la elfa mantuvo la cabeza erguida y no se dignó mirarlo.

Todos se apresuraron a seguir a Goldmoon, pero Tasslehoff, que se detuvo para asomarse a una de las criptas, vio, tendida sobre un féretro de piedra, una enorme figura ataviada con una resplandeciente armadura. Unas manos esqueléticas asían la empuñadura de una inmensa espada que reposaba sobre el cuerpo de aquel ser. Tas lo observó con curiosidad, intentando comprender unas palabras grabadas en la puerta.

—Sothi Nuinqua Tsalarioth —leyó Tanis, que iba tras el kender.

—¿Qué significan?

—Fieles más allá de la muerte —respondió Tanis en voz baja.

Al fondo encontraron una doble puerta de bronce. Cuando Goldmoon la empujó, se abrió con facilidad, llevándolos a un pasaje triangular que desembocaba en una amplia sala. La sala estaba intacta. De las que habían visto hasta el momento, era la única del Sla-Mori que había sobrevivido al Cataclismo sin sufrir ningún daño. El motivo, como explicó Flint a todos los que quisieron escucharlo, era la maravillosa construcción realizada por enanos: concretamente las veintitrés columnas que sostenían el techo.

La única salida eran dos puertas gemelas situadas al fondo de la habitación. Flint, consintiendo al fin alejarse de las columnas, examinó las puertas y farfulló que desconocía lo que había tras ellas o dónde desembocaban. Tras una breve discusión, Tanis decidió que tomarían la de la derecha.

Comunicaba con un estrecho pasadizo que siguieron durante unos treinta pies, llegando a otra puerta de bronce que encontraron cerrada. Caramon empujó y tiró de ella con fuerza, pero no consiguió abrirla.

—Es inútil. Ni se ha movido.

Flint observó a Caramon durante unos instantes y finalmente se adelantó. Al examinar la puerta, resopló y sacudió la cabeza.

—¡Es una puerta falsa!

—¡Pues a mí me parece verdadera! —dijo Caramon, contemplándola con suspicacia.

—Incluso tiene bisagras.

—¡Claro que las tiene! No se construyen puertas falsas para que se note que son falsas... hasta un enano gully sabe eso.

—¡O sea que hemos llegado a un lugar sin salida! —exclamó Eben haciendo una mueca.

—Dejadme sitio —susurró Raistlin, dejando cuidadosamente su bastón contra la pared. Posando ambas manos sobre la puerta, apoyó con cuidado las yemas de los dedos y dijo:

—Khetsaram pakliol. —La pared irradió una brillante luz anaranjada.

—¡Apartaos! —Raistlin agarró a su hermano y le hizo retroceder en el preciso momento en que toda la pared, con puerta de bronce incluida, comenzaba a desplazarse.

—¡Rápido, antes de que vuelva a cerrarse! —dijo Tanis, y todos se apresuraron a cruzarla; Caramon sujetó a su hermano, que se tambaleaba.

—¿Estás bien? —le preguntó el guerrero cuando la pared se cerró tras ellos.

—Sí, me recuperaré. Es el primer hechizo del libro de encantamientos de Fistandantilus que formulo. El hechizo ha funcionado, pero no imaginé que me agotaría de esta manera.

Se encontraban en otro pasadizo que conducía en dirección oeste unos cuarenta pies, luego viraba bruscamente hacia el sur, después hacia el este, para continuar de nuevo hacia el sur, hasta que otra puerta de bronce les impedía el paso.

Raistlin sacudió la cabeza.

—Sólo puedo utilizar el encantamiento una vez, después no consigo recordarlo.

—Una bola de fuego sí que abriría esta puerta —dijo Fizban—. Creo que ahora recuerdo aquel hechizo.

—No, anciano —se apresuró a decir Tanis —. El paso es tan estrecho que nos freirías a todos. Tas, prueba tú...

Situándose frente a la puerta, el kender la empujó.

—¡Vaya! Si está abierta —dijo, contrariado por no haber tenido que forzar la cerradura, y asomó la cabeza. —Otra habitación.

Entraron con cautela. Raistlin iluminó la sala con la luz de su bastón. La habitación era circular, de unos cien pies de diámetro. Justo frente a ellos, había, una vez más, otra puerta de bronce, y en el centro de la habitación...

—Una columna falsa —dijo Tas entre risas—. Mira, Flint. ¡Los enanos construyeron una columna falsa!

—Si es así, seguro que debieron tener buenos motivos —profirió el enano apartando al kender a un lado para examinar la alta y esbelta columna. Estaba marcadamente inclinada.

—Hummm... —murmuró Flint atónito—. Veamos... ¡No es una columna, zoquete! ¡Es una inmensa cadena! Mira está fijada al suelo mediante una cartela de hierro.

—¡Eso significa que estamos en la Sala de la Cadena! —exclamó Gilthanas, preso de gran excitación.

—Este es el famoso mecanismo que defiende Pax Thar-kas. Debemos estar llegando a la fortaleza.

Los compañeros se agolparon alrededor de la cadena, contemplándola maravillados. Cada eslabón era tan grande como Caramon, y tan grueso como el tronco de un roble.

—¿Para qué sirve? —preguntó Tasslehoff, deseando trepar por la inmensa cadena.

—¿Adónde lleva?

—Hacia el propio mecanismo —respondió Gilthanas—. Respecto a cómo funciona, deberás preguntárselo al enano, pues yo no sé nada de ingeniería. Pero si se desenganchara la cadena... —dijo señalando la cartela de hierro del suelo—, comenzarían a caer grandes bloques de granito tras las verjas de la fortaleza, y entonces, nadie en todo Krynn sería capaz de entrar.

Mientras el kender seguía mirando hacia arriba, intentando entrever el impresionante mecanismo, Gilthanas se reunió con los demás, que exploraban la habitación.

—¡Mirad esto! —exclamó finalmente, señalando el débil contorno de una puerta trazado sobre la pared norte.

—¡Una puerta secreta! ¡Debe de ser la entrada!

—Ahí está la cerradura —dijo Tasslehoff dejando de observar la cadena y señalando un pedazo de piedra.

—Los enanos se equivocaron, esta puerta es falsa y se nota que es falsa.

—Por tanto no debemos fiarnos —dijo terminantemente el enano.

—¡Bah! Los enanos también tienen días malos, como todo el mundo —dijo Eben intentando abrir la cerradura.

—¡No la abras! —exclamó Raistlin de repente.

—¿Por qué no? —preguntó Sturm. .

—¿Acaso quieres alertar a alguien antes de que consigamos entrar en Pax Tharkas?

—Caballero, si quisiera traicionaros, ¡podía haberlo hecho ya mil veces! Tras esa puerta percibo un poder superior al que haya sentido desde... —Se detuvo, temblando.

—¿Desde cuándo? —le preguntó suavemente Caramon.

—¡Desde las torres de la Alta Hechicería! Os aviso, ¡no abráis esa puerta!

—Comprueba adónde se dirige la puerta del sur —le dijo Tanis al enano.

Flint se dirigió a ella y la empujó.

—Da a un pasaje exactamente igual a los anteriores —informó.

—El camino a Pax Tharkas debe atravesar una puerta secreta —repitió Gilthanas y, antes de que nadie pudiese detenerlo, tiró de la cerradura de piedra. La puerta tembló y comenzó a abrirse lentamente hacia dentro.

—¡Te arrepentirás de esto! —exclamó Raistlin.

Cuando la puerta terminó de abrirse pudieron ver una amplia sala, llena de relucientes y brillantes objetos. A través de una espesa capa de polvo, se entreveía una masa amarillenta.

—¡La cámara del tesoro! —gritó Eben.

—Hemos encontrado el tesoro de Kith-Kanan!

—Puro oro —dijo fríamente Sturm.

—No tiene ningún valor en estos tiempos que corren y en los que sólo el acero vale algo... —El tono de su voz fue bajando y, de pronto, los ojos se le salieron de las órbitas.

—¿Qué ocurre? —gritó Caramon, desenvainando la espada.

—¡No lo sé!

—¡Yo sí! —Raistlin dio un respingo cuando una misteriosa forma comenzó a materializarse ante sus ojos.

—¡Es el espíritu de un elfo oscuro! ¡Os dije que no abrierais esa puerta!

—¡Haced algo! —gritó Eben tambaleándose.

—¡Apartad vuestras armas, insensatos! —exclamó Raistlin en un agudo susurro.

—¡No podéis luchar contra él! Su toque es mortífero, y si gime mientras nos encontramos entre estas cuatro paredes, estamos perdidos. ¡Sólo con su afilada voz ya es capaz de matar! ¡Corred, corred todos! ¡Rápido! ¡Por la puerta sur!

Mientras retrocedían, vieron cómo la forma continuaba materializándose en la penumbra de la cámara del tesoro, tomando los rasgos gélidos y desfigurados de un drow, un ser maligno de eras pasadas, que había sido ejecutado como castigo por sus crímenes indecibles y cuyo espíritu habían encadenado, posteriormente, los poderosos hechiceros elfos, obligándolo a custodiar el tesoro del rey eternamente. Ante la presencia de seres vivos, extendió los brazos, anhelante del calor de la carne, y abrió la boca para gritar su odio hacia todos los vivientes.

Los compañeros se giraron rápidamente y huyeron hacia la puerta de bronce, tropezando los unos con los otros por la prisa. Caramon, sin quererlo, empujó a su hermano, haciendo que a Raistlin se le cayera el bastón, que no obstante siguió encendido, pues el cristal mágico sólo puede ser destruido por el fuego que expelen los dragones. De todas formas, ahora su luz dejó de iluminar la habitación, sumiéndola en la penumbra.

Al ver que sus presas escapaban, el espíritu voló a la Sala de la Cadena, rozando la mejilla de Eben con sus manos. El hombre, al sentir aquel roce horripilante y abrasador, cayó desmayado. Sturm lo recogió y lo arrastró fuera de la habitación, al tiempo que Raistlin recuperaba su bastón y, junto con Caramon, conseguían salir de la sala.

—¿Falta alguien? —preguntó Tanis, resistiéndose a cerrar la puerta. Pero en aquel momento oyó un áspero gemido, tan tenebroso, que sintió que el corazón le dejaba de latir. El terror lo paralizó. No podía respirar. El gemido cesó y el corazón le dio un vuelco. El espíritu aspiró profundamente, dispuesto a gemir de nuevo.

—¡No hay tiempo de asegurarnos! —exclamó Raistlin.

—¡Hermano, cierra la puerta!

Caramon apoyó todo su peso sobre la puerta de bronce, cerrándola de un portazo que resonó en toda la sala.

—¡Esto no le detendrá! —gritó Eben espantado.

—No —dijo Raistlin en voz baja.

Su magia es mucho más poderosa que la mía. Voy a intentar formular un hechizo, aunque me temo que me debilitará bastante; os sugiero que corráis mientras podáis. Aunque yo falle, tal vez pueda detenerlo.

—Riverwind, adelántate con los demás —ordenó Tanis. —Sturm y yo nos quedaremos con Raistlin y Caramon.

El resto se deslizó por el oscuro corredor, temerosos, volviendo la cabeza de tanto en tanto para observarlos. Raistlin, haciendo caso omiso de ellos, le pasó el bastón a su hermano. La luz del cristal relampagueó al quedar en manos de un extraño.

El mago apoyó las manos sobre la puerta, apretando las palmas contra ella. Cerrando los ojos, intentó concentrarse para olvidar todo lo que no fuese su magia.

—Kalis-an budrnnin... —Sintió un frío terrible y su concentración se rompió.

¡El elfo oscuro había reconocido su encantamiento e intentaba romperlo! Acudieron a su mente imágenes de otra batalla librada contra un elfo oscuro en las torres de la Alta Hechicería. Hizo un denodado esfuerzo para intentar apartar de su mente el terrorífico recuerdo de una lucha que había destrozado su cuerpo y que casi había conseguido destrozarle la mente, pero notó que estaba perdiendo el control. ¡Había olvidado las palabras! La puerta tembló. ¡El espíritu elfo iba a cruzarla!

Entonces, de su interior más recóndito surgió una fuerza que anteriormente sólo había sentido en dos ocasiones: en las torres, y en Xak Tsaroth, sobre el altar del dragón negro. Aquella conocida voz que su mente escuchaba claramente, pero que no conseguía identificar, le repetía las palabras del encantamiento. Raistlin las vociferó ahora con una voz grave y clara, que no era la suya.

—Kalis-an budrnnin kara-emarath.

Al otro lado de la puerta se oyó un gemido de derrota, de fracaso. La puerta permaneció cerrada y el mago se desmayó.

Caramon le pasó el bastón a Eben y, tomando a su hermano en brazos, fue en busca de los demás que, a tientas, buscaban la salida del oscuro pasadizo. Flint abrió fácilmente otra puerta secreta que los llevó a una nueva serie de túneles cortos y llenos de escombros. Temblando de miedo, los compañeros consiguieron seguir avanzando. Al final aparecieron en una amplia habitación, repleta de montones de cajas de madera desde el suelo hasta el techo. Riverwind prendió una antorcha que había en la pared. Las cajas estaban cerradas con clavos; algunas llevaban una etiqueta en la que se leía SOLACE, en otras decía GATEWAY.

—¡Lo hemos conseguido! Estamos dentro de la fortaleza, en las bodegas de Pax Tharkas —dijo Gilthanas sonriendo victorioso.

—¡Loados sean los verdaderos dioses! —suspiró Tanis dejándose caer en el suelo; los demás lo imitaron. Fue entonces cuando se percataron de que Fizban y Tasslehoff no estaban con ellos.

11 Perdidos. El plan. ¡Traicionados!

Tasslehoff nunca pudo recordar con exactitud aquellos últimos y terroríficos momentos en la Sala de la Cadena. Recordaba haber preguntado:

—¿Un elfo oscuro? ¿Dónde?

Recordaba también haberse puesto de puntillas desesperadamente para intentar ver algo, y haber oído cómo el bastón de Raistlin caía al suelo. Había oído gritar a Tanis, y por encima de todo, había escuchado un gemido que le hizo perder totalmente el sentido de la orientación. Unos segundos después, unas manos firmes le agarraron por la cintura, alzándolo en el aire.

—¡Trepa! —gritó una voz detrás suyo.

Tasslehoff extendió las manos, palpó el frío metal de la cadena y comenzó a trepar. A lo lejos oyó un portazo, y después el gélido gemido del elfo oscuro, aunque esta vez no sonaba amenazador sino más bien como un grito de rabia y enfado. Tas supuso que aquello significaba que sus amigos habían escapado.

—¿Cómo podré encontrarlos de nuevo? —se preguntó a sí mismo, sintiéndose súbitamente desanimado. Un segundo después percibió un murmullo detrás suyo. Era Fizban. Aquello le alegró, significaba que no estaba solo.

Una espesa capa de oscuridad envolvía al kender. Continuó trepando a ciegas, y cuando empezaba a sentirse sumamente fatigado, notó que una ráfaga de aire fresco acariciaba sus mejillas. Supuso que debía estar llegando al lugar de enlace de la cadena y el mecanismo. ¡Si pudiera ver algo! Entonces recordó que al fin y al cabo, estaba con un mago.

—¿Podríamos disponer de luz? Esto está muy oscuro.

—Ya sé que estamos en un apuro.

—¡Un apuro no! ¡Está oscuro, necesitamos luz! —dijo Tas pacientemente, colgándose de un eslabón.

—Me parece que estamos llegando al final de este artefacto y deberíamos echar un vistazo a nuestro alrededor.

—Sí, claro... Veamos... luz... —Tas oyó que el mago rebuscaba en sus bolsas y bolsillos. De repente encontró lo que buscaba y lanzó un pequeño chillido de triunfo. Murmuró unas palabras y, una pequeña seta luminosa, azulada y amarilla, apareció junto a su sombrero.

La seta revoloteó por el aire, danzando alrededor de Tasslehoff como si le estuviera examinando, para regresar poco después junto al ufano mago. Tas estaba entusiasmado. Se le ocurrieron toda clase de preguntas sobre aquella maravillosa seta luminosa, pero se sentía completamente debilitado y el viejo mago estaba al borde del colapso. Pensó que lo mejor sería encontrar primero una manera de salir de allí.

Al mirar hacia arriba vio que, tal como se había imaginado, se hallaban en la parte más alta de la fortaleza. La cadena ascendía hasta una inmensa y dentada rueda de madera, engarzada a un eje de hierro fijado a una sólida roca. Los dientes de la rueda eran enormes. Una vez superada la rueda, la cadena seguía su curso, desapareciendo en un túnel de la pared derecha.

—Treparemos por el engranaje y seguiremos hasta el túnel por la cadena —dijo el kender señalándolo.

—¿Podrías enviar la seta ahí arriba?

—¡Seta... dirígete a la rueda! —ordenó Fizban.

La luz fluctuó en el aire durante unos segundos, luego comenzó a danzar de un lado a otro, como si quisiera darles a entender que se negaba a cumplir la orden.

Fizban frunció el ceño.

—¡Seta... a la rueda! —repitió con firmeza.

La seta volvió a revolotear hasta esconderse tras su sombrero. El mago casi se cae al intentar agarrarla, pero recuperó el equilibrio, sujetándose nuevamente con brazos y piernas. Disfrutando del juego, la seta luminosa comenzó a bailar a su alrededor.

—Um... bueno, después de todo, tenemos suficiente luz —farfulló Tasslehoff.

—¡Son tan desobedientes estas nuevas generaciones! —refunfuñó Fizban.

—Su padre era un hongo luminoso... —La voz del viejo mago fue perdiéndose al reanudar el ascenso. La seta luminosa seguía revoloteando alrededor de su abollado sombrero.

Al poco rato, Tas alcanzó el primer diente de la rueda y descubrió que estaba tallado toscamente, por lo que resultaba fácil trepar por él. Fizban, con la túnica arremangada a la altura de las caderas, le seguía con sorprendente agilidad.

—¿Podrías pedirle a la seta que ilumine el túnel? —preguntó el kender.

—¡Seta... al túnel! —ordenó Fizban, que continuaba atenazado con sus huesudas piernas a uno de los eslabones de la cadena.

La seta luminosa pareció meditar la orden. Un momento después voló lentamente hasta la entrada del túnel y se detuvo.

—¡Dentro del túnel!

La seta luminosa se negó.

—Creo que le da miedo la oscuridad —dijo Fizban disculpándola.

—¡Por todos los dioses! ¡Qué extraordinario! —el kender estaba atónito.

—Bueno, si se queda donde está, creo que dispondré de suficiente luz para abrirme camino hasta el túnel. Debe haber una distancia de unos quince pies, con el pequeño inconveniente de tener que dar un salto sobre un hueco de cientos de pies de profundidad, que acaba en ese frío suelo de roca, pensó Tas.

—Deberían haberla engrasado—dijo Fizban examinando la cadena con ojo crítico.

—Ya no se trabaja como antes. ¡Hoy en día sólo se hacen chapuzas!

—Pues yo estoy muy contento de que no se les haya ocurrido semejante idea —dijo Tas sin dejar de trepar. Cuando se hallaba a medio camino, el kender percibió claramente las consecuencias de caer desde una altura semejante: ir cayendo y cayendo hasta estrellarse contra aquella dura roca...

—¡No te detengas! —le gritó Fizban, que seguía trepando tras él.

Tas se dirigió rápidamente hacia la entrada del túnel, donde los esperaba la seta luminosa. Una vez alcanzado el objetivo, se soltó de la cadena, y cayó sobre suelo de piedra desde una altura de unos cinco pies. La seta entró como una flecha tras él, y unos segundos después, también Fizban alcanzaba la entrada del pasadizo. El viejo mago había dado un traspié en el último momento, pero Tas, le había puesto a salvo agarrándolo de la túnica.

Cuando se hallaban descansando, sentados en el suelo, Fizban soltó un bufido.

—¡Mi bastón!

—¿Qué pasa con tu bastón? —bostezó Tas, preguntándose qué hora sería.

Fizban se puso en pie.

—Me lo he dejado allá abajo —murmuró dirigiéndose hacia la cadena.

—¡Espera! ¡No puedes volver!

—¿Quién me lo prohíbe?

—Bueno, lo que quiero decir... es..., que sería demasiado peligroso. Comprendo cómo te sientes... yo también he dejado allí mi vara jupak...

—Hmmmmm... —musitó desconsolado Fizban, volviéndose a sentar.

—¿Era un bastón mágico?

—Nunca lo supe a ciencia cierta.

—Bueno, tal vez cuando todo esto haya acabado podamos recuperarlo. Ahora intentemos encontrar algún lugar para descansar.

Echó un vistazo al túnel. Tenía unos siete pies de altura. La inmensa cadena continuaba su recorrido a lo largo del techo. De ella pendían numerosas pequeñas cadenas que cruzaban el pasadizo e iban a dar a un pozo. Al asomarse al hueco, Tas pudo entrever las siluetas de gigantescos pedruscos.

—¿Qué hora crees que es? —preguntó Tas.

—La hora del almuerzo. La verdad es que podríamos descansar aquí mismo. Este lugar es tan seguro como cualquier otro. —Fizban volvió a sentarse y sacando un puñado de quith-pa, lo masticó ruidosamente. La seta luminosa comenzó a revolotear hasta posarse sobre el ala de su sombrero.

Tas se sentó junto al mago y empezó a comer su ración de frutos secos. De pronto comenzó a olisquear, sentía un olor extraño, como si alguien estuviese quemando unos viejos calcetines. Alzó la mirada, suspiró y tiró de la túnica del anciano.

—Um... Fizban... Se te está quemando el sombrero.

—Flint —dijo Tanis severamente—. Te lo digo por última vez... estoy tan preocupado como tú de que hayamos perdido a Tas, ¡pero no podemos regresar! Está con Fizban, y conociendo a ese par, seguro que se las arreglan para salir del embrollo en el que se encuentren.

—Eso si es que no destruyen antes la fortaleza —refunfuñó Sturm.

El enano se frotó los ojos, giró sobre sus talones y se dirigió hacia una esquina, dejándose caer al suelo, malhumorado.

Tanis volvió a sentarse. Comprendía el estado de ánimo de Flint. Era extraño, había sentido la tentación de estrangular al kender tantas veces, y ahora que no estaba allí lo echaba de menos. Tasslehoff poseía una innata e inagotable jovialidad que lo convertía en un maravilloso compañero. Nada conseguía amedrentarlo y, por tanto, nunca se rendía. y cuando se encontraba en un aprieto, jamás perdía el rumbo. Tal vez su actuación no fuese siempre la correcta, pero al menos estaba dispuesto a actuar. Tanis sonrió con tristeza. Confiaba en que ésta no fuera la última aventura del kender.

Los compañeros descansaron durante un rato, comieron quith-pa y bebieron agua fresca de un pozo que encontraron. Raistlin recuperó el conocimiento pero no quiso comer nada; tomó un sorbo de agua, y volvió a tenderse. Fue Caramon quien —con cautela, pues tenía miedo que aquello le disgustara —le comunicó la noticia de la desaparición de Fizban. Pero Raistlin simplemente se encogió de hombros, cerró los ojos y se sumergió en un profundo sueño.

Cuando Tanis sintió que recuperaba fuerzas, se puso en pie y se reunió con Gilthanas, quien se hallaba concentrado examinando un mapa. Al pasar ante Laurana, que estaba sentada sola, le sonrió. Ella fingió no darse cuenta y Tanis suspiró. Se arrepentía de haber sido tan duro con ella en el Sla-Mori. Debía admitir que en los momentos de peligro, la muchacha se había comportado con valentía. Había hecho todo lo que se le había ordenado, rápidamente y sin hacer preguntas. Tanis resolvió pedirle disculpas, pero primero necesitaba hablar con Gilthanas.

—¿Cuál es el plan? —preguntó sentándose sobre una de las canastas de la bodega.

—Sí, ¿dónde estamos? —preguntó Sturm. A los pocos segundos, todos se sentaban alrededor del mapa excepto Raistlin, quien, aunque simulaba dormir, no logró engañar a Tanis que observó cómo entre los párpados supuestamente cerrados del mago, relucía una rendija dorada.

Gilthanas extendió el mapa sobre el suelo.

—Aquí están la fortaleza de Pax Tharkas y las minas. Nos encontramos en las bodegas, en el nivel más bajo. Después de este corredor, a unos cincuenta pies de aquí, están las celdas de mujeres. Aquí está el cubil de Ember, uno de los dragones rojos. El dragón es tan grande que el cubil se extiende hasta el nivel de la superficie, comunicando además con la habitación de Lord Verminaard en el primer nivel y con una galería del segundo nivel que da a cielo abierto.

Gilthanas sonrió con amargura.

—En el primer nivel, tras las habitaciones de Verminaard, está la prisión donde encierran a los niños. El Señor del Dragón es muy astuto al mantener a los prisioneros separados; sabe que las mujeres nunca accederán a huir sin sus hijos, y que los hombres no se fugarán sin sus familias. Los niños están vigilados por un segundo dragón rojo. Los hombres —unos trescientos—, trabajan en las minas de las montañas, donde trabajan, además, varios cientos de enanos gully.

—Por lo que se ve, sabes mucho de Pax Tharkas —dijo Eben.

Gilthanas le miró con furia.

—¿Qué insinúas?

—No insinúo nada. Sólo que para no haber estado nunca aquí, sabes muchas cosas sobre este lugar. ¿Y no es una extraña casualidad que en el Sla-Mori nos topásemos con varios seres que casi nos matan?

—Eben, ya estamos hartos de tus sospechas —dijo Tanis hablando pausadamente.

—No creo que ninguno de nosotros sea un traidor, pues, como dice Raistlin, si alguno lo fuera podría habernos traicionado anteriormente. ¿Qué sentido tendría el habernos dejado llegar hasta aquí?

—Entregarme a mí y los Discos a Lord Verminaard—dijo Goldmoon en voz baja.

—Tanis, él sabe que estoy aquí. Él y yo estamos unidos por nuestra fe.

—¡Eso es ridículo! —espetó Sturm.

—No, no lo es —dijo Goldmoon.

—Recordad que las constelaciones que faltan son dos. Una de ellas es la de la Reina de la Oscuridad. De las pocas cosas que he conseguido averiguar sobre los Discos de Mishakal, es que la reina también es una de las antiguas diosas. Los dioses del bien compiten con los del mal, y los dioses de la neutralidad intentan mantener el equilibrio. Verminaard venera a la Reina de la Oscuridad tal como yo venero a Mishakal: esto es lo que quiso decir mi diosa al declarar que nosotros debíamos restablecer el equilibrio. A lo único que teme Verminaard es al mensaje de los antiguos dioses del bien, del cual yo soy portadora. Por tanto, está ejerciendo todo su poder para encontrarme. Cuanto más tiempo permanezca aquí...

—Razón de más para que dejemos de discutir —declaró Tanis dirigiéndole una mirada a Eben.

El luchador se encogió de hombros.

—Ya he hablado lo suficiente. Estoy con vosotros.

—¿Cuál es tu plan, Gilthanas? —preguntó Tanis, irritado al notar que Sturm, Caramon y Eben intercambiaban una rápida mirada. Tres humanos unidos contra los elfos, pensó. Tal vez el que esté equivocado sea yo, al creer en la lealtad de Gilthanas por el mero hecho de ser un elfo.

Gilthanas también vio el intercambio de miradas. Durante unos segundos les devolvió la mirada fijamente, sin parpadear, luego comenzó a hablar en tono comedido, eligiendo cuidadosamente sus palabras, como si temiese revelar más de lo necesario.

—Cada mañana, diez o doce mujeres abandonan su celda para llevarles la comida a los hombres que trabajan en las minas. Así, el Gran Señor permite que los hombres comprueben que él respeta su parte del trato. Por el mismo motivo se permite a las mujeres visitar a los niños una vez al día. Mis guerreros y yo habíamos planeado disfrazarnos de mujeres, ir a las minas y explicarles a los hombres nuestra intención de liberarlos, alertándolos para que estuviesen preparados para la rebelión. A parte de esto, no habíamos planeado nada más, sobre todo en lo que respecta a la liberación de los niños. Nuestros espías nos informaron que había algo extraño en el dragón que los vigila, pero no pudimos averiguar qué.

—¿Qué espí...? —comenzó a preguntar Caramon, pero al ver la mirada de Tanis, cambió la pregunta.

—¿Cuándo daremos el golpe?

—El golpe será mañana por la mañana, aprovechando que Lord Verminaard y Ember se reúnen con sus ejércitos en las afueras de Qualinesti. Hace mucho tiempo que preparan esta invasión, por lo que no creo que quieran perdérsela.

El grupo siguió discutiendo el plan durante varios minutos, ultimándolo, coincidiendo todos ellos en que parecía viable. Mientras los demás recogían sus cosas, Caramon despertó a su hermano. Sturm y Eben abrieron la puerta que llevaba al corredor, que parecía vacío, aunque podía escucharse el débil sonido de unas risas de borracho provenientes de una habitación que había enfrente. Debían ser draconianos. Cautelosamente, el grupo se deslizó por el oscuro y sórdido pasadizo.


Tasslehoff se hallaba en el centro de lo que había denominado la Sala del Mecanismo, mirando hacia el corredor tenuemente iluminado por la seta luminosa. El kender comenzaba a desanimarse. Este era un sentimiento que no tenía a menudo y que además le producía náuseas.

—Tiene que haber alguna forma de salir de aquí —murmuró el kender.

—¡Seguramente de tanto en tanto revisan el mecanismo, o vienen a admirarlo, o traen a grupos de turistas para que lo visiten, o algo!

Él y Fizban habían pasado mucho tiempo recorriendo el túnel de un lado a otro, reptando entre las innumerables cadenas. No encontraron nada. Era húmedo, frío y estaba cubierto de polvo.

—Hablando de luz —dijo el viejo mago de pronto. —Echa un vistazo a esto.

Tasslehoff miró. Por una grieta que había en la parte baja de la pared cercana a la entrada del pasadizo se veía una pequeña rendija de luz. De pronto oyeron unas voces y la luz aumentó de intensidad, como si en la habitación que tenían debajo hubiesen prendido varias antorchas.

—Tal vez podamos salir por aquí —dijo el anciano.

Tas se arrodilló y pegó el ojo a la grieta.

—¡Ven! ¡Mira!

Se veía una amplia habitación lujosamente amueblada. ¡Eran los aposentos de Lord Verminaard!

Las habitaciones privadas de Verminaard habían sido decoradas con toda clase de objetos bellos, delicados y, sobre todo, valiosos, hallados en sus dominios. En el centro había un trono suntuoso. De las paredes pendían extraños y principescos espejos de plata, distribuidos de tal forma que no importaba hacia donde dirigiera la vista un aterrorizado prisionero, porque, mirara donde mirara, siempre se encontraba con los fulminantes ojos del Señor del Dragón, que echaban chispas bajo su grotesco casco astado.

—¡Debe ser Verminaard! ¡Seguro que es él! —le susurró Tas a Fizban. El kender contuvo la respiración, sobrecogido.

—Y aquél debe ser su dragón, Ember, el que mató a los elfos en Solace, según contó Gilthanas.


Ember, o Pyros —su verdadero nombre sólo lo conocían los draconianos u otros dragones, nunca los simples mortales—, era un viejo e inmenso dragón rojo. Pyros había sido una recompensa otorgada por la Reina de la Oscuridad a Lord Verminaard, aunque en realidad, su verdadera misión era no perder de vista a Verminaard, cuyo temor a los verdaderos dioses se había incrementado con el tiempo. En Krynn, todos los Señores de los Dragones poseían un dragón, aunque tal vez no tan fuerte e inteligente como Pyros, pues éste cumplía una importantísima misión, desconocida incluso por su mismo amo . Se la había asignado directamente la Reina de la Oscuridad, y sólo ella y su malvada hueste la conocían.

El cometido de Pyros era buscar en esa parte de Ansalon a un hombre, un hombre de muchos nombres. La Reina de la Oscuridad le llamaba el Hombre Eterno. Los dragones le llamaban el Hombre de la Joya Verde. Su nombre humano era Berem. Y la causa de que Pyros estuviese en las habitaciones de Verminaard aquella tarde, cuando en realidad hubiese preferido estar echando la siesta en su cubil, era la búsqueda de aquel humano.

Pyros había sido informado de que Fewmaster Toede traía a dos prisioneros para ser interrogados y siempre cabía la posibilidad de que Berem fuese uno de ellos. Por ese motivo, el dragón asistía siempre a los interrogatorios, aunque la mayoría de las veces experimentaba un profundo aburrimiento. El único momento que le parecía interesante, era cuando Verminaard ordenaba arrojar a uno de sus prisioneros como «alimento del dragón».

Pyros se hallaba tendido a lo largo del enorme salón del trono, llenándolo por completo. Tenía las inmensas alas plegadas, moviéndose al ritmo de su respiración, cual un gran mecanismo ideado por un gnomo. Dormitaba, roncando y moviéndose ligeramente. De pronto una vasija cayó al suelo haciéndose añicos. Verminaard alzó la vista de la mesa en la que examinaba un mapa de Qualinesti.

—Será mejor que te transformes antes de destrozarlo todo —gruñó.

Pyros abrió un ojo, observó fríamente a Verminaard unos instantes y, de mala gana, formuló una breve palabra mágica. El gigantesco dragón rojo comenzó a rielar como un espejismo. El monstruoso dragón comenzó su metamorfosis hasta convertirse en un insignificante hombre moreno, de cara delgada y sesgados ojos rojos. Vestido con una túnica violácea, Pyros, el hombre, caminó hasta una mesa y una silla colocadas cerca del trono de Verminaard. Tomó asiento, cruzó los brazos y observó con odio manifiesto la amplia y musculosa espalda de Verminaard.

De pronto se oyó un golpe en la puerta.

—Pasad —ordenó Verminaard.

Un guardia draconiano abrió la puerta, haciendo entrar a Fewmaster y a sus prisioneros. Después se retiró, cerrando tras él la inmensa puerta de bronce y oro. Verminaard continuó estudiando su plan de batalla, haciendo esperar a Fewmaster un largo rato. Cuando acabó, dirigió una condescendiente mirada a Toede y poniéndose en pie, se encaminó hacia el trono, que estaba laboriosamente tallado imitando las fauces de un dragón.

Verminaard tenía un aspecto imponente. Era alto y corpulento y vestía una escamada armadura azul oscuro y oro. La terrorífica máscara de los Señores de los Dragones ocultaba su rostro. Moviéndose con una gracia notable para un hombre tan robusto, se recostó en el trono cómodamente, y su mano, enfundada en cuero, comenzó a acariciar descuidadamente una maza negra y oro que tenía a su lado.

Verminaard dirigió una iracunda mirada a Toede y a los dos cautivos. Sabía perfectamente que Toede los había apresado sólo para expiar la desastrosa pérdida de la enviada de Mishakal. El Señor del Dragón había sido informado por los draconianos de que una mujer, cuya descripción coincidía con la de la mujer sacerdotisa, se hallaba entre los prisioneros capturados en Solace pero había conseguido escapar; su furia fue terrorífica.

Toede casi había pagado aquel error con su vida. Como el goblin era un ser plañidero y rastrero, Verminaard había decidido no concederle audiencia en todo el día, sin embargo había cambiado de opinión, pues tenía la molesta sensación de que en sus dominios no todo marchaba como debiera.

¡Es esa maldita sacerdotisa! —pensaba Verminaard. Podía percibir su poder cada vez más cerca, lo cual le hacía sentir nervioso e inquieto. Examinó rápidamente a los prisioneros de Toede, y al ver que ninguno de ellos coincidía con la descripción que tenía de los invasores de Xak Tsaroth, frunció el ceño tras su máscara.

La reacción de Pyros fue diferente. El transfigurado dragón se levantó y golpeó la mesa con sus huesudas manos con tal ferocidad, que dejó la marca de sus dedos en la madera. Temblando exaltado, tuvo que hacer un gran esfuerzo para sentarse de nuevo y calmarse. El único reflejo de su alborozo interno eran sus ojos, que ardían con una llama devoradora mientras observaba a los prisioneros.

Uno de los detenidos era un enano gully, era Sestun. Se hallaba encadenado de manos y pies —Toede no quería correr ningún riesgo—, y casi no podía andar. Tambaleante y aterrorizado, cayó de rodillas ante el Señor del Dragón. El otro prisionero, al que Pyros observaba, era un hombre cubierto de harapos, que mantenía la vista fija en el suelo.

—¿Por qué te molestas en traerme a estos miserables? —gruñó Verminaard.

Toede, temblando como una hoja, tragó saliva e inmediatamente rompió a hablar.

—Este prisionero —dijo pateando a Sestun— fue el que liberó a los esclavos de Solace, y a este otro —señaló al hombre, quien levantó la cabeza aturdido y con expresión de asombro en el rostro— le encontramos vagando por los alrededores de Gateway, a la cual, como bien sabes, está prohibido acercarse si no se pertenece al ejército.

—¿Y por qué me los has traído a mí? Arrójalos a las minas con toda esa gentuza.

Toede tartamudeó. —Creí qu-que po-po-día ser un-un esp-esp-ía...

El Señor del Dragón examinó al harapiento atentamente. Era alto y tendría unos cincuenta años. Tenía el cabello canoso y el rostro moreno y curtido, marcado por el paso del tiempo. Parece ser un mendigo, y es probable que lo sea, pensó Verminaard con repugnancia. Realmente no había nada extraño en él, excepto sus ojos, que brillaban con jovialidad. También sus manos eran las de un hombre en la flor de la vida. Seguramente debía tener sangre de elfo...

—Este hombre es un imbécil —dijo Verminaard finalmente.

—Mírale, embobado como un pez recién pescado.

—Cr-cre-o que es, um, sordomudo, mi señor —dijo Toede sudando.

Verminaard torció la nariz. Ni la máscara que cubría su rostro bastaba para mantener alejado aquel asqueroso olor a sudor de goblin.

—O sea que has capturado a un enano gully y a un espía que no puede ni oír ni hablar —dijo Verminaard en tono mordaz.

—¡Bravo, Toede! ¡Quizás lo próximo que me traigas sea un ramillete de flores!

—Si esto es lo que su señoría desea... —respondió con solemnidad Toede al tiempo que hacía una reverencia.

Verminaard no pudo evitar reírse bajo la máscara. Toede era una criatura tan entretenida y divertida; era una lástima que no se le pudiera enseñar a lavarse de tanto en tanto. Verminaard hizo una seña con la mano.

—Llévatelos, y retírate.

—¿Qué hago con los prisioneros, señor?

—Al enano gully se lo serviremos de cena a Ember esta noche, y a tu espía, llévale a las minas. No obstante, será mejor que le vigiles de cerca... ¡parece muy peligroso!

Pyros apretó los dientes, pensando que Lord Verminaard era un necio.

Toede volvió a saludar.

—Venga, vamos —gruñó, tirando de las esposas y haciendo que el hombre lo siguiese.

—¡Tú también! —chilló empujando a Sestun con el pie. Fue inútil. El enano gully al oír que iba a servir de alimento al dragón, se había desmayado. Tuvieron que avisar a un draconiano para que se lo llevara de allí.

Verminaard se levantó del trono y se dirigió hacia la mesa. Enrolló el mapa y se lo dio a Pyros.

—Envía un grifo con esta información. Mañana por la mañana destruiremos Qualinesti. Quiero que estés preparado para cuando te haga llamar.

Cuando las grandes puertas se cerraron tras el Señor del Dragón, Pyros, aún con forma humana, se puso en pie y comenzó a caminar nerviosamente arriba y abajo de la habitación. Unos instantes después se oyó un golpe en la puerta.

—¡Lord Verminaard se ha retirado a sus habitaciones! —gritó Pyros enojado por la interrupción.

Alguien entreabrió la puerta.

—Es a vos a quien deseo ver, alteza —Susurró un draconiano.

—Entra, pero sé breve.

—El traidor ha triunfado, mi señor. Sólo ha podido escabullirse unos pocos segundos, para que no sospechasen de él, pero nos lo ha confirmado... ha traído a la sacerdotisa.

—¡Acabad con ella! A mí no me interesa —gruñó Pyros. —Estas noticias incumben a Lord Verminaard, pero no a mí. Llévasela a él. No, aguarda...

—Como me ordenasteis, vine a vos en primer lugar —dijo el draconiano disculpándose, dispuesto a retirarse con prontitud.

—No te marches. La sacerdotisa no me sirve pero puede serme de utilidad..., hay mucho más en juego... Debo ver a nuestro traicionero amigo. Tráelo a mi cubil esta noche y no informes a Lord Verminaard, aún no. Podría entrometerse. Por ahora Qualinesti le mantiene ocupado...

Cuando el draconiano saludó y dejó el salón del trono, Pyros comenzó a pasear de nuevo arriba y abajo de la habitación, frotándose las manos, sonriente.

12 La parábola de la joya. El traidor al descubierto. El dilema de Tas.

Por fin los compañeros habían conseguido llegar a las mazmorras de las mujeres. Tanis miró hacia la puerta de la celda, temeroso de que los carceleros llegasen a sospechar algo anormal.

Maritta, la prisionera de más edad, notó su inquieta mirada.

—No te preocupes de los guardias —dijo encogiéndose de hombros—, sólo hay dos en este nivel, y la mayor parte del tiempo están bebidos, sobre todo ahora que los ejércitos se han movilizado —alzó la mirada de la costura y sacudió la cabeza.

Había treinta y cuatro mujeres hacinadas en una celda —Maritta explicó que en la celda contigua había sesenta más — en unas condiciones tan espantosas, que impresionaron incluso a los más experimentados del grupo. El suelo estaba cubierto por burdas esteras de paja y aparte de unas cuantas ropas, las mujeres carecían de todo. Cada mañana se les permitía salir un rato al exterior para que hiciesen ejercicio, pero el resto del tiempo estaban obligadas a remendar uniformes de draconianos. A pesar de llevar pocas semanas encarceladas, sus rostros estaban pálidos y demacrados, y sus cuerpos escuálidos debido a la falta de buena alimentación.

Tanis se relajó. Aunque hacía pocas horas que conocía a Maritta, ya confiaba plenamente en su buen juicio. Fue ella quien calmó a las aterrorizadas mujeres cuando los compañeros irrumpieron en la celda, y también, quien había escuchado atentamente su plan y lo había considerado factible.

—Nuestros hombres os seguirán —le dijo a Tanis —, los que os causarán problemas serán los Buscadores.

—¿El Consejo de Buscadores? —preguntó Tanis asombrado.

—¿Están prisioneros aquí?

Maritta asintió, frunciendo el ceño.

—Ese fue el premio que recibieron por creer en ese falso enviado de los dioses. Pero no querrán fugarse, ¿y por qué han de querer hacerlo? No están obligados a trabajar en las minas. ¡El Señor del Dragón se ocupa personalmente de que no lo hagan! Nosotras os apoyamos, con una sola condición... que nuestros hijos no corran ningún peligro. —Echó una mirada a las demás mujeres, quienes asintieron con firmeza.

—Os lo puedo garantizar —dijo Tanis.

—No quisiera parecer cruel, pero puede que para llegar a ellos tengamos que luchar contra un dragón y...

—¿Luchar contra Flamestrike, el dragón hembra? —Maritta le miró sorprendida.

—¡Bah! No será necesario luchar contra esa pobre criatura. En realidad, si le hicieseis daño, los niños estarían dispuestos a destrozaros; están muy orgullosos de ella.

—¿De un dragón? —preguntó Goldmoon.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¿Les tiene hechizados?

—No. Dudo que Flamestrike conserve la facultad de realizar encantamientos. La pobre criatura está medio loca. Mataron a sus propios hijos en alguna guerra y ahora está convencida de que nuestros hijos son sus hijos. No sé de dónde la ha sacado su amo, pero ha sido muy ruin al traerla, ¡confío en que algún día pague por ello!

—No será muy difícil liberar a los niños —añadió al ver la mirada de preocupación de Tanis.

—Flamestrike duerme hasta tarde todas las mañanas. Cuando nosotras vamos allí para darles el desayuno a nuestros hijos y llevarlos a su paseo diario, ni siquiera abre un ojo. Pobrecilla, no se dará cuenta de que se han ido hasta que despierte.

Las mujeres, sintiéndose por primera vez esperanzadas, comenzaron a preparar algunas prendas femeninas a la medida de los guerreros. No hubo ningún problema hasta que llegó el momento de probárselas.

—¡Afeitarme yo, jamás! —rugió Sturm con tal furia, que las mujeres se apartaron de él, alarmadas. A Sturm la perspectiva de disfrazarse nunca le había gustado, pero a pesar de ello aceptó hacerlo. Parecía la mejor forma de atravesar el gran patio descubierto que había entre el fuerte y las minas. No obstante, prefería mil veces más morir a manos del Señor del Dragón, que afeitarse el bigote. Únicamente se calmó cuando Tanis le sugirió que se cubriera la cara con un pañuelo.

Apenas solucionado este problema, estalló una nueva crisis. Riverwind declaró firmemente que no se vestiría de mujer, y que no conseguirían convencerlo de ninguna de las maneras. Al final Goldmoon se llevó a Tanis a un lado para explicarle que, en su tribu, cuando un guerrero era acusado de cobardía en la batalla, se le obligaba a vestir ropas de mujer hasta que pagara su falta. A Tanis esto le desconcertó, pero además, Maritta ya había pensado el problema que planteaba el disfrazar a un hombre tan alto.

Después de mucho discutir, decidieron que Riverwind se envolvería en una larga capa y que caminaría encorvado, apoyándose sobre un bastón como una anciana.

Laurana se acercó a Tanis, que estaba en un rincón de la habitación cubriéndose el rostro con un pañuelo.

—¿Por qué no te afeitas? —preguntó la muchacha mirando fijamente la barba de Tanis.

—¿O es que como dice Gilthanas, realmente alardeas de tu parte humana?

—No alardeo de ello. Simplemente me cansé de negarla, eso es todo. —Respondió llanamente el semielfo.

—Laurana, siento mucho haberte hablado como lo hice en el Sla-Mori. No tenía ningún derecho...

—Tenías todo el derecho. Actué como una niña malcriada. Arriesgué temerariamente vuestras vidas. No volverá a suceder. Os demostraré que puedo resultaros útil.

Aún no sabía cómo lo conseguiría, pues a pesar de haber hablado con tanta convicción de sus habilidades como guerrera, nunca había matado ni a un animalillo. Pero ahora se sentía tan asustada que tuvo que ocultar las manos tras la espalda para que Tanis no viese cómo le temblaban. Temía no poder controlarse, dar rienda suelta a su debilidad y arrojarse en sus brazos en busca de consuelo, por tanto, lo dejó, dirigiéndose a ayudar a Gilthanas con su disfraz.

Tanis pensó que se sentía satisfecho de que Laurana mostrase al fin rasgos de madurez. El semielfo seguía negándose rotundamente a admitir que se quedaba sin respiración cada vez que la miraba directamente a sus luminosos ojos.

La tarde transcurrió rápidamente y con el atardecer, llegó la hora de que las mujeres llevaran la cena a las minas. Los compañeros aguardaban en silencio, las risas se habían acabado. A última hora había surgido otro problema. Raistlin, tosiendo hasta quedar exhausto, dijo que se sentía demasiado débil para acompañarlos. Cuando su hermano se ofreció a quedarse con él, el mago, mirándolo irritado, le dijo que no fuese tan simple.

—Esta noche no me necesitáis —susurró.

—Dejadme solo. Debo dormir.

—No me gusta dejarle aquí... —comenzó a decir Gilthanas, pero antes fue interrumpido por el ruido de unas pisadas y el tintineo de pucheros. La puerta de la celda se abrió y entraron dos guardias draconianos, que olían intensamente a vino rancio. Contemplaron a las mujeres con ojos legañosos.

—Poneos en marcha —dijo uno secamente. Cuando «las mujeres» salieron al corredor, vieron que había seis enanos gully llevando inmensos pucheros llenos de una especie de estofado. Caramon olisqueó hambriento, pero arrugó la nariz asqueado. Antes de que los draconianos cerrasen la puerta de la celda tras ellos, el guerrero vio a su gemelo, envuelto en mantas, tendido en un oscuro rincón.


Fizban aplaudió:

—¡Muy bien, hijo mío! —dijo el viejo mago, entusiasmado al ver que, de pronto, parte de la pared de la Sala del Mecanismo se abría.

—Gracias —respondió Tas con modestia.

—La verdad es que ha sido más difícil encontrar la puerta secreta que abrirla. No sé cómo te las arreglaste. Creía que ya lo habíamos revisado todo.

Se disponía a asomarse por la puerta, cuando, de pronto, se le ocurrió algo y se detuvo.

—Fizban, ¿sería posible decirle a esa luz tuya que se sitúe detrás nuestro? Al menos hasta que comprobemos si hay alguien. De lo contrario, voy a convertirme en un blanco perfecto, y no estamos lejos de las habitaciones de Verminaard.

—Me temo que no. No le gusta quedarse sola en lugares oscuros.

Tasslehoff asintió —esperaba esa respuesta. Bueno, era inútil preocuparse. Como su madre solía decir, si la leche se derrama, el gato se la beberá. Afortunadamente, el estrecho corredor por el que se arrastraba parecía vacío. La seta revoloteaba cerca de sus hombros. Después de ayudar a Fizban a entrar, exploró los alrededores. Se hallaban en un pequeño pasadizo que acababa bruscamente, a menos de cuarenta pies de distancia, en un tramo de escaleras que bajaban desapareciendo en la oscuridad. Había otra salida, un par de puertas dobles de bronce en la pared este.

—Ahora estamos sobre la habitación del trono –musitó Tas.

—Estas escaleras probablemente conduzcan a ella. ¡Supongo que debe haber un millón de draconianos vigilándolas! Así qué, las descartaremos. Acercó la oreja a la puerta.

—No se oye nada. Echemos un vistazo. —Con un suave empujón las puertas se abrieron con facilidad. Haciendo un alto para escuchar, Tas entró con cautela, seguido de cerca por Fizban y por la llama luminosa.

—Una especie de galería de arte —dijo observando una gigantesca habitación llena de cuadros cubiertos de polvo y mugre. A través de unos altos ventanales, Tas entrevió las estrellas y las cimas de unas grandes montañas. Aquello le dio una idea de dónde se encontraban.

—Si mis cálculos son correctos, la sala del trono está al oeste, y el cubil del dragón aún más al oeste. Al menos, hacia allí se dirigió Verminaard esta tarde. Tiene que haber alguna forma para que el dragón pueda salir volando del edificio, quiero decir que el cubil debe tener una salida a cielo abierto, alguna clase de conducto, o tal vez otra grieta por la que podamos observar qué es lo que está sucediendo.

Tas estaba tan absorto en sus planes que no prestaba ninguna atención a Fizban. El viejo mago se movía decididamente por la habitación, examinando atentamente cada cuadro, como si se hallase buscando uno en particular.

—¡Ah! Aquí está —murmuró Fizban y, volviéndose, susurró:

—¡Tasslehoff! .

Cuando el kender alzó la cabeza vio que el cuadro comenzaba a brillar con una suave luz.

—¡Mira esto! —dijo maravillado.

—Es un cuadro de dragones... dragones rojos como Ember... atacando Pax Tharkas y...

El kender guardó silencio. ¡Unos hombres, unos Caballeros de Solamnia, montados sobre otros dragones, peleaban contra ellos! Los dragones que montaban los caballeros eran dragones bellísimos —dragones de oro y plata— y los hombres, llevaban brillantes armas que relucían resplandecientes. ¡De pronto Tasslehoff comprendió! En el mundo había dragones buenos —si se lograba encontrarlos—, que ayudarían a combatir a los dragones malos, y también había

—¡La lanza Dragonlance! —murmuró.

El viejo mago asintió para sí.

—Sí, pequeño. Lo has comprendido. Sabes la respuesta y la recordarás, pero no ahora. Ahora no. —Acarició la cabeza del kender, desordenándole el cabello.

—Dragones... ¿Qué estaba diciendo? —Tas no podía recordarlo. Además, ¿qué estaba haciendo ahí parado, contemplando un cuadro tan recubierto de polvo que ni siquiera podía saber qué era? El kender sacudió la cabeza. Fizban debía estar influenciándole.

—¡Ah, sí! El cubil del dragón. Si mis cálculos son correctos, está por ahí.

El viejo mago, arrastrando los pies, continuó caminando.


El trayecto de los compañeros a las minas estuvo exento de acontecimientos notables. Sólo vieron unos pocos guardias draconianos medio dormidos de aburrimiento, que no prestaron ninguna atención a las «mujeres» que atravesaban el patio. Pasaron ante la incandescente forja, continuamente alimentada por un hervidero de agotados enanos gully.

Apretando el paso para perder de vista aquella triste imagen, los compañeros entraron en las minas donde los draconianos, de noche, encerraban a los hombres en inmensas cavernas para luego regresar y seguir vigilando a los enanos gully. Según Verminaard, montar guardia para custodiar a los hombres era una pérdida de tiempo, pues estaba convencido de que los humanos ni siquiera pensaban huir.

Y, la verdad es que, durante un rato, Tanis creyó que aquello podía ser dramáticamente cierto. Los hombres no pensaban huir a ninguna parte. Cuando Goldmoon les habló, la miraron sin convencimiento. Después de todo, era una mujer bárbara, su acento era raro y su forma de vestir más rara todavía. La historia que ella les contó sobre un dragón incinerado por una llamarada azul a la que ella sobrevivió, les pareció un cuento infantil. Además, las únicas pruebas que Goldmoon tenía de lo que les estaba explicando, eran aquellos relucientes discos de platino.

Hederick, el Teócrata de Solace, que se hallaba entre los prisioneros, intervino para hablar en contra de Goldmoon a quien tachó de bruja, charlatana y blasfema. Les relató lo sucedido en la posada, mostrando como prueba su chamuscada mano. Pero los hombres no le prestaron mucha atención, ya que, después de todo, los dioses Buscadores no habían protegido a Solace de los dragones.

En realidad la perspectiva de escapar interesaba a muchos de ellos. Casi todos tenían alguna marca o señal de los malos tratos que allí recibían: cortes, rasguños, magulladuras... La comida era mala y muy escasa, se les obligaba vivir en míseras condiciones y todos sabían que cuando el hierro de las minas se agotase, sus vidas no valdrían nada para Verminaard. No obstante, los Buscadores —que ejercían el gobierno incluso en prisión— se opusieron a un plan que consideraban temerario.

Comenzaron las discusiones. El volumen de las voces subía. Tanis ordenó a Caramon, Flint, Eben, Sturm y Gilthanas que vigilasen las diferentes puertas, temiendo que al oír la algarada los guardias regresasen. El semielfo no había previsto una cosa así: ¡aquella discusión podía durar semanas! Goldmoon, con aspecto abatido, se había sentado; parecía estar a punto de echarse a llorar. Estaba tan imbuida de sus nuevas creencias, y deseaba tanto ofrecer sus conocimientos al mundo, que cuando éstas fueron puestas en duda se hundió en la desesperación.

—¡Estos humanos están locos! —dijo Laurana en voz baja situándose al lado de Tanis.

—No —replicó Tanis suspirando.

—Si estuviesen locos sería más fácil. No les prometemos nada tangible y les pedimos que arriesguen lo único que les queda... sus vidas. ¿Y, con qué fin? ¿Para huir hacia las colinas batallando durante todo el trayecto? Al menos aquí, por el momento, están vivos.

—¿Pero qué valor puede tener una vida en estas condiciones?

—Esta es una buena pregunta, joven mujer —murmuró una débil voz. Al volverse vieron a Maritta en un rincón de la celda, arrodillada junto a un hombre tendido en un burdo catre. Su edad era imprecisa, pues estaba envejecido por la enfermedad y la miseria. Haciendo un esfuerzo por incorporarse, alargó una huesuda y pálida mano hacia Tanis y Laurana. Su respiración era agitada. Maritta intentó que no se moviera, pero él la miró enojado.

—¡Mujer, ya sé que me estoy muriendo! Pero esto no significa que deba morir de pena. Traedme a esa mujer bárbara.

Tanis miró a Maritta con expresión interrogadora. Ella, levantándose, se acercó al semielfo y ambos se alejaron unos pasos.

—Es Elistan —dijo como si a Tanis el nombre debiera resultarle conocido. Al ver que el semielfo encogía los hombros, prosiguió.

—Elistan era uno de los Buscadores de Haven. Era muy amado y respetado por la gente y fue el único que alzó su voz contra Lord Verminaard. Pero nadie lo escuchó... no querían oírle.

—Hablas de él en pasado. Aún no ha muerto.

—No, pero no tardará mucho en morir. Conozco esa enfermedad, mi propio padre murió de ella. Algo en su interior le está devorando vivo. Durante estos últimos días casi se ha vuelto loco de dolor, pero ahora ya se le ha pasado. El final está cerca.

—Tal vez no. Goldmoon tiene el poder de la curación. Ella podrá sanarle.

—Puede que sí... —dijo Maritta escéptica—. Yo no lo aseguraría. No deberíamos darle falsas esperanzas. Dejémosle morir en paz.

—Goldmoon —dijo Tanis cuando la Hija de Chieftain se acercó a ellos.

—Este hombre quiere conocerte. —Haciendo caso omiso de Maritta, el semielfo acompañó a Goldmoon hasta Elistan. Al ver las penosas condiciones en las que se encontraba el hombre, el rostro de la mujer bárbara, severo y frío debido a su desilusión y frustración, se suavizó.

Elistan la miró.

—Joven mujer, dices ser la portadora de la palabra de los antiguos dioses. Si realmente fuimos nosotros, los humanos, los que nos apartamos de ellos y no ellos los que se apartaron de nosotros, como siempre hemos creído, ¿por qué entonces, han esperado tanto tiempo para manifestarse?

Goldmoon se arrodilló junto al agonizante hombre, pensando en cómo formular la respuesta. Finalmente dijo:

—Imagina que paseas por un bosque llevando tu más preciada posesión, una extraña y valiosa joya. De pronto eres atacado por una bestia feroz. Se te cae la joya pero tú huyes despavorido. Cuando te das cuenta de que la has perdido, estás demasiado atemorizado para volver a internarte en el bosque a buscarla. En ese momento encuentras a alguien que tiene otra joya. En el fondo de tu corazón, sabes que no es tan valiosa como la que has perdido, pero te sigue dando miedo regresar a buscarla. Bien, ¿quiere esto decir que la joya ha dejado el bosque, o que sigue allí, refulgiendo intensamente bajo las hojas, esperando que vuelvas a recogerla?

Elistan, cerrando los ojos, suspiró con expresión afligida

—¡Por supuesto, la joya espera nuestro regreso! ¡Qué insensatos hemos sido! Cómo desearía disponer de tiempo para aprender de tus dioses —dijo intentando tocarle la mano.

Goldmoon contuvo la respiración, su rostro palideció hasta estar casi tan lívido como el del agonizante hombre

—El tiempo te será concedido —le dijo en voz baja tomándole la mano.

Tanis, absorto en el drama que se desarrollaba ante sus ojos, se sobresaltó cuando alguien le tocó el hombro. Llevándose la mano a la espada, se volvió, encontrándose frente a Sturm y Caramon.

—¿Qué ocurre? ¿Vienen los guardias?

—Aún no —dijo Sturm secamente.

—Pero pueden llegar en cualquier momento. Eben y Gilthanas han desaparecido.

La noche se iba cerrando sobre Pax Tharkas.

De nuevo en su cubil, el dragón rojo, Pyros, no disponía de espacio para pasear, hecho que no tenía importancia cuando tomaba forma humana. En aquella habitación, a pesar de que era la más grande de la fortaleza y de que había sido ampliada para acogerlo, no disponía de suficiente lugar ni para desplegar las alas. La sala era tan estrecha que lo único que podía hacer era dar vueltas en redondo.

Haciendo un esfuerzo por relajarse, el dragón se tendió y aguardó, sin apartar los ojos de la puerta. Tan concentrado estaba en la espera que no vio dos cabezas asomadas a la balaustrada de un balcón del tercer nivel.

De pronto se oyó un golpe en la puerta. Pyros levantó la cabeza expectante, pero al ver entrar a dos goblins arrastrando entre ambos a un extraño espécimen, la agachó de nuevo con un bufido.

—¡Un enano gully! —exclamó Pyros desilusionado, dirigiéndose a sus subordinados en idioma común.

—¡Si Verminaard cree que voy a comerme un enano gully, es que se ha vuelto loco! ¡Arrojadlo en un rincón y retiraos! —les gruñó a los goblins que se apresuraron a cumplir sus órdenes. Sestun, sollozando, se acurrucó en un rincón.

—¡Cállate! —ordenó Pyros irritado—. Tal vez debiera quemarte para poner fin a este lloriqueo...

Se oyó otro golpe en la puerta, un suave toque que el dragón reconoció. Sus ojos brillaron.

—¡Adelante!

Entró una figura vestida con una larga capa y el rostro encapuchado.

—He venido tal como ordenasteis, Ember —dijo en voz baja el personaje.

—Bien, sácate la capucha. Me gusta ver las caras de aquellos con los que trato.

El hombre le obedeció. En el tercer nivel se oyó una exclamación ahogada. Pyros alzó la mirada hacia el oscuro balcón. Pensó en volar hasta allí para investigar, pero el personaje interrumpió sus pensamientos.

—Dispongo de muy poco tiempo, alteza. Debo regresar antes de que sospechen. y debería informar a Lord Verminaard...

—Enseguida —gruñó Pyros enojado—. ¿Qué están tramando esos locos con los que has venido?

—Planean liberar a los esclavos y organizar una revuelta, obligando así a Verminaard a hacer regresar a los ejércitos que han partido hacia Qualinesti.

—¿Eso es todo?.

—Sí, alteza. Ahora debo prevenir al Señor del Dragón.

—¡Bah! ¿Qué importa eso? Si los esclavos se amotinan, el que tendrá que matarlos seré yo. A menos que ellos me reserven otros planes...

—No, alteza. Como todos, os tienen un gran temor. Aguardarán a que vos y Lord Verminaard hayáis volado en dirección a Qualinesti. Sólo entonces liberarán a los niños y escaparán a las montañas antes de que regreséis.

—Desde luego ese plan está muy de acuerdo con su inteligencia. No te preocupes por Verminaard. Se lo comunicaré yo mismo cuando considere que deba saberlo. Hay asuntos más importantes que éste. Muchísimo más. Ahora escúchame atentamente. Ese imbécil de Toede trajo hoy un prisionero y... ¡Resultó ser él! ¡El que estábamos buscando!

El personaje lo miró asombrado.

—¿Estáis seguro?

—¡Por supuesto! ¡Es el mismo hombre que veo en mi sueños! Ahora está aquí... ¡a mi alcance! Mientras todo Krynn está buscándolo, ¡Yo lo he encontrado!

—¿Pensáis informar a Su Oscura Majestad?

—No. No puedo arriesgarme a enviar un mensajero. Debo entregarle a ese hombre en persona, pero no puedo ir ahora. Verminaard no puede solucionar él solo la toma de Qualinesti. Aunque esta guerra sea sólo una artimaña, debemos conservar las apariencias, y de todas formas, el mundo estará mucho mejor sin la presencia de los elfos. Entregaré el Hombre Eterno a la Reina en el momento propicio.

—¿Entonces, por qué me lo contáis a mí? —preguntó el personaje.

—¡Porque debes ocuparte de que esté a salvo! Pyros se movió para ponerse más cómodo. Ahora sus planes empezaban a resolverse rápidamente.

—Es una muestra del poder de Su Oscura Majestad el hecho de que la enviada de Mishakal y el Hombre de la Joya Verde lleguen a la vez a mis manos! Mañana le concederé a Verminaard el placer de enfrentarse con la sacerdotisa y sus amigos. En realidad, puede que todo vaya bastante bien. Aprovechando el caos podemos sacar de aquí al Hombre de la Joya Verde y Verminaard no se enterará. Cuando los esclavos ataquen, debes encontrarlo y traerlo aquí para esconderlo en los niveles inferiores. Cuando hayamos destruido a todos los humanos y los ejércitos hayan asolado Qualinesti, lo llevaré ante la Reina Oscura.

—Comprendo —el personaje hizo una reverencia. —¿Y mi recompensa?

—Será la que merezcas. Ahora déjame.

El hombre volvió a colocarse la capucha y se retiró. Pyros plegó sus alas y se acurrucó, enroscándose en el suelo de forma que su cola yacía sobre su hocico. Los únicos sonidos que podían oírse eran los lastimeros sollozos de Sestun.

—¿Estás bien? —le preguntó Fizban amablemente a Tasslehoff. Ambos estaban acurrucados en el balcón, aturdidos por el descubrimiento. La oscuridad era total, ya que Fizban había cubierto la seta luminosa con una vasija.

—Sí —respondió Tas.

—Siento haber pegado aquel respingo. No pude contenerme. Aunque me lo imaginaba, es... es duro averiguar que alguien conocido pueda traicionarte. ¿Crees que el dragón me oyó?

—No lo sé. La cuestión es ¿qué hacemos ahora?

—No sé. Yo no estoy hecho para pensar. Sólo vengo para divertirme. No podemos avisar a Tanis y a los otros porque no sabemos dónde están. Y si comenzamos a vagar por aquí buscándolos, podrían descubrimos y aún sería peor. —Apoyó la mano en la barbilla.

—¿Sabes? —dijo con desacostumbrada tristeza.

—Una vez le pregunté a mi padre por qué los kenders eran pequeños, por qué no éramos grandes como los elfos o los humanos. Yo deseaba ansiosamente ser grande... —dijo suavemente.

—¿Y qué te dijo tu padre? —preguntó amablemente Fizban.

—Dijo que los kenders eran pequeños porque estaban hechos para hacer cosas pequeñas. « Si observas atentamente todas las cosas grandes de este mundo», dijo, «verás que, en realidad, están hechas de la unión de pequeñas cosas». Ese inmenso dragón de ahí abajo, no es más que la suma de diminutas gotas de sangre. Son las pequeñas cosas las que marcan la diferencia.

—Tu padre es muy sabio.

—Sí —Tas se frotó los ojos.

—Hace mucho tiempo que no le veo. —Su padre, si le hubiese visto, no hubiese reconocido a esa pequeña y decidida persona como hijo suyo.

—Les dejaremos las cosas grandes a los demás —anunció Tas finalmente.

—Ellos tienen a Tanis, a Sturm y a Goldmoon. Se las arreglarán. Nosotros nos ocuparemos de las pequeñas cosas, aunque parezca que no tienen importancia. Vamos a rescatar a Sestun

13 Preguntas sin respuestas. El sombrero de Fizban.

—Oí un ruido, Tanis, y fui a investigar —explicó Eben.

—Me asomé fuera de la celda y descubrí a un draconiano acurrucado, espiando. Fui hacia él y, cuando iba a estrangularlo, un segundo draconiano saltó sobre mí. Lo acuchillé y me apresuré a perseguir al primero, que intentaba huir. Al final lo alcancé y conseguí eliminarlo, luego decidí regresar aquí.

Al retornar los compañeros a la celda, encontraron a Gilthanas y a Eben esperándolos. Tanis encargó a Maritta que mantuviese a las mujeres ocupadas en un rincón apartado, mientras él interrogaba a ambos sobre su ausencia. La explicación de Eben parecía cierta —al regresar de las minas, Tanis había visto los cadáveres de los dos draconianos—, además, no cabía duda de que Eben se había visto envuelto en una pelea; sus ropas estaban desgarradas y sangraba de un corte en la mejilla.

Tika consiguió un pedazo de tela y comenzó a lavarle la herida.

—Ha salvado nuestras vidas, Tanis —dijo con brusquedad.

—Creo que deberías estarle agradecido en lugar de observarlo como si hubiese apuñalado a tu mejor amigo.

—No, Tika —dijo sosegadamente Eben.

—Tiene derecho a preguntar. Admito que resultase sospechoso, pero no tengo nada que ocultar. —Tomándole la mano, besó las yemas de sus dedos. La muchacha se ruborizó, y sumergió el pedazo de tela en agua para enjuagarle la herida de nuevo. Caramon, que los estaba mirando, frunció el ceño.

—¿Y tú, Gilthanas? —preguntó bruscamente el guerrero—, ¿por qué te fuiste?

—No me preguntéis —respondió el elfo de mala gana.

—¡Es mejor que no lo sepáis.

—¿Mejor que no sepamos qué? —dijo Tanis con sequedad.

—¿Por qué te fuiste?

—¡Dejadle en paz! —gritó Laurana acudiendo junto a su hermano.

Gilthanas los miró, y al hacerlo, sus ojos almendrados relampaguearon; su rostro estaba pálido y ojeroso.

—Laurana, esto es importante —dijo Tanis. —¿Adónde fuiste, Gilthanas?

—Recordad... os lo previne —Gilthanas desvió la mirada hacia Raistlin.

—Regresé para ver si nuestro mago estaba tan exhausto como había dicho. No debía estarlo, pues se había ido.

Caramon se puso en pie con los puños apretados y el rostro transfigurado por la furia. Sturm lo sujetó, mientras Riverwind se situaba ante Gilthanas.

—Todo el mundo tiene derecho a formular su propia defensa —dijo el bárbaro con su profundo tono de voz.

—El elfo ya ha hablado. Oigamos lo que dice tu hermano.

—¿Por qué habría de dar explicación? —susurró Raistlin agriamente, con voz opaca.

—Ninguno de vosotros confía en mí, ¿por qué tendríais que creerme? Me niego a contestar, podéis pensar lo que queráis. Si creéis que soy un traidor... ¡matadme ahora! ¡No os detendré...! —Le sobrevino un ataque de tos.

—Tendréis que matarme a mí también —dijo Caramon con voz ahogada mientras ayudaba a su hermano a tenderse de nuevo en el lecho. A pesar de que ninguno tenía hambre y de que todos se sentían inquietos, hicieron un esfuerzo, excepto Raistlin, por tomar, de nuevo, un puñado de quith-pa.

Tanis sintió un profundo malestar.

—Organizaremos guardias durante toda la noche. No, Eben, tú no. Sturm y Flint harán la primera, Riverwind y yo la segunda. —El semielfo se dejó caer al suelo. Hemos sido traicionados, pensó. Uno de los tres es un traidor. Los guardias vendrán a buscarnos en cualquier momento, o tal vez Verminaard sea más astuto y planee tendernos una trampa en la que pueda capturarnos a todos...

De pronto Tanis lo vio todo con repugnante claridad. Verminaard utilizaría la rebelión como excusa para matar a los prisioneros y a la enviada de los dioses. No le resultaría muy difícil conseguir más esclavos; además, los nuevos tendrían ante sus ojos el terrible ejemplo de lo que les pasó a los que osaron desobedecerle. ¡El plan de Gilthanas era precisamente lo que Verminaard necesitaba!

Deberíamos desecharlo, pensó Tanis desesperado; tuvo que hacer un esfuerzo por calmarse. No, los prisioneros estaban demasiado ilusionados. Tras la milagrosa curación de Elistan y la declaración de su propósito de averiguar los designios de los antiguos dioses, los hombres recobraron la confianza, creyendo de verdad que aquellos habían regresado. Pero Tanis había observado cómo los otros Buscadores miraban celosamente a Elistan. Sabía que a pesar de que hubiesen manifestado apoyar al nuevo jefe, con el tiempo intentarían destruirlo. Probablemente en aquel preciso instante estuviesen ya sembrando la duda entre su gente.

Si ahora nos echáramos atrás, nunca más volverían a confiar en nosotros, pensó Tanis. Debemos seguir adelante, no importa cuán grande sea el peligro. Tal vez no nos hayan traicionado. Con esta esperanza, se quedó dormido.

La noche transcurrió en silencio.


Los primeros claros del amanecer se filtraron a través de la grieta de la torre de la fortaleza. Tas parpadeó y se incorporó frotándose los ojos, preguntándose, por un instante, dónde se hallaba. En una gran sala, pensó, alzando la mirada y contemplando el alto techo, que tenía una abertura para permitir que el dragón pudiese volar al exterior. Además de la puerta por la que Fizban y yo entramos anoche, hay dos puertas más.

¡Fizban! ¡El dragón!

Tas gimió al recordarlo. ¡Su intención no había sido quedarse dormido! Fizban y él habían estado esperando a que el dragón se durmiese para rescatar a Sestun. ¡Ahora ya era de día y tal vez fuese demasiado tarde! Cautelosamente, el kender se deslizó hasta el balcón y se asomó por la barandilla. ¡No, no lo era! Suspiró aliviado. El dragón dormía, y Sestun también, exhausto tras el miedo que había pasado.

¡Esta era su oportunidad! Tasslehoff volvió hasta donde estaba el mago.

—¡Anciano! ¡Despierta! —dijo agitándolo.

—¿Qué? ¿Quién? ¿Fuego? —el mago se incorporó mirando a su alrededor con ojos soñolientos.

—¿Dónde? ¡Corramos hacia la salida!

—No, no hay ningún incendio. Ya ha amanecido. Aquí está tu sombrero... —dijo pasándoselo al ver que lo buscaba a tientas.

—¿Qué le ha pasado a la seta luminosa?

—¡Puff! La hice desaparecer. No me dejaba dormir, revoloteando todo el rato a mi alrededor.

—Se suponía que no debíamos dormirnos, ¿recuerdas? Teníamos que rescatar a Sestun de las garras del dragón.

—¿Y cómo diablos pensábamos hacerlo?

—¡Tú tenías un plan!

—¿Yo? Vaya, vaya... ¿Era un buen plan?

—¡No me lo explicaste! —casi gritó Tasslehoff. Hizo un esfuerzo por calmarse.

—Todo lo que dijiste es que debíamos rescatar a Sestun antes del desayuno, porque para un dragón que lleva doce horas sin comer, un enano gully puede tener un aspecto muy apetitoso.

—Tiene bastante sentido. ¿Estás seguro de que dije eso?

—Mira, todo lo que necesitamos es una cuerda larga para arrojársela. ¿Podrías conseguirla con tu magia?

—¿Una cuerda? ¡No pienso caer tan bajo! Eso es un insulto para alguien de mi categoría. Ayúdame a ponerme en pie.

Tas lo ayudó.

—No pretendía insultarte, sé que lo de la cuerda no es muy imaginativo y que tú eres muy habilidoso... sólo que... Bueno, ¡está bien! —Tas señaló el balcón.

—Adelante. Espero que sobrevivamos.

—No os decepcionaré ni a ti ni a Sestun —prometió Fizban sonriendo. Los dos se asomaron. Todo seguía igual; Sestun continuaba tendido en un rincón y el dragón dormía ruidosamente. Fizban cerró los ojos. Concentrándose, murmuró unas extrañas palabras y, extendiendo luego su delgada mano, comenzó a hacer unos curiosos movimientos.

Tasslehoff lo observaba con el corazón encogido.

—¡Deténte! ¡Te has equivocado de hechizo!

Fizban abrió los ojos y vio que el dragón rojo, Pyros, aún acurrucado y durmiendo, ascendía lentamente.

—¡Vaya! —el mago dio un respingo y rápidamente comenzó a murmurar otras palabras, revocando el hechizo y bajando al dragón hasta el suelo.

—He errado el tiro. Ahora estoy preparado, probemos de nuevo.

Tas volvió a oír las extrañas palabras. Esta vez fue Sestun el que comenzó a flotar en el aire, subiendo poco a poco hasta la altura del balcón. Fizban tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.

—¡Ya casi está, no te detengas! —dijo Tas pegando saltos de entusiasmo. Guiado por la mano de Fizban, Sestun flotó suavemente sobre ellos y aterrizó, aún dormido, en el polvoriento suelo.

—¡Sestun! —le susurró Tas tapándole la boca para que no chillase.

—¡Sestun! ¡Soy yo, Tasslehoff! Despierta.

El enano gully abrió los ojos. Su primer pensamiento fue que Verminaard había decidido que se lo comiese un depravado kender en lugar del dragón. Un segundo después el enano reconoció a su amigo y suspiró aliviado.

—Estás a salvo pero no digas una sola palabra —le aconsejó el kender.

—El dragón aún puede oírnos... —Un fuerte estampido lo interrumpió. El enano gully se incorporó alarmado.

—Shhhh... Probablemente sea sólo un golpe en la puerta —dijo Tas corriendo hacia el balcón donde estaba asomado Fizban.

—¿Qué sucede?

—¡Es el Señor del Dragón! —Fizban señaló hacia el segundo nivel, desde donde Verminaard, en pie sobre un saliente, contemplaba al dragón.

—¡Ember, despierta! —le chilló Verminaard al soñoliento dragón.

—¡Me han informado de que unos intrusos han conseguido entrar en la fortaleza! ¡La sacerdotisa está aquí, incitando a los esclavos a la rebelión!

Pyros se desperezó y abrió los ojos lentamente, despertando de un molesto sueño en el que había visto volar a un enano gully. Agitando su gigantesca cabeza para despejarse, oyó a Verminaard vociferando algo sobre una sacerdotisa. Bostezó. O sea que el Señor del Dragón había averiguado que el enviado de los dioses estaba en Pax Tharkas. Pyros comprendió que finalmente tendría que tomar cartas en el asunto.

—No os preocupéis, mi señor... —comenzó a decir Pyros. De pronto se calló para observar algo muy extraño.

—¡Preocuparme! —bramó Verminaard.

—¿Por qué habría de...? —también él guardó silencio. El .., objeto que ambos contemplaban descendía flotando en el aire tan suavemente como una pluma.

Era el sombrero de Fizban.


Tanis les despertó a todos una hora antes del amanecer, y volvieron a tomar un frugal desayuno.

—Bien —dijo Sturm—. ¿Seguimos adelante con el plan?

—No tenemos otra salida —le respondió Tanis severamente, observando al grupo.

—Si uno de vosotros nos ha traicionado, deberá cargar con la responsabilidad de la muerte de cientos de seres inocentes. Verminaard no sólo nos matará a nosotros, sino también a todos sus prisioneros. Como confío que ninguno sea un traidor, voy a seguir adelante con nuestros planes.

Nadie dijo nada, pero todos se miraron unos a otros de soslayo, carcomidos por la sospecha.

Cuando las mujeres despertaron, Tanis volvió a repasar el plan.

—Mis amigos y yo, vestidos de mujer, nos deslizaremos con Maritta hasta las habitaciones de los niños, simulando ser las mujeres que diariamente les llevan el desayuno. Les acompañaremos al patio —dijo Tanis en voz baja.

—Vosotras debéis realizar vuestras tareas como cada mañana. Cuando se os permita salir, reunid a los niños y dirigíos inmediatamente hacia las minas. Vuestros hombres se encargarán de los guardias para que podáis escapar tranquilamente hacia las montañas del sur. ¿Habéis comprendido?

Las mujeres asintieron en silencio; y en ese preciso instante oyeron acercarse a los centinelas.

Cuando las mujeres se dispersaron, Tanis hizo una seña a Tika y a Laurana.

—Si hemos sido traicionados, vosotras dos, que estáis a cargo de las mujeres, correréis un gran peligro...

—Todos corremos un gran peligro —le corrigió Laurana con frialdad. No había dormido en toda la noche. Sabía que si la coraza que había tejido alrededor de su alma se aflojaba, el miedo la invadiría.

Tanis no notó su agitación interna. Pensó que aquella mañana estaba inusualmente pálida, aunque excepcionalmente bella. Siendo él mismo un experimentado guerrero, sus preocupaciones le hicieron olvidar el terror que se siente ante la primera batalla.

Aclarándose la garganta, dijo con voz ronca: —Tika, hazme caso, no desenvaines la espada; de esa forma serás menos peligrosa —Tika, entre risas, asintió nerviosa.

—Ve a despedirte de Caramon.

La joven enrojeció como la grana y lanzándoles a Tanis y a Laurana una significativa mirada, se dirigió hacia el guerrero.

Tanis contempló a Laurana lentamente y, por primera vez, notó que apretaba de tal forma sus mandíbulas que se marcaban los músculos de su esbelto cuello. Alargó una mano para darle ánimos, pero la elfa estaba tan fría y rígida como el cadáver de un draconiano.

—No tienes por qué hacerlo, Laurana —dijo Tanis soltándola.

—Esta no es tu lucha. Ve a las minas, con las otras mujeres.

Laurana sacudió la cabeza, esperando poder controlar su voz antes de hablar.

—Tika no está entrenada para luchar, yo sí. No importaba que aquél fuese un «combate ceremonial» —sonrió con amargura ante la mirada desconcertada de Tanis.

—Cumpliré con mi deber, Tanis —declaró pronunciando con torpeza su nombre humano.

—De lo contrario puede que pienses que os he traicionado.

—¡Laurana, por favor, créeme! ¡Yo creo que Gilthanas es un traidor tanto como puedes creerlo tú! ¡Es sólo que... ¡maldita sea!, hay tantas vidas en juego, Laurana! ¿No te das cuenta?

Sintiendo que la mano del semielfo temblaba sobre su hombro, Laurana alzó la mirada, percibiendo temor y angustia en el rostro de Tanis —era como el reflejo de su propio temor. La diferencia era que Tanis no temía por sí mismo, temía por los demás.

Respiró hondamente.

—Lo siento, Tanis. Tienes razón. Mira, llegan los guardias, es hora de que nos vayamos.

Se dio la vuelta y comenzó a andar sin volver la cabeza. Hasta que no fue demasiado tarde, no se le ocurrió pensar que Tanis pudiera haber estado pidiendo silenciosamente que le reconfortaran a él.

Maritta y Goldmoon guiaron a los compañeros por un corto tramo de escaleras hasta el primer nivel. Los guardias draconianos no las acompañaron, farfullando algo sobre «órdenes especiales». Tanis le preguntó a Maritta si eso era habitual y ella sacudió la cabeza, con expresión preocupada. No había más remedio que seguir adelante. Tras ellos caminaban seis enanos gully llevando pesados pucheros llenos de algo que olía a harina de avena. Prestaban poca atención a las mujeres hasta que Caramon tropezó con la falda al subir las escaleras y cayó de rodillas, maldiciendo en un tono muy poco femenino. Los enanos lo miraron con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¡No oséis ni respirar! —dijo Flint volviéndose hacia ellos cuchillo en mano.

Los enanos gully se arrimaron a la pared, moviendo frenéticamente la cabeza y haciendo sonar los pucheros.

Los compañeros llegaron arriba de la escalera y se detuvieron.

—Hemos de atravesar este vestíbulo para llegar a la puerta. —dijo Maritta señalándola.

—¡Oh, no! Hay un centinela... ¡Antes nunca estaba vigilada!

—Silencio, puede que sea una casualidad —dijo Tanis tranquilizadoramente, a pesar de que en el fondo no creía que lo fuera.

—Sigamos tal como hemos planeado —Maritta asintió temerosa y cruzó el vestíbulo.

—¡Guardias! —Tanis se volvió hacia Sturm.

—Estad preparados. Recordad... rápidos, certeros, y silenciosos.

De acuerdo con el mapa de Gilthanas, la sala de juegos estaba separada de las celdas donde dormían los niños por dos estancias. La primera, informó Maritta, era un almacén donde estaban los juguetes, las ropas y otros enseres. De ella salía un túnel que comunicaba con la otra habitación, ocupada por el dragón hembra, Flamestrike.

—Pobrecilla —había dicho Maritta al discutir el plan con Tanis.

—Está tan prisionera como nosotras. El Señor del Dragón nunca la deja salir. Creo que teme que se fugue. El túnel que han construido hasta el almacén es demasiado estrecho para ella. No es que desee escaparse, pero seguro que le gustaría contemplar a los niños mientras juegan.

Más allá del cubil del dragón estaba el dormitorio de los niños, al que debían entrar para despertarlos y sacarlos fuera. La sala de juegos conectaba directamente con el patio a través de una inmensa puerta que estaba trabada con un gran madero de roble.

—Está trabada para evitar que escape el dragón, más que para impedir nuestra fuga —aclaró Maritta.

Casi debe estar amaneciendo, pensó Tanis cuando salían de la escalera y se dirigían hacia la sala de juegos. La luz de la antorcha creaba sombras en el suelo. Pax Tharkas estaba silenciosa, un silencio mortecino. Demasiado silencio para una fortaleza que se prepara para la guerra. Frente a la puerta de la sala de juegos había cuatro soldados draconianos encapuchados, charlando. Al ver acercarse a las mujeres interrumpieron su conversación.

Goldmoon y Maritta iban al frente. Goldmoon llevaba la capucha sobre los hombros y su cabello relucía bajo la luz de la antorcha. Riverwind iba tras ella; apoyándose en un bastón, el bárbaro caminaba prácticamente de rodillas. Los seguían Raistlin y Caramon, y luego Eben y Gilthanas. Como había observado sarcásticamente el mago, los supuestos traidores caminaban uno al lado del otro. Flint cerraba la marcha, volviéndose de vez en cuando para lanzarles una ceñuda mirada a los aterrorizados enanos gully.

—Hoy llegáis temprano —gruñó un draconiano.

Las mujeres se apiñaron como gallinas alrededor de los guardias y esperaron pacientemente a que se les permitiera entrar en el interior.

Hace un tiempo tormentoso —dijo Maritta secamente.

—Quiero que los niños hagan ejercicio antes de que rompa a llover. ¿Y cómo es que estáis aquí? Esta puerta nunca está vigilada. Asustaréis a los niños.

Uno de los draconianos hizo un comentario en su tosco idioma y los otros dos sonrieron burlonamente, mostrando hileras de afilados dientes. El que había hablado soltó un gruñido.

—Ordenes de Lord Verminaard. Él y Ember van a combatir a los elfos esta mañana. Nos han ordenado que os registremos antes de que entréis. —El draconiano fijó la vista en Goldmoon con mirada hambrienta.

—Y yo diría que esto va a ser un placer.

—Para ti, tal vez —refunfuñó otro de los guardias mirando a Sturm con repugnancia. —

—Nunca había visto una mujer tan fea en toda mi vid... ugh...

La criatura cayó hacia delante con una daga clavada en el pecho. Los otros tres draconianos murieron en pocos segundos. Caramon estranguló a uno de ellos. Eben golpeó a otro en el estómago y cuando cayó al suelo, Flint le cercenó la cabeza con un hacha. Tanis apuñaló en el corazón al que parecía ser el jefe, soltando la empuñadura de su espada rápidamente, al creer que quedaría incrustada en el rocoso cadáver de la criatura. Pero ante su sorpresa, su nueva espada salió fácilmente de la carcasa de piedra, como si se tratase de simple carne de goblin.

No tuvo tiempo de considerar este extraño hecho. Los enanos gully, al ver los destellos del acero, dejaron caer las cacerolas y escaparon velozmente por el corredor.

—¡No os preocupéis de ellos! —dijo bruscamente Tanis.

—¡Rápido! ¡Hacia la sala de juegos! —Pasando sobre los cadáveres, abrió la puerta de par en par.

—Si alguien encuentra esos cadáveres será nuestro fin —dijo Caramon.

—¡Todo ha terminado antes de empezar! —exclamó Sturm enojado.

—Hemos sido traicionados, por tanto es sólo cuestión de tiempo.

—¡Seguid adelante! ¡No os detengáis —dijo Tanis con aspereza, cerrando la puerta tras ellos.

—Procurad ser muy silenciosos —susurró Maritta—, normalmente Flamestrike duerme profundamente. Si despertara, actuad como mujeres. Nunca os reconocería. Está ciega de un ojo.

La fría luz del amanecer se filtraba a través de unas pequeñas ventanas situadas a bastante altura, iluminando una siniestra y triste sala de juegos. Esparcidos por el suelo se encontraban unos pocos juguetes viejos; no había muebles. Caramon se dirigió a inspeccionar el inmenso madero que trababa la doble puerta que llevaba al patio.

—Puedo arreglármelas —dijo. El corpulento hombre consiguió levantar la viga sin gran esfuerzo, luego la apoyó contra la pared y empujó las puertas.

—No están cerradas —informó —. Supongo que no creían que llegáramos tan lejos.

O quizás Lord Verminaard quiere que lleguemos al patio, —pensó Tanis. Se preguntó si sería verdad lo que había dicho el draconiano. ¿Se habían ido realmente el Señor del Dragón y el dragón? O se habían queda... —enojado consigo mismo, decidió no preocuparse más. ¡Qué más da!, se dijo, no podemos hacer otra cosa, debemos seguir adelante.

—Flint, quédate aquí —dijo.

—Si alguien se acerca mátale primero y avísanos después.

Flint asintió y se situó ante la puerta que llevaba al corredor, entreabriéndola para echar un vistazo. Los cadáveres de los draconianos se habían convertido en polvo.

Maritta tomó una antorcha de la pared y, prendiéndola, guió a los compañeros a través de un oscuro pasaje abovedado que desembocaba en el túnel que llevaba al cubil del dragón.


—¡Fizban! ¡Tu sombrero! —se arriesgó a susurrar Tas.

Demasiado tarde. El anciano mago hizo un gesto para agarrarlo pero no lo consiguió.

—¡Espías! —chilló Lord Verminaard furioso, señalando hacia el balcón—. ¡Captúralos, Ember! ¡Los quiero vivos!

¿Los quiere vivos?, pensó el dragón. ¡Eso es imposible! Pyros recordó los extraños ruidos que escuchó la noche anterior y comprendió, sin dudarlo, que esos espías le habían oído hablar sobre el Hombre de la Joya Verde. Sólo unos pocos privilegiados conocían aquel terrible secreto, el gran secreto que lograría que la Reina de la Oscuridad conquistase el mundo. Los espías debían morir, y el secreto debía morir con ellos.

Pyros extendió sus alas y se lanzó al aire, utilizando sus poderosas patas traseras para tomar impulso y velocidad.

—¡Ya está! —pensó Tasslehoff. Esta vez lo hemos estropeado todo. Ahora nos será imposible escapar.

Justo cuando comenzaba a resignarse a la idea de ser devorado por un dragón, el mago gritó una autoritaria palabra y una espesa oscuridad lo envolvió.

—¡Corre! —gritó Fizban agarrando al kender de la mano y arrastrándolo.

—Sestun

—¡También está con nosotros! ¡Corre!

Tasslehoff comenzó a correr. Salieron de la habitación, llegaron al corredor y después Tas no tuvo ni idea de qué camino habían tomado. Simplemente continuaba corriendo, agarrado de la mano del mago. Tras él podía escuchar el agudo silbido proferido por el dragón, pero de pronto, le oyó hablar.

—¡Espía! ¡Ya veo que eres mago! —gritó Pyros. —No podemos permitir que sigas corriendo en la oscuridad. Podrías perderte. ¡Permíteme que te ilumine el camino!

Tasslehoff oyó cómo el dragón aspiraba profundamente y, un segundo después, una terrible llamarada crepitó a su alrededor. Las llamas acabaron con la oscuridad, pero, ante su asombro, ni siquiera le rozaron. Atónito, miró a Fizban, que corría a su lado con la cabeza descubierta. Se hallaban en la galería de cuadros y se dirigían hacia la doble puerta.

El kender volvió la cabeza y pudo vislumbrar al dragón; nunca hubiera podido imaginar un ser tan terrorífico, era incluso más aterrador que el dragón negro de Xak Tsaroth. Una vez más, el dragón lanzó su llamarada sobre ellos. Tas se vio rodeado por las llamas. Los cuadros de las paredes ardieron, los muebles se quemaron, las cortinas prendieron como antorchas y la habitación se llenó de humo. Pero la llamarada no rozó ni a Sestun, ni a Fizban ni a él mismo. Tasslehoff miró al mago con admiración, verdaderamente impresionado.

—¿Cuánto tiempo más podrás protegemos? —le gritó a Fizban cuando giraron por una esquina, vislumbrando al fin la doble puerta de bronce.

El anciano lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡No tengo ni idea! —jadeó.

—¡No sabía que fuera capaz de hacer algo así!

— Una nueva llamarada se expandió a su alrededor. Esta vez, Tasslehoff sintió el ardor y miró a Fizban alarmado. El mago asintió.

—¡Estoy perdiendo el poder!

—¡Intenta mantenerlo! ¡Ya casi hemos alcanzado la puerta! El no podrá atravesarla.

Empujaron la doble puerta de bronce que llevaba al corredor, en el preciso momento en que el encantamiento de Fizban perdía su poder. Ante ellos, aún abierta, estaba la puerta secreta que llevaba a la Sala del Mecanismo. Tasslehoff cerró de un golpe las puertas de bronce y se detuvo un momento a recuperar el aliento.

Pero en el preciso instante en que iba a exclamar: «¡Lo hemos conseguido!», una de las garrudas patas del dragón, atravesó la pared, apareciendo a poca distancia de la cabeza del kender.

Sestun, dando un chillido, corrió hacia las escaleras.

—¡No! ¡No! –Tasslehoff lo agarró a tiempo.

—¡Esas escaleras dan a las habitaciones de Verminaard!

—¡Corramos hacia la Sala del Mecanismo! —gritó Fizban. Se deslizaron por la puerta secreta justo cuando el muro de piedra se venía abajo con un ruido ensordecedor. Pese a los esfuerzos, les fue imposible cerrar la puerta secreta.

—Me parece que tengo mucho que aprender sobre dragones —murmuró Tas.

—¿Conoces algún buen libro sobre el tema...?

—O sea que os he obligado a huir hacia vuestra madriguera y ahora estáis atrapados —retumbó la voz de Pyros desde fuera.

—No tenéis a donde ir y las paredes no me detienen.

Se oyó un tremendo crujido. Las paredes de la Sala del Mecanismo temblaron y comenzaron a agrietarse.

—Lo has hecho muy bien —dijo Tas con tristeza.

—Este último encantamiento ha sido maravilloso. Te diría que casi compensa correr el riesgo de ser devorado por un dragón para ver algo así...

—¿Que nos devore...? —Fizban pareció reaccionar.

—¿Qué nos devore un dragón? ¡No lo creo! ¡Nunca me había sentido tan insultado! Debe haber una forma de salir de aquí... —Sus ojos comenzaron a brillar.

—¡Descendamos por la cadena!

—¿La cadena? —repitió Tas creyendo haber oído mal ¿cómo podía ocurrírsele una cosa así cuando las paredes se resquebrajaban a su alrededor y el dragón rugía enfurecido.

—¡Descenderemos por la cadena! ¡Vamos! —Riendo alegremente el anciano mago se volvió en dirección al túnel.

Sestun miró a Tasslehoff dubitativo, pero justo en ese instante, la inmensa pata del dragón resquebrajó la pared El kender y el enano gully corrieron tras Fizban. Cuando consiguieron llegar a la enorme rueda, el mago ya había trepado por la cadena que se prolongaba por el túnel y había alcanzado el primer diente de la rueda. Arremangándose la túnica hasta las caderas, Fizban se dejó caer desde el diente hasta el primer eslabón de la inmensa cadena. El kender y el enano se colgaron tras él. Cuando Tas ya se hacía a la idea de que quizás salieran con vida del apuro, especialmente si el elfo oscuro se había tornado el día libre Pyros irrumpió repentinamente en el hueco por el que la cadena descendía.

Empezaron a caer inmensos pedazos de piedra del túnel que aterrizaban en el fondo con un estruendoso golpe. Las paredes se resquebrajaban y la cadena comenzó a temblar. El dragón se cernía sobre ellos; ahora no hablaba, pero los contemplaba con sus terroríficos ojos rojos. Un segundo después comenzó a aspirar una inmensa bocanada de aire. Instintivamente Tas cerró los ojos, pero enseguida los abrió de par en par. Nunca había visto a un dragón expulsando fuego y no iba a dejar pasar la oportunidad... además, seguramente sería la última.

El dragón lanzó su llamarada. La oleada de calor casi hizo que Tasslehoff se soltase de la cadena. Pero, una vez más, el fuego lo quemó todo a su alrededor, pero a él ni lo rozó. Fizban cloqueaba entusiasmado.

—Bastante hábil, anciano —bramó el dragón enfurecido.

—Pero también yo tengo poderes mágicos y me he dado cuenta de que estás debilitándote. Espero que tu destreza os acompañe en... ¡vuestra caída!

Volvió a vomitar fuego, pero esta vez no dirigió su llamarada a las temblorosas figuras que pendían de la cadena, sino a la cadena misma. Los eslabones de hierro comenzaron a brillar incandescentes. Pyros expulsó su flamígero aliento una vez más, y los eslabones se volvieron aún más rojos. El dragón exhaló una tercera vez. Los eslabones se fundieron y la cadena, con una última sacudida, se rompió, cayendo en la oscuridad del hueco.

Pyros la observó caer. Luego, satisfecho al ver que los espías no vivirían para contarlo, voló de vuelta a su cubil, donde Lord Verminaard lo esperaba llamándolo a gritos.

Tras la marcha del dragón, en plena oscuridad, la inmensa rueda dentada, libre ahora de la cadena que la había fijado a su lugar durante siglos, chirrió estridentemente y comenzó a girar.

14 Matafleur. La espada mágica. Las plumas blancas

La antorcha de Maritta iluminó una amplia habitación vacía y sin ventanas. No había muebles; los únicos objetos visibles en la fría estancia de piedra eran una enorme vasija de agua, una cubeta con olor a carne podrida y la terrible presencia de un dragón.

Tanis contuvo la respiración. En Xak Tsaroth, el dragón negro le había impresionado vivamente, pero ahora se quedó horrorizado al ver el inmenso volumen de este dragón rojo. El cubil era enorme, probablemente de más de cien pies de diámetro, y el dragón rojo lo llenaba por completo, el extremo de su cola quedaba apoyado contra la pared del fondo. Los compañeros lo contemplaron atónitos durante unos instantes, y se imaginaron fantasmagóricas visiones de aquella gigantesca cabeza alzándose y reduciéndoles a cenizas con su ardiente llamarada, la misma que había destruido Solace.

No obstante, a Maritta el peligro no parecía preocuparle. Avanzó con paso firme y los compañeros, tras unos segundos de duda, la siguieron. Al aproximarse a la criatura vieron que Maritta tenía razón; el dragón estaba en unas condiciones penosas. Tendido sobre el frío suelo de piedra, su inmensa cabeza estaba arrugada por la edad y la brillante piel roja era ahora grisácea y moteada. Respiraba pesadamente por la boca, con las mandíbulas abiertas, mostrando unos dientes que anteriormente habían sido afilados como espadas, pero que ahora estaban amarillentos y resquebrajados. Tenía grandes cicatrices en los costados y sus alas coriáceas estaban secas y agrietadas.

Entonces Tanis comprendió la actitud de Maritta; era indudable que se había abusado del dragón. Se sorprendió a sí mismo sintiendo compasión y bajando la guardia. Se dio cuenta de lo peligroso que esto era cuando el dragón —alertado por la luz de la antorcha—, se movió aún en sueños. Tanis se recordó a sí mismo que, a pesar de su aspecto derrotado, sus garras estaban tan afiladas y su aliento era tan destructivo como el de cualquier otro dragón rojo de Krynn.

De pronto los párpados del dragón se entreabrieron y estrechas rendijas rojas brillaron a la luz de la antorcha. Los compañeros se detuvieron, arma en mano.

—¿Ya es hora de desayunar, Maritta? —preguntó Matafleur (Flamestrike era su nombre para los mortales comunes) con voz soñolienta.

—Sí, hoy hemos venido un poco más temprano, querida —dijo Maritta suavemente.

—Temo que vaya a estallar una tormenta y quiero que los chicos hagan ejercicio antes de que rompa a llover. Tú continúa durmiendo. Ya me ocuparé de que no te despierten al salir.

—Oh, no me importa —el dragón bostezó y abrió un poco más los ojos. Al hacerlo Tanis pudo ver que uno de ellos estaba recubierto por una viscosa membrana; estaba ciega de ese ojo.

—Espero que no tengamos que luchar contra ella —susurró Sturm.

—Me sentiría como si estuviésemos atacando a la abuela de algún conocido.

Las facciones de Tanis se endurecieron. —No olvides que es una abuela peligrosa y que puede matarnos a todos.

—Los chiquillos han pasado una noche tranquila —murmuró el dragón.

—Si comienza a llover, procura que no se mojen, Maritta, especialmente el pequeño Erik, que tuvo un buen resfriado la semana pasada. —Sus ojos se cerraron y, aparentemente, volvió a sumirse en un sueño profundo.

Girándose, Maritta les hizo una seña, llevándose un dedo a los labios. Sturm y Tanis caminaban en último lugar, con las armas y cotas de mallas ocultas bajo los numerosos ropajes y capas. Cuando se hallaban a unos treinta pies del dragón, Tanis comenzó a oír un extraño zumbido.

Al principio creyó que era imaginación suya y que debido al nerviosismo oía un sonido zumbante en su cabeza, pero el ruido era real y subía de volumen. Sturm se volvió, mirándolo alarmado. El zumbido siguió aumentando de tono, hasta parecerse al producido por un enjambre de miles de langostas. Todos se habían vuelto ya hacia él, expectantes. Tanis los contempló con impotencia, con una expresión tan aturdida que rayaba en lo cómico.

El dragón resopló y se movió irritado, sacudiendo la cabeza como si el sonido le perforase los tímpanos.

De pronto Raistlin se acercó a Tanis.

—¡Debe ser tu espada! Tiró de la capa del semielfo y la espada quedó al descubierto.

Tanis la contempló. El mago tenía razón. La hoja zumbaba como si se hallase en máximo estado de alerta. Ahora que Raistlin le había llamado la atención sobre ello, casi podía sentir la vibración.

—Es mágica —dijo el mago en voz baja, examinándola con interés.

—¿Puedes hacer que deje de vibrar? —le gritó Tanis para ser oído a pesar de aquel potente zumbido.

—No. Ahora lo recuerdo. Es Wyrmslayer, la famosa espada mágica de Kith-Kanan. Reacciona así debido a la presencia del dragón.

—¡Bonito momento para recordarlo!

—Un momento muy apropiado, diría yo —gruñó Sturm.

El dragón alzó lentamente la cabeza, parpadeando, y un estrecho hilo de humo salió serpenteando de su hocico. Contempló a Tanis con sus colorados ojos, una mirada impregnada de furia y de dolor.

—¿A quién has traído, Maritta? —dijo Matafleur en tono amenazador.

—Oigo un sonido que no había oído durante siglos, ¡huelo el repugnante hedor del acero! ¡No son mujeres! ¡Son guerreros!

—¡No le hagáis daño! —imploró Maritta.

—¡Puede que no haya otro remedio! —exclamó Tanis, sacando a Wyrmslayer de su funda.

—¡Goldmoon, Riverwind, llevaos a Maritta de aquí!—La hoja comenzó a resplandecer con una refulgente luz blanquecina mientras el zumbido seguía aumentando de volumen. Matafleur retrocedió. La luz que despedía la espada dañaba intensamente su ojo sano; el terrible sonido penetraba en su cabeza como si fuese una espada. Gimiendo, se acurrucó, apartándose de Tanis.

—¡Corred, reunid a los niños! —chilló Tanis comprendiendo que, al menos por el momento, no habría necesidad de luchar. Alzando en alto la reluciente espada, avanzó unos pasos con cautela, acorralando al abatido dragón contra la pared.

Maritta, tras una temerosa mirada a Tanis, acompañó a Goldmoon a la habitación de los niños, donde había unos cien pequeños, ya despiertos, alertados por los extraños sonidos de la estancia contigua. Sus rostros se tranquilizaron al ver a Maritta y a Goldmoon, y algunos de los de menor edad comenzaron a reír cuando Caramon entró en la sala corriendo, arremangándose la falda que cubría escasamente sus velludas piernas. Pero al ver a los guerreros con las armas desenvainadas, los niños se pusieron serios inmediatamente.

—¿Qué pasa, Maritta? —preguntó la mayor de las niñas.

—¿Qué está sucediendo? ¿Vuelve a haber pelea?

—Confiemos en que no la haya, pequeña —dijo Maritta con dulzura.

—Pero no voy a mentiros... puede que sea necesario luchar. Quiero que recojáis vuestras cosas, especialmente vuestras prendas de mayor abrigo, y que vengáis con nosotros. Los mayores ocupaos de los pequeños, tal como hacéis cuando salís al patio a hacer ejercicio.

Sturm estaba convencido de que habría desorden y lloriqueo, y de que los niños empezarían a hacer preguntas, pero para su sorpresa, hicieron rápidamente lo que se les había mandado, abrigándose y ayudando a vestirse a los más pequeños, con calma y en silencio, aunque un poco pálidos. Aquéllos eran hijos de la guerra, recordó Sturm.

—Quiero que crucéis rápidamente el cubil del dragón y la sala de juegos. Cuando lleguéis allí, este hombre corpulento... —Sturm señaló a Caramon—, os llevará al patio. Allá os esperan vuestras madres. Al salir, que cada uno busque, inmediatamente, a su madre y que se reúna con ella. ¿Lo habéis entendido todos? —Miró dudoso a los chiquillos más jóvenes, pero la niña que había hablado antes asintió.

—Hemos entendido, señor —dijo.

—De acuerdo —Sturm se volvió.

—Caramon, ¿estás preparado?

El guerrero, enrojeciendo de vergüenza al sentirse observado por cien pares de ojos, los guió hacia el cubil del dragón. Goldmoon alzó en brazos a uno de los pequeños y Maritta a otro. Los mayores llevaban a los de menor edad sobre sus espaldas. Desfilaron por la puerta ordenadamente, sin decir una sola palabra, hasta que vieron a Tanis con su resplandeciente espada en alto, acorralando contra la pared al aterrorizado dragón.

—¡Eh, tú! ¡No le hagas daño a nuestro dragón! —chilló uno de los pequeños. Abandonando su lugar en la fila, el chiquillo corrió hacia Tanis con el puño levantado y una mueca de furia en el rostro.

—¡Dougl! —le chilló la mayor de las niñas, sorprendida.

—¡Vuelve a tu lugar inmediatamente! —Para entonces, algunos de los niños habían empezado a llorar.

Tanis, aún con la espada levantada —pues sabía que ésa era la única manera de mantener a raya al dragón—, gritó:

—¡Sacadlos de aquí!

—¡Niños, por favor! —la voz serena y autoritaria de Goldmoon, puso orden en aquel caos.

—Tanis no le hará daño si no es necesario. Es un hombre bueno. Ahora debemos irnos, vuestras madres os esperan.

Había una pincelada de temor en la voz de Goldmoon, un matiz de peligro que captaron incluso los más pequeños. Rápidamente volvieron a formar filas.

—Adiós, Flamestrike —le gritaron varios con tristeza, despidiéndola con la mano mientras seguían a Caramon. Una vez más, Dougl miró a Tanis con expresión amenazadora, y después volvió a la fila, restregándose los ojos con sus sucios puños.

—¡No! —chilló Matafleur con voz entrecortada. —¡No! ¡No les hagáis daño a mis niños! ¡Por favor! ¡Es a mí a quién buscáis! ¡Luchad contra mí! ¡No hiráis a mis niños!

Tanis comprendió que el dragón estaba reviviendo el pasado, recordando el terrible día en el que había perdido a sus hijos.

Sturm se mantuvo cerca de Tanis.

—Se lanzará contra ti en cuanto los niños estén fuera de peligro...

—Sí, lo sé. —Los ojos del dragón, incluso el ojo enfermo, relampagueaban rojizos. Mientras el monstruo rascaba el suelo con sus afiladas garras, por su inmensa boca goteaba saliva.

—¡A mis niños no! —chillaba furiosa.

—Me quedaré contigo... —comenzó a decirle Sturm a Tanis, desenvainando la espada.

—Déjanos, caballero —susurró Raistlin surgiendo de la penumbra.

—Tus armas no nos servirán de nada. Yo me quedaré con Tanis.

El semielfo observó al mago sorprendido. Los extraños y dorados ojos de Raistlin se encontraron con los suyos. Raistlin imaginaba lo que Tanis estaría pensando: «¿Puedo confiar en él?» Pero el hechicero no calmó sus dudas, casi instigándolo a rechazarlo.

—Vete —le ordenó Tanis a Sturm.

—¿Qué...? —gritó el caballero. —¿Estás loco? Confías en este...

—¡Vete ya! En ese momento oyeron a Flint gritando.

—Ven, Sturm, ¡te necesitan aquí!

Al principio el caballero no se movió, dudando, pero no podía dejar de obedecer una orden de la persona que él consideraba su jefe. Lanzándole una siniestra mirada a Raistlin, se volvió sobre sus talones y entró en el túnel.

—Mi magia poco puede contra un dragón rojo —susurró apesadumbrado Raistlin.

—¿Podrías usarla para ganar tiempo?

Raistlin esbozó la sonrisa de quien sabe que la muerte está tan cerca que es inútil temerla.

—Sí, podría. Sitúate cerca de la entrada del túnel, cuando oigas que empiezo a hablar, echa a correr.

Tanis comenzó a retroceder, todavía con la espada en alto. Pero ahora el dragón ya no temía a la espada mágica. Sólo sabía que se habían llevado a sus hijos y que debía matar a los culpables. Cuando el guerrero que llevaba la espada comenzaba a correr hacia el túnel, se abalanzó sobre él. Súbitamente, Matafleur se vio envuelta en una oscuridad tan intensa que, por un momento, pensó que había perdido la vista de su ojo sano. Oyó susurrar unas palabras mágicas y comprendió que el humano, vestido con túnica, acababa de formular un encantamiento.

—¡Los quemaré! —aulló, percibiendo en el túnel el olor a acero.

—¡No escaparán! —Pero justo cuando se preparaba para lanzarles su letal llamarada, oyó otro sonido... ¡eran las voces de sus niños!

—No. No puedo hacerlo —comprendió furiosa.

—¡Mis hijos! ¡Podría dañar a mis hijos...! —Sintiéndose vencida, dejó caer su cabeza sobre el frío suelo de roca.

Tanis y Raistlin huyeron por el túnel, el semielfo arrastrando al debilitado mago tras él. A sus espaldas oyeron un lastimero y acongojado lamento.

—¡Mis hijos no! ¡Por favor, luchad contra mí! ¡No les hagáis daño a mis niños!

Cuando Tanis llegó al cuarto de juegos, parpadeó, cegado por la intensa luz, ya que Caramon había abierto de par en par las inmensas puertas que daban al patio iluminado por el sol. Los niños salieron al exterior. Tanis vio a Tika y Laurana con las espadas desenvainadas, mirando nerviosa en dirección a ellos. Sobre el suelo de la sala de juegos había un draconiano con el hacha de batalla de Flint incrustada en la espalda.

—¡Salid fuera todos! —gritó Tanis. El enano recuperó su arma y, junto con el semielfo, fueron los últimos en abandonar la sala de juegos.

Justo cuando salían, oyeron un terrorífico rugido, un rugido de dragón, pero muy diferente al del lastimoso gemido de Matafleur. Pyros había descubierto a los espías. Las paredes de piedra comenzaron a temblar... el dragón salía de su cubil.

—¡Es Ember! —maldijo Tanis con amargura.

—¡No se ha ido!

El enano sacudió la cabeza.

—Apostaría mi barba a que Tasslehoff tiene algo que ver con esto...


En la Sala de la Cadena, en el Sla-Mori, la cadena caía en picado al suelo de piedra, y con ella tres pequeños personajes.

Tasslehoff intentó sujetarse inútilmente a un eslabón pero cayó en la oscuridad, pensando: «esto es lo que se siente al morir». Desde más arriba se oía a Sestun chillando aterrorizado y abajo, el viejo mago murmuraba probablemente intentando formular un último encantamiento. Fizban subió el tono de su voz: Pveathert:.. La palabra fue interrumpida por un grito. Instantes más tarde, se oyó un sonido de huesos rotos cuando el anciano mago se estrelló contra el suelo. Tas no pudo evitar sentir pena, pese a saber que muy pronto llegaría su hora. El suelo de piedra estaba cada vez más cerca... En pocos segundos también él estaría muerto...

Pero de repente comenzó a nevar.

Al menos eso fue lo que pensó el kender. Para su sorpresa se dio cuenta de que a su alrededor flotaban millones de plumas, ¡como si hubiese explotado un gallinero! Se zambulló en un inmenso montón de plumas blancas y Sestun se sumergió tras él.

—Pobre Fizban —dijo Tas, llorando, mientras se debatía entre un océano de plumas.

—Su último encantamiento debe haber sido el llamado «caída de plumas», el mismo que utiliza Raistlin. Y aunque parezca mentira... ¡esta vez lo ha conseguido!

La rueda giraba cada vez más rápido, la liberada cadena se deslizaba velozmente, como si celebrase su recién estrenada libertad.


En el patio de la fortaleza reinaba el caos.

—¡Por aquí! ——chilló Tanis atravesando las puertas, convencido de que todo estaba perdido pero resistiéndose a rendirse. Nerviosos, los compañeros se reunieron en torno suyo, con las armas desenvainadas.

—¡Corred , hacia las minas! ¡Poneos a cubierto! Verminaard y el dragón rojo aún están aquí. ¡Es una trampa! ¡Nos atacarán de un momento a otro!

Los otros, con expresión ceñuda, asintieron. Todos sabían que era inútil, ya que para ponerse a salvo debían recorrer una distancia de unas doscientas yardas de terreno descubierto.

Intentaron reunir a las mujeres y a los niños tan rápido como les fue posible, pero sin mucho éxito. Tras echar una mirada hacia las minas, Tanis maldijo en voz alta, sintiéndose aún más furioso.

Los hombres, al ver a sus familias libres, redujeron a los guardias y comenzaron a correr hacia el patio. ¡Aquello no formaba parte del plan! ¿Qué se proponía Elistan? En breves instantes habría más de ochocientas personas, desesperadas, luchando a golpes en un espacio descubierto, sin ninguna posibilidad de resguardarse. Tenía que lograr que se dirigieran hacia las montañas.

—¿Dónde está Eben? —le preguntó a Sturm.

—La última vez que le vi, corría dirección a las minas. No pude imaginar para qué...

De pronto, el caballero y el semielfo lo comprendieron todo.

—Claro... —dijo Tanis en voz baja—, todo concuerda

Cuando Eben corría hacia las minas, su único pensamiento era cumplir las órdenes de Pyros. En medio de aquel revuelo, debía hallar la manera de encontrar al Hombre la Joya Verde. Sabía lo que Verminaard y Pyros pensaba hacerles a esos pobres desventurados. Eben, por un instante, sintió compasión de ellos..., después de todo él no era ni cruel ni perverso. Sencillamente, hacía algún tiempo que había comprendido cuál de los dos bandos tenía más probabilidades de ganar, y por una vez en su vida había tomado la decisión de luchar del lado de los vencedores.

Cuando su familia se arruinó, a Eben le quedó una sola cosa que vender ...él mismo. Era inteligente, habilidoso con la espada, y todo lo leal que su afán por el dinero le permitía ser. Cuando viajaba hacia el norte en busca de posibles compradores, conoció a Verminaard. Eben quedó muy impresionado de su poder, y fue escalando posiciones hasta conseguir la protección del Señor del Dragón, y lo que era más importante, se las arregló para resultarle útil a Pyros. El dragón encontraba a Eben encantador, inteligente, lleno de recursos, y... tras unas cuantas pruebas, digno de su confianza.

Eben fue enviado a su hogar de Gateway justo antes que la ciudad fuese arrasada por los ejércitos de draconianos. «Consiguió escapar» y se dedicó a la tarea de formar un grupo de resistencia. Tropezarse con la patrulla de Gilthanas, cuando éstos por primera vez intentaban filtrarse en Pax Tharkas, había sido un golpe de suerte que mejoró ostensiblemente sus relaciones tanto con Pyros como con Verminaard. Cuando conoció a Goldmoon, costó creer en su buena fortuna. Supuso que aquello significaba que la Reina de la Oscuridad lo protegía especialmente.

Rezó para que la Reina Oscura siguiera protegiéndolo, que encontrar al Hombre de la Joya Verde en medio aquel caos iba a requerir intervención divina. Cientos de hombres pululaban desconcertados. Eben vio la oportunidad de hacerle a Verminaard otro favor. Se acercó ellos y les dijo:

—Tanis quiere que salgáis al patio a reuniros con vuestras familias.

—¡No! ¡Ese no era el plan que habíamos acordado— gritó Elistan intentando detener a los demás, pero era demasiado tarde. Al ver libres a sus familias, los hombres se embravecieron. Además, varios cientos de enanos gully se habían sumado a la confusión, precipitándose alegremente fuera de las minas para apuntarse a la diversión, creyendo que tal vez aquél fuese un día de fiesta.

Eben buscó ansiosamente con la mirada al Hombre de la Joya Verde y, al no verlo, decidió registrar las celdas de la prisión. Efectivamente, allí lo encontró; estaba sentado en una celda vacía, solo, con la mirada perdida. Eben se arrodilló rápidamente junto a él, devanándose los sesos para recordar su nombre. Era un nombre extraño, pasado de moda...

—Berem... —dijo Eben tras un instante de duda.

—¿Eres Berem, no?

El hombre alzó la mirada, iluminándosele el rostro por vez primera en muchas semanas. No era, como había dicho Toede, ni sordo ni mudo. En lugar de ello era un hombre obsesionado, absorto totalmente en una secreta búsqueda interior. No obstante era humano, y el sonido de una voz humana llamándolo por su nombre lo reconfortaba plenamente.

—Berem —repitió Eben, mordiéndose los labios de nervios. Ahora que había conseguido encontrarlo, no estaba seguro de qué hacer con él. Cuando el dragón los atacase, lo primero que harían esos pobres infelices del patio sería correr hacia las minas para ponerse a salvo. Debía sacar a Berem de allí antes de que Tanis los sorprendiera. Pero, ¿adónde llevarle? Podía conducirlo a Pax Tharkas, tal como Pyros había ordenado, pero a Eben aquella idea no le gustaba. Verminaard no tardaría en hallarlos y comenzaría a hacerle ciertas preguntas que Eben no podría responder.

No, sólo un lugar era seguro... fuera de los muros de Pax Tharkas. Podían refugiarse en la espesura hasta que cesase la confusión, y volver a deslizarse hacia el fuerte de noche. Decidido a ello, Eben tomó a Berem por el hombro y lo ayudó á levantarse.

—Va a haber una pelea —dijo.

—Voy a sacarte de aquí y a llevarte a un lugar seguro hasta que todo haya pasado. Soy tu amigo. ¿Me comprendes?

El hombre le dirigió una mirada de penetrante sabiduría e inteligencia. No era la mirada eternamente joven de los elfos, sino la de un humano que ha vivido atormentado durante largos años. Berem dio un ligero suspiro y asintió.


Verminaard salió de su habitación furioso, calzándose sus guantes de cuero. Tras él trotaba un draconiano, llevando la maza del Gran Señor, la maza Nightbringer. Algunos draconianos más rondaban a su alrededor, apresurándose a cumplir las órdenes que iba dando mientras caminaba por un corredor en dirección a las habitaciones de Pyros.

—¡No, insensatos, no voy a hacer regresar al ejército! Esta revuelta sólo me robará unos minutos de mi tiempo ¡Qualinesti estará en llamas antes de que caiga la noche! ¡Ember! —chilló al tiempo que abría las puertas del cubil del dragón. Se asomó al saliente y al alzar su mirada hacia el balcón del tercer nivel, vio humo, llamas, y oyó el rugido del dragón en la distancia.

—¡Ember! —No hubo contestación.

—¿Tanto te cuesta capturar a un puñado de espías? —le preguntó furioso. Al volverse, casi cayó sobre uno de los jefes draconianos.

—¡Querréis utilizar la silla para montar al dragón, Alteza?

—No, no tenemos tiempo. Además, sólo la utilizo en los combates, y ahí fuera no va a haber ningún combate. Simplemente vamos a incinerar unos cientos de esclavos.

—Pero los esclavos ya han derrotado a los soldados de las minas y se están reuniendo con sus familias en el patio.

—¿Cuán numerosas son nuestras fuerzas?

—No lo suficientemente numerosas, Alteza –respondió el jefe de los draconianos con ojos centelleantes. El draconiano no había considerado sensato enviar a la mayoría de los soldados a la conquista de Qualinesti.

—Debemos ser unos cuarenta o cincuenta, contra uno; trescientos hombres y otras tantas mujeres. Seguramente las mujeres lucharán junto a los hombres, su Alteza, y si llegan a organizarse y huyen a las montañas...

—¡Bah...! ¡Ember! —gritó Verminaard. De pronto se oyó en otra parte del fuerte, un estruendoso ruido metálico. Un instante después se oyó otro sonido más; la inmensa rueda —que hacía siglos que no se utilizaba—, crujía al ser forzada a funcionar de nuevo. Cuando Verminaard intentaba adivinar qué significaban aquellos extraños sonidos, Pyros entró volando en su cubil.

Al verlo entrar, el Señor del Dragón corrió hacia el saliente y montó rápida y ágilmente sobre el lomo del dragón. Pese a estar separados por la mutua desconfianza, se entendían bien en el combate, unidos por un odio a las razas menores que les creaba un lazo mucho mayor de lo que ambos eran capaces de admitir.

—¡En marcha! —rugió Verminaard, y Pyros comenzó a elevarse.


—Amigo mío, es inútil —le dijo Tanis sosegadamente a Sturm, posando una mano sobre el hombro del caballero mientras éste gritaba frenéticamente pidiendo orden.

—Lo único que vas a conseguir es perder el aliento y sería mejor que lo reservases para la batalla.

—No habrá batalla —Sturm tosió, ronco de tanto chillar.

—Moriremos atrapados, como ratas. ¿Por qué no me escucharán esos insensatos?

Él y Tanis se hallaban en el extremo norte del patio, a unos veinte pies de la entrada principal de Pax Tharkas. Si dirigían su mirada al sur, podían divisar las montañas, su única esperanza. La inmensa verja se abriría en cualquier momento para dar entrada al numeroso ejército de draconianos, y en algún lugar de la fortaleza, estarían Verminaard y el dragón rojo.

Elistan intentaba en vano tranquilizar a la gente, y les instigaba a huir hacia el sur, pero los hombres insistían en encontrar a sus mujeres, y las mujeres en encontrar a sus hijos. Pocas familias habían conseguido reunirse, y aunque comenzaban a marchar hacia el sur, era demasiado tarde y caminaban demasiado despacio.

En aquel momento, Pyros remontó vuelo sobre la fortaleza de Pax Tharkas como un llameante cometa rojo sangre, con sus bruñidas alas agitándose vigorosamente y su larga cola serpenteando tras él. Llevaba las garrudas patas delanteras recogidas contra su cuerpo para alcanzar más velocidad. El Señor del Dragón iba montado sobre su lomo, y los dorados cuernos de la horrenda máscara que llevaba centelleaban bajo el sol de la mañana. Verminaard se agarraba a las largas crines del dragón con ambas manos mientras ascendían, proyectando oscuras sombras en el patio.

Abajo, todos fueron presa del miedo. Incapaces de gritar o de echar a correr, lo único que podían hacer ante la terrorífica aparición era acurrucarse, cubriéndose con los brazos los unos a los otros, con la certeza de que la muerte era inevitable.

A una orden de Verminaard, Pyros se posó sobre una de las torres de Pax Tharkas. Enfurecido, el Señor del Dragón los contemplaba en silencio tras su máscara astada.

Tanis, sintiéndose indefenso e impotente, notó que Sturm le tocaba el brazo.

—¡Mira! —El caballero señaló en dirección norte, hacia la verja.

El semielfo vio que dos figuras se dirigían hacia allá.

—¡Eben! —exclamó incrédulo.

—¿Y quién será el otro?

—¡No escapará! —chilló Sturm. Y antes de que Tanis pudiese detenerlo, el caballero echó a correr. Mientras Tanis lo seguía, por el rabillo del ojo vio una mancha colorada... eran Raistlin y su gemelo.

—También yo tengo cuentas que ajustar con ese hombre —siseó el mago. Los tres alcanzaron a Sturm en el preciso momento en que el caballero agarraba a Eben por el cuello y lo tiraba al suelo.

—¡Traidor! —chilló el caballero.

—¡Aunque nuestro fin esté cerca, antes te enviaré al fondo de los Abismos! —Con una mano desenvainó la espada y con la otra agarró al hombre por el cuello. Pero en aquel momento, el compañero de Eben se giró y, retrocediendo, inmovilizó el brazo con el que Sturm empuñaba su espada.

El caballero dio un respingo. Dejó de sujetar a Eben y contempló, atónito, la imagen que tenía ante él.

En su salvaje huida de las minas, la camisa de aquel hombre se había abierto, dejando ver incrustada en su pecho, ¡una brillante joya verde! La gema era tan grande como el puño de un hombre, y relucía a la luz del sol con una inquietante luz fúlgida, sospechosamente profana...

—¡Nunca había visto una magia semejante! —susurró Raistlin aterrorizado cuando él y los otros se detuvieron junto a Sturm.

Al ver que todos tenían la vista clavada en su pecho, Berem se lo cubrió instintivamente con la camisa y, soltando el brazo de Sturm, comenzó a correr hacia la verja. Eben consiguió ponerse en pie y echó a correr tras él.

Sturm quiso seguirles, pero Tanis lo detuvo.

—No. Es demasiado tarde. Tenemos otras cosas en que pensar.

—¡Tanis, mira! —gritó Caramon señalando la parte superior de la puerta de entrada.

Parte del muro de piedra que cubría la grandiosa verja comenzaba a resquebrajarse, formando una inmensa grieta. Los gigantescos bloques de granito se desprendían de la pared, al principio lentamente y luego a más velocidad, estrellándose contra el suelo con tremenda potencia, levantando enormes nubes de polvo que se elevaban hacia el cielo. Pese al estruendo, podía oírse débilmente el crujido de la colosal cadena que hacía funcionar al mecanismo.

Los grandes pedruscos habían comenzado a caer justo cuando Eben y Berem alcanzaban la verja. Gritando aterrorizado, Eben se llevó instintivamente las manos a la cabeza para protegerse. El hombre que estaba con él alzó la mirada y pareció suspirar ligeramente. Un segundo después, cuando el antiguo mecanismo defensor de Pax Tharkas clausuró abruptamente la verja de la fortaleza, ambos quedaron sepultados bajo toneladas de piedras.


—¡Este será vuestro último acto de rebeldía! —rugía Verminaard. Su discurso había sido interrumpido por la caída del muro, hecho que había conseguido enfurecerle todavía más.

—Os ofrecí una oportunidad de glorificar a mi reina. Os di trabajo, me preocupé de vosotros y de vuestras familias. Pero sois unos insensatos y unos tozudos, y vais a pagarlo con vuestras vidas! —El Señor del Dragón alzó a Nightbringer en el aire.

—¡Destrozaré a los hombres! ¡Destrozaré a las mujeres! ¡Destrozaré a los niños!

A una señal del Señor del Dragón, Pyros extendió sus inmensas alas y ascendió en el aire. Preparándose para lanzarse contra la masa de gente que aullaba aterrorizada, el dragón aspiró profundamente, dispuesto a incinerarlos con su hálito mortal.

Pero algo interrumpió la feroz zambullida del dragón...

Era Matafleur, que ascendía verticalmente hacia el cielo, volando hacia Pyros.

Unos segundos antes, el viejo dragón hembra, dominado por un ataque de locura cada vez más agudo, revivía en su mente el tormento de la pérdida de sus hijos. Vio a los caballeros montados en los dragones color oro y plata, armados con sus espadas que relucían a la luz del sol, y, sobre todo, recordó a aquel poderoso caballero, Huma, armado con la resplandeciente Dragonlance. En vano intentó convencer a sus hijos de que no se involucraran en esa lucha absurda, en vano intentó convencerles de que la guerra había terminado. Eran jóvenes y no la escucharon. Alzaron vuelo y la dejaron gimoteando en su cubil. Mientras se hallaba reviviendo las imágenes de aquella cruenta batalla final, mientras veía cómo sus hijos morían bajo las espada y bajo el acerado filo de la Dragonlance, había oído gritar a Verminaard.

—¡Destrozaré a los niños!

Y tal como había hecho siglos atrás, Matafleur alzó el vuelo para defenderlos.

Pyros, sorprendido por el inesperado ataque, se apartó justo a tiempo de esquivar los resquebrajados pero aún mortíferos colmillos del viejo dragón, evitando que le hirieran en sus desprotegidos flancos. Matafleur, no obstante consiguió asestarle un golpe que partió uno de los robustos tendones que sostenían sus gigantescas alas. Volteándose en el aire, Pyros coceó furiosamente a Matafleur con sus garras, abriendo una profunda herida en el bajo vientre del dragón hembra.

Matafleur estaba tan rabiosa que ni siquiera sintió dolor pero la potencia del golpe propinado por un dragón más joven y grande que ella hizo que perdiese el equilibrio Para el dragón macho, voltearse en el aire había sido un acto de defensa instintivo que además le había hecho ganar tiempo para planear su siguiente ataque. El único inconveniente es que, al hacerlo, había olvidado a su jinete, Verminaard, que al montar sin la silla de combate no había podido sujetarse al pescuezo del monstruo y había caído al patio. Como la altura era poca había aterrizado ileso, aunque algo magullado y momentáneamente aturdido.

Al ver que se ponía en pie, la gente huyó aterrorizada. El Señor del Dragón echó un rápido vistazo a su alrededor, hasta fijar su mirada en cuatro guerreros que ni siquiera habían pestañeado. Se dispuso a enfrentarse a ellos.


La aparición de Matafleur y su súbito ataque a Pyros había sacado a la gente de su estupor. Aquel hecho y la caída de Verminaard —que había sido como la caída de un dios terrorífico—, consiguieron lo que Elistan y los compañeros no habían podido lograr. La gente recuperó la serenidad y comenzó a huir en dirección al sur, hacia la protección de las montañas. Al ver esto, uno de los jefes draconianos ordenó a sus soldados detener a la muchedumbre, enviando, además, a un mensajero grifo para que hiciese regresar a los ejércitos que habían partido hacia Qualinesti.

Los draconianos atacaron a los refugiados, pero si confiaban atemorizarlos, no lo consiguieron. Aquella gente había sufrido ya demasiado. A cambio de promesas de paz y seguridad habían permitido que se les robara la libertad. Pero ahora sabían que no habría paz mientras esos monstruos siguieran rondando por Krynn. Las gentes de Solace y Gateway —hombres, mujeres y niños— se defendieron como pudieron con piedras, con rocas, con sus propias manos desnudas, con uñas y dientes...

En medio de la confusión, los compañeros se separaron y Laurana perdió de vista a los demás. Gilthanas había intentado mantenerse a su lado, pero fue arrastrado por el gentío. La elfa, más asustada de lo que nunca hubiese podido imaginar, se apoyó contra una de las paredes del fuerte, espada en mano. Mientras contemplaba horrorizada el rabioso combate, un hombre herido de muerte cayó ante ella. Se sujetaba el estómago con las manos ensangrentadas, mirándola fijamente mientras la sangre que manaba de su herida formaba un charco a sus pies. Laurana lo estaba mirando con creciente angustia, cuando oyó un gruñido a su lado. Temblando, alzó la mirada y se encontró con la repugnante cabeza escamosa del draconiano que acababa de matar a aquel hombre.

La criatura, al ver la expresión de terror de la elfa, creyó que sería fácil acabar con ella. Lamiendo con su larga lengua la espada manchada de sangre, el draconiano sorteó el cadáver de su víctima y se abalanzó sobre Laurana.

Sujetando firmemente su espada, la muchacha elfa reaccionó por puro instinto de supervivencia. Se defendió ciegamente, asestándole una estocada tras otra. Tomó al draconiano completamente por sorpresa, hundiendo su arma en el cuerpo de la criatura, notando cómo la afilada hoja penetraba en la armadura y en la carne, y escuchando el estallido de huesos y el último gemido gorgoteante de aquel repugnante ser. Un instante después, el draconiano se había convertido en piedra, aprisionando el arma de Laurana. Pero la muchacha, con una calma y frialdad que a ella misma le sorprendieron, recordó que había oído que debía esperar unos segundos hasta que el cuerpo de piedra se convirtiera en polvo y dejara libre su espada.

A su alrededor sonaba el clamor de la batalla; los gritos, los gemidos de muerte, los golpes y gruñidos, el repiquetear del acero... pero ella no oía nada.

Aguardó tranquilamente hasta ver que el cadáver se deshacía. Entonces se agachó y, apartando el polvo con la mano, agarró la espada por la empuñadura, alzándola en el aire. El sol refulgió sobre la hoja manchada de sangre. Miró a su alrededor pero no vio a Tanis ni a ninguno de los de más. Quizás estuviesen muertos. Quizás ella moriría también.

Laurana elevó los ojos al cielo bañado por el sol. Este mundo, que podía verse obligada a abandonar, parecía recién hecho —cada objeto, cada piedra, cada hoja—, todo brillaba con reluciente claridad. De pronto sopló una fragante brisa del sur, alejando las nubes tormentosas que se cernían sobre su hogar en el norte. Laurana ya no sintió miedo, su espíritu voló más alto que las nubes y su espada centelleó bajo el sol de la mañana.

15 El señor del Dragón. Los hijos de Matafleur.

Al contemplar a los cuatro hombres que se le acercaban, Verminaard comprendió que no eran esclavos, sino que eran los mismos que viajaban con la sacerdotisa de cabellera dorada. Así que aquellos eran los que habían vencido a Onyx en Xak Tsaroth, los que habían escapado de la caravana de esclavos y los que habían conseguido introducirse en Pax Tharkas. De pronto sintió como si ya los conociera... el caballero, originario de aquella tierra que reivindicaba glorias pasadas; el semielfo, que intentaba hacerse pasar por humano; el enfermizo y deformado mago; y el gemelo de este último, un gigantesco humano, cuya inteligencia era probablemente tan tosca como sus brazos.

Será una lucha interesante, pensó. Casi se alegraba de tener que luchar cuerpo a cuerpo... hacía tanto tiempo... Ya estaba aburrido de dirigir los combates montado sobre el lomo de un dragón. Al pensar en Ember, alzó la mirada al cielo, preguntándose si podría contar con su ayuda.

Pero, por lo visto, el dragón rojo tenía sus propios problemas. Matafleur era ya una experta luchadora cuando Pyros aún no había nacido y compensaba con habilidad y astucia su debilitada fuerza. Las llamaradas surcaban el aire, y la sangre de los dragones salpicaba el patio como si de lluvia se tratase.

Encogiéndose de hombros, Verminaard volvió su mirada hacia los cuatro hombres que se aproximaban cautamente. Oyó al hechicero recordarles a sus compañeros que Verminaard era un sumo sacerdote de la Reina de la Oscuridad y que, como tal, podía invocar su ayuda. El Señor del Dragón sabía por sus espías que aquel mago, a pesar de ser joven, poseía extraños poderes y era considerado muy peligroso.

Pero ahora los cuatro hombres se le acercaban en silencio. Entre ellos no había necesidad de hablar, como tampoco la había entre Verminaard y sus enemigos. Aunque cargado de odio, el respeto entre ambos bandos era visible. No sería un combate apasionado, sería a sangre fría, y la muerte, principal vencedora.

Cuando los cuatro hombres se acercaron a Verminaard, se separaron para rodearle, evitando así que él pudiese cubrir su espalda. Agachándose, Verminaard blandió a Nightbringer describiendo un arco en el aire y manteniéndolos alejados mientras planeaba su estrategia. Tenía que nivelar las fuerzas lo antes posible. Agazapándose un instante, saltó hacia adelante, valiéndose de toda la potencia de sus fuertes piernas. Aquel movimiento repentino tomó a sus oponentes por sorpresa. El salto le había colocado frente a Raistlin, por lo que alargó la mano y tocó al hechicero en el hombro, susurrando una breve oración a su Oscura Reina.

Raistlin lanzó un alarido. Con el cuerpo atravesado por armas invisibles, cayó al suelo, gimiendo en agonía. Caramon bramó y se lanzó hacia Verminaard, pero éste estaba preparado. Balanceando su maza Nightbringer, le asestó un golpe al guerrero mientras susurraba:

—¡Media noche...!

El guerrero quedó cegado por la maza encantada, y su bramido se convirtió en un grito desgarrador.

—¡Me he quedado ciego! ¡Tanis, ayúdame! —gritaba tambaleándose. Verminaard, riendo siniestramente, le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caramon se desplomó.

El Señor del Dragón vio por el rabillo del ojo que el semielfo se abalanzaba sobre él alzando una antigua espada de doble puño de diseño elfo. Verminaard se giró, deteniendo la espada de Tanis con el grueso mango de roble de Nightbringer. Durante unos instantes, ambos combatientes trabaron sus armas, pero Verminaard era más fuerte, y consiguió derribar a Tanis.

Quedaba Sturm. El caballero solámnico alzó su espada como saludo, una costosa equivocación, ya que Verminaard aprovechó el momento para sacar de un bolsillo oculto una pequeña aguja de hierro. Alzándola en el aire, invocó una vez más a la Reina de la Oscuridad, instándola a que lo defendiese. Cuando Sturm se abalanzaba sobre él, sintió que su cuerpo se hacía más pesado, tan pesado que un segundo después no pudo ni moverse.

Tanis, tendido en el suelo, sentía como si una mano invisible lo sujetara. No podía moverse, ni volver la cabeza, su lengua se había trabado y le era imposible hablar. Todavía escuchaba los desgarradores gritos de dolor de Raistlin. Oía a Verminaard riendo y elevando un himno de adoración a la reina oscura. De pronto, observó desesperado como el Señor del Dragón caminaba hacia el caballero con la maza en alto, dispuesto a acabar con él.

—¡Baravais, Kharas! —dijo Verminaard en idioma solámnico. Haciendo una cínica imitación del saludo del caballero, se dispuso a asestarle un golpe en la cabeza, sabiendo a ciencia cierta que para un caballero, aquélla era la humillación más cruel: morir a merced del enemigo sin posibilidad de defensa.

Pero en ese preciso instante, una mano agarró a Verminaard de la muñeca. El Señor del Dragón la contempló anonadado; era una mano de mujer. Sintió un poder tan fuerte como el suyo, una virtud que rivalizaba con su vileza. La concentración de Verminaard flaqueó ante el contacto la mujer, aunque siguió implorando, balbuceante, a su reina oscura.


Y fue entonces cuando la propia reina oscura alzó su mirada hacia la aparición de una radiante diosa vestida de resplandeciente armadura blanca. La Reina de la Oscuridad no estaba preparada para luchar contra esa diosa, nunca había creído en su regreso. Tenía que huir, necesitaba replantearse sus posibilidades y reestructurar sus planes. Por primera vez contemplaba la posibilidad de la derrota. La reina oscura se retiró, abandonando a Verminaard a su propio destino.


Sturm notó que se liberaba del encantamiento, que de nuevo era él quien gobernaba su cuerpo. Vio que Verminaard se abalanzaba furioso contra Goldmoon, golpeándola salvajemente. Cuando el caballero se disponía atacarlo, observó que también Tanis se ponía en pie, con su espada elfa en alto, centelleante.

Ambos corrieron hacia Goldmoon, pero de pronto llegó Riverwind quien, apartando a la mujer a un lado, recibió en su brazo derecho el golpe de maza destinado a destrozarle la cabeza a Goldmoon. Oyó a Verminaard gritar « media noche!» y su vista se nubló con la misma oscuridad mágica que había atacado a Caramon.

Pero el guerrero de Que-shu ya lo esperaba y no se atemorizó, aún podía oír a su enemigo. Casi sin sentir el dolor de la herida, Riverwind tomó la espada con la mano izquierda y lanzó una estocada en dirección a la pesada respiración de su enemigo. La espada rebotó en la gruesa armadura del Señor del Dragón, y cayó de las manos de Riverwind, quien, en un desesperado intento, agarró su daga, a pesar de saber que era inútil, que no tenía oportunidad de salvarse.

En ese momento, Verminaard se dio cuenta de que estaba solo, desamparado de todo poder sobrenatural. Se sintió oprimido por la gélida y esquelética mano de la desesperación, e invocó nuevamente a la reina oscura. Pero ella, ocupada como estaba en su propia lucha, lo había abandonado.

Verminaard comenzó a sudar bajo la máscara. Maldijo de furia, sintiéndose asfixiado bajo el casco; no conseguía recuperar el aliento. Comprendió demasiado tarde su falta de destreza para el combate cuerpo a cuerpo: la máscara le impedía la visión periférica. Veía al alto bárbaro, cegado y herido ante él, y sabía que podía matarle a su antojo, pero cerca de ellos estaban lo otros dos guerreros. El caballero y el semielfo, liberados del encantamiento que los había mantenido hechizados, se acercaban paso a paso. Podía oírlos. Notó que algo se movía detrás suyo, se volvió rápidamente y vio al semielfo corriendo hacia él; la hoja de su espada elfa relucía. Pero, ¿dónde estaba el caballero? Verminaard se volvió y retrocedió, balanceando su maza para mantenerlos a raya, mientras con la otra mano intentaba sacarse el casco.

Demasiado tarde. Justo cuando Verminaard manipulaba el visor, la hoja mágica de Kith-Kanan atravesó su armadura, hundiéndose en su espalda. El Señor del Dragón gritó y se giró furioso, con la vista ofuscada por la sangre, para ver aparecer al caballero solámnico. La antigua espada del padre de Sturm se hundió, a su vez, en sus entrañas. Verminaard cayó de rodillas. Seguía forcejeando para sacarse el casco... no podía respirar, no podía ver. Sintió que, de nuevo, una espada se clavaba en su carne y luego se sumió en una profunda oscuridad.

A más altura, una agonizante Matafleur, debilitada por la pérdida de sangre y por las múltiples heridas, oía a sus hijos llamándola. Estaba aturdida y desorientada: Pyros parecía atacarla en todas direcciones a la vez. Pero ahora, cuando en medio de la lucha el gran dragón rojo quedó de espaldas a la falda de una inmensa montaña, Matafleur vio su oportunidad. Salvaría a sus hijos.

Pyros expulsó una enorme llamarada de fuego dirigida la cabeza del viejo dragón rojo. Satisfecho, contempló cómo la inmensa testa se consumía y los ojos se disolvían.

Pero Matafleur, haciendo caso omiso de las llamas que deshacían sus ojos cegándola para siempre, voló directamente hacia Pyros.

El gran dragón macho, ofuscado por el dolor y la rabia, creyendo que había acabado con su enemigo, no esperaba aquel ataque. Mientras volvía a vomitar su mortífero aliento, se dio cuenta horrorizado de la situación en la que se hallaba. Había dejado que Matafleur lo cercara contra la rocosa pared de la montaña. Estaba completamente acorralado, no podía moverse.

Matafleur se lanzó contra él con toda la fuerza de su poderoso cuerpo, golpeándolo como una lanza arrojada por los dioses. Ambos dragones se estrellaron contra la montaña. La cima tembló y se resquebrajó, y la montaña estalló en llamas.


En siglos posteriores, cuando la muerte de Flamestrike se convirtió en una leyenda, algunos dijeron haber oído una voz de dragón fundiéndose como humo en el viento del otoño, susurrando:

—Mis hijos...

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