TERCERA PARTE
El banquero de Zúrich

9. Un visitante


Recostado en el respaldo del gran sillón antiguo colocado ante su escritorio, Morosini contemplaba con una mezcla de placer y de amargura el estuche abierto sobre el cartapacio de piel verde y oro. Contenía dos maravillas, dos pendientes de diamantes apenas teñidos de rosa, compuestos cada uno de ellos por una larga lágrima, un botón en forma de estrella tallada en una sola piedra y un delicado entrelazo de diamantes más pequeños, pero todos de esa misma tonalidad poco común. Bajo la intensa luz de la potente lámpara de joyero, los diamantes despedían suaves destellos que debían de constituir, para quien los lucía, el más seductor de los adornos. Ninguna mujer podía resistirse a su magia, y el rey Luis XV había tenido que soportar un largo enfado de su favorita, la condesa Du Barry, cuando, delante de sus narices, había regalado esas joyas a la delfina María Antonieta con motivo de su primer cumpleaños en Francia.

Esas maravillosas piezas le pertenecían. Se las había comprado unos meses antes de conocer al Cojo a una anciana par de Inglaterra poseída por el demonio del juego y a la que había conocido en el casino de Montecarlo, donde iba dejando poco a poco el contenido de su joyero.

Y cuando, movido por cierta compasión, le había comentado, antes de comprar, que iba a perjudicar seriamente a sus herederos, ella había contestado con un soberbio encogimiento de hombros:

—Estas joyas no forman parte de los bienes recibidos de mi difunto esposo. Eran de mi madre y me pertenecen. Además, detesto a las dos pánfilas pretenciosas que son sobrinas mías por alianza y prefiero con mucho que hagan feliz a una mujer bonita.

—En tal caso, ¿por qué no acude a Sotheby's? Las pujas serían muy elevadas, seguro.

—Es posible, pero en una subasta nunca se sabe quién va a ser el destinatario; el más rico es el que se lo queda. Con usted estoy tranquila porque es un hombre con gusto. Sabrá vender con discernimiento… Además, tengo prisa.

Morosini ofreció un precio justo que dejó su economía en una situación precaria, pero, contrariamente a lo que pensaba lady X, no se había decidido a separarse de una pieza tan cautivadora. Incluso había constituido el comienzo de una colección a la que se había sumado, entre otras alhajas, el brazalete de esmeraldas de Mumtaz Mahal, comprado en secreto a su viejo amigo lord Killrenan, que tampoco quería oír hablar de dejar entre las garras de sus herederos lo que había sido un testimonio de amor. [20] Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la contemplación y Aldo, sin siquiera cerrar el estuche, fue a abrir la puerta, que siempre cerraba con llave antes de abrir la enorme caja medieval, más segura que todas las cajas fuertes del mundo. Tomaba esa precaución a causa de Anielka, que nunca consideraba oportuno llamar antes de entrar en el despacho de su «marido», mientras que sus más cercanos colaboradores jamás dejaban de hacerlo.

Esta vez era el señor Buteau, cuya mirada gris, siempre un poco melancólica, se posó sobre el estuche abierto. Esbozó esa sonrisa tímida que le daba tanto encanto, un encanto que la edad no atenuaba.

—¿Le molesto? Veo que estaba contemplando sus tesoros.

—No diga tonterías, Guy, usted no me molesta nunca y lo sabe. En cuanto a este tesoro, estaba preguntándome si no debería deshacerme de él.

—¡Dios bendito! ¡Vaya ocurrencia! Yo creía que, de toda su colección, estos pendientes eran su joya favorita.

Aldo, después de haber cerrado de nuevo con llave, volvió a su mesa y cogió el estuche entre sus largos dedos finos y nerviosos.

—Es verdad. Los compré pensando ofrecérselos un día a la que se convirtiera en mi mujer, la madre de mis hijos, la compañera de los buenos y los malos momentos. Pero reconozca que, en las circunstancias actuales, eso ya no tiene sentido.

—Pero lo tienen su belleza y su historia. A la delfina le encantaba esta joya y la lucía con frecuencia incluso siendo ya reina. A no ser que necesite dinero…

—Sabe perfectamente que no. Nuestros negocios van de maravilla pese a mis numerosas ausencias.

—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.

Desde que había regresado a Venecia acompañado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se había volcado en el trabajo. Mientras que el arqueólogo volvía a París, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, él había recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubí en los diversos actos a los que acudía y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gánsteres americanos de cuyas fechorías había sido víctima. Adalbert, por su parte, hacía lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyó que no le costaría mucho encontrar su pista.

Cuando llegó a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compañía de su cuñada, que había ido a descansar allí unos días. Una estancia que no parecía hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su señor de ir a darse un baño, había empezado a soltar una apasionada filípica en la que ni Zaccaría, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.

—¡Qué vergüenza! ¡Esa mujer se comporta aquí como si estuviera en su casa! ¡Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde que ha llegado esa cuñada…, no tengo nada contra ella, no, es extranjera, pero muy amable y bastante pánfila…, pues desde que está aquí, como decía, la «princesa» ha dado dos grandes recepciones en su honor. Pero ya te imaginarás que, cuando vino a anunciarme la primera, le dije lo que pensaba y que no debía contar conmigo para agasajar a su cuadrilla. Porque ahora tiene una cuadrilla, compuesta por unos cuantos pisaverdes que se la comen con los ojos, a ella y sus joyas, y por dos o tres cabezas de chorlito entre las que lamento constatar que está tu prima Adriana. A mí me parece que ésa ha perdido el juicio: lleva el pelo corto, enseña las piernas y de noche se pone una especie de camisas que no tapan gran cosa… Pero, volviendo a la primera fiesta, mi negativa a encargarme de organizaría no inmutó a la bella dama: lo encargó todo al Savoy, incluidos los camareros. ¡Personal extra aquí! ¿Te das cuenta? Un verdadero escándalo que me hizo llorar durante tres noches y enfadarme con Zaccaría, porque él se negó a abandonar su puesto y recibió a toda esa gente…

—Había que vigilar un poco —aventuró la voz tímida del mayordomo, cuya máscara napoleónica parecía caer cuando debía enfrentarse a los arrebatos de cólera de su esposa.

—Los ángeles y la Virgen se habrían encargado de hacerlo solos. Yo se lo había pedido y siempre me han escuchado. Así que deberías…

Aldo se decidió a participar en el combate:

—¡Para un momento, Celina! A mí también me gustaría que se oyese mi voz y tengo preguntas importantes que hacer. Pero antes ve a prepararme un café; hablaremos después. —Acto seguido, volviéndose hacia su viejo mayordomo, añadió—: Hiciste bien, Zaccaría. No puedo quitarle la razón a Celina; está en su derecho de negar sus servicios culinarios. Pero la casa la dejo en tus manos.

—Hicimos lo que pudimos, las muchachas y yo…, me refiero a las doncellas Livia y Prisca. Y el señor Buteau también me ayudó. Se instaló en su despacho e impedía el acceso allí y a la tienda.

—Os lo agradezco a los dos. Pero, dime una cosa: ¿cuándo ha llegado esa americana?

—Hace quince días. Su marido la acompañaba.

Aldo dio un bote en el asiento donde se recuperaba del cansancio de un viaje muy pesado para un convaleciente.

—¿Estaba aquí? ¿Sigismond Solmanski?… ¿Se ha atrevido a venir a mi casa?

—Bueno, no ha estado instalado en el palacio. Ni la condesa tampoco. Primero se alojaron en el Bauer Grünwald y luego, cuando él se marchó, su mujer se trasladó al Lido, que le parece mucho más alegre.

—¿Y adonde ha ido?

Zaccaría abrió los brazos en un gesto de ignorancia. Celina volvió en ese momento con una bandeja llena y anunció que las doncellas estaban preparando una habitación para el signor Adalberto.

—Si quieres hablar con la polaca, está aquí —añadió el genio familiar de los Morosini—. Espera despierta a su señora para ayudarla a… desvestirse. ¡Como si fuera un gran trabajo quitarse una especie de camisa adornada con perlas, debajo de la cual no lleva prácticamente nada!

—No, no merece la pena —dijo Morosini, consciente del temor que inspiraba a esa mujer consagrada a su señora hasta más allá de la muerte—. Nunca consigo sacarle más que una letanía incomprensible.

Se le estaba ocurriendo una idea de la que hizo partícipe a Vidal-Pellicorne: ¿y si fuera a saludar a la cuñada de su esposa momentánea para expresarle su pesar por no haber podido recibirla personalmente? Conocía lo suficiente a las americanas para imaginar que ésta apreciaría su gesto.

Mientras tanto, tal vez Adalbert consiguiera enterarse de algunos detalles hablando con Anielka.

Al día siguiente, hacia las once y media llegó al embarcadero del Lido pilotando él mismo su motoscaffo y se dirigió a grandes pasos al hotel del balneario.

Si temía que le pusieran objeciones para recibirlo, sus temores desaparecieron enseguida. Apenas acababa de entablar conversación con el director, al que conocía desde hacía mucho, cuando vio llegar a una joven vestida de piqué blanco, empuñando una raqueta de tenis y con el cabello rubio, un tanto alborotado, a duras penas sujeto por una cinta blanca. Al llegar a la altura de Aldo, al que miraba con unos grandes ojos azules muy abiertos, se sonrojó, se puso nerviosa y, al tratar de hacer una vaga reverencia, estuvo a punto de enredarse los pies, calzados con calcetines y zapatillas blancos, con la raqueta.

—Soy Ethel Solmans… ka —dijo, insegura todavía sobre las terminaciones polacas, con una voz cuyo acento nasal made in USA su visitante deploró—. Y, según me han dicho, usted es… el príncipe Morosini, ¿no?

No parecía salir de su asombro y observaba con una curiosidad ingenua pero claramente admirativa la alta silueta elegante y con clase, el alargado rostro de perfil arrogante coronado de cabellos morenos delicadamente plateados en las sienes, los brillantes ojos azul acero y la indolente sonrisa del recién llegado, que se inclinó cortesmente ante ella:

—En efecto, condesa. Encantado de presentarle mis respetos.

—¿El… el marido de Anielka?

—Sí. Bueno, eso dicen —respondió Aldo, que no tenía ningún interés en explayarse sobre su curiosa situación conyugal con esa pequeña criatura, bastante parecida a un bello objeto decorativo y quizá sin mucho más cerebro—. Me he enterado de que había sido invitada a mi casa sin que yo estuviera allí para recibirla y he venido a presentarle mis disculpas.

—Ah…, bueno, no era necesario —balbució, sonrojándose todavía más—, pero es un detalle haber venido hasta aquí… ¿Nos… nos sentamos y tomamos algo?

—Sería un placer, pero veo que se disponía a jugar al tenis y no quisiera privarla de su partido.

—Ah, no se preocupe por eso —dijo ella, y dirigiéndose a un grupo de jóvenes que la esperaban a cierta distancia añadió, elevando el tono de voz hasta un registro impresionante—: ¡No me esperéis! ¡El príncipe y yo tenemos que hablar!

Había dicho el título pavoneándose, cosa que divirtió a Morosini. Luego tomó a éste del brazo y lo condujo hacia la terraza, donde pidió un whisky con soda en cuanto estuvo instalada en uno de los cómodos sillones de rota.

Aldo pidió lo mismo y a continuación pronunció un breve discurso sobre las exigencias de la hospitalidad veneciana y su vivo pesar por haberse visto imposibilitado de cumplir con ellas, sobre todo tratándose de una persona tan encantadora. Ethel, que no cabía en sí de contento, encontró totalmente natural la pregunta final:

—¿Cómo es que su marido la deja sola en una ciudad tan peligrosa como Venecia? Para una mujer bonita, se entiende…

—Oh, con Anielka no estoy sola. Además, siempre hay mucha gente a mi alrededor.

—Me he dado cuenta. De todas formas, supongo que su esposo vendrá a buscarla en los próximos días.

—No. Tiene que ver a varias personas en Italia relacionadas con sus negocios.

—¿Sus negocios? ¿A qué se dedica?

Ethel sonrió con una inocencia conmovedora.

—No tengo ni la menor idea. Algo de banca, de importación… Al menos eso creo. Nunca quiere ponerme al corriente; dice que esas cosas complicadas no están hechas para el cerebro de una mujer. Lo único que sé es que tenía que ir a Roma, Nápoles, Florencia, Milán y Turín, desde donde se marchará de Italia. Todavía no me ha dicho dónde debo reunirme con él.

«No ha habido suerte», pensó Morosini.

—¿Y su suegro? —preguntó sin transición, con aire distraído—. ¿Tiene buenas noticias de él?

La joven se congestionó y Aldo creyó que iba a tener que pedir al camarero sales de amoníaco.

—¿Es que no sabe… lo que ha pasado? —dijo con gran incomodidad, después de haber vaciado el vaso de un trago—. No me gusta hablar de eso. ¡Es tan terrible!

—Dios mío, le suplico que me perdone —dijo Aldo con expresión contrita cogiéndole una mano—. No sé dónde tenía la cabeza. La cárcel, el suicidio… y usted fue con su marido a buscar el cuerpo para llevarlo…, ¿adónde lo llevaron?

—A Varsovia, a la capilla familiar. Fue una bonita ceremonia a pesar de las circunstancias.

Un botones que llevaba una carta sobre una pequeña bandeja interrumpió la conversación. Ethel la cogió apresuradamente y, tras haber pedido disculpas a su visitante, la abrió con gesto nervioso y dejó el sobre encima de la mesa, lo que permitió a Morosini ver que el matasellos era de Roma. Después de haberla leído, se la guardó en el bolsillo y volvió a prestar atención a su visitante.

—Es de Sigismond. Me anima a quedarme aquí algún tiempo más —dijo, riendo con desenfado.

—Es una buena noticia. Eso nos permitirá volver a vernos. A no ser que le desagrade —añadió con una sonrisa irresistible que causó el efecto deseado.

Ethel pareció encantada ante semejante perspectiva, pero aclaró, con una curiosa franqueza, que le gustaría que su cuñada no fuera informada de esos posibles encuentros. Lo que, como es natural, llevó a Aldo a pensar que no le tenía mucho cariño a Anielka… y que quizás él le inspiraba cierta simpatía. Un detalle que podía resultar de gran utilidad, pero del que, no obstante, se prometió no abusar. Lo que él quería era encontrar a Sigismond y nada más.

Al llegar a casa, encontró a Anielka en la biblioteca en compañía de Adalbert. Como todavía no había visto a su mujer, que había vuelto muy tarde la noche anterior, le besó la mano al tiempo que le preguntaba por su salud, sin dar señales de advertir su semblante sombrío.

—Tengo que hablar contigo —dijo ella secamente—. Pero comamos antes. Hemos esperado bastante, así que podemos esperar un poco más.

—Por mí no lo haga —dijo sonriendo el arqueólogo—. No tengo mucha hambre.

—Yo sí —dijo Aldo—. El aire del mar siempre me abre el apetito, y acabo de dar un paseo muy agradable. Hace un día precioso.

Guy Buteau se había ido a Padua, de modo que en el salón de los Tapices sólo eran tres comensales, pero la conversación la mantuvieron exclusivamente Aldo y Adalbert. Una conversación muy impersonal. Hablaron de arte, música y teatro, sin que Anielka interviniera ni una sola vez. Abstraída, hacía bolitas de miga de pan sin prestar la menor atención a sus compañeros de mesa, lo que permitió a Adalbert decir a su amigo por señas que no sabía nada acerca del mal humor de la joven y que no había conseguido sonsacarle ninguna información.

Después del café, Adalbert se marchó anunciando unos irresistibles deseos de volver a ver a los primitivos de la Accademia mientras que Aldo se trasladó con Anielka a la biblioteca, adonde ésta entró con paso apabullados En cuanto la puerta estuvo cerrada, la joven atacó:

—Según me han dicho, te han herido gravemente.

Aldo se encogió de hombros y encendió un cigarrillo:

—Todos los oficios tienen sus riesgos. Adalbert ha estado varias veces a punto de que le pique un escorpión; a mí me alcanzó la bala de un bribón que acababa de agredir a un anciano. Pero, no te preocupes, ya estoy bien.

—Eso es lo que me contraría: tu muerte habría sido la mejor noticia que hubieran podido darme.

—¡Vaya, por lo menos eres franca! No hace mucho afirmabas que me querías. Se diría que el paisaje ha cambiado.

—En efecto, ha cambiado.

Anielka se acercó casi hasta tocarlo, alzando hacia él un rostro crispado por la cólera, unos ojos llameantes como antorchas.

—¿No te aconsejé que no presentaras esa ridícula solicitud de anulación? Hace unos días recibí la notificación de que está en trámite.

—¿Y qué esperabas? Te lo advertí. Ahora debes presentar tus alegaciones.

—¿Te das cuenta de que se ha corrido el rumor y no se habla de otra cosa en toda Venecia? ¡Nos has puesto en ridículo!

—No sé por qué. Me vi forzado a casarme contigo y trato de liberarme. Es lo más normal. Pero, si interpreto bien tu enfado, lo que te preocupa es tu posición mundana. Deberías haber pensado en eso antes de desafiarme.

Aunque deploraba que una indiscreción hubiera divulgado su proyecto, Aldo imaginaba fácilmente cómo podía considerar la sociedad veneciana —la verdadera, no la cosmopolita y escandalosa que frecuentaba el Lido, el Harry's Bar y otros lugares de diversión— la posición de una mujer sospechosa de haber envenenado a su primer marido y de la que el segundo intentaba deshacerse.

—Lo que no entiendo es cómo se ha extendido el rumor, como tú lo llamas. El padre Gherardi, que recibió mi solicitud, y el cardenal La Fontaine, a quien aquél le dio traslado, no se dedican a chismorrear, y yo no he dicho nada.

—Esas cosas se saben. Afortunadamente, tengo excelentes amigos que están dispuestos a apoyarme, a ayudarme…, incluso dentro de tu familia. No ganarás, Aldo, entérate. Seguiré siendo la princesa Morosini y serás tú quien quede en ridículo. ¿Ya no te acuerdas de que estoy embarazada?

—¿Así que es verdad? Pensaba que sólo querías excitar mis celos, ver qué cara ponía…

Ella soltó una carcajada tan agria que a Aldo le pareció penosa. Esa joven tan encantadora, ante la cual la primera reacción de un hombre normal debía ser arrojarse a sus pies, se volvía casi fea cuando se revelaba su verdadera naturaleza. Su rostro era el de un ángel, pero su alma no.

—Tengo un certificado médico a tu disposición —le espetó, furiosa—. Estoy embarazada de más de dos meses. Así que, querido mío, tus problemas no han acabado. Va a resultarte muy difícil conseguir la anulación.

Aldo se encogió de hombros con desdén y le volvió deliberadamente la espalda.

—No estés tan segura: se puede estar embarazada un día y dejar de estarlo el siguiente. En cualquier caso, ten esto bien presente: no estás destinada a vivir aquí toda tu existencia, y no lo estás por la sencilla razón de que la casa acabará por echarte. ¡No serás jamás una Morosini!

Aldo salió y se dio de bruces con Celina, que debía de estar escuchando detrás de la puerta. Una Celina más blanca que un muerto pero cuyos ojos negros llameaban.

—No será verdad lo que acaba de decir —murmuró—. ¿Esa zorra está embarazada?

—Eso parece. Ya lo has oído: la ha visto un médico.

—Pero… no habrás sido tú…

—Ni yo ni el Espíritu Santo. Sospecho de un inglés que antes se declaraba enemigo suyo. ¿Has visto alguna vez por aquí a un tal Sutton? —añadió, conduciendo a la voluminosa mujer lejos de aquella puerta que podía abrirse en cualquier momento.

—No, no lo creo. Aunque hombres vienen muchos, y todos extranjeros. Por más que lleve un luto tan ostentoso, eso no le impide divertirse.

—Sea como sea, Celina, te ruego que no le digas a nadie lo que acabas de oír y hagas como si no lo supieras. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo…, pero si intenta hacer aquí lo que hizo en Inglaterra, tendrá que enfrentarse conmigo. ¡Y eso lo juro ante la Virgen! —concluyó Celina, alzando con decisión un brazo hacia el hueco de la gran escalera.

—No te preocupes. Llevaré cuidado.

A partir de ese día, una vez que Adalbert se hubo marchado a París, una curiosa atmósfera se instaló en el palacio Morosini, convertido en una especie de templo del silencio. Anielka salía mucho con la camarilla americana, aunque ya no se atrevía a llevarla a casa. Aldo se concentraba en sus negocios y de vez en cuando hacía un corto viaje. Curiosamente, no volvió a ver a Ethel Solmanska: cuando, dos días después de su conversación, preguntó por ella en el hotel del balneario, le dijeron que la joven se había marchado repentinamente tras haber recibido un telegrama. No había dejado ninguna dirección a la que enviar el correo, que era prácticamente inexistente. Después de eso, Aldo fue a Roma para asistir a una subasta y también para tratar de encontrar el rastro de Sigismond. Una pérdida de tiempo. Pese a los numerosos conocidos que tenía en la Ciudad Eterna y a unas discretas indagaciones en los grandes hoteles, fue imposible enterarse de nada. Nadie había visto ni oído hablar del conde Solmanski. Había que resignarse.




—Debería guardar eso —dijo Guy Buteau—. Y sobre todo no perder las esperanzas respecto al futuro.

Morosini cerró el estuche de piel blanca, lo guardó en la caja fuerte y sonrió a su viejo amigo.

—Si usted lo dice, Guy… Pero reconozca que las cosas van mal. El procedimiento de anulación no ha avanzado ni un milímetro. Anielka, que padece náuseas de lo más evidentes, sólo se levanta de la cama para ir al sofá y viceversa; y cuando por casualidad me encuentro a Wanda, me mira con una mezcla de reproche, temor e incluso horror, como si estuviera envenenando a su señora. Para acabar, Simón Aronov ha desaparecido y el rubí, tres cuartos de lo mismo. ¡Un triste balance!

—Sobre este último punto, permítame que le dé un consejo: tenga paciencia. Hasta ahora ha tenido mucha suerte en este asunto, y la suerte no hay que forzarla. Espere simplemente que suceda algo, y si por desgracia no tuviera que ver nunca más al Cojo de Varsovia, sería mejor abandonar el proyecto y dejar que la Historia prosiguiera su camino.

—Eso lo veo muy difícil, Guy. Si de verdad la suerte del pueblo judío depende de ese pectoral, no tengo derecho a abandonar, y si me enterase de que Simón ha muerto, intentaría continuar. Sé dónde está el pectoral, ya que lo tuve en mis manos. Lo malo es que soy incapaz de encontrar en las bodegas y los sótanos del gueto de Varsovia el camino que conduce a su escondrijo secreto. Y debo añadir que Vidal-Pellicorne comparte mi determinación. Ninguno de los dos está dispuesto a darse por vencido. Por el momento, lo importante es recuperar ese maldito rubí, que debe de estar en manos de los Solmanski. Y eso es posible conseguirlo.

—En tal caso, no tengo nada más que decir. Me contentaré con rezar por usted, querido muchacho.

Ese apelativo cariñoso que no había empleado desde que Aldo era un adolescente, indicó a este último cuánta inquietud y ternura inspiraba a su antiguo preceptor. Por lo demás, éste no se equivocaba al pensar secretamente que la suerte aún podía sonreírle.

Esa noche, bastante tarde, sonó el teléfono. Aldo y Guy estaban en la biblioteca fumando un cigarro ante el primer fuego del otoño, cuando Zaccaría fue a decir que el señor Kledermann llamaba desde el hotel Danieli preguntando por su excelencia. Era el último nombre que Morosini esperaba oír y no se movió.

—¿Kledermann? ¿Qué querrá? —dijo, nervioso—. ¿Anunciarme la boda de Lisa?

Su voz súbitamente tensa pero vacilante hizo que el señor Buteau levantara las cejas, sorprendido y divertido a la vez.

—No tendría ningún motivo para hacer tal cosa —repuso con una gran suavidad—. ¿Acaso no recuerda que es un gran coleccionista y usted uno de los anticuarios más famosos de Europa?

—Exacto —masculló Aldo, un poco incómodo por haber exteriorizado el temor secreto que lo habitaba desde las pasadas Navidades: enterarse de que Lisa ya no se llamaba Kledermann—. Voy a atender la llamada.

Al cabo de un momento, la voz precisa del banquero zuriqués decía:

—Le ruego que me disculpe por molestarlo a una hora un poco tardía, pero acabo de llegar a Venecia y no tengo planeado quedarme mucho tiempo. ¿Puede recibirme mañana por la mañana? Me gustaría marcharme por la tarde.

—Un momento.

Aldo bajó al despacho para consultar su agenda. Ésa era al menos la excusa que se dio a sí mismo para que los latidos desacompasados de su corazón tuvieran tiempo de apaciguarse. Además, desde allí podía seguir hablando.

—¿Le va bien a las once?.

—Perfecto. A las once, entonces. Le deseo que pase una buena noche.

Fue una noche agitada. A la vez excitado y ligeramente inquieto, Aldo tuvo algunas dificultades para conciliar el sueño, pero acabó por descubrir que, en el fondo, se alegraba de recibir una visita que quizás aportara un poco de vida a una casa que se había vuelto singularmente sombría. La propia Celina ya no cantaba nunca, y eso hacía que las doncellas, impresionadas, parecieran desplazarse sobre suelas acolchadas. Así pues, a la hora convenida estaba de punta en blanco: con un traje príncipe de gales gris oscuro, iluminado por una corbata en tonos oro viejo, fingía estar absorto en el examen de un precioso collar antiguo de coral y perlas finas cuando Angelo Pisani abrió ante Moritz Kledermann la puerta de su gabinete. Aldo se levantó inmediatamente para recibirlo.

—Encantado de volver a verlo, querido príncipe —dijo el banquero estrechando cordialmente la mano que éste le tendía—. Usted es sin duda alguna el único hombre capaz de aclararme un pequeño misterio y de ayudarme al mismo tiempo a satisfacer mis deseos.

—Si está en mi poder, lo haré con mucho gusto. Siéntese, por favor… ¿Le apetece un café?

El banquero suizo, cuyo aspecto era el de un clergyman americano vestido en Londres, dispensó a su anfitrión una de sus contadas sonrisas.

—Me tienta. Sé que en su casa lo hacen especialmente bueno. Su ex secretaria me ha hablado mucho de él.

Por toda respuesta, Morosini llamó a Angelo para que se ocupase de que se lo sirvieran. Luego se sentó y, afectando indiferencia, preguntó:

—¿Cómo está?

—Bien, supongo. Ya sabe que Lisa es un ave migratoria que no da señales de vida con frecuencia, excepto a su abuela, con la que seguramente está ahora. Por cierto, ¿estaba satisfecho de sus servicios?

—Más que satisfecho. Fue una colaboradora insustituible.

Bajo las gafas con montura de carey, los ojos oscuros de Kledermann, parecidísimos a los de su hija, lanzaron un destello que iluminó su cara afeitada de rasgos finos y desapareció enseguida.

—Creo que aquí se encontraba muy a gusto —dijo— y lamento que las circunstancias me llevaran a dejar al descubierto su inocente estratagema… Pero no he venido a Venecia para hablarle de Lisa. La razón es la siguiente: dentro de quince días mi mujer celebrará su… cumpleaños coincidiendo con el aniversario de nuestra boda. Con ese motivo…

La llegada de Zaccaría con el café ayudó a Morosini a superar un ligero mareo: después de Lisa, oír hablar de Dianora, su antigua amante, era lo último que deseaba. Debidamente servido por Zaccaría, cuyos gestos solemnes ocultaban una viva curiosidad —él también le tenía mucho cariño a «Mina» y la llegada súbita de su padre constituía un acontecimiento—, Moritz Kledermann reanudó su discurso interrumpido.

—Con ese motivo, deseo regalarle un collar de rubíes y diamantes. Sé que quiere tener unos bonitos rubíes desde hace tiempo, y el azar, por decirlo de algún modo, ha traído hasta mis manos una piedra excepcional, seguramente procedente de las Indias, a juzgar por el color, pero sin duda muy antigua. Sin embargo, pese a mis conocimientos en historia de las joyas, y reconocerá que son amplios, no consigo averiguar de dónde ha salido. El hecho de que se trate de un cabujón me hizo suponer por un momento que podía ser otro resto del tesoro de los duques de Borgoña, pero…

—¿Lo ha traído? —preguntó con voz ronca Aldo, a quien acababa de secársele la garganta.

El banquero observó a su interlocutor con una mezcla de sorpresa y de conmiseración.

—Querido príncipe, debería saber que uno no anda por ahí con una pieza de esa importancia en el bolsillo, y menos, permítame que se lo diga, en su país, donde los extranjeros son sometidos a severísimos controles.

—¿Puede describirme esa piedra?

—Naturalmente. Alrededor de treinta quilates…, ah, y si he mencionado antes al Temerario es porque ese rubí tiene aproximadamente la misma forma y el mismo tamaño que la Rosa de York, ese condenado diamante que nos causó tantos quebraderos de cabeza a los dos.

Esta vez, a Aldo le dio un vuelco el corazón: no podía creer que fuera… Sería demasiado bonito, además de que, a primera vista, era absolutamente imposible.

—¿Cómo la ha conseguido?

—De la manera más sencilla. Un hombre, un americano de origen italiano, vino a ofrecérmela. Es ese tipo de cosas que suceden cuando eres conocido como un apasionado coleccionista. El la había adquirido en una subasta en Austria.

—¿Un hombrecillo moreno con gafas de montura negra? —lo interrumpió Morosini.

Kledermann no intentó disimular su sorpresa:

—¿Es usted brujo o conoce a ese hombre?

—Creo que lo he visto en alguna parte —dijo Aldo, que no tenía ningún interés en contar sus últimas aventuras—. ¿Su rubí está montado en un colgante?

—No. Ha debido de estar montado en algo, pero lo han desengastado. Con gran esmero, por cierto. ¿En qué está pensando?

—En una piedra que formaba parte del tesoro del emperador Rodolfo II y cuyo rastro he buscado durante mucho tiempo, aunque ignoro su nombre. Y… ¿la compró?

—Por supuesto, pero me permitirá que no le diga el precio. Pienso convertirla en la pieza principal del regalo que le reservo a mi mujer y, como es natural, estaría encantado si pudiera decirme algo más sobre la historia de esa joya.

—No estoy seguro. Para eso tendría que verla.

—La verá, amigo mío, la verá. Su visita me causaría un inmenso placer, sobre todo si pudiera encontrarme la segunda parte de lo que he venido a buscar. Antes le he hablado de un collar, y he pensado que quizás usted tuviera algunos rubíes, más pequeños pero también antiguos, que se pudieran combinar con diamantes para hacer una pieza única y digna de la belleza de mi esposa. Creo que usted la conoce, ¿no?

—Así es. Nos vimos varias veces cuando ella era condesa Vendramin. Pero ¿está seguro de que su esposa quiere rubíes? Cuando vivía aquí, le encantaban las perlas, los diamantes y las esmeraldas, que favorecían su belleza nórdica.

—Y siguen gustándole, pero usted sabe tan bien como yo lo volubles que son las mujeres. La mía sólo sueña con rubíes desde que vio los de la begum Aga Khan. Afirma que sobre su piel parecerían sangre sobre nieve —añadió Kledermann riendo, divertido.

¡Sangre sobre nieve! Esa loca de Dianora y su fastuoso marido no imaginaban hasta qué punto esa imagen de un romanticismo un poco manido podía hacerse realidad, si la bella Dianora colgaba un día de su cuello de cisne el rubí de Juana la Loca y del sádico Julio.

—¿Cuándo se va? —preguntó de pronto.

—Esta tarde, ya se lo dije. Tomo a las cinco el tren para Innsbruck, donde enlazaré con el Arlberg-Express hasta Zúrich.

—Voy con usted.

El tono era de los que no admiten discusión. Ante la expresión un tanto desconcertada de su visitante, Aldo añadió con más suavidad:

—Si su aniversario es dentro de quince días, debo ver ya el rubí que ha adquirido. En cuanto a los que yo puedo ofrecerle, recientemente compré en Roma un collar que creo que le gustará.

Armado con varias llaves, se dirigió a su antigua caja forrada de hierro, cuyas cerraduras abrió antes de accionar discretamente el dispositivo de acero moderno que reforzaba interiormente las protecciones originales. Sacó de allí un estuche ancho en el que, sobre un lecho de terciopelo amarillento, descansaba un conjunto de perlas, diamantes y, sobre todo, bellísimos balajes —rubíes de color morado— montados sobre entrelazos de oro típicamente renacentistas. Kledermann profirió una exclamación admirativa que Morosini se apresuró a explotar:

—Es bonito, ¿verdad? Esta joya perteneció a Julia Farnesio, la joven amante del papa Alejandro VI Borgia. Fue encargado para ella. ¿No cree que bastaría para contentar a la señora Kledermann?

El banquero sacó del estuche el collar, que cubrió sus manos de esplendor. Acarició una a una las piedras con esos gestos amorosos, singularmente delicados, que sólo puede dispensar la verdadera pasión por las joyas.

—¡Es una maravilla! —murmuró—. Sería una lástima desmontarlo. ¿Cuánto pide por él?

—Nada. Le propongo cambiárselo por el cabujón.

—Todavía no lo ha visto. ¿Cómo va a calcular su valor?

—Es cierto, pero tengo la impresión de conocerlo desde siempre. En cualquier caso, me llevo el collar. Nos veremos en el tren.

—La verdad es que estoy encantado de que venga. Voy a telefonear para que le preparen una habitación…

—¡No, por favor! —protestó Aldo, a quien se le ponían los pelos de punta sólo de pensar en vivir bajo el mismo techo que la deslumbrante Dianora—. Voy a reservar una habitación en el hotel Baurau-Lac; allí estaré estupendamente. Perdone —prosiguió en un tono más cordial—, pero soy una especie de lobo solitario y cuando viajo valoro mucho mi independencia.

—Lo comprendo. Hasta la tarde.

Cuando Kledermann se hubo ido, Morosini llamó a Angelo Pisani para enviarlo a Cook a reservarle plaza en los trenes y habitación en el hotel, tras lo cual el joven debía pasar por la oficina de correos para mandar a Vidal-Pellicorne un telegrama que Aldo redactó rápidamente:


Creo haber encontrado objeto perdido. Estaré en Zúrich, hotel Baur-au-Lac. Saludos.


Al quedarse solo, Aldo permaneció un buen rato sentado en su sillón jugueteando con el hermoso collar de Julia Farnesio. Una extraordinaria excitación lo invadía y le impedía pensar con claridad. Una voz, en el fondo de sí mismo, le decía que el cabujón de Kledermann no podía ser sino el rubí de Juana la Loca; pero, por otro lado, no entendía por qué el hombre de las gafas negras se lo había vendido al banquero suizo en lugar de entregárselo a sus jefes, que debían de esperarlo con cierta impaciencia. ¿Había pensado acaso que, muerto su cómplice, podía volar con sus propias alas y tratar de labrarse una fortuna personal? Era la única explicación convincente, aunque, tal como él lo veía, el bribón había hecho gala de una despreocupación excesiva. Claro que, a fin de cuentas, eso era asunto suyo, mientras que el de Aldo era convencer a Kledermann de que le cediera la joya, si se confirmaba que era la que él creía.

Perdido en sus pensamientos, no oyó abrir la puerta, y hasta que Anielka no estuvo delante de él no se percató de su presencia. Inmediatamente se levantó para saludarla.

—¿Te encuentras mejor esta mañana?

Por primera vez desde hacía tres semanas, iba vestida y peinada y estaba mucho menos pálida.

—Parece que ya no tengo náuseas —dijo ella distraídamente.

Toda su atención la acaparaba el collar que Aldo acababa de soltar y del que ella se apoderó con una expresión de codicia que su marido no le había visto nunca. Hasta sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo.

—¡Qué maravilla!… No hace falta que pregunte si piensas regalármelo. Jamás habría imaginado que pudieras ser un esposo tan avaro.

Suave pero firmemente, Aldo recuperó la alhaja y la guardó en su estuche.

—Uno: no soy tu esposo, y dos: este collar está vendido.

—A Moritz Kledermann, supongo. Acabo de verlo salir.

—Sabes perfectamente que me niego a hablar de mis negocios contigo. ¿Quieres decirme algo?

—Sí y no. Quería saber por qué ha venido Kledermann. Era amigo mío, ¿sabes?

—Era, sobre todo, amigo del pobre Eric Ferráis.

Ella hizo un gesto que significaba que no veía cuál era la diferencia.

—Así que será la bella Dianora la que lleve estas magníficas piedras… La vida es realmente injusta.

—En lo que a ti se refiere, no sé qué tiene de injusta. No te faltan joyas, me parece a mí. Ferráis te cubrió de ellas. Ahora, si no te importa, pongamos fin a esta conversación… ociosa. Tengo cosas que hacer, pero ya que estás aquí aprovecho para despedirme: no comeré en casa a mediodía y esta tarde salgo de viaje.

De repente, el encantador rostro, bastante sereno, se inflamó a causa de un acceso de cólera y la joven asió la muñeca de Aldo entre sus dedos, increíblemente rígidos.

—Vas a Zúrich, ¿verdad?

—No tengo ninguna razón para ocultarlo. Ya te lo he dicho: tengo un negocio entre manos con Kledermann.

—¡Llévame! Después de todo, sería lo justo, y tengo muchas ganas de ir a Suiza.

Él se desasió sin muchos miramientos.

—Puedes ir cuando quieras. Pero no conmigo.

—¿Por qué?

Morosini exhaló un suspiro de impaciencia.

—No empieces otra vez con lo mismo. La situación en la que nos encontramos, muy desagradable, lo reconozco, la has provocado tú. Así que vive tu vida y déjame vivir a mí la mía. Ah, Guy, llega en el momento oportuno —añadió dirigiéndose a su apoderado, que estaba entrando con su habitual discreción.

Anielka giró sobre sus talones y salió de la gran estancia sin añadir una sola palabra. Acarreaba tal peso de rencor que Aldo tuvo de pronto la sensación de que el aire se aligeraba. Morosini pasó el resto del día resolviendo los asuntos corrientes con Guy, hizo que Zaccaría le preparara la maleta —una maleta con doble fondo que utilizaba para esconder las valiosas piezas que a veces tenía que transportar— y después fue a consolar a Celina, a quien la perspectiva de ese nuevo viaje parecía consternar y que trazó una señal de la cruz en su frente antes de besarlo con una especie de arrebato:

—¡Ve con mucho cuidado! —le recomendó—. Desde hace algún tiempo empiezo a preocuparme en cuanto pones los pies fuera de casa.

—Haces mal, y en esta ocasión deberías alegrarte, porque voy a viajar con el padre de… Mina. Vamos a Zúrich, donde él vive, pero yo me alojaré en un hotel, por supuesto. Así que ya ves que no debes preocuparte.

—Si ese caballero sólo fuese el padre de nuestra querida Mina, no me angustiaría, pero es también el esposo de… de… —No conseguía pronunciar el nombre de Dianora, a la que detestaba desde la época en que era amante de Aldo. Éste se echó a reír.

—¿Qué imaginas? Estás remontándote a la historia antigua. Dianora no es idiota: le interesa mucho cuidar al riquísimo esposo que se ha agenciado. Duerme tranquila y cuida bien al señor Buteau.

—¡Como si hiciera falta que me lo dijeses! —gruñó Celina, encogiendo sus rollizos hombros.

Al llegar a la estación, Aldo vio que estaban colocando unos carteles del Teatro de la Fenice que anunciaban varias representaciones de Otelo con la participación de Ida de Nagy y se prometió alargar todo lo posible su estancia en Suiza. El banquero zuriqués jamás sospecharía el favor que acababa de hacerle alejándolo de Venecia. Así pues, Morosini se reunió con él con una sensación de profunda satisfacción. ¡Por lo menos se libraría de eso!

Al caer la noche, mientras el tren circulaba hacia Innsbruck y el palacio Morosini se sumía en el sueño, Celina se cubrió la cabeza con un pañuelo negro ante la mirada de su esposo, que fumaba un cigarrillo haciendo un solitario.

—¿No crees que es un poco tarde para salir? ¿Y si preguntan por ti?

—Dices que he ido a rezar.

—¿A San Polo?

—A San Polo, exacto. Es el apóstol de los paganos, y si alguien puede mover al arrepentimiento a la perdida que tenemos aquí es él. Y también tiene algo que ver con la curación de los ciegos.

Zaccaría levantó la vista de las cartas y sonrió a su mujer.

—Pues preséntale mis respetos.

10. La colección Kledermann


Cuando, una vez en Zúrich, vio los edificios propiedad del banquero, Morosini comprendió por qué a Lisa le gustaba tanto Venecia y las residencias de su abuela: eran palacios, desde luego, pero palacios construidos a escala humana y desprovistos de gigantismo. El banco era un verdadero templo neorrenacentista con columnas corintias y cariátides; en cuanto a la vivienda privada, estaba a orillas del lago, en lo que llamaban la Goldküste (la orilla dorada), y era un inmenso palacio «de estilo italiano» bastante parecido a la villa Serbelloni, en el lago de Como, pero con más ornamentos. Era fastuoso, bastante apabullante, y hacía falta la gran avidez de esplendor de la ex Dianora Vendramin para encontrarse a gusto allí. Incluso habría resultado un poco ridículo de no ser por el admirable parque animado por fuentes que descendían hasta las aguas cristalinas del lago y por el magnífico marco de montañas nevadas. Sea como fuere, Morosini, pese a ser príncipe, cuando al caer la noche vio el monumento, pensó que no le gustaría nada vivir allí dentro. Previamente, el banquero lo había dejado en su hotel y le había aconsejado que descansara un poco antes de ir a su casa a cenar.

—Estaremos solos —precisó—. Mi mujer ha ido a París para elegir el vestido que llevará el día de su… trigésimo cumpleaños.

Morosini se limitó a sonreír mientras realizaba un rápido cálculo: el día que conoció a Dianora, la Nochebuena de 1913, él tenía treinta años y ella, que se había quedado viuda a los veintiuno, contaba veinticuatro, lo que daba, si no había ningún error en los datos, una cifra de treinta y cinco en el año 1924.

—Yo creía —dijo al final; sonriendo— que una mujer bonita nunca confesaba su edad.

—Bueno, mi esposa no es como las demás. Además, también celebramos nuestro séptimo aniversario de bodas. De ahí mi deseo de dar al acontecimiento un esplendor especial.

Al llegar al hotel —un edificio de estilo dieciochesco con magníficos jardines—, Aldo tuvo la sorpresa de encontrar un telegrama de Adalbert:


Espérame. Llegaré a Zúrich el 23 por la noche.


O sea, que el arqueólogo estaría allí al día siguiente. Sabiendo por experiencia que las cosas nunca eran fáciles cuando había un vestigio del pectoral a la vista, se alegró. Más aún teniendo en cuenta que desde hacía algún tiempo hablaban mucho de la ciudad suiza más importante. Además de ser la base financiera de Simón Aronov, y allí era donde el viejo Solmanski había escapado de la vigilancia de Romuald, allí era donde parecía tener una residencia, al igual que el propio Simón, y allí era también donde Wong había pedido que lo llevaran… Y como la adquisición de Kledermann tenía todas las posibilidades de ser la joya encontrada en la tumba de Julio, cabía esperar un futuro próximo muy agitado.

Hacia las ocho, el reluciente Rolls del banquero, conducido por un chófer de unas maneras irreprochables, dejaba a Morosini delante de la escalinata donde un lacayo lo recibió bajo un gran paraguas. Desde última hora de la tarde caían auténticas trombas de agua sobre la región, inundando el paisaje. Escoltado de esta suerte, el invitado llegó ante un mayordomo de un envaramiento absolutamente británico, lo que no le impedía ser sin lugar a dudas nativo de los Cantones. Se notaba por su estatura excepcional y por la anchura de su cuello.

Tras haberle dado el abrigo a un sirviente, Aldo siguió al imponente personaje por la vasta escalera de piedra después de haber sido informado de que el señor esperaba al príncipe en su gabinete de trabajo.

Cuando Morosini entró, el banquero estaba leyendo un periódico que le mostró inmediatamente con expresión preocupada:

—¡Mire! Es el hombre que me vendió el rubí. Está muerto…

El artículo, acompañado de una foto bastante mala, anunciaba que habían sacado del lago el cadáver de un americano de origen italiano, Giuseppe Saroni, buscado por la policía de Nueva York. Lo habían estrangulado y arrojado al agua después de haberlo torturado. Seguía una descripción que acabó de despejar las últimas dudas de Aldo, si es que todavía le quedaba alguna: respondía exactamente a las características del hombre de las gafas negras.

—¿Está seguro de que es él? —preguntó a Kledermann, devolviéndole el periódico.

—Absolutamente seguro. Además, ése es el nombre que él me dio.

—¿Cómo pagó? ¿Con un cheque?

—Claro. Pero ahora estoy un poco preocupado, porque empiezo a preguntarme si no será una joya robada. Si fuera así y encuentran mi cheque, puedo tener problemas.

—Es posible. En cuanto a lo del robo, puede estar seguro. El rubí se lo quitaron de las manos al rabino Liwa hace tres meses en la sinagoga Vieja-Nueva de Praga. El ladrón huyó después de haberme alojado una bala a medio centímetro del corazón. El gran rabino Jehuda Liwa también resultó herido, pero no de gravedad.

—Es increíble. ¿Qué hacía usted en esa sinagoga?

—En el transcurso de su larga historia, el rubí perteneció al pueblo judío y fue objeto de una maldición. El gran rabino de Bohemia debía liberarlo del anatema. Pero no le dio tiempo; ese miserable disparó, huyó, y fue imposible encontrarlo.

—Pero…, en ese caso, ¿el rubí es suyo?

—No exactamente. Yo lo buscaba para un cliente y lo había encontrado en un castillo cerca de la frontera austríaca.

—¿Cómo puede estar seguro de que se trata del mismo? Al fin y al cabo, no es el único rubí cabujón.

—Lo más sencillo es que me lo enseñe. Supongo que confiará suficientemente en mi palabra para no ponerla en duda.

—Desde luego… Se lo enseñaré, pero primero vayamos a cenar. Debe de saber por su cocinera que un soufflé no espera. En la mesa me contará su aventura.

El mayordomo acababa de anunciar que el señor estaba servido. Mientras bajaba la escalera con su anfitrión, que hablaba de caza, Aldo iba pensando en cómo presentaría la historia. Mencionar el pectoral, aunque fuera de pasada, estaba descartado. Y también su aventura sevillana, y las extrañas horas vividas junto a Jehuda Liwa. En realidad, iba a tener que hacer buenos recortes aquí y allá, pues seguramente el banquero zuriqués no creía en nada relacionado, de cerca o de lejos, con lo fantástico, el esoterismo y las apariciones. Como buen coleccionista de joyas, debía de conocer las tradiciones maléficas vinculadas a algunas de ellas, claro está, pero ¿hasta qué punto era permeable a lo que el común de los mortales consideraba leyendas? Eso es lo que había que descubrir.

El soufflé estaba en su punto y Kledermann, que debía de sentir un gran respeto por su cocinero, sólo abrió la boca para degustarlo mientras hubo algo en los platos. Pero, cuando los sirvientes los hubieron retirado, vació de un trago su copa, llena de un delicioso vino de Neuchâtel, y abrió el fuego.

—Si no he entendido mal, me disputa la propiedad del rubí.

—De hecho, no, puesto que usted lo ha comprado de buena fe, pero moralmente sí. Sólo se me ocurre una solución: me dice cuánto ha pagado por él y yo se lo doy.

—A mí se me ocurre otra más sencilla: le doy yo a usted lo que pagó por él en Bohemia, teniendo en cuenta, por descontado, los riesgos que corrió para conseguirlo.

Morosini reprimió un suspiro: tal como había sospechado, se enfrentaba a un adversario duro de pelar. La belleza de la piedra había causado su efecto y Kledermann estaba dispuesto a pagar por ella el doble o el triple si era necesario. Cuando se ha despertado la pasión de un coleccionista, es muy difícil convencerlo de que renuncie.

—Comprenda que no es una cuestión de dinero. Si mi cliente está tan interesado en el rubí es porque quiere poner fin a la maldición que recae sobre él y que afecta a todos sus propietarios.

Moritz Kledermann se echó a reír.

—¡No me diga que un hombre del siglo XX, deportista y culto, cree en esas pamplinas!

—Que yo crea o no carece de importancia —dijo Aldo sin alterarse—. Lo que cuenta es mi cliente, que es también un amigo. Él está convencido, y la verdad es que, después de todo lo que he descubierto de la trayectoria del rubí desde el siglo XV, le doy la razón.

—Cuénteme, entonces, todo eso. Ya sabe lo que me apasiona la historia de las joyas antiguas.

—Ésta empieza en Sevilla, poco antes de que fuera instituida la Inquisición. Reinaban los Reyes Católicos y el rubí pertenecía a un converso rico, Diego de Susan, pero la comunidad judía lo consideraba sagrado. Desde las primeras frases, Aldo notó que había despertado la curiosidad apasionada de su anfitrión. Lentamente, ciñéndose a la Historia y sin mencionar sus propias aventuras, se remontó en el tiempo: la piedra cedida a la reina Isabel por la Susona, la parricida; Juana la Loca y su pasión desmesurada; el robo y la venta de la joya al embajador del emperador Rodolfo II; el regalo de ésta por parte de Rodolfo a su bastardo preferido y, finalmente, la recuperación del rubí por él mismo y Vidal-Pellicorne «en un castillo de Bohemia cuyo propietario estaba sufriendo grandes reveses económicos». Del fantasma de la Susona, del enamorado de Tordesillas, de la evocación de la sombra imperial en la noche de Hradcany y de la violación de la tumba abandonada, ni una palabra, por supuesto. En cuanto a sus relaciones con el gran rabino, Morosini reveló simplemente que, siguiendo el consejo de Louis de Rothschild, había ido a hacerle algunas preguntas igual que se las había hecho a otras personas. Sin embargo, no dejó de insistir en los desastres que habían jalonado la trayectoria de la gema sangrienta.

—Yo mismo fui víctima de la maldición en la sinagoga, y el que se la vendió acaba de pagarlo con su vida.

—Eso es un hecho, pero… ¿no tiene miedo su cliente de esa presunta maldición?

—Es judío, y sólo un judío puede borrar el anatema lanzado por el rabino de Sevilla.

Kledermann guardó silencio unos instantes y luego dejó que una sonrisa maliciosa animara sus facciones un poco severas. Estaban tomando el café y ofreció un suntuoso habano a su invitado, al que dejó tiempo de encenderlo y de apreciar su calidad.

—¿Y usted le cree? —preguntó por fin.

—¿A quién, a mi amigo? Por supuesto que le creo.

—Sin embargo, debería saber de qué son capaces los coleccionistas cuando está en juego una pieza tan rara y tan preciosa. ¡Una piedra sagrada!… ¡Un símbolo de la patria perdida que encierra todas las miserias y todos los sufrimientos de un pueblo oprimido!… Yo quisiera creerle, pero de lo que usted acaba de referirme lo que se deduce es que se trata ante todo de una joya cargada de historia. ¿Se da cuenta? Isabel la Católica, Juana la Loca, Rodolfo II y su terrible hijo bastardo. Tengo piedras que no son ni la mitad de apasionantes.

—El hombre que me ha pedido esta joya no utilizaba ninguna estratagema. Lo conozco demasiado bien para sospechar una cosa así; para él es una cuestión de vida o muerte.

—Hummm… Hay que pensar muy bien en todo esto. Mientras tanto, voy a enseñarle la piedra en cuestión y también mi colección. Venga.

Los dos hombres volvieron al gran gabinete-biblioteca del primer piso, cuya puerta Kledermann cerró con llave.

—¿Teme que uno de los miembros de su personal entre sin llamar? —dijo Morosini, divertido por esa precaución que le parecía pueril.

—No, en absoluto. Esta habitación sólo se cierra con llave cuando deseo entrar en la cámara acorazada; en realidad, hacer girar esta llave es lo que permite abrir la puerta blindada. Ahora lo verá.

El banquero cruzó el despacho y, cogiendo una pequeña llave que llevaba colgada del cuello, bajo la pechera de la camisa, la introdujo en una moldura de la biblioteca que ocupaba el fondo de la estancia: una gruesa puerta forrada de acero giró lentamente sobre unos goznes invisibles, arrastrando consigo la lograda decoración de falsos libros.

—Espero que sepa apreciar su suerte —dijo Kledermann sonriendo—. No habrá más de media docena de personas que hayan entrado aquí. Acompáñeme.

La cámara acorazada debía de haber sido de considerables dimensiones, pero el espacio quedaba reducido por las cajas fuertes que revestían las paredes.

—Cada una tiene una combinación diferente —prosiguió el banquero—. Y sólo yo las conozco. Las transmitiré a mi hija cuando llegue el momento.

Sus largos dedos manipulaban con rapidez dos grandes discos colocados en la primera caja, de acuerdo con el código establecido: a la derecha, a la izquierda, otra vez y otra más. Se oía un tableteo, hasta que al cabo de un momento la gruesa hoja se abrió, dejando a la vista un montón de estuches.

—Aquí hay una parte de las joyas de Catalina la Grande y algunas alhajas rusas más.

Entre sus manos, un estuche forrado de terciopelo violeta mostró un extraordinario collar de diamantes, un par de pendientes y dos pulseras. Morosini abrió los ojos con asombro: él conocía ese aderezo porque lo había admirado antes de la guerra en el cuello de una gran duquesa emparentada con la familia imperial y cuya súbita desaparición permitía suponer que había podido ser asesinada. Había pertenecido a la Semíramis del norte, pero Aldo le negó su admiración: le horrorizaban lo que en la profesión se conocía como «joyas rojas», las que se habían obtenido derramando sangre. No pudo evitar decir con severidad:

—¿Cómo ha conseguido este aderezo? Sé a quién pertenecía antes de la guerra y…

—¿Y se pregunta si se lo compré al asesino de la gran duquesa Natacha? Tranquilícese, fue ella misma quien me lo vendió… antes de desaparecer en Sudamérica con su mayordomo, del que se había enamorado perdidamente. Lo que acabo de revelarle es un secreto, pero creo que no me hará lamentar haberle enseñado estas joyas.

—Puede estar seguro. Nuestro secreto profesional es tan exigente como el de los médicos.

—Confieso que, pese a su reputación, no creí ni por un instante que las reconocería —dijo Kledermann, riendo—. Dicho esto, la gran duquesa hizo muy bien en irse a América antes de la revolución bolchevique. Por lo menos salvó su vida y parte de su fortuna.

Después de los diamantes, Morosini pudo admirar el famoso aderezo de amatistas, célebre en la reducida hermandad de los grandes coleccionistas, y algunas fruslerías más de menor importancia antes de pasar a explorar otras cajas fuertes y otros estuches. Vio la admirable esmeralda que había pertenecido al último emperador azteca y que Hernán Cortés había traído de México, dos de los dieciocho Mazarinos, una pulsera hecha con grandes diamantes procedentes del famoso Collar de la Reina, desmontadoy vendido en Inglaterra por la pareja La Motte, unos preciosos zafiros que habían pertenecido a la reina Hortensia, los prendedores de diamantes de Du Barry, unas fantásticas esmeraldas que habían brillado en el pecho de Aurengzeb, uno de los collares de perlas de la Reina Virgen y muchas maravillas más que Aldo, deslumbrado y sobre todo atónito, contemplaba boquiabierto: no imaginaba que la colección Kledermann pudiese ser tan importante. Una de las cajas guardaba todavía sus secretos.

—Aquí están las joyas de mi mujer —dijo el banquero—. Son mucho más bonitas cuando ella las lleva. Pero parece sorprendido…

—Sí, lo admito. Sólo conozco tres colecciones en todo el mundo comparables a la suya.

—Confieso que he puesto mucho empeño en ello, pero el mérito no es sólo mío. Mi abuelo fue quien empezó la colección, y le siguió mi padre. Bien, aquí está lo que le compré a ese americano.

Acababa de abrir otro estuche de terciopelo negro: cual el ojo de un cíclope puesto al rojo vivo en las forjas infernales, el rubí de Juana la Loca miró a Morosini.

Éste lo cogió con dos dedos y no necesitó un examen muy profundo para asegurarse de que era la piedra que tanto le había costado encontrar.

—No cabe ninguna duda —dijo—. Es la joya que me robaron en Praga.

Para más seguridad —aunque era improbable, no había que descartar la posibilidad de una falsificación—, salió al despacho, se sacó del bolsillo una lupa de joyero, la alojó en la cuenca de un ojo y se inclinó bajo la luz de la lámpara moderna que estaba encima de la mesa. Kledermann, inquieto, se apresuró a cerrar la cámara de los tesoros y se reunió con él.

—¡Fíjese! —dijo Aldo señalando con la uña un punto minúsculo en el reverso de la piedra y ofreciendo la lupa al banquero—. Mire esa estrella de Salomón imperceptible a simple vista. Le confirmará que se trata de una joya de origen judío.

Kledermann hizo lo que se le pedía y no tuvo más remedio que aceptar una evidencia que le desagradaba. No dijo nada enseguida, dejó el estuche sobre el vade de piel verde oscuro del escritorio, guardó dentro el rubí, después pulsó un timbre y fue a abrir la puerta.

—¿Tomará un poco más de café? Yo lo necesito.

—¿No teme que le produzca insomnio? —dijo Aldo con una semisonrisa.

—Tengo la capacidad de dormir cuando quiero. Pero ¿qué hace?

Morosini había sacado un talonario de cheques y una estilográfica, llevados expresamente, y estaba escribiendo en una esquina de la mesa.

—Un cheque de cien mil dólares —respondió con la mayor calma del mundo.

—No creo haber dicho que aceptaba devolverle la piedra —dijo el banquero con una frialdad polar que no impresionó a Morosini.

—¡No sé qué otra cosa puede hacer! —repuso éste—. Hace un momento hablábamos de «joyas rojas», y ésta lo es mucho más de lo que puede imaginar.

Kledermann se encogió de hombros.

—Es inevitable en una pieza cargada de historia. ¿Me permite que le recuerde la Rosa de York, ese diamante del Temerario que nos permitió conocernos en Londres? Usted la codiciaba tanto como yo y le tenía absolutamente sin cuidado su pasado trágico.

—En efecto, pero no era yo quien la había descubierto poniendo en peligro mi vida. Este caso es diferente. Vamos, piénselo —añadió Morosini—. ¿Realmente desea ver brillar en el cuello de su mujer una piedra que ha pasado decenas de años sobre un cadáver? ¿No le horroriza?

—Tiene usted la virtud de evocar imágenes desagradables —refunfuñó el banquero—. En realidad, ahora que conozco las aventuras de este rubí, ya no deseo regalárselo a mi mujer. Ella tendrá para su cumpleaños el collar que usted ha traído y yo me quedaré esta maravilla.

Aldo no tuvo tiempo de contestar: apartando más que abriendo la puerta, Dianora hizo una tumultuosa entrada de reina esparciendo a su alrededor el frescor de la noche unido a la suave fragancia de un perfume exquisito.

—¡Buenas noches, querido! —dijo con su hermosa voz de contralto—. Albrecht me ha dicho que está aquí el príncipe Morosini… ¡y es cierto! Es un placer volver a verlo, querido amigo.

Tendiendo las dos manos desenguantadas, se dirigía hacia Aldo cuando, de pronto, se detuvo y giró resueltamente hacia la derecha.

—¿Qué es eso?… ¡Dios mío!… ¡Es espléndido!

Tras quitarse el amplio abrigo ribeteado de zorro azul, a juego con el sombrero, lo dejó caer sobre la alfombra como si fuera un simple papel arrugado, se precipitó sobre el rubí y lo cogió antes de que su esposo pudiera impedirlo. Estaba radiante de contento. Con la piedra entre las manos, se acercó a Kledermann.

—¡Queridísimo Moritz! Nunca has vacilado en remover cielo y tierra para complacerme, pero esta vez me colmas de alegría. ¿Dónde has encontrado este maravilloso rubí?

Se había olvidado de Aldo, pero éste no estaba dispuesto a dejarse excluir: lo que estaba en juego era demasiado importante.

—Fui yo el primero en encontrarlo, señora. Su esposo se lo ha comprado, sin saber nada, por supuesto, al hombre que me lo robó. En este momento me disponía a darle lo que ha pagado por él —añadió, arrancando el cheque.

Dianora volvió hacia él sus ojos transparentes, que lanzaban destellos de cólera.

—¿Está diciéndome que pretende llevarse «mi» rubí?

—Yo sólo pretendo que se haga justicia. La piedra ni siquiera es mía. La había comprado para un cliente.

—Cuando se trata de mí, no hay clientes que valgan —dijo la joven con arrogancia—. Aparte de que nada garantiza que esté diciendo la verdad. Los coleccionistas como usted no vacilan en mentir.

—Cálmate, Dianora —intervino Kledermann—. Precisamente estábamos discutiendo el asunto cuando has llegado. No sólo no había aceptado el cheque del príncipe, sino que pensaba ofrecerle yo uno para compensarlo por los perjuicios sufridos a causa de un ladrón…

—Todo eso me parece muy complicado. Respóndeme con franqueza, Moritz, ¿has comprado esa joya para mi cumpleaños, sí o no?

—Sí, pero…

—¡Nada de peros! ¡Entonces es mía y me la quedo! La haré montar como a mí me…

—Debería dejar que su marido desarrolle ese «pero» —intervino Aldo—. Merece la pena. El hombre que le vendió la piedra acaba de ser encontrado en el lago… estrangulado. Y hace tres meses disparó contra mí y estuvo a punto de matarme.

—Dios mío…, ¡qué excitante! Razón de más para quedárselo.

Y Dianora se echó a reír en la cara de Morosini, que se preguntó cómo había podido estar a punto de morir de amor por esa loca. ¡Tanta belleza, y menos cerebro que un guisante!, pensó mientras miraba a la joven evolucionar por el gabinete de su esposo. Los años se deslizaban sobre ella como un agua vivificadora. Sobre su imagen actual, veía la de la Dianora que había conocido una Nochebuena en casa de lady de Grey. ¡Un hada nórdica! ¡Una sílfide de las nieves en la envoltura escarchada de su vestido del color de los glaciares, que tan tiernamente ceñía las curvas de un cuerpo juvenil tan arrebatador como el rostro! Había vuelto a verla dos veces: en Varsovia, donde habían recuperado por una noche las locas delicias de otros tiempos, y en la boda de Eric Ferráis con Anielka Solmanska. En aquella ocasión, Aldo no había sucumbido al poder de su encanto. Aunque únicamente porque era prisionero del de la bonita polaca. Esa noche no podía evitar pensar que se parecían de un modo peculiar.

Al igual que Anielka, Dianora seguía la nueva moda, al menos en su forma de vestir, pues había conservado intacta su magnífica cabellera de seda clara (¿quizá para no disgustar a un marido tan fastuoso?). El fino vestido de punto, de un gris azulado, mostraba hasta por encima de las rodillas unas piernas perfectas y permitía adivinar la gracia del cuerpo, todavía delgado y libre de trabas, que cubría. En ese momento, la joven pasaba un brazo por debajo del de su esposo dirigiéndole una mirada de tierna súplica. En cuanto a él, si un rostro había expresado alguna vez la pasión, era el de ese hombre de aspecto tan severo y frío. Quizá todavía quedaba una carta por jugar.

—Sea razonable, señora —dijo Morosini con suavidad—. ¿Qué marido enamorado podría aceptar con agrado ver a la mujer que ama en peligro? Y ése será su caso si se obstina en conservar esa terrible piedra.

Ella, todavía del brazo de Kledermann y con la mirada perdida en la suya, se encogió de hombros.

—¡No importa! Mi esposo es lo bastante fuerte, poderoso y rico para protegerme de cualquier peligro. Está perdiendo el tiempo, querido Morosini. Jamás, ¿lo oye?, jamás le devolveré esa joya. Estoy segura de que para mí será un verdadero talismán de felicidad.

—De acuerdo. Usted acaba de ganar esta batalla, señora, pero yo no pierdo la esperanza de ganar la guerra. Quédese el rubí, pero, se lo suplico, reflexione. No tengo por costumbre asustar a la gente, pero debe saber que conservándolo lo que va a atraer es la desgracia. Le deseo buenas noches… No, no me acompañe —añadió, dirigiéndose a Kledermann—. Conozco el camino y voy a volver al hotel a pie.

Kledermann se echó a reír y, soltando a su mujer, se acercó a su invitado rebelde.

—¿Sabe que está a unos cuantos kilómetros? Y los zapatos de charol no son precisamente el calzado más cómodo para andar tanto. No sea mal perdedor, querido príncipe, y permita que mi chófer lo acompañe. O, si no, déjeme prestarle unos botines.

—¿Está decidido a no dejarme tomar la iniciativa en nada esta noche? —dijo Aldo con una sonrisa que no hizo extensiva a Dianora—. Acepto el coche. Escogería los botines, pero temo la mirada reprobadora del recepcionista del Baur.

Había parado de llover cuando el largo coche se deslizó sobre el jardín mojado. El cielo se aclaraba, pero una humedad fría subía de las aguas negras del lago y toda la carretera que llevaba hacia el centro de la ciudad estaba llena de grandes charcos en los que temblaba la luz invertida de las farolas. Ya era tarde y, con el mal tiempo que hacía, las calles estaban desiertas. Pese a su brillante iluminación, Zúrich estaba triste esa noche y Aldo dedicó un pensamiento de agradecimiento a Kledermann: un largo paseo por ese desierto chorreante no habría resultado nada agradable. En el fondo, estaría igual de bien en la cama para pensar en el problema tal como lo planteaba ahora el matrimonio Kledermann. No tenía ni idea de cómo iba a poder solucionarlo. Ni siquiera con la ayuda de Adalbert. Como no cometieran un robo en toda regla en el palacio Kledermann…

Seguía dándole vueltas al asunto cuando se adentró en el ancho pasillo cubierto de gruesa moqueta que conducía a su habitación. Al llegar ante la puerta, metió la llave en la cerradura… y olvidó sus preocupaciones: un golpe en la nuca, y se desplomó como una prenda tirada sobre la mullida alfombra, que amortiguó el ruido de su caída.




Cuando se despertó, estaba acostado en una estrecha cama metálica, en un cuarto tan tristemente amueblado que un trapense no lo habría querido. Una lámpara de petróleo sobre una mesa iluminaba unas paredes agrietadas y mugrientas. Al principio creyó que estaba sufriendo una pesadilla, pero su boca pastosa y su cráneo dolorido abogaban por una desagradable realidad, sin que lograra comprender qué era lo que le pasaba. Sus pensamientos, al ir ordenándose, fueron devolviéndole poco a poco sus últimos gestos conscientes: se veía ante la puerta de su habitación, metiendo la llave en la cerradura. Después, un agujero negro. La pregunta, entonces, era la siguiente: ¿cómo había podido pasar de los pasillos de un hotel internacional a esa cueva de mala muerte? ¿Era siquiera concebible que sus agresores hubieran conseguido, incluso en plena noche, sacarlo de allí y llevarlo a otra parte?

Y otra cosa más curiosa aún: podía moverse libremente, no lo habían atado. Así que se levantó y se acercó a la única ventana, estrecha y protegida por postigos firmemente atrancados. En cuanto a la puerta, aunque vetusta, estaba provista de una cerradura nueva contra la que Aldo se declaró impotente. Él no poseía las habilidades de su amigo Adalbert y lo lamentó.

—Si algún día volvemos a vernos, le pediré que me dé unas clases —masculló, tendiéndose de nuevo sobre el colchón desnudo, que parecía relleno de piedras—. Antes o después vendrá alguien, y mientras tanto vale más que me tome las cosas con calma.

No esperó mucho. Al cabo de diez minutos por su reloj —no le habían quitado nada—, la puerta se abrió para dejar paso a una especie de batracio cuyo parecido con un sapo, salvo por las pústulas, era impresionante. Lo seguía un hombre cuya visión arrancó al prisionero una exclamación de sorpresa. Se trataba de un personaje que jamás hubiera creído que volvería a ver en esta vida, por la sencilla razón de que suponía que estaba en una cárcel francesa o en Sing-Sing después de haber sido debidamente extraditado: Ulrich, el americano con quien se había enfrentado dos años antes en una villa de Vésinet, en el transcurso de una agitada noche. Lejos de inquietarlo, esa resurrección le divirtió: [21] más valía tratar con alguien a quien ya conocía.

—¿Otra vez usted? —dijo en tono jocoso—. ¿Acaso le han nombrado embajador de los gánsteres americanos en Europa? Creía que estaba en la cárcel.

—Estar dentro o fuera de ella muchas veces es una cuestión de dinero —dijo la voz fría y cortante que Aldo recordaba—. Los franceses cometieron el error de querer mandarme a Estados Unidos y aproveché la ocasión para darme el piro. Sal, Archie, pero no te alejes.

Ulrich fue a instalar su largo cuerpo huesudo, vestido de tweed de calidad, en la única silla del cuarto y dejó a Morosini disponer por entero de la cama. Este bostezó, se estiró y volvió a tumbarse con la misma tranquilidad que si hubiera estado en su casa.

—No tengo nada en contra de mantener una conversación con usted, amigo, pero habríamos podido charlar en el hotel, donde parece tener entrada libre. Su casa es muy incómoda.

—No es un lugar de veraneo, eso es cierto. En cuanto a lo que tengo que decirle, se resume en dos palabras: quiero el rubí.

—Lo suyo es una obsesión. La última vez andaba detrás de un zafiro. Ahora es un rubí. ¿Tiene intención de convocarme cada vez que se encapriche de una piedra preciosa?

—¡No se haga el tonto! Sabe muy bien lo que quiero decir. El rubí se lo vendió a Kledermann, el mastuerzo de Saroni, que pensó que podía hacer rancho aparte y apropiarse del objeto. Y esta noche Kledermann se lo ha vendido a usted. Así que dígame dónde está y lo llevamos a la ciudad.

Morosini se echó a reír.

—¿De dónde ha sacado su psicología del coleccionista? ¿Cree que el banquero me ha hecho venir aquí para venderme la pieza rara que ha tenido la suerte de conseguir? ¡Usted delira, amigo! Me ha hecho venir para valorarla y que le cuente su historia, ni más ni menos. Yo deseaba comprársela, eso es verdad, pero Kledermann le tiene más cariño que a las niñas de sus ojos y he fracasado en mi intento.

—Yo no fracasaré, y usted va a ayudarme.

—¿Desde esta cueva? No sé cómo. Por cierto, ¿ha sido usted quien ha dejado en ese estado tan lamentable al pobre Saroni?

—No, ha sido mi… jefe —dijo Ulrich con un deje de desprecio que no pasó por alto Morosini—. Fue él quien dirigió el interrogatorio, y su ejecutor quien lo mató. A mí me horroriza mancharme las manos.

—Ya veo. ¿Es usted el cerebro de la sociedad?

Un destello de orgullo apareció en los ojos claros del americano.

—En efecto, podríamos decirlo así.

—¡Qué raro! No dejar las cosas importantes en manos del joven Sigismond, que dista mucho de ser una lumbrera, lo entiendo, pero Solmanski padre sigue vivo pese a la comedia del suicidio representada en Londres, y a no ser que se haya vuelto chocho de repente…

—¡Vaya, está enterado de muchas cosas! Pero no, no está chocho sino enfermo. El producto que tomó para simular la muerte le ha dejado secuelas. Ya no puede dirigir personalmente las operaciones. ¿Por qué cree que se ha tomado la molestia de organizar mi fuga para ponerme al frente de la banda de facinerosos que Sigismond ha traído de América?

La conversación estaba tomando un giro inesperado que distaba mucho de desagradar a Morosini. Éste aprovechó su ventaja.

—Dadas las circunstancias, la presencia de un hombre con autoridad debía de ser imprescindible. Sigismond es un botarate peligroso y cruel, y creo que su padre es de mi misma opinión.

—¡Sin duda alguna! —confirmó Ulrich, que seguía recreándose en las alegrías de la autosatisfacción.

—O sea, que usted recibe las órdenes directamente de él. ¿Está aquí?

—No, en Varsovia. —Llevado por el ritmo de la conversación, había hablado demasiado y se arrepintió enseguida—. De todas formas, eso a usted no le importa.

—¿Qué quiere de mí? Ya le he dicho que Kledermann quiere quedarse el rubí. No sé qué otra cosa puede pedirme.

Una sonrisa que no tenía nada de amable apareció a modo de máscara en el rostro tosco del americano.

—Una cosa muy simple; que se las arregle para recuperarlo. Usted tiene la puerta de su casa abierta, así que debe de ser bastante fácil.

—Si fuera tan fácil, ya se me habría ocurrido un plan, pero lo que está pidiéndome es robar una cámara acorazada digna de tal nombre. ¡Es Fort-Knox en pequeño!

—Nunca hay que desesperar. En cualquier caso, compóngaselas como quiera, pero consígame el rubí. Si no…

—Si no, ¿qué?

—Podría quedarse viudo.

Aquello era tan inesperado que Morosini abrió los ojos como platos.

—¿Qué quiere decir?

—Es bastante fácil de entender: tenemos a su mujer. Ya sabe, esa encantadora criatura que vino a arrebatarnos de las manos arriesgando su vida en la villa de Vésinet.

—Sí, ya sé quién es, pero… también es la hermana y la hija de sus jefes. ¿Le han ordenado ellos que secuestre a mi mujer?

Ulrich reflexionó unos instantes antes de responder; luego levantó la cabeza a la manera de un hombre que acaba de tomar una decisión.

—No. Yo incluso diría que ignoran este detalle. Verá, me ha parecido que no estaría mal contar con un seguro contra ellos al mismo tiempo que me agenciaba un medio para presionarlo a usted.

El cerebro de Aldo trabajaba a toda velocidad. Había algo raro en aquello. Lo primero que se le ocurrió es que era un farol.

—¿Cuándo la ha secuestrado? —preguntó sin alterarse.

—Anoche, hacia las once, cuando salió del Harry's Bar con una amiga. ¿Le basta eso?

—No. Quiero telefonear a mi casa.

—¿Por qué? ¿No me cree?

—Sí y no. Me parece un plazo demasiado corto para haberla traído aquí.

—Yo no he dicho que esté aquí, sino que la tengo. Y de eso puede estar seguro.

Aldo se tomó también unos instantes de reflexión. Cuando se había despedido de Anielka, ella acababa de librarse de las náuseas, pero no estaba ni mucho menos en una forma espléndida. Le costaba imaginársela precipitándose al Harry's Bar para tomar un cóctel, ni siquiera con una amiga que bien podría ser Adriana. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Ulrich sabía que se había casado con la viuda de Ferráis, pero ignoraba qué tipo de relaciones mantenían. Por un momento, acarició la idea de decir con una amplia sonrisa: «¿Tiene a mi mujer? ¡Fantástico! Pues quédesela. No tiene ni idea del favor que me hace.» Imaginó la cara de Ulrich al oír semejante declaración. Sin embargo, sabía por experiencia que ese hombre era peligroso y que no vacilaría ni un instante en hacer sufrir a Anielka para lograr sus fines. Y si bien Aldo quería recuperar su libertad, no deseaba la muerte de la joven y todavía menos que sufriera alguna clase de tortura. Lo único que podía hacer era jugar al juego que le proponían. Era la única manera de regresar al aire libre.

—Bueno —dijo Ulrich—, ¿no dice nada?

—Una noticia como ésta merece pensar un poco en ella, ¿no?

—Quizá, pero me parece que ya es suficiente.

Morosini puso una cara que confiaba en que resultara suficientemente angustiada.

—No le habrá hecho daño, supongo.

—Todavía no, e incluso diría que está recibiendo muy buen trato.

—En ese caso, no tengo elección. ¿Qué quiere exactamente?

—Ya se lo he dicho: el rubí.

—No pensará que voy a ir a buscarlo esta noche… Y mañana, el rubí será enviado a algún joyero para que lo monte, con la finalidad de que la señora Kledermann lo reciba como regalo de cumpleaños.

—¿Cuándo es el cumpleaños?

—Dentro de trece días.

—¿Usted estará allí?

—Claro —dijo Aldo, encogiéndose de hombros con una lasitud bien simulada—. A no ser que me retenga aquí.

—No sé de qué podría servirme metido en este agujero. Ahora escúcheme bien. Vamos a llevarlo a la ciudad, donde estará a mi disposición. Y, por supuesto, ni se le ocurra acercarse a la policía; me enteraría y su mujer sufriría las consecuencias. No se le ocurra tampoco marcharse del hotel. Me pondré en contacto con usted. Mientras tanto, puede tratar de enterarse de qué joyero se encarga de montar la piedra.

Ulrich se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero se volvió antes de abrirla.

—No ponga esa cara. Si las cosas van como yo quiero, es posible que usted salga beneficiado.

—No sé en qué.

—¡Vamos, piense un poco! En el caso de que, gracias a usted, yo pudiera visitar la cámara acorazada de Kledermann, quizá le daría el rubí.

—¿Cómo? —dijo Aldo, estupefacto—. Yo creía…

—Los Solmanski lo quieren a toda costa, pero que lleguen a tenerlo o no a mí me tiene sin cuidado. Había que ser tan corto como Saroni para creer que un objeto como ése se podía vender discretamente. En la caja fuerte de un banquero debe de haber cosas para llenarse los bolsillos más fácilmente.

—Hay muchas joyas históricas, nada fáciles de vender tampoco.

—No se preocupe por eso. En América se vende todo, y a precios más interesantes que aquí. ¡Hasta pronto!

Sentado en la cama, Aldo le dirigió un vago saludo levantando la mano con gesto negligente. Al cabo de un momento, el batracio llamado Archie entraba de nuevo, exhibiendo lo que él creía que era una sonrisa.

—Vamos a llevarte a la ciudad, amigo —dijo.

Morosini no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra: un golpe propinado con una cachiporra a una velocidad increíble lo envió de nuevo al país de los sueños.

El segundo despertar se produjo en unas circunstancias todavía menos confortables que el primero; en la casa desconocida, al menos había una cama. Esta vez, Morosini abrió los ojos en un universo oscuro, frío y húmedo. Enseguida se dio cuenta de que lo habían dejado sobre una extensión de césped rodeada de árboles. Más allá se veía el lago, unos embarcaderos, unos restaurantes. Seguía siendo de noche y las farolas seguían encendidas. Tiritando pese al abrigo de vicuña, que habían tenido el detalle de ponerle, Aldo localizó rápidamente las luces del Baurau-Lac a una distancia que no le pareció excesiva. Aunque le dolía la cabeza, se puso a correr con la triple finalidad de salir cuanto antes del jardín, volver a su habitación y entrar en calor.

Cuando entró en el vestíbulo del hotel, el recepcionista se permitió arquear una ceja al ver regresar en tan deplorable estado a un cliente aparentemente sobrio y que creía que llevaba horas acostado, pero se hubiera dejado cortar la lengua antes que atreverse a hacer una sola pregunta. Aldo lo saludó haciendo un vago ademán con la mano y se dirigió tranquilamente hacia el ascensor, ya que había encontrado la llave de su habitación en un bolsillo.

Una ducha caliente, dos aspirinas, y se metió en la cama rechazando firmemente todo pensamiento desfavorable al sueño. Primero, dormir; después, ya vería.

No eran mucho más de las diez cuando se despertó, más repuesto de lo que había temido. Empezó por encargar un copioso desayuno; luego pidió una comunicación telefónica con Venecia. Aunque no acababa de creérsela, esa historia del secuestro de Anielka le inquietaba. Si era verdad, ¿encontraría su casa patas arriba y quizás incluso invadida por la policía? No había sucedido nada de eso: la voz que le respondió —la de Zaccaría— era tranquila y apacible, incluso cuando Aldo dijo que quería hablar con su mujer.

—No está —contestó el fiel sirviente—. Su viaje ha hecho que le entren ganas de moverse: se ha ido a pasar unos días a casa de doña Adriana.

—¿Se ha llevado equipaje?

—Desde luego. Lo necesario para una breve estancia. ¿Algo va mal?

—No, no te preocupes. Sólo quería decirle una cosa. Oye, ¿y Wanda se ha ido con ella?

—Por supuesto.

—Perfecto. Telefonearé a casa de mi prima.

Allí no tuvo más éxito. Una voz masculina y arrogante le informó de que ni la condesa Orseolo ni la princesa Morosini estaban en casa; las dos damas se habían marchado de Venecia el día anterior por la mañana en dirección a los grandes lagos. No habían dejado ninguna dirección, pues no sabían aún dónde se instalarían.

—¿Y usted quién es? —preguntó Aldo, al que no le gustaban ni el tono ni la voz del personaje.

—Soy Cario, el nuevo sirviente de la señora condesa. ¿Desea su excelencia saber algo más?

—Nada más, gracias.

Aldo colgó. Bastante perplejo. Lo que sucedía en Venecia era todavía más extraño de lo que había creído. ¿Dónde estaba Anielka? ¿Era prisionera de Ulrich o una apacible turista en el lago Mayor? A no ser que las dos mujeres, más Wanda, hubieran sido secuestradas a la vez, o que Adriana, no contenta con mantener relaciones con el circo Solmanski, hubiera trabado otras con los gánsteres yanquis. Y luego estaba ese nuevo criado tan singular: su nombre era italiano, pero, a juzgar por su acento, Morosini se inclinaba a pensar que Karl o Charlie serían más apropiados para él. ¿Qué significaba exactamente todo eso?

Una larga sucesión de interrogantes lo mantuvo ocupado hasta la escandalosa llegada de Adalbert y de su Amilcar descapotable rojo vivo, forrado de piel negra, que valió a su propietario la mirada admirativa del aparcacoches, convencido de que se trataba de un escapado de la Targa Florio o de la nueva carrera de las Veinticuatro Horas de Le Mans. A Morosini no le hizo gracia.

—¿No podías venir en tren como todo el mundo? —refunfuñó.

—Si querías permanecer en la clandestinidad, tenías que haberlo dicho… y haberte alojado en un albergue rural. Pero ¿de verdad debemos pasar inadvertidos? En cuanto a mi «carro», como dicen los canadienses, ahora está repleto de carburadores, compresores y no sé qué más, que lo convierten en una auténtica bomba. En caso de necesidad, eso siempre puede venirnos bien. Y tú estás de malas pulgas, ¿eh? ¿Problemas?

—Si en una sola noche, la última, te hubieran golpeado y dejado sin sentido dos veces, no verías la vida tan de color rosa. En cuanto a los problemas, llueven por todas partes.

—Vamos a tomar una copa al bar y me lo cuentas todo.

En el bar no había casi nadie y los dos hombres, sentados a una mesa apartada bajo una palmera plantada en una maceta, pudieron hablar tranquilamente. O más bien Aldo pudo hablar mientras Adalbert degustaba un cóctel y de vez en cuando sorbía por la nariz. Hasta el punto de que Morosini, un poco molesto, acabó por preguntarle si estaba resfriado.

—No, pero he descubierto que sorber es un medio que permite expresar todo tipo de matices: la tristeza, el desdén, la cólera… Así que estoy practicando. Lo que no impide que nos encontremos, sobre todo tú, en una situación difícil. Es una historia realmente demencial, pero te aplaudo con las dos manos por tu actitud frente al gánster. Has hecho bien entrando en su juego, e incluso me pregunto si eso no nos permitirá conseguir que metan en chirona a toda la banda.

—¿Tú crees?

—Pues claro. El hecho de que Ulrich actúe por su cuenta es muy bueno. ¿Podemos soñar con algo mejor que con un enfrentamiento entre ellos?

—De acuerdo, pero ¿qué pasa con Anielka?

—Me apostaría el cuello a que no la ha secuestrado nadie y a que ese tipo se ha tirado un farol. Simplemente ha aprovechado unas circunstancias favorables, y si yo fuera tú no me preocuparía más de la cuenta.

—¡Pero si no me preocupo «más de la cuenta»! Lo que ocurre es que no quisiera dar un paso en falso del que ella fuera víctima. Aparte de eso, ¿tú qué crees que debemos hacer?

—Para empezar, te propongo que nos repartamos el trabajo: tú podrías tener una conversación con la bella Dianora para intentar hacerla entrar en razón. Mientras tanto, yo iré a ver si Wong sigue en Zúrich y si sabe dónde se encuentra Simón en estos momentos.

—¿Qué quieres de él?

—Saber si tiene una copia del rubí tan fiel como las del zafiro y el diamante. Sería el momento idóneo para mandárnoslo.

—Desde luego, pero olvidas que el rubí debe de haber sido llevado ya a un joyero para que le ponga la suntuosa montura digna de su nueva propietaria.

—Antes de que proceda a engastarlo, pasarán unos días, ¿no? Habría que hacer el cambio en el establecimiento del artista. Si consiguiéramos la copia, creo que no tendríamos muchas dificultades en conseguir que Kledermann o su mujer nos llevase a admirar la maravilla. Yo acabo de llegar y estoy deseoso de contemplarla.

—¿Y te sientes capaz de hacer el cambio delante de tres o cuatro personas?

—¡Válgame Dios! Desde luego que sí. Algo me dice que en ese momento me sentiría inspirado —dijo Adalbert alzando hacia el techo una mirada angelical—. Aunque, por descontado, preferiría que la señora Kledermann se mostrara razonable y aceptara tu collar.

—Lo intentaré, pero dudo mucho de que lo consiga. Si la hubieras visto delante del rubí…

—Trata al menos de averiguar quién es su joyero. Iremos a dar una vuelta por su establecimiento. En buena lógica, debería ser Beyer, pero aquí hay unos cuantos.

—De acuerdo. Mañana iré a verla a una hora en que por lógica Kledermann estará en el banco. Llevaré el collar y a ver qué pasa. Esta noche, si te parece bien, cenamos y voy a acostarme. Y te aconsejo que tú hagas lo mismo. Debes de estar cansado del viaje.

—¿Yo? Estoy más fresco que una rosa. Creo que voy a ir esta misma noche a hacer una visita a Wong. No disponemos de mucho tiempo, y cuanto menos perdamos, mejor.




Aldo no tuvo que estar mucho rato preguntándose cuál sería la hora más apropiada para su entrevista con Dianora: en la bandeja del desayuno, un sobre alargado destacaba entre el cestillo del pan y el tarro de miel. Era una invitación formal para ir a tomar el té hacia las cinco a la villa Kledermann.

—¡Por fin algo positivo! —comentó Vidal-Pellicorne, que había vuelto de su expedición nocturna con las manos vacías—. Empezaba a pensar que el Dios de Israel estaba en nuestra contra.

—¿No encontraste a nadie en casa de Wong?

—Ni a un alma; sólo ventanas cerradas a cal y canto, puertas atrancadas y toneladas de lluvia cayendo encima. Volveré esta tarde para tratar de averiguar algo entre los vecinos. Los chinos no abundan en el país de los helvecios, así que sus idas y venidas deben de despertar curiosidad.

—A lo mejor ha ido a reunirse con Aronov.

—Si la casa está vacía, hoy lo sabré con seguridad. Es posible que Wong no me oyera aunque estuviese allí anoche.

—¿Y no intentaste entrar? Normalmente las puertas no se te resisten mucho tiempo.

—Si Wong se ha marchado, habría sido una pérdida de tiempo. Además, es preferible reconocer de día el objetivo, sea cual sea, antes de atacarlo de noche.

—Dependiendo de lo que averigües, podríamos ir juntos esta noche.




Eran las cinco en punto cuando un taxi dejó a Morosini delante de la escalinata que ya conocía. Como la lluvia también había acudido a la cita, se desarrolló el mismo ceremonial de la otra noche hasta el final de la escalera, donde el mayordomo, en lugar de ir hacia el despacho, giró a la izquierda y abrió una doble puerta: la señora esperaba a su excelencia en sus aposentos privados.

Aunque la denominación hizo fruncir ligeramente el entrecejo al visitante, éste enseguida se tranquilizó: el salón donde lo introdujeron, de un irreprochable estilo Luis XVI, parecía mucho más un museo que un gabinete propicio para toda clase de abandonos. En cuanto a la mujer que entró en él cinco minutos después, estaba en perfecta armonía con el aspecto suntuoso aunque una pizca demasiado afectado de la decoración: vestido de crespón gris nube de manga larga, cuyo drapeado terminaba en un chal anudado alrededor del cuello y servía de base a un collar de tres vueltas de finas perlas a juego con las que adornaban las orejas de la dama. Dianora jamás había aparecido ante Aldo vestida de forma tan austera, pero éste recordó que la protestante Zúrich debía de imponer a sus hijos católicos, aunque fueran multimillonarios, un comportamiento un tanto solemne.

Dianora ofreció a su visitante una mano regia, cargada de preciosos anillos, y una sonrisa burlona.

—¡Qué amable has sido aceptando mi invitación, querido amigo, pese a lo poco protocolaria que era!

—No te disculpes. Pensaba pedirte una entrevista. Tengo que hablar contigo.

—Dicen que las grandes mentes coinciden. Traerán el té dentro de un momento y después tendremos todo el tiempo que queramos para charlar.

Se limitaron, pues, a intercambiar los comentarios comunes de rigor hasta que el mayordomo, flanqueado por dos camareras, hubo dispuesto ante Dianora la bandeja con el servicio de té, de corladura y porcelana de Sajonia, y en dos mesas contiguas, platos con emparedados, pastas, galletas y bombones, todo en cantidad suficiente para una decena de personas.

Mientras la señora Kledermann procedía a una «ceremonia del té» casi tan complicada como en Japón, Morosini no podía evitar admirar la gracia perfecta de esa mujer de la que había estado perdidamente enamorado diez años antes. Parecía haber descubierto el secreto de la eterna juventud. El rostro, las manos, la sedosa cabellera clara, todo estaba liso, fresco, y no presentaba ningún defecto. Exactamente igual que antes. En cuanto a los grandes ojos de largas pestañas, su color aguamarina conservaba el mismo brillo. Aunque para él era un descubrimiento reciente, Aldo comprendía la pasión del banquero por esa obra maestra humana pese a que él mismo ya no era sensible a ella; prefería con mucho las pecas y la sonrisa traviesa de Lisa.

—Déjame adivinar de qué asunto quieres hablar conmigo —dijo Dianora dejando la taza, de la que acababa de beber—. ¿Qué nos apostamos a que se trata del rubí?

—No era muy difícil de adivinar. Tenemos que hablar muy seriamente sobre él. Esta historia es mucho más grave de lo que imaginas.

—¡Qué tono tan siniestro! Te he conocido más alegre, querido Aldo…, ¿o debemos olvidar que fuimos amigos?

—Algunos recuerdos no se borran nunca, y precisamente en nombre de esta amistad te pido que renuncies a esa piedra.

—¡Demasiado tarde! —dijo ella con una risita divertida.

—¿Cómo que demasiado tarde?

—Aunque quisiera, y no es el caso, me sería imposible devolvértela. Moritz salió para París ayer por la mañana. Sólo Cartier le parece digno de componer el marco apropiado para esa maravilla.

—Aquí hay artistas muy buenos.

—Desde luego, pero, como bien sabes, sólo la perfección es digna de mí.

—Nunca he dicho lo contrario, y por eso me repugna que esa piedra sangrienta con un pasado terrible pase a ser de tu propiedad. ¡Estás jugando con el Diablo, Dianora!

—¡No digas tonterías! Ya no estamos en la Edad Media.

—Muy bien —dijo Morosini, suspirando—. Sólo espero que no le suceda nada a Kledermann durante su estancia en París.

—Será una estancia breve: vuelve esta noche. La joya terminada la traerá a tiempo para la fiesta un emisario secreto. ¿No es excitante?… Por cierto, ¿puedo contar con tu presencia?

—Tendrás que invitar también a mi amigo Vidal-Pellicorne, que llegó ayer.

—¿De verdad? Me alegro mucho, ese hombre es un encanto. Pero hablemos ahora un poco de ti. En realidad, te he llamado para eso.

—¿De mí? No sé qué interés puede tener hablar de mí.

—No seas modesto, no te va en absoluto. Tengo que hacerte algunos reproches. Así que te has casado, ¿eh?

—Por favor, Dianora, preferiría hablar de otra cosa. No me he casado por voluntad propia.

—Pero ¿es posible obligarte a ti a algo? Parece que esa mosquita muerta que había atrapado entre sus redes al pobre Eric Ferráis hace verdaderos milagros. Explícamelo, porque yo creía conocerte.

—No hay nada que explicar. Lo comprenderás cuando te diga que he presentado una solicitud de anulación ante el tribunal de Roma.

El semblante burlón de la joven se tornó de pronto grave.

—Me alegro mucho, Aldo. Esa mujer, capaz de conseguir que le den la comunión sin confesarse, es muy peligrosa. Confieso que, cuando me enteré de la noticia, tuve miedo por ti. Y Moritz también, porque te aprecia. Los dos estamos firmemente convencidos de que fue ella quien mató a Ferráis… y sería una pena perder a un hombre de tu valía. —Pasando de pronto a un registro jovial, Dianora añadió—: ¿Y si me contases ahora tus aventuras con Lisa, mi hijastra? Me enteré con estupor, no hace mucho, de que a tu regreso de la guerra te propusieron casarte con ella.

—En efecto —murmuró Aldo, incómodo.

—¡Increíble! —exclamó Dianora, riendo—. ¡He estado a punto de convertirme en tu suegra! ¡Qué horror! No creo que me hubiera gustado. Por lo menos en aquel momento.

—¿A qué viene esa restricción? ¿Acaso has cambiado de opinión? —preguntó Morosini un tanto sorprendido.

—Sí. En el fondo, es una lástima que rechazaras la propuesta, aunque lo dice todo en tu favor. Actualmente no te encontrarías en una situación desagradable. Además, Lisa es un poco extravagante, pero es una chica estupenda. Su aventura veneciana, ese increíble disfraz… Todo eso me pareció muy divertido. He acabado por tomarle cierto aprecio. Habría sido una princesa Morosini perfecta.

Aldo no salía de su asombro.

—¿Eres tú, Dianora, quien me dice esto? ¡No doy crédito a mis oídos! Entonces, ¿no estáis a matar?

—Lo estábamos, pero el invierno pasado cambiaron muchas cosas. Seguramente no lo sabes, pero Moritz tuvo que someterse a una delicada intervención quirúrgica. Pasé mucho miedo… Hasta el punto… de comprender lo apegada que estaba a él.

Desde hacía un momento, bajaba los ojos y jugueteaba nerviosamente con las perlas de sus collares. De pronto, los levantó para clavarlos en los de Aldo.

—Mientras caminaba arriba y abajo en el salón de la clínica esperando saber el resultado de la operación, me juré que, si todo iba bien, en lo sucesivo sería una esposa intachable. Una esposa tierna… y fiel.

Morosini se inclinó para tomar entre sus manos las de la joven, que temblaban un poco.

—Descubriste que lo amabas —dijo con una gran dulzura—. Y me has pedido que venga esta tarde para decírmelo. ¿Me equivoco?

Ella le dedicó una sonrisa un tanto trémula. La misma, pensó Aldo un poco emocionado, que la de una jovencita confesando a su padre su primer amor.

—No —dijo Dianora—. Es justo eso. Descubrí, un poco tarde quizá, que tenía un marido extraordinario, así que…

—Si estás pensando en lo que fuimos el uno para el otro en otros tiempos, olvídalo sin vacilar. O mejor entiérralo en lo más profundo de tu corazón. Nadie irá a buscarlo ahí, y yo menos que nadie.

—No dudaba de tu discreción. Eres un gran señor, Aldo, pero de todas formas era preciso decir estas cosas y que entre nosotros no hubiera más sombras… Puesto que ahora somos viejos amigos —dijo de repente—, ¿me permites una pregunta?

—Adelante.

—¿De quién estás enamorado? Suponiendo que lo estés de alguien.

Para su contrariedad, notó que se sonrojaba y trató de escabullirse haciendo una pirueta:

—En este preciso instante estoy enamorado de ti, Dianora. Acabo de descubrir a una mujer desconocida que me gusta mucho.

—¡Déjate de tonterías!… Aunque deseo creerte. Me parece que Lisa hizo el mismo descubrimiento.

El nombre, inesperado, aumentó su sonrojo. Dianora se echó a reír.

—Está bien, no quiero hacerte sufrir…, pero debes saber que acabas de responderme.

Al despedirse de Dianora un poco más tarde, Aldo experimentaba un complejo sentimiento de alivio, ante la idea de que ya no tendría que enfrentarse a las insinuaciones de su antigua amante, y, sobre todo, de dulzura. Para él, el hecho de que hubiera optado por amar a su esposo la volvía entrañable. Más aún si, a juzgar por sus palabras, Lisa también había depuesto las armas. A todo ello se sumaba, sin embargo, la angustia al pensar en el desastre que el rubí maldito podía atraer sobre una familia ahora unida. ¿Qué se podía hacer para evitarlo?




—¡Lo tenemos difícil! —reconoció Adalbert cuando Aldo le hubo contado su conversación con Dianora—. Nuestro margen de maniobra se estrecha cada vez más. Wong se ha marchado. Una vecina lo vio salir de la villa hace cinco días con una gran maleta. He ido a la estación para informarme de qué trenes salían esa noche alrededor de las ocho. Había varios, uno de ellos en dirección a Múnich y Praga, pero no sé por qué iba a volver allí.

—A lo mejor iba más lejos. Si trazas una línea recta que una Zúrich, Múnich y Praga y la prolongas, llegas directamente a Varsovia.

—¿Estará Simón allí?

Morosini abrió los brazos en señal de ignorancia.

—No tenemos manera de saberlo y tampoco tenemos tiempo de buscar para obtener la copia del rubí. En cambio, quizá podríamos hacer que tus gemelos vigilaran las inmediaciones de la casa Cartier en París.

Adalbert miró a su amigo con una curiosidad divertida.

—Dime una cosa, tú que hablas más claro que el agua, ¿no estará rondándote por la cabeza la idea de interceptar al emisario encargado de traer la joya?

—¡Pues claro que sí! ¡Cualquier cosa antes que permitir que esa maldita joya se vuelva contra los Kledermann! Pero como la montura será suntuosa, nos las arreglaremos para que la policía la encuentre.

—¡Estás haciendo progresos! ¿Y… tu amigo el gánster? ¿Qué vas a decirle? Porque me extrañaría que ése tardara mucho en dar señales de vida.

No tardó, en efecto. Esa misma noche, al subir a su habitación para cambiarse antes de ir a cenar, Aldo encontró una nota invitándolo a ir a fumar un cigarro o un cigarrillo alrededor de las once junto al quiosco de la Bürkli Platz, muy cerca del hotel.

Cuando llegó al lugar de la cita, a la hora establecida, Ulrich ya estaba allí, sentado en un banco desde donde se veían las aguas nocturnas del lago enmarcadas por miles de luces.

—¿Ha averiguado algo? —preguntó sin preámbulos.

—Sí, pero primero deme noticias de mi mujer.

—Está muy bien, no se preocupe. No tengo ningún interés en maltratarla mientras usted juegue limpio.

—¿Y cuándo me la devolverá?

—Cuando esté en posesión del rubí… o de una fortuna en joyas. Tiene mi palabra.

—De acuerdo. Las noticias son éstas: el rubí ha viajado a París, a la joyería Cartier, encargada de engastarlo entre diamantes, seguramente para hacer un collar. Lo ha llevado el propio Kledermann… y supongo que también irá él a buscarlo, aunque su esposa no ha podido decírmelo ya que, en principio, se trata de una sorpresa con motivo de su cumpleaños.

El americano reflexionó unos instantes mientras daba fuertes caladas a un puro enorme.

—¡Bien! —exclamó por fin, suspirando—. Vale más esperar a que esté aquí de vuelta. Ahora preste mucha atención. La noche de la fiesta, yo estaré en casa de los Kledermann; seguramente necesitarán personal suplementario. Cuando lo considere oportuno, le haré una seña y usted me conducirá a la cámara acorazada, a la que podré acceder porque usted va a explicarme cómo se abre. Después, volverá a los salones a vigilar, dando prioridad, por descontado, al banquero. Si hace amago de salir, deberá retenerlo. Ahora le toca hablar a usted. Soy todo oídos.

Morosini hizo una descripción bastante exacta del despacho del banquero y del modo de acceder a la cámara acorazada. No tenía ningún escrúpulo en informar al bandido, pues le reservaba una sorpresa de último minuto.

—Hay una cosa que debe saber —dijo al final de su exposición—: la llave que abre el panel de la cámara acorazada, la lleva Kledermann colgada al cuello, y no tengo ni idea de cómo podría conseguirla.

La noticia no hizo ninguna gracia a Ulrich. Masculló algo entre dientes, pero Aldo se equivocaba si creía que iba a darse por vencido. Al cabo de unos instantes, el semblante ensombrecido del americano se iluminó.

—Lo importante es saberlo —concluyó.

—No tendrá intención de matarlo, ¿verdad? —dijo Morosini secamente—. Si es así, no cuente conmigo.

—¿Acaso lo quiere más que a su mujer? Tranquilo, pienso resolver este nuevo problema a mi manera… y sin demasiada violencia. Yo soy un gran profesional, entérese bien. Y ahora preste atención a lo que voy a decirle.

Con mucha claridad, explicó a Aldo lo que tendría que hacer, sin sospechar que el hombre al que creía tener en sus manos estaba completamente decidido a hacer lo imposible para recuperar el rubí sin permitir, sin embargo, que el alegre Ulrich se esfumara con una de las mejores colecciones de joyas del mundo. Cuando hubo terminado, Morosini se limitó a decir en el mejor estilo de Chicago:

—OK, amigo, entendido.

Lo que no dejó de sorprender a su interlocutor, aunque se abstuvo de hacer comentario alguno. Finalmente, los dos hombres se separaron para volver a encontrarse la noche del 16 de octubre.

11. El cumpleaños de Dianora


Fieles al estilo de las fachadas, los salones de recepción de la «villa» Kledermann se inspiraban en la Italia del Renacimiento para su decoración interior. Columnas de mármol, techos con artesones iluminados y dorados, muebles severos y alfombras antiguas ofrecían un digno marco a algunos bellísimos lienzos: un Rafael, dos Carpaccio, un Tintoretto, un Tiziano y un Botticelli, que confirmaban la riqueza de la casa todavía más que la suntuosidad ambiental. Aldo felicitó a Kledermann cuando, tras haber dado una vuelta por el salón, volvió hacia él.

—Se diría que no sólo colecciona joyas.

—Bueno, es una pequeña colección hecha sobre todo para tratar de retener más a menudo a mi hija en esta casa, que no es de su gusto.

—A su mujer sí le gusta, supongo.

—Decir eso es quedarse corto. A Dianora le encanta. Dice que está hecha a su medida. Yo, personalmente, estaría muy a gusto en un chalé en la montaña, siempre y cuando pudiera instalar allí mi cámara acorazada.

—En cualquier caso, espero que se encuentre bien. ¿No recibe a los invitados con usted?

—Esta noche no. Usted que la conoce desde hace tiempo seguramente sabrá que le gusta crear expectación. De modo que aparecerá cuando todos los invitados a la cena hayan llegado.

La velada se dividía en dos partes, una costumbre bastante frecuente en Europa: una cena para las personalidades importantes y los íntimos —unos sesenta— y un baile que contaría con una asistencia diez veces mayor.

Adalbert hizo, con la mayor naturalidad del mundo, la pregunta que a Aldo le quemaba la lengua:

—Tengo la impresión de que vamos a asistir a una fiesta magnífica. ¿Veremos a la señorita Lisa?

—Me extrañaría. Mi niña salvaje detesta estos «grandes montajes mundanos», como ella los llama, casi tanto como este marco, que le parece demasiado suntuoso. Le ha mandado a mi mujer unas flores magníficas acompañadas de unas palabras afectuosas, pero no creo que vaya más allá de eso.

—¿Y dónde está en estos momentos? —preguntó Morosini, que empezaba a envalentonarse.

—Debería preguntárselo al florista de la Bahnhofstrasse. Yo no tengo ni la menor idea… Señor embajador, señora, es un gran honor recibirlos esta noche —añadió el banquero, dando la bienvenida a una pareja que sólo podía ser inglesa.

Naturalmente, los dos amigos se habían apartado de inmediato y estaban dando otra vuelta por los salones, decorados para la ocasión con una infinidad de rosas y orquídeas, realzadas, al igual que las mujeres presentes, por la iluminación, de la que había sido desterrada la fría electricidad. Unos enormes candelabros de pie cargados de largas velas eran los únicos admitidos a lo que debía ser el triunfo de Dianora. Un verdadero ejército de sirvientes con librea al estilo inglés, bajo las órdenes del imponente mayordomo, velaban por el confort de los invitados, entre los que la flor y nata de la banca y la industria suizas se codeaba con diplomáticos extranjeros y hombres de letras. Ningún artista, pintor o actor figuraba entre esta multitud de elegancia diversa, pero cuyas mujeres lucían valiosas joyas, algunas de ellas antiguas. Quizá los invitados al baile serían menos estirados, pero por el momento estaban entre personas importantes y serias.

Aldo no había tenido ninguna dificultad en localizar a Ulrich nada más llegar; tal como había predicho, el gánster, transformado en sirviente de aspecto intachable, había conseguido que lo contrataran y se ocupaba del guardarropa situado junto a la gran escalera, donde se amontonaba ya una fortuna en pieles. Ulrich se limitó a intercambiar con él una mirada. Estaba acordado que, durante el baile, Morosini acompañaría a su extraño socio al despacho del banquero y le daría las indicaciones necesarias.

Por los salones circulaban sirvientes con bandejas cargadas de copas de champán. Adalbert cogió dos y ofreció una a su amigo.

—¿Conoces a alguien? —preguntó.

—Absolutamente a nadie. No estamos en París, en Londres o en Viena, y no tengo ningún pariente, ni siquiera lejano, a quien presentarte. ¿Te sientes solo?

—El anonimato tiene sus ventajas. Es bastante relajante. ¿Tú crees que veremos el rubí esta noche?

—Supongo. En cualquier caso, el emisario de nuestro amigo ha hecho gala de una discreción y una habilidad ejemplares. Nadie ha visto nada de nada.

—No. Théobald y Romuald se han relevado para vigilar la entrada de Cartier, pero no les ha llamado la atención nada. El tal Ulrich tenía razón: tratar de interceptar la joya en París era imposible… ¡Dios bendito!

Todas las conversaciones se habían interrumpido y la piadosa exclamación de Adalbert resonó en el súbito silencio, resumiendo el estupor admirativo de los invitados: Dianora acababa de aparecer en la entrada de los salones.

Su largo vestido de terciopelo negro, provisto de una pequeña cola, era de una sobriedad absoluta y Aldo, con el corazón encogido, vio por un instante el retrato de su madre pintado por Sargent, que era uno de los ornamentos más hermosos de su palacio de Venecia. El vestido que Dianora llevaba esa noche, al igual que el de la difunta princesa Isabelle Morosini, dejaba desnudos los brazos, el cuello y los hombros, mientras que un ligero drapeado cubría el pecho y se repetía en la cintura. Dianora había admirado tiempo atrás ese retrato y se había acordado de él al encargar su atuendo para esa noche. ¿Qué mejor estuche que su carne luminosa podía ofrecer, efectivamente, al fabuloso rubí que brillaba en su escote? Porque allí estaba el rubí de Juana la Loca, lanzando sus destellos maléficos en medio de una guirnalda compuesta de magníficos diamantes y de otros dos rubíes más pequeños. Contrariamente a la costumbre, en los brazos y las orejas de la joven no brillaba ninguna joya. Ninguna tampoco en la seda plateada de su magnífica cabellera, recogida en un moño alto para dejar despejado el largo cuello. Como único recordatorio del fascinante color de la joya, unos zapatos de satén púrpura asomaban bajo el oleaje oscuro del vestido al ritmo de sus pasos. La belleza de Dianora esa noche dejaba sin respiración a todas aquellas personas que la miraban avanzar sonriente. Su esposo se había acercado a ella enseguida y, después de haberle besado la mano, la conducía hacia sus invitados más importantes.

—¡Échame una mano! —susurró Vidal-Pellicorne, que no andaba mal de memoria—. ¿Tu madre lleva el zafiro en el retrato de Sargent?

—No. Sólo un anillo: una esmeralda cuadrada. ¿Tú también te has dado cuenta de que es el mismo vestido?

De pronto se rompió el silencio. Alguien había empezado a aplaudir y todo el mundo lo imitó con entusiasmo. Pasaron a la mesa rodeados de una verdadera atmósfera de fiesta.

La cena, servida en porcelana antigua de Sajonia, corladura y preciosas copas grabadas en oro, fue lo que debía de ser para los dos extranjeros en tales circunstancias: magnífica, suculenta y aburrida. El caviar, la caza y las trufas se sucedieron, escoltados de asombrosos caldos franceses, pero lo que carecía de atractivo era el vecindario. A Aldo le había tocado una glotona empedernida, muy amable, eso sí, pero cuya conversación giraba únicamente en torno a la cocina. Su otra vecina de mesa, flaca y seca bajo una cascada de diamantes, no comía nada y hablaba menos aún. Así pues, el veneciano veía desfilar los platos con una mezcla de alivio y de temor. A medida que avanzaban hacia el postre, se acercaba el momento en que tendría que representar uno de los papeles más difíciles de su vida: guiar a un ladrón hasta los tesoros de un amigo, y hacerlo de manera que no se llevase nada. ¡La cosa no era sencilla!

Adalbert, por su parte, se encontraba mejor acompañado: frente a él había descubierto a un profesor de la Universidad de Viena muy versado en el mundo antiguo, y desde el comienzo de la cena los dos, indiferentes a sus compañeras, intercambiaban alegremente hititas, egipcios, fenicios, medas, persas y sumerios con un apasionamiento cuidadosamente alimentado por los sumilleres encargados de sus copas. Estaban tan atrapados por el tema que hicieron falta algunos enérgicos «¡chsss!» para que el burgomaestre de Zúrich pudiera dirigir a la señora Kledermann un encantador y breve discurso en honor de su cumpleaños, que les permitía disfrutar a todos de una fiesta tan espléndida. El banquero dijo también unas palabras amables para todos y tiernas para su mujer. Finalmente, se levantaron de la mesa a fin de dirigirse al gran salón de baile, situado al otro lado de la gran escalera y decorado con plantas y una profusión de rosas, que daba a un invernadero y a un salón preparado para los jugadores. Una orquesta cíngara, cuyos componentes vestían dolmanes rojos con alamares negros, relevó al cuarteto de cuerda que había acompañado, invisible y presente, la cena. Los invitados al baile empezaban a llegar, trayendo consigo el fresco del aire nocturno. Ulrich y sus compañeros estaban muy ocupados en los guardarropas. La aventura estaba prevista para cuando la fiesta estuviese en marcha.

Poco antes de medianoche, Aldo pensó que el momento se acercaba y hubiera pagado lo que fuese para evitarlo. La mayoría de los invitados había llegado. Kledermann se había concedido la tregua de una partida de bridge con tres caballeros de semblante grave. En cuanto a Dianora, liberada de sus deberes de anfitriona, acababa de aceptar bailar con Aldo.

Era la primera vez que conseguía acercarse a la joven desde el principio de la velada. En ese momento la tenía entre sus brazos mientras bailaban un vals inglés y podía apreciar en su justo valor la luminosidad de su tez, la finura de su piel, la sedosa suavidad de sus cabellos y el fulgor triunfal del rubí resplandeciendo en el centro de su escote. No podía evitar dedicarle un cumplido.

—Cartier ha hecho una maravilla —dijo—, pero habría sido igual de suntuoso con otra piedra.

—¿Tú crees? Un rubí de este tamaño no se encuentra fácilmente, y a mí me parece cautivador.

—Pues a mí me parece detestable. ¡Dianora, Dianora! ¿Por qué no quieres creer que llevando esa maldita piedra estás en peligro?

—No la llevaré muy a menudo. Una joya de este valor pasa mucho más tiempo en las cajas fuertes que sobre su propietaria. En cuanto acabe el baile, volverá a la cámara acorazada.

—Y tú no pensarás más en él. Habrás tenido lo que querías: una piedra espléndida, un momento de triunfo. ¿Sabes que no voy a dejar de temer por ti?

Ella le dedicó la más deslumbradora de las sonrisas estrechándose un poco contra él.

—¡Qué agradable es oír eso! ¿Vas a pensar en mí sin parar? ¿Y quieres que me separe de una joya tan mágica?

—¿Has olvidado nuestra última conversación? Amas a tu marido, ¿no?

—Sí, pero eso no quiere decir que renuncie a mimar algunos buenos recuerdos. Y creo que tú me has dado los más bonitos —añadió, poniéndose seria. Pero Aldo había dejado de mirarla.

Observaba con estupor al trío que, con una sonrisa en los labios, estaba cruzando el umbral de la sala. Un hombre y dos mujeres: Sigismond Solmanski, Ethel y… Anielka. Aldo dejó de bailar.

—¿Qué hacen aquí? —masculló entre dientes.

Dianora, sorprendida al principio por la interrupción, había seguido la dirección de su mirada.

—¿Ellos? Ah, no me acordaba de que hace dos o tres días me encontré al joven Sigismond y a su esposa y los invité. Somos viejos amigos, ya lo sabes: estaba con él cuando nos encontramos en Varsovia. Lo que no sabía era que su hermana estaba aquí y que pensaba traerla. Pero, ahora que caigo, ¿tú no sabías que tu mujer estaba en Zúrich?

—No, no lo sabía. Dianora, debes de estar loca para haber invitado a esa gente. ¡No es a ti a quien vienen a ver, sino lo que llevas en el cuello!

La señora Kledermann miró unos instantes con inquietud la máscara súbitamente tensa y pálida de su compañero de baile, al tiempo que acercaba una mano al collar.

—¡Estás asustándome, Aldo!

—¡Por fin!

—Perdona…, debo ir a recibirlos. Es… es mi deber.

Adalbert también había visto al grupo y se abría paso entre la multitud formada por los bailarines para reunirse con su amigo.

—¿Qué vienen a hacer ésos aquí? —murmuró.

—Es una pregunta a la que debes de poder contestar tan bien como yo. En cualquier caso —añadió Morosini con sarcasmo—, lo que sí puedes constatar es que, para tratarse de una pobre criatura secuestrada y en peligro de muerte, Anielka no tiene muy mal aspecto.

—Pero ¿por qué te dijo Ulrich que la había secuestrado?

—Porque creyó que podía decirlo y porque a su manera es una especie de ingenuo. Es probable que esta sorpresa no le haga más gracia que a mí. De todas formas, voy a aclarar esto enseguida.

Y, sin querer escuchar nada más, se dirigió hacia la puerta dando un rodeo bastante largo para permitir a Dianora acompañar a sus invitados hasta un bufé y dejarle así el campo libre. Aldo no tenía ningunas ganas de intercambiar saludos de cumplido con sus peores enemigos en nombre de no se sabe qué código de buenas maneras cargado de hipocresía.

Encontró a Ulrich junto al arranque de la escalera, con un pie en el primer escalón como si quisiera subir pero no se decidiera a hacerlo. Tenía el semblante sombrío y la mirada llena de inquietud, lo que no hizo sino animarlo a acercarse con más determinación.

—¡Venga! —dijo entre dientes—. Tenemos que hablar.

Intentó conducirlo hacia el exterior, pero el bandido se resistió.

—¡Por ahí no! Hay un sitio mejor.

Los dos hombres se adentraron en las profundidades del guardarropa, prácticamente desierto después de que Ulrich le hubiera pedido a uno de sus ayudantes que lo sustituyera. En el lugar reinaba la calma, los ruidos de la fiesta quedaban amortiguados por el grosor de los abrigos, las capas y demás prendas. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Morosini se abalanzó sobre su compañero y lo agarró por las solapas.

—¡Quiero una explicación!

—¡No hace falta que me zarandee! ¡Hablaré igualmente aunque no lo haga!

El hombre estaba molesto, pero no le temblaba la voz, y Morosini lo soltó.

—¿Por qué no? ¡Vamos, estoy esperando! Explíqueme cómo es que mi mujer, a la que tenía secuestrada, acaba de entrar en el baile luciendo un vestido de fiesta.

Mientras hablaba, Morosini había sacado su pitillera y extraído un cigarrillo, al que dio unos golpecitos contra el estuche de oro antes de encenderlo. Ulrich carraspeó.

—¿No tendrá uno para mí? Llevo horas sin fumar.

—Cuando me haya contestado.

—Pues es muy sencillo. Ya le dije que Sigismond no me inspira mucha confianza, y desde que el viejo está más o menos fuera de servicio desconfío de todo. Así que decidí pensar un poco en mí. Como me habían encargado vigilarlo, se me ocurrió presionarlo de alguna manera y arramblar, gracias a usted, con la mayor parte del botín. Por eso le hice creer que tenía a su esposa, y pareció funcionar.

—Sólo lo pareció. Por si le interesa saberlo, estuve en un tris de decirle que se la quedara, pero dejemos eso a un lado. ¿Cómo es que ha venido con los Solmanski?

—Eso no lo sé. Cuando la he visto, he pensado que el techo se me venía encima.

—¿Y ellos lo han visto a usted?

—No, me he quitado de en medio enseguida. ¿Ya no va a ayudarme a coger lo que hay ahí arriba? —preguntó, dirigiendo una mirada hacia el techo.

—No, pero quizá pueda ofrecerle una… compensación.

Los ojos sin vida del gánster se animaron un poco.

—¿Qué?

—Un precioso collar de rubíes que está en la caja fuerte del hotel y que había traído para cambiarlo por la piedra que Kledermann le compró a su amigo Saroni.

—¡Menudo imbécil! ¡Mira que intentar actuar por su cuenta!

—Eso es justo lo que está usted haciendo. Pero le propongo salir bien parado de ésta… y llevarse mi collar, si me ayuda a echar el guante a la banda. Para empezar, ¿qué han venido a hacer los Solmanski aquí esta noche?

—Le juro que el primer sorprendido he sido yo. Aunque no es muy difícil de adivinar: van a intentar apoderarse del rubí. Ahora que además está rodeado de un montón de diamantes, el negocio es redondo.

—Eso es ridículo. Kledermann no se chupa el dedo y debe de tener policías de paisano por todas partes.

—Yo le digo lo que pienso. Oiga, ¿y ese collar es interesante?

—Acabo de decirle que pensaba cambiarlo por el rubí. Vale como mínimo cien mil dólares.

—Sí, pero no lo lleva encima. ¿Qué me garantiza que lo tendré si le ayudo?

—Mi palabra. Jamás he faltado a ella, pero soy capaz de matar a cualquiera que la ponga en duda. Lo que quiero saber…

Una detonación lo interrumpió, seguida casi inmediatamente de una tormenta de gritos y exclamaciones. Los dos hombres permanecieron inmóviles y se miraron.

—Ha sido un disparo —dijo Ulrich.

—Voy a ver qué ha pasado. Quédese en el guardarropa, volveré.

Salió corriendo, pero tuvo verdaderas dificultades para abrirse paso entre la multitud que se agolpaba delante de uno de los bufés de refrescos y a la que tres sirvientes se esforzaban en hacer retroceder. Lo que descubrió al final de su recorrido lo dejó sin respiración: Dianora estaba tendida sobre el parqué, con la cara contra el suelo y la espalda ensangrentada. Varias personas estaban inclinadas a su alrededor, entre ellas su esposo, doblado en dos de dolor y sujetando la cabeza de su mujer con las manos.

—¡Dios mío! —susurró Aldo!—. ¿Quién ha hecho eso?

Alguien a quien ni siquiera vio le contestó:

—Le han disparado desde el exterior a través de esa ventana. ¡Es horrible!

Uno de los sirvientes parecía estar tomando las riendas de la situación. Cuando hubo declarado que pertenecía a la policía, nadie se opuso. Empezó por apartar a los que se habían agachado junto al cuerpo, entre los que estaba Anielka. Al levantarse, la joven se encontró cara a cara con Aldo.

—¡Vaya! ¿Tú aquí?

—Lo mismo te pregunto yo: ¿qué haces aquí?

—¿Por qué no iba a estar, puesto que estás tú?

—Cállense de una vez —ordenó el policía—. No es ni el lugar ni el momento adecuados para discutir. ¿Quiénes son ustedes?

Aldo se identificó y a continuación identificó a su mujer, pero ésta tenía algo más que decir:

—Debería preguntarle a mi querido marido dónde estaba cuando han disparado a la señora Kledermann. Casualmente, no se encontraba en la sala.

—¿Qué intentas insinuar? —gruñó Aldo, dominado por un irreprimible deseo de abofetear aquel rostro insolente.

—No insinúo nada. Digo que podrías muy bien ser tú el asesino. ¿Acaso no tenías motivos de sobra para matarla? En primer lugar, para apoderarte del collar…, o por lo menos del gran rubí que forma parte de él. No quiso vendértelo cuando viniste a verla hace diez días, ¿verdad?

Aldo miró a la joven furia con estupor. ¿Cómo demonios podía saber eso? A no ser que hubiera en casa de los Kledermann un espía a sueldo de Solmanski…

—Cuando una dama me invita a tomar el té, suelo aceptar. En cuanto a ti, recuerda el apellido que llevas y no te comportes como una cualquiera.

—¿El té? ¿En serio? ¿Tenías la costumbre de tomarlo cuando eras su amante?

El policía ya no trataba de interrumpir a aquella pareja que se decía cosas tan interesantes, pero al pronunciarla joven la última palabra, Kledermann levantó la cabeza y, dejando el cuerpo inerte en manos de un médico que se encontraba en la sala, se acercó. En su mirada sombría, la desesperación dejaba paso a un estupor indignado:

—¿Usted era su amante? ¿Usted…, a quien…?

—Lo fui cuando era la condesa Vendramin, pero la guerra nos separó. Definitivamente.

—Yo puedo atestiguarlo —dijo Adalbert, que acababa de llegar—. No tiene nada que reprocharle, Kledermann, ni a él ni a su mujer. Lo que ocurre es que la señora… Morosini obsequia a su marido con su rencor desde que él ha solicitado la anulación de su matrimonio. Diría cualquier cosa para perjudicarlo.

—Se nota que es su amigo —dijo Anielka, más venenosa que nunca—. Pero usted también quería el rubí, así que su virtuoso testimonio…

—¿El rubí? ¿Qué rubí? —intervino el policía.

—¡Pues éste! —dijo el banquero, volviéndose hacia el cuerpo—. Pero…

Se arrodilló y deslizó una mano por debajo de los cabellos de su mujer para apartarlos del cuello. Con una infinita dulzura, ayudado por el médico, le dio la vuelta al cuerpo: el collar había desaparecido.

—¡Han matado a mi mujer para robarle! —gritó, dominado por la furia—. ¡Quiero al asesino y quiero también al ladrón!

—Es fácil —dijo Anielka—. Tiene a los dos delante de usted. Uno ha disparado y el otro ha aprovechado el tumulto para apoderarse del collar.

—Si se refiere a mí —saltó Vidal-Pellicorne—, estaba en el salón de juego cuando ha sucedido. Usted estaba más cerca, usted o… su hermano. Por cierto, ¿dónde se ha metido?

—No sé, estaba aquí hace un momento, pero mi cuñada es muy impresionable y ha debido de acompañarla fuera.

—Comprobaremos todo eso —intervino de nuevo el policía—. Caballeros, con su permiso voy a cachearlos.

Aldo y Adalbert se dejaron registrar de muy buen grado y, por supuesto, no les encontraron nada.

—Yo en su lugar —dijo Morosini— iría a ver si la condesa Solmanska se encuentra mejor y a comprobar lo que su esposo lleva en los bolsillos.

—Enseguida nos ocuparemos de eso. Pero primero debo señalarle que no me ha dicho dónde estaba en el momento en que han disparado contra la señora Kledermann.

—Estaba conmigo, inspector.

Ante los ojos maravillados de Aldo, Lisa había salido de detrás de una columna y avanzaba hacia su padre, a quien asió una mano con ternura.

—¿Tú aquí? —dijo éste—. Creía que no querías asistir a la fiesta.

—Cambié de opinión. Estaba bajando la escalera para ir a darle un beso a Dianora cuando vi a Aldo…, quiero decir al príncipe Morosini, salir de la sala con la clara intención de ir a fumar un cigarrillo fuera. Me sorprendió verlo, y me alegré porque somos viejos amigos. Nos saludamos y salimos juntos.

—¿Estaban fuera y no vieron nada? —refunfuñó el policía.

—Estábamos en el lado opuesto al salón de baile. Ahora, inspector, le ruego que deje a todas estas personas regresar a su casa. No tienen nada que ver con el asesinato y desde luego su autor no está entre ellas.

—Antes de dejarlos irse, les preguntaremos si han visto algo. Mire, ya llegan mis hombres —añadió mientras un grupo de policías entraba en la sala.

—Comprenda que mi padre necesita tranquilidad, que queremos estar solos y que quizá sería preferible no dejar a su esposa tendida en el suelo.

El tono de Lisa era severo. El inspector cedió inmediatamente.

—Trasladaremos a la señora Kledermann a sus aposentos y podrá ocuparse de ella… Yo me encargo de todo lo demás. Caballeros —añadió, volviéndose hacia Aldo y Adalbert—, háganme el favor de quedarse un momento para aclarar ciertos detalles. Usted también, señora, por supuesto… Pero ¿dónde está? —exclamó al constatar que Anielka había desaparecido.

—Ha dicho que iba a buscar a su hermano —dijo un sirviente.

—Está bien, la esperaremos.

Dos agentes se acercaban para retirar el cuerpo de la desdichada Dianora, pero su esposo se interpuso:

—¡No la toquen! La llevaré yo.

Con una fuerza que parecía incompatible con su largo cuerpo delgado, el banquero levantó la forma inerte y se dirigió con paso decidido hacia la gran escalera. Su hija se dispuso a seguirlo, pero Aldo intentó retenerla:

—¡Lisa! Quisiera decirle…

Ella le dirigió una débil sonrisa.

—Sé todo lo que podría decirme, Aldo, pero no es el momento. Ya nos veremos. Por ahora, el que me necesita es él.

Con el corazón encogido, Morosini miró cómo su delgada figura blanca seguía la cola de terciopelo negro que se deslizaba detrás de Kledermann. El inspector se acercó a Morosini.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a la señorita Kledermann?

—Unos años, pero llevaba meses sin verla y me he alegrado mucho de encontrarla aquí esta noche.

El policía, que sin duda jamás imaginaría lo feliz que le había hecho la aparición de la joven, no insistió en esa cuestión.

—Su mujer tarda mucho en volver —dijo—. Voy a buscarla.

Aldo no se atrevió a acompañarlo. Junto a la puerta, varios agentes anotaban los nombres de los invitados y hacían constar la ausencia de testimonios antes de dejarlos marchar. Éstos, resignados, formaban una larga cola que poco a poco se reducía. Aldo cogió un cigarrillo después de haber ofrecido otro a su amigo. Los dos hombres, conscientes de estar rodeados de policías, no decían nada. Cuando por fin el inspector —se llamaba Grüber— regresó, estaba de un humor de perros.

—¡No he encontrado a nadie!… ¡A nadie!… Y en el guardarropa me han dicho que la dama del vestido de lentejuelas negras había recogido su abrigo hacía un momento. En cuanto a la cuñada, no sé si se encontraba mal, pero en el guardarropa también han visto, poco después del disparo, a un apuesto joven moreno acompañado de una dama con un vestido azul cielo que lloraba desconsoladamente pero no parecía a punto de desmayarse. Y han salido de la casa como alma que lleva el diablo.

«Tenían sus motivos —pensó Aldo—. Llevaban el collar que Sigismond o la propia Anielka han birlado.» No obstante, se guardó mucho de expresar su opinión, pues eso sólo le habría servido para incrementar las sospechas que recaían sobre él. De todas formas, no se libró de las preguntas de Grüber.

—En cualquier caso —dijo éste, sacando un cuaderno de notas—, es su familia, así que deme sus direcciones.

—La única dirección que conozco de un cuñado que no cuenta con mi aprecio es el palacio Solmanski, en Varsovia. Su mujer es norteamericana y creo recordar que en la otra orilla del Atlántico viven en Long Island, en Nueva York. En cuanto a… mi «mujer», vive en Venecia, en el palacio Morosini.

El policía se puso colorado.

—¡No se burle de mí! Lo que quiero es la dirección de aquí.

—¿La mía? Hotel Baurau-Lac —contestó Aldo con la mayor calma del mundo—. Pero no piense que ellos están instalados también ahí. Ignoro dónde se alojan.

—¿Quiere hacerme creer que su mujer no vive con usted?

—Tendrá que creerlo, porque es un hecho. Ya ha visto hace un momento las relaciones tan afectuosas que mantenemos. Yo he sido el primer sorprendido de verla aquí; creía que estaba en los lagos italianos con una prima.

—Los encontraremos. ¿Tienen amistades aquí?

—No lo sé. En cuanto a las mías, se reducen a la familia Kledermann.

—¡Perfecto! Puede regresar a su hotel, pero seguramente tendré que volver a verlo. No se marche de Zúrich sin mi autorización.

—¿Podemos despedirnos de la señorita Kledermann antes de irnos?

—No.

Los dos hombres se dieron por enterados y fueron a buscar sus abrigos. Fue Ulrich quien le dio el suyo a Morosini.

—¿Sabe dónde viven? —preguntó este último.

—Sí. Dentro de una hora nos vemos en su habitación.

El gánster medio arrepentido cumplió su palabra. Una hora más tarde, llamaba a la puerta de la habitación, donde los dos amigos lo esperaban tras haber prevenido al recepcionista de que esperaban una visita y pedido una botella de whisky. Cuando le abrió la puerta, Aldo temió que se desvaneciera entre sus brazos. Ulrich, habitualmente pálido, estaba más blanco que el papel, y Morosini, después de indicarle un sillón, le tendió un vaso bien lleno que el gánster vació de un trago.

—¡Buenas tragaderas! —exclamó Adalbert—. Pero un malta puro de veinte años merecería otro tratamiento.

—Le prometo que degustaré el segundo —dijo el hombre tratando de sonreír—. Le juro que lo necesitaba.

—Si no me equivoco, usted no estaba al corriente de lo que iba a pasar.

—Así es. Ni siquiera sabía que los Solmanski iban a ir a la fiesta. ¡Así que, lo del asesinato…!

—No era tan sensible cuando nos conocimos en Vésinet —observó Aldo.

—Que yo sepa, aquella noche no maté a nadie. Entérese de que yo sólo mato en defensa propia. Me horroriza el asesinato gratuito.

—¿Gratuito? —repuso Adalbert en tono irónico—. No parece el término más apropiado estando en juego un collar que debe de valer dos o tres millones. Porque, evidentemente, han sido sus amigos los que lo han birlado.

—Dejémonos de charla —cortó Aldo—. Me ha dicho que sabe dónde están, así que tómese otra copa y llévenos.

—¡Eh, un momento! Hablando de collares, usted me ha prometido uno. Me gustaría verlo.

—Está en la caja fuerte del hotel. Cuando volvamos se lo daré. Se lo repito: tiene mi palabra.

Ulrich sólo observó un instante la mirada de frío acero del príncipe anticuario:

—OK, cuando volvamos. Otra cosa: les aconsejo que vayan armados.

—Tranquilo, sabemos a quién nos enfrentamos —dijo Adalbert, sacando un imponente revólver del bolsillo del pantalón.

Cuando habían llegado al hotel, Aldo y él habían cambiado el traje de etiqueta por unas prendas más apropiadas para una expedición nocturna.

—¿Vamos?

Apretujados en el Amilcar del arqueólogo, los tres hombres se dirigieron hacia la orilla meridional del lago.

—¿Está lejos? —preguntó Aldo.

—A unos cuatro kilómetros. Si conocen la zona, está entre Wollishofen y Kilchberg.

—Lo que me sorprende —dijo Aldo— es que usted conozca tan bien Zúrich y sus alrededores.

—Mi familia es originaria de por aquí. Ulrich no es un nombre americano, y mi apellido es Friedberg.

—¡Acabáramos!

Estaban dando las tres en la iglesia de Kilchberg cuando el coche llegó a la entrada del pueblo. Un olor inesperado acarició la nariz de los viajeros.

—¡Huele a chocolate! —dijo Adalbert, aspirando con fruición.

—La fábrica Lindt y Sprüngli está a un centenar de metros —lo informó Ulrich—. Mire, ahí está la casa que buscan —añadió, señalando a orillas del lago un gran chalé antiguo cuya estructura entramada, embellecida por una decoración pintada, se podía admirar gracias a la claridad de la noche.

Un bonito jardín lo rodeaba. Adalbert se limitó a echar un vistazo y fue a aparcar el coche, bastante ruidoso, un poco más lejos. Regresaron andando y se quedaron mirando la casa, cuyas contraventanas cerradas parecían indicar que sus habitantes estaban durmiendo.

—Es curioso —observó Ulrich—. No hace mucho que han vuelto, y no son de los que se van corriendo a la cama.

—Sea como sea —dijo Morosini—, yo no he venido aquí para contemplar una casa vieja. La mejor forma de saber lo que pasa dentro es ir a verlo. ¿Alguno sabe abrir esa puerta?

Por toda respuesta, Adalbert se sacó del bolsillo un estuche que contenía diversos objetos metálicos, subió los dos escalones de la entrada y se agachó delante de la hoja. Ante la mirada admirativa de Aldo, el arqueólogo hizo una brillante demostración de sus talentos ocultos abriendo sin hacer ruido y en unos segundos una puerta bastante imponente.

—Podemos entrar —susurró.

Guiados por la linterna confiada a Ulrich, los tres hombres avanzaron por un pasillo embaldosado que daba, a un lado, a una vasta estancia amueblada en cuya gran chimenea de piedra aún ardían algunas brasas. Al otro lado del pasillo estaba la cocina, donde flotaban olores de choucroute, y al fondo del pasillo, una escalera de madera labrada conducía a los pisos superiores, de dimensiones cada vez más reducidas a medida que se subía, a causa de la doble pendiente del tejado. Empuñando las armas, los tres hombres exploraron la planta baja; luego, con infinitas precauciones, empezaron a subir la escalera, cubierta con una alfombra. En el primer piso encontraron cuatro habitaciones vacías. Las del segundo piso también lo estaban, y en todas había rastros de una marcha precipitada.

—No hay nadie —concluyó Adalbert—. Acaban de irse.

—Es la mejor prueba de que tienen el collar —gruñó Morosini—. Han tenido miedo de que la policía los descubriera.

—Habría podido pasar bastante tiempo antes de que los encontraran —observó Ulrich—. Zúrich es grande, y los alrededores todavía más.

—Tiene razón —dijo Aldo—. ¿Por qué esta huida precipitada? ¿Y con qué destino?

—¿Por qué no a tu casa? ¡Tu querida esposa estaba empeñada en que te detuvieran! Quizá lleve el collar, con o sin el rubí, a tu noble morada, donde, cuando hayas vuelto, podría ingeniárselas para que la policía lo encontrara.

—Es muy capaz —dijo Aldo, pensativo—. Quizá sería mejor que volviera a casa lo antes posible.

—No olvides lo que nos ha dicho ese inspector: prohibido salir de Zúrich hasta nueva orden.

En ese momento llegó Ulrich, que había ido a inspeccionar la cocina más a fondo.

—¡Vengan a ver! He oído ruido en la bodega. Como un gemido… Se baja por una trampilla.

Por prudencia, decidieron que Ulrich pasara primero, puesto que conocía la casa. Aldo y Adalbert se precipitaron tras el americano, que al llegar abajo accionó el interruptor de la luz. Lo que descubrieron les hizo retroceder de horror: un hombre cuyo cuerpo era una pura llaga marcada por huellas de quemaduras yacía en el suelo. El rostro tumefacto, ensangrentado, apenas era reconocible, pero aun así los dos amigos identificaron sin vacilar a Wong. Aldo se arrodilló junto al desdichado, tratando de averiguar por dónde había que empezar a socorrerlo.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Cómo lo han dejado esos miserables! Pero ¿por qué?

Ulrich, decididamente cada vez más útil, ya había ido a buscar agua, un vaso, paños limpios e incluso una botella de coñac.

—Además del rubí, tenían otra idea fija: averiguar dónde se encontraba un tal Simón Aronov. Pero éste no sé de dónde ha salido.

—De una villa que está a tres o cuatro kilómetros de aquí —contestó Adalbert—. Yo fui a verlo, pero encontré la casa vacía. ¡Y ahora sé por qué! Una vecina incluso me dijo que lo había visto marcharse una noche en un taxi con una maleta.

—Vio que se marchaba alguien, pero seguro que no era él —dijo Aldo mientras mojaba un poco con agua el rostro herido—. Ya imaginarás que, cuando lo raptaron, no convocaron a los vecinos para que presenciaran la escena.

—¿Cómo está?

—¡Déjeme ver! —dijo Ulrich—. En mi… profesión, estamos acostumbrados a toda clase de heridas, y además, soy un poco médico.

—Hay que ir a buscar una ambulancia para que lo lleven a un hospital —dijo Aldo—. ¡En Suiza hay montones!

El americano meneó la cabeza.

—Es inútil. Está a punto de morir. Lo único que podemos hacer es tratar de reanimarlo por si tuviera algo que decirnos.

Con infinitas precauciones, sorprendentes en aquel hombre dedicado a actividades violentas, le limpió al moribundo la boca, cubierta de sangre seca, y le hizo tragar un poco de alcohol. Aquello debió de quemarle, pues profirió un débil gemido, pero abrió los ojos. Wong reconoció el rostro ansioso de Aldo inclinado sobre él. Trató de levantar una mano y el príncipe la tomó entre las suyas.

—¡Deprisa! —susurró—. ¡Ir deprisa!

—¿Adonde quiere que vayamos?

—A Var… Varsovia… ¡El señor! Saben… dónde está.

—¿Se lo ha dicho usted?

En los ojos apagados se encendió una débil llama, una llama de orgullo.

—Wong… no ha hablado, pero ellos saben… Un traidor… Würmli. Los espera… allí.

La última palabra salió junto con el último suspiro. La cabeza se deslizó un poco entre las manos de Aldo, que la sostenía. Éste alzó hacia el americano una mirada interrogativa.

—Sí. Se acabó —dijo éste—. ¿Qué piensan hacer? ¿Avisar a la policía?

—¡Desde luego que no! —dijo Adalbert—. Vamos a tener que marcharnos por las buenas, cuando nos han dicho que no salgamos de la ciudad. Ya nos las arreglaremos para avisarla cuando estemos lejos.

—Eso es muy sensato. ¿Y ahora qué hacemos? Yo no tengo muchas ganas de eternizarme aquí.

—Es comprensible —dijo Morosini—. Le propongo volver al hotel con nosotros y esperar a que sea una hora decente para pedir que abran la caja fuerte. Mientras tanto, prepararemos la partida. Luego yo le doy lo que le he prometido y nos separamos.

—Un momento —dijo Adalbert—. ¿Sabe por casualidad quién es ese tal Würmli, cuyo nombre acaba de pronunciar Wong?

—Ni idea.

—Yo sé quién es —dijo Aldo—. Ahora, vayámonos, aunque te aseguro que lamento no poder rendirle algunos honores a este fiel servidor que era Wong. Es horrible tener que dejarlo aquí.

—Sí —dijo Adalbert—, pero es más prudente.




Poco después de las ocho de la mañana, Vidal-Pellicorne y Morosini salían de Zúrich por la carretera en dirección al lago Constanza. Ulrich había partido hacia un destino desconocido, llevando en el bolsillo el precioso collar de Julia Farnesio acompañado de un certificado de venta que le había firmado Aldo para evitar cualquier problema. Las maletas habían sido hechas rápidamente; luego, mientras Aldo escribía una carta a Lisa a fin de explicarle que partían en busca de los ladrones y sin duda también de los asesinos de Dianora, Adalbert procedía a la puesta a punto de su pequeño bólido con vistas a un largo trayecto. Había calculado que, turnándose al volante, Aldo y él podrían llegar a Varsovia antes que Sigismond.

—Debe de haber mil doscientos o mil trescientos kilómetros. No es nada del otro mundo, y si te sientes con ánimos…

—No me lo dirás dos veces. Quiero la piel de los Solmanski. O ellos o yo.

—Deberías decir «o ellos o nosotros», porque no tengo intención de quedarme atrás. Por cierto, antes has dicho que sabías quién es Würmli.

—Sí. Y tú también lo sabes, lo que pasa es que lo has olvidado: es el tipo del banco que hacía de enlace entre Simón y nosotros.

—No puede ser… ¿Ese hombre de absoluta confianza?

—Pues mira, ha dejado de serlo. Con dinero se pueden hacer milagros, y los Solmanski no andan escasos. No sé cómo han descubierto a Hans Würmli, pero, si Wong dice que el traidor es él, tenemos razones de sobra para creerlo. Ya nos ocuparemos de él después. Algo me dice que lo que nos espera en Varsovia, sea bueno o malo, será el desenlace de este asunto.

Adalbert asintió con la cabeza y no dijo nada. Estaban atravesando un tramo de carretera malo que requería toda su atención. Cuando lo hubieron dejado atrás, Aldo preguntó con una imperceptible sonrisa burlona:

—¿Crees que podrás llevarme hasta allí en buen estado?

—Si pasa algo, puedes seguir conduciendo tú. Pero procura no estropearme el coche. Le tengo mucho cariño. ¡Es una verdadera maravilla!

Y para corroborar las excelencias de su artilugio, Adalbert pisó a fondo el acelerador. El pequeño Amilcar salió disparado.

12. El último refugio


Al día siguiente, a primera hora de la tarde, Aldo detenía el coche delante del hotel Europa, en Varsovia. El Amilcar, cubierto de barro y de polvo, ya no se sabía de qué color era, pero se había portado como un valiente —¡sólo dos pinchazos!— durante todo el interminable trayecto que, por Múnich, Praga, Breslau y Lodz, había llevado a sus conductores a buen puerto. Ellos tampoco estaban muy enteros: la lluvia los había acompañado durante una parte del camino. Llegaban molidos, destrozados, habiendo dormido a ratos en un artefacto aparentemente descontrolado y que devoraba kilómetros sin tomarse la molestia de ahorrar los baches a sus pasajeros. Sin embargo, a éstos los alentaba la esperanza tenaz de llegar antes que el enemigo, supeditado a unos horarios de tren que no siempre coincidían.

Una cosa preocupaba a Aldo: iba a tener que encontrar, sin guía, el camino oculto en los sótanos y las bodegas del gueto, el camino que llevaba a la morada secreta del Cojo. Después de más de dos años, su memoria, habitualmente tan fiel, ¿no le fallaría? La idea de que los Solmanski conocieran el camino lo obsesionaba. Cuando llegaron, quería ir inmediatamente a la antigua ciudad judía, pero Adalbert se mostró firme: en el estado nervioso en que se encontraba Aldo, no haría un buen trabajo. Así que, primero una ducha, una comida y un poco de descanso hasta la caída de la noche.

—Te recuerdo que yo tendré que forzar la puerta de entrada de una casa situada en medio de un barrio llena de vida. ¡Podemos acabar mal! Además, quizá la urgencia no sea extrema.

—Para mí lo es. Así que, de acuerdo, nos duchamos y nos comemos un bocadillo, pero dejamos lo de dormir para más tarde. Piensa que no estoy seguro de encontrar el camino. ¿Qué haremos si me pierdo?

—Podemos dar la voz de alarma. Después de todo, Simón es judío y estaremos en pleno gueto. Quizá sus correligionarios se movilicen.

—¿De verdad lo crees? Aquí todavía conservan el recuerdo de las botas rusas; son frágiles y detestan el alboroto. En fin, ya veremos. Por el momento, démonos prisa.

Instalados en unas habitaciones inmensas, los dos hombres se dieron un baño caliente que Aldo hizo seguir de una ducha fría, pues había estado a punto de dormirse. Luego devoraron el contenido de una gran bandeja donde los tradicionales zakuskis de pescado ahumado se codeaban con un gran plato de koldunis, esos melosos raviolis de carne que Aldo había saboreado en su primera visita a la ciudad. Cuando terminaron, y tras haber verificado cuidadosamente el estado de sus armas y su provisión de cigarrillos, Aldo y Adalbert, envueltos en sendos impermeables idénticos —el tiempo, ya frío, era gris y lluvioso—, se embarcaron en una nueva y peligrosa aventura.

—Iremos a pie —decidió Morosini—. No está muy lejos.

Con la gorra calada hasta los ojos, el cuello del Burberry's levantado, la espalda inclinada y las manos metidas en los bolsillos, partieron bajo una llovizna que parecía un cernidillo y que ni ralentizaba la actividad de la ciudad ni le restaba belleza. Adalbert, que no había estado nunca, admiraba los palacios y los edificios de la Roma del norte. El Rynek, con sus casas renacentistas de largos tejados oblicuos, le encantó, y de forma especial la célebre taberna Fukier, de la que Aldo le hizo algunos comentarios antes de añadir:

—Si salimos vivos de ésta y no nos vemos obligados a escapar corriendo, nos quedaremos dos o tres días y te prometo la tajada de tu vida en Fukier. Tienen vinos que se remontan a las cruzadas. Sin ir más lejos, yo bebí allí un tokay fabuloso.

—Quizá deberíamos haber empezado por ahí: el último trago del condenado. De esta manera, corro el riesgo de morir sin haberlos probado.

—¿Derrotista tú? ¡Lo último que me quedaba por ver! Mira, ahí está la entrada del gueto —añadió Aldo, señalando las torres que marcaban el límite del viejo barrio judío.

El mal tiempo hacía que ya estuviera empezando a anochecer, y en las garitas donde se reunían los vendedores de tabaco, las lámparas de petróleo se encendían una tras otra. Sin vacilar, Morosini se adentró en la calle principal, la más ancha del antiguo núcleo marcado por los raíles del tranvía, pero no tardó en dejarla para meterse en una callejuela tortuosa que recordaba a causa de su aspecto de falla entre dos acantilados y de la presencia, en la entrada, de una chamarilería. Hasta el momento, todo iba bien; él sabía que la calle en cuestión desembocaba en una plazuela con una fuente donde estaba la casa de Élie Amschel, cuya bodega escondía la entrada secreta de los sótanos.

Allí estaba, en efecto, muda y oscura, con sus peldaños gastados y la pequeña hornacina de la mezuza que todo judío debía tocar al entrar en una casa.

—Esperemos que la puerta no oponga demasiada resistencia y que podamos entrar sin despertar sospechas —masculló Vidal-Pellicorne—. No hay nadie a la vista; aprovechemos el momento.

—De todas formas, hay que entrar. Si tiene que ser por la fuerza, qué le vamos a hacer. Nos tomarán por policías y ya está.

Pero la puerta les evitó ese mal trago abriéndose con facilidad bajo los dedos ágiles del arqueólogo, y los dos hombres penetraron en el vestíbulo estrecho y oscuro, cerraron cuidadosamente y pasaron a la vasta estancia de la planta baja que Morosini había encontrado acogedora en su primera visita, con sus grandes bibliotecas, sus sillones tapizados y, sobre todo, la estufa cuadrada que en aquella ocasión difundía un agradable calor. Nada semejante esta vez. No sólo no había nadie, sino que la casa parecía abandonada. Lo único que recibió a los visitantes fue el frío, el olor de moho producido por la humedad, las telarañas y el correteo de unos pocos ratones. Nadie había sucedido al desdichado Élie Amschel, asesinado por los Solmanski.

La electricidad no funcionaba, pero las potentes linternas de Aldo y Adalbert suplieron su falta.

—Sería mejor que sólo lleváramos una encendida para ahorrar pilas —dijo el segundo—, puesto que, según dices, debemos efectuar un camino subterráneo bastante largo.

—Es posible que no necesitemos encender ninguna.

En un rincón había lámparas de petróleo que iluminaban bien.

Las encontró sin dificultad sobre un viejo arcén y cogió una cuyo depósito estaba lleno. La encendió y se la tendió a Adalbert.

—¡Ten, sujétala! Yo voy a levantar la trampilla.

Tras apartar la alfombra raída, tiró de la anilla de hierro y dejó al descubierto la escalera que conducía a la bodega.

—Hasta ahora no he cometido ningún error —dijo Aldo—. Esperemos que siga así y que recuerde el botellero que Amschel manipuló.

Una vez abajo, Morosini se detuvo, sorprendido: el botellero y la pared a la que éste estaba sujeto habían sido manipulados; el paso estaba abierto. Alguien había pasado por allí, quizás hacía poco, y, temiendo no poder accionar el mecanismo desde el otro lado, había preferido dejar abierto. Los dos hombres cruzaron una mirada y sacaron las armas al unísono. A partir de ese momento iban a avanzar por terreno minado y había que evitar dejarse sorprender.

—En estas condiciones —murmuró Adalbert—, es mejor dejar la lámpara y utilizar la linterna; por lo menos así no correremos el riesgo de arder si nos disparan.

Aldo asintió con la cabeza y el viaje subterráneo comenzó. Con más tensión que antes. Tal vez en ese mismo instante estaban matando a Simón Aronov. Morosini no podía permitirse cometer un error.

—Trata de relajarte —le aconsejó Adalbert—. Si estás muy nervioso, te liarás.

Desgraciadamente, aquello era más fácil de decir que de hacer. Una sucesión de galerías se abría ante ellos, unas con el suelo de ladrillo y otras de tierra batida. Aldo recordaba haber caminado en línea bastante recta detrás del hombre del sombrero redondo. Con cierto alivio, vio una ojiva de piedra medio derruida que se le había quedado grabada en la memoria. También recordaba haber andado mucho rato, pero, cuando se encontró ante una encrucijada, se vio obligado a detenerse, con el corazón en un puño. ¿Había que tomar el camino de la derecha, el de la izquierda, o seguir recto? Había muy poca distancia entre los tres pasillos y él se había limitado a seguir a su guía.

—Tomemos el del centro —aconsejó Adalbert— y avancemos un poco más. Si tienes la impresión de que nos equivocamos, volveremos atrás para intentarlo por otro pasillo.

Así lo hicieron, pero Aldo se percató casi enseguida de que no iban por el buen camino. Éste descendía, y él recordaba haber tenido la impresión de ascender hacia la superficie, de modo que volvieron a la encrucijada.

—¿Y ahora qué? —susurró Adalbert—. ¿Por cuál te decides?

—Hay que encontrar una puerta baja… a la derecha. Era la primera que se veía desde hacía un buen rato…

Si bien al principio habían encontrado a ambos lados varias puertas cerradas, fuera con rejas o con hojas de madera, que eran bodegas privadas, Aldo recordaba haber recorrido una especie de túnel sin aberturas.

—Es una puerta vieja con pernios de hierro de la que Amschel tenía la llave. No será fácil abrirla sin ella.

—Eso déjalo de mi cuenta.

Se pusieron de nuevo en marcha esforzándose en ir lo más deprisa posible. El corazón de Aldo latía con fuerza en su pecho, oprimido por un terrible presentimiento. De pronto, alguien salió de un pasadizo lateral, o más bien surgió. Era un judío pelirrojo que llevaba barba y trenzas bajo un gorro mugriento. Al toparse con los dos hombres, profirió un grito de terror.

—No tenga miedo —dijo Morosini en alemán—. No queremos hacerle ningún daño.

Pero el hombre meneó la cabeza. No entendía lo que le decían y su mirada seguía reflejando una desconfianza temerosa.

—Lo siento —dijo Adalbert en su propia lengua—. No hablamos polaco.

Un claro alivio se pintó en el rostro barbudo.

—Yo… hablo francés —dijo—. ¿Qué buscan aquí?

—A un amigo —respondió Aldo sin vacilar—. Creemos que está en peligro y venimos a ayudarlo.

En ese preciso momento, amortiguado por la distancia pero completamente identificable, un quejido de dolor llegó hasta sus oídos. El hombre saltó como si le hubieran dado un latigazo.

—¡Tengo que ir a buscar ayuda! ¡Déjenme pasar!

Pero Aldo lo tenía agarrado por el cuello de la levita.

—¿Ayuda para quién?… ¿No se llamará Simón Aronov por casualidad?

—No sé cuál es su nombre, pero es un hermano.

—El que buscamos es también un hermano para nosotros. Vive en un sitio que parece una capilla…

Llegó otro lamento. Aldo zarandeó al hombre con más violencia.

—¿Hablas, sí o no? Dinos para quién quieres ayuda.

—Ustedes…, ustedes también son enemigos.

—No. Por mi vida y por el Dios al que adoro, juro que somos amigos de Simón. Hemos venido a ayudarlo, pero no encuentro el camino.

Un resto de desconfianza se distinguía aún en la mirada del judío, pero éste comprendió que debía arriesgarse.

—¡Su… suélteme! —balbució—. Les llevaré.

Inmediatamente se encontró libre.

—Vengan por aquí —dijo, adentrándose en el pasadizo del que había salido.

Aldo lo agarró de la levita.

—Éste no es el camino. Yo no he pasado nunca por aquí.

—Hay dos, y éste es el más corto. Yo tengo que confiar en ustedes. Podrían corresponder.

Los gritos de dolor continuaban.

—Vamos —decidió Adalbert—. Te seguimos, pero ojo con lo que haces.

Tras recorrer un centenar de metros, de pronto se abrió una grieta en la pared y desembocaron en la bodega llena de escombros que Aldo recordaba. El desconocido indicó entonces la escalera de hierro oculta por los montones de cascotes. Arriba estaba la puerta, de hierro también, que databa de los tiempos de los antiguos reyes. No estaba cerrada. Allí, el grito era un largo gemido. Desentendiéndose del guía, que aprovechó para escapar, Aldo y Adalbert subieron precipitadamente la pequeña escalera cubierta por una alfombra púrpura que estaba al otro lado de la puerta. Allí no había nadie, y tampoco había nadie en la corta galería que seguía: los bandidos estaban muy seguros de que no irían a molestarlos. Pero el espectáculo que los dos hombres descubrieron en la antigua capilla les puso los pelos de punta: sobre la gran mesa de mármol con patas de bronce, a la luz del candelabro de siete brazos, estaba tendido Simón Aronov, desnudo. Sus manos y sus pies estaban atados a las patas de la mesa con una increíble agresividad: le habían partido de nuevo la pierna deforme, que formaba un ángulo trágico. Dos hombres estaban inclinados sobre él: un coloso que le arrancaba jirones de carne, armado con unas tenazas calentadas al rojo vivo en un brasero, y al otro lado, Sigismond, que, con una alegría sádica, repetía sin parar la misma pregunta:

—¿Dónde está el pectoral? ¿Dónde está el pectoral?

Todo estaba revuelto en las bibliotecas, que los miserables debían de haber registrado a fondo, y en el alto sillón de ébano del Cojo estaba sentado el viejo Solmanski con el collar de Dianora entre sus manos crispadas. Junto a él, un tipo miraba y reía.

—¡Habla! —decía el conde—. ¡Habla, viejo demonio! Después te dejaremos morir.

Los dos disparos sonaron al mismo tiempo: Sigismond, con la frente atravesada por la bala de Aldo, y el verdugo, con la cabeza medio destrozada por el disparo de Adalbert, murieron sin siquiera darse cuenta de lo que les pasaba. En cuanto a Solmanski padre, apenas pudo proferir un grito de horror: Aldo lo amenazaba con su arma mientras Vidal-Pellicorne, después de abatir al hombre que se divertía tanto, iba corriendo a atender al torturado, cuyo cuerpo no era ya sino una herida, pero que permanecía consciente. Su voz se elevó, débil, susurrante, pero todavía imperiosa:

—¡No lo mate, Morosini! ¡Todavía no!

—A sus órdenes, amigo. Pero hacerlo sería simplemente enviarlo a donde debería estar, porque ¿acaso no murió en Londres hace unos meses? —Luego, dejando a un lado la ironía, exclamó—: ¡Malnacido! ¡Debería haberlo matado sin explicaciones cuando manchaba mi casa con su presencia!

—Habrías hecho mal —observó Vidal-Pellicorne mientras intentaba hacer beber un poco de agua a Simón—. Merece algo mejor que una bala o un nudo corredizo al amanecer. Confía en mí, nos ocuparemos de eso.

—El Eterno ya se ha ocupado —murmuró Simón—. No puede andar, han tenido que traerlo sus hombres. Quería enseñarme él mismo el rubí, demostrarme que lo tenía…, al igual que poseía el zafiro… y el diamante.

—Esos dos —dijo Vidal-Pellicorne— ya puede tirarlos a la basura: son copias.

Esperaba oír protestas furiosas, pero Solmanski sólo veía una cosa: el cadáver de Sigismond y el agujero en medio de la frente de su bello y cruel rostro.

—Mi hijo… —balbucía—. Mi hijo… ¡Habéis matado a mi hijo!

—¡Ustedes han matado a otros, y sin ningún pesar! —repuso Morosini, asqueado.

—Esas personas no eran nada para mí. A él lo quería…

—¡Vamos! Usted no ha conocido jamás otra cosa que el odio… ¡No me lo puedo creer! ¿Está llorando?

En efecto, unas lágrimas corrían por las mejillas blancas y lisas de Solmanski, pero no conmovieron a Aldo. Con un gesto negligente, éste cogió el collar y se acercó a Simón, al que Adalbert acababa de desatar pero que, después de tan larga y dolorosa resistencia, no podía moverse. Aldo miró a su alrededor.

—¿Hay una cama a la que podamos llevarlo?

—Sí…, pero no vale la pena. Quiero morir… aquí mismo. En el lugar donde ellos me han puesto…, donde he suplicado… al Altísimo que me liberara… Soy… más fuerte… de lo que creía.

Los dos amigos le pusieron un cojín bajo la cabeza y cubrieron con la bata de seda arrancada por los verdugos el cuerpo quebrado. Con una gran delicadeza, Aldo le cogió la mano.

—Vamos a sacarlo de aquí…, a curarlo. Ahora ya no hay peligro y…

—No… Quiero morir… He terminado mi trabajo y sufro demasiado. Ustedes dos han cumplido su misión; ahora deben concluirla.

—¿Quiere entregarnos el pectoral?

—Sí…, para que añadan ese… magnífico rubí. Pero no está aquí. Voy a decirles…

—¡Un momento! —lo interrumpió Adalbert—. Déjeme matar a este viejo miserable. No querrá decirle ahora lo que no ha podido arrancarle por la fuerza…

—Sí, eso es justo lo que quiero. Se sentirá todavía peor cuando… coloquen… aquí la bomba de relojería que siempre he tenido preparada en mis diferentes residencias para activarla en caso de necesidad. Nos iremos juntos… y comprobaré si el odio… puede seguir existiendo en… la eternidad.

—¿Quiere hacer saltar por los aires una parte de la ciudad? —preguntó Aldo, horrorizado.

—No…, tranquilícese… Estamos… en pleno campo. Lo verán cuando salgan… por esa puerta.

Levantó una mano para señalar el fondo de la antigua capilla, pero la dejó caer enseguida, sin fuerzas, sobre las de Aldo. Éste intentó decir algo, pero el Cojo se lo impidió.

—Déjeme hablar… Van a llevar ese collar… Irán a Praga: allí es donde está el gran pectoral…, en una tumba del cementerio judío… Deme algo de beber… Coñac… En el armario de la derecha hay una botella.

Adalbert fue a buscarlo, llenó un vaso y, con cuidados maternales, hizo beber unas gotas al herido, cuyas mejillas lívidas recobraron un poco de color.

—Gracias… Allí buscarán la tumba de Mordechai Meisel, que fue alcalde de nuestra ciudad en la época del emperador Rodolfo. Lo enterré ahí… después de haber huido de mi castillo de Bohemia… Jehuda Liwa los ayudará cuando se lo hayan contado todo…

—Ya sabe muchas cosas —dijo Aldo— que me gustaría contarle a usted. Le hemos seguido de cerca y…

Un destello de interés apareció en el único ojo, de un azul tan intenso antes pero ahora casi sin color. La boca desgarrada, con los dientes rotos, casi esbozó la sombra de una sonrisa.

—Es verdad…, todavía no sé… dónde estaba el rubí. ¿Cómo lo encontraron?… Será mi último placer…

Sin preocuparse del viejo Solmanski, al que Adalbert había atado al sillón con las cuerdas que había quitado a su víctima, Morosini relató la aventura desde la noche de Sevilla hasta el asesinato de Dianora. Aronov lo siguió con una pasión que parecía actuar como un bálsamo en sus carnes desgarradas.

—Entonces, ¿mi fiel Wong… ha muerto? —dijo—. Era mi último sirviente, el más fiel junto con Élie Amschel. De los demás me separé cuando tuve que esconderme. En cuanto a ustedes dos…, nunca les agradeceré bastante… lo que han hecho. Gracias a ustedes, el gran pectoral volverá a ver la tierra de Israel…, pero desgraciadamente no me queda dinero para darles…

La desagradable voz de Solmanski se elevó:

—Te hemos desplumado bien, ¿eh, viejo miserable? El día que mi hijo dio con Würmli y se ganó su amistad fue un día bendito. ¡Te hemos arruinado, perseguido, acosado, casi matado!

—No estés tan orgulloso —le espetó Morosini con desprecio—. Vas a morir y ni siquiera has conseguido ver el pectoral. Tu vida ha sido un fracaso.

—Todavía queda mi hija…, tu mujer, y créeme, siempre ha sabido lo que hacía. Ahora está en tu casa; lleva en su vientre un hijo que recibirá tu apellido y todos tus bienes, y al que ni siquiera verás nacer porque ella nos vengará.

Aldo se encogió de hombros y le volvió la espalda.

—¿Ah, sí? ¡Eso ya lo veremos! No cuentes demasiado con esa idea consoladora para hacer más llevadera la muerte. Pero has hecho bien en prevenirme. —Luego, dirigiéndose a Simón, añadió—: Por cierto, ¿me permite que le haga una pregunta sobre el gran rabino de Praga?

—No puedo negarle nada…, pero hágala deprisa. Estoy deseando acabar con este amasijo de carne y huesos.

—¿Cómo es que Jehuda Liwa y usted nunca han estado en contacto, a pesar de que él le conoce y está al corriente de su misión?

—Nunca he querido recurrir a él para no ponerlo en peligro. Es demasiado importante para Israel, porque es el sumo sacerdote, el dueño natural del pectoral. A partir de este momento tendrán que obedecer sus órdenes… Ahora deben buscar la puerta oculta…

Trató de incorporarse, pero los huesos rotos le arrancaron un grito de dolor. Aldo lo tomó entre sus brazos con una infinita dulzura por la que recibió una mirada de agradecimiento.

—La cortina de terciopelo negro… entre las dos bibliotecas… Descórrala, Adalbert.

—Detrás sólo está la pared —dijo éste, obedeciendo—. Y una estrecha vidriera.

—Cuente cinco piedras debajo de la esquina izquierda… de la vidriera y busque un saliente en la sexta… Cuando lo haya encontrado, presione.

Todos miraban ahora a Adalbert, que seguía punto por punto las instrucciones del Cojo. Oyeron un ligero chasquido y a continuación una abertura en la pared dejó pasar el aire frío de la noche.

—Muy bien —susurró Simón—. Ahora… la bomba. Retire el hachero que está más cerca del arcón de hierro… y la alfombra que está debajo.

—Hay una trampilla.

—El artefacto está ahí… Tráigalo.

Al cabo de un momento, el egiptólogo sacó un paquete compuesto de varios cartuchos de dinamita y un detonador provisto de un mecanismo de relojería y lo dejó sobre la mesa de mármol.

—¿Qué hora es? —preguntó Simón.

—Las ocho y media —dijo Aldo.

—Bien…, pongan el reloj… a las nueve menos cuarto…, pulsen el botón rojo… y váyanse lo más deprisa que puedan.

Un espasmo de dolor le hizo retorcerse entre los brazos de Aldo.

—¿Un cuarto de hora? —protestó éste—. ¿Quiere seguir sufriendo todo ese tiempo?

—Sí…, sí…, porque él… va a sufrir una agonía todavía peor… ¡Váyanse!… Adiós…, amigos, y gracias. Si les gusta algo de aquí…, cójanlo, y recen por mí…, sobre todo cuando Israel recupere su tierra… ¡Oh, Dios mío!… Suélteme, Aldo.

Morosini obedeció. Simón, con la frente impregnada de sudor, jadeaba y no podía contener los gemidos.

—No irán a dejarme aquí —dijo Solmanski—. Soy rico, ya lo saben, y ustedes van a tener que poner dinero de su bolsillo para llevar adelante este asunto. Yo les daré…

—¡Usted no va a darnos nada! —lo interrumpió Aldo—. ¡Le prohíbo que me insulte!

—Pero yo no quiero morir… ¡Compréndanlo! No quiero…

Por toda respuesta, Adalbert amordazó al prisionero con una bufanda que había en el suelo. Después empezó a apagar las velas.

—Pulsa el botón —le dijo a Aldo, que miraba sufrir al Cojo con lágrimas en los ojos—. Y haz ya lo que estás pensando, si no te tiembla la mano.

Morosini volvió la cabeza hacia él. Sólo cruzaron una breve mirada. Después, el príncipe activó el mecanismo mortal y por último, empuñando el revólver, en el que quedaba una bala, lo acercó a la cabeza del hombre que más respetaba en el mundo y disparó. El cuerpo torturado se distendió. El alma, liberada, ya podía elevarse.

—Vamos —lo apremió Adalbert—. Y no olvides el rubí.

Aldo se guardó el collar en el bolsillo y salió mientras su amigo apagaba las últimas velas. La puerta se cerró sobre aquel panteón donde aún quedaba un hombre vivo.

Se encontraron entre montones de piedras desprendidas y, tras haber corrido unas decenas de metros, se volvieron para contemplar lo que pensaban que era una capilla. Para su gran sorpresa, no vieron más que un túmulo de tierra, piedras y malas hierbas, y ni rastro de ninguna abertura.

—¡Increíble! —susurró Vidal-Pellicorne—. ¿Cómo consiguió hacer una instalación así?

—De él no me extraña nada. Era un hombre prodigioso y jamás agradeceré bastante al Cielo el haberme permitido conocerlo.

Aldo tenía unas ganas terribles de llorar, y seguro que no era el único, pues Adalbert acababa de sorber varias veces por la nariz. Buscó la mano de su amigo y la estrechó brevemente.

—Vámonos, Adal. No tenemos mucho tiempo, eso va a estallar de un momento a otro.

Echaron a correr hacia donde se veían algunas luces, quizá las últimas casas de Varsovia. No tardaron en llegar a una carretera bordeada de árboles ya pelados, tras los cuales brillaban las aguas oscuras de un curso de agua que Aldo reconoció de inmediato.

—Es el Vístula, y esta carretera es la de Wilanow, que debe de estar a nuestra espalda. Llegaremos enseguida a la ciudad y…

El ruido de la explosión lo dejó sin habla. Detrás de ellos, el cielo se iluminó. Luego, un surtidor de llamas y de chispas brotó del corazón del túmulo. Aldo y Adalbert se santiguaron al unísono. No porque creyeran que el hombre que acababa de pagar por sus crímenes y sus fechorías tuviera alguna posibilidad de redimirse, sino por simple respeto por la muerte, fuese de quien fuese.

—Me pregunto —dijo Vidal-Pellicorne— qué pensarán de este extraño túmulo los arqueólogos que trabajen en él próximamente o dentro de muchos años.

—Digamos que se encontrarán con algunas sorpresas.

Los dos hombres prosiguieron su camino en silencio.

A la mañana siguiente, impacientes por desembarazarse de la piedra asesina, partieron para Praga.




Esa misma noche, a la misma hora en que Morosini y Vidal-Pellicorne llamaban a la puerta del gran rabino en la calle Siroka, en Venecia, Anielka y Adriana Orseolo se sentaban para cenar en el salón de las Lacas. Las dos solas.

Se habían separado en Stresa, donde Adriana había pasado un día antes de regresar a Venecia, mientras que su «prima» había tomado el tren para reunirse con su hermano en Zúrich. A su regreso a orillas del Gran Canal, Anielka se había apresurado a invitar a cenar «en su casa» a la mujer que se había convertido en su mejor amiga. Sus relaciones, entabladas para complacer a Solmanski padre, en otros tiempos amante de Adriana, así como para contrariar a Morosini, se habían transformado poco a poco en una complicidad afectuosa.

Esa cena, que la «princesa» había anunciado a Celina en el tono altivo habitual en ella, marcaría un profundo cambio en sus costumbres: convencida de que Aldo tardaría en liberarse de las garras de la policía helvética y habiendo, por otra parte, arrojado al rostro de un esposo al que detestaba la máscara de paciencia que siempre había llevado ante él, Anielka pensaba comportarse en lo sucesivo como dueña y señora del palacio. Si Aldo conseguía volver antes del nacimiento del bebé, no podría sino inclinarse ante el hecho consumado: su reputación estaría destrozada —Anielka y su «querida amiga» iban a encargarse de eso—, sería padre y no tendría más remedio que resignarse. Esa nueva situación era lo que iban a celebrar en la intimidad, en espera de la gran cena que la «princesa Morosini» pensaba ofrecer pronto a su camarilla de amigos internacionales y a algunos venecianos bien escogidos, es decir, suficientemente arruinados para estar dispuestos a convertirse en los cantores laudatorios de una mujer a la vez rica, generosa y guapa.

—Daré esa gran cena dentro de quince días —dijo a «su cocinera»—. Después tendré que pensar en el niño que va a nacer y cuidarme. Pero, para esta cena con la condesa Orseolo, quiero cocina francesa y champán… Ni se le ocurra servirme sus guisotes italianos, los detesto, y haría bien en olvidarse de ellos.

—Al señor le gustan.

—Pero no está aquí y tardará en volver. Así que, métase bien en la cabeza que, si quiere quedarse, tendrá que obedecerme. ¿Entendido?

—Está más claro que el agua —contestó Celina—. La princesa comienza su reinado, ¿no es así?

—En efecto, aunque me gustaría que lo dijese en un tono más educado. Entérese de que no voy a seguir tolerando sus insolencias; aquí no es usted más que la cocinera. Ah, y encárguese de informar de esto a su marido y los demás criados.

Celina se había retirado sin hacer más comentarios y se había limitado a repetir a Zaccaría, Livia y Prisca, tal como le habían ordenado, lo que acababa de oír. Zaccaría se había quedado horrorizado. En cuanto a las jóvenes doncellas, se habían santiguado al unísono mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¿Qué significa eso, señora Celina? —preguntó Livia, que con el paso de los años se había convertido en el brazo derecho de Celina y en su mejor discípula.

—Que la princesa piensa hacer sentir su poder a todos en esta casa.

—¡Pero bueno, don Aldo no está muerto, que yo sepa! —exclamó Zaccaría.

—Ella se comporta exactamente como si lo estuviera.

—¿Y vamos a soportar esto?

—No por mucho tiempo.

A la hora prevista para la llegada de la invitada, la cocina del palacio despedía unos olores exquisitos, había flores por doquier, y en la mesa redonda puesta en medio de las lacas chinas estaban los cubiertos de corladura con las armas de los Morosini, la preciosa vajilla de Sèvres rosa y las copas grabadas en oro. Unas rosas se abrían en un jarroncito de cristal y Zaccaría, vestido con su mejor librea, recibió a doña Adriana con su cortesía habitual antes de servir a las dos mujeres, en la biblioteca, el champán de bienvenida.

—¿Celebramos algo? —preguntó Adriana al ver aquel derroche de refinamiento que la hacía sentirse un poco incómoda.

¡Todo habría sido tan diferente si Aldo en persona hubiera salido a recibirla con las manos tendidas, como antes!

—Su vuelta a esta casa, querida Adriana —respondió Anielka muy sonriente—. Y el comienzo de una nueva era para los Morosini.

Hablaron de los acontecimientos que habían marcado el cumpleaños trágico de la señora Kledermann. Pese a su dominio de sí misma, Adriana no ocultó su sorpresa al enterarse de que Anielka, después de haber robado el collar y habérselo dado a su hermano, se había atrevido a acusar a su marido del asesinato.

—¿No fue un poco… exagerado? Conozco a Aldo desde pequeño y es incapaz de matar a una mujer.

—Lo sé. Si no, hace tiempo que yo estaría muerta. No, fue un… amigo de mi hermano el que disparó desde el jardín y huyó después por el lago, pero Aldo necesitaba que le diera una lección. Espero que ésta sea provechosa… y larga.

—Me extrañaría. La policía suiza no es tonta y se dará cuenta enseguida de que es inocente.

—No está tan claro. Cuando me fui, las cosas estaban tomando un giro un poco desagradable para él. De todas formas, si escapa de esa pequeña trampa, mi hermano se ocupará de él. Si quiere que le diga la verdad, Adriana, espero no ver nunca más a mi querido marido —añadió, alzando la copa.

La condesa Orseolo no respondió al brindis. Por mucho que odiara a Aldo, no le gustaba la idea de que un gran señor veneciano cayera en manos de una banda polaco-americana.

Afortunadamente, en ese momento Zaceada fue a anunciar que la princesa estaba servida y las dos mujeres pasaron a la mesa charlando alegremente de un futuro que sobre todo Anielka veía lleno de atractivos.

—La tienda de antigüedades puede funcionar perfectamente sin Aldo —decía, degustando con delicadeza la sopa de langosta que el mayordomo acababa de servirles—. En realidad, en los últimos tiempos ha funcionado casi siempre sin él. Tengo previsto mantener en su puesto al señor Buteau.

—Por cierto, ¿dónde está esta noche? ¿No cena con nosotras?

—No. Está en casa del señor Massaria y prefiero que sea así; está demasiado unido a mi querido esposo para oír lo que quería decirle, pero me resultará fácil hacer que se quede. Aldo desaparecerá en un accidente… fortuito y Guy se encariñará con el hijo que voy a traer al mundo. Porque quiero que sea un niño.

—Es difícil forzar la naturaleza —dijo Adriana sonriendo—. Tendrá que aceptar lo que D… el cielo le envíe.

—Este hijo será sólo mío. También mantendré en su puesto al joven Pisani. Aunque guarda las distancias, me adora y acudirá en cuanto lo llame. Y pienso traer a mi padre para cuidarlo. Su incapacidad le afecta mucho moralmente, pero aquí, conmigo y con su nieto, se sentirá mejor. Si no fuera porque tenía que solventar un asunto importante en Varsovia, no le habría dejado volver a nuestro palacio, tan frío, tan lúgubre a veces…

Terminada la sopa, Zaccaría retiró los platos, pero fue Celina quien llevó el plato siguiente: un soberbio soufflé. Anielka arqueó una ceja con desagrado.

—¿Cómo es que viene usted a servir? ¿Dónde está Zaccaría?

—Discúlpelo, princesa. Acaba de dar un resbalón en la cocina y se ha caído. Mientras se recupera, he venido yo a servir: un soufflé no puede esperar.

—Es verdad, sería una pena —dijo Adriana, contemplando con placer el aéreo y dorado pastel—. ¡Huele maravillosamente bien!

—¿De qué es? —preguntó Anielka.

—De trufas y setas con un toque de armagnac.

Con tanta habilidad y autoridad como el propio Zaccaría, Celina, soberbia con su mejor vestido de seda negro y un tocado de la misma tela sobre un moño por una vez sobrio, sirvió los platos, se retiró un poco hasta situarse bajo el retrato de la princesa Isabelle, madre de Aldo, y permaneció allí con las manos cruzadas sobre el vientre.

—¿Se puede saber qué espera? —se impacientó Anielka.

—Me gustaría saber si el soufflé está a gusto de la princesa y la condesa.

—Es muy natural —dijo Adriana en su defensa—. En las grandes casas, el cocinero asiste a la degustación de su plato principal cuando se trata de una gran cena, ¿verdad, Celina?

—En efecto, condesa. . —En tal caso… —dijo Anielka, hundiendo la cuchara en la olorosa preparación.

Debía de estar deliciosa, pues las dos comensales se chuparon los dedos. De pie bajo el gran retrato, Celina observaba… esperando los primeros síntomas con una avidez cruel. Aparecieron enseguida. Anielka fue la primera en soltar la cuchara y llevarse la mano al cuello.

—¿Qué pasa? No veo nada… y me duele, me duele…

—Yo tampoco… No veo… ¡Dios mío!

—Ha llegado el momento de encomendarse al Señor —rugió Celina—. Van a tener que rendirle cuentas. Yo he saldado las de mis príncipes.

Y con la misma calma que si estuviera asistiendo a una comedia de salón, Celina miró morir a las dos mujeres.

Cuando todo hubo acabado, fue a buscar un frasquito que contenía agua bendita, se arrodilló junto al cadáver de Anielka y procedió a ungir, sobre su vientre, a la criatura que jamás nacería. Después se levantó, se acercó de nuevo al retrato de la madre de Aldo, lo besó como si se tratara de un icono, murmuró una ferviente plegaria y finalmente alzó el rostro bañado en lágrimas:

—¡Ruegue a Dios que me absuelva, señora! Ahora nuestro Aldo ya no tiene nada que temer y usted ha sido vengada…, pero yo voy a necesitar su ayuda. ¡Rece, se lo ruego, rece por mi alma en peligro!

Celina fue a buscar a la mesa el plato en el que quedaba un poco de su preparación mortal, volvió a la cocina, que había despejado mandando urgentemente a Zaccaría a la farmacia en busca de magnesia para combatir sus súbitos y míticos dolores de estómago (Livia y Prisca estaban la una en el cine y la otra en casa de su madre), y se sentó ante la gran mesa donde durante años había dado de comer a su pequeño Aldo y preparado maravillas para sus amados señores. Se secó las lágrimas con un paño que había por allí, se santiguó y tomó una gran cucharada del soufflé fatal.

13. El pectoral del sumo sacerdote


Era casi medianoche y, como hacía mal tiempo, reinaba tal calma en Praga que se podía oír el murmullo del río. Uno tras otro, los tres hombres cruzaron la estrecha puerta del jardín de los muertos, pero casi inmediatamente Jehuda Liwa se detuvo.

—Quédense aquí y vigilen —dijo a sus compañeros—. La tumba de Mordechai Meisel se encuentra en la parte baja del cementerio, cerca de la de Rabbi Loew, mi antepasado. Deben impedir que alguien me siga…, suponiendo que haya alguien a estas horas.

Los dos amigos, comprendiendo que su guía no deseaba mostrarles cómo abriría la sepultura, asintieron con la cabeza. Pero no se ofendieron; al contrario, se sintieron aliviados de no participar en la violación de otra tumba.

—Me pregunto cómo es posible orientarse en medio de este caos de piedras —dijo Aldo—. Se diría que han sido esparcidas al azar por la mano de un gigante negligente. ¡Y hay muchísimas!

—Doce mil —contestó Adalbert—. He leído algunas cosas sobre este cementerio. Existe desde el siglo XV, pero, como el territorio del gueto está limitado, han apilado a los muertos unos encima de otros, a veces hasta diez. No obstante, hay dos o tres personajes ilustres que tienen derecho a moradas con cuatro paredes; debe de ser el caso de ese tal Meisel. Y es preciso que así sea, porque para los judíos turbar el descanso de los muertos es un crimen grave. —Para nosotros también.

Se oyó ruido de pasos en el exterior y los dos hombres se callaron; no tenía sentido hacer saber a nadie que había gente en el cementerio. Luego, los pasos se alejaron y Aldo, que se había escondido entre el tronco de un árbol y la pared para tratar de identificar al eventual visitante, salió. Adalbert frotó las manos una contra otra.

—¡Qué sitio tan lúgubre… y glacial! Estoy helado…

—En verano es mucho más agradable. Hay flores silvestres que crecen entre las tumbas y, sobre todo, está impregnado de fragancias: jazmín, saúco, un olor paradisíaco…

—Te noto muy romántico. Y sin embargo, deberías estar más contento: nuestros problemas han acabado… y también nuestras aventuras, claro.

El suspiro de Adalbert hizo sonreír a su amigo.

—Cualquiera diría que lo lamentas.

—Un poco, sí. Tendré que conformarme con la egiptología. Además —añadió en un tono súbitamente grave—, la vida tendrá menos interés ahora que Simón nos ha dejado.

—Yo también lo echaré de menos, pero te recuerdo que yo todavía tengo un problema: la última de los Solmanski continúa causando estragos bajo mi techo, y esa situación puede prolongarse mucho tiempo.

—¿Estás pensando en la anulación?

—Sí. Cuando la obtenga, si lo consigo, el hijo de otro estará viviendo en mi casa y yo tendré el pelo blanco. En cuanto a Lisa…, se habrá casado con Apfelgrüne o con Dios sabe quién.

Se produjo un silencio, únicamente turbado por el ruido lejano de un coche. Sentados uno junto a otro sobre una gran piedra, como dos gorriones en una rama, Aldo y Adalbert lo oyeron disminuir.

—¿Reconoces por fin que estás enamorado de ella? —murmuró el segundo.

—Sí…, y cuando pienso que podría ser su marido desde hace años, me daría de cabezazos contra la pared.

—No lo hagas. No os imagino comprometidos en un matrimonio acordado sin conoceros. Tú te comportaste como un hombre honrado negándote a casarte por dinero. En cuanto a ella, no estoy seguro de que hubiera aceptado convertirse en tu mujer en esas condiciones. Y te habría despreciado.

—Tienes razón. Pero ¿qué me dices de ti? Tú podrías casarte con Lisa. Eres libre como el viento y también estás enamorado de ella.

—Sí, pero ella no lo está de mí. Además, creo que soy el soltero perfecto. No me veo casado… A los gemelos no les gustaría… A menos… a menos que me case con Plan-Crépin.

—¿Estás de broma?

—No. Es una muchacha culta, fisgona a la par que acróbata, que haría maravillas excavando en un yacimiento. ¡Por no hablar de sus habilidades como detective!

—Ya, pero ¿tú la has mirado?

—Salvo en caso de que haya un grave defecto físico, no hay ninguna transformación imposible para un buen costurero y un buen peluquero. Dicho esto, tranquilízate: no voy a privar a la señora de Sommières de su fiel acompañante, aunque es posible que más adelante le ofrezca a Marie-Angéline un puesto de secretaria… o de amiga fiel. Estoy seguro de que trabajaríamos muy bien juntos. A mí esa muchacha me parece muy divertida.

El tiempo pasaba y el rabino no volvía. Aldo empezaba a preocuparse.

—Me entran ganas de ir a ver qué hace.

—Más vale que no. Podría no gustarle. Nos ha dicho que vigilemos, ¿no?, pues hagámoslo.

—Seguro que tienes razón, pero no me gusta esta atmósfera… ni este lugar. Tengo la impresión de ser un espectro. Y eso me recuerda un poema de Verlaine, que por cierto me gusta mucho.

—«Por el gran parque solitario y helado, dos sombras acaban de pasar…» —recitó Vidal-Pellicorne—. A mí también me ha venido a la mente… La diferencia es que nosotros no somos una pareja de antiguos enamorados.

Morosini soltó una risa queda que no lo animó.

—¿Cómo te las arreglas para saber casi siempre lo que me pasa por la cabeza?

Adalbert se encogió de hombros.

—Debe de ser eso la amistad… ¡Mira, ya viene!

La alta figura negra de largos cabellos blancos acababa de aparecer.

—Volvamos —dijo simplemente cuando se reunió con los vigías.

En silencio, salieron del cementerio y regresaron a la casa, donde las velas seguían ardiendo. De debajo de sus amplias vestiduras, Jehuda Liwa sacó un paquete envuelto en una resistente lona gris y una fina tela blanca y lo dejó sobre la mesa. Una vez retirado el envoltorio, apareció el gran pectoral, magnífico y brillante, tal como Morosini lo había visto dos años antes entre las manos de Simón Aronov. Con una diferencia: sólo faltaba una piedra, sólo una en las cuatro hileras de cabujones engastados en oro. Las otras tres —el zafiro, el diamante y el ópalo— habían sido colocadas en su lugar, y Aldo tocó emocionado con un dedo la piedra estrellada que su madre había llevado tiempo atrás.

—Ahora dame el collar —dijo Liwa, que había ido a buscar a un mueble una bolsa de piel con diversos útiles que extendió ante sí antes de tomar asiento en su sillón de respaldo alto.

Durante un rato, sus finos dedos se afanaron en desengastar el rubí con un cuidado extremo. Cuando lo hubo hecho, fue a depositarlo sobre el rollo abierto de la Tora, donde Morosini tuvo la impresión de que lanzaba destellos más intensos que nunca, como si intentara defenderse. El gran rabino extendió las manos sobre él a la vez que pronunciaba unas palabras incomprensibles, pero que por el tono de su voz se podía adivinar que eran órdenes. Un hecho extraño se produjo entonces: poco a poco, los destellos rojos fueron debilitándose, regresaron al interior de la piedra, y cuando las manos se apartaron ésta era una simple gema de un hermoso rojo intenso que brillaba a la luz dorada de las velas. Liwa la cogió de nuevo:

—Ya está —dijo—, ahora ya no hará daño a nadie. Voy a devolverla al pectoral. En ese mueble —añadió, señalando un aparador antiguo— encontraréis copas y vino español. Servíos y sentaos mientras esperáis.

—¿Esperar qué? —preguntó Aldo—. Todo va a volver a la normalidad y el pectoral ya se encuentra en su poder, que es su mejor destino, creo yo.

—No. Así no se cumplirá la predicción. Alguien debe llevarlo a la tierra de nuestros antepasados. Eso es lo que habría hecho Simón Aronov, a quien el Eterno acoja a su derecha. Tú eres su enviado, príncipe Morosini, y, en ausencia de él, te corresponde a ti la misión de repatriarlo.

—Pero ¿a quién debo entregárselo?

—Yo te lo diré. Déjame trabajar.

Vencido pero no resignado, Aldo aceptó la copa que Adalbert le tendía y la vació de un trago; después tomó otra. Durante un rato, los dos hombres aguardaron en silencio. Finalmente, Adalbert se atrevió a decir algo:

—¿Podemos hablar, o le molestaré en su tarea? —preguntó.

—No. Habla. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué no va usted mismo a Tierra Santa?

—Porque yo debo permanecer aquí y porque, si fuese yo, quizá pondría el pectoral en peligro. Debe llegar a determinadas manos. Un extranjero noble, rico y bien relacionado será mucho mejor recibido por los ingleses.

—¿Y cree que los judíos regresarán en masa cuando el pectoral esté allí?

—Algunos seguro, pero el éxodo tendrá lugar más adelante, dentro de unos veinte años. En este momento mis hermanos están bien instalados en diversos países. La mayoría es rica y feliz. No sienten ningún deseo de abandonar todo eso por la vida incierta de los pioneros. Para que se decidan a hacerlo, hará falta el aguijón de la desgracia, la gran desgracia que nada ni nadie puede evitar porque ya está preparándose.

—Pero Simón decía que, si reconstruíamos deprisa el pectoral, Israel podría salvarse —intervino Morosini.

—Debía animaros a buscar las piedras… y quizá también quería creerlo. De todas formas, la tradición no dice que Israel recuperará su soberanía cuando el pectoral haya regresado al hogar, sino que nuestro pueblo no podría recuperar su tierra y su poder mientras el símbolo sagrado de las tribus no estuviera de vuelta. Sin embargo, hay una terrible prueba que no podremos evitar. Israel tendrá que soportar las llamas del Infierno antes de encontrarse a sí mismo.

Una hora más tarde, el pectoral estaba reconstruido con todo su antiguo esplendor y el rabino lo envolvía en la tela inmaculada y la lona.

—Preferiría que se lo quedara —dijo Morosini—. Antes de morir, Simón nos dijo que usted era el último sumo sacerdote del Templo, algunas de cuyas piedras forman parte de su sinagoga. Podría esconderlo allí…, en el desván, por ejemplo.

Los ojos de Jehuda Liwa se clavaron en los del príncipe, penetrantes como flechas de fuego.

—Ése no es su sitio. Lo que cubre el tejado de la sinagoga Vieja-Nueva compete a la Justicia y la Venganza divinas. El pectoral debe llevar la esperanza regresando al lugar del que jamás debería haber salido.

—De acuerdo. Se hará lo que usted desea.

Aldo cogió el paquete gris y lo escondió bajo el impermeable.

—¿No olvidas nada? —preguntó el gran rabino al ver que se disponía a marcharse.

—Si quiere darme su bendición, no la rechazaré.

—Estoy pensando en aquella mujer de Sevilla cuya alma está en pena.

—¡Señor! —exclamó Morosini, sonrojándose—. ¡La Susona! ¿Cómo he podido olvidar a la que nos ha permitido recuperar el rubí?

—Tienes disculpa. Toma.

Cogió del atril donde descansaba la Tora un delgado rollo de pergamino y lo metió en un estuche de cobre antes de dárselo a Aldo.

—Otro viaje, amigo. Ve allí. Entra de noche en la casa de esa desdichada, saca el pergamino, extiéndelo sobre los peldaños de la escalera y márchate sin mirar atrás. Ese es su pasaporte para la redención.

—Lo haré.

—Lo haremos —precisó Adalbert mientras volvían a pie al hotel Europa por las oscuras callejas—. Siempre me han gustado las historias de fantasmas.

Hasta que no llegaron al hotel, no obtuvo la aprobación de su amigo.

—Estaré encantado de que vengas conmigo, pero esperaba que me propusieras acompañarme a Jerusalén —dijo Aldo, dejando el pectoral sobre la mesilla de noche y sacando la carta que Jehuda Liwa había metido bajo la lona.

—Tenía intención de hacerlo. Mientras tanto, ¿qué hacemos?

—Son las tres de la mañana. ¿No crees que podríamos dormir un poco? Cuando me despierte, llamaré a mi casa para saber si Anielka ha vuelto. ¡Ya va siendo hora de que le arranque las garras a ésa!

—¿Cómo vas a hacerlo?

—Todavía no lo sé, pero creo que el anuncio de la extinción de su familia la incitará a ser más comprensiva. Espero conseguir convencerla de que se vaya a vivir a otro sitio.

—Me pregunto si todavía crees en Papá Noel —repuso Adalbert, suspirando—. En fin, mientras tanto, buenas noches.

—Me extrañaría que la de hoy fuese mala.

Hacía mucho, en efecto, que Aldo no había dormido tan a gusto. La aniquilación casi total de la tribu Solmanski y la reconstrucción del pectoral lo llenaban de una auténtica alegría que se traducía en un descanso perfecto. Unas horas más tarde, recobró la conciencia con la impresión de renacer acompañado de un enorme deseo de actividad. Nada más despertar, pidió comunicación telefónica con Venecia y, mientras esperaba, se aseó —por primera vez desde hacía meses, cantó bajo la ducha— y devoró un copioso desayuno. Estaba encendiendo un cigarrillo mientras contemplaba un alegre sol otoñal acariciando las volutas modern style de su ventana, cuando le pasaron la comunicación. E inmediatamente su alegría de vivir sufrió un rudo golpe:

—¡Aldo! ¡Por fin! —dijo en el otro extremo del hilo la voz angustiada de Guy Buteau—. ¡Alabado sea Dios! ¿Dónde está? Creía que estaba en Zúrich, pero en el Baur me dijeron que se había marchado hacía varios días en coche con el señor Vidal-Pellicorne, y aquí… ¡aquí lo necesitamos!

—Estamos en Praga…, pero, por el amor de Dios, cálmese, amigo mío. ¿Qué ocurre?

—Su mujer y su prima Adriana han muerto… envenenadas por un soufflé de setas… y Celina está muy mal.

—¿Envenenadas? Pero ¿dónde ha ocurrido eso?

—Aquí, claro. ¡En el palacio!… Anielka quería celebrar con la condesa Orseolo su próxima toma de poder. Había ordenado a Celina que les preparase una cena francesa… No pudieron terminarla.

—¿Quiere decir que Celina las…?

—Sí, y después comió ella también soufflé, pero…

El teléfono se puso de pronto a crepitar y Aldo no oyó nada más, aparte de la voz de la telefonista del hotel:

—Lo siento, señor, debe de haber ocurrido algo…, una tormenta quizá…, pero se ha cortado la línea.

Aldo colgó tan violentamente que el aparato saltó y cayó al suelo. Sin preocuparse de eso, se precipitó a la habitación de Adalbert, al que encontró instalado en la cama tomando un cremoso café vienes y envuelto en el humo de un aromático cigarro. El arqueólogo ofrecía tal imagen de placidez que Morosini casi sintió vergüenza de turbar una felicidad tan bien ganada.

—Un día precioso, ¿en? —dijo Adalbert—. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. ¿Qué hacemos hoy?

—Tú, no lo sé, pero yo tomo el primer tren para Viena, donde pienso enlazar con el Viena-Trieste-Venecia.

—¿Qué pasa? ¿Tu casa está ardiendo?

—Casi. Tengo que volver cuanto antes.

En unas palabras, Aldo reprodujo su breve conversación telefónica. Adalbert se atragantó con el café, tiró el cigarro y saltó de la cama.

—Voy contigo. No pienso dejarte volver solo.

—¿Y el coche? ¿Vas a dejarlo aquí?

—Ah, es verdad. Mira, tú ve a tomar el tren. Yo pago el hotel, lleno el depósito de gasolina y me pongo en marcha. Nos encontraremos allí. La verdad es que no me molesta comprobar si puedo llegar antes que el ferrocarril.

—La carretera no es fácil, así que no cometas imprudencias, por favor. Ya tengo completo mi cupo de desgracias.

Se dirigía hacia la puerta cuando Adalbert lo llamó:

—¡Aldo!

—¿sí?

—Puedes ser sincero conmigo. Que Anielka y la asesina de tu madre hayan muerto no debe de causarte una pena inmensa, supongo…

—Es verdad, pero lo de Celina es distinto. A ella la quiero, y la idea de que lo haya sacrificado todo por mí, incluso la vida…, eso me resulta… insoportable.

Un sollozo acompañó la última palabra. Aldo salió precipitadamente de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Diez minutos más tarde, un taxi lo llevaba a la estación.




Informado por el telegrama que Aldo había enviado antes de marcharse del Europa, Guy Buteau lo esperaba en la estación de Santa Lucia con el motoscaffo. Aquella mañana de noviembre gris y lluviosa, el antiguo preceptor vestido de negro parecía la imagen misma de la desolación pese a llevar el sombrero hongo graciosamente inclinado, como tenía por costumbre. Cuando vio aparecer a Morosini, se arrojó en sus brazos llorando, incapaz de pronunciar una sola palabra.

Aldo nunca lo había visto llorar. El dolor de aquel hombre refinado y cortés, siempre tan discreto, le encogió el corazón.

—¿Es que… Celina ha…?

El maduro caballero se irguió secándose los ojos.

—No…, todavía no. Es casi un milagro… Se diría que está esperando algo.

—Pero ¿cómo ha pasado?

—Anielka, como le dije, había invitado a su prima para celebrar lo que ella llamaba su toma de poder. Celina no hizo ningún comentario, pero me dijo que le gustaría que yo no estuviese presente. A mí me iba bien, porque Massaria me había invitado a cenar en su casa. Envió a Livia al cine y a Prisca a casa de su madre porque, según ella, para dos personas solamente ella y Zaccaría eran más que suficientes. Después del primer plato, que era una sopa de langosta, Celina empezó a quejarse de dolores «en sus interiores», como ella decía, y mandó a su marido a la farmacia para que le comprara magnesia.

—A esas horas debía de estar cerrada.

—Exacto. Ella sabía que Franco Guardini le abriría, pero que eso llevaría un poco de tiempo. Al quedarse sola, fue a servir ella misma un magnífico soufflé de trufas y setas. Yo no entiendo nada de setas, pero parece ser que las que Celina utilizó eran mortales: las dos mujeres debieron de tardar aproximadamente un cuarto de hora en morir. Después, Celina comió también soufflé.

—Entonces, ¿cómo es que…?

—¿Que no ha muerto? Gracias a Zaccaría. Los repentinos dolores de su mujer le parecieron sospechosos; se imaginó que estaba tramando algo y, en vez de ir a la farmacia, fue corriendo a casa de la señorita Kledermann…

Aldo soltó la maleta, que estuvo a punto de caer en el canal.

—¿Lisa? ¿Aquí?

—Sí. A principios de este año compró discretamente, con ayuda de nuestro notario, el pequeño palacio de San Polo, donde se instaló con un par de sirvientes. Celina iba a verla con frecuencia. Decía que le sentaba bien, que le daba ánimos, y era verdad. Cuando volvía de allí, siempre estaba más alegre; y Zaccaría también.

—¿Y usted estaba al corriente?

—Sí, perdóneme… Verá, a finales del año pasado Celina escribió a la señorita Lisa para explicarle cómo lo habían obligado a casarse con lady Ferráis. Entonces ella decidió venir y formamos en su casa un pequeño club cuyo objetivo era permanecer alerta y protegerlo lo máximo posible, porque estábamos convencidos de que junto a esa desgraciada usted se encontraba en peligro. Sobre todo cuando anunció su intención de solicitar la anulación del matrimonio.

Los dos hombres embarcaron en la lancha rápida, a cuyo mando continuó Zian, también de luto, mientras que Aldo se sentó en la popa con su viejo amigo.

—¡Al hospital! —ordenó el señor Buteau—. Pero no demasiado deprisa, que podamos hablar…

El barco zarpó lentamente, retrocedió y luego se adentró en el Gran Canal.

—¿Por qué no me dijeron nada? —le reprochó Morosini—. A mí también me habría sentado bien.

—No habría podido evitar ir a verla y toda Venecia habría sacado la conclusión de que tenía una amante. Además, ella no quería que usted estuviera enterado de su presencia. Una cuestión de orgullo, querido Aldo.

—Pero ¿por qué?

—Todos sabemos que está enamorado de ella, pero ¿se lo ha dicho alguna vez?

—Tenía demasiado miedo de que se riera en mi cara. No olvide que fue mi secretaria durante dos años y que estaba al corriente de mis aventuras… sentimentales. Además, cuando vino a traerme el ópalo, cuando mi único gesto debería haber sido tenderle los brazos, Anielka entró… y Lisa se marchó corriendo.

—Y estaba firmemente decidida a no volver a verlo. Si no hubiera sido por Celina, así habría sido.

—Pero ¿cómo es que estaba en Zúrich hace unos días? Apareció para salvarme en el momento en que la mujer que lleva mi apellido me acusaba de asesinato.

—Se enteró de que iba allí con su padre y tomó el siguiente tren.

—¿Y no se ha quedado allí? Kledermann debe de necesitarla en estos momentos de dolor.

—Todos los hombres no viven el dolor de la misma manera. Una vez enterrada su mujer, Kledermann optó por volcarse en los negocios. Se fue a Sudáfrica, y Lisa regresó inmediatamente aquí, más preocupada que nunca por su suerte. Ha sido ella la que ha evitado que Celina muriera poco después que las otras dos. Fue al palacio con Zaccaría y bastó un instante para comprender lo que había pasado. Celina ya estaba en el suelo. La señorita Lisa le hizo tragar leche y aceite de oliva hasta que consiguió que vomitara. Yo llegué en ese momento. Zaccaría había enviado a Zian en mi busca, y llamé a la policía.

—¡Dios mío!

—Había que hacerlo. Pero telefoneé a casa del comisario Salviati, que siente por usted una especie de veneración desde el robo en casa de la condesa Orseolo. Acudió inmediatamente y todo fue sobre ruedas: concluyó que se trataba de uno de esos lamentables accidentes que se producen a veces en otoño, con esas malditas setas que mucha gente cree conocer. Incluso una gran cocinera como Celina podía equivocarse: ese drama era la prueba, puesto que ella también había sido víctima de su refinado plato. ¿Qué más quiere saber?

—Nada, aparte de la verdad sobre su estado. ¿Va a salvarse?

—No lo sé. Los médicos creen que han conseguido eliminar el veneno, pero al parecer su corazón está muy débil. Estaba muy gorda, y esas emociones violentas, la pasión que ponía en todo, han acabado por deteriorarlo.

—¿Estaba muy gorda? ¿Es que ya no lo está?

—Usted mismo lo verá. Ha cambiado muchísimo en unos días.

El barco giró en el Rio dei Mendicanti, dejó atrás San Giovanni e Paolo y la Scuola di San Marco para tocar tierra finalmente ante la entrada del hospital. Siguiendo al señor Buteau, Morosini subió una escalera y recorrió un pasillo sin percatarse de los saludos que le dirigían, hasta que por fin una puerta se abrió ante él y la pena invadió su corazón. Celina estaba allí, y él hubiera podido no reconocerla. Inmóvil en aquella cama de hospital, parecía reducida a la mitad. El rostro de mejillas fláccidas, chupado, trágico, y las ojeras que marcaban los ojos cerrados la apartaban ya del mundo de los vivos. Aldo sólo necesitó una mirada para comprender que la mujer a la que quería tanto, casi su madre, el genio familiar de su morada estaba viviendo sus últimos instantes y no se podía hacer nada para impedirlo.

El dolor le atenazó el corazón hasta el punto de que no se atrevió a acercarse. De pie ante la cama, con las manos crispadas sobre los barrotes de hierro pintado, buscó a su alrededor una ayuda, una respuesta alentadora, la seguridad de que lo que estaba viendo no era verdad, y encontró la bella mirada oscura de Lisa, que al verlo entrar se había retirado a una esquina. Y esa mirada estaba llena de lágrimas.

—¿Está…?

—No. Todavía respira.

Entonces se dirigió hacia Lisa, hacia la cálida luz que su cabellera desprendía en aquella habitación de agonía. Durante unos instantes, se quedó plantado delante de ella, inmóvil, hipnotizado por el rostro claro que se alzaba hacia él. Luego, con un gesto que le salió de forma natural porque lo había soñado muchas veces, la estrechó entre sus brazos llorando.

—¡Lisa! —balbució cubriéndole de besos la cabeza, apoyada en su hombro—. Lisa… ¡te quiero tanto!

Permanecieron un momento abrazados, unidos a la vez por la pena y por el deslumbramiento del amor que se atreve por fin a decir su nombre, olvidando casi dónde se encontraban. Pero de pronto se oyó una voz débil, extenuada:

—¡Mira que te ha costado decirlo!

Fueron las últimas palabras de Celina. Sus ojos, entreabiertos, se cerraron de nuevo, y como si sólo hubiera estado esperando ese momento, abandonó la lucha y se adentró en la eternidad.




Dos días más tarde, la larga góndola negra con los leones de bronce y el terciopelo amaranto bordado en oro se deslizaba por la laguna en dirección a la isla San Michele. Zian, completamente vestido de negro, la impulsaba, pero ese día sólo había un pasajero: el ataúd de Celina cubierto por una funda de terciopelo con las armas de los príncipes Morosini y bajo un montón de flores.

Aldo, Lisa, Zaccaría, Adalbert y la «familia» seguían en otras góndolas, y toda Venecia detrás de ellos, porque toda Venecia conocía y quería a Celina. A los elegantes esquifes de la aristocracia se sumaban, pues, barcas, incluso pontones, que llevaban a horticultores, amigos conocidos o desconocidos y, sobre todo, un imponente ejército de mujeres vestidas de negro: las gobernantas y las cocineras de toda la ciudad. Todas esas personas cargadas de ramos y de coronas: la humilde niña de los muelles de Nápoles, recogida durante su viaje de luna de miel por la princesa Isabelle, se dirigía hacia el panteón principesco, donde reposaría con una pompa digna de una dogaresa.

Curiosamente, a nadie le sorprendía el esplendor deseado por Aldo para ese entierro. Lo que una de las ciudades más secretas del mundo no sabía, lo adivinaba, y los extraños acontecimientos que se habían desarrollado en casa de los Morosini desde hacía casi un año no dejaban a nadie indiferente. Además, Venecia, que ya se revolvía bajo el puño de los fascistas, veía aquello como una ocasión para reunirse.

A nadie le extrañaba tampoco que los cuerpos de Anielka y de Adriana continuaran depositados en una sepultura provisional pese al hecho de que las dos, una por matrimonio y la otra por nacimiento, deberían haber sido llevadas al panteón de los Morosini. Se sabía que Aldo les tenía destinada una tumba común. Así, su complicidad se prolongaría más allá de la muerte.

Esa misma noche, Aldo acompañaba a Lisa al tren de Viena, donde ella esperaría, junto a su abuela, el momento en que los dos pudieran reunirse y entregarse el uno al otro sin provocar escándalo. Pero ya habían acordado que Aldo iría a pasar la Navidad en Austria y que su regalo sería un anillo de compromiso. Hasta entonces, estaría muy ocupado solucionando con su notario el destino de los bienes de su efímera esposa, de los que no pensaba quedarse nada: todo iría a parar a los sucesores de Ferráis o a obras de caridad. Además, Morosini todavía tenía que hacer un viaje, sin duda el último como hombre soltero. Unos días después del entierro, partía para Sevilla en compañía de Adalbert. La Susona también tenía derecho al descanso.

Epílogo


Diez meses más tarde, una hermosa mañana de septiembre de 1925, el yate del barón Louis de Rothschild levaba anclas del fondeadero de San Marco para dirigirse hacia el paso del Lido. El tiempo se anunciaba espléndido y la fina roda del potente barco blanco hendía a un ritmo alegre la seda tornasolada de un mar apenas un poco más azul que el cielo.

De pie en el puente de proa, el brazo de uno rodeando los hombros del otro, el príncipe y la princesa Morosini miraban el porvenir abrirse ante ellos. Tres días antes, el cardenal arzobispo de Viena —primo de la señora Von Adlerstein— los había casado en su capilla privada, en presencia de tan sólo algunos amigos y testigos: Adalbert Vidal-Pellicorne y Anna-Maria Moretti por parte del novio, y por la de la novia, su primo Friedrich von Apfelgrüne —acababa de casarse con una joven baronesa un poco tonta pero muy guapa, de la que se había enamorado en un baile en casa de los Kinsky pisándola y rasgándole el vestido— y el ministro de Asuntos Exteriores austríaco, otro primo de la abuela de Lisa. Moritz Kledermann, un poco menos impasible que de costumbre, había encontrado una sonrisa para entregar a su hija al que iba a convertirse en su esposo. Una Lisa cubierta de muselina blanca, encantadora y muy emocionada bajo la inmensa pamela transparente. Estaba tan radiante que la anciana marquesa de Sommières, ahora su tía abuela, había perdido toda su circunspección derramando abundantes lágrimas en el momento del compromiso mutuo.

A continuación, tras la comida servida en el palacio Adlerstein con una pompa digna de una archiduquesa, la nueva pareja había escapado en automóvil para pasar sus primeras horas de intimidad en un encantador albergue situado a orillas del Danubio, después de haber dado cita en el muelle de los Esclavones, en Venecia, a aquellos cuya compañía deseaban durante el viaje que les ofrecía su amigo Louis de Rothschild: Adalbert, la señora de Sommières y Marie-Angéline du Plan-Crépin. Es decir, los que habían sido compañeros de aventuras de Aldo durante la búsqueda de las piedras perdidas.

Porque, en realidad, el barón Louis y su barco no se limitaban a llevar a una pareja de enamorados. Se dirigían a Haifa para ir desde allí a Jerusalén, donde los recibiría el presidente de la organización sionista, Chaim Weitzmann, el gran químico que durante la última guerra dirigía los laboratorios del Almirantazgo británico y gracias al cual, durante ese período, judíos y árabes vivían bastante apaciblemente en Palestina. Era a él y al gran rabino a quienes Morosini y Vidal-Pellicorne entregarían el pectoral del sumo sacerdote, en esos momentos guardado en la caja fuerte del yate. En resumen, todos los participantes del crucero, jóvenes esposos y amigos, se limitaban a componer una escolta digna de él.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un viaje de novios con seis o siete participantes? —dijo Morosini, arreglando con ternura el pañuelo que Lisa se había puesto en la cabeza—. Seguramente tú habrías preferido algo más romántico.

La joven se echó a reír.

—Viajes haremos muchos más, porque ya no vamos a separarnos y porque Mina va a reincorporarse al trabajo. Y eso es excitante.

—¡No me digas que voy a ver reaparecer los trajes sastre con chaqueta en forma de cucurucho de patatas fritas y los zapatos planos con cordones!

—¡Ni hablar! Quiero seguir gustándote. Y puedes tranquilizar a Angelo Pisani, que está muerto de miedo pensando que el antiguo sargento de la casa podría volver a ocupar su puesto. Estaré encantada de trabajar contigo, pero también tengo intención de hacer un poco de princesa, aunque sólo cuando tenga que cuidarme para no poner en peligro a tu descendencia.

—¿De verdad? —dijo Aldo, estrechándola un poco más fuerte contra sí—. ¿Quieres tener hijos?

Ella frunció la naricilla y besó a su marido en la mejilla.

—¡Pero si estoy aquí para eso, cariño! ¡Y quiero una caterva! Tendremos… dos o tres niñeras… y un bañero para que les impida ir a chapotear al Gran Canal cada vez que se les pase por la cabeza.

—¡Estás loca! ¡Pero cuánto te quiero!

Y Aldo besó a su mujer de un modo muy poco conyugal.

Lisa se apartó y cogió a su marido de la mano para llevarlo hacia la proa del barco. Se había puesto seria.

—¿A qué viene esa expresión tan grave de repente? —preguntó Morosini, preocupado.

—Me pregunto si llegaremos algún día a esa cita en Jerusalén. No se puede decir que el pectoral haya tenido mucha suerte desde que existe.

—¿Qué te ronda por la cabeza?

—No lo sé: piratas berberiscos…, una tormenta, un huracán quizás…, un rayo…

—¡Lisa, Lisa! ¡Ay, es malo ser tan optimista! —exclamó Aldo, riendo de buena gana—. Pero si te empeñas en desvariar, ten esto bien presente: en caso de naufragio, te cojo entre mis brazos y no te suelto. Si el pectoral quiere ir a dar una vuelta por el fondo del agua, es cosa suya, pero tú eres lo más precioso que tengo en el mundo, así que, o vivimos juntos o morimos juntos.

—¡Hummm! ¡Eso suena a música celestial! ¿Te importaría hacer un bis, por favor?

—No me gusta repetirme —protestó Aldo, cerrando la boca de Lisa con un largo beso.


Saint-Mandé, julio de 1996




Fin

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