VI. Arriba, arriba, arriba

La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que va a sucedemos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones.

Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida -a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos- suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino.

Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos, siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona quien nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.


Eso fue lo que me sucedió a mí en el curso de aquella segunda tarde en Las Acacias, la propiedad antiguamente conocida como Villa Elena, cuyo nombre dejó de convenirle un buen día y hubo de ser reemplazado con urgencia. Eso fue lo que me sucedió durante aquella noche de sábado en que Maya y yo estuvimos hablando de los documentos de la caja de mimbre, de cada carta y cada foto, de cada telegrama y cada factura.

La conversación me enseñó todo lo que los documentos no confesaban, o más bien organizó el contenido de los documentos, le dio un orden y un sentido y rellenó algunos de sus vacíos, aunque no todos, con las historias que Maya había heredado de su madre en los años que vivieron juntas. Y también, claro, con las historias que su madre había inventado.

«¿Inventado?», dije yo.

«Huy, sí», dijo Maya. «Empezando por papá. Ella se lo inventó entero, o mejor dicho, él fue una invención de ella. Una novela, ¿me entiende?, una novela de carne y hueso, la novela de mamá. Lo hizo por mí, claro, o para mí.»

«Quiere decir que usted no sabía la verdad», dije. «Que Elaine no se la dijo.»

«Le habrá parecido que así era mejor. Y tal vez tenía razón, Antonio. Yo no tengo hijos, no me imagino lo que es tener hijos. No sé lo que puede uno llegar a hacer por ellos. No me alcanzo a imaginar. ¿Usted tiene hijos, Antonio?»


Eso me preguntó Maya. Era la mañana del domingo, ese día que los cristianos llaman de Pascua y en el cual se celebra o se conmemora la resurrección de Jesús de Nazaret, que había sido crucificado dos días antes (más o menos a la misma hora en que yo comenzaba mi primera conversación con la hija de Ricardo Laverde) y que a partir de ahora comenzaría a aparecerse a los vivos: a su madre, a los apóstoles y a ciertas mujeres bien escogidas por sus méritos. «¿Usted tiene hijos, Antonio?» Habíamos desayunado temprano: mucho café, mucho jugo de naranjas frescas, muchas tajadas de papaya y de piña y de zapote, y una arepa con calentado que me metí a la boca demasiado caliente y me dejó una ampolla que volvía a la vida cada vez que me frotaba la lengua con los dientes.


No hacía calor todavía, pero el mundo era un lugar oloroso a vegetación, húmedo y colorido, y allí, en la mesa de la terraza, rodeados por helechos colgantes, hablando a pocos metros de un tronco en el cual crecían unas bromelias, me sentí bien, pensé que me sentaba bien ese Domingo de Pascua. «¿Usted tiene hijos, Antonio?» Pensé en Aura y en Leticia, o más bien pensé en Aura llevando a Leticia a la iglesia más cercana y enseñándole el cirio que representa la luz de Cristo. Aprovechará mi ausencia para hacerlo: a pesar de varios intentos, yo nunca pude recuperar la fe que había tenido de niño, ni mucho menos la dedicación con que en mi familia se seguían los rituales de estos días, desde la ceniza en la frente del primer día de la Cuaresma hasta la Ascensión (que yo me imaginaba en los términos de una ilustración de enciclopedia, un cuadro lleno de ángeles que nunca he vuelto a encontrar). Y nunca había querido, por lo tanto, que mi hija creciera en esa tradición que me resultaba extraña. ¿Dónde estarás, Aura?, pensé. ¿Dónde estará mi familia?

Levanté la mirada, me dejé deslumbrar por la claridad del cielo, sentí una punzada en los ojos. Maya me miraba, esperaba, no había olvidado la pregunta.

«No», dije, «no tengo. Debe ser muy raro, eso de los hijos. Tampoco me alcanzo a imaginar».


No sé por qué lo hice. Tal vez porque ya era muy tarde para hablar de esa familia que me esperaba en Bogotá, ésas son cosas que se dicen en los primeros momentos de una relación, cuando uno se presenta y entrega al otro dos o tres trozos de información para dar la ilusión de la intimidad. Uno se presenta: la palabra debe venir de allí, no de pronunciar el propio nombre y escuchar el nombre del otro y estrechar una mano, no de besar una o dos mejillas o hacer una venia, sino de esos primeros minutos en que ciertas informaciones insustanciales, ciertas generalidades sin importancia, dan al otro la sensación de que nos conoce, de que ya no somos extraños. Uno habla de su nacionalidad; uno habla de su profesión, lo que hace para ganar dinero, porque la manera de ganar dinero es elocuente, nos define, nos estructura; uno habla de su familia.


Pues bien, ese momento había pasado ya con Maya, y comenzar a hablar de mi mujer y mi hija dos días después de haber llegado a Las Acacias hubiera levantado sospechas innecesarias o requerido largas explicaciones o justificaciones imbéciles, o simplemente parecería raro, y todo al final no tendría consecuencia ninguna: Maya perdería la confianza que hasta ahora había sentido, o yo perdería el terreno ganado hasta ahora, y ella dejaría de hablar y el pasado de Ricardo Laverde sería pasado nuevamente, volvería a esconderse en la memoria de otros. Yo no podía permitírmelo. O quizás había otra razón.

Porque mantener a Aura y a Leticia alejadas de Las Acacias, alejadas de Maya Fritts y su relato y sus documentos, alejadas por lo tanto de la verdad sobre Ricardo Laverde, era proteger su pureza, o más bien evitar su contaminación, la contaminación que yo había sufrido una tarde de 1996 y cuyas causas apenas comenzaba a comprender ahora, cuya intensidad insospechada comenzaba a emerger ahora como emerge del cielo un objeto que cae. Mi vida contaminada era mía solamente, mi familia estaba a salvo todavía: a salvo de la peste de mi país, de su atribulada historia reciente: a salvo de todo aquello que me había dado caza a mí como a tantos de mi generación (y también de otras, sí, pero sobre todo de la mía, la generación que nació con los aviones, con los vuelos llenos de bolsas y las bolsas de marihuana, la generación que nació con la Guerra contra las Drogas y conoció después las consecuencias).


Este mundo que había vuelto a la vida en las palabras y los documentos de Maya Fritts podía quedarse aquí, pensé, podía quedarse en Las Acacias, podía quedarse en La Dorada, podía quedarse en el valle del Magdalena, podía quedarse a cuatro horas por tierra de Bogotá, lejos del apartamento donde mi esposa y mi hija me esperaban, quizás con algo de inquietud, sí, quizás con expresiones preocupadas en los rostros, pero puras, incontaminadas, libres de nuestra particular historia colombiana, y no sería yo un buen padre ni un buen marido si llevara esa historia hasta ellas, o si les permitiera entrar en esta historia, entrar de cualquier forma en Las Acacias y en la vida de Maya Fritts, entrar en contacto con Ricardo Laverde.

Aura había tenido la extraña fortuna de estar ausente durante los años difíciles, de haber crecido en Santo Domingo y México y Santiago de Chile: ¿no era mi obligación preservar esa fortuna, velar por que nada arruinara esa especie de exención que la azarosa vida de sus padres le había concedido? La iba a proteger, pensé, a ella y a mi niña, las estaba protegiendo. Eso era lo correcto, pensé, y lo hice con verdadera convicción, con un celo casi religioso.

«No, ¿verdad?», dijo Maya. «Es una de esas cosas que no se comparten, todo el mundo me lo ha dicho. En fin. El caso es que ella hizo eso por mí. Se inventó a papá, se lo inventó enterito.»

«¿Por ejemplo?»

«Bueno», dijo Maya, «por ejemplo su muerte».


Y así, con la luz blanca del valle del Magdalena dándome en la cara, supe del día en que Elaine o Elena Fritts le explicó a la niña lo que le había sucedido a su padre.

Durante el último año, el padre y la hija habían hablado mucho de la muerte: una tarde, Maya se había topado con el sacrificio de una vaca Holstein, y casi de inmediato comenzó a hacer preguntas. Ricardo había resuelto el asunto con cinco palabras: «Se le acabaron los años». A todos se les acababan los años, explicó: a los animales, a las personas, a todos. ¿A los armadillos?, preguntó Maya. Sí, le dijo Ricardo, a los armadillos también. ¿Al abuelo Julio?, preguntó Maya. Sí, al abuelo Julio también, le dijo Ricardo. Así que una tarde cualquiera de finales de 1976, cuando ya las preguntas de la niña sobre la ausencia de su padre comenzaban a volverse insoportables, Elena Fritts sentó a Maya en sus rodillas y le dijo:

«A papá se le acabaron los años».


«No sé por qué escogió ese momento, no sé si se cansó de esperar algo, no sé nada», me dijo Maya. «Tal vez le llegó una noticia de Estados Unidos. De los abogados o de mi papá.»

«¿No se sabe?»

«No hay cartas de esa época, mi madre las quemó todas. Lo que le digo es lo que me imagino: le llegó una noticia. De mi papá. De los abogados. Y decidió que ahí le cambiaba la vida, o que se le acababa la vida con mi papá y comenzaba otra distinta.»

Le explicó que Ricardo se había perdido en el cielo. A los pilotos les pasaba eso de vez en cuando, le explicó: era raro, pero ocurría. El cielo era muy grande y el mar era muy grande también y un avión era una cosa muy pequeña y los aviones que manejaba papá eran los más pequeños de todos, y el mundo estaba lleno de aviones como ésos, aviones pequeños y blancos que despegaban y volaban un rato sobre la tierra y luego salían a volar sobre el mar, y llegaban a estar lejos, muy lejos, lejos de todo, completamente solos, sin nadie que les diga por dónde se llega otra vez a la tierra. Y a veces pasaba algo, y se perdían. Los pilotos se desorientaban y se perdían. Se les olvidaba dónde quedaba adelante y dónde quedaba atrás, o se confundían y empezaban a volar en círculos sin saber dónde estaba atrás y dónde adelante, dónde la izquierda y dónde la derecha, hasta que el avión se quedaba sin gasolina y se caía al mar, se caía desde el cielo como una niña que se tira a una piscina. Y se hundía sin ruido ni estrépito, se hundía sin ser visto porque en esos lugares no hay vida, y allí, en el fondo del mar, a los pilotos se les acababan los años.

«¿Por qué no salen nadando?», dijo Maya. Y Elena Fritts:

«Porque el mar es muy hondo». Y Maya:

«¿Pero ahí está papá?». Y Elena Fritts:

«Sí, ahí está papá. Está en el fondo del mar. Se cayó el avión, papá se quedó dormido y se le acabaron los años».


Maya Fritts nunca cuestionó esa versión de los hechos. Ésa fue la última Navidad que pasaron en Villa Elena, la última vez que Elaine tuvo que mandar a cortar un arbusto amarillento para adornarlo con quebradizas bolas de colores que fascinaban a la niña, con renos y trineos y falsos bastones de azúcar capaces de doblar las ramas con su peso.


En enero de 1977 pasaron varias cosas: a Elaine le llegó una carta de sus abuelos contando que por primera vez en la historia había nevado en Miami; el presidente Jimmy Cárter perdonó a los evasores de Vietnam; y Mike Barbieri -a quien Elaine siempre había considerado en secreto parte de esos evasores- apareció muerto de un tiro en la nuca en el río La Miel, el cuerpo desnudo tirado boca abajo en la ribera, el agua de la corriente jugando con el pelo largo, la barba mojada y enrojecida por la sangre.

Los campesinos que lo encontraron buscaron a Elaine incluso antes de buscar a las autoridades: ella era la otra gringa de la región. Elaine tuvo que estar presente en las primeras diligencias judiciales, tuvo que ir a un juzgado municipal de ventanas abiertas y ventiladores que desordenaban los expedientes para decir que sí, lo conocía, y que no, no sabía quién había podido matarlo. Al día siguiente empacó el Nissan con todo lo que cupo, la ropa suya y la de la niña, las maletas llenas de dinero y un armadillo con el nombre de un gringo asesinado, y se fue a Bogotá.


«Doce años, Antonio», me dijo Maya Fritts. «Doce años viví con mi madre, las dos solas, prácticamente escondidas. No sólo me quitó a papá, también a mis abuelos. No volvimos a verlos. Ellos sólo vinieron de visita un par de veces, y siempre la cosa acabó en pelea, yo no entendía por qué. Pero venían otras personas. Era un apartamento pequeñito, quedaba en La Perseverancia. Venía mucha gente a visitarnos, la casa siempre estaba llena de gringos, gente de los Peace Corps, gente de la Embajada. ¿Que si mamá hablaba con ellos de la droga, de lo que estaba pasando con la droga? No sé, no hubiera podido enterarme de algo así. Es perfectamente posible que hablaran de cocaína. O de los voluntarios que habían enseñado a los campesinos a tratar la pasta igual que les habían enseñado antes las técnicas para cultivar mejor la marihuana. Pero el negocio todavía no era lo que fue después. ¿Cómo me hubiera enterado yo? Un niño no se da cuenta de estas cosas.»

«¿Y nadie preguntaba por Ricardo? ¿Ninguno de esos invitados hablaba de él?»

«No, nadie. Increíble, ¿verdad? Mamá construyó un mundo donde Ricardo Laverde no existía, se necesita talento para hacer eso. Con lo difícil que es sostener una mentira chiquita, y ella montó una cosa de este tamaño, una verdadera pirámide. Me la imagino dando instrucciones a todos los visitantes: en esta casa no se habla de los muertos. ¿Qué muertos? Pues los muertos. Los muertos que están muertos.»


Fue por esos días que mató al armadillo. Maya no recordaba que la ausencia de su padre la hubiera trastornado demasiado: no recordaba ningún mal sentimiento, ni agresividad ninguna, ni ningún deseo de venganza, pero un día (tendría ocho años, algo así) agarró al armadillo y se lo llevó al patio de ropas. «Era uno de esos patios de los apartamentos de antes, tú sabes, incómodos y chiquitos, con la alberca de piedra y las cuerdas para colgar la ropa y una ventana. ¿Te acuerdas de esas albercas? A un lado se restregaba la ropa contra la superficie, al otro había una especie de pozo, para un niño era como un gran pozo de agua fría. Yo acerqué una banca de la cocina, me asomé al agua y metí a Mike con las dos manos, sin soltarlo, y le puse ambas manos en la espalda para que no se moviera. Me habían dicho que los armadillos podían pasar mucho tiempo dentro del agua. Yo quería ver cuánto tiempo.

El armadillo comenzó a sacudirse, pero yo lo mantuve así, pegado al fondo de la alberca con todo el peso de mi cuerpo, un armadillo tiene fuerza pero no tanta, yo ya era una niña de buen tamaño. Quería ver cuánto tiempo podía estar debajo del agua, eso era todo, a mí me parecía que eso era todo.

Recuerdo muy bien la rugosidad de su cuerpo, las manos me dolían por la presión y luego me siguieron doliendo, era como mantener en su sitio un tronco espinoso para que no se lo lleve la corriente. Qué manera de sacudirse la del bicho ese, me acuerdo perfectamente. Hasta que ya no se sacudió más.


La empleada lo descubrió después, si hubiera visto el grito que pegó. Hubo castigos, mamá me dio una cachetada violenta, me rompió la boca con el anillo. Luego me preguntó por qué lo había hecho y yo dije: Para saber cuántos minutos podía aguantar. Y mamá me contestó: ¿Y entonces por qué no tenías reloj? Yo no supe qué contestar. Y esa pregunta no se ha ido del todo, Antonio, sigue volviendo de vez en cuando, siempre en los malos momentos, cuando la vida no me está funcionando. Se me aparece esa pregunta y nunca he podido contestarla.»

Pensó un instante y dijo: «De todas formas, ¿qué hacía un armadillo en un apartamento de La Perseverancia? Qué cosa tan absurda, la casa olía a mierda».

«¿Y nunca tuvo sospechas?», le pregunté.

«¿De qué?»

«De que Ricardo estuviera vivo. De lo de la cárcel.»

«Nunca, no. Luego he sabido que no estuve sola, que lo mío no era original.


En esos años fueron legión los que llegaron a Estados Unidos para quedarse, no sé si me entiende. Los que llegaban, no con cargamentos como mi papá, que también, sino como simples pasajeros de un avión comercial, un avión de Avianca o de American. Y las familias que se quedaban esperando en Colombia tenían que decirles algo a los niños, ¿no? Así que mataban al padre, nunca mejor dicho. El tipo, metido en una cárcel de Estados Unidos, se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba. Era lo más fácil, más fácil que lidiar con la vergüenza, con la humillación de tener a una mula en la familia. Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino. Mierda, qué calor hace ya, es increíble. ¿No tiene calor, Antonio, usted que es de tierra fría?»

«Un poco, sí. Pero me lo aguanto.»

«Uno aquí siente cómo se le abre cada poro. A mí me gustan las mañanas, las primeras horas. Pero luego la cosa se pone insoportable. Por más que uno se acostumbre.»

«Usted ya tendría que haberse acostumbrado.»

«Sí, es verdad. Tal vez sólo me queje por quejarme.»

«¿Cómo llegó a vivir aquí?», pregunté. «Digo, después de tanto tiempo.»

«Ah, bueno», dijo Maya. «Ésa es una larga historia.»


Maya acababa de cumplir los once años cuando una compañera de clase le habló por primera vez de la Hacienda Nápoles. Era el territorio de más de siete mil acres que Pablo Escobar había comprado a finales de los setenta para construir en él su paraíso personal, un paraíso que fuera a la vez un imperio: un Xanadu para tierra caliente, con animales en vez de esculturas y matones armados en vez del letrero de No Trespassing.

El terreno de la hacienda se extendía sobre dos departamentos; un río lo cruzaba de extremo a extremo. Por supuesto que ésta no fue la información que la compañera de clase le dio a Maya, pues en 1982 el nombre de Pablo Escobar todavía no andaba en boca de los niños de once años, ni los niños de once años conocían las características del territorio gigantesco ni la colección de carros antiguos que empezaría pronto a crecer en cocheras especiales ni la existencia de varias pistas destinadas al negocio (al despegue y aterrizaje de aviones como los que había pilotado Ricardo Laverde), ni mucho menos habían visto Citizen Kane. No, los niños de once años no sabían de esas cosas. Pero sabían, en cambio, del zoológico: el zoológico se convirtió en cuestión de meses en una leyenda a nivel nacional, y fue del zoológico que le habló la compañera a Maya un día de 1982. Le habló de jirafas, de elefantes, de rinocerontes, de pájaros inmensos de todos los colores; le habló de un canguro que le pegaba patadas a un balón de fútbol.


Para Maya fue una revelación tan


«Bueno, pues tuvo que ser en fin de semana, porque de otra manera no hubiéramos tenido adultos que nos llevaran, la gente trabaja. ¿Y cuántos fines de semana hubo antes de Navidad? Digamos tres. ¿Y qué día fue, un sábado o un domingo? Fue un sábado, porque la gente de Bogotá siempre venía al zoológico los sábados, a los adultos no les gustaba pegarse semejante viaje y tener que ir a la oficina al día siguiente.»

«Pues son tres días de todas formas», dije yo, «tres sábados posibles. Nada nos garantiza que hayamos escogido el mismo».

«Yo sé que sí.»

«¿Por qué?»

«Porque sí. Y no me joda más. ¿Quiere que le siga contando?» Pero Maya no esperó mi respuesta. «Bueno», dijo, «pues el asunto es que conocí el zoológico y luego volví a la casa, y lo primero que hice al entrar fue preguntarle a mi madre dónde exactamente quedaba nuestra casa de La Dorada.


Creo que reconocí algo del camino, del paisaje, reconocí una montaña o una curva de la carretera, o la carretera que lleva de la vía principal a Villa Elena, porque para ir a la Hacienda Nápoles uno pasa frente a esa carretera. Algo debí de reconocer, y cuando llegué a ver a mi madre no dejé de hacer preguntas. Era la primera vez que hablaba de eso desde que nos fuimos, a mamá le impresionó mucho. Y con los años seguí haciendo preguntas, diciendo que quería volver, que cuándo íbamos a volver. La casa de La Dorada se me convirtió en una especie de tierra prometida, ¿me entiende? Y empecé poco a poco a hacer todo lo necesario para volver. Y todo empezó con esa visita al zoológico de la Hacienda Nápoles. Y ahora usted me dice que tal vez nos vimos allá, en el zoológico. Sin saber que usted era usted y que yo era yo, sin saber que nos encontraríamos después».


Algo sucedió en ese instante en su mirada, sus ojos verdes se abrieron ligeramente, sus cejas finas se arquearon como si las hubieran dibujado de nuevo, y en su boca, su boca de labios sanguíneos, apareció un gesto nuevo. Yo no hubiera podido probarlo, y hacer un comentario al respecto habría sido una imprudencia o una imbecilidad, pero en ese momento pensé: Éste es un gesto de niña. Así eras de niña. Y entonces la oí decir:

«¿Y ha vuelto desde esa época? Porque yo no, no he vuelto nunca. El sitio está que se cae a pedazos, por lo que sé. Pero podemos ir de todas formas, ver qué hay, ver de qué nos acordamos. ¿Le suena la idea?»


Pronto estábamos avanzando por la vía a Medellín a la hora de más calor, moviéndonos por la cinta de asfalto igual que lo habían hecho Ricardo Laverde y Elena Fritts veintinueve años atrás, y haciéndolo, además, en el mismo Nissan color hueso en que lo habían hecho ellos. En un país donde es corriente encontrar en las calles modelos de los años sesenta -un Renault 4, un Fiat aquí y allá, camiones Chevrolet que pueden ser incluso quince años más viejos-, la supervivencia del campero no era ni milagrosa ni extraordinaria, como éste se veían cientos en las calles. Pero cualquiera puede ver que aquél no era cualquier campero Nissan, sino el primer gran regalo que Ricardo Laverde le había hecho a su mujer con el dinero de los vuelos, el dinero de la marihuana. Veintinueve años antes ellos dos habían recorrido el valle del Magdalena como ahora lo hacíamos nosotros, se habían besado en este asiento, en esta cabina habían hablado de tener hijos. Y ahora su hija y yo ocupábamos los mismos lugares y acaso sentíamos el mismo calor húmedo y el mismo alivio al acelerar y dejar que el aire circulara por el vehículo, así tuviéramos que levantar la voz para entendernos. Era levantar la voz o morirnos de calor con las ventanas cerradas, y preferimos lo primero.


«Todavía existe este campero», dije en ese tono esforzado, parecido al de un actor en un teatro demasiado grande.

«Cómo le parece», dijo Maya. Luego levantó una mano y señaló el cielo. «Mire, los aviones militares.»

Me llegó el ruido de los aviones que pasaban sobre nuestras cabezas, pero al asomarme para verlos me encontré solamente con una bandada de gallinazos que volaban en círculos sobre el fondo del cielo. «Yo trato de no pensar en papá cuando los veo», dijo Maya, «pero no puedo». Otra formación volvió a pasar, y esta vez sí que alcancé a verlos: las sombras grises cruzando el cielo, las propulsiones sacudiendo el aire.

«Él quería ser heredero de eso», dijo Maya. «El nieto del héroe.»


La vía se llenó de repente de muchachitos uniformados y armados con fusiles que les colgaban sobre el pecho como animales dormidos. Antes de entrar al puente sobre el Magdalena reducimos tanto la velocidad y pasamos tan cerca de los militares que el espejo lateral del campero casi rozaba el cañón de los fusiles. Eran niños, niños sudorosos y asustados cuya misión, la vigilancia de la base militar, parecía a todas luces quedarles tan grande como sus cascos y sus uniformes y aquellas botas de cuero rígido demasiado cerradas para este trópico cruel.

Al pasar junto a la valla que rodeaba la base, una estructura cubierta de una tela verde y coronada por un intrincado laberinto de alambre de púas, vi un letrero de fondo verde y letras blancas, Prohibido tomar fotografías, y uno más de letras negras sobre fondo blanco: Derechos humanos, responsabilidad de todos. Del otro lado de la valla se alcanzaba a ver una carretera pavimentada por donde circulaban camiones militares; más allá, expuesto como una reliquia en un museo, un Canadair Sabré hacía equilibrio sobre una suerte de pedestal. En mi memoria está asociada la imagen de ese avión, que tanto gustaba a Ricardo Laverde, con la pregunta de Maya: «¿Dónde estaba usted cuando mataron a Lara Bonilla?».


La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado. Y esas conversaciones suelen comenzar con Lara Bonilla, ministro de Justicia.

Había sido el primer enemigo público del narcotráfico, y el más poderoso entre los legales; la modalidad del sicario en moto, por la cual un adolescente se acerca al carro donde viaja la víctima y le vacía una Mini Uzi sin siquiera reducir la velocidad, comenzó con su asesinato.

«Estaba en mi cuarto, haciendo una tarea de Química», dije. «¿Usted?»

«Yo estaba enferma», dijo Maya. «Apendicitis, imagínese, me acababan de operar.»

«¿Eso les da a los niños?»

«Una crueldad, pero sí. Y me acuerdo del revuelo en la clínica, las enfermeras entrando y saliendo, era como estar en una película de guerra. Porque habían matado a Lara Bonilla y todo el mundo sabía quién había sido, pero nadie sabía que eso podía pasar.»

«Era algo nuevo», dije. «Me acuerdo de mi papá en el comedor. Las manos en la cabeza, los codos sobre la mesa. No comió nada. Tampoco dijo nada. Era algo nuevo.»

«Sí, ese día nos acostamos cambiados», dijo Maya. «Un país distinto, ¿no? Por lo menos yo lo recuerdo así, mamá tenía miedo, yo la veía y le veía el miedo. Claro, ella sabía un montón de cosas que yo no.» Maya se quedó callada un instante.

«¿Y cuando Galán?»

«Eso fue por la noche. Era un viernes de mitad de año. Estaba… Bueno, estaba con una amiga.»

«Ah, muy bonito», dijo Maya con una sonrisa ladeada. «Usted pasándola bueno mientras el país se desmorona. ¿Estaba en Bogotá?»

«Sí.»

«¿Y era su novia?»

«No. Bueno, iba a ser. O eso creía yo.»

«Huy, un amor fallido», se rió Maya.

«Por lo menos pasamos la noche juntos. Aunque fuera por obligación.»


«Los amantes del toque de queda», dijo Maya. «Buen título, ¿no cree?»


Me gustó verla así, repentinamente alegre, me gustaron las líneas apenas perceptibles que se formaban en sus ojos cuando sonreía. Delante de nosotros había aparecido un camión cargado de tanques de leche, grandes cilindros metálicos como bombas sin estallar sobre los cuales iban acaballados tres adolescentes de torso desnudo. Vernos les causó una risa inexplicable. Saludaron a Maya, le mandaron besos con la mano, y ella metió segunda y cambió de carril para pasarlos. Al hacerlo les devolvió el beso. Fue un acto burlón y lúdico, pero hubo algo en sus labios cerrándose de manera histriónica (y en el ademán entero de estrella de cine) que llenó el momento de una sensualidad inesperada, o por lo menos así me lo pareció.

A mi lado de la carretera, en una especie de pantano que se abría entre los matorrales, se bañaban dos búfalos de agua, sus cueros mojados destellando bajo el sol, sus melenas pegadas a la cara.


«¿Y el día del avión de Avianca?», dije yo entonces.

«Ah, el famoso avión», dijo Maya. «Ahí sí que se acabó de joder todo.»

Muerto el candidato Galán, sus banderas políticas, y entre ellas la lucha contra el narcotráfico, fueron heredadas por un jovencísimo político de provincias: César Gaviria. En su intento por sacar del cuadro a Gaviria, Pablo Escobar hizo poner una bomba en un vuelo civil que cubriría -que hubiera cubierto- la ruta Bogotá Cali. Gaviria, sin embargo, ni siquiera llegó a subir.

La bomba estalló poco después del despegue, y los restos del avión desintegrado -incluidos tres pasajeros que al parecer no mató la bomba, sino el impacto – cayeron sobre Soacha, el mismo lugar donde había caído, abaleado en su tarima de madera, el candidato Galán. Pero no creo que esta casualidad signifique nada.

«Ahí supimos», dijo Maya, «que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos. Más allá de toda duda.


Hubo otras bombas en lugares públicos, claro, pero nos parecían accidentes, no sé si a usted le haya pasado igual. Bueno, tampoco estoy segura de que accidentes sea la palabra correcta. Cosas que les pasan a los que tienen mala suerte. Lo del avión fue distinto. Era en el fondo lo mismo, pero por alguna razón me pareció distinto, a muchos nos pareció distinto, como si cambiaran las reglas del juego. Yo había entrado a la universidad ese año. Agronomía, iba a estudiar Agronomía, supongo que ya tenía claro lo de recuperar la casa de La Dorada. El hecho es que comencé la universidad. Y me tomó todo el año darme cuenta».

«¿De qué?»

«Del miedo. O mejor, de que esta cosa que me daba en el estómago, los mareos de vez en cuando, la irritación, no eran los síntomas típicos del primíparo, sino puro miedo. Y mamá también tenía miedo, claro, tal vez hasta más que yo. Y luego vino lo demás, los otros atentados, las otras bombas. Que si la del DAS con sus cien muertos. Que si la del centro comercial equis con sus quince. Que si la del centro comercial zeta con los que fuera. Una época especial, ¿no? No saber cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. Saber dónde está el teléfono público más cercano para avisar que uno está bien. Si no hay teléfonos públicos, saber que en cualquier casa le prestan a uno el teléfono, que uno no tiene sino que llamar a la puerta. Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendiente de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos. Vivíamos en casas particulares, ¿se acuerda? Evitábamos los lugares públicos. Casas de amigos, de amigos de amigos, casas de conocidos remotos, cualquier casa era preferible a un lugar público. Bueno, no sé si entiende lo que le estoy diciendo. Igual en nuestra casa se vivió de otra manera. Éramos dos mujeres, qué quiere que le diga. Igual para usted no fue así.»

«Fue exactamente así», dije.

Ella giró la cabeza para mirarme. «¿Cierto?»

«Cierto.»

«Entonces usted me entiende», dijo Maya.

Y yo le dije unas palabras cuyo alcance no alcancé a determinar:

«Le entiendo perfectamente».


El paisaje se repitió a nuestro alrededor, la sabana verde y las montañas al fondo, grises como en un cuadro de Ariza. Mi brazo se alargó sobre el espaldar del asiento, que en estos modelos es grueso y no se interrumpe, de manera que uno se siente como en una visita de enamorados.

Con los cambios del viento y los bamboleos del Nissan, a veces el pelo de Maya me rozaba la mano, rozaba la piel de mi mano, y el roce me gustó y lo busqué de ahí en adelante.

Abandonamos la recta de las haciendas ganaderas con sus abrevaderos con techo y sus ejércitos de vacas recostadas a los troncos de las acacias. Pasamos por el río Negrito, una corriente de aguas oscuras y riberas sucias en la cual destellaban nubes de espuma, los restos de la contaminación acumulada por pueblos y pueblos donde se vacían los desperdicios en las mismas aguas en que se lava la ropa.


Al llegar al peaje y detenerse el Nissan, la ausencia repentina del aire circulante elevó la temperatura de la cabina, y sentí -en las axilas, pero también en la nariz y debajo de los ojos- que empezaba a sudar. Y fue al arrancar de nuevo, al acercarnos a otro puente sobre el Magdalena, que Maya empezó a contarme de su madre, de lo que pasó con su madre a finales de 1989.

Yo miraba el río más allá de las barandas amarillas del puente, miraba las islitas arenosas que pronto, cuando llegara la temporada de lluvias, quedarían cubiertas por el agua marrón, y mientras tanto Maya me hablaba de la tarde en que llegó de la facultad y encontró a Elena Fritts en el baño, casi dormida de la borrachera y aferrada a la taza del inodoro como si la taza fuera a marcharse en cualquier momento. «Mi niña», le decía a Maya, «llegó mi niña. Mi niña ya es grande. Mi niña es una niña grande».


Maya la levantó como pudo y la llevó a la cama y se quedó con ella, viéndola dormir y tocándole la frente de vez en cuando; le hizo un agua aromática a las dos de la mañana; le puso una botella de agua junto a la mesa de noche y le trajo dos mejórales para que se le pasara el dolor de cabeza; y al final de la noche la escuchó decir que no podía más, que lo había intentado y no podía más, que Maya era ya una mujer adulta y podía tomar sus propias decisiones así como ella había tomado la suya. Y seis días después se subía a un avión y regresaba a la casa de Jacksonville, Florida, Estados Unidos, la misma casa de la cual había salido veinte años atrás con una sola idea en la cabeza: ser voluntaria de los Cuerpos de Paz en Colombia. Tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena. Todas esas cosas.


«Le cambiaron el país», dijo Maya. «Ella llegó a un sitio y veinte años después ya no lo reconocía. Hay una carta que siempre me ha fascinado, es de finales del 69, una de las primeras. Dice mi madre que Bogotá es una ciudad aburrida. Que no sabe si pueda vivir mucho tiempo en un sitio donde nunca pasa nada.»

«Donde nunca pasa nada.»

«Sí», dijo Maya. «Donde nunca pasa nada.»

«Jacksonville», dije yo. «¿Dónde queda eso?»

«Arriba de Miami, muy arriba. Yo sé porque la he visto en mapas, no porque haya ido. Yo ni conozco Estados Unidos.»

«¿Por qué no se quiso ir con ella?»

«No sé, yo tenía dieciocho años», me dijo Maya. «A esa edad la vida es nueva, uno acaba de descubrirla. No quería separarme de mis amigos, había comenzado a salir con alguien… Curioso, porque se fue mamá y ahí mismo me di cuenta de que Bogotá no era para mí. Una cosa llevó a la otra, como se dice en las películas, y aquí me tiene, Antonio. Aquí me tiene. Veintiocho años, solterita y a la orden, las partes del cuerpo bien puestas todavía, y viviendo sola con mis abejas. Aquí me tiene. Muerta del calor y llevando a un desconocido a ver el zoológico de un mafioso muerto.»

«Un desconocido», repetí.

Maya se encogió de hombros y dijo algo que no quería decir nada: «Bueno, no, pero en fin.»


Cuando llegamos a la Hacienda Nápoles el cielo había comenzado a nublarse y un bochorno molesto apareció en el aire. Pronto llovería. El nombre de la propiedad aparecía pintado en letras descascaradas sobre el portal blanco de dimensiones innecesarias -una tractomula habría podido pasar por allí-, y sobre el travesaño, en delicado equilibrio, estaba una avioneta pequeña, blanca y azul como el portal: era la Piper que Escobar usó durante sus primeros años y a la cual, solía decir, debía su riqueza. Pasar por debajo de esa avioneta, leer la matrícula inscrita en la parte inferior de las alas, fue como entrar en un mundo sin tiempo. Y sin embargo, el tiempo estaba presente. Para ser más precisos: había hecho estragos. Desde 1993, cuando Escobar fue muerto a tiros sobre un tejado de Medellín, la propiedad había entrado en una decadencia vertiginosa, y eso, sobre todo, fue lo que vimos Maya y yo mientras el Nissan avanzaba por el sendero pavimentado entre campos sembrados con limoneros. No había ganado pastando en esos prados, lo cual, entre otras cosas, explicaba que el pasto estuviera tan crecido. La maleza devoraba las estacas de madera. En eso me estaba fijando, en las estacas de madera, cuando vi los primeros dinosaurios.


Eran lo que más me había gustado en mi primera y remota visita. Escobar los había mandado construir para los niños, un tiranosaurio y un brontosaurio de tamaño natural, un mamut de apariencia bonachona (gris y barbudo como un abuelo cansado) y hasta un pterodáctilo que flotaba sobre el agua del estanque con una anacrónica serpiente entre las garras. Ahora los cuerpos se caían a pedazos, y había algo muy triste y acaso impúdico en la visión de las estructuras de cemento y hierro que iban quedando al aire. El estanque mismo se había convertido en un charco sin vida, o por lo menos así se veía desde el sendero.

Después de dejar el Nissan en una explanada de tierra descuidada, frente a una cerca de alambres que en otro tiempo pudieron estar electrificados, Maya y yo comenzamos a caminar por los mismos lugares que habíamos recorrido en carro años atrás, siendo niños o casi adolescentes que todavía no comprendían muy bien a qué se dedicaba el dueño de todo esto ni por qué sus padres les prohibían una diversión tan inocente.

«En esa época no se podía caminar, ¿se acuerda? Uno no se bajaba del carro.»

«Estaba prohibido», dije.

«Sí. Me impresiona.»

«¿Qué cosa?»

«Todo parece más pequeño.»

Tenía razón. A un soldado del Ejército le dijimos que queríamos ver los animales y le preguntamos dónde estaban, y a la vista de todos Maya le entregó un billete de diez mil pesos para estimular sus buenos servicios. Y así, guiados o acompañados o escoltados por un jovencito imberbe de gorra y uniforme camuflado que se movía con indolencia, la mano izquierda apoyada en el fusil, llegamos a las jaulas en que dormían los animales.

El aire húmedo se llenó con un olor sucio, una mezcla de excrementos y comida desechada. Vimos un guepardo echado al fondo de su jaula. Vimos a un chimpancé rascarse la cabeza y a otro correr en círculos sin perseguir nada. Vimos una jaula vacía, la puerta abierta y un platón de aluminio recostado a la reja.

Pero no vimos al canguro que daba patadas a un balón de fútbol, ni al famoso loro que era capaz de recitar la alineación de la selección Colombia, ni a los emús, ni a los leones y los elefantes que Escobar había comprado a un circo viajero, ni a los caballos enanos ni a los rinocerontes, ni al increíble delfín rosado con el que Maya soñó una semana seguida después de aquella primera visita. ¿Dónde estaban los animales que habíamos visto de niños? No sé por qué hubiera debido sorprendernos nuestra propia decepción, pues el declive de la Hacienda Nápoles era bien conocido, y en los años transcurridos desde la muerte de Escobar habían circulado en los medios colombianos diversos testimonios, una especie de película en cámara muy lenta sobre el auge y caída del imperio mafioso.

Pero tal vez no fue nuestra decepción lo que nos sorprendió, sino la manera en que la vivimos juntos, la solidaridad impredecible y sobre todo injustificada que de repente nos unió: los dos habíamos venido a este lugar por la misma época, este lugar había sido para los dos el símbolo de las mismas cosas. Sería por eso que después, cuando Maya preguntó si se podía llegar hasta la casa de Escobar, sentí como si me hubiera quitado la pregunta de la boca, y fui yo en ese momento quien sacó el billete arrugado y sucio para sobornar al soldadito.

«Ah, no. No se puede entrar», dijo.

«¿Y por qué no?», preguntó Maya.

«Porque no», dijo. «Pero pueden dar una vuelta y asomarse a las ventanas.»


Eso hicimos. Recorrimos el perímetro de la construcción y vimos juntos sus paredes ruinosas, sus vidrios sucios o rotos, la madera desastillada de sus vigas y sus columnas, los azulejos rotos y desportillados de los baños exteriores. Vimos las mesas de billar que inexplicablemente nadie se había llevado en seis años: en esos salones que el tiempo había oscurecido y ensuciado, el verde refulgente del paño brillaba como una joya. Vimos la piscina vacía de agua, pero llena de hojas secas y de trozos de corteza y de ramitas que el viento se ha llevado. Vimos el garaje donde se pudría la colección de carros antiguos, vimos la pintura desastrada y las luces rotas y las carrocerías hundidas y los cojines desaparecidos y los asientos convertidos en un desorden de muelles y resortes, y recordamos que según la leyenda uno de esos aparatos, un Pontiac, había pertenecido a Al Capone y otro, siempre según la leyenda, a Bonnie y Clyde. Y después vimos un carro que no era de lujo, sino simple y barato, pero cuyo valor estaba fuera de toda duda: el célebre Renault 4 con el que el joven Pablo Escobar, mucho antes de que la cocaína se volviese la fuente de riquezas que fue después, competía en carreras locales como piloto novato.


La Copa Renault 4, se llamaba aquel trofeo de aficionados: las primeras veces que el nombre de Escobar apareció en la prensa colombiana, mucho antes de los aviones y las bombas y los debates sobre la extradición, fue como piloto de carreras de esa copa, un joven provinciano en un país que era todavía una pequeña provincia del mundo, un joven traficante que todavía era noticia por actividades distintas de ese tráfico incipiente. Y ahí estaba el carro, dormido y roto y devorado por el descuido y el tiempo, la pintura blanca levantada, agrietada la carrocería, un animal muerto al que se le ha llenado la piel de gusanos.


Pero tal vez lo más extraño de esa tarde es que todo lo que vimos lo vimos en silencio. Nos mirábamos con frecuencia, pero nunca llegamos a hablar más allá de una interjección o un expletivo, quizás porque todo lo que estábamos viendo evocaba para cada uno recuerdos distintos y distintos miedos, y nos parecía una imprudencia o quizás una temeridad ir a meternos en el pasado del otro.

Porque era eso, nuestro pasado común, lo que estaba allí sin estar, como el óxido que no se veía pero que carcomía frente a nosotros las puertas de los carros y los rines y los guardabarros y los tableros y los timones.

En cuanto al pasado de la propiedad, no nos interesó demasiado: las cosas que allí habían ocurrido, los negocios que se hicieron y las vidas que se extinguieron y las fiestas que se montaron y las violencias que desde allí se planearon, todo eso formaba un segundo plano, un decorado. Sin decirnos nada estuvimos de acuerdo en que teníamos bastante con lo visto y empezamos a caminar en dirección al Nissan. Y esto lo recuerdo: Maya me tomó del brazo, o enganchó su brazo en el mío como hacían las mujeres de otros tiempos, y en el anacronismo de su gesto hubo una intimidad que yo no hubiera podido prever, que nada presagiaba.


Entonces comenzó a llover.

Fue una llovizna al principio, aunque de gotas gruesas, pero en cuestión de segundos el cielo se puso oscuro como la panza de un burro y un aguacero nos bañó las camisas antes de que tuviéramos tiempo de guarecernos en ninguna parte. «Mierda, se nos acabó el paseo», dijo Maya.


Para cuando llegamos al Nissan, ya estábamos calados; como habíamos corrido (los hombros alzados, un brazo protegiendo los ojos), la parte delantera de nuestros pantalones estaba empapada, mientras que la parte de atrás, casi seca, parecía hecha de otra tela. Los vidrios del campero se empañaron enseguida con el calor de nuestras respiraciones, y Maya tuvo que sacar de la guantera una caja de pañuelos de papel para limpiar el panorámico y arrancar sin estrellarnos contra el primer poste. Abrió la ventilación, una rejilla negra en medio del tablero, y empezamos a movernos con cuidado. Pero habíamos avanzado apenas un centenar de metros cuando Maya frenó en seco, abrió la ventana tan rápido como se lo permitió la manivela y yo, desde mi puesto de copiloto, pude ver lo que ella estaba viendo: a unos treinta pasos de nosotros, a mitad de camino entre el Nissan y el estanque, un hipopótamo nos consideraba con gravedad. «Qué lindo», dijo Maya.

«Cómo que lindo», dije. «Es el animal más feo que hay.»

Pero Maya no me hizo caso.

«No creo que sea un adulto», siguió. «Es muy pequeño, es una cría. ¿Estará perdida?»

«Y cómo sabe que es una hembra.»

Pero Maya se había bajado, a pesar del aguacero que seguía cayendo y a pesar de que una cerca de madera la separaba del terreno donde estaba la bestia. Su piel era de un gris oscuro y tornasolado, o así me lo parecía en la luz disminuida de la tarde. Las gotas le pegaban y rebotaban como sobre un cristal. El hipopótamo, macho o hembra, cría o adulto, no se inmutaba: nos miraba, o miraba a Maya que se había recostado a la cerca de madera y lo miraba a su vez.


No sé cuánto tiempo pasó: uno, dos minutos, que en esas circunstancias es un tiempo largo. El agua le escurría a Maya por el pelo y toda su ropa era ya de un color distinto. Entonces el hipopótamo comenzó un movimiento pesado, un buque que intenta dar la vuelta en el mar, y vi su perfil y me sorprendió que fuera un animal tan largo. Y luego ya no lo vi más, o más bien le vi el culo poderoso y me pareció ver chorros de agua que le resbalaban por la piel tersa y reluciente. Se fue alejando entre el pasto crecido, con las patas ocultas por la maleza de tal manera que parecía no avanzar realmente, sino hacerse más pequeño. Cuando lo vimos ganar el estanque y meterse al agua, Maya volvió al campero.


«Cuánto van a durar esos bichos, es lo que yo me pregunto», dijo. «No hay quien los alimente, ni quien los cuide. Deben ser carísimos.»

No me hablaba a mí, eso era evidente: estaba pensando en voz alta. Y yo no pude menos que recordar otro comentario idéntico en espíritu y aun en forma que había escuchado tiempo atrás, cuando el mundo, o por lo menos el mío, era otro muy distinto, cuando yo todavía me sentía al mando de mi vida.

«Lo mismo dijo Ricardo», le conté a Maya. «Así lo conocí yo, haciendo un comentario lleno de lástima sobre los animales del zoológico.»

«Me imagino», dijo Maya. «Los animales le preocupaban.»

«Decía que no tenían la culpa de nada.»

«Y es verdad», dijo Maya. «Ése es uno de los pocos, de los poquísimos recuerdos de verdad que tengo. Mi papá cuidando a los caballos. Mi papá acariciando al perro de mamá. Mi papá regañándome por no darle de comer al armadillo. Los únicos recuerdos de verdad. Los demás son inventados, Antonio, recuerdos de mentira. Lo más triste que puede pasarle a una persona, tener recuerdos de mentira.»


Tenía la voz gangosa, pero eso podía ser consecuencia del cambio de temperatura. Había lágrimas en sus ojos, o más bien era el agua que le escurría por las mejillas, que le rodeaba los labios. «Maya», pregunté entonces,

«¿por qué lo mataron? Yo sé que falta esa ficha del rompecabezas, ¿pero qué cree usted?».

El Nissan había arrancado ya y recorría los kilómetros que nos separaban del portal de entrada, la mano de Maya se cerraba sobre la perilla negra de la barra de cambios, el agua le escurría por la cara y el cuello. Insistí:

«¿Por qué, Maya?».

Sin mirarme, sin despegar los ojos del panorámico empañado, Maya dijo esas tres palabras que yo había oído en tantas otras bocas:

«Algo habrá hecho».

Pero esta vez me parecieron indignas de lo que Maya sabía.

«Sí», le dije, «¿pero qué? ¿Acaso usted no quiere saber?».

Maya me miró con compasión. Traté de añadir algo y ella me cortó: «Mire, no quiero hablar más». Las plumillas negras se movían sobre el vidrio y barrían el agua y las hojas pegadas. «Quiero que nos quedemos callados un rato, estoy cansada de hablar. ¿Me entiende, Antonio? Hemos hablado demasiado. Estoy harta de hablar. Quiero estar un rato en silencio.»


Así que en silencio llegamos al portal y pasamos por debajo de la Piper blanquiazul, y en silencio giramos a la izquierda en dirección a La Dorada. En silencio avanzamos por una parte de la vía donde los árboles de ambos lados se encuentran sobre la calzada, impidiendo la entrada de la luz y en días de lluvia atenuando las dificultades de los conductores. En silencio regresamos a la intemperie, en silencio volvimos a ver las barandas amarillas del puente sobre el Magdalena, en silencio lo atravesamos. La superficie del río se erizaba bajo el aguacero, no era lisa como la piel de un hipopótamo sino rugosa como la de un gigantesco lagarto dormido, y en una de las islitas se mojaba una lancha blanca con el motor al aire.

Maya estaba triste: su tristeza llenaba la cabina del Nissan como el olor de nuestras ropas mojadas, y yo hubiera podido decirle algo, pero no lo hice. Guardé silencio: ella quería estar en silencio. Y así, en medio de un silencio comedido, sólo acompañados por el estruendo de la lluvia en el techo metálico del campero, pasamos el peaje y enfilamos hacia el sur entre haciendas ganaderas.


Fueron dos horas largas en que el cielo se fue oscureciendo, ya no por las nubes densas de lluvia, sino porque la noche nos sorprendió en medio del trayecto. Para cuando el Nissan iluminó la fachada blanca de la casa, ya era noche cerrada. Lo último que vimos fueron los ojos del pastor alemán destellando en el haz de nuestras luces.

«No hay nadie», dije.

«Claro que no», dijo Maya. «Es domingo.»

«Gracias por el paseo.»

Pero Maya no dijo nada. Entró caminando y se fue quitando la ropa mojada mientras sorteaba los muebles sin encender las luces, voluntariamente ciega. Yo la seguí, o seguí su sombra, y me di cuenta de que ella quería que la siguiera.


El mundo era negro y azul, hecho no de figuras sino de contornos; uno de ellos era la silueta de Maya. En mi memoria fue su mano la que buscó la mía, no al revés, y luego Maya pronunció estas palabras: Estoy cansada de dormir sola. Creo que también me dijo algo simple y muy comprensible: Esta noche no quiero estar tan sola.

No recuerdo haber caminado hasta la cama de Maya, pero me veo perfectamente sentándome en ella, junto a una mesa de noche de tres cajones. Maya le dio la vuelta a la cama y su silueta espectral se recortó contra la pared, frente al espejo del armario, y me pareció que se miraba al espejo y al hacerlo su reflejo me miraba a mí. Mientras asistía a esa realidad paralela, a esa escena fugaz que transcurrió en mi ausencia, me metí a la cama, y no me resistí cuando Maya llegó a mi lado y sus manos me desabrocharon la ropa, sus manos manchadas por el sol se portaron como mis propias manos, con la misma naturalidad, con la misma destreza.

Me besó y sentí un aliento limpio y cansado al mismo tiempo, un aliento de final del día, y pensé (un pensamiento ridículo y además indemostrable) que esta mujer no había besado a nadie en mucho tiempo.

Y entonces dejó de besarme. Maya me tocó inútilmente, inútilmente se metió mi miembro a la boca, su lengua inútil me recorrió sin ruido, y luego su boca resignada volvió a mi boca y sólo en ese momento me di cuenta de que estaba desnuda. En la penumbra sus pezones cerrados eran de un tono violeta, un violeta oscuro como el rojo que ven los buzos en el lecho del mar. ¿Usted ha estado debajo del mar, Maya?, le pregunté o creo haberle preguntado. ¿Muy hondo debajo del mar, lo suficiente para que cambien los colores? Se acostó a mi lado, boca arriba, y en ese momento me dominó la idea absurda de que Maya tenía frío. ¿Tiene frío?, le dije. Pero ella no respondió. ¿Quiere que me vaya?


No respondió tampoco a esta pregunta, pero era una pregunta ociosa, porque Maya no quería estar sola y ya me lo había señalado. Yo tampoco quise estar solo en ese momento: la compañía de Maya se me había vuelto indispensable, así como urgente se me había vuelto la desaparición de su tristeza. Pensé que los dos estábamos solos en esa habitación y en esa casa, pero solos con una soledad compartida, cada uno solo con su dolor en el fondo de la carne pero mitigándolo al mismo tiempo mediante las artes raras de la desnudez. Y entonces Maya hizo algo que sólo había hecho una persona en el mundo hasta entonces: su mano se posó sobre mi vientre y encontró mi cicatriz y la acarició como si la pintara con un dedo, como si su dedo estuviera embadurnado en tempera y tratara de hacer sobre mi piel un dibujo raro y simétrico. Yo la besé, menos por besarla que por cerrar los ojos, y luego mi mano recorrió sus senos y Maya la tomó en la suya, tomó mi mano en la suya y se la puso entre las piernas y mi mano en su mano tocó el vello liso y ordenado, y luego el interior de los muslos suaves, y luego el sexo. Mis dedos bajo sus dedos la penetraron y su cuerpo se puso tenso y sus piernas se abrieron como alas. Estoy cansada de dormir sola, me había dicho esta mujer que ahora me miraba con ojos muy abiertos en la oscuridad de su cuarto, arrugando el ceño, como quien está a punto de entender algo.


Maya Fritts no durmió sola esa noche, yo no lo hubiera permitido. No sé en qué momento comenzó a importarme tanto su bienestar, no sé cuándo comencé a lamentar que no hubiera vida posible entre nosotros, que nuestro pasado común no implicara necesariamente un común futuro. Habíamos tenido la misma vida y sin embargo teníamos vidas distintas, o más bien la tenía yo, una vida con gente que me esperaba del otro lado de la cordillera, a cuatro horas de Las Acacias, a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar… En la oscuridad del cuarto pensé en eso, aunque pensar en la oscuridad no es conveniente: las cosas parecen más grandes o más graves en la oscuridad, las enfermedades más destructivas, la presencia del mal más cercana, el desamor más intenso, la soledad más profunda. Por eso queremos tener a alguien para dormir, y por eso yo no la hubiera dejado sola por nada del mundo esa noche.

Habría podido vestirme y salir en silencio, caminando sin zapatos y dejando puertas entrecerradas, como un ladrón. Pero no lo hice: la vi caer en un sueño profundo, mezcla sin duda del cansancio de la carretera y el de las emociones. Recordar cansa, esto es algo que no nos enseñan, la memoria es una actividad agotadora, drena las energías y desgasta los músculos. Así que vi a Maya dormirse de medio lado, su cara hacia la mía, y ya dormida la vi pasar una mano bajo la almohada como abrazándola o aferrándose a ella, y sucedió de nuevo: la vi como fue de niña, no me cupo la menor duda de que en ese ademán estaba la niña que había sido, y la quise de alguna manera imprecisa y absurda. Y entonces me dormí también.


Cuando desperté, todavía era oscuro. No supe cuánto tiempo había pasado. No me había despertado la luz, ni los sonidos del amanecer tropical, sino el murmullo lejano de unas voces. Seguí los sonidos hasta la sala y no me sorprendió encontrarla como la encontré, sentada en el sofá con la cabeza entre las manos y una grabación hablando desde su pequeño equipo de sonido. No tuve que escuchar más de unos segundos, no tuvieron que llegarme más de dos de esas frases pronunciadas en inglés por desconocidos, para que reconociera la grabación, pues en el fondo nunca había dejado de escuchar ese diálogo en que se hablaba de condiciones climáticas y luego de trabajo y luego del número de horas que los pilotos podían volar antes del descanso obligatorio, en el fondo lo recordaba como si lo hubiera escuchado ayer.

«Bueno, veamos», decía el capitán igual que había dicho tiempo atrás, en casa de Consu. «Tenemos ciento treinta y seis millas hasta el VOR, tenemos que bajar treinta y dos mil pies, y encima de todo ir reduciendo la velocidad, así que empecemos.» Y el copiloto decía: «Bogotá, American nueve sesenta y cinco, permiso para descender». Y Bogotá decía: «Adelante, American nueve seis cinco, aquí Cali». Y el copiloto decía: «Muy bien, Cali. Estaremos allí en unos veinticinco minutos». Y yo pensé, igual que había pensado antes: No será así. No estarán allí en veinticinco minutos. Estarán muertos, y eso cambiará mí vida.


Maya no me miró al sentirme llegar a su lado, pero levantó la cara como si me estuviera esperando, y en sus mejillas vi el rastro de su llanto y quise estúpidamente protegerla de lo que iba a pasar al final de esa cinta. La puerta de llegada era la dos, la pista asignada era la cero uno, las luces del avión se encendían porque había mucho tráfico visual en el área, y me senté junto a Maya en el sofá y le pasé una mano por la espalda, la abracé y la traje hacia mí, y los dos nos hundimos con nuestro peso en el sofá como una vieja pareja de insomnes, eso fuimos, dos esposos de muchos años que ya han perdido el sueño y se encuentran como fantasmas en las madrugadas para compartir el insomnio. «Ahora les voy a hablar», decía la voz, y enseguida: «Damas y caballeros, les habla el capitán. Hemos comenzado nuestro descenso». Y entonces la sentí sollozar. «Ahí va mamá», dijo. Pensé que no iba a decir nada más. «Se va a matar», dijo entonces, «me va a dejar sola. Y yo no puedo hacer nada, Antonio. ¿Por qué tuvo que coger ese vuelo? ¿Por qué no un vuelo directo, por qué tanta mala suerte?». Y la abracé, qué podía hacer más que abrazarla, no podía cambiar lo ocurrido ni detener el flujo del tiempo en la cinta, ese tiempo que avanzaba hacia lo ya terminado, hacia lo definitivo. «Quiero desear a todos unas vacaciones muy felices, y un 1996 lleno de salud y prosperidad», decía el capitán desde la cinta. «Gracias por haber volado con nosotros.»


Y con esas palabras falsas -el año de 1996 no existiría para Elaine Fritts-, Maya volvió a recordar, volvió a dedicarse al fatigoso oficio de la memoria. ¿Fue para beneficio mío, Maya Fritts, o tal vez habías descubierto que podías usarme, que nadie más te permitía ese regreso al pasado, que nadie como yo iba a invitar esos recuerdos, a escucharlos con la disciplina y la dedicación con que los escuchaba yo? Y así me contó de la tarde de diciembre en que entró a casa, después de una larga jornada de trabajo en los apiarios, lista para darse una ducha. Había tenido un brote de acariasis en las colmenas y se había pasado la semana tratando de minimizar los daños y preparando pociones de anémona y tusílago; todavía tenía en las manos el olor intenso de la mezcla y le urgía lavarse. «Entonces sonó el teléfono», me dijo. «Casi no lo contesto. Pero pensé: ¿y si es algo importante?

Oí la voz de mamá y llegué a decirme que bueno, por lo menos no es eso. No es nada importante. Mamá llamaba todas las navidades, eso no lo habíamos perdido a pesar de los años.


Hablábamos cinco veces por año: para su cumpleaños, para mi cumpleaños, para Navidad, para Año Nuevo y para el cumpleaños de papá. El cumpleaños del muerto, usted me entiende, que los vivos celebran porque él no está allí para celebrarlo. Esa vez estuvimos hablando un buen rato, contándonos cosas sin importancia, y en una de ésas mi madre se quedó callada y me dijo mira, tenemos que hablar.» Y así, en una llamada de larga distancia, a través de las ondas telefónicas que venían desde Jacksonville, Florida, se enteró Maya de la verdad sobre su padre. «No se había muerto cuando yo tenía cinco años. Estaba vivo. Había estado preso y había salido. Estaba vivo, Antonio. Y además estaba en Bogotá. Y además había encontrado a mamá, quién sabe cómo. Y además quería que nos reuniéramos.» «Qué bonita noche, ¿no?», decía el capitán en la grabación de la caja negra. Y el copiloto: «Sí. Está muy agradable por estos lados». «Que nos reuniéramos, Antonio, hágame el favor», me decía Maya. «Como si se hubiera ido un par de horas a hacer mercado.» Y el capitán: «Feliz Navidad, señorita».


Ignoro si estén estudiadas las reacciones que tiene la gente ante revelaciones semejantes, cómo se comporta una persona ante un cambio tan brutal de sus circunstancias, ante la desaparición del mundo tal como lo conoce. Es de pensar que en muchos casos sigue un reajuste gradual, la búsqueda de un nuevo lugar en el elaborado sistema de nuestras vidas, una reevaluación de nuestras relaciones y de eso que llamamos pasado. Quizás eso sea lo más difícil y lo menos aceptable, el cambio del pasado que antes habíamos creído fijo. En el caso de Maya Fritts lo primero fue la incredulidad, pero aquello no duró mucho: en cuestión de segundos ya había cedido a la evidencia. Siguió una especie de furia contenida, en parte causada por la vulnerabilidad de esta vida en que una llamada puede echarlo todo abajo en el tiempo más breve: basta levantar la bocina y por allí entra en nuestra casa un hecho nuevo que no hemos pedido ni buscado y que nos lleva por delante con la fuerza de un alud. Y a la furia contenida siguió la furia abierta, los gritos por el teléfono, los insultos. Y a la furia abierta siguió el odio y las palabras del odio: «Yo no quiero ver a nadie», le dijo Maya a su madre. «Él verá si me cree o no, pero yo te aviso. Si se aparece por acá, lo recibo a tiros.» Maya habló con la voz desgarrada, muy distinto debió de haber sido aquello de lo que yo veía en el sofá, el llanto callado y aun sereno. «¿Dónde estamos?», preguntaba el copiloto en la caja negra, y en su voz había algo de alarma, el anticipo de lo que estaba por venir. «Aquí comienza», me dijo Maya.


Y tenía razón, ahí comenzaba. «¿Hacia dónde vamos?», decía el copiloto. «No lo sé», decía el capitán, «¿qué es esto? ¿Qué pasó aquí?». Y así, con los bandazos desorientados que comenzaba a dar el Boeing 757, con sus movimientos de pájaro perdido a trece mil pies de altura en la noche andina, comenzaba la muerte de Elena Fritts. Ahí estaban otra vez esas voces que ya se han dado cuenta de algo, que fingen serenidad y control cuando todo control se ha perdido ya y la serenidad es una gran impostura. «¿Giro a la izquierda, entonces? ¿Quieres girar a la izquierda?» «No… No, nada de eso. Sigamos adelante hacia…» «¿Hacia dónde?» «Hacia Tuluá.» «Eso es a la derecha.» «¿A dónde vamos? Gira a la derecha. Vamos a Cali. Aquí la cagamos, ¿no?» «Sí.» «¿Cómo llegamos a cagarla así? A la derecha ahora mismo, a la derecha ahora mismo.» «Aquí la cagaron», dijo o más bien susurró Maya. «Y mamá iba ahí.»

«Pero no sabía lo que estaba pasando», le dije. «No sabía que los pilotos estaban desorientados. Por lo menos no tenía miedo.»

Maya lo consideró. «Es verdad», dijo. «Por lo menos no tenía miedo.»

«¿En qué estaría pensando?», dije. «¿Alguna vez se lo ha preguntado, Maya? ¿En qué estaría pensando Elaine en ese momento?»


La grabación comenzó a soltar sonidos de angustia. Una voz electrónica lanzaba advertencias desesperadas a los pilotos: «Terrain, terrain». «Me lo he preguntado mil veces», dijo Maya. «Yo le puse muy en claro que no quería verlo, que mi papá había muerto cuando yo tenía cinco años y eso era así, eso no lo cambiaba nada. En mi vida, eso era así. Que no se pusieran a tratar de cambiarme las cosas a estas alturas. Pero luego me pasé varios días destrozada. Me enfermé. Me dio fiebre, una fiebre alta, y con fiebre y todo me iba a trabajar a las colmenas por puro miedo de estar en casa cuando llegara mi papá. ¿En qué iría pensando? Tal vez en que valía la pena tratar. En que mi papá me había querido mucho, nos había querido mucho, y valía la pena tratar. Otro día volvió a llamar, trató de justificar lo que había hecho papá, me dijo que en esa época todo era distinto, el mundo del tráfico de drogas, todo eso. Que todos eran unos inocentes, eso me dijo. No que eran inocentes, no, sino unos inocentes, no sé si se da cuenta de la distancia que hay entre una cosa y la otra. En fin, es lo mismo. Como si la inocencia existiera en este país nuestro… En fin, ahí fue cuando mamá decidió subirse a un avión y arreglar las cosas personalmente. Me avisó que iba a coger el primer vuelo disponible. Que si su propia hija le disparaba, pues se lo iba a aguantar. Así me dijo, su propia hija. Que se lo iba a aguantar, pero que no se iba a quedar con la duda, con el qué hubiera pasado. Ah, ya estamos en esta parte. Cómo duele, increíble, después de tanto tiempo.» «Mierda», decía el piloto en la grabación. «Cómo duele», decía Maya. «Arriba, chico», decía el piloto. «Arriba.»

«El avión se está cayendo», dijo Maya.

«Arriba», dijo en la caja negra el capitán.

«Todo va bien», dijo el copiloto.

«Se van a matar», dijo Maya, «y no hay nada que hacer».

«Arriba», dijo el capitán.

«Suavemente, suavemente.»

«Y yo no alcancé a despedirme», dijo Maya.

«Más arriba, más arriba», dijo el capitán.

«OK», dijo el copiloto.

«¿Cómo iba yo a saber?», dijo Maya. «¿Cómo podía saber, Antonio?»

Y el capitán:

«Arriba, arriba, arriba».


La madrugada fresca se llenó con el llanto de Maya, suave y fino, y también con el canto de los primeros pájaros, y también con el ruido que era la madre de todos los ruidos, el ruido de las vidas que desaparecen al precipitarse al vacío, el ruido que hicieron al caer sobre los Andes las cosas del vuelo 965 y que de alguna manera absurda era también el ruido de la vida de Laverde, atada sin remedio a la de Elena Fritts. ¿Y mi vida? ¿No comenzó mi propia vida a precipitarse a tierra en ese mismo instante, no era aquel ruido el ruido de mi propia caída, que allí comenzó sin que yo lo supiera? «¿Cómo, también tú has caído del cielo?», le pregunta el Principito al piloto que cuenta su historia, y pensé que sí, también yo había caído del cielo, pero de mi caída no había testimonio posible, no había caja negra que nadie pudiera consultar, ni había caja negra de la caída de Ricardo Laverde, las vidas humanas no cuentan con esos lujos tecnológicos.

«Maya, ¿cómo es que estamos oyendo esto?», dije.

Ella me miró en silencio (sus ojos rojos y encharcados, su boca desolada). Pensé que no me había entendido.

«No quiero decir… Lo que quiero saber es cómo llegó esta grabación…» Maya respiró hondo.

«Siempre le gustaron los mapas», dijo.

«¿Qué?»

«Los mapas», dijo Maya. «Siempre le gustaron.»


A Ricardo Laverde siempre le habían gustado los mapas. El colegio siempre se le dio bien (toda la vida entre los tres primeros de la clase), pero nada se le dio tan bien como los mapas, esos ejercicios en que el estudiante debe componer, con lápiz de mina blanda o con una plumilla o un rapidógrafo, sobre papel de calcar y a veces sobre papel mantequilla, las geografías de Colombia. Le gustaba la rectitud repentina del trapecio amazónico, le gustaba la costa pacífica templada como un arco sin su flecha, sabía dibujar de memoria la península de La Guajira, y en cualquier momento hubiera podido vendarse los ojos y poner un alfiler dentro de un croquis, como otros le ponen la cola al burro, para ubicar sin pensárselo dos veces el Nudo de Almaguer.

En toda la historia escolar de Ricardo, las únicas llamadas del prefecto de disciplina se dieron cuando era hora de hacer mapas, pues Ricardo terminaba los suyos en la mitad del tiempo permitido y durante el resto de la clase se dedicaba a hacer los mapas de sus compañeros a cambio de una moneda de cincuenta centavos, si se trataba de una división político administrativa de Colombia, o de un peso, si de un mapa hidrográfico o una distribución de pisos térmicos. «¿Por qué me cuenta esto?», dije. «¿Qué tiene que ver?»


Cuando volvió a Colombia, después de diecinueve años de cárcel, y tuvo que encontrar trabajo, lo más lógico era buscar donde hubiera aviones. Tocó varias puertas pequeñas: aeroclubes, academias de aviación, y todas las encontró cerradas. Entonces, siguiendo una suerte de epifanía, se presentó en el Instituto Geográfico Agustín Codazzi. Le hicieron unas pruebas, y a los quince días estaba pilotando un bimotor Commander 690A cuya tripulación se componía de piloto y copiloto, dos geógrafos, dos técnicos especializados y un sofisticado equipo de aerofotografía.

Y a eso se dedicó durante los últimos meses de su vida: a despegar de madrugada desde el aeropuerto El Dorado, a recorrer el espacio aéreo colombiano mientras la cámara que llevaba atrás tomaba negativos de 23 x 23 que acabarían, después de un largo proceso de laboratorio y de clasificación, en los atlas con que miles de niños aprenden cuáles son los afluentes del río Cauca y dónde nace la Cordillera Occidental. «Niños como nuestros hijos», dijo Maya, «si es que alguna vez llegamos a tener hijos».

«Ellos van a estudiar con las fotos de Ricardo.»

«Es bonito pensarlo», dijo Maya. Y luego: «Mi padre se había hecho muy amigo de su fotógrafo».


Se llamaba Iragorri, Francisco Iragorri, pero todo el mundo le decía Pacho. «Un tipo flaco, de nuestra edad más o menos, de esos que tienen facciones de niño Dios, las mejillas coloradas, la naricita en punta, ni un pelo en la cara.» Maya lo buscó y lo encontró y lo llamó por teléfono y lo invitó a venir a Las Acacias a comienzos de 1998, y fue él quien le contó cómo había transcurrido la última noche de Ricardo Laverde. «Siempre volaban juntos, después del vuelo se tomaban una cerveza y se despedían. Y a los quince días se encontraban en el instituto, en el laboratorio del instituto, y trabajaban juntos en las fotos. O más bien Iragorri trabajaba y dejaba que mi padre viera y aprendiera. A hacer fotocontrol. A analizar una foto en tres dimensiones. A manejar un visor estereoscópico.


Mi padre gozaba como un niño, eso me dijo Iragorri.» El día antes de que lo mataran, Ricardo Laverde había llegado al laboratorio buscando a Iragorri. Era tarde. Iragorri se dijo que la visita no estaba relacionada con el trabajo, y le bastaron un par de frases, un par de miradas, para comprender que el piloto le iba a pedir un préstamo: no hay nada más fácil de anticipar que los favores financieros. Pero ni en mil años hubiera imaginado el motivo: Laverde iba a comprar una grabación, la grabación de una caja negra. Le explicó a Iragorri de qué vuelo se trataba. Le explicó quién había muerto en ese vuelo.

«La plata era para los funcionarios que le iban a conseguir el cassette», dijo Maya. «Parece que la cosa no es tan difícil si uno tiene los contactos.»


El problema era el monto del préstamo: Laverde necesitaba mucho dinero, más, desde luego, de lo que nadie lleva encima, pero también más de lo que se puede sacar de un cajero electrónico. De manera que los dos amigos, el piloto y el fotógrafo, tomaron una decisión: se quedarían allí, perdiendo el tiempo en las instalaciones del Instituto Geográfico Agustín Codazzi, metidos en el cuarto oscuro o en las oficinas de Restitución, entreteniéndose con viejas copias de contacto o estableciendo la topografía de un trabajo atrasado o rectificando coordenadas mal hechas, y a eso de las once y media de la noche se dirigirían al cajero electrónico más cercano para sacar el máximo permitido y hacerlo dos veces: una antes y otra después de la medianoche.

Así lo hicieron: así engañaron al computador de la máquina, ese pobre aparato que sólo entiende de dígitos; así consiguió Ricardo Laverde la cantidad que necesitaba.

«Todo esto me contó Iragorri. Era el último trozo de información que había podido encontrar», me dijo Maya, «hasta que supe que mi padre no estaba solo cuando le dispararon».

«Hasta que supo que yo existía.»

«Sí. Hasta que supe.»

«Pues Ricardo nunca me habló a mí de ese trabajo», le dije. «Ni de mapas ni de fotos aéreas ni del bimotor Commander.»

«¿Nunca?»

«Nunca. Y no es porque yo no haya preguntado.»

«Ya veo», dijo Maya.

Pero era evidente: ella veía algo que a mí se me escapaba. En la ventana de la sala comenzaban a aparecer los árboles, las siluetas de sus ramas comenzaban a despegarse del fondo oscuro de esa larga noche, y también adentro, a nuestro alrededor, las cosas recobraban la vida que tienen de día.

«¿Qué ve?», le pregunté a Maya.

Parecía cansada. Los dos estábamos cansados, pensé; pensé que también bajo mis ojos colgarían esas ojeras grises que colgaban bajo los ojos de Maya.

«Iragorri se sentó ahí el día que vino», dijo ella. Señaló el sillón que no estábamos ocupando, el más próximo al equipo de sonido del cual ya no salía ningún ruido. «Sólo se quedó a almorzar. No me pidió que le contara nada a cambio. Ni que le mostrara los papeles de mi familia. Ni se acostó conmigo, eso mucho menos.» Bajé la mirada, intuí que ella hacía lo mismo. Y Maya añadió:

«La verdad es que usted es un abusivo, mi querido amigo».

«Perdón», dije.

«No sé cómo no se muere de vergüenza.» Maya sonrió: en la luz azul del amanecer vi su sonrisa. «El caso es que me acuerdo perfecto, estaba ahí sentado y nos acababan de traer un jugo de lulo, porque Iragorri era abstemio, y le había puesto una cucharadita de azúcar y estaba revolviéndolo así, despacio, cuando llegamos a lo del cajero electrónico. Entonces me dijo que claro, claro que le había prestado la plata a mi papá, pero que a él esa plata no le sobraba. Así que le dijo mire, Ricardo, no se ofenda, pero le tengo que preguntar cómo va a hacer para pagarme. Cuándo me va a pagar, y cómo va a hacer. Y ahí fue que mi papá, siempre según la versión de Iragorri, le dijo: Ah, por eso no se preocupe. Yo acabo de hacer un trabajo y me va a entrar buena plata. Se lo voy a pagar todo y con intereses.»


Maya se puso de pie, dio un par de pasos hacia la mesita rústica donde estaba su pequeño equipo de sonido y puso a retroceder la cinta. El silencio se llenó con ese susurro mecánico, monótono como una corriente de agua. «Esa frase es como un hueco, por ahí se va todo», dijo Maya. «Acabo de hacer un trabajo, le dijo mi papá a Iragorri, y me va a entrar buena plata. Son poquitas palabras, pero viera lo que joden.»

«Porque no sabemos.»

«Exacto», dijo Maya. «Porque no sabemos. Iragorri no me lo preguntó al principio, tuvo la delicadeza o la timidez, pero al final no se aguantó. ¿Qué trabajo sería, señorita Fritts? Me parece verlo ahí, mirando para otra parte. ¿Ve ese mueble, Antonio?» Maya señaló una estructura de mimbre de cuatro anaqueles. «¿Ve los precolombinos de arriba?» Eran un hombrecito sentado con las piernas cruzadas y un falo enorme; a su lado, dos vasijas con cabeza y una barriga prominente. «Iragorri clavó allá los ojos, bien lejos de los míos, no me podía mirar para decirme lo que me dijo, no se atrevía. Y lo que me dijo fue: ¿Y su papá no estaría metido en cosas raras? ¿Raras como qué?, le pregunté. Y él, todo el tiempo mirando hacia allá, mirando los precolombinos, se puso colorado como un niño y me dijo bueno, no sé, no importa, ya qué importa. ¿Y sabe qué, Antonio? Eso mismo pienso yo: ya qué importa.»


El susurro del equipo de sonido se detuvo entonces. «¿Volvemos a oírla?», dijo Maya. Su dedo oprimió un botón, los pilotos muertos comenzaron de nuevo a conversar en la noche remota, en medio del cielo nocturno, a treinta mil pies de altura, y Maya Fritts volvió a mi lado y me puso una mano en la pierna y recostó su cabeza en mi hombro y me llegó el olor de su pelo donde todavía podía sentirse la lluvia del día anterior. No era un olor limpio, sino pasado por la transpiración y por el sueño, pero me gustó, me sentí cómodo en él.

«Tengo que irme», le dije entonces.

«¿Seguro?»

«Seguro.»

Me puse de pie, miré por la ventana grande. Afuera, tras los farallones, se asomaba la mancha blanca del sol.


Hay una sola ruta directa entre La Dorada y Bogotá, una sola forma de hacer el trayecto sin rodeos ni demoras innecesarias. Es la que toma por fuerza todo el transporte, el de pasajeros y el de la mercancía también, pues para esas empresas resulta vital cubrir la distancia en el menor tiempo posible, y es por eso mismo que un percance en la única vía suele ser muy dañino. Se toma hacia el sur la recta que bordea el río y se llega a Honda, el puerto al que llegaban los viajeros cuando no había aviones que sobrevolaran los Andes. Desde Londres, desde Nueva York, desde La Habana, desde Colón o Barranquilla, se llegaba por mar a la desembocadura del Magdalena, y allí se cambiaba de barco o a veces se continuaba el viaje en el mismo. Eran largos días de navegación río arriba en vapores cansados que en época de sequía, cuando el agua descendía tanto que el lecho del río emergía como una boya, quedaban atascados en la ribera entre cocodrilos y lanchas de pescadores. Desde Honda cada viajero iba a Bogotá como podía, a lomo de mula o en ferrocarril o en carro privado, dependiendo de la época y de los recursos, y ese último tramo podía durar también lo suyo, desde unas cuantas horas hasta unos cuantos días, pues no es fácil pasar, en poco más de cien kilómetros, del nivel del mar a los dos mil seiscientos metros de altura donde se apoya esta ciudad de cielos grises.

En mis años de vida nadie ha sabido explicarme de manera convincente, más allá de banales causas históricas, por qué un país escoge como capital a su ciudad más remota y escondida. Los bogotanos no tenemos la culpa de ser cerrados y fríos y distantes, porque así es nuestra ciudad, ni se nos puede culpar por recibir con desconfianza a los extraños, pues no estamos acostumbrados a ellos. Yo, desde luego, no puedo culpar a Maya Fritts por haberse ido de Bogotá cuando tuvo la oportunidad, y más de una vez me he preguntado cuánta gente de mi generación habrá hecho lo mismo, escapar, ya no a un pueblito de tierra caliente como Maya, sino a Lima o Buenos Aires, a Nueva York o México, a Miami o Madrid. Colombia no produce escapados, eso es verdad, pero un día me gustaría saber cuántos de ellos nacieron como yo y como Maya a principios de los años setenta, cuántos como Maya o como yo tuvieron una niñez pacífica o protegida o por lo menos imperturbada, cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra, o por lo menos no una guerra convencional, si es que semejante cosa existe.

Eso me gustaría saber, cuántos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuántos sintieron al salvarse que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad incendiada.


Yo os contaré que un día vi arder entre la noche / una loca ciudad soberbia y populosa, dice un poema de Aurelio Arturo. Yo, sin mover los párpados, la miré desplomarse, / caer, cual bajo un casco un pétalo de rosa.


Arturo lo publicó en 1929: no tenía forma de saber lo que le sucedería después a la ciudad de su sueño, la forma en que Bogotá se adaptaría a sus versos, entrando en ellos y llenando sus resquicios, como el hierro se adapta al molde, sí, como el hierro fundido llena siempre el molde que le ha tocado.


Ardía como un muslo entre selvas de incendio, y caían las cúpulas y caían los muros sobre las voces queridas tal como sobre espejos amplios… ¡diez mil chillidos de resplandores puros!


Las voces queridas. En ellas pensaba ese lunes extraño, cuando, después del fin de semana en casa de Maya Fritts, me encontré llegando a Bogotá por el occidente, pasando por debajo de los aviones que despegaban del aeropuerto El Dorado, pasando por encima del río, y subiendo luego por la calle 26. Eran poco más de las diez de la mañana y el trayecto había transcurrido sin percances, ni derrumbes ni trancones ni accidentes que me retuvieran en esa carretera tan estrecha por momentos que los vehículos tienen que tomar turnos para pasar. Yo iba pensando en todo lo que había escuchado en el fin de semana y en la mujer que me lo había contado, y también en lo que había visto en la Hacienda Nápoles, cuyas cúpulas y cuyos muros también habían caído, y también, por supuesto, iba pensando en el poema de Arturo y en mi familia, en mi familia y el poema de Arturo, en mi ciudad y el poema y mi familia, las voces queridas del poema, la voz de Aura y la voz de Leticia, que habían llenado mis últimos años, que en más de un sentido me habían rescatado.


Y eran como mis mismos cabellos esas llamas,

rojas panteras sueltas en la joven ciudad,

y ardían desplomándose los muros de mi sueño,

¡tal como se desploma gritando una ciudad!


Entré al parqueadero de mi edificio como si volviera de una prolongada ausencia. Desde la ventana me saludó un portero al que no había visto nunca; tuve que hacer más maniobras de las habituales para entrar en mi espacio. Al bajar sentí frío, y pensé que el interior del carro había conservado el aire cálido del valle del Magdalena y que a ese contraste se debía sin duda la cerrazón violenta de mis poros. Olía a cemento (el cemento tiene un olor frío) y olía también a pintura fresca: estaban haciendo unos trabajos que yo no recordaba, los habrían empezado durante el fin de semana. Pero los obreros no estaban, y allí, en el parqueadero de mi edificio, ocupando el lugar de un carro que había salido ya, había un barril de gasolina cortado por la mitad, y en él restos de cemento fresco.

De niño me había gustado la sensación del cemento fresco en las manos, así que miré alrededor -cosa de asegurarme de que nadie me viera y me tomara por un loco- y me acerqué al barril y hundí dos dedos cuidadosos en la mezcla ya casi endurecida. Y así subí al ascensor, mirándome los dedos sucios y oliéndolos y disfrutando ese olor frío, y así subí los diez pisos hasta mi apartamento, y estuve a punto de timbrar con los dedos sucios. No lo hice, y no fue sólo por no ensuciar el timbre o la pared, sino porque algo (una cualidad del silencio en esa planta alta, la oscuridad de los cristales ahumados de la puerta) me dijo que en la casa no había nadie que me abriera.


Ahora bien, hay algo que me ha pasado toda mi vida al regresar del nivel del mar a la altura bogotana. No es cosa mía solamente, por supuesto, sino que les pasa a varios e incluso a la mayoría, pero desde pequeño constaté que mis síntomas eran más intensos que los ajenos. Me refiero a una cierta dificultad para respirar durante los primeros dos días de mi regreso, una taquicardia leve que se desencadena con esfuerzos tan sencillos como subir una escalera o bajar una maleta, y que me dura mientras los pulmones se acostumbran de nuevo a este aire enrarecido. Eso me sucedió al abrir con mis propias llaves la puerta de mi apartamento. Mis ojos registraron mecánicamente la mesa limpia del comedor (no había sobres por abrir, ni cartas ni facturas), la mesita del teléfono donde la luz roja del contestador parpadeaba y el tablero digital me indicaba que había cuatro mensajes, la puerta batiente de la cocina (que se había quedado fija en una posición entreabierta, sería preciso aceitar la bisagra). Todo eso lo vi sintiendo que el aire me faltaba y que el corazón me lo estaba reclamando. Lo que no vi, en cambio, fue juguetes de ningún tipo. Ni en los rincones alfombrados ni abandonados en las sillas ni perdidos en el corredor. No había nada, ni las frutas de plástico ni su canasta, ni las tacitas de té desportilladas, ni las tizas del tablero ni papeles coloreados. Todo estaba en perfecto orden, y fue entonces que di dos pasos hacia el teléfono y puse a sonar los mensajes.


El primero era de la Decanatura de mi universidad, me preguntaban por qué no había ido a dar mi clase de siete de la mañana, me pedían reportarme en cuanto fuera posible. El segundo era de Aura.

«Llamo para que no te preocupes», decía esa voz, la voz querida, «estamos bien, Antonio. Leticia y yo estamos bien. Hoy es domingo, ocho de la noche, y no has venido. Y yo no veo adonde podemos ir ya. Tú y yo, quiero decir, no veo adonde podamos ir tú y yo, qué es lo que sigue después de esto que nos ha pasado. He tratado, he tratado mucho, tú sabes que sí. Y ya me cansé de tratar, hasta yo me canso. Ya no puedo más. Perdóname, Antonio, pero ya no puedo más, y no es justo con la niña». Esto decía: No es justo con la niña. Y luego decía otras cosas, pero el tiempo que le daba el contestador se le había acabado y el mensaje se le había cortado.


El siguiente mensaje también era de ella. «Se me cortó», decía con voz quebrada, como si hubiera llorado entre las dos llamadas. «Bueno, tampoco tengo nada más que decir. Espero que tú también estés bien, que hayas llegado bien, y que me perdones. Es que no pude más. Perdóname.»

Luego venía el último mensaje: era de la universidad nuevamente, pero no de la Decanatura, sino de la Secretaría. Me pedían que dirigiera una tesis, un proyecto absurdo sobre la venganza como prototipo legal en la Ufada.


Había escuchado los mensajes de pie, con los ojos abiertos pero sin mirar nada, y ahora los volví a poner para que la voz querida de Aura sonara mientras yo daba una vuelta por el apartamento. Caminaba despacio, porque el aire me faltaba: por más profundas que fueran mis inspiraciones, no lograba tener la sensación de respirar cómodamente, y se me figuraban sin esfuerzo los pulmones cerrados, los bronquios rebeldes, los alvéolos saboteadores negándose a recibir el aire. En la cocina no había ni un plato sucio, ni un vaso, ni un cubierto fuera de su sitio. La voz de Aura decía que se había cansado, y yo caminaba por el corredor hacia el cuarto de Leticia, y la voz de Aura decía que no era justo con la niña y yo me senté en la cama de Leticia y pensé que lo justo era que Leticia estuviera conmigo, que yo pudiera cuidarla como la había cuidado hasta ahora.

Quiero cuidarte, pensé, quiero cuidarlas a ambas, juntos vamos a estar protegidos, juntos no va a pasarnos nada.


Abrí el armario: Aura se había llevado toda la ropa de la niña, un niño de la edad de Leticia ensucia varias prendas al día, hay que estar lavando todo el tiempo. La cabeza me dolía de repente. Lo atribuí a la falta de oxígeno. Pensé que me recostaría unos minutos antes de buscar una pastilla, porque Aura siempre me había reprochado esa tendencia a tomar algo con los primeros síntomas, a no dejar que el cuerpo se defendiera solo. «Perdóname», decía la voz de Aura allá, en el salón, del otro lado de la pared. Aura no estaba en el salón, por supuesto, y no había manera de saber dónde estaba. Pero estaba bien, y Leticia estaba bien, y eso era lo importante. Tal vez, con algo de suerte, volvería a llamar. Me acosté en esa cama que me resultaba demasiado pequeña, en la cual mi largo cuerpo de adulto no quedaba contenido, y mis ojos se fijaron en el móvil que colgaba del techo, la primera imagen que Leticia veía al levantarse en las mañanas, la última que probablemente veía al acostarse. Del techo colgaba un huevo aguamarina, del huevo salían cuatro aspas y de cada aspa colgaba, a su vez, una figura: un búho con grandes ojos en espiral, una mariquita, una libélula de alas de muselina, una abeja sonriente de largas antenas. Allí, concentrado en las formas y los colores que se movían de manera imperceptible, pensé en lo que le diría a Aura si volviera a llamar. ¿Le preguntaría dónde estaba, si podía ir a recogerla o si tenía derecho a esperarla? ¿Guardaría silencio para que ella se diera cuenta de que había sido un error abandonar nuestra vida? ¿O trataría de convencerla, de sostener que juntos nos defenderíamos mejor del mal del mundo, o que el mundo es un lugar demasiado riesgoso para andar por ahí, solos, sin alguien que nos espere en casa, que se preocupe cuando no llegamos y pueda salir a buscarnos?

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