Alberto Vázquez-Figueroa El señor de las tinieblas

El amplio estudio resultaba a todas luces muy difícil de catalogar, puesto que ni su propio dueño sería capaz de determinar cuántas cosas útiles — y sobre todo inútiles — se amontonaban entre aquellas altísimas, ennegrecidas y vetustas paredes.

Estanterías repletas de libros alcanzaban el techo, sobre dos mesas se apilaban legajos de documentos que probablemente no habían sido consultados en años, y una tercera mesa se inclinaba bajo el peso de cuatro antiquísimos microscopios.

Se distinguían también probetas, mecheros y serpentines, así como un par de pesados sillones de cuero, en un personalísimo habitáculo que podría considerarse de igual modo inhóspito o acogedor, dependiendo tan sólo del gusto personal de cada cual.

El hombre que lo ocupaba en aquellos momentos, Bruno Guinea, rondaba la cuarentena, vestía unos viejos pantalones de pana verde y una arrugada camisa a cuadros con la que podría creerse que había dormido una semana, y resultaba evidente que era uno de los escasos seres humanos que debían sentirse a gusto en un destartalado lugar por el que se movía esquivando objetos con la habilidad de un acróbata para inclinarse, de tanto en tanto, a observar a través de alguno de los microscopios, sin dejar por ello de tomar rápidas notas en un grueso cuaderno de tapas de hule.

A ratos canturreaba muy en voz baja, a ratos asentía como si se sintiera razonablemente satisfecho, y a ratos agitaba a un lado y otro la cabeza o chasqueaba la lengua en un claro gesto de desaprobación.

Resultaba evidente que fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, le mantenía absorto, por lo que cuando se escucharon unos discretos golpes, torció el gesto para gruñir en un tono de evidente impaciencia:

— ¿Qué diablos ocurre?

La puerta se abrió apenas dejando entrever el rostro de un hombre de su misma edad pero al que podría considerarse su antítesis, puesto que vestía una inmaculada bata blanca, aparecía perfectamente peinado y afeitado, sin duda había visitado a la manicura recientemente y olía a lavanda.

— ¡Buenos días, Cantaclaro! — fue lo primero que dijo luciendo una espectacular sonrisa de dientes impecables—. ¿Da usted su permiso para invadir la cueva del ogro?

El atareado Bruno Guinea se limitó a observarle con una extraña mezcla de afecto, malhumor y socarronería al tiempo que exclamaba:

— ¡Lo que me faltaba! ¡El Canaima! Cuando apareces sonriente, melifluo y con el Cantaclaro por delante es que algo buscas…

— ¿Tanto me conoces? — inquirió sin perder la calma el recién llegado.

— ¡Tanto! Y eso me permite adivinar que vienes a pedirme un favor incluso antes de que abras la boca. ¿Qué coño quieres ahora?

El pulcro y exquisito Alejandro de León Medina, alias Canaima, entornó cuidadosamente la puerta a sus espaldas, y se aproximó a la ventana para abrirla haciendo exagerados gestos con la mano como si estuviera, intentando que el aire penetrara a toda prisa al tiempo que replicaba:

— Necesito que me hagas la suplencia este fin de semana. ¡Aquí hiede a tigre! El aire esta viciado y con este calor te vas a enfermar.

El otro se apresuró a cerrar de nuevo las contraventanas con gesto de alarma.

— Pero ¿qué haces? — exclamó—. ¡Se van a volar los papeles!

— ¿Y cómo diablos se van a volar si no corre una gota de aire? ¡Esto es peor que una cochiquera! — protestó—. ¿No entiendo cómo te las arreglas para trabajar en semejante lugar…?

— Muy a gusto si nadie me jode… Sé dónde está cada cosa, y cada cosa sabe dónde estoy yo, con lo que no tenemos el menor problema. ¿Acaso me meto yo con las cortinas de tu despacho?

— ¿Qué pasa con las cortinas de mi despacho?

— Que son una mariconada de satén lila — replicó aquel a quien muy justamente habían puesto años atrás el apodo del Cantaclaro visto que siempre decía lo que pensaba—. ¿Te parece poco?

— ¿Así me agradeces que me preocupe por ti? — quiso saber su visitante fingiendo ofenderse—. ¡Se te van a comer las miasmas! ¿Y por qué no te afeitas? Pareces un pordiosero…

El desaseado Bruno Guinea se observó unos instantes en el cristal de una vitrina, se pasó la mano por la barbilla, y acabó por asentir con un leve gesto de cabeza.

— En eso tienes razón. Si Doña Bárbara me viera me la armaba, pero es que me agobia el trabajo. — Lanzó un áspero reniego—. Y para colmo vienen los amigos pretendiendo que les haga una suplencia. ¿De dónde diablos pretendes que saque el tiempo?

— No tengo ni idea, pero es que en esta época no puedo recurrir a nadie más. — Se disculpó cambiando el tono Alejandro de León Medina—. Todo el mundo está de vacaciones.

— Suele ocurrir en agosto. ¿Y para qué quieres ese fin de semana?

— Tengo que ir a Roma.

El otro le observó de medio lado para inquirir irónicamente:

— ¿De peregrinación?

— De manifestación. Acudirá gente de todo el mundo y seremos miles reclamando nuestros derechos.

Bruno Guinea le observó de medio lado, tomó asiento en su viejo y sobado butacón, y le señaló el que se encontraba enfrente en una clara invitación para que le imitase.

— He oído hablar de esa gigantesca manifestación — admitió al fin—. Pero ¿por qué precisamente Roma?

— Porque Roma continúa siendo la cuna de la intransigencia — fue la rápida y segura respuesta—. Tenemos que atacar al enemigo en su mismísima guarida.

— ¿El Vaticano?

— Exactamente, ya que desde él parten la mayoría de los anatemas que se lanzan sobre nosotros. El día que el Papa entienda que somos seres humanos con los mismos derechos que el resto de los mortales, habremos triunfado.

— ¿Y realmente crees que invadiendo las calles de

Roma conseguiréis que la Santa Madre Iglesia cambie con respecto a un tema con el que se lleva mostrándose intransigente veinte siglos? — quiso saber su amigo.

— Por algo hay que empezar.

— ¿Empezar? — se escandalizó el Cantaclaro haciendo una vez más honor a su apodo—. A mi modo de ver hace años que habéis empezado, pero lo cierto es que no soy el más indicado a la hora de opinar sobre el tema.

— Sin embargo sabes bien cuánto me importa tu opinión.

— ¿Y de qué va a servirte si por lo que veo estás decidido?

— Probablemente se deba a que, pese al estercolero en el que te gusta trabajar, eres el tipo más inteligente que conozco. El más puñeteramente deslenguado, eso sí, pero también el más comprensivo. — Sonrió de nuevo al puntualizar —: En algunas ocasiones incluso sigo tus consejos.

— ¡Oh, vamos, no me hagas reír! — masculló su interlocutor con evidente malhumor—. ¿Cuántas veces te aconsejé que te apartaras de Roberto? Que yo recuerde nunca me escuchaste.

— Estaba enamorado.

— ¿Enamorado de un sucio «chapero» que se largaba con el primero que le ofrecía mil duros? — Se escandalizó el otro—. ¡Joder con el amor! — Tú no puedes entenderlo. Nuestro mundo es diferente y el amor no se rige por las mismas reglas. Admito que Roberto era un canalla, pero cuando quería, sabía mostrarse derno, dulce y apasionado. Me entendía y eso es lo que yo necesito: alguien que comprenda lo que siento aquí dentro.

El hombre de los pantalones de pana y la camisa a cuadros lanzó un profundo resoplido, se puso en pie una vez más, se encaminó a la mesa de los microscopios, observó a través de uno de ellos, anotó algo en la libreta de tapas de hule, y sin volverse inquirió:

— ¿Por qué carajo seguimos con esto si llevamos veinte años discutiendo el tema y nunca llegamos a ninguna parte puesto que nuestros puntos de vista son dia-metralmente opuestos?

— Porque aunque tienes una lengua de víbora, eres el único con quien puedo sincerarme. ¿Imaginas lo que diría el pobre Sepúlveda si acudiera a contarle mis cuitas?

El Cantaclaro no pudo por menos que volverse y sonreír al tiempo que agitaba la cabeza negativamente. al señalar:

— ¡Le daría un pasmo! Pero ¿qué cara pondrá si te descubre en la televisión bailando en tanga por las calles de Roma?

— Con pelucas, tacones y maquillaje, ni mi propia madre sería capaz de reconocerme.

— ¿Y vas a Roma a exhibirte con peluca, tacones y maquillaje?

— ¡Naturalmente!

— ¿Por qué naturalmente?

— Porque se trata de reivindicar nuestros derechos: recuerda que se trata del Día del Orgullo Gay.

Bruno Guinea se puso en pie, se aproximó a la cafetera, sirvió dos tazas, y acudiendo a tomar asiento de nuevo le ofreció una.

— Yo no creo que tú te sientas demasiado orgulloso de ser gay, puesto-que lo ocultas a tus compañeros de trabajo… — puntualizó con su desparpajo de siempre—. Pero aun en el caso de que no lo ocultaras, lo que no entiendo es por qué razón los homosexuales tenéis que convertir una justa reivindicación social en una carnavalada que provoca el rechazo de mucha gente que, como yo, acepta que cada cual sea muy dueño de amar a quien le apetezca, pero no por ello debe hacerlo escandalizando.

— Ahora hablas como un reaccionario.

— ¡En absoluto! — protestó Bruno—. Hablo como quien soy, y que respetaría mucho más a quienes desfilaran por las calles de una ciudad, sea o no Roma, exigiendo con firmeza sus derechos, pero sin necesidad de tanto alboroto.

— Cuando los ganaderos se manifiestan, acuden con sus vacas estén o no locas — puntualizó el apodado Canaima—. Cuando se manifiestan los agricultores, arrojan a la calle naranjas o patatas, y cuando se trata de los bomberos colapsan el tráfico lanzando espuma.. y haciendo sonar las sirenas de sus camiones… ¿Por qué tendríamos que ser diferentes, si lo que reivindicamos es el derecho a disponer de nuestros propios cuerpos?

— Porque de ese modo lo que conseguís es que no se os tome en serio, y yo creo que el derecho a la libertad, ¡cualquier tipo de libertad! es algo demasiado serio como para exigirlo subido sobre unos tacones de medio metro y haciendo gestos obscenos.

— En eso puede que tengas razón. Hay quien se extralimita, pero es que hemos pasado demasiado tiempo sin salir del armario.

— Una cosa es decidirse a «salir del armario», y otra salirse de la habitación, de la casa, de la calle y hasta del barrio. Todo cambio, y soy el primero en admitir que en ese campo se hacía necesario un cambio, exige un tiempo y una maduración puesto que de lo contrario se corre el riesgo de que se convierta en traumático…

Le interrumpieron unos nerviosos y repetitivos golpes en la puerta y cuando ésta se abrió en el quicio se recortó la estilizada silueta de una enfermera de poco más de treinta años que señaló secamente:

— Os recuerdo que la cocina cierra dentro de diez minutos…

— Gracias pero no tengo tiempo de almorzar… — le hizo notar Bruno Guinea—. ¿Podrías pedir que me subieran un bocadillo de chorizo y una cerveza?

— ¿Otro bocadillo de chorizo y otra cerveza? — fingió enfurecerse Claudia Fonseca—. ¿Hasta cuándo? ¡Llevas tres días sin comer caliente!

El Cantaclaro hizo un significativo gesto hacia los microscopios al tiempo que puntualizaba:

— Si dejo de observar cada diez minutos, el trabajo de todo un mes se iría al garete…

— ¿Y no puedo hacerlo yo?

— Tardaría todo un día en indicarte lo que tienes que buscar — fue la respuesta que venía acompañada de un mohín de súplica—. ¡Por favor! — añadió—. Un bocadillo de chorizo y una cerveza bien fría.

La muchacha lanzó un sonoro reniego al tiempo que se volvía al expectante Canaima, que se había mantenido prudentemente al margen de la discusión:

— ¡Acabará enfermando! — exclamó—. ¡Maldita sea! Se mata a trabajar, apenas duerme, no come decentemente y muchos días ni siquiera se baña… ¡Tú eres su amigo! ¡Dile algo!

— ¡Querida mía! — replicó el aludido con absoluta calma—. Desde que ingresamos en la universidad vengo «diciéndole algo» al respecto, pero ya ves el resultado. Si usara bata, moriría con «las batas puestas», pero ni siquiera en eso hace puñetero caso al reglamento.

— Como chiste es malísimo… — le hizo notar su amigo—. Y odio las batas.

— Pues deberías haberte hecho arquitecto.

Bruno Guinea, que había acudido como siempre junto a los microscopios, pareció desentenderse de sus visitantes.

— ¿Por qué no os vais al carajo de una vez? — rogó—. Me estáis distrayendo.

Claudia Fonseca agitó la cabeza en un gesto con el que parecía querer indicar que aquélla es una lucha imposible y optó por desaparecer cerrando a sus espaldas sin dejar por ello de mascullar:

— ¡Cretino!

Al cabo de unos instantes el doctor De León Medina comentó como sin darle importancia al tema:

— Está loca por ti.

— ¿Qué has dicho…? — quiso saber su acompañante que aún continuaba distraído con sus observaciones.

— ¡Que la tienes loca…! — insistió el otro—. ¿Te la has llevado al huerto?

El apodado Cantaclaro se volvió sorprendido para inquirir visiblemente molesto:

— Pero ¿cómo se te ocurre? Estoy casado.

— ¡Menuda noticia! Soy el padrino de tu boda y de tu segundo hijo… Pero ¿qué tiene eso que ver con hacerle un favor a una pobre infeliz que te lo está pidiendo a gritos?

— ¿Es que no puedes pensar más que en el sexo? — inquirió el dueño de los pantalones de pana, al que se le advertía irritado—. Cuando me casé fue para siempre. Hasta que la muerte nos separe.

— «Hasta que la muerte os separe; hasta que la muerte os separe.» ¡Menuda cursilada! Tras dieciocho años de matrimonio una canita al aire te vendría muy bien, digo yo.

Bruno Guinea le apuntó amenazadoramente con el dedo al advertir:

— Tú sigue por ese camino y te va a hacer las guardias tu abuela. Sabes que me molestan este tipo de conversaciones.

— ¿O sea que podemos hablar durante horas sobre mi vida sexual, pero ni una sola palabra sobre la tuya? — fingió lamentarse casi cómicamente el Canaima.

— Eres tú quien tiene problemas sexuales, no yo

— fue la respuesta—. Estoy casado, tengo tres hijos, adoro a Alicia y ni siquiera se me pasa por la cabeza, la idea de tocar a otra mujer.

— ¡La madre que te parió! — masculló el otro dejando escapar una corta carcajada—. No fumas, no bebes, no te drogas, no meas fuera del tiesto, y no piensa más que en cuidar de tu mujer y en trabajar. ¿Me quieres explicar por qué coño somos amigos?

— No creas que no me lo he preguntado un millón de veces — admitió el interpelado con absoluta naturalidad—. Debe ser porque soy el único que te aguanta las depresiones.

Alejandro de León Medina tardó en responder, observó largo rato el fondo de su taza vacía, y al fin admitió en un tono de voz amargo y totalmente distinto al que había empleado hasta esos momentos:

— ¡Eso es muy cierto…! A veces pienso que si no fuera por ti hace tiempo que me hubiera pegado un tiro… ¡Mi vida es una mierda!

El Cantaclaro pareció comprender que se había extralimitado, y aproximándose le colocó la mano en el hombro con gesto de profundo afecto:

— ¡No digas eso! — suplicó—. Eres un internista extraordinario, y no conozco a nadie que sepa tratar a, los pacientes con tanta delicadeza como tú. Siempre he creído que si Alicia aún vive es gracias a ti, y aunque tan sólo fuera por eso tu vida merece la pena.

— ¿Que mi vida merece la pena? — repitió su amigo—. ¡No tienes ni idea de lo que significa tener que salir en mitad de la noche a la caza de un sucio golfillo con el que compartir la cama! ¡Te levantas asqueado!

— Encuentra una pareja fija.

— ¿Alguien como Roberto? — inquirió el otro—. ¿Tienes una idea de cuánto me costaba aquel hijo de la gran puta que me mataba a disgustos?

— ¡No lo sé, Canaima! — puntualizó Bruno Guinea en un tono entre impaciente y dolorido—. ¡Te juro que no lo sé! Aunque me esfuerzo por entenderte y ayudarte, la mayor parte de las veces no lo consigo, y eso me duele. Te quiero como a un hermano, pero en ocasiones te veo tan lejos como si estuvieras en otra galaxia.

— Y es que realmente se trata de otra galaxia, querido mío… — le hizo notar el aludido—. Una oscura galaxia en la que nunca brillan las estrellas.

Bruscamente abandonó la estancia dejando al mencionado Cantaclaro desazonado y abatido, puesto que en verdad sentía un gran cariño con alguien con el que había compartido todo lo bueno y todo lo malo durante más de dos décadas.

Habían compartido no sólo libros, apuntes, horas de estudio, hambre, pensiones de mala muerte, triunfos y fracasos, sino también las frases de ánimo que les habían permitido salir adelante en los momentos en que más oscuro se presentaba el horizonte.

Eran dos seres absolutamente dispares, no sólo en lo que se refería a sus inclinaciones sexuales, sino incluso en su forma de entender la vida, pero por alguna razón inexplicable se complementaban maravillosamente.

Bruno Guinea aún recordaba con horror la larga noche en que Alejandro le confesó que si nunca había demostrado el menor interés por la gran cantidad de chicas que le había ido presentando, era porque en el fondo sabía que sus inclinaciones iban por otro lado, y que al fin, aquella misma tarde se había decidido a dar el paso que tanto tiempo llevaba temiendo y deseando dar.

Fue como un jarro de agua fría para alguien que ni remotamente había imaginado que algo así pudiera suceder, puesto que la homosexualidad siempre se le había antojado «cosas de otra galaxia».

A los veinticinco años, el fogoso e impulsivo Bruno Guinea, líder estudiantil que se había ganado a pulso el apelativo de Cantaclaro visto que incluso en las más comprometidas situaciones nunca dudaba a la hora de expresar con contundente claridad lo que pensaba, jamás había prestado la más mínima atención a un confuso mundo del que ni siquiera concebía que algún día pudiera llamar a su puerta.

Fue un duro golpe.

Duro por lo inesperado, pero pese a que en un principio se sintiera ofendido y en cierto modo «traicionado» por quien consideraba, no sólo su mejor amigo, sino casi un hermano, pronto comprendió que no tenía derecho a juzgar a alguien que evidentemente llevaba años librando una difícil y silenciosa batalla contra sus hasta entonces insospechadas inclinaciones.

— No me siento ni orgulloso ni feliz por lo que he hecho… — había admitido con absoluta sinceridad Alejandro de León Medina aquella aciaga noche—. Hubiera preferido conocer a una buena chica con la que formar una hermosa familia, pero me consta que hubiera significado engañarme a mí mismo y sobre todo engañarla a ella en un vano intento de que sirviera de «tapadera». — Se mostraba nervioso, pero firme en sus convicciones—. Sinceramente creo que mi obligación es hacer frente a una realidad contra la que resulta absurdo rebelarse, sin involucrar a extraños ni hacer daño a nadie.

— Te juro que es lo último que espera escuchar en este mundo… — no había podido por menos que replicar Bruno Guinea—. Me has dejado helado y temo que si intentara ponerme en pie me temblarían las piernas.

— ¡Lo comprendo! — fue la respuesta—. Y del mismo modo comprendo que esta nueva situación afecte a nuestra amistad…

— ¿Qué quieres decir con eso…?

— Que aceptaré que nuestra relación cambie a partir de este momento.

— ¿Y por qué habría de cambiar, pedazo de gilipo-llas? — había señalado el Cantaclaro con su sinceridad habitual—. A mí nunca me has interesado de cintura para abajo, y estoy seguro de que continuarás sin interesarme. Quien se va a quedar muy tranquila es Alicia, a la que se le había agotado el cupo de amigas y no sabía ya a quién presentarte.

Por su parte Alicia, más conocida entre ellos por el viejo apodo de Doña Bárbara, se había limitado a comentar que aquello era algo que venía sospechando tiempo atrás.

Consciente del sincero afecto que su marido sentía por el que siempre había sido su entrañable e inseparable compañero de carrera, no había querido hacer comentario alguno al respecto, pese a que con ese sexto sentido que tienen las mujeres en todo cuanto se refiere al sexo, imaginaba que pronto o tarde Alejandro de León Medina acabaría por mostrar su verdadero rostro.

Al evocar una vez más aquella amarga noche Bruno Guinea lanzó un profundo suspiro de resignación, levantó el auricular del teléfono, marcó un número, aguardó, y cuando le contestaron al otro lado, inquirió:

— ¿Cómo estás? ¿Te has tomado las pastillas? ¡Sí, claro! Ya sé que por la cuenta que te trae nunca te olvidas. ¿Y los chicos…? ¡No, nada…! Os echo de menos y me apetecía hablar contigo. ¡No, de verdad que no me pasa nada! — insistió convencido—. Es que el Canaima ha estado aquí y ya sabes cómo me entristece saberle tan amargado… Lo mismo de siempre. Creo que no se quita a Roberto de la cabeza y eso le está matando… ¿Y cómo lo evito? — quiso saber—. ¡No, cariño…! Ahora no puedo dejar el trabajo. Disfruta de la playa pero no tomes demasiado el sol y no hagas esfuerzos… ¡Un beso!

Colgó, se aproximó a los microscopios, observó, tomó notas por enésima vez, y por último acudió a rebuscar entre la montaña de legajos hasta encontrar el que le interesaba para aproximarse a la ventana y comenzar a estudiar el manoseado documento con profunda atención.

El rotundo y espectacular trasero de Claudia Fonseca irrumpió en primer lugar mientras su dueña se esforzaba por impedir con ayuda de los hombros y los codos que la puerta se cerrase.

Portaba una enorme bandeja que colocó sobre la mesa apartando bruscamente varios papeles.

— ¡Aquí tienes! — dijo—. Un consomé con huevo, un filete con patatas, y media botella de Rioja.

Bruno Guinea la observó entre sorprendido y molesto al exclamar:

— ¡Pero yo lo único que quiero es…!

— ¡Me importa un carajo lo que quieras! — replicó la muchacha sin la menor consideración hacia su supuesto superior jerárquico—. O te lo comes todo, o le doy una patada a esa mesa, y mando los puñeteros microscopios a tomar por el culo.

— ¡Pero qué falta de respeto…! ¡Qué lenguaje! — fingió escandalizarse el otro—. ¿Se puede saber por qué haces esto?

Ella se limitó a empujarle hasta el sillón, desplegar una servilleta y anudársela al cuello como si se tratara de un niño malcriado al tiempo que respondía:

— Porque si continúas adelgazando Doña Bárbara se va a llevar un disgusto y eso es lo que menos necesita. Y porque no podemos permitirnos el lujo de que tú también te enfermes. Si Alejandro se va a Roma, serás el único facultativo digno de confianza que nos va a quedar y tengo que cuidarte.

— ¿Y quién te ha dicho que Alejandro se va a Roma?

— Querido mío, aquí no hay modo de guardar un secreto… — replicó la muchacha mientras tomaba asiento frente a él y encendía un cigarrillo—. Todo el mundo imagina adonde va y a lo que va.

Su interlocutor se detuvo con la taza de consomé en la mano para inquirir ciertamente desconcertado:

— ¿O sea que en el hospital se sabe lo de Alejandro?

— ¡Pero bueno…! — exclamó ella casi irritada—. Hace años que hasta los bedeles están al corriente de sus aficiones, pero a nadie le preocupan, puesto que es un magnífico profesional y un tipo encantador. ¿A quién coño le importa que en sus horas libres ejerza de Cape-rucita Roja o de drag-queen? ¿En qué mundo vives que nunca te enteras de nada?

El interrogado concluyó su consomé, dejó la taza sobre la mesa e hizo un amplio gesto con el que parecía pretender abarca la totalidad de las estanterías y los montones de papeles que le rodeaban.

— Vivo en este pequeño mundo, y te garantizo que aparte de mi familia, la investigación es lo único que me interesa — dijo—. Lo que ocurra más allá de esa puerta no me llama en absoluto la atención.

— ¿Y tampoco te interesa lo que está ocurriendo aquí, en el hospital?

— Si no está relacionado con mi trabajo, no.

— ¡Pero es que está muy relacionado! — le hizo notar Claudia—. Dentro de cuatro meses se jubila el director.

— ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

— Que en buena lógica tú eres el llamado a ocupar su puesto, pero veo que no haces nada al respecto.

— ¿Yo de director…? — se escandalizó su «jefe»—. ¿Y para qué quiero yo ser director de un hospital?

— Para progresar en tu carrera.

— ¿Es que te has vuelto loca?

— ¡Aquí el único loco eres tú! — masculló con su adustez acostumbrada la enfermera—. Has trabajado muy duro durante muchos años, y lo justo es que se premie ese esfuerzo colocándote en el lugar que mereces.

— Pero es que a mí no me interesa ningún otro lugar.

— ¿Por qué?

— Porque ya te he dicho que estoy bien donde estoy.

— ¿O sea que no tienes ambiciones?

El Cantaclaro señaló con la barbilla la batería de microscopios.

— Mis ambiciones se centran en conseguir algo importante para el futuro de la medicina — dijo—. Dirigir un hospital es una tarea rutinaria y administrativa que cualquiera llevaría a cabo con muchísimo más entusiasmo y eficacia que yo.

— ¿Y piensas pasarte el resto de tu vida encerrado entre estas cuatro paredes, tomando notas y alimentándote a base de bocadillos de chorizo? — quiso saber su quisquillosa interlocutora.

Bruno Guinea se limitó a mostrarle el jugoso pedazo de carne que tenía en la punta del tenedor:

— En ocasiones me cambian el menú… — puntualizó—. Y tal vez algún día encuentre las respuestas que busco. Lo que sí tengo muy claro, es que si no estoy aquí, nunca las encontraré.

— ¿Tan importantes son como para no dejar espacio a nada más?

— Por suerte o por desgracia, mis espacios están bien ocupados — le hizo notar el interrogado con un leve tono de agresividad—. Tengo un espacio para mi mujer, otro para mis hijos, otro para los amigos, y otro para mis aspiraciones como hombre que desde muy niño soñó con ser médico, no para hacer balances y presupuestos, sino para intentar aliviar el dolor de quienes sufren. — Agitó la cabeza en un claro gesto de pesar al añadir —: Tenía unos doce años cuando mi madre, a la que adoraba, enfermó, y verla postrada en la cama consumiéndose hora tras hora con el dolor reflejado en sus hermosos ojos verdes, determinó mi futuro. Si tengo que pasarme el resto de mi vida aquí encerrado para conseguir que una sola persona no sufra como ella sufrió por culpa de aquel maldito cáncer, o un solo niño no vea morir a su madre como yo vi, morir a la mía, puedes estar segura de que aquí me quedaré.

— Nunca me habías dicho que tu madre murió de cáncer.

— ¿Y a quién le importa más que a mí, que lo padecí en su día? — quiso saber el Cantaclaro—. Lo que hago, ya no lo hago por ella, que al final descansó.

— Pero lo haces en su memoria — le hizo notar Claudia Fonseca—. ¿Tanto te marcó?

— Probablemente, porque las tragedias que te acontecen durante la pubertad, te marcan para el resto de tus días. Las que ocurren más tarde tan sólo te afectan durante un tiempo porque ya te has curtido y puede que incluso acabes por olvidarlas por completo. Pero las otras, las primeras, no las olvidas nunca.

Acudió de nuevo a la mesa de los microscopios para tomar sus eternas notas observado por una desconcertada muchacha que tras unos instantes de duda inquirió:

— ¿Realmente confías en conseguir algo positivo?

— Aún es pronto para saberlo — reconoció su interlocutor con absoluta naturalidad—. Cuando inicias una investigación de este tipo se te ofrecen mil caminos, y el problema estriba en que pronto o tarde tienes que decidirte por uno sin saber hacia dónde conduce. Tal vez no lleve a ninguna parte y hayas perdido media vida, pero ese esfuerzo nunca resulta totalmente inútil, puesto que sirve para indicar a los que vienen detrás que ésa era una vía sin salida. Los grandes descubrimientos suelen hacerse de ese modo: eliminando rutas erróneas hasta que se encuentra la correcta.

— ¿Y con eso te conformas?

— No me importa ser un peón que avanza a sabiendas que va a ser sacrificado si me sostiene la esperanza de que detrás llegarán las torres, los alfiles y las reinas que darán jaque mate a la más terrible de las enfermedades que ha padecido el ser humano.

— Me asombra que en unos tiempos en que todo el mundo quiere ser torre, alfil o reina, tú aceptes seguir siendo un simple peón.

— Existen peones que acaban por coronar y convertirse en reina, aunque yo no aspiro a tanto — le hizo notar Bruno Guinea—. Mientras no aceptes que es trabajando en equipo, aunque los investigadores se encuentren a miles de kilómetros de distancia unos de otros, como se obtienen resultados, nunca entenderás nuestra forma de vida. Yo intercambiaré mis conocimientos con Hans Muller, de Berlín, éste con alguien que tal vez se encuentre en Montreal o Pekín, y así, paso a paso, y con mucha paciencia llegaremos a donde pretendemos llegar.

— ¿La curación del cáncer?

— ¡Exactamente!

— ¡Lo veo tan lejano…!

— Es que aún está muy lejos — admitió el otro—. Pero como dijo Machado: «Caminante no hay caminos, se hace camino al andar.» Y a mí me basta con saber que estoy caminando aunque quizá no lo esté haciendo ert la dirección correcta….

Se interrumpió un tanto desconcertado porque en el umbral de la entreabierta puerta había hecho sorpresivamente su aparición un hombrecillo de aspecto anodino que inquirió con una escueta sonrisa:

— ¿El doctor Guinea? — Ante el mudo gesto de asentimiento añadió —: Soy Damián Centeno, de La Revista Médica… Le telefoneé la semana pasada y me citó aquí.

— ¡Es cierto! — se apresuró a replicar el aludido—. Pero no le esperaba hasta el viernes.

— Es que, si no me equivoco, hoy es viernes — replicó en un tono levemente burlón el periodista.

— ¡No fastidie! — se asombró su interlocutor—. ¿Y qué se ha hecho con el miércoles y el jueves?

— Te los comiste acompañados de un bocadillo de chorizo y una cerveza — intervino en su agrio tono pre^ dilecto Claudia Fonseca.

— ¡Vaya por Dios!

— ¡No se sorprenda! — añadió la enfermera dirigién-

dose en esta ocasión al recién llegado—. Nunca sabe en qué día, ni en qué mes, e imagino que ni en qué año vive. A veces pienso que ni siquiera sabe que vive.

— Ya me lo habían advertido — señaló el hombrecillo—. Pero no tiene importancia. Sabía que lo encontraría aquí… — Se volvió al Cantaclaro—. ¿Me puede conceder ahora esa entrevista?

— ¡Naturalmente…! ¿Qué es lo que quiere saber?

— Me gustaría que me diera alguna información sobre su trabajo.

— Pues le advierto que no hay gran cosa que decir — le hizo notar el otro—. Prácticamente lo estoy empezando.

— Sin embargo tengo entendido que lleva más de dos años empeñado en esas investigaciones.

— ¿Y qué son dos años, o diez, en un campo como éste? — fue la inmediata pregunta en respuesta a la pregunta—. Pero ya que está aquí, siéntese y veamos qué se puede hacer.

Claudia Fonseca, que se había entretenido en recogerlo todo, tomó la bandeja y se encaminó con ella en la mano hacia la puerta.

— ¡Les dejo…! — señaló—. ¿Te quedarás a dormir aquí?

— ¡Qué remedio!

— ¡Acabarás matándote de tanto trabajar! — masculló aun a sabiendas de que su protesta caería en saco roto—. Te subiré algo de cenar…

Abandonó la estancia murmurando según su fea costumbre y Bruno Guinea permaneció unos instantes ausente, como si no tuviera muy claro qué es lo que tenía que hacer exactamente puesto que resultaba obvio que aquella inesperada visita le disturbaba.

Por fin se decidió a tomar asiento en su viejo buta-cón para ensayar una forzada sonrisa.

— ¡Bien…! — dijo—. ¡Aquí estamos! ¿Qué es lo que quería saber?

— En primer lugar me gustaría qué me hablara de usted — fue la respuesta.

— ¿De mí…? — se sorprendió el otro—. ¿Y qué quiere que le diga? Soy un simple médico que dedica la mayor parte de su tiempo a la investigación. Eso es todo.

— ¿Por qué razón le llaman el Cantaclaro?

— Es una vieja historia bastante tonta… En la universidad temamos un compañero venezolano, por lo visto a los venezolanos les encantan los apodos, y como era un apasionado admirador de Rómulo Gallegos, nos puso los sobrenombres de los personajes de sus novelas. Alejandro de León se convirtió en el Canaima, Julio Carrasco en el Brujeador, mi novia en Doña Bárbara, y yo, que por lo visto nunca podía tener la boca cerrada, en el Cantaclaro… Era un tipo estupendo que murió trágicamente y en su memoria los que habíamos sido sus mejores amigos decidimos mantener esos apodos.

— Entiendo. Acabó casándose con aquella misma Doña Bárbara y han tenido tres hijos, ¿no es cierto? — Ante el mudo gesto de asentimiento añadió —: Alguien me ha dicho que su esposa está muy enferma del corazón.

— Por desgracia así es.

— Pero pese a ello se considera un hombre feliz.

— Razonablemente feliz dadas las circunstancias.

— ¿Cree en Dios?

— ¿A qué viene eso? — se sorprendió su interlocutor—. No soy un actor, ni un cantante, ni un personaje popular. Y tampoco creo que a una publicación científica le interese la salud de mi esposa o mis creencias religiosas.

— Sin embargo… — le hizo notar con inmutable afabilidad Damián Centeno—. Necesito saber qué clase de persona tengo enfrente para enfocar la entrevista desde uno u otro punto de vista. ¿Acaso le molesta hablar de ese tema?

— Molestarme, lo que se dice «molestarme», no — se vio obligado a reconocer Bruno Guinea—. Pero dado que insiste le diré que me considero agnóstico. A diario me enfrento a demasiados sufrimientos, tanto aquí como en mi casa, como para aceptar que exista un ser superior que pueda poner fin a ellos y no lo haga.

— ¿Eso viene a significar que si no cree en Dios, tampoco creerá en el Demonio?

— ¡Qué bobada…! — exclamó el otro—. Si quiere que le diga la verdad, todo esto no me parece nada serio.

— Le aseguro que es bastante más serio de lo que piensa — puntualizó el hombrecillo—. Y me pregunto por qué razón alguien que no cree en Dios, ni en el Demonio, lo que quiere decir que no cree ni en el cielo ni en el infierno, y que por lo tanto no espera un castigo o una recompensa en el Más Allá, se comporta, no obstante, con la sorprendente dedicación a su trabajo y la honradez profesional con que usted lo hace.

Al entrevistado se le advertía muy incómodo y resultaba evidente que hacía un gran esfuerzo por mantener la compostura.

— ¿Y quién le ha dicho que tengo tanta dedicación y siempre me comporto honradamente? — inquirió—. ¿Qué sabe de mí en realidad?

— Más de lo que imagina. He dedicado meses a investigarle, y de hecho puedo asegurarle que es usted una de las personas más decentes que conozco.

— ¡Pues no debe conocer a mucha gente…! Y a mí todo esto se me antoja uno de aquellos «diálogos para besugos» de los tebeos. ¿Por qué no me deja trabajar que es lo mío?

— ¿En la búsqueda de un remedio contra el cáncer?

— No soy tan presuntuoso — fue la áspera respuesta—. Tan sólo intento desbrozar el bosque para que llegue un día en que alguien encuentre el camino.

— ¿Y por qué no podría ser usted ese alguien?

— ¡Mire, hágame un favor…! — puntualizó el Can-taclaro haciendo una vez más honor a su sobrenombre—. ¡Déjeme en paz de una vez!

El hombrecillo pareció no haberle prestado atención puesto que de inmediato añadió:

— Le recuerdo que cuentan que un buen día sir Alexander Fleming abrió una ventana, un hongo penetró volando en su laboratorio, fue a caer sobre unos cultivos semejantes a los que usted tiene en esos microscopios, y los destruyó. Así fue como descubrió la penicilina que ha salvado millones de vidas humanas: casi por pura casualidad.

— Pero yo no soy Fleming, ni me dedico a abrir ventanas.

— ¿Y desde luego no cree en las casualidades?

— ¡Naturalmente que no!

— ¡Hace muy bien! — reconoció el periodista al tiempo que hacía un desganado gesto hacia la mesa de los microscopios—. Sin embargo, sus cultivos se acaban de destruir.

Bruno Guinea le observó visiblemente desconcertado.

— ¿Cómo ha dicho? — quiso saber.

— Que todas las células malignas que con tanto empeño estudiaba están muertas — insistió el llamado Damián Centeno.

— Pero ¿qué coño dice…? Usted está mal de la cabeza. Las acabo de ver y evolucionan perfectamente.

— ¿Le importaría mirar otra vez…? — suplicó el incordiante hombrecillo—. ¡Por favor…!

Había algo en el tono de su voz, más que en lo que había dicho, que obligó a dudar a su interlocutor que por unos instantes no supo qué decir.

Por último, lanzó un bufido con el que pretendía demostrar su malestar, acudió a la mesa y atisbo por cada uno de los microscopios.

Tardó en erguirse y cuando al fin se volvió su rostro aparecía lívido y desencajado.

— ¡No es posible! — masculló—. ¡Si será hijo de puta! ¡Ha echado a perder un trabajo de meses…!

— ¿Yo…? — fingió sorprenderse el insultado—. Le recuerdo que ni siquiera me he aproximado a esa mesa.

Resultaba evidente que el dueño de los malogrados cultivos se encontraba absolutamente anonadado, ya que por unos instantes fue de un lado a otro como buscando una explicación, o quizá buscando el aire que le faltaba.

— Pero ¿qué ha ocurrido? — repetía una y otra vez—. ¿Qué ha ocurrido? No consigo explicármelo.

— Probablemente eso mismo fue lo que debió decir sir Alexander Fleming aquel día.

— ¡Qué catástrofe! ¡Cielo santo, qué catástrofe!

— ¿Considera una catástrofe que cultivos de células malignas que se estaban multiplicando a toda velocidad mueran de improviso? — inquirió sin perder la calma Damián Centeno.

— ¡Naturalmente!

— Pero piense un instante: ¿Por qué razón han muerto?

— ¡Y yo qué sé…!

— Pero ¿y si lo supiera…? — insistió el otro con marcada intención.

— ¿Qué pretende decir?

— A mi modo de ver está muy claro… ¿Qué ocurriría si descubriera cuál es el elemento desconocido que ha tenido la virtud de destruir en un instante esas células malignas?

— ¡No quiero ni pensarlo!

— ¡Atrévase a pensarlo!

Bruno Guinea se aproximó a la ventana pero casi de inmediato regresó para tomar asiento frente a su visitante e inquirir en un tono mucho más reposado:

— ¿Quién es realmente usted, y qué es lo que está ocurriendo aquí?

— Lo que está ocurriendo ya lo ha visto — fue la respuesta—. En cuanto a quién soy, ¿para qué quiere que se lo diga, si no va a creerme?

— ¿Y qué le hace pensar que no voy a creerle?

— Usted mismo lo ha dicho. Hace unos momentos se ha declarado agnóstico.

— ¿Y eso qué tiene que ver?

— ¡Mucho! Si acepta que no cree en Dios, y por lo tanto tampoco cree en el Demonio, según usted, yo no existo.

El Cantaclaro esbozó una especie de amarga mueca al inquirir:

— ¿Está pretendiendo decirme que es usted el Demonio?

— ¿Qué haría si lo admitiera?

— Me apresuraría a llamar al doctor Salcedo, que es el mejor psiquiatra que conozco, y que trabaja allí, al otro lado del jardín.

— ¡Se lo voy a poner fácil…! — replicó el otro en tono a todas luces humorístico—. Vamos a intentar que sea ese mismo doctor Salcedo el que haga esa llamada.

Con el dedo apuntó hacia el negro teléfono que descansaba sobre la mesa, que unos segundos más tarde comenzó a repicar con histérica insistencia.

Su acompañante palideció, contempló el aparato con expresión horrorizada y alzó el rostro hacia Damián Centeno que le indicó con un sencillo ademán que se decidiera a levantarlo.

Cuando lo hizo y reconoció la voz, el tan justamente apodado Cantaclaro no supo qué decir quizá por primera vez en su vida.

Al fin, casi con susurro apenas audible, replicó:

— No, Rafael; yo no te he llamado. ¿Cuándo…? No, en absoluto. Te habrán dado mal el mensaje. Te aseguro que hace más de un mes que no te llamo. No tiene importancia. ¡Adiós!

Se quedó muy quieto con la cabeza baja y al fin se lamentó con evidente amargura:

— Me sorprende que alguien como Salcedo se preste a colaborar en una broma de tan mal gusto.

— El pobre doctor Salcedo no tiene nada que ver con todo esto — se apresuró a puntualizar su interlocutor—. Y le aseguro que no se trata de ninguna broma, pero como veo que el experimento le ha impresionado, vamos a repetirlo complicándolo un poco… — Sonrió de una forma en verdad inquietante—. ¡Piense en alguien! — pidió—. ¡No me diga quién! Alguien insospechado, lejano a usted, y que no tenga el menor motivo para llamarle… ¡Tómese el tiempo que quiera! — Le guiñó un ojo con picardía—. ¿Lo ha pensado ya…! ¡Bien! ¡Vamos allá…!

Señaló de nuevo el teléfono que casi de inmediato volvió a repicar con idéntica insistencia.

Bruno Guinea alargó la mano y lo tomó como si en verdad imaginara que iba a quemarle para llevárselo muy lentamente al oído:

— ¿Quién es…? No; Alejandro no está aquí y no pienso decirte adonde está. Siento que vayan a enchironarte, Roberto. Es algo que no le deseo a nadie, pero creo que te lo has ganado a pulso y no puedo hacer nada al respecto… ¡Adiós!

Colgó para clavar los ojos en su extraño visitante que había permanecido totalmente impasible, pero que señaló como si estuviera hablando del bochornoso calor, o de la posibilidad de que lloviera aquella noche:

— No se preocupe. Ese tipejo pasará una larga temporada en la cárcel, y cuando salga será un despojo humano al que nadie pagará ya un duro por irse con él a la cama.

— ¿Le conoce?

— Jamás había oído hablar de él, pero ahora sé que se trata de un «chapero» drogadicto al que dentro de ocho años asesinaran de un navajazo y al que tendré que hacer un hueco en un infierno que ya tengo abarrotado de tipos semejantes.

— ¡Pare con eso! — suplicó Bruno Guinea del que se podría asegurar que no estaba seguro de si continuaba despierto o vivía una pesadilla—. Está a punto de volverme loco.

— ¿Quiere que el doctor Salcedo le llame de nuevo?

— ¡No, por Dios! Ya no sé qué pensar de todo esto.

— ¡Pues limítese a aceptar la verdad simple y llana…! Está sentado frente al mismísimo Lucifer en carne y hueso.

— ¡Qué tontería!

— ¿Tontería…? — repitió el hombrecillo en tono visiblemente quejumbroso—. Cada día me ponen las cosas más difíciles. Antes la gente no se mostraba tan escéptica. Me bastaba con presentarme oliendo a azufre, para que todo el mundo echara a correr despavorido o se arrojara a mis pies. Pero el cine ha creado unos monstruos tan repugnantes, que por mucho que me esforzara jamás conseguiría superarlos. ¿Ha visto Alien…'? Le garantizo que allá abajo no tenemos una sola criatura capaz de producir tanto terror y tanto asco.

— ¿Intenta burlarse de mí? — casi sollozó el Cantaclaro, que ya ni cantaba, ni la mayor parte de las veces se le entendía lo que pretendía decir.

— ¡En absoluto! — fue la respuesta—. La razón de mi visita es muy seria. Incluso le diría que se trata de la misión más importante a que me he enfrentado a lo largo del último siglo. Algo que se sale por completo de lo corriente.

— ¿Y es…?

— Que me he propuesto comprar su alma.

— ¡Bien! — admitió resignadamente su interlocutor tras una larguísima pausa en la que se esforzó por recuperar el control sobre sí mismo—. Voy a intentar seguirle el juego porque estoy convencido de que todo esto no es más que uno de esos estúpidos programas de televisión en los que te hacen pasar un mal rato hasta que entra un hijo de puta que se cree muy gracioso con un ramo de flores en la mano y pretende arreglarlo todo con un abrazo… ¿Cuánto paga por mi alma?

— Ponga usted el precio — replicó Damián Centeno con su acostumbrada flema—. Pero le repito que no se trata de ninguna broma, y le recuerdo que supe que Roberto le llamaría sin necesidad de que me dijera su nombre.

— ¡Algún truco habrá!

— ¿Truco…? ¡De acuerdo…! Le propongo un último «truco» para ver si le convenzo de quién soy en realidad. — Hizo un leve gesto hacia la pared frontal—. Piense en un libro de esa estantería, y en una página cualquiera. — Aguardó unos instantes antes de inquirir —: ¿Lo ha hecho ya? ¡Bien…!

Alargó la mano hacia la librería y de inmediato uno de sus volúmenes se precipitó al suelo donde quedó sorprendentemente abierto.

Bruno, que casi no daba crédito a lo que estaba viendo, se inclinó y tomó el libro, comprobó la página y por un momento se le diría a punto de desvanecerse a causa de la impresión.

Con una leve sonrisa, su oponente señaló:

— La página que ha elegido empieza diciendo: «Es posible, que en determinadas circunstancias, el paciente no reaccione con la esperada rapidez al tratamiento, pero tras un detallado análisis, etc.» Estoy en disposición de recitarle cuanto está escrito en cada uno de esos libros, pero confío en que no lo considere necesario. Soy quien le aseguro que soy, le guste o no le guste, e insisto que estoy aquí con la intención de comprar su alma.

— Pero ¿por qué la mía? — quiso saber el Cantacla-ro en lo que sonaba a trágico lamento.

— Porque es usted la persona más decente que conozco. Un hombre justo, fiel, honrado, sincero, sencillo y trabajador… ¡Una auténtica joya! no como esas miserables almas que se me ofrecen a diario. — El demoníaco hombrecillo hablaba sin apasionamiento, como si se estuviera refiriendo a un tema absolutamente intrascendente—. Vivimos tiempos de impudicia, violencia, mentira y corrupción, en los que las almas valen menos que el combustible que se utiliza para abrasarlas. — Agitó la cabeza en lo que cabría tomar por un gesto de pesar—. ¿Tiene una idea de lo amargo que llega a ser pasarse siglos y siglos viendo llegar a tanta basura humana como me envían? Recibo a gente cuya maldad incluso a mí me espanta, puesto que en un principio mi pecado tan sólo fue la soberbia…

Se irguió muy despacio y acudió junto a su interlocutor con el fin de quitarle el libro de las manos para ir a colocarlo con sumo cuidado en el lugar que ocupara originariamente.

— Para mi desgracia, yo estaba predestinado a ser lo que soy, y mentiría si no reconociese que es una carga excesiva — dijo—. ¡Y aburrida! ¿De qué me sirve ser el Maligno si ya no existe nada que me divierta, ni me excite, ni me produzca la más mínima satisfacción?

Se aproximó a la ventana, observó el paisaje, y tras un largo silencio añadió en idéntico tono monocorde:

— Recuerde el dicho: «No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista…» ¡Imagínese lo que significa un mal que dura toda una eternidad! Acaba por convertirse en una estúpida monotonía. Llevo miles de años tentando a los humanos con dinero, con sexo, con fama o con poder… A veces fracaso, pero incluso los fracasos se vuelven igualmente monótonos de puro repetidos. Ni el hambre, ni la peste, ni la guerra, ni aun el dolor de una madre que ha perdido a sus hijos, consigue excitarme, si es que en alguna ocasión me excitó. Es algo así como ver mil veces la misma película; al final ninguna de sus escenas te emociona y acabas aborreciéndola.

— ¿Pretende hacerme creer que aborrece el mal…? — inquirió al fin Bruno Guinea como si despertarse de un largo sueño.

— No puedo aborrecerlo puesto que yo soy la esencia misma del mal — fue la sincera respuesta—. Pero lo que sí es cierto, es que me resulta por completo indiferente, ya que he llegado a unos límites de saturación difícilmente superables. A veces creo que el día en que arrojaron la bomba atómica sobre Japón, fue tanto como haber coronado la más alta cumbre del planeta en lo que a horror se refiere. Más arriba ya no existe nada.

— ¿Acaso se ha hecho el propósito de iniciar el descenso de la montaña con el fin de regresar a sus orígenes?

Damián Centeno se volvió a observarle con renovada atención, dudó unos segundos, pero concluyó por negar con una sonrisa de tristeza:

— ¡En absoluto! Sé muy bien que ése es un camino que me está vedado por mi propia naturaleza. Soy la antítesis del arrepentimiento y me consta que si tan sólo una vez hubiera aceptado mi error, al Señor no le hubiera quedado más remedio que perdonarme, con lo cual los pilares sobre los que se alzan los conceptos de bien y mal se derrumbarían. Fui creado inflexible, y así he de seguir hasta el fin de unos tiempos que jamás tendrán fin. Ahora, lo único que pretendo es entretenerme un poco, y para ello no se me ha ocurrido nada mejor que regalarme un alma diferente.

— Difícil lo tiene.

— ¿Por qué?

— Yo no soy Fausto.

— Fausto es tan sólo una leyenda. Y una leyenda absurda, puesto que nadie con un mínimo sentido común, y a Fausto lo retratan como a un hombre inteligente, aceptaría vender su alma por el simple placer de acostarse con una mujer, por muy hermosa que ésta fuera.

— Estaba enamorado, y ya se sabe que el amor es un sentimiento que puede empujar al abismo — le hizo notar el Cantaclaro.

El falso periodista negó convencido.

— Suponiendo que hubiera existido, Fausto no podía estar enamorado, ya que era demasiado viejo para ese tipo de amor que todo lo sacrifica. A su edad quizá estuviera «apasionado», imaginando que la virginal Margarita era la única que podía reavivar el fuego de su marchita sexualidad, pero estoy convencido de que ante la perspectiva de pagar un precio tan elevado hubiera desistido. — Hizo un claro gesto de impaciencia al inquirir —: Pero ¿a qué viene discutir sobre un personaje de ficción por más que el genio de un escritor lo haya elevado a la categoría de mito? ¡Vayamos a lo nuestro! Ponga un precio.

— No tiene con qué pagarme — replicó Bruno Guinea más seguro que nunca de lo que decía—. Nada de lo que pueda ofrecerme me interesa.

— ¿Está seguro?

— Por completo… Siento tener que decírselo, pero ni las mujeres, ni el poder, ni los honores, ni las riquezas me impresionan.

— Hay más cosas.

— ¿Como qué?

— El cáncer, por ejemplo.

— ¿El cáncer…? — repitió el otro un tanto escéptico—. Admito que me asusta, y más teniendo en cuenta mis antecedentes familiares, pero ahora que usted mismo me ha dado la segundad de que existe la vida eterna, estoy dispuesto a sufrir incluso lo que sufrió mi madre si eso me evita acabar en el infierno.

— No me ha entendido… — puntualizó sin inmutarse Damián Centeno—. No le estoy amenazando con un cáncer. Sería demasiado vulgar, y nunca me rebajaría de ese modo.

— ¿Entonces…?

— Le estoy ofreciendo el remedio para acabar con el cáncer.

Ahora sí que resultó más que evidente que el Cantaclaro perdía la noción de la realidad, puesto que se limitó a balbucear.

— ¿Cómo ha dicho? ¿El remedio para acabar con el cáncer?

— ¡Exactamente!

— ¿Qué clase de cáncer?

— ¡Todos los tipos de cáncer!

— ¿«Todos» los tipos de cáncer?

— ¡Absolutamente todos! — insistió con indiscutible firmeza el hombrecillo—. Yo la cosas las hago bien o no las hago.

— ¡Me niego a creerle, puesto que dudo que exista un vínculo común entre todos ellos!

— ¿Está dispuesto a someterme a una prueba?

— ¿Qué clase de prueba?

El otro extrajo del bolsillo de su chaleco un diminuto pastillero de plata que depositó con mucho cuidado sobre la mesa.

— Aquí dentro hay una cápsula — dijo—. Désela a cualquiera de los enfermos del hospital, incluso a uno que ya se encuentre en fase terminal, y le garantizo que en menos de cuarenta y ocho horas estará definitivamente curado.

— ¡Eso sería un milagro!

— ¡En absoluto! — fue la respuesta no exenta de una cierta ironía—. Yo no estoy autorizado a hacer «milagros». Ése es un «apartado» que queda para los santos. Sería tan sólo una muestra de poder, y le garantizo que sí estoy autorizado a hacer exhibiciones de poder.

— ¿Poder para hacer el bien?

— El fin justifica los medios, y en este caso particular, hacer el bien es una forma «demoníaca» de procurar un mal.

— ¿Tan importante soy, que por buscar mi mal está dispuesto a hacer tanto bien a la humanidad?

— Las enfermedades de los seres humanos, y el modo que tengan de irse al otro mundo, no son de mi incumbencia y nada me importan — aclaró un Damián Centeno brutalmente sincero—. Mi labor empieza a partir del momento de su muerte, puesto que yo trabajo con las almas, no con los cuerpos, y me tiene sin cuidado cuánto pueda sufrir una persona mientras aún continúa respirando.

— Es usted un auténtico hijo de puta…

— ¡Qué más quisiera yo que haber tenido madre, aunque hubiera sido puta! — se lamentó con aparente sinceridad el otro—. Una madre hubiera sabido conseguir mi perdón. ¡No! No tuve esa suerte. Yo no soy más que el Demonio, y como tal me comporto. Fui creado con el único fin de tentar a los humanos con todas las armas a mi alcance, y a ello me atengo.

— Pues ahora está empleando un arma infame.

— ¡Es que yo soy infame! ¿Acaso lo ha olvidado?

— ¿Cómo olvidarlo teniéndole delante y escuchándole? Juega con ventaja.

— ¿Y qué esperaba de mí? ¿Un acto de nobleza?

— ¿Por qué no?

— Porque nunca supe lo que esa palabra significa, ni tengo el menor interés en averiguarlo — fue la sincera respuesta—. Cuando empiezo una partida procuro asegurarme todos los triunfos. No puedo obligarle a hacer algo que no desee hacer. Pese a lo que muchos crean, eso está fuera de mis atribuciones.

— Nunca lo hubiera imaginado.

— Pues así es. Pero a lo que sí estoy autorizado es a ofrecer tanto y tan apetitoso que la mayoría de la gente acaba por claudicar.

— No creo que nadie sea tan loco como para vender su alma por toda una eternidad — aventuró Bruno Guinea—. No, si realmente cree en esa eternidad.

El Maligno hizo un significativo gesto alzando la mano derecha y juntando y separando repetidamente los dedos.

— ¡Así los tengo! — exclamó—. Lo que ocurre es que la mayoría confía en engañarme imaginando que a la hora de la verdad les bastará con arrepentirse para reencontrar el camino de la salvación eterna. Pero lo cierto es que nunca lo consiguen.

— Sin embargo, siempre he oído decir que hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por cien justos — le hizo notar Bruno Guinea.

— Eso no es más que pura palabrería — sentenció su interlocutor—. Por lo general el pecador continúa llevando el pecado en su alma, aunque ni tan siquiera lo practique. Usted es tan decente que no puede entenderlo, pero lo cierto es que no he venido a discutir sobre moralidad, sino a hacerle una propuesta muy concreta: ¿Quiere librar a millones de seres humanos de los padecimientos que les causa una enfermedad que cada día se expande más y más, o prefiere continuar mirando por esos microscopios a la búsqueda de una fórmula que nadie conseguirá encontrar?

— ¿Por qué está tan seguro de que nadie conseguirá encontrarla? — quiso saber su oponente.

— Porque yo soy el único que ha dispuesto del tiempo suficiente como para resolver un problema tan complejo. El mundo es imperfecto, usted lo sabe. Fue creado por alguien que se preocupó en exceso de que miríadas de estrellas conformaran un maravilloso conjunto armónico en verdad impresionante, pero prestó muy poca atención a los futuros problemas de las míseras criaturas que poblarían ciertos planetas como resultado lógico de una lenta pero imparable evolución que no había sido del todo prevista.

— ¿Qué insinúa?

— Que aquí, sin ir más lejos, no se tuvo en cuenta que al cabo de millones de años unos obtusos primates acabarían por convertirse en seres inteligentes que querrían saber «quiénes son», «hacia dónde van» o «de dónde vienen». — Chasqueó la lengua despectivamente—. Son preguntas estúpidas para las que nadie ha encontrado una respuesta válida, ni nadie las encontrará jamás, del mismo modo que tampoco encontrará un remedio contra el cáncer a no ser que yo se lo proporcione.

— Está intentado confundirme.

— ¡Naturalmente! — se apresuró a afirmar el hombrecillo esbozando una amplia sonrisa—. Confundir al contrincante resulta básico a la hora de triunfar en cualquier tipo de negociación. Pretendo convencerle de que quien inició todo esto se encuentra muy, muy lejos, más allá de un millón de galaxias, e inmerso en una eterna creación de nuevas formas de vida cada vez más perfectas, por lo que hace millones de años que se olvidó de una minúscula mota de polvo espacial llamada Tierra, y de sus imperfectas criaturas. Pero nunca podrá saber si digo la verdad o estoy fantaseando, y eso le confunde.

— ¿Y por qué razón sigue usted aquí, si el Creador se ha ido?

— Tal vez porque aquí me siento el único dueño, o porque los seres que ha creado en esos nuevos mundos son tan perfectos que no tengo cabida entre ellos. La Tierra es un estercolero en el que me siento a gusto, y cuando alguna que otra vez crece una delicada flor entre ese estiércol, procuro quedármela.

— Me habían llamado muchas cosas, pero nunca «delicada flor de estercolero».

— Pues eso es lo que es, pero volvamos a lo que importa. ¿Quiere probar esa cápsula con uno de sus pacientes o no?

— Salvar a uno y dejar morir al resto resultaría injusto, ¿no cree? — señaló Bruno Guinea.

— El resto también puede salvarse — replicó el otro calmosamente—. Acepte el trato y muy pronto todos regresarán a sus casas. ¿Se imagina cuántos sufrimientos evitaría? No sólo de los enfermos, sino también de aquellos que les aman y que a menudo acaban convirtiéndose en niños que se sienten desamparados y que se pasan las noches llorando, a punto de arrojarse por una ventana con el fin de ir a reunirse con sus madres.

— ¿También sabe eso de mí?

— ¡Yo lo sé todo! ¡Todo sobre usted y sobre todos, puesto que soy el único que tiene un control absoluto sobre cuanto sucede en este mundo.

— Se olvida de Dios.

— ¡No! Yo no me olvido de Dios. Pero lo cierto es que Dios se ha olvidado de mí. ¡Y también de ustedes!

— Eso suena a blasfemia.

— Entre mis muchas atribuciones está el derecho a blasfemar — reconoció de inmediato el extraño personaje—. Lo quiera o no, soy el único que continúa firme en su puesto, eterno e inmutable. Si se detiene a reflexionar sobre el tema se dará cuenta de que dioses hay muchos, y que incluso han ido cambiando con los tiempos y las culturas, pero que en casi todas las religiones, adoren al dios que adoren, siempre existe una figura inalterable, y ésa es la mía. Existen dioses justos, coléricos, vengativos o bondadosos, y los hombres llevan millones de años matándose entre sí por imponer sus propias creencias al respecto, pero nadie ha matado a nadie por convencerle de que soy mejor o peor de lo que soy. Blancos, negros, amarillos, cobrizos, cristianos, musulmanes, budistas o sintoístas se empeñan en marcar sus diferencias en casi todo, menos en lo que se refiere a la representación del mal cuando se lleva a sus últimos extremos.

— ¿Y eso le enorgullece?

— ¡Mucho! Diga lo que diga, quien quiera que lo diga, soy el auténtico eje sobre el que continúa girando un pequeño mundo del que su creador hace ya milenios que se olvidó.

— Me niego a aceptar que nos olvidara — sentenció Bruno Guinea—. Me niego en absoluto.

— ¿Dónde está entonces…? — quiso saber su oponente—. ¿Por qué no hace acto de presencia y pone fin a los infinitos padecimientos de sus amadas criaturas? Lo que sí puedo asegurarle, es que si continúa permitiendo que ocurran tantas desgracias, no por olvido, sino a conciencia, es porque en el fondo es peor que yo, y no estaba en absoluto equivocado cuando me rebelé contra él.

— ¡No quiero seguir escuchándole! — exclamó un exasperado Cantaclaro—. ¡Vayase de una vez!

— ¡De acuerdo — fue la respuesta—. Me voy. Pero tenga presente lo que le he dicho; esa cápsula conseguiría que el enfermo que usted elija se cure en el acto. Luego vendrán otros; millones de desgraciados que bendecirán su nombre hasta el fin de los siglos… — Se encaminó a la puerta y ya en el umbral le observó con extraña fijeza—. ¿Les dejará sufrir? — quiso saber—. Si lo hace, es probable que su alma se condene, no por haber hecho el bien, sino por no haberlo hecho… ¡Piense en ello…!

Abandonó sin prisas la estancia dejando a su interlocutor confundido y casi anonadado.

Durante unos instantes el hombre del pantalón de pana y la camisa a cuadros no supo qué hacer.

Al fin se aproximó a la mesa de los microscopios y observó a través del primero de ellos como si tratara de convencerse de que en verdad aquel cultivo se había destruido, y cuanto acababa de ocurrir era algo más que una inconcebible pesadilla.

Los pasillos aparecían silenciosos y en penumbras.

De las habitaciones surgía, invisible e impalpable, un hedor a muerte claramente perceptible para quien como él, había atravesado cientos de veces aquellas puertas consciente de que al otro lado tan sólo iba a encontrar dolor y amargura.

Al tétrico lugar, Corredor de las Lágrimas, como algunos le denominaban, tan sólo le faltaban los cipre-ses y las lápidas para convertirse en parte del cementerio, y un viejo celador aseguraba que en los amaneceres se podía distinguir la negra silueta de la esquelética mujer de la guadaña recorriendo sin prisas las estancias para elegir, como si de un buen surtido supermercado se tratara, el menú del día.

De tanto en tanto se percibía un leve lamento, el estertor o la llamada de auxilio de quien advertía que se estaba ahogando, y que intentaba asirse con desespero a una mano que le permitiera mantenerse con vida aunque tan sólo fuera unos minutos.

El Cantaclaro aborrecía aquel sector del hospital casi con la misma intensidad con que adoraba su abigarrado cubículo del piso alto, pero tenía plena conciencia de que era la forma de vida que había elegido, y que tanto tiempo y esfuerzo debía dedicar a profundizar en sus investigaciones, como a atender lo mejor que supiera a cuantos infelices confiaban, de un modo casi irracional, en que fuera capaz de curarles.

Le constaba que su simple presencia, enfundado en este caso en una impecable bata blanca que no podía por menos que considerar una especie de sudario con el que acudía a visitar a quienes muy pronto lucirían una auténtica mortaja, impartía una especie de postrer hálito de esperanza a los desesperanzados, que al verle llegar parecían abrigar el absurdo convencimiento de que mientras el afectuoso doctor Guinea acudiera a visitarles no todo estaba definitivamente perdido.

Tan sólo él sabía a ciencia cierta que cuando se inclinaba sobre un paciente esforzándose por ensayar una leve sonrisa o musitar unas palabras de ánimo, era porque en verdad todo estaba perdido.

Para quienes no fueran capaces de entrar en él por su propio pie, el Corredor de las Lágrimas se transformaba en un tenebroso sendero que se recorría en un solo sentido, puesto que era cosa sabida que la ancha puerta verde que se abría al fondo, era la del enorme ascensor que descendía directamente al depósito de cadáveres.

Podría asegurarse que sus estancias no constituían más que auténticas «salas de espera» en las que ponerse a bien con Dios, y por las que el viejo y cansado padre Anselmo deambulaba día y noche intentando salvar lo único salvable entre tanto naufragio inevitable.

Aquella noche a Bruno Guinea se le antojaba, no obstante, una noche diferente, puesto que en lo más profundo del bolsillo de su camisa a cuadros, ocultaba un diminuto pastillero en cuyo interior dormía la esperanza.

¿Esperanza para quién?

Esperanza de vida para uno de aquellos agonizantes, ¡tan solo uno! y por lo tanto no podía por menos que preguntarse quién era él, y qué poderes le habían sido concedidos, para estar en condiciones de decidir a cuál de entre la masa de infelices criaturas le concedería la gracia de continuar viviendo.

¡Vivir!

¿Qué existía que pudiera ser más importante que el hecho de vivir para quien no tuviera la suerte de creer a pies juntillas en las promesas del padre Anselmo de que efectivamente existía un Más Allá?

Podía encontrarse gente muy rica y gente muy pobre en aquel pabellón.

Gente muy sabia y gente muy estúpida.

Gente buena y gente mala.

Pero en el fondo nada de ello se ajustaba exactamente a la verdad, porque lo único indiscutible era que en el deprimente Corredor de las Lágrimas no había más que pobres seres a los que el cáncer había convertido en tristes despojos que nada tenían que envidiarse o echarse en cara los unos a los otros.

Belleza, dinero, poder, cultura o inteligencia se amalgamaban con horror, miseria, impotencia, estupidez e ignorancia, puesto que allí el verdadero rey era un fiero instinto de supervivencia capaz de sacrificarlo todo a cambio de una hora de vida sin angustias ni sufrimientos.

El Cantaclaro saludó con un levísimo ademán de cabeza al encorvado sacerdote que susurraba algo al oído de una esquelética muchacha de inmensos ojos dilatados por el pánico, tomó nota mentalmente de cuántos pacientes se encontraban a punto de dar ya el último paso, y abandonó el lugar en busca de un poco de aire fresco.

Pero en la calle hacía mucho calor.

Calor pesado y seco de agosto madrileño, bajo el que la ciudad parecía oler de un modo tan sólo perceptible para quien habiendo llegado muy joven de una lejana provincia, hubiera pasado, como él, muchos años de penuria aspirando de cerca y a conciencia tan abigarrada mezcla de aromas en unos tiempos en los que los desodorantes no eran algo demasiado habitual entre los estudiantes.

Le gustaba aquel olor a verano; a resudada y mugrienta capa de chotuno, que era como solían llamarse los unos a los otros durante las alegres noches en que recorrían las calles del centro en busca de tabernas a las que entrar tocando la pandereta y cantando a voz en grito el archisocorrido «Clavelitos, clavelitos, clavelitos de mi corazón…» con la sana esperanza de que se recompensara su esfuerzo con unas huérfanas monedas que contribuyeran a pagar el mísero condumio del día siguiente.

Años de sueño y hambre.

Años de grandes ilusiones que nunca se cumplieron.

Años de «amistades eternas» tiempo atrás olvidadas.

Años de cortos e intensos amoríos.

Años de mucho hablar para no decir nada.

Los mejores.

Tomó asiento en un apartado banco de una plaza solitaria y silenciosa, con la mano acariciando el bolsillo en el que guardaba aquella misteriosa cápsula que tal vez tuviera la virtud de devolver la vida a un moribundo, preguntándose por enésima vez si todo cuanto estaba viviendo no sería en realidad más que el fruto de una espantosa pesadilla, y preguntándose de igual modo, por qué extraña razón el inquietante Angrel Negro le había elegido entre millones de posibles candidatos.

Él no era mejor ni peor que cualquier otro, de eso estaba seguro.

No era un santo, ni creía que su alma tuviera un valor especial.

Conocía sus defectos y sospechaba que el presunto «comprador de almas» los conocía de igual modo.

¿A qué venía entonces tan inusual propuesta?

De improviso una resplandeciente luminosidad cruzó frente a sus ojos como una estrella fugaz en exceso veloz para tener el tiempo suficiente de atraparla.

Fue como el fogonazo de un flash demasiado potente, que le deslumhraba, pero que al propio tiempo tuviera la virtud de permitirle descubrir los contornos de una realidad que nunca hubiera sido capaz de captar bajo una luz natural.

En ocasiones le había ocurrido algo semejante sin que nunca hubiera tenido la rapidez de reflejos necesaria como apresar la idea que atravesaba su mente como una bala de plata que se perdía de nuevo en la distancia.

Era como si todas las verdades del universo durmieran plácidamente en el más recóndito rincón de su cerebro, y por alguna extraña razón una de ellas se dejara entrever durante una milésima de segundo sumiéndole en la impotencia al comprender que había estado a punto de descubrir algo de la máxima importancia, pero que una vez más se le había escurrido entre los dedos.

Era como la bocana del puerto que desaparece de la vista en una noche de naufragio.

La puerta que se abre y se cierra cuando nos ahoga el humo de un incendio.

La esquiva silueta de Dios que cruza al final del túnel por el que avanzamos camino de la muerte.

Cerró los ojos esforzándose por conseguir que aquella brillante estrella iluminara de nuevo la noche madrileña.

El metálico runruneo de un camión de basura rompió el silencio.

Se tapó los oídos con los dedos en un inútil y casi infantil esfuerzo por recuperar el hilo de sus pensamientos, pero no obtuvo resultado alguno.

La estrella no volvía.

Y sabía por experiencia que jamás volvería.

Cuando abrió de nuevo los ojos descubrió la estilizada silueta de una muchacha que avanzaba sin prisas por mitad de la plaza.

Lucía unas botas rojas que le cubrían hasta medio muslo, una minúscula falda que dejaba a la vista sus rojas bragas, y un generoso escote que permitía admirar unos senos perfectos.

Era muy hermosa, increíblemente hermosa e increíblemente provocativa, y cuando se detuvo a menos de tres metros de distancia entreabrió las piernas y mostró una lengua húmeda y rosada para inquirir con cálido acento marcadamente sudamericano:

— ¿Necesitas compañía?

— No, gracias.

— Por diez mil te hago pasar el mejor rato de tu vida.

— He dicho que no.

— Cinco mil por una mamada.

Ante la silenciosa pero insistente negativa, la barragana se limitó a tomar asiento en el extremo del banco para estirar las piernas con aire de supremo cansancio.

— Tú te lo pierdes… — dijo.

Permaneció en silencio, hasta que extrajo del bolso un cigarrillo, lo encendió, y tras lanzar un largo chorro de humo, musitó en voz muy baja:

— ¿Has tomado ya una decisión?

Bruno Guinea, que no podía apartar la vista de aquel rostro realmente perfecto, replicó desconcertado:

— ¿Una decisión sobre qué?

— Sobre lo que tanto te preocupa.

— ¿Cómo sabes que algo me preocupa?

— Soy puta, no estúpida — sonrió exhibiendo una dentadura deslumbrante—. Y la que tienes que tomar es, a mi modo de ver, la decisión más difícil a la que nadie se haya enfrentado nunca.

— ¿Se puede saber a qué coño te refieres?

— A saber que vas a condenarte por toda la eternidad manda cojones…

Bruno Guinea tardó en responder, se inclinó hacia adelante y observó de arriba abajo a la descarada buscona como si la estuviera viendo por primera vez. Una sombra de sospecha cruzó ante sus ojos, y casi sin fuerzas para emitir las palabras inquirió:

— ¿Quién eres en realidad?

— Me llamo Marión Buendía y nací en Santo Domingo, pero tú ya me has conocido por otro nombre.

El Cantaclaro tardó en reaccionar, lanzó una larga y suplicante mirada a su alrededor como si buscara a alguien que pudiera ser testigo de tan absurda situación, y por último se volvió una vez más a la portentosa criatura que ocupaba el otro extremo del banco.

— ¡No puedo creerlo! — dijo—. ¿Damián Centeno?

— El mismo.

— ¿Y a qué viene ese increíble cambio de aspecto?

— Se me antojó apropiado para el momento — fue la respuesta acompañada de una casi picaresca sonrisa—. Tanto da una apariencia como otra, y como no suelo encontrarme cómodo con ninguna, acostumbro a adoptar la que más me apetece, según las circunstancias.

— Mostró el cigarrillo como si con ello estuviera aclarándolo todo al insistir —: ¿Qué mejor disfraz que el de putita barata en una bochornosa noche de verano?

— ¿Y qué habrías hecho si hubiera aceptado que me la mamaras?

— Mamártela.

— No me imagino al todopoderoso Ángel Negro practicándole una felación a un mísero ser humano — musitó su interlocutor.

— En ese momento continuaría siendo una simple prostituta dominicana, aunque en el fondo tampoco tendría una especial trascendencia. Cosas peores me he visto obligado a hacer, puesto que sufrir las más terribles humillaciones forma parte del castigo que me fue impuesto en su momento.

— Tampoco lo hubiera imaginado nunca.

— ¡Pues así es! Hubo un tiempo en que los teólogos aseguraban, y en cierto modo tenían razón, que soy como un perro rabioso amarrado a la gruesa cadena de la Ley del Señor. Aquel que se mantenga fuera de mi alcance, puede insultarme, apalearme, escupirme y someterme a toda clase de escarnios y vejaciones sin miedo a las represalias. Pero aquel que ose atravesar tan sólo un milímetro los límites marcados por la longitud de la cadena, estará perdido para siempre.

— Muy gráfico.

— Y muy exacto.

— ¿Quiere eso decir que si hubiera aceptado que me la mamaras habría atravesado los límites marcados?

— ¡Qué tonterías dices…! ¡Naturalmente que no!

— ¿Acaso no es pecado? — quiso saber Bruno Guinea.

— ¿Pecado una mamada…? ¿Adonde iríamos a parar? — Marión Buendía se inclinó para dejar la colilla de su cigarrillo en el suelo y aplastarla con el pie mientras permitía que quedaran a la vista sus rotundos pechos al tiempo que puntualizaba —: Uno de los principales defectos de casi todas las religiones se centra en el hecho de que han minimizado hasta casi la ridiculez el concepto de pecado. El pecado existe, naturalmente, pero considerar como tal el hecho de que alguien se meta tu polla en la boca, comas carne de cerdo, o trabajes un sábado, significa banalizar estúpidamente algo muy serio.

— Al fin y al cabo tan sólo están considerados «pecados veniales»… — le hizo notar su interlocutor.

— Pero muy mal considerados. Yo pequé al rebelarme contra el Creador y por ello fui castigado de la forma más terrible que se pueda imaginar, y la simple idea de que se pueda emplear la misma palabra, aunque se le añada la estúpida coletilla de «venial», para designar algo tan vulgar como una felación, me ofende y me indigna. Es como llamar «guerra» a una vulgar trifulca callejera. Todos los muertos de las auténticas «guerras» deberían agitarse en sus tumbas.

— No es más que una cuestión semántica — aventuró el Cantaclaro, que cada vez se sentía más confundido por el extraño giro que había tomado la, a todas luces surrealista, conversación—. Me sorprende que le des tanta importancia.

— Lo que tú llamas «semántica», es en realidad la forma que tiene cada cual de interpretar las cosas, en este caso, la palabra de Dios, y en mi opinión, no existe nada que haya derramado más sangre en este mundo que las distintas formas que tienen los hombres de interpretar esas palabras.

La hermosísima muchacha se puso en pie con aire de suprema fatiga, extendió la mano y le pellizcó levemente la mejilla al tiempo que susurraba:

— La importancia de las cosas tan sólo depende de en qué modo afectan a cada cual, y a mí ese tema me lleva afectando toda una eternidad. — Le guiñó un ojo con picardía al concluir —: Bueno… Ahora tengo que irme.

— ¿Adonde?

— Con suerte podré hacer un último servicio antes de que amanezca.

— ¿Es que piensas continuar con ese aspecto?

— No me queda otro remedio.

— ¿Y eso…?

La dominicana se encogió de hombros al tiempo que abría las manos con las palmas hacia arriba como si con ello expresara la magnitud de su ignorancia.

— Por alguna extraña razón que nunca he llegado a entender, cada vez que decido adoptar una apariencia humana debo mantenerla, con todas sus consecuencias durante por los menos un día completo con el fin de que de ese modo consiga entender mejor los problemas y las angustias de los seres humanos. — Negó con un leve gesto despectivo—. Puede que eso me fuera útil en un principio, no lo recuerdo, pero lo cierto es que a estas alturas constituye un auténtico fastidio. Ya sé todo lo que se puede saber sobre vosotros, y no creo que follarme a un borracho maloliente me aporte nada nuevo. — Le mostró de nuevo la lengua en un gesto procaz—. Sin embargo contigo creo que hubiera pasado un buen rato… ¿Te animas?

— Ni por todo el oro del mundo.

— Lo comprendo… — la descarada barragana dejó escapar una escandalosa carcajada al admitir —: Y tal vez sea mejor así. ¿Te imaginas que de pronto me enamorase de ti? ¡Menudo lío!

— ¿Estás loca?

— Siempre lo estuve. De lo contrario, jamás se me hubiera ocurrido la estúpida idea de rebelarme contra mi propio Creador… — Le lanzó un beso con la punta de los dedos al exclamar —: ¡Chao, cariño! Toma pronto tu decisión.

Bruno Guinea la observó mientras se alejaba contoneándose provocativamente hasta que se perdió de vista tras un seto.

Meditó largamente sobre cuanto acababa de ocurrirle, pero con la primera claridad del alba, cansado y dolorido, llegó a la amarga conclusión de que no había llegado a conclusión alguna.

Nada de cuanto había sucedido en las últimas horas tenía el menor sentido.

Se advertía vacío y angustiado, y su angustia aumentó cuando al palparse el bolsillo de la camisa descubrió que el pastillero continuaba allí, como mudo testigo de que lo que le estaba sucediendo era algo más que una inquietante pesadilla veraniega.

La aplastada colilla de un cigarrillo manchado de carmín descansaba a sus pies.

Amanecía.

La ciudad despertaba, y sin saber por qué le invadió la sensación de que despertaba a un mundo nuevo.

Todo, absolutamente todo, había cambiado.

— ¿Piensas pasarte el resto de tu vida encaramado en esa ventana como un mochuelo en celo? — inquirió ásperamente Claudia Fonseca desde el umbral de la puerta—. ¿Qué diablos te ocurre?

Bruno Guinea, que se encontraba sentado en el quicio de la ventana, abrazándose las rodillas mientras observaba cómo llovía torrencialmente inundando el jardín central, se volvió para replicar con aire ausente:

— ¡Ni lo menciones!

— ¿A quién?

— Al Diablo…

— ¡Vaya por Dios! — masculló la recién llegada—. Ahora resulta que te has vuelto supersticioso. Entiendo que el hecho de que esos cultivos se hayan jodido ha sido un duro golpe, pero tampoco es como para tomártelo así. Tú mismo has dicho que no esperabas que esa investigación te condujera a ninguna parte…

— No se trata de eso.

— ¿De qué entonces?

— No puedo explicártelo. Lo único que quiero es que me dejen pensar.

— ¿Pensar…? — se escandalizó la recién llegada—. Se te están secando las neuronas de tanto pensar.

— Al menos no me ocurre lo que a otros.

— ¿Se encuentra peor Doña Bárbara?

— ¡En absoluto!

— ¿Problemas con los chicos…? — Ante la silenciosa negativa insistió —: ¿Estás enfermo? ¿Te has hecho un «chequeo»?

— ¡Estoy bien! — replicó impaciente el Cantaclaro en tono agrio—. ¿Es que no entiendes que alguien necesite replantearse una serie de temas a los que antes no prestaba atención? Tal vez esté meditando sobre si presento o no mi candidatura a la dirección del hospital…

La enfurruñada enfermera le dirigió una despectiva mirada con la que parecía querer dar a entender que a ella nadie le tomaba el pelo.

— ¡A otro perro con ese hueso…! — dijo—. Te conozco demasiado como para tragarme el cuento. La dirección del hospital te importa un rábano. Es otra cosa, pero ¿qué?

— ¿Te has preguntado alguna vez quiénes somos, adonde vamos o de dónde venimos? Ahora la expresión fue de asombro:

— ¿Yo…? ¡Qué bobada! ¿Cómo voy a preguntarme algo que la humanidad lleva siglos preguntándose sin encontrar respuesta? ¿Acaso me consideras más inteligente que Sócrates o Platón, que o mucho me equivoco o eran los que se preocupaban por esos temas? Nunca perdería el tiempo en algo que sé que está fuera de mi capacidad intelectual, y lo que me extraña es que alguien como tú se lo cuestione. Siempre te he considerado una persona sensata y con los pies en la tierra.

— Pues la tierra empieza a moverse bajo esos pies y todas mis convicciones están sufriendo un cambio — le hizo notar él—. ¿Crees en Dios?

— A mi manera como casi todo el mundo.

— ¿Y en el Demonio?

— ¿A qué viene esa chorrada…? — inquirió la otra evidentemente confusa.

Bruno Guinea que se había aproximado a la máquina del café le hizo un inequívoco gesto de invitación, y como ella se apresurara a aceptar, sirvió dos tazas que depositó sobre la mesa.

— A que me estaba preguntando si pudiera darse el caso de que el Demonio fuera el culpable de los males que afectan a la humanidad — replicó mientras lo hacía—. ¿Tal vez sea él quien provoca las guerras, los terremotos y las epidemias?

— ¿El Demonio…? — inquirió la enfermera cada vez más estupefacta—. ¿El de los cuernos y el rabo…? — Agitó la cabeza con gesto pesaroso al añadir —: Creo que le pediré a Salcedo que venga a hacerte una visita, porque la destrucción de esos cultivos te ha afectado en exceso. Entiendo que descubrir que un trabajo de meses desaparece de la noche a la mañana duele cantidad, pero me sorprende que no sepas hacer frente al problema con la entereza que esperaba de ti.

— No se trata de los cultivos. En el fondo me alegra que se hayan destruido.

— ¿Que te alegra?

— ¡Naturalmente…! Si unos cultivos preparados para que células malignas se multipliquen velozmente, se destruyen, alguna razón habrá… ¿O no?

— Es de suponer… — Claudia Fonseca dudó un instante antes de inquirir —: ¿Pretendes decir con eso que tal vez has dado con un camino diferente?

— Aún es pronto para asegurarlo, pero entra dentro de lo posible.

— ¿Y es en eso en lo que piensas tanto…? — Ante el mudo gesto de asentimiento puntualizó —: Si es así lo entiendo y me tranquiliza, porque lo cierto es que me tenías preocupada. ¿Necesitas algo?

— Paz… En estos momentos lo único que necesito es paz.

— Captado el mensaje… Pero te espero a las dos en punto en el comedor, o vendré a bajarte de una oreja… ¿Está claro?

Se encaminó a la puerta, la abrió decidida a marcharse, pero se sorprendió al enfrentarse a la figura de una mujer de unos cuarenta años, delgada, muy pálida y de aspecto enfermizo, que vestía una vulgar bata de flores y que inquirió en un tono de profunda timidez:

— ¿El doctor Guinea…?

— Está ocupado — fue la agria respuesta.

— Dígale que Leonor Acevedo desea verle… — insistió la desconocida en un tono más firme—. Es importante.

Claudia Fonseca se volvió al que se suponía que era su jefe en lo que significaba una muda pregunta sobre si permitía entrar a la intrusa o la alejaba de allí con cajas destempladas, y éste le hizo un inconfundible gesto con la mano para que dejara franco el camino:

— ¡Pase, Eeonor, pase…! — dijo al tiempo que avanzaba hacia la puerta—. Me alegra verla en pie y tan animosa.

Ea buena mujer obedeció, pero aguardó impasible y en completo silencio hasta que se cercioró de que la enfermera les había dejado a solas, momento en que el tono de su voz y su expresión cambiaron al inquirir ansiosamente:

— ¿Por qué yo?

— ¿A qué se refiere…? — quiso saber Bruno Guinea.

— A la razón que le impulsó a elegirme entre tantos pacientes.

— No sé de qué me habla.

— Lo sabe muy bien — fue la respuesta—. En el pabellón había una treintena de moribundos, pero usted decidió salvarme a mí… ¿Por qué?

Tras meditar tan sólo unos segundos su interlocutor señaló con naturalidad:

— Probablemente porque tiene cuatro hijos pequeños.

— ¡Lo imaginaba, pero quería oírselo decir! — exclamó de inmediato la buena mujer—. En efecto, tengo cuatro hijos a los que cuidar, y le doy gracias a Dios por el hecho de que lo tuviera en cuenta.

— Dios no tiene nada que ver con esto.

— Es cosa del Diablo, lo sé, pero como comprenderá no puedo darle las gracias al Diablo.

El Cantaclaro fingió escandalizarse al exclamar:

— Pero ¿qué tonterías está diciendo…? ¿De qué me habla?

— ¡Ninguna tontería…! — fue la seca respuesta—. Le hablo de que en mis delirios de agonizante me vi de pronto en esta misma habitación, justo junto a la ventana y asistiendo a una extraña conversación entre usted y un hombrecillo de aspecto inquietante. Luego volví a descubrirle hablando con una descarada prostituta, y más tarde advertí cómo penetraba a hurtadillas en mi habitación y me obligaba a ingerir una pastilla. — Mostró las palmas de las manos en un gesto que parecia pretender explicar su actitud para concluir —: Por la tarde, cuando todos esperaban que lanzara de una vez el último suspiro, comencé a recuperarme y ahora ya puedo incluso venir por mi propio pie hasta aquí.

— ¿Eso quiere decir que lo sabe todo?

— ¡Absolutamente todo!

— ¿Y qué opina?

— ¿Qué quiere que opine? Prácticamente acabo salir de la tumba puesto que en buena lógica a estas turas debería estar ya en el tanatorio, y sin embargo hace una hora me han visitado mis hijos, que lloran de alegría al ver que se ha operado un milagro… Soy la última persona de este mundo que puede opinar sobre lo que está ocurriendo.

— Pero es que no tengo a nadie más a quien preguntar sin que me tome por loco — puntualizó Bruno Guinea—. Lo entiende, ¿verdad?

— Naturalmente que lo entiendo — admitió ella — Pero ¿qué quiere que le diga? Soy parte interesada; la más interesada, puesto que si usted rechaza el trato tal vez yo me vea obligada a regresar a mi estado anterior y sin embargo…

Se interrumpió bruscamente y tras una corta espera su interlocutor inquirió:

— Sin embargo… ¿qué?

— Que a mi modo de ver es mucho lo que le exigen.

— También es mucho lo que me ofrecen…

— Lo sé mejor que nadie, puesto que nadie ha estado al borde de una muerte tan horrenda — replicó Leonor Acevedo con desconcertante serenidad—. Muy pocos seres humanos conseguirían imaginar lo que he sufrido en estos últimos meses, sobre todo al comprender cuánto padecían de igual modo mi marido y mis hijos.

— En ese caso entenderá por qué tengo que pensármelo.

— Aun a sabiendas de lo que esa demoníaca oferta significará en un futuro para millones de infelices, me sigue pareciendo un precio excesivo.

— Excesivo, en efecto — reconoció el Cantaclaro—. Si nie pidieran la vida no dudaría en ofrecerla, e imagino que serían muchos los que aceptarían de buen grado un sacrificio semejante, pero tener la segundad de que voy a pasar el resto de la eternidad en el infierno, me aterroriza.

— ¿Y a quién no? — quiso saber ella—. Por ello mi consejo es que lo olvide.

— Eso sí que se me antoja difícil — puntualizó Bruno Guinea—. Es posible que acepte el trato, y es posible que no, aún no lo he decidido, pero de lo que sí puede estar segura, es de que el recuerdo de cuanto ha ocurrido me obsesionará por el resto de mi vida.

— ¡Lógico…! Pero lo que no se me antoja tan lógico, es la actitud de la otra parte.

— ¿A qué otra parte se refiere? — inquirió su interlocutor que evidentemente no tenía muy claro de qué le estaba hablando.

— ¡A fuerzas contrarias…! — fue la respuesta—. Si por lo que estamos viendo existe «el Mal», digo yo que de igual modo debe existir «el Bien», y dadas las circunstancias debería tomar cartas en el asunto. — Le dirigió una escrutadora mirada al añadir —: ¿No le ha visitado alguien?

Ahora sí que Bruno Guinea demostró a las claras que se encontraba absolutamente confundido y todo aquello se le antojaba incongruente.

— ¿Alguien? — repitió—. ¿Alguien como quién…?

— Un enviado de la otra parte.

— ¿Una especie de «Ángel de la Guarda»? — El tono de voz sonaba ligeramente burlón al aclarar —: No, que yo sepa. Ni creo que existan seis mil millones de ángeles de la guarda disponibles.

— ¿Por qué no?

— Porque dudo que los ángeles se reproduzcan a la misma velocidad que las personas. Y si lo hacen más vale que se mantengan alejados puesto que han demostrado ser unos auténticos inútiles, cuando no unos temibles chapuceros.

— ¿Cómo puede bromear con algo tan serio? — se lamentó ella.

— ¿Y qué quiere que haga? ¿Echarme a llorar? Resulta evidente que eso que usted llama «el Bien» se ha olvidado de nosotros.

— Me cuesta aceptarlo puesto que va en contra de todo cuanto me enseñaron desde que nací — le hizo notar Leonor Acevedo—. Si Lucifer existe, y tanto usted como yo tenemos ahora la plena seguridad de que es así, también tienen que existir los encargados de enfrentarse a él.

— ¿Encargados por quién?

— Por el Señor, naturalmente.

Bruno Guinea se encogió de hombros mostrando a las claras la magnitud de su incredulidad.

— Sospecho que el Señor no nos presta demasiada atención — dijo—. Y de igual modo empiezo a sospechar que desde el primer momento decidió que cada uno de nosotros se convirtiera en su propio «Ángel de la Guarda». Los conceptos morales de correcto e incorrecto anidan en lo más profundo de nuestra conciencia desde el día en que nacemos, y al parecer nuestra obligación es atenernos a ellos sin esperar ayuda exterior.

— En ese caso ¿por qué razón debemos esperar oposición exterior? — quiso saber Leonor Acevedo.

— Si no existiera oposición no existiría lucha… — le hizo notar su oponente—. De otro modo pasaríamos por la vida como una simple lechuga. Estos días he tenido ocasión de reflexionar sobre el tema, y he llegado a la conclusión de que tal vez no sea cierto eso de que una parte de las almas van al cielo, otras al infierno y otras al purgatorio. Lo más probable es que la inmensa mayoría se queden en el limbo.

— ¿El «limbo»? — se sorprendió ella—. ¿Qué clase de «limbo»?

— Un limbo absolutamente vacío; es decir, la nada. Los buenos muy buenos irán al cielo; los malos muy malos, al infierno, pero todos aquellos que se han limitado a vegetar, pasando por la vida sin hacer ni el bien ni el mal, no serán merecedores de una vida eterna. Ni buena ni mala.

— No es eso lo que me enseñaron en la infancia…

— ¡Ése es siempre el gran problema! — le interrumpió una ronca voz de marcado acento italiano—. En lo referente al Bien y al Mal todo cuanto les enseñaron en la infancia poco o nada tiene que ver con la realidad. ¡Con decir que hay gente que todavía se rige por la libre interpretación que ellos mismos hacen de un libro escrito hace miles de años…!

Tanto Leonor Acevedo como Bruno Guinea no pudieron por menos que volverse hacia la puerta, en cuyo quicio había hecho su desconcertante e inesperada aparición un elegante anciano extraordinariamente alto que comenzaba a despojarse con estudiada calma de su empapada gabardina.

Sonrió encantadoramente mientras la colgaba del

perchero, y de inmediato se frotó las manos como si estuviera intentando entrar en calor.

— ¡Increíble! — exclamó—. Estamos en pleno verano y sin embargo hace lo que ustedes llaman «un día infernal», pese a que no exista nada más alejado de la idea de infierno que la lluvia y el viento… ¿Cómo se encuentran?

— ¡Sorprendidos! — se apresuró a replicar el dueño del abigarrado laboratorio—. ¿Quién es usted y quién le ha autorizado para irrumpir aquí de ese modo?

— Me llamo Nicola Capriatti y he venido a visitar a un sobrino que agoniza en el segundo piso. Es paciente suyo: Dario Capriatti.

— Sí… — admitió con acritud el Cantaclaro—. Es paciente mío, pero eso no justifica en absoluto su actitud.

— ¡Oh, vamos, doctor! ¡No se me ponga así! — replicó el otro al tiempo que se servía un café sin pedir permiso—. Nos conocemos más que de sobra.

— ¿Quiere decir que usted es…?

— ¿Quién si no? Ya le advertí que me encanta cambiar de apariencia. — Hizo un gesto con la mano señalándose de arriba abajo—. Y ésta me gusta más que las anteriores: un elegante caballero veneciano está más en consonancia con mi auténtica personalidad que un reportero de tres al cuarto o un provocativo putón callejero.

— ¿Y a qué viene ahora?

— A defender mis intereses naturalmente… — Se volvió a Leonor Acevedo que permanecía inmóvil como una estatua, pálida y sobrecogida por el terror—. ¡No ponga esa cara! — suplicó—. ¡No tiene nada que temer! Es usted una buena mujer, una esposa fiel, y una madre excelente, pero no se ofenda si le aseguro que la suya no es el tipo de almas que me interesan. Le respondió apenas un hilo de voz:

— ¿Y el cuerpo…?

— Le recomiendo que engorde unos kilos — fue la humorística contestación—. Se ha quedado en los huesos, pero en lo que respecta a su enfermedad, puede estar tranquila; se encuentra total y absolutamente curada. Puede que muera por un accidente, un infarto o incluso de un mal parto, ¡vaya usted a saber…! pero nunca por culpa de un tumor. ¡A no ser que…!

— ¿A no ser que, qué…?

— Que se le ocurra la estúpida idea de comentar esto con alguien. Si guarda el secreto, vivirá muchos años. Si dice una sola palabra, incluso a su marido, durará una semana. ¿Lo ha entendido? — Ante el aterrorizado gesto de asentimiento el llamado Nicola Capriatti inquirió —: ¿Cuento con su discreción?

— ¡Me va la vida en ello…!

— En ese caso, le ruego que nos deje solos.

Leonor Acevedo se encaminó, como una sonámbula a la puerta, pero ya a punto de salir se volvió para inquirir con gesto de profunda preocupación:

— Le agradecería que me respondiera tan sólo a una pregunta: ¿es cierto que Dios se ha olvidado de nosotros?

— Mi obligación es pregonarlo, al igual que la obligación del otro bando es pregonar lo contrario — replicó sin perder el tono humorístico el veneciano—. Pero admitirá que de momento voy ganando.

— ¿A qué se refiere?

— A que una cosa es cierta: los hombres llevan siglos matándose por imponer «al verdadero Dios», pero ninguno de ellos consigue que su Dios, sea el que fuere, mueva un dedo en su defensa.

— Continúa sin responder a mi pregunta, aunque, pensándolo mejor, prefiero no conocer la respuesta. Confío en no volver a verle nunca.

— ¡De usted depende…!

La buena mujer abandonó la estancia cerrando cuidadosamente a sus espaldas, y durante unos instantes ambos hombres guardaron silencio, hasta que al fin el recién llegado inquirió:

— ¿Y bien…?

— ¿Y bien, qué?

— ¿Acepta o no acepta mi oferta? Bruno Guinea le observó como si no supiera de qué le estaba hablando.

— ¿A qué viene esa pregunta si ha demostrado que es capaz de leer el pensamiento? — dijo.

— Puedo leer el pensamiento, pero no me está permitido adivinar las intenciones — fue la respuesta—. Y usted aún no ha tomado una decisión.

— Me había hecho a la idea de que su poder era total.

— No, en lo que se refiere al libre albedrío. En eso nadie está autorizado a intervenir, porque de lo contrario este juego no tendría la más mínima gracia.

— ¿Realmente lo considera un juego? — quiso saber el Cantaclaro.

— A mí es el único que me divierte. A veces me paso años esperando a que haga su aparición alguien por quien valga la pena molestarse en adoptar esta ridicula apariencia humana, preparar la caña, lanzar el anzuelo y confiar en que el pez acabe por morder el cebo.

— ¿Y qué clase de cebos acostumbra a utilizar?

Los hay de todo tipo, aunque ninguno comparable al de ahora. Le garantizo que si me falla me va a poner en un aprieto… — El supuesto italiano lanzó una corta carcajada —: ¡Ya no sé qué inventar…!

— Su sentido del humor se me antoja repugnante.

— Todo yo suelo ser repugnante — señaló el aludido que pareció desconcertarse levemente al descubrir que su oponente extraía del cajón de su mesa un grueso habano y se disponía a encenderlo—. ¿Desde cuándo fuma? — quiso saber.

— Desde que he descubierto que me ayuda a pensar — fue la sencilla respuesta—. Y ahora necesito pensar.

— Pues le advierto que «fumar perjudica gravemente la salud» — le advirtió el otro—. Produce cáncer.

— Eso dicen… Pero ¿qué pasaría si aceptase su oferta y el cáncer desapareciese para siempre de la faz de la Tierra?

Nicola Capriatti se limitó a agitar burlonamente la cabeza.

— Que las compañías tabaqueras le harían un monumento, puesto que se evitarían tener que pagar miles de millones a cuantos han estado envenenando durante todos estos años.

Bruno Guinea concluyó de encender su cigarro, depositó con sumo cuidado la cerilla en un cenicero y masculló con evidente malhumor:

— ¡Qué conversación tan estúpida! No hago más que darle vueltas a lo que quiero decirle, pero ahora únicamente se me ocurren tonterías.

— Es que no hay nada que traicione tanto al ser humano como su cerebro… — le hizo notar su oponente—. Cuanto más lo necesita, más le falla. Pero no tiene por qué preocuparse; nunca he hablado con nadie por inteligente que sea, que no se sienta perdido en mi presencia. No sé por qué razón inspiro pánico.

— ¿Cómo que no sabe por qué razón? — exclamó el otro estupefacto—. ¡Es usted el Demonio…! ¡El mismísimo Satanás en persona!

— ¿Y eso qué tiene que ver? — quiso saber el aludido—. Yo no arrastro a nadie al infierno contra su voluntad. Ya le dije la otra noche que soy como un perro encadenado, y que todos aquellos que tengan la conciencia tranquila no tienen nada que temer de mí, ya que no entra dentro de mis atribuciones causar daño a los justos.

— ¿Ah, no?

— ¡En absoluto! El alma humana es un castillo inexpugnable al que tan sólo tengo acceso cuando se me franquea la entrada.

Pero se mantiene siempre al acecho.

— ¡Naturalmente! Es mi obligación, pero ahora estamos aquí, a solas, y es muy posible que sea yo quien se encuentre en inferioridad de condiciones, puesto que mis armas son mucho más débiles que las suyas. — Nicola Capriatti aventuró un claro gesto de impotencia—. Basta con que usted diga «no», para que yo esté definitivamente derrotado. Me ha ocurrido miles de veces y siempre tengo que acabar marchándome con el rabo entre las piernas.

— ¿Realmente tiene rabo? — inquirió el Cantaclaro en tono de burla.

— ¡Es un decir…! — replicó el otro visiblemente impaciente—. Ahora soy yo el que opina que éste es un «diálogo para besugos». ¡Vayamos al grano de una vez! ¿Acepta mi oferta o no la acepta?

— Supongamos que la aceptara… ¿Qué pretende que le diga al mundo: «Señores, el cáncer desaparece de la faz de la Tierra porque acabo de hacer un pacto con el Demonio.» ¡Me encerrarían por loco!

— ¡No! ¡Naturalmente que no puede decir eso! — protestó el italiano—. Pero yo le indicaría el camino: una nueva vía de investigación que le conduciría, directa y rápidamente, a un éxito indiscutible.

— ¿Y cuál puede ser esa nueva vía? Que yo sepa ya se han investigado todas.

— Pero se han investigado siempre por el camino equivocado.

— ¿Qué pretende insinuar…?

— Que la mayor parte de científicos se han dedicado a analizar el origen del cáncer, buscando en los propios tumores las razones por las que nacen, crecen o se desarrollan de una forma tan rápida y destructiva…

— Es natural — le hizo notar Bruno Guinea—. ¿Cómo pretende que se investigue la forma de combatir algo sin conocerlo a fondo?

— En eso precisamente radica el error — señaló convencido de lo que decía el elegante anciano que parecía feliz demostrando su sabiduría—. Nunca conocerán a fondo el cáncer puesto que su comportamiento resulta imprevisible. Nace, crece y se desarrolla en cualquier parte del cuerpo y cualquiera que sea la edad del paciente, su sexo, raza o condición social. Existe el cáncer de hígado, de pulmón, de mama, de huesos, de páncreas, de próstata o de sangre, y aparece entre los jóvenes, los viejos, los ricos, los pobres, e incluso entre la mayor parte de los animales. — Serpenteó con sus largas y delicadas manos sobre la mesa, como si correteara por ella—. Es un escurridizo monstruo con un millón de rostros diferentes, por lo que nadie conseguirá jamás conocer todas sus facetas.

— Eso ya lo sé — fue la sincera aceptación de una realidad en apariencia incuestionable—. Cada día me enfrento a él y nunca soy capaz de averiguar cómo va a evolucionar.

— En ese caso, entenderá que el camino elegido, cualquiera que sea, conducirá quizá a una solución concreta, pero que será siempre una solución parcial; nunca la definitiva con la que todos sueñan.

El Cantaclaro que había quedado como hipnotizado por las expresivas manos de su interlocutor, reflexionó unos instantes antes de comentar:

— No creo que nadie sueñe con una solución única a un problema tan complejo. Poco a poco, con tiempo y paciencia se irá venciendo en cada caso particular. Es como una pequeña guerra de guerrillas.

— Pero por desgracia las guerras de guerrillas suelen eternizarse — sentenció calmosamente el veneciano—. Lo que se gana hoy, se pierde mañana. Yo le estoy ofreciendo una solución que le conducirá a una victoria total sobre cualquier tipo de tumor maligno.

— Me cuesta aceptar que pueda existir. Incluso aunque sea el mismísimo Demonio quien lo asegure. ¿Quién me garantiza que no intenta engañarme?

— ¿Y qué obtendría con engañarle? — se sorprendió el aludido—. Estaría perdiendo mi tiempo, puesto que si llegásemos a un acuerdo pero yo no cumpliera con mi parte del trato, el «contrato» dejaría automáticamente de tener efecto, con lo que usted quedaría de inmediato en libertad.

Bruno Guinea sopesó una respuesta que se antojaba lógica, se aproximó a la ventana y observó el exterior para comentar:

— Ha dejado de llover…

Guardó silencio de nuevo, ensimismado, como si se encontrara muy lejos de allí, fumando en silencio su maloliente habano y observado por un impasible Nicola Capriatti del que se diría que la paciencia formaba una parte muy importante de su forma de ser.

Al fin, sin volverse, musitó:

— Por más vueltas que le doy, no entiendo cómo sería posible combatir una enfermedad sin haberla estudiado hasta en sus más mínimos detalles.

El otro esbozó una leve sonrisa al replicar:

— Como suele decirse: «A menudo los árboles no dejan ver el bosque.»

— ¿A qué viene eso?

— A que la pregunta que todos los investigadores se hacen es casi siempre la misma…: ¿Por qué razón se desarrolla un tumor?

— ¿Y qué otra pregunta tendrían que hacerse?

— La opuesta: ¿Por qué razón no se desarrolla un tumor?

— No logro entenderle.

— Pues creo que resulta evidente.

— Perdone, pero no le veo la evidencia por parte alguna.

El italiano se limitó a agitar la cabeza como si le molestara tener que razonar con un retrasado mental, se puso en pie, se aproximó a su oponente y le golpeó apenas con el dedo a la altura del corazón.

— Un tumor, como todo aquello que vive y crece, necesita un medio receptivo en el que desarrollarse, puesto que nunca se daría en la arena, ni las rocas… ¿Cierto?

— Cierto.

— Pues al igual que una planta no crece en la roca, en la arena o en cualquier otro medio hostil, un tumor nunca podría desarrollarse si el medio resultara igualmente hostil… ¿Cierto?

— Cierto.

— En ese caso trate de imaginar que existiese una especie animal, preferentemente un mamífero, cuyo organismo resultase tan hostil, que nunca hubiese permitido el desarrollo de un tumor maligno… ¿Me sigue?

Bruno Guinea, que hasta ese momento parecía incrédulo o fatigado, cambió súbitamente de actitud.

— ¡Le sigo…! Si esa especie de mamífero existiese…

Su oponente asintió con un leve ademán de la cabeza al tiempo que concluía por sí mismo la frase interrumpida.

— … analizando a fondo sus características acabaría descubriendo la razón por la que cierto tipo de tumores se desarrollan en determinadas circunstancias, y en otras no.

— Y eso ¿no facilitaría el camino hacia una solución definitiva?

— Desde luego.

— ¿Y existe esa especie…? — inquirió Bruno Guinea casi con un hilo de voz.

El italiano afirmó con la cabeza.

— Existe.

— ¡No puedo creerlo!

— Si no existiese, yo no tendría nada que hacer aquí.

— ¿Y cuál es?

El otro no pudo por menos que dejar escapar una corta carcajada al tiempo que hacía girar repetidamente el dedo índice frente a sus ojos.

— Ésa es la pregunta del millón de dólares, querido amigo — replicó—. La pregunta que vale el alma de un justo… ¡La suya! He dedicado muchos años, quizá siglos, a la búsqueda de ese mamífero, y le aseguro que hubo un momento en que casi me di por vencido, pero al final lo encontré. La cápsula que curó a esa buena mujer provenía de él.

— Me cuesta aceptarlo.

El otro extrajo del bolsillo superior de su chaqueta una diminuta botella que le colocó sobre la palma de la mano y que le obligó a cerrar a continuación.

— Prepare un nuevo cultivo — dijo—. El más virulento que sea capaz de ingeniar, y cuando se encuentre en plena expansión rocíelo con una mínima parte de este líquido… ¡Se destruirá en el acto!

— ¡Dios bendito…!

— ¡No lo mezcle en esto! Ni siquiera sabe que existe este animal. Resulta incongruente, ¿no cree? «El Bien» permite que exista el cáncer, y «el Mal» dedica todos sus esfuerzos a combatirlo… Se diría que el mundo está del revés, pero como le dije el otro día, en mi caso el fin justifica los medios.

— Me lo está poniendo muy difícil.

— ¡Ésa es mi misión! Tentarle con algo que merezca la pena.

— Lo encuentro francamente canallesco…

Se diría que en aquellos momentos el elegante caballero parecía encantado consigo mismo, puesto que sonrió ampliamente al replicar:

— ¿Verdad que sí…? A menudo no puedo por menos que felicitarme por mi astucia. Las almas en verdad valiosas no son fáciles de atrapar, puede creerme, pero «más sabe el Diablo por viejo, que por Diablo». Tal como le advertí, en este caso el cebo es realmente apetitoso.

— Pero en este caso el pez sabe que si lo muerde se pierde… Y que se pierde para siempre.

— ¡Cuento con ello! Pero la paciencia ha sido siempre la principal virtud de un buen pescador, que nunca confía en capturar su presa a las primeras de cambio… Se sienta, y espera. Y le garantizo que mi paciencia es infinita.

— Pero mi tiempo de vida, no. Y esa abismal diferencia entre lo finito y lo infinito es lo que dificulta la comprensión entre los seres humanos y los dioses… O los demonios.

— Ahora soy yo quien no acaba de entenderle.

— Me refiero a que nuestros puntos de vista son tan marcadamente diferentes, que raramente llegan a coincidir, de la misma manera que no pueden coincidir el punto de vista de un ser humano que vive cien años, y el de un insecto que únicamente sobrevive tres días. Por mucho que me esfuerce, el concepto de eternidad se me escapa, y por lo tanto se me escapa la razón por la que puede interesarle adueñarse de mi alma por toda una eternidad.

El anciano hizo un leve gesto de asentimiento al tiempo que tomaba asiento de nuevo.

— Me hago cargo del origen de sus dudas — dijo—. He visto desaparecer cientos, tal vez miles de generaciones, y admito que cada una de ellas ha significado para mí menos que un parpadeo, pero ahora no se trata de adueñarme de su alma por toda la eternidad, sino tan sólo del placer de adueñarme de ella… Es como el hecho de conquistar a una mujer especialmente hermosa: lo que se pretende es poseerla, no poseerla para siempre, lo cual tal vez acabe por resultar fastidioso.

— Lo malo es que, en este caso, no hay vuelta atrás — le hizo notar su interlocutor.

— ¡Desde luego! Tengo un acusado sentido de la propiedad, y cuando me apodero de un alma es para siempre, pese a que me consta que quizá muy pronto me canse de ella.

— ¿O sea que no es más que un coleccionista de almas?

— ¿Y qué quiere que coleccione…? — inquirió el otro dejando escapar una divertida carcajada—. ¿Abanicos? Yo me aprovecho de las cosas materiales, pero mi mundo es esencialmente espiritual, y de ese modo he conseguido una maravillosa colección de almas en su mayor parte insospechadas.

— ¿Y de qué le sirve una más?

— Es mi sino… Fui creado para eso. Y tal vez le enorgullezca saber que la suya no es «una más». — Le apuntó con el dedo—. Como ya le dije, la considero un alma especialmente interesante. Digamos que una auténtica pieza de coleccionista.

— Continúo sin creérmelo… — replicó de inmediato el Cantaclaro—. Conozco mis defectos, sé que no soy tal como intentan hacerme creer con tantas adulaciones, y por ello hay algo en todo esto que me huele mal.

— Pues le aseguro que hoy me he dejado la «esencia de azufre» en casa… — El tono de Nicola Capriatti era ahora de franca lamentación—. Está claro que vivimos malos tiempos. Yo era el ser más odiado y temido del universo, pero ahora la mayoría de la gente ni me cree, ni me toma en serio.

— Puede que la culpa sea suya, puesto que, en este caso particular, no está dando una imagen en absoluto terrorífica.

— Es que mi misión no es aterrorizar aquí en la Tierra. Ya se lo he dicho. Para eso están los dictadores, los violadores, los asesinos, los pedófilos y los psicópatas. A mí no me preocupa en absoluto que los seres humanos tengan una vida alegre y feliz porque «mi reino no es de este mundo», y bajo ningún concepto debo adelantarme a los acontecimientos.

— ¿Usted los espera más tarde, cuando les ha llegado el momento de rendir cuentas?

— ¡Exacto! ¿Y quiere saber algo curioso? Lo que hayan podido sufrir aquí en la Tierra, poco o mucho, no les computa luego. No reduzco a nadie su condena por el hecho de que en vida padeciera hambre, enfermedades o torturas puesto que lo que castigo son sus actos con total independencia de su entorno.

— Lo considero injusto — sentenció Bruno Guinea—. Las circunstancias casi siempre constituyen un atenuante.

— No en este caso, puesto que soy el encargado de hacer cumplir el castigo, y por mi propia naturaleza suelo ser visceralmente injusto, ya que como le dije, quien podría llamarme al orden se encuentra muy, muy lejos. — Guardó silencio unos instantes como si estuviera escuchando un sonido distante y al poco puntualizó —: Su amigo Alejandro acaba de llegar y pronto subirá a verle. — Señaló con un gesto la botella que el otro mantenía firmemente aferrada—. Le dejo el cebo para que se entretenga, pero tenga algo muy presente: aun en el caso de que acepte el trato, no se lo voy a poner fácil. Le daré pistas, pero tendrá que ser usted, personalmente, quien encuentre a ese animal.

Se irguió con gesto cansino, descolgó su gabardina y extrajo del bolsillo interior un sobre que depositó sobre la mesa.

— Aquí le dejo un billete de avión y una invitación con todos los gastos pagados, para asistir a un seminario de oncología en Quito, Ecuador. Si se encuentra allí dentro de dos semanas volveremos a vernos. En caso contrario, ésta será nuestra última entrevista.

— ¿Por qué Ecuador?

— Porque es el único lugar en que vive nuestro buen amigo, y le aseguro que es realmente escurridizo.

Salió dejando a su interlocutor inmóvil, desconcertado y observando, pensativo, la botella.

Al poco abrió la nevera, extrajo un frasco y colocó una pequeña parte de su contenido en el portaobjetos del mayor de los microscopios.

Observó con atención, y al cabo de unos instantes le aplicó una gota del contenido de la botella, observando de nuevo.

Lo que descubrió le obligó a tomar asiento, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos, profundamente pensativo.

Al cabo de un largo rato la puerta se abrió para que hiciese su aparición la siempre atildada figura de Alejandro de León Medina que le observó con cierta perplejidad y que acabó por inquirir en tono de preocupación:

— ¿Te ocurre algo?

— Estoy bastante jodido.

— ¿Y a qué atribuyes tan evidente mejoría…? — quiso saber el recién llegado—. Porque por lo general tú sueles estar completamente jodido.

— ¡Muy gracioso! — masculló agriamente su amigo—. ¿Qué tal por Roma? ¿Desfilaste disfrazado de drag-queen o de Caperucita Roja?

— De odalisca… — fue la divertida respuesta—. Y me ligué a un vikingo encantador. Pero lo cierto es que la manifestación fue un auténtico fracaso. A Roma, desde la frustrada visita de Atila ya no le impresiona nada.

— ¿Y qué esperabas de una ciudad que gobernó Julio César? ¡Más drag-queen que ése…! — Hizo un gesto hacia el teléfono—. Te llamó Roberto.

— Lo sé. Está en la cárcel, y espero que se pudra en ella… ¡Pero dejemos eso! Claudia está más preocupada que de costumbre por tu manera de comportarte. ¿Algún problema?

El otro le hizo un gesto para que se aproximase y echase un vistazo a través del microscopio.

— ¿Qué ves? — inquirió.

El apodado Canaima se aproximó, observó con atención, y al poco se alzó de nuevo encogiéndose de hombros.

— Células muertas — dijo.

— ¡En efecto! — admitió el otro—. Células de un tumor maligno especialmente virulento, que hace uno minutos se multiplicaban con rapidez, pero que de repente han muerto. — Le miró de frente al inquirir — Según tú, ¿qué significa eso?

Alejandro de León Medina se limitó a encogerse de hombros al replicar en tono de fingida indiferencia:

— Ni soy investigador, ni tengo la más puñetera idea de en qué carajo estás trabajando, pero si no has utilizado ninguno de los sistemas de destrucción habituales, tal vez hayas descubierto algo importante.

— Eso es lo que creo.

— ¡Vaya por Dios! — exclamó el otro divertido — Ahora va a resultar que estamos ante un Fleming o un Pasteur…

— ¡Déjate de tonterías! — masculló su compañero de universidad en tono agrio—. ¿Qué opinas?

— ¿Y yo qué sé? ¿Con quién lo has consultado?

— Con nadie.

Ahora sí que el Canaima pareció extrañarse.

— ¿Y eso? — quiso saber—. Tenía entendido que los investigadores os apresurabais a compartir vuestros descubrimientos.

— Pero es que aún no sé si he descubierto algo que valga la pena…

— ¿Y cómo esperas averiguarlo si no lo consultas?

— Es que puedo caer en el más espantoso de los ridículos.

Alejandro de León Medina negó con la cabeza al tiempo que se aproximaba a la ventana, la abría y aspiraba profundamente.

— Me encanta el olor a tierra mojada — dijo, y tras una corta pausa añadió no sin cierta amargura —: Esa respuesta confirma mi teoría de que uno de los peores enemigos de la humanidad, y en especial de nosotros, los españoles, es el miedo al ridículo. Tipos de gran talento, podrían haber hecho cosas importantes pero nunca llegaron a parte alguna por temor a un «qué dirán» que les castra.

— ¿De qué coño hablas…? — protestó su amigo.

— De que en este país las nuevas ideas suelen ser mal acogidas por quienes no las tienen, que no encuentran otro modo de enmascarar su impotencia que la burla y el desprecio — fue la serena respuesta—. Eso hace que mucha gente de talento se retraiga a la hora de expresarse, y me dolería que fueras uno de ellos. — Le miró directamente a los ojos para concluir seguro de sí mismo —: Si crees que lo que estás haciendo es importante sigue adelante y olvida las críticas.

— En tu posición es fácil decirlo — se lamentó Bruno Guinea—. Pero ten presente que si doy un paso en falso me resultará muy difícil recuperar el escaso prestigio profesional que tanto esfuerzo me ha costado conseguir.

— ¿Acaso ese prestigio vale lo que un nuevo horizonte en la lucha contra el cáncer? — inquirió el Canaima estupefacto—. Yo daría, no ya mi prestigio, sino incluso mi vida por entrever ese nuevo horizonte.

— ¿Realmente darías la vida?

— ¡Y mil que tuviese! La vida de un homosexual que se siente envejecer sin afectos, y sabiendo que se va a pasar los años que le quedan pagando a sucios «chaperos» para que finjan un amor que no sienten, no vale nada frente a un logro tan importante para la humanidad.

— ¿Y si te exigieran algo más que la vida?

Ahora sí que Alejandro de León Medina permaneció mudo unos instantes, puesto que se diría que no había entendido la pregunta.

— ¿Algo más que la vida? — inquirió al fin—. ¿Qué hay que pueda ser «algo más que la vida»?

— La vida eterna.

— Ni tú ni yo creemos en eso — protestó—. Nunca hemos creído.

— Puedo haber cambiado de opinión.

— Y yo puedo haberme convertido en heterosexual. ¡No te jode! Ya en la universidad estábamos de acuerdo en que Dios no era más que un invento necesario para cierto tipo de personas entre las cuales no nos incluíamos. Y resultaría admisible que yo, en mis noches de desesperación intentase encontrar consuelo en la hipotética existencia de un mundo mejor. ¡Pero tú…! — le apuntó casi acusadoramente con el dedo al puntualizar—. Tú no necesitas aferrarte a ningún clavo ardiendo.

— Según eso… — argumentó Bruno Guinea—. La inmensa mayoría de la gente, que de un modo u otro cree en la existencia de un ser supremo, está equivocada.

— «Quiere» estar equivocada porque «necesita» estar equivocada — fue la respuesta—. Lo hemos discutido un millón de veces, y siempre estuvimos de acuerdo. ¿Ha ocurrido algo que te haya hecho cambiar?

— Nada. No ha ocurrido nada… ¡O quizá sí! Quizá me estoy haciendo viejo y ello me obliga a replantearme una serie de cuestiones.

— Me decepcionaría que así fuera. Siempre he considerado que eres el hombre de convicciones más firmes que conozco.

— «Es de sabios cambiar de opinión» — le recordó su amigo.

— Pero aún no me consta que seas un sabio. A no ser que me demuestres que has encontrado una nueva vía para combatir el cáncer, y además lo pregones sin miedo a los críticos, nunca aceptaré que eres un sabio con derecho a cambiar de opinión…

— ¿Y qué dirías tú mismo si de pronto un medicu-cho de tres al cuarto, y sin más ayuda que un par de viejos microscopios, proclamara a los cuatro vientos que cree haber encontrado el camino que conduzca a acabar con la peor de las enfermedades que azotan a la humanidad? — quiso saber el Cantaclaro.

— Que pretendía llamar la atención o estaba loco — admitió con indiscutible sinceridad su oponente—. A no ser que me dieras una explicación convincente de por qué has llegado a esa conclusión.

— Lo malo es que no tengo ninguna explicación «convincente»… — le hizo notar el otro—. Mi teoría, si es que existe, no se sustenta sobre ninguna base sólida.

— ¿De qué estamos hablando entonces? — inquirió un desconcertado Alejandro de León Medina—. Esos cultivos se han destruido, pero admites que no sabes la razón. — Entrecerró los ojos hasta casi convertirlos en un par de rendijas al preguntar con marcada mala intención —: ¿Acaso es eso lo que pretendes insinuar?

— Sé cuál es la razón — aventuró Bruno Guinea—. Y si no lo sé, al menos lo sospecho. Pero no puedo decírtelo. Ni a ti ni a nadie.

— ¿Y si tus sospechas se confirmaran?

— En ese caso, tal vez lo diría…

— ¿A qué esperas entonces…? ¡Ponte a trabajar!

— No resulta fácil.

— Cuando es tanto lo que está en juego nada resulta fácil, querido mío, y si me necesitas me ofrezco como conejillo de indias aunque me juegue la vida en el intento.

El Cantaclaro le observó de arriba abajo y al fin esbozó una leve sonrisa irónica al comentar:

— No te me pongas melodramático. A ti te va disfrazarte de «conejita del Playboy», no de «conejillo de indias». — Extendió la mano y le revolvió afectuosamente el cabello al tiempo que inquiría —: Por cierto… ¿Qué sabes del Ecuador?

— Que es la línea que divide en dos la Tierra.

— ¡No seas bruto! Me refiero al país.

— ¿Y qué quieres que sepa…? — protestó el Canaima levemente amoscado—. Que está en Sudamérica y que por lo que cuentan es muy bonito… ¿Por qué quieres saberlo?

El otro hizo un leve ademán con la barbilla hacia el sobre que descansaba sobre la mesa.

— Me han invitado a un seminario de oncología en la Universidad de Quito.

— ¿Y piensas ir?

— Tengo que pensármelo. Alicia está pasando por uno de sus malos momentos.

— Sabes que puedo cuidar de ella mejor que tú.

— ¡No es lo mismo!

— Lo que tienes que hacer es evitarle disgustos, y si sospecha que no haces algo que consideras importante por culpa de ella, se disgustará. ¡Y mucho!

— ¿Que se ha suspendido…?

— Así es.

— ¿Pretende hacerme creer que he volado más de doce horas, atravesando el océano para asistir a un congreso que ha sido suspendido…?

— Me temo que sí.

El perplejo y casi indignado Bruno Guinea no podía apartar la vista del atribulado rostro de la sudorosa gorda que se sentaba frente a él, y cuya abundante transpiración parecían deberse más a lo embarazoso de la situación que a las altas temperaturas generadas por un inclemente sol que caía, más vertical que en ningún otro lugar del mundo, sobre los frondosos jardines que rodeaban la piscina del coqueto hotel de arquitectura colonial.

— ¿Y por qué no me han avisado?

La vicerrectora se pellizcó nerviosamente la barbilla, se enjugó dos panzudas y brillantes gotas que le descendía por la prominente papada y carraspeó repetidas veces antes de replicar:

— Porque no teníamos idea de quién era usted, ni dónde podíamos encontrarle.

— ¿Y eso?

— Lo único que sabíamos era que una asociación médica panameña había abonado los gastos de un oncólogo español de reconocido prestigio, pero cuando sedeadlo la suspensión no pudimos localizar a nadie en Panamá, y por lo tanto nuestra única esperanza se centró en que usted se enterara por cualquier otro medio y decidiera anular el viaje.

— Pues resulta evidente que no me había enterado… — admitió el cada vez más abatido Cantaclaro lanzando un resoplido con el que al parecer pretendía expresar la magnitud de su malhumor y frustración—. ¿Y a qué se debe la suspensión, si es que puede saberse? — inquirió.

— Razones políticas, como siempre. Nuestra situación económica pasa por un momento particularmente difícil, y tanto los sindicatos como las asociaciones indígenas han convocado a una huelga general de carácter indefinido… — El rezumante saco de grasa enfundado en un amplio vestido color malva emitió lo que parecía un quejumbroso lamento—. Aquí todo es así. Nunca se puede hacer planes a más de tres meses vista, puesto que lo más probable es que en el transcurso de ese tiempo el panorama haya cambiado de un modo radical. Ésta es la cuarta vez que nos vemos obligados a suspender un evento de relativa importancia.

— ¡Vaya por Dios…! Sí que he tenido mala pata.

Doña Cecilia Prados de Villanueva alargó una mano que parecía pesar como un ladrillo, y la colocó afectuosamente sobre la de su interlocutor que descansaba sobre la mesa.

— ¡Por suerte…! — dijo—. Esta misma mañana hemos recibido un fax en el que se asegura que está usted interesado en estudiar la fauna de nuestra Alta Amazonia, y eso es algo en lo que estoy convencida de que podremos serle de mucha utilidad aunque tan sólo sea por el hecho de intentar compensarle de algún modo.

— ¿Y de dónde ha llegado ese fax? — quiso saber el cada vez más confuso Bruno Guinea.

— De Panamá.

— Entiendo…

La otra la observó no sin cierta sorpresa al inquirir:

— ¿Es que acaso no le interesa la fauna amazónica?

— ¡Sí, desde luego…! — replicó de inmediato el Cantaclaro fingiendo haberse distraído en seguir con la vista la escultural silueta de una muchacha que surgía en esos momentos de la piscina con el cabello empapado, aunque lo que en verdad pretendía era darse tiempo para reflexionar sobre el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Pese a esforzarse por conseguir que sus palabras sonaran sinceras, resultaba evidente que no conocía a nadie en Panamá, aunque no necesitaba estrujarse mucho el cerebro para llegar a la conclusión de que «alguien» — y sabía muy bien de quién se trataba en esta ocasión — estaba esforzándose a la hora de encaminar sus pasos en una dirección muy concreta.

— Siempre me ha interesado extraordinariamente la fauna de la Alta Amazonia — musitó al fin—. Se me antoja fascinante.

— ¿Y eso por qué? — inquirió una, a todas luces desconcertada vicerrectora—. El archipiélago de las Galápagos constituye el más perfecto escaparate evolutivo del planeta, con docenas de especies endémicas de enorme interés científico, e incluso en la región del río Ñapo se encuentra la mayor concentración de mariposas del mundo… — Negó una y otra vez con la cabeza agitando de un lado a otro su espectacular papada—. Pero que yo sepa, a partir de los dos mil metros de altitud, apenas existe vida animal en lo que creo que constituye uno de los lugares más inhóspitos e inexplorados de los que se tiene noticias.

— Por eso mismo me interesa… — se apresuró a responder su interlocutor con absoluto desparpajo—. Al ser un lugar inhóspito e inexplorado, confío en encontrar especies totalmente desconocidas.

— ¿Como cuáles?

— Si lo supiera ya no serían desconocidas.

— Eso es muy cierto, pero quiero suponer que al menos tendrá una ligera idea de qué es lo que anda buscando.

— Ni la más remota…

Doña Cecilia Prados de Villanueva, que pese a su volumen y tamaño tenía unos delicados rasgos que evidenciaban que veinte años atrás debió ser una mujer sumamente atractiva, parpadeó varias veces, alzó el dedo índice como si pidiera un «tiempo muerto» y sin mediar palabra se encaminó, balanceando su inmenso corpachón, hacia el cercano «vestuario de señoras».

Su acompañante no pudo por menos que agradecer el corto interludio, puesto que le concedía un tiempo que le estaba haciendo cada vez más falta para adaptarse a las nuevas circunstancias.

Empezaba a deducir que al parecer la supuesta solución al problema del cáncer que preconizaba el Maligno tenía su raíz en algún perdido rincón de los Andes ecuatorianos, aunque tenía razones más que suficientes para sospechar que la información le sería proporcionada con cuentagotas y por los muy enrevesados senderos por los que evidentemente le gustaba transitar a su mentor.

Debido a ello se encontraba ahora allí, sobre la misma raya que dividía en dos la Tierra, a las faldas de un impresionante volcán que lanzaba columnas de humo amenazando con provocar una catástrofe, y consciente de que cuanto más avanzase por tan agrestes senderos, más se aproximaría a su definitiva perdición.

Y era aquel un juego demoníaco del que acabaría por convertirse en el único perdedor.

Un juego al que en buena lógica debería renunciar en aquel mismo momento.

Pero decidió esperar.

Cuando a los pocos minutos la elefantiásica mujer tomó de nuevo asiento, sonrió de oreja a oreja al comentar sin el menor sonrojo:

— Perdóneme, pero es que me veo obligada a tomar diuréticos para intentar perder peso, y cuando me hacen efecto tengo que echar a correr o convierto el lugar en una sucursal del Niágara… — Sorbió con la pajita los últimos restos del batido de guaraná que había pedido, e inquirió sin perder su agradable sonrisa —: ¿De modo que admite que no tiene ni la más remota idea de qué es lo que anda buscando?

— ¡Exactamente!

— Pero aun así ¿tiene intención de ir a buscarlo?

— Desde luego.

— ¿Por qué?

— Razones personales…

— Las respeto, pero le advierto que la región amazónica andina tiene fama de ser un lugar realmente peligroso.

— Lo imagino…

La algo más que exuberante señora agitó repetidamente la pajita que tenía en la mano con el fin de que se desprendieran las últimas gotas que conservaba en su interior, y cuando lo hubo conseguido apuntó con ella hacia el busto de bronce que se alzaba en el extremo más alejado de los jardines, cuyas barandillas se abrían hacia un ancho y verde valle que se perdía de vista en la distancia.

— Aquél es el monumento a Francisco de Orellana que en compañía de cinco mil hombres, cuatro mil llamas, novecientos perros y doscientos cincuenta caballos, partió en busca del mítico El Dorado y el fabuloso País de la Canela — dijo—. No encontró ni lo uno ni lo otro pero descubrió el mayor río del mundo, uno de cuyos afluentes cruza por allá abajo, a unos doscientos kilómetros de distancia.

— Sí… — admitió su interlocutor—. Eso ya lo sabía Las guías turísticas aseguran que esa epopeya constituya una parte muy importante en la historia del Ecuador.

— Pero lo que tal vez no sepa, es que la expedición estuvo vagando por esa maldita región más de un año cuatro mil de sus cinco mil componentes y todas las bestias murieron, los supervivientes se vieron obligados a regresar en las peores condiciones imaginables, y tan sólo cincuenta y siete locos al mando del tuerto Orellana fueron capaces de cruzar al otro lado.

— ¡Caray! — No pudo por menos que exclamar el sinceramente impresionado Cantaclaro—. ¿Está intentando decirme que ésa es la famosa Alta Amazonía ecuatoriana que me he propuesto explorar?

— Ni más ni menos… — fue la sincera respuesta—. Y le garantizo que nadie ha sido capaz de seguir las huellas de Orellana a pesar de los siglos transcurridos. El tramo que se extiende desde donde alcanza la vista, hasta las orillas del Napo es lo que suelen llamar «la Caída al Infierno».

— ¡Pues qué bien…!

— ¿Tiene costumbre de andar por la selva?

— No la he visto más que en películas.

— ¿Alguna noción de alpinismo?

— Odio las alturas.

— ¿Le gusta caminar?

— De mi casa al hospital… Y no siempre.

— ¿Ha hecho algún curso de supervivencia?

— ¿De superqué…?

— ¡Olvídelo…! — Doña Cecilia Prados de Villanue-va lanzó un hondo suspiro antes de puntualizar —: Creo que lo mejor será que le organice una visita a las Galápagos…

— Me encanta la idea, pero no se me ha perdido nada en las Galápagos… — le hizo notar su interlocutor.

— Menos aún se le ha perdido ahí abajo, créame… — puntualizó la gorda segura de sí misma—. En conciencia me veo obligada a evitar que cometa una locura. La institución a la que pertenezco no aceptaría la responsabilidad que significa enviar a la muerte a uno de sus ilustres invitados.

— Pero yo ya no soy su invitado… — le hizo notar con toda la razón del mundo Bruno Guinea—. Y mucho menos, «ilustre». El congreso se ha suspendido, ahora actúo por mi cuenta, y le quedaría sumamente agradecido si me recomendase a alguien que pudiera servirme de guía y consejero en tan inhóspita región.

— No creo que pueda hacerlo.

— ¿Por qué?

— Porque la mayor parte de cuantos se han adentrado en esa tenebrosa región, han desaparecido — aclaró la gorda a la que se advertía cada vez más incómoda—. La última gran expedición que se organizó, la de Pazmiño, y el inglés Snow, permaneció perdida durante meses, la mayor parte de sus hombres murieron, y si ellos dos se salvaron fue únicamente gracias a que el piloto de un helicóptero de los campos petroleros del Napo se jugó la vida al acudir a rescatarlos, aunque mejor hubiera sido que los dejara morir allí porque a mi modo de ver eran un par de hijos de puta que merecían estar muertos. — De improviso la expresión de la buena mujer cambió, e inclinó la cabeza para observar burlona a su compañero de mesa al tiempo que inquiría —: Seguro que se está preguntando cómo es posible que toda una señora, porque sin lugar a dudas lo soy, puede hablar y comportarse de esta manera… ¿Me equivoco?

— No mucho.

— ¿Le gustaría conocer mis razones?

— Podría ser interesante…

— Lo es, se lo aseguro. — Doña Cecilia Prados de Villanueva hizo un gesto al camarero, que se mantenía siempre a más que prudente distancia, para que les sirviera una nueva ronda, y tras tomarse unos segundos para medir bien sus palabras, añadió —: Yo era, no hace aún demasiados años, la mujer más hermosa y deseada de Ecuador. Alta, esbelta, inteligente, hija única del hombre más rico del país, y con una brillante carrera por delante. — Agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar sus propias palabras para exclamar casi irónicamente —: ¡La perfección entre las perfecciones…! Supongo que cuesta trabajo admitir que exista alguien así, pero existía, y ésa era yo, se lo aseguro.

— Le creo.

— Era perfecta, repito, y lo increíble es que para colmo de dichas encontré el marido perfecto, con el cual viví los tres años más maravillosos que ser humano pueda soñar. — Aguardó a que colocaran ante ella lo que había pedido, bebió despacio, y cuando el camarero se hubo alejado, continuó —: Por si todo ello no bastara, al cabo de ese tiempo di a luz a una niña preciosa, y lo único que le pedí a la Virgen fue que mi hija creciera sana y yo recuperara lo antes posible mi figura de antaño.

— Pero ¿no fue así?

— Usted lo ha dicho. Sin razón alguna y en contra de toda lógica, comencé a engordar y engordar y engordar, hasta convertirme en la sudorosa foca que tiene usted delante…

— ¡Por favor! — intentó protestar el cada vez más impresionado Cantaclaro—. No es…

— ¡Olvídelo…! No intente mostrarse cortés con quien hace tiempo que decidió dejar de serlo. Sin saber por qué razón, ni qué abominable pecado había cometido, la naturaleza que me lo había dado todo decidió quitármelo, convirtiéndome en una especie de monstruo de feria aquejado, para más inri, de incontinencia urinaria… El resultado lógico es que el hombre al que adoraba, me abandonó.

— Eso quiere decir que no estaba lo suficientemente enamorado.

— ¡Se equivoca! Lo estaba. Y aún lo está. Continúa loco por la mujer con la que se casó y me consta que aún la busca a todas horas aunque le resulte imposible encontrarla bajo esta espesa capa de grasa, sudor, amargura y desesperación… — Alzó su copa como si estuviera brindando al sol—. Si ni siquiera yo soy capaz de reconocerme a mí misma, ¿cómo pretende que me reconozca alguien más?

Tal como le venía sucediendo con cierta frecuencia durante los últimos tiempos, y tras tantos años de tener siempre la palabra fácil, el Cantaclaro no acertaba a expresar cuanto sentía, puesto que la desgarrada forma de decir las cosas de la desconcertante mujer que se sentaba frente a él, le había dejado de piedra.

— Llegó un momento… — continuó sin perder la calma la vicerrectora que hablaba del tema como si se refiriera a una desconocida — en que se me presentaron dos únicas opciones: o suicidarme, lo cual estaba en contra de mi conciencia y mi sentido de la moral, o encarar el problema sin tapujos y con el más absoluto desparpajo a base de ser la primera en aceptar mis defectos, aireándolos antes de que nadie pudiera echármelos en cara o susurrarlos a mis espaldas. Tan desorbitada soy en cuerpo como en alma. — Sonrió de un modo encantador al inquirir —: ¿Entiende a lo que me refiero?

— Lo entiendo.

— No voy a preguntarle si lo aprueba o lo rechaza puesto que a decir verdad me tiene sin cuidado.

— Lo supongo.

— Lo que ahora importa es que su pretendido viaje a la selva me sigue pareciendo una locura.

— A mí también, pero aun así, debo intentarlo.

— ¿Por qué…? — le apuntó acusadoramente con el dedo al puntualizar —: Y no me salga otra vez con eva-sivas.

Bruno Guinea se limitó a encogerse de hombros.

— ¿Qué quiere que le diga? — replicó—. Todo aquello que admite una explicación lógica deja de ser una locura, y si estuviera realmente cuerdo me limitaría a tomar un taxi que me llevara al aeropuerto y de regreso a casa… — Se inclinó hacia adelante y miró directamente a los hermosos ojos verdes de su oponente—. Una voz en mi interior me grita que ahí, en ese misterioso lugar, se oculta algo de la máxima importancia para la medicina, y estoy dispuesto a dejarme la piel en el intento.

— ¿«Algo de la máxima importancia para la medicina»?

— Eso he dicho.

— ¿Algo como qué?

— Aún no lo sé.

— Me está volviendo a poner nerviosa, y eso me obligará a correr nuevamente al baño… — Suspiró como si en ello le fuera la vida, se secó el sudor de la frente, y acabó por asentir como si estuviera admitiendo públicamente una derrota—. Creo que estoy cometiendo un error del que tendré que arrepentirme, pero también creo que nadie tiene derecho a despertar a los auténticos soñadores… — Lanzó un nuevo resoplido—. Conozco a una persona que tal vez quiera ayudarle.

— ¿Quién?

— Galo Zambrano. También está loco, pero a mi modo de ver es el hombre que mejor conoce la selva, aunque le advierto que es guaquero.

— Nunca he tenido problemas con las creencias religiosas de la gente.

La gorda no pudo evitar que se le escapara una sonora y rotunda carcajada que tuvo la virtud de hacer volver el rostro a cuantos tomaban el sol al borde de la piscina.

— ¡No sea estúpido! — exclamó al poco—. He dicho «guáquero» con «g», no «cuáquero» con «c».

— ¿Y cuál es la diferencia?

— Los «guáqueros» son saqueadores de tumbas. Pese a que la mayoría de la gente lo ignore, Ecuador es mucho más rico en ruinas incaicas inexploradas que el propio Perú, y casi todo el oro del imperio se extraía de ríos que corrían por nuestro territorio. Por ello abundan los tipos como Galo Zambrano, que viven de recorrer los más intrincados valles de esas montañas en busca de tumbas que con frecuencia contienen joyas, muy valiosas.

— No sé si me apetece mucho la idea de adentrarme en la Caída al Infierno en compañía de un profanador de tumbas, aunque se trate de tumbas prehispá-nicas.

— Mientras siga con vida no tiene nada que temer… — fue la no demasiado tranquilizadora respuesta—. Pero tenga por seguro de que en cuanto estire la pata le quitará las botas, aunque para entonces de nada le servirían.

— ¡Gran consuelo!

— Es todo lo que puedo ofrecerle… — le hizo notar doña Cecilia Prados de Víllanueva al tiempo que se pellizcaba la imponente papada—. Como comprenderá no existe demasiada gente dispuesta a adentrarse en unas montañas de las que casi nadie regresa, en busca de no se sabe qué, y en compañía de un inexperto ratón de biblioteca…

— De laboratorio, no de biblioteca… — puntualizó el otro en tono quisquilloso.

— Para el caso es lo mismo… — La gorda hizo un gesto hacia la escultural muchacha que cruzaba de nue-

vo ante ellos—. Yo tenía una figura como esa — dijo—. Incluso mejor, podría asegurar sin pecar de pedante, y lo cierto es que vendería mí alma al diablo con tal de recuperarla.

— ¿Cómo ha dicho?

— Que vendería mi alma al diablo a cambio de volver a tener aquel cuerpo y todo lo que ello traía aparejado.

— ¡No diga tonterías! Y no juegue con esas cosas… ¡Vender su alma al diablo! ¿A quién se le ocurre?

— Es sólo un decir… — puntualizó la buena mujer un ranto desconcertada por la seriedad que había adquirido de improviso el tono de voz de su acompañante—. Y puede jugarse el cuello a que daría cuanto tengo por volver a unos años en los que era tan feliz que ni siquiera me daba cuenta de lo feliz que era. Eso es, quizá, lo peor que tiene el ser dichoso; que no lo notas hasta que lo has perdido, porque enterrada bajo tanta grasa advierto que mi verdadero yo se asfixia como si hubiera caído en una oscura cuba de gelatina de la que no pudiera encontrar la salida.

— Ea verdadera belleza está en el interior… — masculló su interlocutor por decir algo que pudiera servir mínimamente de consuelo.

— ¡Bobadas! Interiormente yo era mucho más bella cuando lo era también exteriormente, puesto que ahora me invaden la ira, el rencor, la envidia, los celos y un ansia de morir que me amarga a todas horas… — Hizo un gesto hacia la estatua que se alzaba al final del jardín—. Y ahora he de irme, pero le aconsejo que vaya a saludar al busto de Orellana, eche un vistazo al valle por el que tendrá que descender hacia el Napo.

Bruno Guinea obedeció, atravesó sin prisas la amplia explanada, y fue a detenerse junto a la cabeza de bronce cubierta con un pesado yelmo que oteaba, con su único ojo, el lejano horizonte.

Al pie podía leerse una inscripción.

«Desde aquí partió Francisco de Orellana hacia el descubrimiento de nuestro gran río de las Amazonas.»

Siguió la dirección de su mirada y llegó a la conclusión de que el trujillano tuvo razones más que suficientes para justificar el inmenso error que cometiera tantos siglos atrás. El idílico valle que descendía suavemente, cubierto de flores y surcado por un minúsculo riachuelo cuyas aguas probablemente irían a parar al Napo, luego al Amazonas y por último a un océano que se abría a casi siete mil kilómetros de distancia, para nada permitía sospechar que constituía en realidad la antesala de la más intrincada y peligrosa región del mundo, pese a que el porcentaje de bajas entre quienes habían intentado conquistarla superaba en mucho al de cuantos hubieran intentado conquistar las más inaccesibles cumbres del Himalaya.

Galo Zambrano, el guaquero expoliador de tumbas, era un hombre pequeño, delgado, cetrino y endeble en apariencia, aunque en cuanto se le observaba con mayor atención se caía en la cuenta de que dicha impresión resultaba ficticia, puesto que todo él era puro músculo, enormes pulmones, y unos nervios que semejaban cuerdas de piano, por lo que su fuerza y resistencia superaba en mucho la de cualquier gigantón que le duplicara en peso y envergadura.

Su mirada era fría, como de muerto, o como si le hubieran colocado en las cuencas de los ojos dos negras bolas de cristal semejantes a la de las figuras de los museos de cera, y tenía la inquietante costumbre de hablar muy bajo y en tonos graves, argumentando que en las selvas por las que solía moverse una voz alta y aguda era perceptible a enorme distancia, y él era de esa clase de individuos que, por su profesión, prefieren pasar desapercibidos.

Tomó asiento en un amplio butacón del pequeño salón lateral del hotel, semivacío a aquellas horas, y permaneció largo rato en silencio estudiando con especial detenimiento a quien llevaba más de media hora esperándole, y que no pudo por menos que acabar por revolverse en su asiento un tanto molesto por tan descarada y escasamente correcta actitud.

— ¿Y bien?

— Se trata de su vida… — musitó al fin el recién llegado con su grave tono de ultratumba—. Y usted sabrá en cuánto la valora.

— Ya doña Cecilia me asustó lo suficiente… — replicó con impaciente irritación Bruno Guinea—. Estoy dispuesto a asumir todos los riesgos.

— Lo necesito por escrito… — advirtió el ecuatoriano en el tono de alguien que se está refiriendo a una simple transacción comercial—. Y debe quedar muy claro que si se queda en el camino, en el camino se queda. Si ya resulta difícil salir de allí por el propio pie, imposible lo veo cargando ochenta kilos a la espalda.

— Setenta…

— No es mucha la diferencia. ¿Qué es lo que busca?

— Aún no lo sé.

— ¿Momias?

— Ni por lo más remoto.

— ¿Tesoros?

La negativa no dejaba lugar a dudas.

— Tampoco.

— ¿Plantaciones de coca…? Le advierto que ésa es una región en la que ni el más desesperado cocalero pondría un pie, puesto que más amor que al dinero se le tiene a la vida. — Como por tercera vez su interlocutor agitara la cabeza de un lado a otro, el ecuatoriano inquirió arrugando la nariz —: ¿Entonces…? ¿Qué vaina se le ha perdido en semejante mierdero?

— Bichos.

— ¿Bichos…? — repitió el otro en el colmo de la incredulidad.

— Exactamente.

— Pues tendrán que ser bichos bien malignos, puesto que por aquella puta región nunca los he visto de otra clase.

— Ésos son los que me interesan.

— Hay gustos para todo… ¿Y cuándo quiere partir?

— En cuanto me haya acostumbrado a las alturas… — replicó el Cantaclaro con naturalidad—. Aún me cuesta respirar, y no creo que fuera capaz de caminar más de una hora seguida.

— Le advierto que cuando nos pongamos en marcha tendrá que patear de sol a sol, y como nos encontramos en el ecuador, eso significa que son doce horas justas.

— El guaquero meditó frunciendo el entrecejo como si con ello se concentrara mejor, y al fin señaló —: Mi consejo es que, para combatir el soroche, no se quede siempre aquí en los tres mil metros de Quito. Le conviene bajar cada día a unos mil, y subir luego, en coche, pero, eso sí, muy despacio. De tanto en tanto deténgase y dé un largo paseo. Con un poco de suerte, y dependiendo de su constitución, en una semana estará en condiciones de emprender la marcha.

— ¿Una semana? — se asombró el español—. Si voy a tardar una semana en ponerme en condiciones… ¿cuánto tardaremos en volver?

— Eso dependerá únicamente de usted y de esos bichos… — argumentó el otro con la más absoluta de las lógicas—. Como comprenderá, ni a mi gente ni a mí nos apetece estar allí ni un minuto más de lo necesario. Mil dólares no es una cifra como para tirar cohetes.

— ¿Mil dólares?

— Diarios… — fue la rápida aclaración—. Eso y los gastos, lo que vendrá a sumar unos cincuenta mil dólares en total, porque no creo que en ningún caso aguantemos más de un mes allá dentro.

— ¿Y de dónde saco yo cincuenta mil dólares?

— Usted sabrá, pero doña Cecilia me dio a entender que tenía una especie de patrocinadores…

— ¿Patrocinadores? — se sorprendió el otro—. ¿Qué clase de patrocinadores?

— Una institución científica panameña…. — Galo Zambrano le observó con especial interés para inquirir con aire de manifiesta sospecha —: ¿Es que acaso no sabe que existe esa institución?

El Cantaclaro se vio obligado a reconocer su absoluta ignorancia.

— Hasta que llegué a Quito jamás había oído hablar de ella — admitió.

— ¡La gran puta…! — explotó el ecuatoriano que a cada instante que pasaba se le advertía más perplejo—. Todo esto manda cojones… Alguien quiere ir a donde nadie quiere ir, a buscar no sabe qué, durante no sabe cuánto tiempo, y patrocinado por no sabe quién…

— Atrapó una mosca en el aire con una inquietante habilidad para aplastarla entre los dedos y depositar los restos sobre el brazo de la butaca—. ¡Suena a coña! — concluyó.

— Me temo que no me queda más remedio que darle la razón.

— ¡Gran consuelo! Pero a mi gente no va a gustarle.

— ¿Su gente son todos guaqueros?

— ¿Qué esperaba que fueran? ¿Boy scout? Están acostumbrados a ocultarse del ejército, y a descubrir una tumba donde nadie más la vería, pero no tengo muy claro sobre cómo reaccionarán cuando les diga que vamos a internarnos en la Caída al Infierno sin una razón muy sólida.

— Supongo que será capaz de convencerles de que mil dólares diarios son una razón bastante sólida — le hizo notar Bruno Guinea.

El otro asintió con un leve ademán de cabeza:

— Lo es, a condición de que me garantice que no anda buscando lugares en los que plantar coca… — Su tono cambió y se hizo claramente amenazante—. Si sospecho que se trata de un negocio relacionado con la droga no saldrá vivo de allí, no por una simple cuestión de ética, sino porque tenemos la triste experiencia de que cuando los narcos invaden un determinado territorio, la presión policial nos impide trabajar. Éste es un país muy pequeño, cada día quedan menos lugares auténticamente vírgenes, y lo que nos interesa es que continúen como están… ¿Me ha entendido?

— Perfectamente.

— Pues téngalo muy presente: si intenta jugármela le dejaré en la selva y puede apostarse los huevos a que nunca saldría por sus propios medios. — Se puso en pie de un salto, como si le impulsara un resorte—. Y ahora me largo — concluyó—. Piénselo, y si consigue ese dinero avise a doña Cecilia, pero si de algo le sirve la voz de la experiencia, mi humilde consejo es que se vuelva a casa.

De nuevo a solas, el Cantaclaro permaneció un largo rato meditando sobre cuanto acababa de oír, plenamente convencido de que Galo Zambrano era de los que sabían de lo que hablaban y cumplían sus amenazas sin el más mínimo pestañeo.

En apenas tres días había pasado de su viejo y cómodo laboratorio de Madrid, en el que lo más excitante que solía ocurrirle era la siempre esperada muerte de un paciente o las largas discusiones seudometafísicas que mantenía con su amigo el Canaima, a un desconcertante universo en el que inmensas gordas se contaban extrañas historias y un personaje de aspecto patibulario le amenazaba con dejarle morir en la que presentaban como la más aterradora de las regiones inexploradas.

Todo ello sin contar las entrevistas con el mismísimo Satanás.

Miró a su alrededor.

Se encontraba sentado en un discreto salón del encantador hotel Quito, cuando la puerta del fondo se entreabría vislumbraba las mesas de ruleta del pequeño casino en el que dos docenas de personas se jugaban alegremente el dinero, y a través del amplio ventanal podía distinguir un cielo que en cuestión de minutos había pasado de un azul luminoso a la más cerrada de las noches y en el que se distinguían millares de estrellas que parecían poder tocarse con la mano.

¿Cómo había llegado hasta allí?

¿Qué hacía tan lejos de su hogar y su familia?

¿Qué viento de locura había cruzado por su mente en el momento en que decidió abordar un avión que habría de conducirle tan lejos?

Cuanto más se detenía a pensarlo, más se aferraba al convencimiento de que en ningún momento había sabido por qué razón estaba haciendo todo aquello.

Tal vez fuera simple curiosidad.

Tal vez el espíritu de aventura de alguien que en su juventud soñó con conocer el mundo pero las circunstancias le habían impelido a no conocer más que el corto trecho que separaba su mísera pensión de la universidad, y años más tarde su apartamento del hospital.

O tal vez fuera la auténtica necesidad de salvar a la humanidad de uno de sus peores males.

Aún no había llegado a ninguna conclusión válida, y empezaba a dudar que algún día lo consiguiera.

Su mente, ¡tan lúcida antaño! parecía haberse sumido en una especie de densa bruma de la que no acertaba a escapar.

A menudo, cuando en el hospital se encaminaba al despacho del director, se veía obligado a pasar junto a la sala de los enfermos de Alzheimer, y al evocar la encorvada figura de un anciano que recorría una y otra vez los pasillos como si buscara ansiosamente una salida que luego no se atrevía a encarar, le parecía estar viéndose a sí mismo en aquellos momentos, tan perdido entre cuatro paredes como un niño en el más oscuro y espeso de los bosques.

Triste resultaba en verdad que fallasen el corazón o los ríñones; triste no poder andar o advertir que no se aspiraba el aire necesario, pero más triste se le antojaba en aquellos momentos el hecho de haber perdido la capacidad de entender y analizar cuanto estaba sucediendo.

Aunque a decir verdad, lo que estaba sucediendo sí que lo entendía.

Eran sus más íntimas reacciones las que le desconcertaban.

Arriesgarse, como se estaba arriesgando, a enredarse cada vez más en aquella especie de pegajosa telaraña que le agobiaba, se le antojaba el más inconcebible de los errores que un ser humano medianamente inteligente pudiera cometer, pero él, Bruno Guinea, que siempre había presumido de tener la cabeza en su sitio, lo estaba cometiendo a cada paso que daba.

«La tentación», aquella estúpida palabra que siempre le había incitado a pensar en trampas semiinfantiles en la que ningún hombre de su entereza moral y su inteligencia caería, le estaba arrastrando hacia el más abominable de los abismos sin proporcionarle siquiera el placer que se supone acompaña a cualquier tipo de pecado.

El juego, el alcohol, las drogas, la riqueza, el poder o el sexo ofrecían al ser humano innegables satisfacciones por las que en determinadas circunstancias valía la pena arriesgarse, pero el simple hecho de atravesar medio mundo con el fin de llegar a una ciudad desconocida desde la que emprender un largo viaje hacia la más espesa, peligrosa e incómoda de las selvas, no era algo que, bien mirado, pudiera atraer a nadie que estuviera en su sano juicio.

¿Qué le había empujado por tanto a embarcarse en tan nefasta e incierta aventura?

Al cabo de un largo rato, y tras mucho rebuscar en su interior, llegó a la conclusión de que le estaban tentando con el más antiguo de los pecados.

A la soberbia le cabía el dudoso honor de ser el primero de los pecados, y el origen de cuantos habrían de nacer posteriormente, puesto que hasta que la soberbia de Lucifer no le impulsó a rebelarse contra su creador, los conceptos de bien y mal aún no existían.

De ahí partía todo, por tanto, y en el mismo punto solía concluir casi todo, puesto que el fondo, la necesidad de poder, riqueza o predominio sexual no constituía más que una forma, más o menos velada, de soberbia.

La soberbia se convertía demasiado a menudo en una especie de masturbación del alma, en la que el pecador experimentaba una íntima y muy privada satisfacción a base de ir excitando cada vez más su egolatría para concluir estallando en un desmesurado orgasmo por la sencilla fórmula de convencerse a sí mismo de una indiscutible superioridad que le proyectaba muy por encima del resto de los mortales.

Avariciosos de sí mismos, los soberbios no solían atender a más razones que aquellas que aumentasen de algún modo su insaciable autoestima, y aun admitiendo que era lego en la materia, el Cantaclaro siempre había sido de la opinión que aquél no era más que un paso previo a una forma de psicopatía que invitaba a creer que por el hecho de ser superiores a los demás, las reglas por las que se regían el resto de los mortales no contaban para ellos.

Grandes soberbios en activo eran a su modo de ver Pinochet, Sharon, Milosevic o Arzallus, capaces de excitar los odios o empujar a sus conciudadanos a la muerte por el simple placer de reafirmar la supuesta supremacía de su raza, su credo religioso, o su ideología política.

No era desde luego exactamente aquella la forma de soberbia que ahora le aquejaba, pero se veía obligado a reconocer que en lo más íntimo de su ser ardía una diminuta llama de orgullo por haber sido elegido para tan colosal misión, y tenía muy presente que los más devastadores incendios nacían siempre de una llama tan pequeña como aquella.

Tenía por ello la obligación de sofocarla hasta el punto de que llegara un momento en que estuviera absolutamente convencido de que hiciera lo que hiciera lo hacía siempre por amor al prójimo o por evitar terribles padecimientos a millones de seres humanos sin tener en cuenta lo que él mismo pudiera pensar o sentir.

Únicamente renunciando de antemano a cualquier tipo de satisfacción personal por pequeña que fuera, consciente de que no era más que un vehículo elegido por un ser muy superior, estaría en condiciones de enfrentarse al espantoso reto que significaba continuar avanzando en tan difícil empeño.

Si pudiera existir algo más terrible que la condenación eterna, sería sin duda el hecho de saber que dicha condenación había llegado por el hecho de satisfacer un apetito personal.

Aunque, bien mirado, todo aquello no dejaría de ser más que meras elucubraciones a no ser que consiguiera reunir los cincuenta mil dólares que se le exigían por llevarle a buscar no sabía qué clase de bicho a no sabía qué remota jungla.

Intentó acordarse de cuándo fue la última vez en que dispuso de semejante cantidad, pero su memoria no llegaba a tanto.

Las hipotecas, los estudios de los chicos y la enfermedad de Alicia se habían ido comiendo mes tras mes sus escuálidos ingresos sin que jamás consiguieran ahorrar un céntimo, y la única forma que se le ocurría de obtener esa suma era recurriendo a los buenos oficios del Canaima.

Decidió que lo mejor que podía hacer era telefonearle, pero pronto comprendió que antes de hacerlo tenía que encontrar una razón válida que justificase tal petición, puesto que le constaba que su viejo amigo le conocía lo suficiente como para desconcertarse ante lo insólito de la demanda, y no era cuestión de confesarle que lo necesitaba para organizar una absurda expedición a la jungla amazónica.

— Lo que tengo que hacer es regresar a casa… — se dijo—. Tengo que recuperar la cordura y aceptar que éste es el juego más peligroso al que haya jugado nadie. No soy el guardián de todos mis hermanos, ni el redentor de todos los enfermos. Tengo que regresar a casa junto a Alicia y los chicos. Mi vida es mi vida, y no me han dado más que esta.

Pero en el fondo de su alma sabía a ciencia cierta que no regresaría puesto que durante aquellos últimos días cada vez que cerraba los ojos le venía a la mente el rostro de su madre cuando en la penumbra de su gigantesco dormitorio se consumía hora tras hora, dolor tras dolor, sin que pudiera hacer nada por conservarla a su lado o por aliviar sus espantosos sufrimientos.

Sabía que ella sufría físicamente, pero aún más sufría al comprender cuánto estaba haciendo padecer a su hijo por ser testigo de tan terrible forma de morir.

Una y otra vez suplicaba que se lo llevaran de allí, que lo alejaran de tanta angustia y tan insoportable agonía, pero el pequeño Bruno era ya un muchacho obstinado que se negaba a que le arrebataran ni un solo segundo del tiempo que le quedaba de disfrutar de la presencia de su madre.

Aunque cuanto quedara ya de su madre fuera aquel maltratado despojo al que tan sólo la fe y un infinito amor por su familia, mantenía con vida.

¡Eran tantas las madres de este mundo que morían de aquel modo!

¡Eran tantos los hijos que padecían de igual modo!

¡Eran tantos los seres indefensos que el Cantaclaro había visto pasar por el Corredor de las Lágrimas sin poder hacer nada por retenerlos!

Le asustaba el negro futuro que le aguardaba si se empeñaba en continuar con aquella locura, pero más aún le asustaba el incoloro futuro que le aguardaba si se decidía a renunciar.

Aún no conseguía hacerse a la idea de lo que significaría condenarse por toda la eternidad, pero sí se había hecho la idea de lo que significaría pasar el resto de sus días consciente de que había sido el más cobarde de los seres humanos.

Su obligación, como persona y como médico, era continuar avanzando por un sendero que serpenteaba a través de los más insondables precipicios, y Bruno Guinea era del tipo de hombres que jamás esquivaban sus deberes por mucho que se le exigiera.

Un leve movimiento le distrajo, e instintivamente alzó el rostro hacia el muchacho que había surgido de improviso frente a él, y que le ofrecía en respetuoso silencio un sobre cerrado.

Lo abrió.

Contenía una escueta nota:

«¿Cuál es mi número?»

— ¿Qué significa esto? — quiso saber. El jovencísimo botones le observó perplejo y acabó por limitarse a encogerse de hombros.

— ¿Cómo quiere que lo sepa, señor? — replicó—. Acaban de dejarlo en conserjería y me han ordenado que se lo entregue.

— Gracias.

De nuevo a solas observó con mayor detenimiento el blanco papel sin membrete ni firma.

«¿Cuál es mi número?»

La extraña pregunta se repitió en su mente una incontable cantidad de veces durante el resto de la noche, pero por más vueltas que le dio no consiguió encontrar respuesta alguna que le satisficiera.

Al día siguiente intentó varias veces hablar con el Canaima pero no consiguió localizarle ni en el hospital ni en su casa, y al recordar que era viernes llegó a la conclusión de que probablemente había hecho una de sus cortas escapadas de fin de semana a Sitges, que al parecer era uno de aquellos lugares de la costa a los que solían acudir ciertos hombres con el fin de entablar fugaces amistades.

Consciente por tanto de que se le presentaban dos largos días de total inactividad, puesto que incluso la gorda doña Cecilia parecía haber desaparecido de la faz del planeta, decidió dedicarse a recorrer, sin más compañía que su propio capricho, un curioso país del que apenas sabía lo que había leído en una pequeña guía turística.

Dicha guía comenzaba asegurando, tal como suelen asegurar casi todas las guías de este mundo, que aquél era un país singular, maravilloso, diverso e inimitable, pero lo más curioso fue que muy pronto Bruno Guinea se vio en la obligación de reconocer que sus autores no habían exagerado un ápice.

Tras alquilar, por un precio que se le antojó escandaloso, un desvencijado todoterreno que más bien parecía apropiado para ningún tipo de terreno, abandonó la capital rumbo al suroeste por la sinuosa carretera que descendía hacia la lejana costa del Pacífico, y a los pocos kilómetros se descubrió rodeado por media docena de gigantescos picachos nevados que se recortaban contra un cielo de un azul intensísimo, ya que a más de tres mil metros de altitud y con un aire tan limpio, ese cielo parecía encontrarse increíblemente próximo.

Los lugareños, ataviados con arcaicos ropajes que probablemente no habían evolucionado apenas desde los tiempos del «incario» conformaban con el inmutable paisaje una estampa de la que muy bien podrían haber sido testigo el mismísimo Orellana, puesto que cabría afirmar que los siglos habían cruzado sobre las cumbres de aquellos picachos sin dejar la menor huella de su paso.

Más allá de la prodigiosa Avenida de los Volcanes, es decir, más allá del Cotopaxi, los Illinizas, el Tunguragua, el Rumiñahuí o el impresionante Chimborazo, que con sus más de seis mil metros de altitud había estado considerado durante mucho tiempo la cima del mundo, alcanzó una inquietante ciudad cuyo nombre no era más que una deformación del originario, Llactacunga, que en quechua venía a significar algo así como «Garganta de la Patria».

Al parecer Latacunga había sido en épocas muy remotas un centro clave en la vida del imperio, por lo que aún pudo descubrir en sus alrededores ruinas de viejos palacios, muros de antiquísimas fortalezas y anchos caminos empedrados por los que probablemente siglos atrás viajaron enjoyados caciques a hombros de sufridos esclavos, pero que de tanto en tanto desaparecían bajo una gruesa capa de negro asfalto.

Poco a poco le invadió la sensación de que los cuatro últimos siglos apenas había conseguido arañar la superficie de los muros de la ancestral Llactacunga, y es que en el colorido mercado que se alzaba en el centro de una amplia explanada de hierba, los pequeños y cetrinos nativos tan sólo hablaban quechua mientras realizaban sus trueques sin que mediara dinero, al igual que probablemente hacían en aquellos lejanos tiempos en los que el todopoderoso Inca Huáscar era el dios viviente que gobernaba sobre el mayor de los reinos del continente.

Los indígenas se apartaban a su paso, esquivándole, y no pudo por menos que preguntarse qué hacía él allí, tan lejos de su ambiente, con su alta estatura, sus cabellos claros y sus ojos azules, tan diferente de cuantos le rodeaban como si se tratara en verdad de un ser recién llegado de otro planeta.

Las vendedoras — ya que en su inmensa mayoría eran mujeres — se sentaban en silencio ante sus míseras mercancías: algunas frutas, extraños brebajes o malolientes guisos, y aguardaban pacientes, se podría pensar que casi indiferentes, como si no tuvieran el menor interes en realizar una venta, o como si les importara muy poco emprender el camino de vuelta a sus hogares con cuanto habían traído para tener que regresar al mismo punto y a la misma hora al día siguiente.

No se escuchaba una voz más alta que la otra, ni una llamada de reclamo, ni una risa, y aunque abundaban los niños ni tan siquiera alborotaban, como si tuvieran muy claro que habían nacido en un mundo de resignación y silencio.

De regreso al hotel, aun en cierto modo desconcertado, y podría asegurarse que casi impresionado por cuanto había visto, se encontró con un sobre idéntico al que le habían entregado la tarde anterior, y que contenía exactamente el mismo mensaje:

«¿Cuál es mi número?»

— ¿Quién lo ha traído? — quiso saber.

— Lo ignoro, señor… — fue la desconcertada respuesta del viejo conserje—. Cuando llegué ya estaba en su casillero.

— ¿Y qué significa?

— Si usted no lo sabe, ¿cómo puedo saberlo yo?

Durmió inquieto, atemorizado por el hecho de tener plena conciencia de que estaba siendo juguete de las maquinaciones de la más tenebrosa criatura jamás creada, y tan sólo consiguió descansar un rato ya casi de amanecida, tras haberse hecho el firme propósito de que al día siguiente emprendería el regreso a casa.

Pero, tal como acostumbra a suceder, al día siguiente había olvidado ya sus buenos propósitos, por lo que volvió a subirse al polvoriento y quejumbroso todote-rreno para tomar en esta ocasión una ruta que le conduciría en dirección opuesta a la que eligiera la mañana anterior.

Visitó en primer lugar el ascético monolito coronado por una gran bola de piedra que recordaba que aquel punto exacto marcaba los cero grados, cero minutos, cero segundos de latitud, y junto al que una raya dibujada en el suelo indicaba que allí la Tierra se dividía en dos hemisferios.

Luego continuó sin prisas hacia Otavalo, hogar de indios muy limpios, de blancos ropajes y largas trenzas, y entrada la media tarde, cansado y hambriento fue a detenerse junto al pequeño lago San Pablo, de agua color plata, tan bruñida que podría asegurarse que cada mañana le sacaban brillo, puesto que en realidad ese agua no era más que el reflejo de un cielo siempre cubierto de nubes que parecía pretender indicar que en aquel lugar jamás lucía el sol, y su superficie no servía, como en los restantes lagos de este mundo, para reflejar las siluetas de las montañas o los árboles.

Esos árboles, que abundaban, parecían no obstante como petrificados, puesto que ni el menor soplo de viento agitaba sus ramas, y bajo uno de ellos una negra vaca de blanco pecho bebía tan inmóvil que más que real parecía pintada.

A cierta distancia, una anciana contemplaba el horizonte sin dejar ni por un instante de hacer girar entre sus dedos un pequeño huso con el que hilaba delgadas fibras de lana de alpaca, y al verla Bruno Guinea llegó a la conclusión de que había sido colocada allí mil años antes, como parte imprescindible de un paisaje que nunca cambiaría por tiempo que pasara.

Luego cruzó a cierta distancia una diminuta campesina que cargaba a la espalda un haz de cañas de totora que le duplicaba en tamaño, y siendo tan rápido y ágil, era no obstante tan silencioso su caminar, que no pudo por menos que imaginar que se trataba de una sombra fantasmagórica y no de un auténtico ser de carne y hueso.

De nuevo el silencio, al poco un rumor, y al atisbar entre los matorrales distinguió en un rincón del lago a dos niñas que se bañaban, vestidas, en las heladas aguas y que con bruscos gestos y algunas risas intentaban combatir el intenso frío que las obligaba a tiritar.

Cuando al fin se fueron, corriendo orilla adelante en un vano intento de reaccionar y entrar en calor, el Can-taclaro se quedó de nuevo a solas contemplando el agua color plata, las grises nubes, las también grises montañas y el verde de las orillas, que hubiera sido brillante bajo el sol, e inclinándose se apoderó de una gruesa piedra que arrojó al agua con el fin de que se formaran círculos que rompieran el hechizo de tan misterioso lugar.

No pudo por menos que plantearse si la desagradable sensación de vacío interior que le invadía era fruto del desolado ambiente en el que se encontraba, o de la desazón que se había apoderado de su alma desde el momento en que el Maligno había irrumpido tan inesparadamente en su vida, y cuando al fin comenzó a caer la noche le asaltó la impresión de que el infierno no era en verdad un tórrido lugar en el que el fuego ardía eternamente, sino que debía parecerse más bien a un lago como aquel, en el que las almas se sentirían tiritando y como despellejadas.

De regreso a Quito se enfrentó a la desagradable sorpresa de idéntico sobre e idéntica pregunta:

«¿Cuál es mi número?»

¡Santo Dios!

¿A qué venía todo aquello?

Sintió sobre él la escrutadora mirada del viejo conserje que parecía haber llegado a la conclusión de que algo terrible preocupaba a su huésped, y tras unos momentos de vacilación fue a tomar asiento en el pequeño salón contiguo, incapaz de averiguar la sinrazón de tan insistente mensaje.

Permaneció largo tiempo inmóvil obsesionado por la corta frase del blanco papel, hasta que la puerta del fondo se entreabrió y le llegó, muy quedo, un insistente runruneo metálico.

Lanzó un hondo suspiro.

Aquélla era sin duda la respuesta.

Pero se trataba evidentemente de avanzar un paso más en la dirección equivocada.

Un error que acumular a lo que empezaba a ser un cúmulo de errores.

— ¿Cuál es la apuesta máxima?

— Cincuenta dólares al número, cien al caballo, ciento cincuenta a la transversal, doscientos al cuadro y así sucesivamente…

Bruno Guinea dudó puesto que aún no se había acostumbrado al hecho de que en Ecuador se utilizara con absoluta normalidad la moneda norteamericana, pero por último extrajo del bolsillo un billete de cincuenta dólares y lo colocó con sumo cuidado sobre el verde tapete.

— Al seis — dijo.

— ¿Todo al seis?

Asintió convencido.

— Todo al seis.

El crupier se limitó a encogerse de hombros, cambió el billete y lanzó hábilmente una redonda ficha roja de tal manera que quedó justo sobre el número señalado.

Al poco la ruleta giró emitiendo aquel suave sonido metálico que se escuchaba desde el salón vecino en cuanto se abría la puerta.

La blanca bolita dio varios saltos para ir a caer con suma delicadeza en el interior de una de las alargadas cazoletas.

Tanto los crupiers, como el jefe de mesa y varios jugadores se volvieron a observar al desconocido afortunado con admiración y una cierta sorpresa.

— ¡Buen ojo! — exclamó uno de ellos.

— Eso sí que es suerte.

— Aquí tiene, señor: mil seiscientos cincuenta dólares.

— Todo al seis.

Se hizo un largo silencio en el que los presentes intercambiaron largas y significativas miradas como si les costara dar crédito a lo que estaban oyendo.

— ¿«Todo al seis»? — repitió enfatizando mucho las palabras el gangoso jefe de mesa.

— Eso he dicho — fue la inequívoca respuesta—. Distribuyalo como quiera, pero todo al seis.

— Lo que usted diga… — aceptó el otro, y en un tono que denotaba un cierto nerviosismo indicó a sus subordinados —: ¡El seis por el máximo!

Mientras repartían el considerable montón de fichas entre caballos, cuadros, transversal, seixenas y columna el Cantaclaro se entretenía en estrujar en el interior de su bolsillo un blanco pedazo de papel en el que podía leerse:

«¿Cuál es mi número?»

Había llegado el momento de comprobar si aquél era o no un número maldito.

La bolita giró caprichosamente, dio varios saltos y fue a caer como atraída por un potente imán sobre la misma cazoleta.

— ¡Cielo santo!

— ¡El seis!

— ¡Si no lo veo, no lo creo…!

El crupier que había hecho girar la ruleta sudaba frío.

El jefe de mesa pareció querer fulminarle con una mirada de reconvención, y un agitado jefe de sala acudió en el acto puesto que parecía evidente que se trataba de la apuesta más cuantiosa que se había pagado en el pequeño casino en el transcurso de los últimos años.

Bruno Guinea amontonó ante sí el cuantioso premio, entregó tres fichas de cincuenta dólares de propina, e hizo un gesto a cuantas continuaban sobre el tapete.

— ¡Déjelas donde están…! — pidió.

— ¿Otra vez todo al seis? — casi sollozó el gangoso.

— Exactamente.

— ¿Cree que puede repetirse por tercera vez?

— Eso espero.

— Pero el seiscientos sesenta y seis es el número del Diablo — le hizo notar el otro—. Y nunca nadie se arriesgaría a jugar al numero del Diablo.

— Yo sí.

Una treintena de personas se habían arremolinado en torno a la mesa, abandonando otras ruletas y otros juegos, e incluso los camareros, el barman y la vendedora de cigarrillos se aproximaron atraídos por el hecho de que alguien fuera capaz de arriesgar de aquel modo una cantidad que en un país como el Ecuador constituía una pequeña fortuna.

El jefe de mesa descendió de su alta butaca, se pasó la punta de la lengua por los labios, e intercambió una inquisitiva mirada con el atribulado jefe de sala, un cholo de lacios cabellos que ahora parecían escurrirle como si de pronto hubiesen perdido todo su vigor, y que tras unos instantes de duda y sin apartar la vista del montón de fichas, se limitó a aventurar un leve gesto de resignación.

— ¡Que tiren…! — musitó en el mismo tono que podría haber ordenado su propia ejecución.

Una mano temblorosa hizo girar el cilindro, lanzó la bola, ésta correteó enloquecida, se desplomó, tropezó contra una de las metálicas suertes triangulares, se disparó hacia la casilla del veinte, permaneció una décima de segundo en ella, pero de pronto, y como impulsada por un resorte salió despedida, surcó el aire y cayó sobre la moteada alfombra.

Casi un centenar de ojos la siguieron en su camino hasta que fue a detenerse a más de cinco metros de distancia.

— ¡La leche!

Se diría que nadie se atrevía a tocarla, como si se tratara de un ser vivo que pudiera morderles, pero al fin el cholo se inclinó para apoderarse de ella y observarla con especial detenimiento.

Hizo un gesto a la bola que coronaba la ruleta:

— Utilice la de reserva… — ordenó ásperamente—. Y tenga más cuidado.

Podría creerse que el simple gesto de hacer girar un cilindro bien engrasado y lanzar una pequeña bolita exigía el mayor esfuerzo que ser humano alguno pudiera realizar, puesto que el desgraciado crupier sudaba como si estuviera transportando el mundo sobre sus débiles espaldas.

Pero al fin lo hizo.

— ¡Increíble…! — fue lo primero que exclamó la elefantiásica doña Cecilia Prados de Villanueva cuando a la mañana siguiente tomó asiento en su reforzada silla de siempre frente a su apartada mesa de siempre al borde de la piscina—. En Quito no se habla de otra cosa… Llega un español enloquecido, y en una noche casi arruina al casino que nos arruina a todos noche tras noche. ¿Cómo lo hizo?

— Una corazonada.

— ¡Joder con sus corazonadas…! — exclamó abruptamente la expresiva mujer—. ¡Tres seises seguidos! ¿No tiene alguna corazonada que me permita perder cincuenta kilos?

— Por desgracia no. Hasta ahora tan sólo había estado en un casino en un par de ocasiones y créame si le aseguro que jamás había acertado un solo número.

— Pero eso de acertar tres seguidos tiene narices… ¡Y precisamente el seis! — Le observó de medio lado con sus hermosos y expresivos ojos verdes—. ¿Por un casual tiene usted algún tipo de pacto con el Diablo? — inquirió sonriente—. Porque es cosa sabida que el seiscientos sesenta y seis es su número.

Bruno Guinea bebió despacio, se tomó un tiempo para responder, y por último le hizo notar:

— Como comprenderá, si tuviera esa clase de tratos no me limitaría a ganar un puñado de dólares… — Ahora fue él quien sonrió al inquirir —: ¿Vendería usted su alma por dinero?

— No… — admitió su interlocutora en idéntico tono—. Por dinero no, desde luego… — Agitó la cabeza de un lado al añadir —: Aunque no le oculto que tal vez la vendería por volver a ser quien era.

— Supongo que ni Dios, ni mucho menos el Diablo, pueden conseguir que el tiempo retroceda. Por mucho que la literatura o la fantasía humana especulen sobre ello, eso nunca será posible.

— ¿Por qué está tan seguro?

— Porque la esencia misma del concepto de tiempo es el avance, no el retroceso. Al hablar del «paso del tiempo» estamos cometiendo un error, o más bien una absurda redundancia, puesto que en realidad el tiempo nunca se detiene; siempre «está pasando». Es como si nos refiriésemos a «un río parado», o que discurriese a contracorriente. Ya no se trataría de un río, sino de un embalse, una laguna o cualquier otra cosa que no merecía el nombre de río.

— Sin embargo, a veces, en su desembocadura, y por efecto de las mareas, algunos ríos discurren a contracorriente.

— Pero eso ya no es un río; es un estuario sobre el que gravitan fuerzas muy puntuales… — El Cantaclaro abrió las manos en un gesto que utilizaba para dar las cosas por concluidas—. Pero en el tiempo no existen estuarios y por lo tanto la vida no vuelve atrás empujada por efecto de las mareas. Siento desesperanzarla, pero resulta evidente que esa vida nos lleva siempre hacia adelante.

— Lo sé… — admitió la gorda—. Para mi desgracia lo sé muy bien, y lo que en verdad me gustaría en estos momentos, es hacerme una idea de hacia dónde pretende usted que le dirija en estos momentos la vida.

— Hacia la Alta Amazonia.

— ¿Y continúa sin saber qué es lo que encontrará allí?

Bruno Guinea asintió seguro de lo que decía:

— Continúo sin saberlo.

— Es usted un hombre extraño.

— Nunca me he tenido por tal. Tan sólo soy un médico normal, con un trabajo normal y una familia normal. Pero incluso el más normal de los mortales tiene la obligación de acariciar de tanto en tanto una ilusión, y yo acaricio la ilusión de que en ese lugar inexplorado se oculten formas de vida que deberíamos conocer más a fondo porque pueden aportar datos muy valiosos para la ciencia. ¿Tan difícil resulta entenderlo?

— Dicho así, no.

— ¿Entonces?

— El instinto me indica que hay algo más. La tan socorrida «intuición femenina» me grita que detrás de todo este asunto se oculta algo en cierto modo inconfesable. Y no me estoy refiriendo a un delito, claro está.

— ¿A qué se está refiriendo entonces?

— No lo sé… — Doña Cecilia Prados de Villanueva bebió una vez más, muy despacio, mientras mantenía la mirada clavada en su acompañante como si estuviera tratando de descubrir cuanto se escondía en lo más íntimo de su ser y al cabo de un rato que pareció infinitamente largo, puntualizó:

— Es usted un hombre aparentemente normal, de eso no me cabe la menor duda, pero tengo la impresión de que ahora está actuando bajo circunstancias anormales, y le aseguro que mi instinto rara vez me engaña. — Se inclinó hacia adelante—. ¿Le apetece hablar sobre ello?

— ¿Sobre qué?

— Sobre lo que le preocupa y le hace ser diferente a como suele ser en realidad.

— No sé a qué se refiere — musitó apenas Bruno Guinea.

— Sí que lo sabe… — insistió la otra—. Yo puedo parecerlo, pero no soy tan estúpida como una foca. El otro día, cuando le dije que, según sus patrocinadores de Panamá a usted le interesaba mucho la fauna de nuestra Alta Amazonia, me dio la impresión de que no tenía ni idea de a qué coño me estaba refiriendo. Reaccionó con rapidez, lo admito, pero no lo suficiente como para que no me quedara un rastro de duda. Y a cada minuto que pasa esa duda aumenta.

— Lamento que así sea.

— Con lamentarlo no solucionamos nada… — Ahora la ecuatoriana extendió la mano y la posó sobre la de su interlocutor como si pretendiera infundirle confianza—. Yo soy una mujer que ya no espera nada de la vida, creo que se lo dejé muy claro en su momento. Mi futuro es seguir engordando hasta que mi corazón estalle en mil pedazos. Me resignaba a tan triste futuro, pero ahora presiento que existe algo por lo que vale la pena seguir luchando. Permítame compartir sus inquietudes.

— No puedo hacerlo.

— ¿Por qué?

— Resulta difícil de explicar… ¿Cree usted en Dios?

Doña Cecilia Prados de Villanueva se echó hacia atrás e hizo un amplio gesto con la mano señalándose a sí misma de arriba abajo.

— ¿Realmente imagina que podría creer que existe un Dios que se haya complacido en arrojarme encima este castigo? ¡No! Naturalmente que no creo en Dios más que en aquellos momentos en que la desesperación me impulsa a maldecirle.

— En ese caso resulta inútil que continuemos hablando sobre el tema.

— ¿Pretende insinuar que está siguiendo un mandato divino?

— En absoluto.

— ¿Entonces?

— Entonces, nada… ¿Cómo pretende que le aclare algo que ni siquiera yo tengo claro? Le juro que en realidad no sé por qué hago esto. Lo único que sé es que tengo que hacerlo.

— ¿Poniendo en peligro su vida?

El español asintió convencido.

— Poniéndola en peligro si es necesario.

— ¿Y qué piensa obtener a cambio?

— ¿Por qué se presupone que tenemos que esperar siempre algo a cambio de nuestros actos? — quiso saber Bruno Guinea—. ¿Por qué nos hemos hecho a la idea de que el ser humano es incapaz de dar un paso que no obtenga la debida recompensa en este mundo o en el otro? Se acepta que unos busquen gloria o dinero y que otros busquen a Dios, pero jamás se acepta que alguien se mueva sin ningún tipo de interés.

— Daría diez años de una vida que nada vale, por tener la certeza de que ése es su caso. Y ahora márchese porque si continúo pensando en ello le impediré hacer ese viaje.

— ¿Le dirá a Galo Zambrano que he conseguido el dinero?

— Seguro que ya lo sabe. Todo Quito lo sabe.

El Cantaclaro se alejó sin prisas, pero cuando estaba a punto de penetrar en el edificio del hotel no pudo por menos que volverse a observar a la desgraciada mujer que permanecía con la cabeza apoyada en el respaldo de la alta butaca.

Sintió una profunda compasión al comprender la agobiante soledad en que se encontraba sumida una mente, a todas luces brillante, aprisionada en el interior de un cuerpo tan opaco.

Una hora más tarde, tumbado en la cama, y contemplando a través del amplio ventanal la llegada de ejércitos de nubes que como cada día de cada mes de cada año descargaría un mar de agua sobre la ciudad en cuanto repicaran en las torres de la catedral las campanadas de las doce, le volvió a la mente el hermoso rostro abotargado, y una vez más no pudo por menos que preguntarse las razones por las que había conocido a tanta gente extraña en tan corto espacio de tiempo.

Tal como él mismo había asegurado, no era más que un hombre normal con un trabajo normal y una familia normal, pero de la noche a la mañana su existencia se había convertido en un caos del que no acertaba a emerger, al igual que el espíritu de doña Cecilia Prados de Villanueva no acertaba a encontrar el camino que le permitiera abandonar su desproporcionado y sudoroso cuerpo.

Miró el reloj, calculó la diferencia horaria con Madrid y llegó a la conclusión de que en aquellos momentos lo lógico sería que estuviera volviendo a casa para cenar en compañía de Doña Bárbara y los chicos, para acabar sentándose frente a la televisión hasta que el cansancio le venciera definitivamente.

Echaba de menos aquella suave rutina en la que siempre se había sentido seguro, satisfecho consigo mismo por el simple hecho de saber que había dedicado una larga jornada de trabajo a unos enfermos a los que procuraba llevar un poco de ánimo y consuelo, frustrado a veces por no poder salvarlos, pero consciente de que al menos lo había intentado con todas sus fuerzas.

Ello le permitía hacerle el amor a su mujer y dormir luego con la tranquila conciencia de quien cumple su misión a diario, pero ahora allí, tan lejos de lo que había sido siempre su vida, ni se sentía seguro ni con la conciencia tranquila.

Y el hecho de haber ganado tanto dinero de una forma tan irregular contribuía a inquietarle más aún.

Si alguna vez abrigó alguna duda sobre lo peligroso de semejante situación, la constancia de que aquel número maldito había estallado inexplicablemente ante sus ojos le reafirmaba en la idea de que se había adentrado de un modo definitivo por los más tenebrosos senderos por los que hubiera avanzado jamás ser humano alguno.

Y Satanás guiaba sus pasos.

No era verdad.

Razonablemente no podía ser verdad, pero lo era.

Tenía plena conciencia de que el Maligno le iba empujando suavemente hacia la perdición definitiva, pero no conseguía reunir las fuerzas necesarias como para apartarse del camino.

Comenzaba a llover con cronométrica precisión cuando se quedó traspuesto, inmerso en pesadillas que no eran ni mucho menos tan agobiantes como la propia realidad, y las caprichosas nubes abandonaban ya las faldas del Pichincha, cuando sonaron unos intempestivos golpes en la puerta.

La abrió para enfrentarse al ascético rostro del guaquero que desde el mismo umbral le espetó sin más preámbulos:

— ¿Cuándo quiere partir?

— Cuanto antes.

— ¿Cree que está en condiciones de soportar el viaje?

— Nunca lo sabré si no lo pruebo.

El ecuatoriano, que había ido a tomar asiento en la única butaca de la estancia sin molestarse siquiera en pedir permiso, hizo un leve gesto hacia el valle que aparecia de nuevo completamente despejado.

— Puedo ordenar a mi gente que se reúna con nosotros cerca de Papallacta, pero tiene que ser sobre seguro porque no estoy dispuesto a arriesgarme a levantar sospechas sin una razón justificada.

— ¿Sospechas? — se sorprendió Bruno Guinea—. ¿A qué clase de sospechas se refiere?

— A que la mayoría de mis hombres están fichados, y si la policía descubre que los concentro en un punto muy concreto imaginarán que hemos descubierto alguna tumba importante en las proximidades y que nos proponemos saquearla. Y en ese caso puede jugarse el cuello a que los tendremos pegados al culo.

— ¿Y qué? No vamos a hacer nada malo.

— Aunque así sea. Me consta que hay varios policías hijos de puta que si me localizaran en las selvas del oriente me pegarían un tiro con el único fin de colgarse una medalla.

— ¡Me cuesta creerlo!

— Usted no los conoce… — insistió el otro en un tono que denotaba el más absoluto de los convencimientos—. Me dejarían seco, me colocarían un pequeño ídolo de oro en el bolsillo y jurarían que me habían agarrado con las manos en la masa.

— También podrían hacerlo aquí.

— ¿En Quito…? — se sorprendió el otro—. ¡De ninguna manera! Aquí, si te agarran con una máscara de oro de tres kilos no eres más que un traficante en obras de arte, que se expone a una multa y un año de cárcel. Pero en cuanto te adentras en la selva te conviertes en un saqueador; un despreciable bandido cuya vida no vale lo que la bala que se emplea en liquidarlo.

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