— Entiendo.
— Confío en que lo entienda en toda su amplitud y en todos sus matices para que tenga muy claro en qué se está metiendo y no me venga luego con beberías. Esto no es ningún juego de «guaguas».
— ¿Juego de qué?
— Juego de «guaguas».
— ¿Y eso qué significa?
— Juego de niños. Aquí un «guaguas» es un niño, ¿o es que aún no se había enterado?
— No — admitió su interlocutor un tanto confundido—. Tengo entendido que en Canarias una guagua es un autobús, pero nunca lo había oído refiriéndose a un niño.
— ¡Al fin y al cabo qué carajo importa! — exclamó impaciente el guaquero—. Lo que quiero es que tenga muy presente que éste no va a ser un paseo por el prado y que el peligro puede llegar de donde menos se espera.
— ¿Es que nunca se cansan de repetírmelo?
El otro se puso en pie dando por concluida la conversación al tiempo que exclamaba:
— Por lo que a mí respecta, punto en boca. Si me entrega veinte mil dólares de adelanto, pasado mañana al amanecer vendré a buscarle y que sea lo que Dios quiera. De lo contrario aquí se acaba la historia.
Partiendo desde la misma espalda del hotel Quito, una carretera asfaltada descendía serpenteando hasta el diminuto pueblo de Pifo, y luego, atravesando el hermosísimo valle, un viejo camino empedrado comenzaba a ascender muy suavemente hacia las altas cumbres andinas.
A la derecha, a lo lejos, el majestuoso Cotopaxi mostraba su inconfundible cono de volcán perfecto, y más distante, ahora a la izquierda el eternamente nevado Cayambe les recordaba que justo por su cima cruzaba la línea equinoccial.
Se vieron obligados a atravesar por un estrecho puente que salvaba un riachuelo encajonado y rugiente, río aún de la vertiente occidental de la cordillera, y que en su corto recorrido acabaría desembocando en el relativamente cercano océano Pacífico.
A partir de ese punto el sendero se volvía cada vez más empinado, por lo que Bruno Guinea empezó a advertir que allí, a más de tres mil metros de altitud, el oxígeno comenzaba a faltarle y cada vez se le hacía más difícil respirar.
Atravesaron pequeñas plantaciones saludando al pasar a silenciosos indígenas que se sentaban a las puertas de sus míseras cabanas, y que parecían sorprender se por la presencia en sus remotas soledades de un extranjero de piel clara, y dos horas más tarde alcanzaron los temidos páramos del Guamaní, tierras batidas por el viento, y en las que la expedición de Orellana perdió en su día a un centenar de nativos de las tierras costeñas, vencidos por el intenso frío.
Cercana ya la cota de los cuatro mil metros poco había que ver, más que la grandiosidad del paisaje, puesto que la vegetación era rala y escasa pese a que para los botánicos probablemente ofrecería elementos de interés poco comprensibles para un lego en la materia.
Le llamó, no obstante, la atención la presencia de un incontable número de diminutos colibríes, puesto que siempre había asociado su habitat a las selvas húmedas y cálidas y resultaba sorprendente su presencia en un lugar en el que helaba todas las noches.
De igual modo le desconcertó la presencia de miríadas de sapos que se cruzaban continuamente en su camino, saltando, no con la agilidad con que siempre les había visto hacer, sino más bien con gestos cansinos, como si transportaran un peso insoportable a sus espaldas, o una fuerza invencible les impidiera elevarse.
Aparte de ello tan sólo distinguió a lo lejos algún que otro tapir velludo, media docena de venados de color rojizo, y un curioso oso de anteojos, el escurridizo «cucumarí», tan escaso ya, que según Galo Zambrano se encontraba en trance de extinción.
Al caer la tarde, y tal como solía suceder casi a diario, comenzó a llover torrencialmente sobre el páramo por lo que se vieron obligados a buscar precario refugio en un desvencijado chamizo en el que el Cantacla-ro cayó al instante rendido por la fatiga mientras su acompañante se entretenía en encender un pequeño fuego utilizando para ello piedras de carbón que previsoramente había traído consigo.
Evidentemente aquélla era una difícil ruta alejada de todas las vigilancias policiales que el desconfiado guaquero acostumbraba a hacer con cierta frecuencia, por lo que sabía muy bien que sin ese carbón difícilmente conseguirían soportar las bajas temperaturas de tan inhóspita región.
A media mañana del día siguiente alcanzaron El Paso, en el que una virgen de piedra parecía pretender proteger a los escasos viajeros, y un desconchado mojón recordaba que allí, a cuatro mil cien metros de altitud, concluía la provincia de Pichincha y daba comienzo al desconocido Oriente Ecuatoriano de los profundos abismos y las impenetrables selvas.
Aquélla era sin duda la auténtica puerta de una Amazonia que se extendía por casi siete mil kilómetros de agua y jungla hasta las mismísimas playas del Atlántico.
Sobre sus cabezas, el Antisana, de más de cinco mil setecientos metros de altura impresionaba por su abrupta configuración, tan inaccesible que tan sólo una expedición había sido capaz de coronarlo, pese a que tanto el explorador francés La Condamine, como mucho más tarde el famoso Humboldt, lo intentaran a riesgo de perecer en el intento.
Cuando las nieves del Antisana quedaron al fin a sus espaldas, la tierra comenzó a descender abruptamente, y aunque Bruno Guinea viniera soñando ya con semejante descenso, no resultaba en absoluto cómodo pese a que el cambio de paisaje, vegetación e incluso temperatura le insuflaran nuevos ánimos.
Era largo y pesado el camino, advirtiendo cómo a cada paso el mundo parecía transformarse de tal modo que se podría pensar que los árboles acudían en su busca, pues cada metro que avanzaban era un metro que perdía el páramo y ganaba la selva.
A partir de allí se veían obligados a seguir los senderos del agua, y esa agua sería ya siempre su fiel compañera, la que les guiaba y les abría paso, puesto que de las eternas nieves del Antisana y mil picachos más nacía esa agua que se desgranaba, primero en diminutas cataratas y más tarde en bravias torrenteras que se desplomaban hasta la aún lejana cuenca amazónica por la que se desperezarían dulcemente hasta el mar.
Almorzaron frugalmente a orillas de la laguna de Papallacta, sin duda uno de los lugares más paradisíacos imaginables, a media distancia entre las frías cumbres y los calientes valles, rodeada de frondosos árboles, flores de mil colores y un silencio que obligaba a pensar que así debería haber sido el mundo en sus comienzos.
— ¿Cómo se encuentra? — quiso saber entonces Galo Zambrano, que hasta aquel momento apenas había abierto la boca consciente de que una sola palabra hubiera bastado para agotar definitivamente a su exhausto acompañante.
— Como si me hubiera pasado por encima una manada de búfalos.
— Pues lo peor aún está por llegar, aunque por suerte para usted vamos ya de cara a tierras bajas.
— Es la falta de oxígeno lo que me está matando.
— Lo sé. Son pocos los europeos capaces de cruzar esos páramos, y de lo que puede estar seguro, es de que tiene un corazón a prueba de bomba. Si no le reventó esta mañana dudo que lo haga nunca.
— Hubo un momento en que pensé que se me escaparía por la boca.
— Ya me di cuenta.
— ¿Y qué hubiera hecho?
El guaquero aventuró con un leve gesto la diminuta aldea que se distinguía al fondo del valle.
— Recoger a mi gente y aprovechar el viaje intentando localizar alguna tola en las laderas del Antisana. Años de experiencia, y el olfato me dicen que ahí arriba se oculta alguna de las tumbas de niños que los antiguos sacrificaban a los dioses. Ésas, y las de los curacas, suelen ser las más abundantes en joyas.
— ¿O sea que me hubiera abandonado en mitad de la nada?
— Todos los muertos están siempre en mitad de la nada… — fue la tranquila respuesta—. Y lo mismo da que lleven muertos un día que mil años. Se lo dije y se lo repito: mi responsabilidad hacia usted concluirá en el momento mismo en que se le ocurra la mala idea de dejar de respirar.
— Pues si tengo que volver por el mismo camino es muy posible que deje de respirar de una vez por todas… — Hizo un gesto hacia la lejanía al inquirir —: ¿No hay salida hacia abajo?
— ¿Hacia abajo? — repitió desconcertado su interlocutor—. ¡Naturalmente! La que utilizó Orellana por el cauce del Alto Coca, pero supongo que ya sabe lo que le costó. Desde entonces, y pronto hará quinientos años de eso, nadie ha sido capaz de reencontrar el camino. — El ecuatoriano agitó una y otra vez la cabeza negativamente—. Y le aseguro que no seré yo quien lo busque, puesto que el Coca más arriba de las cataratas está considerado, y con razón, un río maldito que devora a cuantos se aproximan a sus orillas.
Poco después reemprendieron la marcha para dejar prudentemente a la derecha Papallacta y alcanzar al fin un mísero poblacho que no constituía en realidad más que una agrupación de chozas de techo de paja, una desvencijada iglesia en la que probablemente no se celebraban oficios desde hacía treinta años, y un pretencioso «hotel» que no contaba más que con dos oscuras y hediondas habitaciones ocupadas ya por los hombres de Galo Zambrano.
Éstos admitían ser profanadores de tumbas prehis-pánicas, pero por su carácter y catadura de igual modo podrían haber admitido ser salteadores de caminos, piratas caribeños, o asesinos a sueldo.
Dos eran cholos andinos, otro un indio alama nacido a orillas del Napo, y el último un negrazo gigantesco llegado de la norteña región bananera de Esmeraldas.
Fue Galo Zambrano quien durante la cena le aclaró a su acompañante la razón de tan distintos lugares de procedencia.
— Ecuador… — comenzó diciendo — es como Dios, a la vez «Uno y Trino». «Uno», porque los ecuatorianos tenemos muy arraigado el espíritu patriótico, siendo como somos una nación diminuta emparedada entre Perú y Colombia. Y «Trino» porque estamos constituidos por tres regiones que en apariencia no tienen nada que ver las unas con las otras. En el centro se alza la cordillera, de gigantescas montañas pobladas por cholos descendientes directos de los incas; en el oriente las selvas, de indios amazónicos, algunos aún tan salvajes como los aucas que asesinan a cuantos se atreven a pisar su territorio, y en el poniente, las tierras calientes, dominadas por negros descendientes de esclavos africanos.
— ¿Y quién ostenta el poder? — quiso saber Bruno Guinea.
— ¿El poder? — repitió su interlocutor negando con un leve gesto de la cabeza—. También en esto nos dividimos en tres, puesto que existe el «poder social», es decir, el de las clases altas que suelen ser descendientes de las familias españolas que se establecieron en Quito, y que siendo antaño grandes terratenientes, fueron perdiendo su fuerza a medida que dividían sus tierras entre sus descendientes. Luego existe el «poder económico» que está en manos de los inmigrantes sirios y libaneses que se establecieron en Guayaquil amasando increíbles fortunas con el café, el cacao, el banano y el comercio. Y por último existe el «poder político» que suelen repartirse tanto los profesionales como los militares, según las circunstancias, y que igual pueden provenir de un sector, como de otro.
— ¡Curioso!
— En mi país casi todo es curioso cuando nos sorprende, aunque lo más sorprendente que ha ocurrido en estos últimos tiempos, se circunscribe al hecho de que de pronto llegue un matasanos español y gane una fortuna apostando al número del Diablo. ¿Cómo.lo consiguió?
— Como se suele conseguir casi todo en la vida: con mucha suerte.
— La suerte acostumbra a tener límites — sentenció Galo Zambrano.
— Se equivoca… — le contradijo el Cantaclaro—. Ni la suerte, ni la mala suerte conocen fronteras. Hay personas que nacen con una buena estrella que les acompaña hasta el día de su muerte, y otras que nacen estrelladas y mueren de igual modo.
— ¿Y usted es de las primeras?
— ¡Ni por lo más remoto! — se escandalizó el otro—. Lo que ocurrió la otra noche incluso a mí me resulta inexplicable.
— Pero ¿por qué tres veces el seis?
— ¿Y por qué no? Cada vez que gira la ruleta puede caer en un número con total independencia del que haya salido con anterioridad.
— ¡De acuerdo! — aceptó el ecuatoriano dando por concluido el tema—. Lo único que espero es que cuando nos veamos en peligro tenga un golpe de suerte parecido y nos salve el pellejo… — Le guiñó un ojo en un gesto impropio de su carácter—. Y ahora intente descansar, puesto que nos esperan jornadas muy duras.
— ¿Adonde nos dirigimos?
El otro hizo un gesto que denotaba sorpresa.
— ¿Y usted me lo pregunta? — inquirió—. A cuatro horas de camino comienza la Alta Amazonia, y en cualquier momento, nunca se sabe exactamente dónde, a qué hora, ni por cuánto tiempo, nos engullirá el Mar Blanco, pero aún no me ha aclarado qué es lo que busca.
— «El Mar Blanco»… — repitió confuso Bruno Guinea—. ¿Qué es eso del «Mar Blanco»?
— La niebla más espesa que nunca haya visto nadie; un océano de nubes que llegan desde miles de kilómetros de distancia, porque como aquí el viento sopla siempre del este, empuja hacia los Andes todo el vapor de agua que el sol ha ido levantando de la humedad de la cuenca amazónica. Un poco más abajo de donde nos encontramos, la Cordillera Real se convierte en una barrera natural en la que «la mitad del tiempo hay lluvia, y la otra mitad diluvia».
— Nunca me había hablado de eso… — protestó con gesto de cansancio el español.
— Son muchas las cosas malas de esta región de las que nunca le he hablado, y si tampoco le he mencionado las buenas es porque no conozco ninguna. Pero es usted quien paga por venir.
— ¿Y cómo podemos evitar ese Mar Blanco?
— Procurando mantenernos por encima de las nubes, pero eso no siempre es posible, ya que de improviso ascienden más de mil metros y te atrapan antes de que hayan tenido tiempo de reaccionar.
— Difícil me lo pone.
— Difícil es.
Es noche, tumbado en un mugriento jergón arrinconado en una hedionda estancia que se veía obligado a compartir con dos profanadores de tumbas, Bruno Guinea soñó que se sumergía en empapados algodones de entre cuyas prietas fibras surgían de tanto en tanto informes bestias que intentaban devorarle.
También soñó con Alicia, y con el acogedor estudio repleto de libros en el que tan a gusto se había sentido siempre.
Cuando al fin despertó el sol estaba muy alto, machacando con furia la solitaria plazoleta de tierra apisonada, y le sorprendió descubrir que en todo cuanto alcanzaba la vista no se distinguía más vida que tres perros, dos cerdos, media docena de gallinas, y a su derecha, casi invisible bajo el porche de la vetusta iglesia cerrada a cal y canto, la figura de un viejo y andrajoso nativo que permanecía acuclillado con la espalda apoyada contra el muro.
Se aproximó a él.
— ¡Buenos días! — saludó.
— Buenos serán si usted lo dice… — fue la en cierto modo desconcertante respuesta.
— ¿Dónde están todos?
— ¿No los ve?
— No.
— Pues si usted no los ve, imagínese yo.
Fue en ese justo momento cuando el Cantaclaro descubrió que los ojos del anciano eran como dos bolas de cristal translúcido.
— ¡Lo siento! — balbuceó desconcertado.
— No es culpa suya. — El pordiosero alzó el rostro, le miró de frente, y Bruno Guinea tuvo la desagradable sensación de que a pesar de que sus ojos aparecían muertos en realidad le estaba viendo. Al cabo de unos instantes, una especie de leve sonrisa burlona se dibujó en sus labios al musitar muy quedamente:
— Aún está a tiempo.
— ¿A tiempo de qué? — quiso saber.
— De arrepentirse. Ha hecho un largo viaje, pero las auténticas dificultades no han empezado.
El Cantaclaro le observó con extraña fijeza y por último inquirió con un hilo de voz:
— ¿Damián Centeno?
— Ahora me llamo Huasi, según creo.
— ¿Y por qué ese nuevo disfraz?
— No se trata de un disfraz. Se trata de un cuerpo. Cansado, ciego y roto, pero tan válido como cualquier otro, puesto que como ya le dije tan sólo los utilizó un día, y en realidad nunca he necesitado ojos para ver, lengua para hablar, ni oídos para escuchar.
— ¿Y a qué ha venido?
— A recordarle por última vez que aún está a tiempo de arrepentirse.
— Hubiera preferido que viniera a decirme qué es lo que tengo que buscar.
— ¡De eso nada! La gracia de este juego estriba en que estoy poniendo a prueba, no sólo su valor y su capacidad de sacrificio, sino su inteligencia y sus dotes deductivas… — El anciano alzó una mano escuálida y señaló con un sarmentoso dedo en dirección a la selva—. Ahí dentro se esconde un animal que puede acabar con el sufrimiento de millones de seres humanos, pero no pienso decirle cuál es, ni qué aspecto tiene. De usted depende triunfar, fracasar, o morir en el intento.
— ¿Realmente corro peligro?
— ¡Naturalmente! Y mucho a mi entender.
— ¿Y qué ocurrirá si muero?
El llamado Huasi dejó escapar una corta carcajada.
— Supongo que volará directamente al paraíso puesto que al haberlo hecho por una causa tan justa sin haber alcanzado un trato final conmigo en buena lógica deberá ser recompensado por ello… — Hizo una corta pausa—. O al menos eso espero.
— Pero ¿a usted no le conviene que muera?
— Desde luego que no, aunque resulta más que evidente que no rezaré por usted.
— Pero ¿tampoco hará nada por impedirlo? — quiso saber el Cantaclaro.
— ¿Y cómo podría impedirlo? — pareció sorprenderse el otro—. La Muerte presume de autónoma y caprichosa, y le juro que no tengo el más mínimo poder sobre sus decisiones, puesto que si lo tuviera intentaría que la gente dejara siempre este mundo en el momento en que a mí más me conviene: es decir, cuando cargan con el mayor número de pecados… — Lanzó un hondo resoplido, se interrumpió de improviso, y al poco musitó agitando una y otra vez la cabeza —: No. Me temo que, si por desgracia a la puñetera vieja hedionda se le ocurre la mala idea de cruzarse en su camino, todos mis desvelos habrán resultado inútiles y habré perdido el tiempo de una forma miserable.
— ¿O sea que la Muerte está en disposición de desbaratar los planes del mismísimo Demonio…?
— Como los de todo el mundo, puesto que sus decisiones son las únicas inapelables.
— ¿Ni siquiera por Dios?
— Ni siquiera por él, que a lo más que puede llegar es a retrasar unos años la sentencia, puesto que le aseguro que nunca ha existido un solo ser viviente que se haya convertido en inmortal.
— ¿Y Lucifer?
— ¿Yo? — se sorprendió su interlocutor—. Yo no soy lo que pudiera llamarse «un ser viviente» propiamente dicho. Yo soy alguien que habita en todos los seres vivientes aunque en la mayoría nunca llegue a manifestarse.
— ¿Quiere decir con eso que siempre estuvo en mí y fui yo quien le empujó a manifestarse?
— Piense lo que quiera, no he venido hasta el culo del mundo con la intención de discutir lo que para mí no son más que banalidades, sino para advertirle que ésta es su última oportunidad.
— Tanto insiste que llegaré a pensar que es lo que en verdad está deseando.
— En cierto modo… — admitió el anciano sin tapujos—. El que se arriesgue como lo hace, sabiendo que si triunfa se condena por toda una eternidad, me obliga a meditar sobre el hecho de que tal vez dicha condenación no espanta tanto como había imaginado, y eso me inquieta.
Bruno Guinea, que había tomado asiento en la escalinata sonrió convencido de que en verdad el ciego le estaba viendo, para acabar por agitar la cabeza negativamente.
— No tiene por qué inquietarse… — replicó—. La condenación eterna me aterroriza mucho más de lo que pueda imaginar, pero lo cierto es que no acabo de creer cuanto me está ocurriendo. Es como si de pronto hubiera aprendido a volar pero me negará a aceptarlo achacándolo a un mal sueño.
— Por desgracia no es un sueño.
— ¿Por desgracia para quién?
— Para usted, supongo.
— Supone mal. Voy haciéndome a la idea de qué es lo que puedo ganar y qué es lo que puedo perder, y comienzo a asumirlo.
— Es mucho lo que puede perder.
— Pero es mucho más lo que puedo ganar, porque hay algo de lo que sí puede estar seguro: cuando me esté martirizando allá abajo habrá algo que nunca podrá quitarme.
— ¿La satisfacción de saber que lo ha hecho por amor al prójimo…? — concluyó la frase con una irónica sonrisa el llamado Huasi.
— Usted lo ha dicho. El concepto que tenga de mí mismo me acompañará hasta el fin de los siglos, y conociéndole como empiezo a conocerle, creo estar en condición de asegurar que cambiaría su increíble poder por algo tan nimio como tener un buen concepto de sí mismo.
— ¡Tal vez!
— Tal vez, no… ¡Seguro! — insistió el Cantaclaro que de nuevo hacía honor a su apodo—. Todo, incluso su poder o su ilimitada capacidad de hacer el mal acaban por cansar. O por aburrir, como usted mismo dijo. Pero lo que yo siento ahora, o lo que sentiré si consigo acabar con esa maldita enfermedad, jamás me cansará ni acabará por aburrirme.
— ¿Está intentando provocarme? — masculló el llamado Huasi endureciendo el tono de voz—. No se deje engañar por las apariencias, puesto que bajo este envoltorio de anciano desvalido, se sigue ocultando el todopoderoso Satanás.
— No me dejo engañar por las apariencias… — fue la tranquila respuesta—. Pero hay algo que he aprendido muy bien en estos últimos tiempos: Satanás puede hacer que gente insospechada me llame por teléfono, e incluso trucar una ruleta, pero no es en absoluto todopoderoso, puesto que la Muerte no le obedece y un simple «no» le anula por completo… — Bruno Guinea sacó apenas la punta de la lengua y se la golpeó repetidas veces con el índice—. Y yo siempre tendré aquí, a mi disposición, ese «no» al que tanto le teme.
— No por mucho tiempo.
— ¿Qué quiere decir con eso?
— Que en cuanto averigьe cuál es ese animal consideraré que se ha cerrado nuestro trato, y a partir de ese instante ese «no» carecerá de valor. Me habré apoderado de su alma por todo el resto de la eternidad.
— ¡En absoluto! — fue la tranquila respuesta—. Ése no fue el trato.
Podría creerse que por los opacos ojos del ciego cruzaba un rayo de furia cuando su dueño inquirió impaciente:
— ¿Cómo que ése no fue el trato?
— ¡Como que no…! — Incluso el propio Cantaclaro parecía sorprenderse de su autocontrol en semejante momento y situación—. Se apoderará de mi alma a partir del momento de mi muerte, pero ni un minuto antes… — le apuntó directamente con el dedo sin importarle si podía verle o no al puntualizar en tono quisquilloso —: Hasta que una muerte, sobre lo que por lo que asegura no tiene el más mínimo control, no venga a llevarme, seguiré siendo dueño absoluto de mis actos, y mi alma seguirá siendo mía… ¡Ése fue el trato! ¿O no?
— Visto así, sí… — admitió el viejo.
— Es que es la única forma de verlo. Estoy de acuerdo en que desde el momento en que localice a ese animal no podré volverme atrás, pero usted estará de acuerdo conmigo en que tendrá que esperar para cobrar su premio. Hasta que el cáncer haya desaparecido de la faz de la Tierra, mi alma seguirá siendo mía.
— Se está volviendo un astuto negociador.
— Tengo el más experimentado de los maestros.
— Eso es muy cierto. Tal vez resulte divertido mantener largas discusiones más adelante. Allá abajo están todos tan acojonados que no se puede ni hablar con ellos. Hombres muy inteligentes y que fueron realmente grandes en vida, se han convertido ahora en tristes guiñapos balbuceantes… — De improviso los ojos cobraron vida, como si se hubieran desprendido del glauco velo que los ocultaba, y su dueño añadió sonriente —: Creo que resultará una divertida experiencia contar con un huésped que no esté allí por méritos propios y cuya conciencia continúe intacta.
— Pues a mí maldita la gracia que me hará.
El viejo Huasi dejó escapar una nueva carcajada.
— ¡Lo supongo! — exclamó—. Pero lo cierto es que jamás me ha importado lo que piensen o sientan los demás… — Hizo un gesto hacia el extremo de una de las embarradas calles—. Y ahora es mejor que se vaya — dijo—. La gente del pueblo está volviendo.
Bruno Guinea se volvió hacia el punto indicado y advirtió cómo, efectivamente, al poco hacían su aparición una treinta de hombres y mujeres al frente de Jos cuales se encontraba Galo Zambrano.
Se dirigió hacia él.
— ¿Dónde estaban? — quiso saber…
El otro hizo un indeterminado gesto hacia una montaña cercana.
— Allá arriba… — dijo—. Los lugareños han encontrado unos restos muy prometedores y estábamos analizándolos… Tal vez, cuando todo esto acabe, volvamos a investigar a fondo.
— ¿«Investigar a fondo» significa «saquear»?
— ¿Y a quién le importa…? — fue la respuesta—. Puede tener por seguro que ningún científico se molestará nunca en rebuscar en ese lugar. Existen cientos de yacimientos semejantes a todo lo largo y ancho del país, y nadie les hace ni puñetero caso. Si nosotros no los sacamos a la luz, seguirán donde están durante mil años más.
— ¿Y qué tiene eso de malo?
— ¿Y qué tiene de bueno? — replicó el guaquero con sorprendente rapidez—. Un tesoro bajo tierra es como una vaca sagrada de la India: no beneficia a nadie. Si lo encuentro me beneficiará a mí, y a quien lo compre, que podrá disfrutar de un hermoso objeto del que ahora tan sólo disfrutan los gusanos.
El Cantaclaro llegó a la conclusión de que no merecía la pena empantanarse en una inútil discusión que no conduciría más que a provocar una situación incómoda, puesto que resultaba evidente que si había aceptado viajar en compañía de salteadores de tumbas, carecía de fuerza moral para criticar sus métodos.
— ¡De acuerdo! — dijo limitándose a encogerse de hombros—. ¿Cuándo nos vamos?
— ¡Ya!
Habían alcanzado la puerta del «hotel», y lo primero que hizo el ecuatoriano fue entregarle una especie de esterilla de poco más de metro y medio de ancho y dos de largo fuertemente enrollada y atada con una correa que permitía colgarla a la espalda.
— ¡Cuídela! — ordenó secamente—. Si la pierde es hombre muerto.
— ¿Y eso?
— Ahora no tengo tiempo de explicárselo, pero recuerde que compartiremos con usted el agua, la comida y todo cuanto haga falta… ¡Todo menos esto!
— ¡Pues sí que estamos buenos…! — exclamó el Cantaclaro visiblemente confuso—. ¿Desde cuándo un puñado de cañas puede ser más importante que el agua o la comida…?
Su interlocutor se limitó a hacer un gesto hacia el extremo del pueblo al tiempo que replicaba:
— Desde el mismo momento en que nos internemos en esa selva.
Avanzaron a buen ritmo durante unas cuatro horas, siempre precedidos por media docena de lugareños que transportaban pesados bultos sujetándoselos a la frente por medio de anchas cintas, y a Bruno Guinea le admiró la rapidez y agilidad con que se movían por entre la espesura, con un paso tan vivo y saltarín que incluso le costaba trabajo imitar pese a no cargar más que con su ligera esterilla.
A medida que el sendero descendía serpenteando sinuosamente, los árboles ganaban altura hasta que al fin llegó un momento en el que el azul del cielo desapareció vencido por el verde de las lianas y las hojas, y no volvieron a verle hasta que alcanzaron el borde de un angosto barranco que parecía cortar en dos la Tierra como si el afilado y gigantesco machete de un cíclope se hubiera entretenido en abrirla al igual que se pudiera abrir, de un solo tajo, una sandía.
El fondo de la recta cicatriz permanecía en sombras a más de mil metros bajo ellos, tan cerrado por la espesa vegetación que nacía a uno y otro lado que resultaba imposible determinar si algún cauce de agua corría allá abajo en una u otra dirección.
De tanto en tanto, ululaba el viento, jugando a imitar voces humanas al rozar con los salientes de las rocas, y cuando al poco distinguieron en la distancia un frágil puente de tablas y cuerdas que se balanceaba como un poseso, al Cantaclaro ni tan siquiera le cruzó por la mente la idea de que alguien tuviera la más remota intención de atravesarlo.
Pero, para su desgracia, aquél era, al parecer, su punto de destino.
— ¡Aquí está! — fue lo primero que exclamó Galo Zambrano al detenerse justo a la entrada, con el altivo tono de quien se siente orgulloso de algo propio — «el Puente de la Espada», el último vestigio de civilización a las mismísimas puertas de la Caída del Infierno.
— ¿«Civilización»? — Se asombró con apenas un hilo de voz el aterrorizado Bruno Guinea—. ¿Se atreve a considerar esto una muestra de «civilización»?
— ¡Por supuesto…! Este puente es una auténtica obra de arte, y una clara prueba de la capacidad de sacrificio y el valor de una raza. Seis obreros desaparecieron allá abajo mientras se construía, pero desde entonces, y de eso hace ya más de cien años, tan sólo cinco viajeros se han despeñado. — Se encogió de hombros como si pretendiera evitar responsabilidades al puntualizar —: ¡Bueno! Cinco… que se sepa.
— ¡Hermoso consuelo!
— Y aún más hermoso si tiene en cuenta que las crónicas de la época aseguran que por este mismo barranco se precipitaron más de cuarenta componentes de la expedición de Orellana…
— No puede ni imaginar cuánto me anima…
— ¿Quiere saber por qué le llaman «el Puente de la Espada»?
Sin aguardar respuesta extrajo de su mochila unos viejos prismáticos, los enfocó hacia un punto al lado opuesto del talud, y al poco se los tendió a su acompañante.
— ¡Fíjese en aquello! — dijo—. A unos treinta metros por debajo del enganche del puente, junto al salien-, te de roca… ¿Qué es lo que ve?
El español tomó los prismáticos, buscó el lugar indicado, y al poco alzó el rostro un tanto sorprendido.
— Parece la empuñadura de una espada — admitió.
— Es la empuñadura de una espada toledana perteneciente a uno de los capitanes de Orellana. El pobre hombre resbaló cayendo al abismo, y su espada se incrustó de tal forma en una hendidura del muro, que nadie ha sido capaz de extraerla pese a que muchos lo han intentado. Cuenta la leyenda que el cadáver de su dueño permaneció varios meses colgando de ella.
— ¡Qué historia tan macabra!
— La espada ha quedado ahí como clara advertencia de que por ningún concepto se debe pasar de este lugar.
— Pero por lo visto haremos caso omiso de tal advertencia…
— Usted paga por eso.
— ¡Debo estar loco!
— Nunca lo he dudado… — Galo Zambrano hizo un gesto hacia el barranco para inquirir con una leve sonrisa —: ¿Se decide? Le recuerdo, una vez más, que aquí se acaba lo bueno.
— ¿«Bueno»? ¿Qué es lo que ha habido de bueno hasta el momento?
— Tampoco ha sido tan malo, digo yo. Apenas algo más que un pequeño paseo por la montaña — indicó con la barbilla hacia el otro lado—. Pero eso de ahí es muy distinto — añadió—. A partir del puente hay que echarle muchos cojones…
— ¿Y qué ocurrirá si no me atrevo a cruzar?
— Que habrá perdido su dinero. Uno de mis hombres le acompañará de regreso a Quito y yo me concentraré en averiguar qué ocultan las ruinas que me enseñaron esta mañana.
— Está deseando hacerlo, ¿no es cierto?
— Es posible…
— Para usted sería una jugada perfecta ya que habría organizado una expedición ilegal con el dinero de un gilipollas que se acojonó a las primeras de cambio.
— ¡Mejor aún! — le corrigió el otro evidentemente divertido—. Se trataría de una expedición ilegal financiada con el dinero de un casino, y eso siempre tiene algo de morboso, ¿no cree? — El ecuatoriano le golpeó afectuosamente en el hombro con un ademán impropio de un personaje por lo general tan respetuoso y circunspecto—. ¡Pero no se preocupe! — añadió—. Eso no va a ocurrir, porque estoy convencido de que atravesará ese puente.
— Yo no estoy tan seguro… — fue la respuesta—. ¡Observe cómo se balancea! ¿Quién coño puede soñar en pasar por ahí sin matarse?
— Eso ya se está solucionando… — replicó el guaquero al tiempo que señalaba hacia uno de los lugareños que había comenzado a adentrarse en el puente atado a la cintura por dos largos cabos de cuerda cuyos extremos sujetaban con fuerza sus compañeros—. En menos de media hora habrá dejado de balancearse.
El Cantaclaro prestó atención, impresionado por la desmesurada muestra de valor de que hacía gala el esquelético indígena que avanzaba muy despacio y aferrándose con tremenda fuerza a las barandillas de cuerda con el fin de evitar que el viento lo elevara como una pluma para acabar lanzándole al fondo del abismo.
Cuando hubo llegado, ¡casi milagrosamente! al centro mismo del puente, se sentó a horcajadas, se sujetó con las piernas como un jinete que estuviera tratando de domar a un caballo demasiado brioso, y comenzó a atar las cuerdas que le sujetaban por la cintura, a las argollas que colgaban de uno y otro lado de la más ancha de las tablas.
Cuando lo hubo conseguido alzó el brazo y sus compañeros tensaron desde la orilla las largas sogas sujetándolas a gruesos árboles que se encontraban a unos veinte metros de distancia.
De ese modo, bridado por la derecha y por la izquierda, el balanceo del puente disminuyó de forma notable, por lo que el resto de la expedición se dispuso a cruzarlo.
No obstante, cuando tan sólo dos de los porteadores se encontraban ya al otro lado, Galo Zambrano alzó la mano deteniendo al resto al tiempo que se volvía a Bruno Guinea.
— Ahora le toca a usted — dijo—. Resultaría estúpido que cruzáramos si el que les paga no se decide a hacerlo. Ahí enfrente no se nos ha perdido nada a nadie.
La respuesta sonó casi infantil.
— Es que tengo miedo.
— ¿Y quién no? — replicó el ecuatoriano con desconcertante naturalidad—. El hecho de vivir a estas altitudes puede que evite tener vértigo, pero no tener miedo. Más bien al contrario, puesto que has visto precipitarse a tantos compañeros al abismo que tienes plena conciencia de la magnitud del peligro. Pero le recordaré un viejo dicho local: «El miedo es el único enemigo que vence sin armas.»
El español le dirigió una acusadora mirada de reproche al replicar:
— En estos momentos tengo la mente tan en blanco que no me siento capaz de entender qué carajo quiere decir con eso.
— Quiero decir que un río ahoga, un jaguar devora, una serpiente envenena o un abismo engulle, pero el miedo es tan sólo una palabra que a la larga provoca más muertes que los ríos, los abismos, los jaguares o las serpientes… — Dirigió la mirada al frente—. Ese puente no parece demasiado seguro, lo admito, pero si se cae, le habrá matado el miedo, no el puente.
— ¿Y qué más da quién me mate si al fin y al cabo acabo en el fondo del precipicio? — quiso saber el Can-taclaro.
— A mí no me daría igual morir por cobardía o porque el destino me jugó una mala pasada… — replicó Galo Zambrano convencido de lo que decía—. Pero no es momento de chachara que a nada conduce, sino de tomar decisiones. ¿Cruza o no cruza?
Tenía razón el guaquero y el miedo puede llegar a convertirse en el más poderoso de los enemigos, puesto que paraliza de tal forma a su víctima, que su mente se siente incapaz de emitir los impulsos necesarios para que el cuerpo reaccione.
El terror colapsa el cerebro e incluso detiene de golpe los latidos del corazón, y bloqueado por el pánico en mitad del precipicio, azotado por el viento, ensordecido por sus aullidos, mareado por el balanceo e incapaz de abrir las manos que se aferraban como garfios a las viejas cuerdas deshilachadas, Bruno Guinea experimentó un irrefrenable deseo de lanzar un desesperado alarido y dejarse arrastrar sin oponer resistencia a un oscuro abismo que le atraía con la fuerza de un imán.
— ¡No mire hacia abajo! — oyó que le gritaban—. No mire hacia abajo. ¡Mire al frente! ¡Mire al frente!
¡Qué fácil resultaba decirlo desde la seguridad de la orilla!
Pero qué difícil obedecer desde donde se encontraba.
Transcurrió un minuto.
Pero no fue un minuto.
Fue toda una eternidad.
Otro minuto.
Y otra eternidad.
No acertaba a dar un solo paso hacia adelante.
Pero más incapaz se sentía de retroceder.
— ¡Mire al frente! ¡Mire al frente!
Alzó la vista. El corte que dividía en dos la Tierra se abría ante sus ojos, y muy a lo lejos, visible únicamente desde el punto en que se encontraba, distinguió la majestuosa silueta de un altísimo volcán que lanzaba al cielo un penacho de humo blanco.
Parecía surgir de la verde selva como un desafío a cualquier lógica, tal vez incongruente tan alejado de sus hermanos de las agrestes cumbres de la cordillera, pero infundía una especie de contagiosa serenidad que tuvo la virtud de conseguir lo que no conseguían los gritos de los guaqueros.
Ya en la orilla opuesta, y cuando a los pocos minutos Galo Zambrano se dejó caer a su lado, inquirió:
— ¿Cómo se llama ese volcán?
— Sangay.
— Tengo la impresión de que me ha salvado la vida.
— En ese caso no habrá hecho más que cumplir con su obligación.
— Expliqúese.
— Los indígenas aseguran que esta jungla es como un mar en el que los viajeros acostumbran a perderse… — continuó el ecuatoriano—. Pero cuando están a punto de desesperar sin conseguir orientarse, basta con subirse a un árbol y buscar al Sangay, que con su eterna columna de humo es como el mayor de los faros en mitad del océano. Cuenta la leyenda que Sangay Chimé era una hermosísima princesa cuzqueña que junto a su esposo, el valiente general Cayambe, desafió al todopoderoso inca por salvar a su pequeña hija, Tunguragua, que había sido elegida por los sumos sacerdotes para ser sacrificada a los dioses. En su memoria se dio nombre al volcán que salva a los viajeros… — Dirigió a su acompañante una severa mirada con la que al parecer pretendía fulminarle para añadir —: Pero no hemos llegado hasta aquí para hablar sobre mitología incaica, sino para buscar algo, y creo que ha llegado el momento de aclarar qué es lo que estamos buscando.
— ¿Por qué insiste? — replicó en tono impaciente su interlocutor—. Nunca he tratado de engañarle. Continúo sin saberlo.
— ¡Santo cielo!
— ¿Cree que le miento?
— ¡Ojalá me mintiera…! — La exclamación sonaba totalmente sincera—. Si lo estuviera haciendo significaría que al menos alguien tiene alguna idea sobre lo que hacemos aquí y no andaríamos todos a ciegas.
— ¡Pues lo lamento, pero así es!
— ¡Bien! — admitió el ecuatoriano—. Creo que por hoy ya hemos tenido suficientes emociones. Pasaremos la noche aquí, y que mañana sea lo que Dios quiera… Ordenó encender un fuego que era más el humo que el calor o la luz que proporcionaba, y en cuanto cerró la noche, a las seis en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, tal como correspondía durante todos los días del año a una región que aún cabalgaba sobre la línea equinoccial, cenaron frugalmente y se dispusieron a pasar su primera noche en pleno corazón de la Alta Amazonia.
— Aquí es donde entran en juego las esteras… — señaló al poco el guaquero—. Y tenga muy presente de que las use o no correctamente puede depender su vida… Envuélvase en ella como si se tratara de un rollito de primavera.
— ¿Un qué?
— Un «rollito de primavera». ¿Nunca ha comido en un restaurante chino? — Ante el mudo gesto de asentimiento añadió —: Pues eso es lo que tiene que hacer: envolverse dejando visibles únicamente las botas y el sombrero de tal forma que ni un solo centímetro de su piel quede a la vista.
— ¿Tantos mosquitos hay?
— ¿Mosquitos…? — Se sorprendió el otro—. Sí, claro que abundan los mosquitos. Y las serpientes, las arañas y los escorpiones… Pero ¿quién piensa en ellos? Es por los murciélagos.
— ¿Ha dicho murciélagos?
— ¡Exactamente!
— ¿Está tratando de tomarme el pelo?
— ¡Qué más quisiera yo! — exclamó su interlocutor con absoluta honestidad—. ¿Acaso no ha oído hablar nunca de los murciélagos vampiro?
— Siempre creí que se trataba de un cuento infantil.
— ¡Escuche, amigo mío…! — puntualizó el otro inclinándose levemente hacia adelante—. El «Desmodus Rotundus», que así es como doña Cecilia asegura que se llama, y jamás se me podrá olvidar ese enrevesado nombre, es un «murciélago hematófago», es decir, que únicamente se alimenta de sangre.
El Cantaclaro le observó estupefacto y no pudo por menos que exclamar alarmado.
— ¡No me joda!
— Nada más lejos de mi ánimo, y puede creerme si le juro que éste es el lugar del mundo en que más abunda, puesto que anida en las profundas cuevas de esos barrancos.
— ¿Y de la sangre de quién se alimentan, porque en todo el día no he visto un puñetero animal?
— En cuanto oscurece se dejan caer hasta la llanura amazónica donde atacan a cuanto bicho viviente se pone a su alcance. Luego, poco antes del amanecer permiten que las corrientes de aire que comienzan a ascender por las laderas de la cordillera les traigan de regreso a casa, donde se pasan el resto del día durmiendo.
— ¿Y pueden matar a una persona?
— De un solo ataque, no. Pero como van expulsando la sangre al tiempo que la tragan, extraen casi medio litro de un golpe, por lo que al día siguiente su víctima se encuentra muy debilitada.
— Pero bebiendo mucha agua esa sangre se repondrá fácilmente.
— No, si son varios los vampiros que han atacado al mismo tiempo. Y hay que ser muy fuerte para conseguir recuperar las fuerzas cuanto te han atacado varias noches seguidas.
— ¿Por qué no me había hablado de esto?
— Porque no me lo preguntó.
— ¿Y cómo iba a preguntarle sobre algo sobre cuya existencia no tenía la más remota idea?
— Lo ignoro, pero desde el primer momento le advertí que nos adentraríamos en la región más peligrosa del planeta, y al fin y al cabo los vampiros no constituyen más que uno de tantos peligros. — El guaquero se encogió de hombros como si cuanto decía careciera de importancia—. Y le garantizo que el hecho de que le chupen un par de litros de sangre no es lo más grave que puede ocurrirle, a no ser que al mismo tiempo le inyecten la rabia.
— ¿La rabia…? — repitió su abatido acompañante con apenas un suspiro—. ¿Se refiere a la rabia de los perros?
— De los perros, los gatos, las vacas, los caballos, los jaguares, y sobre todo, de los miles de monos que habitan a orillas del Napo, y que constituyen la principal fuente de alimentación del puñetero «Desmodus Rotundus» de los cojones.
— Me niego a creerlo.
— Como quiera, pero un hermano de mi madre dedicó media vida a desmontar la selva con el fin de levantar una explotación ganadera cerca de Puyo, se gastó una fortuna importando las mejores vacas desde Estados Unidos, pero a los tres años esas malditas ratas voladoras le habían contagiado la rabia a todos sus animales.
— ¿Y qué hizo?
— Pegarse un tiro.
— ¿Por qué aquí todo lo solucionan por la tremenda? — se lamentó el Cantaclaro—. En mi país su tío se habría limitado a empezar de nuevo en otra parte.
— Porque aquí todo es tremendo… — intervino uno de los hombres de Galo Zambrano, un cholo que respondía al nombre de Arcadio y que hasta ese momento se había limitado a escuchar en silencio al igual que el resto de sus compañeros—. Estamos en la mitad del mundo, en el mismísimo corazón de la Cordillera Real, y por lo tanto tenemos las montañas más altas, las selvas más espesas, los ríos más caudalosos, los abismos más profundos e incluso los viejos más viejos. Mi abuelo ha cumplido más de cien años y aún trabaja en el campo todos los días.
— ¿Y a qué atribuye tanta longevidad?
— A que nació en mil ochocientos noventa y ocho — replicó con sorna el otro, aunque de inmediato cambió el tono—. ¡No! La verdad es que en mi pueblo todo el que no muere de accidente suele pasar del siglo en perfecto estado de salud. Constantemente nos visitan científicos de todo el mundo, pero aún no han conseguido determinar por qué razón casi nunca enfermamos.
— ¿Ni siquiera de rabia?
— De rabia sí, naturalmente — admitió el cholo—. Pero en mi pueblo no se suelen dar casos de rabia porque está a la orilla de una laguna, y los murciélagos que han cogido la rabia huyen del agua.
— ¡Curioso! ¿Está muy lejos su pueblo?
— A un día de marcha hacia el sur.
— Me gustaría visitarlo.
— ¡Será en otra ocasión…! — intervino Galo Zambrano dando por concluida la charla—. Ahora es tarde y mañana nos espera una jornada muy dura…
Probablemente el guaquero tenía razón y el día siguiente sería muy duro, pero lo que resultó evidente, es que aquélla fue, sin duda alguna, la noche más dura que había pasado Bruno Guinea en toda su vida.
Convertido en un rollito de primavera, incapacitado para mover un solo músculo y con las cañas, del grueso de un dedo, clavándosele en la espalda, se sentía como un difunto encajonado en un ataúd demasiado estrecho; un auténtico muerto viviente que ni siquiera conseguía respirar a pleno pulmón.
Docenas de mosquitos zumbaban junto a sus oídos, algunos le picaban sin que tuviera otra posibilidad de defenderse que restregarse la cara contra la estera, los ronquidos de sus compañeros de viaje le desvelaban, y el ulular del viento en el acantilado tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.
Evidentemente aquello era el infierno.
Ni fuego eterno, ni calderas de aceite hirviendo, ni hierros al rojo desgarrando la carne.
Bastaba con una simple estera y un millón de mosquitos sedientos de sangre.
A media noche abrigó el convencimiento de que acabaría por volverse loco.
Una hora después se encontraba al borde de un ataque de histeria.
Cuando llegó a la conclusión de que por más que lo intentara no lograría conciliar el sueño, giró sobre sí mismo en busca de la libertad.
Pocas cosas le habían hecho tan feliz en esta vida como sentarse junto al fuego pudiendo mover a su antojo los brazos y las piernas.
Respiró a pleno pulmón el humo espeso y maloliente de la hoguera de hojarasca y ramas húmedas, y permaneció largo rato observando con envidia a quienes roncaban pese a parecer auténticas momias que en lugar de en vendas de lino estuvieran envueltas en cañas.
El ser humano demostraba así, una vez más, su versatilidad y su capacidad de adaptación a cualquier medio, desde los desiertos a los polos, pasando por las ciudades, o por aquella desconcertante región en la que al parecer reinaba la más repugnante de las bestias voladoras.
Bruno Guinea no recordaba haber visto nunca un murciélago de cerca.
Los había visto volar, eso sí, en los atardeceres de verano, o cruzar bajo algún solitario farol en plena noche, pero a su memoria no acudía ninguna imagen que no fuera una inquietante fotografía o tal vez algún documental televisivo.
Abundaban en África, de eso estaba seguro, ya que formaban una parte muy importante de la iconografía propia de las películas de aventuras, pero siempre dio por sentado que se alimentaban de insectos o de frutas, sin que se le pasara por la mente la absurda idea de que algún día pudieran buscar su sangre.
Nunca, ni por lo más remoto, pero ahora se encontraba allí, sentado frente a una apestosa hoguera y sin conseguir descansar ni un instante a pesar de que le dolía cada centímetro del cuerpo y se encontraba agotado.
Cerró los ojos apenas unos minutos, pero en el momento de volver a abrirlos se encontró solo.
Buscó a su alrededor y no vio a nadie.
Ni personas, ni momias, ni árboles, ni hoguera, y por no ver no alcanzó a ver casi ni sus propias manos.
Tal como le ocurriera en sueños, pero ahora se sabía despierto, se había sumergido de improviso en un húmedo universo de algodón.
La niebla, la más espesa niebla que nadie hubiera sido nunca capaz de imaginar se había posado sobre la
Alta Amazonia como un gigantesco cisne blanco que extendiera sus alas de poniente a levante.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
No era miedo ni frío lo que experimentaba, sino una indescriptible sensación de irrealidad, puesto que últimamente le parecía estar viviendo una vida paralela de la que no consideraba protagonista, sino tan sólo testigo presencial sin derecho a voto.
El Bruno Guinea que permanecía allí sentado, poco o nada tenía que ver con el Bruno Guinea que se observaba a sí mismo desde lejos.
El desequilibrado dispuesto a pactar con Lucifer y que buscaba no sabía qué no sabía dónde, poco o nada tenía que ver con el equilibrado esposo cuyas únicas preocupaciones se limitaban a cumplir lo mejor que sabía con su trabajo.
Él no era él, y sin embargo seguía siéndolo.
En ocasiones le asaltaba la impresión de que se había convertido en la última víctima de la encefalía espongiforme, el tan traído y llevado «mal de las vacas locas» que al parecer convertía los cerebros en una especie de queso de gruyere con más sombras que luces, y más olvidos que recuerdos.
Desde el momento mismo en que el inquietante Damián Centeno le confesara que era el mismísimo Satanás en persona, su mente quedaba a ratos vacía, pero a ratos bullía con mil ideas que amenazaban con explotar como un gigantesco castillo de fuegos artificiales.
— Acojona, ¿no es cierto?
Giró el rostro hacia el punto en que había resonado el ronco vozarrón del gigantesco negro, que sorprendentemente se llamaba Rosario, que había tomado asiento a su lado, y del que apenas conseguía distinguir los contornos pese a que no se encontraba a más de un metro de distancia.
— Ya lo creo que acojona — replicó al poco—. Nunca vi nada igual.
— Ya lo he visto cientos de veces, pero aún no he conseguido acostumbrarme. Mi tierra es tierra de cristianos y estas cosas no ocurren.
— No es más que un fenómeno meteorológico. Simpies nubes.
— En Esmeraldas las nubes traen agua o traen sombra, y ambas son cosas que con aquel puto calor se agradecen. Pero aquí las nubes son como monstruos dotados de vida que van y vienen, suben y bajan y en cuanto te descuidas se apoderan de tu alma y te enloquecen arrojándote al abismo. — El llamado Rosario agitó una y otra vez su pesada cabeza pese a que tuviera la absoluta certeza, de que nadie podía verle—. ¡No! — insistió—. Aquí las nubes no son nubes, son una tremenda cabronada.
— Pero al menos ahuyentan a los mosquitos…
— señaló el Cantaclaro en un tono de voz que pretendía ser animoso—. Desde que ha hecho su aparición la niebla ya no me pican.
— ¡Si usted lo dice…! A mí jamás me han picado. Ni con niebla, ni sin ella.
— ¡Pues no sabe la suerte que tiene, porque a mí me martirizan! — le hizo notar su interlocutor—. Y confío en que ahuyente también a los murciélagos.
— ¡De eso nada! — fue la convencida respuesta—. Los muy hijos de la gran puta vuelan con la misma seguridad en la niebla que en las tinieblas. Al parecer al jodido radar que tienen en la orejas no le afectan la humedad ni los cortocircuitos.
— ¡Lástima!
— ¡Y que lo diga!
— ¿Le han atacado alguna vez?
— Alguna… Una noche, no lejos de aquí, me mordieron tres, y me dejaron tan «agьevoneado» que al día siguiente no tenía fuerzas ni para sacarme la picha. Me tuve que mear encima.
— ¿Y no notó nada?
— Ya le he dicho que me dejaron para los leones.
— Me refiero a cuando le mordieron. ¿No le despertaron?
— ¿Un vampiro? — se asombró el negro—. Tiene los dientes tan finos que ni te enteras. — El negro Rosario guardó unos instantes de silencio y por último añadió —: Que yo sepa nadie se ha despertado jamás en el momento en que le muerde un murciélago. Por eso son tan puñeteramente peligrosos.
— ¿Pretende hacerme creer que ahora mismo pueden estar por aquí, acechándonos y dispuestos a atacarnos?
— ¡Puede jugarse el cuello, amigo mío! — sentenció el esmeraldeño—. Puede jugarse el cuello. Están aquí y nos observan, pero tenga por seguro de que no se aproximarán hasta que nos hayamos dormido. Poseen una especie de sexto sentido que les avisa y no existe modo alguno de engañarles…
El día amaneció de un minuto al siguiente.
Y amaneció radiante.
Podría decirse que no existía en parte alguna un cielo tan refulgente como el de la Cordillera Real, y la tropa de Galo Zambrano se puso de inmediato en pie tan animada como si en lugar de haber pernoctado al aire libre y envueltos en una estera de cañas lo hubieran hecho en la cama de un hotel de cinco estrellas.
Los lugareños emprendieron muy de mañana el regreso a su mísera aldea mientras los guaqueros se ocupaban de seleccionar el material que llevarían consigo, dejando parte de las provisiones junto a la entrada del puente.
— ¿Y eso? — quiso saber de inmediato Bruno Guinea.
— ¿Y qué otra cosa podemos hacer? — fue la respuesta del ecuatoriano—. Los peones nunca quieren pasar de aquí, y no podemos cargar con todo. Cuando usted decida dónde nos vamos a quedar, mandaré a buscar el resto.
— ¿Y si lo roban?
— ¿Robar? — Se asombró el otro—. Aquí nadie roba nada, amigo mío. Entra dentro de lo posible que te maten, pero es muy improbable que te roben. Dejando a un lado el hecho de que resulta harto difícil que nadie más que nosotros cruce ese puente en los próximos quince años… ¿Qué tal se encuentra?
— ¡Hecho unos zorros…!
— Lo cierto es que tiene un aspecto de lo más cochambroso.
— Es que no he pegado un ojo en toda la noche. ¿No sería más lógico dormir en tiendas de campaña?
El guaquero comenzó a reír muy quedamente, pero su risa fue en aumento como si cuanto más meditara en lo que acababa de oír, más gracia le hiciera la en apariencia estúpida ocurrencia.
Al cabo de unos instantes, cuando consiguió calmarse ante la incómoda expresión de su acompañante, señaló:
— Por estos pagos no hay forma humana de cargar con una tienda de campaña, dejando a un lado de que de nada serviría, puesto que los murciélagos muerden atravesando la lona por gruesa que sea. Lo único que les detiene son estas cañas.
— No creo que consiga dormir jamás como un rollito de primavera — se lamentó el Cantaclaro—. Me produce claustrofobia.
— Pues vértigo y claustrofobia son los peores compañeros de viaje en este lugar y en este caso…
Como siempre, el ecuatoriano sabía muy bien de lo que hablaba puesto que apenas dos horas más tarde alcanzaron el borde de un precipicio del que resultaba imposible ver el fondo puesto que a unos seiscientos metros bajo ellos se extendía un mar de nubes que se perdía de vista en la distancia.
Tomó asiento, con los pies colgando sobre el abismo, y mientras pelaba con toda calma un plátano cuya piel lanzó al vacío, comentó con absoluta naturalidad:
— ¡Aquí la tiene…! La Caída del Infierno. El muro contra el que chocan todas las nubes de la cuenca amazónica y el espectáculo más grandioso que puede contemplarse en este mundo.
— Sí que lo es — se vio obligado a admitir el español.
— A nuestra espalda se alza el Roncador, que cuando se enfada hace que todo tiemble, a lo lejos aún se distingue la cima del Sangay y aquel de allá arriba es el Cayambe. Como puede comprobar, nos rodean nubes, selva, precipicios y volcanes… ¿Qué más se puede pedir?
— ¿Qué tal un buen techo y una cama? — aventuró con una leve sonrisa su interlocutor.
— ¡Eso lo puede tener cualquiera…! — fue la respuesta—. Pero para disfrutar de este paisaje es necesario ser alguien «muy especial» y tener los cojones bien puestos… — Le propinó un fuerte mordisco al plátano, y con lo que le quedaba en la mano señaló la siguiente colina al añadir —: Sobre todo cuando tengamos que pasar al otro lado.
— ¿Y eso por qué?
— Porque es terreno pedregoso, de matorral bajo, hierba alta y muchas cuevas en las que proliferan las vizcachas.
— ¿Qué es una vizcacha?
El guaquero se volvió a observarle con innegable desconcierto.
— ¿Me quiere hacer creer que nunca ha visto una vizcacha?
— Nunca.
— ¿Ni ha oído hablar de ellas? — Ante la nueva
negativa agitó una y otra vez la cabeza y por último añadió —: Es una especie de enorme conejillo de indias, de piel muy cara y bastante bueno para comer.
— ¿Y ataca?
— ¿Atacar? — se escandalizó el otro—. ¿A quién coño va a atacar un conejo de indias?
— ¿Y yo qué sé? — se lamentó Bruno Guinea, al que cada vez se le advertía más confundido—. Creí entenderle que tendríamos problemas al cruzar por la zona en la que habitan.
— ¡Sí, claro! Naturalmente que los tendremos. Y muchos.
— ¿Y a qué se debe, si por lo que dice no atacan?
— A que donde abundan las vizcachas, abundan las japutas, que se alimentan de ellas, y que como su mismo nombre indica, son las serpientes más venenosas y más «coño-e-madre» de toda esta maldita región.
— ¡Ya empezamos! Esto es como «salir de Guatemala para meterse en Guatepeor». Y no me repita que me lo advirtió, porque no pasa un solo día que no me venga con una historia más aterradora que la anterior… — Hizo un gesto hacia la colina—. ¿Y no podemos evitar pasar por ahí?
El ecuatoriano se limitó a negar con un leve ademán de cabeza:
— Al otro lado hay un precipicio de lo más puñete-ro. Ese es el único camino.
— ¿Para ir adonde?
— A ninguna parte. Usted quería conocer la alta amazonia, y aquí estamos. O avanzamos, o retrocedemos… ¡No hay más cera que la que arde! Se apoderó de una piedra y la lanzó para que trazara un arco y se precipitara cada vez más rápidamente hacia el mar de nu-
bes—. Y como comprenderá, por aquí no vamos a ninguna parte.
— Eso no se lo discute nadie… ¿Atacan esas serpientes?
— ¿Por qué cree que las llaman «japutas»?
— ¿Y son venenosas?
— Mortales.
— ¿Y qué piensa hacer?
— Cruzar.
— ¿Cómo?
— Con mucho cuidado y mucha sal.
— ¿Sal?
— Eso he dicho.
— ¿Acaso les gusta la sal?
— ¡No diga pendejadas! — se irritó Galo Zambrano que comenzaba a impacientarse—. ¿Dónde se ha visto que a una serpiente le guste la sal si en toda la Amazonia no existe ni un gramo de sal? — Se volvió a medias y le gritó a uno de sus hombres —: ¡Ramiro! ¡Trae la sal!
El llamado Ramiro, un indio amazónico de alta estatura y piel muy clara se aproximó de inmediato portando un saco de unos cinco kilos que colocó junto a su jefe, abriéndolo para mostrar que se encontraba efectivamente lleno hasta los bordes de sal gruesa.
El guaquero extrajo entonces del bolsillo un pañuelo, se anudó una punta al dedo meñique de la mano izquierda, lo extendió sobre una laja de piedra y lo llenó de sal. A continuación unió las tres puntas restantes y las aferró cerrando fuertemente el puño de tal forma que se convertía en una especie de bolsa que colgaba bajo su mano.
— Esto es lo que tiene que hacer — dijo—. Extender el brazo y llevar siempre el pañuelo por delante.
— ¿Y eso espanta a las japutas?
— ¡Ni de vaina!
— ¿Entonces?
— Cuando se tropiece con una serpiente como de metro y medio, grisáceas y con manchas negras, advertirá que se alza de inmediato sobre la cola en posición de ataque, y en ese momento, sin pensárselo dos veces, abra la mano y deje que el pañuelo caiga y la sal se derrame.
— ¿Y qué se consigue?
— Que la serpiente, que tiene unos reflejos muy rápidos, advertirá que algo que al recibir los rayos del sol lanza destellos brillantes se mueve ante sus ojos, por lo que creerá que la atacan y contraatacará en el acto.
— ¿Y…?
— Que cerrará con fuerza las mandíbulas esperando clavar los colmillos en un enemigo tangible, pero se encontrará con que las fosas nasales y la boca se le han llenado de algo desagradable e irritante que se le disuelve en la saliva, se le introduce por debajo de las glándulas venenosas y no sabe cómo expulsar.
— Supongo que lo escupirá.
— Supone mal, porque la mayoría de las serpientes, al igual que otros muchos animales, no poseen una lengua como la del ser humano, acostumbrada a escupir, por lo que la japuta suele salir echando leches con el rabo entre las piernas.
— Las serpientes no tienen piernas.
— ¡Más a mi favor!
— ¿Y a quién se le ocurrió ese truco?
— ¡Ni idea! Pero lo cierto es que ha salvado muchas vidas.
— No sé por qué, pero tengo la impresión de que me está tomando el pelo.
— Es muy libre de pensar lo que le apetezca, pero le aconsejo que si pretende llegar al otro lado de esa maldita colina, aguce el ojo y tengo la mano rápida.
Resultaba del todo punto curioso, y a decir verdad en cierto modo ridículo, ver avanzar a seis hombreto-nes hechos y derechos, muy despacio, mirando y remirando una y otra vez en todas direcciones y con un brazo alargado como si transportaran un apagado farol a plena luz del día.
Las vizcachas abundaban, eso era cierto, y prolife-raban en tal número que mataron a palos a tres de ellas, garantizándose la cena y el almuerzo del día siguiente, pero también fue cierto que el Cantaclaro no tuvo ocasión de distinguir ni tan siquiera la sombra de una serpiente, por lo que se quedó con la duda sobre si se había convertido o no en víctima de una pesada broma.
Cuando poco más tarde preguntó si no podría darse el caso de que las vizcachas que se estaban asando a fuego lento hubieran contraído la rabia, el negro Rosario le hizo notar que resultaba del todo imposible, puesto que desde poco antes de que se pusiese el sol se refugiaban en profundas madrigueras a las que ningún murciélago de este mundo tendría posibilidad de acceder.
El cholo Arcadio hizo un gesto hacia lo alto, indicando al grupo de cóndores que trazaban amplios círculos a más de mil metros sobre sus cabezas.
— Japutas y cóndores son sus únicos enemigos, o sea que coma sin miedo.
La carne era algo dura pero muy sabrosa, y estaban a punto de concluir lo que constituía a todas luces un auténtico banquete, cuando la niebla les invadió una vez más, como un sudario, y verla avanzar entre unos árboles a los que iba haciendo desaparecer como por arte de
magia impresionaba incluso a unos hombres que estaban desde siempre habituados a convivir con ella, puesto que en semejantes soledades, aquella densa bruma parecía convertirse en la dueña del mundo.
Arrebujados en sus ponchos y con los sombreros calados hasta las cejas, los seis hombres se mantuvieron inmóviles y en silencio, conscientes de que se habían convertido en rehenes de unas nubes que habían decidido trepar por las laderas de la cordillera y allí permanecerían hasta que les apeteciera retirarse como la marea de un caprichoso océano que no se atuviera a ningún tipo de horario.
Intentar avanzar un solo metro en semejantes condiciones significaba arriesgarse a una muerte segura, puesto que era aquella región de barranqueras y precipicios que se abrían sin previo aviso bajo los pies, tragándose al viajero.
Se habían convertido en ciegos en el corazón del Mar Blanco, y en la mente de todos estaba el recuerdo de que por culpa de aquella niebla y aquellos abismos habían muerto cuatro mil de los hombres que acompañaban a Francisco de Orellana, ya que sabían por experiencia que espadas, lanzas, ballestas, cascos y corazas se oxidaban en el lecho de los riachuelos que corrían a cientos de metros más abajo como mudos testigos de que allí se había librado una de las más desconocidas y crueles batallas de la historia.
Recostado en el tronco de un árbol y tiritando de frío, Bruno Guinea entendió al fin, en toda su magnitud, la controvertida teoría de que la mayor hazaña que fueron capaces de realizar quinientos años atrás los conquistadores españoles, no se centró en el hecho de derrotar con mayor o menor grado de astucia a los ejér-
citos enemigos, por muy poderosos que éstos llegaran a ser, sino en domeñar a la más hostil de las naturalezas a que ningún ser humano se hubiera enfrentado con anterioridad.
Resultaba evidente que murieron más valientes abriendo caminos que abriendo cabezas.
Y que se derrochó más coraje avanzando paso a paso y en silencio, que lanzándose a la carga gritando a voz en cuello.
Debieron quedar muchos más cadáveres en el cauce de los oscuros ríos, que en los luminosos campos de batalla.
Durante aquellas largas horas de obligada inactividad, el Cantaclaro trató de imaginar qué clase de pensamientos cruzarían por la mente del tuerto Orellana cuando tanto tiempo atrás tuviera que permanecer de igual modo recostado contra un árbol, viendo morir a su gente y sin tener la más remota idea de dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía.
Trató de imaginar de igual modo lo que significaría para quienes habían cruzado el océano en busca de rápidas victorias tener que permanecer durante más de un año en semejantes soledades, hambrientos y cubiertos de andrajos, por lo que llegó a la dolorosa conclusión de que los auténticos héroes no suelen ser aquellos de los que nos habla la historia, sino aquellos otros a los que por lo general la historia olvida.
Orellana perduraría, en efecto, en la memoria de unos pocos, e incluso un busto en su honor se alzaba en los jardines de un hotel quiteño, pero de casi cuatro mil de sus acompañantes nada más supo nadie, ni a nadie le importó que se apagaran en silencio tragados por la niebla.
Toda la noche llovió torrencialmente.
Y todo el amanecer.
Y la mañana entera.
A la niebla le sucedió una cortina de agua impenetrable, y en cuanto ésta cesó llegó de nuevo la niebla.
De la tierra ascendía un vaho denso, en cierto modo semejante al que se apodera de una sauna en los peores momentos, y por más que aguzara la vista a Bruno Guinea le resultaba imposible distinguir ni tan siquiera la punta de sus botas.
Cabría asegurar que se había quedado solo en mitad del universo, y únicamente la áspera tos del negro Rosario que resonaba de tanto en tanto a su derecha le mantenía en contacto con lo poco que debía subsistir de la especie humana.
Nadie hablaba.
A lo más que se podía aspirar era a maldecir en voz baja, o a inquirir airadamente cuánto tiempo más tendrían que esperar allí sentados.
La respuesta de Galo Zambrano era siempre la misma:
— La puerta está abierta. Márchate cuando quieras.
Ni una palabra más.
Pero ¿hacia dónde podrían dirigirse en mitad de una jungla cruzada por incontables precipicios?
Incluso el más ciego de los ciegos contaría con la ventaja de su experiencia en semejantes circunstancias, puesto que un ciego de nacimiento solía tener un oído y un sentido de la orientación que ninguno de aquellos seis desgraciados había conseguido desarrollar en tan corto espacio de tiempo.
El Cantaclaro evocó una vez más la extraña pesadilla en la que se veía inmerso en una montaña de algodón empapado del que surgían extrañas bestias que pretendían devorarle.
En cuestión de días había pasado a convertirse en dolorosa realidad.
Únicamente faltaban las bestias, aunque era más que probable que también se encontraran allí, aguardando el momento propicio.
Tal vez se tratara de una serpiente venenosa.
Tal vez de una anaconda que le devoraría en silencio.
Tal vez de un jaguar que le arrancaría el corazón de un certero zarpazo.
Tal vez de un murciélago vampiro que le inocularía la rabia.
Siendo aún un niño había visto a un perro morir de rabia, y se esforzó por regresar a sus tiempos de estudiante e intentar recordar cuánto sabía sobre los primeros síntomas de tan cruel enfermedad.
Resultó inútil puesto que tenía el cerebro tan reblandecido, húmedo y en blanco como el espeso manto de nubes que les envolvía por completo.
Agradeció la llegada de la lluvia, puesto que cuando no llovía el silencio se transformaba en un amenazante compañero.
Transcurrió un nuevo día.
Y una noche.
— ¡Volvamos! — dijo alguien.
— ¿Cómo?
— Volviendo.
— ¿Cruzando por la región de las japutas?
— Tal vez allí no haya niebla.
— Si ha llegado hasta aquí, también habrá llegado hasta allí.
— ¿Cómo podríamos saberlo?
— Avanzando a ciegas hasta que una de ellas nos muerda los cojones, aunque por lo general las serpientes no acostumbran a asomar la cabeza fuera de sus nidos cuando hay niebla.
— ¿Y eso por qué?
— Porque al parecer son bichos de sangre fría que necesitan calentarse al sol, pero yo no tengo la menor intención de ser el primero en ir a comprobarlo jugándome los huevos… — Se hizo una larga pausa y al final se escuchó irónica una pregunta —: ¿A quién le apetece ir por delante?
— ¡Dios misericordioso!
Bruno Guinea estuvo tentado de confesar a los allí presentes que no era cosa de Dios sino de un diabólico ser que se complacía en mantenerle muy quieto y con tiempo más que sobrado para reflexionar sobre lo que estaba sucediendo, y sobre lo cerca que se encontraba de dar el definitivo paso hacia una eterna condenación, pero se abstuvo de hacerlo.
Habían llegado al lugar indicado, la auténtica Caída al Infierno por no decir el infierno mismo, y quizá aquella desesperante inmovilidad, aquella desolación, y aquellos larguísimos períodos de dolorosos silencios, constituían la esencia del castigo que habría de sufrir durante los próximos mil años.
El Cantaclaro jamás había tenido necesidad de plantearse con anterioridad en qué consistían exactamente las torturas a que supuestamente se sometía a un condenado en cuanto pisaba las bóvedas del Averno, puesto que jamás había aceptado, ni remotamente, que pudiera existir tal Averno.
Pero ahora, recostado contra aquel chorreante árbol, «alguien» le estaba ofreciendo la oportunidad a su imaginación de volar tan lejos como quisiera.
Tal vez porque Satanás sabía muy bien que la imaginación hace sufrir a un ser humano de un modo mucho más intenso e insoportable de lo que físicamente puede llegar a sufrir.
Al igual que la imaginación vuela más aprisa que la luz, viaja más allá de los confines del universo, o crea utopías de todo punto irrealizables, es capaz de fabricar monstruos que hielan la sangre.
¿Quién en este mundo se había planteado seriamente en qué consiste la eterna condenación y qué se ocultaba detrás del «fuego eterno»?
¿O de la «eterna oscuridad»?
¿Y por qué no del «frío eterno»?
¿O el «eterno resplandor» que aturde y lacera la retina?
¿Qué decir del absoluto silencio en contrapartida a los «aullidos de desesperación y el crujir de dientes»?
Para Bruno Guinea todo ello continuaría siendo un absurdo a no ser por la incuestionable evidencia de que el Maligno se había cruzado una tarde en su camino.
Era como si de improviso tuviera que plantearse el futuro desde el punto de vista de haberse convertido inesperadamente en mujer, o en cualquier otro tipo de ser humano que muy poco tuviera que ver con su anterior forma de entender la existencia.
Llegó a la conclusión de que le hubiera resultado mucho más sencillo pasar de la noche a la mañana, de ser blanco a ser negro, que de ser agnóstico a tener que aceptar que efectivamente existían un cielo, y un infierno del que al parecer pretendían que muy pronto entrara a formar parte.
¿Qué podía pasar por la mente de un ciego de nacimiento que de improviso abriera los ojos para descubrir todas las formas y colores del universo?
Le vinieron a la mente las palabras de un enfermo terminal que una noche le aferró la mano para susurrar muy quedamente:
— La muerte siempre está demasiado lejos, hasta que está ya demasiado cerca.
Se había acostumbrado a vivir en continuo contacto con la muerte, pero el tipo de muerte que acechaba entre los jirones de niebla de aquel bosque en nada se parecía a la que solía rondar de amanecida por el tétrico Corredor de las Lágrimas.
Y probablemente se debía a que era esta una muerte que se encontraba a su modo de ver demasiado cerca.
La presentía aleteando a su alrededor, esperando paciente a que cerrara los ojos y bajara la guardia, confiada y segura de sí misma, con esa confianza que infundía el hecho indiscutible de haber vencido siempre en todas las batallas.
«Ven muerte tan escondida que no te sienta venir, porque el placer de morir no me vuelva a dar la vida.»
Jamás había compartido los sentimientos que al parecer Teresa de Jesús pretendía expresar en aquella frase.
Estaba de acuerdo en que llegara escondida, pero no con el hecho de que morir pudiera considerarse un placer, por muy convencida que la Santa de Ávila estuviera de que acudía a reunirse con su Creador,
Si ese Creador había querido que fuese un ser humano, lo lógico hubiera sido que tan cerca de él se sintiera como ser humano, antes que como ser espiritual.
¿Deliraba?
Sin duda alguna deliraba puesto que el lugar, el momento y las circunstancias invitaban a ello, y no conseguía evitar que su mente vagara descontroladamente como la espesa niebla que a ratos se apelmazaba en torno a una rama, y a ratos se deshilacliaba obligando a abrigar la falsa esperanza de que muy pronto acabaría por desaparecer.
Le venció el sueño.
Y le despertó una mano que le zarandeaba el hombro.
— ¡Eh, amigo…! ¡En marcha! Abrió los ojos para enfrentarse a la amplia sonrisa del negro Rosario que exclamó alborozado:
— ¡Al fin ha salido el puto sol!
Se dispuso a ponerse en pie pero se quedó muy quieto al advertir que la expresión del esmeraldeño cambiaba al observarse la palma de la mano:
— ¡Carajo…! — exclamó—. ¿Y esto?
Se la mostró enrojecida.
— ¡Jefe…! — exclamó al instante—. Al español le han mordido.
Bruno Guinea se volvió apenas, miró de reojo y palideció al advertir que por su hombro izquierdo se deslizaba un pequeño hilo de sangre.
— ¡Que Dios me ampare!
Galo Zambrano acudió de inmediato para arrodillarse y examinarle muy de cerca el lóbulo de la oreja.
— Es cierto… — admitió sin inmutarse apenas—. Aquí están las marcas de los colmillos.
— ¡Pero no he notado nada!
— ¡Naturalmente! Esos cabrones son muy listos; esperan a que su víctima se haya dormido, y al clavar los dientes inyectan un anestésico que al propio tiempo licua la sangre para poder absorberla con más facilidad. Por suerte no ha sido mucha… — añadió—. No creo que pase de medio litro. Coma algo, beba mucho y olvídese del tema.
— ¿Y la rabia?
— Al primer síntoma le pego un tiro y se acabó el problema.
— ¡No lo dirá en serio!
— Completamente. En donde nos encontramos la rabia no tiene cura y significa un peligro para todos… — El guaquero sonrió como un conejo al añadir —: Y créame si le aseguro que pegándole un tiro estaría haciéndole un favor.
El cholo Arcadio, que se había aproximado, agarró con fuerza la oreja del herido, la apretó casi hasta hacerle daño, estudió luego con especial detenimiento la diminuta costra que se le había quedado pegada a la yema de su dedo y por último sentenció muy serio:
— No tiene por qué preocuparse. Ha tenido suerte. Ese bicho no le ha inoculado ningún tipo de enfermedad.
— ¿Cómo lo sabe?
— Porque se trata de la mordedura típica del Señor de las Tinieblas, un murciélago muy pequeño y muy raro, pero que se caracteriza porque jamás transmite enfermedades.
— Y eso, ¿a qué se debe?
— ¿Y a mí qué me pregunta? Sólo sé lo que sé; lo que me contó mi padre y a mi padre se lo contó a su vez mi abuelo… El Señor de las Tinieblas es apenas mayor que un colibrí, habita en las cuevas más profundas de la zona más inaccesible de la Caída del Infierno, vive muchísimos años, y rara vez se deja ver. — Sonrió ampliamente—. Pero no se tiene noticias de un solo caso en que haya transmitido enfermedades.
El Cantaclaro permaneció un largo rato inmóvil, con la vista clavada en el rostro del cholo pero con el pensamiento muy lejos de allí, y al fin, como si le costara un enorme esfuerzo murmuró:
— Eso es lo que vengo buscando.
— ¿Cómo ha dicho?
— Que ése es, sin lugar a dudas, el animal que vengo buscando.
— ¿El Señor de las Tinieblas?
Asintió convencido.
— Un mamífero que se alimenta de sangre y que puede morder a un animal enfermo pero que no transmite la enfermedad, tiene que haber desarrollado sin duda una desconocida forma de autoprotección…
— ¿Y eso qué quiere decir? — inquirió un confundido Galo Zambrano.
— Que analizándolo se puede llegar a descubrir las características que le inmunizan.
— ¡Cinco mil dólares!
— Por cada uno que atrapemos vivo… — Bruno Guinea alzó el dedo en muda advertencia—. ¡Pero no intente engañarme…! Tienen que ser auténticos Señores de las Tinieblas. Los demás no me sirven.
Galo Zambrano extendió la mano en un ademán a todas luces tranquilizador.
— ¡No se preocupe! — dijo—. Por cinco mil dólares le traigo al Señor de las Tinieblas, a su padre, su abuelo, e incluso al fundador de la dinastía. Le juro por mis muertos que serán auténticos. ¿Los quiere machos o hembras?
— Cinco machos y cinco hembras serían perfectos.
— ¡De acuerdo! Sólo existe un problema.
— ¿Y es?
— Usted… — El guaquero sonrió maliciosamente al puntualizar —: Nosotros estamos acostumbrados a movernos por estas selvas, y sabemos cómo subir y bajar por los acantilados sin rompernos la crisma, pero si tenemos que cargar con un señorito de ciudad que además tiene vértigo, y perdone el atrevimiento, andaremos bastante jodidos…
— En eso estoy totalmente de acuerdo… — admitió de inmediato el Cantaclaro—. Ya me he dado cuenta de que aquí no soy más que un estorbo. ¿Qué es lo que propone?
— Que nos espere junto al puente, allí donde dejamos el grueso de las provisiones. Le arreglaremos una chabolita para que se sienta a salvo de los murciélagos, y se quedará tranquilito, leyendo un libro, hasta que regresemos con esos diez asquerosos chupasangre.
— No he traído ningún libro.
— Le puedo prestar «Yo, Claudio». ¿Lo ha leído?
— No.
— Es bueno. ¡Muy bueno! Yo diría que incluso apasionante.
«Yo, Claudio» era en verdad un libro muy bueno, «incluso apasionante», pese a lo cual Bruno Guinea raramente consiguió sumergirse por completo en su compleja trama, teniendo como tenía la mente puesta en otra parte.
Sentado durante largas horas a la puerta de un improvisado chamizo construido a base de ramas y cañas fuertemente entrelazadas, intentaba una y otra vez concentrarse en las intrigas palaciegas del astuto emperador y su promiscua esposa, pero una y otra vez su imaginación volaba lejos del libro e incluso del paisaje circundante, agobiado por la evidencia de que ya había dado el paso definitivo, y había caído por tanto en manos del Demonio.
Conocía el secreto.
Abrigaba la casi absoluta seguridad de que aquel diminuto y escurridizo Señor de las Tinieblas, era la bestia que venía buscando, y que probablemente analizando las misteriosas sustancias que componían su sangre, y que sin duda había ido desarrollando a través de miles de años de evolución, conseguiría aislar y sinterizar elementos que tuviesen las mismas características de curación, casi milagrosa, que contenía la cápsula que le salvara la vida a Leonor Acevedo un mes atrás.
¡Un mes!
Tan sólo había transcurrido un mes, y sin embargo en ocasiones le asaltaba la sensación de que toda su existencia anterior carecía de importancia frente al indescriptible cúmulo de acontecimientos que se habían precipitado a lo largo de treinta días, y que hubieran colmado de emociones la vida de cualquier ser humano.
Ningún teólogo que hubiera pasado cien años buscando la verdadera esencia del mal, habría conseguido llegar tan lejos como él había llegado, ni a conocer tan profundamente a Lucifer como él lo conocía.
Pero ¿en verdad lo conocía, o lo suyo no era más que mera presunción?
No era más que presunción sin duda alguna.
Cuatro charlas bajo otras tantas diferentes apariencias no bastaban — ni a él, ni a nadie — para averiguar qué era lo que en verdad se ocultaba bajo aquel ligero barniz de inofensivo aburrimiento.
Malvado y astuto, como sin duda tenía que ser el Ángel Negro que un aciago día se atrevió a enfrentarse al Supremo Creador, la imagen de sí mismo que había venido ofreciendo probablemente nada tenía que ver con su auténtica forma de ser.
En aquellos momentos Bruno Guinea lamentaba profundamente que su escasa o casi nula preparación religiosa, fruto de lo que siempre considero puro agnosticismo, aunque ahora se veía obligado a admitir que se aproximaba más bien al ateísmo, le impidiera enfrentarse a su enemigo con argumentos teológicos más sólidos de los que había ofrecido hasta el presente, lo que ciertamente le hubiera ayudado a desenmascarar sus verdaderas intenciones.
Cuando más meditaba sobre el Ángel Caído, más se convencía de que algo terrible maquinaba, pero, al fin y al cabo nada podía existir más terrible de lo que personalmente le sucedería a partir del momento en que diera al mundo la noticia de que había encontrado la fórmula de acabar con el peor de sus males.
Su único futuro sería ya la eterna condenación.
Durante aquellos días de obligada reflexión, se preguntó a menudo cuál sería la reacción de la comunidad científica internacional a partir del momento en que un desconocido saltara a la palestra asegurando que en la sangre de un murciélago hematófogo de las altas selvas ecuatorianas se ocultaba la solución a la más devastadora de las enfermedades.
Resultaba difícil de imaginar.
A la incredulidad sucedería el asombro en cuanto medio centenar de enfermos terminales reaccionaran tal como había reaccionado Leonor Acevedo, y docenas de auténticos muertos vivientes que agonizaban sin la más mínima esperanza de curación sacaran el pie que ya tenían en la tumba arrojando muy lejos sus blancos sudarios.
El deprimente y tétrico Corredor de las Lágrimas pasaría a convertirse en el Pasillo de las Risas, y la espeluznante mujer de la guadaña no volvería a pasearse a sus anchas por unas oscuras salas en las que no solía aspirarse más que dolor y desesperación.
No más noches de bajar las escaleras a sabiendas de que iba a enfrentarse a la ansiosa mirada de unos infelices moribundos que solicitaban su ayuda sin pronunciar palabra, y no más noches de rabia e impotencia al comprender que un pobre niño se marchaba sin tiempo de aprender a vivir, puesto que no estaba en su mano conseguir que sonriera por última vez.
No más hijos llorando su orfandad; no más padres con la mirada clavada en un muro preguntándose la sinrazón de tan amarga tragedia; no más hermanos agobiados por el peso de la culpa al plantearse si habían hecho cuanto estaba en su mano por salvar al ser querido.
¿Y todo eso a cambio de qué?
A cambio de la condenación eterna de un personaje anónimo que había pasado la mayor parte de su vidas encerrado en un cuartucho repleto de viejos legajos y desconchados microscopios.
Había algo que no encajaba, de eso estaba cada vez más seguro.
Faltaba alguna pieza, ciertamente importante, pero por más que la buscaba no alcanzaba ni siquiera a sospechar de qué pieza del rompecabezas se trataba.
Aquél era, evidentemente, el gran secreto que el Maligno ocultaba, pero empezaba a sospechar que ni siquiera pasándose media vida meditando sobre ello al borde de un abismo y a las puertas de un mísero chamizo en mitad de la jungla, encontraría las respuestas que buscaba.
A ratos llovía.
A ratos un sol de fuego abrasaba la tierra.
A ratos la más espesa de las nieblas acudía a visitarle.
En un par de ocasiones distinguió a un gigantesco y solitario cóndor girando sobre su cabeza probablemente observándole con mirada golosa.
Una mañana incluso consiguió atrapar a una imprudente vizcacha que parecía no haber encontrado mejor refugio que un rincón de la improvisada choza.
Pasó a convertirse en una especie de «paella con conejo al estilo andino» que le supo a gloria pese a que echara de menos el azafrán.
Luego, al tercer día, escuchó pasos en la espesura y al poco hizo su aparición el cholo Ollanta, el cuarto de los hombres de Galo Zambrano, y al que hasta el momentó Bruno Guinea no había oído pronunciar más de media docena de palabras.
Llegó, hizo un mudo gesto de salutación con la cabeza, tomó asiento junto al fuego y extendió las manos buscando calentarse, aunque casi de inmediato se concentró en observar una profunda herida que le sangraba en el antebrazo.
— ¿Qué le ha ocurrido? — quiso saber el Cantaclaro.
— Me mordió una japuta.
— ¡Santo cielo! ¿Y está tranquilo?
La respuesta tardó en llegar, y cuando lo hizo resultó sorprendente:
— No es que esté tranquilo — musitó—. Es que estoy muerto.
Lógicamente su interlocutor quedó tan perplejo que tardó más de un minuto en reaccionar.
— ¿Cómo ha dicho? — inquirió al fin.
— He dicho que estoy muerto. Hace ya más de tres horas que uno de esos malditos bichos surgió de entre los matorrales en una zona en la que se suponía que no debía estar, y me mordió aquí justo en la vena… — Era un hombre de corta estatura pero muy fornido que parecía estarse desinflando como un neumático atravesado por un clavo—. Y lo peor no es eso… — musitó en un tono de profunda tristeza—. Lo peor es que tengo una mujer y cuatro guaguas que alimentar. El mayor acaba de cumplir once años, y el menor aún gatea.
— Pero ¿por qué no lleva consigo un suero contra las serpientes?
— No hay suero que valga contra las japutas — fue la seca respuesta—. Te matan en cuestión de minutos…
— Acaba de asegurar que hace ya más de tres horas que le mordió.
— Y hace más de tres horas que estoy muerto… — El cholo Ollanta alzó los oscuros ojos, más tristes que nunca y añadió en un tono de voz que sonó absolutamente distinto —: ¿Es que aún no se ha dado cuenta de lo que ocurre?
Bruno Guinea advirtió que el corazón le daba un vuelco, por unos instantes creyó estar soñando, y por último le asaltó una especie de vahído que estuvo a punto de obligarle a vomitar.
Se esforzó por contener el temblor que se había apoderado de sus manos y por último susurró casi imperceptiblemente:
— ¿Quiere decir que está muerto… «muerto»?
— Completamente.
— ¿Y qué se ha introducido en su cuerpo?
— No encontré ningún otro por estas soledades?
— ¿Lo mató sólo por eso…? — se horrorizó el Cantaclaro—. Tenía cuatro hijos.
— ¡En absoluto! — pareció escandalizarse su interlocutor—. Salvo molestar a unos cuantos difuntos, este pobre infeliz no le había hecho mal a nadie. Ni siquiera era un posible «cliente», y ya en otra ocasión le he dicho que no tengo la más mínima influencia sobre la Muerte… — Sonrió apenas—. De hecho nos aborrecemos desde hace milenios.
— Debo estar alucinando.
— ¡No! No se haga ilusiones… — El cholo hizo un gesto a su alrededor como si pretendiera que observara el paisaje con mayor atención—. Está aquí, lejos del mundo, al borde de un precipicio, en mitad de la selva y sentado frente a quien se ha convertido ya en su dueño.
— Aún no es mi dueño.
— Lo soy.
El Cantaclaro negó una y otra vez con firmeza: — No lo será hasta que tenga la absoluta seguridad de que el cáncer ha sido vencido en todas sus facetas.
— En eso estoy de acuerdo… — admitió su oponente colocando las manos directamente sobre un fuego que no parecía afectarle en lo más mínimo—. Pero también estará de acuerdo conmigo en que ahora que conoce el remedio no será capaz de guardar el secreto. Pronto o tarde, más bien pronto a mi modo de ver, lo hará público, y a partir de ese instante su alma me pertenecerá.
-¿Mi alma y qué más?
— ¿Qué más? — fingió sorprenderse el difunto Ollanta—. ¿Acaso posee algo más valioso que su alma? No hay nada que valga más que el alma y lo sabe.
— Lo sé… — admitió Bruno Guinea—. No hay nada más valioso que el alma, pero estoy convencido de que no es eso lo que busca.
— ¿Y qué otras cosas podría buscar? ¿Riquezas…? ¿Honores…? ¿Poder…? — El cholo dejó escapar una corta carcajada al puntualizar —: ¿Acaso olvida que en realidad soy quien concede tales dones a quienes me adoran? ¡No se pase de listo! Yo únicamente me alimento de almas, y la suya se me antoja un bocado muy especial…
— ¿Por qué?
— Porque presumía de ser como una roca inatacable y me ha divertido enormemente ver cómo se iba agrietando hasta resquebrajarse y amenazar con estallar de un momento a otro. — Chasqueó la lengua en un gesto que denotaba un cierto entusiasmo—. ¡Me encanta ese tipo de retos! — concluyó.
— Triste victoria si el precio es tan exorbitantemente alto y el premio tan ridiculamente bajo.
El difunto Ollanta, que a cada minuto que pasaba tenía más aspecto de auténtico cadáver alzó la mano y apuntó directamente con el dedo a su confundido interlocutor al señalar:
— Yo soy el único, y admito que en eso me asemejo bastante a los humanos, que puede decidir qué premio desea recibir. Sé de miles de hombres que renunciaron a todo por culpa de una mujer, y de otros que renunciaron al amor por el estúpido placer de sentirse poderosos pese a que la soledad de ese poder les amargase. Algunos incluso me ofrecieron su alma a cambio de que la historia de la literatura les dedicase unas líneas.
— ¿Fue Bram Stoker uno de ellos?
— ¿Quién?
— Bram Stoker, el autor de «Drácula».
— No, que yo recuerde… — replicó el otro un tanto confundido—. ¿Ya qué viene esa pregunta?
— A que durante estos días he estado meditando en el hecho de que resulta muy significativo que Bram Stoker escribiera sobre un hombre que alcanza una especie de inmortalidad convirtiéndose en murciélago de hábitos nocturnos, que se alimenta de la sangre de sus víctimas, y que luego esas víctimas se convierten a su vez en vampiros que atacan a otros seres humanos… — observó al Maligno con profunda atención al inquirir no sin cierta ironía —: ¿No se le antoja demasiado casual?
— ¿Acaso cree que tengo algo que ver con todo eso?
— ¿Por qué no? La leyenda de Drácula siempre ha tenido connotaciones sobrenaturales y digamos que abiertamente demoníacas.
El cadáver, si es que en realidad era un cadáver, apartó las manos del fuego, se rascó la desgreñada melena y tras meditar unos instantes, agitó una y otra vez la cabeza como si todo aquello le fastidiara en extremo.
— No sé por qué razón siempre tienen que involucrarme en todo cuanto se refiere a algún tipo de maldad — sentenció—. El ser humano es ya de por sí bastante retorcido como para que necesite mi ayuda, y la inmensa mayoría de la gente que hace cosas terribles se las arregla muy bien sin mí, que además, y como ya le he remarcado demasiadas veces, no puedo obligar a nadie a hacer nada que no quiera hacer.
— ¡Lo sé! Fue el primer defensor de libre albedrío.
— Y continúo siéndolo. Si no hubiera defendido ante todo el libre albedrío, y me hubiera limitado a aceptar humildemente el principio de la predestinación, mis culpas tendrían que caer sobre quien había decidido de antemano que me rebelara contra mi creador… — O llanta, o Lucifer, o quien quiera que fuese quien se sentaba junto al fuego, lanzó un profundo resoplido al insistir —: Supongo que lo que probablemente ocurrió es que ese tal Bram Stoker había oído hablar de que en algún lugar de Sudamérica existían unos murciélagos que se alimentaban de sangre, y que cuando mordían a alguien, la víctima mordía a su vez a otros. Pero eso no ocurría porque los agredidos se convirtieran a su vez en vampiros, sino porque les habían inoculado la rabia, y ya se sabe que todo animal rabioso, sea hombre, perro, caballo o rata, muerde a su vez.
— Suena bastante lógico.
— Es que parece lógico que esa historia le diera la idea para una novela, pero como no conocía la región del mundo en que vivían los murciélagos, y por otro lado había oído hablar de un conde rumano de apellido Drakul, famoso por el salvajismo de sus innumerables crímenes, probablemente decidió trasladar el escenario de su novela a un sombrío castillo de los Cárpatos, lo cual resultaba mucho más práctico y estre-mecedor.
— Se entiende que para un escritor irlandés de finales del siglo XIX, las selvas americanas debían ser un lugar demasiado lejano, luminoso y exótico, mientras que el corazón de la vieja Europa estaba al alcance de la mano — admitió Bruno Guinea.
— Al igual que un gran número de novelas de aquellos tiempos, «Drácula» está basada en leyendas contadas por alguien que ha oído campanas, pero no sabe exactamente dónde — le hizo notar su interlocutor—. Si se fija, la historia del «hombre lobo» es muy semejante: un lobo, muerde a un hombre al que transmite la rabia convirtiéndole automáticamente en alguien que muerde a su vez. Al cabo de un tiempo la fantasía popular lo convierte en un hombre lobo pese a que en realidad no es más que un pobre enfermo.
— ¿En ese caso el conde Drácula está ya en el infierno?
— Supongo que de estar, no estaría por vampiro, sino por empalador y asesino sanguinario, pero lo cierto es que el infierno no es el lugar que le corresponde.
— ¿Y eso por qué? — quiso saber el Cantaclaro.
— Porque era un loco que no tenía responsabilidad sobre sus actos. ¿O acaso cree que la justicia divina es peor que la humana? Cuando un juez considera que el estado mental de un reo le impide distinguir el bien del mal, ni lo ejecuta, ni lo envía a la cárcel. Se limita a internarlo en un manicomio. De igual modo, cuando un psicópata incurable muere, resultaría injusto que me dedicara a martirizarle por el resto de la eternidad. No es más que un error de la naturaleza, y como tal debe ser tratado.
— ¿Quiere decir que quien lo creó asume su parte de culpa…? — quiso saber su sorprendido oponente que por enésima vez parecía no dar crédito a lo que estaba oyendo.
— Sería un modo, bastante sofisticado, de decirlo — admitió su interlocutor encogiéndose de hombros—. La línea que separa el bien y el mal, ni es totalmente recta, ni suele estar delimitada con la necesaria nitidez. Con frecuencia yo mismo no sé qué actitud adoptar con respecto a determinados hechos.
— Creo que no le entiendo… — replicó en un arranque de sinceridad Bruno Guinea—. ¡Es más…! Estoy seguro de que no entiendo nada en absoluto. ¿Cómo es posible que la más pura esencia del Mal, y al que es de suponer que por algo llaman el Maligno, abrigue algún tipo de dudas sobre lo que está bien o está mal?
— Porque a lo largo del devenir de la historia he descubierto que el bien y el mal se encuentran interconectados hasta el punto de que llega un momento en que no tengo muy claro si me conviene más inclinarme de un lado o del otro.
— Sigo sin entenderlo.
— Le daré un ejemplo bastante pedestre… — musitó el cholo Ollanta, o lo que quedaba de él, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Imagínese por un momento que yo, como esencia del mal, hubiera alentado a aquel bárbaro de Drakul para que continuara empalando a infelices hasta que entre sus víctimas se encontrara un bisabuelo de Adolf Hitler. Lógicamente, en ese caso éste nunca hubiera nacido, con lo que se habría evitado a la humanidad un mal infinitamente mayor. E imagínese de igual modo que «el Espíritu del Bien» impulsara a un transeúnte a lanzarse al río a salvar a una pobre muchacha que se estaba ahogando. Y esa muchacha acabara convirtiéndose en la madre de Hitler…
— No me vale el ejemplo… — protestó de inmediato el Cantaclaro—. Nadie puede predecir qué es…
— ¡Yo sí debería poder…! — fue la rápida respuesta—. Si, como se asegura, la eterna confrontación entre el Bien y el Mal está equilibrada, lo justo sería que yo también conociese el futuro, pero no es así, y por lo tanto lucho siempre en inferioridad de condiciones.
— Pues resulta evidente que está consiguiendo notables victorias.
— Con gran esfuerzo y gracias a la desidia de mis enemigos que lo tienen todo en sus manos para conseguir un mundo perfecto pero permiten que se convierta en lo que es.
— ¡Extraña conversación! — no pudo por menos que reconocer Bruno Guinea—. Extraña y reveladora, sobre todo teniendo en cuenta que la estoy manteniendo con un difunto, pero lo que no me ha aclarado es a qué lugar van a parar las almas de esos locos que por lo visto no tienen cabida en el infierno, y supongo que mucho menos en el cielo.
— Mueren.
— ¿Cómo ha dicho?
— He dicho que mueren.
— ¡Pero eso no es posible! Se supone que todas las almas son inmortales.
— Ésas no. Son un error de la naturaleza y constituyen un peligro puesto que incluso como almas resultan incontrolables. Visto que no se les puede castigar, y mucho menos premiar, se las obliga a volatilizarse.
— ¡A mí todo esto acabará por volverme loco! — fue la sentida protesta—. En menos de un mes, todos los esquemas que tenía del mundo han saltado por los aires… — Un chasquido de los dedos evidenció gráficamente lo que pretendía decir—. Se han «volatilizado» y empiezo a temer que mi cerebro no está capacitado para asimilar conceptos tan distintos.
— No se preocupe… — le tranquilizó el Maligno—. Lo está. Si algo he aprendido a través de los milenios, es a admirar la prodigiosa complejidad del cerebro humano y su portentosa capacidad para adaptarse a cualquier cambio. Ésa sí que es una verdadera obra de arte, y por ello siempre he estado en contra de quienes la menosprecian y pretenden encorsetarla.
— ¿Pretende asegurar con eso que «la otra parte» la menosprecia?
— ¡No le quepa la menor duda! Si no fuera por mí, que incito a los humanos a hacer el mal, en poco se diferenciarían de una vaca o una oveja.
— Los lobos hacen el mal.
— ¡Se equivoca! Actúan únicamente por instinto. Matan porque necesitan comer, no por maldad. Sin embargo yo puedo conseguir que los hombres hagan cosas verdaderamente terribles por el simple placer de hacerlas.
— ¿Y eso le enorgullece?
— Es mi obligación.
— Eso significa que alguien «encorsetó» su cerebro encaminándolo en una única dirección.
— ¿Y acaso imagina que no lo sé…? ¿Y que no me rebelo contra ello?
— Quizá la mejor manera de rebelarse sería hacer algo totalmente diferente; algo opuesto a aquello para lo que siempre ha estado programado.
— ¿Como qué?
— Como el bien. La máxima rebelión posible en el Maligno se concretaría, a mi modo de ver, en procurarle a la especie humana el mayor bien que en estos momentos pudiera desear.
— ¿El fin del cáncer…?
— ¿Por qué no?
— ¿E imagina que ésas son mis auténticas razones?
— Me gustaría imaginarlo. Si lleva milenios comportándose de una forma que le ha llevado siempre al mismo punto, la auténtica «rebelión» se concretaría en actuar de forma totalmente diferente.
— No cabe duda de que sería en verdad magnífico, pero por desgracia es algo que está en contra de mi naturaleza… — El cholo Ollanta se puso en pie y lanzó un profundo suspiro con el que pretendía demostrar su cansancio o su hastío—. Tal vez algún día, dentro de muchos miles de años, consideren que he pagado mis culpas y me permitan cambiar, pero de momento no lo veo posible…
Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies y casi tambaleándose para perderse de vista entre la bruma que empezaba a adueñarse una vez más del paisaje.
Transcurrieron otros dos días de soledad, niebla y disentería.
Dos días más para recapacitar sobre cuanto estaba ocurriendo, y sobre cómo la cruel e inevitable trampa se iba cerrando en torno suyo, puesto que Bruno Guinea se veía obligado a admitir que la apreciación del difunto Ollanta había sido acertada, ya que se sentía incapaz de guardar eternamente un secreto que sin duda significaría la salvación para millones de enfermos desahuciados.
Le constaba que acababa de dejar atrás el punto sin retorno, y que de ahora en adelante su vida se deslizaría vertiginosamente por un agridulce tobogán, en el que la innegable satisfacción que experimentaría al comprender que estaba haciendo tanto bien a tantos infelices, iría unida indefectiblemente a la amargura de saber que personalmente se enfrentaba al peor de los destinos.
Le vino a la mente una inscripción que leyera durante su viaje de novios sobre la puerta de la Prisión de los Plomos en Venecia: CONCLUYE AQUÍ TODA ESPERANZA.
Si por aquel entonces se le antojó lo más terrible que nadie había escrito nunca, ahora cabía considerarlo casi como una broma, puesto resultaba evidente que a cuantos reos encerraron durante siglos en aquel temible presidio les quedaba una remota posibilidad de sobrevivir, o en el peor de los casos la posibilidad de alcanzar el perdón en la otra vida, mientras que a él, ni ésta, ni la otra vida, le ofrecían ya esperanza alguna.
Por si tamaño pesar interior no bastara para amargarle por completo la existencia, unas incontenibles y dolorosas diarreas le estaban colocando al límite de sus escasas fuerzas.
El Cantaclaro había sido siempre un hombre de ciudad, incapaz incluso de beber el agua que salía directamente del grifo, y abandonado a su suerte como le habían dejado en un remoto rincón de la Alta Amazonia, se sentía tan vulnerable como un perro perdido en mitad de una autopista.
Los mosquitos le asediaban, los murciélagos le aterrorizaban, y a cada instante temía que una de aquellas letales japutas surgiera de entre la espesura y le enviara, en cuestión de minutos, a hacer compañía al infeliz Ollanta.
¿Valía la pena sacrificarse de aquel modo?
Una y otra vez rechazó hacerse a sí mismo semejante demanda, no porque se sintiera incapaz de encontrar respuesta, sino porque abrigaba la absoluta convicción de que se trataba ya de una pregunta inútil.
La suerte estaba echada.
Había cruzado el Rubicón.
La batalla estaba ganada y perdida al propio tiempo.
Ganada por todos; perdida por él.
Se encerró en la choza para sumirse una vez más en un profundo sopor del que tan sólo le sacó al fin la suave voz del guaquero:
— ¡Aquí los tiene!
Los observó encerrados en toscas jaulas de caña y se dijo a sí mismo que jamás había contemplado tan de cerca bestias tan repugnantes.
— Ponen los pelos de punta — musitó apenas.
— ¡Pues imagíneselos chillando y revoloteando en el interior de una cueva, y rodeados por miles de congéneres de los que sí transmiten la rabia y que no paraban de jodernos…! — Galo Zambrano lanzó un sonoro gruñido—. Le garantizo que jamás las he pasado más putas y que nos hemos ganado a peso hasta el último centavo.
— Le creo.
— Y lo peor es que el pobre Ollanta ha muerto. Encontramos su cuerpo entre unas matas. Le mordió una japuta.
— ¡Lo lamento! Lo lamento en el alma.
— Era un buen hombre, y aún no entiendo cómo diablos se dejó sorprender.
— ¿Dónde está?
— Donde murió.
— ¿Lo enterraron?
— Es lo menos que podíamos hacer por él, y supongo que le dará igual descansar aquí que en su pueblo.
— ¿Tenía familia?:
— Mujer y cuatro mocosos, pero no se preocupe, les haré llegar la parte del dinero que le corresponde, y con eso podrán sobrevivir una temporada.
— Facilíteme su dirección y me ocuparé de que nunca les falte de nada — señaló Bruno Guinea—. Aún no puedo explicárselo, pero estoy convencido de que ha dado la vida por algo de suma importancia. Estos bichos pueden significar mucho para la ciencia.
— ¿Los necesita vivos?
— ¡Naturalmente!
— Pues usted verá cómo se las arregla… — le hizo notar el guaquero en tono pesimista—. Mi impresión es de que no soportan el cautiverio, y que desde luego no sobrevivirán al frío de los páramos. Aparte de que necesitan su diaria dosis de sangre fresca.
— ¡No me joda!
— Nada más lejos de mi ánimo, pero apenas llevan dos días encerrados y ya los noto chuchurríos y como deslavazados.
— ¿Qué me propone?
— Regresar cuanto antes al pueblo, encerrarlos en una cueva y proporcionarles perros, cerdos o cabras con los que alimentarse, porque puede jurar por sus muertos que no volveremos a cazarlos por ningún dinero del mundo.
— Y que lo digas… — intervino en tono de profundo malhumor el negro Rosario que parecía haber adelgazado diez kilos en tan pocos días—. Es el trabajo más repugnante a que me he enfrentado nunca, y eso que llevo desenterradas más de cuarenta putas momias…
Emplearon el tiempo justo en comer frugalmente guardar en la destartalada choza todo cuanto no valía la pena llevarse pero que podría servirle para algo a «algún loco que algún día se le ocurriera pasar por allí», y apeñas una hora más tarde se encontraban cruzando el puente con el consiguiente pánico por parte del Cantaclaro.
De nuevo en la diminuta aldea, y a falta de una cueva apropiada decidieron soltar a los murciélagos en la vieja iglesia abandonada no sin antes haber sellado bien todos aquellos resquicios por los que pudieran escapar, proporcionándoles como alimento un rollizo cerdo y dos perros vagabundos que se pasaron gran parte de la noche aullando.
Resultaba difícil conciliar el sueño a sabiendas de que en cuanto dejaran de ladrar y se durmieran caerían en manos de las repelentes bestezuelas, pero era tanto el cansancio y la tensión acumulada, que ni siquiera tan lúgubres lamentos consiguieron mantener despierto al agotado Bruno Guinea.
A la mañana siguiente en el sucio suelo de la vieja iglesia se distinguían varias manchas de sangre, y el más flaco de los perros parecía incapaz de mantenerse en pie.
— Este infeliz no aguanta otro asalto… — sentenció convencido el cholo Arcadio, pero tras observar con detenimiento al gorrino, añadió convencido —: Sin embargo al jodio marrano ni siquiera lo han tocado.
— ¿Y a qué lo atribuye?
— A que se olió la tostada y no llegó a dormirse, o a que tiene la piel demasiado gruesa… — Rió divertido al añadir —: O tal vez se deba al hecho de que esos asquerosos bicharracos son musulmanes y tienen prohibido comer cerdo.
— ¿Qué piensa hacer ahora? — quiso saber Galo Zambrano cuando se encontraron de nuevo en la gran plaza exterior por la que corría un viento frío.
— Volver a Quito y regresar el material que necesito para trabajar aquí, ya que al parecer no puedo sacar de su habitat a los murciélagos.
— Vivos, no, desde luego… — insistió una vez más el ecuatoriano—. No me considero en absoluto un experto en fauna salvaje, pero ese «Señor de las Tinieblas» da la impresión de ser un animalejo extremadamente delicado… — Chasqueó la lengua como si con ello reafirmase su aserto al concluir —: Si tan sólo sobrevive en esta región del planeta por algo será, digo yo.
— Suena bastante lógico.
— ¿Realmente cree que es el bicho que andaba buscando?
— Estoy convencido.
— ¿Y para qué sirve?
— Lo verá en su momento… — fue la evasiva respuesta—. Ahora lo que importa es que sus hombres se queden aquí, cuidándolos, y usted me acompañe a Quito. Les seguiré pagando el precio convenido: mil dólares diarios.
— ¿Sin tener que volver a la selva? — se asombró el otro—. Se van a poner muy contentos…
— Me alegro por ellos, pero el trato únicamente es válido si los bichos siguen vivos.
— Le garantizo que lo estarán aun a costa de su propia sangre… ¿Cuándo quiere partir?
— Ya.
El viaje de regreso fue tan duro y fatigoso como el de ida, pero en esta ocasión Bruno Guinea parecía espoleado por una prisa que parecía a punto de obligarle a expulsar el corazón por la boca a cada paso, por lo que el guaquero se vio en la obligación de aplacar sus ímpetus haciéndole comprender que de nada serviría que se quedase «tieso como un ajo» en mitad del páramo.
— Quito lleva miles de años en el mismo lugar… — dijo—. No va a moverse. Ni esos sucios bicharracos tampoco…
Traspasaron el umbral del hotel muy entrada la noche, y tras unas cortas horas de inquieto descanso, Bruno Guinea invitó a comer a doña Cecilia Prados de Villanueva, y en cuanto la tuvo enfrente le espetó sin más preámbulos:
— Necesito ayuda. Mucha ayuda.
— ¿Qué clase de ayuda? — quiso saber la desconcertada gorda.
— Toda la que puedan prestarme… — La observó con extraña fijeza para inquirir en voz baja —: ¿Es usted capaz de guardar un secreto?
— No lo sé… — fue la sincera y en cierto modo humorística respuesta—. Aún no he guardado ninguno.
— Le estoy hablando en serio.
— Lo supongo, puesto que le noto tremendamente alterado. ¿Qué es lo que pretende que haga ahora?
— Dígame antes qué es, según usted, el cáncer.
La oronda vicerrectora pareció sorprenderse por una pregunta que evidentemente no venía a cuento en aquel lugar y aquellas circunstancias, meditó unos instantes, y por último, como si evitara comprometerse en exceso, replicó:
— Nunca he creído que el cáncer sea algo único y específico. Creo más bien que se trata de una denominación común para un sinnúmero de alteraciones genéticas capaces de adoptar aspectos muy diferentes. Por eso nunca me atrevería a definirlo sin miedo a cometer un error.
— ¿Y si yo le dijera que creo que he encontrado un elemento que puede anular la inmensa mayoría de dichas alteraciones genéticas impidiendo que se desarrollen descontroladamente?
— Le respondería que, o está completamente loco, o ha hecho el mayor descubrimiento científico de todos los tiempos.
— ¿Tengo aspecto de loco?
— Sinceramente… sí — fue la inmediata respuesta—. Alguien que se interna en la Alta Amazonia en compañía de un grupo de facinerosos sin saber qué es lo que en realidad anda buscando tiene que estar rematadamente loco.
— Ahora que conozco la Alta Amazonia debo admitir que tiene toda la razón — replicó el Cantaclaro seguro de lo que decía—. Pero mi mejor defensa estriba en alegar que creo haber encontrado lo que andaba buscando.
Doña Cecilia Prados de Villanueva lanzó un sonoro reniego, como si se encontrara a punto de estallar en un ataque de ira al exclamar fuera de sí.
— Pero ¿cómo carajo puede saberlo si ni siquiera sabía qué era lo que andaba buscando? — masculló—. ¡No me fastidie, que me está poniendo nerviosa!
— ¡No, por Dios! — suplicó encarecidamente su interlocutor—. No se ponga nerviosa… Ahora puedo confesarle que verdaderamente tenía una ligera idea acerca de lo que buscaba.
— ¿Y es…?
— ¿Me guardará el secreto?
— No estoy del todo segura.
— Al menos es sincera.
— Siempre lo he sido, de modo que lo mejor que puede hacer es proporcionarme una parte de la información, pero no toda.
— Difícil me lo pone.
— Más bien por el contrario… — le hizo notar su interlocutora—. Le estoy ofreciendo la oportunidad de que invente una mentira con los suficientes elementos de autenticidad como para que pueda creérmela aun a sabiendas de que no es del todo cierta… ¿Entiende lo que quiero decir?
— Más o menos.
— Adelante entonces.
Bruno Guinea meditó con la vista perdida en el vacío mientras su oponente le observaba al tiempo que devoraba un enorme plato de cebiche, y por último señaló:
— Imagínese que en ese maldito lugar existiese un tipo de sanguijuela que se alimentara únicamente de sangre, pero que por muy contaminada que estuviera dicha sangre, nunca enfermara. Es más, cuando la expulsa, esa misma sangre aparece ya completamente limpia.
— Durante siglos las sanguijuelas se han utilizado para sangrar a los enfermos, pero nunca oí decir que purifiquen de ese modo la sangre.
— Éstas lo hacen.
— ¿Está seguro?
— Bastante seguro.
— Aunque así sea, que en verdad me cuesta admitirlo… — razonó sin perder en esta ocasión la calma doña Cecilia—. ¿Qué tiene eso que ver con impedir las alteraciones genéticas que provocan la aparición de un cáncer?
— Mucho, puesto que la sangre que devuelve es tan fuerte y se ha inmunizado a tal punto, que a mi modo de ver contiene proteínas capaces de atacar y destruir a las células cancerígenas.
— A mi modo de ver científicamente resulta inadmisible.
— La historia de la medicina nos enseña que muchas de las cosas que en un tiempo se consideraron científicamente inadmisibles acabaron por convertirse en verdades incuestionables. El problema de las infecciones puerperales sin ir más lejos.
— No es lo mismo.
— Nada nunca es exactamente lo mismo… — puntualizó quisquilloso Bruno Guinea—. Pero ¿qué ocurriría si lo que le estoy contando tuviera, aunque fuera muy remotamente, una base cierta?
— Que le besaría los pies aunque necesitara una grúa para volver a levantarme.
— Me conformaría con que me besara la frente, pero haga un acto de profunda fe y acepte, aunque tan sólo sea en un instante de enajenación mental, que lo que le propongo tiene unos ciertos visos de realidad… ¿Qué haría a continuación?
— Llevarle en volandas a casa de Horacio Guayas.
— ¿Quién es?
— El platanero más rico del país, lo que ya es decir mucho.
— ¿Cree que nos ayudará?
— Está desahuciado.
— ¿Cáncer?
— Leucemia mieloide crónica que se ha vuelto resistente al tratamiento con Interferón alfa, por lo que mi impresión es que le queda ya muy poco tiempo de vida… Si existe una remota posibilidad de que esté en lo cierto, Horacio le dará cuanto pida aunque para él sea ya demasiado tarde.
— ¿Cuándo podríamos verle?
— En cuanto terminemos de comer. Me consta que en su estado actual jamás sale de casa.
Horacio Guayas vivía, o más justo sería decir, agonizaba, en un gigantesco palacio incaico enclavado a poco más de media hora de Quito, al pie del volcán más alto del mundo: el Cotopaxi.
Los gruesos muros de piedra negra en los que aún se distinguían las hornacinas que antaño ocuparan los antiquísimos dioses de sus antepasados, conformaban un conjunto armónico de una belleza impactante, entremezclándose con gigantescos ventanales que se abrían hacia paisajes que más parecían postales coloreadas que auténtica realidad.
Las estancias eran muy amplias, con escasos muebles elegidos con un gusto exquisito, y podría decirse que cada cuadro había sido pintado siglos atrás con el único fin de que adornara algún día una de aquellas severas y vetustas paredes.
Su propietario, pequeño y demacrado, presentaba el cómico aspecto de un niño que hubiera decidido enfundarse en un viejo traje de su padre, puesto que resultaba evidente que aquel prodigioso caserón se le había quedado de improviso demasiado grande, aunque aún perduraba algo en sus ojos y en la firmeza de su mentón, que evidenciaba que hasta no hacía mucho tiempo había sido un hombre de fuerte carácter y en cierto modo carismática personalidad.
Recibió a los inesperados visitantes con educada amabilidad pero evidente desgana, y permaneció prácticamente hundido en un rincón de un blanco sofá, casi sin pestañear apenas, hasta que la mantecosa recién llegada concluyó la exposición de los motivos que les habían llevado hasta allí.
Únicamente entonces se volvió a observar con especial detenimiento a Bruno Guinea, para acabar con inquirir en tono monocorde:
— ¿De modo que está convencido de haber encontrado una nueva vía en la lucha contra el cáncer? — ante el mudo gesto de asentimiento, añadió —: ¿Un camino largo o un camino corto?
— Confío en que sea corto.
— ¿Tan corto para como que yo pudiera beneficiarme?
— Lo dudo.
— Me duele oírlo, pero lo prefiero así — dijo—. Hace meses que me cansé de falsas promesas y esperanzas sin sentido. Mi tiempo se acabó, y poco hay que decir a ese respecto… — Tosió un par de veces, pareció a punto de sufrir un síncope, extendió la mano como para tranquilizar a los presentes, y tras lanzar un resoplido que casi sonaba a blasfemia, inquirió —: Y si no va a beneficiarme, ¿qué obtengo con ayudarle?
— Nada…
— … Excepto la remota esperanza de imaginar que mi dinero contribuirá a evitar que otras personas sufran lo que estoy sufriendo en estos momentos, ¿no es cierto? — concluyó por sí mismo la frase.
— Veo que lo ha entendido… — señaló el Cantaclaro—. Llevo años tratando a pacientes afectados de todo tipo de cánceres, y quizá lo único que he aprendido en este tiempo, es que son los más solidarios, y los que más clara conciencia toman de que nadie en este mundo merece pasar por el infierno que ellos pasan. Se comportan como una gran familia en la que la mayoría acaba muriendo, pero los que sobreviven nunca olvidan y siempre se puede contar con ellos a la hora de aliviar el dolor ajeno.
— ¿Y a qué lo atribuye?
— A que de algún modo la enfermedad les hace más humanos, y que Dios me perdone si en ocasiones he llegado a pensar que a todo el mundo le vendría bien padecerla durante unos pocos meses. Probablemente aprenderían el verdadero significado de las cosas que importan, olvidando lo superfluo.
Horacio Guayas movió con lentitud la cabeza, girándola de pared a pared para inquirir con cierta hosquedad:
— ¿Es esto lo superfluo?
— Si a estas alturas no sabe ya lo que es superfluo y lo que no lo es, no soy yo quien tiene que aclarárselo… — le hizo notar su único interlocutor, puesto que desde hacía ya largo rato doña Cecilia Prados de Villanueva se limitaba a ser mudo testigo de la conversación—. Este palacio es increíblemente hermoso, pero sospecho que lo cambiaría por unos años de vida… ¿Me equivoco?
— Sabe muy bien que no — reconoció de inmediato el enfermo—. Fue construido hace más de mil años, y seguirá aquí otros mil si el Cotopaxi no despierta algún día y se lo lleva por delante, pero muy pronto nadie se acordará quién transformó un montón de ruinas en lo que ahora ve, puesto que ni siquiera voy a dejárselo a unos hijos que puedan disfrutarlo y agradecérmelo… — Lanzó un leve lamento, aguardó a que el dolor pasara, y al poco añadió —: ¡Tanto trabajo y tantas horas sin dormir para nada! No he tenido tiempo de amar, ni de permitir que alguien me amara, y aquí apoltronado viendo cómo la muerte se aproxima sin remedio, me pregunto de qué me ha servido amasar tanto dinero y tanto objeto inútil.
— Mucha gente te aprecia… — se decidió a comentar al fin la gorda vicerrectora sin excesivo convencimiento.
— Pero mucha más me aborrece… — fue la sincera respuesta—. Y a ésos les alegra el alma saber que muy pronto me convertiré en el cadáver más rico de Ecuador.. — Se volvió de nuevo a Bruno Guinea para señalar en tono firme —: Tráigame una de esas sanguijuelas, y si lo que veo me convence pondré a su disposición todo cuanto necesite.
— Eso no puedo hacerlo.
— ¿Por qué?
— Porque no se aclimatarían a este frío y esta altura. Probablemente morirían por el camino.
— ¿Unas simples sanguijuelas?
— No son exactamente sanguijuelas… — intervino de nuevo doña Cecilia Prados de Villanueva—. Pero como no quiero saber, de momento, de qué animal se trata, me voy a dar un paseo por el jardín mientras ustedes hablan a solas. — Se dirigió directamente al Cantaclaro para señalar —: Creo que lo mejor será que le cuente a Horacio toda la verdad. Es mucho lo que está en juego, y me consta que él sí sabrá mantener el secreto.
Extendió las manos para que le ayudara a levantarse y abandonó la estancia bamboleándose como un pesado galeón en mitad de una tormenta.
— Demasiada mujer… — musitó apenas el dueño de la casa en cuanto hubo desaparecido—. Demasiada mujer en todos los aspectos. De joven trabajé para su padre y se me antojaba la criatura más celestial y deseable que pudiera existir… — Tosió una vez más y cuando se hubo serenado quiso saber —: ¿De qué animal se trata?
— De un murciélago vampiro.
— Entiendo… Una especie de sanguijuela, pero a lo bestia. Me han mordido a menudo. Pero me consta que son muy peligrosos; transmiten la rabia, la peste, el cólera, la sarna y un sinfín de enfermedades.
— Hay uno que no.
— ¿El Señor de las Tinieblas?
— ¿Lo conoce?
— Hubo una época, hace ya muchos años, en que estuve intentando aclimatar un cierto tipo de platanera enana en el oriente, al pie de la cordillera y a orillas del Napo, pero por desgracia no se daban tan bien como en la costa. Fue por aquel entonces cuando me hablaron de un diminuto vampiro que cuando te mordía te curaba la sarna e incluso el sarampión, pero siempre lo consideré una estúpida leyenda propia de ignorantes lugareños.
— Siempre hay algo de cierto en las leyendas, y he aprendido que si unos «ignorantes lugareños» aseguran que una determinada planta posee unas determinadas propiedades, es porque generaciones de sus antepasados así lo han observado y no conviene menospreciar dicha experiencia.
— ¿Quién le habló del Señor de las Tinieblas antes de venir aquí?
— Una inmigrante ecuatoriana que conocí en Madrid — mintió a conciencia Bruno Guinea—. Pero únicamente me habló de los vampiros en general. Hasta hace una semana no tenía la más remota idea de la existencia del Señor de las Tinieblas.
— ¿Y ha conseguido capturar alguno?
— Cinco parejas.
— ¿Dónde están?
— En una iglesia abandonada, a poco más de tres horas de camino de Papallacta.
— ¿Y cree que si los trae hasta aquí arriba morirán?
— Puede que sí y puede que no… — fue la respuesta—. Pero no quiero arriesgarme. Lo prudente sería estudiarlos en su habitat, poner a su alcance animales enfermos y comprobar si verdaderamente no se contagian. Si consigo descubrir qué proteínas, qué anticuerpos, qué genes, o qué demonios es lo que les permite mantenerse inmunes habremos dado un paso de auténticos gigantes.
El diminuto y esquelético Horacio Guayas pareció sumirse de improviso en un extraño sopor. Cerró los ojos, tosió, experimentó una especie de convulsión que le agitó de los pies a la cabeza, y por último, y sin abrir los ojos inquirió:
— ¿Dónde espera encontrar un animal enfermo de cáncer?
— Aún no lo sé, pero lo encontraré.
— No hace falta que busque. Iré yo.
Bruno Guinea agitó una vez más la cabeza como si se negara a aceptar que lo que acababa de oír fuera cierto.
— ¿Cómo ha dicho? — inquirió estupefacto.
— Que iré yo — replicó el hombrecillo mirándole ahora de frente—. Dejaré que se atiborren de mi sangre putrefacta, y si no se mueren en un abrir y cerrar de ojos, mi paso por este mundo habrá servido para algo más que para amasar dinero.
— ¿Es que se ha vuelto loco?
— A estas alturas puedo volverme loco o Papá Noel si se me antoja… — replicó calmosamente el moribundo—. Con un pie en la tumba estoy en condiciones de poner el otro en la cúpula del Capitolio sin que me importen las consecuencias.
— ¿Y está dispuesto a que le chupen la sangre?
— ¡Para lo que me sirve ya! La sangre que corre por mis venas se convirtió hace tiempo en mi principal enemiga. Dejemos que esas sucias ratas voladoras se den un banquete y sentémonos a ver qué es lo que les ocurre.
— Me temo que en su estado no soportaría un viaje tan pesado.
— Soy dueño de tres avionetas, un reactor capaz de llegar a Miami sin repostar, y un enorme helicóptero que me depositará en esa aldea en menos de media hora… ¿Cuánto tiempo le llevará reunir el material que necesita?
— Supongo que únicamente unas cuantas horas.
— ¡Bien! En ese caso mi secretario le extenderá un cheque por un millón de dólares, y mañana al mediodía le quiero aquí, listo para volar.
— Pero un millón de dólares es demasiado.
— Para alimentar una esperanza, por remota que sea, nada es demasiado.
Galo Zambrano no había volado nunca y en un principio se mostró bastante reacio a la idea de que su bautizo en el aire fuera en un extraño aparato que no le merecía la más mínima confianza.
Bruno Guinea tampoco había volado nunca en helicóptero y tampoco le apetecía en lo más mínimo aventurarse a bordo de uno de ellos por entre los picachos de una peligrosa Cordillera Real siempre agitada por mil vientos contrarios, pero no tardó en llegar a la conclusión de que más valía arriesgarse a un corto mal trago en el aire que a atravesar de nuevo los helados páramos y el agobiante paso del Antisana.
Dedicaron por tanto la mañana a adquirir el material y los víveres que necesitaban, de tal modo que poco antes del mediodía se encontraban de nuevo ante la puerta del prodigioso palacio, en cuyo prado posterior. se distinguía ya la silueta, roja, verde y blanca, de una inquietante máquina voladora.
Horacio Guayas surgió de la casa a los pocos minutos, y parecía incluso más pequeño y frágil que el día anterior, hasta el punto de que cabía sospechar que exhalaría el postrer suspiro antes incluso de que consiguiera volver a poner el pie en tierra firme.
No dijo una sola palabra, como si se esforzara por conservar las escasas fuerzas que le quedaban, y apenas se hubo acomodado en una improvisada camilla, cerró los ojos y se quedó traspuesto, sin prestar la menor atención al fastuoso paisaje que se abría ante él.
El perfecto cono del Cotopaxi constituía, visto desde el aire, un espectáculo ciertamente impactante, y distinguir a lo lejos la silueta de seis volcanes, la cima del Chimborazo y más tarde la altiva silueta del Sangay era algo que sin duda quedaría grabado en la retina del más indiferente de los viajeros por mil años que pasaran.
El pesado y estruendoso aparato se convirtió muy pronto en poco más que una hoja seca entre los dedos del viento; una libélula perdida en la Caída del Infierno, y en determinadas ocasiones en una especie de minúsculo alevín que nadara a ciegas en la inmensidad del Mar Blanco, pero su piloto demostró ser un experto navegante capaz de abrirse paso por entre los picachos y los desfiladeros para ir a posarse al fin, no sin lanzar previamente un largo suspiro de alivio, ante la mismísima puerta de la vieja iglesia abandonada.
Tan sólo entonces Horacio Guayas abrió los ojos para musitar con evidente amargura:
— ¡Fin del trayecto! Y nunca mejor dicho.
Penetró luego con paso vacilante en el cochambroso edificio, para aguzar la vista intentando distinguir a las oscuras bestezuelas que colgaban de las vigas del techo.
Tardó en volver a hablar, pero cuando lo hizo su voz sonaba extrañamente firme:
— Cualquier lugar es malo para exhalar el último suspiro, pero la verdad es que éste parece el peor imaginable.
— Si quiere, podemos…
— ¡Olvídelo! Coloquen una cama aquí justo en el centro y acabemos de una vez.
— Primero tenemos que separar y enjaular a ocho de ellos… — le hizo notar Bruno Guinea—. Con dos que le ataquen será suficiente. Así no correrá peligro de que le desangren y yo sabré cuáles le han mordido exactamente.
— De acuerdo, pero que sea cuanto antes porque me encuentro muy fatigado.
Una hora más tarde, con la noche aproximándose ya con la rapidez que tenía por costumbre desde la infinita llanura amazónica, todo estaba preparado, y resultaba en verdad un espectáculo en cierto modo inquietante y casi cabría asegurar que sobrecogedor, contemplar a la luz de las velas una ancha cama de inmaculadas sábanas blancas destacando justo en el centro de la tétrica nave de paredes mohosas.
Cuando Horacio Guayas se tumbó, recostando con sumo cuidado la cabeza en la almohada, todos los presentes tuvieron la curiosa sensación de que se trataba de la sufrida víctima de un rito satánico que se ofrecía para ser inmolada a las fuerzas del mal, por lo que el Cantaclaro tuvo que rogar a los presentes que les dejaran a solas al tiempo que tomaba asiento en el borde del lecho.
— ¿Cómo se encuentra? — quiso saber.
— Preferiría estar jugando en un casino de Las Vegas… — fue la irónica respuesta—. Pero no puedo quejarme.
— ¿Tiene miedo?
— ¿A esas bestias? — se sorprendió el enfermo—. En absoluto. Mi miedo llega muchísimo más lejos, pero hace tiempo que lo tengo asumido.
Su interlocutor le observó como si estuviera tratando de leer en el fondo de sus ojos, y por último inquirió:
— ¿Está seguro de que quiere continuar?
— ¡Naturalmente! — fue la firme respuesta en la que no se advertía la menor sombra de duda—. Usted tenía razón; esta maldita enfermedad nos vuelve mucho más humanos, pero también algo más divinos… — Tosió repetidas veces, hizo un terrible esfuerzo por serenarse, y por último musitó —: Cuando se han pasado tantas noches de terror como yo he pasado, ¿qué importa una más si confías en que con ello conseguirás que otros no pasen por lo mismo…? Tan sólo quisiera pedirle una cosa…
— Lo que usted diga.
— Si todo esto condujera a alguna parte, y algún día sus teorías tuvieran éxito, intente que mi nombre se recuerde; que el mundo sepa que un pobre cholito ecuatoriano le echó tantos cojones a la muerte como le había echado a la vida, y a buen seguro que constituiría una magnífica carta de presentación a la hora de enfrentarse a un juicio en el que todo cuanto has hecho en esta vida será tenido en cuenta… Y ahora déjeme a solas con ese par de hijos de puta — esbozó una leve sonrisa—. A lo peor les gano la partida y son ellos los que amanecen tiesos.
El Cantaclaro le acarició la frente, le subió el embozo de la sábana, y salió cerrando a sus espaldas para ir a tomar asiento sobre un pequeño muro, al otro lado de la plaza, observando meditabundo la amazacotada silueta de la vetusta iglesia.
A los pocos minutos Galo Zambrano acudió a tomar asiento a su lado.
— ¿En qué piensa? — quiso saber al tiempo que le entregaba un tazón de café hirviendo, puesto que desde las cumbres del Antisana había comenzado a descender un viento inclemente.
— En lo que ese pobre hombre debe estar pensado a sabiendas de que en cuanto se duerma las más repugnantes de las bestias le arrebatarán la escasa vida que le queda.
— Al menos no sufrirá.
— ¿Cómo puede estar tan seguro?
— Porque el anestésico que esos cabrones inyectan le relajará, sumiéndole en un agradable sopor. Sé por experiencia que el Señor de las Tinieblas es de los que esperan durante horas, y resulta inútil que te hagas el dormido. No hay forma de engañarle, y cuando al fin se acerca y te muerde te deja fuera de juego porque al ser tan pequeño necesita alimentarse sin sobresaltos. Cuando al fin te despiertas tienes la impresión de que has estado flotando entre dos aguas.
— ¿Le han atacado muchas veces?
— Más de las que yo quisiera.
— ¿Y cómo lo soporta?
— Haciéndome a la idea de que se trata de un mosquito demasiado grande, pero menos ruidoso, menos molesto y menos feo… ¿Se imagina un mosquito de casi diez centímetros de longitud? Ése sí que sería un bicharraco espeluznante.
— Nunca deja de asombrarme la naturalidad con que se toma estas cosas. A veces creo que incluso le divierten.
El guaquero sorbió sonoramente parte de su café antes de replicar sin dar mayor importancia a sus palabras:
— Las tomo con naturalidad porque son naturales, y forman parte del mundo en que nací. A mí, lo que en verdad me asombra, es el modo en que viven ustedes, en ciudades superpobladas, con vacas locas, fiebre aftosa, Chernobil, síndrome de los Balcanes, mareas negras, hamburguesas, drogas, y no sé qué cuántas cosas más que acaban matando a traición. Leyendo la prensa, escuchando la radio y viendo la televisión, se llega a la conclusión de que la Alta Amazonia, con sus innegables peligros, es casi un jardín de infancia comparado con cualquiera de esas ciudades a las que ustedes consideran «civilizadas». ¡En ellas sí que me sentiría perdido y acojonado!
— Razón tiene… — se vio obligado a admitir Bruno Guinea—. Su aire es una mierda, su agua está contaminada y su comida envenenada. Los cánceres de todo tipo proliferan como las setas tras la lluvia, y de tanto en tanto oleadas de terror nos obligan a plantearnos qué podemos hacer para escapar a tanta hediondez y podredumbre, pero por lo visto ése es el precio que tenemos que pagar por progresar cada vez más aprisa.
— Pero aun sabiéndolo nunca se detienen.
— ¡No! Lo cierto es que nunca nos detenemos.
— Pues están locos, y le garantizo que prefiero mil veces enfrentarme a los murciélagos vampiros e incluso a las japutas, porque al menos sé cómo carajo hacerles frente.
Durante un largo rato permanecieron en silencio, bebiendo café con la vista clavada en la puerta de la iglesia, hasta que por último el Cantaclaro inquirió:
— ¿Es usted creyente?
— Soy pobre… — fue la curiosa respuesta—. Y a los pobres no nos queda más remedio que ser creyentes. La inmensa mayoría de los ecuatorianos somos tan religiosos porque somos terriblemente pobres.
— ¿Y cómo se explica que considerándose a sí mismo un auténtico creyente se dedique a profanar tumbas?
— Porque, que yo sepa, desde que Cristo resucitó, no ha vuelto a visitar ninguna tumba. Dios está en las almas, no en los cuerpos, y yo lo único que hago es despojar a esos cuerpos de algo que no les sirve para nada, pero que ayuda a mitigar mi hambre.
El viento aulló, tal vez de frío, pero ni Bruno Guinea ni el guaquero se inmutaron porque al fin y al cabo aquel frío no podía ni compararse al que habían sufrido al atravesar los páramos y podría creerse que incluso le agradaba sentir cómo cortaba la cara obligándoles a entrecerrar los ojos.
La luna asomó por encima de la iglesia y se entretuvo en iluminar al único ser viviente que se distinguía en el centro de la plaza: un perro sarnoso que la noche antes había servido de cena a los murciélagos, y que se alejó a toda prisa como si temiese que aquel par de desaprensivos pudieran abrigar la intención de encerrarle de nuevo con tan desagradable compañía.
Cuando el viento amainaba se escuchaba, lejana, la insistente llamada de un mochuelo que no obtenía respuesta a sus demandas amorosas, y cada diez minutos la inconfundible silueta de un enorme murciélago insectívoro surcaba la noche persiguiendo a sus presas.
Pese a estar acostumbrado desde un mes atrás a los días extraños y las noches igualmente extrañas, para Bruno Guinea aquella fría noche andina se estaba convirtiendo en la más inquietante de todas ellas, puesto que aún no había conseguido apartar de su mente el aceitunado rostro de Horacio Guayas destacando sobre la blanca almohada como un condenado a muerte esperando la fatal inyección que habría de sumirle en poco tiempo en el más irrecuperable de los sueños.
Había asistido en infinidad de ocasiones a las últimas horas de un moribundo, hasta el punto de perder la cuenta de a cuántos agonizantes, a menudo demasiado jóvenes, había visto exhalar el postrer suspiro, pero tenía conciencia de que todas las defunciones de las que había sido testigo, ninguna resultaba, ni por lo más remoto, tan impactante como aquella.
Era duro morir, y más aún morir de un mal que va devorando interiormente, pero más terrible resultaba sin duda que la encargada de rematar al condenado fuera una hedionda rata voladora.
Tras un largo silencio, en el que ambos hombres parecían estar rumiando idénticos pensamientos, el ecuatoriano inquirió en su monocorde tono acostumbrado:
— ¿Es cierto que anda buscando una solución al cáncer?
— ¿Quién se lo ha dicho?
— Hablo mal, pero escucho bien… — fue la tranquila respuesta—. Y si ese desgraciado está ahí, dejándose chupar la sangre, debe ser por algo que considere muy importante.
— Ciertamente lo es.
— ¿Acaso espera que contagie la leucemia a los murciélagos?
— La leucemia no es contagiosa.
— Eso tenía oído… — admitió el guaquero—. Y de ahí mi sorpresa. En ese caso, ¿qué espera sacar en limpio de todo esto?
— Determinar en qué condiciones devuelve la sangre el Señor de las Tinieblas, o cómo la metaboliza. Si se alimenta de la sangre de Horacio Guayas y la transforma en una sangre nueva, significa que el jodido «Desmodus Rotundus» es una especie de laboratorio viviente del que podemos aprender muchas cosas.
— ¿Como qué?
— El tipo de defensa que desarrolla y que impide que determinadas células decidan de pronto desquiciarse reproduciéndose de un modo incontrolado hasta el punto de acabar por formar un tumor maligno.
— ¿Lo cree posible?
— Por eso estamos aquí.
Galo Zambrano meditó largamente, encendió una colilla de habano que siempre llevaba en el bolsillo superior de la camisa sin que nadie le hubiera visto nunca estrenar un habano nuevo, con lo que podía llegar a suponer que se aprovisionaba únicamente de colillas, y al poco comentó con aire de suprema satisfacción:
— O sea que si resulta que usted no está más loco que una vaca inglesa, estaré siendo partícipe de una de las más grandes aventuras científicas de todos los tiempos…
— Más o menos.
— ¡Quién me lo iba a decir…! — El ecuatoriano meditó de nuevo y al poco insistió —: Pero lo que no consigo entender es por qué razón se desquician esas malditas células.
— Si lo supiéramos, hace años que habríamos conseguido acabar con el problema — le hizo notar el Cantaclaro—. Precisamente en ese estúpido comportamiento, que a la larga suele acabar con su propia autodestrucción, reside el misterio.
— ¿Quiere decir que de alguna manera las células se suicidan?
— Sería una forma de expresarlo, puesto que para una determinada célula que está «programada» para desarrollar una función muy específica, salirse de la norma establecida constituye ciertamente una forma de suicidio.
— Tal vez se daba a que no se siente capaz de soportar algún tipo de presión exterior…
Bruno Guinea se volvió a observar con cierta sorpresa a su interlocutor para inquirir evidentemente interesado:
— ¿Qué ha querido decir con eso?
— Que es posible que esas células, programadas como usted dice para realizar una función muy específica, se encuentren sometidas de improviso a la acción de elementos extraños a los que no sepan cómo enfrentarse, con lo que acaban por intentar defenderse aumentando de número de forma desordenada sin ser conscientes de que de ese modo rompen el equilibrio del conjunto.
— Es una interesante forma de enfocarlo… — admitió su interlocutor—. Toda enfermedad no es más que una ruptura del equilibrio orgánico, pero en lo que se refiere al cáncer lo difícil es averiguar la raíz de dicha ruptura.
— ¿Si la descubriera encontraría el remedio?
— Sin duda resultaría mucho más sencillo conseguir que las aguas volvieran a su cauce.
— Pues como profano en la materia, lo único que se me ocurre es que cuantos más elementos extraños se presenten, más riesgo de presión existe, y resulta evidente que en el mundo moderno proliferan los elementos extraños.
— Eso es muy cierto, aunque tengo la impresión de que al referirnos a elementos extraños no debemos limitarnos a la agresión de agentes físicos. También influye, y mucho, una prolongada tensión psicológica.
— Me gustaría poder seguirle en sus razonamientos, pero me temo que hasta aquí llegó mi capacidad de asimilación… — admitió el guaquero con sincera naturalidad—. Jamás pase de la escuela primaria, lo que sé lo sé de oídas, y aunque me considero un tipo curioso, admito que con la curiosidad no basta. — Lanzó lejos lo poquísimo que quedaba de su miserable colilla y se puso en pie desperezándose ruidosamente al añadir —: Y ahora creo que lo mejor será intentar dormir un rato porque tengo la extraña impresión de que nos espera un día muy duro.
El día, más que duro, resultó impactante.
Con la primera claridad del alba, convencido de que los murciélagos habrían regresado ya al más oscuro rincón de la techumbre, Bruno Guinea se decidió a penetrar en la mohosa y maloliente iglesia temiendo enfrentarse al cuerpo sin vida de Horacio Guayas.
Pero contra todo pronóstico aún respiraba.
Poco, pero respiraba.
Su rostro aparecía casi tan blanco como las sábanas, pero mucho más que la almohada que no era en verdad más que una mancha de sangre que aún escurría muy lentamente hasta el punto de que de tanto en tanto una solitaria gota se precipitaba hacia el suelo.
Era una sangre demasiado roja y demasiado líquida.
En buena lógica debería haberse coagulado pero aún continuaba deslizándose por la curva de la almohada, y el Cantaclaro, que tanta sangre había visto a lo largo de su vida, permaneció absorto, como hipnotizado por su brillante color y su textura.
Recogió varias muestras, se cercioró una vez más de que el enfermo continuaba respirando, introdujo su preciado tesoro en un pequeño maletín y se encaminó a la desvencijada habitación del «hotel» que había convertido en improvisado laboratorio.
Dos horas más tarde, Galo Zambrano se lo encontro sentado en una tosca silla, con la vista fija en un punto de la pared y aspecto de encontrarse en otro mundo o en otra dimensión.
— ¿Qué le ocurre? — quiso saber.
— Que continúo sin entender nada… — fue la casi inaudible respuesta.
— ¿Nada de qué?
— Nada de nada… — El español hizo un significativo gesto hacia la colección de tubos de ensayo y cristales enrojecidos que se alineaban junto al microscopio al puntualizar—. Es la sangre más increíble que haya analizado nunca. Contiene la cantidad exacta de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas que hipotéticamente debería contener la sangre de un hombre joven, fuerte y con una salud a prueba de bomba… Más fluida, eso sí, pero absolutamente perfecta.
— ¿Y eso qué significa?
— Que al pasar por el tubo digestivo de ese bicho ha experimentado una inexplicable transformación, puesto que, dado el tamaño del charco resulta evidente que se trata de la sangre de Horacio Guayas.
— ¿Y eso es bueno o es malo?
— Bueno… — fue la respuesta—. Evidentemente muy bueno, ya que me reafirma en la idea de que el Señor de las Tinieblas es en realidad una máquina de purificar sangre a una velocidad inconcebible… — Alzó el rostro hacia su interlocutor—. Necesito que atrape a esos dos… — dijo—. Quiero estudiarlos a fondo.
— Eso está hecho… ¿Qué va a pasar con Guayas?
— No tengo ni idea.
— ¿Cuánto tiempo cree que sobrevivirá? — quiso saber el ecuatoriano.
Su interlocutor optó por encogerse de hombros al replicar:
— ¿Y qué quiere que le diga…? En su estado, y a la vista de la sangre que ha perdido, ya debería estar muerto, pero empiezo a llegar a la amarga conclusión de que todo cuanto he estudiado durante todos estos años ha sido una pérdida de tiempo, puesto que la naturaleza continúa ocultando secretos que van mucho más allá de lo que somos capaces de imaginar… — Se volvió hacia la ventana y señaló con el dedo al exterior—. Hace un rato observaba cómo un colibrí libaba de esa flor y no podía por menos que preguntarme de dónde sacaba la energía suficiente como para mantenerse suspendido en el aire agitando las alas millones de veces al día… — Chasqueó la lengua como si él mismo se admirase de la magnitud de su ignorancia—. En este viaje he visto tantas cosas que empiezo a creer que hasta ahora no había aprendido a mirar.
— Confío en haber contribuido en algo a que entienda nuestro pequeño mundo andino desde otra perspectiva.
— Todo y todos han contribuido… — admitió Bruno Guinea—. Y a menudo me asalta la impresión de que me han colocado ante los ojos un enorme diamante de muchas caras a través del cual veo las cosas de cien modos distintos. La imagen se distorsiona pero de alguna forma esa misma distorsión permite que mi cerebro se haga una idea mucho más clara de cuál es la auténtica realidad.
— ¡Vaina…! — se lamentó el guaquero—. Cada vez que habla usted con tanta sanguaraña me deja alelado.
— ¿Y eso qué es?
— ¿«Sanguaraña»? — repitió el otro—. Es una forma de decir las cosas con tal cantidad de adornos y circunloquios que al final te quedas sin saber si te están preguntando la hora o mentando a la madre.
— Le juro que no le he mentado a la madre… — puntualizó muy serio Bruno Guinea.
— Pero tampoco me ha preguntado la hora… — replicó humorísticamente Galo Zambrano—. Aunque la culpa es mía por meterme en camisas de once varas y preguntar sobre cosas que están fuera de mis entendederas. La gente se muere cuando suena la corneta que le llama a morir, y ésa ha sido siempre una corneta desmadrada. El pobre Ollanta era uno de los tipos más fuertes y saludables que he conocido pero ya está bajo tierra, mientras que Horacio Guayas siempre fue un cholito esmirriado por el que nadie daba un chavo, pero lleva meses aferrado a un hilo de vida como a un clavo ardiendo.
— Pues tengo la amarga impresión que lo que quedaba de ese hilo, se quebró.
Al poco regresaron juntos a la iglesia donde permanecieron un largo rato a los pies de la cama observando, en silencio, cómo el «esmirriado cholito» boqueaba angustiosamente como un pez que llevara excesivo tiempo fuera del agua.
Era una muerte más; una de los cientos de muertes semejantes a las que el Cantaclaro se había visto obligado a asistir día tras día a lo largo de su dilatada carrera profesional, pero a las que jamás conseguiría acostumbrarse.
El rico platanero se apagaba como se apaga el eco de una voz lejana que ha rebotado ya contra demasiadas montañas, y lo único que quedaba por hacer era rogar a Dios para que su angustioso final fuera lo más dulce posible.
Muy arriba, apenas visibles en un inaccesible rincón de la techumbre, dos diminutos bultos oscuros colgaban cabeza abajo.
Una rata cruzó sin prisas por lo que en otro tiempo debió ser la base del altar.
Tal como el propio Horacio Guayas afirmara, cualquier lugar era malo para morir, pero aquel seguía siendo el peor imaginable.
Especialmente cuando la muerte tardaba tanto en llegar.
Al cabo de un par de minutos cesaron los estertores.
Se hizo el silencio.
Fuera ladró un perro.
Bruno Guinea y Galo Zambrano observaron la cama con la máxima atención y al poco intercambiaron una mirada que parecía más bien una muda pregunta.
Al fin el primero se decidió, avanzó un par de metros, se inclinó sobre el paciente y le colocó el dorso de la mano sobre la yugular.
Casi al instante Horacio Guayas abrió los ojos, observó al hombre que se inclinaba sobre él, alzó la vista al techo y muy suavemente musitó:
— Tengo hambre.
Un gran tazón de caldo fue todo lo que se sintió capaz de ingerir, pero lo hizo con ansia, y ello constituía al parecer un triunfo y un placer en la amarga existencia de alguien que llevaba meses sin disfrutar ni de triunfos, ni de placeres.
Al concluir, se recostó en la cama, observó con inquietante fijeza a Bruno Guinea que se había acomodado en un destartalado banco de madera, e inquirió secamente:
— ¿Qué significa esto?
El interrogado se limitó a encogerse de hombros al tiempo que replicaba con absoluta naturalidad:
— Sinceramente no lo sé.
— ¿Me queda alguna esperanza de vida, o se trata únicamente de esa corta mejoría que según dicen precede al momento final?
— Admito que he asistido a muchas de esas digamos «mejorías terminales» — fue la desganada respuesta—. Pero he de reconocer que las circunstancias eran muy diferentes. — El tono de voz del español evidenciaba que trataba de evitar comprometerse en exceso cuando aventuró —: Lo que en realidad importa, es que resulta indiscutible que en este caso han intervenido elementos externos.
— ¿Los murciélagos? — ante el mudo gesto de asentimiento Horacio Guayas insistió —: ¿Cree que les debo a ellos esta sensación de mejoría?
— ¿A quién si no?
— ¿Y por qué razón?
— Aún no lo sé.
— ¿Y cuánto tiempo tardará en averiguarlo?
— Constituiría una irresponsabilidad por mi parte responder sin tener ni la más remota idea de cuánto tiempo puede llevarme descubrir cuál es el elemento que permite que el metabolismo de ese animal se comporte tal como parece ser que se comporta — admitió el Cantacla-ro al tiempo que alzaba el rostro hacia las manchas oscuras que permanecían completamente inmóviles en el techo. Al poco, y tras chasquear la lengua en lo que constituía casi un gesto de incredulidad, insistió —: No cabe duda de que esas bestias guardan un valioso secreto, pero me siento como si tras haber descubierto el arcón del tesoro, no encontrara la llave del candado.
— ¡Pues búsquela!
— Hago cuanto está en mi mano.
— Eso no basta — le hizo notar el enfermo recuperando en parte el tono del autoritario hombre de empresa que fuera tiempo atrás—. En un caso como éste, y no me estoy refiriendo concretamente a mi propia vida, aunque en el fondo sea la que más me importa, no es suficiente con hacer lo imposible. — Se irguió apenas para mirarle directamente a los ojos e insistir —: Es necesario ir muchísimo más allá para conseguir arrancarle el secreto a esos animalejos. Desde este mismo momento dispone de diez millones de dólares.
— ¡Diez millones de dólares! — no pudo por menos que repetir su asombrado interlocutor—. ¿Y para qué quiero yo tanto dinero?
— ¿Y para qué lo quiero yo? — fue la en cierto modo desconcertante respuesta—. Lo único que ahora necesito es que esos benditos Señores de las Tinieblas me vuelvan a morder esta noche para que mañana me encuentre tan relajado como me encuentro en estos momentos.
— ¿Es que se ha vuelto loco? — protestó Bruno Guinea—. No existe la más mínima posibilidad de que soporte un nuevo ataque. Lo milagroso es que aún siga con vida tras semejante sangría.
— Quien hace un milagro, hace ciento — replicó con innegable ironía Horacio Guayas alzando el dedo pulgar en dirección al techo—. Si el precio que esos me piden a cambio del bienestar que siento en estos momentos es mi sangre, le puedo jurar que les pagaré con sangre.
— ¿Acaso pretende…?
— Lo que está pensando. Métame en el cuerpo todo el plasma y la sangre que encuentre, de tal modo que esta noche nuestros cariñosos amigos cenen a gusto. Y mientras tanto pida que le traigan todo cuanto crea que le pueda hacer falta para sus investigaciones.
— Me preocupa que se esté haciendo falsas ilusiones — le hizo notar el español.
— Nadie puede evitar que un moribundo se haga ilusiones, sean o no falsas — replicó con desconcertante naturalidad el aludido—. Y puedo asegurarle que hacía meses que no me tomaba un tazón de caldo sin vomitar. Ese maldito Interferón me estaba destrozando.
Bruno Guinea meditó unos instantes, alzó una vez más la vista al rincón del techo y acabó por encogerse de hombros con gesto de absoluta resignación al comentar:
— Imagino que desde un punto de vista deontológico aceptar lo que me pide constituye una auténtica aberración, pero admito que hace un rato lo consideraba prácticamente un hombre derrotado, mientras que ahora lucha por su vida, y esa fe es lo que en verdad cura a la gente. — Emitió lo que parecía ser un inconcreto quejido al señalar —: Le haré esa transfusión, dejaremos que le muerdan de nuevo, y esperemos a ver lo que ocurre.
— En ese caso haga venir a mi piloto.
El Cantaclaro salió al exterior, y tras hacer un mudo gesto al hombre que aguardaba junto al helicóptero para que entrara a entrevistarse con su jefe, experimentó un leve escalofrío al advertir que el viejo mendigo se encontraba de nuevo acuclillado junto al muro de la iglesia.
Casi con disimulo tomó asiento a su lado para musitar muy quedamente:
— Me alegra que esté aquí. Necesito su ayuda.
El oscuro y sarmentado rostro se volvió apenas, y los glaucos ojos parecieron querer observarle con atención:
— ¿En qué podría yo ayudarle, señor? — quiso saber al cabo de un rato el mísero pedigьeño—. No tengo más ropa que la que llevo puesta, duermo a la intemperie, y más de la mitad de los días no consigo ni un triste mendrugo con el que saciar un hambre que arrastro desde que nací. Siempre me he considerado el hombre más pobre del mundo y me admira descubrir que existe alguien más necesitado que yo.
Durante varios minutos su interlocutor no supo qué decir.
Observó largamente al harapiento hombrecillo, se cercioró de que no se advertía nada en él que recordara a quien días atrás se había apoderado de su cuerpo, y tras meditar largo rato sacó del bolsillo un grueso fajo de billetes y se los colocó en la palma de la mano.
— Con esto puede comprarse ropa, conseguir un lugar decente en el que vivir, y si lo administra bien, le alcanzará para comer durante una larga temporada — dijo—. Perdone mi error, pero es que le confundí con alguien que podría saber más que yo sobre este rincón del planeta y los murciélagos que lo habitan.
El mendigo palpó los billetes y pareció no dar crédito a su repentina buena suerte, pero al advertir que su acompañante se ponía en pie dispuesto a abandonarle, le detuvo alargando la mano.
— ¡Espere! — suplicó—. Casi nadie suele perder su tiempo en charlar conmigo, pero si lo que pretende es que le hablen sobre murciélagos, algo sé sobre ellos.
Bruno Guinea volvió a acomodarse a su lado al tiempo que inquiría:
— ¿Y es?
— Que la mayor parte de la gente los odia, pero mi abuelo aseguraba que para nuestros antepasados constituían el símbolo de la eternidad. Los adoraban hasta el punto de que en cada tumba solían enterrar uno de ellos.
— ¿Qué antepasados? ¿Los incas?
— No. Los incas no. Los antiguos que poblaban estas tierras mucho antes de que los incas llegaran.
— No tengo ni la menor idea de quiénes pudieron ser, pero resulta evidente que alguien poblaba esta región antes de la invasión incaica — reconoció su interlocutor—. Aunque me sorprende que adoraran a un bicho tan repugnante y que acarrea tantas enfermedades.
— Yo no puedo saber si es repugnante o no — sentenció el invidente—. Cierto es que algunos transmiten enfermedades, y cierto también que si te atacan varias noches seguidas acaban matándote, pero de igual modo es cierto que la mordedura de algunos de ellos alivia los dolores y prolonga la vida.
— ¿Está seguro?
— Es lo que mi abuelo decía — se limitó a replicar el arrugado lugareño sin darle excesivo énfasis a sus palabras—. También contaba que hace muchos años, antes incluso de que él naciera, lo que ya es decir, hubo un gran terremoto, y que por su causa los murciélagos abandonaron sus cuevas y durante mucho tiempo no supieron volver a ellas ya que todo el paisaje había cambiado. Eso hizo que durante meses volaran de aquí para allá, desconcertados y aterrorizados, atacando a la gente de un modo enloquecido. — Hizo una larga pausa para acabar por concluir —: Pero curiosamente, todos los habitantes de la región que sobrevivieron a aquella catástrofe llegaron a centenarios, y mi abuelo lo atribuía a que las mordeduras de los murciélagos habían acabado por licuarles la sangre.
— ¿Licuarles la sangre? — no pudo por menos que sorprenderse el español—. ¿Está seguro de lo que dice?
— No del todo — fue la honrada respuesta—. Pero mi abuelo era de la opinión que cuando la gente envejece su sangre se espesa, circula con dificultad y acaba matándole. Sin embargo, decía, si los murciélagos contribuyen a que la sangre sea muy fluida, de lo único que hay que preocuparse es de no herirse de gravedad porque esas heridas tardan mucho en cicatrizar. — El invidente hizo una nueva pausa para concluir como si se tratara de una sentencia incuestionable —: Cuanto más corra la sangre por las venas más lejos se llega en esta vida.
— Interesante teoría — sentenció Bruno Guinea—. Resulta evidente que una sangre ligera y sin grasa no obstruye las arterias ni obliga a trabajar en exceso al corazón, y eso siempre es bueno. — Hizo una corta pausa para inquirir —: Lo que no entiendo es qué clase de mecanismo utilizan esos murciélagos para licuar la sangre.
— ¿Y qué puedo yo decirle respecto a eso, señor? — argumentó el viejo—. Jamás he visto un murciélago.
— Sonrió apenas, tal vez por primera vez en toda su vida—. Y tampoco he visto sangre.
El Cantaclaro dio por concluida la charla golpeándole con afecto en el hombro para encaminarse sin prisas a la mugrienta habitación del cochambroso «hotel» que utilizaba como laboratorio, y aún se encontraba meditando sobre cuanto acaba de escuchar cuando hizo acto de presencia el piloto del helicóptero que se apoyó en el quicio de la puerta a la par que comentaba con cierta aspereza:
— Don Horacio me ha pedido que me ponga a su disposición.
El español hizo un gesto hacia la única silla disponible al tiempo que señalaba:
— Si espera unos minutos le prepararé una lista de lo que voy a necesitar.
— ¿Es mucho?
— Bastante.
— ¿Y cuánto va a costar?
El tono de voz, casi agresivo, obligó a Bruno Guinea a alzar los ojos para observarle con extraña fijeza:
— ¿Le preocupa? — quiso saber.
— En cierto modo.
— ¿Y eso?
— Se trata de mi jefe.
— Pero no es su dinero.
— Lo sé — admitió el otro, un hombretón de aspecto rudo que no se esforzaba en lo más mínimo por disimular su mal carácter—. Pero don Horacio ha sido siempre un magnífico patrón, y me jodería mucho descubrir que alguien intenta aprovecharse de su estado.
— Acláreme eso, por favor.
— Creo que sobran las aclaraciones — sentenció sin cambiar de tono el piloto, al que se le notaba un leve acento extranjero aunque resultaba casi imposible determinar su país de origen—. He recorrido mucho mundo, he visto muchas cosas, he pasado infinitas calamidades y he tratado con todo tipo de gentuza hasta encontrar a alguien como don Horacio, estricto y exigente, pero justo y honrado a carta cabal. Me ayudó cuando más lo necesitaba, y ahora creo que mi deber es protegerle.
— ¿Protegerle de quién? — quiso saber su interlocutor—. ¿De mí?
— De cualquiera que intente aprovecharse de su vulnerabilidad actual incitándole a concebir absurdas esperanzas. — Hizo un despectivo gesto a su alrededor para concluir secamente —: A mí toda esta parafernalia se me antoja un sucio montaje.
— ¿Al decir montaje está pretendiendo insinuar estafa?
— Es usted quien ha pronunciado esa palabra, no yo.
— Lo sé, y no me asusta ni preocupa. Está en su derecho de pensar lo que quiera, e incluso considero encomiable que se preocupe de ese modo por alguien por el que siente afecto.
— Me alegra que entienda mi posición. Y le conviene saber que en este país somos muchos los que trabajamos para don Horacio, y por lo tanto somos muchos los que no estamos dispuestos a que un puñado de desaprensivos se beneficien de lo que ha conseguido con increíbles esfuerzos.
Bruno Guinea estuvo a punto de replicar airadamente invitándole a abandonar de inmediato la estancia, pero tras meditar unos instantes decidió armarse de paciencia, colocó tranquilamente los pies sobre la mesa, e inquirió con voz pausada:
— ¿Cómo se llama?
— Nika Poliakov.
— De acuerdo señor Poliakov… No le niego que me encantaría mandarle al carajo pidiéndole que se limite a cumplir con lo que su jefe le ha ordenado. Cada minuto que se pierde es un minuto que cuenta a la hora de salvarle la vida y no creo que deba ser usted quien decida, ni mucho menos quien esté dispuesto a aceptar tamaña responsabilidad. — Hizo una larga pausa, como si tomara aliento o se esforzara por continuar conservando el dominio de sus nervios, y por último se decidió a continuar—. Sin embargo — dijo —, no puedo por menos de aceptar que para alguien, incluido yo mismo hace apenas una semana, la absurda idea de que unos diminutos y casi desconocidos murciélagos pudieran salvar vidas, resulta de todo punto inconcebible e incluso altamente sospechoso, sobre todo cuando se está hablando de muchísimo dinero.
— ¡Vaya al grano!
— Eso intento — con el mentón el Cantaclaro indicó hacia el exterior—. ¡Mire por esa ventana! — pidió—. ¿Qué es lo que ve?
— Arboles.
— Árboles, no — le contradijo su oponente—. Lo que está viendo no son simples árboles. Es la selva amazónica; una fabulosa región en gran parte inexplorada que se extiende desde los Andes al Atlántico.
— Eso ya lo sabía.
— Pero ¿sabe lo que significa realmente esa selva?
— No tengo la menor idea de adonde quiere ir a parar.
— Se lo aclararé. Esa selva significa el mayor laboratorio del mundo y el lugar de donde se extraen casi el setenta por ciento de los fármacos que contribuyen a aliviar toda clase de enfermedades. Un solo kilómetro cuadrado de esa jungla contiene más especies de plantas diferentes que toda Europa, y estudiando esas plantas, sus flores, sus raíces, sus hongos, sus lianas y su infinita cantidad de especies animales que ni tan siquiera han sido clasificadas aún, es como investigadores de todo el mundo obtienen insospechadas materias primas que en ocasiones actúan de forma casi milagrosa, porque nada, escúcheme bien, ¡nada! proviene de nada. La ciencia tiene que limitarse a un detallado análisis y una metódica aplicación de los elementos que tiene a su alcance a la hora de determinar cómo pueden actuar cada uno de ellos sobre cada enfermedad. Pero si esa ciencia no tuviera un punto de partida, que en su mayor parte se encuentra en estas selvas, jamás tendría un punto de llegada… ¿Entiende de lo que le hablo?
— Procuro entenderlo.
— Me alegra oírlo, porque conviene que se meta en la cabeza la certeza de que si de pronto, y no voy a detenerme a explicarle los motivos por los que he llegado a semejante conclusión, abrigo la sospecha de que una prehistórica bestia de la jungla amazónica ha desarrollado a lo largo de milenios de evolución un sistema inmunológico que ofrece una esperanza de curación para la más abominable de las plagas que afectan al hombre moderno, seguiré por ese camino cueste lo que cueste y me importan un carajo sus recelos e incluso sus amenazas. ¿Continúa entendiendo de lo que le hablo?
— Sí, en lo que se refiere a las plantas. No tanto, en lo que se refiere a los animales.
— Viene a ser lo mismo, porque al igual que las plantas han creado sus propios mecanismos de defensa, los animales han evolucionado de formas muy diferentes según las circunstancias. Las tortugas desarrollan un caparazón, los puercoespines púas, los osos hormigueros la capacidad de no envenenarse con el ácido fórmico, los camaleones el arte de confundirse con el entorno, y ciertas ranas una piel venenosa. Observando dichos comportamientos hemos logrado vencer al frío, al hambre o a nuestros depredadores externos — hizo una pausa para inquirir con manifiesta intención — ¿Por qué no podemos aprender ahora de un pequeño murciélago la forma de derrotar a los tumores internos?
— Supongo que empiezo a tener una idea algo más clara de adonde quiere ir a parar.
— Pues en ese caso, querido amigo, deje a un lado sus temores y hágase a la idea de que el dinero de su jefe no irá a engrosar los bolsillos de ningún desaprensivo, sino que se va a emplear, ¡íntegramente! en intentar averiguar las oscuras razones por las que ese repelente Señor de las Tinieblas regenera automáticamente la sangre de un moribundo de leucemia, y por qué razón al simple hecho de permitir que le hayan atacado, don Horacio ha experimentado una mejoría que el Interferón alfa, ni ningún otro sofisticado fármaco desarrollado hasta el presente habían sido capaces de proporcionarle.
— ¿Realmente regenera la sangre?
El Cantaclaro golpeó levemente el microscopio que se encontraba a su lado al replicar:
— Si se siente capaz de distinguir entre diferentes tipos de sangre le invito a echar un vistazo, pero lo que le puedo asegurar es que incluso a mí el resultado me ha parecido francamente asombroso.
— Daría cualquier cosa por creerle.
— Pues limítese a creerme y a cumplir con su obligación ayudándome en la medida de sus fuerzas. Lo que está en juego es demasiado importante como para que tenga que estar preocupándome sobre la confianza o no de quienes colaboran conmigo.
— ¿Sinceramente cree que la solución al problema se encuentra en esa sangre? — quiso saber el hombretón.
— Yo no he dicho eso — le recordó el español — Pero acabo de mantener con ese pobre ciego de ahí fuera una conversación que me ha obligado a reflexionar sobre un hecho tal vez estúpido por lo evidente. Si un cuerpo está sano y de pronto uno de sus órganos más ocultos, como puedan ser el hígado, el páncreas o el cerebro, enferman de cáncer, dicha enfermedad tan sólo puede atribuirse a dos motivos. — Bruno Guinea alzó significativamente el dedo índice —: Uno, que ese tumor estuviera aletargado, y en un momento determinado de su vida una misteriosa orden genética le obligara a despertarse como si se tratase de la alarma de un reloj. — Ahora mostró también el dedo corazón —: Y dos, que el «elemento perturbador», la orden, o como diantres queramos llamarla, le llegue de fuera.
— ¿De fuera?
— Exactamente.
— ¿Cómo?
— Por el único camino que ha tenido para acceder a un lugar tan recóndito como pueda ser el hígado, el páncreas o el cerebro: a través de la sangre, que es el «vehículo conductor» capaz de llegar a cualquier rincón del cuerpo humano… ¿Me sigue?
— Le sigo.
— Imaginemos entonces que la solución estuviera, no en el «elemento perturbador», sino en ese «vehículo conductor». Si analizamos hasta las últimas consecuencias la sangre de ese murciélago tal vez estemos en disposición de descubrir por qué razón nunca se convierte en «vehículo conductor», sino que por el contrario actúa como una especie de policía que impide que las células reciban la perniciosa orden de empezar a multiplicarse de un modo descontrolado. — El español observó fijamente a su interlocutor al añadir con marcada intención —: Si eso fuera así, ¿qué es lo que habríamos conseguido?
— Una curación definitiva, o al menos, una vacuna perfecta.
— ¡Usted lo ha dicho! Y a la vista de ello recapacite y considere si valdría o no la pena emplear, no ya esos diez millones de dólares, sino hasta el último centavo de la fortuna de su jefe, en confirmar que pudiera ser así.
— ¡Naturalmente que vale la pena!
— ¡Pues no se hable más y pongámonos manos a la obra! Quiero qué me traiga el mejor microscopio y el mejor instrumental que sea capaz de encontrar, y quiero que telefonee a mi mujer y le diga que la echo mucho de menos, pero que no pienso volver hasta que todo esto haya acabado. Quiero que haga un montón de cosas volando a través de esas acojonantes montañas, pero quiero y le exijo, sobre todo, que mantenga la boca cerrada sobre cuanto le he contado… ¿Me da usted su palabra?
— La tiene.
— ¿Es hombre de fiar?
— Supongo que sí, pero si así no fuera le juro por mi vida que este caso lo sería, y si no cumplo mi palabra pido a Dios que me estrelle contra las nieves del Antisana.
— Y si no lo hace él seré yo quien le rompa la crisma, porque de lo que puede estar seguro es de que si alguien se entera antes de tiempo de lo que pretendemos, se apresurará a patentar todo lo patentable referente al Señor de las Tinieblas, con lo que el día de mañana se hará inmensamente rico especulando con la salud de millones de desgraciados.
— ¿Pueden hacerlo?
— Los multinacionales farmacéuticas pueden hacer lo que quieran si intuyen que van a obtener beneficios, porque lo que en verdad les importa no es que exista gente sana, sino que exista gente enferma que se convierta en sufridos clientes. — Abrió las manos en un gesto que denotaba evidencia al inquirir —: Explíqueme para qué sirve un medicamento si no existe un paciente.
— Nunca se me hubiera ocurrido pensar en ello.
— Pues ya va siendo hora de que lo piense porque si conseguimos un remedio o una vacuna contra el cáncer le vamos a evitar terribles sufrimientos a millones de
personas, pero al mismo tiempo vamos a perjudicar a gente muy poderosa.
— ¿Les cree capaces de intentar interferir en su trabajo?
— Les conozco desde que ingresé en la universidad y créame si le digo que a muchos de ellos les creo capaces incluso de atacar judicialmente al gobierno sudafricano por el simple hecho de que intentaba abaratar los precios de los fármacos necesarios para combatir la plaga de sida que está padeciendo.
— Algo he leído sobre eso — admitió el piloto.
— Pues imagínese lo que serían capaces de hacerle a un incordiante doctorcillo desconocido quienes estaban dispuestos a pleitear hasta las últimas consecuencias con tal de conseguir que miles de inocentes murieran entra espantosos dolores antes de admitir una rebaja en sus márgenes de beneficios.
— ¿Y usted piensa joderlos?
— Todo lo que esté en mi mano.
— ¡En ese caso cuente conmigo!
— Pues empiece a calentar motores porque en diez minutos le proporcionaré las instrucciones completas por escrito. Necesito que esta misma noche hasta el último gato que pueda sernos de utilidad se ponga en movimiento. — Le observó de medio lado al añadir —: Por cierto… ¿cuál es su tipo de sangre?
— Ya me extrañaba que no me lo hubiese preguntado. El mismo que la de don Horacio. Creo que le he cedido más de diez litros en los últimos meses.
— Pues antes de irse túmbese en ese camastro y remangúese la camisa.
El otro obedeció con gesto de resignación al tiempo que comentaba entre dientes:
— Empezaba a sospechar que en este maldito lugar no todos los vampiros vuelan. — Alzó la mano en señal de advertencia al puntualizar —: No se ensañe que me espera un largo viaje a gran altura y luego me dan vahídos.
— No se preocupe… Pero almuerce antes de irse.
Cuando, años más tarde, Bruno Guinea intentó recordar lo acontecido durante los confusos días que siguieron a la marcha de Nika Poliakov, se vio obligado a reconocer que le resultaba casi imposible ordenar sus ideas, puesto que cabía asegurar que aquellas semanas habían constituido una especie de enloquecido carrusel que le inclinaban a imaginar que en lugar de encontrarse en un tranquilo y perdido rincón de la selva ecuatoriana, se desesperaba cavando en mitad del desierto, a punto de sacar a la luz la momia del más antiguo y poderoso de los faraones.
Pero la fabulosa tumba repleta de misteriosos y maravillosos objetos de oro y diamantes no acababa de hacer su aparición.
Presentía que la tenía muy cerca, casi al alcance de la mano, pero una y otra vez se le escurría como la arena entre los dedos, dado que, pese a lo que en un principio había supuesto, la ansiada respuesta a todas sus preguntas no parecía esconderse en la sangre del Señor de las Tinieblas.
Cierto que dicha sangre era perfecta, y cierto también que regeneraba la de Horacio Guayas o la de cualquier otro ser humano o animal al que atacase, pero por más que la hubiese analizado de todas las formas y maneras conocidas y por conocer no advertía en ella elemento diferenciador alguno que le permitiera asegurar, sin miedo a equivocarse, que aquélla era la fórmula mágica que con tanto empeño andaban buscando.
Noches en claro y días en oscuro.
Desconcierto.
Esperanzas y desesperanzas consciente de la importancia del tema, por lo que hubo momentos en los que estuvo a punto de invocar al mismísimo Satanás suplicándole que acudiera en su ayuda, plenamente consciente de que cada día que pasaba era un día en el que cientos de personas fallecían víctimas de una dolorosa enfermedad que supuestamente estaba a punto de ser abolida.
¿A qué se debe tan cruel capricho si resulta evidente que ya me he dado por vencido? — se preguntaba—. ¿Qué necesidad existe de regodearse hasta tal punto en la victoria, cuando hace ya tiempo que he admitido mi derrota?
Con demasiada frecuencia suele ocurrir que un corredor de maratón desfallece en el instante de penetrar en el estadio, derrumbándose durante la última vuelta del recorrido tras haber soportado cuarenta kilómetros de dura lucha, y existe la creencia de que el simple hecho de vislumbrar la meta bloquea la mente impidiendo que se envíen nuevas órdenes a las piernas.
De igual modo, el Cantaclaro se sentía cada noche a punto de desfallecer tras haberse destrozado los ojos espiando a través del microscopio, siempre a la caza y captura de una proteína o una enzima que no hubiera visto nunca con anterioridad.
— ¡Paciencia! — le repetía una y otra vez el animoso Horacio Guayas que cada mañana amanecía más fuerte y más animoso—. Tenga paciencia porque resulta evidente que ya ha ganado esta batalla.
— Es posible que la haya ganado, pero aún no he ganado la guerra — le respondía el español—. Y lo peor del caso es que ni siquiera sé cómo he ganado esta batalla. Tengo la extraña impresión de estar dando la respuesta correcta a un problema del que ni tan siquiera conozco el enunciado.
— Acertada comparación — no pudo por menos que reconocer su interlocutor—. Pero a mi modo de ver resulta preferible resolver un problema sin saber cómo se ha hecho, que saber cómo se hace pero no ser capaz de dar nunca con la respuesta exacta.
— Eso estaría muy bien si el día de mañana no tuviera que dar explicaciones de cómo lo he conseguido — fue la rápida contestación—. Pero me gustaría saber con qué cara me presento ante la comunidad científica internacional argumentando que he encontrado un remedio contra el cáncer, pero que no tengo ni la más pajolera idea de en qué consiste el susodicho remedio.
— Creí que estaba convencido de que se encontraba en la sangre de esos murciélagos.
— Y lo estaba — admitió Bruno Guinea con desconcertante naturalidad—. Pero por más que busco no lo encuentro. Y sin esclarecer sin el menor lugar a dudas cuál es el «elemento diferenciador» mis teorías no resistirían un análisis serio. Y sin un análisis serio nadie admitirá que estoy en lo cierto.
— Yo soy la mejor demostración.
— ¿De qué? — quiso saber el Cantaclaro—. Usted quizá sirva para demostrar que cuando un enfermo terminal permite que cierto tipo de murciélago vampiro le ataque, experimenta una notable mejoría, pero dudo que podamos sacar de aquí a esos bichos para invitar a millones de pacientes a que se dejen morder.
— En eso le doy la razón.
— Lo que necesitamos es una fórmula química de indiscutible eficacia. Y hasta que no consiga aislar y sintetizar ese elemento diferenciador nada de cuanto exponga me será reconocido oficialmente.
— Me niego a aceptar que una simple fórmula pueda llegar a ser más creíble que la propia evidencia — sentenció el ecuatoriano.
— Olvida en qué mundo nos ha tocado vivir — le hizo notar Bruno Guinea—. Recuerdo que hace un par de años ingresó en el hospital un pobre hombre que debido a algún absurdo error burocrático había quedado registrado como fallecido en un accidente de tráfico. Para la Seguridad Social legalmente no existía, y por lo tanto resultó imposible darle nuevamente de alta con la suficiente rapidez como para que se autorizara la costosa operación a la que tenía que someterse. En definitiva, «murió por estar muerto», sin que sirviera de nada la evidencia de que se había estado paseando durante semanas por los pasillos del tercer piso.
— ¿Y qué podemos hacer?
— Seguir buscando — señaló el español—. No es algo que me moleste ni me inquiete en exceso, puesto que estoy convencido de que pronto o tarde llegaré al fondo de la cuestión. Lo que en realidad me duele, es saber que un tres por ciento de los seres humanos padecen actualmente algún tipo de cáncer, lo que significa que cada quince segundos alguien muere por su causa. Eso quiere decir que durante el tiempo de esta simple charla han desaparecido docenas de personas y muchas otras lloran a sus seres queridos. — Lanzó un sonoro reniego con el que pretendía dar suelta a su impotencia—. Y mientras eso ocurre yo continúo aquí, acariciando con la punta de los dedos la solución a tantos padecimientos, pero incapaz de materializarla pese a que la tengo delante de las narices.
— ¿Se siente culpable por esas muertes?
— En cierto modo.
— Pues no debería puesto que trabaja a todas horas y no creo que haya habido nunca nadie que se haya esforzado tanto por los demás. — Le observó con intención al inquirir —: ¿Por qué no le pide a su mujer que venga? Tal vez le ayude a relajarse.
— ¡Imposible! Ya la han operado una vez del corazón y no soportaría este clima, ni mucho menos esta altura. Y si de algo estoy seguro, es de que si algún día me falta, mi vida se habrá acabado.
Horacio Guayas guardó silencio unos instantes, sonrió apenas, y por último señaló:
— Hubiera dado cualquier cosa por experimentar algo así por alguna mujer, pero he de reconocer que únicamente me interesaban las que sabían abrir la boca para darme una buena mamada, y las que sabían abrirla para decir algo inteligente. Por desgracia tan sólo en una ocasión conocí a una capaz de hacer bien ambas cosas.
— ¿Y por qué no intentó conservarla?
— ¡Lo intenté! Vive Dios que lo intenté con todas mis fuerzas, pero resultó evidente que o mi inteligencia o mi polla se le quedaban pequeñas.
— Suele ocurrir que o la una o la otra no estén a la altura de las circunstancias — reconoció el español guiñándole un ojo—. Aunque me niego a admitir que fuera ese su caso. — Se puso en pie encaminándose a la puerta—. Y ahora siento tener que dejarle, pero me espera una larga jornada de trabajo.
La jornada resultó en efecto larga, dura e infructuosa, pero acabó de complicarse de forma harto notable en el momento mismo en que la ascética figura de Galo Zambrano se recortó en el quicio de la ventana del cuartucho para comentar con su profunda voz de siempre:
— Dos de los bichos han muerto.
— ¿Cómo dice? — se horrorizó Bruno Guinea.
— He dicho que dos de nuestros muy amados Señores de las Tinieblas acaban de sumergirse definitivamente en las tinieblas. — El guaquero hizo un inconfundible gesto con las manos indicando cómo un objeto se precipitaba con violencia al vacío—. Se desprendieron del techo y cayeron a plomo con un intervalo de no más de diez minutos.
— Pero ¿eso significa una catástrofe?
— Sobre todo para ellos. — El ecuatoriano cambió de tono para añadir con evidente preocupación —: Y lo peor del caso es que a mi modo de ver los que quedan no tardarán en seguir su ejemplo.
— ¿Y a qué lo atribuye?
— ¡Cualquiera sabe!
— Estaba convencido de que esos animales eran muy longevos.
— ¿Muy qué…?
— Longevos. Que viven mucho tiempo.
— Y normalmente lo son, pero ya le advertí que tenían todo el aspecto de no soportar el cautiverio. También entra dentro de lo posible que al morir la hembra el macho decidiera suicidarse, puesto que está claro que formaban pareja.
— ¡«Suicidio por amor entre vampiros»! — no pudo por menos que exclamar con evidente ironía Bruno Guinea—. Suena a título de película de terror.
— No me siento capaz de decir a lo que suena, puesto que hasta el día en que usted hizo su aparición por estas tierras a nadie le habían preocupado en absoluto esos sucios bichos. ¡Es más! no conozco una sola persona que le hubiera echado la vista encima a ninguno, ni puñetera falta que hacía. Pero ahora me temo que si pretendemos seguir adelante tendremos que volver a aquellas sucias cuevas, a cazar a unos cuantos.
— A veces creo que me adivina el pensamiento.
— No hace falta ser muy listo en este caso.
El español le guiñó un ojo al inquirir:
— ¿Animaría a su gente subir el precio hasta los diez mil dólares por cabeza?
— Animaría a un muerto — fue la honrada respuesta—. Me apuesto una bola a que ni un solo habitante de este pueblo ha conseguido reunir una suma semejante a todo lo largo de una vida de trabajo, lo cual significa que si capturan un par de murciélagos, aunque sea arriesgando el pellejo por los acantilados de la Caída del Infierno, podrán retirarse por el resto de sus días.
— ¿A qué esperamos entonces? — quiso saber su interlocutor al tiempo que alzaba el dedo como si se tratara de un toque de atención—. Y no olvide traerme los cadáveres de esos dos para diseccionarlos. Tal vez, con un poco de suerte, nos cuenten cómo se las arreglan para hacer lo que hacen.
— Muy pequeños se me antojan.
— Probablemente lo que andamos buscando es un millón de veces más pequeño.
— ¡Buen ojo va a necesitar en ese caso! — sentenció Galo Zambrano—. Pero aunque no le niego que cuando le conocí tuve la impresión de que no era más que un pobre chiflado que no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, con el tiempo me he convencido de que sabe muy bien lo que se hace.
— Le agradezco el cumplido, aunque no lo comparta. Me juego la cabeza a que el ciego que se sienta a la puerta de la iglesia da los palos con más tino de lo que los estoy dando yo en estos momentos.
— Pues afine la puntería porque son muchos los que se lo agradecerán — sentenció el ecuatoriano a modo de despedida.
Poco más tarde, y a la vista de los diminutos, fríos y rígidos cadáveres, Bruno Guinea se vio obligado a reconocer que ciertamente el «Desmodus rotundus» en su versión enana, era sin lugar a dudas el bicho más repulsivo que se hubiera echado nunca a la cara. A pesar de estar usando guantes de goma, el simple hecho de tocarlos le provocaba escalofríos, como si sospechara que, pese a estar indiscutiblemente muertos, fueran muy capaces de abrir de improviso los ojos, desnudar sus afilados colmillos y clavárselos en el cuello con el fin de robarle en un segundo hasta la última gota de sangre.
Y al observarlos ahora tan de cerca, incluso a él mismo, que tantas pruebas a favor había recibido, le costaba un gran esfuerzo aceptar que tal vez aquellos frágiles y hediondos cuerpecillos que comenzaban a descomponerse a marchas forzadas ocultaban un secreto por el que la inmensa mayoría de los seres humanos venían suspirando desde la noche de los tiempos, por lo que al decidirse a tomar el bisturí con el fin de realizar la primera incisión, advirtió que el pulso le temblaba.
«Un pequeño paso para el hombre, pero un gigantesco paso para la humanidad.»
Si la memoria no le fallaba, algo parecido dijo el primer astronauta que puso un pie sobre la Luna, y sin pretender hacer historia ni ponerse melodramático, aquel minúsculo corte que abría en dos a una sucia rata voladora, podía convertirse tal vez, en uno de los pasos más importantes que hubiera dado el ser humano, no en su eterna «búsqueda de la felicidad», sino en su eterna huida de la infelicidad.
Porque, curiosamente, se filosofaba mucho sobre el derecho a ser feliz, pero solía hablarse muy poco del derecho a limitarse a no ser desgraciado, cosa que, visto como andaba el mundo, constituía una humilde aspiración pero más que suficiente.
La mesa se cubrió muy pronto de sangre y le sorprendió constatar que, pese al tiempo que el animal llevaba muerto, aún continuaba pareciéndole una sangre excesivamente fluida.
Se esforzó por recordar sus tiempos de estudiante, cuando asistía a las detestables clases impartidas por un impasible catedrático que rajaba jóvenes cuerpos sin despegarse jamás un apagado cigarrillo de los labios, pero se vio obligado a reconocer que las interioridades de vampiro hematófago que tenía delante poco o nada tenían que ver con cuanto estudió su día sobre los órganos vitales de un ser humano.
— ¡La madre que lo parió! — no pudo por menos que exclamar en un determinado momento—. ¡Qué bicho tan raro!
Evidentemente, y tal como él mismo había asegurado, todos sus esfuerzos se centraban en dar palos de ciego buscando, con ayuda de una potente lupa y un microscopio, en qué rincón de aquel pútrido montón de carne y finísimos huesos residía el más ansiado de los secretos.
Pasaron tres días y tres noches.
En ese tiempo debieron de morir cientos de personas.
Cada vez que cerraba los ojos se sentía culpable.
Culpable de impotencia.
Otro minuto y quizá otro cadáver.
Alguien sufría en el tétrico Corredor de las Lágrimas.
Y en los mil corredores semejantes que por desgracia existían en mil hospitales diferentes.
Pero él continuaba allí, inclinado sobre los ya putrefactos despojos de aquellas recalcitrantes criaturas que se negaban una y otra vez a revelar en qué recóndito lugar de su absurda anatomía residía el misterio de su magia.
Por fin, durante la más calurosa hora del cuarto día, se encaminó al punto en el que Horacio Guayas leía a la sombra de un copudo samán, para entregarle un vaso de plástico en cuyo fondo se distinguía poco más de un centímetro de un líquido incoloro, inodoro e insípido.
— ¡Bébase esto! — pidió.
— ¿Qué es?
— Si se lo digo, tal vez no lo beba — fue la inquietante respuesta—. Pero si lo hace y no estoy en un error, entra dentro de lo posible que en un par de horas se encuentre definitivamente curado.
El ecuatoriano dudó tan sólo unos segundos, y tras sonreír apenas, comentó:
— Si está en un error, y no me cura, sino que por el contrario me mata, tenga presente que no le guardo rencor, y que no me arrepiento de haber confiado en usted, y haber hecho todo lo que he hecho. Mi vida ha cobrado un significado muy distinto desde que le conozco.
Bruno Guinea aguardó hasta cerciorarse de que no había dejado ni una sola gota del transparente líquido y tras lanzar un hondo suspiro con el que pretendía demostrar la magnitud de su agotamiento, hizo un leve gesto hacia el camino que nacía al otro lado del villorrio.
— Voy a la cascada, a darme un buen baño, porque necesito quitarme de encima este hedor a muerto y relajarme. Cuanto pueda ocurrir de aquí en adelante queda ya en manos del destino.
Se alejó muy despacio, casi incapaz de dar un solo paso, llegó al punto indicado, se despojó de toda la ropa, incluidos los zapatos, y se metió en la pequeña laguna, permitiendo que durante largo rato un chorro de frías aguas que descendían directamente de las nieves del Antisana cayera sobre su nuca y su espalda.
Luego se tumbó en una roca permitiendo que el furioso sol tropical de la cordillera andina le abrasase para contemplar en silencio la inmensidad de la planicie amazónica que se extendía a lo lejos hasta perderse de vista en el horizonte.
Un cóndor voló muy alto.
Le invadió una profunda tristeza que presentía que no le habría de abandonar por el resto de su vida.