Noche y día mantenían tres troncos en el fogón, y casi se veía arder las piedras de las paredes y el aire de su habitación se mantenía siempre seco. Alvin yacía inmóvil en su lecho. Su pierna derecha, pesada de tantas férulas y vendajes, lo hundía en la cama como si fuera un ancla que dejaba flotar el resto del cuerpo, a la deriva, rodando, meciéndose. Se sentía mareado y algo asqueado.
Pero casi no notaba el peso de la pierna, ni la sensación de mareo. El dolor era su enemigo. Le lanzaba puñaladas y pinchazos que le impedían abocar la mente a la tarea que le había encomendado Truecacuentos: curarse.
Pero el dolor también era su amigo. Construía un muro a su alrededor, de modo que apenas advertía que estaba en una casa, en una habitación, en un lecho.
El mundo exterior podía arder y reducirse a cenizas, que él no lo notaría. Lo que ahora exploraba era su mundo interior.
Truecacuentos no tenía idea de lo que se decía No era cuestión de formarse imágenes en la mente Su pierna no se compondría con sólo simular que estaba curada. Pero aun así, Truecacuentos estaba en el camino correcto.
Si Alvin podía descubrir senderos dentro de la roca, si podía detectar los sitios fuertes y débiles y enseñarles dónde romperse y dónde resistir, ¿por qué no habría de hacer lo mismo con su piel y sus huesos?
Pero había un problema: piel y huesos se confundían en una masa informe. La roca era siempre más o menos igual en todos lados, pero la piel cambiaba en cada capa y no era fácil imaginarse adonde iba cada cosa. Allí estaba, tendido, con los ojos cerrados, escrutando por primera vez su propia carne.
Al principio trató de seguir el dolor, pero eso no lo condujo a ninguna parte: sólo a donde todo se confundía aplastado y sajado, y no lograba distinguir lo de arriba de lo de abajo. Al cabo de un largo tiempo intentó una táctica distinta. Escuchó los latidos de su corazón. Al principio, el dolor siguió obstruyendo su labor, pero no tardó en concentrarse en el sonido. Si en el mundo exterior había ruidos, él no lo sabía, el dolor le impedía notarlo. Y el ritmo de los latidos de su corazón dejaba afuera el dolor, o al menos casi era así.
Siguió la senda de su propia sangre, la corriente inmensa y poderosa, y las más pequeñas. A veces se perdía. A veces irrumpía una punzada de dolor procedente de su pierna que exigía ser escuchada.
Pero, paso a paso, halló la ruta hasta la piel sana y el hueso entero de la otra pierna. Allí la sangre no era ni la mitad de impetuosa, pero lo condujo adonde deseaba ir. Descubrió todas las capas, como si la pierna fuera una cebolla. Aprendió el orden en que se disponían, vio cómo se unían los músculos, cómo se bifurcaban las pequeñas venas, cómo la piel e extendía tensa y firme.
Sólo entonces se encaminó hacia la pierna enferma. El retal de piel que Mamá le había cosido estaba casi muerto y comenzaba a pudrirse. Alvin supo lo que necesitaría para que cada parte pudiera sobrevivir. Encontró los extremos de las arterias alrededor de la herida y comenzó a inducirlos a que crecieran, así como hacía que las grietas viajaran a través de la piedra. Comparada con eso, la roca era asunto sencillo. Había que hacer una fisura, dejarla correr, y eso era todo. Con la carne viva era demasiado lento para su impaciencia, y no tardó en dejar de lado toda otra cosa que no fuera la arteria principal.
Comenzó a ver que se valía de fragmentos y pedazos de aquí y de allá para poder construir. Mucho de lo que sucedía era tan rápido, diminuto y complejo que excedía la capacidad de comprensión de Alvin. Pero pudo hacer que su cuerpo liberara lo que necesitaba la arteria para crecer. Podía enviarlo donde hacía falta, y al cabo de un rato logró enlazar la arteria con el tejido descompuesto. Le llevó su trabajo, pero finalmente dio con el extremo de una arteria cercenada y unió ambas partes para que la sangre fluyera al parche cosido.
Demasiado pronto, demasiado deprisa. Sintió calor en la pierna: la sangre se abalanzaba sobre lacarne muerta, se derramaba por una docena de sitios. No podía contener tanta sangre como le enviaba Más despacio, con calma… Siguió nuevamente el curso de la sangre y, esta vez, en lugar de dejarla manar a chorros, lo hizo gota a gota, y nuevamente se dedicó a ligar venas y arterias, tratando de que se parecieran al máximo a lo que había visto en la otra pierna.
Finalmente lo logró, más o menos. Ya podía contener el flujo normal de la sangre. Muchas partes del parche de piel revivieron a medida que la sangre comenzó a recorrerlo. Otras permanecieron inertes. Alvin siguió yendo y viniendo con la sangre, apartando las partes putrefactas y deshaciéndolas en fragmentos tan pequeños que casi no pudo reconocerlos. Pero sí reconocía las partes sanas, las ponía en funcionamiento y las hacía actuar. Por donde Alvin exploraba, la carne crecía.
Hasta que su mente se cansó de tanto pensar y trabajar y cayó dormido, muy a su pesar.
—No quiero despertarlo.
—No hay forma de cambiarle el vendaje sin tocarlo, Fe.
—Pues así sea. Ay, ten cuidado, Alvin. No, déjame a mí…
—He hecho esto antes…
—En terneros, Alvin, no en niños…
Al sintió que algo hacía presión sobre su pierna. Algo tironeaba allí de la piel. El dolor no era tan intenso como el día anterior. Pero era tal su cansancio que ni siquiera podía abrir los ojos. O hacer el menor ruido que permitiera saber a los otros que estaba despierto y que podía escucharlos.
—Santo cielo, Fe, debe de haber sangrado muchísimo durante la noche…
—Mamá, Mary dice que tengo que…
—-¡A callar y a volar de aquí, Cally! ¿No ves que tu madre está preocupada con…?
—No hase falta gritarle al pequeño, Alvin. Sólo tiene siete años.
—Siete años son suficientes para que mantenga cerrada la boca y deje en paz a los mayores cuando tienen cosas que… oh, mira eso…
—No puedo creerlo.
—Pensé que veríamos salir el pus como crema de la ubre…
—Más limpia imposible…
—¿Y quieres ver esto? La piel está comenzando a crecer. Tu costura debe haber prendido.
—Ni siquiera me atrevía a pensar que esa piel pudiese sobrevivir.
—Casi no se le ve el hueso por debajo.
—El señor nos está bendisiendo. Recé toda la noche, Alvin, y mira lo que ha hecho Dios.
—Bueno, tendrías que haber orado más fuerte y haber hecho que se curase de una vez. Necesito al niño para unas cuantas tareas.
—No empieses a blasfemar conmigo, Alvin Miller.
—Si hay algo que me saca de quicio es la forma que tiene Dios de andar siempre metiéndose en todo para llevarse los honores. Quizá Alvin sea un buen sanador. ¿No se te había ocurrido?
—Mira. Tus necedades están despertando al niño.
—Ve si quiere un vaso de agua.
—Pues se la pienso dar la quiera o no.
Alvin deseaba agua con todo su ser. Su cuerpo estaba seco, no sólo su boca. Necesitaba reponer lo que había perdido en sangre. Tragó toda la que pudo, de un jarro de latón que le acercaron a los labios. Buena parte del agua le corrió por el cuello y el rostro, pero ni siquiera lo notó. Lo que importaba era el agua que entraba en su vientre. Se recostó y trató de descubrir desde su interior cómo se encontraba la herida. Pero regresar allí era algo demasiado arduo, le era muy difícil concentrarse. Desistió a mitad de camino.
Volvió a despertar y pensó que debía de ser de noche, o que habían corrido las cortinas. No podía saberlo porque le era imposible abrir los ojos, y el dolor había regresado. Otra vez lo atenazaba igual que antes, o incluso más. La herida le picaba y casi no podía contener las ganas de rascarse. Pero al cabo de un tiempo pudo descubrir la herida y ayudar nuevamente a que las capas crecieran. Para cuando cayó dormido, había logrado formar una capa delgada y completa de piel sobre la herida. Por debajo, el cuerpo seguía trabajando para renovar los músculos desgarrados y soldar los huesos quebrados. Pero no habría más hemorragias ni heridas abiertas que pudieran infectarse.
—Mire esto, Truecacuentos. ¿Alguna vez ha visto algo así?
—Como la piel de un recién nacido…
—Tal vez esté loco, pero salvo por la tablilla no veo rasón para dejar vendada la pierna ya.
—No se ve ni rastro de la herida. Las vendas ya no hacen falta…
—Quizá mi esposa tenga razón, Truecacuentos. Acaso Dios haya hecho un milagro con mi hijo…
—Eso no demuestra nada. Cuando el niño despierte, tal vez sepa algo acerca de lo sucedido.
—Ni pensarlo. No ha abierto los ojos ni una sola ves.
—Hay algo seguro, señor Miller. El niño no ha de morir. Eso es más de lo que cabía pensar ayer.
—Yo ya pensaba en haser un cajón para enterrarlo, eso pensaba. No veía posibilidad de que siguiera con vida. ¿Y ahora quiere usté ver lo sano que está? Quisiera saber qué o quién está protegiéndolo…
—Sea lo que fuere, señor Miller, el niño es más fuerte. Eso es algo en lo que merece la pena pensar. Su protector partió la rueda en dos, pero Al la devolvió a su forma original y su protector no pudo hacer nada al respecto.
—¿Sabría lo que estaba hasiendo?
—Debe de tener cierta noción de sus poderes. Sabía lo que podía hacer con la piedra…
—Jamás oí hablar de un don como ése, para decírselo de una vez. Le conté a Fe lo que hiso con la piedra, cómo la talló sobre el dorso sin poner siquiera la herramienta sobre él, y ella me empesó a leer el Libro de Daniel y a exclamar que se está cumpliendo la profecía. Quería entrar corriendo en la habitación a advertir al niño sobre los pies debarro. ¿No es el colmo? La religión las vuelve locas. No conozco una sola mujer que no se hayavuelto loca con la religión…
La puerta se abrió.
—¡Largo de aquí! ¿Eres sordo o tendré que decírtelo veinte veces, Cally? ¿Dónde está su madre que no puede mantener a un mocoso de siete años fuera de…?
—Tenga paciencia con el niño, Miller. Se ha ido, de todas formas.
—No sé qué pasa con él. Desde que Al ha caído en cama veo su rostro por donde quiera que mire. Parece un sepulturero a la espera de un cliente.
—Tal vez le resulte extraño esto de que Alvin se haya herido.
—Con todas las veses que Alvin ha estado a punto de morir…
—Pero jamás se lastimó.
Se hizo un largo silencio.
—Truecacuentos…
—Diga, señor Miller.
—Aquí ha sido usté un amigo para nosotros, a veses a nuestro pesar. Pero me figuro que sigue siendo un viajero…
—Eso soy, señor Miller.
—Lo que quiero desirle… sin prisas, compréndame, pero si en los tiempos próximos piensa viajar más o menos con dirección este, ¿cree que podría llevar una carta por mí?
—Con mucho gusto. Y sin paga. Ni a usted ni a quien la reciba.
—-Es muy gentil de su parte. Estuve pensando en lo que dijo. Eso de que un niño necesita ser alejado de ciertos peligros. Y pensé, ¿dónde puede haber gentes a quienes pueda confiarles el niño? No tenemos parientes que valgan la pena en Nueva Inglaterra… Y en cualquier caso, tampoco quiero que al niño me lo críen como un puritano al borde del infierno.
—Me alegra oír eso, señor Miller, porque no tengo muchos deseos de volver a pisar Nueva Inglaterra.
—Si sigue el camino que hisimos al venir del oeste, tarde o temprano llegará a un sitio sobre el río Hatrack, unos cincuenta kilómetros al norte de Hio, no muy lejos de Fort Dekane. Allí hay una posada, o al menos la había, y fuera hay una sepultura donde se lee: «Vigor, quien murió para salvar a los suyos.»
—¿Quiere que lleve al niño?
—No, no. Nunca lo enviaría ahora que ha comensado a nevar. El agua…
—Comprendo.
—Allí hay un herrero, pensé que el niño podría trabajar de aprendiz. Alvin es joven, pero para su edá es corpulento, y calculo que a ese hombre le será de utilidá.
—¿Como aprendiz?
—Bueno, no voy a entregarlo como esclavo. Y no tengo dinero pá pagarle una escuela…
—Llevaré la carta. Pero espero poder quedarme hasta que el niño despierte y despedirme…
—No pensaba enviarlo hoy por la noche. Ni mañana, con semejante nieve de locos…
—No creía que se hubiese dado cuenta del tiempo que hace.
—Jamás dejo de darme cuenta cuando tengo agua bajo los pies. —Rió tristemente y se marchó de la habitación.
Alvin Júnior yacía en la cama, tratando de imaginar por qué razón Papá podría querer enviarlo a otro lugar. ¿Acaso no había dado lo mejor de sí durante toda su vida? ¿No había tratado de ayudar cuanto le había sido posible? ¿No había ido a la escuela del reverendo Thrower, aun cuando el predicador lo enfureciera o lo hiciera pasar por estúpido? Y lo principal de todo, ¿acaso no había extraído de la montaña una rueda de molino perfecta, conservándola intacta todo el tiempo y enseñándola por dónde debía ir, y finalmente arriesgando su propia pierna para que no se rompiera? Y ahora querían llevarlo lejos…
¡Aprendiz! ¡De herrero! Hasta ese día no había visto un sólo herrero en su vida. Tenían que cabalgar tres días para llegar a la herrería más cercana, y Papá nunca lo dejaba ir. En toda su vida jamás había estado a más de quince kilómetros de su hogar.
En realidad, cuanto más lo pensaba, más se enfurecía. Mira que les había pedido a Papá y Mamá que lo dejaran andar por el bosque solo, pero ellos, nada. Siempre tenía que ir alguien con él, como si fuera un cautivo o un esclavo que pensara escapar. Si tardaba más de cinco minutos en regresar de algún lado, ya estaban todos buscándolo. Jamás podía hacer viajes largos. Lo más lejos que había llegado era a la cantera, un par de veces. Y ahora, después de tenerlo encerrado toda su vida como un pavo de Navidad, se disponían a llevárselo al fin del mundo.
Era algo tan endiabladamente injusto que las lágrimas se le escaparon de los ojos y le rodaron por las mejillas hasta metérsele en los oídos, lo cual le hizo sentirse tan tonto que no le quedó más remedio que echarse a reír.
—¿De qué te ríes? —preguntó Cally. Alvin no le había oído entrar. —¿Estás mejor ahora? Ya no te sangra por ningún lado, Al.
Cally le tocó la mejilla. —¿Lloras porque te duele mucho? Alvin probablemente podría habérselo contado, pero le pareció un esfuerzo imposible abrir la boca y empujar las palabras, de modo que meneó la cabeza suave y lentamente.
—¿Te vas a morir, Alvin? —preguntó Cally. Volvió a sacudir la cabeza. —Ah… —dijo el pequeño. Parecía tan desilusionado que Alvin se sintió irritado. Lo suficiente como para abrir la boca después de todo.
—Lo siento —gruñó.
—No es justo —dijo Cally—. Yo no quería que te murieras, pero todos desían que ibas a morir. Y entonces pensé cómo sería si yo fuese de pronto el que todos cuidaban. Todos están siempre preocupados por ti, vigilándote, y cada vez que yo digo una palabra se ponen con que sal de aquí, Cally, cierra la boca, Cally, nadie te llamó, Cally, ¿no tendrías que estar en la cama, Cally? No lesimporta nada de lo que hago. Salvo cuando mepongo a pelear contigo, y entonces dicen: Cally, basta de peleas.
—Para ser un ratón de campo peleas realmente bien —quiso decir Alvin, pero no supo bien si había llegado a mover los labios.
—¿Sabes lo que hise una vez cuando tenía seis años? Me fui. Me perdí en el bosque. Caminé y caminé. Hasta cerré los ojos y di varias vueltas para estar seguro de perder la orientación. Debo haber estado perdido medio día. ¿Alguien vino por mí? Finalmente tuve que dar la vuelta y descubrir solo el camino de regreso. Nadie dijo: ¿dónde has estado todo el día, Cally? Lo único que dijo Mamá fue: tienes las manos susias como el trasero de un caballo flojo de vientre, ve a lavarte.
Alvin volvió a reír, y la risa silenciosa le hizo estremecer el pecho.
—Será divertido para ti. Todos te cuidan…
Esta vez Alvin se esforzó por emitir la voz.
—¿Quieres que me marche?
Cally tardó un buen rato en responder.
—No. ¿Con quién jugaría entonces? Con los zánganos de los primos. Entre ellos no hay uno solo que sepa luchar como se debe.
—Me marcho —susurró Alvin.
—De eso nada. Eres el séptimo hijo varón y jamás te dejarán partir.
—Me marcho…
—Claro que tal como hago las cuentas, el número siete vengo a ser yo. David, Calma, Mesura, previsión, Moderación, Alvin Júnior, que eres tú, y luego yo, es decir, siete.
—Y Vigor…
—Está muerto. Se murió hase mucho tiempo. Alguien tendría que decírselo a Ma y Pa.
Alvin yacía casi exhausto de las pocas palabras que había logrado articular. Cally no añadió mucho más después de aquello. Se quedó allí sentado, quietecito. Sosteniendo muy fuerte la mano de Alvin. Éste comenzó a perder la conciencia, de modo que no supo bien si Cally había hablado de verdad o si fue un sueño. Pero le oyó decir:
—No quiero que mueras nunca, Alvin. —Y luego agregar—: Ojalá yo fuera tú. —Pero de todas formas Alvin se perdió en sueños, y cuando volvió a despertar, no había nadie con él y la casa estaba en silencio. Sólo oía los sonidos de la noche: el viento entre las persianas, el tronco crepitando en la chimenea, los maderos encogiéndose de frío.
Una vez más, Alvin se internó en su cuerpo y se abrió paso hasta la herida. Pero en esta ocasión no había mucho que hacer con la piel y los músculos. Tuvo que trabajar sobre los huesos. Le sorprendió que fuera una masa tan esponjosa, cubierta de orificios y no sólida como la piedra de molino. Pero pronto aprendió a andar entre la masa del hueso para poder soldarlo.
Y sin embargo, algo no marchaba bien con ese hueso… Algo en la pierna enferma no lograba quedar igual que en la pierna sana. Pero era tan pequeño que no alcanzaba a distinguirlo. Sabía que eso, sea lo que fuere, estaba descomponiendo el hueso.
Era una diminuta zona enferma, pero no podía imaginarse cómo curarla. Era como tratar de recoger copos de nieve del suelo. Cada vez que uno creía haber cogido algo, se convertía en nada, o era tan pequeño que ni se veía.
Tal vez se vaya solo, pensó. Tal vez si todo lo demás se cura, ese sitio enfermo del hueso llegue a sanar por sí solo.
Eleanor se demoró en regresar de la casa de su madre. Soldado creía que una esposa debía tener fuertes lazos con su familia, pero llegar a casa al anochecer le parecía demasiado arriesgado.
—Se habla de que hay indios salvajes del sur —dijo Soldado de Dios—. Y tú paseándote por la oscuridad…
—Vine de prisa —se disculpó—. Y conozco el camino en la oscuridad…
—No es cuestión de conocer el camino —le dijo con severidad—. Los franceses ya han empezado a entregar armas de fuego a cambio de cabelleras de blancos. No tentarán a la gente del Profeta, pero habrá más de un choc-taw deseoso de llegarse hasta Fort Detroit y hacerse con algunas cabezas durante el trayecto.
—Alvin no va a morir —dijo Eleanor.
Soldado aborrecía su forma de cambiar de tema. Pero era tal noticia que no podía dejar de preguntar sobre ello.
—Entonces, ¿decidieron cortarle la pierna?
—He visto la pierna. Está mucho mejor. Y esta tarde Alvin Júnior estaba despierto. Hablé un rato con él.
—Me alegro de que haya despertado, Elly, de verdad. Pero no esperarás que esa pierna sane. Una herida tan importante puede que parezca en vías de curación durante un tiempo, pero no tardará en pudrirse.
—Esta vez no creo que eso suceda —comentó ella—. ¿Te preparo la cena?
—Debo haber comido dos panes enteros mientras iba de aquí para allá pensando a qué hora regresarías a casa.
—No es bueno que un hombre eche panza…
—Pues yo tengo la mía, y pide comida como la de cualquiera.
—Mamá me dio un queso. —Lo puso sobre la mesa.
Soldado de Dios tenía sus dudas. Pensaba que los quesos de Fe Miller resultaban tan buenos en gran parte porque debía de hacerle algo a la leche. En realidad, sobre las riberas del Wobbish, sobre Tippy-Canoe y sobre el Creek no había quesos mejores que los de ella.
Lo sacaba de quicio verse haciendo concesiones con la brujería. Y cuando estaba fuera de quicio, no podía dejar que nadie mintiera, aun cuando se daba cuenta de que Elly no quería hablar del tema.
—¿Por qué crees que la pierna no se pudrirá? —Se está curando muy deprisa —repuso ella.
— ¿Cuan deprisa?
—Hum… está casi curada.
—¿Casi?
La mujer se dio la vuelta, levantó los ojos al cielo y comenzó a cortar una manzana para comer con el queso.
—¿Qué quiere decir «casi»? ¿Cuan curada está?
—Ya está curada.
—¿Hace dos días que una rueda de molino le arranca la mitad delantera de la pierna y ya está curada?
—¿Sólo dos días? A mí me parece una semana…
—El calendario dice que han transcurrido dos días —reiteró Soldado de Dios—. Lo cual indica que allí han estado haciendo brujerías.
—Tal como yo leo en los evangelios, el que curaba a la gente no era ningún brujo, precisamente.
—¿Quién ha sido? No me digas que tu padre o tu madre de pronto fueron capaces de hacer algo tan poderoso. ¿Conjuraron a algún demonio?
Ella dio la vuelta, con el cuchillo en la mano, listo para cortar. Sus ojos relampaguearon.
—Papá no será de los que van muy a menudo a la iglesia, pero el diablo jamás ha puesto un pie en nuestra casa.
Eso no era lo que decía el reverendo Thrower, pero Soldado sabía que no debía sacar el tema a conversación.
—Entonces fue ese mendigo…
—Trabaja para ganarse su lecho y su comida. Tan duro como cualquiera.
—Dicen que conocía a ese brujo de Ben Franklin. Y a ese ateo de los Apalaches, Tom Jefferson.
—Cuenta buenas historias. Y tampoco él curó al niño.
—Pues bien, alguien lo hizo…
—Tal vez se curó él solo. De todas formas, la pierna aún está quebrada. De modo que no es un milagro ni nada de eso. Sólo se está curando deprisa.
—Aja. Tal vez se cure deprisa porque el diablo se ocupa de cuidar a los suyos…
Ella dio la vuelta y el hombre vio la expresión de sus ojos. Casi deseó no haberlo dicho. Pero, caracoles, el reverendo Thrower decía que el pequeño era más malo que la bestia del Apocalipsis.
Bestia o niño, seguía siendo el hermano de Elly, y aunque fuera la mujer más tranquila del mundo casi todo el rato, cuando se encolerizaba podía resultar terrorífica.
—Retira eso —dijo.
—Pero vaya tontería. ¿Cómo voy a retirar algo que ya he dicho?
—Diciendo que sabes que no es así.
—No sé, si es así o no es así. Dije tal vez, y si un hombre no puede decirle algún tal vez a su mujer cuando le viene en gana, más vale estar muerto.
—Sí, estoy de acuerdo en eso —replicó—. Y si no retiras lo que dijiste, desearás estar muerto. —Y comenzó a acercarse a él con dos mitades de manzana, una en cada mano.
Aun enfurecida de verdad, casi siempre que ella iba tras él de ese modo, si él la dejaba que lo persiguiera, terminaba riendo. Pero no esa vez. Le aplastó una parte de la manzana en el cabello y le arrojó la otra al cuerpo. Y luego se sentó en la habitación de arriba, llorando a moco tendido.
No era de las que lloran, por lo que Soldado entendió que se le había ido la mano.
—Retiro lo dicho, Elly —dijo—. Es un buen chico, lo sé.
—Ah, no me importa lo que pienses —se lamentó—. De todas formas, tú no sabes nada de nada.
No había muchos maridos que permitieran hablar de ese modo a sus mujeres sin cruzarles la cara de un revés. Soldado de Dios deseaba a veces que su esposa Elly agradeciera la ventaja de tener un marido cristiano.
—Sé un par de cosas, mujer —le respondió.
—Lo enviarán a otro lugar —contó Eleanor—. Cuando llegue la primavera, lo mandarán de aprendiz. No está muy contento, puedo asegurarlo, pero no se ha opuesto. Sólo está tendido en la cama, hablando en voz muy baja, pero mirándome a mí y a todos como si estuviese despidiéndose sin parar.
—¿Por qué quieren enviarlo a otro sitio?
—Ya te lo he dicho. Para que haga de aprendiz.
—Por la forma en que consienten a ese niño, apenas puedo creer que lo pierdan de vista…
—No hablan de nada cercano. Al otro lado del territorio del Hio, cerca de Fort Dekane, bien al este. A mitad de camino rumbo al océano…
—Sabes… si uno lo piensa, tiene sentido…
—¿Eso crees?
—Ahora que surgen problemas con los pieles rojas, quieren que desaparezca. Los demás pueden exponerse a recibir un flechazo en pleno rostro, pero nunca Alvin Júnior…
Ella lo miró con desprecio.
—A veces eres tan suspicaz que me dan ganas de vomitar, Soldado de Dios.
—Decir las cosas tal como son no es ser suspicaz.
—Tú no sabes distinguir una cosa real de una rutabaga…
—¿Vas a limpiar esta manzana con que me has embadurnado el pelo o tendré que hacer que me la laves con la lengua?
—Supongo que algo tendré que hacer con ella, o me ensuciarás todas las sábanas limpias.
Truecacuentos se sentía casi como un ladrón por llevarse tantas cosas consigo al partir. Dos pares de calcetines gruesos. Una manta nueva. Un abrigo de piel. Queso y cecina. Una buena piedra de afilar.
Y otras cosas que ellos ni siquiera imaginaban haberle dado. Un cuerpo descansado, libre de dolores y magulladuras. Un paso vivaz. El recuerdo de unos rostros sanos. Y relatos. Relatos atesorados en la parte sellada de su libro, que él mismo escribió. E historias verídicas penosamente escritas con sus propias manos.
Pero él los retribuyó con justicia. O se esforzó por hacerlo. Tejados reparados para el invierno y otros trabajos aquí y allá. Y más importante aún: habían visto un libro con la escritura del propio Ben Franklin, con frases de Tom Jefferson, Ben Arnold, Pat Henry, John Adams, Alex Hamilton. Hasta de Aaron Burr, de antes del duelo, y de Daniel Boone, de después. Antes de que llegara Truecacuentos, eran parte de su familia y parte del territorio del Wobbish y nada más. Ahora pertenecían a historias mucho más amplias. La guerra de la independencia de los Apalaches. El Pacto Americano. Vieron su propio periplo a través de la espesura como una huella entre muchas, y sintieron el vigor de la trama que formaban tantas hebras entretejidas. No era un tapiz, sino una alfombra. Una buena alfombra, sólida, gruesa, sobre la cual podrían transitar generaciones enteras de americanos que vendrían tras ellos. Allí había un poema; alguna vez se ocuparía de dar forma a ese poema.
Les dejó algunas cosas más. Un hijo amado que él mismo había apartado de una rueda de molino que caía. Un padre que ahora tenía fuerzas para alejar a su hijo antes de acabar con él. Un nombre para la pesadilla de un joven, para que pudiera comprender que su enemigo era real. Un aliento hecho susurro para que un niño herido se curara.
Y un único dibujo, grabado a fuego en una fina placa de roble con la punta de un cuchillo al rojo. Tendría que haber trabajado con cera y ácido sobre metal, pero en ese lugar no disponía de nada semejante. De modo que grabó las líneas sobre la madera e hizo lo que pudo. Era la imagen de un joven sorprendido en mitad del río durante una tormenta, atrapado entre las raíces de un árbol a la deriva, luchando por respirar, mirando la muerte de frente y sin temor. En la Academia de Artes de Lord Protector no habría ganado más que burlas, tal era su sencillez. Pero al verlo, la buena de Fe se echó a llorar y lo estrechó entre sus brazos, y sobre él derramó sus lágrimas como las últimas gotas que caen de los aleros después de la llovizna. Y Alvin padre al verlo, asintió y dijo:
—Ésta es su visión, Truecacuentos. Jamás lo ha visto, y sin embargo la expresión de su rostro fue esactamente ésta. Es Vigor. Es mi hijo… —Y luego también rompió a llorar.
Lo pusieron sobre la chimenea. Tal vez no fuera una obra de arte, pensó Truecacuentos, pero era verdad, y para estas gentes significaba más de lo que cualquier retrato representaría para un viejo lord o un parlamentario barrigudo de Londres, Camelot, París o Viena.
—La mañana está ya avanzada —dijo la buena de Fe—. Debe marcharse bastante antes de que oscurezca.
—No podéis culparme por no querer irme. Pero estoy feliz de que me hayáis confiado esta misión, y no os defraudaré. Se palmeó el bolsillo, donde llevaba la carta destinada al herrero del río Hatrack.
—No puede irse sin despedirse del niño —aseveró Miller.
Lo había postergado todo lo que le fue posible. Asintió una vez y luego se levantó de la cómoda silla que lo retenía junto al calor del hogar, para ir hacia la habitación donde había dormido los mejores sueños de su vida. Era bueno ver los ojos de Alvin Júnior bien abiertos y el rostro tan vivaz. Ya no tenía la expresión alicaída y desencajada de dolor que antes le viera. Pero el dolor seguía allí. Truecacuentos lo sabía.
—¿Te marchas? —le preguntó el pequeño.
—Ya me he ido. Sólo me faltaba decirte adiós.
Alvin parecía algo enfadado.
—¿Conque no piensas dejarme escribir en tu libro?
—Sabes bien que no todos lo hacen…
—Papá lo hizo. Y también Mamá.
—Y Cally.
—Apuesto a que debe ser gracioso —dijo Alvin—. Escribe como un… como un…
—Como un niño de siete años. —Era una reprimenda, pero Alvin no tenía intención de mostrarse rebelde con el hombre.
—¿Y entonces? ¿Por qué yo no? ¿Por qué sí Cally y yo no?
—Porque sólo dejo que los demás escriban lo más importante que han hecho o visto con sus propios ojos. ¿Qué habrías escrito tú?
—No lo sé. Tal vez habría contado lo de la piedra de molino.
Truecacuentos hizo un gesto elocuente.
—Entonces quizá contaría mi visión. Eso es importante. Tú mismo lo dijiste.
—Y eso ya está escrito en otra parte del libro…
—Quiero escribir en el libro —dijo—. Quiero que allí esté mi frase, junto con la de Ben el Hacedor…
—Todavía no —rehusó Truecacuentos.
—¿Cuándo?
—-Cuando hayas derrotado a ese Deshacedor, niño. Entonces te dejaré escribir en mi libro.
—¿Y si nunca lo derroto?
—Ah… En ese caso no creo que este libro sirva de mucho…
Los ojos de Alvin se llenaron de lágrimas.
—¿Y si muero?
Truecacuentos sintió un escalofrío de miedo.
—¿Cómo va tu pierna?
El niño se encogió de hombros. Parpadeó y las lágrimas desaparecieron.
—Eso no es una respuesta, niño.
—No dejará de doler.
—Así será hasta que el hueso termine de soldar.
Alvin sonrió lánguidamente.
—El hueso ya está soldado.
—¿Y entonces por qué no caminas?
—Me duele, Truecacuentos. El dolor jamás se va. En el hueso ha quedado un sitio malo, y no he podido descubrir cómo curarlo.
—Encontrarás la forma.
—Todavía no la he encontrado.
—Un viejo cazador de pieles me dijo una vez: «No importa si uno empieza por el esternón o por el trasero; cualquier forma de desollar a una pantera está bien.»
—¿Es un proverbio?
—Casi. Encontrarás una forma, aun cuando no sea la que esperas.
—Nada es lo que espero —dijo el niño—. Nada resulta como lo imaginé.
—Tienes diez años, amigo. ¿Ya estás cansado del mundo?
Alvin no cesaba de enroscar sábanas y frazadas entre los dedos.
—Truecacuentos, voy a morir…
Truecacuentos estudió su rostro, tratando de hallar en él la muerte. Pero no la encontró.
—No lo creo.
—Ese sitio malo en la pierna… Está creciendo. Lentamente, pero está creciendo. Es invisible, y va comiendo las partes duras del hueso. Dentro de un tiempo lo hará más rápido y más rápido y…
—Y te Deshará.
Alvin comenzó a llorar, y esta vez de verdad. Sus manos temblaban.
—Tengo miedo de morir, Truecacuentos, pero lo tengo dentro y no puedo hacer que se vaya…
Truecacuentos posó su mano sobre la del niño para acallar su temblor.
—Encontrarás el modo. Tienes mucho por hacer en este mundo para morir tan pronto.
—Es la idiotez más grande que he oído este año. Porque alguien tenga que hacer muchas cosas no se salvará de morir…
—Pero eso significa que no morirá de buena gana.
—Yo no tengo ganas de morir.
—Por eso hallarás la manera de vivir.
Alvin permaneció en silencio unos instantes.
—He estado pensando. En qué haré si sobrevivo. Como lo que he hecho para que mi pierna se compusiera. Puedo hacerlo por los demás, ¿no puedo posar mis manos sobre ellos y sentir cómo son por dentro, y arreglar lo que esté mal. ¿No sería algo bueno?
—Todos aquellos a quienes curaras te adorarían por ello.
—Supongo que la primera vez habrá sido la más difícil. Y cuando lo hice no estaba precisamente en forma. Seguro que puedo hacerlo más rápido con los demás…
—Tal vez. Pero aun cuando cures a cien enfermos por día, y vayas al pueblo vecino y cures a otros cien, habrá diez mil que morirán detrás de ti, y diez mil más adelante, y para cuando mueras, también lo habrán hecho casi todos los que curaste. Alvin apartó la mirada.
—Si sé cómo curarlos, Truecacuentos, debo hacerlo.
—Debes curar a quienes puedas sanar. Pero ésa no ha de ser la labor de tu vida. Ladrillos del muro, Alvin, eso es lo que serán. Nunca llegarás a tiempo si piensas reparar los ladrillos en ruinas. Cura a los que se crucen en tu camino, pero la labor de tu vida es mucho más profunda que ésa.
—Sé cómo curar a la gente. Pero no sé como derrotar al Des… al Deshacedor. Ni siquiera sé lo que es.
—Aun así, mientras seas el único capaz de verlo, también serás el único que pueda tener esperanzas de vencerlo.
—Tal vez.
Se hizo otro largo silencio. Truecacuentos sabía que era el momento de marcharse.
—Espera…
—Debo irme ya.
Alvin lo aferró de la manga.
—Todavía no.
—Ya es hora.
—Al menos… al menos déjame leer lo que han escrito los demás.
Truecacuentos tomó su morral y extrajo el estuche con el libro.
—No puedo prometerte explicar lo que han querido decir—le previno, mientras sacaba el libro de la cubierta que lo protegía de la humedad.
Alvin no tardó en encontrar las frases más recientes.
Con la letra de su madre: «Vigor empuja un tronco y no muere asta que el niño nasió.»
Con la escritura de David: «Una piedra de molino se habré en dos y luego estaba hunida otra ves sin una sola raja.»
Con los trazos de Cally: «Un sétimo ijo.»
Alvin levantó la vista.
—No está hablando de mí, ¿sabes?
—Lo sé —dijo Truecacuentos.
Alvin volvió a posar los ojos sobre el libro. Y con letra de su padre: «No mata a un ninio porque un estraño yega a tiempo.»
—¿De qué habla Papá? —preguntó Alvin.
Truecacuentos tomó el libro en sus manos y lo cerró.
—Encuentra la forma de curar esa pierna —le dijo. Hay muchas más almas que tú que necesitan que esté bien fuerte. No es por tu propio bien, ¿recuerdas?
Se inclinó y besó al niño en la frente. Alvin extendió sus brazos y lo aferró con todas sus fuerzas, y se colgó de él con tal desesperación que Truecacuentos no pudo incorporarse sin levantar al niño consigo. Al cabo de un tiempo, tuvo que separar los brazos del pequeño de su cuello. En su mejilla sintió la humedad de las lágrimas de Alvin. pero no se limpió el rostro. Dejó que la brisa las secara mientras avanzaba lentamente por el sendero yermo y helado, a izquierda y derecha del cual se extendían campos de nieve medio derretida.
Se detuvo un instante sobre el segundo puente cubierto. El tiempo preciso para preguntarse si alguna vez volvería a este lugar, o si los vería nuevamente. O si podría incluir en su libro la frase de Alvin Júnior. Si fuera profeta lo sabría. Pero no tenía la más mínima idea.
Echó a andar, y sus pies se encaminaron hacia la montaña.