CUARTA PARTE 1940–1941

1

Declaración de Samuel D. Levy a Stuart Gratton,

julio de 1999


Asunto: teniente de aviación J.L. Sawyer,

del Escuadrón 148 de la RAF


Mi primera impresión de Jack (J.L.) Sawyer fue completamente favorable. Yo había sido destinado al Escuadrón 148 junto con otros hombres en mi misma situación, tras superar la manera tan curiosa e informal que la RAF tenía para seleccionar las tripulaciones de los aviones. Nos mandaban a todos al hangar de instrucción para que nosotros mismos formáramos las tripulaciones. Me fijé en J.L. en cuanto entró en el hangar, en parte debido a que él era oficial —en los primeros meses de la guerra, la mayor parte de los hombres reclutados para volar en operaciones éramos de «otros rangos», por eso J.L. llamaba la atención— pero también porque era un oficial de carrera, no de la reserva. Asumí inmediatamente que yo era demasiado poca cosa para integrar su tripulación. Él había estado charlando con un joven y alto oficial que llevaba el distintivo de ingeniero de vuelo, pero después vino directo a mí con expresión amistosa en el rostro.

—Usted es navegante, ¿no es así? —dijo.

Habló con una voz agradable —ese tipo de voz que la gente como yo en esos días llamaba «tono BBC»— aunque alegremente cantarina, con lo que daba la impresión de estarse burlando levemente de sí mismo. Era un tipo bien formado; tenía anchos hombros, espalda larga y brazos musculosos y una forma de caminar propia de un atleta. Más tarde me enteré de que había competido en la olimpiada, pero en ese momento todavía no lo sabía. Todo lo que percibí ese día era que a su alrededor flotaba un aura de confianza en sí mismo que sugería una suerte de fuerza interior. Mis instintos me dijeron que esa persona me gustaba, que en su avión podría estar seguro.

—Sí, señor —dije—. Sargento Sam Levy, señor.

—Cuando volamos, no tenemos en cuenta los rangos —dijo J.L.—. ¿Cómo le fue en la instrucción?

—Muy bien, me parece. Me perdí sólo una vez.

—¿Cómo se las arregló en esa ocasión?

—Encontramos una pista y aterrizamos, después telefoneamos a la base. Ellos nos dieron el rumbo correcto para regresar a casa. Era la primera vez que pilotaba un avión yo solo y desde entonces no me ha vuelto a suceder.

—¡Al menos, usted es sincero! ¿Dé dónde es?

—Soy londinense —dije—. De Tottenham.

—Yo nací en Gloucestershire. Me llamo J.L. Sawyer. ¿Quiere probar suerte conmigo?

—¡Sí, me encantaría! —respondí—. En la escuela de navegación dicen que todo el mundo se pierde una vez. No va a convertirse en un hábito.

Él se rió al oír esto, me pasó un brazo sobre los hombros y me llevó a conocer al ingeniero de vuelo, el brigada John Skinner, o «Lofty», como luego lo llamábamos. Con la misma informalidad, pronto encontramos al resto de los muchachos necesarios para formar una tripulación. Un rato antes, yo había estado hablando con el oficial de bombardeo australiano Ted Burrage, entonces se unió a nosotros; él conocía a un artillero polaco llamado Kris Galasckja y a un joven compañero procedente de Canadá, Colin Anderson, que era operador de radio. Con la tripulación formada, los seis salimos hacia la cantina para tomar una taza de té y empezar a conocernos.

J.L. me pareció el típico «RAF»: era guapo, llevaba la gorra ladeada con gracia, estaba obsesionado por volar, empleaba la jerga de la RAF con tranquila familiaridad, movía las manos para describir los movimientos de un avión, tenía experiencia de combate, conocimiento de los objetivos y los métodos de bombardeo y muchos buenos consejos para los reclutas novatos como nosotros. Incluso nos contó que había estado en Alemania y que había visto al mismísimo Hitler. Antes de dormirme esa noche, me felicité por haber encontrado un comandante de primera.

Cuatro semanas más tarde, después de haber completado las intensivas pruebas de navegación, artillería y bombardeo, nos sentíamos como si fuéramos una tripulación. La experiencia de J.L. era invalorable. Había participado en misiones diurnas, algo con lo que se ganó nuestro respeto: todos sabíamos lo peligrosos que habían sido esos vuelos. Después, participó en varios barridos en busca de barcos; de nuevo, una actividad que le había dado una amplia experiencia de vuelo sobre el mar, algo que nos venía muy bien. Para los criterios de tiempo de guerra de la RAF, él era un veterano en el juego del bombardeo, equipado de salida con once misiones completadas. Era un líder nato y se ganó nuestro respeto desde el primer momento.

Después de las pruebas, nos asignaron un Wellington, el A-Able. En la última semana de agosto de 1940, partimos en nuestra primera misión como tripulación. Era un ataque contra algún sitio en el Ruhr. No me importa admitir que estaba aterrorizado. Incluso, en ese momento, no supe si habíamos dado en el blanco o no. A la noche siguiente nos enviaron a atacar un aeródromo en los Países Bajos. Hubo más incursiones, y ésa fue nuestra vida en las semanas y meses siguientes: una constante ronda de instrucción, preparaciones, esperas y ataques. Fue un tiempo duro, frío, aterrador, agotador. Pero creo que hablo en nombre de todos los hombres que estábamos con J.L. cuando digo que ninguno de nosotros hubiera cambiado nada de aquello.

2

Sin embargo, durante varias semanas del invierno y la primavera de 1941, creo, estuve convencido de que J.L. se estaba resquebrajando a causa del estrés. Una cierta dosis de comportamiento extraño iba asociada al trabajo que hacíamos. Se solía decir que había que estar loco para presentarse como voluntario para el servicio activo, pero eso era sólo parcialmente verdad, casi una excusa. La mayor parte de nosotros habíamos sido reclutados pero, eso sí, deseando serlo, conscientes de que teníamos nuestra contribución que hacer en aquella guerra. Nos sentíamos atraídos por el sentimiento de estar desafiando a Hitler, lo que era un hecho de la vida de aquellos tiempos. En cuanto a lo de ofrecerse para las misiones: si hay que decir la verdad, muchos de nosotros pensábamos en secreto que nos llevábamos la mejor parte. Ninguno hubiera cambiado lo que hacía por el trabajo de los equipos de tierra, pongamos por caso. Ellos corrían menospeligro, pero trabajaban largas y duras horas, a la intemperie hiciera el tiempo que hiciese, una ronda cotidiana de tareas muy poco estimulantes. Nosotros queríamos un poco de acción, un poco de glamour y, a pesar de que la realidad de integrar una tripulación aérea no era nada glamouroso, nosotros éramos los únicos que lo sabíamos. Volar en un bombardero era un elemento seguro para impresionar a las chicas, por ejemplo.

El problema real era el marcado contraste entre la inactividad de la mayor parte de los días y el peligro de algunas de las noches. Muchos hombres desarrollaron una reputación de comportamiento extraño, rozando la excentricidad o la rareza. Después de un tiempo, uno ya no se fijaba en el artillero de cola el que siempre andaba por ahí con el pasamontañas puesto, ni el hombre que silbaba entre dientes quedamente durante toda la reunión antes de cada salida, ni en el ingeniero de vuelo que rechazaba categóricamente quitarse la cazadora de cuero, incluso para irse a dormir. Todos llevaban particulares amuletos para la buena suerte; a veces, cuando uno de esos chismes se perdía, algunos eran capaces de pasarse horas buscándolo frenéticamente. Había quienes, entre una misión y otra, se encerraban en sí mismos o se volvían agresivos o incluso se transformaban en desaforados extrovertidos antes del despegue. En las noches que no teníamos que volar, la mayor parte de nosotros íbamos al casino de oficiales y bebíamos como cosacos; las borracheras no sólo eran toleradas por nuestros oficiales superiores, sino que incluso llegamos a pensar que era lo que esperaban de nosotros.

Así pues, el comportamiento extraño era lo normal, nada que diera lugar a comentarios. A menos, es verdad, que ese comportamiento se diera en un miembro de tu propia tripulación. Entonces, si tu seguridad en el aire podía estar en peligro, empezabas a preocuparte.

Esto fue lo que empezó a pasarme con respecto a J.L. Noté que, bastante a menudo, abandonaba la base sin decirnos adónde iba, algunas veces —al menos que yo supiera— sin contar con el permiso de los superiores. No hablaba con nadie acerca de estas actividades y de otros asuntos. Las cosas llegaron al colmo cuando Kris Galasckja, nuestro artillero de cola, comentó que, sin querer, había oído a J.L., hablando por teléfono, y que le había parecido que lo hacía en alemán.

Lofty Skinner era el segundo en antigüedad de la tripulación, por eso fue el primero con quien comenté algo. Resultó que él también había estado observando el comportamiento de J.L. Así pues, una tarde lo acorralamos en el bar y le preguntamos directamente qué estaba pasando. Al principio se sorprendió, después pareció aliviado y admitió que se alegraba de que se lo preguntáramos. Nos dijo que había algo que, por varias razones, él intentaba mantener oculto. Nos pidió que la cosa quedara entre nosotros. Nos contó que estaba casado desde antes del comienzo de la guerra. Él sabía que eso no era una situación especial, pero dijo que él y su mujer habían pasado un tiempo intentando tener familia. Ahora, ella estaba embarazada, y esperaban que la criatura naciera en mayo.

Los primeros dos o tres meses de embarazo habían pasado sin problemas, pero últimamente ella había empezado a no encontrarse muy bien. Le había subido la tensión arterial y otras complicaciones.

—Debido a la guerra y a las dificultades que supone estar fuera de casa, me estoy volviendo loco de preocupación por ella.

—¿Y no tendría que estar en un hospital? —le pregunté.

—Sí, por supuesto. Pero vivimos cerca de Manchester y, a causa de la guerra, los hospitales están al límite. Se hace todo lo posible para mantener en su casa a las embarazadas.

Nos explicó que su casa estaba muy aislada, en un pueblo de Cheshire junto a los Peninos, que no tenía teléfono ni muchas de las comodidades modernas. J.L. nos dijo que un piloto le prestaba una motocicleta y que él la utilizaba para ir a ver a su esposa. Cada vez que veía que había una oportunidad, dijo, saltaba sobre la moto y se iba a casa tan velozmente como podía. Siempre se aseguraba de regresar con tiempo a la base y, como para nosotros, la seguridad de la tripulación era su prioridad.

—Capi, eso no está bien —dijo Lofty—. Algunos oficiales están casados y han traído a su mujer a vivir cerca del aeródromo. ¿Por qué no puedes hacer eso? En el hospital de Barnham hay una buena maternidad y todo lo que tu mujer puede necesitar. ¿Por qué no nos has dicho nada hasta ahora?

—No era vuestro problema.

—Es nuestro problema, J.L. Si estás cansado después de viajar en motocicleta por media Inglaterra para llegar a tiempo, si tu mente está en otra cosa mientras estamos en un ataque, no estarás en condiciones.

—¿Habéis sentido alguna vez que os haya puesto en peligro?

—No —dijo Lofty, y yo tuve que estar de acuerdo con él.

—Entonces, ¿podemos dejar todo esto?

—Todavía hay algo que no me parece bien. ¿Por qué tienes que ser tan reservado? ¿El comandante del escuadrón está enterado de lo que pasa?

—No —dijo J.L.—. No lo sabe.

—¿Y por qué no?

—Nunca llegué a mencionárselo.

Lofty volvió a hablar.

—J.L., ¿tú hablas alemán?

—Sí, ¿qué tiene eso de malo?

—Sam, cuéntale.

—El otro día, sin querer, Kris te oyó cuando estabas al teléfono. Dijo que estabas hablando en alemán.

—Seguramente estaba haciendo una de mis regulares llamadas a Adolf Hitler para contarle todo sobre el próximo ataque. —J.L. nos sonrió, después bebió un largo trago de cerveza—. Está bien, os diré lo que falta. Mi esposa nació en Alemania. Algunas veces, hablo con ella en su propia lengua.

—¿Tu mujer es alemana? —dije yo, asombrado por la revelación.

—No, es británica, pero nació en Alemania. En 1936 vino a Inglaterra y se nacionalizó poco después de que nos casáramos. Os podría contar mucho sobre ella, pero desde que empezó la guerra me pareció que cuanto menos hablara de su origen, tanto mejor. Tenemos un poco de jaleo por esta cuestión. Ya habéis oído los rumores sobre la quinta columna. A causa de esos rumores, el gobierno está internando a los nacidos en Alemania y a cualquiera con una remota conexión con ese país. Bueno, lamento decirlo, pero mi mujer está en esa lista. Sólo el hecho de que esté embarazada y su marido sea un oficial en servicio de la RAF la mantiene a salvo del internamiento. O, al menos, esoes lo que sospecho.

Nos quedamos en silencio un momento. En parte estaba deseando que nos hubiéramos guardado nuestros temores para nosotros mismos, pero al menos ahora todo estaba a la vista. Cada vez que cogía el vaso para beber aprovechaba el movimiento para mirar a J.L. Algo en él parecía haber cambiado: parecía más pequeño, más humano y vulnerable. Nos había mostrado, a Lofty y a mí, algo de sí mismo y al hacerlo había perdido parte del don que tanto me había impresionado. Decidí que no quería oír ni una palabra más de su vida privada. Estaba pensando en la próxima vez que necesitáramos depositar nuestra fe en su juicio y sus conocimientos de vuelo, en si me sentiría capaz de obedecer sus órdenes sin dudar ni cuestionarlas. Sería arriesgado llevar demasiado lejos aquel interrogatorio si eso minaba la autoridad de que gozaba y la diligencia con que le obedecíamos.

3

Pasamos sin inconvenientes por esa etapa de la guerra, salvo algunas sorpresas desagradables. Una noche, volando sobre Gelsenkirchen, un proyectil antiaéreo se llevó parte del estabilizador de cola. Kris Galasckja, en la torreta de popa, estuvo sudando media hora —no era para menos, la parte dañada de la cola estaba a muy poca distancia de su cabeza— pero, aparte de hacer que el avión se sacudiera terriblemente cada vez que virábamos, no pasó nada grave. Otra noche, volviendo de otra misión sin incidentes sobre Kiel, nuestro Wellington fue atacado por un caza enemigo mientras intentábamos aterrizar en el aeródromo. J.L. consiguió controlar el avión, abortó el aterrizaje y para cuando hubo completado un círculo para un nuevo intento, el intruso había desaparecido, asustado por nuestro fuego antiaéreo de tierra.

Poco a poco, las noches se fueron haciendo más cortas, y el clima —al menos en tierra—, más templado. El acortamiento de las noches era una buena noticia para nosotros. Eso quería decir que seríamos enviados a objetivos que necesitaran menos tiempo de vuelo, en lugar de internarnos profundamente en Alemania. Llevábamos a cabo misiones sobre puertos del mar del Norte, bases militares en los países ocupados o ciudades industriales del noreste de Alemania.

El comportamiento extraño de J.L. continuaba, pero tomó un cariz un poco diferente.

Una tarde, por ejemplo, conseguí que me llevaran a Barnham, la ciudad más cercana a la base. Yo ya estaba completamente harto de tener los pies fríos durante nuestras largas horas de vuelo. Los calcetines estándar de que nos proveía la RAF eran demasiado finos. Aunque me pusiera varios pares y luego las botas de vuelo, no conseguía tener los pies bastante calientes. Estuve dando vueltas por las tiendas tratando de encontrar unos calcetines de lana. La provisión de invierno había sido escasa, como lo había sido prácticamente la de todo lo que tuviéramos que ponernos. Vi a J.L. viniendo por la acera de enfrente, en dirección contraria a la mía. Estábamos demasiado lejos como para hablarnos, pero ciertamente se trataba de él. Como él iba mirando a su alrededor, nuestras miradas se cruzaron. Yo levanté la mano para saludarlo, pero él no respondió y continuó andando.

Este encuentro me pareció muy extraño por dos razones. Esa noche teníamos una misión; justamente por eso yo había ido esa tarde a comprar unos calcetines. J.L. estaba en la base con el resto de la tripulación. Yo había comido con él en la cantina y, de hecho, había estado hablando con él junto al portón principal de la base antes de saltar al camión que me iba a llevar a Barnham. J.L. no había viajado conmigo, por esome sorprendió verlo de nuevo tan pronto. La segunda razón era que iba vestido de paisano.

Seguí mi camino, encontré una tienda, utilicé mis cupones de ropa para comprar dos pares de los calcetines que yo quería y estuve de regreso en la base con tiempo suficiente para tomar una taza de té con los demás. Vi a J.L. inmediatamente después de llegar, pero me pareció que no valía la pena mencionar el incidente y pronto lo olvidé. Tratando de atacar al crucero alemán Gneisenau, esa noche fuimos a los muelles de Brest.

La tarde del día siguiente, me encontré con Lofty, quien me preguntó si había visto a J.L. por algún lado. Le dije que no. Lofty me dijo que había un mensaje del Grupo para él, pero que no lo encontraba en el casino de oficiales, ni en su cuarto. Los mecánicos de tierra no lo habían visto y, según la guardia, no había salido de la base. El día siguiente volvimos a ver a J.L.; estaba fuera de la cantina, hablando con otro piloto.

Un atardecer de mediados de abril, a Lofty y a mí nos tocó la habitual patrulla perimetral. La comprobación de la valla se hacía dos veces cada día y era una de las rutinas de servicio más impopulares, sobre todo en invierno. Por turnos, todas las tripulaciones debían llevarla a cabo. Consistía en una larga caminata —de casi dos horas— alrededor del aeródromo para verificar no sólo que la valla estuviera intacta y que no hubiera claros indicios de que alguien había tratado de entrar, sino también el funcionamiento de las luces de navegación y aterrizaje. Debido a los cazas alemanes, de hecho, esas luces eran rara o selectivamente usadas; podían encenderse para aterrizajes nocturnos o de emergencia, cuando eran imprescindibles.

Estábamos en el extremo más lejano, el del oeste, del aeródromo; es decir, lo más lejos de los edificios administrativos y operativos que se podía llegar. Allí, el terreno libre se internaba en el campo. A un lado, a cierta distancia, separada de nosotros por un prado y algunos setos, pasaba una carretera principal. Al otro lado había algunas manchas de bosque denso. De pronto, Lofty me tocó en el brazo.

—Mira, Sam —me dijo señalando hacia delante—. ¿Ése no es el capitán?

Delante de nosotros veíamos una figura masculina apenas identificable, de pie entre los árboles que crecían junto a la valla. Estaba demasiado lejos para distinguir con claridad sus rasgos, pero su tamaño y su planta nos eran familiares, e inmediatamente lo reconocimos: en efecto, era J.L. No iba de uniforme; en su lugar, llevaba un abrigo de color marrón oscuro. Cuando lo vimos por primera vez parecía no haber notado nuestra presencia, pero cuando nos acercamos más, nos lanzó una rápida ojeada y se escabulló entre los árboles. Cuando llegamos a donde lo habíamos visto, ya no había señales de él.

Lo que puede parecer raro es que ni Lofty ni yo comentáramos nada sobre lo que habíamos visto. En ese momento lo encontré extraño, sobre todo la falta de reacción de Lofty. ¿Sabría él algo que yo no sabía? ¿Me habría equivocado al identificar a aquel hombre? ¿Estaría esperando Lofty que yo dijera algo? Y otras preguntas de este estilo. Tres cuartos de hora más tarde estábamos de vuelta en la base del escuadrón.

Poco después, tras entregar los fusiles a la guardia, íbamos caminando hacia el casino de oficiales y casi la primera persona que vimos fue J.L. Otra vez llevaba el uniforme de la RAF. No dijo una palabra del incidente junto a la valla.

Después de eso, le dije a Lofty:

—Ese que estaba entre los árboles era J.L., ¿no es cierto?

Obviamente, él entendió inmediatamente lo que yo quería decir.

—Sí. ¿Tienes alguna idea de en qué andaría?

—Ni zorra idea.

—Esta mañana he estado hablando con Ted. Me dijo que había visto a J.L. dando vueltas por fuera, cerca de la guardia en la entrada de la base.

—No hay una razón para que no lo haga —dije.

—Es cierto. Pero tampoco hay una razón para que lo haga.

—¡Mierda! —dije yo—. Pero aún es un buen piloto.

—Sí.

4

La última semana de abril conseguí un permiso de fin de semana, y me fui a casa de mis padres, en el norte de Londres. Una de mis hermanas, Sara, se había enrolado en el Servicio Auxiliar de Enfermería y había sido enviada a un hospital de Liverpool. Ese fin de semana, antes de partir hacia allá, ella estaba también en la casa. Todos nos sentíamos preocupados por ella porque, en ese momento, los bombardeos nocturnos estaban en su punto álgido y las ciudades portuarias eran atacadas de forma regular. Churchill continuaba controlando completamente la situación, y en todas partes podía verse y oírse el efecto de su política. Alemania nunca podría castigar a Gran Bretaña durante mucho tiempo mientras sobreviviera esa extraordinaria actitud de valentía y resistencia. Sara y yo nos sentíamos conmovidos pero también receptores de una lección de humildad. La contribución que uno podía hacer era muy pequeña. Papá nos llevó a una parte de Green Lanes que había sido arrasada en un reciente ataque aéreo. Dimos una vuelta durante un rato, mirando horrorizados los daños en una zona que conocíamos tan bien, donde nos habíamos criado. Ese sábado por la noche toda la familia fuimos a un bar, después fuimos a bailar.

Mi padre era aficionado a los deportes; el domingo, después de comer, poco antes de que tuviera que partir para mi lento regreso a la base, dijo que había visto que el periódico mencionaba nuestro escuadrón. Alguien que había sido un héroe deportivo se había convertido en piloto de bombardero y prestaba servicio en la RAF, en Tealby Moor. Me preguntó si yo sabía a quién se refería la noticia. Por supuesto, con tan pocas pistas, podía tratarse de cualquiera. Mi padre me dijo que me mostraría el artículo y, resueltamente, se puso a buscar el periódico para que yo pudiera identificar al hombre. Cuando llegó la hora de marcharme, papá todavía estaba buscándolo.

A la tarde siguiente, cuando ya estaba de vuelta en la base, papá me llamó desde una cabina. Su voz sonaba muy débil y sólo teníamos tres minutos para hablar, pero pude notar su excitación perfectamente.

—El tipo del que te hablé —gritó en la línea— se llama Sawyer, J.L. Sawyer. ¿Lo conoces?

—Es nuestro piloto, papá —le dije—. Hace mucho tiempo, cuando llegué a este sitio, ya te había contado eso. Él debe de estar en esa foto que te envié.

—Su nombre no significaba nada para mí. Pero, escucha, estuve buscándolo en un libro que pedí en la biblioteca y me enteré de que ganó una medalla de bronce para Gran Bretaña.

—¿Una medalla de bronce? —pregunté tontamente—. ¿Cómo, en la olimpiada?

—Eso es. En 1936 estuvo en Berlín. Los alemanes ganaron, pero fue una carrera muy dura y llegamos en un buen tercer puesto. ¿Ha hablado él alguna vez de eso?

—No, nunca. Al menos, conmigo.

—¿Por qué no le preguntas? ¿Cómo fue aquello, ir a Alemania de esa manera y ganar unas medallas?

—¿En qué deporte estaba, papá? ¿Era un corredor, o qué?

—Era un remero. Par sin timonel. Ahora empiezo a acordarme. En su día, lo oí en la radio. Él y su hermano, unos gemelos llamados Sawyer. Lo hicieron muy bien para Inglaterra, lo consiguieron.

—¿Dice cómo se llama el hermano? —pregunté.

—En el libro no ponen el nombre de ninguno de los participantes, sólo las iniciales. Lo divertido es que los dos tienen las mismas iniciales: J.L. Así llaman a los dos.

—¿Dice si alguno de ellos se llama Jack?

—No... sólo J.L. para los dos —dijo mi padre, pero, al acabarse la moneda, la comunicación se cortó abruptamente.

5

Después vino la noche del 10 de mayo de 1941, la noche en que nuestro avión fue derribado.

Aquello empezó como uno de esos largos atardeceres anteriores a la llegada del verano, cuando la luz parece eternizarse, incluso después de la puesta del sol. Durante el prolongado invierno habíamos ido acostumbrándonos a la idea de que despegaríamos en la oscuridad y de que no volveríamos a ver la luz del sol hasta el día siguiente, cumplida ya la misión, cuando nos levantáramos. Pero ahora estábamos en mayo, y el fin de semana anterior se había implantado el horario de verano. Despegamos justo cuando el sol estaba sobre el horizonte y, mientras girábamos para ganar altura y poníamos rumbo este hacia el mar del Norte, volamos a la serena luz del atardecer. La atmósfera estaba en calma, libre de turbulencias. Cada vez que iba a la cúpula del navegante para tomar una posición fija podía ver la larga línea del horizonte iluminada por el crepúsculo, quieta a nuestro alrededor.

Ya llevábamos más o menos una hora de vuelo, todavía trepando para llegar a nuestra altura operativa, cuando Ted Burrage gritó en el intercomunicador desde la torreta de proa.

—¡Cazas! ¡Hay cazas alemanes ahí abajo!

—¿Dónde están, Ted? —La voz de J.L. llegó inmediatamente. Parecía tranquilo—. Todavía no puedo verlos.

—A las doce, aproximadamente, señor. Justo enfrente, bastante lejos.

—No los veo.

—Perdón, es uno solo. Un Me-110, me parece. Más abajo que nosotros; vuela hacia el oeste, directo hacia aquí.

—¿Crees que nos ha visto?

—¡No lo creo!

Yo había estado mirando por la ventanilla lateral del navegante. Teníamos una vista clara alrededor y debajo de nosotros. No se veía ningún avión. Pero tan pronto como Ted gritó su alerta, fui hacia proa, subí a la cabina de mando y me puse detrás del asiento de J.L. para poder ver a través de la cubierta transparente. Un momento después, yo también pude ver el avión: una pequeña forma negra, algo más abajo que nosotros, completamente visible contra el manto plateado de las nubes.

No era habitual encontrar cazas alemanes tan lejos sobre el mar, aún menos ver a uno volando a tan baja altura. Lo normal era que los pilotos de la Luftwaffe ganaran altura para tener la ventaja del ataque en picado.

—¿Tengo permiso para dispararle, capi? —pregunto Ted—. Lo tengo casi a tiro.

—No. No le quites el ojo de encima, Ted. Si todavía no nos ha visto, no tiene sentido que le hagamos saber que estamos aquí.

De pronto, vi que algo se movía más allá del Me-110.

—¡Hay más ahí abajo! —dije—. ¡Mira! ¡Detrás de él!

Cuatro cazas monomotor estaban dando alcance rápidamente al avión más grande, llegando desde el este. Mientras continuaba mirándolos, se lanzaron en picado y a toda velocidad sobre el bimotor. Pude ver el parpadeo en los cañones montados en las alas, la hilera de trazadoras curvándose en dirección al Me-110. Por fin, el piloto del bimotor reaccionó, hizo un giro y remontó para presentar un plano lo menos visible posible contra las nubes grises, pero inmediatamente después dio un giro completo y se lanzó en picado para alejarse de sus perseguidores. Vi que de uno de los motores salían llamas.

Nuestro rumbo nos alejó de la pelea. Ahora estábamos justo encima del avión alemán. Volví a una de las ventanillas laterales pero no podía ver nada.

—¡Bum! ¡Bum! —Era la inconfundible voz de Kris sonando muy fuerte en mis auriculares.

—¿Qué pasa? —preguntó J.L.

—¡Le han dado! Lo he visto todo. Son cuatro Me-109 y un Me-110. ¡Le han dado! ¡Bum!

—¿Está cayendo?

—¡Una explosión enorme! ¡Grandes llamaradas, mucho humo! ¡Ha caído al mar, capi!

—¿Qué me dices de los cazas?

—No puedo verlos. Se han dispersado.

—Kris, ¿estás seguro que lo has visto caer?

—El artillero de cola tiene la mejor butaca. Alemanes atacando a alemanes. ¡Parece mentira!

—Muy bien. A todos vosotros: mantened los ojos abiertos por si vienen más bandidos.

Recorrí torpemente el fuselaje, pasé junto al puesto de radio de Col y volví a la cabina de mando con la intención de hablar con J.L. sobre lo que acababa de pasar. Él estaba muy alerta y miraba el cielo en todas direcciones. Cuando me vio, desconectó el micrófono para que pudiéramos hablar directamente.

—¿Has visto caer al 110, Sam? —gritó por encima del rugido de los motores.

—No, sólo tenemos la palabra de Kris.

—Por mí, es suficiente —dijo J.L., y yo aprobé con la cabeza vehementemente. Ambos volvimos a conectar los micrófonos.

—¡Más Messerschmitt! —Era nuevamente Ted, desde la torreta de proa—. A las tres, más o menos. Otra vez debajo de nosotros.

Miré hacia abajo y a nuestra derecha, tratando de ver algo. J.L. mantenía el Wellington en una ruta estable; todavía estábamos subiendo lentamente.

—¡Puedo verlo! —grité—. Igual que antes... otro Me-110, pero éste va hacia el norte. Pasará debajo de nosotros en un momento.

—¿Nos ha visto?

—Parece que no.

El avión estaba un poco alejado hacia nuestra derecha y volando bajo, justo encima de las nubes. Iba a cruzar nuestra ruta.

—¡Artilleros, no disparéis! —dijo J.L. resueltamente—. No nos buscan a nosotros.

—¿Qué está pasando ahí abajo, J.L.?

—No tengo la menor idea.

—¡Los 109 han vuelto otra vez! —En esta ocasión era Lofty, desde algún sitio en el fuselaje—. Deben de haber trazado un círculo.

—No, el último grupo se ha largado —dije yo.

Ahora podía ver aquellos otros cazas, más pequeños, volando rápidos y a menor altura; llegaban desde el sur y perseguían al Me-110. Dejando aparte que venían desde otro sitio, lo que estaba sucediendo era casi una repetición de lo que habíamos visto unos minutos antes. Vi que los cazas giraban y se lanzaban en picado sobre el avión más grande. En sus alas surgió el destello de los disparos de cañón. El trayecto de las trazadoras onduló en el espacio entre los aviones.

Pero una vez más nuestro avance nos separó del combate de los cazas.

—¡Los hemos perdido de vista, Kris! ¿Tú puedes ver lo que está pasando?

—El artillero de cola tiene la mejor butaca. ¡Sí! ¡Van a por él!

Volví hacia atrás y me encontré a Lofty con la cara apretada contra la gruesa placa de acrílico de la ventanilla junto al tablero de navegación, a babor, tratando de ver algo.

—¡Han fallado! —Era Kris otra vez, desde la torreta de cola—. No le han dado.

—Volverán, ¿no es cierto?

—Ya no los veo. ¡Espera!

Ahora era J.L., que llegaba por el intercomunicador:

—No os olvidéis de que si nos ven desde alguno de esos cacharros, tendremos problemas. No os relajéis.

—Sí, capi.

—Sam, ¿puedes fijar una posición? Necesito saber dónde estamos, a qué distancia estamos de la costa.

—Vale, J.L. Dame unos minutos.

Desde la cola, Kris dijo:

—Ya no los veo. El 110 estaba intacto. Vi cómo se marchaba.

—¿Qué dirección tomó?

—Iba hacia el norte.

—¿Y qué me dices de los 109?

—Como tú decías: se largaron.

Nos mantuvimos completamente alerta, con la certeza de que teníamos aviones alemanes cerca, una vecindad que a ningún tripulante de bombardero le gusta. Un extraña determinación se instaló entre nosotros. Con notable eficiencia, los artilleros informaron a intervalos regulares sobre lo que podían ver en su respectivo trozo de cielo; de esa manera, completaban la posición que yo tomaba.

Cuando la hube calculado, se la transmití a J.L. por el intercomunicador.

—Entonces, ¿a qué distancia estamos de la costa alemana? —preguntó él.

—A unas doscientas millas —respondí—. Y a unas doscientas cuarenta millas de la costa de Dinamarca.

—¿Por qué dices eso?

—Porque el primer grupo de cazas llegaron de ahí. Lo que significa que su base está en algún sitio de la tierra firme danesa.

—Podrían venir desde Alemania.

—Me parece que el segundo grupo venía de Alemania. De cualquier modo, los Me-109 estarían en el límite de su autonomía de vuelo.

—Sería por eso que se fueron tan pronto como pudieron.

—Claro. Pero ¿en qué andarían, tratando de derribar a uno de los suyos?

—No lo entiendo.

Estábamos cada vez más cerca de la costa alemana. No volvimos a hablar del extraño incidente. Había otros asuntos más apremiantes. En ese momento, el cielo ya estaba completamente oscuro, y yo tenía que tomar otra posición para estar seguro del sitio por donde entraríamos en territorio alemán. La calculé e informé de ello a J.L.: nuestro objetivo estaba unas pocas millas al oeste de Cuxhaven.

Poco después, Ted informó de que veía fuego antiaéreo, y yo empecé a tener la conocida y escalofriante sensación de miedo. Mientras éramos atacados por la artillería antiaérea o mientras volábamos en la pasada de bombardeo, yo debía permanecer sentado en mi cubículo y no podía ver nada de lo que pasaba fuera del avión. Los únicos indicios de lo que ocurría afuera eran los movimientos del avión, el sonido de los motores, las explosiones de los proyectiles antiaéreos y los gritos —casi siempre incoherentes— de mis compañeros de tripulación, que me llegaban a través del intercomunicador. En esos vuelos, en los que penetrábamos profundamente en territorio alemán o en zonas ocupadas, el jaleo podía durar varias horas.

Esa noche, sin embargo, nuestro objetivo era Hamburgo, un puerto situado a unos ochenta kilómetros del mar, en el largo estuario del río Elba. Por lo tanto, no tendríamos que estar mucho tiempo sobre territorio enemigo. Tracé nuestra ruta desde la costa hasta el punto donde debíamos virar y transmití a J.L. el nuevo rumbo. Después de eso, tracé la derrota que nos llevaría directamente a los muelles de Hamburgo, la zona donde debíamos soltar nuestras bombas. Cuando el avión hubo tomado la nueva dirección, oí la voz de cada uno de los tripulantes a medida que daban su parte. Cuanto más nos acercábamos al objetivo, cada uno hablaba más rápidamente. La respiración de mis compañeros sonaba jadeante en mis auriculares y las frases quedaban inacabadas. Todos parecían estar a punto de gritar.

Mientras continuábamos nuestro camino hacia la zona de lanzamiento, empecé a trabajar en la determinación del mejor rumbo para regresar a casa: la ruta más corta hasta el litoral alemán, una curva pronunciada con la que rodearíamos las posiciones conocidas de algunos barcos alemanes con artillería antiaérea, que estaban fondeados en mar abierto. Después, una vez a salvo sobre el mar, un giro para emprender rumbo exactamente hacia al oeste, hacia el radiofaro en la costa de Lincolnshire, y luego hasta nuestro aeródromo. Mientras me dedicaba a eso, el avión se sacudía cada vez que algún proyectil antiaéreo estallaba cerca de nosotros; sin embargo, por la forma en que sonaba la voz de Ted Burrage y por las respuestas de J.L., tenía la impresión de que las cosas iban todo lo bien que cabía esperar. Para la mayor parte de la tripulación, esos últimos momentos antes de dejar caer las bombas eran los peores, pero era un tiempo de gran concentración para el oficial de bombardeo y el piloto.

Me obligué a tranquilizarme y me sumergí en mis cartas y mapas tratando de calcular ángulos y distancias, aunque en realidad estaba esperando el bendito momento en que sentiríamos que se soltaban las bombas.

—¡Vamos a casa! —gritó alguien apenas el avión dio su familiar salto de alivio.

Liberado de su carga, el avión iba subiendo.

—¡Mantened los ojos bien abiertos! —dijo J.L. bruscamente—. Todavía nos queda bastante.

—¿No podemos marcharnos de aquí?

—Oficial de bombardeo, vuelva a su torreta.

—Sí, capitán.

—¡Dios! ¡Ésa ha pasado cerca!

—¿Todos bien?

—Sí, capitán.

—Los dos motores están bien.

—¿Hay alguien detrás de nosotros?

—Un par de Wellingtons.

—Muy bien. Aguantad un poco. Todavía no podemos virar. Hay reflectores abajo. Han enfocado a un pobre diablo.

—¿No podemos rodearlos?

—Están por todas partes.

El hecho de haber soltado las bombas tenía esas consecuencias. Durante unos cuantos minutos todo el mundo hablaba a la vez; los miedos contenidos y la excitación se manifestaban de repente. Esperé a que los demás se tranquilizaran un poco y entonces leí el nuevo rumbo a J.L. Él repitió mis palabras.

—Viramos ahora —dijo.

Sentí que el avión se inclinaba hacia babor y que el sonido de los motores cambiaba con el momentáneo esfuerzo del giro. Todo iba bien, todo saldría bien. Después de haber lanzado las bombas todo estaba en orden. Contra toda lógica, como el avión iba más ligero y nosotros estábamos regresando a casa, creíamos que los artilleros allá abajo no podían vernos. Si había algún caza por allí arriba ya no nos iba a buscar. Lo peor ya había pasado.

6

Excepto que, aquella noche, lo peor aún estaba por llegar.

Algo estalló en el morro del avión. Sentí la fuerza del impacto y fui lanzado contra el tabique lateral por el estallido y envuelto en el súbito resplandor de una blanca llamarada que en un segundo abarcó todo el fuselaje. Cuando el avión escoró, caí al suelo.

—¡Nos han dado! ¡A saltar, todo el mundo!

Oí las desesperadas palabras de J.L. a través del intercomunicador, pero luego siguió un silencio absoluto en los cascos. Al caer, la conexión de mi intercomunicador había saltado de su enchufe. Creo que perdí el sentido durante unos segundos. Después, volví en mí y sentí un intenso dolor. La sangre me corría por los ojos y me impedía la visión. Algo me había golpeado la pierna, bastante arriba, cerca de la cadera. Cuando me llevé la mano allí para comprobar el daño, pude ver que había más sangre y que ésta mojaba mis ropas. Por un gran agujero que se había abierto en el suelo, debajo y ligeramente a un costado de mi tablero, entraba un chorro de aire helado. Todas las luces se habían apagado. Los motores aullaban, y la inclinación del avión me llevaba hacia el morro. Mi pierna herida golpeó contra algo que sobresalía y chillé de dolor.

De repente, aterrado al pensar que era el único que había sobrevivido a la explosión y que estaba atrapado en el avión mientras éste caía hacia el suelo, me arranqué de debajo de lo que quedaba del tablero de navegación y me arrastré sobre el desparejo suelo del fuselaje. Debido al ángulo del avión, esto era más fácil que lo que hubiera sido en condiciones normales, pero todavía tenía que sortear el agujero que se había abierto en el suelo. Los restos destrozados de la estructura del avión sobresalían de él amenazadoramente.

Conseguí deslizarme más allá del boquete y entonces oí que cambiaba el sonido de los motores. Ya no giraban enloquecidos; ahora estaban controlados; sentí también que volvía la fuerza de la gravedad, que el avión se estabilizaba y salía de la barrena. Yo había rodado hacia proa, ahora tenía la espalda apoyada contra el asiento del piloto; me icé como pude y vi que J.L. estaba allí sentado, su silueta recortada por la débil luz de los instrumentos. Estaba sentado en un ángulo extraño, pero se inclinaba hacia adelante sosteniendo la palanca de mando. La parte delantera del avión estaba muy dañada. El aire helado nos golpeaba a ambos.

Al ver las dificultades que J.L. tenía, me acerqué y traté de ayudarlo con la palanca, pero él hizo un ademán para que me apartara. El cable de mis auriculares colgaba detrás de mí; lo enchufé en el panel de instrumentos.

—¿Estás herido, J.L.? —grité.

—¡No! —Su voz sonó llena de tensión. Lo miré pero su cara, detrás de la máscara de oxígeno y las gafas de vuelo, no era visible—. Bueno, nada serio. Algo me dio en el vientre —dijo—. Pero creo que estoy bien. Parece más un golpe fuerte que una herida. ¿Ytú cómo estás? Tienes sangre por todas partes.

—Tengo una herida en la cabeza. Y en la pierna hay algo que no va bien.

—¿Y los demás?

—No he visto a nadie más.

—Les dije a todos que saltaran.

—Te oí. ¿Qué hay de Ted Burrage? ¿Y de Lofty?

—No sé. ¡Dime cuál era el rumbo para volver a casa!

—¿Crees que podremos llegar?

—¡Mierda, lo intentaré!

Aunque los daños en el fuselaje eran importantes, aparentemente, el avión estaba respondiendo a los mandos. Los dos motores funcionaban bien, pero J.L. dijo que el de babor estaba empezando a recalentarse.

La impresión que la explosión había dejado en mí había borrado de mi mente todo lo que había calculado sobre la derrota a seguir. Con la linterna de emergencia en la mano, me arrastré de vuelta hasta lo que quedaba del cubículo del navegante. Váyase a saber por qué milagrosa circunstancia, mi cuaderno estaba en el suelo, junto al agujero; sus páginas revoloteaban con el viento helado. Lo recogí y volví a la cabina de mando. Leí a J.L. las dos rutas calculadas y él las confirmó de palabra. Durante un momento, tuve la sensación de que volábamos con normalidad.

Cuando por fin el avión se estabilizó un poco, ya hacía tiempo que habíamos dejado atrás la costa alemana y estábamos internándonos en el mar del Norte. Nuestra derrota ya no tenía necesidad de ser exacta porque, en cuanto nos acercáramos al espacio aéreo británico, podríamos utilizar las ayudas electrónicas de guía. La posibilidad de que nos perdiéramos era la menor de nuestras preocupaciones. Lo que más nos inquietaba era el estado del motor de babor, que obviamente había sido tocado en algún sitio. J.L. le quitó un poco de gas para que rodara más descansado, pero unos minutos después volvió a acelerarlo un poco.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que hayamos perdido demasiada altura? —grité a J.L.

—Una hora, tal vez.

—¿Conseguiremos llegar?

—¿A qué distancia está la costa?

—A más de cien millas. —Aquello no era más que una estimación a ojo de buen cubero: sin cartas ni instrumentos, yo no podía estar seguro de nada.

—Creo que al menos uno de nosotros lo conseguirá —dijo J.L., pero él sabía tan poco como yo.

Éstas fueron las últimas palabras claras que le oí decir entre dientes. De pronto, la negrura del mar llenó nuestra vista frontal; las olas reflejaban la luz de la luna. Estábamos mucho más abajo de lo que yo creía. Nuestra caída en picado nos había dejado a unos sesenta metros sobre el mar. J.L. aplicó todo el peso de su cuerpo sobre la palanca de mando para llevarla hacia la izquierda; el avión se estabilizó de nuevo pero ya estábamos tan cerca del agua que podíamos ver claramente la forma de las olas.

J.L. gritó algo, pero no pude entender qué me decía.

Los motores perdieron velocidad y el morro del avión se inclinó hacia abajo. A través de los agujeros de proa, donde la explosión se había llevado parte del avión, podía ver el mar. Miré hacia el frente con una terrible desesperación. En el aire helado que nos azotaba, ya podía sentir el olor del agua salada. Aquello me recordó, con una claridad impresionante, las vacaciones que de niño había pasado junto al mar. Días ventosos, toda mi familia apiñada en una cabaña junto a la playa de Southend para resguardarnos de la lluvia. La ancha faja de arena empapada después del reflujo. Aquel viento frío y salobre. Tenía la seguridad de que estaba a punto de morir. Ahora sabía cómo era eso: te mueres con la imagen de tu infancia ante los ojos. Estaba paralizado por el miedo, la vista del agua, aquella enorme superficie negra que se elevaba hacia nosotros en un ángulo enloquecido y a terrible velocidad, y la creencia de que tenía la muerte encima y de que el final de mi vida había quedado concentrado en aquel preciso momento de mi infancia.

Allí acabó el vuelo. Soy incapaz de recordar el momento del choque ni cómo aparecí fuera del avión. En mi recuerdo siguiente ya estaba en el agua, flotando boca abajo, rodeado de la horrorosa e ilimitada frialdad del mar. Estaba subiendo y bajando con una sensación escalofriante. Notaba el agua en mi cara, oídos, nariz, boca y ojos. Cuando traté de respirar, sentí una horrible plenitud en mis pulmones y tuve la sensación de que ya nunca podría volver a llenarlos de aire. En alguna parte, desde lo más hondo de mí, una última burbuja de oxígeno salió de mi garganta y estalló brevemente alrededor de mis ojos. De pronto, tuve un arrebato de conciencia y pensé que incluso había perdido eso, esa última boqueada de aire. Eché la cabeza hacia atrás y me encontré con la cara fuera del agua, inmerso en una negra pesadilla de olas que se hinchaban y luego me llevaban bajo la superficie. Pero había sentido el aire; luché para flotar otra vez en la oscuridad y saqué la cabeza del agua, tratando de aspirarlo, de vaciar mis pulmones de agua salada.

Cada intento de respirar fue una lucha contra la muerte. Tosí, lancé chorros de agua, inspiré, pero ¡demasiado tarde! Una vez más estaba debajo de la superficie tragando agua. De alguna manera, conseguí que no me entrara más, respiré de nuevo y me hundí otra vez. Sacudí los brazos tratando de mantenerme fuera del agua el tiempo necesario para sobrevivir.

A mi alrededor flotaban restos del avión. Mientras sacudía los brazos luchando por conservar la vida, a vecesmis miembros chocaban contra esos pequeños trozos. Yo me agarraba a todos ellos, fueran lo que fuesen, tratando de interrumpir aquella interminable y letal secuencia de inmersiones y emergencias. La mayor parte de aquellos restos flotantes eran demasiado pequeños para sostenerme y se deslizaban entre mis dedos.

Me estaba agotando rápidamente; ansiaba el final de la lucha, renunciar a todo y dejar que me acogiera la muerte. Me atraganté una vez más y sentí el sabor del vómito en el agua que expulsaba por la boca y la nariz. Pensé que sólo respiraba agua. Me abandoné y me eché hacia atrás, relajándome por fin; sentí el peso de la ropa de vuelo que me arrastraba hacia las profundidades. El entregarme a la muerte y la visión de la negrura que me estaba esperando me daban una sensación de alivio. Mi anhelo de vivir había desaparecido.

Pero una ola resbaló sobre mi cara y, mientras esto sucedía, sentí que algunas burbujas de aire reventaban sobre mi boca. De algún modo, el aire había penetrado en mis pulmones.

Una vez más me esforcé por sacar la cabeza fuera del agua y respirar un poco.

Allí, a mi lado, oscura y tranquila, vi la redondeada forma de la balsa de emergencia del avión, que se había hinchado automáticamente con el impacto. Levanté un brazo, cogí una de las cuerdas que la rodeaban, pasé el codo por ella y, después de otro prolongado esfuerzo y luchando contra el dolor que atenazaba mi pierna, conseguí pasar también el otro brazo.

Me quedé allí colgado, con la cabeza por fin fuera del agua y respirando con horrible y atragantada desesperación, pero respirando al fin. Poco a poco, mi jadeo empezó a remitir y mi respiración a normalizarse. Cada vez que llegaba una ola tan alta como para cubrirme, era capaz de contener la respiración un par de segundos, sacudirme el agua y volver a respirar. Después de todo no iba a ahogarme.

Los enemigos que ahora clamaban por mi vida eran el frío y el dolor.

Era vital que, de la manera que fuese, consiguiera izarme fuera del agua, deslizara mi cuerpo sobre la goma hinchada y alcanzara el fondo de la balsa, donde podría mantenerme relativamente seco hasta que me rescataran.

De algún modo, en aquella fría noche de mayo, luchando contra la fuerte marejada y contra el dolor y la debilidad de mi cuerpo, eso es lo que debí de hacer, porque el siguiente recuerdo que tengo es el de la salida del sol, el olor de la goma, un suelo blando y movedizo debajo de mí, algo curvo de color amarillo brillante contra el azul del cielo y la sensación de que el mar era algo distante y de que estaba solo y dando bandazos en alguna parte, tal vez en una suerte de limbo después de la vida.

Sin embargo, cuando me alcé sobre el borde de tubo amarillo de goma inflada que formaba el costado de la balsa y apoyé los dos codos en él para ver qué había más allá, a mi alrededor vi el enorme e infinito mar, sin límites, agitado y gris. Un sol amarillo brillaba entre unas nubes oscuras y bastante bajo sobre el horizonte.

Sentí el soplo del viento.

Tendido allí, probablemente en grave peligro de muerte, aunque sin manera alguna de saberlo ni de evitarlo, por fin la balsa fue avistada por un avión. Oí el sonido del motor, pero estaba demasiado débil para mover los brazos o encender una bengala. El piloto inclinó las alas del avión, hizo una pasada sobre mí, giró bastante lejos y volvió a pasar sobre mí. Después, el avión se fue. Para entonces, ya no me importaba que el avión fuera británico, alemán o de cualquier otro país, pero resultó que debía de ser británico. Dos horas después de que el avión se alejara, llegó una lancha del Servicio de Salvamento Marítimo de la RAF y me salvó la vida.

Yo estaba solo en el mar, era el único superviviente de nuestra tripulación. Si aquella noche hubo un milagro, fue el que me salvó. De los otros, Ted, Col, Lofty, Kris y J.L., algunos debieron de morir cuando el avión fue alcanzado por el fuego antiaéreo y, los que sobrevivieran a eso, debieron de perecer cuando el bombardero se estrelló contra el mar.

Ése fue el final de J.L., lo último que supe de él. «Creo que al menos uno de nosotros lo conseguirá», me había dicho unos minutos antes de morir.

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