Había estado leyendo demasiado tiempo y con escasa luz. Cerró el libro y se recostó en su asiento. A través de la pared de cristal de la casa, donde vivía sola, contempló la montaña El sol se ponía a la derecha y los agonizantes rayos cubrían el nevado pico infundiéndole un matiz rosa rojizo. Más abajo se movían manchas de color, los últimos esquiadores que se deslizaban y zigzagueaban por las lisas pendientes blancas hasta perderse en las sombras del negro bosque al pie del monte. Pronto se encaminarían al refugio para situarse ante el fuego y, mientras sus húmedas ropas desprendían vapor, beberían, charlarían, presumirían de su habilidad, luego se dirigirían a sus cuartos para tomar un baño y vestirse con cómodas ropas para la velada. Cenarían platos dignos de Gargantúa, volverían a sentarse ante el hogar, cantarían y seguirían hablando de esquí hasta que, medio dormidos, se fueran a acostar. Por la mañana se levantarían para repetir el día anterior.
Y ella, sola en su casa, tendría que prepararse ahora su solitaria cena, una pequeña chuleta de cordero, ensalada, fruta, y tras de disfrutar de un par de horas de música se acostaría en el amplio dormitorio que era también estudio. Pero antes tenía que encender el fuego para la noche.
Sin embargo seguía allí, contemplando cómo el blanco pico resplandecía, se transformaba en plata, luego en cenizas y por fin desaparecía en la noche, a menos que, por obra y gracia de la luna, volviera a aparecer como un hermoso fantasma. Pero esta noche la luna tardaba en salir. Se levantó y corrió las cortinas ante el cristal. Prendió fuego a los leños de la enorme chimenea de piedra… demasiado grande, demasiado grande, como le había dicho Arnold cuando ella le mostró el diseño de la casa.
– ¿Cómo piensas poder cargar con los leños? -le había preguntado él.
– Tú los levantarás -había respondido, riendo traviesa.
– Tal vez yo no esté aquí siempre había replicado él sin sonreír.
Había sido el primer aviso. Al volver la vista atrás, recordando, comprendió que él sabía que estaba condenado a la muerte que le llegó diez meses después, una muerte cruel, con unos dolores que sólo los sedantes más fuertes aplacaban y al final la inconsciencia. Pero durante seis meses casi no le había dicho nada sobre la muerte, y cuando lo hizo fue sólo para decir que esperaba que se volviera a casar. Durante todos los años de su matrimonio había sostenido que era demasiado viejo para ella, y ella siempre lo negaba rotundamente.
– Los jóvenes no me interesan -contestaba siempre, al principio con ligereza, luego con empeño, hasta que se hubo ido.
Sí, ella había insistido sobre la chimenea y era cierto, los troncos pesaban demasiado. Cuando Sam, un vecino y nativo de Vermont a quien pagaba para algunas labores, no venía los domingos, ella misma se preparaba una fogata de astillas. Pero los demás días él aparecía a preparar el fuego que ella pedía, invierno y verano, pues la enorme estancia sin fuego podía convertirse al caer la noche en una caverna primitiva y ella misma en un animal perdido en su oscuridad. El día concluía para ella con los últimos rescoldos en la hoguera, pero luego encendía otra en su dormitorio. Y siempre se dormía antes de que este segundo fuego se apagara.
Se levantó para prepararse la cena, notando de pronto un gran apetito, pues absorta en el libro se había olvidado de comer al mediodía.
Antes de poner la mesa conectó, como de costumbre, el aparato para música estereofónica. Al enterarse de que Arnold moriría antes de que terminara el año, había mandado preparar la casa para poder vivir en ella sola.
– Estanterías a todo lo largo de la pared norte, por favor, Sam -había ordenado-. Necesitaré muchos libros.
Era cierto. Cuando vivía Arnold acudían a Vermont un mes durante el verano y cuando los niños aún eran pequeños venían también a pasar las Navidades y a esquiar. Pero al enfermar Arnold había dejado de esquiar, pues no había querido dejarle. Y no había vuelto a hacerlo… todavía no. Tal vez no esquiara ya más. Entretanto viviría en la vasta y antigua casa de Filadelfia, donde había nacido y sido hija única, y donde Arnold y ella habían vivido desde la muerte de sus padres.
Sam había hecho los estantes de la casa de Vermont según sus indicaciones y ella los había llenado de libros que siempre había querido leer y para los que nunca había tenido tiempo mientras Arnold vivía. Y música, por supuesto. Había vuelto a revivir en su vida, ahora solitaria, no sólo la música de los grandes maestros, sino su propio talento musical, dormido después de años de ser esposa y madre y de la diaria labor de ser la mujer de Arnold. A su muerte había abierto el piano, que permanecía siempre abierto, invitación a disfrutar y practicar, y en el valle dio con un profesor de música alemán ya retirado que había vuelto a darle clases. También sentía anhelo de aprender idiomas, muchos idiomas, quería dominar varias lenguas, de modo que una vez más se había puesto a estudiar francés; primero francés, se había dicho, porque su abuela había sido francesa, y luego español e italiano y quizá alemán. De las muchas ocupaciones que había previsto para su vida en solitario, podría escoger una y convertirla en una profesión, aunque Arnold le había dejado suficiente dinero. Le gustaban las joyas y la buena ropa, no por sí mismas, sino como parte de la mujer que quería seguir siendo. ¿Quién, se preguntaba, era dicha mujer y cuál sería su profesión?
El volumen de la música se ampliaba y llegaba hasta las altas vigas.
– Jamás conseguirás elevar esas vigas al tejado -le había dicho Arnold.
Eran cedros cortados del bosque que rodeaba la casa por tres lados. Ella había mandado que los descortezaran y dejaran para que el sol, la nieve y la lluvia los pulieran de un tono gris plata.
– Yo haré que suban -había insistido, y así había sido gracias a Sam y un contratista que habían montado una poderosa palanca con cuerda y una pequeña grúa.
Ella misma había diseñado la vivienda y allí no había sitio para niños. Se había casado joven, había tenido hijos de joven y había sido una buena madre. Había cuidado de sus hijos durante su infancia y adolescencia, un hijo y una hija, hasta verles contraer matrimonio un tanto demasiado temprano. Y ahora les consideraba más bien como amigos, separados de ella, un hombre y una mujer con sus propias preocupaciones. Ella misma se apartaba de ellos, pues necesitaba descubrir si la vida tenía sentido fuera de ser madre o esposa. Había gozado de sus funciones a su manera un tanto reservada, pero había tiempo para todo y el tiempo había llegado para algo más.
Pese a la música, en medio del Andante, oyó que llamaban con fuerza a la puerta. Se volvió y, a través de la puerta de cristal, vio la silueta de un hombre con ropa de esquiar.
– No deberías estar allí sola -le habían dicho sus hijos-. Ahora que la montaña se va transformando, toda la región está cambiando. Toda clase de gente…
Dejó la barra, que era cuanto necesitaba como cocina, si bien Arnold había profetizado que pronto se cansaría de no tener más que aquel mostrador.
– Querrás volver a tus sirvientes y también a la casa grande.
Pero se alegraba de sentirse libre, al menos por un tiempo, de la presencia opresiva de los sirvientes y lo que deseaba comer se preparaba con facilidad en un rincón de la enorme estancia. Miró con más detenimiento por la puerta encristalada. La luz de la pantalla que había en la mesa iluminó el rostro del hombre, un rostro joven, de ojos oscuros e intensos, de rasgos fuertes. Abrió la puerta.
– Entre.
El hombre se sacudió la nieve de las botas y dejó los esquíes y bastones contra el muro exterior de piedra antes de entrar.
– ¿Y bien? -inquirió ella.
El vaciló, sonrió y tendió la mano.
– Me llamo Jared Barnow y no soy atrevido…, sólo estoy desesperado.
– ¿Sí?
– Me han dicho que usted tiene la única habitación libre de toda esta población ¡y no tengo donde descansar la cabeza! No tenía idea de que esta región se vería tan abarrotada. Estoy solo y creí que sería fácil encontrar un rincón para un solitario.
Tenía un buen acento, modales, pero…
– Me temo que seria de lo más inconveniente -le replicó con franqueza.
El seguía mirándole, esperando interrogantes los ojos oscuros e inteligentes.
– Jamás he recibido a extraños en mi casa -siguió ella, pero luego, a impulsos de su soledad, añadió-: Quítese la ropa y tome algo por lo menos.
– Gracias.
Se quitó la chaqueta, luego un grueso jersey y ella observó que era esbelto, de estatura bastante más que mediana, pero de figura proporcionada y fuerte, de movimientos rápidos y cabello rubio por encima de las oscuras pupilas.
– Querrá usted lavarse. Ese es el cuarto de mi esposo y su baño…, lo era, quiero decir. No… vive.
El joven fue allá sin decir palabra y ella añadió otras dos chuletas al horno y preparó otro cubierto en la mesa.
– … no suelo tener muchas vacaciones -decía él una hora más tarde.
Si se había fijado que ella se había puesto un vestido de lana de color rojo oscuro, sin mangas pero hasta los tobillos y de cuello alto, no dio muestras de ello. Comía con apetito concentrado.
– Usted se ha educado en un internado -comentó ella.
– ¿Cómo lo sabe? -alzó la vista.
– No tiene aire de estar deprimido -sonrió-, pero tiene que comer a toda prisa, antes de que los demás le quiten la comida. Y ello sólo significa otros chicos.
– ¿No puede haber sido en el ejército?
– No lo creo. Tengo un hijo y lo sé.
– Tiene razón -rió-. Internado. Luego colegio superior. Terminé a los veinte años.
Ya estaba acostumbrada a jóvenes taciturnos, pero éste no era tanto taciturno como absorto en sí mismo. Hombre de ideas fijas, adivinó, con una meta. Observó que tenía manos hermosas y bien cuidadas aunque no en exceso, manos masculinas, de dedos fuertes y palma hábil. Parecía lo bastante joven como para ser su hijo… ¡y no es que quisiera más hijos!
– ¿A qué se dedica?
– ¿Para ganarme la vida o para divertirme? -preguntó él apartando el plato.
– Las dos cosas.
– Tengo suerte. Me gano la vida con aquello que me divierte.
– ¿Y es?
– Supongo que no sabrá usted nada de electrónica.
– Conozco la palabra. Mi padre era físico.
– ¡No! -despertó al punto-. ¿Cómo se llamaba?
– Mansfield. Raymond Mansfield.
– No, él…
– Sí.
– ¡Caramba! -dejó caer la servilleta-. ¡Qué suerte tan increíble! ¡Doy con una casa y resulta que encuentro a la hija de Raymond Mansfield!
– Pero usted es demasiado joven para haberle conocido.
– He estudiado sus libros. ¡Dios, ojalá siguiera vivo! El sabría lo que quiero hacer.
– ¿Qué?
– ¿Cómo sé que me va a entender? -dijo mirándole con timidez y astucia a un tiempo.
– Tal vez le entienda.
– Verá, soy ingeniero, una especie de superingeniero, supongo. Pero…, mi verdadero trabajo es inventar. Tengo cosas que he inventado.
– ¿Qué clase de cosas?
– Pues… -la miró y se detuvo con brusquedad-. No le interesaría. No interesaría a ninguna mujer.
– Quizá yo sea diferente.
– Sí, supongo…
Levantándose se acercó a la chimenea y se quedó contemplando la caverna ardiente.
– ¿Le importaría echar un leño? -le llamó ella-. El cajón está en ese rincón.
– ¿Eso es un cajón para madera? Creía que era una especie de armario.
– Se burla de mí. Bueno, lo admito, tengo manía de grandezas.
El buscó un tronco, el más largo y pesado y lo echó al fuego.
Se alzó una fuente de chispas.
– Pues usted no es muy grande. ¿Quién toca el piano?
– Yo.
– Y yo.
Ocupó el asiento y sin esfuerzo ejecutó un movimiento de una sonata de Beethoven. A medio camino entre la mesa y la fregadera, con las manos llenas de platos, la mujer escuchó sorprendida. ¡Un músico, un músico de verdad, que tocaba como no había oído tocar a ningún hombre desde que muriera su padre, con precisión, elegancia y profundidad! Nadie comprendía de verdad la música como no fuera un científico, había declarado su padre, y no cualquier científico, oh, no, sólo los auténticos, los teóricos cuyo lenguaje eran las matemáticas. Ella no había comprendido las matemáticas hasta que su padre le había explicado que eran el lenguaje simbólico de las relaciones.
– Y las relaciones contienen el sentido esencial de la vida.
Con cuidado dejó los platos y de puntillas se dirigió a una silla. El joven tocó hasta el último movimiento antes del final. Luego se detuvo en seco y se volvió a ella.
– No toco el final. No encaja. Beethoven jamás sabía cómo terminar la gran música y o bien se repite hasta desaparecer o concluye con un súbito estallido. De alguna forma tenía que terminar.
– Es usted un blasfemo -rió-, pero tiene razón. Es lo que yo había pensado muchas veces sin atreverme a decirlo.
El se había puesto a dar vueltas por la estancia inquieto y ahora se acercó a la ventana. El borde de la luna relucía en el horizonte.
– ¿Vive usted aquí todo el año?
– No… sólo desde la muerte de mi marido.
– ¿Sola?
– Sí.
– ¿Y los hijos?
– Ambos casados y viviendo su propia vida…, ¡gracias a Dios!
– ¿No le gustan sus hijos?
– Les quiero mucho, pero cualquier mujer que se respete quiere ver a sus hijos ya independientes. Así sabe que ha ejecutado un buen trabajo.
– No tiene aspecto… maternal.
– ¿Vive su madre? -preguntó evadiendo el comentario anterior.
– No, ni mi padre. No les recuerdo. A decir verdad, jamás les conocí. -Se paró junto al piano y repitió algunos compases de la sonata, volvió a detenerse, se acercó al fuego y se quedó mirando las altas llamas que lamían la chimenea-. Me he criado con un tío, un viejo solterón que siempre parece sorprendido de verme en su casa, por mucho tiempo que lleve allí.
– ¿Qué hace?
– Está retirado…, desde que yo recuerdo. Amable y confuso…, escribe libros sobre poesía clásica francesa que nadie publica, pero no parece importarle. Ha sido buenísimo conmigo, sobre todo puesto que jamás ha tenido la menor idea de lo que me interesa. Mi madre era su hermana.
Musitaba distraído, como si hablara de algún otro.
– ¿Está usted casado?
– No, pero pienso en ello…, de vez en cuando.
– ¿Ya ha elegido a una chica?
– Bueno, más bien diría que ella me ha elegido a mí. Ella volvió a reír. Como vivía sola, reír era lo que más deseaba.
– ¿Eso es lo que hacen ahora?
– Y es cosa buena -añadió él sin sonreír-. Dudo de que yo tuviera tiempo de elegir por mí mismo. La clase de trabajo que hago me ocupa todos los pensamientos.
– Y el corazón…
El miró el reloj.
– Oiga, ¿le importaría que me fuera a la cama? Voy a levantarme temprano para salir pronto hacia el monte…, ¿no altera sus planes? Me prepararé mi propio desayuno. ¿Echo otro tronco?
– No, y también yo madrugo.
Se separaron con una inclinación de cabeza y una sonrisa y una vez que ella hubo levantado la mesa y lavado los platos, se sentó ante el piano y tocó bajo hasta que el fuego se consumió en cenizas.
… Y más tarde, una vez acabado su ritual del baño y cepillado del largo cabello rubio, echada ya en la amplia cama de su dormitorio, mientras el fuego ardía en la chimenea de piedra, cumplió con la misión final del día, tomó el teléfono y marcó siete números y luego esperó hasta escuchar la suave voz del anciano.
– ¿Eres tú, querida mía? -preguntó la voz.
– Yo soy.
– He estado esperándote…, una velada larga, esperando.
– ¿Estás solo?
– Si. Henry tenía que hacer un recado en el pueblo. He vuelto a leer mi ensayo sobre el mito en la mente abarrotada. La frontera entre el mito y la realidad es muy delicada. El mito es el sueño, la esperanza, la fe, la visión de una posibilidad que crece con naturalidad hasta cuajar en un plan, por lo que la posibilidad está en verdad muy cerca de la realidad, hasta puede incluso convertirse en realidad en cualquier instante, y en eso consiste su inefable magia, su atrayente encanto. ¿Te aburro, amor mío? Me temo que ya sólo puedo ser compañía para mí mismo, y, sin embargo, nunca sabrás aquello que eres capaz de darme… El rey David y su Betsabé… ¡dudo mucho de que hablaran, sabes! Yo imagino que era sólo el calor del cuerpo joven de ella contra el de él…, no tenían necesidad de hablar. A falta de lo cual, yo hablo…
Se interrumpió para soltar una suave risa y ella rió con él.
– ¿Te ríes de mí? -preguntó el hombre-. No me importa, niña querida, con tal de hacerte reír.
– No me río de ti. Pensaba en lo que me va alegrar llegar a ser tan vieja que pueda también yo decir cuanto se me ocurra. ¿Has tomado tu medicina hoy?
– Oh, sí… Henry se cuida de ello.
– ¿Dónde estás en este momento?
– Si quieres saberlo, mujer curiosa, acabo de salir de la bañera y estoy envuelto en una gran toalla, mojando el suelo de gotas.
– Oh, Edwin, eres incorregible. ¡Sí, si que lo eres, hablándome mientras te enfrías! Ponte ahora mismo el pijama y vete a la cama. ¿Estás usando el de franela?
– Sí, querida. Henry ha guardado los de verano. Los guardó el primer día de octubre, como de costumbre, y luego empezó a hacer calor, el veranillo de San Martin, ya sabes, pero no quiso volver a sacarlos, así que me he estado asando hasta que ha empezado a nevar. Pero ya sabes todo eso. ¿No te habrás olvidado de que mañana es mi cumpleaños?
– ¡Se me ha olvidado tu edad, si eso es lo que te preocupa!
– Setenta y seis, amor mío, y todavía siento un estremecimiento en mis entrañas cuando oigo tu voz.
– ¡Edwin!
– ¿Me reprochas?
– Buenas noches, buenas noches, y repito…, ¡eres incorregible!
– ¡Que Dios te bendiga, adorada! ¿Cuándo vendrás a verme?
– Pronto…, muy pronto.
Dejó el auricular y se echó en la almohada, sonriendo. ¿Cómo poder explicar a nadie el consuelo de saber que era el centro del amable corazón de un anciano filósofo? Aquello era lo que más había echado de menos al morir Arnold. Había dejado de ser lo primordial para nadie, es decir lo primordial para un hombre, siendo como era heterosexual. Si bien Edwin Steadley no le hacía estremecerse en sus entrañas, le permitía que la amara, aunque no podía saber qué es lo que componía el amor a tal edad. Quizá no fuera sino una fórmula, palabras a las que se había acostumbrado tanto durante los treinta años de feliz matrimonio con Eloísa, su esposa, fallecida hacía veinticuatro, que las había convertido en un hábito. El tiempo podía medirlo contra su propia existencia, pues a la muerte de Eloísa ella era una jovencita de dieciocho años que suplicaba a su madre que le dejara cortarse el pelo. Aún entonces había considerado a Edwin como un anciano, aunque en realidad estaba en el cenit de su carrera de famoso filósofo y ella era una de sus alumnas en la escuela superior.
Le había encontrado guapo y viril, pese a su edad, lleno de un élan que no había asociado nunca con la filosofía hasta no conocerle. Sería difícil adivinar cuánto de ello se debía a Eloísa, pero sin duda era mucho, pues había sido una mujer de ideas y palabras claras, ardiente y locamente enamorada de su esposo, y que sin duda había desarrollado en él todos los elementos del sexo. Adivinaba que así habría sido, pues Arnold le había desarrollado a ella en la misma forma, sacándola de su virginal timidez y conduciéndola a la plenitud de su potencialidad como mujer, hasta que a su muerte había sentido que las corrientes de su sexualidad se detenían y protestaban. Pero seguía intacta la delicadeza original. Seguía siendo el ser a quien había que ir a buscar, no el que buscaba.
El fuego iba apagándose también en el dormitorio y se quedó dormida.
Jared Barnow se había ido y el tiempo había pasado con tal rapidez que no podía creer que el reloj marcara las ocho de la mañana. Habían charlado sentados a la mesa del desayuno hasta que de pronto el reloj dio la hora en el rincón y él se había levantado de un salto.
– ¡Dios mío, y yo que he venido a esquiar! Usted me hace olvidar. Hala, le ayudaré a recoger los cacharros.
– No, no…
– Pues claro que sí.
Pero al fin ella le había convencido y le había acompañado a la puerta, pero luego, al recordar algo, le había llamado para decirle:
– ¡Vuelva si no encuentra nada más cerca de las pistas!
– ¡Gracias! -había gritado el joven.
Le miró bajar la colina hasta la carretera del valle donde torcería para ascender a la zona donde se esquiaba en el monte que quedaba frente a su ventana. Ya fuera de la vista en el bosque que quedaba en medio, ella volvió a entrar en la habitación. Parecía extrañamente vacía, una estancia demasiado grande, como siempre le había dicho Arnold.
– Es una estancia para perderse -le dijo una velada en que el fuego proyectaba sombras hacia los rincones distantes. Y de pronto ahora, aunque el sol brillaba por las ventanas, se sintió perdida.
Acabó de recoger los platos y luego fue al cuarto que perteneciera a Arnold pero que ahora era para los huéspedes. La cama estaba hecha y todo en orden. ¿Pensaría volver? De otro modo hubiese dejado la cama sin hacer. O, aunque la hubiera hecho, habría dejado fuera las sábanas. ¿Por qué seguía pensando en él? Llamaría a Edwin y le contaría lo del huésped y así se libraría a sí misma, quizás. Aquello era algo que había aprendido estando sola, que podía ponerse a darle vueltas a una cosa y preocuparse por ella hasta ser incapaz de nada más.
– Aunque no debería emplear a Edwin sólo para tranquilizarme -musitó para sí. Pero fue al teléfono y marcó el número. ¿Las diez? Estaría ante su escritorio, escribiendo sus memorias, la historia de una vida larga y distinguida, transcurrida entre famosos hombres de letras y ciencias.
A su oído sonó la voz:
– ¿Si? ¿Quién llama?
– Soy yo.
– ¡Oh, querida mía, qué maravilloso oírte al comienzo del día!
– No debería estar interrumpiendo tu trabajo, pero necesitaba oír tu voz. La casa parece vacía.
– Que me necesites me hace muy feliz.
«No, no hago bien en aprovecharme de él sólo porque echo a alguien de menos -pensaba-, y además a alguien a quien sólo conocí ayer, y que es lo bastante joven como para ser mi hijo. Sólo es que no consigo acostumbrarme a vivir sola… aún no.»
– ¿Cuándo vienes a verme? -preguntó la voz.
Hacia tiempo habían convenido sin palabras que, cuando se reunieran, ella sería quien acudiría donde él. Los incidentes de un viaje ahora le resultaban a él excesivos, pero aparte de ello estaba la propia inclinación de ella a mantener la casa celosamente para él. Ni siquiera le gustaba recibir en ella a sus hijos, y prefería acomodarles en la hospedería cercana. Esta casa era suya, inviolada, ahora que Arnold se había ido. Había habido veces, que no había querido reconocer, en que hasta él le había parecido un intruso. Pero nunca se había conocido a sí misma tal y como era hasta no verse sola.
Antes de quedarse viuda había sido hija y hermana, esposa y madre, dividiéndose a la fuerza, aunque de buena gana, pues había gozado de cada una de aquellas relaciones y atesoraba los recuerdos. Ahora vivía sola y consigo misma, como si fuera una extraña, descubriendo nuevos placeres y cosas que le desagradaban, nuevas habilidades. Por ejemplo, libros…, los libros le habían parecido algo para distraerse o divertirse. Pero ahora sabía que eran un medio de comunicación entre mentes, la suya y las de otros, vivos o muertos. Tal comunicación era la fuente del saber y ella sentía sed de saber, sed que revivía al cabo de años atareados como mujer casada.
– Tengo un huésped -dijo.
– ¿Quién es?
Notó el eco de los celos en la voz de Edwin y se sintió divertida.
– ¡Estás celoso!
– ¡Por supuesto que lo estoy!
– Pero es absurdo.
– No, sólo natural. Estoy enamorado de ti.
– Es una bobada.
– No, sólo realidad. Déjame que te explique una sorprendente verdad acerca del ser humano. Eres demasiado joven para saberla, pero yo la conozco. El secreto de la vida está en la capacidad de amar. Mientras uno ama, ama de verdad, a otro ser humano, la muerte se mantiene aparte. Es sólo cuando la capacidad de amar deja de existir cuando la muerte viene rápidamente. Gracias, amor mío, por permitirme amarte. Alejas a la muerte de mi puerta.
Le escuchaba como lo hacía siempre, aceptando y creyéndole. El era aún el profesor y ella la alumna.
– Me ensalzas demasiado y es tan agradable.
– Bien, y ¿quién es tu invitado?
Se lo explicó brevemente, casi con indiferencia, terminando:
– Y seguramente no volverá. La aglomeración de los fines de semana termina hoy y habrá encontrado otro sitio donde estar.
– Así lo espero. No me gusta que estés sola en casa con un desconocido. En estos tiempos nunca se sabe… y eres muy bella.
Arnold no había sido dado a ensalzar su aspecto, así que nunca se había sentido muy segura de su hermosura. Había sido celoso, sí, pero sin motivo, y como había sido posesivo, ahora se le ocurría que quizá siempre hubiera sido bella y él no había osado decírselo.
– Sólo te lo parece a ti, Edwin, pero me gusta oírtelo decir. En el secreto de mi corazón soy muy vana.
– Nunca has pensado en ti misma. Yo siempre he sabido que eras bella. Recuerdo la primera vez que te vi. Era un día de septiembre y tu cabeza, de un dorado rojizo oscuro, brillaba entre otras morenas, rubias y castañas de las estudiantes de primer año. Ya entonces me fijé en ti, sin pensar, por supuesto, que un día te convertirías en mi vida. Vi tus ojos, claros de inteligencia. Esa va a ser mi mejor alumna, pensé… y así lo fuiste. Y empecé a planear sobre cómo tenerte en mi departamento y fracasé, porque aquel bribón de Arnold Chardman se casó contigo demasiado pronto. El día que viniste a decírmelo casi lloré. ¿Lo recuerdas?
Lo recordaba. Era cierto que se había casado demasiado joven, pero se había sentido tan dichosa que no se había fijado en los ojos del profesor, sólo en su silencio.
«-¿No me participa sus buenos deseos? -había preguntado, y recordaba la larga pausa antes de que le contestara:
– Le deseo que sea feliz. Hallará usted la felicidad de muchas formas distintas. Ahora usted cree que está en el matrimonio. Bien, puede que así sea. Pero llegará el día en que estará en otra cosa.
– Con tal de que no sea en otro -había replicado alegre.
– No limite la felicidad -le había contestado con gravedad-. Hay que tomarla allá donde se la encuentra.»
No habían vuelto a verse en años y ella le había olvidado. Pero un día, poco después de la muerte de Arnold, entre las muchas cartas de pésame, había encontrado la suya. Le escribía como si sólo se hubiesen separado la víspera.
«¿Recuerda lo que le dije sobre la felicidad? Una felicidad ha pasado, pero manténgase preparada para la siguiente, sea la que sea. Si no la ve en el horizonte, entonces debe crearla donde esté. Mientras viva puede encontrar felicidad si la busca o crearla usted misma. Tal vez la misma búsqueda sea felicidad.»
Había sido una carta larga en la que sólo le hablaba de ella y del futuro, de vida, no de muerte. Pero también él había conocido la muerte, le recordaba, pues Eloísa, su esposa, había muerto muchos años atrás. Ahora vivía solo en su casa de campo, donde habían pasado veranos, y se dedicaba a escribir libros.
Ella le había enviado una breve misiva limitándose a decirle que sus palabras habían sido las más consoladoras de cuantas recibiera. «Pero no hay felicidad en el horizonte -había añadido- y no hallo la chispa creadora dentro de mí.»
Entonces él le había mandado un telegrama invitándole a visitarle y ella había acudido, encontrándose con que el anciano era el centro de una casa llena de hijos mayores y de nietos que pasaban allí unos días, y entre los cuales se había sentado como invitada, vagamente bien venida, pero poco importante. El era quien le había dado importancia, destacándola como acompañante suya y haciendo que se quedara con él cuando los demás salían juntos de excursión. Solos en la gran mansión familiar, él había hablado mientras ella escuchaba. Estaba escribiendo un libro sobre la inmortalidad y le hablaba de lo que escribía. Ella le había escuchado con concentrado interés, pues Arnold no había creído en la vida después de la muerte. En medio de su angustia al verle morir, le había admirado por su firme valor.
– Ya estoy muy cerca del fin -le había dicho Arnold-. Y es el fin, querida mía. Sólo queda mi gratitud hacia ti. Por tu infinita variedad…, ¡gracias!
Aquéllas habían sido sus últimas palabras coherentes, pues el dolor le había invadido y había muerto horas más tarde casi atontado por la agonía. Durante la primera noche que había pasado sola en la gran casona de Filadelfia, que ahora le pertenecía sólo a ella, había considerado sus palabras. ¿Era cierto, podría ser cierto, que nada quedaba de él sino el cuerpo enterrado en el cementerio de la iglesia donde yacían sus antepasados? Había ponderado confusa sus pensamientos, incapaz de llegar a una conclusión, sin querer creer que él tuviera razón pero casi obligada a temer que la tenía. Ella no tenía prueba alguna sobre la inmortalidad, pero tampoco él la había tenido en contra. Debido a su actitud mental, se había sentido bien dispuesta, hasta ansiosa, de oír lo que Edwin tenía que decirle.
– Los humanos somos las únicas criaturas capaces de pensar en nuestro propio final, sin duda ni fe.
Había afirmado aquello aquel día de su primera visita. Estaban sentados en la terraza que daba a las distantes montañas y el ama de llaves les había traído té y pastelillos y, después de dejar la bandeja en la mesita que había entre ambos, se había retirado. A solas con él se había atrevido a refutarle. Con la taza de té en la mano, había negado con la cabeza.
– ¿No está de acuerdo? -le había preguntado, sorprendido.
– Hasta los animales conocen su fin y lo temen. ¡Fíjese lo alocados que se ponen al tratar de escapar a la muerte! Tal vez no razonen ni piensen, pero luchan contra la muerte. ¿Ha visto alguna vez un conejo en las fauces de un perro? Lucha contra la muerte hasta su último aliento. Un pez sacado del agua lucha por vivir. Los animales temen la muerte, y si la temen, es que la conocen.
El escuchaba, sorprendido y complacido.
– Bien razonado, pero no confunda el instinto con la consciencia.
Ella había considerado un momento aquello, para preguntar a continuación:
– ¿Cuál es la diferencia entre el animal y el ser humano?
– La consciencia en sí misma. El ser humano se declara a sí mismo porque se conoce. ¿Los animales? No. No se separan a sí mismos del cosmos.
Ya en aquella primera visita se habían sentido extrañamente unidos y, con el transcurso del tiempo, habían llegado a depender cada vez más el uno del otro, si bien ella reconocía que lo que sentía por él no era amor, sólo unión. Por parte de él era decididamente amor, el amor de un anciano, cuya naturaleza le resultaba a ella poco clara. Fuera lo que fuese, el amor era algo dulce, y ella se asía a su persistencia.
El era más sabio que ella, y también aquello era agradable. Jamás se había apoyado antes en nadie, pues Arnold, pronto se había dado cuenta, jamás la llegaría a conocer del todo. Eran compatibles, pero ella era quien tenía más sabiduría.
La voz de Edwin la sacó de sus pensamientos.
– ¿Sigues ahí, Edith?
Si, oh, sí -repuso con rapidez.
– ¡Entonces no estabas escuchando!
– No del todo -confesó.
– ¡Estabas soñando!
– Sólo pensaba… en ti y en mí.
– Ah, entonces te perdono. ¡Y gracias! No es bueno para mí sufrir de celos, sabes… a ninguna edad.
– No tienes por qué. Y ahora vuelve a tu trabajo, cariño.
Dejó el aparato y se enfrentó al día, un día brillante de sol, en que zigzagueantes figuras vestidas de alegres colores bajaban como flechas por las blancas laderas, y ella estaba desperdiciándolo tontamente. Una multitud de pequeñas tareas le esperaba: un plato hondo de plata que tenía que limpiar para llenarlo de fruta, un viaje a la tienda del pueblo que iba retrasando para poder sentarse junto a la ventana a contemplar de nuevo el monte, tratando de imaginarse cuál de aquellos puntos de color que volaban sería el de Jared Barnow. Jamás había conocido antes a nadie llamado Jared y el extraño nombre aumentaba su atractivo. Algo nuevo, alguien nuevo había entrado en su casa la noche anterior.
Cuando el sol se hubo puesto y las sombras se deslizaron por la cumbre dejando sólo el pico rosa-rojizo recortado contra el cielo, se puso a preparar la cena. ¿Para dos? ¿O sólo para ella? No pondría la mesa hasta no saberlo. Mientras, prepararía comida suficiente… dos pequeñas chuletas, la más grande para él. Y de pronto oyó sus pasos, los pies que se sacudían la nieve y la puerta se abrió sin previa llamada.
– He vuelto.
Le esperaba.
Se le acercó y ante su propia sorpresa y casi horror sintió el impulso de echarle los brazos al cuello. Se contuvo. ¡A cuántos absurdos era capaz de reducirle su propia soledad! Tenía que tener cuidado. Aquel impulso era una experiencia nueva, pues hasta entonces sólo había tenido que cuidarse de los demás. Su propio sentido crítico (frialdad, lo Llamaba a veces Arnold cuando estaba irritado con ella) había sido hasta el momento su arma. Dentro de sí misma sabía que no era fría, tal vez reservada en un espacio que nunca había compartido con nadie, un espacio interior.
– Como ve, he vuelto -repitió el joven.
– ¿No ha tenido suerte de encontrar habitación?
– No lo he intentado -repuso soltándose las botas.
– Me alegro. Me hace sentirme parte de la vida en la montaña.
– ¿Nunca esquía?
– Oh, sí, cuando era joven me encantaba.
– Nunca es tarde, sabe.
– Me temo que sí.
– ¡Bobadas! Parece…, ¡yo diría que unos veinticinco!
– Añada diez años más y luego otros siete -rió. ¡Tengo cuarenta y dos!
– ¡No!
– ¡Si!
– No vuelva a mencionarlo jamás -ordenó y levantándose fue al cuarto de invitados-. Voy a lavarme un poco y a peinarme.
– Todo está listo.
Se detuvo sin entrar.
– ¿Me esperaba?
– Tenía la esperanza.
Se miraron; luego él entró al cuarto y cerró la puerta. Y ella quedó inmóvil, incierta. ¿Se cambiaría para ponerse el traje de lana oscuro? Pero si lo hacía, ¿pensaría él que era de una coquetería absurda? Decidió no cambiarse y luego se alegró, media hora más tarde, pues nada más sentarse a la mesa él se puso a comer sin ambages y con un silencio que a ella le pareció casi de ingrato. Pero al observarle decidió que estaba hambriento tan sólo…, hambriento y tan joven. Sería absurdo ponerse el vestido rojo largo… o el negro adornado de plata, sólo para un muchacho hambriento.
– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el monte? -preguntó al fin para quebrar el silencio. No estaba preparada a que él se fuera, dejándole con el orgullo herido al recordar el loco impulso que había resistido.
– Tengo que estar de vuelta mañana. Me espera un trabajo en un laboratorio. Bueno, es más que eso. Es una oportunidad… una ocasión de descubrir… de hacer quizás algo propio… en Brinstead Electronics.
– Buena compañía.
– ¿La conoce?
– Mi padre era una especie de agregado.
– ¡Ojalá le hubiese conocido!
Murió mucho antes de que tuviera usted edad de conocerle.
Las palabras le hicieron daño en el corazón. Cuando él nació ella ya había salido de su infancia y era una jovencita que discutía con su paciente madre por la largura, o brevedad, de las faldas y que defendía su derecho a volver a casa después de medianoche cuando salía con Arnold.
– Todo el mundo le conocía -siguió él.
– Así lo supongo.
¿Por qué era tan difícil hablar? Se sentía deprimida, aparte, casi hostil hacia él, porque era tan joven. Sin embargo la velada anterior la conversación había fluido entre ellos fácilmente, con comprensión mutua. Involuntariamente alzó la cabeza y se dio cuenta de que lo había hecho porque él la miraba con ojos muy oscuros bajo las cejas. Al cruzarse sus miradas, él dijo bruscamente:
– Me gusta usted. Y no sólo porque es bella. Ya estoy acostumbrado a eso. La chica con la que salgo es muy bonita. Pero usted tiene algo…
– ¡Años… eso es todo!
El no rió. Más bien dijo con irritación:
– ¡Me gustarla que no hablara de su edad! A mi me avergüenza ser estúpidamente joven. Siempre he sido demasiado joven para lo que he querido hacer… demasiado joven para ir a la universidad, demasiado joven para trabajar. A los quince años me escapé, sólo para pasar el tiempo hasta ser algo mayor. Terminé los estudios demasiado joven. Siempre he hecho todo demasiado joven.
– ¿Adónde se escapó?
– Viajé, vagabundeé, sería mejor decir, por todo el mundo durante dos años.
– Así que ahora tiene…
– Veinticuatro.
Volvió a herirse a sí misma.
– Hábleme de su chica.
El frunció el ceño y volvió la cabeza a la ventana. Sobre el perfil de la montaña una fina luna nueva colgaba suspensa, como si fuera una decoración en el cielo.
– No es exactamente mi chica -dijo al fin con irritación.
– ¿Por qué no?
El joven apartó el plato, se levantó y fue a la ventana. Allí se quedó mirando el monte oscurecido y la luna colgante.
– Me encuentro en una situación extraña.
– ¿Si? -su voz invitaba a seguir.
– Siempre soy demasiado joven para lo que quiero hacer, pero soy demasiado viejo para… para chicas.
Entre los dos quedó suspenso un momento de silencio, tan tenue, tan estremecido como la luna nueva que brillaba entre las nubes que ahora se cernían sobre el monte.
– No comprendo del todo lo que quiere decir -comentó ella por fin con suave voz.
– Tampoco yo -cortó abrupto, y volviendo a la mesa se sentó-. Más café, por favor. Por cierto, ¿cómo se llama? Su nombre de pila, quiero decir.
– Edith.
– Edith. ¿Edith? Nunca he conocido a nadie con tal nombre. Mi madre tenía un nombre tonto… Ariadna. Sin embargo, es bonito. Como ya le dije, no la recuerdo, pero mi tío dice que era muy gentil.
– ¿Qué fue de ellos? -siguió en el mismo tono de voz.
– Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Si, creo recordar a alguien como mi madre, alguien dulce, bonita… pero seguramente no la recuerdo, en realidad, quizá sea sólo un sueño o tal vez pura imaginación.
– ¿Y no hubo nadie que le sustituyera?
– No. Mi tío no se ha casado nunca. ¿No se lo he dicho? Supongo que tiene alguna amante escondida en alguna parte. Nunca hablamos de esas cosas.
– ¿Nadie ha ocupado el lugar de su madre?
– Nunca he buscado a nadie. Las madres son insustituibles, ¿no?.
– Si -contestó con firmeza, y al cabo de un momento-. Pero ¿y la chica? ¿Es realmente más joven que usted?
– No tanto en años, pero lo demás… -Se encogió levemente de hombros-. Sí, es bastante lista, inteligente y todo eso. Pero yo soy viejo para ella. Soy una carga hasta para mí mismo.
– ¡Oh, vamos! -rió.
– Sí, lo soy -el no coreó su carcajada-. Me interesan muchas cosas, no la gente. ¡Hay tantas cosas que quiero hacer! No tengo tiempo para… para casarme y todo eso y esto es lo que esa chica desea.
– ¿Está enamorada de usted?
– Eso dice.
– ¿Y usted?
– ¿Yo? Cuando estoy con ella soy lo bastante normal para sentirme estremecido, ya sabe. Pero dentro de mí me conozco bien. «Te aburrirías de ella», eso es lo que me dice algo dentro. ¿Me considera loco?
– No. Sólo prudente.
– No me importaría serlo menos.
– No diga eso. Se le ha concedido como herramienta para lograrlo.
– ¿Qué?
– Lo que desee hacer.
– ¡Penetrar los secretos del universo!
Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa, los ojos relucientes, mirándole, y ella se sintió consolada, casi elevada, por alguna razón que no quería comprender.
– Tengo que irme mañana -dijo él de improviso y con igual brusquedad se sentó al piano y se puso a tocar.
La nieve caía sobre la nieve, fría y silenciosa. Empezó cuando él salió de casa a la mañana siguiente, con un cielo gris y el monte cubierto de niebla. El invierno se cernía sobre la costa oriental. También nevaba en Filadelfia, oyó ella por radio.
– Odio tenerme que ir de esta casa tan caliente -comentó Jared.
Estaba en el umbral, envuelto en su chaquetón con la capucha sin poner.
– Se deja los esquíes en la bodega. Eso quiere decir que volverá.
– Sí, pero ahora me refería a esta mañana.
– Esta mañana -repitió Edith.
No podía decirle lo que pensaba, lo que siempre pensaba cuando caía la nieve. ¡Arnold yacía bajo la nieve! Por supuesto, ya se había acostumbrado para entonces, si es que alguna vez lograba acostumbrarse, claro está. ¿Y por qué sería la nieve? En primavera podría contemplar la tumba sin agonía y en otoño las brillantes hojas que caían de un arce vecino sobre la fosa casi volvían alegre el cementerio de la ciudad. Pero ¿la nieve? La plena conciencia de su muerte, desolada y final, le había llegado con la primera nevada y estaba sola allí, en la casa. Había estado junto al amplio ventanal, golpeándose los nudillos de su apretado puño derecho mientras las lágrimas corrían por las mejillas. ¡Oh, Arnold, ahí solo bajo la nieve!
Y parte de la misma desolación le invadía ahora.
La casa habíase llenado de esta presencia joven y desconocida, aunque él ya no era para ella un desconocido, nunca lo había sido ni podría serlo. Había algo que compartían, algo más que la música, pero ¿qué? Se había mostrado muy contento por la mañana, casi como alegrándose de irse, hasta el momento en que se había detenido ante ella, tan alto, y ella había visto sorprendida e incrédula la mirada de sus ojos.
– Si, me gusta usted -había dicho y tan de pronto, como si hubiera efectuado un descubrimiento, que ella había reído.
– Encantada de saberlo -había respondido animada-, y por supuesto volverá. La cosa es saber cuándo.
– Ya se lo comunicaré.
La miró un momento más y luego dio media vuelta y salió, cerrando con firmeza la puerta a su espalda. Ella permaneció un segundo contemplando la puerta cerrada. La casa estaba silenciosa a su alrededor. Y vacía.
– …Las puestas de sol resultan siempre más hermosas cuando estás aquí -decía Edwin.
Ella estaba sentada junto a la redonda mesita del ventanal del grande y cuadrado salón. En la distancia las cordilleras elevaban los agudos picachos contra el resplandeciente cielo de poniente. Era el sitio que ocupaba habitualmente cuando acudía a la vasta morada por las tardes, y si el cielo estaba claro rara vez se perdía el ocaso. Hoy, segundo día de su visita, había estado muy claro. Había pasado horas con “tu viejo Filósofo”, como él mismo se titulaba hasta que, una hora antes, el anciano había sentido uno de sus ataques de fatiga y había subido a su cuarto a dormir.
Pero ahora había despertado y acudido otra vez a su encuentro.
– La puesta del sol siempre es más hermosa después de la nevada -replicó Edith.
Sintió las manos del hombre en sus hombros, su mejilla que se apoyaba suavemente en su cabello.
– El indescriptible consuelo de tu persona, de tenerte en mi casa -musitó.
– Aquí siempre me siento feliz -repuso sin moverse, clavada la vista en el firmamento.
Los matices cambiaban; la violencia del carmesí y el oro se suavizaban en rosa y amarillo pálido.
– No te muevas -le dijo él en el momento en que iba a levantarse-. Tengo algo que pedirte.
– ¿Sí, Edwin?
Le tenía a su espalda, no le veía, pero sentía aún las manos en sus hombros. En silencio volvió la cabeza y vio que una ternura poco corriente le iluminaba la cara al mirarla a los ojos.
– ¿Es algo disparatado? -sonrió.
– Me pregunto si tú lo considerarás así. Pero no… tú lo comprenderás. Así lo creo. A tu manera eres una artista, con la honradez del artista.
– Quizá sea mejor que me prepares.
Apartándose, fue a sentarse frente a ella ante la mesita. Su cabeza de cabello blanco y bien recortado bigote, la piel clara y sana, los brillantes ojos azules, le convertían en un hermoso retrato contra el fondo del cielo que se oscurecía.
– ¡Cómo puedes tener ese aspecto! -exclamó Edith.
– ¿Cómo te parezco?
– No voy a decírtelo. Ya eres bastante presumido.
– Es decir… ¿soy atrayente? Quiero decir, ¿para ti?
– Naturalmente. Ya lo sabes. Cada vez que me lo preguntas te lo repito.
– Ah, pero tengo que preguntártelo -se lamentó.
– ¡Para que yo tenga el valor de confesarlo!
De nuevo bordeaban la verdad, más allá de lo cual nunca se atrevían. O quizás es que ella no estaba preparada para la verdad, y tal vez nunca lo estuviese Lo que sentía por él era una emoción totalmente distinta del amor que había sentido gozosa por Arnold. Pero aquel amor había terminado, cortado por la muerte, y de pronto, durante algún tiempo, no había tenido a quien amar. Durante los largos meses en que había sabido que él tendría que morir, se había preguntado sobre el amor. ¿Continuaría cuando el ser amado ya había muerto? ¿Podría algo tan fuerte seguir alimentándose sólo del recuerdo? Ahora sabía que no. La costumbre de amar se convertía en necesidad de amar y seguía viva en su ser, como un río contenido en una presa. Y ahora volvía a fluir, no con tanta plenitud, no de forma inevitable, sino cautelosa y suavemente hacia este hombre sentado ante ella, de espaldas al poniente. El hombre empezó a hablar con su tono pensativo, de estar filosofando, los ojos, tan penetrantes en su tono azul, fijos en el rostro de ella.
– La necesidad de amar y ser amados dura hasta que exhalamos el último aliento, y de la necesidad viene el poder. Está en ti, está en mí. Cómo puede ser eso, te preguntarás. Porque, niña mía, mi querida y única, el amor sustenta el espíritu y el espíritu sustenta la vida. Si el amor es mutuo, entonces las dos personas viven mucho tiempo. Pero, aunque sólo ame uno, quien ama recibe sustento. Es dulce ser amado, pero ser capaz de amar es poseer la fuerza vital. Yo te amo. Por tanto soy fuerte. Sea cual fuere mi edad, me sostiene mi propio poder de amar. ¡Qué afortunado soy al tener a quien amar! ¡Porque yo soy difícil, cariño! No todas las mujeres son amadas… al menos por mí.
Se sintió llena de una confusión totalmente nueva, pues en aquel instante había en él algo nuevo. Tal vez debido a la luz del firmamento a su espalda o al resplandor que le brotaba de dentro, por un momento se transfiguró, su rostro pareció muchísimo más joven, los ojos chispeantes, las mejillas levemente encendidas. Impulsivo, se inclinó hacia ella.
– ¡No tengamos reservas! Te deseo plenamente. Quiero darme a ti plenamente.
– ¿Qué quieres decir, Edwin?
Se sentía apresada por su mirada, por las manos que asían las suyas con inesperada energía.
– ¿Puedo ir a tu cuarto esta noche? -preguntó con brusquedad, como si de un solo golpe derribara una barrera.
La pregunta quedó suspendida entre ambos, increíble, pero dicha. Había hablado. No podía haber duda de que había hablado, y la pregunta exigía respuesta. Sentía obligada por la mirada que no había cambiado. Ante su silencio, él volvió a hablar, esta vez con dulzura, como con un niño.
– Habitamos estos cuerpos, amada. Son nuestro único medio de transmitir amor. Hablamos, desde luego, pero las palabras sólo son palabras. Besamos, sí, pero un beso no es sino la caricia de los labios. Existe todo el cuerpo por medio del cual puede transmitirse el mensaje. ¿Y para qué alimentamos el cuerpo con manjares, bebidas, sueño y ejercicios sino para transmitir amor?
Y como ella vacilara, clavada con repentina timidez, rió, pero bajo.
– ¡No temas, niña! Hace diez años que soy impotente. Sólo deseo yacer en silencio a tu lado en la oscuridad de la noche y saber que por fin somos uno, para no separarnos más, por lejos que estemos.
Por fin pudo hablar. Se oyó pronunciar palabras tan increíbles como las que él acababa de decir. Y sin embargo las dijo.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no?
…Se separaron como de costumbre, después de la habitual cena tardía. En presencia de Henry, el mayordomo, se dieron las buenas noches con formalidad y tan como de costumbre, que ella se empezó a preguntar si no se habría imaginado la escena a la puesta del sol. Pero sabía que no, porque con un instinto, largo tiempo muerto, ya en su cuarto se puso a buscar entre su ropa hasta hallar un camisón adornado de encaje. De día se vestía trajes sencillos, pues la simplicidad le iba bien con su rostro clásico, pero en secreto, a la noche, desde que se quedara sola, ahora que Arnold había muerto, había comprado y se ponía aquellas prendas frágiles y exquisitas que a él le habían desagradado. Solía decirle que los pijamas le sentaban mejor, por eso siempre los había usado hasta que murió. Y entonces, y quién seria capaz de entenderlo, al mismo día siguiente del funeral había acudido a la mejor tienda de la ciudad y se había comprado una docena de camisones, copos de encaje y seda y, a solas, se adornaba cada noche para dormir.
Y así lo hizo ahora, tras un baño perfumado, y mirándose ante el espejo se cepilló el largo cabello rubio, lo trenzó como de costumbre y subió a la elevada y antigua cama como si nada fuera a suceder y aguardó, latiéndole el corazón con expectante calma que casi a su pesar era placentera. ¿Debería dormir… podría dormir? Mientras meditaba sobre ello quedó postrada sin darse cuenta. Su voz la despertó. Estaba inclinado sobre ella, con una vela encendida en la mano.
– He llamado, querida, pero no has contestado. Así que he entrado, esperando verte bella en el sueño, como lo he hecho desde hace cinco minutos. Ahora ya sé lo que el sueño hace a tu amado rostro. Casi sonreías.
Puso la palmatoria en la mesilla, se acostó junto a ella como si ya tuviera costumbre de hacerlo y deslizando su brazo derecho bajo la cabeza de la mujer la apoyó en su hombro.
– Así estamos cómodos; ¿verdad? Y somos lo que deberíamos ser, un hombre y una mujer echados uno al lado del otro con mutua confianza. No te pediré que te cases conmigo, amor mío. No sería justo para contigo. Soy demasiado viejo.
– ¿Y si yo te lo pidiera? -le preguntó, ella. Un consuelo dulce y profundo fluía por sus venas.
– Ah, ésa sería la cuestión.
Pero no, pensó Edith, nunca se lo pediría. ¿Casarse? No lo deseaba. El matrimonio le haría pensar en Arnold. ¡Tenía que explorar esta relación con Edwin libre de recuerdos!
De pronto él apartó la ropa que les cubría y se sentó a mirarla.
– ¿Qué es esta cosa tan preciosa que tienes puesta, esta prenda sutilísima, esta telaraña de plata?
– ¿Te gusta? -sonrió ante su placer y agrado.
– Mucho, pero…
Se interrumpió y ella sintió que sus manos le apartaban con destreza el encaje de los hombros, de los senos, de la cintura y los muslos, hasta que la prenda que la cubriera quedó a sus pies en suave montón.
– ¡Benditos sean nuestros cuerpos, pues son el medio por el que se expresa el amor! -suspiró Edwin.
Ella no contestó, sino que prefirió que él la condujera como quería, tratando sólo de descubrir si sentía desagrado. Pero no sintió ninguno. Nada de cuanto conociera la había preparado para su gracia, su delicadeza, la seguridad de su caricia. ¡La filosofía del amor! Le saltó la frase al pensamiento. Fuera lo que fuese, esto era algo más que físico. Luego él se quitó la bata que le cubría y volvió a tenderse a su lado.
– Ahora ya nos conocemos. A partir de esta hora jamás volveremos a ser extraños el uno para el otro.
Y así en la noche yacieron la una en brazos del otro, apasionados y sin pasión. La luna ascendió brillando por la gran ventana y ella vio el cuerpo del hombre, bello incluso a su edad, derechos los hombros, liso el pecho, las piernas delgadas y fuertes. Había cuidado respetuoso de su cuerpo y ahora recibía la recompensa. ¿Cuántas mujeres habrían amado aquel cuerpo? ¡Era imposible que una belleza mental y física tan poderosas no se hubieran combinado con frecuencia en el acto amoroso! Pero no sintió celos. Era su hora, su noche. Y era cierto que, conociéndose como se conocían, ya jamás volverían a estar separados.
– Sí -dijo con voz alta y clara.
– ¿Sí qué, amor mío?
– Sí, te amo.
El suspiró hondo y la estrechó hacia sí.
– Doy gracias a Dios. Gracias a Aquel a quien no he visto. ¡Una vez más, antes del fin, amar y ser amado! ¡Qué más puedo pedir!
Y así quedó dormido con ligero sueño. Pero ella siguió despierta, aún en sus brazos, despierta y pensando en lo extraño que era estar en brazos de Edwin, en este cuarto, en su casa. No sentía el menor remordimiento. Lo que él había dicho era cierto, estaba bien, pero aun así resultaba extraño. Y de pronto se olvidó de dónde estaba y en cambio se puso a pensar en Jared Barnow. ¿Volvería alguna vez? ¿Por qué iba a hacerlo? Y además, ahora ya no le importaba si volvía o no. A la luz lunar el perfil de Edwin era blanco como el mármol, puro y perfecto. Sintió una nueva reverencia por la hermosura de aquel cuerpo y el esplendor de sus pensamientos. Era un honor haber sido elegida por amor por aquel hombre, un hombre famoso a quien incluso ahora visitaban hombres y mujeres de todas partes del mundo. Y si su tranquilo amor era capaz de añadir un día a su vida, palabras a sus pensamientos, fuerza a su cuerpo, ¿no era acaso también aquello cierta clase de alegría?
Al día siguiente regresó a su casa del monte y esperó el fin de semana. La nieve caía y siguió cayendo noche y día, hasta que en el lado norte de la casa llegaba casi a los aleros. Sam, que traía leños, tuvo que cavar un túnel a la entrada de atrás.
– ¿Cómo podrá venir la gente a pasar el fin de semana, aunque sea a esquiar? -preguntó ella.
– Vendrán porque las carreteras estarán abiertas -le sonrió el vecino-. La gente de aquí sabe que la nieve es la que les da de comer.
Tranquilizada, esperaba el fin de semana. Entonces él vendría. Jared Barnow… pronunció para sí el nombre en voz alta y se escandalizó. ¿Cómo podía pensar en él después de lo que había sucedido con Edwin? Buscó en su corazón, en su mente, para descubrir recuerdos, no tanto de culpabilidad como de desagrado. No los había. ¿Sería posible que estuviera buscando completarse de alguna otra forma? ¿De qué forma? ¿Y qué tenía que ver Edwin con Jared? ¿Y por qué hacerse preguntas, sobre todo cuando no deseaba respuestas? ¡Que la vida la condujera donde quisiera! Se sentía flotando, pasiva, esperando algo, a alguien, no sabía qué o quién, no quería preguntar.
– No te veo en esta casa, sabes -le dijo Jared.
Había llegado el viernes por la noche, exactamente como le aguardara, cosa que había estado haciendo y no, esperando que vendría y no esperándolo a un tiempo.
– Durante el primer año más o menos tendrás que tener cuidado -le había dicho Amelia. Amelia, su amiga de la infancia, cuya casa de Filadelfia era contigua a la suya heredada de padres y que vivía allí desde su propia infancia, soltera y sola en una mansión llena de servidores heredados también. Se lo había dicho menos de una semana después de la muerte de Arnold y ella no había podido pronunciar en alta voz el nombre de su marido. Pero Amelia carecía de tacto y decía lo que le parecía en todo momento. Se hallaban en la salita de arriba, donde las dos habían recortado muñecas de papel, habían acumulado discos, habían diseñado vestidos, se habían encontrado un último instante antes de la boda y ahora volvían a encontrarse en la muerte de Arnold.
– ¿Qué quieres decir, Amelia?
– No es que hable por experiencia, claro -le había contestado Amelia levantando los hombros-, pero he oído decir a mamá que a la muerte de papá (yo tenía sólo tres años) se sentía tan sola que sentía tentaciones de casarse con el primero que se lo pidiera. Cuando hubo pasado el primer año comprendió que no quería casarse con nadie.
– Tampoco yo querré casarme -había musitado.
Por mucho que confiara en Amelia para distraerse, jamás había sido capaz de contárselo todo, sobre todo porque Amelia, que no era muy bonita y sí demasiado franca, jamás se había enamorado, que ella supiera. La crudeza de las observaciones de Amelia había permanecido en su memoria, sin embargo, y ahora, al contestar a Jared, la recordaba.
– ¿Cómo me ves?
– En alguna mansión grande y hermosa en algún sitio -repuso con presteza, como si ya hubiera pensado en ello-. Te imagino con sirvientes que te atienden. Detesto que estés aquí sola. No quiero que me hagas el desayuno. Me hago la cama porque no soporto la idea de que tengas tú que hacerla. Sólo cuando te veo ante el piano o frente a la amplia chimenea, a la luz del fuego, es cuando me parece verte de veras.
– Gracias -dijo conmovida por sus palabras-. Y no sabes cuánto me ayudas. Sabía que tendría que volver a la gran casa, pero me faltaba valor. Me marché al morir mi marido y he seguido aquí, temiendo el tener que volver sola…
– Yo estaré contigo -le interrumpió-. Lo que quiero decir es… Vendré a verte inmediatamente y pasaré por lo menos un fin de semana de vez en cuando, si me lo permites.
– Pues claro. Me siento muy conmovida y no debes por ningún motivo considerarlo necesario. Una vez que esté allí estaré bien… después de un par de días. Mi marido y yo crecimos en aquel vecindario. Tengo amistades en la casa contigua. A decir verdad, cuando nos casamos, todo fue cuestión de si viviríamos en su morada familiar o en la mía. Pero la mía estaba vacía… mi padre murió poco después de mi matrimonio y mi madre había muerto antes. Yo era hija única, así que todo quedó para mí y tengo mucho cariño a la casa.
Hablaba sin interrumpirse, tratando de explicarlo todo a la vez, sin saber muy bien qué era lo que quería explicar. El escuchaba atento hasta que terminó.
– Perfecto. Allí es donde quiero verte, en una casa de tu ambiente. ¿Esto? -Extendió el brazo hacia la austera estancia-. ¡No!
Y entonces, como si hubiera concluido una discusión, se fue bruscamente al piano y se puso a ejecutar una sonora polonesa de Chopin, en tanto que ella se hundía en la profunda butaca ante el fuego y escuchaba, arrebatada por su nueva interpretación de aquella música familiar. Con su énfasis él eliminaba toda insinuación enfermiza que pudiera subrayar la música y en lugar de ello la convertía en una triunfal afirmación de vida.
– ¿Qué hubiera pensado Chopin de eso? -le preguntó Edith cuando concluyó con la misma brusquedad con que empezara y fue a plantarse ante ella clavados los oscuros ojos en su rostro.
Yo convierto en mía toda la música -replicó sin apartar la vista.
Y ella siguió sonriendo, medio tímida medio asustada. No le conocía. Seguía siendo un desconocido. Por ello era más peligroso aquel poderoso atractivo que no se basaba en el conocimiento. Le hubiera gustado preguntarle en qué pensaba, pero no se atrevió. Y él le contestó sin ser preguntado.
– Quiero que mañana vengas a esquiar conmigo.
– ¡Imposible! -la respuesta brotó instantánea.
– ¿Por qué no?
– Bueno, para empezar no tengo esquíes.
– Los alquilaremos.
– Hace años que no esquío.
– Más a mi favor… y además va a ser la última nieve buena del año.
– No es nieve buena. Sam dice que las pistas están heladas… el sol cálido las funde de día y se hielan de noche.
– Puede que nieve esta noche. La cumbre está cubierta de nubes.
– ¡Y brilla la luna!
– Por la mañana terminaremos la discusión.
– La respuesta será la misma.
– No, si nieva durante la noche… ¡no, no hables! No te lo permitiré.
Le puso la mano en la boca manteniéndola allí hasta que, ahogándose de risa, ella se apartó.
– ¡Dios, qué boca tan suave tienes! -exclamó admirado.
– De no haber sido tan dura te hubiera mordido la mano. Y no quiero esquiar.
– Cállate o volveré a hacerlo. No aceptaré un no por respuesta.
– Pues tampoco tendrás un sí.
– Entonces, por esta noche, no será ni sí ni no.
Se levantó, medio asustada. El seguía mirándola, especulando, pero ¿acerca de qué? Edith retrocedió un paso y él movió la cabeza.
– No lo creo.
– ¿Qué?
– Tu edad.
– Tienes que creerlo.
Volvió a negar con la cabeza y de pronto le tomó la mano, la volvió y le besó en la palma.
– Nunca lo creeré.
Ella no prestó resistencia, atónita, con aquel beso en la mano como un regalo inesperado. El la soltó con suavidad y la mano cayó a su costado.
– Buenas noches -saludó brusco y se fue a la puerta de su cuarto. Allí se detuvo-. Rezaré para que nieve -dijo y cerró la puerta.
…Durante la noche nevó. Edith despertó al cabo de unas horas de inquieto sueño, se levantó de la cama y descorrió las cortinas rosadas de las puertas de cristal que daban al monte. La luz de su mesilla de noche se reflejó en un velo de suaves copos de nieve que caían densos. La terraza de fuera estaba recién cubierta. Jamás sería capaz de resistir a la determinación del joven y, sumisa ya, se volvió al lecho y durmió.
– Mis oraciones siempre son escuchadas -declaró él por la mañana mientras desayunaban.
– Sigo sin ropa de esquiar.
– ¡Más divertido! Te equiparemos en la tienda al ir de camino. ¡Vamos, date prisa, nada de entretenerte con el café, por favor! ¡El sol está ascendiendo con rapidez! Pero habrá como quince buenos centímetros de nieve…
– ¡La verdad es que eres bastante dominante!
– Es mi manera de ser -repuso con animación. Mientras hablaba se levantó, recogió los platos y los fue lavando y secando mientras ella le observaba divertida y terminaba su café.
– Eres muy experto.
– He acampado por todo el mundo. El año pasado en el Himalaya.
– ¿Haciendo qué?
– Estudiando rayos cósmicos. ¿Has oído hablar de un tipo llamado Tesla?
– Naturalmente. Quería electrificar el globo, ¿no?, y procurar una fuente eterna de energía eléctrica.
– Cielos, eres muy culta.
– Soy hija de mi padre. El creía que Nikola Tesla era un científico infinitamente más grande que Edison. A decir verdad, escribió artículos sobre Tesla… y a veces le presentó a benefactores millonarios.
– Tendremos que hablar de Tesla esta noche, ante el fuego. Ahora el monte nos aguarda.
La atosigó sin piedad, impaciente, inquieto, y a la media hora se hallaban en la tienda de equipos de esquiar, donde él se puso a pedir ropa con toda experiencia, negándose a aceptar las últimas novedades, pidiendo cosas de las que ella no había oído hablar durante los años transcurridos desde que enseñara a esquiar a sus hijos.
– Ropa que se ajuste a la piel -ordenó-. Especial para días como hoy. Es como si no llevaras nada puesto. Como una segunda piel.
Cuando ella salió del probador cubierta con el apretado traje que la cubría del cuello a los tobillos, la examinó con ojo crítico. Pellizcó lo que le sobraba en la cintura.
– Una talla menor es lo que necesitas. Tienes la cintura de una niña.
La mandó adentro, ella se puso un nuevo traje y salió para la inspección.
– Perfecto. Ahora ropa de abrigo. ¡Hoy en día no se lleva ropa interior larga! Más bien uno se tapa con una especie de traje espacial… Y los esquíes, también son nuevos, núcleo de plástico y fibra de cristal, buenos para cualquier clase de nieve, hielo, grava, polvo. Botas, por favor, señorita -a la sorprendida dependienta-. De cuero por fuera, de espuma por dentro, y hebillas sencillas, aunque en mi opinión la bota perfecta aún no se ha conseguido. Tal vez un día se me ocurra algo.
Por fin estuvo lista y juntos subieron al teleférico. Había dejado de nevar pero el cielo tenía de nuevo color de plomo, aunque quizá no descargara hasta el atardecer. Esquiaron todo el día y ella se sintió infantilmente orgullosa de ver que aún retenía su habilidad. El la alababa, pero también criticaba.
– Tus movimientos no son perfectos… mira, tienes que hacer tres cosas a un tiempo, ¿ves? Plantar el bastón, impulso hacia arriba, alternar el esquí de delante, ¡Así! Pero mantén los esquíes en la nieve… ¡impulso hacia arriba muy leve!
Se lo demostró con una serie de hábiles giros y ella vio que era tan magnífico esquiando como en el piano. Todo el día estuvo enseñándola y ella se esforzó por perfeccionarse, haciendo que su cuerpo ágil respondiera a las nuevas exigencias.
– Tu transversal es un poco torpe. Olvídate de los hombros. Lo que tienes que cuidar es la cadera… Echa hacia atrás la cadera que va cuesta abajo y todo lo demás, el cuerpo, los hombros, todo… se prepararán automáticamente.
Practicó una y otra vez y hasta la puesta del sol no se dio cuenta de que estaba exhausta y aún entonces él fue quien lo reconoció primero.
– Te he dejado agotada, soy un estúpido perfeccionista. Esquías maravillosamente y lo que yo he insistido no son sino los toques finales.
– ¡Pero también yo soy perfeccionista, y me encanta! -protestó.
– ¡Buena compañera! -le echó el brazo sobre los hombros-. Vamos a casa a cenar ante una buena fogata.
Así lo hicieron; él asó las chuletas al fuego en tanto que ella aliñaba la ensalada en la gran ensaladera de teca birmana.
Comieron en silencio y luego él enchufó la música estereofónica que escucharon en silencio, hasta que el sueño pudo con ellos.
– Tengo que acostarme -musitó ella, entrecerrados los ojos.
– Y yo -confesó el otro.
Se levantaron, vacilaron un momento y por un adormilado instante ella imaginó que iba a besarla. Pero en lugar de ello el hombre se enderezó y se retiró.
– Buenas noches, dulce amiga.
Nada le contestó, y tampoco hubiera podido hacerlo, pues necesitaba todas sus fuerzas para dominarse a sí misma. No, no le invitaría al beso, pues no podía predecir a dónde conduciría y ahora no se atrevía a preguntar.
– Buenas noches -repuso, y todavía medio dormida cruzó la estancia y fue a su cuarto.
Durante la noche le despertó el chapoteo de la lluvia en el tejado. Así que era el fin de la nieve, y del esquí. Mañana él se habría ido y ella volverla a estar sola. Estar sola ahora le parecía intolerable. Se marcharía para volver a Filadelfia.
…Cuando acudió a desayunar seguía lloviendo. Jared ya había preparado todo, puesto la mesa donde esperaban el zumo de naranja, el jamón tostado y la tortilla haciéndose en la sartén.
– Los cielos se muestran crueles -saludó-, pero tal vez sea mejor. Tengo que volver al laboratorio. Iba a robar otro día, luchar contra mi conciencia, pero ya no lo necesito. ¿Estás cansada?
– Un poco… no, cansada no, con agujetas.
– Mejor así; que no tengamos tentación de subir de nuevo.
De nuevo comieron en silencio y ella se preguntó, con leve resentimiento, si él estaría en guardia. Después de todo, ella no le había besado. ¡Al contrario! Pero aquella mañana gris ambos se mostraban serios.
– ¿Vas a quedarte mucho más? -preguntó Jared cuando, acabado el desayuno, se dispuso a marchar.
– No. me iré, tal vez mañana. -Y todavía resentida añadió-. Seguramente primero iré a pasar unos días con un viejo amigo, Edwin Steadley.
– Bueno, adiós -dijo él sin inmutarse. Y luego, de manera que a ella le pareció poco amable, añadió-: Por supuesto, volveremos a vernos.
– ¿Por qué no?
– Según el curso de los acontecimientos humanos -decía Edwin-, no puedo ya vivir mucho más tiempo. No procedo de una familia longeva y, en asuntos de vida o muerte, la herencia cuenta. Ya he vivido más que mis padres. Mi madre murió con sesenta y cuatro años, tras de sobrevivir tres a mi padre. El tenla cinco años menos que ella. La relación entre ambos fue extraña. En algunos aspectos mi padre era para ella como un hijo.
– A mí no me gustaría una relación así -afirmó Edith decidida.
– Ah, eso es porque tú tienes un viejo amante. Yo casi podría ser tu abuelo. Pero la verdad es, amada mía, que los jóvenes no saben en verdad como amar a una mujer. El joven piensa ante todo en poseer a la mujer para si mismo… es decir, en impregnarla. A mi edad, el hombre sabe que tal cosa es imposible, por eso se eleva al puro amor de la mujer, sin pensar en sí mismo. La contempla con delicia, como yo a ti. Le da placer, en tanto que ella acepta su caricia, que ahora es hábil, pero en todo ello sólo piensa en la mujer. Querida mía, a la luz de la luna, que gracias a cierta magia celestial brilla en este instante sobre tu lecho, tu hermoso cuerpo parece una estatua de oro pálido. ¡Cuán afortunado soy de que me admitas así en tu estancia privada!
– No consigo comprender cómo ha podido suceder -repuso sonriente entre la nube de cabello claro suelto en la almohada.
– Porque tuve el valor de pedírtelo.
– Lo pediste muy confiado -rió-. No observo en ti la menor falta de valor. ¿Pero cómo es que yo lo tuve para aceptar y cómo es que no me parece extraño, y desde luego nada mal, que te encuentres aquí? Jamás he tenido un amante. Entonces, ¿por qué ahora?
– Necesidad de darlo todo y aceptarlo todo.
– Y ¿por qué no me siento nada tímida? -preguntó con auténtica sorpresa.
– Somos uno. Nuestras mentes fueron una primero y entonces resultó necesario que completásemos esa unidad.
– ¿Continuará?
– Hasta que sienta que la muerte se me acerca. Cuando suceda ese momento, te lo haré saber. No trates de consolarme o detenerme. Debo prepararme para ese paso solitario. Y necesitaré todas mis fuerzas. Por eso…
Hizo una pausa tan larga que, llena de ternura, ella le estrechó entre sus brazos.
– ¿Tienes miedo?
Pero él no iba a aceptar su compasión, ni siquiera una compasión tierna. Se soltó de sus brazos y se inclinó sobre ella, apartándole el largo cabello de la frente para mirarle a los ojos. Sobre la mesilla la llama de la vela se estremeció en la leve brisa de la ventana abierta, proyectando luces y sombras que jugueteaban en la cara de la mujer.
– No tengo miedo. Pero tengo algo que decirte y quiero decirlo ahora, mientras soy capaz de comunicar toda la verdad de lo que siento. ¿Quién sabe cómo será cuando se acerque el fin? Puede que me halle agotado por el dolor. La muerte puede vencerme en un instante y no darme tiempo. Dime, amor mío, ¿te hallas en paz ahora? ¿En este momento? Estamos completamente solos en mi vieja casa. He mandado al ama de llaves a la suya, tenía algún aniversario familiar, y Harry se ha tomado una breve vacación. No hay nadie bajo este techo más que nosotros. Puede que nunca más volvamos a estar tan a solas. ¿Puedo decirte lo que quiero que sepas y que recuerdes en tanto que tengas vida?
– Dime.
Entonces él se echó a su lado, sin tocarle más que para tomar su mano izquierda y sujetarla entre las dos suyas sobre el pecho. Aquella noche, al lavarse, a instancias de un inexplicable impulso, Edith se había quitado la alianza y ahora, al acariciarle él la mano, lo notó.
– No tenías que haberte quitado la alianza, amor mío -dijo llevándose la mano a los labios.
– No sé por qué lo he hecho -repuso un tanto confusa.
– Instinto.
– ¿De culpabilidad?
– De honor, pero totalmente innecesario. El amor jamás es culpable. Llega a nosotros, para ser bien venido de cualquier fuente, en cualquier momento. Un amor no desplaza otro. Cada amor es riqueza que se acumula.
– Pero ¿podía yo haber aceptado tu amor, como lo hago, si…? -se detuvo y él convirtió la pregunta en respuesta.
– ¿Si Eloísa, mi esposa, y Arnold, tu marido, hubieran vivido? Yo lo hubiera expresado de forma diferente, tú lo habrías aceptado de otra manera. No nos hallaríamos tumbados ahora bajo la luna. No hubiera sido necesario como lo es ahora, al menos para mí, y creo que para ti, o si no, no me habrías aceptado. Pero tal y como son las circunstancias, yo, porque siento próxima la muerte, tú, porque la muerte llamó a tu casa, sentimos necesidad de un contacto corporal antes de que llegue la separación final, como llegará, cariño. Por eso, deja que te diga lo que quiero decir.
– Dime…
El hombre suspiró hondamente, cerró los ojos y empezó, con la mano de ella siempre asida entre las suyas, sobre su propio pecho.
– Quiero decirte cómo te amo. Quiero decírtelo ahora, mientras estoy bien vivo, mientras mi cerebro retiene su claridad, mientras me late el corazón y tengo palabras en la lengua. Te amo. Siempre te he amado. Te amaba antes de conocerte, antes de que nos encontráramos. Te amaba porque sabía la clase de mujer a la que siempre amaría, a la que siempre tendría que amar, y cuando te vi, supe que eras aquélla. Por supuesto que amo tu cuerpo porque es tuyo y porque me agrada. Pero amo tu cuerpo porque tu espíritu mora en él, porque tu cerebro incomparable habita en tu bella cabeza, porque tu alma está acogida en tu corazón. No puedo imaginar tu cuerpo separado de tu esencia. Pero tampoco puedo imaginar lo que hay de esencial en ti en otra morada. Eres completa en todo tu ser. Lo amo todo de ti: tu cabello largo suelto, tus manos y tus pies, tus pechos adorables, tu cintura, tus muslos, la forma en que caminas y el porte de tu cabeza. Amo tu voz, la mirada de tus ojos… ¿tienes idea de cómo habla tu alma a través de tus ojos? ¡No, no contestes! Tengo más que decirte. Si no me hubieras permitido amarte (¿te has fijado en que nunca te he pedido que me amaras?) hubiera sentido temor de descender solitario a la tumba. Pero así mi amor por ti me sustenta. Nada temo. Voy a lo desconocido con paso firme, pues en mi corazón oigo el amor por ti. El amor es la antorcha que ilumina mi camino. «Oh, Muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, Fosa, ¿dónde está tu victoria?.
Su voz resonaba en la noche. Se llevó la mano de ella a los labios y la mantuvo allí.
Pero Edith la retiró con suavidad, se incorporó a su vez y le tomó la cabeza entre sus palmas para besarle los labios.
– Me siento honrada. Mientras viva, me siento honrada. Jamás lo olvidaré… ¡jamás, jamás!
… Se hallaba de nuevo en casa. Edwin y ella se habían separado con más facilidad. Aquello que poseían era en cierto modo eterno. Toda impaciencia había desaparecido. Una profunda unidad existía entre ellos, mantenida por la corriente de sus cartas.
– Te escribiré cuando se me ocurra -le había dicho Edwin en el último momento-, pero no te sientas obligada a contestar. Me hace bien transcribir mis pensamientos, cristalizarlos en mis cartas hacia ti. Siento que una vez que te los he dado se vuelven permanentes. Si algo me ocurre, si una mañana no despierto, siempre tendrás contigo al hombre esencial. Puedes hacer de mí lo que quieras.
Con aquellas palabras inició una correspondencia, cartas que llegaban casi a diario. Sin intentar responderlas, ella las recibía, las absorbía, y cuando sentía necesidad de comunicación escribía a cualquier hora del día o de la noche sobre aquello que ocupaba su mente en ese instante, tanto si era relevante como si no. Él le escribió:
«Me quedo atónito al darme cuenta de que cuanto más medito en la muerte más me sostiene una nueva confianza en la persistencia de la vida en el más allá. Puede que no sea más que mi deseo de que así suceda, pero creo que no. O puede que, infiltrado como estoy de amor (gracias a ti, querida mía), creo que la muerte final es irracional, por ende moralmente errónea, por tanto imposible. Afirmo la imposibilidad por una nueva fe en la inmortalidad. Y no es por mí por quien hago tal afirmación. Es por ti, a quien tomo como a la perfección, por lo que insisto en que es moralmente erróneo que la criatura de la perfección concluya en mero polvo. No es posible que todo el ser dependa así de una manifestación temporal, es decir, del marco humano, compuesto de agua y un puñado de elementos químicos. La capacidad de amar tiene que tener un significado, con toda seguridad tiene que contener una promesa. Sin amor es fácil creer que la muerte sea final, pero con él… ¡imposible! El mismo deseo de creerlo sugiere persistencia.»
A lo cual ella contestó:
«La primavera ha llegado. Los viejos arces, que ya de niña me parecían viejos como la eternidad, están revestidos de verde tierno. La casa está enriquecida de rosas tempranas. El jardinero se especializa en ciertas flores y las rosas son parte de ellas. En medio de todo este color y gloria, tu carta es como música, o mejor aún, una voz, que pone en palabras la promesa de la primavera inmortal. Aunque intervenga el invierno, la vida comienza de nuevo en primavera. En cuanto a mí, permanezco ociosa, limitándome a disfrutar, sin pensar en mucho, demasiado perezosa hasta para visitar a mis amistades. Ellas me visitan. Las tolero con afecto, pero sin entusiasmo. Me siento feliz conmigo misma.»
Pero aquello no era del todo cierto, se dio cuenta mientras cerraba el sobre. En medio de su ordenada vida de cada día, se sentía consciente de una inquietud secreta, de una duda que no quería profundizar: El aire era aún fresco. Ningún viento, ninguna tormenta alteraban el aire dorado. Jamás había parecido la casa más cómoda, los jardines tan acogedores, con los suaves céspedes bien cortados de su primer verdor, los arbustos podados, los árboles con hojas y capullos. Y sin embargo, en medio de todo aquello a cuanto estaba habituada, esperaba algo más y, más todavía, se daba cuenta de su espera.
Había recibido una breve nota de Jared Barnow dándole las gracias por haberle dejado estar en la casa de Vermont. No le había contestado. ¿Para qué? Una hospitalidad casual, una breve nota de gratitud, una invitación dada sin importancia, una semipromesa de aceptación… aquello era todo, y no era más que una telaraña.
Tenía que comprenderse pues a si misma. La soledad era inevitable y no podía mitigarse con cualquiera que pasara. Tenía que mantenerse ocupada, primero con la casa. Ahora era sólo suya. Podía cambiarla, mejorarla, renovarla. Después de todo, una casa debería cambiar con las generaciones cambiantes, transformarse en el marco de una nueva personalidad.
¿Nueva personalidad? ¡Ella misma… no otra! Ahora podría ser una persona distinta, alguien a quien no había conocido, menos tímida, menos reservada, más preocupada por su aspecto, por su mente… en resumen, por crecer. A su manera, Arnold había sido un retiro. Al cobijo de su edad superior, de su éxito como famoso abogado, no había sentido más estímulo que el de ser como él quería que fuera, su esposa, la madre de hijos inteligentes y relativamente razonables, anfitriona encantadora, una figura correcta a la manera convencional en la sociedad convencional y correcta de una ciudad antigua y conservadora. Ella misma no había sentido grandes deseos de ser otra cosa, pues Arnold no le había frenado, No se había dado cuenta de tener una ambición incumplida y en conjunto había disfrutado con su estado de ser. Sabía que, a su manera, Arnold la había amado más que ella a él, pero le había amado, sin echar nada en falta, y suponía que la relación entre ambos había sido la corriente entre personas en las mismas circunstancias vitales.
Pero ahora se le ocurría que podía ser una persona totalmente distinta y la curiosidad le iba invadiendo. ¿Suponiendo que llegara a convertirse en alguien totalmente nueva? ¿Suponiendo que empezara a hacer cuanto de verdad quería hacer, decir lo que deseaba decir, ir donde anhelaba ir? Todavía no era capaz de definir tales ansias, pero es que estaba acostumbrada a ser como era. ¿Y si estudiara sus propios deseos tal y como iban apareciendo, se decía a sí misma, dejándoles rienda suelta? De pronto se le ocurrió que en realidad era una reprimida, aunque sin haber tenido conciencia de su represión. La casa, por ejemplo. Si no se le ocurría lo que quería, podía empezar por rechazar lo que no quería.
Recorrió lentamente las vastas habitaciones, mirando cada uno de los objetos, hasta que poco a poco se dio cuenta de que no quería nada. No era en absoluto la idea que ella tenía de una casa para sí. Abuelos y padres la habían levantado, la habían llenado de muebles de su época, valiosos, pesados, inamovibles. Los vendería, no, regalaría toda la casa, la llenaría de huérfanos o ancianos, personas sin hogar a las que cobijaría como le había cobijado a ella.
¿Cómo se libraba uno de un cobijo? ¿Dónde volver a edificar? ¿Y qué debería edificar, qué podría edificar cuando ni siquiera sabía quién era? ¡Ni quién quería ser! Para Edwin era la mujer a quien amaba y por la que, amando, prolongaba su vida. Para Jared Barnow no era nada, apenas una conocida. De pronto recordó su decisión. Haría lo que deseaba hacer… así había decidido. Pero tenía que hacerlo en seguida, antes de que la decisión se desvaneciera según el antiguo hábito protector. Tenía que hacerlo de inmediato. Rápida atravesó tras cuartos y en la antigua biblioteca en sombras se sentó ante el escritorio de caoba de su abuelo y escribió una breve nota.
Querido Jared Barnow:
Mi casa ya no me gusta. Me he cansado de ella. Quiero construir otra nueva. Pero ¿qué? Esta es una ocasión para inventar, ¿no?
Buscó hasta hallar su nota con la dirección. Echaría la carta cuando fuera a comer a casa de Amelia Darwent, al lado. Pero ya en el buzón, con la carta en la mano, cambió de idea. ¿Qué iba a pensar? Metió la carta en el bolso y lo cerró con firmeza.
– Pero ¿por qué construirte otra casa? -preguntó Amelia.
Ambas almorzaban solas en el comedor oval. Amelia, hija única, seguía viviendo en la gran morada que hacía esquina sobre un amplio terreno de la Main Line, en medio de veinte acres, que era lo que quedaba de tres mil acres, cedidos a sus antepasados en tiempos de William Pean como recompensa de favores ya olvidados. Amelia se sentaba delgada y tiesa al extremo ovalado de la mesa, con un atractivo peinado en su cabello plateado que tan bien le sentaba. Rose, la muchacha irlandesa, una Rose ya mayor y reseca les servía.
– Porque quiero librarme de viejos trastos.
– No puedes librarte de una herencia -persistía Amelia. Probó el caldo y miró a Rose con reproche-. ¡No está caliente!
– Si bien recuerda señora, no ha venido cuando he llamado -repuso la mujer con truculencia.
– Oh, bueno…
Amelia alzó la taza y tomó el consomé como si fuera café.
– ¿Qué más?
– Pollito asado, como me ha dicho, señora.
– Póngalo a punto en la mesa, sirva la ensalada y déjenos.
– Sí, señora.
A solas con Amelia, Edith desplegó el plano de una casa, un sitio todavía poco claro en su mente.
– He conocido a un joven…
– Ajá -exclamó Amelia triunfante-. ¡Ya me lo parecía! Pareces diez años más joven. No hay nada tan cosmético para una mujer como un joven, al menos así me han dicho.
– Amelia, eres repulsiva -repuso con severidad.
– Querida, ¿cuándo no hemos sido sinceras? Desde que has vuelto de Vermont has estado más bella que nunca.
– Amelia, ¿quieres callarte?
– ¡Pues no finjas, Edie!
Las dos mujeres se miraron por encima del cuenco de plata lleno de pequeñas rosas de invernadero. Los ojos negros de Amelia reían y Edith apartó su mirada azul.
– No sé por qué te tolero, Amelia Darwent.
– Porque sabes que jamás diré a nadie lo que tú me digas, Edith Chardman.
– No hay nada que decir. -Edith alargó la mano para acariciar una rosa-. No comprendo cómo es que tus rosas siempre son más lucidas que las mías.
– Abono orgánico. ¿Qué tiene que ver el joven con la casa?
– Nada -Edith se sirvió un pollito tomatero.
– Nada -repitió Amelia.
– Sólo que le he pedido sugerencias -se corrigió su amiga-. Pero eso no es nada.
– Entonces no hablemos de él. Hablemos de ti. ¡De ti sí que hay que hablar! Querida, ¿cómo vas a divertirte?
– Edificando la casa, por supuesto.
– Pero, ¿dónde?
– En alguna parte…, junto al mar.
Improvisaba al hablar. No había pensado en una casa junto al mar, pero en el momento de pronunciar las palabras supo que, naturalmente, era lo que había deseado durante años. Incluso se lo había mencionado una vez a Arnold hacía largo tiempo, pero él había rechazado la idea.
– ¡La marea golpeando toda la noche! No podría dormir.
– Tú no podrías dormir, para mí sería canción de cuna.
– Tú duermes en cualquier sitio -le había respondido con una de sus leves sonrisas, nunca desagradable, pero siempre con cierta ironía. Resultaba siempre el macho superior, actitud que ella atribuía a la combinación de elementos ingleses y alemanes en su genealogía, que databan del matrimonio de un antepasado inglés con una Mädchen alemana. El ambiente había desarrollado los ancestrales rasgos. No se había sentido impresionada por los brillantes resultados de ella en su último año en Radcliffe. Y ahora le iba a costar tiempo recuperarse de la presión atmosférica de su matrimonio.
Como si le adivinara el pensamiento, Amelia habló.
– Sabes, siento gran curiosidad por ti, Edith.
– ¿Por qué?
– Arnold te sujetaba con mano tan firme. -Siguió echando sal y pimienta con vigor a la ensalada-. Estaré observándote, con cariño, por supuesto, porque te aprecio muchísimo, para ver cómo floreces. Porque no me cabe duda de que vas a florecer, querida, con tantos rasgos encantadores como tienes. Existen jóvenes que prefieren mujeres de más de cuarenta. ¡Oh, sí, los hay…, no te sorprendas tanto!
– ¿Parezco sorprendida?
– Escandalizada, quizá.
Por un instante pensó si confiar a Amelia, su vieja amiga, la asombrosa noticia de su nueva e inesperada relación con Edwin. Al punto decidió no hacerlo. Jamás había sido dada a confidencias y, además, estaba segura de que Amelia sería incapaz de comprender la calidad de dicha relación. Amelia se reiría o haría comentarios burlones sobre viejos verdes, comentarios que sin duda serían aplicables a la mayoría de los hombres ancianos, pero no a un hombre tan inteligente, tan sabio, tan prudente como Edwin Steadley. Para Amelia amor era igual a sexo, como quiera que lo llamasen los demás. En lugar de la confidencia, respondió con leve evasión.
– Yo no me doy cuenta de que vaya a producirse en mí ningún gran cambio.
Monstruosa mentira, se dijo nada más pronunciar las palabras, pues seguía siendo increíble que hubiera aceptado a Edwin, que le hubiera admitido realmente en su lecho y con aquel sencillo acto hubiera afirmado su propia independencia de los pasados años durante los cuales no había conocido íntimamente a otro hombre que a su marido. Y a nadie podía explicar, ni siquiera a sí misma, por qué la intimidad con Edwin, plena y no consumada a un tiempo, no resultaba una infidelidad hacia Arnold, vivo o muerto.
– Cada experiencia del amor -le había dicho Edwin una noche en la oscuridad-, es una vida en si misma. Cada una tiene que ver con lo que antes haya sucedido o vaya a suceder de nuevo. El amor nace, prosigue su curso distinto, un mundo sin fin, transmutado en energía vital.
– Dudo de volver a amar a nadie más -le había respondido ella en la oscuridad. En aquel instante amaba profundamente al bello anciano. Jamás había conocido otra mente como la suya, cristalina en su pureza. Aquélla era la sorprendente calidad. Incluso cuando la estrechaba contra sí, la calidad no cambiaba. Edith había amado también a Arnold, pero había sido un ser dividido: por un lado el hombre inteligente, aunque no creador, un hombre seguro de sí, decidido, calculador, a quien ella había amado y en quien había confiado; por otro lado, el hombre callado, posesivamente apasionado, que aparecía con regularidad y sin preámbulos en el dormitorio de ella a satisfacer su necesidad primaria. No podía imaginarse a sí misma charlando en la noche con Arnold sobre la vida y la muerte y la posible comunicación entre ambas. Arnold daba por descontado que la muerte era el final absoluto.
– Ya observo cierto cambio en ti -declaraba Amelia en aquel momento, metiendo los dedos en un aguamanil de cristal veneciano.
– Dime qué ves.
Animada, Amelia encendió un delgado purito y siguió:
– Verás, eres menos tensa, más desenvuelta, hasta en tu forma de andar.
– Supongo que antes siempre me sentía inconscientemente consciente de ser esposa de Arnold.
– Te criticaba demasiado. -El tono de Amelia reflejaba su poco agrado por Arnold.
– No realmente. Siempre era amable conmigo.
– ¡Cariñoso como el hierro! -rió Amelia.
– Quizás es que yo necesitaba hierro -repuso humilde.
Para si decidió que Amelia no le gustaba tanto como pensara, o quizá fuera que ahora, al vivir sola y sin Arnold, a quien volverse en busca de apoyo masculino, su amiga le resultaba agresiva y dominante. En tanto que Amelia abría camino hacia la sala, seguía reflexionando que no tenía que caer en el error de verse envuelta con amigas, siempre mujeres, y sus intereses cada vez más estrechos en sí mismas y en las demás del grupo. Tenía que emprender alguna actividad intelectual, descubrir algún interés individual, sola y para sí misma. En ese momento le parecía que la casa, construida enteramente para si sola, satisfaría la inmediata respuesta a la incógnita. Pero ¿qué búsqueda intelectual, qué actividad mental? Permaneció media hora más en casa de Amelia, sin embargo, siempre amable y atenta, con aquella personalidad que Arnold tanto admiraba y que, por supuesto, amaba.
– Querida -le había dicho más de una vez-, qué agradable es vivir con una mujer tranquila, tan bellamente serena.
Se le ocurrió que, cuando tuviera tiempo para ello, echaría de menos observaciones como aquélla. Por el momento las cartas de Edwin, casi diarias, llenaban el vacío. Las cartas de Arnold, en sus raras separaciones, no se habían parecido en nada a las de Edwin.
– Realmente, Amelia, debo irme.
– ¿Qué puedes tener que hacer para marcharte con tanta prisa?
– Siempre hay algún quehacer -dijo con cierta sonrisa ausente y se levantó para marchar.
…La nueva casa tomó posesión de ella. Se alegraba de no haber enviado la nota a Jared, pues de haberlo hecho ya habría en cierto modo compartido la casa. En lugar de ello había sacado la carta del bolso haciéndola pedazos en cuanto regresó de comer con Amelia. Aunque se trataba de una morada inexistente, ya estaba viviendo en ella. A la mañana siguiente, sentada ante el escritorio de la biblioteca, ni siquiera esperaba impaciente el correo. Cuando el sirviente se lo trajo en una bandeja de plata, vio encima un sobre grueso, escrito con la letra sorprendentemente osada de Edwin, pero, al revés que de costumbre, no lo abrió de inmediato. En vez de ello terminó el ala de la nueva casa que ya iba tomando forma en el plano diseñado en un gran pliego de papel. Luego abrió la misiva. Empezaba exactamente como si no se hubiera interrumpido:
«Querida mía: ahora se me ocurre que la muerte sirve al menos para algo importante. No hay progreso humano sin muerte. La vida nunca es estática y por eso, inevitablemente, progresa de la juventud a la ancianidad. Pero los viejos se vuelven demasiado prudentes, demasiado sabedores, y por ello la vida tiene que volver a empezar una y otra vez en los jóvenes, si queremos que haya progreso. Porque los jóvenes no saben lo bastante para volverse prudentes y por ende intentan lo imposible… y lo consiguen, generación tras generación. ¡Ya ves, busco excusas para morirme! Lo admito. Cuando no estás aquí, me siento morir. Debería morir. Ya es hora. Pero me aferro a ti, amada. Me he prolongado a través del amor. Y, sin embargo, reflexionando más, me doy cuenta de que yo mismo necesito morir para que mi vida sea completa, entera. Sólo cuando tenga fin, igual que principio, mi individualidad será definitiva. Cuando digo Yo, significa un ser humano. No, me equivoco. Desde que me abriste la puerta de tu cuarto me siento apartado de los demás contra todo sentido común. El tiempo se ha convertido en mi posesión más valiosa. "Tienes que vivir lo bastante para volver a verla"… es lo que le digo a mi cuerpo cada noche cuando me tiendo a dormir. Es necesario que viva, aunque la muerte aguarda, impaciente.»
Leyó con atención la carta hasta el final, la dobló, la metió en el sobre y deslizó éste en un cajoncillo secreto cerrándolo con una llave de combinación. Sus sirvientes, curiosos como cualquiera ahora que Arnold había muerto y ella se hallaba sola, por así decirlo, no tendrían remilgos en leer una carta que procedía sin duda de un hombre, a juzgar por la gruesa y atrevida letra. Después volvió a tomar el lápiz. Como había escrito Edwin, era necesario vivir y también para ella lo era. Y puesto que era necesario, ¿qué cosa más lógica que tener la clase de vivienda en que una querría habitar? Pues se daba cuenta de que nunca había tenido una casa así. La vasta estructura que la rodeaba, sus veintidós habitaciones desparramadas sobre un gran terreno, era sólo la casa donde había nacido y donde ella y Arnold habían vivido con sus dos hijos.
Tampoco la casa de Vermont había sido construida para ella sola. No, quería una casa donde no hubiera sitio para nadie más que ella. Podía ir a ver a Edwin y acudiría a él siempre que le apeteciera, pero él nunca podría visitarle a su vez, así que no había razón para hacerle sitio. De vez en cuando ella se deslizaría en su vida y de nuevo fuera de ella. En cuanto a sus hijos, ya tenían sus propias moradas a las que podía ir o no, según quisieran, y no tenían necesidad de sitio en la nueva vivienda. ¿Y tener una habitación para invitados? Su mente voló a aquella noche de nieve en que Jared Barnow se detuvo en su umbral. ¿Y si volvía a aparecer? Pero si no aparecía nunca más, un cuarto para él sería algo inútil. Además, para eso tenía la gran casa de la ciudad, con sus hermosos cuartos vacíos, así que siempre podía volver allí para recibirle. Ya estaba decidida. No tendría cuarto para invitados. La casa sería enteramente suya. En lugar de un ala para invitados tendría un jardín hundido.
…Sería como una semana más tarde cuando el teléfono sonó poco antes de medianoche. Había estado trabajando todo el tiempo desde que acabó su solitaria cena a las ocho, trazando con meticuloso detalle las habitaciones de la casa. Sólo porque iba a vivir allí sin nadie no quería decir que iba a tener pocos cuartos. Nada de eso. Quería que sus intereses estuvieran separados por paredes y espacios, la biblioteca separada del cuarto de música y, sobre todo, deseaba una estancia para meditar, cuyas ventanas semicirculares dieran al mar. No se imaginaba cómo amueblaría dicho cuarto, pero cuando llegara el momento lo sabría… y por supuesto, tenía que haber los habituales cuartos para dormir, comer y servicio, pero el comedor tenía que estar abierto al jardín y el dormitorio abierto a las estrellas.
En medio de su total absorción oyó el apagado sonido del teléfono que llamaba con persistencia. Supuso que seria su hija, quien desde que Arnold muriera tenía la costumbre de llamarle tarde, en la creencia de que su madre llevaba una agitada vida social, cuando la verdad es que vivía como una reclusa, con la excusa de que no se había recuperado de la muerte de su marido. Por eso, preparada para oír la aguda y argentina voz de Millicent, no lo estaba para aquella otra impetuosa de barítono, que al punto reconoció como de Jared Barnow.
– Es tardísimo, te pido perdón, pero mi avioneta está varada, algo no marcha en el motor, y se me acaba de ocurrir que esta ciudad, que siempre ha sido para mí la prolongación del aeropuerto, es en realidad el sitio donde vives. Podría ir a un hotel. Por otro lado…
Se interrumpió expectante y ella cubrió la pausa al punto.
– Pues claro, ven aquí. ¿Has cenado?
– Sí, en otra ciudad. Tengo que estar mañana en Nueva York, pero no quiero ir y dejar atrás el pequeño aparato, por lo menos hasta no saber qué es lo que no funciona. No me gusta que manos extrañas lo manoseen.
– Entonces ven. Toma un taxi y el conductor sabrá la dirección. ¿La tienes?
– ¿Crees que iba a olvidarla? Allí estaré. ¿Seguro que no estabas acostada?
– Aquí estoy, respetablemente vestida y en la biblioteca.
El soltó la carcajada y colgó.
Permaneció pensativa unos momentos. El día había refrescado mucho en aquel engañador tiempo de principios de verano y oyó cómo la lluvia salpicaba las amplias puertas de cristal que llevaban a la terraza de levante. Como de costumbre, el fuego estaba listo en el gran hogar, así que se levantó para tomar una cerilla. No, decidió, no se cambiaría de vestido. Aquél lo había elegido para sí misma, una seda verde, un tejido suave de corte sencillo. Parte de su nueva independencia estaba en elegir prendas para sí misma. A Arnold nunca le había gustado el verde, que era su color favorito, el color de la vida, la primavera, la juventud de espíritu, y el verde manzana del vestido era el preferido entre los muchos matices del verde. Y entonces, para subrayar su nueva indiferencia, como una manifestación de independencia, volvió al escritorio donde el plano de la casa ya iba tomando forma y se puso a trabajar como si él no hubiera llamado.
…Estaba bastante concentrada, pese a una secreta excitación que apenas lograba dominar, así que al cabo de menos de una hora, cuando él apareció en la puerta de la biblioteca donde le había dicho que se hallaba, había olvidado el tiempo transcurrido.
– Qué agradable verte -exclamó él tendiéndole ambas manos para asir las suyas.
– Gracias por acordarte de mi al quedarte en tierra -dijo ella consciente de las manos que le asían con firmeza, de los oscuros ojos que la miraban con calor, de su sonrisa, francamente alegre. Parecía más alto, más joven, más sofisticado de lo que le recordaba con la ropa de esquiar. Se sentía agudamente consciente del brazo que le rodeaba los hombros al dirigirse a las butacas junto al fuego, donde se desasió con suavidad para sentarse y se asombró al notarse incierta sobre su forma de comportarse, confusa a su mero contacto. ¡Qué estúpida, pensaba, como si un gesto tan leve tuviera ningún significado! Se sentó frente a él, incapaz de pensar en nada que decir, así que nada dijo, sino que le sonrió, a lo cual él tomó la palabra.
– Debo decir que este ambiente es muy distinto y que te va muy bien. Me gustan estas antiguas mansiones. Ya no se ven a menudo. ¿Te encuentras sola aquí?
– Tengo bastante que hacer -negó ella con la cabeza.
– Por ejemplo, ¿qué?
Pero no estaba dispuesta a contarle lo de la nueva casa, por lo que replicó con ligereza:
– Oh, música, amistades, libros o… reorganizándome para una nueva vida.
– ¿Nada de causas dignas o cosa parecida?
– Algunas caridades por las que se interesaba mi marido y que a mí no me interesan.
– No te imagino como dispensadora de dádivas, la verdad.
Trató de alejar de sí el tema de conversación y lo consiguió con facilidad, pues él se había quedado mirando las llamas como si por un momento la hubiese olvidado, pero ella no quería ser olvidada.
– Cuéntame qué estás haciendo ahora. Sólo te he visto como esquiador.
– ¿Yo? -volvió al presente-. Bueno, pues he venido a visitar a un tipo que vive no muy lejos de aquí, un científico, otro ingeniero, que sueña con combinar sus disciplinas para enfocarlas en problemas médicos. Los médicos, sobre todo los cirujanos, son extraordinariamente anticuados en asuntos tecnológicos. Siguen utilizando instrumentos anticuados, no te lo creerías… Bien, pues la idea de modernizar los instrumentos de medicina, sobre todo quirúrgicos, gracias a las nuevas técnicas de ingeniería, me fascina. Me atrevo a decir que soy un poco idealista. Me produce satisfacción imaginar que un invento mío puede salvar una vida en vez de aumentar sólo el oro de las arcas de un multimillonario… o hacer saltar en pedazos la otra mitad del mundo.
Edith no estaba preparada para tan súbita inmersión en sus pensamientos y no tenía el menor deseo de fingir que comprendía lo que le estaba diciendo. Su única defensa contra la nueva y poderosa conciencia del ser físico de aquel joven estaba en comprender su pensamiento, su mente brillante, capaz de cambiar con rapidez, quizá dada a depresiones, le parecía. Pensó que empezaba a entrever con vaguedad al verdadero hombre, no al joven esquiador que había surgido de la nieve e irrumpido en su casa de Vermont. Ahora miraba a su alrededor, como inquieto, como buscando algo, y de pronto se estremeció.
– ¿Tienes algo que pueda beber…, algo hirviendo? Me he enfriado en las alturas. He sido un estúpido y se me ha olvidado coger otro jersey.
– Desde luego -dijo apretando un botón-. No creo que Weston haya subido ya.
El viejo servidor apareció y ella le habló con su habitual tono amable pero distante.
– Weston, el señor Barnow se ha resfriado. ¿Puede prepararle algo caliente?
– Desde luego, señora.
– Y, Weston, supongo que el cuarto verde estará preparado para huéspedes.
– Siempre, señora.
– Abra la cama para el señor Barnow, por favor.
– Bien, señora. ¿Se quedará a desayunar el señor Barnow?
– Si…, quizá más tiempo.
– Muy bien. Gracias, señora -se inclinó en un gesto chapado a la antigua y se retiró.
– Este es tu ambiente -comentó Jared.
– Ah, qué poco me conoces.
– ¿Si? Pero con el tiempo lo haré.
– ¿Hay tiempo? Eres joven y estás muy atareado. Y yo tengo sueños… propios.
– Tengo que formar parte de ellos.
Lo declaró de forma tan atrevida, tan confiado en que sería aprobado, que ella sintió deseos de apartarse, casi desagrado, aunque seguía bien consciente de su atractivo físico. Pero también de ello se apartó, de prisa.
– Dime lo que querías decir hace unos momentos cuando hablabas de combinar disciplinas.
El se había recostado en la butaca, cruzadas las manos tras la cabeza, cerrados los ojos. Pero al oírla se sentó bruscamente y los abrió.
– ¿Qué sabes de ingeniería médica?
– Nada. Debe de ser algo nuevo, posterior a mi padre.
– Relativamente nuevo.
– Entonces sé sencillo, por favor.
– Sencillamente, pues, se trata de lo siguiente -empezó riendo-. Los hombres que se dedican a la medicina han sido y siguen siendo extraordinariamente atrasados en las disciplinas matemáticas, física y de ingeniería. Y, sin embargo, trabajan con sistemas vitales sin suficiente conocimiento de cosas que son esenciales si quieren tener éxito. Los mismos instrumentos de los que dependen para la exactitud de sus diagnósticos y curación son a veces tan anticuados que resultan obsoletos. Los científicos médicos se dan cuenta de ello y algunas universidades están creando departamentos de ingeniería biomédica. Pero en mi opinión, esto es un híbrido que se limita a preparar a individuos para tareas que dentro de unos años no existirán. Mi enfoque de tal actividad interdisciplinaria es distinto y de esto es de lo que deseo hablar con ese compañero. Él es un pionero en este campo. Ojalá viviera tu padre. El sería el primero a quien visitaría.
– Le gustarías.
– ¡Y yo le veneraría de rodillas! No existe en la actualidad ninguna otra mente que le iguale. ¿Por qué los grandes han de morir jóvenes?
– Porque tratan de salvar el mundo. Iba camino de Japón, para ayudar a los japoneses a reconstruir el ciclotrón que les destruimos durante la segunda guerra mundial.
– Lo sé. Ya lo leí.
Llamaron a la puerta y Weston apareció con una gran taza de humeante líquido.
– Ponche, señor -dijo con su aguda y cascada voz.
– Gracias -Jared probó el contenido-. Ah, estupendo. Me cala hasta los huesos.
– Sí, señor. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora. Todo está en orden.
– Gracias, Weston. Buenas noches.
La puerta se cerró y los dos quedaron silenciosos. Jared bebía a sorbos, distraído, según podía observar ella, así que no trató de sacarle de su ensimismamiento. Se limitó a mirarle cómo contemplaba el fuego hasta vaciar la taza. Entonces la dejó y se volvió a la mujer disculpándose.
– Perdóname. Esta noche no resulto buena compañía. Cuando tengo problemas propios…
– Pero si lo comprendo -le interrumpió-. No me gustaría que pensaras que tienes que distraerme. También yo pensaba.
– ¿En qué?
Imposible decirle la verdad: “En ti.” Era demasiado tímida para tan declarada verdad. Habló con ligereza al tiempo que se levantaba:
– Pensaba que deberías acostarte y dormir para librarte del catarro. Tu habitación está en el primer piso, a la derecha, al final de la escalera. Si necesitas algo durante la noche pulsa el botón del teléfono que dice W. Está conectado con la habitación de Weston.
– Vaya palacio. -Jared se había levantado al tiempo que ella y ahora le miraba sonriendo, dominándola con su gran estatura. Ella alzó los ojos para mirarle, insegura de lo que vendría a continuación, pero fue él quien lo decidió, con su habitual brusquedad y franqueza:
– ¿Te importa que te bese?
Denegó con la cabeza, sin poder hablar, desvalida a causa de una absurda timidez. Un beso carecía de sentido, hoy en día no era nada, un beso era un simple y casual regalo que se hacía a la anfitriona. ¡Ah, pero hacían falta dos personas, una para dar, la otra para recibir! Sintió los labios del joven en su mejilla derecha y luego, levemente, con gran suavidad, él le volvió la cara con ambas palmas y Edith sintió sus labios en los suyos, una rápida caricia de calor humano.
– Buenas noches -dijo Jared-. ¿A qué hora es el desayuno?
– Cuando quieras -repuso tan despegada como si no hubiera existido el beso que sentía en los labios como un carbón encendido.
– ¡A qué hora lo tomas tú? -repitió él en la puerta.
– A las nueve.
– ¡Cielos, qué dormilona! -Fingió escandalizarse y rió.
– Buenas noches -le dijo en el momento que subía por la escalera-. ¡Que duermas bien en ese cuarto! Era el mío de jovencita.
Durante muchas horas no consiguió conciliar el sueño y cuando despertó eran casi las diez de la mañana. Su primer pensamiento fue para él, así que llamó a la cocina. Contestó Weston.
– ¿Ha desayunado el señor Barnow?
– Sí, señora, a las ocho en punto y se ha ido inmediatamente, pidiéndome que le disculpe. Le ha dejado una nota, señora… La he puesto en su mesa de desayuno.
Colgó, echándose la culpa. ¿Cómo podía haberse dormido las últimas horas de su presencia? Se duchó y vistió de prisa y al ocupar el asiento en la soleada mesa de desayuno, halló la nota bajo el plato.
«Siento dejarte de forma tan descortés, pero anoche tuve una llamada del hombre a quien he venido a ver. Tengo que reunirme a las nueve en su laboratorio. Apenas me queda tiempo. El avión estará listo a mediodía. Un día de éstos volveré en él a visitarte. Este es mi número de teléfono… y mi agradecimiento. ¡Ha sido maravilloso volver a verte! Jared.»
Estudió la letra. Era grande, firme y muy negra.
El verano iba transcurriendo. ¿O sería sólo ella quien se movía perezosa? En su primer verano desde la muerte de Arnold (que había fallecido el otoño anterior) sintió que cedía a una lasitud que nada tenía que ver con el vacío. Al contrario, le parecía que nunca había gozado tanto del aire sensual, de la cegadora claridad del sol, de la lujuriante gloria de flores y follaje. Como aún no había pasado el tradicional año de luto por su esposo, tenía excusa para declinar toda clase de invitaciones que no quería aceptar y aceptaba tan sólo las que no deseaba declinar. Un par de veces por semana almorzaba con alguna antigua amistad suya o de Arnold, y los demás días iba vaciando la casa de las últimas posesiones de su marido, sus ropas, sus pipas, sus papeles. Acabado aquello, volvió a dedicarse a la música, en serio, de modo que pasaba varias horas ante el piano y otras varias leyendo libros.
Tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de que Arnold había absorbido su vida, no a propósito, sino con toda naturalidad, siempre con gentileza, o quizá fuera que ella había sido demasiado plegable y se había dejado absorber. Sea como fuere, sentía pequeños anhelos que deseaba ver cumplidos, ciertas ropas, ciertos colores que siempre había querido vestir y que a Arnold le habían desagradado; ciertas disposiciones de muebles que él no había aprobado, pues por naturaleza era opuesto a los cambios; hasta ciertos platos que a ella le habían tentado y que él había declarado ser incapaz de digerir. Cada libertad que ahora tomaba para sí, iba liberándole cada vez más, hasta que al final ya no meditaba sobre cada cosa que deseaba, como lo había hecho instintivamente y debido a una larga costumbre en los primeros meses a raíz de la muerte de Arnold.
– Has cambiado -le dijo su hijo en una de sus raras e inesperadas visitas. Vivía en Washington, con su joven esposa y su hijo único. Era un joven con un alto cargo en algún departamento gubernamental que le conduciría a servir en el extranjero. Ella jamás conseguía acostumbrarse a aquél al parecer repentino desarrollo de un chiquillo de pelo castaño y aire bastante prosaico a un joven de pelo igualmente castaño e igualmente prosaico. Había sido un niño bueno, y era un joven bueno, hasta un grado casi conmovedor, le parecía en ese instante, cuando sus sinceros ojos azules la miraban con afecto. Se había “dejado caer”, según sus palabras, un día de principios de julio, de paso para Nueva York, donde tenía que reunirse con algún dignatario de menor importancia de algún país extranjero.
– ¿Cómo he cambiado? -preguntó animada.
– Pareces descansada… e interesada de nuevo.
– ¿Interesada en qué, Tony?
– ¿Cómo voy a saberlo? En la vida, supongo.
– Voy aprendiendo a vivir sola, eso es todo.
Su hijo se inclinó para besarle en la mejilla y despedirse, tras de mirar su reloj.
– Bueno, no te sientas sola. Fay, el niño y yo siempre podemos venir a pasar unos días contigo. ¡Lástima que Millicent viva tan lejos!
Contuvo la sugerencia de Tony.
– Oh, no… gracias, querido mío. Debo aprender a vivir mi propia vida.
– Bueno, ya nos dirás…
Se fue y ella volvió a caer en la indolencia. Saliendo a la terraza a la que daba a la sala, se tendió en una tumbona. Indolente, sí, pero con una indolencia productiva, se decía a sí misma, explorando la vida y los sentimientos… como no lo había hecho desde la adolescencia. El sol, cálido sobre su piel, reavivaba la sangre y sin embargo infundía una deliciosa languidez. Se preguntaba para sí por qué seguiría pensando en otra casa, una casa propia, cuando había heredado tanta hermosura antigua. Desde donde yacía podía divisar y apreciar el césped bien cortado, los arbustos podados con esmero, los vastos y viejos árboles que culminaban en la distancia en un tranquilo estanque, una fuente, la figura de mármol de una griega, creado todo por su abuelo, que había heredado la casa, los acres de terreno.
El recuerdo de Jared, que nunca la abandonaba, se acentuó hasta convertirse en ansia aguda de la que casi se avergonzaba. De no haber venido tan súbitamente, marchado tan abruptamente, de no haber estado obsesionado con su propio sueño, un sueño en el que ella nada tenía que ver, si, en resumen, la hubiera visitado sólo por ella, con cualquier intención que no podía imaginar, ¿no se habría quedado, no estaría tumbado a su lado en otra butaca tan cómoda como la suya, calentándose al sol y sintiéndose lánguido ante la hermosura que les rodeaba? Edith era una mujer con demasiada experiencia para no comprender el peligro hacia el cual se encaminaba, más que peligro, pues era además algo absurdo. No iba a dejarse enamorar de un hombre de muchos años menos que ella. ¿Años? Décadas…
– Señora, al teléfono, por favor. Personal -dijo Weston en la puerta.
Se levantó al punto. Por supuesto, era Edwin.
– Amor mío -le dijo al oído su dulce y anciana voz-. Me resulta imposible vivir más sin verte. ¿Estás llena de obligaciones para con los demás o puedo atreverme a pedirte una pequeña visita? ¡Con qué alegría acudiría yo a ti si me fuera posible! Mis piernas podrían, pero mi corazón, una válvula ya vieja, proclama el peligro. Y no quiero convertirme de pronto en inválido en tu casa, aunque para mí resultaría agradable.
No estaba preparada para un paso tan súbito. Ahora en su casa había otra presencia. Por otro lado, ¿no resultaría una protección contra dicha presencia invasora el recordar edad y dignidad, el visitar a Edwin durante unos días?
– Déjame que lo piense. Si puedo arreglarlo…
– Pero no tienes que pensar en nadie más que en ti, ¿verdad? -intervino con urgencia-. ¿Y quizá un poco en mí? Este viejo corazón late más o menos, pero me recuerda que no durará siempre.
– ¡Deberías avergonzarte! -rió-. ¡Eso se llama extorsión!
– ¡Pues claro! En el amor todo es válido.
– Te llamaré esta noche.
– No dormiré hasta que lo hagas.
Colgaron y volvió a quedarse sola, pero sin soledad, pues en ese instante comprendió que jamás podría estar sola a menos que consiguiera recuperarse de la nueva presencia que ocupaba sus pensamientos. Por mucho que se esforzaba en pensar en otros lugares, otras gentes, las actividades de su vida cotidiana, las cosas que le encantaban y que eran numerosas, sus deberes y asuntos que la habían absorbido y que había acumulado durante años de vivir en la misma ciudad, en la misma casa, la nueva presencia de Jared prevalecía. Con una insinuación de pánico sintió necesidad de escapar. ¿Qué mejor huida que acudir a Edwin, dedicarse por entero a él, echar fuera al otro?
Sin esperar a la tarde para su decisión, corrió al teléfono.
– Edwin, ya está todo arreglado. Llegaré mañana. Conduciré yo misma y estaré ahí a tiempo de cenar contigo.
– Bendito sea mañana, cariño… ¡y bendita tú por contestar a mi necesidad!
La voz resonaba de alegría y ella se sintió esperanzada. ¡Mejor sentirse satisfecha consolando a quien la necesitaba en lugar de darle vueltas a su propia necesidad! Y además, ¿cuál era su necesidad? En realidad, y poniéndolo brutalmente, ¿qué era sino un encaprichamiento incipiente y peligroso, consecuencia, casi con seguridad, de su vida solitaria? Porque aún no estaba preparada para reanudar su antigua vida de almuerzos, cenas y compromisos sociales, y ni siquiera estaba segura de volver a reanudarla. En su incertidumbre se inclinaba a buscar y definir nuevos intereses, pero decididamente no en la persona de un joven invasor, un conocido casual, quien perseguido o perseguidor se lo permitía, seria capaz de amenazar toda la estructura de su vida razonable y digna. Por tanto tenía que escapar, y en el espíritu de quien busca la huida, salió de casa al día siguiente tras una noche agitada y para media mañana ya había recorrido bastante camino.
Había sido una buena idea la de conducir por sí misma en el pequeño descapotable, pues la concentración mantenía a raya los pensamientos de los que quería huir, velocidad y movimiento, el viento que le apartaba el cabello de la cara, pues llevaba la capota bajada, todo ello le hacía imaginarse una verdadera escapatoria. Unos días con Edwin la volverían a su ser, la traerían de nuevo a la realidad. Se refugiaría en la seguridad del amor que el hombre le tenía y le amaría a su vez, pero con calma, con el respeto debido a su edad y su fama. Era mejor ser honrada por el amor, no excitada por él… aunque tal vez hubiera cometido un error al permitirle acudir a su dormitorio. Sí, un error. Esta noche se lo diría así.
– Edwin, querido -empezaría-. Tú y yo ya hemos pasado de la edad en que el amor necesita una expresión física. Si los demás lo supieran, lo interpretarían mal. Hasta se escandalizarían. Por eso, contentémonos con charlar y sentarnos uno al lado del otro. Querido Edwin… -aquí haría una pausa y tal vez le tomaría la mano para estrechársela.
En realidad, después de llegar justo a tiempo de cenar en el oscuro comedor iluminado sólo por velas puestas en antiguos candeleros de plata, y después del entusiasta recibimiento del anciano, se dio cuenta de que parecía más delgado y hasta un tanto patético en su soledad. Dejó para más tarde todo lo que pudiera amortiguar su alegría por la llegada de ella, lo dejó para después de cenar y luego otra vez porque él deseaba hablarle del libro que estaba escribiendo sobre la posibilidad e imposibilidad de la inmortalidad. Al levantarse de la mesa él le tomó la mano para ponerla bajo su brazo y la condujo a la sala donde ardía un fuego de leños que templaba el frío procedente de las montañas. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá frente a la chimenea y él comenzó de inmediato, sujetando la mano izquierda de Edith, que tenía sobre su brazo, y cubriéndola con su derecha.
– Uno no puede poner a prueba los pensamientos propios, querida, y por eso no estoy nada seguro de la validez de la filosofía que voy devanando de mi viejo cerebro. ¿Es demasiado pronto después de la cena para entregarnos a pensamientos serios?
– No, si los estás pensando -le sonrió.
El hombre guardó largo silencio, quizá para poner en orden tales pensamientos, quizá para pasar del humor alegre en que había transcurrido la cena a su habitual indagación filosófica. Luego volvió a empezar.
– Tú has tenido sobre mí una profunda influencia, Edith, y por ello sobre mi forma de pensar. He vuelto a escribir varios capítulos de mi obra filosófica que creía permanente. Tú me has aportado una nueva urgencia de considerar la muerte, su finalidad, su sentido. Quiero demostrar que la muerte no es final. Quiero asegúrame a mí mismo que yo continúo porque tú continúas. En cuanto a los demás, que continúen, si lo desean. Es mi inmortalidad la que debo demostrar y a mí mismo ante todo. Por eso es por lo que he vuelto a pensar en la muerte. ¿Es el final o es una entrada? Pero ¿qué es este propio ser mío que es capaz de pensar en la muerte como si fuera un estado separado del propio ser? ¡Ah, es la separación la que resulta tan significativa! Contemplo la muerte como si yo continuara después de su llegada, exactamente como la contemplo antes de su llegada. Por eso sobrevivo, porque soy capaz de contemplarme a mí mismo después igual que antes. ¿Resulta esto especioso, querida mía? Sé franca, ¡te insto a decir la verdad! ¡No dejes que mi nueva ansiedad por vivir más allá de la tumba me conduzca por falsas sendas!
La magia de su hermosa y resonante voz, todavía fuerte, le convenció su interés. Ella no estaba habituada a la filosofía en su sentido de la palabra, y aunque la había estudiado en la Universidad, había leído lo bastante a partir de entonces para saber que la moderna filosofía había cambiado mucho de lo antiguo… por ejemplo Josiah Royce, cuyos libros habían sido como su Biblia el último año de estudios.
– Por lo menos, la muerte es una interrupción -sugirió.
– Concedido -dijo de buena gana-, pero nada más que una interrupción. El propio ser meditativo, librado de su fase temporal, continúa hacia su siguiente actividad. De ello no tengo necesidad de hablar, pues es seguro que tú y yo nos encontraríamos en cualquier actividad. Es el momento de la muerte lo que debo analizar, si es que tal análisis es posible. ¿Es dicho momento una fracción del tiempo o es… eternidad? -Su voz se convirtió en un repentino susurro ante tal turbadora palabra.
Ella se quedó pensando, profundamente. Por fin, vacilando mucho, pues aunque había meditado largo tiempo sobre la muerte de Arnold se sentía siempre humilde ante el anciano y viril filósofo, dijo:
– Supongo que un enfoque podría estar en limitar la definición de la muerte mediante la eliminación de lo que sabemos que no es. Por ejemplo, sabemos que el cuerpo vuelve al polvo y que deja de existir en sus componentes actuales.
– Exacto exclamó él triunfante-. Por eso, eliminemos el cuerpo. Ya ha sido utilizado y quedará para siempre de lado. Pero lo que queda, el propio ser… ¿podemos ir más allá de decir que por lo menos la idea de su continuidad es una realidad? O, para expresarlo de otro modo, ¿qué tiene de real la mera idea de realidad? Piensa en la energía atómica, liberada como fisión entre elementos atómicos. Existió primero como idea, ¿no? ¿No existió primero como idea? Existió, pero ¿en qué cantidad, por cuánto tiempo? Si la idea era acertada, entonces era real hasta cierto punto. Si hubiera resultado errónea (y las ideas pueden ser equivocadas y por tanto erróneas, y por ende irreales), hubiera existido brevemente o nada. Pero ¿no podía haber sido, por cuanto ha existido en sí mismo, para siempre, como idea? Repitiendo en otras palabras, el principio de cualquier realidad se contiene en una idea.
– ¿Brota de una idea? -sugirió Edith.
– No -repudió-, la idea es la primera realidad.
– La posibilidad de la realidad -le corrigió.
– ¡Ah, ya te tengo! -exclamó triunfante-. Así que la posibilidad es en sí misma realidad, ¿no es cierto?
Lo pensó bien antes de contestar.
– ¡Pero la posibilidad no es continuidad!
– No, pero la continuidad no se niega del todo, con tal de que haya posibilidad de continuidad.
– ¿Y cómo salimos de este atolladero? -rió ella.
Pero él no rió, ni siquiera sonrió. En lugar de ello se puso intensamente serio. Soltando la mano de ella, que había retenido todo aquel tiempo, pareció olvidarse de su presencia.
– Por intuición -musitó-. Si la perpetuidad es la realidad del espacio, de la energía, de los mismos átomos, ¿va a sernos denegada a quienes conocemos nuestro propio ser? ¡Rechazo tal absurdo!
Le escuchaba, absorta, capturada y retenida en el brillante chorro de palabras y lógica que continuó durante horas. Cuando al fin el reloj dio las doce, él se detuvo en seco.
– ¡Cielos, cómo hablo! ¡Tienes una paciencia de ángel! Vamos a acostarnos, amor mío.
Y en su arrobo, olvidada por completo de que había tenido otros planes, se dejó conducir.
…Durante la noche se sintió envuelta y, al despertar, le halló a su lado. A la luz de la luna vio el rostro que la miraba, sorprendente en su fuerte hermosura. La edad revelaba las líneas de una estructura ósea perfecta, los ojos, que todavía ardían brillantes, eran de un azul acerado bajo las plateadas cejas. Tenía una boca tierna, ni pequeña ni grande, de labios delicadamente formados, y de pronto los sintió sobre los de ella, apasionadamente tiernos.
– He estado mirando dormir a mi amor -musitó él-, ¡tan hermosa en tu sueño, adorada!
– ¿No has dormido?
– No quiero hacerlo. Quiero saber que estás aquí… quiero saberlo todo el tiempo. Tú me prestas certidumbre. Sobreviviré. ¡Lo sé, porque vivo! La vida tiene esa sustancia que no puede rendirse a la muerte. Platón estaba convencido de ello, hace mucho. Tengo derecho a vivir, amada mía. Sería una injusticia demasiado grande, una pérdida demasiado irracional si muriera… yo o cualquier otro que exige vivir. La supervivencia existirá porque tiene que existir. Este es el gran imperativo moral.
Rodeada, elevada, animada, sintió que su amor por él se elevaba como con alas. Le reverenció casi con adoración. El espíritu del hombre, osado y valeroso, el ardor de su naturaleza, la brillantez de su pensamiento que penetraba más allá del conocimiento, le dejaban atónita y le prestaban protección. Si había alguien en quien poder confiar era este hombre. Le atrajo hacia sí, por primera vez ella el agresor, y le besó plenamente en la boca, sintiendo al propio tiempo delicia y dolor… delicia porque le amaba como nunca había sabido amar antes, con puro placer, y dolor porque ella tendría que seguir viviendo en su cuerpo muchos años después que él. Pero ahora, en este breve instante, breve porque no podía compartirse más allá de los años, se sintió como totalmente despojada de todo otro amor. Había amado a Arnold, pero sin adoración. Es más, a él la adoración le hubiera echado hacia atrás, hubiera protestado contra ello, rechazándolo porque le habría hecho sentirse incómodo. Pero Edwin tenía la grandeza de la sencillez.
– Te amo -le dijo ella-. Tú hablas de realidad. Bueno, pues ésta es la realidad. Te amo. De verdad, te amo de una forma que no alcanzo a comprender, pero te amo.
El recibió la declaración con toda calma.
– Entonces nos encontraremos más allá de la tumba. Qué poder el del amor… Amarte es fácil, querida, pero que tú me ames, eso es lo que da la garantía. El amor atraviesa cuanto es falso, cuanto es efímero. El amor encuentra la realidad, el amor crea el ansia de vivir para siempre y el ansia es la promesa de la inmortalidad. «Quien ama bien», nos dice Platón, «nace del Ser Inmortal». ¡Oh, amada mía, gracias!
La soltó, se dejó caer en la almohada y, con un profundo suspiro de paz, quedó dormido al instante.
…Al día siguiente ella regresó a su casa y pasaron varias semanas, tres, cuatro, tal vez cinco, pues apenas marcaba los días. Fueron semanas de paz, vagamente felices, pues no hizo esfuerzo alguno. Amelia viajaba por Europa durante tres meses y no había vuelto a saber de Jared. Casi agradecía tal silencio, pues le daba espacio para vivir sola consigo misma, para comprenderse, para descubrir sus propias necesidades, si es que las tenía, sus esperanzas, si es que necesitaba esperanza. La visitaban amistades, que le decían qué buen aspecto tenía, cuánto se alegraban de que repusiera tan bien de la muerte de Arnold. Les oía, sonreía, guardaba silencio. Empezaba a darse cuenta de que un nuevo ser iba apareciendo en ella. Con la desaparición de Arnold, una vida había desaparecido, su vida anterior, su infancia y juventud, su vida de esposa, de madre. Ahora todo tenía que ser nuevo, aunque no sabía qué ni cómo, pero la causa estaba en sí misma, la causa y la fuente. Tendría que esperar a que el nuevo ser saliera de su crisálida.
Mientras, seguía trabajando en el plano de la casa. Trabajaba por la mañana, después de desayunar tarde, planeando todos los detalles, cada color, cada cosa que pondría. Era buena matemática y utilizaba la regla de cálculo con habilidad. Ella misma sería el arquitecto y pronto se dedicaría a buscar un emplazamiento. Luego buscaría un contratista. ¿Y la vieja casa en que vivía, qué haría de ella? ¿Regalarla? ¿Venderla? Con ello vendería los recuerdos de toda una vida. Aquella decisión tendría que esperar asimismo, Todavía no estaba segura de su propio destino. Contemplaba a menudo, largo tiempo, su nuevo ser, y dicha contemplación la separaba del pasado. Había que planificar más que una casa. Una mujer tenía que vivir en la nueva casa. ¿Viviría sola?
Mientras meditaba de aquella forma una mañana en la biblioteca, echó un vistazo al correo. Seguía sin noticias de Jared, pero él nunca escribía cartas. Si quería comunicarse lo haría por teléfono o telegrama. Sin embargo, había una carta de Edwin. Pero no estaba segura de la letra del sobre. Era desparramada, insegura, no como la letra gruesa y sorprendentemente firme de Edwin. Pero sí que era de él, como lo vio nada más abrirla, unas líneas que se desvanecían en la nada.
¡Oh, amada, el cambio ha llegado! Estoy derrumbado. ¡Te morituri salutamus! Soy yo quien va a morir… yo sólo. Muero como he vivido, en la fe de que volveremos a reunirnos…
Aquello era todo… ni explicación ni descripción, simplemente que se moría. Iba a ponerse en pie, pero el teléfono que sonó súbitamente, resonante, la detuvo. Tomó el auricular y oyó una voz masculina.
– ¿La señora Chardman?
– Yo soy.
– Aquí Stephen Streadley. Usted es amiga de mi padre. Me ha pedido que se lo diga. Se está muriendo. Es cuestión de días, quizá de horas.
– Acababa de abrir una carta hace unos minutos, y temía…
– Todo se ha hecho ya. Es su corazón, por supuesto. Todos estamos aquí, mis hermanos, mi hermana y… los médicos.
– ¿Se halla consciente?
– Por completo. Muy interesado en el proceso de la muerte, pese a… dificultades.
– ¿Dolor?
– Sí, pero no quiere sedantes. Quiere saber, dice… La voz se quebró y ella le apreció por ello.
– Ya sabrá usted que hemos sido amigos… muy íntimos.
– La adora a usted. Todos le estamos tan agradecidos por haber penetrado su profunda soledad. Ninguno de nosotros había podido.
– También él entró en la mía.
No podía decir más. No podía hacer la pregunta. ¿Debo ir? No podía preguntárselo a sí misma. Le veía tendido en la cama, aquel bello cuerpo agonizante, estirado ya en la muerte.
– Adiós -dijo con suavidad.
– ¿Adiós? -repitió el hijo con sorpresa-. Oh, sí, bueno, se lo comunicaré de inmediato.
Inmediatamente que muera Edwin, pensó, aunque nada dijo, pues sentía su voz ahogada en lágrimas. Dejó el aparato y se sentó con la cabeza entre las manos, Los dedos en el escritorio. Lo había sabido, por supuesto que siempre había sabido que dicho momento tenía que llegar. Pero ahora que había llegado tenía que prepararse para oír que él ya no existía. ¿Deberla acudir donde él? ¿Cómo decidirlo? ¿No aguzaría en él su presencia la agonía de la separación? Mejor dejarle con sus hijos. Mejor que se deslizara a lo desconocido rodeado de sus hijos.
Se puso en pie, incierta, y como la casa y los jardines le resultaban intolerables, sacó el cochecito, que siempre conducía sola, dejando el coche grande al cuidado del chofer y se dirigió hacia el mar. La costa de Jersey estaba abarrotada hasta un punto imposible, así que fue hacia el norte, hacia Southampton. Pensó que quizá en algún lugar más allá de Colinas Rojas encontraría algún acantilado solitario donde poder imaginar el lugar en que se alzaría su casa. Para medianoche estaría de vuelta. Pero ¿para qué darse prisa? La muerte no esperaría y sabía que no podía acudir donde Edwin a verle morir.
…A la caída del sol halló el punto que había andado buscando. Entre dos ciudades dio con un acantilado, y en éste un hueco. Seguramente pertenecería al dueño de alguna gran propiedad, pero ella le convencería para que se lo vendiera. Supo que tenía dueño porque a un lado del acantilado, casi cubierta por árboles que caían, achicados por los vientos del mar, descubrió una estrecha escalerilla que conducía a una playita blanca entre las rocas. La escalera no se usaba a menudo pues sus peldaños se hallaban cubiertos de hojas caídas y musgo, pero podían utilizarse, aunque se resistió a hacerlo entonces, pues estaba sola y, si resbalaba, no habría nadie que pudiera ayudarla y la oscuridad iba cerniéndose con rapidez, al acortarse los días. Tenía que volver.
…Para cuando llegó a casa ya era medianoche, y Weston la aguardaba.
– El teléfono, señora. Debe usted llamar a este número, por favor. Y me ha tenido preocupado, señora, si me permite decirlo, saliendo sola en una noche tan oscura, sin luna.
– Gracias, Weston -dijo yendo al teléfono.
El sirviente hizo una inclinación y se retiró. Ella marcó el número y esperó. Al punto le contestó la voz que había oído aquella misma mañana.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– He estado esperando. Mi padre ha muerto a las seis. Sus últimos instantes han sido muy dolorosos. Todos estábamos a su alrededor. Pero se está produciendo en él un extraño cambio, una transfiguración. Todas las arrugas de dolor están desvaneciéndose. Una hermosa paz…
La voz volvió a quebrarse.
– Era muy hermoso -contestó ella con dulzura.
– Sí… -la voz siguió con valentía-, mucho más guapo que todos sus hijos. El funeral será el jueves. ¿Vendrá usted?
– No -repuso con rapidez-. No quiero recordarle muerto. Para mí vive… para siempre.
– Gracias.
Silencio. Colgó. Aquella parte de su vida, aquel extraño interludio que nunca podría explicar a nadie ni lo haría, había concluido. Permaneció algunos minutos sentada, recordando. Por alguna razón no sentía pena. Siempre estaría agradecida por lo que Edwin le había dado. Había derramado amor, amor generoso, sin egoísmo en el vacío de su soledad, sin pedir otra cosa que el verla de vez en cuando. Se alegraba de que el amor hubiera resultado fructífero también para él, inspirándole una búsqueda filosófica que de otro modo no hubiese emprendido. Le había aportado consuelo. Abrió el cajón donde guardaba sus cartas y, eligiendo al azar, sacó la que le había llegado la semana anterior.
»Para mí, a punto de morir, quizá antes de que volvamos a vernos, amada mía, aunque Dios no lo quiera, se me ha vuelto esencial el definir el problema de la muerte antes de poder esperar a solucionarlo. ¿Tienen conciencia de algo los que murieron antes de mí? Para tal respuesta debo esperar. Y sin embargo, me atrevo a esperar, si no ¿por qué iba a sentir estos días una curiosa disposición a morir que casi es como una bienvenida a la muerte, como si quisiera librarme de este cuerpo mío, que ya ha servido su propósito final, amada, en nuestro amor? Sin amor hubiera creído que la muerte era final; con amor, mi esperanza se convierte más bien en fe. Se convierte en creencia.»
Dejó caer la carta. Alzó la cabeza, escuchó. La casa que la rodeaba guardaba silencio, pero en el silencio le pareció oír música, distante, indefinida.