Madrid, 13 de junio de 1994
Sr. Juez (auf wiedersehen, HerrRichter):
El nueve de mayo de 1966. en Los Ángeles, California, poco antes o poco después de la medianoche. Edward Kennedy Duke Ellington tocaba al piano Black and Tan Fantasy. William Cat Anderson y Charles Cootie Williams le acompañaban con sus trompetas. Lawrence Brown empuñaba uno de los trombones. Johnny Hodges el saxo alto. Jimmy Hamilton el saxo tenor y Harry Carney el saxo barítono (los dos últimos, alternando con el clarinete). Había otros, cuyos nombres me da pereza copiar aquí. Hasta donde me atrevo a asegurar, porque disto de ser un experto y he de guiarme por lo que leo en la carátula de un disco compacto. Brown. Williams. Hodges y Camey ya estaban con Ellington en 1940. Las primeras apariciones de Anderson y Hamilton datan de 1945.
En más de dos décadas, todos ellos habían debido tocar aquella pieza cientos, acaso miles de veces. Pero si se compara esta grabación con las de los años 40. se observa una mayor profundidad en los bajos y más audacia en los solistas. En general, el sonido de todos los instrumentos es más vigoroso y decidido. No es sólo que la superior calidad técnica del registro de lo que sonó aquella noche de 1966 permita apreciar mejor algunos matices; se me antoja que aquellos hombres envejecidos ya no tenían ni la complacencia ni las ganas de complacer de veinte años antes. Las notas, desde el brusco inicio, con Duke aporreando la zona grave de su piano como quien le arreara a un tam-tam, inquietan el oído más que lo agasajan. Como excepción, únicamente pueden reseñarse algunas intervenciones de Hamilton y Hodges, si es que distingo bien. Los solos de trompeta, por el contrario, son salvajes y ensañados. Especialmente desgarrador resulta el del final, el que concluye tejiendo las notas de la marcha fúnebre que cierran la composición, con toda la orquesta unida a su quejido.
El piano de Ellington aglutina a todos los demás con hondura y medida, lejano del despreocupado virtuosismo de los viejos tiempos. Sirve de contrapunto, sitúa y dirige a los otros, manteniendo en todo instante la compostura desde su atalaya solitaria. Esto es lo que más me llama la atención. Ese piano, apenas protagonista durante unos segundos, que asume sin concesiones la responsabilidad sobre el resto de los músicos, me parece la voz cansada de un hombre que ha alcanzado la conciencia terrible de ser impar, es decir, de estar solo sin remedio y de hallarse cada vez más próximo a pagarlo en ia única moneda que sirve para saldar esa cuenta. Edward Kennedy Ellington tiene sesenta y siete años y le faltan sólo ocho para morir.
Según las biografías oficiales, fue tres décadas (uno o seis meses arriba o abajo) antes de esa noche cuando Eleanor Billie Holiday, la más fascinante cantante de jazz de todos los tiempos, tropezó con la heroína. En aquella fecha imprecisa, apenas contaba veintiún años. Billie moriría a los cuarenta y cuatro, minada por ésa y otras drogas y rodeada de agentes del orden; la última de la larga cadena de humillaciones que fue su vida y que la gardenia que permanentemente llevaba prendida en el pelo no le pudo evitar. Acaso lo que ella creía un amuleto era, en realidad, un emisario del infierno. La madre de un amigo mío murió de una hemorragia interna que se habría podido controlar, o eso pretextaron los médicos, de no haberse hallado bajo un tratamiento contra las varices a base de anticoagulantes, cuyos resultados celebraba entre las vecinas una semana antes de abandonarnos.
Según los cálculos o la intuición de mi madre, el 9 de mayo de 1966 hacía ya tres días que yo habría debido salir al mundo. Esto es cuestionable, como su convencimiento, congruente con tales cálculos, de que había superado ya los diez meses de gestación cuando al fin me sacaron de sus entrañas, cuatro semanas y algunas horas después. Ante mi pasividad, fue un ginecólogo quien determinó que mi día natal fuera e¡ séptimo del mes y el año que componen la cifra abominable de la Bestia. Ignoro, por cierto, si la astrología asigna a esa combinación una significación nefasta, providencial o ninguna en absoluto. De lo que no me cabe duda es de que aquella noche de mayo, mientras Ellington y sus camaradas tocaban en Los Ángeles, California, yo ya era, como poco lo bastante para que, de haberse acostumbrado entonces a hacer ecografías a las embarazadas, mi pilila hubiera persuadido a mi madre de que no podría llamarme Patricia. Algo más, posiblemente.
Escucho Black and Tan Fantasy, en la grabación que acabo de mencionar, incluida en el disco compacto que compré en Bonn el viernes pasado, y no puedo evitar hacer las asociaciones anteriores, aunque no debo descartar que sean ociosas. Sin ir mas lejos, los árabes miden el tiempo de una forma que habría cambiado todas las fechas que quedan indicadas. Es bastante improbable que el modo en que un individuo o una serie de ellos decidieron que apuntáramos cuándo suceden las cosas ejerza en las cosas mismas una influencia digna de ser tenida en cuenta. También es dudoso que entre Holiday, Ellington y yo exista una relación a la que haya que conceder, siendo cartesianos o simplemente objetivos, la menor relevancia. Sin embargo, doy en suponer por un segundo que puede prescindirse de estas objeciones razonables, y me acuerdo de Duke y de Billie y de mi madre y siento, como un estúpido, que esa música revuelve en el fondo de mi alma impresiones importantes y perdidas.
También siento que todo esto tiene mucho que ver con esta carta que le escribo, Sr. Juez, y que tal vez nunca (o tal vez mañana mismo) le llegue. Sin palabras, Black and Tan Fantasy habla del fin, y Duke, y los suyos pudieron notarlo singularmente (es una mera sospecha) aquella noche de mayo de 1966. Con palabras, cantadas cada vez con mayor esfuerzo (en 1958, en Milán, la abuchearon), Billie trató durante años de rehuir el fin. Con palabras y sin ellas, desde el primer balbuceo de mi cerebro hasta este justo renglón, yo he mezclado el escondite con la tentación del fin. En esta carta he estado mirando de frente exactamente eso que todos esquivamos, mientras nos asisten las fuerzas o]a inconsciencia o ia fortuna suficientes. Vuelvo a oír el desaforado graznido de la trompeta que entra para terminar. Estoy escribiendo en el ordenador de casa, en una noche de lunes que deliberadamente arrojo al insomnio. He programado el aparato para que reproduzca Black and Tan Fantasy hasta el infinito. Pero Edward Kennedy Elíington era un hombre grande y sus muchachos eran profesionales veteranos. No quiero corromper su legado intentando que tenga una utilidad espuria. Voy a levantarme para desconectar el aparato y seguir escribiendo en silencio, con el eco de sus notas desvaneciéndose poco a poco, como se desvanece en la memoria el recuerdo de los viejos golpes de suerte.
Aunque sea de modo sucinto, creo que debo referir (ya que estoy aquí y no hecho papilla sobre una traviesa de la Deutsche Bahn } lo que pasó el sábado. Cuando interrumpí la carta en Bonn debían ser las cuatro y media de la madrugada. Me acosté y solicité que la voz grabada me devolviera al reino de los despiertos a las ocho y media. Calculando que mi aseo sería algo más lento que en un día laborable, estimé que ésa era la hora hasta la que como máximo podía dormir, si quería llegar al comedor antes de que dejaran de servir desayunos.
Cinco minutos más y no lo habría logrado. Cuando me presenté en el comedor, cerca de las diez, estaban empezando a recogerlo todo. No obstante, localicé a la camarera italiana y le pregunté si sería posible obtener todavía un café.
– Por supuesto, señor. ¿Poco café y mucha leche?
No recordaba que ella me hubiera atendido durante los otros dos desayunos que había tomado allí. Tan sólo me sonaba que el jueves andaba cerca cuando uno de sus compañeros me había servido y que el viernes me la había cruzado al entrar y me había dado los buenos días. Pero ella, que sin duda estaba más despejada, se había fijado lo suficiente como para conocer mis preferencias.
– Sí, gracias -confirmé, un poco aturdido, y me encaminé hacia el buffet para hacerme con algo de lo que todavía no habían retirado.
Antes de irme me demoré hasta que la camarera, que acababa de entrar en la cocina, volviese a salir. Habría sido una grosería marcharme sin despedirme. Y también me habría perdido una escena que me conmovió de manera insólita.
– ¿Ya se va usted? -me preguntó, al ver que me levantaba.
– Sí. Mi avión sale a las tres y inedia, pero tengo que ir a cogerlo a Dusseldorf. Gracias por todo. Grazie.
La camarera sonrió como si sólo ella supiera por qué sonreía y repuso, con una inclinación de cabeza.
– Di niente.
– Espero volver algún día -improvisé, comprendiendo en el mismo momento en que la pronunciaba que era una frase perfectamente estúpida.
La camarera asintió. Después, midiendo con cuidado su pronunciación de mi lengua, me deseó con afecto:
– Que tenga usted un buen viaje. Que tenga lo mejor y que Dios le cuide siempre.
Por un momento hube de creer en Dios para correspondería, con la poca efusión de que soy capaz:
– Gracias. Igualmente. Hasta pronto.
Salí del comedor con una extraña sensación, que me duró bastante tiempo. E] día era plomizo y la gente con que me encontraba, empezando por la pálida recepcionista que me preparó la cuenta, más bien fría. Pero por encima de todo, en mi mente sobrevivía el desconcertante sentimiento de la italiana. Extranjera allí, como yo, había aprendido el idioma y se había adaptado al ambiente sin desprenderse de su generoso espíritu napolitano. Abstraído, entregué mis maletas para que me las guardasen mientras hacía tiempo hasta la hora ir a la estación. Después, ya en la calle, me figuré que la presencia de la camarera era una merced que alguien, quizá el Dios al que ella había invocado, me otorgaba para impedir que mi soledad, aquella amarga mañana, fuese absoluta.
Tal vez por eso, de los monumentos que me quedaban por visitar, escogí en el mapa la Stiftskirche , bastante próxima al hotel y a la casa natal de Beethoven. Pertenece al culto católico, o sea, al que la italiana mantenía y yo había, por llamado suavemente, dejado de atender. De ese mismo culto había visitado hacía un par de días la iglesia de Münster, más céntrica, y cuyo interior me había decepcionado bastante, aunque no mucho más que el interior de la mismísima catedral de Colonia. Hay algo impropiamente desapasionado en la manera en que los alemanes entienden una religión tan voluptuosa y excesiva como la católica (que no en vano tiene su máximo misterio y la culminación estética de toda su imaginería en eso que se denomina la Pasión ).
En la Stiftskirche , cuya fachada no prometía demasiado, y que una placa más digna de una factoría que de un templo databa del siglo XIX, experimenté la segunda sorpresa del día. Alrededor de la nave, de una sobria belleza, había un espléndido viacrucis de madera tallada. No pude informarme, pero aquellas tallas parecían ser más antiguas que la propia iglesia, quizá del siglo XVI o del XVII. Al menos, uno de los personajes que en ellas aparecían iba vestido a la usanza de aquel tiempo. Se trataba, claro, de María Magdalena. Aunque luego fuese ascendida a santa, era una prostituta, y no son pocos los artistas que han querido marcar la diferencia, a menudo con una inconfesable predilección. En este caso, no acerté a averiguar qué pretendía el artista vistiendo a todos los demás a la hebrea y a ella como a una contemporánea. Podía estar retratando a alguien, y la figura salía favorecida, pero no me cabe añadir más.
De todo el viacrucis, una estación se elevaba sobre las demás: XIII, el Descendimiento. Entre las figuras habituales (la Virgen, Juan, la propia María Magdalena), aparecía un personaje enigmático, una mujer a la que tapaba parcialmente uno de los que bajaban a Jesús. Mirándola bien se advertía que no tenía rostro. La busqué en otras estaciones, sin éxito.
Después de meditado durante un rato, esbocé una teoría: la mujer sin rostro de la estación XIII sólo podía ser la muerte. Yendo más lejos, lo que representaba era aún más espantoso que la propia muerte: la muerte en vida, la vida de los muertos. Como la talla, los muertos existen sin existir, inadvertidos por los demás. El nazareno ha de permanecer tres días en ese estado antes de manifestarse de nuevo ante los suyos.
Al pensar en todo esto, un escalofrío me recorrió el espinazo. En un bolsillo de la chaqueta guardaba una carta terrible en la que coqueteaba con aquel ser sin rostro, con su revés y con su derecho. La muerte en vida; ser y al mismo tiempo tener la impresión de no ser nadie. La vida de los muertos: no ser y al mismo tiempo sí ser, pero sólo algo de lo que nadie se percata. Me faltó el aire, me aparté de la talla y fui a sentarme en un banco.
La iglesia estaba desierta. Cerré los ojos y procuré acompasar de nuevo mi respiración. Poco a poco, conseguí apaciguarme. Alcé los párpados y vi, enfrente de mí. unas vidrieras. El cristal de color primero me atrajo y luego, por un mecanismo de asociación, me hizo retroceder a cierto acontecimiento que había quedado grabado en una zona casi inaccesible de mi conciencia. Aquélla fue la tercera y más decisiva sorpresa del día. Desde ahí, el curso de los hechos se desvió definitivamente del plan absurdo que había estado manoseando durante la madrugada.
El acontecimiento en cuestión había tenido lugar unos tres meses antes, y a primera vista no tenía mayor trascendencia. Viajando hacia algún otro sitio, se me había hecho de noche en León. Había dormido allí y por la mañana, antes de seguir camino, había ido a visitar la catedral. Alguien me la había recomendado y siempre había tenido el vago propósito de ir a verla, así que aproveché para perder un cuarto de hora en saldar aquel viejo débito.
Era temprano, las nueve de un martes o un miércoles. Al entrar en el templo, me recibió el grandioso espectáculo de sus vidrieras, encendidas por la luz blanca de una mañana encapotada. Por lo demás, la catedral estaba sumida en una semioscuridad en la que costaba distinguir los objetos. Avancé hacia el centro de la nave y me senté entre e¡ coro y el altar mayor. Las capillas que rodeaban el altar estaban iluminadas por unos focos que apuntaban hacia sus bóvedas de crucería. El juego de luces y sombras, bajo la orgía de colores de las vidrieras, era sobrecogedor.
A unos diez metros de mí, en el centro de un grupo de sillas dispuestas en semicírculo, cada una con su correspondiente atril, un hombre afinaba un fagot. Tocaba muy despacio, acechando perezosamente un par de notas que se le resistían. Aparte de él y de mí, nadie había en la catedral. Él me daba la espalda y yo procuré no mirarle. El instrumento resonaba, solemne y poderoso, en medio de la extraña atmósfera de la nave. Me quedé contemplando las vidrieras, las bóvedas iluminadas, el altar difuminado entre las sombras. Algo me obligaba a seguir viaje: una cita a determinada hora, un asunto que tenía que resolver en un plazo. Me fui de allí a los cinco minutos, casi corriendo y maldiciendo entre dientes. Aparentemente, esto fue todo.
Pero tres meses después, ante los mucho más sencillos cristales de colores de la Stiftskirche , reconocí, sin género de duda, que durante aquellos cinco minutos había habitado el paraíso. Y no sólo experimenté la nostalgia de lo que entonces no había descifrado de forma adecuada. Sufrí, escapando a la inercia destructiva de los últimos días, la avidez de regresar a aquel reino, dondequiera que se ocultase: entre los muros de esa catedral o en cualquier otro lugar donde pudiera volvérseme a ofrecer. Recapacité sobre lo que había escrito hacía unas pocas horas. Era insensato terminar en tierra extranjera, rendido a una desesperación agravada por la lejanía. Nada me autorizaba a decidir sin saber si alguna otra mañana el reino podría extenderse ante mis ojos. Tenía que volar a casa y resolver allí. Sólo donde la ilusión había nacido cabía exterminarla.
Así que tomé el tren, cogí el avión y aterricé en Madrid un minuto antes de la hora que prometía el billete. Mientras el taxista se quejaba acerca del exceso de taxis que había en la ciudad, proponiendo, para rehabilitar el negocio, que se retirasen unos pocos miles de licencias entre las que por supuesto no se cómase la suya, comprendí, aliviado, que había dejado atrás Babel y su confusión de intenciones y lenguas. No podía apoyar las pretensiones de aquel sujeto, pero su diáfano egoísmo me pareció una bendición comparado con las delicuescentes maquinaciones de quienes me habían rodeado en los últimos días y de todos aquellos cuyos intereses defendíamos.
Luego pasé a recoger a Natalia, y fue un buen sábado, porque no había boda y vimos una tierna película polaca en un cine al que no solían ir sus amigos ni los amigos de sus hermanos.
Anoche, de la forma más sorprendente, me libré de Katia. Para ser más exactos, me libraron. Eso, si en el mundo en que todo sucedió, el de las muchachas soñadas, existen reglas que estipulan cuándo y cómo pueden derrocarse unas a otras, arrebatándose la presa del durmiente. Si tales reglas no existen, puedo pensar {o mejor, he pensado), que la propia Katia consintió en liberarme y apartarse. Quizá sus pequeñas hermanas lograron al fin despertarla del balazo que el teniente creyó infligirle y ¡as tres han vuelto a esconderse en la pieza secreta del ático.
El milagro tuvo lugar lejos de la mansión bajo la lluvia, en un escenario recuperado de mi adolescencia donde sólo estuve, antes de anoche, otra vez que había olvidado. La ocasión venía a ser, aproximadamente, la misma que me llevó hace once años a aquel espacioso chalet en las afueras.
Gloria era, con mucho, la de más acaudalada familia entre mis compañeros de bachillerato, hasta tal punto que a muchos nos chocaba que acudiera a un instituto público. El día era el de su cumpleaños y algunos escogidos habíamos sido invitados a una fiesta en su casa, donde nos reunió con el resto de sus amistades. Yo no tenía mucha confianza con ella, ni tampoco los oíros. Supongo que habíamos sido convocados a aquella fiesta, en última instancia, porque habíamos decidido ofrecerle el único papel femenino en la obra teatral que ese año habíamos representado con motivo del fin de curso. A ninguno nos seducía especialmente Gloria, pero yo daba en dirigir el montaje de la obra y de todas las chicas disponibles era la única que, en mi criterio, combinaba una cara agraciada (y bonitos ojos claros, y un suave cabello rubio) con una voz interesante.
Anoche, en mi sueño, volvía a ser su decimoséptimo cumpleaños. Nos recibió en la puerta, sonriente y más arreglada que de ordinario, como nos había recibido la primera vez. Gloria era una muchacha simpática, buena estudiante, y lo bastante educada como para no hacernos notar que los pisos en que nosotros vivíamos eran más baratos que su piscina. Le entregué el libro, un regalo modestísimo si se tenía en cuenta que lo financiábamos entre seis, y tras deshacer el envoltorio aseguró tener muchas ganas de leerlo (era un libro que estaba de moda; un par de años después yo lo saqué de la biblioteca pública y he de confesar que me pareció efectista y ramplón). Nos hizo pasar a través de la casa hasta el jardín trasero, donde se celebraba la fiesta al borde de la piscina. Podían ser las cinco de una tarde tibia, como de mayo.
Ésta fue la primera señal. Hace once años llegamos a las ocho, casi anocheciendo, porque Gloria hacía los años en julio, y había que dejar que el sol cayera para que la temperatura fuese agradable en el jardín. Me detuve y reflexioné durante un instante. Entonces, abandonando aquel episodio enredado en las mallas de mi memoria, volví a tener mi edad actual y también se produjo una súbita traslación física. De pronto yo no estaba en el jardín, sino mirando la fiesta desde dentro de la casa, detrás de una gran puerta acristalada. Gloria y los otros charlaban sentados alrededor de una mesa. Desde lejos venía una música que sí podía ser de aquella época. Alguien se acercó por mi derecha.
– Cuánto tiempo -dijo.
Me volví y vi a una mujer de unos cuarenta años, físicamente muy semejante a Gloria, envuelta en un ligero vestido de verano. Llevaba una cadena de oro alrededor del cuello y sus dedos jugueteaban con ella. Aunque reparé en las arrugas que se insinuaban alrededor de sus párpados, y aunque en lo demás sus facciones eran casi idénticas, me pareció no sólo mucho más atractiva que Gloria, sino también más juvenil {mi compañera de clase vestía con cierta gravedad, siempre llevaba pantalones y gastaba una melena bastante más corta que aquella deslumbrante cabellera rubia). Supe al instante que era su madre. También su nombre, inusual e inquietante como la expresión de su rostro: Águeda. Y es curioso que lo supiera, porque de la madre de la verdadera Gloria no recuerdo nada en absoluto.
– ¿No me reconoces? -preguntó.
– Sí -repuse, como si no me asombrara reconocerla.
– Ahora eres un hombre.
– Si quieres llamarlo así.
– Yo soy una anciana -se retrajo, bajando la vista-. Estoy segura de que ya no te gusto.
En aquel mundo, por lo que se deducía de sus palabras, Águeda me había gustado y teníamos un velado pasado común. De aquel pasado poca cosa me atrevía a suponer. Del presente me llamaban la atención un par de cosas inexplicables; que ella siguiera teniendo cuarenta años cuando yo había rebasado los veintiocho, y que conversase conmigo mientras los demás, los adolescentes, celebraban su fiesta en el jardín. Pero había algo cierto e indudable: la madre de Gloria (aquella madre de Gloria) me hechizaba. Y no lo oculté:
– Me gustas más que nunca. Más que nadie de quien ahora me acuerde.
– ¿De veras? -fingió extrañarse, mordisqueando su cadena.
– ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Me has hecho muerta falta -declaré, absorto en sus insondables ojos verdes.
– He estado por aquí, esperando. No imaginas cuánto me alegra que hayas decidido regresar.
Durante medio minuto, ninguno habló. Observábamos a los adolescentes y lamentábamos el tiempo perdido. Yo, circunspecto; Águeda con un gesto de irónica mansedumbre.
– Tu hija sigue siendo la de entonces -dije, al azar.
– Sí, es una buena chica. Mi marido tiene puestas en ella todas sus esperanzas.
Con la última frase de ella irrumpió un personaje inoportuno, alguien cuya sola mención me molestaba de una forma intensa.
– ¿Y qué es de él? -pregunté, con una ansiedad mal reprimida. Tampoco recuerdo nada del padre de la verdadera Gloria, así que sólo podía referirme a otra persona, a quien formaba parte del borroso pasado compartido con Águeda.
– Vive en esta casa. Sale pronto por la mañana y entra tarde por la noche. No dormimos juntos desde que Gloria tenía tres años. No soporta nada de lo que hago, pero soportaría menos la solución que le ofrezco siempre que me regaña. Si ahora cree que todos los vecinos le compadecen, entonces le constaría. En el fondo, su situación mejoraría considerablemente, pero siempre ha sido un cobarde.
– Hay algo que me intriga.
– Qué.
– ¿Es de veras el padre de Gloria?
Águeda sonrió con malicia. Luego se puso seria y contestó:
– No estoy segura. Apuesto que no, pero es posible que lo sea. Lo único que sé es que sí es el padre de su hermano y que no es el padre de su hermana -al decir esto último, volvió a sonreír.
– Eres una desvergonzada.
– Y tú te has vuelto un indiscreto. Antes eras un muchacho muy modoso. Hasta demasiado púdico. Desapareciste como si yo fuera un súcubo.
Águeda pasaba por mi rostro sus largos dedos blancos. Llevaba las uñas barnizadas de una laca transparente y una sortija que no era su alianza. Se había apoyado en mí y ambos atendíamos de reojo a las idas y venidas de la fiesta.
– No estaba preparado -alegué, reconstruyendo lo que había ocurrido al mismo tiempo que lo relataba-. Una hermosa dama secuestrando a un muchacho de la fiesta de cumpleaños de su hija. Me condujiste a la planta de arriba y entonces hiciste aquello. Yo nunca, ni remotamente…
– Eso era lo que me estimulaba -me interrumpió.
– Desde entonces, he recorrido una especie de pared larga y más bien gris -recapitulé-. Una pared larga, gris y casi siempre lisa. Todos estos años me han convencido de que uno debe meter el dedo en cualquier orificio que aparezca en la pared. Aunque al otro lado haya una rata descosa de morderlo. No es lo peor que te muerdan. Lo miserable son los orificios que te saltas y también los que pruebas y están vacíos.
Águeda quedó pensativa.
– ¿Te has saltado muchos orificios? -inquirió.
– Algunos, al principio y también después.
– ¿Y ha habido muchos vacíos?
– Casi todos. Todos.
– Eres un mentiroso -me reconvino.
– Nunca he encontrado nada que mereciese meter el dedo dos veces.
– ¿Nunca has metido el dedo dos veces?
– En alguno que otro. Por desesperación, por debilidad.
Águeda volvió la mirada hacia su hija, imperfecta repetición de sí misma, que se complacía en ser el centro de la fiesta, abriendo regalos, dando y recibiendo besos, agradeciendo a todos su presencia con aquella voz profunda que había servido aceptablemente a los propósitos de nuestra obra de teatro, once años atrás. La voz de Águeda era similar, pero tenía un tono más provocativo. Usándolo, sugirió:
– Ésta es una segunda vez.
– Aunque no tenga que ver con los orificios, sí -admití.
– ¿Es por debilidad o por desesperación?
– Soy débil y estoy desesperado y no te puedo engañar.
– Me gusta que no lo intentes.
– Aparte de eso…
– Calla.
Águeda subió las escaleras, arrastrándome, con la serena elegancia de las mujeres que se suicidan en las novelas de Raymond Chandler para no hacerse viejas y despreciables. Ella había encontrado otro truco para no envejecer; se había recluido en aquella casa encantada y había esperado mi regreso, dando vueltas a la cadena que llevaba en el cuello con su índice tenaz. Siguiendo, sin querer y sin querer evitarlo, la airosa línea de sus pantorrillas, reparé en el motivo por el que Gloria siempre llevaba pantalones: sus piernas eran más bien gruesas. También en esto la aventajaba aquella feroz muchacha de cuarenta años que me guiaba hacia el escenario de nuestra anterior infracción.
– ¿No vendrá él?
– Ya te dije. Viene de noche.
– Hoy es el cumpleaños de su hija.
– Hoy no es otro día que el de tu vuelta. Lo que ves abajo es una fotografía antigua.
– Tienes razón -asentí, al tiempo que lo entendía.
– Siempre que vengas hará sol, tendremos tiempo, él estará fuera. No temas nada. Témeme sólo a mí. Puedo ser una rata dispuesta a morderte.
– ¿Y cuando estés sola?
Águeda percibió, sin necesidad de que yo lo formulase, qué era lo que me preocupaba.
– No puede hacerme daño. No sabe -aseveró, sacudiéndose el pelo con la mano libre, mientras tiraba de mí por el pasillo de la planta superior.
Desde arriba, desde la ventana de su alcoba, también se veía la fotografía de la fiesta. Ahora estaban todos quietos
y la luz era crepuscular. Entre los rostros en blanco y negro divisé mi propio rostro, esto es, el que lo había sido hacía once años.
– Estoy yo -dije.
– No me lo cuentes -pidió Águeda-, que se mantenía lejos de la ventana. Estás un poco alejado de los otros, con cara de no haber ido a una fiesta, de no haber sal ido de una distante vida interior. Así te vi aquel día, antes de ir a buscarte.
– Fue casi igual que hoy -recordé-. Yo había entrado en la casa y había perdido diez minutos en el cuarto de baño, delante del espejo. Antes de reincorporarme a la fiesta me había quedado tras la puerta acristalada, contemplándoles. Y entonces surgiste tú.
– Entonces me soñaste por primera vez -precisó Águeda-. Pero estabas despierto. Ahora estás dormido. Ahora no me olvidarás. Desde hoy voy a existir como existen tu corazón y tus entrañas. Más incluso. Y si has vuelto habiéndome olvidado, forzosamente volverás cuando te obsesione.
Sus palabras me desconcertaron.
– ¿Cómo tienes esa certeza de que me obsesionarás?
– Me perteneces. Tú me sueñas, pero también yo te estoy soñando a ti.
Se quitó la cadena y la dejó caer poco a poco, eslabón a eslabón, sobre la mesilla. Se quitó los pendientes y los dejó junto a la cadena. Se aproximó a mí. Era fragante y fresca como un clavel recién abierto.
Lo que vino a continuación no me interesa escribirlo. Acaso no convenga siquiera, aunque al respecto no me pronuncio. Yo no soy un pornógrafo, pero tampoco afirmo que ésa sea una afición reprobable. Simplemente prefiero guardar para mí las imágenes, los susurros, sobreentenderlo todo y no arriesgar su inusitada pureza, en el filo entre la dulzura y la lujuria, donde irremediablemente sucede el éxtasis entre los humanos y también entre los humanos y sus fantasmas. Sólo podría narrarlo, si consintiera, con palabras inexactas, inventadas para otros fines (sean los que fueren: el insulto, la bravata, la cirugía). Si es mi limitación, y no me opongo a concederlo así, también es mi privilegio omitir los detalles.
Desde anoche, mi alma está arrebatada por una muchacha pervertida y acogedora. Una muchacha que, al revés que Katia, ha jurado que me aguardará siempre. Dónde y cuándo la hallaré, no puedo adivinarlo. Pero antes de que el camino se acabe Águeda y yo nos soñaremos de nuevo, y ella llevará su vestido de verano y mordisqueará su cadena de oro, conservando la obstinada juventud de sus cuarenta años inmóviles. Mientras tanto, noto junto a mí una presencia invisible. Ella no permitirá que me sienta desvalido cuando lleguen las noches oscuras, las traiciones imprevistas, los golpes salvajes.
Esta noche, en la oficina, antes de venir hacia casa, he ido a los lavabos y he repasado ante el espejo los sucesos del día. Por la mañana, rápida redacción de mi informe sobre el seminario de Bonn. A mediodía, comida con compañeros, más o menos lo de siempre. Por la tarde, felicitación de mi jefe por mi resumen del seminario. A continuación, reencuentro con los asuntos pendientes. Al final de la jornada, antes de desconectar el ordenador, más felicitaciones en el correo electrónico, de tres de las cuatro personas a quienes he distribuido el informe. Las tres desproporcionadas, las tres sin efecto alguno sobre mi vanidad. Soy consciente de que mis informes llaman la atención porque los de los demás no suelen aportar nada que no pueda sacarse pensando durante cinco minutos sobre la materia en cuestión, aplicando el sentido común y efectuando un par de deducciones obvias. Cuando he leído informes de otros sobre seminarios como el de la semana pasada, he llegado a dudar de que hubieran asistido realmente a ellos. No es que los demás sean peores que yo. Sencillamente trabajan menos. Lo que me desorienta es que ellos sí creen, en mayor o menor medida, en todo este montaje.
Ante el espejo he vuelto a preguntarme cómo diablos resulta que yo me esfuerzo más y doy la impresión de tomarme un interés del que carezco. Inercia o docilidad o cretinismo. O las tres cosas.
Mañana he quedado con Natalia, a las dos y media, para comer y transmitirle la fracción para ella comprensible de las razones por las que he resuelto dar por finalizada nuestra relación. Presiento que llorará, aunque procuraré dañarla lo menos posible. Es lo justo, porque ella nunca me ha hecho daño a mí. No le propondré que sigamos siendo amigos. A Natalia no me importaría verla de vez en cuando, suponiendo que ella transigiera, pero no quiero volver a saber del arquitecto y me malicio que é! tampoco querrá volver a saber de mí.
Aparte de esta medida, que no pasa de constituir la mínima decencia exigible en relación con alguien a quien nunca debí implicar en mi descarrilamiento, no es previsible que nada vaya a cambiar de forma significativa. Estoy donde estoy y como estoy, y todo está donde está y como está: irreversiblemente degradado, mustio, pasado de fecha. Podría tratar de construir espejismos, pero he de ser congruente con la realidad que me enseñan los sentidos y la razón. Los espejismos sirven para lo que sirven y cuando sirven (y sobre todo, nunca son como uno se empeña en hacerlos). Lo cierto es que duermo mal, que el pelo se me cae y que tengo canas sobre la frente y hacia el occipucio. Las ninfas de piernas interminables que infestan las portadas de las revistas y se hacen millonarias sonriendo, los tenistas que ganan los torneos y se hacen millonarios prendiéndose nombres de marcas en la camiseta, tienen casi diez años menos que yo. Mis principios me impiden considerar que nada de lo que esas personas hacen sea importante, pero también me obligan a reconocer que lo que yo he hecho es irrisorio. A esto debo sumar que me queda menos tiempo que a ellos y que dispongo de menos medios materiales para tratar de redimirme. He traspasado el umbral, esa línea invisible que separa las vastas posibilidades de la estrecha resignación. A unos les ocurre antes, a otros les ocurre después. En ningún caso tiene remedio.
El futuro tampoco me alienta. Continuaré en el banco, en éste o en otro, viendo cómo mi sueldo ya no aumenta en progresión geométrica (o sí, qué más da). Me tropezaré inexorablemente con alguien como Natalia, o un poco mejor o un poco peor, y ya no me quedará coraje para hacer lo que mañana pretendo hacer con ella. Yo no seré feliz y es improbable que ella lo sea, salvo que se aferré a su profesión, a renovar cada año su vestuario o a redecorar sin tregua la casa. De mis presumibles hijos (si no soy estéril o no lo es ella) sólo veo, desde aquí, la culpa que me atenazará por haberlos engendrado, como si pudiera protegerles cuando ni siquiera puedo protegerme a mí mismo. Un día tal vez cumpla sesenta años, y entonces, como todos los que vieron de lejos el fuego de los dioses sin quemarse la punta de los dedos con él, deploraré ominosamente haberme gastado los sesos en urdir swaps, shareholders' agreements y demás basura por el estilo. Pero no descarto que cometa, en su lugar o además, la bajeza de apiadarme de cualquier Prometeo encadenado a su roca, y hasta puede que me palpe el hígado con la obtusa tranquilidad de comprobar que ninguna águila acude regularmente a destrozarlo.
Ahora me miro en la pantalla y, como un halo apenas perceptible sobre estas letras, el filtro de cristal teóricamente antirreflejante me devuelve mi imagen. Estoy, una vez más. como hace unas horas, como en todos los momentos de desnuda lucidez de tudas las noches de mi vida, solo ante el espejo de un urinario. Su luz me impide esconderme y me obliga a admitir que a esta noche, como a tantas otras, no le queda ningún resquicio. El hombre que veo en el espejo se ha extraviado para siempre. En su favor, apenas puede aducirse que hace muchos años escogió en un par de bifurcaciones lo correcto, y que ahora no va a lanzar ninguna cortina de humo para enmascarar el fracaso. Pero eso no cambia nada, y nunca sirvió más que para aumentar el dolor, cuando llega. O mejor dicho, cuando vuelve. Siempre vuelve y cada vez es más la vez, en que no se irá.
A pesar de todo, no tengo valor para liquidarme. Quizá la palabra apropiada no sea valor, sino competencia. En última instancia, con todos mis errores, por los que no pido ni me concedo absolución, es idiota acusarme de haber causado más que una parte ínfima y accesoria de lo que me ha pasado o de lo que todavía haya de pasarme. El resto ha sido un rosario de sucesos ajenos a mi voluntad y mi control, empezando por el mismo principio. Si para algo he venido al mundo, y lo mismo si no he venido para nada, sólo me corresponde aguardar y cuando se tercie sufrir, hasta que lo mismo que me trajo me lleve. No sólo no tengo criterio para decidir. Carezco, fundamentalmente, de responsabilidad. En este instante comprendo que la opción que he estado acariciando hace tres días es un desatino sin límites. Es como si el cerdo, concluido o no el proceso de su engorde en la cochiquera (tan sórdido, quién lo discute), urgiese al granjero a prestarle el cuchillo para degollarse. Que cada cual cumpla con su trabajo. El del cerdo, aunque en el fondo le conste que acabará abierto en canal sobre un gancho ennegrecido por la sangre de tantos otros, es siempre resistirse.
Cómo resistir es el único problema que merece ocuparnos. El cerdo, en el instante postrero, chilla y se retuerce, sin templanza ni dignidad. Nadie es quién para reprochárselo. Casi todos acabamos indignamente y pocos conservan el aplomo. Sin embargo, el pánico no es aconsejable y puede eludirse. La luz que alumbra el urinario, donde se vierte la destilación de toda la inmundicia del alma, también ilumina, de vez. en cuando, rincones en los que uno puede y debe guarecerse. Aunque no hay que confundir. La noche, insiste el insomne que me escruta desde el espejo, no tiene resquicios. Simplemente son maneras de ayudamos a que el transcurso del tiempo no se haga insoportable.
Esta, misma noche, sin ir más lejos. Mientras venía del banco, he recordado que se me habían acabado las pastillas. En el bolsillo de la chaqueta guardaba desde hace diez días la receta que me facilita para adquirirlas, pero como de costumbre he tenido que buscar una farmacia de guardia. El azar ha querido que estuviera de servicio una muy próxima a mi casa, donde suelo comprar los medicamentos en las escasas ocasiones en que recuerdo mis necesidades a una hora normal. Atendiendo la farmacia estaba la ayudante de la farmacéutica, una espigada muchacha de piel muy blanca, ojos muy grises y cabello rizado y oscuro. Siempre me despacha con seriedad y distancia, sin prodigar comentarios. Pero esta noche, quizá porque eran las once y media y tenía una larga noche por delante, quizá porque mi estampa persiguiendo los veinte duros que rodaban en línea recta hacia la puerta de ¡a calle era demasiado ridícula para permanecer impasible, la he visto sonreír mientras tomaba mi dinero y observaba:
– Parece que tu moneda no quiere quedarse aquí.
Su sonrisa era preciosa y su voz también lo era. Y me tuteaba. Al recoger el cambio he rozado involuntariamente sus dedos. Estaban tibios. Me he quedado mirándola durante unos segundos, hasta que he vuelto en mí. Esperaba que ella me afeara mi flaqueza, pero ha sostenido mi mirada con una soltura que nunca le habría sospechado. Frente a su rígido aspecto habitual, de estatua de mármol, esta noche se mostraba relajada, casi atrevida. Incluso he reparado en algunos rizos caídos sobre el cuello (normalmente los mantiene bien recogidos). Mientras conducía hacia aquí he concebido la extravagancia de cortejarla. Luego me he representado los inconvenientes, el largo o breve procedimiento, los posibles desenlaces. La ayudante de la farmacéutica debe ser muy distinta de Natalia, pero no creo que yo tenga con ella, tampoco, nada en común. La corta escena de esta noche, en su insignificancia, es perfecta y absoluta. He podido amarla sin reservas, sin pagarlo. Si la conociera o me acostara con ella se iría todo al cuerno. Esta noche, por contra, me ha proporcionado algo indestructible. La perenne ensoñación de las muchachas misteriosas.
Hay algo enfermizo y que no voy a negar en mi inclinación hacia las muchachas. Desalmadas y caritativas, alegres y melancólicas, frágiles e irrefutables, son mi rincón preferido del urinario. Son, acaso, lo único que se multiplica entre todo lo que se consume. Adoptan formas reales o imaginarias, me cautiva su intacta juventud o indistintamente me abruma su intrincada sabiduría. Algunas de ellas han desfilado por esta carta: Katia. Véronique, Ulrike, Águeda, la ayudante de la farmacéutica. Muchas se dejan olvidar y reemplazar. Unas pocas persisten y se atrincheran en el rincón más recóndito. Me gustan las que apenas florecen un instante y también las que se quedan grabadas en mi memoria. En buena medida, seguir adelante es confiar en la aparición de otras desconocidas y ansiar la tarde en que Águeda se acercará por mi espalda mientras yo contemplo, de nuevo, una remota fiesta de cumpleaños. Y ninguna de las dos cosas se somete a mi designio. Lo que eleva a las muchachas por encima de los demás seres es que no pueden ser poseídas. Es por eso por lo que no puedo corromperlas mientras me corrompo. Es por eso por lo que están a salvo y conservan la habilidad de salvarme, hasta donde puedo ser salvado. Si hubiera alguna mujer que fuese inmune a mi desintegración, como las muchachas, podría consentir sin escrúpulo que entre ambos mediase la institución del matrimonio.
Hay otros rincones donde me refugio. Lugares imprevistos, como el bosque de luces y sombras y colores que descubrí una nublada mañana dentro de la catedral de León, mientras un fagot tardaba en ser afinado. Hubo otros (la desembocadura, en Lisboa; la Sainte Chapelle , en París; la azotea de un edificio de apartamentos en el Upper West Side de Manhattan; la Stiftskirche de Bonn), y vendrán más. Nunca los que prevea o busque, sino los que me acechan para atraparme. Los rincones benéficos del urinario nunca le dejan a uno la iniciativa.
Y la música. También ella me elige, más allá de mi cálculo y de mi entendimiento. Ya sea la plácida tristeza de algunos pasajes de la Pasión según Juan, la insolencia de The Mooche, o el ritmo majestuoso de Shine On You Crazy Diamond. No sé explicar por qué, pero cuando suenan, me hago amigo del pobre tipo del espejo, y a los dos se nos pone la carne de gallina y a veces, sobre todo cuando los dos estamos un poco borrachos, lloramos de gratitud.
Podrá opinarse que no es mucho o que no es suficiente. SÍ ahora escribo que con eso y poco más renuncio a quitarme de la circulación, y por alguna casualidad se me halla repentinamente occiso con estos folios encima, tal vez V.S. estime que soy un imbécil y que ya podría ahorrarle la instrucción que tendrá que realizar por el mero hecho de retractarme de lo que dejé escrito en Bonn. Pero me retracto, mal que le pese.
He vuelto a poner en marcha el equipo. He seleccionado al azar entre los seis discos compactos que tengo en la bandeja múltiple y ha salido el gemido de la sección de cuerda que precede a la tambaleante entrada de Billie Holiday en Vm a Fool To Want You. Lo que ahora escucho fue grabado el 19 de febrero de 1958, en Nueva York, apenas año y medio antes de su muerte. En la misma sesión (iniciada a las diez de la noche, porque antes no era posible contar con ella) Billie grabó otras tres canciones. Para defenderse de sus continuos ataques nerviosos, se ayudaba con una botella de ginebra. Por aquel tiempo tomaba más de dos litros diarios, en su última tentativa de esquivar la heroína (que terminó matándola igual).
Muchos consideran que Lady in Satin el disco al que pertenece esta canción, es el peor de toda su carrera. Los puristas reprueban que se hiciera acompañar por violines, que no forman parte del blues genuino. Plausiblemente, unos y otros están en lo cierto. Sin duda, ni unos ni otros merecen disfrutar del sublime canto de cisne que Eleanor Holiday eleva por encima de su disminución. Alcohólica evasiva, drogadicta incurable, acosada por todos. Billie planta cara al mundo con el desgarro acusador de su voz destruida. Los cargos son infinitos, desde el vecino que la violó cuando sólo tenía diez años, en su Baltimore natal, hasta el ruin decreto de las autoridades neoyorquinas que le prohíbe cantar en ningún local público.
Nada le queda. Nada puede librarla. Pero la música quebradiza que aquella infortunada muchacha construyó hace treinta y seis años y que invade de pronto la noche me impone el deber de continuar. En Soy una estúpida por quererle, la moribunda que a través del tiempo me estremece mientras escribo se yergue y proclama:
Una y otra vez dije que te abandonaría.
Una y otra vez esperaré.
En brazos de la música y de las muchachas, en el rincón más amado de mi viejo urinario, me retracto, Sr. Juez. Contra todo, contra mí mismo, como Eleanor contra su inabarcable desdicha, acepto la vergüenza y confieso que espero y esperaré siempre.
Bonn – Dusseldorf – Madrid- Fox Poinl 10 de junio - // de octubre de 1994