Primera parte

Capítulo 1

Los hombres que querían matar a Ahmet Yilmaz eran gente de cuidado: estudiantes turcos exiliados que vivían en París y que ya habían asesinado a un agregado de la embajada turca y colocado una bomba en la casa de uno de los principales ejecutivos de las Líneas Aéreas Turcas. Eligieron a Yilmaz como próximo blanco por ser un acaudalado partidario de la dictadura militar y también porque, para facilitar sus planes, vivía en París.

Su casa y su oficina se encontraban bien custodiadas y su limusina era blindada, pero los estudiantes estaban convencidos de que todo hombre tiene alguna debilidad, y esa debilidad generalmente es el sexo. En el caso de Yilmaz acertaron. Un par de semanas de vigilancia les reveló que éste abandonaba su casa dos o tres noches por semana, al volante de una camioneta Renault utilizada por sus sirvientes para hacer las compras, y se dirigía a una calle lateral del quinceavo distrito para visitar a una hermosa jovencita turca enamorada de él.

Los estudiantes decidieron colocar una bomba en el Renault mientras Yilmaz se hallaba con su amante.

Sabían dónde conseguir los explosivos: se los proporcionaba Pepe Gozzi, uno de los múltiples hijos del Padrino corso Meme Gozzi. Pepe era traficante de armas. Estaba dispuesto a vendérselas a cualquiera, pero prefería clientes de tipo político porque -como él mismo admitía jocosamente- los idealistas pagan precios más altos. Había ayudado a los estudiantes turcos en sus dos ataques anteriores.

Pero al planear la colocación de la bomba en el auto surgió un obstáculo inesperado. Generalmente Yilmaz salía de la casa de la muchacha solo y subía al Renault, aunque no siempre. A veces la llevaba a comer con él, pero a menudo era ella quien salía en el auto para regresar media hora más tarde cargada de pan, fruta, queso y vino, sin duda para pasar una velada íntima con su amante. Ocasionalmente Yilmaz volvía a su casa en taxi y la muchacha se quedaba un par de días con el auto. Igual que todos los terroristas, los estudiantes eran románticos y se negaban a correr el riesgo de matar a una mujer hermosa cuyo único crimen consistía en haberse enamorado de un hombre que no la merecía.

Discutieron el problema de una manera democrática. Tomaban todas sus decisiones mediante una votación y no reconocían ningún líder; pero de todas maneras había entre ellos uno cuya fuerte personalidad lo convertía en personaje dominante. Se llamaba Rahmi Coskun y era un joven apuesto y apasionado, de espeso bigote y el brillo de sus ojos lo anunciaba como un ser destinado a la gloria. Gracias a su energía y decisión se llevaron a cabo los dos proyectos anteriores, a pesar de los problemas y riesgos que encerraban. Rahmi propuso que consultaran a un experto en explosivos.

A los demás no les gustó la idea en un principio. ¿En quién podían confiar? Rahmi sugirió a Ellis Thaler, un norteamericano que se autodenominaba poeta, pero que en realidad se ganaba la vida dando clases de inglés, y que había aprendido a manejar explosivos durante su época de soldado en Vietnam. Rahmi lo conocía desde hacía alrededor de un año: ambos trabajaron juntos en un periódico revolucionario que tuvo corta vida, denominado Caos, y organizaron juntos una sesión de lectura de poemas con el fin de recaudar fondos en beneficio de la Organización para la Liberación de Palestina. Ellis comprendía la furia de Rahmi por lo que ocurría en Turquía y el odio que sentía por los bárbaros que lo llevaban a cabo. Algunos estudiantes también conocían superficialmente a Ellis: lo habían visto en varias manifestaciones y supusieron que se trataba de un estudiante nuevo o de un joven profesor. Sin embargo, se mostraban reacios a la idea de introducir en el plan a alguien que no fuese turco; pero Rahmi insistió tanto que por fin consintieron.

Ellis les propuso inmediatamente una solución para el problema. Afirmó que la bomba debía contar con un artefacto detonante controlado por radio; Rahmi permanecería sentado junto a una ventana frente al apartamento de la chica, o en un auto estacionado en la calle, observando el Renault. En su mano sostendría un pequeño transmisor de radio del tamaño de un paquete de cigarrillos, parecido a esos artefactos que se utilizan para abrir las puertas de los garajes sin necesidad de bajarse del auto. Si Yilmaz subía solo al auto, como de costumbre, Rahmi oprimiría el botón del transmisor y una señal de radio activaría el mecanismo de la bomba, que de esa manera haría explosión en cuanto Yilmaz pusiera en marcha el motor. En cambio, si quien subía al auto era la chica, Rahmi no oprimiría el botón, permitiendo que ella se alejara ignorando lo que ocurría. La bomba sería absolutamente inofensiva hasta que fuese activada.

– Si nadie manipula el transmisor, no habrá explosión -aseguró Ellis.

A Rahmi le gustó la idea y le preguntó a Ellis si estaría dispuesto a colaborar con Pepe Gozzi en la fabricación de la bomba.

– Por supuesto -contestó Ellis.

Entonces surgió otro inconveniente inesperado.

– Tengo un amigo -explicó Rahmi- que desea conocerlos a ustedes dos, Ellis y Pepe. Si quieren que les diga la verdad, es necesario que los conozca, porque de otra forma el plan no se llevaría a cabo. Se trata del amigo que nos proporciona el dinero para los explosivos, los autos, los sobornos, las armas y todo lo demás.

– ¿Y para qué quiere conocernos? -preguntaron Ellis y Pepe.

– Quiere estar seguro de que la bomba funcionará y también quiere saber si puede confiar en ustedes -explicó Rahmi con aire de disculpa-. Lo único que ustedes tienen que hacer es llevarle la bomba, explicarle su funcionamiento, estrecharle la mano y permitir que les mire a los ojos. ¿Les parece demasiado pedir, tratándose del hombre que hace posible que llevemos todo esto a cabo?

– Yo no tengo inconveniente -decidió Ellis.

Pepe vaciló. Le importaba mucho lo que ganaría en ese negocio -siempre estaba ansioso por ganar dinero, lo mismo que el asno se muestra ansioso por llegar al pesebre-, pero odiaba tener que conocer gente nueva.

Ellis le hizo razonar.

– Escucha -dijo-, estos grupos de estudiantes florecen y se marchitan lo mismo que las mimosas en primavera y estoy convencido de que Rahmi volará por los aires antes de que pase mucho tiempo; pero si conoces a su amigo, cuando Rahmi haya desaparecido podrás continuar haciendo negocios con él.

– Tienes razón -contestó Pepe, que a pesar de no ser ningún genio percibía los principios del mundo de los negocios cuando se los explicaban con palabras sencillas.

Ellis avisó a Rahmi de que Pepe estaba de acuerdo, y Rahmi concertó una entrevista entre los tres para el domingo siguiente.


Esa mañana Ellis se encontraba en la cama de Jane. Despertó repentinamente, asustado, como si hubiese tenido una pesadilla. Después de breves instantes recordó el motivo por el que estaba tan tenso.

Miró el reloj. Era temprano. Repasó mentalmente su plan. Si todo andaba bien, ese día se produciría la triunfante culminación de más de un año de trabajo paciente y cuidadoso. Y podría compartir ese triunfo con Jane, siempre que él siguiera con vida al finalizar el día.

Volvió la cabeza para mirarla, moviéndose con cuidado para no despertarla. Su corazón latió aceleradamente, lo que le sucedía cada vez que la miraba. Estaba tendida de espaldas, con la nariz respingada apuntando hacia el cielo raso y el pelo oscuro extendido sobre la almohada como las alas desplegadas de un pájaro. Miró su boca generosa, esos labios carnosos que lo besaban tan frecuentemente y con tanto ardor. Los rayos del sol de primavera revelaban la fina pelusa rubia de sus mejillas, su barba, como él la llamaba cuando quería gastarle una broma.

Era un deleite poco común verla así, en reposo, con el rostro relajado y carente de expresión. Normalmente era animada: reía, fruncía el entrecejo, hacía gestos, mostraba su sorpresa, su escepticismo o su compasión. Su expresión más habitual era una sonrisa malévola, como la de un niño travieso que acaba de realizar una broma particularmente pesada. Sólo cuando estaba dormida o concentrada en sus pensamientos se la veía como en ese momento; y, sin embargo, era así cuando él la amaba más, porque entonces, cuando no estaba en guardia ni consciente de sí misma, su apariencia traslucía la lánguida sensualidad que ardía en su interior, como un fuego lento y abrasador. Cuando él la veía así, apenas podía contener el deseo de acariciarla.

Al principio esto lo sorprendió. Cuando la conoció, poco después de llegar a París, le pareció la típica mujer entrometida, de esas que uno encuentra entre los jóvenes radicalizados en las grandes ciudades. Esas que siempre presiden comisiones, organizan campañas contra la segregación racial y a favor del desarme nuclear; las que encabezan marchas de protesta por el problema de El Salvador, y por la contaminación de las aguas; las que recaudan fondos para los hambrientos del Chad y tratan de promocionar a algún joven brillante director cinematográfico. Jane atraía a la gente por su gran belleza, la cautivaba con su encanto personal y le contagiaba su entusiasmo. Ellis la invitó a salir un par de veces sólo por el placer de contemplar a una muchacha bonita devorando un filete, y entonces, no recordaba exactamente cómo sucedió, dentro de esa muchacha excitante descubrió la presencia de una mujer apasionada y se enamoró de ella.

Recorrió el pequeño apartamento con la mirada. Notó con placer los objetos personales que denunciaban que el lugar era de ella: una bonita lámpara hecha con un pequeño florero chino; un estante lleno de libros de economía y ensayos sobre la pobreza reinante en el mundo; un enorme sofá en el que uno podía ahogarse; la fotografía de su padre, un hombre con una americana cruzada, posiblemente tomada a principios de la década de los sesenta; una copita de plata que había ganado montando a su pony Dandefion y fechada en 1971 diez años antes. En ese momento ella tenía trece años -pensó Ellis y Yo veintitrés; y mientras Jane ganaba pruebas ecuestres en Harnpshire, yo estaba en Laos, colocando minas a lo largo del Ho Chi Minh.

Cuando conoció el apartamento, hacía casi un año, ella acababa de mudarse allí desde los suburbios y el lugar se encontraba bastante desnudo: no era más que una pequeña habitación en un ático con una cocinita en un rincón, un baño con ducha y un tocador situado al otro lado del vestíbulo. Poco a poco Jane fue transformando esa sucia buhardilla en un nido alegre. Ganaba un buen sueldo como intérprete, traduciendo del francés y del ruso al inglés, pero el alquiler también era elevado -el apartamento quedaba en las inmediaciones del bulevar Saint Michel-, así que ella fue comprando cosas cuidadosamente, ahorrando dinero para adquirir la mesa de caoba que convenía, la cama antigua o la alfombra de Tabriz. Era lo que el padre de Ellis habría llamado una mujer con clase. Te va a gustar, papá -pensó Ellis-. Vas a volverte loco por ella.

Se dio la vuelta para estar frente a ella y, tal como suponía, el movimiento la despertó. Durante la fracción de un segundo fijó sus enormes ojos azules en el cielo raso y después lo miró, sonrió y se acurrucó en sus brazos.

– Hola -susurró, y él la besó.

Inmediatamente Ellis tuvo una erección. Permanecieron acostados juntos durante un rato, medio dormidos, besándose a cada instante. Entonces ella cruzó una pierna sobre las caderas de él y lánguidamente empezaron a hacer el amor, sin hablar.

Cuando empezaron su relación como amantes hacían el amor mañana y noche y muchas veces también a media tarde. Ellis supuso que esa pasión desmesurada no podría durar, y que después de algunos días o tal vez un par de semanas, la novedad desaparecería y desembocarían en el promedio estadístico de dos veces y media por semana, o algo así. Se equivocaba. Un año después seguían haciendo el amor como el primer día.

Jane se colocó encima de él, apoyando todo su peso sobre el cuerpo de Ellis. Su piel húmeda se pegó a la de él. Ellis la envolvió con sus brazos mientras la penetraba profundamente. De inmediato ella lanzó un suave quejido y Ellis la sintió gozar con un orgasmo prolongado, digno de una mañana de domingo. Jane permaneció encima de él, todavía medio dormida. El le acarició el pelo.

Después de un rato, ella se movió.

– ¿Sabes qué día es hoy? -preguntó en un murmullo.

– Domingo.

– Es el domingo que te toca preparar el almuerzo.

– No lo había olvidado.

– Me alegro. -Hizo una pausa-. ¿Qué me vas a dar?

– Filetes con patatas y guisantes, queso de cabra y pastelillos de crema.

Ella alzó la cabeza y lanzó una carcajada.

– ¡Eso es lo que preparas siempre!

– No es cierto. La última vez hice judías verdes a la francesa.

– Y la vez anterior te habías olvidado, así que almorzamos fuera. ¿No te parece que convendría que variaras un poco?

– Oye, espera un momento. El trato fue que cada uno de nosotros prepararía el almuerzo a domingos alternos. Nadie dijo nada sobre la obligación de preparar un menú distinto cada vez.

Ella volvió a tirársele encima, simulando haber sido derrotada.

En el trasfondo de su mente, Ellis ni por un instante había olvidado el trabajo que le esperaba ese día. Necesitaría que sin saberlo ella lo ayudara y ése era el momento de pedírselo.

– Esta mañana tengo que ver a Rahmi -empezó a decir.

– Muy bien. Más tarde me encontraré contigo en tu casa.

– Hay algo que podrías hacer por mí. Siempre que no te importe llegar un poquito más temprano.

– ¿Qué?

– ¡Preparar el almuerzo! ¡No! ¡No! Era una broma. Necesito que me ayudes en una pequeña conspiración.

– Sigue.

– Hoy es el cumpleaños de Rahmi y su hermano Mustafá está en la ciudad, pero Rahmi no lo sabe. (Si esto da resultado -pensó Ellis- nunca volveré a mentirte.) Quiero que Mustafá asista al almuerzo de cumpleaños de Rahmi, pero que sea una sorpresa. Para ello me hace falta un cómplice.

– Estoy dispuesta -contestó ella. Se sentó muy erguida, cruzando las piernas. Sus pechos eran como manzanas, suaves, redondos y firmes. El extremo de su cabellera le caía sobre los pezones-. ¿Qué debo hacer?

– El problema es simple. Tengo que indicarle a Mustafá adonde ir, pero Rahmi todavía no ha decidido dónde quiere almorzar. Así que tendré que darle el mensaje a Mustafá a último momento. Y probablemente Rahmi estará a mi lado cuando yo haga la llamada.

– ¿Y cuál es la solución?

– Te llamaré a ti. Hablaré de tonterías. Ignora todo lo que te diga, salvo la dirección. En seguida llama a Mustafá, dale la dirección y explícale cómo llegar.

Todo eso le pareció bien cuando lo tramó, pero en ese momento le sonaba muy poco plausible.

Sin embargo Jane, por lo visto, no sospechaba nada.

– Me parece bastante simple -dijo ella.

– ¡Perfecto! -exclamó Ellis animosamente, tratando de ocultar su alivio.

– ¿Y después de llamarme, cuánto tardarás en llegar a casa?

– Menos de una hora. Quiero esperar para ver la sorpresa de Rahmi, pero me libraré del almuerzo.

Jane tenía una expresión pensativa.

– Te invitaron a ti, pero a mí no.

Ellis se encogió de hombros.

– Supongo que se trata de una celebración masculina.

Tomó el bloc de la mesita de noche y escribió Mustafá, y al lado un número de teléfono.

Jane se levantó y cruzó la habitación hacia la ducha. Abrió la puerta y en seguida el grifo. Su estado de ánimo había cambiado. Ya no sonreía.

– ¿Por qué estás tan enojada? -preguntó Ellis.

– No estoy enojada -contestó ella-. Pero a veces no me gusta la manera en que me tratan tus amigos.

– Pero ya sabes cómo son los turcos con respecto a las chicas.

– Exactamente: a las chicas. No les molestan las mujeres respetables, pero yo soy una chica.

Ellis suspiró.

– No es tu costumbre sentirte molesta por las actitudes prehistóricas de un puñado de chauvinistas. ¿Qué es lo que realmente estás tratando de decirme?

Ella pensó un momento, desnuda y de pie junto a la ducha; estaba tan hermosa que Ellis tuvo ganas de volver a hacerle el amor.

– Supongo que te estoy diciendo que no me gusta mi estado. Estoy dedicada a ti, y todo el mundo lo sabe. No me acuesto con ningún otro, ni siquiera salgo con hombres, pero tú no estás dedicado a mí. No vivimos juntos. Yo ni siquiera sé dónde vas ni lo que haces durante buena parte de tu tiempo, ninguno de los dos ha conocido a los padres del otro, y la gente lo sabe, así que me tratan como a una puta.

– Creo que estás exagerando.

– Es lo que siempre me contestas.

Se metió bajo la ducha y dio un portazo. Ellis sacó los útiles de afeitar del cajón donde guardaba lo necesario cuando pasaba allí la noche y empezó a afeitarse delante del fregadero. Ya habían discutido eso antes, más extensamente, y a él le constaba cuál era el trasfondo de la cuestión: Jane quería que vivieran juntos. El también lo deseaba, por supuesto; quería casarse con ella y que vivieran juntos durante el resto de sus vidas. Pero tenía que esperar hasta cumplir su misión, y como no podía decírselo, no le quedaba más remedio que recurrir a frases como Todavía no estoy listo, Lo único que necesito es tiempo, y esas vagas evasivas la enfurecían. Consideraba que un año era mucho tiempo para amar a un hombre sin ningún tipo de compromiso de parte de él. Y por cierto tenía razón. Pero si hoy todo salía bien, él podría poner las cosas en su lugar.

Terminó de afeitarse, envolvió la maquinilla en una toalla y la metió en su cajón. Jane salió de la ducha y él ocupó su lugar. No nos hablamos -pensó-; todo esto es una tontería.

Mientras él se duchaba, ella había preparado café. Ellis se vistió con rapidez con un par de vaqueros desteñidos y una chaqueta negra y se sentó a la mesa de caoba frente a ella. Jane le sirvió el café mientras decía:

– Quiero hablar muy seriamente contigo.

– Muy bien -contestó él sin vacilar-. Te propongo que lo hagamos a la hora del almuerzo.

– ¿Y por qué no ahora?

– Porque ahora no tengo tiempo.

– ¿El cumpleaños de Rahmi es más importante que nuestra relación?

– ¡Por supuesto que no! -Ellis percibió un dejo de irritación en su tono y una voz interior le advirtió: no seas duro con ella, puedes perderla-. Pero prometí que iría y es importante que cumpla con mis promesas; en cambio no me parece que haya mucha diferencia si conversamos ahora o un poco más tarde.

En el rostro de Jane apareció la expresión tensa y obcecada que él conocía: la tenía siempre que decidía algo y alguien trataba de alejarla de su camino.

– Para mí es importante que hablemos ahora.

Durante un instante tuvo la tentación de contarle toda la verdad. Pero no era así como lo había planeado. Estaba nervioso, tenía la cabeza en otra cosa y no se encontraba preparado. Sería mucho mejor conversar después, cuando los dos estuvieran relajados y cuando él pudiera decirle que su trabajo en París había finalizado. Así que dijo:

– Creo que te estás portando como una tonta y me niego a que me mangonees. Te pido por favor que conversemos más tarde. Ahora, tengo que irme.

Se puso de pie.

Jane volvió a hablar cuando él se acercaba a la puerta.

– Jean-Pierre me ha pedido que vaya con él a Afganistán.

Esto fue tan inesperado que Ellis tuvo que detenerse a pensar un momento para poder comprender el alcance de sus palabras.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó con incredulidad.

– Completamente en serio.

Ellis sabía que Jean-Pierre estaba enamorado de Jane. Lo mismo que otra media docena de hombres: era inevitable, tratándose de una mujer como ella. Sin embargo, nunca los consideró rivales serios; por lo menos hasta ese momento. Empezó a recobrar su compostura.

– ¿Y por qué vas a querer ir a una zona donde hay guerra en compañía de un tipo débil e insípido?

– ¡No se trata de una broma! -exclamó con furia-. Estoy hablando de mi vida.

El sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¡No puedes ir a Afganistán!

– ¿Por qué no?

– Porque me amas.

– Eso no significa que deba estar a tu disposición.

Por lo menos no había dicho: No, no te amo. El miró su reloj de pulsera. Esto era ridículo: dentro de algunas horas iba a decirle todo lo que ella quería oír.

– No estoy dispuesto a hablar sobre nuestro futuro de esta manera. Es un tema que no podemos tratar así a la ligera.

– Yo no te esperaré indefinidamente -aseguró.

– No estoy pidiendo que me esperes indefinidamente, te pido que esperes unas horas. -Le acarició la mejilla-. ¡No discutamos por unas horas!

Ella se puso de pie y lo besó en la boca con fuerza.

– No irás a Afganistán, ¿verdad? -preguntó él.

– No lo sé -contestó ella con tono inexpresivo.

Ellis trató de sonreír.

– Por lo menos te pido que no vayas antes del almuerzo.

Ella también sonrió y asintió.

– No, antes del almuerzo, no.

él la miró un instante y después salió.


Las amplias aceras de los Campos Elíseos estaban repletas de turistas y de parisienses que habían salido para su paseo matinal, arremolinándose como rebaño de ovejas bajo el cálido sol de primavera, y todas las mesas de los cafés de las aceras se encontraban ocupadas. Ellis permaneció cerca del lugar convenido, llevando una mochila comprada en una tienda de equipajes baratos. Tenía todo el aspecto del norteamericano que recorre Europa haciendo autostop.

Deseó que Jane no hubiera elegido justamente esa mañana para una discusión: en ese momento estaría rumiando y cuando él llegara la encontraría de pésimo humor.

Bueno, tendría que dedicarse un rato a alisarle las plumas encrespadas.

Se sacó a Jane de la cabeza y concentró sus pensamientos en la tarea que le esperaba.

Existían dos posibilidades con respecto a la identidad del amigo de Rahmi, ese individuo que financiaba el pequeño grupo de terroristas. La primera era que fuese un turco acaudalado, amante de la libertad, que había decidido, por razones políticas o personales, que se podía justificar el uso de la violencia contra la dictadura militar y quienes la apoyaban. Si ése fuera el caso, Ellis sufriría una enorme decepción.

La segunda posibilidad era que se tratara de Boris.

Boris era una figura legendaria dentro de los círculos en los que Ellis se movía: entre los estudiantes revolucionarios, los exiliados palestinos, los conferenciantes políticos, los editores de diarios extranjeros mal impresos, los anarquistas y los maoístas y los armenios y los vegetarianos militantes. Se decía que era un ruso, un hombre de la K G B dispuesto a financiar cualquier acto izquierdista de violencia que se llevara a cabo en Occidente. Muchos dudaban de su existencia, especialmente aquellos que habiendo intentado obtener fondos de los rusos, fracasaron. Pero Ellis observó que de vez en cuando algún grupo que durante meses no había hecho más que protestar porque no contaba con medios para comprarse una fotocopiadora, de repente dejaba de hablar de dinero y adquiría gran conciencia de su seguridad: entonces, poco tiempo después, se producía un secuestro o un tiroteo, o estallaba una bomba.

Ellis pensaba que era evidente que los rusos proporcionaban dinero a grupos tales como los disidentes turcos: era imposible que no aprovecharan una posibilidad tan barata y tan poco arriesgada de causar problemas. Además, Estados Unidos financiaba secuestros y asesinatos en Centroamérica y él no suponía que la Unión Soviética fuese más escrupulosa que su propio país. Y como en esa clase de trabajo el dinero no se guardaba en cuentas bancarias ni se giraba por télex, alguien debía de encargarse de entregar los billetes; por lo tanto era evidente que existía una figura como la de Boris.

Y Ellis tenía muchísima necesidad de conocerlo.

Rahmi pasó caminando exactamente a las diez y media, con expresión tensa y vestido con una chaqueta Lacoste rosada y unos pantalones marrones inmaculadamente planchados. Dirigió una mirada vehemente a Ellis y en seguida volvió la cabeza.

Ellis lo siguió a varios metros de distancia, tal como lo habían convenido.

En el siguiente café con mesas en la acera se hallaba la figura musculosa y demasiado fornida de Pepe Gozzi, ataviado con un traje de seda negro, como si acabara de salir de misa, cosa que probablemente había hecho. Sobre las rodillas tenía un portafolio de grandes proporciones. Se puso de pie y empezó a caminar más o menos a la altura de Ellis, de manera que cualquiera que los viera no sabría si iban juntos o no.

Rahmi subió la colina, hacia el Arco de Triunfo.

Ellis observó a Pepe de reojo. El corso poseía un instinto animal de autoconservación: disimuladamente se fijaba si alguien le seguía; primero, al cruzar la calle, pudo con toda naturalidad mirar hacia atrás mientras esperaba que cambiaran las luces, y en otra oportunidad, cuando pasó junto a la tienda de una esquina, pudo ver reflejada en la vidriera la gente que tenía a sus espaldas.

A Ellis le gustaba Rahmi, pero no Pepe. Rahmi era un individuo sincero y de elevados principios, y mataba probablemente a quien lo merecía. Pepe era completamente distinto. Actuaba por dinero y porque era demasiado bruto y estúpido para sobrevivir en el mundo de los negocios legales.

Tres manzanas después del Arco de Triunfo, Rahmi dobló por una calle lateral. Ellis y Pepe lo siguieron. Rahmi cruzó la calle y entró en el Hotel Lancaster.

Así que ése era el lugar del encuentro. Ellis deseó que la reunión se realizara en el bar o en el comedor del hotel: se hubiese sentido más seguro en un lugar público.

Después del calor de la calle, el vestíbulo de mármol estaba fresco. Ellis se estremeció. Un mozo de smoking miró sus vaqueros. En ese momento Rahmi se introducía en el pequeño ascensor del extremo del vestíbulo en forma de L. Sería en una habitación del hotel, entonces. Que así fuera. Ellis siguió los pasos de Rahmi, y Pepe se apretujó con ellos en el ascensor. Cuando subían, Ellis se dio cuenta de que tenía los nervios de punta. Subieron hasta el cuarto piso, Rahmi los condujo hasta la habitación 41 y llamó.

Ellis trató de mantener una expresión tranquila e impasible.

La puerta se abrió lentamente.

Era Boris. Ellis lo supo en cuanto su mirada se posó sobre él y sintió que lo recorría un estremecimiento de triunfo y al mismo tiempo un frío temblor de miedo. El hombre tenía la palabra Moscú escrita sobre toda su persona, desde su corte de pelo barato hasta sus zapatos sólidos y prácticos; en su mirada dura y en la expresión brutal de su boca estaba impreso el sello de la K G B. Ese hombre no se parecía a Rahmi ni a Pepe; no era ni un idealista apasionado ni un mafioso. Boris era un terrorista profesional de corazón de piedra que no vacilaría en volarle la cabeza a cualquiera o a los tres hombres que tenía frente a sí.

Te he estado buscando durante mucho tiempo, pensó Ellis.


Boris mantuvo la puerta entreabierta durante un instante, escudando en parte su cuerpo mientras los estudiaba. Después dio un paso atrás y les habló en francés.

– Entren.

Ellos entraron en la sala de estar de una suite. Estaba exquisitamente decorada y amueblada con sillas, ocasionales mesitas y un aparador, los cuales parecían ser antigüedades del siglo XVIII. Sobre una delicada mesa lateral se veía un cartón de cigarrillos Marlboro y una botella de coñac comprado en el mercado libre. En el otro extremo de la habitación, una puerta entreabierta daba al dormitorio.

La presentación que hizo Rahmi fue nerviosa y rutinaria.

– Pepe. Ellis. Mi amigo.

Boris era un hombre de anchas espaldas, llevaba una camisa blanca arremangada que dejaba al descubierto sus brazos gruesos y velludos. Sus pantalones de sarga azul eran demasiado gruesos para esa época del año. Sobre el respaldo de una silla colgaba una chaqueta a cuadros negros y marrones que no combinaba para nada con el color de sus pantalones.

Ellis depositó su mochila sobre la alfombra y se sentó. Boris señaló la botella de coñac.

– ¿Una copa? -preguntó.

Ellis no tenía ganas de beber coñac a las once de la mañana. Contestó:

– Sí, un café, por favor.

Boris le dirigió una mirada dura y hostil; después dijo:

– Bueno, todos tomaremos café -dijo dirigiéndose al teléfono.

Está acostumbrado a que todo el mundo le tenga miedo -pensó Ellis-; no le gusta que yo lo trate de igual a igual.

Era evidente que Boris inspiraba un temor religioso a Rahmi quien se movía inquieto, abrochando y desabrochando el botón superior de su chaqueta mientras que el ruso llamaba al bar del hotel.

Boris colgó y se dirigió a Pepe.

– Me alegro de conocerlo -dijo en francés-. Creo que usted y yo podremos sernos de mutua utilidad.

Pepe asintió sin hablar. Se inclinó hacia delante en la silla de terciopelo y su figura poderosa cubierta por el traje negro parecía extrañamente vulnerable en contraste con esos muebles tan bellos como si ellos pudieran romperlo a él. Pepe tiene mucho en común con Boris -pensó Ellis-; los dos son tipos fuertes y crueles, sin rastros de decencia ni de compasión. Si Pepe fuese ruso, estaría en la K G B; y si Boris fuera francés, estaría en la mafia.

– Muéstrenme la bomba -ordenó Boris.

Pepe abrió su portafolio. Estaba lleno de unas piezas de aproximadamente treinta centímetros de largo por dos centímetros y medio de ancho, de una sustancia amarillenta. Boris se arrodilló en la alfombra y hundió el dedo índice en una de las piezas. La sustancia cedió como si fuese arcilla. Boris la olió.

– Me imagino que esto es C3 -dijo, dirigiéndose a Pepe. Pepe asintió.

– ¿Dónde está el detonador?

– Lo tiene Ellis en la mochila -contestó Rahmi.

– No, no lo tengo -negó Ellis.

Durante un instante en la habitación reinó el más absoluto silencio. En la cara apuesta y juvenil de Rahmi se pintó la expresión de pánico.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó agitadamente. Sus ojos aterrorizados miraban alternativamente a Ellis y a Boris-. Me prometiste, yo le dije que tú…

– Cállate la boca -ordenó Boris rudamente.

Rahmi permaneció en silencio. Boris miró expectante a Ellis.

Ellis habló con indiferencia que estaba lejos de sentir.

– Tenía miedo de que ésta fuese una trampa, así que dejé el detonador en casa. Puedo traerlo en pocos minutos. Lo único que tengo que hacer es llamar a mi chica.

Boris lo miró fijo durante algunos segundos. Ellis le devolvió la mirada con tanta frialdad como pudo.

– ¿Qué le hizo pensar que esto podría ser una trampa? -preguntó Boris por fin.

Ellis decidió que si intentaba justificarse aparentaría estar a la defensiva. De todos modos era una pregunta tonta. Dirigió una mirada arrogante a Boris y luego se encogió de hombros sin contestar.

Boris continuó mirándolo interrogativamente. Por fin el ruso dijo:

– La llamada la haré yo.

Ellis estuvo a punto de protestar, pero se contuvo. La situación tomaba un giro inesperado. Mantuvo cuidadosamente su pose de me-importa-un-rábano, mientras pensaba Curiosamente: ¿Cómo reaccionaría Jane ante la voz de un desconocido? ¿Y si no estuviera en su casa, si hubiera decidido romper su promesa? Lamentó haberla involucrado en la situación, pero ya era tarde para eso.

– Usted es un hombre precavido -le dijo a Boris.

– Usted también. ¿Cuál es su número de teléfono?

Ellis se lo dio. Boris anotó el número en un bloc que había junto al teléfono y empezó a marcar el número.

Los demás aguardaron en silencio.

– Oiga -dijo Boris-. Hablo en nombre de Ellis.

Tal vez la voz desconocida no la hiciera vacilar, pensó Ellis. Después de todo, ella esperaba una llamada bastante extraña. El le había dicho: Ignora todo excepto la dirección.

– ¿Qué? -exclamó Boris con irritación, y Ellis pensó: Mierda, ¿qué estará diciendo Jane?- Sí, lo soy, pero eso no tiene importancia -dijo Boris-. Ellis quiere que traiga un mecanismo a la habitación 41 del Hotel Lancaster de la calle de Berri.

Hubo otra pausa.

Síguele el juego, Jane, pensó Ellis.

– Sí, es un hotel muy agradable.

¡Déjate de rodeos! ¡Simplemente dile que lo harás,!, ¡por favor!

– Gracias -dijo Boris. Y después agregó con sarcasmo-: Usted es muy amable.

En seguida cortó la comunicación.

Ellis trató de simular que no esperaba que hubiera habido problemas.

– Ella sabía que soy ruso. ¿Cómo lo averiguó? -preguntó Boris.

Durante un instante Ellis quedó intrigado, pero en seguida comprendió lo sucedido.

– Es lingüista -explicó-. Conoce los acentos.

En ese momento habló Pepe por primera vez.

– Mientras esperamos que llegue esa tía, propongo que veamos el dinero.

– Muy bien.

Boris pasó al dormitorio.

Mientras él no estaba, Rahmi le habló a Ellis en voz baja.

– ¡No esperaba que nos jugaras esa mala pasada!

– Por supuesto que no -contestó Ellis en un falso tono de aburrimiento-. Si hubieras sabido lo que pensaba hacer, no nos hubiera servido de salvaguarda, ¿no crees?

Boris regresó con un sobre marrón de gran tamaño que entregó a Pepe. Pepe lo abrió y empezó a contar los billetes de cien francos.

Boris abrió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo.

Ellis pensó: Espero que Jane no pierda tiempo en hacerle la llamada a Mustafá. Debí haberle dicho que era importante que pasara el mensaje inmediatamente.

– Está todo -comentó Pepe después de un rato.

Volvió a colocar el dinero en el sobre, mojó la solapa con la lengua, la cerró y lo puso sobre una mesa lateral.

Los cuatro permanecieron en silencio durante algunos minutos.

– ¿Su casa queda muy lejos? -preguntó Boris, dirigiéndose a Ellis.

– A quince minutos de motocicleta.

Sonó un golpe en la puerta. Ellis se puso tenso.

– Vino a toda velocidad -comentó Boris. Abrió la puerta-. El café -dijo con disgusto, regresando a su asiento.

Dos mozos de chaqueta blanca entraron en el cuarto con una mesita rodante. Se enderezaron y se volvieron, sosteniendo cada uno en la mano una pistola Mah modelo D, la corriente entre los detectives franceses.

– ¡Que nadie se mueva! -ordenó uno de ellos.

Ellis percibió que Boris se preparaba a saltar. ¿Por qué habrían mandado sólo a dos detectives? Si Rahmi llegara a hacer alguna tontería y le pegaban un tiro, se crearía la suficiente confusión como para que Boris y Pepe juntos pudieran más que los dos hombres armados.

De golpe se abrió la puerta del dormitorio y aparecieron otros dos mozos uniformados, armados igual que sus colegas.

Boris se relajó y en su rostro apareció una expresión resignada.

Ellis se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Emitió un largo suspiro. Ya había terminado todo.

Entró en la habitación un oficial de policía uniformado.

– ¡Una trampa! -exclamo Rahmi-. ¡Esto es una trampa!

– ¡Cállate! -ordenó Boris, y una vez más su voz destemplada consiguió silenciar a Rahmi. Entonces el ruso se dirigió al oficial de policía-. Me opongo absolutamente a este ultraje -empezó a decir-. Por favor, tome nota de que…

El policía le dio una bofetada en la boca con su mano cubierta con un guante de cuero.

Boris se tocó los labios y en seguida miró la sangre que teñía su mano. Su modo de actuar cambió completamente al comprender que éste era un asunto demasiado serio para que se solucionara con palabras.

– Recuerde mi cara -le dijo al oficial de policía en un tono de voz helado como una tumba-. Volverá a verla.

– Pero ¿quién es el traidor? -preguntó Rahmi. ¿Quién nos ha delatado?

– Él -acusó Boris, señalando a Ellis.

– ¿Ellis? -exclamó Rahmi con incredulidad.

– La llamada telefónica -recordó Boris-. La dirección.

Rahmi clavó la mirada en Ellis. Parecía herido hasta la médula.


uniformados. El oficial señaló a Pepe.

Entraron varios policías.

– Ése es Gozzi -explicó. Dos policías esposaron a Pepe y se lo llevaron. El oficial miró a Boris-. ¿Y usted quién es?

Boris tenía expresión de aburrimiento.

– Me llamo Jan Hocht -explicó-. Soy ciudadano argentino.

– ¡No se moleste! -comentó el oficial con disgusto-. ¡Llévenselo! -Se volvió hacia Rahmi-. ¿Y bien?

– ¡Yo no tengo nada que decir! -exclamó Rahmi en tono heroico.

Ante una señal del oficial, también esposaron a Rahmi, quien dirigió a Ellis una mirada furibunda hasta que se lo llevaron.

Bajaron a los prisioneros en el ascensor, uno por uno. El portafolio de Pepe y el sobre lleno de billetes de cien francos fueron envueltos en un plástico. Entró un fotógrafo de la policía e instaló su trípode.

Hay un Citroén negro estacionado en la puerta del hotel -informó el policía a Ellis. Y en seguida agregó, vacilante-: Señor.

Estoy de nuevo del lado de la ley -pensó Ellis-. Es una pena que Rahmi sea un tipo mucho más atractivo que este policía.

Bajó en el ascensor. En el vestíbulo del hotel el gerente, con chaqueta negra y pantalones rayados, miraba con expresión preocupada a los policías que seguían entrando.

Ellis salió a la luz del sol. El Citroen negro estaba estacionado en la acera de enfrente. Dentro había el conductor y un ocupante en la parte posterior. Ellis se instaló en el asiento trasero. El auto arrancó de inmediato.

El ocupante se volvió hacia Ellis.

– ¡Hola, John!

Ellis sonrió. Le resultaba extraño que después de más de un año lo llamaran por su propio nombre.

– ¿Cómo estás, Bill? -contestó.

– ¡Aliviado! -aseguró Bill-. Durante trece meses las únicas noticias que tenemos de ti son peticiones de dinero. Después recibimos una llamada telefónica urgente advirtiéndonos que tenemos veinticuatro horas para organizar un arresto por medio de un escuadrón local. ¡Imagina todo lo que tuvimos que hacer para persuadir a los franceses de que colaboraran sin decirles el motivo del arresto! El escuadrón tenía que estar listo en las proximidades de los Campos Elíseos, pero para saber la dirección exacta tendríamos que esperar la llamada de una desconocida que preguntaría por Mustafá. ¡Y eso fue todo lo que supimos!

– Era la única manera -dijo Ellis con aire de disculpa.

– Bueno, te aseguro que nos dio trabajo, y ahora debo grandes favores en esta ciudad, pero lo logramos. Así que dime si valió la pena. ¿A quién tenemos en la bolsa?

– El ruso es Boris -explicó Ellis.

Por la cara de Bill se extendió una amplia sonrisa.

– ¡Hijo de puta! -exclamó-. ¡Capturaste a Boris! ¿En serio?

– En serio.

– Dios, tendré que sacárselo de las manos a los franceses antes de que se den cuenta de quién se trata.

Ellis se encogió de hombros.

– De todos modos nadie le va a sacar demasiada información. pertenece al tipo de los consagrados a la causa. Lo importante es que lo hayamos sacado de circulación. Les llevará un par de años instalar un suplente y que el nuevo Boris establezca sus contactos. Mientras tanto realmente hemos retrasado sus operaciones.

– Te aseguro que sí. ¡Esto es sensacional!

– El corso es Pepe Gozzi, un traficante de armas -continuó diciendo Ellis-: Pepe proporcionó el material para casi todos los atentados terroristas que se han producido en Francia durante los últimos dos años, y también para los que tuvieron lugar en muchos países. A él sí que hay que interrogarlo. Envía a un detective francés a hablar con su padre, Meme Gozzi en Marsella. Estoy convencido de que descubrirás que al viejo nunca le gustó la idea de que la familia estuviera involucrada en crímenes políticos. Ofrécele un trato: inmunidad para Pepe siempre que él testifique contra todos los políticos a quienes les vendió armas, los políticos, no los criminales comunes. Meme aceptará porque no lo considerará una traición a sus amigos. Y si Meme acepta, Pepe lo hará. Entonces los franceses estarán en condiciones de encarcelar a esos tipos durante años.

– ¡Qué increíble! -Bill estaba estupefacto-. En un solo día has capturado a los que posiblemente sean los dos instigadores más grandes del terrorismo mundial.

– ¿En un día? -preguntó Ellis, sonriendo-. Necesité un año.

– Valió la pena.

– El tipo más joven es Rahmi Coskun -explicó Ellis. Se apresuraba con su informe porque había alguien más a quien estaba deseando contarle todo lo sucedido-. Rahmi y su grupo colocaron una bomba en las Aerolíneas Turcas hace un par de meses, y antes de eso mataron al agregado de la embajada. Si consigues apresar a todo el grupo, con seguridad encontrarás pruebas forenses.

– O la policía francesa los persuadirá de que es mejor que confiesen.

– Sí. Dame un lápiz y te anotaré los nombres y direcciones.

– Ahórrate el trabajo -contestó Bill-. Te voy a someter a un interrogatorio completo en cuanto lleguemos a la embajada.

– No pienso ir a la embajada.

– John, no te opongas a las normas habituales.

– Te daré esos nombres, y con eso tendrás toda la información realmente esencial, aunque esta misma tarde me atropelle algún taxista loco. Y si sobrevivo, me encontraré contigo mañana por la mañana para darte todos los demás detalles necesarios.

– ¿Y para qué esperar?

– Tengo una cita a la hora del almuerzo.

Bill levantó los ojos al cielo.

– Supongo que te debemos eso -dijo, a regañadientes.

– Me imagino que sí.

– ¿Con quién es la cita?

– Con Jane Lambert. El suyo fue uno de los nombres que me diste cuando me encargaste el caso.

– Me acuerdo. Te dije que si conseguías ganarte su afecto, ella te presentaría a todos los izquierdistas locos, a los terroristas árabes, a los Bader-Meinhof que quedaran y a los poetas de vanguardia de París.

– Y así fue, sólo que me enamoré de ella.

Bill tenía el aspecto de un banquero de Connecticut a quien le acabaran de comunicar que su hijo se iba a casar con la hija de un millonario negro: no sabía si sentirse emocionado o asustado.

– ¡Ajá! ¿Y qué tal es?

– A pesar de tener algunos amigos locos, ella no es así. ¿Qué puedo decirte? Es la chica más bonita que puedas imaginarte, inteligentísima y, además, tremendamente sensual. Es maravillosa. Es la mujer a la que he estado buscando toda mi vida.

– Bueno, comprendo que tengas ganas de celebrar esto con ella y no conmigo. ¿Y qué piensas hacer?

Ellis sonrió.

– Voy a descorchar una botella de vino, a freír un par de filetes, a contarle que me gano la vida atrapando terroristas, y a pedirle que se case conmigo.

Capítulo 2

Jean-Pierre se inclinó sobre la mesa de la cafetería y miró a la morena que tenía enfrente con aire compasivo.

– Creo que comprendo cómo te sientes -dijo con calor-. Recuerdo que cuando se acercaba el primer fin de año de mi carrera en la facultad de medicina yo me sentía espantosamente deprimido. Uno tiene la sensación de que le han proporcionado más información de la que la mente puede absorber y nos parece simplemente imposible retenerla toda para los exámenes.

– ¡Eso es exactamente lo que me pasa! -exclamó ella, asintiendo vigorosamente.

Estaba al borde de las lágrimas.

– Pero es una buena señal -la tranquilizó él-. Quiere decir que estás bien encaminada. Los que fracasan son los que no se preocupan.

Los ojos pardos de la muchacha estaban húmedos de gratitud.

– ¿En serio lo crees?

– Estoy absolutamente seguro.

Ella lo miró con adoración. Preferirías comerme a mí que a tu almuerzo, ¿verdad?, pensó él. Ella cambió levemente de posición y se le abrió el cuello del suéter, dejando a la vista la puntilla de su sujetador. Jean-Pierre se sintió momentáneamente tentado. En el ala este del hospital había un cuarto donde se guardaban las sábanas y ropa blanca, que nunca se utilizaba después de las nueve y media de la mañana. Jean-Pierre lo había aprovechado más de una vez. Uno podía cerrar la puerta con llave desde dentro y acostarse sobre un montón blando de sábanas limpias…

La morenita lanzó un suspiro y se metió en la boca un trozo de filete. Al verla masticar, Jean-Pierre perdió todo interés. Odiaba ver comer a la gente. De todos modos sólo había estado ejercitando sus músculos para demostrarse que todavía era capaz de hacerlo: en verdad no tenía el menor interés en seducirla. Era bonita, con su pelo rizado y ese cutis cálido del Mediterráneo, y tenía una figura preciosa, pero últimamente a Jean-Pierre no le interesaban las conquistas casuales. La única muchacha que lo fascinaba realmente era Jane Lambert, pero ella ni siquiera lo besaría.

Dejó de mirar a la morena y sus ojos vagaron inquietos por la cafetería del hospital. No vio a nadie conocido. El lugar estaba casi desierto: almorzaban temprano porque les tocaba la primera guardia.

Ya hacía seis meses desde el día en que vio por primera vez la cara sorprendentemente bonita de Jane en el cóctel en el que se celebraba la presentación de un nuevo libro sobre ginecología feminista. En esa ocasión él le aseguró que no existía la medicina feminista, que sólo había buena o mala medicina. Ella le replicó que no existían las matemáticas cristianas y que, sin embargo, hizo falta un hereje como Galileo para probar que la tierra giraba alrededor del sol.

– ¡Tienes razón! -exclamó ante eso Jean-Pierre en su tono más encantador, y a partir de ese momento se hicieron amigos.

Sin embargo, ella se resistía a sus encantos, a pesar de que simpatizaba con él. Sin duda le agradaba, pero parecía muy comprometida con el norteamericano, aunque Ellis era bastante mayor que ella. De alguna manera, eso la hacía mucho más deseable a los ojos de Jean-Pierre. Si Ellis desapareciera de la escena, o fuese atropellado por un autobús o algo así, últimamente Jane parecía estar cediendo, ¿o sería sólo expresión de sus deseos?

– ¿Es cierto que te vas a Afganistán por dos años? -preguntó la morena.

– Sí, es cierto.

– ¿Por qué?

– Supongo que porque aún creo en la libertad. Y porque no estudié todos estos años para dedicarme únicamente a cuidar las coronarias de empresarios gordos.

Las mentiras surgieron automáticamente de su boca.

– Pero ¿por qué dos años? Generalmente la gente se va por tres o seis meses, un año como máximo. ¡Dos años es una eternidad.

– ¿Tú crees? -preguntó Jean-Pierre con una vaga sonrisa-. Verás, es difícil adquirir conocimientos valiosos en un período más corto. La idea de enviar médicos por menos tiempo allí resulta altamente ineficaz. Lo que los rebeldes necesitan es una atención médica más o menos permanente, un hospital en un lugar fijo y al menos una parte del personal estable de un año a otro. Tal como están las cosas, la mayoría de la gente no sabe dónde llevar a sus enfermos y heridos, no sigue las indicaciones del médico porque nunca llega a conocerlo lo suficiente como para confiar en él, y nadie tiene tiempo de impartir educación sanitaria. Y transportar voluntarios hasta allí convierte sus servicios gratuitos en algo bastante costoso.

Jean-Pierre puso tanto énfasis en su discurso que casi llegó a creerlo él mismo y tuvo que recordarse cuál era el verdadero motivo de su viaje a Afganistán y de querer permanecer allí durante dos años.

– ¿Quién va a ceder gratuitamente sus servicios? -preguntó una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a otra pareja que llevaba bandejas con comida: Valerie, una interna como él, y un radiólogo amigo suyo. Se sentaron a la misma mesa que ocupaban Jean-Pierre y la morena.

Esta se encargó de contestar la pregunta de Valerie.

– Jean-Pierre se va a Afganistán a trabajar para los rebeldes.

– ¿En serio? -preguntó Valerie, sorprendida-. Me enteré de que te habían ofrecido un empleo maravilloso en Houston.

– Lo rechacé.

Ella se mostró impresionada.

– Pero, ¿por qué?

– Considero que vale la pena salvar las vidas de los que luchan por la libertad; en cambio unos cuantos tejanos millonarios más o menos no representarán ninguna diferencia.

El radiólogo no estaba tan fascinado por Jean-Pierre como su amiguita. Tragó un bocado de patatas antes de hablar.

– No está mal calculado. Cuando vuelvas no te costará nada que te ofrezcan el mismo puesto, además de médico, serás un héroe.

– ¿Qué te parece? -preguntó Jean-Pierre con frialdad.

No le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

– El año pasado, dos personas de este hospital fueron a Afganistán -continuó diciendo el radiólogo-. A su regreso consiguieron empleos estupendos.

Jean-Pierre le dedicó una sonrisa tolerante.

– Es agradable saber que, en caso de que sobreviva, no me será difícil conseguir empleo.

– ¡Es lo menos que te puede pasar! -exclamó, indignada, la morena-. ¡Después de tanto sacrificio!

– ¿Y tus padres qué opinan del proyecto? -le preguntó Valerie.

– Mi madre está de acuerdo -contestó Jean-Pierre. Por supuesto que estaba de acuerdo: le encantaban los héroes. Jean-Pierre imaginaba lo que hubiera dicho su padre sobre los médicos idealistas jóvenes que iban a trabajar para los rebeldes afganos: ¡El socialismo no significa que todo el mundo pueda hacer lo que le dé la gana! -hubiera exclamado con tono ronco y perentorio y con el rostro algo arrebolado-. ¿Quiénes crees que son esos rebeldes? Son bandidos que oprimen a los campesinos obedientes de la ley. Las instituciones feudales deben ser destruidas antes de que entre el socialismo. -Y con su gran puño cerrado, hubiera pegado un puñetazo sobre la mesa-. Para hacer un soufflé es necesario romper huevos, ¡para hacer socialismo hay que romper cabezas! No te preocupes, papá, ya sé todo eso.-. Mi padre está muerto -explicó Jean-Pierre-. Pero él también luchó por la libertad. Estuvo en la resistencia durante la guerra.

– ¿Y qué hacía? -preguntó, escéptico, el radiólogo.

Pero Jean-Pierre no le contestó porque acababa de ver a Raoul Clermont, el editor de La Révolte que en ese momento cruzaba la cafetería, sudoroso, en su traje dominguero. ¿Qué diablos estaba haciendo ese periodista gordo en la cafetería del hospital?

– Tengo qué hablar unas palabras contigo -dijo Raoul sin preámbulos.

Estaba sin aliento.

Jean-Pierre le señaló una silla.

– Raoul…

– Es urgente -interrumpió Raoul, como si no quisiera que los demás se enteraran de su nombre.

– ¿Por qué no nos acompañas a almorzar? Así podríamos conversar con tranquilidad.

– Lo siento, pero no puedo.

Jean-Pierre percibió una nota de pánico en la voz del gordo. Al mirar sus ojos, se dio cuenta de que imploraban que se dejara de tonterías. Se puso en pie, sorprendido.

– Muy bien -dijo. Y para disimular la brusquedad de su marcha pidió a los demás en tono de broma-: No os comáis mi almuerzo, regresaré.

Tomó a Raoul del brazo y salieron de la cafetería.

Jean-Pierre tenía intenciones de detenerse y hablar junto a la puerta, pero Raoul siguió caminando por el corredor.

– Me ha enviado el señor Leblond -explicó.

– Estaba empezando a pensar que él se encontraba detrás de todo esto -admitió Jean-Pierre.

Hacía un mes, Raoul lo había llevado a conocer a Leblond quien le propuso que viajara a Afganistán, aparentemente para ayudar a los rebeldes como lo hacían los médicos franceses, pero en realidad para convertirse en espía de los rusos. Jean-Pierre se sintió orgulloso, aprensivo, pero sobre todo emocionado ante la oportunidad que se le presentaba de efectuar algo realmente espectacular por la causa. Su único temor fue que la organización que enviaba médicos a Afganistán lo rechazara por ser comunista. No tenían manera de enterarse de que era miembro del Partido y él decididamente no se lo iba a decir, pero era probable que supieran que simpatizaba con el comunismo. Sin embargo, había muchos comunistas franceses que se oponían a la invasión de Afganistán. Existía también la posibilidad remota de que una organización cautelosa pudiera sugerir que Jean-Pierre se sentiría más feliz trabajando para otro grupo de luchadores de la libertad; ellos también enviaban gente a ayudar a los rebeldes de El Salvador, por ejemplo. Pero en definitiva, eso no sucedió: Jean-Pierre fue inmediatamente aceptado por Médecins pour la Liberté. Cuando le dio la buena noticia a Raoul, éste le anticipó que mantendrían otra reunión con Leblond. Tal vez de eso quería hablarle Raoul en ese momento.

– ¿Por qué tanto pánico? -preguntó.

– Quiere verte inmediatamente.

– ¿Ahora? -preguntó Jean-Pierre, enojado-. Estoy de guardia. Tengo pacientes…

– Estoy seguro de que alguien más podrá encargarse de ellos.

– Pero, ¿por qué tanta urgencia? No tengo que viajar hasta dentro de dos meses.

– No se trata de Afganistán.

– Y entonces, ¿de qué se trata?

– No sé.

¿Entonces por qué estás tan asustado?, se preguntó Jean-Pierre.

– ¿No tienes ni la menor idea?

– Sé que han arrestado a Rahmi Coskun.

– ¿El estudiante turco?

– Sí.

– ¿Por qué?

– No sé.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo apenas lo conozco.

– El señor Leblond te lo explicará.

Jean-Pierre alzó las manos en un gesto de impotencia.

– No puedo irme de aquí tan fácilmente.

– ¿Y qué sucedería si de repente te sintieras mal? -preguntó Raoul.

– Se lo comunicaría a la enfermera jefe y ella me buscaría un sustituto. Pero…

– Entonces, llámala. -Habían llegado a la entrada del hospital y en la pared había una serie de teléfonos interiores.

Esta puede ser una prueba -pensó Jean-Pierre-, una prueba de lealtad para ver si soy lo suficientemente serio como para que me encomienden esa misión. Decidió arriesgarse a sufrir la furia de las autoridades del hospital. Descolgó el teléfono.

– Me acaban de comunicar una repentina emergencia familiar -explicó cuando lo atendieron-. Será necesario que usted se ponga inmediatamente en contacto con el doctor Roche para que me sustituya.

– Por supuesto, doctor -le respondieron de inmediato-. Espero que no haya recibido malas noticias.

– Se lo diré más tarde -replicó él, apresuradamente-. Adiós. ¡Ah! ¡Un minuto! -Tenía un postoperatorio que había sufrido hemorragias durante toda la noche-. ¿Cómo está la señora Ferier?

– Muy bien. No ha vuelto a tener hemorragias.

– Perfecto. No dejen de vigilarla atentamente.

– Sí, doctor.

Jean-Pierre colgó.

– Bueno, vamos -dijo a Raoul.

Se dirigieron al aparcamiento y subieron al Renault 5 de Raoul. El sol había caldeado el interior del coche. Raoul conducía con rapidez por las calles laterales. Jean-Pierre estaba nervioso. No sabía exactamente quién era Leblond, pero suponía que el individuo tenía algo que ver con la K G B. Jean-Pierre se descubrió preguntándose si había hecho algo que ofendiera a tan temida organización, y si así fuera, qué castigo le infligirían. Sin duda era imposible que hubieran averiguado algo con respecto a lo de Jane.

El hecho de que le hubiera pedido que lo acompañara a Afganistán no era asunto de ellos. De todos modos habría sin duda otra gente en el grupo, tal vez alguna enfermera para ayudarlo a él, quizás otros médicos destinados a otros puntos del país: ¿qué inconveniente había en que Jane estuviera entre ellos? No era enfermera, pero podía seguir un curso acelerado, y tenía la enorme ventaja de hablar farsi, el idioma persa, que era muy parecido a la lengua que se hablaba en la zona a la que se dirigía Jean-Pierre.

Esperaba que ella lo acompañara por idealismo y deseo de aventura. Y esperaba que una vez allí olvidara a Ellis y se enamorara del europeo que tuviera más cerca, que sin duda sería él.

También esperaba que el partido jamás se enterara de que él la había alentado a viajar por motivos personales. No era necesario que ellos lo supieran y tampoco tenía forma de enterarse. O por lo menos eso era lo que él suponía. Tal vez se hubiera equivocado. Tal vez su actitud los hubiera enfurecido.

Esto es una tontería -se dijo-. En realidad no he hecho nada malo: y aún en el caso de que lo hubiera hecho no me castigarían. Esta es la verdadera K G B, no esa institución mítica que provoca terror a los lectores del Readers Digest.

Raoul estacionó el coche. Se habían detenido frente a un lujoso edificio de apartamentos de l´Université. Era el lugar donde Jean-Pierre le fue presentado a Leblond. Se apearon del coche y entraron en el edificio.

El vestíbulo estaba en penumbra. Subieron la escalera curva hasta el primer piso y tocaron el timbre. ¡Cuánto ha cambiado mi vida desde la última vez que esperé frente a esta puerta!, pensó Jean-Pierre.

Les abrió el señor Leblond personalmente. Era un individuo delgado, de baja estatura, con gafas y una calva incipiente. Con su traje gris y su corbata plateada, parecía un mayordomo. Los condujo a la habitación trasera del edificio donde había entrevistado anteriormente a Jean-Pierre. Los altos ventanales y las complicadas molduras indicaban que en una época anterior el lugar había sido un elegante salón, pero ahora el suelo estaba cubierto por una alfombra de nylon, sobre la que se apoyaba un escritorio barato y algunas sillas de plástico de color naranja.

– Esperad aquí un momento -ordenó Leblond.

Hablaba en voz baja, cortante y seca. Un leve pero inconfundible acento sugería que su verdadero apellido no era Leblond. Salió por una puerta diferente a la de entrada.

Jean-Pierre se instaló en una silla de plástico. Raoul permaneció de pie. En este mismo cuarto -pensó Jean-Pierre-, esa misma voz seca me dijo: "Desde tu infancia has sido un comunista silencioso y leal. Tu carácter y tus antecedentes familiares nos llevan a pensar que en un papel encubierto, servirás bien al partido." Espero no haberlo arruinado todo por causa de Jane.

Leblond regresó acompañado por otro hombre. Ambos permanecieron en el umbral y Leblond señaló a Jean-Pierre. El otro individuo lo estudió detenidamente, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria, y Jean-Pierre le devolvió la mirada. El hombre era grandote y con hombros anchos de futbolista. Su pelo, largo a los costados, tenía una pequeña calva en la coronilla y llevaba un bigote caído. Vestía una chaqueta de dril verde desgarrada en la manga. Después de algunos instantes, asintió y salió.

Leblond cerró la puerta y se instaló detrás del escritorio.

– Ha ocurrido un desastre -informó.

No se trata de Jane -pensó Jean-Pierre-. ¡Gracias a Dios!

– En tu círculo de amigos hay un agente de la CÍA -aseguró Leblond.

– ¡Dios mío! -exclamó Jean-Pierre.

– Pero ése no es el desastre -continuó diciendo Leblond con irritación-. No es sorprendente que haya un espía norteamericano entre tus amigos. Sin duda también hay espías israelíes, sudafricanos y franceses. ¿Qué haría esa gente si no se infiltrara en grupos de activistas políticos juveniles? Y nosotros también tenemos uno, por supuesto.

– ¿Quién?

– Tú.

– ¡Ah! – Jean-Pierre se sintió desconcertado. Nunca se había considerado exactamente un espía. Pero ¿qué otra cosa podía significar eso de servir al partido en un papel encubierto?-. ¿Y quién es el agente de la CÍA? -preguntó con intensa curiosidad.

– Alguien llamado Ellis Thaler.

El impacto que sintió hizo que Jean-Pierre se pusiera en pie.

– ¿Ellis?

– ¿Así que lo conoces? Muy bien.

– ¿Ellis es agente de la CÍA?

– Siéntate -ordenó Leblond con frialdad-. Nuestro problema no se refiere a quién es sino a lo que ha hecho.

Jean-Pierre pensaba: Si Jane se entera de esto plantará a Ellis sin titubear. ¿Me permitirán que se lo diga? Y si no se lo digo yo, ¿se enterará por algún otro conducto? ¿Lo creerá? ¿Y Ellis será capaz de negarlo?

Leblond seguía hablando. Jean-Pierre tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para escuchar lo que decía.

– El desastre es que Ellis nos tendió una trampa en la que cayó alguien bastante importante para nosotros.

Jean-Pierre recordó que Raoul le había dicho que Rahmi Coskun había sido arrestado.

– ¿Rahmi es importante para nosotros?

– No, Rahmi no.

– Entonces, ¿quién?

– No es necesario que lo sepas.

– ¿Pero para qué me habéis hecho venir aquí?

– Cállate y escucha -contestó Leblond bruscamente, y por primera vez Jean-Pierre le tuvo miedo-. Por supuesto que no conozco a tu amigo Ellis. Desgraciadamente, Raoul tampoco lo conoce. Por lo tanto, ninguno de los dos sabe qué aspecto tiene. Pero tú sí lo sabes. Por eso te hice venir. ¿Sabes también dónde vive Ellis?

– Sí. Tiene una habitación encima de un restaurante en la calle de l´Ancienne Comédie.

– ¿Y esa habitación da a la calle?

Jean-Pierre frunció el entrecejo. Sólo había estado allí una vez: Ellis no invitaba demasiado a su casa.

– Creo que sí.

– Pero ¿no estás seguro?

– Déjame pensar. -Había ido allí una noche, tarde, con Jane y otros amigos, después de una sesión de cine en la Sorbona. Ellis les ofreció café. Era una habitación pequeña. Jane se sentó en el suelo, junto a la ventana,-. Sí. La ventana da a la calle. ¿Yeso qué importancia tiene?

– Significa que puedes hacernos seriales.

– ¿Yo? ¿Por qué? ¿Y a quién?

Leblond le dirigió una mirada amenazadora.

– Lo siento -se disculpó Jean-Pierre.

Leblond vaciló. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz algo más suave, aunque su rostro mantenía la misma expresión impenetrable.

– Te vamos a someter a un bautismo de fuego. Lamento tener que usarte en una, acción como ésta cuando hasta ahora nunca has hecho nada por nosotros. Pero tú conoces a Ellis y estás aquí, y en este momento no tenemos a nadie más que lo conozca; y lo que queremos hacer perderá su impacto si no lo llevamos a cabo inmediatamente. Así que, escucha cuidadosamente, porque esto es importante. Debes ir al cuarto de Ellis. Si él está allí, tendrás que entrar, inventa algún pretexto. Acércate a la ventana, asómate y asegúrate de que Raoul, que estará esperando en la calle, pueda verte.

Raoul se movió inquieto, como un perro que oye pronunciar su nombre en una conversación.

– ¿Y si Ellis no estuviera? -preguntó Jean-Pierre.

– Habla con los vecinos. Trata de averiguar dónde ha ido y cuándo volverá. Si te parece que ha salido sólo por algunos minutos, o aún por una hora, espéralo. Cuando regrese, procede como ya te indiqué: entra, colócate frente a la ventana y asegúrate de que Raoul te vea. Tu presencia en la ventana será la señal de que Ellis se encuentra allí, así que, pase lo que pase, no te acerques a la ventana si él no está. ¿Has comprendido?

– Sé lo que quieres que haga -contestó Jean-Pierre-. Pero no comprendo el propósito de todo esto.

– Identificar a Ellis.

– ¿Y cuando lo haya identificado?

Leblond le contestó lo que Jean-Pierre no se animaba a desear, y lo que oyó le sacudió todo el cuerpo.

– Lo mataremos, por supuesto.

Capítulo 3

Jane cubrió la mesita de Ellis con un mantel blanco remendado sobre el que dispuso dos cubiertos gastados y todos distintos. Debajo del fregadero encontró una botella de Fleurie y la abrió. Estuvo tentada de probarlo, pero decidió esperar a Ellis. Sobre la mesa colocó los vasos, sal y pimienta, mostaza y servilletas de papel. Se preguntó si le convendría empezar a cocinar. No, sería mejor dejárselo a él.

No le gustaba el cuarto de Ellis. Era un lugar desnudo e impersonal. La primera vez que lo vio se escandalizó bastante. Había estado saliendo con ese hombre cálido, apacible y maduro y esperaba que viviera en un sitio que reflejara su personalidad, un apartamento atractivo y cómodo, lleno de recuerdos de un pasado rico en experiencias. Pero uno jamás diría que el hombre que vivía allí había estado casado, luchado en una guerra, consumido L S D y capitaneado el equipo de fútbol de su colegio. Las paredes blancas y frías estaban decoradas con unos pocos carteles apresuradamente elegidos. La loza era de segunda mano y las cacerolas, del aluminio más barato. Los libros de poesía que había en la biblioteca eran ediciones de bolsillo y no tenían marcas ni anotaciones- Guardaba sus vaqueros y sus suéteres en una maleta de plástico debajo de la crujiente cama. ¿Dónde estaban sus viejos boletines de colegio, las fotografías de sus sobrinos y sobrinas, su ejemplar querido de Heartbreak Hotel, el cortaplumas comprado como recuerdo en Boulogne o en las cataratas del Niágara, la ensaladera de teca que, tarde- o temprano, todo el mundo recibe como regalo de sus padres? En la habitación no había nada realmente importante, ninguna de esas cosas que uno guarda, no por lo que son sino por lo que representan; no había nada que formara parte del alma de Ellis.

Era el cuarto de un hombre reservado e introvertido, un individuo que jamás compartía con nadie sus pensamientos más íntimos. Gradualmente, y con enorme tristeza, Jane se había convencido de que Ellis era así, igual que su cuarto, frío y reservado.

Parecía increíble. ¡Un hombre tan lleno de confianza en sí mismo!, Como si nunca hubiese temido a nadie. Caminaba con la cabeza completamente alta. Totalmente desinhibido en la cama, se mostraba tranquilo con su sexualidad. Era capaz de hacer o decir cualquier cosa, sin ansiedad, vacilación ni timidez. Jane jamás había conocido a un hombre como él. Pero en varias ocasiones -tanto en la cama como en restaurantes o simplemente cuando caminaba por la calle-, cuando ella reía con él o lo escuchaba hablar, u observaba las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos cuando pensaba con fuerza, o cuando abrazaba su cuerpo cálido, descubría, de pronto, que él había perdido su atención en ella. Y en esos momentos, ya no era tierno, ni divertido, ni considerado, ni caballeresco, ni compasivo. La hacía sentir excluida, una extraña, una intrusa en su mundo privado. Era como si el sol se ocultara detrás de una nube.

Jane sabía que tendría que dejarlo. Lo quería locamente, pero por lo visto él no era capaz de quererla de la misma manera. Tenía ya treinta y tres años, y si hasta entonces no había aprendido el arte de vivir en intimidad, ya no lo aprendería nunca.

Se sentó en el sofá y empezó a leer The Observer, que había comprado en un quiosco del bulevar Raspail de camino hacia allí. En primera plana había un informe sobre Afganistán. Parecía un buen lugar adonde ir para olvidar a Ellis.

La idea inmediatamente le resultó atractiva. Aunque París le encantaba y su trabajo era variado, ella quería más: experiencia, aventura y la posibilidad de colaborar con la lucha por la libertad. No tenía miedo. Jean-Pierre afirmaba que los médicos eran considerados demasiado valiosos para ser enviados a zonas de combate. Existía el riesgo de ser víctima a causa de una bomba mal arrojada, o de verse envuelta en alguna escaramuza, pero posiblemente el riesgo no fuera mayor que el que una corría de ser atropellada por algún automovilista en París. El estilo de vida de los rebeldes afganos le causaba una tensa curiosidad.

– ¿Qué comen? -le había preguntado a Jean-Pierre-. ¿Qué vestimentas usan? ¿Viven en tiendas? ¿Tienen baños?

– No tienen baños -respondió él-. Ni tienen electricidad. No tienen caminos, ni vino. Ni automóviles. Ni calefacción central. Ni dentistas. Ni carteros. Ni teléfonos. Ni restaurantes. Ni anuncios. Ni coca-cola. Ni informes meteorológicos, ni informes de la bolsa de valores, ni decoradores, ni asistentes sociales, ni lápices de labios, ni támpax, ni modas, ni fiestas a la hora de la cena, ni taxis, ni colas para esperar el autobús…

– ¡No sigas! -interrumpió ella. Jean-Pierre podía seguir durante horas con su enumeración-. Tienen que tener autobuses y taxis.

– No en el campo. Yo iré a una región llamada el Valle de los Cinco Leones, un refugio de los rebeldes situado al pie del Himalaya. Un lugar primitivo aún antes de que los rusos lo bombardearan.

Jane estaba completamente segura de que podría vivir feliz y contenta sin cañerías, ni lápices de labios, ni informes meteorológicos. Sospechaba que aún estando fuera de la zona de combate, Jean-Pierre subestimaba los peligros; pero de alguna manera, eso no la amedrentaba. Su madre se pondría histérica, por supuesto. En cambio su padre, de estar todavía vivo, le hubiera dicho: Buena suerte, Janey. El comprendía la importancia de hacer algo que valiera la pena con la vida de uno. Aunque había sido un médico excelente, nunca ganó dinero porque donde fuera que vivieran: Nassau, El Cairo, Singapur, pero sobre todo Rhodesia, siempre atendía gratuitamente a los pobres que acudían a él en verdadera multitud y que alejaban a los pacientes que estaban en condiciones de pagarles honorarios.

Sus pensamientos se interrumpieron al oír pasos en la escalera. Notó que apenas había leído unas pocas líneas del artículo. Inclinó la cabeza, escuchando. No parecían los pasos de Ellis. Sin embargo, alguien llamó a la puerta.

Jane dejó el periódico y abrió. Se topó con Jean-Pierre. El estaba sorprendido como ella. Durante un instante, se miraron en silencio.

– Tienes expresión de sentirte culpable. ¿Yo también? -preguntó ella.

– Sí -contestó él, y sonrió.

– Estaba pensando en ti. Pasa.

Jean-Pierre entró y miró a su alrededor.

– ¿Ellis no está?

– Lo espero de un momento a otro. Siéntate.

Jean-Pierre se instaló en el sofá. Jane pensó, y no por primera vez, que posiblemente fuese el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Sus facciones eran perfectamente regulares, con la frente alta, nariz fuerte y bastante aristocrática, ojos pardos y una boca sensual, parcialmente oculta por una barba espesa y un bigote con algunos destellos rojizos. Usaba ropa barata pero cuidadosamente elegida, y la lucía con una elegancia displicente que Jane envidiaba.

Jean-Pierre le gustaba mucho. Su gran defecto era que tenía un alto concepto de sí mismo; pero hasta en eso era tan ingenuo que resultaba cautivador como un chiquillo jactancioso. Le gustaban su idealismo y su dedicación a la medicina. Poseía un enorme encanto. También tenía una imaginación portentosa que a veces resultaba cómica: cualquier absurdo, tal vez un simple desliz del lenguaje, lo llevaba a lanzarse a un monólogo imaginativo que podía durar diez o quince minutos. Cuando en una ocasión alguien citó un comentario de Jean-Paul Sartre sobre un futbolista, Jean-Pierre se lanzó espontáneamente a hacer el comentario de un partido de fútbol tal como lo podía haber narrado un filósofo existencial. Jane rió hasta las lágrimas. La gente afirmaba que laalegría de Jean-Pierre tenía su reverso, negros estados de ánimo, de depresión, pero Jane jamás tuvo evidencia de eso.

– Bebe un poco del vino de Ellis -dijo tomando la botella que estaba sobre la mesa.

– No, gracias.

– ¿Te estás preparando para vivir en un país musulmán?

– No exactamente.

Tenía un aspecto muy solemne.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.

– Necesito hablar muy seriamente contigo -contestó él.

– Hace tres días ya mantuvimos esa charla, ¿no lo recuerdas? -preguntó ella con ligereza-. Me pediste que abandonara al tipo con quien salgo para ir a Afganistán contigo, una propuesta que pocas chicas serían capaces de resistir.

– Te pido que hables en serio.

– Muy bien. Todavía no me he decidido.

– Jane. He descubierto una cosa espantosa sobre Ellis.

Ella le dirigió una mirada especulativa. ¿Qué le iría a decir? ¿Inventaría una historia, le diría una mentira con tal de convencerla de que la acompañara? No le creía.

– Bueno, ¿de qué se trata?

– El no es lo que pretende ser -contestó Jean-Pierre.

Hablaba en un tono terriblemente melodramático.

– No es necesario que me hables en tono de enterrador. ¿Qué me quieres decir?

– Que no es un poeta pobre. Trabaja para el gobierno norteamericano.

Jane frunció el entrecejo.

¿Para el gobierno norteamericano? -Su primer pensamiento fue que Jean-Pierre debía de haber entendido mal

– Querrás decir que da clases de inglés a algunos franceses que trabajan para el gobierno de Estados Unidos.

– No me refiero a eso. Se dedica a espiar a los grupos radicales. Es un agente. Trabaja para la CÍA.

Jane lanzó una carcajada.

– ¡Qué absurdo eres! ¿Creíste que diciéndome eso conseguirías que lo dejara?

– Es cierto, Jane. ¿No crees que Ellis no puede ser un espía.

– No puede ser cierto. ¡Yo lo sabría! Hace un año que prácticamente vivo con él.

– Pero no vives con él todo el tiempo, ¿verdad?

– ¡Eso no importa! Lo conozco.

Aún mientras hablaba, Jane pensaba que eso explicaría muchas cosas. Ella realmente no conocía a Ellis. Pero lo conocía lo suficiente como para saber que no era un tipo bajo, despreciable, traicionero y simplemente malvado,

– Lo sabe todo el mundo -seguía diciendo Jean-Pierre-. Esta mañana arrestaron a Rahmi Coskun y todos dicen que Ellis tuvo la culpa.

– ¿Y por qué arrestaron a Rahmi?

Jean-Pierre se encogió de hombros.

– Sin duda por subversivo. De todos modos, Raoul Clermont anda dando vueltas por la ciudad para encontrar a Ellis y alguien quiere vengarse.

– Oh, Jean-Pierre, esto es ridículo -dijo Jane. De repente sintió mucho calor. Se acercó a la ventana y la abrió. Al asomarse a la calle vio la cabeza rubia de Ellis que entraba por la puerta de la calle-. Bueno -dijo, dirigiéndose a Jean-Pierre-. Aquí llega. Ahora tendrás que repetir esta ridícula historia ante él.

Oyó los pasos de Ellis en la escalera.

– Es lo que pienso hacer -contestó Jean-Pierre-. ¿Para qué crees que he venido? Vine a advertirle que lo buscan.

Jane comprendió que Jean-Pierre hablaba con sinceridad: realmente creía en la veracidad de esa historia. Bueno, Ellis en seguida pondría las cosas en su lugar.

La puerta se abrió y entró Ellis.

Parecía sumamente feliz, como si estuviera rebosante de buenas noticias y al ver su cara redonda y sonriente, con su nariz quebrada y sus penetrantes ojos azules, Jane sintió que su corazón se contraía al pensar que había estado flirteando con Jean-Pierre.

Al ver a Jean-Pierre, Ellis se detuvo en el umbral, sorprendido. Su sonrisa perdió parte de su alegría.

– ¡Hola a los dos! -saludó. Cerró la puerta a sus espaldas y le echó la llave, como siempre. Jane lo consideraba una excentricidad, pero en ese momento se le ocurrió que era justamente lo que haría un espía. Trató de sacarse el pensamiento de la cabeza.

Jean-Pierre fue el primero en hablar.

– Te están buscando, Ellis. Están enterados de todo. Vienen en tu busca.

Jane miró alternativamente a uno y al otro. Jean-Pierre era más alto que Ellis, en cambio Ellis tenía hombros más anchos y pecho más fuerte. Se quedaron mirándose como dos gatos que se miden antes de una pelea.


Jane rodeó a Ellis con sus brazos y lo besó con aire culpable.

– A Jean-Pierre le han contado una historia absurda y está convencido de que eres un agente de la CÍA.

Jean-Pierre estaba asomado a la ventana, observando la calle. En ese momento se volvió para encararse con él.

– Díselo, Ellis.

– ¿De dónde sacaste esa idea? -preguntó Ellis.

– Circula por toda la ciudad.

– ¿Y exactamente quién te lo contó a ti? -preguntó Ellis con voz fría como el acero.

– Raoul Clermont.

Ellis asintió. En seguida se dirigió a Jane en inglés.

– ¿ Jane, quieres sentarte?

– No tengo ganas de sentarme -contestó ella con irritación.

– Tengo que decirte algo -agregó él.

No podía ser cierto, ¡no era posible! Jane sintió que una sensación de pánico le atenazaba la garganta.

– ¡Entonces, dímelo en lugar de pedirme que me siente!

Ellis miró a Jean-Pierre.

– ¿Quieres dejarnos solos? -preguntó en francés.

Jane empezó a enfurecerse.

– ¿Qué vas a decirme? ¿Por qué no dices simplemente que Jean-Pierre está equivocado? ¡Dime que no eres un espía, Ellis, antes de que me vuelva loca!

– No es tan sencillo -contestó Ellis.

– ¡Por supuesto que lo es! -exclamó ella con una nota de histerismo en la voz-. El asegura que eres un espía y que trabajas para el gobierno norteamericano y que desde que nos conocemos me has estado mintiendo, continuamente, traicionera y desvergonzadamente. ¿Es cierto eso? ¿Es cierto o no? ¿Y bien?

Ellis suspiró.

– Supongo que es cierto.

Jane se sintió a punto de estallar.

– ¡Cretino! -gritó-. ¡Maldito cretino! ¡Cretino de mierda!

La expresión de Ellis era pétrea.

– Te lo pensaba decir hoy -explicó.

Se oyó una llamada en la puerta. Ambos la ignoraron.

– ¡Nos has estado espiando, a mí y a todos mis amigos! -aulló Jane-. ¡Si supieras lo avergonzada que estoy!

– Mi trabajo aquí ha terminado -aseguró Ellis-. Ya no necesito mentirte más.

– No te daré la oportunidad de hacerlo. ¡No quiero verte nunca más!

Volvieron a llamar a la puerta. Y Jean-Pierre dijo en francés:

– Hay alguien en la puerta.

– No puedes decirlo en serio, es imposible que no quieras volver a verme.

– Todavía no comprendes lo que me has hecho, ¿verdad? -preguntó ella.

– ¡Por amor de Dios, abran esa maldita puerta! -exclamó Jean-Pierre.

– ¡Dios mío! -susurró Jane, acercándose a la puerta y abriéndola bruscamente. Se topó con un individuo grandote, de anchos hombros y chaqueta de dril verde con una manga rasgada. Jane jamás lo había visto antes-. ¿Qué mierda quiere? -preguntó.

Entonces se dio cuenta de que el tipo empuñaba una pistola.

Los segundos siguientes parecieron transcurrir con muchísima lentitud.

Como un relámpago, Jane comprendió que si Jean-Pierre tenía razón y Ellis era un espía, probablemente también la tuviera cuando aseguraba que alguien quería vengarse: y que en el mundo en que Ellis habitaba secretamente, la palabra venganza realmente podía significar una llamada en la puerta y un tipo empuñando una pistola.

Abrió la boca para gritar.

El hombre vaciló durante la fracción de un segundo. Parecía sorprendido, como si no esperara encontrarse con una mujer en el cuarto. Miraba alternativamente a Jane y a Jean-Pierre: sabía que Jean-Pierre no era su víctima. Pero estaba confundido porque nopodía ver a Ellis, que estaba oculto por la puerta entreabierta.

En lugar de gritar, Jane trató de cerrar la puerta.

Cuando la empujó hacia el pistolero, el individuo comprendió lo que ella pensaba hacer e introdujo el pie entre la puerta y el marco. La puerta le golpeó el zapato y rebotó. Pero al dar un paso adelante, él había extendido los brazos para no perder el equilibrio y ahora la pistola apuntaba hacia un rincón del techo.

Va a matar a Ellis -pensó Jane-. Va a matar a Ellis.

Se arrojó sobre el pistolero, pegándole en la cara con los puños cerrados, porque de repente, aunque odiara a Ellis no quería que muriera.

El hombre se distrajo sólo durante la fracción de un segundo. Con su fuerte brazo la empujó a un lado. Ella cayó pesadamente al suelo y se lastimó el cóccix.

Con terrible claridad vio lo que sucedió después.

Con el brazo con que la había empujado, el hombre abrió la puerta de par en par. Mientras el individuo giraba con la pistola en la mano, Ellis se le abalanzó alzando la botella de vino por encima de su cabeza. La pistola se disparó en el momento en que la botella bajaba, y el tiro coincidió con el ruido del cristal al romperse.

Jane, aterrorizada, se quedó mirando fijamente a los dos hombres.

Entonces el pistolero se desplomó, mientras Ellis permanecía de pie. Jane comprendió que el tiro no había dado en el blanco.

Ellis se inclinó y de un tirón le arrancó el arma al pistolero.

Haciendo un esfuerzo, Jane se puso en pie.

– ¿Estás bien? -preguntó Ellis.

– Por lo menos estoy viva -contestó ella. El se volvió hacia Jean-Pierre.

– ¿Cuántos hay en la calle?

Jean-Pierre se asomó a la ventana.

– Ninguno -contestó.

Ellis pareció sorprendido.

– Deben de estar escondidos. -Se metió la pistola en el bolsillo y se dirigió a la estantería de los libros-. No os acerquéis -dijo, y la arrojó al suelo.

Detrás había una puerta.

Ellis la abrió.

Miró a Jane durante un instante, como si quisiera decirle algo y no encontrara las palabras. Después, súbitamente, se marchó.


Al cabo de algunos instantes, Jane se acercó lentamente a la puerta secreta y miró hacia el otro lado. Había otro apartamento, tipo estudio, apenas amueblado y terriblemente polvoriento, como si hiciera un año que no hubiera sido ocupado por nadie. Vio una puerta abierta y, más allá, una escalera.

Se volvió y recorrió la habitación de Ellis con la mirada. El pistolero seguía en el suelo, inconsciente y en medio de un charco de vino. Había intentado matar a Ellis, justamente allí, en su habitación: y ya parecía irreal. Todo parecía irreal: que Ellis fuese un espía, que Jean-Pierre lo supiera, que Rahmi hubiera sido arrestado: y la ruta de huida de Ellis.

Se había ido. No quiero verte nunca más, le había dicho hacía unos segundos. Por lo visto su deseo se cumpliría.

Oyó pasos en la escalera.

Dejó de mirar al pistolero y clavó los ojos en Jean-Pierre. El también parecía estupefacto. Después de un momento, cruzó la habitación, se acercó a ella y la abrazó. Ella hundió la cabeza en su hombro y rompió a llorar.

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