Era un abrasador día de junio en Nueva York y el aire acondicionado había dejado de funcionar otra vez en la redacción de la revista Chic. Era el segundo apagón de la jornada y Fiona Monaghan parecía dispuesta a matar a alguien cuando entró en su oficina después de pasar veinte minutos encerrada en el ascensor. Le había ocurrido exactamente lo mismo el día anterior. En cuanto bajó del taxi, después de almorzar en el Four Seasons, se sintió como si le hubiesen extraído todo el aire de los pulmones. Dentro de dos semanas tenía que irse a París…, si para entonces todavía seguía con vida. Los días como ese hacían que cualquiera odiase la ciudad de Nueva York, pero dejando de lado el calor y el enfado, a Fiona le encantaba todo lo que entrañaba vivir allí. La gente, la atmósfera, los restaurantes, el teatro, la avalancha cultural y el movimiento continuo… Incluso le gustaba la casa de ladrillo rojo de la calle Setenta y cuatro Este que había comprado hacía diez años dejándola al borde de la más absoluta bancarrota. Había invertido hasta el último centavo en remodelarla. Era una casa exquisita, con estilo, el símbolo de todo aquello en lo que ella se había convertido.
Tenía cuarenta y dos años y había dedicado su vida a convertirse en Fiona Monaghan, una mujer que suscitaba admiración entre los hombres y, de entrada, envidia entre las mujeres, aunque era fácil quererla cuando se la conocía bien y pasaba a ser tu amiga. Por otra parte, si se la ponía en un aprieto, podía ser una temible oponente. Incluso las personas que no la tenían en gran estima admitían respetarla. Era una mujer fuerte, apasionada e íntegra, y habría luchado hasta la muerte por aquello en lo que creía o por una persona a la que hubiese prometido apoyar. Jamás rompía una promesa, así que cuando daba su palabra uno sabía que podía contar con ella. Se parecía a Catherine Hepburn con un ligero toque a lo Rita Hayworth, era alta y delgada, de brillante cabellera pelirroja, y con unos grandes ojos verdes que siempre brillaban, ya fuese por rabia o por placer. Era imposible olvidar a Fiona Monaghan una vez la habías conocido, y en sus dominios era absolutamente popular, llamativa, poderosa y atenta. Amaba su trabajo por encima de todas las cosas, y había trabajado muy duro para estar donde estaba. Nunca se había casado, nunca había querido hacerlo, y a pesar de que le gustaban mucho los niños, no había querido tenerlos. Estaba satisfecha con lo que había conseguido. Era la editora jefe de la revista Chic desde hacía seis años, y como tal era un icono en el mundo de la moda. Disfrutaba de una vida íntima muy plena. Había mantenido una relación más o menos estable con un hombre casado, y llegó a vivir ocho años con otro hombre. Antes de eso había tenido unas cuantas aventuras esporádicas, por lo general con artistas o escritores, pero desde hacía año y medio estaba sola. El hombre casado era un arquitecto británico que vivía entre Londres, Hong Kong y Nueva York. Y el hombre con el que había vivido era director de orquesta, y la había dejado para casarse y tener hijos; ahora vivía en Chicago, un destino que Fiona consideraba peor que la propia muerte. Fiona opinaba que Nueva York era el centro del mundo civilizado. De no vivir en Nueva York podría hacerlo en Londres o París, pero en ningún otro lugar. Ella y el director de orquesta seguían siendo buenos amigos. Había pasado por su vida antes que el arquitecto, al que ella dejó cuando su historia se complicó en exceso, pues amenazó con dejar a su esposa por ella. No había querido casarse con él, ni con ningún otro. Tampoco había querido casarse con el director de orquesta, a pesar de que se lo pidió en repetidas ocasiones. El matrimonio siempre le había parecido una empresa demasiado arriesgada para ella, habría preferido dedicarse a recorrer la cuerda floja en el circo antes de arriesgarse con el matrimonio, y así se lo hacía saber a los hombres. El matrimonio nunca había sido una opción para ella.
Su infancia había sido lo bastante dura para estar convencida de que no quería arriesgarse a hacerle pasar a nadie por semejante trance. Su padre las abandonó cuando su madre tenía veinticinco años y ella tres. Su madre volvió a casarse en dos ocasiones con hombres que Fiona odiaba, ambos alcohólicos, igual que lo había sido su padre. No volvió a verlo después de que se largase, ni a él ni a su familia, y lo único que supo es que había muerto cuando ella tenía catorce años. Su madre murió estando ella en la universidad. Fiona no tenía hermanos ni familiares conocidos. Así que a los veinte años se vio sola en el mundo, con un graduado por Wellesley, y tuvo que buscarse la vida. Fue ascendiendo peldaños en pequeñas revistas de moda y aterrizó en Chic a los veintinueve. Siete años después, se convirtió en editora jefe, y el resto ya era historia. Fiona ya era una leyenda cuando tenía treinta y cinco años y era la más importante editora de revistas de la región a los cuarenta.
Fiona disponía de una incontestable capacidad de juicio, un infalible sentido para lo que estaría de moda y para lo que podía o no funcionar. En otro orden de cosas, tenía muy buena cabeza para los negocios y todos los que trabajaban con ella la admiraban por eso. Pero por encima de todo era una mujer valiente. No le asustaba afrontar riesgos, excepto en su vida sentimental. En ese territorio no daba un paso más de la cuenta, no sentía la necesidad de hacerlo. No le asustaba estar sola, y de hecho durante el último año y medio se había convertido en su situación ideal. En cualquier caso, nunca estaba realmente sola, pues estaba constantemente rodeada de fotógrafos, ayudantes, diseñadores, modelos, artistas y un considerable rebaño de parásitos. Su agenda estaba cubierta, su vida social era muy activa y disfrutaba de un buen puñado de amigos interesantes. Siempre decía que le importaba bien poco volver a vivir con alguien. A decir verdad, en su armario no había espacio para la ropa de nadie más, y no tenía ganas de hacerlo. La revista ya entrañaba suficientes responsabilidades como para desear responsabilizarse también de un hombre. Fiona Monaghan no tenía un minuto de respiro en su vida, y a ella le encantaba que así fuese. Mostraba una elevada tolerancia, así como una leve tendencia, hacia la confusión, el nerviosismo y el caos. Llevaba una falda de seda negra, larga y estrecha, que le caía desde la cintura formando pequeños pliegues al caminar, saliendo del ascensor en el que había permanecido encerrada durante veinte minutos después del almuerzo. Vestía también una blusa blanca estilo campesina, con los hombros al descubierto, y llevaba la larga cabellera pelirroja recogida con una trenza informal. La única joya que lucía era un enorme brazalete de turquesas que prácticamente le cubría toda la muñeca y que causaba envidia en todas aquellas personas que llegaban a verlo. David Webb lo había diseñado especialmente para ella. Calzaba unas sandalias de tacón alto Manolo Blahnik, un gigantesco bolso Fendi de piel de cocodrilo color rojo, y debido a que llevaba los accesorios a juego, así como a las líneas largas y claras, transmitía una impresión de estilo y elegancia inimitables. Fiona era tan deslumbrante como cualquiera de las modelos que aparecían en la revista, era mayor que ellas pero igual de hermosa, si bien a ella no le importaba en absoluto su aspecto físico. Nunca había utilizado su atractivo sexual, estaba mucho más interesada en la mente y en el alma, y ambas cosas destellaban en lo más profundo de sus verdes ojos. Estaba pensando en la portada del número de septiembre cuando se sentó tras su mesa, se sacó las sandalias y tomó el teléfono. Había tenido noticia de un nuevo diseñador en París y quería que una de sus jóvenes editoras adjuntas investigase sobre él. Fiona siempre tenía alguna clase de misión entre ceja y ceja, necesitaba un montón de ayudantes para poder mantener el ritmo, y era tan temida como admirada. Había que correr de lo lindo para seguirle el paso, pues había demostrado no tener paciencia alguna con los vagos, los holgazanes o los tontos. Todo el mundo en Chic sabía que si Fiona te señalaba con el dedo, era mejor cumplir a rajatabla… o dejarlo correr.
Su secretaria le recordó diez minutos después que había quedado con John Anderson media hora más tarde, y ella gruñó. Había olvidado la cita, y debido al calor, la falta de aire acondicionado y el ratito que había pasado dentro del ascensor no se sentía de humor. Anderson era el nuevo jefe de la agencia de publicidad que la revista había contratado. Se trataba de una compañía sólida y con solera que, gracias a él, había sabido llevar adelante toda una serie de nuevas ideas realmente interesantes. La propuesta del encuentro había sido cosa de Fiona, pues se había visto con casi todos los miembros de la agencia excepto con él. El trabajo que esa empresa estaba desarrollando, así como su trayectoria, hablaban por sí mismos. El encuentro era en sí una mera formalidad, conocerse personalmente. Estaba reorganizando la redacción de Londres cuando decidió contratar los servicios de esa compañía, y ahora que había vuelto a la ciudad, decidieron conocerse. Él le sugirió que quedasen para comer, pero ella no disponía del tiempo necesario, así que le propuso que quedasen en la redacción con la idea de que el encuentro fuese lo más breve posible.
Devolvió una docena de llamadas telefónicas antes de que llegase su cita, y Adrian Wicks, su editor más destacado, estuvo con ella cinco minutos para comentar los desfiles de moda parisinos. Adrian era alto, delgado y elegante, un hombre negro ligeramente afeminado que se había dedicado durante años al diseño de ropa antes de empezar a trabajar en Chic. Era tan listo como ella, lo cual a Fiona le encantaba. Adrian se había licenciado en Yale, tenía un master en periodismo de la Universidad de Columbia, había trabajado diseñando ropa y, finalmente, aterrizó en Chic para, formar, junto a ella, un impresionante equipo. Él había sido su mano derecha durante los últimos cinco años. Era tan moreno como pálida era Fiona, tan adicto a la moda como ella e igualmente apasionado en todo lo relativo a la revista y a sus propias ideas. Aparte de eso, era su mejor amigo. Le invitó a que estuviese con ella cuando llegase John Anderson, pero Adrian había quedado a las tres con un diseñador y en cuanto salió de su oficina, la secretaria le dijo a Fiona que el señor Anderson acababa de llegar. Ella le dijo que le hiciese pasar.
Levantó la vista de la mesa y miró hacia la puerta, vio entrar a John Anderson y se levantó para saludarle. Fiona sonrió cuando sus miradas se cruzaron. Se estudiaron durante unos segundos. Era un hombre alto, de constitución recia, cabello canoso impecablemente peinado, brillantes ojos azules y rasgos juveniles que casaban a la perfección con la actitud que transmitía. Todo lo que ella podía tener de llamativa él lo tenía de conservador. Sabía por el material biográfico del que disponía, así como por los informes que le habían proporcionado amigos mutuos, que era viudo, que acababa de cumplir cincuenta y que tenía un M.B.A. de Harvard. También sabía que tenía dos hijas en la universidad, una en Brown y otra en Princeton. Fiona siempre recordaba esa clase de detalles personales, los encontraba interesantes, y a veces resultaban muy útiles para hacerse una idea de con quién estaba tratando.
– Gracias por venir -dijo ella amablemente mirándole a los ojos. Era casi tan alta como él encaramada en lo alto de las sandalias Blahnik de tacón, que había vuelto a ponerse justo antes de que él entrase en su despacho. Le encantaba estar descalza mientras trabajaba; aseguraba que le ayudaba a pensar con claridad-. Lamento lo del aire acondicionado. Hemos sufrido varios apagones esta semana. -Sonrió con simpatía.
– Nosotros también. Al menos aquí pueden abrirse las ventanas. Mi oficina es poco menos que un horno. Me parece bien que decidiésemos vernos aquí-dijo con una sonrisa al tiempo que le echaba un vistazo al despacho, un ecléctico batiburrillo estético con cuadros de jóvenes y prometedores artistas, dos conocidas fotografías de Avedon, regalo personal a la revista, y diseños para próximos números apoyados en las paredes. El sofá estaba cubierto casi por completo de joyas, accesorios, ropa y muestras de tela, que ella tiró al suelo sin contemplaciones cuando su ayudante entró cargada con una bandeja con limonada y un platillo de galletas. Fiona le hizo un gesto a John indicándole que tomase asiento en el sofá y, después de entregarle un vaso de limonada helada, ella misma se sentó en el otro extremo-. Gracias. Me alegro de que finalmente podamos conocernos -dijo él cortésmente.
Ella asintió y su rostro adquirió seriedad durante unos segundos mientras le observaba. No esperaba que fuese un hombre tan convencional, ni tan bien parecido. Parecía una persona tranquila y conservadora, pero al mismo tiempo había en él algo innegablemente eléctrico, como si una corriente invisible alimentase su organismo. Ella lo sintió así porque era del todo tangible. A pesar de su serio aspecto, transmitía algo parecido al apasionamiento. Ella tampoco tenía el aspecto que él esperaba. Era más sexy, más joven, más llamativa y más informal de lo que había supuesto. Había imaginado a una mujer mayor, más al estilo de un dragón. Tenía una temible reputación, no por ser desagradable sirio por ser dura, dura e implacable, en los negocios, toda una fuerza de h naturaleza a tener muy en cuenta. Y para su sorpresa, cuando le sonrió por encima de su vaso de limonada, creyó ver en ella un gesto casi infantil. Pero a pesar de ese aspecto aparentemente amistoso, en cuestión de minutos se centró en el tema que había motivado su encuentro y fue muy clara y concisa respecto a las expectativas de Chic en lo tocante a su relación profesional. Quería una buena y sólida campaña de anuncios, nada demasiado moderno o exótico. Chic era la revista más establecida del sector, y ella esperaba que los anuncios lo dejasen patente. No quería nada salvaje o alocado. A John le alivió escuchar aquellas palabras. La revista era una gran cuenta para su empresa, y él había empezado a mirar un poco más allá en su trato directo con Fiona Monaghan. De hecho, mientras se tomaba un segundo vaso de limonada, coincidiendo con que el aire acondicionado empezó a funcionar otra vez, decidió que le gustaba. Le gustaba su estilo, así como su manera directa de tratar los asuntos y de exponer sus necesidades. Tenía ideas muy claras respecto a la publicidad, y también las tenía respecto a su negocio. Cuando se puso en pie para marcharse, casi lamentó tener que poner fin a aquel encuentro. Le había gustado hablar con ella. Era dura, pero también objetiva. Era muy femenina y fuerte al mismo tiempo. Era una mujer temible y admirable.
Fiona le acompañó hasta el ascensor, algo que no acostumbraba hacer. Por lo general, estaba deseando volver al trabajo, pero dedicó aún unos minutos más a hablar con él, y se sentía a gusto cuando regresó a su despacho. Era un buen hombre, inteligente, rápido, divertido y no tan estirado como podían dar a entender su traje gris, su camisa blanca y su corbata azul marino. Parecía más un banquero que el director de una agencia de publicidad, pero le gustó comprobar que llevaba unos zapatos elegantes y caros; supuso que los habría comprado en Londres y también se dijo que el traje a medida le sentaba como un guante. John Anderson tenía una imagen muy definida, que contrastaba llamativamente con la suya. En todos los sentidos, y sin duda en lo relativo al gusto y al estilo, Fiona era más atrevida. Podía ponerse prácticamente cualquier cosa, pero siempre estaba estupenda.
Salió a última hora del despacho esa tarde y, como siempre, con prisas. Detuvo un taxi frente al edificio de la redacción en Park Avenue y se dirigió hacia su casa de ladrillo rojo. Llegó a casa pasadas las seis de la tarde, totalmente abrumada a causa del calor pasado en el taxi. En cuanto entró en casa escuchó el barullo en la cocina. Esperaba invitados a las siete y media. Mantenía el interior a una temperatura muy baja, tanto para su comodidad como para la de su viejo bulldog inglés. Tenía catorce años, una longevidad milagrosa para los perros de su raza, y todos los que le conocían le tenían en gran estima. Se llamaba Sir Winston, en honor a Churchill. Le dio la bienvenida con entusiasmo cuando la vio entrar en casa y dirigirse a toda prisa hacia la cocina para ver cómo iban las cosas. Fiona se alegró al comprobar que los del servicio de catering trabajaban a buen ritmo en la preparación de la cena hindú que había ordenado.
Su mayordomo a tiempo parcial llevaba una ancha camisa de seda amarilla y unos pantalones bombachos rojos de tela de sari. Le encantaban las ropas exóticas y, siempre que le resultaba posible, Fiona le traía hermosas telas de los lugares a los que viajaba. A ella le fascinaba la capacidad que tenía para transformar aquellas telas. Su nombre era Jamal, era paquistaní, y aunque tenía algunas costumbres ciertamente pintorescas, la mayor parte del tiempo era muy eficiente. Sus carencias en el dominio de las artes domésticas las suplía a base de creatividad y flexibilidad, lo cual encajaba a la perfección con Fiona. Ella podía sacarse perfectamente una docena de invitados para cenar de la chistera y él se las ingeniaba para crear estupendos arreglos florales y tener preparada comida para todos; aunque esa noche el servicio de catering se estaba encargando de la cena. Media docena de personas estaba trabajando en la cocina de Fiona, y Jamal había cubierto el centro de la mesa del comedor con musgo, delicadas flores y velas. Había transformado la estancia en un jardín hindú, colocando también salvamanteles de seda fucsia y servilletas color turquesa. La mesa tenía un aspecto suntuoso. El aspecto ideal para una de las fiestas de Fiona, que eran ya legendarias en la ciudad.
– ¡Perfecto! -dijo con una amplia sonrisa, y después subió la escalera para darse una ducha y vestirse, seguida con gran esfuerzo por Sir Winston. Cuando el perro llegó a lo alto de la escalera, Fiona ya se había quitado la ropa y entrado en la ducha.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, estaba de nuevo abajo, ataviada con un exquisito sari de color verde lima. Y una hora después de eso, había dos docenas de personas en su salón conversando ruidosamente. Se trataba de uno de los frecuentes grupitos de invitados de Fiona: varios fotógrafos jóvenes, varios escritores de su edad, un famoso artista y su esposa, un antiguo editor de la revista Vogue que había sido el mentor de Fiona, un senador, unos cuantos banqueros y hombres de negocios, y varias modelos de renombre; lo habitual para una noche en su casa. Todo el mundo estaba pasándoselo bien, así que para cuando llegaron a la mesa del comedor las conversaciones se habían entrelazado, los invitados se sentían como viejos conocidos y las bandejas de Jamal con entremeses y copas de champán habían volado. La velada estaba siendo un éxito antes siquiera de haber dado comienzo. A Fiona le encantaban esa clase de reuniones, y a menudo se divertía. Sus cenas solían tener un aire informal, pero en realidad siempre estaban mucho más perfectamente orquestadas de lo que ella se habría atrevido a admitir, a pesar de las improvisaciones y los arreglos de última hora. Era una perfeccionista, a pesar de pasarlo bien con gente de lo más ecléctica y de coleccionar un buen número de conocidos de los más variados registros artísticos. Y debido a las coincidencias más que a un cuidado diseño, las personas que se reunían en torno a su mesa solían ser gente atractiva a la vista. Si bien la estrella que siempre sobresalía entre todas las demás, la más misteriosa, distinguida e impresionante era Fiona. Su estilo, su gracia y su capacidad para emocionar eran un don. De ahí que atrajese a personas interesantes como si se tratase de un imán.
Cuando se fue el último de los invitados, a eso de las dos de la madrugada, subió a su habitación después de darle las gracias a Jamal por sus esfuerzos. Estaba segura de que dejaría la casa impecable, los del servicio de catering habían dejado la cocina inmaculada, y Sir Winston hacía rato que roncaba en su dormitorio. Hacía un ruido como de cortacésped, pero a ella no le molestaba; al contrario, le encantaba. Dejó el sari sobre una silla, se puso el camisón que Jamal le había dejado preparado, se metió en la cama y cayó dormida tan solo cinco minutos después. Se puso en marcha de nuevo a las siete, en cuanto sonó el despertador. Tenía una larga jornada por delante, estaban cerrando el número de agosto y tenía una reunión relativa a la agenda prevista para el número de septiembre.
Estaba oyendo las propuestas de los editores cuando su secretaria le avisó por el interfono de que John Anderson le llamaba por teléfono. Estuvo a punto de decirle que estaba demasiado ocupada en ese momento y no podía atenderle, pero se lo pensó mejor. Tal vez fuese algo importante. Le había planteado toda una serie de cuestiones cuando se vieron que implicaban respuestas, sobre todo en lo relacionado con el presupuesto.
– Buenos días -dijo John amablemente-. ¿Llamo en mal momento? -preguntó con un deje de inocencia que a ella le hizo reír. En su día a día, rara vez había un momento que pudiese denominarse bueno. Siempre estaba ocupada, y por lo general sumida en situaciones caóticas.
– No, está bien. La locura habitual de la revista. Estamos cerrando el número de agosto y preparando el de septiembre.
– Lo siento, no quería interrumpir. Solo quería decirte que lo pasé muy bien ayer.
Su voz le resultó más profunda de lo que recordaba, y le sorprendió que le pareciera tan sexy. No habría utilizado esa palabra para describirlo, pero su voz por el teléfono tenía un timbre poderoso y masculino. También respondió a varias de las preguntas que le había planteado, y eso le gustó. Le gustaba trabajar con personas que supiesen llevar a cabo con presteza lo que tenían que hacer. Obviamente, John se había esforzado. Fiona tomó nota de lo que le dijo y él le pidió que después le enviase por fax más información. Ella le dio las gracias y estaba a punto de colgar el teléfono y volver a sumirse en el caos que la rodeaba cuando John dio un giro completamente inesperado y casi pudo oírle reír. Su voz pasó de ser la de un eficiente hombre de negocios a la de algo parecido a un adolescente.
– Sé que es un poco tarde para proponértelo, Fiona. Pareces muy ocupada, pero ¿te iría bien que quedásemos para comer? La cita que tenía prevista para hoy se ha cancelado. -De hecho, tenía previsto cancelarla si Fiona aceptaba su proposición. Se había pasado la mañana pensando en ella, quería volver a verla. Le intrigaba todo lo que tenía que ver con su persona.
– A decir verdad… -Le había sorprendido y tuvo que pensar durante unos segundos. Habían cubierto todos los temas que tenían que tratar el día anterior, pero se dijo que no sería mala idea establecer una relación de trabajo con él y conocerle un poco más-. Iba a comer aquí, hoy es un día de locos… pero… ¿podría ser algo rápido? Supongo que podría salir de aquí a eso de la una y cuarto, pero tengo que estar de regreso para la reunión sobre el número de septiembre a las dos y media.
– Me parece bien. Conozco un deli bastante bueno cerca de ahí. Podríamos comer un sándwich. ¿Te parece bien?
Era un hombre efectivo, profesional, y le gustó que no se mostrase pretencioso o artificial. Había muchas cosas que le gustaban de John, y sospechaba que iba a trabajar bien con él. Eso era más de lo que podría haber esperado de antemano. Era amable y simpático, tal vez incluso lo invitase a una de sus cenas, cuando volviese de París.
– Estupendo. ¿Dónde quedamos?
– Estaré en la puerta de tu edificio a la una y diez. No te preocupes si te retrasas -dijo para tranquilizarla. Otro detalle positivo. Ella casi siempre llegaba tarde. Tenía que hacerse cargo de muchas cosas, lograr que todo casase resultaba complicado. Por lo general, aparecía con veinte o treinta minutos de retraso, como un reloj.
– Perfecto. Así pues, nos vemos luego. -Colgó sin darle más vueltas al asunto y regresó al trabajo. En ese momento, Adrian estaba planteándole sus ideas a los otros redactores; cuando acabó, era casi la una y cuarto. Ella le echó un vistazo al reloj y la reunión tocó a su fin. Recogió sus papeles y los tiró a la papelera, agarró el bolso y salió de su despacho.
– ¿Dónde vas? ¿Quieres que vayamos a comer? -le preguntó Adrian con una sonrisa. La reunión había ido bien y ambos estaban satisfechos de cómo había quedado el número de agosto ahora que estaba definitivamente completo.
– No puedo. Estoy ocupada. Voy a comer con el director de nuestra agencia de publicidad. -Estuvo a punto de invitar a Adrian a que se sumase, pero no lo hizo.
– Creía que os habíais visto ayer. -Alzó una ceja. Sabía que Fiona no quedaba a comer con nadie si no se veía obligada a hacerlo, así que supuso que no se trataba de un encuentro social.
– Tenemos que acabar de concretar.
No estaba segura de si le estaba mintiendo a él o a sí misma. Por alguna razón, sintió que el almuerzo con John Anderson no era simplemente una cita de trabajo. Pero no le importó. Parecía un buen tipo, una persona decente. Le estaba esperando en la calle, en un Lincoln Town Car negro con chófer. En cuanto la vio, sus labios dibujaron una amplia sonrisa. Fiona llevaba unos pantalones de lino rosa, una camisa sin mangas, sandalias y un bolso de rafia colgando del hombro; parecía como si se dispusiese a ir a la playa. Era otro día de tórrido calor, pero felizmente dentro del coche imperaba el aire acondicionado. En cuanto entró, le correspondió con otra sonrisa.
– Estás estupenda -dijo John con un deje de admiración cuando ella se sentó a su lado y el coche se puso en marcha camino del deli al que le había propuesto llevarla. Estaba a pocas manzanas de distancia, pero hacía demasiado calor para ir andando. Fuera la temperatura rondaba los treinta y siete grados. Él llevaba un traje de color beige con camisa azul y corbata oscura. Aspecto absoluto de hombre de negocios, en claro contraste con el atuendo veraniego de Fiona. Se había recogido el pelo sin demasiada formalidad en lo alto de la cabeza con palillos de marfil. John no pudo evitar preguntarse qué sucedería si fuese tirando de ellos uno a uno. Le gustó imaginar la cascada de cabello rojizo que caería sobre sus hombros. Aun así intentó concentrarse en lo que ella estaba diciendo.
Le estaba hablando de la reunión a la que acababa de asistir, pero comprendió al mirarle que no había escuchado una sola de sus palabras. Para entonces ya habían llegado al deli, y el chófer abrió la puerta y la ayudó a salir.
El establecimiento estaba lleno y había mucho movimiento, por lo que podía apreciarse parecía un lugar limpio y despejado, y además la comida olía de maravilla. Fiona pidió una ensalada y té helado, John un bocadillo de rosbif y una taza de café. Al mirarla, se preguntó qué edad tendría. Había cumplido cuarenta y dos, pero parecía diez años más joven.
– ¿Pasa algo? -le preguntó Fiona. La cara de John había adoptado una extraña mueca, como si alguna clase de pensamiento le preocupara, mientras el camarero le servía el café.
– No. -Quería decirle que le gustaba su perfume, pero temía parecer estúpido si lo hacía. No daba la impresión de ser la clase de mujer que acostumbra a mezclar negocios y placer, y por costumbre él tampoco. Pero había algo profundamente perturbador en ella, algo casi hipnótico. Al menos él estaba empezando a sentirse hipnotizado. Sin pretenderlo, ella desprendía una poderosa fuerza de atracción, por lo que a él le estaba costando mucho mantener la concentración estando sentado al otro lado de la mesa, mirando directamente aquellos ojos verdes que con tanta franqueza parecían observarlo todo. Ella nunca había prestado mucha atención a la impresión que causaba en los hombres, estaba siempre demasiado ocupada pensando y hablando sobre una infinidad de temas. John estaba fascinado.
– Me gustaron los números de los que me hablaste esta mañana -dijo cuando llegó su comida, picando de la ensalada. Tenía una figura tan estilizada que resultaba difícil suponer que comiese demasiado, aunque no parecía precisamente anoréxica. Su figura tenía las curvas suficientes para resultarle atractiva a alguien como John. Su cuerpo era atlético, y él apreció que sus brazos eran delgados pero firmes y fuertes. Se preguntó si jugaría a tenis o si nadaría. El presupuesto para la revista Chic era la última cosa sobre la que se le habría ocurrido hablar en esos momentos, pues no dejaba de pensar en ella.
– ¿Qué vas a hacer este verano? -le preguntó tras un superficial repaso del presupuesto. Quería saber más cosas sobre su persona, no sobre su trabajo-. ¿Te vas fuera?
– Me voy a París dentro de dos semanas, para unos desfiles de moda. Más tarde paso siempre una semana en St. Tropez. Después de eso vuelvo aquí, porque si no me despedirían. -Le sonrió entre bocado y bocado de la ensalada, y él rió.
– Permíteme dudarlo. ¿Vas a las Hamptons los fines de semana? -Sentía una terrible curiosidad por su día a día.
– A veces. Muchas veces trabajo los fines de semana. Depende de cómo estén las cosas. Intento desconectar un poco. Habitualmente voy a Martha's Vineyard el Día del Trabajo. Estaré en Francia el Cuatro de julio.
– ¿Cómo son esos desfiles de moda? -Ni siquiera podía imaginar cómo eran, y lo bueno es que le parecían algo interesante. Nunca en su vida había estado en un desfile de moda, y mucho menos en París. Sin embargo, le resultaba fácil verla en esa clase de ambiente, y la idea le gustaba. Fiona resultaba apasionante y glamourosa sin proponérselo, era algo innato en ella.
– Los desfiles son divertidos, concurridos, hermosos y frenéticos. Preciosos vestidos y modelos espectaculares. Ahora hay menos casas de alta costura que antes, pero los desfiles siguen siendo muy buenos. Ahora que representas a la revista, deberías ir a algunos de ellos de vez en cuando. Te encantarían las modelos, es lo que siempre les pasa a los hombres. Puedo pasarte unas entradas si quieres. ¿Les gustaría ir a tus hijas?
– Es posible. -No recordaba haberle hablado de Hilary o de Courtenay, aunque tal vez le había comentado algo-. A ninguna de las dos les apasiona la moda, pero difícilmente se resistirían a un viaje a París. Solemos ir a un rancho en Montana todos los años. A las dos les encanta montar a caballo. Pero no creo que este año vayamos. Las dos van a trabajar este verano. Hilary en Los Ángeles y Courtenay ha aceptado una oferta en un campamento en Cape Cod. Ahora es más difícil reunimos todos que cuando estaban en la universidad. -Odiaba admitirlo, pero desde que su madre murió, la familia pasaba mucho menos tiempo junta de lo que le habría gustado. Todos seguían su propio camino a esas alturas, si bien mantenía el contacto, y por otra parte el rancho conllevaba toda una serie de agridulces recuerdos para John. No le apenaba demasiado lo de cancelar ese viaje. Le evocaba demasiado a su mujer, así como los felices veranos que habían pasado en el rancho cuando las niñas eran pequeñas-. ¿Tienes hijos, Fiona? -Sabía muy poco de ella más allá de lo relacionado con el trabajo.
– No. Nunca he estado casada, aunque eso no es un requisito imprescindible hoy en día. La mayoría de la gente con hijos que conozco no lo está. Pero la respuesta es no, no tengo hijos. -No parecía que ese detalle le doliese especialmente.
– Lo siento -dijo con una sonrisa tratando de mostrarse empático.
– Yo no. Sé que suena un poco raro que lo diga así, pero nunca he querido tenerlos. Supongo que hay mucha gente que son buenos padres, pero yo jamás he estado segura de poder serlo. Nunca he querido asumir ese riesgo. -Él quiso decirle que aún no era demasiado tarde, pero pensó que sonaría presuntuoso.
– Te sorprenderías. Es difícil hacerse a la idea de lo que supone tener hijos hasta que los tienes. A mí era una cuestión que me resultaba totalmente ajena hasta que Hilary nació. Fue mucho mejor de lo que había supuesto. Estoy encantado con mis hijas. Y ellas son muy tolerantes conmigo. -Dudó durante un segundo y después prosiguió-: Hemos estado muy unidos desde que su madre murió, aunque las chicas hacen su vida. Pero hablamos a menudo y estamos juntos en cuanto podemos. -También tenían más confianza con él, ahora que no estaba su madre, de la que habían tenido en el pasado.
– ¿Cuánto hace de eso? Me refiero a lo de tu mujer -preguntó con mucho tacto. Se preguntó si seguiría de duelo o ya habría aceptado la pérdida. Cuando se refería a su mujer no parecía conmocionado y sobrecogido, sino que hablaba con cariño y respeto, lo que le llevó a suponer que estaba en paz con el hecho de que hubiese muerto.
– Hará dos años en agosto. A veces me parece mucho tiempo y otras veces me da la impresión de que fuesen solo semanas. Sufrió una larga enfermedad. Fueron casi tres años. Las chicas y yo tuvimos tiempo de hacernos a la idea, aunque siempre es un shock. Tenía solo cuarenta y cinco años cuando murió.
– Lo siento. -No supo qué más decir, y pensar en ello le llevaba a sentir lástima por él.
– Yo también. -Le sonrió con cierto aire nostálgico-. Era buena persona. Hizo todo lo que pudo preparándonos para que supiéramos cuidar los unos de los otros cuando ella no estuviese. Me enseñó un montón de cosas acerca de la gracia que late bajo el fuego. No creo que yo hubiese sido tan fuerte en su situación. Siempre la admiraré por eso. Incluso me enseñó a cocinar. -Rió al decirlo y Fiona también sonrió, lo que aligeró el ambiente. Le gustaba ese hombre, le gustaba mucho más de lo que habría podido esperar. De repente, aquel encuentro no tenía nada que ver con Chic ni con la nueva agencia de publicidad que habían contratado.
– Por lo visto, era una mujer maravillosa. -Fiona tuvo ganas de decirle que creía que él era un hombre maravilloso. La imagen de su mujer en fase terminal enseñándole a cocinar le había llegado al corazón, y supuso que si sus hijas se parecían mínimamente a él también serían unas chicas estupendas.
– Era fantástica. Y tú también lo eres. Estoy muy impresionado por tu trabajo, por ser capaz de llevar adelante esa empresa, Fiona. No es poca cosa. Estás constantemente bajo presión, con fechas de cierre todos los meses. A mí me saldría una úlcera al cabo de una semana.
– Te acostumbrarías. A mí ha acabado gustándome. Las fechas de cierre me ayudan a centrarme. La empresa que tú diriges tampoco es pequeña.
La agencia de publicidad era la tercera más grande del mundo, e incluso antes había trabajado para una más grande. Pero cambiar de agencia había sido un gran avance para él, pues para la que ahora trabajaba tenía una impecable reputación y había ganado un montón de premios a la creatividad. Tenía más prestigio que la agencia en la que había estado anteriormente, a pesar de ser ligeramente más pequeña; solo ligeramente.
– Me encantan las oficinas de Londres. No me habría importado trabajar allí durante unos años. De hecho, en un principio me lo ofrecieron, hace unos cuantos años, pero no podía obligar a Anna a trasladarse, por aquel entonces ya estaba muy enferma, y tampoco quería dejar aquí a las niñas, no habrían querido cambiar de colegio. Lo bueno es que, al final, conseguí un puesto más importante rechazando esa propuesta. Y el cambio se produjo justo en el momento adecuado. Estaba preparado para cambiar y hacer algo nuevo. ¿Y tú qué, Fiona? ¿Quieres envejecer y que te salgan canas en Chic o quieres hacer otra cosa después de eso?
– En las revistas de moda ni envejeces ni te salen canas -dijo con una sonrisa-, salvo algunas excepciones. -Su mentor y predecesor en la revista había trabajado en ella hasta los setenta, pero era una rareza-. En la mayoría de los casos, se trata de un trabajo con fecha de caducidad, y no tengo ni la más remota idea de qué voy a hacer cuando lo deje. En este momento, no me agrada especialmente pensar en eso, porque espero pasar unos cuantos años más en Chic. Tal vez incluso un buen puñado, si tengo suerte. Pero siempre he querido escribir un libro.
– ¿Novela o no ficción? -le preguntó interesado. A esas alturas ya habían dado cuenta de la comida, pero ninguno de los dos parecía tener intención de regresar al trabajo.
– Tal vez ambas cosas. Un libro de no ficción sobre el mundo de la moda tal como es. Y tal vez más adelante una novela centrada también en el mundillo. Cuando era jovencita me encantaba escribir cuentos, y siempre quise reunirlos en un libro. Sería divertido intentarlo, aunque no estoy segura de si podría hacerlo.
A John se le hacía difícil imaginar algo que ella no pudiese hacer… si se le ponía entre ceja y ceja. No le resultaba complicado, por ejemplo, verla escribiendo un libro. Era una mujer brillante, inteligente y rápida, y le había oído contar unas cuantas historias de lo más divertido sobre su negocio. Daba por hecho que estaba capacitada para escribir algo realmente gracioso.
– ¿Te ves haciendo algo cuando dejes el mundo de la publicidad? -Sentía curiosidad por él del mismo modo que él la sentía por ella.
Sin lugar a dudas estaban labrando el terreno para crear un vínculo que trascendía lo meramente laboral. Tal vez se trataba de conocerse un poco mejor, aportarle algo de profundidad y personalidad al contacto que iban a mantener a partir de entonces debido a Chic.
– ¿Sinceramente? No. Nunca me he dedicado a nada que no tenga que ver con la publicidad. ¿Jugar a golf, tal vez? No lo sé. No estoy seguro de que haya vida más allá del trabajo.
– Todos nos sentimos así. Muchas veces me da por pensar que moriré sentada a mi escritorio. Espero que no siempre sea así -dijo sintiéndose repentinamente incómoda al pensar en la esposa de John-. No tengo mucho tiempo para hacer otra cosa que trabajar.
– Al menos tienes tiempo para ir a sitios interesantes. París y St. Tropez no parecen destinos tan terribles.
– No lo son. -Sus labios dibujaron una amplia sonrisa-. Y acaban de invitarme a pasar unos días en el barco de un amigo cuando vaya a St. Tropez.
– Eso sí me pone los dientes largos -dijo mientras pagaba la cuenta. Sabía que ella tenía que regresar a la redacción, y él también tenía que volver al trabajo.
– Tal vez puedas comprobarlo por ti mismo. Hazme saber si quieres las entradas para los desfiles.
– ¿Cuándo serán? -preguntó con interés. Jamás en la vida se le habría ocurrido pensar que podría ir a París a ver un desfile de moda, sin duda sería la primera vez para él si iba. Pero lo tenía realmente difícil. Estaba muy ocupado.
– La última semana de junio y los primeros días de julio. Es muy divertido, sobre todo si conoces a gente. Pero aunque no conozcas a nadie, es algo espectacular que merece la pena ver.
– Tengo que ir a Londres a principios de julio. Si se da el caso y cabe la posibilidad de perderme durante un par de días, te lo haré saber. -Mientras salían del deli se sintieron como si hubiesen sido engullidos por una aspiradora, y se apresuraron en llegar al coche.
– En cualquier caso, gracias por la comida -dijo Fiona sentándose a su lado. Cinco minutos después se detuvieron frente al edificio de la redacción y se volvió para dedicarle una sonrisa antes de bajar-. Ha sido divertido. Gracias, John. Vuelvo a sentirme un ser humano ahora que tengo que volver al trabajo. Mi equipo te lo agradecerá. La mayoría de los días me salto el almuerzo.
– Tendremos que hacer algo al respecto, no es sano. Pero yo también suelo saltármelo -le confesó con una sonrisa-. Yo también lo he pasado bien. Repitámoslo un día de estos -le dijo mientras ella salía del coche con una sonrisa.
Después, Fiona echó a correr hasta la puerta mientras el coche se alejaba. John pensaba en ella. Fiona Monaghan era una mujer extraordinaria, hermosa, inteligente, apasionante, elegante y, a su inimitable manera, atemorizadora como el mismísimo infierno. Pero al pensar en ella de regreso a su oficina, John se dijo que no estaba asustado. Estaba seriamente intrigado. Era la primera mujer con la que quedaba en los últimos dos años que merecía algo más que una segunda mirada. No podía negarse.