TERCERA PARTE

1

En la primavera de 1949 tenía unos cuantos dólares ahorrados de mis cheques de veterano y fui a Denver pensando establecerme allí. Me veía en el centro de América como un patriarca. Estaba solo. No había nadie: ni Babe Rawlins, ni tampoco Ray Rawlins, Tim Gray, Betty Gray, Roland Major, Dean Moriarty, Carlo Marx, Ed Dunkel, Roy Johnson o Tommy Snark; nadie. Deambulaba por la calle Curtís y la calle Larimer; trabajé un poco en el mercado de mayoristas de frutas donde casi lo había hecho en 1947… el trabajo más duro de mi vida. En una ocasión unos chavales japoneses y yo tuvimos que arrastrar un furgón enorme unos treinta metros por encima de un rail, ayudándonos sólo con una especie de gato que le hacía moverse un centímetro cada vez. Arrastré cestos de sandías por el suelo del frigorífico a pleno sol, estornudando sin parar. En el nombre de Dios y de todos los santos, ¿para qué?

Al anochecer paseaba. Me sentía como una mota de polvo sobre la superficie triste de la roja tierra. Pasé por delante del hotel Windsor donde había vivido Dean Moriarty con su padre en los años de la depresión y, como antaño, busqué por todas partes al triste fontanero de mi imaginación. Una de dos, o encuentras a alguien que se parece a tu padre en sitios como Montana o buscas al padre de un amigo donde ya no está.

Al atardecer malva caminé con todos los músculos doloridos entre las luces de la 27 y Welton en la parte negra de Denver. Y quería ser negro, considerando que lo mejor que podría ofrecerme el mundo de los blancos no me proporcionaba un éxtasis suficiente, ni bastante vida, ni alegría, diversión, oscuridad, música; tampoco bastante noche. Me detuve en un puesto donde un hombre vendía chiles en bolsas de papel; compré un paquete y me lo comí paseando por las oscuras calles misteriosas. Quería ser un mexicano de Denver, e incluso un pobre japonés agobiado de trabajo, lo que fuera menos lo que era de un modo tan triste: «un hombre blanco» desilusionado. Toda mi vida había tenido ambiciones blancas; por ello había abandonado a una mujer tan buena como Terry en el valle de San Joaquín. Pasé por delante de los sombríos porches de las casas de los mexicanos y los negros; había voces suaves, ocasionalmente la morena rodilla de una chica misteriosa y sensual; y detrás de emparrados y rosales, oscuras caras de hombres. Niños sentados como sabios en viejas mecedoras. Un grupo de mujeres negras se acercó, y una de las más jóvenes se destacó de las mayores y se dirigió rápidamente hacia mí.

– ¡Hola, Joe! -y súbitamente vio que yo no era Joe, y dio la vuelta corriendo y quise ser Joe.

Pero era únicamente yo mismo, Sal Paradise, triste, callejeando en aquella oscuridad violeta una noche insoportablemente agradable y deseando charlar con los felices, cordiales y en éxtasis negros de América. Aquellos miserables barrios me recordaron a Dean y Marylou que desde su infancia conocían estas calles tan bien. ¡Cuánto deseé encontrarme con ellos!

Abajo, entre la 23 y Welton, unos chicos jugaban un partido de baloncesto bajo unos focos que también iluminaban el gasógeno. Una gran multitud alborotaba a cada jugada. Los jóvenes y extraños héroes eran de todo tipo: blancos, negros, mexicanos, indios puros, y jugaban con gran seriedad. Sólo eran chicos de los descampados en camiseta y pantalón corto. En toda mi vida de deportista jamás me había permitido hacer algo así: jugar frente a las familias y amiguitas y chicos del vecindario, de noche, bajo las luces del alumbrado público; siempre lo había hecho en el colegio y la universidad, a la hora anunciada, con solemnidad; ninguna alegría juvenil, nada de la alegría humana que tenía esto. Ahora ya era demasiado tarde. Cerca tenía a un viejo negro que parecía contemplar el partido todas las noches. Junto a él estaba un anciano vagabundo blanco; después una familia mexicana, después unas chicas, unos chicos… ¡la humanidad entera! El pivot se parecía a Dean. Una rubia muy guapa sentada cerca de mí era como Marylou. Así era la noche de Denver; yo no hacía más que morir.


Allá en Denver, allá en Denver

No hacía más que morir.

Al otro lado de la calle las familias de negros se sentaban en las escaleras de delante de sus casas y charlaban y miraban la noche estrellada a través de los árboles o simplemente tomaban el freso y a veces miraban el partido. Pasaban muchos coches por la calle, se detenían en la esquina cuando las luces se ponían rojas. Había excitación y el aire estaba lleno de la vibración de una vida auténticamente feliz que no sabía nada de las decepciones, de las «tristezas de los blancos» y de todo eso. El anciano negro tenía una lata de cerveza en el bolsillo de la chaqueta y la abrió; el anciano blanco contempló con envidia la lata y se rebuscó en los bolsillos para ver si podía comprarse también él una. ¡Me estaba muriendo! Me alejé de allí.

Fui a ver a una chica bastante rica que conocía. Por la mañana sacó un billete de cien dólares de su media de seda y dijo:

– Has estado hablándome de un viaje a San Francisco; ya que quieres ir, coge este dinero, vete y diviértete.

Así que todos mis problemas quedaron solucionados y cogí un coche en la agencia de viajes por once dólares para ayudar a pagar la gasolina y salí zumbando a través del país.

El coche lo conducían dos tipos; dijeron que eran macarras. Junto a mí había otros dos pasajeros. íbamos apretados y con el único deseo de llegar a nuestro destino. Fuimos a través del Paso Berthoud hacia la gran meseta: Tabernash, Troublesome, Kremmling; bajamos por el Paso de Rabbit Ears hasta Steamboat Springs; dimos un rodeo de ochenta polvorientos kilómetros; después Craig y el Gran Desierto Americano. Cuando cruzábamos la frontera entre Colorado y Utah vi a Dios en el cielo en forma de unas resplandecientes nubes doradas sobre el desierto que parecían señalarme con el dedo y decir: «Ven aquí y continúa, vas camino del cielo.» ¡Ah, muy bien, perfecto! Me interesaban más unas viejas carretas ya podridas y unas cuantas mesas de billar en el desierto de Nevada junto a un despacho de Coca-Cola cerca del cual había unas cabañas con letreros despintados que todavía se movían con el mágico viento del desierto y decían: «Rattlesake Bill vivió aquí», o «Brokenmouth Annie estuvo aquí muchos años». ¡Sí, sí, adelante! En Salt Lake City los macarras arreglaron las cuentas con sus mujeres y seguimos. Y antes de que me diera cuenta, estaba viendo de nuevo la fabulosa ciudad de San Francisco extendida por la bahía en medio de la noche. Corrí inmediatamente a ver a Dean. Ahora tenía una casa muy pequeña. Ardía en ganas de saber lo que pensaba y qué sucedería ahora, porque no dejaba nada detrás de mí, había cortado todos los puentes y no me importaba un carajo nada de nada. Llamé a su puerta a las dos de la mañana.

2

Dean salió a abrirme completamente desnudo y le habría dado lo mismo que quien llamaba hubiera sido el propio presidente. Aceptaba las cosas como venían.

– ¡Sal! -dijo con auténtico asombro-. Nunca pensé que lo harías. Por fin acudes a mí.

– Así es -le respondí-. Estoy hecho polvo. ¿Cómo te van las cosas a ti?

– No muy bien, no muy bien. Pero tenemos un montón de cosas que contarnos. Sal, ha llegado por fin el momento de que hablemos y nos entendamos.

Estuvimos de acuerdo y pasamos dentro. Mi llegada fue algo así como la aparición del más extraño ángel del mal en el hogar del corderito blanco como la nieve, y en cuanto Dean y yo empezamos a hablar excitadamente en la cocina, llegaron fuertes sollozos desde el piso de arriba. Todo lo que decía a Dean era respondido con un salvaje, susurrante y trémulo: «Sí». Camille sabía lo que iba a suceder. Al parecer Dean había estado bastante tranquilo durante unos cuantos meses; ahora había llegado el ángel e iba a enloquecer de nuevo:

– ¿Qué le pasa a tu mujer? -pregunté.

– Cada vez está peor, tío -me respondió-. Llora y coge rabietas sin parar, no me deja ir a ver a Slim Gaillard, se enfada siempre que llego un poco tarde, y cuando me quedo en casa no quiere hablar conmigo y dice que soy un animal -corrió arriba para calmarla.

– ¡Eres un mentiroso! ¡Eres un mentiroso! -le oí gritar a Camille y aproveché la oportunidad para examinar la maravillosa casa que tenían.

Era un edificio destartalado de dos pisos, una especie de pabellón de madera situado entre otros edificios de apartamentos, junto en la cima de Russian Hill, con vistas a la bahía; tenía cuatro habitaciones, tres arriba y una especie de sótano con la cocina abajo. La puerta de la cocina daba a un patio cubierto de yerba donde había ropa colgada. Detrás de la cocina había un trastero donde todavía estaban los viejos zapatos de Dean cubiertos por varios centímetros del barro tejano que había quedado pegado a ellos aquella noche en que el Hudson se atascó en el río Brazos. Naturalmente, el Hudson había desaparecido; Dean no había podido seguir pagando los plazos. Ahora no tenía coche. Su segundo hijo estaba en camino. Era horrible oír sollozar así a Camille. No podíamos soportarlo y fuimos a comprar unas cervezas y volvimos con ellas a la cocina. Camille había decidido irse a dormir por fin o al menos a pasar la noche a oscuras. Yo no comprendía lo que iba tan mal, a menos que Dean la hubiera vuelto loca.

Después de mi última partida de Frisco, Dean se había vuelto loco de nuevo por Marylou y pasó meses acechando su apartamento en Divisadero, donde todas las noches recibía a un marinero distinto y él atisbaba por la ranura del correo y veía la cama. Por las mañanas veía a Marylou toda abierta de piernas con un tipo al lado o encima. Necesitaba pruebas absolutas de que era una puta. La amaba, estaba loco por ella. Finalmente, consiguió algo de mandanga verde, como se llama entre los entendidos (verde, es decir, marijuana sin curar). Llegó a sus manos por casualidad y fumó demasiado.

– El primer día -me dijo-, quedé rígido como una tabla encima de la cama y no me podía mover ni hablar; sólo podía mirar al vacío con los ojos muy abiertos. La cabeza me zumbaba y veía todo tipo de cosas en un tecnicolor maravilloso y me sentía de puta madre. El segundo día vino todo a mí, TODO lo que había hecho o conocido o leído u oído o pensado volvió a mí y se fue reordenando en mi cabeza con una lógica nueva y como no podía pensar en nada debido a mi preocupación interior por retener y alimentar el asombro y gratitud que sentía, decía sin parar: «Sí, sí, sí, sí». No muy alto. Sólo era un «Sí» auténtico, tranquilo; y estas visiones de la tila verde duraron hasta el tercer día. Por entonces ya lo había comprendido todo, mi vida entera estaba decidida, sabia que amaba a Marylou, sabía que tenía que encontrar a mi padre estuviera donde estuviera y salvarle, sabía que eras mi mejor amigo, etcétera. Sabía que Carlo es algo grande. Sabía miles de cosas respecto a todo y todos. En esto, el tercer día, empecé a tener una terrible serie de pesadillas y eran tan absolutamente terribles y pavorosas y verdes que lo único que podía hacer era estar doblado con las manos en las rodillas diciendo: «¡Oh, oh, oh, ah, oh!»… Los vecinos me oyeron y llamaron a un médico. Camille estaba fuera con la niña, había ido a visitar a su familia. Todo el vecindario intervino. Entraron y me encontraron en la cama con los brazos estirados y tiesos. Corrí a ver a Marylou con parte de esa tila. Bueno, Sal, pues a ella le ocurrió lo mismo; tuvo las mismas visiones, desarrolló la misma lógica, tomó una decisión definitiva idéntica con relación a todo, la misma visión de todas las verdades en un idéntico conjunto doloroso que provocaba pesadillas y dolor. Entonces me di cuenta de que la quería tanto que necesitaba matarla. Volví a casa y me pegué cabezazos contra las paredes. Fui a ver a Ed Dunkel; está de vuelta en Frisco con Galatea; le pregunté por un tipo que conocemos que tiene una pistola, fui a ver al tipo, cogí la pistola, y volví a casa de Marylou. Miré por la ranura del correo y vi que estaba acostada con un tipo; me retiré vacilando y volví una hora después. Entré sin llamar ni nada y estaba sola… y le di la pistola y le dije que me matara. Tuvo el arma en la mano mucho tiempo. Le supliqué que hiciéramos un dulce pacto de muerte. Ella no quiso. Le dije que uno de los dos tenía que morir. Dijo que no. Me golpeé la cabeza contra la pared. Tío, estaba fuera de mí. Me hizo desistir de ello… te lo puede contar ella misma.

– ¿Y qué pasó después?

– Eso fue hace meses… después de que te fueras. Acabó casándose con un vendedor de coches usados, un hijoputa que ha prometido matarme en cuanto me vea, pero si es necesario y para defenderme me lo cargaré yo a él e iré a San Quintín, Sal, porque en cuanto cometa cualquier otro delito iré a San Quintín para toda la vida… será mi final. A pesar de mi mano y todo. -Me enseñó la mano. Con la excitación no me había fijado que su mano había sufrido un terrible accidente-. Golpeé a Marylou en la sien el veintiséis de febrero a las seis en punto de la tarde… de hecho, eran las seis y diez, lo recuerdo porque tuve que despachar mi trabajo en una hora y veinte minutos… Fue la última vez que nos vimos y la última vez que lo decidimos todo; y ahora escucha esto: el golpe no alcanzó de lleno a Marylou porque ella hizo una finta. No le hizo el menor daño y hasta se rió. Pero mi puño había pegado en la pared y se me fracturó el pulgar, y un médico horrible me arregló los huesos, cosa difícil porque tenía tres fracturas diferentes. Fueron veintitrés horas de sentarse en bancos duros esperando y todo eso, y por fin al escayolarme se me clavó en el dedo una aguja de tracción y por eso en abril, cuando me quitaron la escayola, tenía infectado el hueso y se había producido una osteomielitis que se convirtió en crónica, y tras una operación que fracasó y un mes escayolado de nuevo, tuvieron que amputarme un maldito trozo de la punta del dedo.

Se quitó las vendas y me lo enseñó. Faltaba algo más de un centímetro de carne debajo de la uña.

– Las cosas fueron de mal en peor. Tenía que mantener a Camille y Amy y tenía que trabajar lo más de prisa que podía en Firestone como moldeador, arreglando neumáticos y después levantándolos, y pesaban unos veinticinco kilos, desde el suelo a los coches, y sólo podía utilizar mi mano sana y me golpeaba sin parar la enferma. Total, que se produjo una nueva fractura y tuvieron que arreglarme los huesos de nuevo, y todo se ha infectado otra vez. Así que ahora yo cuido de la niña mientras Camille trabaja. Y así están las cosas. Soy un tipo de primera, un Moriarty genial al que su mujer tiene que ponerle todo los días inyecciones de penicilina que me producen urticaria, porque soy alérgico. Tengo que ponerme sesenta mil unidades del invento de Fleming cada mes y tomar una tableta cada cuatro horas para combatir la alergia que me producen. También tengo que tomar aspirina con codeina para aliviarme el dolor del pulgar. También tengo que ser intervenido quirúrgicamente debido a un quiste de una pierna. El lunes tengo que lavantarme a la seis de la mañana para que me hagan una limpieza de la boca. Encima, tengo que ver a un pedicuro dos veces a la semana. Tengo que tomar jarabe para la tos todas las noches. Tengo que sonarme y sorberme los mocos sin parar para despejarme la nariz que se ha hundido justo debajo del puente en un sitio debilitado por una operación que me hicieron hace años. He perdido el pulgar de mi mejor brazo. El mejor lanzador de la historia del reformatorio estatal de Nuevo México. Y a pesar de todo… a pesar de todo, nunca me he sentido mejor y más tranquilo y más feliz en mi vida que ahora, viendo jugar a los niños al sol y estoy tan contento de verte, mi maravilloso Sal, ya sabes, sé que todo marchará perfectamente. Mañana verás a mi hijita, es guapísima y ya puede andar sola treinta segundos seguidos, pesa diez kilos y mide setenta y dos centímetros. He calculado que es treinta y uno y un cuarto por ciento inglesa, veintisiete y medio por ciento irlandesa, veinticinco por ciento alemana, ocho y tres cuartos por ciento holandesa, siete y medio por ciento escocesa, y cien por cien maravillosa. -Me felicitó cariñosamente porque ya había terminado mi libro que acababa de ser aceptado por los editores y continuó-. Sabemos cómo es la vida, Sal, nos hacemos viejos poco a poco, y seguimos aprendiendo cosas. Comprendo perfectamente lo que me dices de tu vida, siempre he sabido lo que sientes, y ahora estás preparado para unirte a una chica auténticamente maravillosa siempre que consigas encontrarla y cultivarla y logres que se interese por tu alma como yo lo he intentado tan desesperadamente con estas malditas mujeres mías. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! -gritó.

Y por la mañana Camille nos echó a los dos a la calle, equipaje incluido. La cosa empezó cuando llamamos a Roy Johnson, el Roy de Denver, y le hicimos venir con cervezas, mientras Dean cuidaba de la niña y lavaba los platos y la ropa en el patio, aunque todo lo hizo muy mal debido a la excitación. Johnson aceptó llevarnos a Mili City a ver a Remi Boncoeur. Camille volvió de su trabajo en la consulta de un médico y nos dedicó la triste mirada de una mujer atosigada. Intenté demostrar a la desgraciada chica que yo carecía de malas intenciones con respecto a su vida familiar y la saludé cordialmente y le hablé con el mayor cariño del que era capaz, pero ella se dio cuenta de que era una artimaña y una artimaña que había aprendido de Dean, y sólo me respondió con una triste sonrisa. Aquella misma mañana hubo una escena terrible: ella estaba tumbada en la cama llorando, y en medio de esto, de repente, tuve unas ganas tremendas de ir al cuarto de baño, y el único modo de hacerlo era atravesar la habitación de Camille.

– ¡Dean! ¡Dean! -grité- ¿Dónde está el bar más cercano?

– ¿Bar? -dijo Dean sorprendido; estaba lavándose las manos en el grifo de la cocina y pensó que quería emborracharme. Le conté lo que pasaba y me dijo-. Vete al cuarto de baño, ella hace eso todo el tiempo.

No, no podía ir. Así que salí en busca de un bar; subí y bajé por Russian Mili, recorrí cuatro bloques y sólo encontré lavanderías, tintorerías, heladerías y salones de belleza. Volví a la desvencijada casa. Se estaban chillando uno al otro cuando me deslicé por la habitación con una débil sonrisa y me encerré en el cuarto de baño. Pocos minutos después Camille estaba tirando las cosas de Dean por el suelo de la sala de estar y diciendo que las recogiera y se largara. Para mi asombro, vi un óleo de cuerpo entero de Galatea Dunkel encima del sofá. De pronto comprendí que todas estas mujeres se pasaban meses solas, meses exclusivamente femeninos, hablando de las locuras de sus maridos. Oí las carcajadas maniáticas de Dean por toda la casa junto con el llanto de la niña. Lo siguiente que vi fue a Dean caminando por la casa como Groucho Marx con su dedo enfermo envuelto en una enorme venda blanca y mantenido en alto igual que un faro qu se mantiene inmóvil por encima del furor de las olas. Volví a ver su destrozado baúl con calcetines y ropa interior sucia asomando; se inclinaba encima de él y arrojaba dentro todo lo que encontraba. Después sacó su maletín, el maletín más trillado de todos los EE. UU. Era de cartón y tenía dibujos para que pareciera de cuero. Tenía además una enorme raja; Dean lo ató con una cuerda. Después cogió su bolsa de marinero y metió más cosas en ella. Yo cogí mi saco, lo llené con mis cosas, y mientras Camille seguía tumbada en la cama diciendo:

– ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! -salimos de la casa y caminamos calle abajo en busca de un tranvía: éramos una masa de hombres y equipaje con aquel enorme pulgar vendado levantado en el aire.

Aquel pulgar se convirtió en el símbolo de la evolución final de Dean. Ya no decía que todo se la sudaba (como antes), ahora además en principio todo le importaba; es decir, todo le daba igual y formaba parte del mundo y no podía evitarlo. Me detuvo en medio de la calle.

– Tío, ahora estoy seguro de que estás realmente intrigado; acabas de llegar a la ciudad y te echan a la calle el primer día y te preguntarás lo que he hecho para que nos pase esto junto con todos los demás terribles acontecimientos. ¡Ji-ji-ji! Pero ahora mírame. Por favor, Sal, mírame.

Le miré. Llevaba una camiseta, unos pantalones rotos que le colgaban por debajo de la barriga, unos zapatos muy viejos; no se había afeitado, tenía el pelo enmarañado, los ojos inyectados en sangre y aquel tremendo pulgar vendado en alto a la altura del corazón (tenía que mantenerlo de esa manera), y en su cara la mueca más necia que jamás he visto. Anduvo a trompicones y miraba a todas partes.

– ¿Qué es lo que veo? ¡Ah!… el cielo azul, viejo amigo. -Osciló y parpadeó. Se frotó los ojos-. Y las ventanas… ¿te has fijado alguna vez en las ventanas? Hablemos de las ventanas. He visto ventanas auténticamente locas que me miraban, y algunas hasta tienen las persianas bajadas y hacen gestos. -Sacó del saco de marinero un ejemplar de Los misterios de París, de Eugene Sue y, estirándose la camiseta, empezó a leerlo en la esquina de la calle con aire pedante-. Bien, Sal, ahora vamos a saborear todo lo que veamos… -Se olvidó de todo aquello al instante siguiente y miró a su alrededor desorientado. Me alegró haber venido. Dean me necesitaba.

– ¿Por qué te echó Camille? ¿Qué vas a hacer ahora?

– ¿Eh? -respondió- ¿Eh? ¿Eh? -Nos devanamos los sesos pensando adónde ir y qué hacer. Me tocaba decidirlo a mí. Pobre, pobre Dean… ni el propio diablo había caído tan bajo; desconcertado, con el pulgar infectado, rodeado por el destrozado equipaje de su vida febril y sin hogar yendo y viniendo a través de América, era un pájaro perdido-. Vámonos a Nueva York caminando -dijo-, y así podremos enterarnos mejor de todo lo que nos pase por el camino… ¡Sí! ¡Eso es! -saqué mi dinero y lo conté; se lo enseñé.

– Tengo aquí ochenta y tres dólares y algunas monedas -le dije-. Ven a Nueva York conmigo… luego podemos ir a Italia.

– ¿Italia? -se le iluminaron los ojos-. Italia, sí, eso espero, ¿cómo iremos hasta allí, Sal?

– Ganaré algo de dinero -respondí-. Los editores me van a pagar mil dólares. Conoceremos a todas las mujeres chifladas de Roma, de París, de todos aquellos sitios; nos sentaremos en las terrazas de los cafés; viviremos en casas de putas. ¿Por qué no vamos a Italia?

– ¿Por qué no? -añadió Dean, y entonces comprendió que yo estaba hablando en serio y me miró de reojo por primera vez: anteriormente jamás había implicado tan directamente en su intranquila existencia. Su mirada era la de un hombre que considera sus posibilidades de ganar antes de hacer la apuesta. Había triunfo y desafio en sus ojos, era una mirada diabólica, y no apartó sus ojos de los míos durante un largo rato. Yo también le miraba y enrojecí.

– ¿Qué pasa? -y me sentía desconcertado cuando lo dije. No respondió pero siguió mirándome con la misma prudencia insolente.

Traté de recordar todas las cosas que Dean había hecho durante su vida y si había algo que le hiciera sospechar de mí. Le repetí con resolución y firmeza:

– Ven a Nueva York conmigo; tengo dinero.

Volví a mirarle; mis ojos estaban empañados por la turbación y las lágrimas. Seguía con los ojos clavados en mí. Ahora me miraba intensamente y como atravesándome. Probablemente fue el momento crítico de nuestra amistad. De pronto, se dio cuenta de que había pasado unas cuantas horas pensando en él y en sus problemas, y trataba de situar aquello dentro de sus categorías mentales atormentadas y tremendamente confusas. Algo hizo ¡click! en el interior de en ambos. En mí era un súbito interés por un hombre que era unos cuantos años más joven que yo, en concreto cinco, y cuyo destino se había ligado al mío en el curso de los años anteriores; en él era algo de lo que únicamente pude asegurarme a partir de lo que haría después. Se puso muy contento y dijo que todo estaba arreglado.

– ¿A qué venía esa mirada? -le pregunté. Le entristeció oírme. Frunció el entrecejo. Era extraño que Dean lo frunciera. Los dos nos sentíamos perplejos e inseguros con respecto a algo. Estábamos allí de pie en la cima de una colina de San Francisco un día de sol; nuestras sombras se alargaban sobre la acera. De una de las casas próxima a la de Camille salieron once griegos, hombres y mujeres, que al momento se pusieron en fila sobre el soleado pavimento mientras otro retrocedía por una estrecha calleja y les sonreía con una cámara de fotos en la mano. Quedamos boquiabiertos ante aquella gente que celebraba la boda de una de sus hijas, probablemente la milésima de una ininterrumpida sucesión de morenas generaciones sonriendo bajo el sol. Estaban bien vestidos, y nos parecían extraños. Dean y yo podíamos haber estado en Chipre y todo hubiera sido igual. Las gaviotas volaban por encima de nosotros en el aire reluciente.

– Bueno -dijo Dean con una voz tímida y suave-, ¿nos vamos entonces?

– Sí -le respondí-. Vámonos a Italia.

Recogimos nuestro equipaje. Dean llevaba su baúl con el brazo sano y yo el resto, y llegamos tambaleándonos a la parada del tranvía. Un momento después íbamos cuesta abajo, con las piernas colgando junto a la acera, sentados en la trepidante plataforma. Eramos dos héroes derrotados de la noche occidental.

3

Lo primero que hicimos fue ir a un bar de la calle Market y decidirlo todo: seguiríamos juntos y seríamos amigos hasta la muerte. Dean estaba muy quieto y preocupado observando a los viejos vagabundos del saloon que le recordaban a su padre.

– Creo que está en Denver. Esta vez es absolutamente necesario que lo encontremos, quizá esté en la cárcel del condado, o quizá ande por la calle Larimer una vez más, pero hay que encontrarlo. ¿De acuerdo?

Sí, yo estaba de acuerdo; haríamos todo lo que nunca habíamos hecho y hubiera sido idiota hacer entonces. Después dicidimos pasar un par de días de juerga en San Francisco antes de empezar la búsqueda, y naturalmente acordamos viajar compartiendo el precio de la gasolina con quien nos llevara y ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Dean aseguraba que ya no necesitaba a Marylou aunque todavía la amaba. Ambos convinimos en que lo comprobaría en Nueva York.

Dean se puso el traje de rayas y una camisa sport, dejamos nuestras cosas en la consigna de una estación de los autobuses Greyhound (nos costó diez céntimos) y fuimos a reunimos con Roy Johnson que sería nuestro chófer durante los días de juerga en Frisco. Roy dijo que sí por telefono. Llegó a la esquina de Market y la Tercera poco después y nos recogió. Ahora vivía en Frisco, trabajaba en una oficina y se había casado con una rubita muy guapa que se llamaba Dorothy. Dean aseguraba que la chica tenía una nariz demasiado larga (según él, y por alguna extraña razón, era su principal defecto), pero la verdad es que la nariz de Dorothy no era larga en absoluto. Roy Johnson es un tipo delgado, moreno y agradable, con una cara afilada y el pelo peinado hacia atrás que constantemente mantiene pegado a ambos lados de la cabeza. Era una persona de trato cordial y amplia sonrisa. Resultaba indudable que a Dorothy, su mujer, no le gustaba nada que fuera nuestro chófer… pero él decidió demostrar que era quien llevaba los pantalones en su casa (vivían en un pequeño cuarto), y mantuvo su promesa a pesar de todo, aunque no sin consecuencias; su dilema mental se reflejaba en un amargo silencio. Nos llevaba a Dean y a mí por todo Frisco a todas las horas del día y de la noche y nunca pronunciaba ni una palabra; todo lo que hacía era saltarse los semáforos en rojo y doblar las esquinas sobre dos ruedas; era un modo de comunicarnos el aprieto en que le habíamos metido. Estaba a medio camino entre su mujer y su antiguo cabecilla de la banda de los billares de Denver. Dean estaba contento y, desde luego, imperturbable ante su modo de conducir. No prestábamos la menor atención a Roy y sentados en la parte de atrás nos desternillábamos de risa.

Lo siguiente que hicimos fui ir a Mili City a ver si encontrábamos a Remi Boncoeur. Advertí con cierto asombro que el viejo Almirante Freebee ya no estaba en la bahía; y después, que Remi ya no vivía en la casucha del desfiladero. Una negra muy guapa nos abrió la puerta; Dean y yo hablamos con ella mucho rato. Roy Johnson esperaba en el coche leyendo los Misterios de París, de Eugenio Sue. Eché una última mirada a Mili City y comprendí que sería inútil tratar de sondear en el complicado pasado; en lugar de eso, decidimos ir a ver a Galatea Dunkel para que nos proporcionara un sitio donde dormir. Ed la había dejado otra vez; estaba en Denver y ella todavía confiaba en que volvería. La encontramos en su apartamento de cuatro habitaciones de la parte alta de Mission, sentada con las piernas cruzadas sobre una alfombra de tipo oriental y un tarot en las manos. Era una buena chica. Advertí tristes señales de que Ed Dunkel había vivido allí cierto tiempo y luego se había largado debido a su habitual inestabilidad y falta de interés por todo.

– Volverá -dijo Galatea-. No sabe arreglárselas por sí mismo, me necesita

– lanzó una mirada furiosa a Dean y a Roy Johnson-. Esta vez la culpa fue de Tommy Snark. Antes de que apareciera, Ed siempre estaba contento y trabajaba y salíamos y lo pasábamos maravillosamente. Dean, ya sabes cómo son esas cosas. Después se pasaban horas en el cuarto de baño, Ed sentado en la bañera y Snarky en el retrete, y hablaban y hablaban y hablaban… ¡Cuántas estupideces!

Dean se reía. Durante años había sido el gran profeta del grupo y ahora todos habían aprendido su técnica. Tommy Snark se había dejado barba y sus grandes y melancólicos ojos azules habían venido en busca de Ed Dunkel a Frisco; lo que había pasado (de verdad, no de mentira) era que Tommy había perdido un dedo en un accidente y recibió una importante suma de dinero. Y sin razón ninguna decidieron dar el esquinazo a Galatea y largarse a Portland, Maine, donde al parecer Snark tenía una tía. Así que ahora debían estar en Denver, de camino, o ya en Portland.

– Cuando a Tom se le termine el dinero Ed volverá -dijo Galatea mirando las cartas-. ¡Es un maldito chiflado…! No sabe nada de nada y nunca lo ha sabido. En realidad, lo único que tiene que saber es que le quiero.

Galatea se parecía a la hija de aquellos griegos de la cámara fotográfica, sentada allí en la alfombra, con su largo cabello llegándole hasta el suelo, afanándose con las cartas del tarot. Me gustaba. Incluso decidimos salir aquella noche a oír jazz, y Dean acompañaría a una rubia de más de uno ochenta de estatura que vivía calle abajo: Marie.

Esa noche Galatea, Dean y yo fuimos a recoger a Marie. Esta tenía un apartamento en un sótano, una hermanita y un viejo coche que casi no podía andar y que Dean y yo empujamos calle abajo mientras las chicas manipulaban el botón de arranque. Fuimos a casa de Galatea y todos se sentaron en círculo (Marie, su hermana, Galatea, Roy Johnson, Dorothy), muy tétricos y abarrotando la habitación, mientras yo me quedaba en un rincón, indiferente ante los problemas de Frisco, y Dean de pie en medio de la habitación con su dedo hinchado al aire a la altura del corazón y farfullando.

– ¡Coño! -soltó-. Todos estamos perdiendo los dedos. ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

– Dean, ¿por qué haces tantas locuras? -dijo Galatea-. Me llamó Camille y me dijo que la habías dejado. ¿Es que no te das cuenta de que tienes una hija?

– Él no dejó a Camille, fue ella la que lo echó -intervine yo rompiendo mi neutralidad. Todos me miraron con desagrado; Dean sonrió maliciosamente-. Y además, ¿qué puede hacer el pobre chico con ese dedo? -añadí. Todos me miraron; Dorothy Johnson me lanzó una mirada especialmente amenazadora. Aquello no era más que un grupo de costureras y en el centro estaba el culpable: Dean. Quizá el responsable de que todo fuera mal. Miré por la ventana la animación nocturna de Mission; quería salir y escuchar el gran jazz de Frisco… Recuérdese que sólo era mi segunda noche en la ciudad.

– Creo que Marylou fue muy lista dejándote plantado, Dean -dijo Galatea-. Desde hace años no tienes el menor sentido de la responsabilidad con nadie. Has hecho tal cantidad de cosas horribles que no sé ni qué decirte.

Y de hecho ésa era la cuestión, y todos seguían sentados en círculo mirando a Dean con cara de muy pocos amigos, y él seguía encima de la alfombra, en medio de todos ellos y se reía… sólo se reía. Bailó un poco. Su vendaje cada vez estaba más sucio y empezaba a deshacerse. De repente comprendí que Dean, en virtud de su enorme serie de pecados, se estaba convirtiendo en el Idiota, el Imbécil, el Santo del grupo.

– No te preocupas absolutamente de nadie, excepto de ti mismo y de tus locuras. Sólo piensas en lo que tienes entre las piernas y en cuánto dinero o cuánta diversión puedes obtener de la gente que te rodea, y luego la dejas por ahí tirada. Y no sólo eso, además pareces tonto. ¿Nunca se te ocurre pensar que la vida es una cosa seria y que hay gente que trata de hacer algo decente en lugar de limitarse a andar haciendo el idiota todo el tiempo?

Eso era Dean: el IDIOTA SAGRADO.

– Camille llorará sin parar toda la noche pero no pienses ni por un minuto que quiere que vuelvas, me dijo que no quería volver a verte y que esta vez era la definitiva. Y sin embargo, tú sigues ahí poniendo cara de idiota, creo que no tienes corazón.

Esto no era verdad; yo conocía mejor las cosas y podría habérselas contado. Pero no veía que tuviera ningún sentido el intentarlo. Deseaba acercarme al grupo, poner el brazo sobre los hombros de Dean y decir: «Bien, ahora escuchadme todos de una puta vez. Recordad una sola cosa: este chico también tiene sus problemas; y otra cosa, nunca se queja y os ha proporcionado a todos muy buenos ratos sólo por ser como es, y si no tenéis bastante con eso llevadle ante el pelotón de fusilamiento, pues parece que eso es lo que tenéis tantas ganas de hacer, y…»

Con todo, Galatea Dunkel era la única del grupo que no tenía miedo a Dean y que era capaz de estar sentada allí tranquilamente con el rostro adelantado echándole las cosas en cara delante de los demás. Hubo otros tiempos en Denver en los que Dean conseguía que todos se sentaran a su alrededor en la oscuridad y él hablaba y hablaba, con una voz que entonces era hipnótica y extraña y que, según se decía, hacía que las chicas acudieran sólo por la fuerza de su persuasión y la satisfacción que proporcionaba lo que decía. Pero eso era cuando tenía quince, dieciséis años. Ahora sus discípulos se habían casado y las mujeres de sus discípulos le juzgaban allí, sobre la alfombra, por su sexualidad y por la vida que había contribuido a crear. Seguí escuchando.

– Y ahora te vas al Este con Sal -continuaba Galatea-, ¿qué crees que vas a conseguir con eso? Camille tendrá que quedarse en casa y cuidar de tu hija cuando te vayas. ¿Cómo podrá seguir trabajando? Y además no quiere volver a verte y no se lo reprocho. Y si ves a Ed por ahí le dices que vuelva o lo mataré.

Tan simple como eso. Fue una noche de lo más triste. Me parecía estar entre unos hermanos y unas hermanas muy extraños en un lastimoso sueño. Luego todos cayeron en un silencio absoluto; en otros tiempos Dean les hubiera sacado de él con su conversación, pero ahora también callaba, y seguía allí delante de todos, desharrapado y hundido e idiotizado, justo debajo de las bombillas, con su huesudo rostro cubierto de sudor y las venas hinchadas y diciendo:

– Sí, sí, sí -como si se encontrara ante unas revelaciones tremendamente duras, y estoy convencido de que así era y que los demás también lo sospechaban y estaban asustados. Era BEAT: estaba vencido, era la raíz y el alma de lo beatífico también. Pero, ¿de qué se estaba enterando? Trataba de decírmelo con todas sus fuerzas y los otros me envidiaban, envidiaban mi situación a su lado, defendiéndole y aprendiendo de él como ellos en otro tiempo intentaron aprender. Después me miraron. ¿Qué estaba haciendo un extraño como yo en la Costa Oeste aquella noche tan agradable? Rechacé este pensamiento.

– Nos vamos a Italia -dije, y me lavé las manos de todo aquel asunto. Entonces, hubo una extraña sensación de satisfacción maternal en el ambiente; las chicas miraban a Dean del modo en que una madre mira al más querido y descarriado de sus hijos, y Dean con su desgraciado pulgar y todas sus revelaciones lo sabía muy bien, y por eso fue capaz, en medio de aquel espeso silencio, de salir del apartamento sin decir ni una palabra y ponerse a esperarnos abajo hasta que decidiéramos sobre el tiempo. Eso era lo que sentíamos con respecto a aquel fantasma de la acera. Miré por la ventana. Estaba solo en la puerta de la calle, contemplando lo que pasaba por allí. Amargura, consejos, moralidad, tristeza… todo eso quedaba a sus espaldas, y ante él se abría la desnuda y estática alegría de la pura existencia.

– Vamos, Galatea, Marie, vamos a escuchar jazz y olvidémoslo todo. Dean se morirá cualquier día. Entonces, ¿qué podréis decirle entonces?

– Cuanto antes se muera mejor -dijo Galatea, y habló oficialmente por casi todos los de la habitación.

– De acuerdo, pues -respondí-, pero ahora está vivo y apostaría lo que fuera a que queréis saber lo que hace ahora, y eso es porque posee el secreto que todos nos esforzamos en buscar y tiene la mente completamente abierta y si se vuelve loco no os preocupéis, no será culpa suya, sino que la culpa será de Dios.

Pusieron reparos a esto; dijeron que no conocía bien a Dean; dijeron que era el peor canalla que había sobre la Tierra y que ya lo comprobaría algún día y lo lamentaría. Me divertía oírles protestar tanto. Roy Johnson se alzó en defensa de las damas y dijo que conocía a Dean mejor que nadie, y que Dean sólo era un taleguero muy interesante y hasta divertido, sólo eso. Salí a reunirme con Dean y hablamos un poco de todo aquello.

– No, tío, no te preocupes, todo va cojonudamente -dijo mientras se rascaba la barriga y se relamía.

4

Las chicas bajaron y empezamos nuestra gran noche empujando otra vez el coche calle abajo.

– ¡Muy bien! ¡Allá vamos! -gritó Dean, y saltamos al asiento trasero y salimos haciendo ruido hacia el pequeño Harlem de la calle Folsom.

Nos sumergimos en la cálida y enloquecida noche oyendo a un saxo tenor soplando sin parar: «¡I-YA! ¡I-YA! ¡I-YA!»… y las palmas seguían el ritmo y la gente gritaba:

– ¡Sigue, sigue, sigue!

Dean ya estaba corriendo por la calle con su pulgar levantado, gritando:

– ¡Sopla, tío, sopla!

Un grupo de negros vestidos de sábado por la noche animaba al músico. Era un saloon con aserrín por el suelo y un pequeño estrado sobre el que se apretujaban unos tipos con sombrero que tocaban por encima de las cabezas de la gente: un sitio loco; unas mujeres locas y fofas andaban por allí en bata, rodaban las botellas por el suelo. En la parte de atrás del local después de los cenagosos servicios en un pasillo muy oscuro grupos de hombres y mujeres apoyados contra la pared, bebían vino y whisky y escupían a las estrellas. El del saxo tenor y sombrero soplaba en el punto álgido del desarrollo de una idea muy libre, un riff que subía y bajaba yendo desde «¡I-YA!» hasta un «I-de-li-ya!» todavía más loco, y continuaba hasta fundirse con el estallido de la batería tocada por un enorme negro brutal de cuello de toro a quien todo se la traía floja excepto aporrear sus instrumentos haciendo crash, cata-plash, rataplán, crash, crash. Era una música estrepitosa y el tenor lo tenía ya y todo el mundo sabía que lo había cogido. Dean metía la cabeza entre la multitud, una multitud enloquecida. Todos pedían al tenor que siguiera así y le ayudaban con sus gritos y sus ojos soltando chispas, y el del saxo se agachaba y se estiraba con su instrumento, lanzando un limpio grito por encima del furor. Una negra muy delgada agitó los huesos ante la boca del instrumento y el saxofonista le lanzó un violento:

– ¡Iiii! ¡Iiii! ¡Iii!

Todos se agitaban y gritaban. Galatea y Marie, con unas jarras de cerveza en la mano, se había puesto de pie encima de una silla y se movían y saltaban. Grupos de negros se arremolinaban en la puerta unos encima de otros tratando de entrar.

– Sigue así, tío -gritó un hombre con voz de sirena de barco y lanzó un aullido que debió oírse hasta en Sacramento.

– ¡Uf! -soltó Dean. Se rascaba el pecho, el vientre; el sudor de su rostro salpicaba alrededor. ¡Bum! ¡kick! Aquel baterista llevaba el sonido de sus tambores hasta el sótano y lo hacía subir hasta el piso de arriba con su ritmo, con los terribles palillos, ¡rataplán-bum!

Un tipo enorme y gordo saltó a la plataforma haciéndola crujir. «¡Yuuu!» El pianista aporreaba las teclas y tocaba acordes en los intervalos en los que el gran saxofonista tomaba aliento para otro estallido: el piano se estremecía, lo hacían todas sus maderas, todas sus cuerdas, ¡boing! El saxo tenor bajó de la plataforma y se mezcló con la multitud tocando sin parar; tenía el sombrero caído encima de los ojos; alguien se lo echó hacia atrás. Seguía avanzando, luego retrocedió y pateó el suelo y soltó un ronco sonido, tomó aliento y levantó su instrumento y largó un alarido alto, prolongado, en el aire. Dean estaba delante de él con la cara casi dentro de la boca del saxo, dando palmadas, lanzando gotas de sudor sobre las llaves del instrumento, y el músico lo notó y se rió con su saxo trémula y disparatadamente, y todo el mundo se rió también y se agitaba y agitaba; por fin, el saxofonista decidió tocar la nota final y se agachó y soltó un do altísimo que duró mucho tiempo acompañado por los gritos y el estruendo del público y pensé que terminarían por aparecer los policías de la comisaría más próxima. Dean estaba en trance. Los ojos del saxo tenor estaban clavados en él; tenía delante a un loco que no sólo entendía sino que quería entender más, mucho más de aquello, y comenzó una especie de duelo; del instrumento salía de todo; no se trataba ya de frases, sino de gritos y alaridos, «¡Bauu!» hacía abajo; y hacia arriba «¡IIIII!» y todo se estremecía, desde el suelo al techo. Intentó de todo, arriba, abajo, hacia los lados, a través, en horizontal, en treinta grados, y por fin cayó entre los brazos de alguien y terminó y todos empujaban a su alrededor y aullaban: «¡Sí! ¡Sí! ¡Ha tocado de verdad!». Dean se estaba secando con un pañuelo.

Después el saxofonista volvió a subir al estrado y pidió un compás lento y miró tristemente hacia la puerta abierta por encima de las cabezas de la gente y empezó a cantar «Close Your Eyes». Las cosas se calmaron durante un momento. El músico llevaba una andrajosa chaqueta de cuero, una camisa morada, zapatos muy viejos y unos pantalones sin raya; no le preocupaba. Parecía un Hassel negro. Sus grandes ojos pardos estaban llenos de tristeza y cantaba lentamente con largas y meditabundas pausas. Pero al llegar al segundo estribillo se excitó y agarró el micro y saltó de la plataforma al suelo doblándose sobre él. Para cantar cada nota tenía que tocarse la punta de los zapatos y alzarse a continuación para reunir toda la fuerza en sus pulmones y se tambaleaba y titubeaba y sólo se recuperaba con el tiempo justo para la siguiente nota lenta. «¡To-o-o-oca la mú-u-u-usica!» Se echaba hacia atrás con la cara hacia el techo, el micrófono muy cerca. Luego se inclinó hacia delante y casi se da con la cara contra el micro. «Suu-ee-ña en la dan-za.» Miró hacia la calle frunciendo los labios con desdén, la expresión de burla y desprecio hip de Billie Holiday… «mientras nos ama-a-a-mos»… se tambaleó hacia ambos lados… «El amo-o-o-o-or»… agitó la cabeza disgustado y como aburrido del mundo entero… «Todo debe estar»… ¿cómo debía estar? Todos esperaban; y el soltó lamentándose… «Muy bien.» El piano atacó el estribillo. «Así que ven y cierra tus hermosos ojos»… le temblaba la boca, nos miraba, a Dean y a mí, con una expresión que parecía decir: «Eh, ¿qué es lo que todos andamos haciendo por este triste mundo negro?»… y entonces llegó al final de la canción, y para esto eran precisos muchos preparativos, y durante ese tiempo se podían mandar mensajes a García alrededor de todo el mundo porque ¿qué importaban a nadie? Porque aquí estábamos tratando de los precipicios y abismos de la pobre vida beat en las calles humanas dejadas de la mano de Dios, y eso dijo y eso cantó: «Cierra… tus», y el grito llegó hasta el techo y lo atravesó y alcanzó las estrellas… «O-o-o-ojo-o-o-os»… y se bajó del estrado a pensar. Se sentó en un rincón y no hizo caso a nadie. Miraba hacia abajo y sollozaba. Era el más grande.

Dean y yo fuimos a hablar con él. Lo invitamos a acompañarnos al coche.

– ¡Sí! No hay nada que me guste más que una buena juerga. ¿Dónde vamos?

– preguntó Dean que saltaba en su asiento riéndose locamente.

– Después, después -dijo el saxofonista-. Haré que el chico nos lleve hasta el Jamson's Nook, tengo que cantar. Tío, yo vivo de cantar. Llevo cantando «Close Your Eyes» un par de semanas… no quiero cantar otra cosa. ¿Cuáles son vuestros planes, chicos? -le dijimos que dentro de un par de días iríamos a Nuea York-. ¡Dios mío!, nunca he estado allí y me han dicho que es una ciudad muy animada pero no me quejo de donde estoy. Soy un hombre casado, ¿sabéis?

– ¡Ah, sí! -dijo Dean animándose-. ¿Y dónde está esa guapísima esta noche?

– ¿Qué quieres decir? -respondió el del saxo mirándole con el rabillo del ojo-. Te he dicho que estaba casado con ella, ¿o es que no te has enterado?

– ¡Oh, sí sí! -dijo Dean-. Sólo preguntaba. A lo mejor tiene amigas, o quizá hermanas, ¿no? Un baile, ya sabes. Lo que quiero es bailar.

– Bueno, ¿para qué sirve un baile? La vida es demasiado triste para estar bailando todo el tiempo -añadió el tipo bajando la vista a la calle-. ¡Mierda! No tengo dinero y esta noche no me preocupa.

Volvimos en busca de los demás. Las chicas se habían enfadado tanto con Dean y conmigo por haber desaparecido que se habían marchado e ido por su cuenta al Jamson's Nook a pie; el coche se negó a funcionar. En el bar vimos un espectáculo horrible: acababa de entrar un hipster blanco muy marica llevando una camisa hawaiana y le había preguntado al enorme baterista si podía sentarse junto a él. Los músicos lo miraron desconfiados.

– ¿Sabes tocar? -dijo que sí con muchos milindres. Se miraban entre ellos y decían-: Sí, sí, sí, eso es lo que el tipo hace. ¡Mierda!

Así que el maricón se sentó a la batería y ellos empezaron a tocar un número bastante fuerte y el tipo empezó a acariciar el parche con las escobillas, muy suavemente, estirando el cuello con esa especie de éxtasis reichiano que no significa nada excepto demasiada tila y mucha blandura y excitación de tipo cool. Pero a él no le importaba. Sonreía alegremente al vacío y seguía el ritmo, un poco blandamente, con algunas sutilezas bop, entre risitas, echándose hacia atrás y como apoyándose en el sólido blues que tocaban los demás sin ocuparse de él. El enorme baterista negro de cuello de toro estaba sentado esperando su turno.

– ¿Qué está haciendo ese tipo? -dijo-. ¡Música! -gritó-. ¡Qué cojones! ¡Mierda! -y miró hacia otra parte molesto.

Apareció el muchacho del que había hablado el saxo tenor; era un negrito muy aseado con un enorme Cadillac. Saltamos todos dentro. Se inclinó sobre el volante y lanzó el coche a través de Frisco sin pararse ni una vez, a más de cien por hora, entre el tráfico y sin que nadie advirtiera lo bueno que era conduciendo. Dean estaba en éxtasis.

– Mira a ese chaval, tío, mira cómo se sienta y no mueve ni un músculo, lanza el coche como una bala y puede hablar la noche entera mientras hace eso, lo que pasa es que no le gusta hablar, ah, tío, la de cosas que yo podría, que querría… sí, sí. Vamos, no te detengas… ¡allá vamos! ¡Sí!

Y el chico dobló una esquina y nos dejó delante justo del Jamson's Nook y aparcó. Llegó un taxi; se apeó de él un delgado y seco predicador negro que lanzó un dólar al taxista y gritó:

– ¡A tocar! -y corrió al interior del club y bajó al bar de la parte de abajo gritando-: ¡A tocar, a tocar, a tocar! -y subió tambaleándose y casi se cae de morros y entró en la sala donde se tocaba jazz con las manos por delante como para apoyarse en algo si se caía, y chocó contra Lampshade, que aquella temporada estaba trabajando de camarero en el Jamson's Nook, y la música sonaba y sonaba y se quedó transfigurado en la puerta abierta, chillando-: ¡Toca para mí, tío, toca! -Y el tío era un negro muy bajo con un saxo alto del que Dean dijo que vivía con su abuela, igual que Tom Snark, durmiendo el día entero y tocando por la noche cientos de temas antes de darse por satisfecho, y eso es lo que estaba haciendo.

– ¡Es Carlo Marx! -gritó Dean por encima del estrépito.

Y lo era. Aquel nietecito del saxo alto tenía unos ojos pequeños, brillantes; pies pequeños y torcidos; piernas delgadas; brincaba y se agitaba con el saxo y mantenía los ojos clavados en el auditorio (constituido por unas cuantas personas sentadas en una docena de mesas en un local de diez por diez de techo muy bajo), y nunca paraba. Sus ideas eran muy sencillas. Lo que le gustaba era la sorpresa de una nueva y sencilla variación de un tema. Iba de «ta-tap-taderara… ta-tap-taderara», repitiéndolo entre saltos y besando y sonriendo a su saxo… hasta «¡ta-tap-I-da-dera-RAP!». Y todo eran momentos de risa y comprensión para él y todos los que le oían. Su tono era claro como una campana, alto, puro, y tocaba justo delante de nuestras caras, a medio metro de distancia. Dean estaba de pie frente a él, olvidado de toda otra cosa del mundo, con la cabeza inclinada, tocando palmas con fuerza, el cuerpo entero saltando sobre los talones y el sudor, siempre el sudor, corriendo por el atormentado cuello de su camisa y deslizándose hasta formar literalmente un charco a sus pies. Galatea y Marie estaban allí; tardamos cinco minutos en darnos cuenta. ¡Ah las noches de Frisco!, el final del continente y el final de la duda, de toda duda y de toda estupidez, adiós. Lampshade andaba de un lado para otro con la bandeja llena de cervezas; todo lo hacía con ritmo; gritaba a la camarera con ritmo:

– Oye, oye, chica, chica, paso, paso que aquí viene Lampshade con el vaso, paso, voy con el vaso -y pasaba como una exhalación con las cervezas en el aire y desaparecía por las puertas batientes y llegaba a la cocina y bailaba con las cocineras y volvía sudando. El saxofonista estaba sentado inmóvil en la esquina de una mesa con una bebida que no había tocado delante; miraba al vacío y las manos le colgaban a ambos lados hasta casi tocar el suelo, los pies sobresalían como dos lenguas y el cuerpo se estremecía con una especie de hastío absoluto, de tristeza en trance y de todo lo que se le pasara por la cabeza: un hombre que se deja fuera de combate cada noche y que dejaba a los demás la tarea de darle la puntilla. Todo se arremolinaba a su alrededor como una nube. Y el pequeño saxo alto de la abuelita, aquel Carlo Marx, saltaba y hacía el mono con su mágico instrumento y tocaba doscientos temas de blues, cada uno más frenético que el anterior, y no mostraba signos de debilidad o cansancio o de que fuera a dar por terminado el día. Todo el local se estremecía.

En la esquina de la Cuarta y Folsom, yo estaba una hora después con Ed Fournier, un saxo alto de San Francisco que esperaba conmigo mientras Dean telefoneaba desde un saloon a Roy Johnson para que viniera a recogernos. No hablábamos de nada demasiado importante, simplemente charlábamos, pero de pronto vimos algo muy extraño y disparatado. Se trataba de Dean. Quería dar a Roy Johnson la dirección del bar, así que le dijo que esperara un momento y salió afuera a mirarlo, y para hacer esto tuvo que pasar a través de un tumulto de bebedores que alborotaban en la barra en mangas de camisa llegar hasta el centro de la calle, y mirar los letreros. Hizo precisamente esto agachándose junto a la pared igual que Groucho Marx, con sus pies desplazándose con increíble rapidez, lo mismo que una aparición, con el dedo hinchado levantado en la noche, y en el centro de la calle se puso a girar mirando a todas partes en busca del letrero. Resultaban difíciles de ver en la oscuridad, y él daba vueltas por la calzada, con el pulgar levantado, en un ansioso silencio; una persona desgreñada con el dedo en alto como un ganso volando, girando y girando en la oscuridad, y la otra mano metida distraídamete en el bolsillo del pantalón. Ed Fournier me decía:

– Yo toco en tono suave vaya adónde vaya y si a la gente no le gusta allá ellos, no voy a cambiar. Oye, tío, ese amigo tuyo está loco, mira lo que hace -y miramos. Hubo un gran silencio cuando Dean vio los letreros y corrió de regreso al bar. Se metió prácticamente entre las piernas de un grupo que salía y se deslizó con tanta rapidez por el bar que todos tuvieron que mirar dos veces para verlo. Un momento más tarde apareció Roy Johnson y Dean se deslizó con la misma rapidez a través de la calle y entró en el coche. Todo sin hacer el menor ruido, y nos largamos otra vez.

– Mira, Roy, sabemos que te hemos creado problemas con tu mujer debido a todo esto pero es absolutamente necesario que nos lleves a la esquina de la Cuarenta y seis y la calle Geary en el tiempo increíble de tres minutos o todo se echará a perder. ¡Bueno! ¡Sí! (toses). Por la mañana Sal y yo nos iremos a Nueva York y ésta es nuestra última noche de juerga y sé que no te importará.

No, a Roy Johnson no le importaba; se pasó todos los semáforos que encontró en rojo y nos llevó a una velocidad de acuerdo con nuestra locura. Al amanecer fue a su casa a acostarse. Dean y yo terminamos la noche con un tipo de color llamado Walter que pidió de beber en el bar y alineó las bebidas y dijo:

– Spodiodi de vino -que era una mezcla de oporto, de whisky y otra vez de oporto-. Hay que endulzar por los dos lados este whisky tan malo -añadió.

Nos invitó a ir a su casa a tomar una cerveza. Vivía en los apartamentos de detrás de Howard. Su mujer dormía cuando entramos. La única luz del apartamento era la de la bombilla que estaba encima de su cama. Hubo que coger una silla y desenroscar la bombilla mientras ella sonreía allí acostada; Dean hizo la operación parpadeando sin parar. Ella era unos quince años mayor que Walter y era la mujer más dulce del mundo. Después tuvimos que enchufar una extensión por encima de la cama, y seguía sonriendo. No le preguntó a Walter dónde había estado o qué hora era; nada. Por fin nos instalamos en la cocina con la extensión y nos sentamos en la humilde mesa a beber cerveza y contarnos cosas. Amaneció. Era hora de irnos y volver a enroscar la bombilla. La mujer de Walter sonreía y sonreía mientras repetíamos la loca operación. No dijo ni una sola palabra.

– Ahí la tienes tío, ésa es la auténtica mujer que necesitamos -dijo Dean en la calle a la luz del amanecer-. Nunca una palabra más alta que otra, nunca una queja; su marido puede volver a casa a la hora que quiera y con quien le dé la gana y hablar en la cocina y beber cerveza y marcharse en cualquier momento. Eso es un hombre y ése es su castillo -y señaló el edificio de apartamentos.

Nos alejamos tambaleándonos. La noche había terminado. Un coche de la policía nos siguió recelosamente durante unas cuantas manzanas. Compramos unos donuts recientes en una panadería de la calle Tercera y nos los comimos en la gris y sórdida calle. Un tipo alto, de gafas y bien vestido venía dando bandazos calle abajo acompañado de un negro con gorra de camionero. Era una extraña pareja. Pasó un camión muy grande y el negro lo señaló excitado como intentando expresar sus sentimientos. El blanco miró furtivamente por encima del hombro y contó su dinero.

– ¡Es el viejo Bull Lee! -rió Dean-. Siempre contando su dinero y preocupado por todo, mientras que el otro sólo quiere hablar de camiones y de las cosas que sabe

– los seguimos un rato.

Flores santas flotando en el aire, eso eran todos aquellos rostros cansados en el amanecer de la América del jazz.

Teníamos que dormir; descartamos a Galatea Dunkel. Dean conocía a un guardafrenos llamado Ernest Burke que vivía con su padre en la habitación de un hotel de la calle Tercera. En principio Dean se había llevado bien con ellos, pero después no tan bien, y la idea era que yo intentara persuadirles de que nos dejaran dormir en el suelo de su casa. Fue horrible. Tuve que llamar desde un bar. El viejo respondió al teléfono con desconfianza. Me recordaba por lo que había oído contar a su hijo. Ante nuestra sorpresa bajó al vestíbulo a buscarnos. Era un viejo y miserable hotel de Frisco. Subimos y el viejo fue tan amable que nos dejó toda la cama.

– De todos modos tenía que levantarme ya -dijo y se dirigió a la pequeña cocina a preparar café. Empezó a contarnos historias de su época en el ferrocarril. Me recordaba a mi padre. Le escuché atentamente. Dean no le prestaba atención, se estaba lavando los dientes y andaba por allí diciendo:

– Sí, eso es -a todo lo que el viejo contaba. Por fin nos dormimos; por la mañna volvió Ernest de su turno en la Western División y se acostó en cuanto Dean y yo nos levantamos. El viejo señor Burke se estaba arreglando para acudir a una cita que tenía con una mujer de edad madura. Se puso un traje verde de tweed, una visera de paño, también de tweed verde, y se colocó una flor en el ojal.

– Estos románticos y miserables ferroviarios de Frisco tienen su vida propia, triste sin duda, pero inquieta -le dije a Dean en el retrete-. Fue muy amable por habernos dejado dormir aquí.

– Claro, claro -respondió Dean sin escucharme. Salió disparado en busca de un coche a la agencia de viajes. Mi trabajo consistía en ir a casa de Galatea Dunkel a por nuestro equipaje. Me la encontré sentada en el suelo con las cartas del tarot en la mano.

– Bueno, adiós, Galatea, espero que te vaya todo bien.

– Cuando vuelva Ed lo llevaré al Jamson's Nook todas las noches para que se llene de locura hasta arriba, ¿crees que funcionará eso? No sé qué hacer, Sal.

– ¿Qué dicen las cartas?

– El as de espadas se encuentra muy lejos de él. Está rodeado de corazones… la reina de corazones nunca está lejos. ¿Ves esta sota de espadas? Es Dean, siempre está cerca.

– Bueno, nos vamos a Nueva York dentro de una hora.

– Algún día Dean emprenderá uno de esos viajes y nunca volverá.

Me dejó ducharme y afeitarme, y después le dije adiós y cogí el equipaje. Me subí a un taxi barato de esos que siguen un determinado itinerario y puedes cogerlo en cualquier esquina y bajarte en cualquier otra esquina por unos quince céntimos; vas con otros pasajeros como en un autobús, pero hablando y contando chistes como en un coche particular. Aquel último día en Frisco, la calle Mission era un gran lío de niños jugando, negros que volvían alegres del trabajo, polvo, excitación, la gran animación y el vibrante zumbido de la que sin duda es la ciudad más excitante de América… y por encima el puro cielo azul y la alegría del brumoso mar que se oye toda la noche y hace que todos tengan mayor apetito y más ganas de divertirse. Me molestaba tener que marcharme; mi estancia había durado sesenta horas. Con el frenético Dean corría por el mundo sin oportunidad de verlo. Por la tarde estaríamos en Sacramento zumbando de nuevo hacia el Este.

5

El coche pertenecía a un maricón alto y delgado que volvía a su casa de Kansas y llevaba gafas de sol negras y conducía con extremada prudencia; el coche era lo que Dean llamaba un «Plymouth marica»; carecía de aceleración y de auténtica potencia.

– ¡Un coche afeminado! -me susurró Dean al oído. Iban otros dos pasajeros, una pareja de típicos turistas de medio pelo que querían detenerse y dormir en todas partes. La primera parada fue en Sacramento, que no era ni siquiera el comienzo de nuestro viaje a Denver. Dean y yo íbamos en el asiento de atrás solos, les dejábamos dirigir a los otros y hablábamos.

– Mira, tío, aquel saxo alto de anoche LO tenía… lo encontró y ya no lo soltó. Nunca he visto a un tipo que pudiera retenerlo tanto tiempo.

Yo quería saber que significaba ese «LO». Dean se echó a reír.

– ¡Bueno, tío! Me estás preguntando sobre impon-de-rables… Verás, hay un tipo y todo el mundo estaba allí, ¿cierto? Le toca exponer lo que todos tienen dentro de la cabeza. Empieza el primer tema, después desarrolla las ideas, y la gente, sí, sí, y lo consigue, y entonces sigue su destino y tiene que tocar de acuerdo con ese destino. De repente, en algún momento en medio del tema lo coge… todos levantan la vista y se dan cuenta; le escuchan; él acelera y sigue. El tiempo se detiene. Llena el espacio vacío con la sustancia de nuestras vidas, confesiones de sus entrañas, recuerdos de ideas, refundiciones de antiguos sonidos. Tiene que tocar cruzando puentes y volviendo, y lo hace con tan infinito sentimiento, con tan profunda exploración del alma a través del tema del momento que todo el mundo sabe que lo que importa no es el tema sino LO que ha cogido… -Dean no pudo continuar; sudaba al hablar de aquello.

Entonces empecé a hablar; nunca había hablado tanto en toda mi vida. Le conté a Dean que cuando era niño e iba en coche solía imaginarme que llevaba una enorme guadaña en la mano y que cortaba con ella todos los árboles y postes y hasta los montes que desfilaban por delante de la ventanilla.

– Sí, sí -gritó Dean-. Yo también solía hacer eso, sólo que con una guadaña diferente… verás por qué. Como viajaba por el Oeste, a través de enormes inmensidades, mi guadaña tenía que ser inconmensurablemente más larga y tenía que alcanzar hasta montañas muy distantes para cortarles la cumbre, e incluso tenía que llegar hasta montes mucho más lejanos y al tiempo cortar todos los postes de la carretera. Por eso… sí, tío, tengo que decírtelo, AHORA LO tengo… y tengo que hablarte también de cuando mi padre y yo y un vagabundo de la calle Larimer hicimos un viaje a Nebraska en medio de la depresión para vender matamoscas. ¿Y cómo los hicimos? Cogimos trozos de tela y unos metros de alambre que doblábamos y pequeños trozos de tela azul y roja que cosíamos en los bordes. Y todo eso lo comprábamos por unos pocos céntimos y fabricamos miles de matamoscas e íbamos en el trasto del viejo vagabundo por todas las granjas de Nebraska y los vendíamos a níquel cada uno. En la mayoría de los sitios nos daban un níquel por caridad, al ver a dos vagabundos y un chaval, y mi viejo solía cantar por entonces: «Aleluya! Ya soy otra vez un vagabundo, un vagabundo.» Y tío, ahora escucha esto: después de dos semanas de penalidades increíbles y de andar de un sitio para otro con un calor horrible vendiendo aquellos jodidos matamoscas, empezaron a reñir sobre el reparto de las ganancias y terminaron pegándose en una cuneta y luego hicieron las paces y compraron vino y empezaron a beber y no pararon en cinco días y cinco noches mientras yo lloraba sin parar en la parte de atrás, y cuando terminaron se habían gastado hasta el último céntimo y nos encontrábamos justamente donde habíamos empezado, en la calle Larimer. Y a mi viejo lo detuvieron y tuve que presentarme ante el juez y pedirle que lo soltara porque era mi padre y no tenía madre. Sal, yo soltaba discursos muy maduros a la edad de ocho años delante de abogados que me escuchaban con mucho interés…

Teníamos calor; íbamos hacia el Este; estábamos excitados.

– Déjame que te cuente algo más -le dije yo- y es sólo un paréntesis dentro de lo que tú me estás contando y con el fin de terminar lo que te decía antes. Una vez de niño iba en el asiento de atrás del coche de mi padre y me vi cabalgando en un caballo blanco que corría junto al coche salvando todos los obstáculos. Saltaba cercas y sorteaba casas y a veces saltaba por encima de ellas si yo las veía demasiado tarde; subía montañas, pasaba como un rayo por plazas llenas de tráfico que yo tenía que evitar con una rapidez increíble…

– ¡Si! ¡Sí! ¡Sí! -dijo jadeante Dean en un puro éxtasis-. La única diferencia conmigo era que quien corría era yo mismo, no tenía caballo. Tú eras un niño del Este y soñabas con caballos; claro que no podemos admitir esas cosas pues ambos sabemos que de hecho no son más que basura e ideas literarias, pero al menos yo quizá debido a mi esquizofrenia más fuerte corría a pie junto al coche a una velocidad increíble, a veces incluso a más de ciento treinta, saltando vallas y matorrales y granjas y hasta en ocasiones subiendo hasta una cumbre y bajando sin quedarme atrás nunca…

Hablábamos de estas cosas y sudábamos. Nos habíamos olvidado por completo de la gente de delante que empezaban a preguntarse qué estaba pasando en el asiento de atrás. En un determinado momento, el conductor dijo:

– ¡Por el amor de Dios! Están haciendo que el coche se balancee -y de hecho estábamos haciéndolo al compás de nuestro ritmo y de LO que habíamos captado y de nuestra alegría al hablar y vivir y de las innumerables particularidades angélicas que acechaban nuestras almas y nuestras vidas.

– ¡Oh, tío! ¡tío! ¡tío! -gimió Dean-. Y esto ni siquiera es el principio… y ahora aquí estamos yendo por fin juntos al Este, nunca lo habíamos hecho juntos, Sal, piensa en ello, vamos a recorrer Denver juntos y a ver qué está haciendo la gente, aunque ese asunto nos importe poco, lo que importa es que LO sabemos y sabemos cómo es el TIEMPO y sabemos que todo va realmente BIEN. -Después, agarrándome por la manga, sudando, se puso a susurrarme-: Ahora fíjate un poco en esos de ahí delante. Están inquietos, van contando los kilómetros que faltan, piensan en dónde van a dormir esta noche, cuánto dinero van a gastar en gasolina, el tiempo que hará, cuándo llegarán a su destino… como si en cualquier caso no fueran a llegar. Pero necesitan preocuparse y traicionan el tiempo con falsas urgencias o, también, mostrándose simplemente ansiosos y quejosos; sus almas de hecho no tendrán paz hasta que encuentren una preocupación bien arraigada, y cuando la hayan encontrado pondrán la cara adecuada, es decir, serán desgraciados y todo pasará a su lado y se darán cuenta y eso también les preocupará. ¡Escúchalos! ¡Escúchalos! -les imitó-: «Bueno, veamos, quizá no consigamos gasolina en esa estación de servicio. Hace poco he leído en el National Petroffiouss Petroleum News que ese tipo de gasolina tiene demasiados octanos y alguien me dijo en cierta ocasión que hasta tiene no sé qué semioficial de alta frecuencia, y de hecho no estoy seguro de si, bueno, que en cualquier caso me parece…» Tío, ¿los estás oyendo? -me pegaba tremendos codazos para que le observara. Yo lo hacía lo mejor que podía. Bing, bang, ¡sí! ¡sí! ¡sí! Todo era agitación en el asiento de atrás y los de adelante se secaban la frente asustados y lamentaban habernos aceptado en la agencia de viajes. Y sólo era el comienzo.

En Sacramento el marica cogió astutamente una habitación en un hotel y nos invitó a que subiéramos a tomar una copa con él, mientras la pareja iba a dormir a casa de unos parientes. Y en la habitación del hotel, Dean puso en práctica todo lo que dicen los manuales que hay que hacer para sacar dinero a un marica. Fue una locura. El marica empezó diciéndonos que estaba muy contento de viajar con nosotros porque le gustaban los jóvenes así, y teníamos que creerle, pues no le gustaban las mujeres y acababa de terminar un asunto con un hombre en Frisco en el que él asumia el papel masculino y el otro el femenino. Dean lo atosigó con preguntas y asentía a todo. El marica decía que le gustaría mucho saber lo que pensaba Dean de todo aquello. Después de advertirle de que en su juventud a veces había sido un chulo, Dean le preguntó cuánto dinero tenía. Yo estaba en el cuarto de baño. El marica se enfadó mucho y creo que empezó a sospechar de los objetivos finales de Dean. No soltó dinero e hizo vagas promesas para Denver. Siguió contando su dinero y comprobó el contenido de su equipaje. Dean abandonó el asunto.

– Ya lo estás viendo, es mejor no molestarse. Se les ofrece lo que secretamente quieren y en seguida les invade el pánico -pero había conquistado lo suficiente al dueño del Plymouth como para que le dejara tomar el volante sin reticencias, y ahora viajábamos de verdad.

Salimos de Sacramento al amanecer y cruzamos el desierto de Nevada a mediodía, después de un rapidísimo paso por las sierras que hizo que el marica y los turistas se agarraran unos a otros en el asiento de atrás. Nosotros íbamos delante: habíamos tomado el mando. Dean estaba contento de nuevo. Lo único que necesitaba era un volante entre las manos y cuatro ruedas sobre la carretera. Me habló de lo mal conductor que era Bull Lee y se empeñó en demostrarlo…

– Siempre que aparece un camión como ese que se acerca, Bull tarda muchísimo en verlo, porque no ve, no puede ver -se frotó furiosamente los ojos para demostrármelo-. Yo le digo: «¡Atención, Bull, un camión!», y él me responde: «¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?», «¡Un camión! ¡Un camión!», y en el último momento se lanza directamente contra el camión así -y Dean lanzó el Plymouth directamente contra el camión que se nos echaba encima. Osciló y dudó un momento delante de él, el rostro del camionero se puso gris ante nuestros ojos, los del asiento de atrás soltaron gritos de terror, y se apartó en el último momento-. Así, justamente así es cómo él lo hace de mal. -Yo no me había asustado en absoluto: conocía a Dean. Los del asiento de atrás estaban sin habla. De hecho ni se atrevían a quejarse: sólo Dios sabía lo que Dean era capaz de hacer si se quejaban.

Dean condujo como una bala a través del desierto, haciendo demostraciones de las diversas maneras de cómo no se debe conducir, del modo en que conducía su padre, de cómo toman las curvas los grandes conductores, de cómo las tomaban los malos conductores, al principio muy cerradas y luego tenían problemas, y así sucesivamente. Era una tarde soleada y calurosa. Reno, Battle Mountain, Elko, todas las localidades de la carretera de Nevada, disparadas por las ventanillas una tras otra, y al amanecer estábamos en los llanos de Salt Lake con las luces de Salt Lake City brillando infinitesimalmente casi a ciento cincuenta kilómetros de distancia entre el espejismo de los llanos, apareciendo dos veces, por encima y por abajo de la curvatura de la tierra, una clara y otra opaca. Le dije a Dean que lo que nos mantenía unidos a todos a este mundo era invisible, y para demostrarlo señalé las largas hileras de postes telefónicos que se curvaban hasta perderse de vista sobre ciento cincuenta kilómetros de sal. El vendaje de Dean estaba medio desecho, muy sucio, se agitaba en el aire, y su rostro era pura luz.

– ¡Si, tío, Dios mío, sí,sí! -de repente detuvo el coche y se derrumbó. Me volví hacia él y lo vi encogido en un rincón del asiento durmiendo. Tenía la cara apoyada sobre la mano sana, y la vendada permanecía de modo automático cuidadosamente en el aire.

La gente del asiento de atrás suspiró aliviada. Les oí quejarse en voz muy baja.

– No podemos permitir que siga conduciendo, está absolutamente loco, debe haberse escapado de un manicomio o algo así.

Salí en defensa de Dean y me incliné hacia atrás para hablarles.

– No está loco. Se siente muy bien, y no se preocupen de cómo conduce, es el mejor del mundo.

– No puedo soportarlo -dijo la chica con un susurro histérico sofocado. Volví a sentarme y disfruté de la llegada de la noche en el desierto y esperé a que el bienaventurado Ángel Dean volviera a despertarse. Estábamos en una elevación que dominaba las nítidas líneas de luces de Salt Lake City y Dean abrió los ojos al lugar de este mundo espectral donde había nacido, sin nombre y sucio, años atrás.

– ¡Sal, Sal, mira, aquí es donde nací, piénsalo! La gente cambia, come año tras año y cambia cada vez que come. ¡Iiii! ¡Mira! -estaba tan excitado que me hizo gritar. ¿Adónde nos llevaría todo esto?

Los turistas insistieron en conducir el coche el resto del camino hasta Denver. De acuerdo, nos daba lo mismo. Nos sentamos atrás y hablamos. Pero por la mañana estaban demasiado cansados y Dean cogió el volante en Craig, una zona del desierto del este de Colorado. Habíamos pasado casi toda la noche avanzando cautelosamente por el Paso de Strawberry, en Utah, y habíamos perdido muchísimo tiempo. Se durmieron. Dean se lanzó decididamente hacia la imponente pared del paso de Berthoud que se alzaba unos cien kilómetros delante de nosotros en el techo del mundo, un tremendo estrecho de Gibraltar envuelto en nubes. Bajó el Paso de Berthoud volando: lo mismo que en el de Techachapi, con el motor parado y gracias al impulso del coche, y pasando a todos los demás vehículos y sin interrumpir nunca el rítmico avance que las propias montañas señalaban, hasta que contemplamos la gran llanura caliente de Denver una vez más… y Dean estaba en casa.

Aquella gente nos vio bajar del coche con gran alivio en la esquina de la 27 y Federal. Nuestro maltrecho equipaje volvió a amontonarse en la acera; todavía nos quedaba mucho camino. Pero no nos importaba: la carretera es la vida.

6

Teníamos un montón de cosas que hacer en Denver, y eran de un tipo totalmente diferente a las de 1947. Podíamos ir a buscar inmediatamente un coche a la agencia de viajes o bien quedarnos unos cuantos días para divertirnos y buscar a su padre.

Los dos estábamos cansados y sucios. En el retrete de un restaurante, estaba en el urinario cerrando el paso de Dean al lavabo y dejé de mear antes de haber terminado y fui a otro urinario, y le dije:

– ¿Qué te parece?

– Sí, tío -respondió mientras se lavaba las manos-, está muy bien, pero es muy malo para los ríñones y como ya te estás haciendo viejo cada vez que hagas eso te aseguras años de dolores en tu vejez, dolores de ríñones seguros para los días en que te toque sentarte en los parques.

– ¿Quién es viejo? -repliqué enfadado-. No soy mucho mayor que tú.

– No estaba diciendo eso, tío.

– Ya -añadí-, siempre estás haciendo bromas con mi edad. No soy un marica como aquel marica viejo, no necesitas preocuparte por mis ríñones.

Volvimos a nuestra mesa justo cuando la camarera nos traía los emparedados de roastbeef caliente que habíamos pedido y, aunque habitualmente Dean se habría lanzado como un lobo encima de la comida, no lo hizo. Yo dije para desahogar mi ira:

– No quiero oírte hablar más de eso. Y de repente los ojos de Dean se llenaron de lágrimas y se levantó y dejó su comida caliente allí y salió del restaurante. Me pregunté si se habría ido para siempre. No me importó, estaba muy enfadado. Había flipeado momentáneamente y la había tomado con Dean. Pero la vista de la comida sin tocar me puso más triste de lo que había estado en años. No debí haber dicho eso… le gusta tanto comer… Nunca había dejado su comida así… ¡Qué cojones! Eso le servirá de lección.

Dean estuvo fuera del restaurante exactamente cinco minutos y después volvió y se sentó:

– Bueno -dije-, ¿qué andabas haciendo por ahí afuera?, ¿apretándote los puños, quizá? ¿Cagándote en mi madre o pensando en nuevas bromas sobre mis ríñones?

– No, tío, no, estás completamente equivocado. Si lo quieres saber, bueno…

– repondió moviendo la cabeza.

– Adelante, dímelo -añadí yo sin levantar la vista de mi plato. Me sentía un animal. -Estaba llorando -dijo Dean. -¿Qué coño? Pero si tú nunca lloras…

– ¿Crees eso? ¿Por qué piensas que nunca lloro? -No tienes bastante sensibilidad para llorar -cada una de estas cosas que decía era como un cuchillo que me clavaba a mi mismo. Estaba saliendo todo lo que abrigaba en contra de mi hermano: me sentí un ser espantoso y miserable al descubrir en lo más profundo de mí unos sentimientos tan asquerosos.

– No, tío, estaba llorando -Dean meneaba la cabeza. -Vamos, tuviste un ataque de locura y quisiste largarte. -Créeme, Sal, créeme esto si es que has creído algo de mí -sabía que estaba diciendo la verdad y sin embargo no quería que me molestara la verdad, y cuando lo miré noté que todas mis asquerosas tripas se revolvían. Me di cuenta, y acepté, que estaba equivocado.

– Perdóname, Dean, creo que nunca me había portado así contigo. Bueno, ahora ya sabes cómo soy. Sabes que no tendré nunca más relaciones íntimas con nadie… no sé qué hacer cuando me pasan estas cosas. Tengo las cosas en la mano como si no valieran nada y no sé dónde dejarlas. Olvídalo -el taleguero santo empezó a comer-. ¡No es culpa mía! -le dije-. En este asqueroso mundo nada es culpa mía, ¿no lo ves? No quiero que lo sea y no puede serlo y no lo es.

– Si, tío, sí. Pero, por favor, vuelve a escucharme, y créeme.

– Te creo, de verdad. -Y fue la historia más triste de aquella tarde. Y aquella noche, surgieron toda clase de complicaciones cuando Dean y yo fuimos a instalarnos con la familia okie.

Habían sido vecinos míos en la soledad que había pasado en Denver dos semanas atrás. La madre era una mujer maravillosa que llevaba pantalones vaqueros y conducía camiones de carbón en las montañas por el invierno para mantener a sus hijos, cuatro en total, pues su marido los había abandonado años antes cuando viajaban por todo el país con un remolque. Habían recorrido con ese remolque la distancia que hay entre Indiana y LA. Tras muchos buenos ratos y un maravilloso domingo por la tarde emborrachándose en los bares de los cruces de la carretera y risas y música de guitarra por la noche, el enorme patán de pronto se había alejado caminando por la oscura pradera y nunca volvió. Sus hijos eran maravillosos. El mayor era un chico, que no andaba por allí aquel verano, sino en un campamento de las montañas; la siguiente era una chica adorable de trece años que escribía poemas y cogía flores en el campo y quería ser actriz de Hollywood cuando fuera mayor, su nombre era Janet; después estaban los pequeños, Jimmy, que por las noches se sentaba alrededor de la hoguera y pedía su patata antes de que estuviera asada, y Lucy, que jugaba con gusanos, escarabajos y todo lo que se arrastrara y les ponía nombres y les hacía sitios donde vivir. Tenían cuatro perros. Vivían sus pobres y alegres vidas en una pequeña calle recién abierta y eran el blanco del semirrespetable sentido del decoro de sus vecinos sólo porque a la pobre mujer le había dejado su marido y porque llenaban de basura el patio. Por la noche todas las luces de Denver se extendían como una gran rueda en la llanura de abajo, pues la casa estaba en la zona del oeste donde las montañas bajan hasta la llanura en estribaciones sucesivas y donde, en tiempos muy lejanos, las suaves olas del Mississippi, entonces casi un mar, debieron barrer la tierra para crear mesetas tan redondas y perfectas como las de los picos-islas de Evans y Pike y Longs. Dean se presentó allí y, por supuesto, todo fueron sudores y alegrías al verlos, en especial a Janet, pero le avisé que no la tocara, y probablemente ni tenía necesidad de decírselo. La mujer era una mujer estupenda y se encariñó en seguida con Dean, pero ella se mostró tímida y él se mostró tímido. Ella dijo que Dean le recordaba a su marido.

– Justo igual que él… era tan loco, tan loco.

El resultado fue un frenético beber cerveza en la sucia sala de estar, cenas ruidosas y una radio Lone Ranger que hacía un ruido tremendo. Las complicaciones surgieron como nubes de mariposas: la mujer (Frankie, la llamaban todos), por fin había decidido comprar un viejo coche tal y como había estado amenazando con hacerlo durante años, y ya sólo le faltaban unos pocos dólares. Dean asumió de inmediato la responsabilidad de elegir el coche y señalar su precio, pues, claro está, quería usarlo él para, como antaño, coger a las chicas a la salida del colegio y llevarlas a las montañas. La pobre e inocente Frankie siempre estaba de acuerdo en todo. Pero tuvo miedo de soltar su dinero cuando estuvieron en la tienda delante del vendedor. Dean se sentó directamente en el polvo del Bulevar Alameda y se daba puñetazos en la cabeza.

– ¡Por cien dólares no se puede pedir nada mejor! -juró que no volvería hablar con ella, soltó tacos hasta que se le puso la cara roja, estaba a punto de saltar dentro del coche y largarse con él-. ¡Vaya con estos estúpidos y estúpidos y estúpidos okies, nunca aprenderán, son totalmente idiotas, es increíble, llega el momento de actuar y les entra la parálisis, se asustan, se ponen histéricos, lo que más les asusta es lo que quieren… ¡es como mi padre, mi madre de nuevo!

Dean estaba muy excitado aquella noche porque su primo Sam Brady nos había citado en un bar. Llevaba una camiseta limpia y estaba radiante.

– Escucha. Sal, debo hablarte de Sam… es mi primo.

– Por cierto, ¿has buscado a tu padre?

– Tío, esta tarde estuve en el bar de Jigg que era donde solía beber cerveza hasta atontarse y hasta que el dueño le decía cuatro cosas y lo ponía de patitas en la calle… no… y fui a la vieja barbería de al lado del Windsor… no, no fue allí… un tipo me dijo que estaba… ¡imagínate!… trabajando en una cantina con baile del ferrocarril, el Boston and Maine, ¡en Nueva Inglaterra! Pero no le creí, en seguida se fabrican historias falsas. Ahora préstame atención. En mi infancia este primo mío, Sam Brady, era mi héroe absoluto. Solía traer whisky de contrabando de las montañas y una vez tuvo una tremenda pelea a puñetazos con su hermano que duró dos horas y las mujeres chillaban aterrorizadas. A veces dormíamos juntos. Fue el único hombre de la familia que me demostró cierto cariño. Y esta noche voy a verlo de nuevo después de siete años, acaba de regresar de Missouri.

– ¿Y con qué objeto?

– Ningún objeto, tío. Sólo quiero saber lo que ha sucedido en la familia (recuerda que tengo familia), y principalmente, Sal, quiero que me cuente cosas que he olvidado de mi infancia. Quiero recordar, recordar, ¡lo quiero! -Nunca había visto a Dean tan alegre y excitado. Mientras esperábamos en el bar por su primo habló mucho de los hipsters más jóvenes del centro y de los golfos y se informó de las nuevas bandas y sus actividades. Después hizo indagaciones sobre Marylou que había estado recientemente en Denver-. Sal, en mi juventud solía venir a esta esquina para robar las monedas del quiosco de periódicos, era la única manera que tenía de comer, ese tipo con pinta tan violenta que está ahí me hubiera matado, se peleaba sin parar, recuerdo que tenía la cara marcada, lleva años y a-a-años ahí en la esquina y ha terminado por ablandarse, y se ha vuelto un hombre muy amable y paciente con todo el mundo, se ha convertido en una institución de la esquina, ¿ves las cosas que pasan?

Llegó Sam, un hombre delgado y nervioso, de pelo rizado, tenía treinta y cinco años y manos callosas de trabajador. Dean le miraba casi con respeto.

– No -dijo Sam Brady-, ya no bebo.

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? -me susurró Dean al oído-. Ya no bebe y era el tipo más aficionado al whisky de la ciudad; ahora es religioso, me lo ha dicho por teléfono, fíjate en él, fíjate en cómo ha cambiado… mi héroe se ha convertido en un extraño -Sam Brady desconfiaba de su primo más joven. Nos llevó a dar una vuelta en su viejo cupé y estableció de inmediato su posición con respecto a Dean.

– Y ahora escúchame, Dean, no voy a creerme ni una de las palabras de lo que tratas de decirme. He venido a verte esta noche porque necesito que firmes un documento familiar. Para nosotros tu padre es como si ya no existiera y no queremos tener que ver absolutamente nada con él y, siento tener que decírtelo, tampoco contigo -miré a Dean. Su cara se había ensombrecido.

– Claro, claro -dijo. El primo siguió llevándonos en el coche y hasta nos compró unos helados. Con todo, Dean le atosigó con innumerables preguntas acerca del pasado y el primo le respondía y durante unos momentos Dean casi se puso a sudar de nuevo todo excitado. ¿Dónde estaba su pobre padre aquella noche? El primo nos dejó bajo las tristes luces de una feria del Bulevar Alameda, en Federal. Se citó con Dean para que éste firmara el documento la tarde siguiente y se largó. Le dije a Dean que sentía mucho que no hubiera nadie en el mundo que le creyese.

– Recuerda que yo te creo. Lamento muchísimo aquel resentimiento que demostré ayer por la tarde.

– Muy bien, tío, de acuerdo -respondió Dean. Anduvimos juntos por la feria. Había tiovivos, norias, palomitas de maiz, ruletas, puestos y cientos de jovenzuelos de Denver con pantalones vaqueros. El polvo se alzaba hasta las estrellas junto a la música más triste del mundo. Dean llevaba unos desgastados levis muy estrechos y una camiseta y de nuevo parecía un auténtico personaje de Denver. Había chicos en moto con casco y bigote y cazadoras con tachuelas que estaban detrás de las barracas con chicas preciosas con levis y camisas color de rosa. También había un montón de chicas mexicanas, y una increíble enanita de apenas un metro de estatura con la cara más bonita y tierna del mundo, que se volvió a la que le acompañaba y dijo:

– Vamos a buscar a Gómez y nos abrimos.

Dean se quedó de piedra al verla. Parecía que en la oscuridad de la noche le había atravesado un enorme cuchillo.

– Tío, me acabo de enamorar de ella, sí, la amo…

La seguimos durante bastante tiempo. Por fin, ella cruzó la calle para llamar por teléfono desde la cabina de un motel y Dean hacía como que miraba la guía telefónica mientras de hecho no dejaba de observarla. Yo intenté iniciar una conversación con los amigos de la muñequita pero no nos hicieron caso. Gómez llegó en un camión desvencijado y se llevó a las chicas. Dean quedó en mitad de la calle, dándose puñetazos.

– Tío, casi me muero…

– ¿Por qué coño no hablaste con ella?

– No podía, no podía…

Decidimos comprar unas cervezas y subir hasta casa de Frankie, la okie, y poner unos discos. Hicimos autostop y nos cogió en seguida un coche. Llegamos con las cervezas y Janet, la hija de Frankie que, tenía trece años, nos pareció la chica más guapa del mundo; y además estaba a punto de hacerse mujer. Lo mejor suyo eran aquellos largos y sensibles dedos que tenía y que usaba para hablar con ellos, lo mismo que Cleopatra bailando junto al Nilo. Dean se sentó en el rincón más apartado de la habitación contemplándola con ojos brillantes y diciendo:

– Sí, sí, sí.

Janet se daba cuenta de la presencia de Dean y se volvió hacia mí en busca de protección. Los meses anteriores de aquel mismo verano habíamos pasado mucho tiempo hablando de libros y de las cosas que le interesaban.

7

Aquella noche no pasó nada; nos fuimos a dormir. Todo pasó al día siguiente. Por la tarde, Dean y yo bajamos al centro de Denver para hacer diversas gestiones y pasarnos por la agencia de viajes en busca de un coche que nos llevara a Nueva York. De regreso a casa de Frankie, ya a última hora de la tarde, subíamos por Broadway, cuando de repente Dean entró en una tienda de artículos deportivos, cogió con toda tranquilidad una pelota de béisbol del mostrador, y salió botándola y haciéndola saltar sobre la palma de la mano. Nadie se dio cuenta; esas cosas casi nunca las nota nadie. Era una tarde agobiante y calurosa. Fuimos tirándonos la pelota el uno al otro mientras seguía mos subiendo.

– Seguro que mañana conseguimos un coche.

Una amiga mía me había regalado una botella de litro de bourbon Old Granddad. Empezamos a beber en casa de Frankie. Al otro lado de un sembrado vivía una chica a la que Dean había tratado de ligarse desde nuestra llegada. Se estaba incubando una tormenta. Dean tiró varias piedras a los cristales de su ventana y la asustó. Mientras estábamos bebiendo el bourbon en la sucia sala de estar con todos los perros y los juguetes desparramados por todas partes y una conversación mortecina, Dean salió corriendo por la puerta de la cocina y cruzó el sembrado y empezó a tirar piedrecitas y a silbar. De cuando en cuando Janet salía para atisbar. De pronto Dean volvió muy pálido.

– Problemas, tío. La madre de esa chica viene detrás de mí con una escopeta y ha reunido a un grupo de chavales para que me persigan.

– Pero, ¿qué pasa? ¿Dónde están?

– Al otro lado del sembrado, tío -Dean estaba borracho y no se preocupaba demasiado. Salimos juntos y cruzamos el sembrado bajo la luz de la luna. Vi grupos de gente en la oscura y polvorienta carretera.

– ¡Ahí vienen! -oí.

– Esperen un minuto -dije-. ¿Pueden decirme lo que pasa?

La madre acechaba al fondo con una enorme escopeta debajo del brazo.

– Ese desgraciado de amigo suyo lleva un rato molestándonos. Yo no soy de esas personas que llaman a la policía. Si vuelve a aparecer por aquí le pegaré un tiro; y aviso que tiraré a matar.

Los chavales estaban agrupados y con los puños cerrados. Yo también estaba tan borracho que no me preocupé de ellos, pero procuré tranquilizarlos.

– No lo hará más -les aseguré-. Es mi hermano y me hace caso. Por favor, aparte ese arma y no se preocupe más.

– ¡Que vuelva si se atreve! -dijo la mujer firme y amenazadoramente en la oscuridad-. Cuando vuelva mi marido irá en su busca.

– No necesita hacer eso; no volverá a molestarles, dense cuenta de ello. Y ahora tranquilícense y todo se arreglará -detrás de mí Dean lanzaba maldiciones entre dientes. La chica estaba atisbando por la ventana de su dormitorio. Conocía a aquella gente de antes y confiarían lo bastante en mí como para tranquilizarse un poco. Cogí a Dean por el brazo y volvimos por los surcos del sembrado.

– ¡Vaya! -gritó Dean-. ¡Esta noche voy a emborracharme!

De regreso a casa de Frankie, Dean enloqueció ante un disco que había puesto Janet y lo rompió sobre la rodilla. Era un disco de música hilbilly. También había un disco antiguo de Dizzy Gillespie que le gustaba mucho a Dean (era «Congo Blues» con Max West a la batería). Se lo había regalado yo a Janet y le dije que lo cogiera y se lo rompiera a Dean encima de la cabeza. Ella se levantó y lo hizo. Dean abrió la boca atontado pero dándose cuenta de todo. Todos nos reímos. Todo estaba arreglado. En esto, Frankie quiso salir a beber cerveza.

– ¡Andando! -gritó Dean-. Pero, maldita sea, si hubieras comprado el coche aquel que te enseñé el martes ahora no tendríamos que ir caminando.

– ¡No me gustaba aquel maldito coche! -gritó Frankie. Los niños se pusieron a llorar. Una densa y apolillada eternidad se extendía por la enloquecida sala de estar parda con el lúgubre papel pintado, la lámpara color rosa, los rostros excitados. El pequeño Jimmy estaba asustado; le acosté con uno de los perros al lado. Frankie estaba borracha y llamó a un taxi y mientras lo esperábamos me telefoneó mi amiga. Esta amiga mía tenía un primo de edad madura que me odiaba a rabiar, y aquella misma tarde yo le había escrito una carta al viejo Bull Lee, que ahora estaba en Ciudad de México, contándole las aventuras de Dean y mías y los motivos de nuestra estancia de Denver. Le decía: «Tengo una amiga que me regala whisky y me da dinero y me invita a cenar.»

Estúpidamente le di aquella carta a este primo de mi amiga para que la echara al correo, justo después de haber cenado pollo. El tipo la abrió, la leyó, y corrió a contarle lo miserable que era yo. Ahora mi amiga me llamaba llorando y diciéndome que no quería volver a verme. Después el primo cogió el teléfono y empezó a llamarme hijo de puta. Mientras el taxi tocaba el claxon fuera y los niños lloraban y los perros ladraban y Dean bailaba con Frankie solté todas las maldiciones que sabía y añadí muchas nuevas y en mi locura de borracho le dije por teléfono que se fuera a tomar por el culo y colgué y salí a emborracharme. Gingiol

Entramos dando tumbos en el taxi y en seguida llegamos al bar. Era un bar de pueblo junto a las colinas. Entramos y pedimos cerveza. Todo se iba al carajo. Y para hacer que las cosas fueran todavía más frenéticas, en el bar había un tipo espástico que echó los brazos al cuello de Dean y empezó a llorarle en la misma cara, y Dean volvió a enloquecer y sudaba y maldecía, y para añadir mayor confusión a la que había, Dean salió corriendo y robó un coche que estaba en el aparcamiento del bar y salió disparado hacia el centro y volvió con otro nuevo y mejor. De repente levanté la vista y vi policías y gente en el aparcamiento iluminado por las luces del coche de la pasma; y todos hablaban del coche robado.

– Alguien ha estado robando coches que estaban estacionados aquí -decía un policía. Dean estaba detrás de él escuchándole y diciendo:

– Sí, claro, claro.

Dean entró en el bar y andaba tambaleándose con el pobre espástico que se había casado aquel mismo día y tenía una borrachera tremenda y su mujer esperaba en alguna parte.

– Tío, este chaval es algo grande -decía Dean-. Sal, Frankie, ahora voy a traer un coche realmente cojonudo y nos iremos con Tony -(el pobre espástico)- y daremos un paseo por las montañas.

Y salió corriendo. Al mismo tiempo, entró un policía y dijo que estaba en el aparcamiento un coche que había sido robado en el centro de Denver. La gente discutía. Desde la ventana vi que Dean saltaba dentro del coche más próximo y se largaba sin que nadie se diera cuenta. Muy pocos minutos después estaba de regreso con un coche totalmente distinto, un convertible último modelo.

– ¡Este si es que una auténtica maravilla! -me dijo al oído-. El otro rateaba demasiado… lo dejé en el cruce, vi éste aparcado delante de una granja… Di una vuelta por Denver. ¡Vamos, tío, vamos todos a dar un paseo! -Toda la amargura y locura de su vida en Denver salía despedída de su organismo como si fueran puñales. Su cara estaba congestionada y sudorosa y con expresión amenazadora.

– ¡No, no quiero tener nada que ver con coches robados!

– No te preocupes, tío. Tony ven conmigo, ¿verdad que vendrás mi querido y absurdo Tony? -y Tony, un muchacho delgado, moreno de ojos saltones, que echaba espuma por la boca, se apoyó en Dean y se quejaba y quejaba porque de pronto se sentía mal y entonces por alguna extraña razón tuvo miedo de Dean y se apartó de él con el terror pintado en su rostro. Dean inclinó la cabeza. Sudaba y salió corriendo y se alejó en el coche. Frankie y yo encontramos un taxi delante del bar y decidimos volver a casa. Cuando el taxista nos llevaba por el infinitamente oscuro bulevar de la Alameda por el que yo había paseado y perdido tantísimas noches durante los meses anteriores del verano, cantando y lamentándome y hablando a las estrellas y dejando caer gota a gota la esencia de mi corazón encima del alquitrán caliente, Dean de repente apareció detrás de nosotros en el convertible robado y empezó a tocar el claxon y a acosarnos y a gritar. El taxista se puso lívido.

– Es sólo un amigo mío -dije.

Dean disgustado con nosotros se alejó a ciento cincuenta por hora soltando por el escape un humo espectral. Después dobló por la carretera que llevaba a casa de Frankie y se detuvo ante ella; luego, repentinamente, volvió a arrancar, giró y se dirigió de nuevo a la ciudad cuando nos bajábamos del taxi y pagábamos la carrera. Momentos después, mientras esperábamos angustiados en el oscuro patio, volvió con otro coche, un destartalado cupé, se detuvo entre una nube de polvo y se fue directamente a la cama y se quedó quieto como un muerto encima de ella. Y allí delante de la misma puerta teníamos un coche robado.

Tuve que despertarlo; no conseguía poner el coche en marcha para aparcarlo en otro sitio. Saltó tambaleante de la cama, llevando solamente sus calzoncillos, y subimos juntos al coche, mientras los niños se reían en las ventanas, y fuimos dando saltos y tumbos por un campo de alfalfa del final de la carretera hasta que finalmente el coche no pudo seguir y se detuvo bajo un viejo chopo cerca de un antiguo molino.

– No puede seguir más allá -dijo sencillamente Dean y se apeó y volvió caminando por el sembrado, unos quinientos metros, en calzoncillos a la luz de la luna. Llegamos a casa y nos metimos en la cama. Todo era un terrible lío: mi amiga, los coches, los chicos, la pobre Fiankie, el cuarto de estar lleno de latas de cerveza, y yo trataba de dormir. Un grillo me mantuvo despierto durante cierto tiempo. De noche, en esta parte del Oeste, las estrellas, lo mismo que había comprobado en Wyoming, son tan grandes como luces de fuegos artificiales y tan solitarias como el Príncipe del Dharma que ha perdido el bosque de sus antepasados y viaja a través del espacio entre los puntos de luz del rabo de la Osa Mayor tratando de volver a encontrarlo. Y de ese modo brillan en la noche; y luego, mucho antes de que saliera realmente el sol, se extendió una vasta luminosidad roja sobre la parda y desabrida tierra que lleva al oeste de Kansas y los pájaros iniciaron su trinar sobre Denver.

8

Por la mañana teníamos unas náuseas tremendas. Lo primero que hizo Dean fue atravesar el sembrado para ir a ver si el coche podía llevarnos al Este. Dije que no lo hiciera, pero fue de todas formas. Volvió palidísimo.

– Sal, es el coche de un policía y todas las comisarías de la ciudad tienen mis huellas dactilares desde el año que robé quinientos coches. Ya ves para qué los robo, sólo para dar un paseo. ¡No puedo evitarlo! Escúchame, iremos directamente a la cárcel si no nos largamos de aquí en este preciso instante.

– Tienes razón -respondí, y empezamos a recoger nuestras cosas lo más de prisa que pudimos. Con faldones de camisas y corbatas colgando de las maletas, dijimos adiós a toda prisa a aquella agradable familia y nos dirigimos con paso vacilante hacia la carretera donde nadie nos conocía. Janet lloraba al vernos, o verme, marchar, o lo que fuera… y Frankie se mostró muy amable y la besé y pedí disculpas.

– Sin duda es un loco -dijo-. Me recuerda mucho a mi marido, el que se largó. Es el mismo tipo de hombre. Espero que mi pequeño Mickey no sea así de mayor.

Y dije adiós a Lucy, que tenía un escarabajo en la mano, y al pequeño Jimmy que aún dormía. Todo esto en cuestión de segundos; era un hermoso amanecer de domingo. A cada instante temíamos que apareciese un coche de la policía lanzado en nuestra busca.

– Si se entera esa mujer de la escopeta estamos jodidos -dijo Dean-. Tenemos que encontrar un taxi. Entonces estaremos a salvo. -Estuvimos a punto de despertar a los de una granja para que nos dejaran usar su teléfono, pero el perro nos ahuyentó. Cada minuto que pasaba las cosas se ponían peor; el cupé podía ser encontrado por cualquier campesino madrugador. Una amable anciana nos dejó utilizar su teléfono, y llamamos a un taxi del centro de Denver; pero no vino. Caminamos a trompicones carretera abajo. A primera hora de la mañana comenzó el tráfico y cada coche que pasaba nos parecía que era de la policía. Entonces vimos que venía un coche patrulla de verdad y me di cuenta que mi vida, tal y como había ido hasta entonces, se terminaba y que empezaba una nueva etapa horrible entre rejas. Pero el coche de la policía resultó ser nuestro taxi, y en ese mismo momento se inició nuestra huida hacia el Este.

En la agencia de viajes esperaba un estupendo recibimiento a quien quisiera llevar un Cadillac del 47 hasta Chicago. El dueño había llegado conduciendo desde México acompañado de su familia, se había cansado y los había metido en un tren. Lo único que quería era nuestros nombres y que lleváramos el coche a Chicago. Mis documentos le dejaron convencido de que todo iría bien. Le dije que no se preocupara. Y dije a Dean:

– Nada de joder este coche -mientras él saltaba de excitación al contemplarlo. Tuvimos que esperar una hora. Nos tumbamos en el césped que rodeaba la iglesia donde en 1947 había pasado algún tiempo con unos vagabundos después de dejar a Rita Bettencourt en su casa. Y allí mismo me quedé dormido, agotado y cara a los pájaros de la tarde. De hecho, estaban tocando un órgano en alguna parte. Dean callejeó por la ciudad. Se hizo amigo de una camarera y se citó con ella para llevarla a pasear en el Cadillac aquella misma tarde, y volvió para despertarme con la noticia. Ahora me sentía mejor. Me levanté ante las nuevas complicaciones.

Cuando volvió el del Cadillac, Dean saltó al instante dentro de él y se fue «a buscar gasolina», y el empleado de la agencia de viajes me miró y dijo:

– ¿Cuándo va a volver? Los pasajeros están preparados.

Y me enseñó a dos muchachos irlandeses de un colegio de jesuitas del Este que esperaban en un banco con sus maletas.

– Fue a por gasolina. Volverá en seguida -le respondí y fui hasta la esquina y vi a Dean que tenía el motor en marcha y esperaba a la camarera que se estaba cambiando en la habitación de un hotel; de hecho incluso podía verla a ella desde donde estaba, y la vi frente al espejo arreglándose y luego poniéndose unas medias de seda, y deseé irme con ellos. La chica bajó corriendo y saltó dentro del Cadillac. Yo regresé a la agencia para tranquilizar al empleado y a los pasajeros. Desde la puerta pude distinguir fugazmente el paso del Cadillac por Cleveland Place, con Dean en camiseta y alegre, agitando las manos y hablando con la chica e inclinándose sobre el volante, mientras ella se mantenía muy tiesa y orgullosa a su lado. Fueron a un aparcamiento, estacionaron junto a un muro de ladrillo de la parte de atrás (Dean había trabajado allí en cierta ocasión), y allí, según él, hicieron lo que les apeteció a plena luz del día; y no sólo eso, la convenció para que nos siguiera al Este en cuanto cobrara su sueldo el viernes, viajaría en autobús, y se reuniría con nosotros en el apartamento de Ian MacArthur en la avenida Lexington, de Nueva York. Dijo que iría; se llamaba Beverly. Media hora después, Dean puso el coche en marcha de nuevo, dejó a la chica en el hotel, con besos, adioses y promesas, y zumbó hacia la agencia de viajes para recogernos.

– Bueno, ¡ya era hora! -dijo el empleado-. Empezaba a pensar que se había pirado con el Cadillac.

– Es responsabilidad mía -respondí-, no se preocupe -y dije eso porque Dean estaba tan obviamente frenético que cualquiera podía tomarle por un loco. Pero se calmó e incluso ayudó a los alumnos de los jesuitas a cargar su equipaje. Apenas se sentaron y apenas yo había dicho adiós a Denver, Dean se lanzó a toda velocidad con el coche cuyo enorme motor sonaba con inmensa potencia. Tres kilómetros después de Denver el velocímetro se estropeó: Dean iba ya a ciento ochenta kilómetros por hora.

– Bueno, sin velocímetro no podré saber a qué velocidad vamos. Pero lo que tardemos en llegar a Chicago nos dirá la velocidad a la que hemos ido. -No parecía que fuera a más de cien por hora pero adelantábamos a todos los coches por la autopista en línea recta que lleva a Greeley como si fueran tortugas-. El motivo por el que me dirijo al Noreste es porque es absolutamente necesario que visitemos el rancho de Ed Wall, en Sterling. Tienes que conocer a Ed y visitar su rancho y este coche corre tanto que podemos hacerlo sin problemas de tiempo y llegar a Chicago mucho antes que el tren de ese hombre.

Muy bien, estaba de acuerdo. Empezó a llover pero Dean no aflojó la marcha. Era un hermoso coche muy grande, el último modelo de los automóviles al viejo estilo, tenía una carrocería muy alargada y neumáticos blancos por los lados y probablemente cristales a prueba de balas. Los chicos de los jesuitas (de San Buenaventura), iban sentados atrás y no tenían ni idea de la velocidad a la que íbamos. Intentaron hablar con Dean pero fue inútil y éste terminó por quitarse la camiseta y conducir con el pecho al aire.

– Esa Beverly es una chica guapísima, se reunirá conmigo en Nueva York, nos casaremos en cuanto tenga los documentos para divorciarme de Camille. Todo funciona, Sal, y estamos en marcha. ¡Sí, sí!

Cuanto más nos alejábamos de Denver nos sentíamos mejor, y nos estábamos alejando muy de prisa. Se hizo de noche cuando dejamos la autopista en Junction y cogimos una estrecha carretera que nos llevó a través de las lúgubres llanuras del este de Colorado hasta el rancho de Ed Wall, en medio de Coyote Alto. Pero seguía lloviendo y el barro era muy resbaladizo y Dean redujo la marcha a cien por hora, pero le dije que fuera aún más despacio o patinaríamos, y él me respondió:

– No te preocupes, tío, ya me conoces.

– No esta vez -respondí-. Vas demasiado rápido. -Y nada más decir esto, nos encontramos con una curva muy pronunciada hacia la izquierda y Dean se agarró con fuerza al volante e intentó tomarla bien, pero el coche resbaló sobre el barro y osciló peligrosamente.

– ¡Cuidado! -gritó Dean, a quien todo le daba lo mismo, luchando contra su buena estrella durante un momento, y terminamos con la parte trasera en la cuneta y la delantera en la carretera. Se hizo un impresionante silencio. Oíamos gemir el viento. Estábamos en mitad de una pradera desierta. Había una granja a unos quinientos metros carretera adelante. Yo lanzaba juramentos y estaba muy enfadado con Dean. Él no decía nada y salió camino de la granja, cubierto con un impermeable, a buscar ayuda.

– ¿Es hermano suyo? -preguntaron los chicos del asiento de atrás-. Es un demonio con el coche… y según lo que cuenta, también debe serlo con las mujeres.

– Está loco, sí -les respondí-, pero es mi hermano. -Y vi que Dean volvía con el granjero y su tractor. Engancharon unas cadenas al parachoques y el coche salió de la cuneta. Estaba cubierto de barro y el parachoques quedó destrozado. El granjero nos cobró cinco dólares. Sus hijas observaban bajo la lluvia. La más guapa y tímida se escondía en el campo y hacía bien porque era indudablemente la chica más guapa que Dean y yo habíamos visto en nuestra vida. Tenía unos dieciséis años, un aspecto de la llanura maravilloso con una piel como las rosas, y ojos azules, el cabello adorable y la timidez y agilidad de una gacela. Cada vez que la mirábamos retrocedía asustada. Allí estaba de pie con los inmensos vientos que soplaban desde Saskatchevan jugando con su cabello que formaba maravillosos bucles en torno a su cabeza. Y se ruborizaba y se ruborizaba.

Terminamos nuestros asuntos con el granjero, echamos una última mirada al ángel de la pradera, y nos alejamos, ahora más despacio, hasta que cayó la noche por completo y Dean dijo que el rancho de Ed Wall estaba allí mismo, delante de nosotros.

– Las chicas como ésa me asustan -dije-. Lo abandonaría todo por ella y me arrojaría a sus pies; quedaría a su merced y si me rechazara me iría para siempre de este mundo.

Los chicos del colegio de jesuitas se reían. Sólo sabían de bromas colegiales y en sus cabezas de chorlito sólo tenían mucho Aquino mal digerido. Dean y yo no les hicimos ningún caso. Mientras cruzábamos la praderas cubiertas de barro me contaba cosas de sus días de vaquero y me enseñó un trecho de la carretera donde pasó una mañana entera cabalgando; y dónde había estado arreglando la alambrada nada más llegar a los terrenos de Wall, de una extensión tremenda; y donde el viejo Wall, el padre de Ed, solía alborotar persiguiendo una ternera en su coche por la yerba alta y gritando:

– ¡Cógela, cógela, cagoendiós!

– Tenía que comprar un coche nuevo cada seis meses -me explicó Dean-. No le importaba. Cuando se nos escapaba un animal corría en su persecución hasta que el coche se atascaba en un pantano y luego seguía a pie. Contaba hasta el último centavo que ganaba y lo guardaba en un puchero. Era un viejo ranchero loco. Ya te enseñaré algunos de los coches que destrozó, están cerca del granero. Estuve aquí en libertad condicional después de mi último lío. Y aquí vivía cuando le escribí aquellas cartas a Chad King.

Dejamos la carretera y nos metimos por un sendero sinuoso que atravesaba los pastos de invierno. Apareció de pronto ante nuestros faros un melancólico grupo de vacas con la cara blanca.

– ¡Aquí están! ¡Las vacas de Wall! ¡No podremos pasar a través de ellas! Tendremos que bajarnos y espantarlas. ¡En!¡Eh!¡Eh!

Pero no necesitamos hacerlo y avanzamos lentamente entre ellas, a veces golpeándolas suavemente, mientras se movían lentamente y mugían como un mar rodeando las puertas del coche. Más allá vimos la luz de la casa de Ed Wall. Alrededor de esa luz se extendían cientos de kilómetros de pastos.

La clase de oscuridad absoluta que cae sobre una pradera como ésta resulta inconcebible para alguien del Este. No había luna, ni estrellas, ni luz, excepto la de la cocina de la señora Wall. Lo que existía pasadas las sombras del porche era una interminable visión del mundo que no se conseguiría ver hasta el amanecer. Después de llamar a la puerta y de preguntar allí en la oscuridad por Ed Wall, que estaba ordeñando las vacas en el establo, di un breve y cauteloso paseo por aquella oscuridad, fueron sólo unos veinte pasos, ni uno más. Me pareció oír coyotes. Wall dijo que probablemente era uno de los caballos salvajes de su padre que relinchaba a lo lejos. Ed Wall tenía más o menos nuestra edad, era alto, ágil, de dientes en punta, y lacónico. Él y Dean habían pasado muchas tardes en las esquinas de la calle Curtís silbando a las chicas que andaban por allí. Ahora nos hizo entrar amablemente en la oscura, parda y poco utilizada sala de estar y anduvo en la oscuridad hasta que encontró unas mortecinas lámparas y las encendió y dijo a Dean:

– ¿Qué coño te ha pasado en ese dedo?

– Pegué a Marylou y se me infectó y tuvieron que amputarme un pedazo.

– ¿Adónde hostias vas y por qué? -me di cuenta que se comportaba como el hermano mayor de Dean. Meneó la cabeza; todavía tenía el cubo de leche a sus pies-. Bueno, de todos modos siempre has sido un hijoputa sin pizca de seso.

Entretanto su joven esposa preparó un magnifico banquete en la enorme cocina del rancho. Se disculpó por el helado de melocotón:

– No lleva más que nata y melocotones congelados -pero, claro está, fue el único helado auténtico que había tomado en toda mi vida. Empezó poco a poco y terminó en la abundancia; a medida que íbamos comiendo aparecían nuevas cosas en la mesa. Era una rubia bastante guapa, pero como todas las mujeres que viven en los grandes espacios abiertos se quejaba de que se aburría un poco. Habló de los programas de radio que solía escuchar a esta hora de la noche. Ed Wall estaba sentado y se limitaba a mirarse las manos. Dean comió vorazmente. Quería que yo siguiera su historia de que el Cadillac era mío. Según él, yo era un hombre muy rico y él era mi amigo y mi chófer. Aquello no impresionó en absoluto a Ed Wall. Cada vez que el ganado hacía ruido en el establo levantaba la cabeza y escuchaba.

– Bueno, espero que lleguéis bien a Nueva York -dijo, pero lejos de creer la historia de que el Cadillac era mío, estaba seguro de que Dean lo había robado. Estuvimos en el rancho aproximadamente una hora. Ed Wall había perdido toda su confianza en Dean, lo mismo que Sam Brady… lo miraba con desconfianza siempre que lo miraba. Habían pasado días muy agitados cuando, terminada la recolección del heno, andaban por la calles de Laramie, Wyoming; pero todo aquello estaba muerto e ido.

Dean saltaba convulsivamente en su silla.

– Muy bien, sí, sí, muy bien, y ahora creo que lo mejor será que nos larguemos porque tenemos que estar en Chicago mañana por la noche y ya hemos perdido varias horas.

Los colegiales dieron cordialmente las gracias a Wall y reanudamos la marcha. Me volví para ver la luz de la cocina hundirse en el mar de la noche. Después miré hacia delante.

9

En muy poco tiempo estábamos de nuevo en la autopista y esa noche vi desplegarse ante mis ojos todo el estado de Nebraska. íbamos a ciento setenta y cinco por hora por rectas interminables, cruzábamos pueblos dormidos, no había tráfico y el expreso de la Union Pacific quedaba detrás de nosotros bajo la luz de la luna. No sentí miedo en toda la noche; era perfectamente legítimo ir a ciento setenta y cinco y hablar y ver aparecer y desaparecer como en sueños todas las localidades de Nebraska: Ogallala, Gothenburg, Kearney, Grand Island, Columbus… Era un coche magnífico; corría por la carretera como un barco por el agua. Tomábamos las curvas con toda soltura.

– ¡Ah, tío, qué coche tan maravilloso! -suspiraba Dean-. Piensa lo que podríamos hacer tú y yo si tuviéramos un coche como éste. ¿Sabes que hay una carretera que baja hasta México y luego sigue hasta Panamá…? y quizá continúe hasta el final de América del Sur donde los indios miden más de dos metros y mascan coca en las montañas. ¡Sí! Tú y yo, Sal, recorreríamos el mundo entero en un coche como éste porque, tío, en definitiva la carretera tiene que dar la vuelta al mundo entero. ¿Adónde va a ir si no? ¿No es así? Pero, en fin, nos pasearemos por el viejo Chicago con este coche. Fíjate, Sal, nunca he estado en Chicago.

– En este Cadillac pareceremos gángsters.

– ¡Eso es! ¿Y las chicas? Podremos ligarnos un montón de chicas. Sal, he decidido mantener una velocidad extra y así tendremos una noche entera para andar por allí con el coche. Ahora sólo tienes que descansar y yo conduciré todo el rato.

– De acuerdo, ¿a qué velocidad vamos ahora?

– Nos mantenemos más o menos a ciento ochenta… y ni siquiera se nota. Cruzaremos Iowa entero durante el día y luego recorreremos Illinois en muy poco tiempo. -Los chicos se habían dormido y hablamos y hablamos toda la noche.

Era notable hasta qué punto Dean podía volverse loco y a continuación sondear su alma (que a mi juicio está arropada por un coche rápido, una costa a la que llegar y una mujer al final de la carretera), tranquila y sensatamente como si no hubiera pasado nada.

– Ahora me pongo así siempre que estoy en Denver… no puedo hacérmelo en esa ciudad nunca más. Por eso, por eso, porque el pobre Dean es como un poseso. ¡Zas! ¡Zas! -Le conté que yo había recorrido esta carretera de Nebraska antes, en el 47. Él también-. Sal, cuando trabajaba en la lavandería Nueva Era de Los Angeles, en mil novecientos cuarenta y cuatro (había falsificado la edad, claro), hice un viaje a Indianápolis con el propósito exclusivo de ver la carrera del 30 de mayo; de día hacía autostop y por la noche para ganar tiempo robaba coches. También tenía en LA un Buick de veinte dólares, mi primer coche; no podía pasar la inspección de frenos y luces y decidí que necesitaba un permiso de otro estado para usar el coche sin que me detuvieran, así que vine aquí a conseguir la licencia. Cuando estaba haciendo autostop por uno de estos pueblos, con las placas de la matrícula escondidas debajo de la chaqueta, un sheriff metomentodo consideró que era demasiado joven para estar haciendo autostop y me detuvo. Encontró las matrículas y me metió en una celda de la cárcel con un delincuente del condado que debería de haber estado en un asilo de ancianos, pues no podía comer por sí solo (la mujer del sheriff le daba de comer) y se pasaba el día entero babeándose y sollozando. Después de la investigación, que incluyó atenciones y cuidados paternales, y después bruscas amenazas para asustarme, y también una comprobación de mi escritura y otras cosas así, y después de que le soltara el mejor discurso de toda mi vida para que me pusiera en libertad, en el que le dije que era mentira todo lo que le había dicho de mi pasado de ladrón de coches y que sólo andaba buscando a mi padre que trabajaba en una granja de los alrededores, dejó que me fuera. Me perdí las carreras, claro. Al otoño siguiente hice lo mismo para ver el partido Notre Dame-California en South Bend, Indiana… esta vez no tuve ningún problema, Sal, pero tenía el dinero justo para la entrada, ni un centavo de más, y no comí nada ni a la ida ni a la vuelta, excepto lo que pude sacarles a los tipos que conocí en la carretera. Soy el único chico de todos los Estados Unidos de América que se haya tomado tantas molestias por ver un partido de fútbol.

Le pregunté por qué había estado en LA en 1944.

– Me detuvieron en Arizona y me metieron en la cárcel más horrible en que he estado en mi vida. Tuve que escaparme y fue la fuga más grande de toda mi vida, hablando de fugas, ya sabes, de un modo general. Por los bosques, ya me entiendes, y arrastrándome, y por pantanos… subiendo por la parte montañosa. Me esperaban porras de goma y trabajos forzados y una supuesta muerte accidental, así que tuve que seguir por los bosques para mantenerme lejos de senderos y caminos y carreteras. Tuve que deshacerme de mi ropa de presidiario y robé del modo más limpio una camisa y unos pantalones en una estación de servicio de las afueras de Flagstaff. llegando a LA dos días después vestido de empleado de estación de servicio y caminé hasta la primera estación que vi y conseguí una habitación y me cambié de nombre (Lee Buliay) y pasé un año muy divertido en LA, incluyendo un montón de nuevos amigos y algunas chicas realmente estupendas; esta temporada se terminó cuando unos cuantos íbamos en coche por el Hollywood Boulevard una noche y le dije a mi tronco que atendiera el coche mientras yo besaba a una chica… yo iba al volante, ya entiendes… y el tipo no me oyó y chocamos contra un poste, pero sólo íbamos a treinta y me rompí la nariz. Ya la has visto… esa curva griega que tengo ahí. Después de eso fui a Denver y aquella misma primavera conocí a Marylou en una heladería. Tío, sólo tenía quince años y llevaba pantalones vaqueros y esperaba a que alguien se la ligara. Tres días y tres noches de charla en el hotel As, piso tercero, habitación de la esquina sudeste, habitación sagrada y santo escenario de mis días… ella era tan dulce entonces, tan joven, ñam, ñam. ¡Pero oye! Mira eso de ahí afuera; es un grupo de vagabundos junto a una hoguera, ¡hostias! -casi se detuvo-. ¿Lo ves? Nunca sabré si mi padre estaba ahí o no -había unos cuantos tipos tambaleándose junto a la hoguera-. Nunca sé si debo preguntar. Puede estar en cualquier parte -seguimos la marcha. En cualquier sitio detrás o delante de nosotros, en medio de la inmensa noche, su padre podía estar durmiendo la borrachera junto a cualquier matorral, era indudable… saliva en la barbilla, los pantalones mojados, roña en las orejas, costra en la nariz, y quizá sangre en el pelo y la luna brillante encima de él. Cogí a Dean por el brazo.

– Oye, tío, esta vez vamos realmente a casa. -Nueva York iba a ser su residencia permanente por primera vez. Se reía; no podía esperar.

– Fíjate, Sal, en cuanto lleguemos a Pensilvania empezaremos a oír ese bop del Este por la radio. ¡Venga, coche, corre, coche corre! -Aquel magnífico coche cortaba el viento; hacía que las llanuras se desplegaran como un rollo de papel; despedía alquitrán caliente con deferencia… un coche imperial. Abrí los ojos a un ventoso amanecer; nos dirigíamos hacia él. El rostro de Dean duro y terco, inclinado como siempre hacia delante, expresaba determinación.

– ¿En qué estás pensando?

– ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! En lo de siempre, ya sabes… ¡mujeres, mujeres, mujeres!

Me dormí y me desperté en la seca y caliente atmósfera de la mañana de un domingo de julio en Iowa, y Dean seguía conduciendo y conduciendo y no había reducido la velocidad; tomaba las curvas de las hondonadas de Iowa a ciento treinta por lo menos, y en los tramos rectos seguía a ciento setenta y cinco como de costumbre, a no ser que el tráfico en ambos sentidos le obligara a ponerse en línea y arrastrarse a unos miserables ochenta por hora. En cuanto se presentaba una mínima oportunidad se disparaba y adelantaba a los coches de seis en seis y los dejaba detrás en medio de una nube de polvo. Un chaval con un Buick último modelo vio todo esto y decidió echarnos una carrera. Cuando Dean estaba a punto de adelantar a un grupo de coches, el tipo nos pasó a toda marcha sin previo aviso y gritaba y tocaba el claxon y encendía las luces traseras desafiándonos. Nos lanzamos tras él como un ave de presa.

– Espera un poco -rió Dean-. Voy a azuzar a ese hijoputa durante unos cuantos kilómetros. Fíjate bien.

Dejó que el Buick se adelantara y entonces aceleró y lo alcanzó sin ningún miramiento. El tipo del Buick perdió los estribos y se lanzó a ciento sesenta. Tuvimos oportunidad de ver cómo era. Parecía una especie de hipster de Chicago que viajaba con una mujer lo bastante mayor como para ser -y de hecho probablemente lo fuera- su madre. Dios sabe si ella se quejaba, pero lo cierto es que él no se rindió. Tenía el pelo negro y alborotado como un italiano del viejo Chicago; llevaba una camisa sport. Quizá pensaba que éramos una banda de LA dispuesta a invadir Chicago, quizá incluso creyera que éramos hombres de Mickey Cohen porque el coche representaba muy bien ese papel y la matrícula era de California. Pero fundamentalmente sólo se trataba de un pasatiempo de carretera. Corrió riesgos terribles para mantenerse delante de nosotros; adelantaba a los coches en las curvas y conseguía con dificultad volver a ponerse en fila cuando algún enorme camión se le echaba encima. Recorrimos unos ciento cincuenta kilómetros de Iowa en este plan, y la carrera resultaba tan interesante que no tuve ocasión de asustarme. Después el tipo se rindió, se detuvo en una estación de servicio, probablemente siguiendo órdenes de la vieja, y cuando lo adelantamos agitó alegremente la mano. Continuamos, Dean con el pecho al aire, yo con los pies clavados en el salpicadero y los chicos durmiendo detrás. Nos paramos a desayunar en un parador atendido por una señora de pelo blanco que nos dio grandes cantidades de patatas mientras sonaban las campanas de la iglesia del pueblo cercano. Después continuamos.

– Dean, no conduzcas tan de prisa durante el día.

– No te preocupes, tío, sé lo que estoy haciendo. -Yo empecé a acobardarme. Dean se lanzaba sobre las filas de coches como el Ángel del Terror. Casi los embestía mientras buscaba paso. Rozaba sus parachoques, se estiraba y agitaba y levantaba para ver las curvas y, de pronto, el potente coche saltaba hacia delante y pasaba, y siempre por un pelo conseguía volver a la parte derecha mientras otras filas de coches pasaban en sentido contrario y yo temblaba. No podía soportarlo más. Sólo muy de vez en cuando se encuentran en Iowa rectas largas como las de Nebraska, pero cuando las encontraba Dean recuperaba su velocidad habitual de ciento setenta y cinco por hora y vi así cómo a la luz de un relámpago algunos de los lugares que recordaba de 1947… entre ellos, el sitio donde Eddie y yo estuvimos atascados durante dos horas. Aquella carretera del pasado desfilaba vertiginosamente como si la copa de la vida hubiese sido volcada y todo fuera un auténtico disparate. Me dolían los ojos ante aquella pesadilla a la luz del día.

– ¡Hostias, Dean! Me voy al asiento de atrás, no puedo soportar esto más, no puedo mirar.

– ¡Ji-Ji-Ji! -se burló Dean y adelantó a un coche en un puente muy estrecho y levantó una nube de polvo y siguió su marcha. Salté al asiento de atrás y me dispuse a dormir. Uno de los chicos saltó delante para divertirse. Aquella mañana se apoderaron de mí terribles horrores; estaba seguro de que íbamos a chocar y me tumbé en el suelo y cerré los ojos y traté de dormir. Cuando era marinero solía pensar en las olas que pasaban por debajo del casco y en las insondables profundidades de más abajo… ahora sentía la carretera medio metro debajo, desplegándose y volando y silbando a una velocidad increíble a través del ruidoso continente con aquel loco Ahab al volante. En cuanto cerraba los ojos lo único que veía era la carretera desplegándose en mi interior. Cuando los abría veía sombras relampagueantes de árboles vibrando en el suelo del coche. No había modo de escapar. Me resigné a lo que fuera. Y Dean seguía conduciendo sin pensar en dormir hasta que llegásemos a Chicago. Por la tarde pasamos de nuevo por el viejo Des Moines. Aquí, claro está, nos encontramos con mucho tráfico y tuvimos que aminorar la marcha y yo volví al asiento delantero. Se produjo un extraño y patético accidente. Un negro gordo iba con toda su familia en un sedán delante de nosotros; del parachoques trasero colgaba una de esa bolsas de lona para agua que venden en el desierto a los turistas. Dean iba hablando con los chicos y, sin darse cuenta, embistió contra la bolsa a unos ocho kilómetros por hora, y la bolsa estalló como una caldera y lo salpicó todo de agua. No se produjeron más daños, exceptuado el parachoques que se había abollado un poco. Dean y yo bajamos a hablar con el negro. El resultado fue un intercambio de direcciones y un poco de conversación, y Dean no quitó los ojos de la mujer del tipo cuyos hermosos pechos morenos apenas quedaban ocultos por una fina blusa de algodón.

– Claro, claro -dimos al negro la dirección de nuestro potentado de Chicago y seguimos.

Cuando salíamos de Des Moines nos persiguió un coche de la policía con la sirena sonando que nos ordenó parar.

– ¿Qué pasa ahora?

– ¿Tuvieron ustedes un accidente hace un momento? -dijo un policía apeándose.

– ¿Accidente? Rompimos una bolsa de agua a un tipo en el cruce.

– Dijo que habían chocado contra él unos individuos que iban en un coche robado.

Fue una de las pocas veces que Dean y yo vimos actuar a un negro como un loco y un miserable. Nos sorprendió tanto que nos echamos a reír. Tuvimos que seguir al coche patrulla hasta la comisaría y pasar una hora tumbados en la yerba mientras telefoneaban a Chicago y hablaban con el dueño del Cadillac y comprobaban nuestra condición de chóferes alquilados. El potentado dijo, según el policía: «Sí, es mi coche, pero no respondo de lo que esos chicos hayan hecho.» Y el policía: «Tuvieron un pequeño accidente en Des Moines.» Y el dueño del Cadillac: «Sí, ya me lo ha dicho… pero lo que yo quiero decir es que no respondo de lo que hayan hecho en el pasado.»

Todo quedó aclarado y seguimos. Newton, Iowa… era donde yo había dado aquel paseo al amanecer en 1947. Por la tarde cruzamos una vez más por el agobiante Davenport y el Mississippi con muy poca agua en su lecho de aserrín; después Rock Island, con unos minutos de mucho tráfico, un sol que enrojecía y repentinos panoramas de agradables afluentes que fluían entre los árboles mágicos y los respladores verdes de Illinois. Todo comenzaba a parecerse de nuevo al suave y dulce Este; el enorme y seco Oeste estaba liquidado. El estado de Illinois se desplegó ante mis ojos en un vasto movimiento que duró unas cuantas horas mientras Dean seguía embalado a la misma velocidad. Estaba cansado y corría más riesgos que nunca. Al cruzar un estrecho puente sobre uno de aquellos agradables riachuelos se precipitó en una situación casi irremediable. Delante de nosotros iban dos coches bastante lentos; en sentido contrario venía un enorme camión con remolque cuyo conductor estaba calculando el tiempo que les llevaría cruzar el puente a los dos coches lentos, y según sus cálculos, cuando él llegara al puente, los coches ya lo habrían cruzado. En el puente no había sitio para el camión y ningún otro coche que viniera en la otra dirección. Detrás del camión se asomaban varios coches esperando la oportunidad de adelantarle. Delante de los coches lentos había más coches que también iban despacio. La carretera estaba abarrotada y todos estaban impacientes. Dean se lanzó sobre todo esto a ciento setenta y cinco kilómetros por hora sin la menor vacilación. Adelantó a los coches lentos, hizo una ese, casi pega contra la barandilla izquierda del puente, siguió adelante a la sombra del enorme camión, dobló bruscamente a la derecha, casi tocó la rueda delantera izquierda del camión, faltó muy poco para que chocase contra el primero de los coches lentos, aceleró para adelantarlo, y después tuvo que volver a la fila porque detrás del camión había salido otro coche impaciente, todo en cuestión de un par de segundos, como un rayo y dejando tras de sí una nube de polvo en lugar de un espantoso choque múltiple con coches mirando en todas direcciones y el enorme camión volcado en la roja tarde de Illinois con sus campos de ensueño. Tampoco conseguía olvidar que un famoso clarinetista bop había muerto recientemente en un accidente de coche en Illinois, probablemente en un día como éste. Volví al asiento de atrás.

Los chicos también seguían atrás. Dean estaba decidido a llegar a Chicago antes de la noche. En un paso a nivel cogimos a un par de vagabundos que reunieron medio dólar entre los dos para gasolina. Un momento antes se encontraban sentados entre montones de traviesas del ferrocarril apurando los últimos tragos de una botella de vino, y ahora estaban en un Cadillac manchado de barro pero extraordinario de todas formas que iba a Chicago a una velocidad pasmosa. De hecho, el más viejo de los dos que iba sentado junto a Dean nunca apartaba los ojos de la carretera y, puedo asegurarlo, rezaba sus humildes oraciones de vagabundo.

– Vaya -dijeron-,nunca nos imaginamos que íbamos a llegar a Chicago tan pronto.

Cuando pasábamos por los amodorrados pueblos de Illinois, donde la gente es tan consciente de las bandas de Chicago que pasan igual que nosotros en coches grandísimos, resultábamos extraños de ver; todos sin afeitar, el conductor con el pecho al aire, dos vagabundos, yo mismo en el asiento trasero, cogido a una abrazadera y con la cabeza reclinada en un almohadón mirándolo todo con aire imperioso… justo como una nueva banda de California que venía a disputar los despojos de Chicago, una banda de desesperados que se habían escapado de las cárceles de Utah. Cuando nos detuvimos a por coca-colas y gasolina en la estación de servicio de un pequeño pueblo la gente vino a vernos pero no dijeron ni una palabra, y creo que tomaron mentalmente nota de nuestras señas personales y estatura para caso de futura necesidad. Para hacer la operación con la chica que atendía la estación, Dean se echó simplemente su camiseta por encima de los hombros y fue seco y expeditivo como de costumbre y volvió rápidamente al coche y en seguida rodábamos de nuevo a toda velocidad. Pronto empezó a volverse púrpura el rojo del cielo, el último de los encantadores ríos relampagueó, y vimos delante de nosotros los distantes humos de Chicago. Habíamos ido de Denver a Chicago, pasando por el rancho de Ed Wall, en total unos 1.300 kilómetros, en exactamente diecisiete horas, sin contar las dos horas en la zanja, las tres en el rancho y las dos en la comisaria de policía de Newton, Iowa, lo que significa una media de unos ciento treinta kilómetros por hora, con un solo conductor. Lo que constituye una especie de récord demente.

10

El gran Chicago resplandecía rojo ante nuestros ojos. De repente nos encontrábamos en la calle Madison entre grupos de vagabundos, algunos tumbados en la calle con los pies en el borde de la acera, y otros cientos bullendo a la entrada de los saloons y callejas.

– ¡Vaya! ¡Vaya! Mira bien, Sal, porque el viejo Dean Moriarty quizá esté por casualidad este año en Chicago.

Dejamos a los vagabundos en esta calle y seguimos hacia el centro de Chicago. Tranvías chirriantes, vendedores de periódicos, chicas guapas, olor a comida y a cerveza en el aire, neones haciendo guiños.

– Estamos en la gran ciudad, Sal. ¡Maravilloso!

Lo primero que teníamos que hacer era aparcar el Cadillac en un sitio oscuro y lavarnos y vestirnos para la noche. Calle adelante, frente al albergue juvenil, encontramos una calleja entre edificios de ladrillo rojo y allí dejamos el Cadillac con el morro en dirección a la calle y listo para salir, después seguimos a los chicos hasta el albergue juvenil, donde cogieron una habitación y nos dejaron utilizar los servicios durante una hora. Dean y yo nos afeitamos y nos duchamos. Me cayó al suelo la cartera en el vestíbulo, Dean la cogió y ya se la iba a guardar cuando se dio cuenta de que era nuestra y se quedó muy decepcionado. Después dijimos adiós a los chicos, que estaban muy contentos de haber llegado enteros, y salimos a comer algo a una cafetería. El viejo Chicago pardo con sus extraños tipos semi del Este, semi del Oeste yendo a trabajar y escupiendo. Dean se quedó en medio de la cafetería rascándose la barriga y mirándolo todo. Quiso hablar con una extraña negra de edad madura que entró en la cafetería con una historia de que no tenía dinero pero sí bollos y quería mantequilla para ellos. Había entrado moviendo mucho las caderas y la pusieron inmediatamente de patitas en la calle.

– ¡Oye! -dijo Dean-. Vamos a seguirla; la llevaremos hasta el Cadillac. ¡Menudo baile que armaremos! -pero la olvidamos y seguimos por la calle North Clark, después de una vuelta por el Loop, para ver los bares de ligue y oír bop. Y fue una noche increíble-. Tío -me dijo Dean cuando nos encontrábamos delante de un bar-, mira esta calle de la vida, a los chinos que andan por Chicago. ¡Vaya ciudad tan rara! ¡Y fíjate en esa mujer de la ventana!, fíjate, fíjate cómo se le ven los pechos saliéndose por el escote del camisón, y vaya ojos tan grandes. Sal, tenemos que movernos y no pararnos hasta que lo consigamos.

– ¿Y adónde vamos, tío?

– No lo sé, pero tenemos que movernos.

En esto llegó un grupo de jóvenes músicos bop que sacaron sus instrumentos de unos coches. Entraron en un saloon y les seguimos. Se instalaron y empezaron a tocar. ¡Ya empezábamos! El líder era un tipo alto, algo encorvado, de pelo rizado, un saxo tenor de boca apretada, estrecho de hombros, con una camisa sport, fresco en la calurosa noche, con el desenfreno escrito en sus ojos, que cogió su instrumento y lo miraba frunciendo el ceño y tocaba fría y complicadamente y marcaba el ritmo con el pie como para captar ideas y se agachaba para evitar otras.

– ¡Toca! -decía con toda tranquilidad cuando les correspondía hacer solos a los otros muchachos. También estaba Prez, un fornido y guapo rubio que parecía un boxeador pecoso, vestido minuciosamente con un traje de sarga y el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata deshecho como indicando despreocupación, mientras sudaba y levantaba su instrumento y tocaba en un tono muy parecido al del propio Lester Young.

– Ves, tío, Prez tiene las preocupaciones técnicas de un músico que quiere hacer dinero, es el único que va bien vestido, fíjate cómo le preocupa no salirse de tono, aunque el líder, ese tipo tan frío, le diga que no se preocupe y se limite a tocar… de lo único que debe preocuparse es del sonido y la exuberancia de la música. Es un artista. Está enseñando al joven Prez, el boxeador. ¡Mira ahora a los otros!

El otro saxo era un alto, tenía unos dieciocho años, era un negro frío y contemplativo, un joven a lo Charlie Parker con aspecto de estudiante, la boca muy grande, más alto que los demás, serio. Levantaba su saxo y tocaba tranquila y pensativamente y obtenía frases de pájaro y una arquitectura lógica musical a lo Miles Davis. Eran los hijos de los grandes innovadores del bop.

Una vez hubo un Louis Amstrong que tocaba sus hermosas frases en el barro de Nueva Ordenas; antes que él, estaban los músicos locos que habían desfilado en las fiestas oficiales y convertido las marchas de Sousa en ragtime. Después estaba el swing, y Roy Eldridge, vigoroso y viril, que tocaba la trompeta y sacaba de ella todas las ondas imaginables de potencia y lógica y sutileza… miraba su instrumento con ojos resplandecientes y amorosa sonrisa y transmitía con él al mundo del jazz. Después había llegado Charlie Parker, un niño en la cabaña de su madre en Kansas City, que tocaba su agudo alto entre los troncos, que practicaba los días lluviosos, que salía para escuchar el viejo swing de Basie y Benny Molten, en cuya banda estaban Hot Lips Page y los demás… Charlie Parker dejó su casa y fue a Harlen y conoció al loco de Thelonius Monk y al más loco aún de Gillespie… Charlie Parker en sus primeros tiempos cuando flipeaba y daba vueltas mientras tocaba. Era algo más joven que Lester Young, también de Kansas City, ese lúgubre y santo mentecato en quien queda envuelta toda la historia del jazz; mientras mantuvo el saxo tenor en alto y horizontal era el más grande tocándolo, pero a medida que le fue creciendo el pelo y se volvió perezoso y despreocupado, el instrumento cayó cuarenta y cinco grados, hasta que finalmente cayó del todo y hoy lleva zapatos de suelas muy gruesas y no puede sentir las aceras de la vida y apoya el saxo contra el pecho y toca fríamente y con frases muy fáciles. Esos eran los hijos de la noche bop americana.

Extrañas flores, sin embargo… porque mientras el negro del alto meditaba por encima de la cabeza de todos con gran dignidad, el joven alto, delgado y rubio de la calle Curtis, de Denver, con pantalones vaqueros y cinturón con tachuelas, chupaba la boquilla del instrumento mientras esperaba a que los demás terminaran; y cuando lo hacían, empezaba y tenías que mirar a todas partes para descubrir de donde venía el solo, porque salía de una boca que sonreía angelicalmente junto a la boquilla y era un solo dulce, suave, de cuento de hadas. Solitario como América, un sonido desgarrador en la noche.

¿Qué decir de los otros y de todo aquel ruido? Estaba el bajista, un tipo pelirrojo y nervioso de ojos fulgurantes, que golpeaba las caderas contra el instrumento a cada impulso y que, en los momentos más calientes, tenía la boca abierta y como en trance.

– Tío, ahí tienes a uno capaz de dominar a una mujer.

El baterista triste, igual que nuestro hipster de la calle Folsom de Frisco, estaba completamente pasado; mirada perdida; mascaba chicle, ojos abiertos de par en par, moviendo el cuello en una especie de éxtasis. El pianista, era un fornido camionero italiano con manos gruesas, de potente y taciturna alegría. Tocaron una hora. Nadie escuchaba. Los vagabundos de la vieja North Clark dormitaban en el bar, las putas gritaban enfadadas. Chinos misteriosos se escurrían en silencio. Los ruidos de quienes buscaban plan o ligue se interferían. Siguieron tocando. Afuera en la acera se produjo una aparición: un chaval de unos dieciséis años, con perilla y la maleta de un trombón. Delgado como una paja y con cara de loco, quería unirse al grupo y tocar con ellos. Lo conocían y no lo admitieron. Se metió en el bar sin que nadie se diera cuenta y sacó el trombón y se lo llevó a los labios. No le dieron oportunidad. Terminaron, recogieron sus cosas, y se fueron a otro bar. Aquel delgadísimo chaval de Chicago quería tocar. Se ajustó las gafas oscuras, se llevó el trombón a los labios y soltó un "¡Booou!", Después corrió detrás de los otros músicos. No querían que tocara con ellos.

– Todos estos chicos viven con su abuela lo mismo que Tom Snark y que aquel que tocaba el saxo alto y se parecía a Carlo Marx -dijo Dean. Corrimos detrás de la banda. Fueron al club de Anita O'Day y sacaron los instrumentos y tocaron hasta las nueve de la mañana. Dean y yo estuvimos allí todo el rato bebiendo cerveza.

En los descansos corríamos al Cadillac y andábamos arriba y abajo por todo Chicago intentando ligarnos unas chavalas. Pero se asustaban ante nuestro enorme coche, marcado, profético. En su loco frenesí, Dean bajaba a besuquear las bocas de riego y se reía como un maniático. Hacia las nueve el coche era un auténtico desastre; los frenos ya no funcionaban; los guardabarros estaban abollados; los pistones rateaban. Dean no conseguía detenerlo ante los semáforos rojos; se agitaba convulsivamente sobre la calzada. Era el precio de la noche. Era un trasto cubierto de barro y no un maravilloso coche resplandeciente.

– ¡Vamos! Los chicos esos siguen tocando en el Neets.

De pronto, Dean miró en la oscuridad de un rincón más allá del estrado de la orquesta y dijo:

– Sal, Dios ha llegado.

Miré. Era el mismísimo George Shearing. Y como siempre inclinaba su rostro ciego sobre su pálida mano; sus orejas se abrieron como las de un elefante para escuchar los sonidos americanos y adaptarlos a su propio sonido de noche de verano inglesa. Después le invitaron a subir y le insistieron para que tocara. Lo hizo. Tocó innumerables temas con asombrosos acordes que subían más y más hasta que el sudor salpicó todo el piano y todos escucharon con respeto y asustados. Le retiraron de la plataforma al cabo de una hora. Volvió a su rincón oscuro, aquel viejo dios de Shearing, y los chicos dijeron:

– No queda nada que hacer después de esto, -pero el líder frunció el entrecejo y añadió:

– En cualquier caso, vamos a tocar.

Algo saldría aún. Siempre hay algo más, un poco más, la cosa nunca se termina. Intentaron encontrar frases nuevas después de las exploraciones de Shearing; hacían grandes esfuerzos. Se retorcieron y angustiaron y soplaron. De vez en cuando un grito armónico limpio proporcionaba nuevas sugerencias a un tema que quería ser el único tema del mundo y que haría que las almas de los hombres saltaran de alegría. Lo encontraban, lo perdían, hacían esfuerzos buscándolo, volvían a encontrarlo, se reían, gemían… y Dean sudando en la mesa y diciéndoles que siguieran, que siguieran, que siguieran. A las nueve de la mañana todo el mundo: músicos, chicas, camareros, y el pequeño y delgado trombonista tan desgraciado, salió del club al gran estrépito diurno de Chicago para dormir hasta que comenzara de nuevo la salvaje noche bop.

Dean y yo nos estremecimos. Había llegado la hora de devolver el Cadillac a su dueño que vivía en un ostentoso apartamento de Lake Shore Drive con un enorme garaje atendido por negros manchados de grasa. Fuimos allí y dejamos aquel montón de barro en su sitio. El mecánico no reconoció el Cadillac. Le dimos la documentación. Se quedó rascándose la cabeza al ver el coche. Teníamos que largarnos en seguida. Y eso hicimos. Cogimos un autobús de vuelta al centro de Chicago y eso fue todo. Y nunca volvimos a saber nada de nuestro potentado de Chicago acerca del estado de su coche, y eso que tenían nuestras direcciones y podía haberse quejado.

11

Era hora de que nos moviéramos. Cogimos un autobús a Detroit. Nuestro dinero bajaba. Cargamos con nuestro miserable equipaje por la estación. Por entonces el vendaje del dedo de Dean estaba negro como el carbón y todo deshecho. Teníamos el aspecto miserable que tendría cualquiera que hubiera hecho las cosas que habíamos hecho. Dean se quedó dormido en el autobús que recorrió el estado de Michigan. Entablé conversación con una apetecible campesina que llevaba una blusa muy escotada y exhibía parte de sus hermosos pechos tostados por el sol. Era medio idiota. Me habló de los atardeceres en el campo haciendo palomitas de maíz en el porche. En otra ocasión eso me hubiera alegrado pero como ella no estaba nada alegre cuando me lo contó, me di cuenta que era algo que hacía porque debía hacerlo, y nada más.

– ¿Y qué más haces para divertirte?

Intentaba hablar de ligues y de sexo. Sus grandes ojos negros me miraron vacíos y con una especie de tristeza que se remontaba a generaciones y generaciones de gente que no había hecho lo que estaba pidiendo a gritos que debía de hacer… sea lo que sea, aunque todo el mundo sabe lo que es.

– ¿Qué esperas de la vida? -añadí queriendo sonsacarla; pero no tenía la más ligera idea de lo que quería o esperaba. Habló vagamente de empleos, del cine, de visitar a su abuela en verano, de que quería ir a Nueva York y ver el Roxy, de la ropa que llevaría… algo parecido a lo que estrenó en Pascua: un gorrito blanco, rosas, zapatos color de rosa y una chaqueta de gabardina color lavanda. -¿Qué haces los domingos por la tarde? -le pregunté. Se sentaba en el porche. Los chicos pasaban en bicicleta y se paraban a charlar un rato. Leía tebeos, se tumbaba en la hamaca.

– Y las noches calurosas de verano, ¿qué haces? Se sentaba en el porche, veía pasar los coches por la carretera. Y ayudaba a su madre a hacer palomitas. -¿Y qué hace tu padre las noches de verano? Trabajaba, tiene el turno de noche en una fábrica de cacharros de cocina, dedica toda su vida a mantener a su mujer y sus hijos sin merecer nada a cambio, ni siquiera respeto.

– Y tu hermano, ¿qué hace tu hermano los veranos por la noche?

– Pasea en bicicleta por delante de la heladería. -¿Y qué quiere hacer tu hermano? ¿Qué queremos hacer todos? ¿Qué hacemos de hecho?

Ella lo ignoraba. Bostezó. Tenía sueño. Aquello era demasiado. Nadie podría expresarlo bien. Todo había terminado. Tenía dieciocho años y era preciosa y estaba perdida.

Y Dean y yo, harapientos y sucios como si hubiéramos vivido en un vertedero, nos apeamos del autobús en Detroit. Decidimos pasar la noche en uno de los cines de sesión continua del barrio chino. Hacía frío para pasarla en un parque. Hassel había vivido en el barrio chino de Detroit, conocía todos los billares y los cines nocturnos y los ruidosos bares. Lo había observado todo con sus ojos oscuros muchísimas veces. Su espíritu se apoderó de nosotros. Nunca volveríamos a verle en Times Square. Pensamos que quizá el viejo Dean Moriarty anduviera casualmente por aquí… pero no estaba. Por treinta y cinco centavos cada uno entramos en un cine destartalado y nos tumbamos en el entresuelo hasta por la mañana, que nos echaron. La gente que había en aquel cine nocturno era de lo peor. Negros destrozados que habían venido desde Alabama a trabajar en las fábricas de automóviles y no tenían contrato; viejos vagabundos blancos; jóvenes hipsters de pelo largo que habían llegado al final del camino y le daban al vino sin parar; putas, parejas normales y corrientes y amas de casa que no tenían nada que hacer, ningún sitio al que ir, ni nadie en quien confiar. Si se pasara a todo Detroit por un tamiz no quedarían reunidos mejor sus desechos. Eran dos películas. La primera era del vaquero cantante Eddie Dean y su valiente caballo blanco Bloop; la segunda era de George Raft, Sidney Greenstreet y Peter Lorre, y se desarrollaba en Estambul. Vimos cada una de ellas seis veces a lo largo de la noche. Las vimos despiertos, las oímos dormidos, las seguimos soñando y cuando llegó la mañana estábamos completamente saturados del extraño Mito Gris del Oeste y del sombrío y siniestro Mito del Este. A partir de entonces, todos mis actos han sido dictados automáticamente por esta terrible experiencia de osmosis. Oí las terribles risotadas de Greenstreet mil veces; oí otras tantas el siniestro "Vamos'" de Peter Lorre; acompañé a George Raft en sus paranoicos temores; cabalgué y canté con Eddie Dean y disparé contra los bandidos innumerables veces. La gente bebía a morro y se volvía y miraba a todas partes buscando algo que hacer, alguien con quien hablar. Al fondo todos estaban quietos y con aire de culpabilidad y nadie hablaba. Cuando llegó el gris amanecer y se coló como un fantasma por las ventanas del cine, estaba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de madera de la butaca y seis empleados me rodeaban con toda la basura que se había acumulado durante la noche; la estaban barriendo y formaron un enorme montón maloliente que llegó hasta mi nariz… estuvieron a punto de barrerme a mí también. Esto me lo contó Dean que observaba desde diez asientos más atrás. En aquel montón estaban todas las colillas, las botellas, las cajas de cerillas, toda la basura de la noche. Si me hubieran barrido, Dean no me habría vuelto a ver. Hubiera tenido que recorrer todos los Estados Unidos mirando en todos los montones de basura de costa a costa antes de encontrarme enrollado como un feto entre los desechos de mi vida, de su vida, y de la vida de todos. ¿Qué le habría dicho desde mi seno de mierda?

– No te preocupes por mí, tío, aquí me encuentro muy bien. Me perdiste aquella noche en Detroit, era en agosto de mil novecientos cuarenta y nueve, ¿recuerdas? ¿Con qué derecho vienes ahora a perturbar mi sueño dentro de este cubo de basura?

En 1942 fui la estrella de uno de los dramas más asquerosos de todos los tiempos. Era marinero y fui al Café Imperial, en Scollay Square, Boston, a tomar un trago; me bebí sesenta cervezas y fui al retrete donde me abracé a la taza y me quedé dormido. Durante la noche por lo menos un centenar de marinos y de individuos diversos fueron al retrete y soltaron sus excrementos encima de mí hasta que me dejaron irreconocible. Pero ¿qué importaba…? El anonimato en el mundo de los hombres es mejor que la fama en los cielos, porque, ¿qué es el cielo? ¿qué es la tierra? Todo ilusión.

Al amanecer, Dean y yo salimos dando tumbos de aquella cámara de los horrores y fuimos en busca de un coche a la agencia de viajes. Tras pasar gran parte de la mañana en bares de negros, siguiendo tías y escuchando jazz en las máquinas de discos, hicimos ocho kilómetros en autobuses de cercanías con nuestro disparatado equipaje y llegamos a casa de un hombre que nos cobraba cuatro dólares a cada uno por llevarnos a Nueva York. Era un individuo maduro, rubio, con gafas, mujer e hijo, y una buena casa. Esperamos en la entrada mientras se preparaba. Su amable esposa, con un mandil de cocina encima del vestido, nos ofreció café, pero estábamos demasiado ocupados hablando. Por entonces Dean estaba tan agotado y fuera de quicio que le gustaba todo lo que veía. Estaba llegando a otro frenesí santo. Sudaba y sudaba. Cuando estuvimos en el coche, un Chrysler nuevo, e íbamos ya rumbo a Nueva York, aquel pobre tipo se dio cuenta de que llevaba a un par de locos, pero hizo de tripas corazón y de hecho se acostumbró a nosotros y cuando pasábamos por el Briggs Stadium habló de la próxima temporada de los Tigres de Detroit.

Durante la brumosa noche pasamos por Toledo y nos adentramos en el viejo Ohio. Comprendí que estaba empezando a andar de un lado a otro de América como si fuera un miserable viajante: viajes duros, malos productos, trucos gastados y ninguna venta. El hombre se cansó de conducir en las cercanías de Pennsylvania y Dean cogió el volante y llevó al coche el resto del viaje hasta Nueva York. Empezamos a oír en la radio el programa de Symphony Sid con las últimas novedades bop, y ya estábamos llegando a la más grande y definitiva ciudad de América. Llegamos por la mañana temprano. Times Square estaba muy agitado: Nueva York nunca descansa. Al pasar buscamos automáticamente a Hassel.

Una hora después, Dean y yo estábamos en el nuevo apartamento de mi tía en Long Island, y mientras subíamos la escalera la encontramos discutiendo de precios con unos pintores que eran amigos de la familia.

– Sal -dijo mi tía-. Dean puede quedarse unos pocos días, pero después tendrá que irse, ¿me entiendes?

El viaje había terminado. Dean y yo dimos una vuelta aquella noche entre los depósitos de petróleo y los puentes del ferrocarril y las luces para la niebla de Long Island. Recuerdo que Dean se detuvo junto a un farol del alumbrado.

– Cuando lleguemos a ese otro farol te contaré algo, Sal, pero ahora estoy entre paréntesis finalizando el desarrollo de una nueva idea y sólo cuando lleguemos al siguiente volveré a ocuparme del tema original, ¿de acuerdo?

Claro que estaba de acuerdo. Estábamos tan acostumbrados a viajar que recorrimos Long Island entero hasta que nos encontramos con que no había más tierra, sólo el océano Atlántico, así que no podíamos seguir más allá. Nos estrechamos la mano y acordamos que seríamos amigos para siempre.

Cinco noches después fuimos a Nueva York a una fiesta y conocí a una chica que se llamaba Inez y le dije que tenía un amigo al que debería conocer. Estaba borracho y le dije que era un vaquero.

– ¡Oh! ¡Siempre he querido conocer a un vaquero! -exclamó ella.

– ¡Dean! -grité por toda la fiesta… Estaban allí Ángel Luz García, el poeta; Walter Evans; Víctor Villanueva, el poeta venezolano; Jinny Jones, de quien en otro tiempo había estado enamorado; Carlo Marx; Gene Dexter; y muchísimos más…

– .¡Dean! Ven aquí tío.

Dean se acercó tímidamente. Una hora después, en la borrachera y animación de la fiesta («es para celebrar la terminación del verano, claro»), Dean estaba arrodillado en el suelo hablando con Inez y prometiéndole de todo y sudando. Ella era una morena alta y muy sexy -«como pintada por Degas»- como dijo García, y habitualmente tenía el aspecto de una hermosa cocotte parisina. En cuestión de días los dos estaban tratando con Camille por medio de llamadas de larga distancia a San Francisco de los papeles del divorcio. Querían casarse. Pero no fue sólo eso. Pocos meses depués, Camille dio a luz al segundo hijo de Dean, resultado de sus relaciones de unas pocas noches a principios de año. Y en cuestión de otros pocos meses, Inez tuvo también un niño. Con otro hijo ilegítimo en alguna parte del Oeste, Dean era padre de cuatro hijos y no tenía ni un centavo y todos eran problemas y éxtasis y agitación y anfetas, como lo había sido siempre. Total, que no fuimos a Italia.

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