URBES, UBRES

Creo en las ciudades. La naturaleza me inquieta demasiado. Su terror me resulta más próximo que prójimo. Me seduce la belleza natural. Puedo pasarme horas extasiado volando sobre los tronos blancos de los Andes y las Rocallosas. Quisiera perderme en la delicada e interminable belleza de un bosque de abedules en Rusia. Me corta el aliento la costa de Irlanda, agitada coraza de mar que defiende a todo un continente. Y me hundiría para siempre en la claridad verde limón del mar Caribe, tumba transparente de toda la plata y el oro de las ciudades fantasma de la América India. ¿Hay algo más sereno, ondulante y dotado de eternidad en movimiento que los trigales que son olas, la verde seguida de la parda y ésta del siguiente glauco temblor, en la Palusa de Idaho?

Entonces oigo la voz sardónica de Schopenhauer, «Intenta por una vez ser enteramente naturaleza», y salgo de mi sueño de calendario, de mi embeleso culpable, de mi indeseada separación de quienes gozan sin reservas de las bellezas naturales. ¿Qué falla interna me impide hablarle con el amor deseado y deseable a la naturaleza? La admiro, pero la temo. La envidio. Todos los seres y cosas naturales parecen estar en su sitio. Los seres humanos nos desplazamos, queremos ser otra cosa, estar en otro lugar, inconformes siempre, como no lo son el cañón del Colorado o las cataratas del río Zambeze o los tigres de Bengala, si es que aún queda alguno. Aun las especies migratorias cumplen ciclos de eterno retorno comparables al bellísimo reflorecer del cornejo. Sí, admiramos un orden de la belleza natural. Pero sabemos que hay una catástrofe detrás de su creación. Y tememos que la siguiente catástrofe no la genere la naturaleza misma, con todos los peligros y salvajes tumultos que encierra, sino un apocalipsis peor que cualquier terremoto o marejada: la venganza final del ser humano contra la naturaleza. Hoy, por primera vez, tenemos la sospecha verificable de que podemos morir, la naturaleza y nosotros, al mismo tiempo. Antes, fuese cual fuese el desafío de la naturaleza -quédate, abandóname-, sabíamos que ella nos sobreviviría. La muerte del ser humano, inevitable, la asume hoy una naturaleza que, hasta ahora, nos ha consolado porque sobrevive. Hoy, nuestra locura puede obrar esta catástrofe simultánea. Muero yo y la naturaleza conmigo. Aprés nous, le néant…

Nunca he creído en una edad de oro bucólica a la cual debamos, un día, regresar para ser como, en el origen, completos. La Edad de Oro primigenia, sueño explícito de Ovidio que recoge, casi verbatim. Don Quijote reunido con los cabreros:


¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío! Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia… No había la fraude, el engaño ni la malicia…


Se trata de un sueño regresivo, que nos devuelve a la ilusión de lo que nunca fue. Le atribuimos a la naturaleza original las virtudes que hemos perdido pero que quisiéramos restaurar. Es un sueño revolucionario: dar la vuelta al origen para encontrar la promesa del futuro. Éste, al cabo, se convierte en encarnación deseada de la utopía, más que en pretexto rememorado del origen. El retorno a la naturaleza es, también, el sueño del Nuevo Mundo. América es inventada (deseada, descubierta) por Europa para que en otra parte, en una là-bas ideal, renazca la sociedad natural perfecta soñada por el Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon, Shakespeare, Cervantes) pero negada por el propio Renacimiento. En Europa, por la realpolitik, Maquiavelo, los Borgia y el poder sin responsabilidad; los Fugger y el dinero con interés; Lutero y la guerra religiosa con nacionalismo; Isabel, Fernando y la intolerancia racial. La terrible Guerra de los Treinta Años y sus madres coraje arrastrando los harapos y comiendo los mendrugos de la ilusión: en esta imagen de Brecht termina el Renacimiento.

América se convierte en la contradicción de Europa, en su Utopía. Pero utopos es el lugar que no existe. ¿Cómo puede América, lugar que sí existe, ser el lugar que no existe, salvo en la imaginación? De Vespucio, Colón y los Cronistas de Indias a Neruda, Carpentier y García Márquez, aparecemos como la Utopía de Europa, del retorno feliz a la tierra del origen. Neruda canta generalmente a una idílica América prehispánica (pero a la cual los burdos conquistadores, aunque se llevaran el oro de las minas, nos dejaron el oro del lenguaje).

Carpentier se remonta en el tiempo viajando a la semilla de las civilizaciones en el surtidor del Orinoco. Pero es García Márquez quien, después de describir el paraíso recobrado, cierra con candado las puertas del regreso. Los pueblos que han vivido los simbólicos «cien años de soledad», no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. La oportunidad, implica García Márquez, de regresar a utopos, aunque la oportunidad, eso sí, de construir una mejor ciudad, una civitas latinoamericana, en el futuro. La utopía recupera así su rostro verdadero. Es proyecto de porvenir.

Pero el sueño de la edad de oro persiste. Tiene que haber un tiempo original de felicidad y concordia naturales. Aunque vivamos en la desgracia, debimos nacer en la alegría. Una madre amantísima, abrazando por igual a todos sus hijos sin distingos de ninguna clase, debió preceder al patriarcado maldito que impone la ley del más fuerte, designa primogénito, heredad, propiedad, límites y guerras para defenderlos… Aunque esta tesis fuera cierta, no dejo de pensar que, como obra humana, matriarcado y patriarcado le son perfectamente indiferentes a la naturaleza. Quizás nosotros suframos de los ultrajes que imponemos a la naturaleza. Podemos tener la seguridad de que la naturaleza se desinteresa soberanamente de nuestra fragilidad, de nuestra vulnerabilidad, nuestra desaparición fatal… La puesta de sol no sabe que es bella. El cañón del Colorado no se sabe majestuoso.

Soy bicho de pavimento. Prefiero las ciudades porque ni ellas ni yo nos hacemos ilusiones sobre nuestra permanencia. Una ciudad es una tribu accidental, dijo Dostoyevsky. Pero en esa accidental tribu, por su azarosa condición, por su accidentada circulación, identifico mucho más mi condición mortal, mi precaria suerte, que con una naturaleza idealizada hasta las cimas de la felicidad y la inmortalidad, sólo para caer una y otra vez en las simas de la barbarie más destructiva. La naturaleza posee una engañosa belleza. La urbe es hostil y no lo esconde. La belleza natural puede ser infiel: la hermosa máscara de un caos original o inminente. Por eso admiro, aunque temo, a la ciudad como respuesta a la naturaleza, sitio de tumulto y jungla. ¿No caen las ciudades, con facilidad, en lo mismo que tememos en la intemperie natural: la selva selvaggia?. Sólo que la selva urbana es nuestra hechura.

Las ciudades peligran, las ciudades caen de rodillas, enferman, mueren. Nuestro siglo, como ninguno otro, ha demostrado cómo eliminar ciudades enteras. Ni Escipión frente a Numancia o Cartago ha destruido ciudades con tanta saña y eficacia técnica como nuestro tiempo, de Sarajevo a Sarajevo, y en medio Verdún y Guernica, Chunking y Dresden, Hiroshima y Bagdad… La historia es urbanicida. Algunas ciudades sobreviven. Otras desaparecen para siempre. Ya no hay Babilonia. El Cuzco de los Incas es un espectro. La Tenochtitlan de los aztecas es un subsuelo pétreo y tembloroso sobre el cual se alzan las sucesivas ciudades de México, la indígena, la barroca, la neoclásica, la decimonónica, la moderna. Roma va añadiendo capas casi geológicas a su edad antigua. Éstas son las ciudades parcialmente subterráneas. Invitan a penetrar sus laberintos. Es posible perderse en ellos y nunca volver a ver el sol.

Amo las ciudades que en vez de hundirse o esconderse, se extienden, se muestran, se explayan como joyas sobre terciopelo. París es la ciudad perfecta en este sentido. Cambia pero no se esconde. Se expande, pero no se esfuma. Los viejos amantes de la ciudad podemos reclamar, aquí y allá, la desaparición de tal librería, de tal café, de tal mercado… Pero en su esencia, París no cambia. Las referencias literarias y musicales siguen siempre allí. Una novela de Balzac es una novela de Proust es una novela de Le Clézio. Un poema de Villon es un poema de Apollinaire es un poema de Prévert. Una canción de Piaf. de Patachou, de Jean Sablón o Georges Brassens, de la maravillosa Barbara, nunca envejece. Los lugares citados son citados y sitiados para siempre por los nombres de Pigalle, Montparnasse, la Rué Le Pie, el Puente Mirabeau, la Place Dauphine donde caen para siempre las hojas muertas.

¿Qué es esto? ¿Por qué es esto? ¿Historia, prestigio, esprit, continuidad, evocaciones poderosas? No. Es luz. Decir «la Ciudad Luz» es un tópico que algunos ingenuos refieren al alumbrado público. No se dan cuenta de que se trata de un milagro. «Todas las tardes, en París, un minuto milagroso disipa los accidentes de la jornada -lluvia o bruma, canícula o nieve- para revelar, como en un paisaje de Corot, la esencia luminosa de la Isla de Francia» (Una familia lejana).

Paúl Morand, con quien compartí varias veces la piscina del Automobile Club de France en la Place de la Concorde, me decía que en su testamento había dejado dispuesto que su piel fuese utilizada como maleta a fin de seguir viajando eternamente. Venecia -o las Venecias, en plural- era una de las ciudades preferidas de este autonombrado «viudo de Europa». Venecia, más que una ciudad, era para Morand la confidente de su alma silenciosa, el retrato de un hombre en mil Venecias diferentes. Yo, que viví medio año frente a la Chiesa de San Bastian decorada por Veronese en esa mitad de las Venecias que es el Dorsoduro, siento a la Venecia como una ciudad que requiere ausencias para conservar su gloria, que es la del asombro. Tenemos los humanos una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina. Cuando me di cuenta de que atravesaba San Marco sin mirar nada más que la punta de mis zapatos, me fui de la costumbre para recuperar el asombro y recordar y escribir a Venecia como la ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua.

En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles. La laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden, he pensado, los cuerpos pasajeros de los hombres contra este encantamiento. Poco importa que seamos sólidos o espectrales.

Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.

Praga y Cambridge, además de Venecia, son para mí las ciudades más bellas de Europa. Praga, la novia muerta del Ultava. Praga, la ciudad abandonada por sus escritores: Rilke, Werfel, Kundera, los exiliados que partieron a fin de romper «el maleficio de Praga». La ciudad de los guetos, de los aislamientos, de las murallas anímicas, de los territorios vedados, la ciudad de los documentos impersonales, donde el lenguaje verdadero es el del pasaporte, la tarjeta de identidad, el papel burocrático que decide quién es una persona y quién no lo es.

Hablo de la ciudad que visité, en el invierno de 1968, con Julio Cortázar y Gabriel García Márquez para apoyar a nuestro amigo Milán Kundera y la imposible batalla por la Primavera de Praga. Acaso no hay ciudad más hermosa, ni más triste, en el centro de Europa. El lugar más melancólico es el viejo cementerio judío, un terreno reducido, estrecho, asediado por edificios viejos y renegridos. En vez de expandirse, este cementerio se levanta: capa sobre capa de féretros, tierra sobre tierra. Un espectro geológico del mundo hebreo de Bohemia. Hojas muertas, tierra negra y tumbas negras, en desarreglo. Las tumbas de Praga son como un tótem. Es necesario cavar como un topo a fin de llegar al último hombre enterrado allí. Se llama Gregorio Samsa. No se mueve. Está suspendido sobre el vacío de su tumba que es precipicio urbano y agarrado con pies y manos sobre el vacío de Praga, la madrecita con uñas, como decía Kafka. Pero, ¿hay otro espacio urbano que tan majestuosamente, con tan admirable unidad, conserve en pureza la fisonomía, cambiante y única, que va de la Alta Edad Media al Barroco? Nada más distinto de Praga que la belleza de Cambridge, cuyas «espaldas» (the backs of Cambridge) son un collar de joyas preciosas, una parada sucesiva de arquitecturas serenas, inmortales, alabables sin tregua: de St. Johns a Trinity a King’s College a Queen’s y Peterhouse, no creo que exista conjunto universitario que aúne tanta hermosura con tanto servicio, tanta tradición con tanta creación. Ésta es la universidad de Erasmo y de Samuel Pepys, de Wordsworth y de Byron. Allí está el árbol de donde le cayó, gravemente, la manzana a Isaac Newton. Pero si un artista resume para mí las simetrías secretas de Cambridge, él es Christopher Wren y yo no he pasado año más perfecto de mi vida que leyendo y escribiendo y mirando de mi estudio en Trinity College sobre el cuadrilátero asimétrico de la Neville ’s Court de Wren. He dicho bien: una asimetría que, rompiendo la aparente simetría de Cambridge, abre la puerta de un misterio que se llama arquitectura como profecía del pasado… Cambridge asimila al habitante, más que al visitante, a una vida de trabajo, disciplina y goces compartidos tanto por la soledad como por la compañía. No he conocido cuerpo estudiantil más enterado y alerta que el de Cambridge. Y no hay sucesión arquitectónica ininterrumpida más bella que esas espaldas de Cambridge. Acompaña la serenidad entera de la arquitectura inmóvil el cielo más veloz que mis ojos hayan contemplado. Es un puro deleite recostarse en un prado de Cambridge, las manos unidas en la nuca, y ver el paso de esas veloces «nubes de gloria» que William Wordsworth evoca en el grande poema del romanticismo inglés. El preludio, comparándolas con «nuestro hogar» divino, antes de que las sombras carcelarias del mundo empiecen a cercarnos…

Granada, Ronda, Córdoba, Salamanca, Santiago de Compostela. Oviedo, Ávila, Cáceres. Mi rosario de ciudades españolas va más allá de la belleza arquitectónica a una convicción humana. Imagino la ciudad europea ideal. Arquitectura italiana. Cocina francesa. Teatro inglés. Música alemana. Y llena de españoles. Una ciudad se califica por el número de amigos que en ella tenemos.

Y yo, fuera de la América Latina, no tengo ciudades con más amigos que las ciudades de España. Estoy en mi casa, en Madrid, Barcelona, Mallorca, Sevilla…

Regreso siempre a París -otra ciudad de amigos- porque allí la belleza y la vida se funden perfectamente.

No hay otra ciudad europea en la que haya vivido con más intensidad, política, intelectual, amatoria. Allí nació mi hijo, allí aprendí a amar a mi mujer. Hay ciudades que sólo visito -las del norte de Europa, las ciudades de los Estados Unidos-. Hay otras en las que vivo. México, como un acto de masoquismo amoroso, es mi ciudad más vivida. Es mi gente, es mi historia, es mi suplicio, es mi asfixia, es mi prueba, es mi desafío: recuérdame bella, dueña chica de la Nueva España, no me veas de rodillas, virgen de Guadalupe accesible, no me veas recostada, inaccesible puta de Orozco…


Escucho ecos de atabales sobre el ruido de motores y sinfonolas, entre el sedimento de los reptiles alhajados. Las serpientes, los animales con historia, dormitan en tus urnas. En tus ojos, brilla la jauría de los soles del trópico alto. En tu cuerpo, un cerco de púas. ¡No te rajes, manito! Saca tus pencas, afila tus cuchillos, niégate, no hables, no compadezcas, no mires. Deja que toda tu nostalgia emigre, todos tus cabos sueltos; comienza, todos los días en el parto. Y recobra la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible, en el momento del organillo callejero, cuando parecería que todas tus memorias se hicieran más claras, se ciñeran. Recóbrala solo. Tus héroes no regresarán a ayudarte. Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Jamás nos hemos hincado juntos, tú y yo, a recibir la misma hostia; desgarrados juntos, creados juntos, sólo morimos para nosotros, aislados. Aquí caímos. Qué le vamos a hacer. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad cristal de vahos y escarcha mineral, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad de acantilados carnívoros, ciudad dolor inmóvil, ciudad de la brevedad inmensa, ciudad del sol detenido, ciudad de calcinaciones largas, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad del letargo pícaro, ciudad de los nervios negros, ciudad de los tres ombligos, ciudad de la risa gualda, ciudad del hedor torcido, ciudad rígida entre el aire y los gusanos, ciudad vieja en las luces, vieja ciudad en su cuna de aves agoreras, ciudad nueva junto al polvo esculpido, ciudad a la vera del cielo gigante, ciudad de barnices oscuros y pedrería, ciudad bajo el lodo esplendente, ciudad de víscera y cuerdas, ciudad de la derrota violada (la que no pudimos amamantar a la luz, la derrota secreta), ciudad del tianguis sumiso, carne de tinaja, ciudad reflexión de la furia, ciudad del fracaso ansiado, ciudad en tempestad de cúpulas, ciudad abrevadero de las fauces rígidas del hermano empapado de sed y costras, ciudad tejida en la amnesia, resurrección de infancias, encarnación de pluma, ciudad perra, ciudad famélica, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera hundida, ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.


Me complace Londres, donde escribo en paz porque nadie me llama y nadie me conoce. Miro por la ventana. No saldré a la lluvia pertinaz. Mi viaje es mi escritorio. Mi trópico es de papel. Oigo un insólito teléfono. El contestador se encargará de atestiguar mi ausencia. Estoy. No estoy. Escribo y escribo. Todo lo que necesito oír y entender lo oigo y escucho por boca de mi media docena de amigos ingleses.

No puedo abandonar, de todas maneras, las ciudades que me vieron crecer, me marcaron y me educaron. Panamá que se dice a sí misma Corazón del Mundo y Puente del Universo y es sólo una cicatriz de mar en la selva. Montevideo que yo conocí sin rascacielos pero con gracia antigua, perfecta capital ideada para sus escritores más que por sus escritores: Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y el fantasma de Lautréamont… Y Quito el dorado doblón ecuatorial cuyos habitantes solo piden: «En la tierra, Quito, y en el cielo, un hoyito para ver a Quito.» Y la ciudad maravillosa. Río de Janeiro, donde, digo, aprendí literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes, pues ¿no es la literatura la mentira que nos revela la verdad en una ciudad jánica, ese «no de enero, río de enero, fuiste río y eres mar», que canto el propio Reyes? Santiago de Chile donde hermané para siempre libertad y poesía. Santiago del Frente Popular y las mujeres hermosas con miradas de uvas y colegios de disciplina británica donde la indisciplina de querer escribir se volvía orden y lección de constancia frente a la abrumadora obligación de demostrar todos los días que Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton… Buenos Aires donde me hice hombre y amé y circulé libremente y leí a Borges y me negué a repetir las consignas fascistas del régimen y entendí por qué el tango es un pensamiento triste que se baila y por qué un hombre podía enamorarse hasta el deshonor por Mecha Ortiz o Tita Merello. Junto al río color de león. dijo Lugones Buenos Aires es una ciudad fundada dos veces, la ciudad donde se encontraron el Atlántico y la Pampa igualmente vastos y sin facciones, dándoselas a Buenos Aires ciudad privilegiada por la distancia, la ausencia, la melancolía de ser única, no parecerse a nada y cargar con la cruz de querer ser otra, París o Babel. Si no hay ciudad más sólida, construida y «hecha» en América Latina. tampoco hay ciudad más desvanecida en la bruma de su lenguaje, su literatura, su música pasajera, no la hay más herida por sus promesas rotas, sus crueldades inimaginables, sus desaparecidos, sus torturas, sus sevicias que no alcanzan a compensar el asombro carnavalesco de sus dictadores, sus santas embalsamadas, sus bailarinas presidenciales, sus brujos áulicos. Que Buenos Aires lo soporte todo y siga viviendo se debe, acaso, a que es una ciudad que existe de milagro, porque no se la comieron los caníbales y por eso Buenos Aires come bife. Fundada dos veces, puede refundarse cien veces.

Washington fue la ciudad de mi infancia, con vacaciones de verano en México a cargo de mis espléndidas, valientes abuelas. Washington se quedó en mí, sin embargo, como un largo verano ardiente, faulkneriano, con olor de sudores negros, de parques corruptos, de ríos lentos y pesados, de raspados con sabor de frambuesa, de cines ardientes donde Hollywood escondía la miseria de la Depresión detrás del encanto erótico de Fred y Ginger bailando, la desopilante comedia anarquista de Laurel y Hardy, la maravillosa reinvención de una Eva cómica, accesible e irónica en Irene Dunne y Carole Lombard, a cambio de la inaccesible distancia sexual de las divas europeas, Greta y Marlene. ¿Por qué recuerdo todo esto en un verano que apenas viví y no en un invierno en que iba en trineo a la escuela y recibía la recompensa de dos inolvidables idas al cine, de la mano de mi padre, por semana?

Hoy detesto Washington. Todo lo que era grande en mi niñez se volvió enano en mi vejez: los parques, las avenidas, las casas, la política, los políticos… Comparable a un gran cementerio de mausoleos griegos, Washington, como Buenos Aires, es ciudad inventada, sin preexistencia. Pero si Buenos Aires conjuga pampa y océano con letra de Cortázar y música de Discépolo y voz de Goyeneche, Washington es sólo cementerio hacia la vasta nada de la carretera número uno que va del Atlántico al Pacífico, de la entrada europea a la salida asiática, de un Nueva York cada vez más repetitivo, arrogante y grosero y paradójicamente, más amistoso, original y afable, pero siempre Gotham, la ciudad de la energía insoportable que se nos impone, nos chupa la existencia, nos hace creer que su vitalidad es la de nosotros, pasivos y engañados por el torbellino de la Gran Manzana y su pesadilla de cócteles donde nadie le dedica a nadie más de una mirada o dos segundos de conversación, pero donde una proyección de la película Hamlet provoca, en el intermedio, el más animado e inteligente debate de un público de gente joven…

Acaso mi actual distancia de Nueva York se deba a mi anterior cercanía. El Nueva York que yo viví en los sesenta era un espacio tribal de reconocimientos juveniles. Éramos banda de amigos, compartíamos mujeres, lecturas, bares. Nos unía el fervor entusiasta de la época. Nos unía el descubrimiento mutuo de la nueva literatura de Hispanoamérica por los norteamericanos y de Norteamérica por los latinoamericanos. Manhattan se extendía hasta la punta de Long Island y su tribu de jóvenes y vitales dramaturgos, hasta Martha’s Vineyard y de vuelta a la Segunda Avenida para recalar cada noche en los feudos de Elaine y sus habitués, y las gloriosas muchachas que estrenaban minifaldas, luengas melenas y cuerpos ondulantes al ritmo del watusi entre las luces y sombras del Peppermint Lo unge antes de amanecer melancólicamente oyendo al genial Cannonball Adderley y recompensar lo que nos pudo faltar de noche con mañanas de verano en lechos de penumbra dejando apenas pasar un calor de julio filtrado por las sombras frescas de una juventud que imaginábamos interminable… Como no he vuelto a encontrar lo que sólo puedo evocar, culpo injustamente a una ciudad que sentí tan mía y que hoy se me ha vuelto tan ajena. ¿Quién toca hoy la flauta africana del melancólico Hermano Yusef Lateef en una ciudad entregada a la celebridad, el dinero y el desdén darwiniano? Oh paradoja: la primera y la única potencia mundial, tan pagada de sí misma, se da el lujo de desdeñar la información internacional. Salvo en las dos costas -Nueva York y Los Ángeles- se buscarán en vano las noticias del mundo en prensa o televisión.

Y un día terrible -el 11 de septiembre de 2001- el horror despierta a Manhattan, desvanece todas sus liturgias egoístas y resucita todas sus solidaridades, todos sus heroísmos, toda su fraternidad humana en la hora del terror. ¿Por cuánto tiempo? No lo sé. Sólo sé que nada puede vencer la energía de Nueva York.

Toma más tiempo volar de Nueva York a Los Ángeles que a Londres o París. Un Los Ángeles cada vez más perdido en su enjambre de carreteras y en su azoro continental: ¡cómo es posible!, aquí se acabó América, aquí todo se derrumba hacia el mar y ya no hay más frontera que conquistar. California, the slide area. Y en medio del continente, brilla una gran ciudad enamorada y amorosa, ciudad que se quiere a sí misma y se hace querer por el visitante, Chicago, that toddlin’ town, la ciudad de los hombros grandes, donde los hombres sacan a bailar a sus esposas…

El espacio norteamericano impone las generalizaciones de la uniformidad, el vacío, el inmenso y tedioso llano, la ignorancia, la falta de información, el provincialismo… Pero ello mismo impulsa a buscar cuanto desmienta el lugar común, celebrando el hallazgo de una casa desconocida de Frank Lloyd Wright en las llanuras del Medio Oeste, el maravilloso retrato de Pedro Romero, el fundador del toreo moderno, pintado por Goya, en Fort Worth, la librería más vasta y completa del mundo entre las rías bellísimas de Portland, Oregón, Richard Ford en una calle de sencillez, evocación y elegancias calladas de Nueva Orleans, William Styron y su perro caminando por las playas de las viejas islas balleneras de Massachusetts, el perfecto Martini del Hotel Plaza, Dorothea Straus conquistando cada tarde las calles de Manhattan con paso de amazona y atuendo de Belle Époque, un burdel de maricas chinos en San Francisco, los manuscritos originales de la colonia española en la Biblioteca Ann Arbor, las risas cantarinas y los senos cálidos de las chicas de Boulder, Colorado, el perfil orgulloso de un estudiante chicano en San Antonio, Texas, el olor embriagante de la tinta, la madera, el cuero y el barniz en la Biblioteca Widener de Harvard, la irónica sabiduría de los grandes demócratas, Arthur Schlessinger, John Kenneth Galbraith.

Llego entonces a una conclusión. Las ciudades no soportan ser comparadas. Y «América» es una ilusión uniforme que esconde mil misterios accidentados. Hay la «América» que se sueña en Hollywood como Gene Kelly y Cyd Charisse: «Bailo, luego existo.» Hay la «América» que se afirma en la hegemonía sólo para descubrir que el poder fue en vano (Ciudadano Kane). Hay la «América» que lamenta sin cesar la pérdida de su inocencia en Bostón o en Long Island (Henry James, Scott Fitzgerald). Hay la «América» que nunca fue inocente (la Natchez, Mississippi, de Richard Wright, el Harlem, Nueva York, de James Baldwin) y la «América» que siempre fue violenta, corrupta y supremamente indiferente al idilio nacional (el Los Ángeles de Chandler, el Poisonville de Hammett).

Tengo una ciudad a la que le debo pasar de adolescente a adulto, disciplinar mi vida, ordenar mi mente, organizar mi trabajo de escritor. Esa ciudad es para mí Ginebra, mi altillo incomparable en la Place du Bourg du Four, el Forum Boarium fundado por Julio César, el Café de la Clémence enfrente para discutir con los amigos, el Café Canónica con vista al lago para recoger putas de pelo oxigenado y perritos falderos, la universidad para conocer y enamorar muchachas fragantes de juventud y asombro amoroso, el ambiente de disciplina y Anden Régime intelectual del Instituto de Altos Estudios Internacionales y su pléyade de internacionalistas-estrella, Brierly, Bourquin, Ropke, Scelle, que me privilegiaron con sus enseñanzas, las librerías de la Vieille Ville para comprar ediciones antiguas de los clásicos franceses y leerlas en la tranquilidad de la Isla Jean-Jacques Rousseau entre el Ródano y el Leman…

Ciudades de paz y contemplación supremas. Sevilla de equilibrio árabe, judío y cristiano. Oaxaca color de jade, única ciudad de perfil conyugal indígena y español. Berlín resurrecta en medio de sueños mecidos por la cercanía de cien lagos. Cartagena de Indias, la ciudad perfecta del Caribe colonial, amurallada ayer contra los piratas ingleses, hoy contra las guerrillas del narco: el oasis milagroso de un país desangrado y fantasmal. Savannah, Georgia, ciudad que Borges debió inventar, plazas de donde nacen calles que van a dar a más plazas de donde irradian más calles en una red geométrica infinita, perfecta, al cabo desolada como un cuadro metafísico de Chirico.

Pero no hay ciudad sin clima. La temperatura es la venganza de una naturaleza que, al cabo, no puede ser dominada por techo o calle, por puerta, llama del hogar o hielo del congelador. La naturaleza circundante proponiendo una y otra vez: Escoge. Nadie escapa al dilema de abandonarme para salvarse de mi abrazo sofocante, aun al precio de la orfandad errabunda, o permanecer para siempre en mi selva salvaje y protectora, aun al precio de abdicar los riesgos de la libertad…

México: el verano llegará con un llanto de polvo vencido. Londres: la primavera brotará en dos tetas juveniles detrás de una gasa transparente. Nueva York: el otoño tendrá una corona de oro. París: el invierno será un río de brumas.

Y afuera de las ciudades, lagos y vías fluviales, bosques y tierras, se mueren a una velocidad sin precedente. Corremos el riesgo de perder el equilibrio de la biosfera y condenar a nuestra descendencia a vivir y morir sin naturaleza. «El universo requiere una eternidad», escribió Jorge Luis Borges. Y en el cielo, añadió, los verbos conservar y crear son sinónimos. En la tierra, se han vuelto antagónicos. Conservar y crear son verbos enemigos en este inicio de siglo.

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