CAPÍTULO 09

El baño en Villa Mare era peculiar en que no se trataba de una habitación interior. Daba al mar y tenía un pórtico abierto que podía cerrarse mediante contraventanas para protegerse del frío o las inclemencias del tiempo. La vista que se tenía desde la habitación era bella y calmante. Las paredes estaban decoradas con mosaicos. Una representaba a Neptuno, el dios del mar, de pie entre las olas, un tridente en una mano y una concha en la otra, sobre la cual soplaba. Detrás de él saltaban unos delfines de color azul plateado. Otra pared ofrecía una escena de las muchas hijas de Neptuno, divirtiéndose entre las olas con un grupo de caballos marinos; la tercera pared exhibía al poderoso rey del mar seduciendo a una hermosa joven en una cueva submarina. El suelo de mosaico del baño consistía en imágenes de peces y vida marina. Era divertido y de alegres colores.

Junto al baño había un vestuario revestido de azulejos, pero la sala principal servía para todos los pasos necesarios para el baño, a diferencia del elegante complejo de Villa Máxima, que tenía diferentes habitaciones. La piscina estaba forrada de azulejos azul mar y el agua era cálida. En una esquina, una fuente con taza de mármol ofrecía agua fresca. Había depresiones en forma de concha con desagües para enjuagarse y bancos para recibir masaje.

Aspar despidió a la anciana esclava encargada del baño.

– La señora Cailin desea servirme -indicó a la mujer, y ésta sonrió exhibiendo su dentadura vacía en muestra de complicidad.

– Aquí se derrocha discreción -dijo Cailin, recogiéndose el pelo en lo alto de la cabeza.

– Quítate la túnica. Quiero verte tal como Dios te hizo, Cailin. Inclinada tal como estabas la última vez que contemplé tus encantos, apenas pude ver gran cosa, pues aquellos hombres te ocultaban casi por completo.

– Tal vez lamentéis no haber comprado uno de ellos -bromeó ella.

Se pasó la túnica por la cabeza y la arrojó sobre un banco. Permaneció callada e inmóvil, sorprendida de no sentirse mortificada; pero, como sospechaba, su estancia en Villa Máxima la había despojado de todo falso pudor.

– Vuélvete despacio -ordenó él con admiración.

Entonces él se quitó toda la ropa: se desabrochó los braceos y los dejó resbalar al suelo, luego los calzoncillos, la túnica y la fina camisa de hilo.

Cuando Cailin se volvió para mirarle de frente, encontró a Aspar desnudo como ella. Sobresaltada, enrojeció. El guardó silencio, dándole la misma ventaja de la que él había disfrutado antes, y luego también se volvió. La primera impresión que había recibido Cailin había sido buena. El cuerpo del hombre era firme, con buenos músculos y bronceado por el sol. No estaba gordo, pero tampoco delgado. Había en él una robustez sólida que a Cailin le resultó reconfortante. Llevaba las piernas y los brazos depilados, igual que su pecho. Sus piernas eran más largas de lo que ella esperaba y su torso, duro y bien esculpido. Las nalgas eran firmes.

Sus órganos sexuales eran más pequeños de lo que ella estaba habituada a ver, pero supuso que eran de tamaño normal. Sus «bárbaros» y Wulf eran excepciones a la regla, le había asegurado Casia cuando hablaron de ello en una ocasión. Su curiosidad la había llevado a preguntar a la cortesana quién la había instruido tan bien en las artes de Eros. Casia había resultado una fuente de información útil y fascinante para Cailin, que carecía de experiencia respecto a las prácticas amatorias.

La voz de Aspar la devolvió al presente.

– ¿Me encuentras hermoso como yo a ti? -le preguntó.

– Sí -respondió ella con voz suave.

Era un hombre atractivo y Cailin no veía razón para no reconocerlo.

– Coge el rascador y ráscame -ordenó él. -Estoy muy sucio del viaje. Los caminos están llenos de polvo en esta época del año.

Cailin cogió el utensilio de plata y empezó a rascar el sudor y la mugre que el viaje al calor del día había depositado en la piel de Aspar. Ella había observado trabajar a las encargadas del baño en Villa Máxima, pues Casia le había advertido que los hombres con frecuencia deseaban ser servidos así por sus amantes. Lentamente, con cuidado, Cailin le fue restregando, pasando de los hombros al pecho, de los brazos a la espalda y por fin las piernas.

– Tienes mucha habilidad para esto -musitó él con voz suave mientras ella se arrodillaba ante él, pasándole con cuidado el utensilio por los muslos.

– Soy novata en esta tarea -dijo ella, -pero me alegra complaceros, mi señor.

Le enjuagó con una jofaina de agua caliente sacada de la piscina y él cogió el rascador.

– Ahora te rascaré yo a ti -indicó él con voz baja.

Cailin se quedó muy quieta mientras él le pasaba el rascador por su delicada piel. Encontraba encantador ese juego. La moderación de aquel hombre al reclamar sus derechos la tranquilizaba. Suspiró y, volviéndose a él, dijo:

– Ahora, mi señor, os lavaré antes de entrar en la piscina.

Él se quedó de pie en una de las conchas vaciadas en el suelo. Cailin colocó a su lado una jarra de alabastro de suave jabón y cogió una esponja natural. La mojó con un poco de jabón de la jarra y lo derramó sobre los hombros de Aspar, utilizando después la esponja. Despacio, con esmero, le lavó, ejecutando los movimientos de manera eficaz, añadiendo más jabón y frotándole la espalda. Se sonrojó al lavarle el miembro viril, pero él no dijo nada y permaneció inmóvil mientras ella se aplicaba. Cailin se puso de pie y le pasó la esponja por el vientre y el pecho. Cuando terminó, volvió a enjuagarle con agua caliente, aliviada de que la dura prueba hubiera terminado. Nunca había bañado a un hombre. Wulf siempre se bañaba solo, normalmente en el arroyo que discurría cerca de su casa, incluso en invierno.

– Ahora podéis entrar en la piscina -indicó a Aspar.

– No -dijo él, y le cogió la esponja de la mano. -Antes tienes que bañarte tú, belleza mía. -Se inclinó y enjuagó la esponja en el recipiente de bronce y volvió a empaparla con agua limpia.

– Puedo bañarme sola -replicó ella.

– Estoy seguro de que así es -dijo él, divertido, -pero no me negarás el placer que servirte me proporcionará, ¿verdad? -Sin esperar respuesta, hundió sus dedos en la jarra de alabastro y empezó a echarle jabón lentamente sobre los hombros y la espalda. El movimiento lento y circular de la esponja sobre la piel era casi hipnotizante de tan sensual. Le pareció que notaba los labios de Aspar rozarle la nuca y luego la esponja jabonosa trazó círculos, confundiéndola. Arrodillado, él le lavó las nalgas, besándolas antes, y luego pasó a las piernas. -Vuélvete -dijo con voz suave.

Ella obedeció; su cuerpo ya empezaba a sentir la fuerza del deseo. Qué placentero le resultaba todo aquello. Bañarse con un hombre era de lo más agradable.

Aspar le levantó el pie izquierdo y se lo lavó; luego el derecho. La esponja ascendió lentamente por sus piernas, que mantenía apretadas con fuerza. Con suavidad él las separó y la esponja se deslizó sobre la sensible piel. Cailin volvió la cabeza y desvió la mirada. No estaba acostumbrada a ver su monte de Venus tan rosado y suave, desprovisto de sus pequeños rizos, pero Joviano le había asegurado que sólo los hombres, los campesinos y los salvajes conservaban este vello corporal. La mujer ha de ser sedosa en todo su cuerpo. El estómago se le hizo un nudo cuando la mano de Aspar le pasó la esponja por aquella zona. Cerró los ojos mientras él la frotaba con suavidad.

Cailin ahogó un grito, sobresaltada, cuando la mano del general la inclinó suavemente hacia adelante y su boca se cerró sobre el pezón derecho. Lo mordisqueó levemente y luego lo chupó con fuerza mientras con la mano izquierda le acariciaba y luego aplastaba el otro seno hasta que las rodillas de Cailin empezaron a flaquearle. Él se puso en pie y la estrechó con fuerza [buscando la boca de ella, y al encontrarla le dio un apasionado beso que la dejó sin aliento. Luego sus ojos grises la mantuvieron hechizada mientras la enjuagaba lentamente, asegurándose de que todo el jabón desaparecía. Por fin dejó la jofaina en el suelo, cogió a Cailin de la mano y juntos descendieron los escalones de la piscina.

El agua cálida les lamió suavemente el cuerpo. Cailin se sintió débil al penetrar de pronto en el calor. Al ver lo pálida que estaba, él la atrajo hacia así. Cuando notó que temblaba, Aspar dijo en voz baja, mientras empezaba a depositar pequeños besos en todo su rostro:

– No quiero que tengas miedo, Cailin, pero has de saber que quiero hacer el amor contigo. ¿Sabes lo dulce que puede ser hacer el amor entre un hombre y una mujer? No aquel brutal acoplamiento que estabas obligada a soportar en Villa Máxima, sino la auténtica pasión entre amantes. Dime, ¿eras virgen cuando llegaste a Constantinopla, o algún otro amante te inició en la maravillosa dulzura que dos personas pueden crear?

Le mordisqueó con ternura el lóbulo de la oreja y luego la miró a los ojos.

– Yo… tenía esposo -respondió ella.

– ¿Qué le ocurrió? -preguntó Aspar.

– No lo sé, mi señor. Me traicionaron y me vendieron como esclava -dijo, y le relató su historia brevemente. -Joviano dice que probablemente le dijeron a Wulf que yo había muerto -dijo para terminar. Varias lágrimas le resbalaron por las mejillas. -Creo que tiene razón. Sólo me gustaría saber qué le ocurrió; nuestro hijo. Temo que Antonia lo vendiera también; nuestro hijo era fuerte. ¡Sé que todavía vive!

– No puedes cambiar el pasado -repuso él sabiamente. -Lo comprendo mejor que nadie, Cailin. Si confías en mí, te daré un feliz presente y tu futuro será lo único que desearás.

– Me parece, mi señor, que no puedo elegir.

«Confiar -pensó con ironía. -¿Por qué los hombres siempre están pidiendo que se confíe en ellos?»

– Oh, belleza mía -exclamó él con una sonrisa- Siempre podemos elegir. Sólo que a veces las alternativas no son particularmente agradables. Sin embargo las tuyas lo son. Puedes amarme ahora o puedes amarme más adelante.

Cailin rió entre dientes.

– Vuestras alternativas, mi señor, guardan una gran similitud.

Aquel hombre le gustaba. Era amable y tenía sentido del humor. Aunque era poderoso no mostraba actitudes desagradables.

Él sonrió a su vez. Ella le excitaba de un modo en que ninguna otra mujer jamás lo había hecho, ni siquiera su querida Ana. Había pasado mucho tiempo desde que verdaderamente había deseado una mujer, aunque visitaba Villa Máxima con regularidad. Creía que el hombre no debía permitir que sus humores permaneciesen reprimidos demasiado tiempo; hacerlo enturbiaba el cerebro y lo volvía irritable. Sin embargo, al contemplar a aquella hermosa joven que tenía ante él, sabía que jamás volvería a visitar Villa Máxima.

– Me gusta cuando ríes, belleza mía -dijo con ternura.

– Y a mí me gusta cuando vos me sonreís, mi señor -respondió ella, y entonces le besó en los labios, deprisa y sin pasión pero con dulzura.

Él le cogió la cabeza con una mano y empezó a besarle el rostro y la garganta con ardientes labios que provocaron un hormigueo de placer en todo el cuerpo de Cailin, que gimió levemente. Arqueó el cuerpo mientras la otra mano de Aspar empezaba a sobarle un seno y empujaba a la joven contra la pared de la piscina. Le pasó la lengua por los labios, le mordisqueó los párpados y le lamió el cuello tenso. Hundió la mano en los apretados rizos de su cabellera y gimió cuando ella apretó su cuerpo contra el de él. Los brazos de Cailin se deslizaron por su cuello. Devolviéndole los besos con ardor, Cailin se dio cuenta de que con Aspar no tenía necesidad de emplear los trucos de Casia. Sentía crecer el deseo de él contra el muslo, empujando y presionando con apremio.

– Quiero esperar -susurró él, -pero no puedo, Cailin.

– No lo hagáis, mi señor -lo alentó ella, apretando su abrazo mientras él deslizaba las manos debajo de sus nalgas y la penetraba, suspirando con alivio.

Empujó con movimientos largos y lentos y ella le sintió, duro y ardiente, en su interior. Murmuró en voz baja mientras él se movía dentro de ella una y otra vez hasta que no pudo aguantar más y su tributo de amante alcanzó apasionados estallidos. Cailin se asombró de que no hubiera sentido nada más que la presencia física de él. Se estremeció, horrorizada.

Aspar abrió los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó. -Te ha dado placer, ¿verdad, Cailin? Sí, creo que no te desagrado, ¿eh, belleza mía?

Salió del cuerpo de ella y se quedaron uno frente a otro, ella aún apoyada contra la pared de la piscina.

– ¿Sólo hacerlo con el esposo da placer? -preguntó ella, confundida y necesitando saberlo. -No sentía placer cuando me obligaban a unirme al trío de Joviano, pero creía que era porque no les amaba, porque lo que me hacían estaba mal. Vos no sois mi esposo pero sois amable conmigo. Quiero serviros como una esposa. ¿No debería sentir placer, mi señor? Vos no me repeléis. ¡No! -Se le quebró la voz y se echó a llorar. -¿Qué me ha ocurrido, mi señor, para que no pueda sentir placer con vos?

El la estrechó entre sus brazos y la tranquilizó lo mejor que pudo. Aspar no era médico, pero sabía que la mente probablemente era el arma más poderosa que Dios jamás había creado. Había visto ocurrir cosas extrañas a los soldados en la guerra, en especial después de una cruel batalla: los hombres, normalmente endurecidos y fieros, rompían a llorar. Hombres que jamás podían volver a ver un arma sin echarse a temblar incontroladamente. Quizá el brutal salvajismo que había tenido que soportar Cailin le había dañado de un modo similar. Recordaba la expresión vacía en sus ojos la noche de la representación en Villa Máxima. Ella se había abstraído de lo que estaba sucediendo en el escenario porque era la única manera de poder sobrevivir.

– Lo que te ha sucedido desde que abandonaste Britania te ha dañado de un modo que no se ve -le dijo él para consolarla. -Si confías en mí te ayudaré a curarte, belleza mía. Quiero que obtengas de mí el mismo placer que yo obtengo de ti. A diferencia de la mayoría de hombres de mi edad, tengo una inusual capacidad de hacer el amor, Cailin. Seguiremos hasta que también tú sientas placer, por mucho tiempo que tardemos. -Le cogió la mano. -Ahora vamos, antes de que nos quedemos tan débiles que el agua nos diluya.

Salieron de la piscina y se secaron mutuamente. Luego él volvió a cogerla de la mano y la llevó a su dormitorio. Cailin se sorprendió al ver que habían retirado su pequeño diván y lo habían colocado adosado a una pared. En su lugar sobre la plataforma elevada había un gran colchón a rayas y varios almohadones de vivos colores. Aspar volvió a besarla y poco después se tumbaron en la cama, entrelazados. Las sensaciones que el cuerpo de aquel hombre le producía eran completamente distintas allí que en la piscina. Parecía más duro.

– Quédate quieta -ordenó él, y poniéndole dos almohadones debajo de las caderas para elevarla le dijo: -Quiero que separes las piernas para mí, mi belleza. -Y cuando ella le obedeció, él se inclinó, le separó los labios mayores de la vagina con los dedos y empezó a acariciarla lenta y tiernamente con la lengua.

Cailin ahogó un grito de asombro y sorpresa. Su primer pensamiento fue apartarle. Eso era una intrusión que jamás la había experimentado. Sin embargo había ternura en el acto, una dulzura que la hipnotizó tan intensamente que se vio incapaz de negarse. La lengua de Aspar le acariciaba suavemente la carne y luego empezó a juguetear con el clítoris. Cailin se sintió inundada de calor y sin embargo temblaba. La pequeña protuberancia empezó a hormiguearle, creciendo en intensidad hasta que creyó que no podría soportarlo más, pero por mucho que lo intentó no pudo encontrar la voz para pedirle que parara.

Cailin dejó que la sensación de placer se apoderara de ella y se oyó a sí misma gemir encantada. Sentía los miembros pesados con un ansia que jamás había experimentado, hasta que por fin una intensa dulzura la inundó como una ola del mar y retrocedió con igual rapidez, dejándola débil pero extrañamente satisfecha.

– Aaahhh… -exhaló jadeante.

Entonces, de manera inesperada, se echó a sollozar.

Aspar se incorporó y la abrazó. No dijo nada. Se limitó a acariciarle los pequeños rizos despeinados, maravillándose de su suavidad mientras los enroscaba en sus dedos. Ella se apretó a él como buscando su protección y la sorprendió el deseo que percibió en él de mantenerla a salvo de toda la crueldad del mundo. A pesar de todo lo que le había ocurrido, Cailin era inocente. Él no iba a permitir que volvieran a hacerle daño.

Por fin se serenó y dijo:

– Vos no habéis recibido placer, mi señor, pero yo sí. ¿Cómo puede ser? No sabía que una mujer pudiera disfrutar de esta manera.

Levantó la vista hacia él y Aspar pensó que sus hermosos ojos parecían violetas rociadas por la lluvia primaveral.

– Dar placer también lo proporciona, Cailin; quizá no tan intenso como cuando se recibe, pero es placer al fin y al cabo. Hay muchas maneras de darlo y recibirlo. Las exploraremos todas. Jamás te haré daño intencionadamente, mi amor -le dijo, acariciándole la mejilla con un dedo.

– Dicen que sois el hombre más poderoso del Imperio, mi señor. Aún más poderoso que el propio emperador.

– Nunca repitas eso en voz alta, Cailin -le advirtió. -Los poderosos son celosos de su poder y no desean compartirlo. Mi supervivencia depende de que siga siendo un leal servidor del Imperio. Realmente es el Imperio al que honro. Dios, y el Imperio. A ningún hombre. Pero eso, querida, ha de quedar como un secreto entre nosotros. -Le sonrió.

– Sois como los romanos de antaño, mi señor. Honráis la nueva Roma, Bizancio, como ellos honraron a la antigua.

– ¿Y qué sabes tú de Roma? -preguntó él, divertido.

– Estuve con mis hermanos y su tutor muchos años -dijo Cailin. -Aprendí la historia de Roma y de mi Britania nativa.

– ¿Sabes leer y escribir?

– En latín -respondió ella. -La historia del pueblo de mi madre, los celtas dobunios, es una historia oral, pero la conozco, mi señor.

– Joviano me contó un poco acerca de tu pasado, Cailin. Tu latín es el de una mujer culta, aunque un poco provinciana. ¿Quién era tu gente?

– Desciendo de un tribuno de la familia Druso que llegó a Britania con el emperador Claudio -explicó ella, y luego, tumbados juntos, le contó la historia de su familia.

– ¿Y tu esposo quién era? ¿También era de una familia romano-britana?

– Mi esposo era sajón. Me casé con él después de que mi familia fuera asesinada por instigación de mi primo Quinto, que codiciaba las tierras de mi padre. Mi primo no supo que yo había escapado de la matanza hasta que fui a verle con mi esposo, Wulf Puño de Hierro, para reclamar lo que por derecho me correspondía. Wulf mató a Quinto cuando éste trató de atacarme. Fue su esposa, Antonia, quien me traicionó, pero esa parte de la historia ya la conocéis, mi señor.

– Es asombroso que hayas sobrevivido a todo eso -dijo Aspar con aire pensativo.

– Ahora lo sabéis todo de mí. Zeno me ha contado que vuestra primera esposa era una mujer buena y honorable. Lo que no ha dicho sobre la esposa que ahora tenéis es más interesante -dijo Cailin. -Si me lo contarais, mi señor, me gustaría conocerla.

– Flacila es miembro de la familia Estrabo. Son poderosos en la corte. El nuestro fue un matrimonio de conveniencia. No vive conmigo y, francamente, ella no me gusta.

– Entonces ¿por qué os casasteis? -preguntó Cailin. -No necesitabais volver a casaros, mi señor. Zeno me ha dicho que tenéis un hijo mayor, un segundo hijo y una hija.

– ¿Zeno ha mencionado a mis nietos? -preguntó Aspar con cierto humor en la voz. -Mi hija Sofía tiene tres hijos y mi hijo mayor tiene cuatro. Como Patricio, el menor, no parece querer ser monje, supongo que también él me dará nietos cuando se case.

– ¿Tenéis nietos? -Cailin estaba atónita. No parecía tan viejo, y su conducta sin duda no era la de un anciano. -¿Cuántos años tenéis, mi señor Aspar? Yo cumplí diecinueve el mes de abril.

Él gimió.

– ¡Dios mío! Sin duda soy lo bastante viejo para ser tu padre, mi amor. Cumplí cincuenta y cuatro el mes de mayo.

– No sois como mi padre -murmuró ella, y con gran atrevimiento le cogió la cabeza entre las manos, la acercó y le besó dulcemente.

Él cedió con placer a su osadía.

– No -dijo, mirando con placer sus ojos violetas, -no soy tu padre, ¿verdad, mi amor?

La besó, larga, lenta y profundamente.

Cailin desfalleció interiormente. Cuando por fin se recuperó, dijo:

– Habladme más de vuestra esposa, mi señor Aspar.

– Me gusta cómo suena mi nombre en tus labios. -Habladme de Flacila Estrabo, mi señor Aspar-insistió Cailin.

– Me casé con ella por varias razones. El difunto emperador, Marciano, a quien yo coloqué en el trono de Bizancio y se casó con la princesa Pulquería, estaba a punto de morir y no tenía herederos.

«Marciano procedía de mi hogar. Me había servido lealmente durante veinte años. Cuando comprendí que su final estaba próximo, elegí a León, otro miembro de mi hogar, para que fuera el siguiente emperador. Sin embargo, necesitaba cierto apoyo de la corte. El patriarca de Constantinopla, el líder religioso de la ciudad, es pariente de la familia Estrabo, y los lazos familiares aquí son fuertes. Sin él no tenía esperanzas de colocar a León en el trono. Para asegurarme su apoyo y el de la familia Estrabo, me casé con la viuda Flacila. Ella estaba entonces embarazada de un amante y causaba a su familia una indecible vergüenza.

– ¿Qué ocurrió con el niño?

– Abortó en el quinto mes, pero era demasiado tarde. Ya era mi esposa. A cambio de mi ayuda, el patriarca y la familia Estrabo apoyaron mi elección de León. Por supuesto, otras familias patricias les imitaron. Esto nos permitió una transición pacífica de un emperador a otro. La guerra civil es muy desagradable, Cailin. Y Flacila es, de puertas afuera, una buena esposa. Tomó a su cargo a mi hijo pequeño, Patricio, y es una buena madre para él. Le están educando en la fe ortodoxa. Espero casarle algún día con la princesa Ariadna y convertirle en heredero de León, pues el emperador no tiene hijos.

– ¿Qué queréis de mí, mi señor, aparte de lo obvio? -preguntó Cailin.

Se sonrojó de su propia audacia, pero su vida desde que había salido de Britania se había visto completamente trastocada y necesitaba saber si iba a tener un hogar permanente.

Él pensó durante varios minutos.

– Amaba a mi primera esposa -dijo al fin. -Cuando Ana murió, pensé que jamás volvería a mirar a ninguna mujer. No me gusta Flacila, pero le sirvo para algo. Su rango social es prácticamente tan alto como el de la emperatriz Verina, pues soy el jefe de los ejércitos orientales y primer patricio del Imperio. Flacila se ocupa de mi hijo huérfano, pero esto es todo lo que hace por mí.

»Soy poderoso, Cailin, pero estoy solo, y la verdad es que me siento solo. Cuando te vi aquella noche en Villa Máxima, me conmoviste como ninguna mujer lo ha hecho. Necesito tu amor, tu bondad y tu compañía. ¿Crees que puedes dármelos, belleza mía?

– Mi abuelo decía que yo tenía una lengua afilada, y así es -repuso Cailin. -Soy muy práctica. Si queda algo de bondad en mí, mi señor Aspar, posiblemente sois el único que la ve. Lo que ahora debo deciros os parecerá duro, pero en el último año he tenido que aprender a ser dura para sobrevivir. No sois un hombre joven, pero yo soy vuestra esclava. Si morís, ¿qué me ocurrirá a mí? ¿Creéis que vuestros herederos tratarán con bondad a la amante esclava de su padre? Yo creo que no.

«Seguramente se desharán de mí junto con todas las demás posesiones que consideren innecesarias. ¿Puedo amaros? Sí. Creo que sois una persona buena, pero si verdaderamente soy algo para vos, mi señor, ocupaos de que cuando ya no estéis aquí yo siga estando a salvo. Hasta ese momento os serviré con todo mi corazón y toda mi alma.

El asintió lentamente. Cailin tenía razón. Tendría que efectuar disposiciones para protegerla cuando él ya no pudiera hacerlo.

– Mañana iré a la ciudad y me ocuparé de todo -le prometió. -Cuando yo muera, serás libre y dispondrás de una herencia para mantenerte. Si tienes algún hijo mío, me ocuparé también de él y le reconoceré.

– Es más que justo -aceptó Cailin con alivio.

Cuando por la mañana despertó, Aspar no estaba en la cama.

– Se ha ido a la ciudad -informó Zeno, sonriendo. -Me ha encargado que os diga que regresará dentro de unos días, señora. También me ha indicado que os consideremos la dueña de esta casa y os obedezcamos.

– Mi señor es un hombre generoso -dijo Cailin. -Debo confiar en ti, Zeno, para que me ayudes a hacer lo correcto y oportuno.

– Sólo la gran belleza de mi señora supera a su sabiduría -observó el anciano sirviente, complacido por la diplomática respuesta de Cailin y la seguridad de que todo seguiría como siempre.

Aspar regresó de Constantinopla unos días más tarde. Al cabo de poco tiempo los sirvientes consideraron evidente que tenía intención de convertir Villa Mare en su primera residencia. Sólo se marchaba para atender los asuntos de la corte y cumplir con sus deberes militares. Raras veces pasaba la noche fuera. Él y Cailin habían iniciado una existencia doméstica muy tranquila.

Cailin se sorprendió al enterarse de que Aspar era propietario de las tierras de labranza que rodeaban a la villa en varios kilómetros. Había viñas, olivares y campos de trigo, lo que contribuía a la riqueza del general, a quien no le importaba ayudar en los campos o recoger las uvas. Cailin suponía que disfrutaba con ello.


En la ciudad, la ausencia de Aspar de su elegante palacio al principio no fue observada, pero la emperatriz Verina, mujer hábil, mantenía el oído atento en todos los terrenos. Ella y su esposo no tenían la ventaja de la herencia para mantener su trono a salvo. Aspar era importante para ellos. Aunque excelente servidor público, León no era un maestro de la intriga en esta primera etapa de su reinado; pero su esposa, educada en Bizancio, sabía que cuantas más cosas conocía uno, más a salvo se encontraba. Llegó a sus oídos el chismorreo ocioso de un sirviente, y luego volvió a escucharlo, esta vez de labios de un oficial menor. La emperatriz invitó a su hermano Basilico a visitarla.

Se sentaron en una terraza que daba al Propontis, llamado por algunos el Mármara, una tarde de finales de otoño, tomando el primer vino de la temporada. Verina era una mujer hermosa con la piel como el marfil y el largo cabello negro peinado en trenzas sujetas con alfileres adornados con piedras. Su estola roja y dorada era de ricos materiales y el escote mostraba el nacimiento de su bonito pecho. Sus zapatillas estaban adornadas con joyas y llevaba varias sartas de perlas tan translúcidas que parecían relucir en contraste con su piel y vestido. Sonrió a su esposo.

– ¿Qué es eso que me han dicho de Aspar? -ronroneó.

– ¿Qué es lo que has oído, cariño?

– Se dice que ha cerrado su palacio y que ahora vive en el campo -dijo la emperatriz. -¿Es cierto?

– No lo sé, querida hermanita -respondió Basilico. -Hace meses que no veo a Aspar fuera del trabajo. Sólo le veo cuando tenemos asuntos que atender juntos, lo cual no ocurre con frecuencia. ¿Por qué te interesa saber dónde vive Aspar, Verina? Aunque es responsable de la ascensión de León, nunca has mostrado particular interés por él. Sé bien que su presencia te irrita pues sólo sirve para recordarte que él es el responsable de tu buena fortuna.

– Se dice que una mujer vive con él, Basilico -dijo la emperatriz, sin hacer caso de la astuta observación de su hermano. -Sabes que la esposa de Aspar, Flacila, es amiga mía. Me molestaría que Flacila se viera turbada por los pecadillos de su esposo.

– Tonterías, hermana, simplemente estás muerta de curiosidad -replicó Basilico. -Si realmente Aspar está viviendo con alguna amante, nada te complacería más que insinuarlo al oído de Flacila, encolerizándola con ello. Sabes que Aspar sólo accedió a casarse si ella guardaba discreción en sus pequeñas aventuras y no volvía a avergonzar a su familia. Aspar no es un hombre que instale a una amante en su casa, pero si realmente lo ha hecho, viviendo en el campo está intentando ser discreto. Además, no hay nada de malo en que un hombre tenga una amante, Verina. En mi opinión, nuestro buen general se merece algún placer en la vida. Jamás lo obtendrá de tu querida amiga Flacila, que tiene amantes como algunas mujeres tienen flores en el jardín, y con menos discreción, añadiría.

– Flacila todavía es joven. Tiene bastantes años menos que su esposo -observó la emperatriz. -Aspar no podría estar a su altura, te lo aseguro.

– Ella es la que no podría estar a la suya -replicó Basilico con una carcajada. -Aspar tiene fama de amante prodigioso, querida hermanita. Una muchachita de dieciocho años no podría seguirle, según fuentes dignas de confianza. Además, Flacila tiene dos hijas mayores. No está en la flor de la juventud.

– Tuvo a sus hijos a los quince y dieciséis años -dijo Verina en defensa de la mujer. -Ellas tenían quince y dieciséis cuando las casó el año pasado. Eso significa que tiene treinta y dos. Aspar es al menos veinte años más viejo. Si ha tomado una amante, mi pobre Flacila será el hazmerreír de toda Constantinopla. ¡Tienes que averiguarlo!

– ¿Yo? -preguntó Basilico horrorizado. -¿Cómo quieres que lo haga?

– Ve a visitar a Aspar a su casa de campo. Quizá esos rumores no son más que eso, rumores, pero si son ciertos debo informar a Flacila antes de que sea avergonzada ante la corte.

– ¿Ir al campo? ¡Verina, detesto el campo! Hace años que no salgo de la ciudad. En el campo no hay nada que hacer. Además, Flacila debería estar encantada de que Aspar tenga una amante. Eso le mantendrá ocupado y distraído y no se interesará tanto por sus asuntos. Ella estuvo a punto de causar un gran escándalo la semana pasada, cuando el joven gladiador con el que se había estado divirtiendo decidió que estaba enamorado de ella después de que ella tratara de sacárselo de encima.

– No me había enterado de eso -repuso la emperatriz, molesta y curiosa porque su red de espías no le habían informado de esta interesante noticia. -¿Qué sucedió, Basilico? Veo que conoces todos los detalles. Dímelo enseguida o haré que te dejen ciego.

Él rió y se sirvió otra copa de vino antes de empezar.

– Bueno, mi querida hermana, tu amiga Flacila se llevó a la cama a un joven gladiador al que había conocido en los juegos de primavera. Un tracio llamado Nicoforo; bastante corpulento, pero sus músculos eran irresistibles, supongo. Como es habitual en Flacila, al cabo de unos meses la intimidad empezó a engendrar desprecio. Así pues, se cansó del musculoso Adonis y, además, sus ojos se habían fijado en Miguel Valens, el joven actor. Nuestra Flacila volvió a recibir la flecha de Cupido.

– ¿Qué le ocurrió al gladiador?

– Les pilló en el mismo lugar de cita que Flacila había compartido con él en otro tiempo. No tiene mucha imaginación, ¿verdad, hermanita? A ti se te habría ocurrido elegir otro lugar para dar rienda suelta a tu pasión, pero no, ella fue al mismo sitio. Nicoforo, informado por alguna alma perversa, les encontró allí. Estaba hecho una furia y se puso a aporrear a la puerta de la habitación en la que se encontraban tu amiga y su amante. Al final la derribó.

«Miguel Valens, que no es ningún héroe, temeroso de que pudieran estropearle su bello rostro, escapó por una ventana, desnudo como su madre lo trajo al mundo, según me han dicho, y dejando sola a la semidesnuda Flacila para que se enfrentara al ultrajado gladiador. Él se puso a gritar contra ella, maldiciéndola y llamándola puta. Por fin el posadero llamó a un guardia, quien persiguió a Nicoforo mientras éste corría gritando tras la litera de Flacila, que se abría paso por las calles a una velocidad inusualmente rápida. -Basilico rió. -El capitán de la guardia y sus hombres, por supuesto, fueron comprados por el patriarca. El escándalo fue acallado. Nicoforo fue enviado a Chipre. Menos mal que Aspar no se hallaba en la ciudad cuando esto sucedió. Advirtió a Flacila, antes de casarse, que si provocaba algún escándalo público la enviaría al convento de Santa Bárbara para que pasara allí el resto de su vida.

La emperatriz asintió.

– Sí, y el patriarca accedió a apoyarle llegado el caso. La familia Estrabo no está sólo un poco irritada por la conducta indiscreta de Flacila, y su paciencia tiene un límite. Mmmm, me pregunto qué uso puedo dar a esta información, pero por supuesto el rompecabezas estará incompleto hasta que sepa exactamente qué está sucediendo en la villa de Aspar. -Sus ojos ambarinos lanzaron un destello de maldad. -Te irás por la mañana, hermano.

Él se levantó con un gemido y besó la mano de su hermana.

– Los deseos de la emperatriz son órdenes para mí, pero Verina, espero que me hagas un favor a cambio de esta empresa que emprendo en tu nombre. ¡Recuérdalo!

– Siempre que sea razonable, Basilico -ronroneó ella sonriendo.

Era un buen hermano, pensó la emperatriz mientras le observaba partir con expresión afectuosa. Fuera lo que fuese lo que sucedía en casa del general, Basilico se enteraría de la historia completa, la analizaría y regresaría para contársela. Si ella no sabía decidir cómo utilizar esta información, él podría aconsejarla. Estaban muy unidos, siempre lo habían estado.


Basilico abandonó la ciudad al día siguiente temprano. Viajó en una cómoda litera, pues prefirió no montar a caballo a causa del calor. Para su sorpresa, pasó casi todo el viaje durmiendo y despertó cuando cruzaban las puertas de la villa. Zeno, el sirviente, le saludó cortésmente, reconociendo al príncipe de los días en que servía en la casa del general en Constantinopla.

– ¿Dónde está tu amo? -preguntó Basilico.

– Está paseando junto al mar, señor.

Basilico estuvo a punto de pedirle que enviara a un criado a buscar a Aspar, pero decidió que podría enterarse de algo de valor si cogía desprevenido a su amigo.

– Gracias, Zeno -dijo. -Indícame el camino.

Siguió al mayordomo por el atrio de la villa y por el jardín interior hasta salir a un gran jardín exterior que daba al Propontis y, más allá, a Asia.

– Hay un sendero, señor -señaló Zeno.

Basilico enfiló el camino de grava. Hacía un día maravilloso, con un cielo azul brillante y sin una sola nube. El sol de otoño era cálido, y alrededor los rosales exhibían una mezcla de capullos tardíos y grandes rosas rojas. Entonces les vio: Aspar y una mujer, riendo juntos en la playa. La mujer llevaba una túnica blanca e iba descalza, igual que su amigo, que iba vestido con una corta túnica roja. El mar estaba apacible, una mezcla de azul, aguamarina y verde que se extendía como un tejido iridiscente hasta las colinas de la otra orilla. Sobre ellos las gaviotas chillaban, lanzándose al agua y luego ascendiendo perpendicularmente en el aire inmóvil.

Basilico les observó un largo momento, y luego llamó a la pareja, alzando la mano y agitándola:

– ¡Aspar, amigo mío!

Avanzó sobre la arena de la playa y se aproximó a ellos.

– ¡Dios mío! -masculló Aspar. -Es Basilico.

– ¿El hermano de la emperatriz? -preguntó Cailin. -¿Le habéis invitado?

– Claro que no. Seguramente ha oído algo, amor mío. Es listo y astuto como un zorro. Ha venido con algún propósito, puedes estar segura.

– Es muy apuesto -observó ella.

Aspar sintió una punzada de celos. No tenía motivos para dudar de ella, que simplemente había hecho una observación y sin embargo a él le dolió. No quería compartir a Cailin con nadie, pensó mientras Basilico llegaba hasta ellos.

– ¿Se ha producido alguna emergencia para que interrumpas mi intimidad? -preguntó a su amigo.

Basilico se sorprendió al oír el tono poco amistoso del general. ¡Dios santo! Estaba atrapado entre la curiosidad insaciable de su hermana y la irritación del hombre más poderoso del imperio. Nadie envidiaría su posición en esos momentos.

– No hay ninguna emergencia -respondió. -Simplemente me ha apetecido pasar un día en el campo. Aspar. No creí que mi llegada te hiciera comportarte como un oso herido -añadió, decidido a quedarse.

– Vuestro invitado tendrá sed y hambre, mi señor -dijo Cailin con voz suave. -Iré a ocuparme de que Zeno prepare algún refresco.

Hizo un educado gesto de asentimiento al príncipe y dejó a los dos hombres solos.

– ¡Qué criatura tan magnífica! -exclamó Basilico. -¿Quién es y dónde, afortunado de ti, la encontraste?

– ¿Por qué has venido? -preguntó bruscamente el militar. -Detestas el campo, Basilico. Hay otra razón lo sé.

– Verina me ha hecho venir -admitió Basilico.

La sinceridad siempre funcionaba con Aspar, y el príncipe lo sabía. Además, Aspar no era un hombre al que se podía engañar, en especial cuando se hallaba de mal humor como en aquel momento.

– ¿Qué quiere de mí tu hermana para que te envíe al campo a verme, Basilico? ¡Dime! No entraremos en la casa hasta que me lo digas. Tu pobre cuerpo pronto sufrirá una conmoción, amigo mío. No creo que lo haya rozado el calor del sol en años.

– Verina ha oído decir que has cerrado tu casa de la ciudad y que te has trasladado aquí. También ha oído decir que tienes una amante. Ya sabes que su curiosidad no tiene límites. Y, por supuesto, es amiga de Flacila.

– Y ella espera que contraiga una deuda con ella -observó Aspar.

– Conoces muy bien a mi hermana -dijo Basilico con tono burlón.

– También conozco el reciente escándalo en el que estuvo involucrada mi esposa y que el patriarca acalló. Vivo en el campo, Basilico, pero sigo teniendo mis canales de información. Pocas cosas suceden en la ciudad de las que no me entere. Como soy feliz, y como los parientes de mi esposa han acallado los chismes respecto a ella y a sus recientes amantes, me contento con dejar correr el asunto, a menos que mi situación sea divulgada. Tú sabes tan bien como yo que Flacila es perfectamente capaz de montar un escándalo por esta villa y sus habitantes sólo para desviar la atención de su propia conducta indigna. Como no es una mujer feliz, la idea de que yo lo sea la mortifica. Por eso vivo aquí y no en la ciudad. Mi conducta está sometida a menos escrutinio en Villa Mare, o eso creía hasta hoy.

– No pareces vivir una vida muy disoluta, Aspar -observó Basilico mientras se dirigían de la playa a la villa. -En realidad, si no te conociera habría supuesto que eras un simple caballero acomodado con su esposa. Ahora dime, antes de que me muera de curiosidad, ¿quién es esa chica y dónde la encontraste?

– ¿No la reconoces, Basilico?

El príncipe meneó su oscura cabeza.

– No, la verdad.

– Recuerda, amigo, una noche hace varios meses en que tú y yo visitamos Villa Máxima para ver una obrita notoria y particularmente salaz que estaba de moda en la ciudad -explicó Aspar.

Basilico pensó un momento y luego abrió de par en par sus ojos oscuros.

– ¡No! -exclamó. -¡No puede ser! ¿Lo es? ¿Compraste aquella chica? ¡No lo creo! Esta criatura exquisita que estaba contigo sin duda es patricia de nacimiento. ¡No puede ser aquella muchacha!

– Lo es -insistió Aspar, y refirió a su amigo una breve historia de Cailin y de cómo había llegado a Villa Máxima.

– O sea que la rescataste de una vida vergonzosa -señaló Basilico. -¡Qué ternura demuestras, Aspar! Será mejor que otros, entre ellos mi hermana y tu esposa, no lo sepan, supongo.

– Sólo soy blando de corazón en lo referente a Cailin -dijo el general a su amigo. -Ella me hace feliz, y para mí es más como una esposa de lo que Flacila ha sido jamás. A Ana también le habría gustado.

– Estás enamorado -repuso Basilico, casi con envidia.

Aspar no contestó, pero tampoco lo negó.

– ¿Qué harás, viejo amigo? -preguntó Basilico. -No te contentarás con vivir en las sombras con tu Cailin mucho tiempo, lo sé.

– Quizá me divorcie de Flacila. El patriarca no puede negarse, en particular después del reciente escándalo provocado por ella. Ya hace tiempo que debería estar encerrada en un convento. Es una constante vergüenza para su familia. Al final cometerá una locura de tal calibre que no podrán ocultarla.

Cruzaron el pórtico que daba al mar y entraron en el jardín interior de la villa, donde les esperaba vino fresco y pastelillos de miel. Cailin no se encontraba a la vista y fueron servidos por una silenciosa esclava que, a una señal de su amo, se retiró para respetar su intimidad.

– Aunque te concedan el divorcio de Flacila Estrabo -observó Basilico, -jamás te permitirán casarte con una mujer que ha iniciado su vida en Constantinopla en el burdel más famoso de la ciudad. Supongo que te das cuenta de ello.

– Cailin es patricia, nacida en una de las familias más antiguas y más distinguidas de Roma -argumentó Aspar. -Su conducta en Villa Máxima no se debía a su voluntad. No fue utilizada como una prostituta común, y sólo actuó en aquella obscena obra una docena de veces. Dios mío, Basilico, la primera noche que la vi había entre el público mujeres copulando con esclavos, y todos eran de buena familia. El príncipe suspiró.

– No puedo discutir con tu lógica, pero tú tampoco puedes discutir con los hechos. Sí, había mujeres de familias distinguidas buscando diversiones ilícitas, pero ella actuaba para deleite de cientos de personas dos veces a la semana. Incluso mi hermano podría conmoverse con la historia de Cailin, pero aun así no aprobaría que te casaras con ella. Además, la chica es pagana.

– El propio patriarca podría bautizarla, Basilico, y así aseguraría que mi esposa es ortodoxa, y también mis hijos.

– Estás viviendo en el paraíso de los necios, viejo amigo -observó el príncipe. -Eres demasiado importante para Bizancio para que se te permita esta locura romántica, y no se te permitirá, te lo aseguro. Mantén a esa chica como amante y sé discreto. Es todo lo que se te permitirá, pero al menos estaréis juntos. No le contaré a mi hermana tus deseos. La asustarían, pues no son propios de ti.

– Soy el hombre más poderoso de Bizancio, el que corona a los reyes, y sin embargo no puedo disfrutar de mi propia felicidad -dijo Aspar amargamente. Bebió un trago de vino. -Debo seguir casado con una zorra de alta cuna que se prostituye con las clases más bajas, pero yo no debo casarme con mi amante de alta cuna porque se vio forzada a una breve esclavitud carnal.

– ¿La has hecho libre?

– Por supuesto. Le dije a Cailin que sería libre legalmente cuando yo muriera, pero en realidad ya lo es. Temía que se marchara si conocía la verdad, aunque la verdad es que está bastante indefensa. Quiere regresar a su Britania natal para vengarse de la mujer que la vendió como esclava, pero ¿cómo podrá hacerlo sin ayuda? ¿Y quién la ayudará? Sólo los que quieran aprovecharse de ella.

– Y además -dijo Basilico con voz suave, -tú la amas. No lamentes lo que no puedes tener. Coge lo que puedes tener. Tienes a Cailin y ella será tuya mientras la desees. Nadie te negará una amante, aunque Flacila proteste por ello. La corte sabe cómo es realmente tu esposa y nadie desea verte infeliz. ¿Comprendes, Aspar?

El general asintió con rostro inexpresivo.

– Lo comprendo. ¿Qué le dirás a tu hermana, Basilico? Tienes que contarle algo que la satisfaga.

Basilico rió.

– Sí. Verina es más curiosa que un gato. Bueno, le diré que te has llevado a la cama a una encantadora y bella amante, y que vives satisfecho con ella en Villa Mare para evitar el escándalo o cualquier altercado público con Flacila. Ella considerará que es justo a pesar de su «amistad» con tu esposa y ahí se acabará todo, supongo. Verina cree que no le miento, aunque a veces tengo que hacerlo para protegerla o para protegerme a mí. -El príncipe rió entre dientes. -Además, no mentiré, simplemente le diré la verdad. Pero ella no necesita conocer toda la historia. -Sonrió.

– No sé por qué León no te utiliza en el servicio diplomático -repuso Aspar con un destello en sus ojos grises.

– Mi cuñado no confía en mí -replicó Basilico. -Tampoco le gusto, me temo. Su alto cargo le ha hecho dejar de ser un hombrecillo meramente aburrido para convertirle en un hombrecillo aburrido que cada día se vuelve más recto y piadoso. Los sacerdotes le adoran. Tendrías que vigilar ese terreno o convencerán a León de su propia infalibilidad y de que los generales son innecesarios para el gran plan que Dios ha trazado para Bizancio.

– Puede que no te guste León, o que tú no le gustes a él -dijo Aspar, -pero es el hombre perfecto para ser emperador, y posee más sentido común del que supones. Por ahora carece de ego, aunque a la larga, como todos los hombres que están en el poder, el ego surgirá y le causará dificultades. Adora Bizancio, y es un buen administrador. Elegí al hombre adecuado, y los sacerdotes lo saben. Aunque me obligaron a hacer aquel pequeño trato para conseguir su apoyo, están satisfechos con León y también lo está el pueblo. Marciano nos dio prosperidad, y más paz de la que habíamos gozado en muchos años. León es su más digno heredero.

– Creía que no te importaba mucho la paz -observó el príncipe.

Aspar rió.

– Hace treinta años no había suficiente guerra para mí, pero ahora ya he llenado el cupo. Estoy en el ocaso de mi vida. No deseo nada más que vivir aquí en paz con Cailin.

– Que Dios te conceda ese deseo, Aspar, amigo mío. Me parece un deseo muy insignificante -confió Basilico al general. -Bueno, ¿vas a presentarme a esa exquisita muchacha, o he de regresar con la noticia de que ni he visto ni he hablado con la divina criatura que te ha hecho abandonar tu casa de Constantinopla?

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