Lois Mcmaster Bujold Encantamiento

Capítulo 1

Fawn llegó a la casa del pozo un poco antes del mediodía. Más que una granja, menos que una posada, estaba situada cerca de la carretera recta que había estado recorriendo durante dos días. La explanada delantera estaba abierta a los viajeros, delimitada por un semicírculo de viejas casetas de troncos, con el prometido pozo cubierto en medio. Para disipar toda duda, alguien había clavado a uno de los postes un cartel con un dibujo del pozo, y debajo una lista de los productos que la granja vendía, con sus precios. Cada línea cuidadosamente escrita tenía debajo un dibujito y, al lado, hileras de círculos coloreados representando monedas, para quienes no podían leer las palabras ni los números. Fawn podía, y también sabía hacer cuentas, habilidades que le había enseñado su madre junto a cientos de otras tareas domésticas. Si soy tan lista, ¿qué hago metida en este embrollo? Frunció el ceño ante el inoportuno pensamiento.

Apretó los dientes y buscó el monedero en el bolsillo de su falda. No pesaba mucho, pero ciertamente podría comprar algo de pan. El pan le sentaría bien. Esa mañana había intentado comer el cordero seco que llevaba en la bolsa y había vomitado, otra vez, pero necesitaba algo que le ayudara a combatir la horrible fatiga que casi le impedía caminar, o nunca llegaría a Glassforge. Miró la explanada vacía y la campana de hierro con una cuerda colgando invitadoramente y luego alzó la vista hacia los ondulados campos más allá de los edificios. En una ladera distante, iluminada por el sol, más o menos una docena de personas recogía heno. Indecisa, rodeó la granja y llamó a la puerta de la cocina.

En el escalón, había un gato atigrado que la miró sin levantarse. La oronda tranquilidad del gato calmó a Fawn, así como el buen estado de las viejas tejas de la casa y de los cimientos de piedra, de modo que cuando una mujer de mediana edad abrió la puerta, el corazón de Fawn casi no latía acelerado.

—¿Sí, niña? —dijo la mujer.

No soy una niña, sólo soy baja, Fawn se tragó la frase; las arrugas en torno a los amistosos ojos de la mujer le decían que los años reales de Fawn le seguirían pareciendo pocos.

—¿Venden pan?

La granjera miró alrededor, vio que estaba sola.

—Sí; pasa.

Un ancho hogar a un extremo de la estancia la calentaba más que el verano, y estaba lleno de cazuelas colgando de ganchos de hierro. Apetitosos aromas de jamón con judías, maíz y pan y fruta cocida se mezclaban en el aire húmedo, la comida del mediodía en preparación para el grupo que cortaba heno. La granjera apartó el trapo que cubría una hilera de hogazas recién hechas en un día de trabajo que sin duda había empezado antes del alba. A pesar de sus náuseas, la boca de Fawn se hizo agua, y cogió una hogaza que la mujer le dijo que estaba amasada con miel y nueces. Fawn sacó una moneda, envolvió el pan en su pañuelo, y se lo llevó fuera. La mujer caminaba a su lado.

—El agua está buena y es gratis, pero la tendrás que sacar tú —le dijo, mientras Fawn arrancaba un trozo de pan y lo mordisqueaba—. El cazo está en el gancho. ¿Hacia dónde vas, niña?

—A Glassforge.

—¿Sola? —La mujer frunció el ceño—. ¿Tienes familia allí?

—Sí —mintió Fawn.

—Pues debería darles vergüenza. Hay rumores de un grupo de ladrones en el camino de Glassforge. No te deberían haber dejado ir sola.

—¿Hacia el sur o hacia el norte de la ciudad? —preguntó Fawn, preocupada.

—Hacia el sur, he oído, pero nadie dice que se vayan a quedar allí.

—Yo sólo voy hasta Glassforge. —Fawn puso el pan en el banco junto a su bolsa, quitó el pestillo de la manivela, y dejó caer el pozal hasta que se alzó un chapoteo que levantó ecos de las frescas paredes de piedra del pozo. Hizo girar la manivela.

Lo de los ladrones no eran buenas noticias. Aun así, era un peligro concreto. Cualquier tonto sabía que no había que acercarse. Cuando Fawn empezó su desgraciado viaje seis días atrás, había viajado en carros cuando pudo, en cuanto se alejó de casa lo bastante para no arriesgarse a encontrar a alguien que la conociera. Todo había ido bien hasta aquel tipo que había dicho cosas que la habían hecho sentirse muy incómoda, y que acto seguido la manoseó y toqueteó. Fawn había conseguido liberarse, y el hombre no había querido abandonar su carro y su inquieto tiro para seguirla, pero en otras circunstancias quizá no hubiera sido tan afortunada. Después de aquello, se había escondido de los carros que pasaban hasta asegurarse de que llevaban a bordo una mujer o una familia.

Los bocados de pan ya le estaban asentando el estómago. Puso el pozal en el banco y tomó el cazo de madera que la mujer le alargó. El agua sabía a hierro y a huevos viejos, pero era clara y estaba fría. Mejor. Descansaría un poco en este banco, a la sombra, y quizá por la tarde cubriría más distancia.

Desde la carretera al norte sonaron cascos de caballo y tintinear de arneses. Ningún crujido ni gemido de ruedas, pero sí muchos cascos. La granjera alzó la vista, entrecerrando los ojos, y cogió la cuerda atada al badajo de la campana.

—Niña —dijo—, ¿ves esos manzanos viejos al lado de la explanada? ¿Por qué no vas y te subes a uno y esperas en silencio hasta que veamos qué es esto, eh?

Fawn pensó varias respuestas, pero se decidió por un «Sí, señora». Empezó a atravesar la explanada, se volvió, cogió su hogaza, y luego trotó hacia el pequeño huerto. El árbol más cercano tenía unos tablones clavados en el tronco como una escalera, y subió por ellos rápidamente entre ramas cubiertas de hojas y pequeñas y duras manzanas verdes. Su vestido estaba teñido de un azul apagado, su chaqueta era marrón; se confundiría con las sombras aquí igual de bien que a la orilla del camino. Se apoyó contra una rama, escondió las manos pálidas y bajó la cara, sacudió la cabeza, y atisbo entre la cascada de rizos negros que caía sobre su frente.

El grupo de jinetes entró en la explanada, y la granjera relajó los hombros. Soltó la cuerda de la campana. Debía haber docena y media de caballos, de colores variados, pero todos ellos esbeltos y de largas patas. Los jinetes llevaban ropas oscuras, alforjas y mantas atadas tras el arzón, y —Fawn contuvo el aliento— largos cuchillos y espadas colgando de los cintos. Muchos también llevaban arcos desencordados a la espalda, y aljabas llenas de flechas.

No todos eran hombres. Una mujer se destacó del grupo, bajó de su caballo, y saludó a la granjera con una inclinación de cabeza. Vestía como el resto, con pantalones de montar y botas y un largo chaleco de cuero, y llevaba el pelo gris acero trenzado y recogido en un apretado moño en la nuca. Los hombres también llevaban el pelo largo: algunos en trenzas o atado en coletas, decoradas con cuentas de vidrio o metal brillante o hilos de colores, algunos recogido en moños sencillos como la mujer.

Andalagos. Toda una patrulla de ellos, aparentemente. Fawn los había visto sólo una vez antes, cuando fue con sus padres y hermanos al mercado de Lumpton a comprar simiente especial, frascos de cristal, aceite de roca y cera y tintes. Aquella vez no fue una patrulla, sino un clan de mercaderes de las tierras salvajes alrededor de Dead Lake, que traían buenas pieles y cuero y extraños productos del bosque y objetos de metal trabajado y cosas más secretas: medicinas, o quizá venenos sutiles. Se rumoreaba que los Andalagos practicaban la magia negra.

Abundaban otros rumores, menos inverosímiles. Los Andalagos no se asentaban en un sitio, sino que se movían de campamento en campamento dependiendo de las necesidades de la estación. Ningún hombre entre ellos poseía tierras, para dividirlas cuidadosamente entre sus herederos, sino que consideraban que toda la tierra era de toda su gente. Un hombre poseía sólo las ropas que llevaba, sus armas, y las piezas que cazaba. Cuando se casaban, una mujer no se convertía en ama de la casa de su marido, obligada a cuidar de sus ancianos suegros; en vez de eso el hombre iba a vivir a las tiendas de la madre de su esposa, y se convertía en hijo de su familia. Había también rumores susurrados de sus extrañas costumbres de cama que, irritantemente, nadie contaba a Fawn.

En una cosa todo el mundo estaba de acuerdo. Si sufrías el ataque de un dañiespectros, llamabas a los Andalagos. Y no les escamoteabas su justo pago una vez te habían librado del peligro.

Fawn no estaba totalmente segura de creer en dañiespectros. Pese a todo lo que se decía, ella nunca se había encontrado con uno en la vida, ni tampoco a nadie que lo hubiera hecho. Parecían ser tan sólo cuentos de fantasmas, inventados para divertir al público sensato y asustar al crédulo. Sus hermanos mayores la habían asustado demasiadas veces como para que cayera en la trampa.

Se quedó inmóvil de nuevo al darse cuenta de que uno de los patrulleros se estaba acercando a su árbol. Parecía distinto de los demás, y le llevó un momento darse cuenta de que no llevaba el pelo oscuro largo y trenzado, sino cortado en una desaliñada melena. Pero era alarmantemente alto, y muy delgado. Bostezó y se estiró, y algo brilló en su mano izquierda. Al principio Fawn pensó que era un cuchillo, y luego se dio cuenta con un leve escalofrío de que el hombre no tenía mano izquierda. El destello provenía de algún tipo de garfio o pinza, pero bajo la manga larga no pudo ver cómo lo llevaba sujeto a la muñeca. Para su consternación, caminó hasta la sombra justo bajo ella, agachó el largo cuerpo, apoyó cómodamente la espalda contra su árbol, y cerró los ojos.

Fawn se sobresaltó y casi cayó del árbol cuando la granjera hizo sonar la campana. Dos toques fuertes y luego tres, repetidos: sin duda una señal o llamada, no una alarma, porque durante todo el rato estuvo hablando animadamente con la patrullera. Ahora que los ojos de Fawn se habían acostumbrado a distinguirlos en sus extraños atavíos, pudo ver a tres o cuatro mujeres más entre los hombres. Un par de hombres estaban en el pozo, ocupados sacando el pozal y vertiendo agua en el abrevadero de madera del lado opuesto al banco; otros llevaban a los caballos por turnos para que bebieran. Un muchacho apareció a la carrera desde detrás de las casetas cuando sonó la campana, y la granjera lo envió al granero junto a varios patrulleros. Dos de las mujeres más jóvenes siguieron a la granjera al edificio principal, y salieron al cabo con paquetes envueltos en tela, obviamente más de la buena comida de la granja. Los demás salieron del granero acarreando sacos de lo que Fawn supuso sería grano para los caballos.

Se reunieron de nuevo junto al pozo, donde tuvo lugar una breve y enérgica conversación entre la granjera y la patrullera de pelo gris. Terminó con un cálculo de los sacos y paquetes, a cambio de monedas y de algunos pequeños artículos sacados de las alforjas de la patrullera que Fawn no alcanzó a ver, para aparente satisfacción de ambas partes. La patrulla se dispersó en pequeños grupos en pos de algo de sombra en el patio para compartir la comida.

La jefa de la patrulla caminó hasta el árbol de Fawn y se sentó con las piernas cruzadas junto al hombre alto.

—Has tenido una buena idea, Dag.

Un gruñido. Si el hombre abrió los ojos, Fawn no lo vio; su campo de visión, obstaculizado por las hojas, le mostraba dos óvalos, uno liso y gris, el otro enmarañado y oscuro. Y un par de piernas muy, muy largas, estiradas, enfundadas en botas.

—¿Qué te ha dicho tu amiga? —preguntó el hombre. Su voz grave sonaba cansada, o quizá fuera ronca por naturaleza—. ¿Se confirma que hay una malicia, o no?

—De momento sólo hay rumores de bandidos, pero también un montón de desapariciones en los alrededores de Glassforge. No se han encontrado cuerpos.

—Mm.

—Toma, come —le alargó algo, jamón entre pan a juzgar por el apetitoso aroma que se alzó hasta Fawn. La mujer bajó la voz—. ¿Sientes algo ya?

—Tu sentido esencial es mejor que el mío —masculló él con la boca llena—. Si tú no sientes nada, seguro que yo tampoco.

—Experiencia, Dag. Yo he asistido quizá a nueve cacerías en mi vida. Tú has estado en… ¿cuántas? ¿Quince? ¿Veinte?

—Más, pero las otras fueron pequeñas. Encontronazos afortunados.

—Afortunados, ja, y las pequeñas cuentan como las otras. Hubieran sido grandes al año siguiente. —Tomó un bocado de su comida, masticó, y suspiró—. Los niños están emocionados.

—Lo he notado. Van a empezar a pelearse entre sí si se ponen aún más nerviosos.

Un gruñido, probablemente de aquiescencia.

La voz ronca cobró una repentina cualidad apremiante.

—Si encontramos la guarida de la malicia, pon a los jóvenes detrás.

—No puedo. Necesitan la experiencia, igual que nosotros en su día.

Un murmullo:

—Hay experiencias que no necesita nadie.

La mujer ignoró esto último, y dijo:

—He pensado en poner a Saun contigo.

—Ahórramelo. A menos que me toque guardia de campamento. Otra vez.

—Esta vez no. La gente de Glassforge ha ofrecido un grupo de hombres para ayudar.

—Ah, ahórranoslo a todos. Granjeros torpes, peores que los niños.

—Es su gente la que se ha perdido. Tienen derecho.

—Dudo que puedan siquiera con bandidos de verdad —tras un momento, añadió—: O lo hubieran hecho ya —y al cabo de otro—: Si fueran bandidos de verdad.

—He pensado dejar a los de Glassforge encargados de sujetar los caballos, principalmente. Si es una malicia, y si ha crecido tanto como Chato teme, necesitaremos a toda nuestra gente en primera línea.

Un breve silencio.

—Mala elección de palabras, Mari.

—El pozal está ahí. Chapúzate la cabeza, Dag. Sabes lo que he querido decir.

La mano derecha hizo un gesto.

—Sí, sí.

Con un «uuf», la mujer se levantó.

—Come. Es una orden, si lo prefieres.

Yo no estoy nervioso.

—No —suspiró la mujer—. No, nervioso no estás —se alejó dando zancadas.

El hombre se recostó de nuevo. Lárgate, pensó Fawn con resentimiento. Tengo que hacer pis.

Pero al cabo de unos minutos, justo antes de que las necesidades de su cuerpo la obligaran a mostrar un coraje que no deseaba, el hombre se levantó y fue tras la jefa de la patrulla. Sus pasos eran tranquilos pero largos, y llegó al otro lado del patio antes de que la jefa lanzara una mirada de soslayo e hiciera un vago gesto con la mano. Fawn no vio cómo aquello podía tomarse como una orden, pero de algún modo todos los de la patrulla se levantaron y se movieron, empaquetando alforjas, apretando cinchas. Estaban montados y en camino en cinco minutos.

Fawn se deslizó tronco abajo y atisbo. El hombre manco —que al parecer cabalgaba en retaguardia— estaba mirando por encima del hombro. Ella se escondió de nuevo hasta que el sonido de los cascos se desvaneció, y luego soltó el tronco del manzano y fue en busca de la granjera. Su bolsa, notó con alivio al pasar, estaba intacta en el banco.

Dag miró hacia atrás, preguntándose de nuevo por la pequeña granjera que había estado tímidamente escondida en el manzano. Allí, sí… Ahora bajaba, pero aun así no pudo verla claramente. Aunque unas pocas ramas y hojas no podían esconder a su sentido esencial una chispa vital tan brillante a esa distancia.

Su imaginación conjuró una imagen de su pulcra granjita atacada por los hombres de barro de una malicia, toda su alegre rutina convertida en cenizas y sangre y humo de matadero. O peor —y esta vez no fue la imaginación, sino la memoria la que suministró la visión—, una ruina como los Llanos Occidentales más allá del Gray River, a menos de seiscientas millas de aquí. No tan lejos para él, que había recorrido la distancia a pie o a caballo una docena de veces, pero a inmensa distancia para los horizontes de estos lugareños. Millas interminables de llanura desnuda, tan devastada que ni siquiera las rocas podían aguantar y se desmoronaban en polvo gris. Cruzar esa vasta llaga extraía la esencia del cuerpo, al igual que un desierto resecaba la boca, y demorarse allí era igualmente letal. Mil años de escasas lluvias acababan de empezar a modelar los Llanos en algo parecido a un paisaje de nuevo. Ver las verdes tierras onduladas de esa muchacha arrasadas así…

No si puedo evitarlo, Chispita.

Dudaba que se volvieran a encontrar, o que ella supiera lo que los extraños clientes de su ¿madre? iban a intentar hacer por ella y los suyos. Aun así, no podía echarle a ella las culpas de su cansancio por esta tarea interminable. La gente del campo que entendía sólo en parte los métodos lo llamaba magia negra, necromancia, y se apartaba de los patrulleros por las calles. Pero aceptaban igualmente el regalo de seguridad que se les hacía. De modo que de nuevo, otra vez, compraremos la muerte de esta malicia con la de uno de los nuestros.

Pero no más de uno, no si él podía evitarlo.

Dag golpeó con los talones los costados de su montura y galopó en pos de su patrulla.

La granjera miró pensativa mientras Fawn recogía su hatillo, apretaba las correas, y se lo echaba nuevamente al hombro.

—Hay casi un día de cabalgada hasta Glassforge desde aquí —señaló—. Más si vas andando. Es posible que te pase algo malo en el camino.

—Está bien —dijo Fawn—. No he tenido problemas para encontrar sitios donde dormir.

Lo cual era cierto. Era fácil encontrar un rinconcito en el que echarse a dormir fuera de la vista, y acostarse era una rutina sencilla consistente en extender la manta y tenderse, sin lavarse ni cepillarse, vestida. Los únicos problemas que había encontrado en la oscuridad eran los mosquitos y las garrapatas.

—Puedes dormir en el granero. Salir mañana temprano —haciéndose sombra con la mano, la mujer miró camino abajo por donde los patrulleros habían desaparecido hacía un rato—. No te cobraría por eso, niña.

Su sincera preocupación por el bienestar de Fawn se reflejaba claramente en su cara. Fawn estaba dividida entre una cólera injusta y el deseo de estallar en llanto, dos bultos incómodos en su estómago y su garganta. No tengo doce años, mujer. Pensó en decir eso, y más cosas. Tenía que empezar a practicarlo antes o después: Tengo veinte años. Soy viuda. Las frases aún no acudían fácilmente a sus labios.

Aun así… la oferta de la granjera le cautivaba la mente. Quedarse un día, hacer un trabajo o dos o seis y mostrar lo útil que podía ser, quedarse otro día, y otro… Los granjeros siempre necesitaban más gente, y Fawn sabía cómo mantenerse ocupada. Lo primero que planeaba al llegar a Glassforge era buscar trabajo. Aquí había mucho trabajo, tareas familiares, no extrañas e intimidantes.

Pero Glassforge había sido el objetivo en su imaginación durante semanas. Detenerse antes parecía como rendirse. Y una ciudad le ofrecería más intimidad, ¿no? No necesariamente, se dio cuenta con un suspiro. Dondequiera que fuera, la gente acabaría conociéndola antes o después. Quizá todo era igual, quizá realmente no había nuevos horizontes en ningún sitio.

Reunió su desfalleciente determinación.

—Gracias, pero me esperan. Se preocuparán si llego tarde.

La mujer sacudió la cabeza, a la vez aceptando el argumento y como despedida.

—Ten cuidado, entonces —volvió a su casa y a su avalancha de tareas, deberes que probablemente la mantenían ocupada desde antes del alba hasta el ocaso.

Una vida así hubiera tenido yo, si no hubiera sido por Sunny Sawman, pensó Fawn sombríamente, mientras volvía a la recta carretera. La hubiera aceptado por Sunny Sawman, y nunca hubiera pensado en otra.

Bueno, ahora he pensado en otra, y no voy a dejar de pensar en ella. Vamos a ver Glassforge.

De nuevo evocó la desgastada furia que sentía hacia Sunny, el rastrero, estúpido, malvado… estúpido bobo, y dejó que le enderezara la espalda. Era bueno saber que era útil para algo, de algún modo. Se volvió hacia el sur y echó a caminar.

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