Cuando el tenue sendero que estaba siguiendo colina arriba se convirtió en algo más parecido a una senda, Dag decidió que era hora de dejarla. Sentido esencial o sentido común o puros nervios, no podía decirlo, pero desmontó y guió a su caballo hasta un pequeño claro fuera de la vista del sendero. Apenas necesitó depositar una sugestión de no alejarse; Mocasín, a pesar de toda su resistencia montaraz y su genio, estaba tan cansado que tropezaba. Como Dag. Sintiéndose culpable, ató las riendas fuera del alcance de los cascos delanteros, pero le dejó puesta la silla. Odiaba dejar su montura tan mal atendida, pero si regresaba con prisas no habría tiempo de ocuparse de los arreos. Ni de dudar en reventar al animal, si la necesidad era lo bastante urgente. Mañana, o pasado, todos descansaremos bien. De un modo u otro.
No volvió a la senda, sino que trazó un rumbo paralelo, alejado unos doce pasos de ella por la maleza. Iba despacio, caminando como un ciervo, pisando con deliberación, constantemente alerta. Apenas una milla más allá tuvo ocasión de alegrarse por su prudencia; se quedó muy quieto en una zona de broza y hiedra silvestre mientras dos figuras se acercaban abiertamente por el camino.
Hombres de barro. Un zorro y un conejo, supuso, y apenas necesitó sus sentidos internos para saberlo; eran bastos, quizá los primeros intentos, y mostraban señales de sus orígenes animales en la piel, las orejas, sus caras y narices deformes. Era muy tentador intentar algo con esa combinación, despertar sus auténticas naturalezas y dejar que siguieran su curso, pero el intento destruiría su escondite, quizá le revelaría ante su ama más allá. No era momento para juegos. Los dejó pasar a desgana, agradecido porque sus torpes nuevas formas incluyeran limitaciones humanas en su sentidos del olfato a cambio de las ventajas humanas de tener manos y habla.
Supo que se acercaba a la guarida por la ausencia de pájaros. Éste es un día de ausencias. Retrajo todavía más su sentido esencial cuando las primeras hierbas amarillentas y moribundas empezaron a crujir bajo sus pies. No esperaba esto hasta dentro de unas millas. La guarida estaba mucho más cerca de la carretera recta de lo que había creído posible. Enviar sus primeras marionetas humanas a buscar presas tan lejos de su bastión inicial era alarmantemente inteligente para una malicia tan —supuestamente— joven. ¿Cómo se nos pudo pasar esto?
Sabía cómo. Somos muy pocos, con demasiado terreno que cubrir y nunca con tiempo suficiente. Expande el terreno de los rastreos, acelera las búsquedas, y te arriesgas a dejarte pistas sin ver. Ve despacio y con cuidado, y te arriesgas a no llegar a tiempo a todos los lugares críticos. Bueno, éste lo hemos encontrado. Es un éxito, no un fracaso.
Quizá.
Para cuando llegó a un oteadero se arrastraba como un caracol, casi sobre el vientre, sin atreverse apenas a respirar. Todas las hierbas y matorrales a su alrededor estaban muertos y quebradizos, el suelo bajo sus rodillas dolorosamente estéril, y su sentido esencial, estrechamente contenido, temblaba por el efecto del aura de la malicia. Ciertamente, está aquí.
Al fondo de una torrentera rocosa, un riachuelo torcía desde su derecha, corría justo bajo él, y trazaba un meandro a la izquierda. Ni una sola planta viviente alegraba la hendidura hasta donde podía ver en cualquier dirección, aunque los huesos muertos de algunos árboles todavía se erguían como centinelas. Había algo parecido a un campamento, a orillas del riachuelo: tres o cuatro hogueras de campamento, ahora apagadas y frías, montones de víveres robados desperdigados por todas partes. Al otro lado de la torrentera, un par de caballos inquietos estaban atados a árboles muertos. Caballos reales, naturales hasta donde Dag podía decir. Mal cuidados, por supuesto.
El lugar podía acomodar a veinticinco o cincuenta hombres, pero estaba hombre de barro dormido en un montón de trapos como en un nido. Dag se preguntó si algunos de los ausentes serían hombres que su patrulla había capturado la noche anterior. Lo cual querría decir que la patrulla podría llegar en cualquier momento, un pensamiento agradable. No se permitió dejarse llevar por la esperanza.
A mitad de la pendiente opuesta de la torrentera, una plataforma de piedra saliente creaba una cueva, quizá de sesenta pies de largo y protegida en la entrada por un suave saliente de piedra gris que se erguía hasta casi tocar la plataforma. Desde donde estaba no podía decir lo profunda que era. Salían senderos desde ambos lados, abajo hacia el riachuelo y por la pendiente opuesta.
La malicia estaba dentro, por ahora. ¿Era móvil ya, o todavía sésil? Y si ya era móvil, ¿habría pasado su primera muda? Y si no lo había hecho, ¿cuántas ganas tendría de conseguir los materiales humanos necesarios para conseguirlo? El primer cuerpo de una malicia después de eclosionar era incluso más torpe y contrahecho que el de un hombre de barro, lo que generalmente parecía irritarla.
Dag se abrió la camisa y sacó sus cuchillos de vínculo. Se pasó la correa por la cabeza y miró un momento las hojas gemelas. El cuero cosido estaba desgastado por el uso y oscurecido por sudor viejo. Pasó un dedo por las empuñaduras revestidas de cuerda, una azul, otra verde, desenvainó y contempló seis pulgadas de hoja de hueso pulido. La tocó con los labios. Murmuraba vieja mortalidad.
¿Es éste el día en que tu muerte queda redimida, Kauneo, mi amor? La he llevado en torno a mi cuello durante tanto tiempo. Como tú quisiste, así lo quiero yo. Esta malicia era maligna, grande y creciendo rápidamente. Sería casi digna de ella, pensó Dag. Casi.
Sacó la segunda hoja de hueso, vacía, y colocó ambas juntas. Vienen de dos en dos, oh, sí. Una para ti y una para mí. Las guardó de nuevo.
Mari también llevaba cuchillos de vínculo, y también Utau y Chato, regalos de mortalidad de patrulleros antes de ellos. Él sabía que el juego que llevaba Mari ahora era herencia de uno de sus hijos, y tan queridos para ella como éstos lo eran para Dag. La patrulla iba bien surtida. Quien usaba los suyos en una malicia no era generalmente un asunto de echarlo a suertes, ni de heroísmo, ni de honor: el primero que podía, lo hacía. Como pudieran. Tan eficazmente como fuera posible. No faltarían otras oportunidades más tarde.
La esencia de Dag se estremecía ante el drenaje al que la sometía la presencia de la malicia, un efecto que se comunicaría a su cuerpo si se quedaba mucho tiempo allí. Jóvenes patrulleros sensibles quedaban tan afectados por su primer encuentro con una malicia que les podía llevar semanas recuperarse. Dag había sido uno de ellos. Una vez.
Ahora: ve. De vuelta al caballo, y a galopar como un loco al punto de reunión.
Pero… Había tan pocas criaturas en el campamento. Era una oportunidad para un golpe de mano, por así decir. Abajo por la torrentera, cruzar corriendo el riachuelo, trepar a la cueva… Todo podía acabar en unos minutos. En el tiempo que costaría traer aquí a la patrulla, la malicia podía traer también refuerzos (¿y dónde estaban ahora, qué maldades estarían haciendo?), convirtiendo el ataque en una lucha potencialmente costosa sólo para recobrar una proximidad que él tenía ahora mismo. Dag pensó en Saun. ¿Habría sobrevivido a la noche?
Pero con su sentido esencial anulado, Dag no podía ver cuántos hombres u hombres de barro podían estar escondidos en la cueva con la malicia. Si entraba a la carga sólo para ofrecer la cabeza al enemigo, los problemas a los que se tendría que enfrentar su patrulla serían muchísimo peores. Y además yo estaré muerto. En cierto modo, se alegraba de que la perspectiva todavía pudiera inquietarle. Al menos un poco.
Bajó el rostro, luchó para controlar su respiración acelerada, y se preparó para retirarse. Torció los labios en una mueca. Mari estará muy orgullosa de mí.
Empezó a apartarse del borde de la torrentera, pero se quedó quieto de nuevo. Por un camino al otro lado aparecieron tres hombres de barro. El primero era un… ¿dónde habría encontrado la malicia un lobo por esta zona? Dag creía que los granjeros habrían diezmado a los lobos en la región, pero esta zona de colinas imposibles de arar era un reservorio para todo tipo de cosas. Como podemos ver. Sus ojos se abrieron más al reconocer al segundo de la fila, el hombre-mapache de esa mañana. El tercero, aún más grande, debió de haber sido alguna vez, un oso negro. Un destello de una familiar tela azul oscuro sobre el hombro del gigantesco hombre-oso le dejó sin aliento.
Chispita. Han encontrado a Chispita. ¿Cómo…?
Se dio cuenta de que una línea más o menos recta por las colinas desde aquí hacia la granja del valle era el lado corto de Un triángulo. Él había recorrido dos lados largos, desde la granja hasta donde había perdido el rastro del hombre-mapache, y luego hasta aquí.
Apuesto a que la han encontrado porque fueron a buscarla. También explicaba el resto de la ausente compañía de la malicia; como los dos que se había cruzado en el sendero, todos habían sido enviados a peinar las colinas en busca de la presa que se les había escapado. Y la malicia y sus hombres de barro ya sabían de la existencia de la granja del valle si la habían saqueado recientemente. Debían haberlo sabido hacía tiempo; su respeto por el ingenio de la malicia aumentó un grado más, por dejar un objetivo tan tentador tranquilo y sin asustar, durante tanto tiempo. ¿Cuánta fuerza habría cobrado, para atreverse a moverse ahora abiertamente? ¿O la llegada de la patrulla de Chato la había hecho salir?
La figura de azul, colgando boca abajo, se sacudía y luchaba. Golpeó la espalda de su captor con pequeños y fuertes puños, sin efecto visible, excepto por el hombre-oso echándosela más arriba en el hombro y aterrándole los muslos con más fuerza.
Estaba viva. Consciente. Sin duda aterrorizada.
No lo bastante aterrorizada. Pero Dag podía suplir la diferencia. Abrió la boca para acallar su respiración agitada; el corazón le martilleaba en el pecho. Ahora la malicia tenía justo lo que necesitaba para su siguiente muda. Dag sólo tenía que entregarle un patrullero Andalagos —y además uno muy experimentado— como postre, para que sus poderes estuvieran completos.
No estaba seguro de si temblaba de indecisión o sólo de miedo. Miedo, decidió. Sí, podía volver con la patrulla y traerlos a la carga, seguir las reglas, estar seguro. Porque los Andalagos tenían que ganar, cada vez. Pero Fawn podría estar muerta para cuando volvieran.
O en unos minutos. Los tres hombres de barro desaparecieron tras el muro de roca. Así que al menos habría tres dentro. O podría haber diez.
Entrar y salir de la cueva… No. Sólo tenía que entrar.
No sabía por qué su cerebro todavía intentaba alocadamente calcular los riesgos, porque su mano ya se estaba moviendo. Dejando el arco y la aljaba y el equipo innecesario. Colocando las fundas de sus cuchillos de vínculo. Cambiando el garfio-pinza de su muñequera de cuero por el cuchillo de acero. Probando a desenvainar su cuchillo de guerra.
Se alzó y bajó por la pendiente de la torrentera, deslizándose desde las rocas a los arroyuelos tan silenciosamente como una serpiente.
Todo había sucedido tan rápido…
Fawn colgaba cabeza abajo, mareada y con náuseas. Se preguntó si el golpe que había recibido al otro lado de la cara haría un moratón a juego con el primero. El ancho hombro del hombre de barro parecía golpearle el estómago al andar incesantemente, sin detenerse ni siquiera cuando ella vomitó violentamente por su espalda. Dos veces.
Cuando Dag volviera a la granja del valle —sí Dag volvía al la granja del valle—, ¿sería capaz de leer los hechos a partir del desastre que su pelea había creado en la cocina? Era un rastreador, sin duda tendría que notar las pisadas de mermelada de ciruelas que había hecho dejar a sus captores por el suelo mientras se lanzaban a por ella. Pero parecía demasiado esperar que el hombre la rescatara dos veces en un día; totalmente embarazoso, de hecho. Imaginando el ridículo, intentó de nuevo liberarse de la presa del enorme hombre de barro, golpeándole la espalda con los puños. Podía haber estado golpeando arena para lo que le sirvió.
Debería reservar sus fuerzas para mejor oportunidad.
¿Qué fuerzas? ¿Qué oportunidad?
La luz cálida y firme de la tarde de verano dejó paso abruptamente a sombras grises y al fresco aroma de tierra y roca.
Cuando su captor la bajó, tuvo una mareante impresión de una cueva o un nicho medio lleno de pilas de basura. O suministros para la guerra, era difícil decirlo. Luchó contra las sombras oscuras que pasaban ante su vista y se quedó de pie, parpadeando.
Dos más de los hombres-animales se levantaron como para saludar a sus tres escoltas. Se preguntó si iban a caer sobre ella y destrozarla como una jauría de perros devorando un conejo. Aunque no estaba totalmente segura de que el más bajito del centro no hubiera sido un conejo, una vez.
La voz dijo:
—Traedla aquí.
Las palabras sonaban más claras que el farfullar de los hombres de barro, pero el tono le hizo sentir que sus huesos se fundían. De pronto no pudo obligarse a mirar hacia la fuente del horrible sonido. Parecía arrancarle a tiras la mente. Por favor déjame ir por favor déjame ir déjamedéjame…
El hombre-oso la cogió por los hombros y la llevó medio en volandas medio a rastras hasta el fondo de la cueva, un corte largo y poco profundo en la ladera. Y la puso frente a frente con el origen de la Voz.
Podía haber sido un hombre de barro, más grande, más alta, más ancha. Su forma era bastante humana, una cabeza con dos ojos, nariz, boca, orejas… Torso ancho, dos brazos, dos piernas. Pero la piel no era ni siquiera como la de un animal, mucho menos como la de un humano. Le hizo pensar en lagartos e insectos y polvo de piedra apelmazado con guano. No tenía pelo. El cráneo desnudo tenía una leve cresta. Estaba desnuda, al parecer inconsciente de ello; los extraños abultamientos de su entrepierna no parecían los genitales de un hombre, ni los de una mujer. No se movía bien, como si fuera la escultura de barro de un niño que hubiera cobrado movimiento, no una criatura viva de hueso y tendón y músculo.
Los hombres de barro tenían ojos de animal en rostros humanos, y parecían inimaginablemente peligrosos. Esto… tenía ojos humanos en el rostro de una pesadilla. No, no de una pesadilla que ella pudiera haber soñado e imaginado. Una de las de Dag, quizá. Atrapada. Atormentada. Y aun así, a pesar de todo su dolor, tan carente de piedad como una piedra. O una avalancha.
La cogió de la camisa, la alzó hasta su cara, y la miró durante un largo, largo momento. Ella estaba llorando ahora, de miedo, sin avergonzarse. Aceptaría el rescate de Dag ahora, sí, o de cualquiera. Volvería con su bandido violador. Haría un trato con cualquier dios que escuchara, prometería cualquier cosa… déjamedéjame…
En un movimiento lento, deliberado, la malicia le levantó la falda con la otra mano, le bajó las bragas hasta las caderas, y le clavó las garras en el vientre.
El dolor fue tan intenso que Fawn pensó por un momento que la había destripado. Sus rodillas se alzaron en un espasmo involuntario, y gritó. El sonido salió tan apretado de su garganta irritada que se convirtió casi en un silencio, un siseo ronco. Bajó el rostro, esperando ver manar la sangre, sus entrañas saliéndose. Sólo cuatro tenues líneas rojas marcaban la pálida piel intacta de su vientre.
—¡Déjala! —rugió una voz ronca a su derecha.
La malicia volvió la cara, parpadeando despacio; Fawn también se volvió. La repentina liberación de su camisa la cogió totalmente por sorpresa, y cayó al suelo de la cueva, arañándose las palmas de las manos con la tierra y las piedras, y luego se levantó.
Dag estaba en las sombras, luchando contra tres, no, contra los cinco hombres de barro. Uno retrocedió con la garganta cortada, y otro se acercó. Dag casi desapareció bajo la pila de criaturas que gruñían. Ruidos de lucha, algo se rasgó, Dag gritó, y un lío de correas y madera y un destello de metal golpeó violentamente contra la pared de la cueva. Un hombre de barro le había arrancado la prótesis de su brazo. El hombre de barro retorció el brazo de Dag a su espalda como si también intentara arrancarlo.
Él la miró. Metió su gran cuchillo de acero en el hombre de barro más cercano como si lo clavara en un árbol para recogerlo luego, y se arrancó un saquito de cuero que llevaba cuello, rompiendo la correa.
—¡Chispa! ¡Mira esto!
Lo miró mientras volaba hacia ella y, para su enorme sorpresa, lo cogió al vuelo. Nunca en su vida había cogido… Otro hombre de barro saltó sobre Dag.
—¡Clávaselo! —aulló él, cayendo de nuevo—. ¡Clávaselo a la malicia!
Cuchillos. El saquito contenía dos cuchillos. Sacó uno. Estaba hecho de hueso. ¿Cuchillos mágicos?
—¿Cuál? —gritó frenéticamente.
—¡La punta por delante! ¡Donde sea!
La malicia empezaba a avanzar hacia Dag. Sintiéndose como si su cabeza flotara a tres pies sobre su cuerpo, Fawn hundió profundamente el cuchillo de hueso en el muslo de la cosa.
La malicia se volvió hacia ella, aullando sorprendida. El sonido pareció partirle el cráneo. La malicia la cogió por el cuello esta vez, y la alzó, contorsionando la horrible cara.
—¡No! ¡No! —gritó Dag—. ¡El otro!
Todavía asía el saquito con una mano; la otra estaba libre. Tenía quizá un segundo antes de que la malicia la sacudiera hasta romperle el cuello, como un pinche matando un pollo. Sacó la otra hoja de hueso de su vaina y la hundió frente a sí. Resbaló sobre algo, quizá una costilla, y luego penetró, pero sólo un par de pulgadas. La hoja se rompió. ¡Oh, no…!
Estaba cayendo, cayendo como desde una gran altura. Se dio un golpe tremendo contra el suelo. Se levantó de nuevo, con todo dándole vueltas alrededor.
Ante sus ojos, la malicia se estaba deshaciendo. Le caían trozos como pedazos de hielo de un tejado. Su horrible voz plañidera subió y subió cada vez más alto, desvaneciéndose pero dejándole un dolor lacerante en los oídos.
Y desapareció. Frente a ella quedó una pila de tierra amarilla, maloliente. El primer cuchillo, el del mango azul que no había funcionado, estaba en el suelo frente a ella. Todo estaba en silencio, a menos que se hubiera quedado sorda.
No, porque a su derecha se oyó de nuevo movimiento. Se dio la vuelta, pensando en recoger el cuchillo e intentar ayudar. Su magia podría haber fallado, pero todavía tenía filo y punta. Pero los tres hombres de barro aún en pie habían dejado de intentar destrozar al patrullero y huían, ululando. Uno la atropello en su frenética huida, aparentemente sin intenciones destructivas. Esta vez, se quedó a cuatro patas. Jadeando. Había pensado que su cuerpo debía quedarse sin temblores de puro agotamiento, pero parecía haber una reserva inagotable. Tuvo que apretar los dientes para evitar que le castañetearan, como alguien congelándose. Sentía espasmos en el vientre.
Dag estaba sentado en el suelo a diez pies con una expresión asombrada en el rostro, las piernas de cualquier manera, la boca abierta, jadeando tan violentamente como ella. Su manga izquierda estaba rasgada, y su brazo sin mano sangraba por varios largos arañazos. Debía haber recibido un golpe en la cara, porque uno de sus ojos lagrimeaba y empezaba a hincharse.
Fawn rebuscó hasta encontrar el otro mango de cuchillo, el verde que se había roto dentro de la malicia. ¿Dónde estaba la malicia?
—Lo siento. Lo siento. Lo he roto —estaba llorando, lágrimas y mocos corriéndole por los labios—. Lo siento…
—¿Qué? —Dag alzó la mirada, mareado, y gateó hacia ella con una mano, en extraños saltos lentos, con el brazo izquierdo apretado contra el pecho.
Fawn señaló con un dedo tembloroso.
—He roto tu cuchillo mágico.
Dag miró la empuñadura forrada de verde con expresión desorientada en el rostro, como si lo viera por primera vez.
—No… Está bien… Se supone que tienen que hacer eso. Se rompen así cuando funcionan. Cuando enseñan a la malicia a morir.
—¿Qué?
—Las malicias son inmortales. No pueden morir. Si rompieras su cuerpo en cien pedazos, la… identidad de la malicia huiría a otro agujero y se reharía. Y todavía sabría todo lo que aprendió en esta encarnación, de modo que sería el doble de peligrosa. No pueden morir por sí mismas, de modo que tienes que compartir una muerte con ellas.
—No entiendo.
—Lo explicaré mejor —jadeó— más tarde… —se tendió de espaldas, con el cabello empapado en sudor y desordenado; ojos dilatados, de color de té de sasafrás en las sombras, mirando hacia arriba sin ver—. Dioses ausentes. Lo hemos conseguido. Está hecho. ¡Tú lo has hecho! Qué desastre. Mari me matará. Pero primero me besará, seguro. Nos besará a los dos.
Fawn se sentó sobre los talones, doblada por los espasmos.
—¿Por qué no funcionó el primer cuchillo? ¿Qué le pasaba?
—No estaba activado. Lo siento, no pensé. Tenía prisa. Un patrullero hubiera sabido cuál era cuál al tocarlos. Por supuesto, tú no podías. —Se volvió sobre el lado izquierdo y alargó la mano hacia el cuchillo de la empuñadura azul—. Ése es mío, para mí algún día.
Su mano lo tocó y se retiró bruscamente.
—¿Qué…? —abrió los labios, su mirada se intensificó, y alargó de nuevo la mano, con cuidado. La retiró más lentamente esta vez, mientras la excitación enloquecida desaparecía de su cara—. Esto es raro. Es muy raro.
—¿El qué? —saltó Fawn, irritada por el dolor y la confusión. Tenía el cuerpo magullado, sentía el cuello como si se lo hubieran arrancado a medias, y su vientre se anudaba en oleadas de dolor—. No me dices nada que tenga sentido, y luego voy y hago tonterías, y no es culpa mía.
—Oh, me parece que esto sí. Son las reglas. El mérito es para el que lo hace, por torpe que sea el método. Felicidades, Chispita. Acabas de salvar el mundo. Mi patrulla estará muy contenta.
Hubiera pensado que le estaba tomando el pelo sin piedad, pero aunque sus palabras parecían alocadas, su tono de voz era sereno y perfectamente serio. Y sus ojos se posaron cálidos sobre ella, sin el más mínimo atisbo de… malicia.
—Quizá es que estás loco —dijo ella enfurruñada—, y por eso nada de lo que dices tiene sentido.
—No sería una sorpresa si lo estoy —dijo él plácidamente. Gruñendo por el esfuerzo, giró y se puso de rodillas, equilibrándose con la mano. Abrió la mandíbula como para estirar el rostro, como si se le hubiera quedado adormecido, y parpadeó lentamente—. Tengo que salir de esta tierra muerta. Está desbaratando mi sentido esencial de mala manera.
—¿Tu qué?
—Lo explicaré más tarde —suspiró— también. Explicaré todo lo que quieras. Te lo debemos, Chispita. Te debemos el mundo —tras una pausa reflexiva, añadió—: También a mucha gente más. No cambia el asunto.
Alargó de nuevo la mano hacia el cuchillo intacto, luego se detuvo, y su expresión se cerró.
—¿Querrías hacerme un favor? Coge eso y llévalo en mi lugar. La empuñadura y los trozos del otro también. Hay que enterrarlo adecuadamente, más tarde.
Fawn intentó no mirar su muñón, que era rosa y abultado j y parecía magullado.
—Por supuesto. Por supuesto. ¿Te han roto la cosa esa para tu mano?
Vio el saquito a unos pocos pies y gateó para recogerlo. No estaba segura de poder tenerse en pie. Recogió los fragmentos en la manga rota de Dag y deslizó el cuchillo intacto en su funda.
Él se frotó el brazo izquierdo.
—Me temo que sí. No se debe arrancar así, en ningún caso. Diría lo arreglará, se le da bien el cuero. No sería la primera vez.
—¿Está bien tu brazo?
Él sonrió brevemente.
—Tampoco se debe arrancar así, aunque ese hombre-oso lo intentó. No tengo nada roto. Mejorará con algo de descanso.
Se puso en pie bruscamente y se quedó un momento con las piernas separadas, oscilando un poco, hasta que pareció seguro de que no caería al suelo. Cojeó lentamente por la cueva, recogiendo primero el roto arnés de su brazo, que se echó al hombro por las correas, y luego, más lejos, su gran cuchillo. Lo limpió en su mugrienta camisa y lo envainó. Hizo girar los hombros y miró a su alrededor un momento, aparentemente no vio nada más que quisiera, y volvió con Fawn.
Sus espasmos empeoraban y casi se dobló en dos al intentar levantarse; él la ayudó. Ella se metió el saquito y la manga enrollada en la camisa. Apoyándose el uno en el otro, salieron hacia la luz.
—¿Qué pasa con los hombres de barro? ¿No nos atacarán otra vez? —preguntó Fawn con miedo cuando salieron al camino que daba a la torrentera muerta.
—No. Para ellos todo termina cuando su malicia muere. Vuelven a sus mentes animales, atrapadas en los cuerpos humanos. Normalmente les entra el pánico y corren. Luego no les va muy bien. Los matamos por piedad cuando podemos. Si no, mueren solos bastante pronto. Es horrible, en realidad.
—Oh.
—Los hombres cuyas mentes la malicia ha atrapado, también se ven libres de la niebla. Vuelven a lo que eran.
—¿Una malicia también esclaviza hombres?
—Cuando sus poderes son mayores. Creo que ésta podría, aunque estaba aún en su primera muda.
—¿Y quedarán… libres? ¿Dónde quiera que estén?
—A veces libres. A veces enloquecen. Depende.
—¿De qué?
—De lo que hicieran durante ese tiempo. Lo recuerdan, ¿comprendes?
Fawn no estaba segura de entenderlo. O de querer entenderlo.
El aire era cálido, pero el sol se ponía entre ramas desnudas, como si el invierno se hubiera mezclado inopinadamente con el verano.
—Este día ha durado diez años —suspiró Dag—. Tengo que salir de esta tierra mala. Mi caballo está demasiado lejos para llamarlo. Creo que cogeremos ésos—. Señaló a los dos caballos atados a los árboles cerca del riachuelo y la guió por el camino en zigzag hasta ellos—. No veo sillas. ¿Puedes montar a pelo?
—Normalmente sí, pero ahora me encuentro bastante mal —admitió Fawn.
Todavía temblaba, y se sentía fría y pegajosa. Contuvo el aliento cuando otro violento espasmo la atravesó. Esto no es bueno. Algo va muy mal. Pensó que se había quedado sin miedo, que había usado la reserva de un año, pero ahora no estaba segura.
—Huh. ¿Crees que irás bien si te llevo delante de mí?
El desagradable recuerdo de su cabalgata con el bandido esa mañana (¿había sido sólo esa mañana? Dag tenía razón, este día era una década) pasó por su mente. No seas idiota. Dag es diferente. Dag, en general, era diferente a cualquier otra persona que hubiera encontrado en su vida. Tragó saliva.
—Sí. Me… Sí, probablemente.
Llegaron a los caballos, Fawn trastabillando un poco. Dag pasó la mano sobre ellos, canturreó algo para sí, y soltó a uno después de quitarle la brida de cuerda. Se alejó al trote, contento al parecer. El otro era una pulcra yegua baya de patas negras y una estrella blanca en la frente; él sujetó la cuerda a su brida para improvisar unas riendas y la guió hasta un tronco caído. Intentaba usar el brazo izquierdo para ayudar, se estremecía, y luego recordaba; lo cual, entre todos los otros dolores de Fawn, hacía que su corazón doliera extrañamente.
—¿Puedes subir tú, o te ayudo?
Fawn se quedó de pie, blanca.
—¿Dag? —dijo en voz baja, asustada.
Su cabeza giró bruscamente ante su tono, y se inclinó hacia ella atentamente.
—¿Qué?
—Estoy sangrando.
Fue hacia ella.
—¿Dónde? ¿Te cortaron? No vi…
Fawn tragó saliva, pensando que su cara estaría escarlata si no hubiera estado verde. En voz todavía más baja, dijo estranguladamente:
—Entre… entre las piernas.
La alegría maníaca que subyacía en su expresión desde la muerte de la malicia desapareció como borrada con un trapo.
—Oh. —Y no pareció necesitar una sola palabra más, lo que era una buena cosa, además de ser asombrosa en un hombre, porque Fawn se había quedado sin nada. Palabras. Valor. Ideas.
Él respiró hondo.
—Todavía tenemos que salir de aquí. Este sitio es letal. Tengo que llevarte, llevarte a otro sitio. Lejos de aquí. Iremos sólo un poco más deprisa, eso es todo. Tendrás que ayudarme. Nos ayudaremos.
Les llevó dos intentos y bastantes torpezas, pero ambos consiguieron subir por fin a la yegua baya, que por fortuna resultó ser una bestia tranquila. Fawn no se sentó a horcajadas, sino de lado sobre el regazo de Dag, con las piernas juntas, la cabeza apoyada en su hombro izquierdo, el brazo en torno a su cuello, dejándole libre la mano derecha para las riendas. Él trinó al caballo, y partieron a paso rápido.
—Quédate conmigo —murmuró contra el pelo de Fawn—. No te dejes ir, ¿me oyes?
El mundo daba vueltas, pero bajo la oreja ella oía el latido tranquilo de un corazón. Asintió tristemente.