‹Pobre Ender. Ahora sus pesadillas caminan a su alrededor por su propio pie.›
‹Es uno forma extraño de tener hijos, después de todo.›
‹Tú eres la que llamo a las aiuas del caos. ¿Cómo encontró almas para ellos?›
‹¿Qué te hace pensar que lo hizo?›
‹Caminan. Hablan›
‹El llamado Peter vino y habló contigo, ¿no?›
‹El humano más arrogante que he conocido.›
‹¿Cómo crees que nació sabiendo hablar el lenguaje de los padres-árbol?›
‹No lo sé. Ender lo creó. ¿Por qué no iba a crearlo sabiendo hablar?›
‹Ender sigue creándolos a ambos, hora tras hora. Hemos sentido la pauta en él. Puede que no la comprenda, pero no hay ninguna diferencia entre esos dos y él mismo. Cuerpos distintos, tal vez, pero forman porte de él de todos formas. Hagan lo que hagan, digan lo que digan, es el aiuo de Ender, actuando y hablando.›
‹¿Lo sabe él?›
‹Lo dudamos.›
‹¿Se lo dirás?›
‹No hasta que lo pregunte.›
‹¿Cuándo crees que será eso?›
‹Cuándo ya sepa la respuesta.›
Era el último día de prueba de la recolada. La noticia de su éxito, hasta el momento, se había extendido ya por la colonia humana, y también entre los pequeninos, según suponía Ender. El ayudante de Ela llamado Cristal se había ofrecido voluntario como sujeto del experimento. Llevaba tres días viviendo en la misma cámara de aislamiento donde se había sacrificado Plantador. Sin embargo, esta vez mataron la descolada en su interior con la bacteria viricida que él mismo había desarrollado al colaborar con Ela. Y esta vez, ejecutando las funciones que antes cumplía la descolada, estaba el nuevo virus de la descolada. Había funcionado a la perfección. Cristal ni siquiera se sentía indispuesto. Sólo faltaba dar un último paso antes de que la recolada pudiera ser declarada un completo éxito.
Una hora antes de la prueba final, Ender, con su absurda escolta de Peter y la joven Val, se reunió con Quara y Grego en la celda donde se encontraba este último.
—Los pequeninos lo han aceptado —explicó Ender a Quara—. Están dispuestos a correr el riesgo de matar a la descolada y sustituirla con la recolada, después de haberla probado sólo con Cristal.
—No me sorprende —respondió Quara.
—A mí sí —dijo Peter—. Está claro que los cerdis como especie tienen deseos de morir.
Ender suspiró. Aunque ya no era un niñito asustado, y Peter había dejado de ser mayor, más grande y más fuerte que él, seguía sin sentir amor hacia el simulacro de su hermano que de algún modo había creado en el Exterior. Era todo lo que Ender había temido y odiado en su infancia; le enfurecía y asustaba tenerlo de vuelta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Grego—. Si los pequeninos no acceden a hacerlo, entonces la descolada los volverá demasiado peligrosos para que la humanidad les permita sobrevivir.
—Por supuesto —sonrió Peter—. El físico es experto en estrategia.
—Lo que Peter está diciendo —explicó Ender—, es que si él estuviera a cargo de los pequeninos, cosa que sin duda le gustaría, nunca renunciaría voluntariamente a la descolada hasta que hubiera ganado a cambio algo para la humanidad.
—Para sorpresa de todos, el viejo chico maravillas todavía tiene una chispa de inteligencia —observó Peter—. ¿Por qué deben matar la única arma que la humanidad tiene motivos para temer? La Flota Lusitania todavía está en camino, y sigue llevando a bordo el Ingenio M.D. ¿Por qué no hacen que Andrew se suba a ese balón de fútbol mágico y vaya a reunirse con la flota y les haga renunciar?
—Porque me fusilarían como a un perro —replicó Ender—. Los pequeninos hacen esto porque es bueno, justo y decente. Palabras que te definiré más tarde.
—Conozco las palabras. Y también lo que significan.
—¿De verdad? —preguntó la joven Val.
Su voz, como siempre, era una sorpresa: suave, tenue, y sin embargo capaz de interrumpir la conversación. Ender recordó que la voz de Valentine siempre había sido así. Imposible no escucharla, aunque rara vez alzaba el tono.
—Bueno. Justo. Decente —se burló Peter. Las palabras parecieron sucias en sus labios—. La persona que las dice cree en esos conceptos o no. Si es que no, entonces significa que hay alguien detrás de mí con un cuchillo en la mano. Y si las cree, entonces esas palabras significan que voy a vencer.
—Yo te diré lo que significan —intervino Quara—. Significan que vamos a felicitar a los pequeninos, y a nosotros mismos, por aniquilar una especie inteligente que tal vez no exista en ningún otro lugar del universo.
—No te engañes-dijo Peter.
—Todo el mundo está muy seguro de que la descolada es un virus diseñado —objetó Quara—, pero nadie ha considerado la alternativa, que una versión mucho más primitiva y vulnerable de la descolada evolucionara de forma natural, y luego se cambiara a sí misma hasta su estado actual. Podría ser un virus diseñado, sí, pero ¿quién lo diseñó? Y ahora la vamos a matar sin intentar conversar con ella.
Peter le sonrió, y luego a Ender.
—Me sorprende que esta pequeña comadreja no sea sangre de tu sangre. Está tan obsesionada en buscar razones para sentirse culpable como Val y tú.
Ender lo ignoró e intentó responder a Quara.
—Vamos a matarla, sí. Porque no podemos esperar más. La descolada está intentando destruirnos, y no hay tiempo para dudar. Si pudiéramos, lo haríamos.
—Comprendo todo eso —asintió Quara—. He cooperado, ¿no? Pero me pone enferma oírte hablar como si los pequeninos fueran valientes por colaborar en un acto de xenocidio para salvar su propia piel.
—Somos nosotros o ellos, muchacha —dijo Peter—. Nosotros o ellos.
—Posiblemente no comprendes lo mucho que me avergüenzo de oír mis propios argumentos en sus labios —se lamentó Ender.
Peter se echó a reír.
—Andrew pretende demostrar que no le gusto. Pero el chico es un farsante. Me admira. Me adora. Lo ha hecho siempre. Igual que este pequeño ángel que tenemos aquí.
Peter dio un pellizco a la joven Val. Ella no retrocedió. En cambio, actuó como si no hubiera sentido su dedo en el brazo.
—Nos adora a ambos. En su mente retorcida, ella es la perfección moral que nunca podrá conseguir. Y yo soy el poder y el genio que siempre ha estado fuera del alcance del pobrecito niño Andrew. Fue muy modesto por su parte, ¿verdad? Durante todos estos años ha llevado a sus superiores dentro de su mente.
La joven Val cogió la mano de Quara.
—Lo peor que podrías hacer en tu vida es ayudar a la gente que amas a hacer algo que en tu corazón consideras un lamentable error.
Quara se echó a llorar.
Pero no era Quara quien preocupaba a Ender. Sabía que era lo bastante fuerte para mantener las contradicciones morales de sus propias acciones y seguir cuerda. Su ambivalencia hacia sus propias acciones probablemente la debilitaría, la volvería menos segura de que su juicio era absolutamente correcto y que todos los que no estaban de acuerdo con ella se equivocaban irremisiblemente. En cualquier caso, al final de este asunto emergería más completa y compasiva, y más decente de lo que fue antes, en su acalorada juventud. Y tal vez la suave caricia de la joven Val, junto con sus palabras, que definían exactamente lo que Quara sentía, la ayudarían a sanar más pronto.
Lo que preocupaba a Ender era la admiración con la que Grego contemplaba a Peter. Más que nadie, Grego debería saber adónde podían conducir las palabras de Peter. Sin embargo aquí estaba, adorando a la pesadilla ambulante de Ender. «Debo conseguir que Peter salga de aquí —pensó Ender—, o tendrá más discípulos en Lusitania de los que tuvo Grego…, y los usará con más efectividad y, a la vez, el efecto será más mortífero.»
Ender abrigaba pocas esperanzas de que Peter resultara ser igual que el Peter real, que se convirtió en un hegemón fuerte y digno. Este Peter, después de todo, no era un ser humano completo de carne y hueso, lleno de ambigüedad y sorpresa. Más bien, Ender había creado la caricatura del mal atractivo que habitaba en los más profundos recovecos de su mente inconsciente. No había ninguna sorpresa en este tema. Mientras se preparaban para salvar a Lusitania de la descolada, Ender les había traído un nuevo peligro, potencialmente igual de destructivo. Pero no tan difícil de matar.
Reprimió una vez más la idea, aunque se le había ocurrido una docena de veces desde que advirtió que Peter estaba sentado a su izquierda en la nave. «Yo lo he creado. No es real, sólo mi pesadilla. Si lo mato, no sería asesinato, ¿verdad? Sería el equivalente moral de…, ¿de qué? ¿De despertarse? He impuesto mi pesadilla al mundo y, si lo matara, el mundo despertaría para encontrar que la pesadilla ha desaparecido, nada más.»
Si se hubiera tratado sólo de Peter, Ender se habría convencido para asesinarlo, o al menos eso creía. Pero era la joven Val quien se lo impedía. Frágil, bella de espíritu… Si Peter podía morir, también podía hacerlo ella. Si él debía morir, entonces tal vez ella tendría que morir también: tenía tan poco derecho como él a existir, era igual de limitada, distorsionada y poco natural en su creación. Pero Ender nunca podría hacerlo. Ella debía ser protegida, no dañada. Y si uno de ellos era lo bastante real como para seguir con vida, también lo era el otro. Si dañar a la joven Val sería asesinato, también lo sería dañar a Peter. Habían sido producidos en el mismo acto de creación.
«Mis hijos —pensó Ender con amargura—. Mis queridos retoños, que salieron completamente formados de mi cabeza como Atenea de la mente de Zeus. Pero lo que yo tengo aquí no se parece a Atenea. Más bien son Diana y Hades. La virgen cazadora y el señor de los infiernos.»
—Será mejor que nos vayamos —aconsejó Peter—. Antes de que Andrew se convenza de que tiene que matarme.
Ender sonrió tristemente. Eso era lo peor: Peter y la joven Val parecían haber cobrado vida sabiendo más acerca de su mente que él mismo. Esperaba que con el tiempo ese conocimiento íntimo se desvaneciera. Pero mientras tanto, la humillación aumentaba por la forma en que Peter le pinchaba revelando pensamientos que nadie más habría imaginado. Y la joven Val… Ender sabía por la forma en que a veces lo miraba que también ella lo sabía. Ya no tenía secretos.
—Iré a casa contigo —le dijo Val a Quara.
—No —respondió Quara—. He hecho lo que he hecho. Me quedaré aquí para ver a Cristal hasta el final de su prueba.
—No queremos perder nuestra oportunidad de sufrir abiertamente —se mofó Peter.
—Cállate, Peter —ordenó Ender.
Peter sonrió.
—Oh, vamos. Sabes que Quara está saboreando todo esto. Es su forma de convertirse en la estrella del programa: todo el mundo se muestra cuidadoso y amable con ella cuando deberían aclamar a Ela por lo que ha conseguido. Robar protagonismo es una cosa muy fea, Quara…, justo tu especialidad.
Quara podría haber respondido, si las palabras de Peter no hubieran sido tan ultrajantes y si no hubieran contenido un germen de verdad que la dejó confusa. En cambio, fue la joven Val quien dirigió a Peter una mirada fría.
—Cállate, Peter —dijo.
Las mismas palabras que había dicho Ender, sólo que cuando las pronunciaba la joven Val, funcionaban. Peter le sonrió, y le hizo un guiño conspirador, como diciendo, «te dejaré seguir con tu jueguecito, Val, pero no creas que estás engañando a todo el mundo haciéndote la dulce». Pero no dijo nada más y se marcharon, dejando a Grego en su celda.
El alcalde Kovano se reunió con ellos fuera.
—Un gran día en la historia de la humanidad —dijo—. Y por pura casualidad yo aparezco en todas las fotos.
Todos se echaron a reír, sobre todo Peter, que había desarrollado una rápida y cómoda amistad con Kovano.
—No es ninguna casualidad —dijo—. Mucha gente en tu posición se habría dejado llevar por el pánico y lo habría estropeado todo. Hace falta una mente abierta y mucho valor para permitir que las cosas se movieran como lo hicieron.
Ender apenas pudo contener la risa con el descarado halago de Peter. Pero los halagos nunca son tan evidentes para quien los recibe. Desde luego, Kovano dio un golpecito a Peter en el brazo y lo negó todo, pero Ender comprendió que le encantaba oír aquello, y que Peter se había ganado ya más influencia con Kovano que él mismo. «¿No se da cuenta toda esta gente de la forma tan cínica en que Peter se los está ganando?»
El único que veía a Peter con algo parecido al temor y la repulsión de Ender era el obispo, pero en su caso eran prejuicios teológicos, no sabiduría, lo que le impedía caer en el engaño. Horas después de regresar del Exterior, el obispo llamó a Miro y le instó a que aceptara el bautismo.
—Dios ha realizado un gran milagro con tu curación —le dijo—, pero la forma en que se ha hecho…, cambiar un cuerpo por otro, en vez de sanar directamente el antiguo…, nos deja en la peligrosa posición de que tu espíritu habita un cuerpo que no ha sido bautizado. Y ya que el bautismo se ejecuta sobre la carne, temo que puedas no estar santificado.
A Miro no le interesaban demasiado las ideas del obispo en lo concerniente a milagros (no consideraba que Dios tuviera mucho que ver con su curación), pero la completa restauración de su fuerza, su habla,y su libertad lo regocijaban tanto que probablemente habría accedido a cualquier cosa. El bautismo se celebraría la semana siguiente, durante los primeros servicios en la nueva capilla.
Pero el ansia que el obispo sentía por bautizar a Miro no se reflejaba en su actitud hacia Peter y la joven Val.
—Es absurdo considerar a esos monstruos como personas. No es posible que tengan alma —declaró—. Peter es un eco de alguien que ya vivió y murió, con sus propios pecados y arrepentimientos, con el curso de su vida ya medido y su lugar en el cielo o el infierno ya asignado. Y en cuanto a esa… muchacha, a esa burla de la gracia femenina, no puede ser quien afirma, porque el lugar ya está ocupado por una mujer viva. No puede haber bautismo para los engaños de Satán. Al crearlos, Andrew Wiggin ha construido su propia Torre de Babel, intentando alcanzar el cielo para ocupar el lugar de Dios. No puede recibir el perdón hasta que los devuelva al infierno y los deje allí.
¿Imaginaba el obispo Peregrino por un momento que eso era exactamente lo que él ansiaba hacer? Pero Jane se mostró inflexible cuando Ender le sugirió la idea.
—Eso sería una tontería —dijo—. Para empezar, ¿por qué crees que irían? Y en segundo lugar, ¿qué te hace pensar que no crearías simplemente otros dos más? ¿No has oído la historia del aprendiz de brujo? Llevarlos de vuelta sería como volver a cortar las escobas por la mitad otra vez… y acabarías con más escobas. No empeoremos las cosas.
Y aquí se encontraban, caminando juntos hacia el laboratorio: Peter, con el alcalde Kovano completamente en el bolsillo. La joven Val, que se había ganado igualmente a Quara, aunque su propósito era altruista en vez de explotador. Y Ender, su creador, furioso, humillado y asustado.
«Yo los creé, por tanto soy responsable de todo lo que hagan. Y a la larga, los dos causarán terribles daños. Peter, porque hacer daño es su naturaleza, al menos tal como lo concebí en las pautas de mi mente. Y la joven Val, a pesar de su bondad innata, porque su propia existencia es una profunda ofensa a mi hermana Valentine.»
—No dejes que Peter te engañe-susurró Jane en su oído.
—La gente cree que me pertenece —subvocalizó Ender—. Suponen que debe ser inofensivo porque yo lo soy. Pero no tengo control sobre él.
—Creo que lo saben.
—Tengo que sacarlo de aquí.
—Estoy trabajando en eso —le aseguró Jane.
—Tal vez debería cogerlos y enviarlos a algún planeta desierto.
—¿Conoces la obra de Shakespeare, La Tempestad?
—Caliban y Ariel, ¿eso es lo que son?
—Ya que no puedo matarlos, los exiliaré.
—Estoy trabajando en ello —repitió Jane—. Después de todo, son parte de ti, ¿no? ¿Parte de la pauta de tu mente? ¿Y si puedo usarlos a ellos en tu lugar, para permitirme ir al Exterior? Entonces tendríamos tres naves, y no sólo una.
—Dos —dijo Ender—. Yo nunca volveré al Exterior.
—¿Ni siquiera durante un microsegundo? ¿Si te llevo y te traigo de nuevo? No hay ninguna necesidad de quedarse allí.
—La causa no fue que nos quedáramos —se lamentó Ender—. Peter y la joven Val aparecieron instantáneamente. Si regreso al Exterior, volveré a crearlos.
—Muy bien. Dos naves, entonces. Una con Peter, otra con la joven Val. Déjame que lo calcule, si puedo. No podemos hacer sólo un trayecto y abandonar para siempre el viaje más rápido que la luz.
—Sí que podemos. Conseguimos la recolada. Miro se procuró un cuerpo sano. Con eso basta, crearemos todo lo demás nosotros solos.
—Te equivocas —dijo Jane—. Todavía tenemos que transportar a los pequeninos y a las reinas colmenas fuera de este planeta antes de que llegue la flota. Todavía tenemos que llevar a Sendero el virus transformacional, para liberar a esa gente.
—No volveré al Exterior.
—¿Aunque no pueda usar a Peter y a la joven Val para transportar mi aiua? ¿Dejarías que los pequeninos y la reina colmena acabaran destruidos porque temes a tu propia mente inconsciente?
—No comprendes lo peligroso que es Peter.
—Tal vez no. Pero sí comprendo lo peligroso que es el Pequeño Doctor. Y si no estuvieras tan envuelto en tu propia miseria, Ender, sabrías que, aunque acabemos con quinientos Peters y Vals, tenemos que usar esta nave para llevar a los pequeninos y a la reina colmena a otros mundos.
Ender sabía que Jane tenía razón. Lo había sabido desde el principio. Sin embargo, eso no significaba que estuviera preparado para admitirlo.
—Sigue trabajando para ver si puedes hacerlo con Peter y la joven Val —subvocalizó—. Pero que Dios nos ayude si Peter puede crear cosas cuando vaya al Exterior.
—Dudo que pueda. No es tan listo como cree.
—Sí lo es. Y si lo dudas, es que no eres tan lista como piensas.
Ela no fue la única que se preparó para la prueba final de Cristal yendo a visitar a Plantador. Su árbol mudo todavía no era más que un retoño, apenas un contrapunto a los gruesos troncos de Raíz y Humano. Pero los pequeninos se habían congregado alrededor de ese retoño. Y, como Ela, lo habían hecho para rezar. Era una oración extraña y silenciosa. Los sacerdotes pequeninos no ofrecían ninguna pompa, ninguna ceremonia. Simplemente, se arrodillaron con los demás y murmuraron en varias lenguas. Algunos rezaban en el lenguaje de los hermanos, algunos en el de los árboles. Ela supuso que lo que oía en boca de las esposas congregadas allí era su propia lengua, aunque podría ser también el lenguaje sagrado que usaban para hablar al árbol-madre. Y también había idiomas humanos surgiendo de labios pequeninos: stark y portugués por igual, e incluso latín eclesiástico en boca de los sacerdotes pequeninos. Prácticamente era una Babel, y sin embargo Ela sintió una gran unidad. Rezaban ante la tumba del mártir, todo lo que quedaba de él, por la vida del hermano que seguía sus pasos.
Si Cristal moría completamente hoy, sólo repetiría el sacrificio de Plantador. Y si pasaba a la tercera vida, sería una vida que debería al ejemplo y el valor de Plantador.
Como fue Ela quien trajo la recolada del Exterior, los pequeninos la honraron dejándola unos instantes a solas ante el tronco del árbol de Plantador. Abrazó el fino tronco, deseando que hubiera más vida en él. ¿Estaba perdido ahora el aiua de Plantador, deambulando en la ausencia del lugar del Exterior? ¿O lo había tomado Dios con su propia alma y lo había llevado al cielo, donde Plantador estaba ahora reunido con los santos?
«Plantador, ruega por nosotros. Intercede por nosotros. Como mis venerados abuelos llevaron mi plegaria al Padre, ve ahora a Cristo y suplícale que se apiade de todos tus hermanos y hermanas. Que la recolada lleve a Cristal a la tercera vida, para que podamos, en buena fe, esparcirla por todo el mundo y reemplace a la asesina descolada. Entonces el león podrá yacer con el cordero, y podrá haber paz en este lugar.»
Sin embargo, no por primera vez, Ela tuvo sus dudas. Estaba segura de que su acción era la adecuada; no sentía ninguno de los resquemores de Quara referentes a destruir la descolada en toda Lusitania.
Pero no estaba segura de que debieran haber basado la recolada en las muestras más antiguas de la descolada que habían recolectado. Si de hecho la descolada había causado la reciente beligerancia en los pequeninos, su ansia por esparcirse a nuevos lugares, entonces podría considerar que estaba devolviendo a los pequeninos a su anterior condición «natural». Pero esa condición era producto de la descolada como equilibradora gaialógica, y sólo parecía natural porque era el estado en que los pequeninos se encontraban cuando llegaron los humanos. Podía considerar también que ella misma estaba causando una modificación conductual de toda una especie, al eliminar a conveniencia su agresividad para que hubiera menos conflictos con los humanos en el futuro. «Y ahora los estoy convirtiendo en buenos cristianos, les guste o no. Y el hecho de que Raíz y Humano lo aprueben no me quita ningún peso de encima, si a la larga causa daño a los pequeninos. Oh, Señor, perdóname por hacer de Dios en las vidas de estos hijos Tuyos. Guando el aiua de Plantador vaya a verte para interceder por nosotros, concédele lo que pide en nuestro favor, pero solo si es Tu voluntad que su especie sea alterada así. Ayúdanos a hacer el bien, pero te ruego que nos detengas si causáramos daños involuntariamente. En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.»
Se quitó con el dedo una lágrima de la mejilla y la colocó en la suave corteza del tronco de Plantador. «No estás aquí para sentir esto, Plantador, no dentro del árbol. Pero lo sientes igualmente, estoy segura. Dios no dejaría que un alma tan noble como la tuya se perdiera en la oscuridad.»
Era hora de irse. Las amables manos de los hermanos la tocaron, tiraron de ella, la dirigieron hacia el laboratorio donde Cristal esperaba en aislamiento su paso a la tercera vida.
Cuando Ender había visitado anteriormente a Plantador, lo encontró en la cama, rodeado del equipo médico. El interior de la cámara de aislamiento era ahora muy distinto. Cristal gozaba de una salud perfecta, y aunque estaba conectado a todos los aparatos de seguimiento, no yacía postrado en cama. Feliz y juguetón, apenas podía contener sus ganas de continuar.
Y ahora que habían llegado Ela y los otros pequeninos, era hora de comenzar.
La única pared que ahora mantenía su aislamiento era el campo disruptor. Fuera de él, los pequeninos que se habían congregado para ver su paso a la tercera vida podían contemplar todo lo que sucedía. Sin embargo, eran los únicos que esperaban al aire libre. Tal vez por delicadeza hacia los sentimientos pequeninos, o tal vez porque así podrían tener un muro entre ellos y la brutalidad de este ritual pequenino, los humanos se habían congregado todos dentro del laboratorio, donde sólo una ventana y los monitores les permitían ver lo que le sucedería a Cristal.
El pequenino esperó hasta que todos los hermanos, ataviados con sus trajes aislantes, ocuparon su puesto a su lado, los cuchillos de madera en la mano, antes de arrancar un trozo de capim y masticarlo. Era el anestésico que le haría soportable todo el ritual. Pero también era la primera vez que un hermano destinado a la tercera vida masticaba hierba nativa que no contenía el virus de la descolada. Si el nuevo virus de Ela era adecuado, entonces el capim funcionaría como lo había hecho siempre el que controlaba la descolada.
—Si paso a la tercera vida —manifestó Cristal—, el honor pertenece a Dios y a su siervo Plantador, no a mí.
Era adecuado que Cristal eligiera usar sus últimas palabras en la lengua de los hermanos para alabar a Plantador. Pero su detalle no cambió el hecho de que pensar en el sacrificio de Plantador hiciera llorar a muchos humanos. Aunque resultaba difícil interpretar las emociones pequeninas, Ender no tuvo ninguna duda de que los sonidos de charla que emitían los pequeninos congregados en el exterior eran también sollozos o, alguna otra emoción apropiada a la memoria de Plantador. Pero Cristal se equivocaba al pensar que no había honor para él en esto. Todo el mundo sabía que todavía podían fracasar, que a pesar de todos los motivos de esperanza, no existía ninguna certeza de que la recolada de Ela tuviera poder para llevar a un hermano a la tercera vida.
Los hermanos alzaron sus cuchillos y empezaron a trabajar. «Esta vez no soy yo —pensó Ender—. Gracias a Dios, no tengo que empuñar un cuchillo para causar la muerte de un hermano.» Sin embargo, no desvió la mirada, como hacían muchos otros humanos. El ritual y la sangre no le resultaban nuevos, y aunque eso no lo hacía más agradable, al menos sabía que podría soportarlo. Y si Cristal podía soportar lo que le hicieran, Ender podría soportar ser testigo de ello. Para eso servía un portavoz de los muertos, ¿no? Para ser testigo. Contempló cuanto pudo ver del ritual, mientras abrían el cuerpo de Cristal y plantaban sus órganos en la tierra, para que el árbol pudiera empezar a germinar mientras la mente de Cristal estaba todavía alerta y viva. Durante todo el ritual, Cristal no emitió ningún sonido o realizó movimiento alguno que sugiriera dolor. O su coraje estaba más allá de todo reconocimiento, o la recolada había cumplido también su misión en el capim, al mantener sus propiedades anestésicas.
Por fin el trabajo quedó terminado, y los hermanos que llevaron a Cristal a la tercera vida regresaron a la cámara estéril, donde, después de que sus trajes fueran limpiados de la recolada y las bacterias viricidas, se desprendieron de ellos y regresaron desnudos al laboratorio. Todos estaban muy serios, pero a Ender le pareció discernir la excitación y el júbilo que ocultaban. Todo se había desarrollado bien. Habían sentido el cuerpo de Cristal respondiéndoles. En cuestión de horas, tal vez de minutos, brotarían las primeras hojas del joven árbol. Y en sus corazones estaban seguros de que así sucedería.
Ender también advirtió que uno de ellos era un sacerdote. Se preguntó qué diría el obispo, si lo supiera. El viejo Peregrino había demostrado ser bastante adaptable a la hora de asimilar una especie alienígena a la fe católica, y para adecuar el ritual y la doctrina a fin de que encajaran con sus peculiares necesidades. Pero eso no cambiaba el hecho de que Peregrino era un anciano a quien no le complacía la idea de que los sacerdotes participaran en rituales que, a pesar de su claro parecido a la crucifixión, seguían sin ser los sacramentos reconocidos. Bueno, estos hermanos sabían lo que hacían. Hubieran anunciado al obispo la participación de uno de sus sacerdotes o no, Ender no lo mencionaría, ni lo haría ninguno de los otros humanos presentes si es que alguno se había dado cuenta.
Sí, el árbol crecía, y con gran vigor, y las hojas se alzaban visiblemente mientras miraban. Pero pasarían muchas horas, días quizás, antes de que averiguaran si era un padre-árbol, con Cristal todavía vivo y consciente en su interior. Una eternidad de espera, donde el árbol de Cristal tendría que crecer en perfecto aislamiento.
«Ojalá también yo pudiera encontrar un lugar donde quedar aislado —pensó Ender—, donde pudiera reflexionar acerca de las cosas tan extrañas que me han sucedido, sin interferencias.»
Pero no era un pequenino, y la intranquilidad que sufría no se debía a un virus que pudiera ser aniquilado, o expulsado de su vida. Su mal estaba en la raíz de su identidad, y no sabía si podría deshacerse alguna vez de él sin destruirse a sí mismo en el proceso. «Tal vez —pensó—. Peter y Val representan el total de lo que soy; tal vez si desaparecieran no quedaría nada. ¿Qué parte de mi alma, qué acción de mi vida queda que no pueda explicarse como la acción de uno u otro de ellos, ejecutando su voluntad dentro de mí? ¿Soy la suma de mis hermanos? ¿0 la diferencia entre ellos? ¿Cuál es la peculiar aritmética de mi alma?»
Valentine intentaba no obsesionarse con la muchacha que Ender había traído consigo del Exterior. Por supuesto, sabía que era su yo más joven tal como él la recordaba, e incluso consideraba muy amable por su parte que llevara dentro de su corazón un recuerdo tan poderoso de ella a esa edad. Sólo Valentine, de todas las personas de Lusitania, sabía por qué era esa edad la que conservaba en su inconsciente. Ender había permanecido en la Escuela de Batalla hasta entonces, completamente desconectado de su familia. Aunque él no podía haberlo sabido, ella sí era consciente de que sus padres lo habían olvidado. No olvidado su existencia, desde luego, sino como presencia en sus vidas. Ender simplemente no estaba allí, ya no era su responsabilidad. Tras haberlo entregado al Estado, quedaron absueltos. Habría formado más parte de sus vidas de haber muerto; tal como estaban las cosas, ni siquiera tenían una tumba que visitar. Valentine no los culpaba por ello: demostraba que eran resistentes y adaptables. Pero Valentine no supo imitarlos. Ender estaba siempre con ella, en su corazón. Y cuando, después de quedar interiormente agotado al verse obligado a superar todos los desafíos que le ofrecieron en la Escuela de Batalla, Ender decidió renunciar a toda la empresa, cuando, de hecho, se puso en huelga, el oficial encargado de convertirlo en una herramienta útil acudió a ella. La llevó a Ender. Les dio tiempo para estar juntos, el mismo hombre que los había separado y dejado heridas tan profundas en sus corazones. Ella sanó entonces a su hermano, lo suficiente para que pudiera volver y salvar a la humanidad destruyendo a los insectores.
«Es natural que me conserve en la memoria a esa edad, más poderosa que ninguna de las incontables experiencias que hemos compartido desde entonces. Es natural que cuando su mente inconsciente convoca su bagaje más íntimo sea la muchacha que fui lo que más profundamente anide en su corazón.»
Ella sabía todo esto, lo comprendía, lo creía. Sin embargo, todavía escocía, todavía dolía que aquella criatura casi perfecta fuera lo que él pensara de ella. Que la Valentine que Ender realmente amaba fuera una criatura de increíble pureza. «Por esta compañera imaginaria, él fue un compañero tan íntimo en todos los años que pasaron antes de que me casara con Jakt. A menos que fuera el hecho de casarme con Jakt lo que le hizo volver a la visión infantil que tenía de mí.»
Tonterías. No había nada que ganar intentando imaginar lo que significaba aquella muchacha. No importaba cuál fuera el modo de su creación, ahora estaba allí, y había que aceptar este hecho.
Pobre Ender…, no parecía comprender nada. Al principio pensó de verdad que podría conservar a la joven Val a su lado.
—¿No es mi hija, en cierto modo? —preguntó.
—De ningún modo lo es —admitió ella—. En cualquier caso, es mía. Y desde luego, no es apropiado que te la lleves a tu casa, sola. Sobre todo desde que Peter está allí, y no es el tutor más digno de confianza que ha existido.
Ender no estuvo completamente de acuerdo: habría preferido deshacerse de Peter y no de Val, pero accedió, y desde entonces la muchacha vivió en casa de Valentine, cuya intención era convertirse en amiga y mentora de la chica; aunque fue en vano. No se sentía suficientemente cómoda en compañía de Val. No dejaba de buscar motivos para salir de casa cuando Val estaba allí; siempre se sentía inapropiadamente agradecida cuando Ender venía a llevársela a dar un paseo con Peter.
Lo que finalmente sucedió fue que, como había ocurrido tan a menudo antes, Plikt intervino en silencio y resolvió el problema. Plikt se convirtió en la principal acompañante y tutora de Val en casa de Valentine. Cuando Val no estaba con Ender, estaba con Plikt. Y aquella mañana Plikt había sugerido instalar una casa propia: para ella y para Val. «Quizá me apresuré a aceptarlo —pensó Valentine—. Pero probablemente a Val le resulta tan duro compartir una casa conmigo como a mí con ella.»
Ahora, sin embargo, mientras contemplaba a Plikt y a Val, que entraban en la nueva capilla de rodillas y arrastrándose, como se habían arrastrado todos los otros humanos que entraron, para besar el anillo del obispo Peregrino ante el altar, Valentine advirtió que no había hecho nada «por el bien» de Val, por mucho que hubiera querido convencerse de ello. Val era completamente autosuficiente, inquebrantable, tranquila. ¿Por qué debería Valentine imaginar que podía hacer que la joven Val fuera más o menos feliz, estuviera más o menos cómoda? «Soy irrelevante para la vida de esta muchachita. Sin embargo, ella no es irrelevante para la mía. Es a la vez la afirmación y la negación de la relación más importante de mi infancia, y de gran parte de mi edad adulta. Ojalá se hubiera reducido a cenizas en el Exterior, como el viejo cuerpo lisiado de Miro. Ojalá nunca hubiera tenido que enfrentarme conmigo misma de esta manera.»
En efecto, se enfrentaba a ella misma. Ela había efectuado esta prueba inmediatamente. La joven Val y Valentine eran genéticamente idénticas.
—Pero eso es absurdo —protestó Valentine—. Es altamente improbable que Ender memorizara mi código genético. No pudo haber una pauta de ese código en la nave.
—¿Se supone que debo ofrecer una explicación? —le preguntó Ela.
Ender sugirió una posibilidad: que el código genético de la joven Val fue fluido hasta que ella y Valentine se encontraron, y entonces los filotes del cuerpo de Val se formaron con la pauta que encontraron en Valentine.
Valentine se guardó sus opiniones para sí, pero dudaba de que la suposición de Ender fuera acertada. La joven Val tenía los genes de Valentine desde el primer momento, porque cualquier persona que encajara tan perfectamente con la visión de Valentine que tenía Ender no podía tener otros genes; la ley natural que la propia Jane ayudaba a mantener dentro de la nave lo habría requerido. O tal vez había alguna fuerza que formaba y ordenaba incluso un lugar de caos tan completo. «Apenas importaba, excepto que, por irritantemente molesta y perfecta y tan distinta a mí que pueda ser esta nueva seudo Valentine, la visión que Ender tenía de ella fue lo bastante…veraz para que genéticamente resultaran iguales. Su visión no podía estar tan desviada. Tal vez fui de verdad así de perfecta, y sólo me he endurecido desde entonces. Tal vez fui de verdad así de hermosa. Tal vez fui de verdad así de joven.»
Se arrodillaron ante el obispo. Plikt le besó el anillo, aunque no tenía que cumplir la penitencia de Lusitania.
Sin embargo, cuando le tocó el turno a la joven Val, el obispo retiró la mano y se dio la vuelta. Un sacerdote se adelantó y les indicó que ocuparan sus asientos.
—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó la joven Val—. No he cumplido mi penitencia todavía.
—No tienes penitencia —respondió el sacerdote—. El obispo me lo dijo antes de que vinieras; no estabas aquí cuando se cometió el pecado, así que no formas parte de la penitencia.
La joven Val lo miró tristemente.
—Fui creada por alguien que no es Dios. Por eso el obispo no quiere recibirme. Nunca tomaré la comunión mientras él viva.
El sacerdote parecía muy triste: era imposible no sentir pesar por la joven Val, pues su sencillez y dulzura la hacía parecer frágil, y la persona que la hiriera tenía por tanto que sentirse torpe por haber dañado a alguien tan tierno.
—Hasta que el Papa pueda decidir —dijo—. Todo esto es muy difícil.
—Lo sé —susurró la joven Val.
Entonces obedeció y se sentó entre Plikt y Valentine.
«Nuestros codos se tocan —pensó Valentine—. Una hija que soy exactamente yo misma, como si la hubiera clonado hace tres años. Pero no quería otra hija, y desde luego no quería un duplicado mío. Ella lo sabe. Lo siente. Y por eso sufre algo que yo nunca sufrí: se siente no deseada y no amada por aquellos que más se parecen a ella. ¿Cómo se siente Ender? ¿También desea que se marche? ¿O ansía ser su hermano, como fue mi hermano menor hace tantos años? Cuando yo tenía esa edad, Ender todavía no había cometido xenocidio. Pero tampoco había hablado aún en nombre de los muertos. La Reina Colmena, el Hegemón, la Vida de Humano… todo eso estaba entonces más allá de él. Era sólo un niño, confuso, desesperado, temeroso. ¿Cómo podría Ender anhelar esa época?»
Miro entró poco después, se arrastró hasta el altar y besó el anillo. Aunque el obispo lo había absuelto de toda responsabilidad, cumplió la penitencia de todos los demás. Valentine advirtió, naturalmente, los muchos susurros que despertó a su paso. Todos los habitantes de Lusitania que lo trataron antes de su lesión cerebral reconocieron el milagro realizado: una perfecta restitución del Miro que con tanta brillantez había convivido con ellos antes.
«No te conocí entonces, Miro —pensó Valentine—. ¿Siempre tuviste ese aire distante y ceñudo? Tal vez tu cuerpo ha sanado, pero sigues siendo el hombre que vivió en el dolor durante un tiempo. ¿Te ha vuelto eso más frío o más compasivo?»
Miro se acercó y se sentó junto a ella, en el asiento que habría sido de Jakt, si no estuviera todavía en el espacio. Con la descolada a punto de ser destruida, alguien tenía que traer a la superficie de Lusitania los miles de microbios y plantas y especies animales congelados y mantener en orden los sistemas planetarios. Era un trabajo que se había hecho en muchos otros mundos, pero resultaba más difícil de realizar por la necesidad de no competir con demasiada intensidad con las especies locales de las que dependían los pequeninos. Jakt estaba allí arriba, trabajando para todos ellos: era una buena justificación para su ausencia, pero Valentine todavía lo echaba de menos. De hecho, lo necesitaba con todas sus fuerzas, pues las creaciones de Ender la habían dejado hecha un lío. Miro no era ningún sustituto para su marido, sobre todo porque su nuevo cuerpo era un brusco recordatorio de lo que había sucedido en el Exterior.
«Si yo viajara allá afuera, ¿qué crearía? Dudo que trajera de vuelta a una persona, porque temo que no hay ninguna alma en la raíz de mi psique. Ni siquiera la mía propia. ¿Qué otra cosa ha sido mi apasionado estudio de la historia, sino una búsqueda de la humanidad? Otros la encuentran escudriñando en sus propios corazones. Sólo las almas perdidas necesitan buscarla fuera de sí mismas.»
—La fila casi ha terminado —susurró Miro.
Entonces el servicio empezaría pronto.
—¿Dispuesto a purgar tus pecados? —susurró Valentine.
—Como explicó el obispo, sólo purgaré los pecados de este nuevo cuerpo. Todavía tengo que confesar y cumplir penitencia por los pecados que cometí con el antiguo. Por supuesto, no fueron posibles muchos pecados carnales, pero hay bastantes de envidia, rencor, malicia y autocompasión. Y estoy intentando decidir si también tengo que confesar un suicidio. Cuando mi antiguo cuerpo se desmoronó para convertirse en nada, estaba respondiendo al deseo de mi corazón.
—Nunca tendrías que haber recuperado la voz —dijo Valentine—. Ahora farfullas sólo por oírte hablar tan bien.
Él sonrió y le palmeó el brazo.
El obispo empezó la ceremonia con una oración, dando gracias a Dios por todo lo que se había conseguido en los últimos meses. Omitió la creación de los dos nuevos ciudadanos de Lusitania, aunque la curación de Miro fue colocada definitivamente del lado de Dios. Hizo que Miro avanzara y lo bautizó casi de inmediato, y luego, como no se trataba de una misa, pasó acto seguido a su homilía.
—La piedad del Señor tiene un alcance infinito —declaró el obispo—. Sólo podemos esperar que quiera concedernos más de lo que nos merecemos, y que nos perdone por nuestros terribles pecados individuales y colectivos. Sólo podemos esperar que, como Nínive, que se salvó de la destrucción gracias al arrepentimiento, podamos convencer a nuestro Señor para que nos salve de la flota que ha permitido que venga a castigarnos.
—¿Envió la flota antes de que quemáramos el bosque? —susurró Miro, bajito, de forma que sólo Valentine pudiera oírlo.
—Tal vez el Señor sólo cuenta el momento de llegada, no la partida —sugirió Valentine.
Sin embargo, lamentó de inmediato su ligereza. Se encontraban en un acto solemne: aunque ella no fuera católica practicante, sabía que cuando una comunidad aceptaba la responsabilidad por el mal cometido y hacía verdadera penitencia por ello, se trataba de un acto sagrado.
El obispo habló de los que habían muerto en santidad: Os Venerados, que salvaron a la humanidad de la plaga de la descolada; el padre Esteváo, cuyo cuerpo estaba enterrado bajo el suelo de la capilla y que sufrió el martirio defendiendo la verdad contra la herejía; Plantador, que murió para demostrar que el alma de su pueblo procedía de Dios, y no de un virus; y los pequeninos, que habían muerto como víctimas inocentes de la masacre.
«Todos ellos puede que sean santos algún día, pues esta época es similar a los primeros días del cristianismo, cuando hacían mucha más falta grandes hechos y gran santidad, y por tanto se conseguían con mucha más frecuencia. Esta capilla es un altar para todos los que han amado a Dios con todo su corazón, voluntad, mente y fuerza, y que han amado a su prójimo como a sí mismos. Que todos los que entren aquí lo hagan con el corazón roto y el espíritu contrito, para que la santidad también los alcance.»
La homilía no fue larga, porque había previstos muchos otros servicios idénticos para ese día: la gente acudía a la capilla por turnos, ya que era demasiado pequeña para albergar a toda la población humana de Lusitania de una sola vez. Acabaron muy pronto y Valentine se levantó para marcharse. Habría seguido a Plikt y a Val, pero Miro la cogió por el brazo.
—Jane acaba de decírmelo. Supuse que querrías saberlo.
—¿Qué?
—Acaba de probar la nave, sin Ender a bordo.
—¿Cómo ha podido hacer eso?
—Peter. Jane lo llevó al Exterior y lo trajo de vuelta. Él puede contener su aiua, si es así como funciona realmente ese proceso.
Ella puso voz a su miedo inmediato.
—¿Pudo Peter…?
—¿Crear algo? No. —Miro sonrió, pero con un destello de amargura que Valentine consideró producto de su aflicción—. Asegura que ello se debe a que su mente es mucho más clara y más sana que la de Andrew.
—Tal vez.
—Yo creo que es porque ninguno de los filotes de ahí fuera están dispuestos a formar parte de su pauta. Demasiado retorcida.
Valentine se echó a reír.
El obispo se les acercó. Ya que eran los últimos en marcharse, se encontraban solos frente a la capilla.
—Gracias por aceptar un nuevo bautismo —dijo el obispo.
Miro inclinó la cabeza.
—No muchos hombres tienen una oportunidad para ser purificados así de sus pecados.
—Y, Valentine, lamento no haber podido recibir a su… homónima.
—No se preocupe, obispo. Lo comprendo. Puede que incluso esté de acuerdo con usted.
El obispo sacudió la cabeza.
—Sería mejor si pudieran…
—¿Marcharse? —sugirió Miro—. Ya tiene su deseo cumplido. Peter se marchará pronto: Jane puede pilotar una nave con él a bordo. Sin duda ocurrirá lo mismo con la joven Val.
—No —objetó Valentine—. Ella no puede ir. Es demasiado…
—¿Joven? —preguntó Miro. Parecía divertido—. Los dos nacieron sabiendo todo lo que sabe Ender. A pesar de su cuerpo, no se puede decir que esa muchacha sea una niña.
—Si hubieran nacido, no tendrían que marcharse —alegó el obispo.
—No se marchan por su deseo —contestó Miro—. Lo hacen porque Peter va a entregar el nuevo virus de Ela a Sendero, y la nave de la joven Val partirá en busca de planetas donde puedan establecerse los pequeninos y las reinas colmenas.
—No puedes enviarla a una misión así —dijo Valentine.
—No voy a enviarla —respondió Miro—. Voy a llevarla. O más bien, ella me llevará a mí. Quiero ir. Sean cuales fueren los riesgos, los afrontaré. Ella estará a salvo, Valentine.
Valentine volvió a sacudir la cabeza, pero sabía que al final sería derrotada. La joven Val insistiría en ir, por inexperta que pudiera parecer, porque de lo contrario sólo podría viajar una nave. Y si Peter era el que hacía los viajes, nadie podía asegurar que la nave se usara para ningún buen propósito. A la larga, la propia Valentine reconocería la necesidad. Fueran cuales fuesen los riesgos que la joven Val podría correr, no eran peores que los que ya habían sido aceptados por otras personas. Como Plantador. Como el padre Esteváo. Como Cristal.
Los pequeninos estaban reunidos en torno al árbol de Plantador. Tendría que haber sido alrededor del de Cristal, ya que era el primero en pasar a la tercera vida con la recolada, pero casi sus primeras palabras, cuando pudieron hablar con él, fueron una inflexible negativa ante la idea de introducir en el mundo el viricida y la recolada junto a su árbol. Esta ocasión pertenecía a Plantador, declaró, y los hermanos y esposas estuvieron de acuerdo con él.
Así, Ender se apoyó contra su amigo Humano, al que había plantado para ayudarlo a pasar a la tercera vida hacía tantos años. Para Ender aquél tendría que haber sido un momento de completa alegría, la liberación de los pequeninos de la descolada…, excepto que Peter lo acompañó todo el tiempo.
—La debilidad celebra a la debilidad —dijo Peter—. Plantador fracasó, y aquí están, honrándolo, mientras que Cristal tuvo éxito, y allí está, solo en el campo experimental. Y lo más estúpido es que esto no puede significar nada para Plantador, ya que su aiua ni siquiera está aquí.
—Puede que no signifique nada para Plantador —replicó Ender, aunque no estaba seguro del tema—, pero significa mucho para esta gente.
—Sí. Significa que son débiles.
—Jane dice que te llevó al Exterior.
—Un viaje sencillo. La próxima vez, Lusitania no será mi destino.
—Dice que pretendes llevar a Sendero el virus de Ela.
—Mi primera parada. Pero no regresaré. Cuenta con eso, muchacho.
—Necesitamos la nave.
—Tienes a ese encanto de muchacha —dijo Peter—, y la zorra insectora puede fabricar naves para ti por docenas, si consigues crear suficientes criaturas como Valzinha y yo para que las piloten.
—Con vosotros tengo suficiente.
—¿No sientes curiosidad por saber lo que pretendo hacer?
—No.
Pero era mentira, y por supuesto Peter lo sabía.
—Pretendo hacer algo que tú no puedes, porque no tienes ni cerebro ni estómago. Pretendo detener la flota.
—¿Cómo? ¿Apareciendo por arte de magia en la nave insignia?
—Bueno, puestos a lo peor, querido muchacho, siempre puedo soltar un Ingenio D.M. en la flota antes de que ellos sepan que estoy allí. Pero eso no conseguiría gran cosa, ¿no? Para detener la flota, tengo que detener al Congreso. Y para detener al Congreso, tengo que conseguir el control.
Ender comprendió de inmediato lo que eso significaba.
—Entonces, ¿piensas que puedes volver a ser el Hegemón? Dios ayude a la humanidad si tienes éxito.
—¿Por qué no podría serlo? Lo hice una vez, y no salió tan mal. Tú deberías saberlo: escribiste el libro.
—Ése era el Peter real —alegó Ender—. No tú, la versión retorcida salida de mi odio y de mi miedo.
¿Tenía Peter alma suficiente para lamentar aquellas duras palabras? Ender pensó, al menos por un momento, que Peter hacía una pausa, que su rostro mostraba un instante de…, ¿de qué, dolor? ¿O simplemente rabia?
—Yo soy ahora el Peter real —respondió, después de una pausa momentánea—. Y será mejor que desees que tenga toda la habilidad que poseí antaño. Después de todo, conseguiste darle a Val los mismos genes que tiene Valentine. Tal vez soy todo lo que Peter fue.
—Tal vez los cerdos tengan alas.
Peter se echó a reír.
—Las tendrían, si fueran al Exterior y creyeran con fuerza.
—Vete, pues —dijo Ender.
—Sí, sé que te alegrarás de deshacerte de mí.
—¿Y lanzarte contra el resto de la humanidad? Que eso sea castigo de sobra por haber enviado la flota. —Ender agarró a Peter por el brazo y lo atrajo hacia sí—. No creas que esta vez podrás manejarme. Ya no soy un niño pequeño, y si te descarrías, te destruiré.
—No puedes —rió Peter—. Te resultaría más fácil suicidarte.
La ceremonia comenzó. Esta vez no hubo pompa, ni anillo que besar, ni homilía. Ela y sus ayudantes trajeron simplemente varios cientos de terrones de azúcar impregnados con la bacteria viricida, y el mismo número de ampollas de solución con la recolada.
Los repartieron entre los congregados, y cada uno de los pequeninos tomó el terrón, lo disolvió y lo tragó, y luego tomó el contenido de la ampolla.
—Éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros —entonó Peter—. Haced esto en conmemoración mía.
—¿Es que no respetas nada? —preguntó Ender.
—Ésta es mi sangre, que será derramada por vosotros. Bebed en conmemoración mía. —Peter sonrió—. Ésta es una comunión que incluso yo podría tomar, aunque no esté bautizado.
—Puedo prometerte una cosa: todavía no han inventado el bautismo que te purifique.
—Apuesto a que has estado guardando esas palabras toda tu vida sólo para decírmelas. —Peter se volvió hacia él, para que Ender pudiera ver la oreja donde había sido implantada la joya que lo enlazaba con Jane. Por si Ender no se había dado cuenta, Peter tocó la joya con bastante ostentación—. Recuerda que tengo aquí la fuente de toda sabiduría. Ella te mostrará lo que voy a hacer, por si te interesa. Si no me olvidas en el momento en que me haya marchado.
—No te olvidaré —masculló Ender.
—Podrías venir.
—¿Y arriesgarme a crear más como tú en el Exterior?
—No me vendría mal la compañía.
—Te prometo, Peter, que pronto estarás tan asqueado de ti mismo como lo estoy yo.
—Nunca —replicó Peter—. No estoy lleno de autorrepulsa como tú, pobre herramienta de hombres mejores y más fuertes, siempre obsesionado por la culpa. Y si no quieres crear más compañeros para mí, bueno, ya los iré encontrando por el camino.
—No me cabe la menor duda.
Los terrones de azúcar y las ampollas llegaron hasta ellos. Comieron y bebieron.
—El sabor de la libertad —exclamó Peter—. Delicioso.
—¿Sí? Estamos matando a una especie que nunca llegamos a comprender.
—Sé lo que quieres decir. Es mucho más divertido destruir a un oponente cuando comprendes hasta qué punto lo has derrotado.
Entonces, por fin, Peter se marchó.
Ender se quedó hasta el final de la ceremonia, y habló con muchos de los presentes: Humano y Raíz, por supuesto, y Valentine, Ela, Ouanda y Miro.
Sin embargo, tenía otra visita que hacer. Una visita que ya había hecho varias veces antes, siempre para ser rechazado sin recibir una sola palabra. En esta ocasión, sin embargo, Novinha salió a hablar con él. Ya no parecía rebosante de odio y pena, sino bastante tranquila.
—Estoy en paz —dijo ella—. Y sé que mi ira contra ti fue indigna.
Ender se alegró al oír el sentimiento, pero se sorprendió por los términos utilizados. ¿Cuándo había hablado Novinha de dignidad?
—He comprendido que tal vez mi hijo cumplía los deseos de Dios —prosiguió ella—. Que tú no podrías haberlo detenido, porque Dios quería que fuera con los pequeninos para poner en marcha los milagros que se han producido desde entonces. —Se echó a llorar—. Miro ha vuelto. Curado. Oh, Dios es piadoso después de todo. Y volveré a ver a Quim en el cielo, cuando muera.
«Se ha convertido —pensó Ender—. Después de tantos años despreciando a la Iglesia, formando parte del catolicismo sólo porque no había otro modo de ser ciudadano de la Colonia Lusitania, unas semanas con los Hijos de la Mente de Cristo la han convertido. Pero me alegro. Vuelve a hablarme.»
—Andrew, quiero que volvamos a estar juntos.
Él intentó abrazarla, ansiando llorar de alivio y alegría, pero ella retrocedió.
—No comprendes —dijo—. No iré a casa contigo. Ésta es mi casa ahora.
Tenía razón: Ender no había comprendido. Pero ahora lo hizo. No se había convertido sólo al catolicismo. Se había convertido a esta orden de sacrificio permanente, a la que sólo podían unirse maridos y esposas, y únicamente juntos, para hacer votos de castidad perpetua en su matrimonio.
—Novinha, no tengo ni la fe ni la fuerza para convertirme en uno de los Hijos de la Mente de Cristo.
—Cuando las tengas, te estaré esperando aquí.
—¿Es la única esperanza que tengo de estar contigo? —susurró él—. ¿Abstenerme de amar tu cuerpo como única forma de tener tu compañía?
—Andrew, te deseo. Pero mi pecado durante muchos años fue el adulterio, y ahora mi única esperanza es negar la carne y vivir en el espíritu. Lo haré sola si debo. Pero contigo… Oh, Andrew, te echo de menos.
«Y yo a ti», pensó él.
—Como el mismo aire te echo de menos —susurró él—. Pero no me pidas esto. Vive conmigo como mi esposa hasta que se agote nuestra juventud, y entonces cuando carezcamos de deseo podremos volver aquí juntos. Podría ser feliz entonces.
—¿Acaso no lo comprendes? —dijo ella—. He hecho una alianza. He hecho una promesa.
—También me hiciste una a mí.
—¿Debo romper mi voto a Dios para mantener el voto que te hice a ti?
—Dios lo entendería.
—Con qué facilidad declaran los que nunca oyeron Su voz lo que quiere y lo que no.
—¿Oyes Su voz últimamente?
—Oigo Su canción en mi corazón, como lo hizo el que escribió los salmos. El Señor es mi pastor. Nada me falta.
—El salmo veintitrés. Yo sólo oigo el veintidós.
Ella sonrió tristemente.
—¿Por qué me has perdonado? —citó.
—Y la parte sobre los toros de Bashán —añadió Ender—. Siempre me ha parecido estar rodeado de toros.
Ella se echó a reír.
—Ven a mí cuando puedas —dijo—. Me encontrarás aquí, cuando estés listo.
Ella casi se marchó entonces.
—Espera.
Ella obedeció.
—Te he traído el viricida y la recolada.
—El triunfo de Ela. Estaba más allá de mi habilidad, ¿sabes? No os perjudiqué en nada al abandonar mi trabajo. Mi tiempo había pasado, y ella me había superado con creces.
Novinha cogió el terrón de azúcar, lo dejó derretirse un momento, y tragó.
Entonces alzó la ampolla a la luz.
—Con el cielo rojo del atardecer, parece que está encendido por dentro.
Lo bebió. Lo sorbió, en realidad, para saborearlo. Aunque, como Ender sabía, el sabor era amargo y permanecía desagradablemente en la boca durante mucho rato.
—¿Puedo visitarte?
—Una vez al mes —contestó ella.
Su respuesta fue tan rápida que Ender supo que ya había considerado la cuestión y llegado a una decisión que no tenía intención de alterar.
—Entonces te visitaré una vez al mes.
—Hasta que estés dispuesto a unirte a mí.
—Hasta que estés dispuesta a regresar conmigo.
Pero Ender sabía que ella nunca claudicaría. Novinha no era una persona que cambiara fácilmente de opinión. Había fijado los límites de su futuro.
Ender tendría que haberse sentido furioso, dolido. Tendría que haber exigido la liberación de un matrimonio con una mujer que lo rechazaba.
Pero no se le ocurría para qué podría querer su libertad. «Ahora nada está en mis manos —advirtió—. Ninguna parte del futuro depende de mí. Mi trabajo ha finalizado, y ahora mi única influencia en el futuro será lo que hagan mis hijos, el monstruoso Peter y la imposiblemente perfecta Val. Y Miro, Grego, Quara, Ela, Olhado… ¿no son también mis hijos? ¿No puedo reclamar el mérito de haber ayudado a crearlos, aunque procedan del amor de Libo y del cuerpo de Novinha, años antes de que yo llegara siquiera a este lugar?»
Estaba completamente oscuro cuando encontró a la joven Val, aunque no comprendió por qué estaba buscándola. Ella se hallaba en casa de Olhado, con Plikt; pero mientras Plikt permanecía apoyada contra una pared en sombras, el rostro inescrutable, la joven Val jugaba con los hijos de Olhado.
«Claro que está jugando con ellos —pensó Ender—. No es más que una niña, por muchas experiencias que tenga gracias a mis recuerdos.»
Pero mientras aguardaba en la puerta, observando, advirtió que ella no jugaba por igual con todos los niños. Quien requería su atención era Nimbo. El niño que se había quemado, en más de un sentido, la noche de la algarada. El juego de los niños era bastante simple, pero les impedía hablar unos con otros. Sin embargo, la conversación entre Nimbo y la joven Val era elocuente. La sonrisa que ella le dirigía era cálida, no al modo en que una mujer anima a un amante, sino como ofrece una hermana un silencioso mensaje de amor, de confianza, de fe.
«Ella lo está curando —pensó Ender—. Igual que Valentine me curó a mí hace tantos años.
No con palabras.
Sólo con su compañía.
¿Es posible que yo la haya creado incluso con esa habilidad intacta? ¿Tanta confianza y poder había en mi sueño de ella? Entonces tal vez Peter tenga todo lo que poseía mi hermano real: todo lo que era peligroso y terrible, pero también lo que creó un orden nuevo.»
Por mucho que lo intentara, Ender no conseguía creerlo. La joven Val podía curar con la mirada, pero Peter no. Su cara era la cara que Ender, años antes, había visto mirándolo desde dentro de un espejo en el Juego de Fantasía, en una habitación terrible donde murió repetidas veces antes de poder abrazar finalmente el elemento de Peter que guardaba dentro de sí mismo y continuar.
«Abracé a Peter y acabé con todo un pueblo. Lo tomé dentro de mí y cometí xenocidio. Creía, en todos estos años transcurridos, que lo había purgado. Que había desaparecido. Pero nunca me dejará.»
La idea de retirarse del mundo y entrar en la orden de los Hijos de la Mente de Cristo…, había algo que lo atraía. Tal vez allí Novinha y él podrían purgar juntos los demonios que los habitaban desde hacía años. «Novinha nunca ha estado tan en paz como esta noche», pensó Ender.
La joven Val se dio cuenta de su presencia en la puerta, y se acercó a él.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.
—Te buscaba.
—Plikt y yo vamos a pasar la noche con la familia de Olhado.
Ella miró a Nimbo y sonrió. El niño le devolvió la sonrisa, alelado.
—Jane dice que vas a salir con la nave.
—Si Peter puede contener a Jane en su interior, también podré yo. Miro vendrá conmigo. Buscaremos mundos habitables.
—Sólo si tú quieres —dijo Ender.
—No seas tonto. ¿Desde cuándo has hecho tú sólo lo que querías hacer? Yo haré lo necesario, lo que únicamente yo puedo hacer.
Él asintió.
—¿Para eso has venido? —preguntó ella.
Él volvió a asentir.
—Supongo —dijo.
—¿O has venido porque deseas poder ser el niño que eras cuando viste por última vez a una niña con esta cara?
Las palabras le dolieron, tanto más porque Ender suponía que eso era lo que pretendía en el fondo de su corazón. La compasión de Val era mucho más dolorosa que su desprecio.
Ella debió de ver la expresión compungida de su rostro, y la malinterpretó. Ender sintió alivio al ver que era capaz de equivocarse. «Me queda algo de intimidad.»
—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó ella.
—Me siento cohibido por tener mi mente consciente tan abierta al público. Pero no avergonzado. No de ti.
Miró a Nimbo, y luego otra vez a ella.
—Quédate aquí y termina lo que has empezado.
Ella sonrió levemente.
—Es un buen chico que creyó hacer algo bueno.
—Sí —admitió Ender—. Pero se le fue de las manos.
—No sabía lo que hacía. Cuando no comprendes las consecuencias de tus propios actos, ¿cómo puedes ser culpable de ellos?
Él supo que Val hablaba tanto de Ender el Xenocida como de Nimbo.
—No recibes la culpa, pero sí la responsabilidad —respondió—. Para sanar las heridas que causaste.
—Sí. Las heridas que tú causaste. Pero no todas las heridas del mundo.
—¡Oh! ¿Y por qué no? ¿Porque pretendes curarlas todas tú misma?
Ella se echó a reír, con una risa ligera e infantil.
—No has cambiado nada en todos estos años, Andrew.
Él le sonrió, la abrazó y la hizo regresar adentro. Luego se volvió y se encaminó hacia su casa. Había luz suficiente para que pudiera encontrar el camino, aunque tropezó y se perdió varias veces.
—Estás llorando —dijo Jane en su oído.
—Es un día muy feliz —respondió él.
—Lo es. Eres la única persona que malgasta la piedad consigo mismo esta noche.
—Muy bien, entonces —replicó Ender—. Si soy el único, al menos hay uno.
—Me tienes a mí —añadió ella—. Y nuestra relación ha sido casta desde el principio.
—Ya he tenido suficiente castidad en la vida. No esperaba más.
—Todo el mundo es casto al final. Todo el mundo acaba fuera del alcance de los pecados mortales.
—Pero yo no estoy muerto —objetó él—. Todavía no. ¿O sí lo estoy?
—¿Te parece esto el cielo?
Él se rió, pero no de forma agradable.
—Bien, entonces no puedes estar muerto.
—Te olvidas de que esto podría ser fácilmente el infierno.
—¿Lo es? —le preguntó ella.
Ender pensó en todo lo que se había conseguido. Los virus de Ela. La curación de Miro. La amabilidad de la joven Val hacia Nimbo. La sonrisa de paz en el rostro de Novinha. La alegría de los pequeninos mientras la libertad empezaba a recorrer su mundo. Sabía que el viricida estaba ya abriendo un sendero cada vez más amplio a través de la pradera de capim que rodeaba la colonia. A esta hora ya debería haber alcanzado los otros bosques, y la descolada, indefensa ya, cedía a medida que la muda y pasiva recolada ocupaba su lugar. Todos esos cambios no podían suceder en el infierno.
—Supongo que todavía estoy vivo —dijo.
—Y yo también —respondió Jane—. Es algo. Peter y Val no son las únicas personas que brotaron de tu mente.
—No, no lo son.
—Los dos estamos todavía vivos, aunque nos esperen tiempos difíciles.
Ender recordó lo que le esperaba a ella, la mutilación mental que estaba sólo a semanas de distancia, y se avergonzó de sí mismo por haber llorado por sus propias pérdidas.
—Es mejor haber amado y perdido que no haber amado jamás —murmuró.
—Puede que sea un tópico —observó Jane—, pero eso no significa que no pueda ser cierto.