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ESPECTROS
Diseño de cubierta: Víctor Viano Ilustración de cubierta: Horacio Elena
Título original: Revenant (Book7of Índigo)
© 1992 by Louise Cooper
© Grupo Editorial Ceac, S. A., 1993
Para la presente versión y edición en lengua castellana
Timun Mas es marca registrada por Grupo Editorial Ceac, S. A.
ISBN: 84-7722-415-3 (Obra completa)
ISBN: 84-7722-521-4 (Libro 7)
Depósito legal: B. 36. 836-1993 Hurope, S. A.
Impreso en España - Printedin Spain
Grupo Editorial Ceac, S. A. Perú, 164 - 08020 Barcelona
«Oh, Señor, si es que existe un Señor: salva mi alma, si es que poseo un alma. »
J. Ernest Renán, «A Sceptic's Prayer»
A Shan,
que ha sido no sólo un buen agente sino también un buen amigo.
PRÓLOGO
Las estaciones cambian despacio y con suavidad en el país que, en la lengua de sus habitantes, se conoce por el nombre de la Nación de la Prosperidad. Los inviernos casi nunca son rigurosos, y los meses de calor que siguen al invierno se funden en otoños tan templados que parece como si el verano fuera siempre reacio a partir. Se trata de un territorio pelado lleno de colinas, valles y montañas; primitivo en muchos aspectos, pues no existen demasiadas carreteras que unan los aislados poblados, obstinadamente independientes, y la mayoría de las carreteras existentes resultan de difícil tránsito para el viajero. Pero de todos modos los viajeros son escasos y aparecen a grandes intervalos, ya que cada ciudad mantiene poco contacto con sus vecinos, y a los visitantes extranjeros, aunque se los tolera, no se los anima a cruzar los límites del país.
No obstante algunos extranjeros sí aparecen de vez en cuando, pues a pesar de su nombre la Nación de la Prosperidad no es autosuficiente. La naturaleza del país ha convertido en granjeros a sus habitantes, pero ni siquiera ellos pueden prosperar únicamente con los frutos de su fértil suelo, y aunque les disguste la idea de tener extraños entre ellos sienten una gran avidez por los beneficios que los extranjeros aportan. Así pues, los visitan gentes defuera; algunos simplemente para comerciar y luego marcharse, otros para quedarse y establecer empresas más duraderas. Y unos pocos —muy pocos— en busca de un lugar en el que pueden estar seguros del anonimato; un país donde ni se los acepta ni se los rechaza; un país donde pueden sentirse —y estar— solos.
Índigo es uno de tales viajeros. Vino a este país por tres motivos; o al menos, eso fue lo que se dijo a sí misma. Su primer deseo era encontrar un lugar donde descansar de los sofocantes y húmedos bosques de la Isla Tenebrosa, donde la enfermedad y la superstición acechan cogidas de la mano, y donde se vio atrapada en una pesadilla viviente cuyos horrores desea olvidar por completo. Su segundo deseo era encontrar un país en el que no se viera perseguida por viejos recuerdos; un lugar donde su nombre y rostro no despertaran interés; un lugar donde encontrar espacio, tanto físico como mental, para evaluar su vida.
Y el tercer motivo para su estancia aquí era demostrar que, tras más de cincuenta años de seguir un sendero decretado por otros poderes, había conseguido desafiar a su destino y ser por fin dueña de sus propios actos.
Aunque durante estos cincuenta años ha conocido a innumerables personas, la historia de Índigo sólo ha sido contada a unas pocas, y la mayoría de esos viejos amigos están muertos ya. Algunos murieron por su culpa, algunos incluso a sus manos, pero la mayoría de ellos sencillamente envejecieron y desaparecieron para ir en busca del descanso eterno. De haber sido diferente su vida, de no haber cometido aquel desatino, Índigo sería una anciana en estos momentos y se acercaría ya al fin de sus días. Pero desde aquel funesto día, hace medio siglo, en que abrió la puerta de la Torre de los Pesares, Índigo permanece atrapada en el limbo de la inmortalidad. No envejece; no cambia. No puede morir. Y hasta que no se haya enfrentado a los siete demonios que liberó y no los haya destruido, así es como continuará su existencia.
Índigo se ha enfrentado ya a cinco de estos demonios y ha triunfado sobre cada uno, aunque la mayoría de las veces sus victorias no le han proporcionado demasiado consuelo, y otros dos todavía la esperan. Pero en la Isla Tenebrosa aprendió nuevas lecciones; aprendió que deidades y demonios no son siempre lo que parecen, y averiguó el alcance — y puede que algo de la naturaleza— de su propio poder humano. Y encontró el valor — como ella lo ve— de dejar a un lado el deber impuesto por otros, y seguir su propio corazón.
Durante cincuenta años llevó con ella una piedra-imán que guiaba sus pasos deforma infalible hasta el siguiente enfrentamiento y la siguiente obligación. Ahora, esa piedra-imán yace en el fondo del profundo lago inmóvil al que Índigo la arrojó en irónica ofrenda a un inverosímil mentor. Sin ella se ha sentido desnuda... pero también libre. Y esta libertad ha traído consigo un único deseo y una única determinación, Índigo se ha embarcado en una nueva misión; la: búsqueda del amor que perdió hace cincuenta años: Fenran, su prometido, atrapado como ella en un limbo sin tiempo del que no puede escapar. Durante mucho tiempo Índigo creyó que no podría volver a encontrarlo hasta no haber destruido al ultimo demonio, pero ahora, sin embargo, esta creencia ha cambiado. Y ningún demonio ni dios ni cualquier otro poder, bueno o malo o perteneciente a cualquiera de los miles de matices que median entre uno y otro, la desviará de su búsqueda. Ninguna otra cosa le importa ya. Ninguna.
Así pues, Índigo viaja por la Nación de la Prosperidad y, mientras viaja, realiza sus planes. La existencia diaria no significa ninguna carga para ella; hace tiempo que se acostumbró a vivir de su ingenio, y sus habilidades, desde sus conocimientos sobre hierbas medicinales hasta sus dotes como cazadora, pasando por sus cualidades musicales y su facilidad para contar historias, le aseguran que jamás pasará hambre. Y tampoco está sola, pues junto a ella, día y noche, se encuentra la única amiga que ha compartido con ella las penalidades de medio siglo de vagabundeo. Es una amiga que no pertenece a la raza humana; se trata de Grimya, la loba de pelaje moteado, maldecida al nacer con el don del habla, lo que provocó que su manada la expulsase de la jauría por mutante. Las circunstancias de su encuentro son ya una especie de viejo chiste entre ellas, pero Índigo jamás olvidará el día en que Grimya escogió compartir su carga de inmortalidad, y sabe que, en amor y lealtad, la loba no tiene rival.
Índigo no sabe aún adonde la conducirán sus viajes ahora. Sin la piedra-imán para guiarla tiene que confiar solamente en el instinto; pero está segura de que su instinto no la engaña: Fenran la espera. Ella puede encontrarlo. Lo encontrará. Y hasta que eso no suceda, no se ocupará de más demonios.
O eso, al menos, es lo que ella cree...
Aunque los extraños no constituían algo inaudito en la Nación de la Prosperidad, resultaban lo bastante raros para que los trabajadores que faenaban en los campos dispuestos en terrazas hicieran un alto en su tarea y, resguardándose los ojos de los oblicuos rayos solares, contemplaran cómo las recién llegadas pasaban por la polvorienta carretera. Ojos apreciativos en rostros curtidos siguieron el avance de la joven alta montada en un robusto poni que conducía tras ella a otro cargado con equipaje, y las mentes que se ocultaban tras los ojos meditaron en silencio sobre la función y utilidad del ágil perro gris que seguía a la mujer. Pero nadie le gritó nada, ni en saludo ni en desafío, y un niño pequeño que las señaló con el dedo y realizó un comentario en voz alta a su madre fue reprendido con severidad y puesto a trabajar de nuevo.
La muchacha era muy consciente del escrutinio al que era sometida, pero dos meses en este país húmedo, fresco y montañoso de granjas pulcras y escrupulosamente cuidadas y de municipios bien organizados le habían enseñado que se consideraba de mala educación que ella saludara o se diera por enterada de la presencia de los trabajadores.
Según el somero mapa que había adquirido en la Oficina de Tasas para Extranjeros de la última ciudad importante de su ruta había deducido que su próximo destino se encontraba a tan sólo dos o tres kilómetros más allá, y calculaba que llegarían a sus límites una hora o más antes de la puesta del sol.
Confiaba en que este nuevo poblado ofrecería más que el último. Aunque no la habían expulsado exactamente de la ciudad, se le había dado a entender con toda claridad que su marcha sería bien recibida, y tan sólo una persona —la mujer de mediana edad con la que había tratado en la Oficina de Tasas— se había ablandado lo suficiente para añadir que la población de Alegre Labor, a unos cinco kilómetros al este, era famosa por prosperar con menos diligencia que su propio y magnífico pueblo y por lo tanto podría tener necesidad de sus habilidades. Así pues volvió a tomar la carretera durante otros tres días, durmiendo en la cuneta (y dando gracias de que las heladas del otoño no hubieran llegado aún al país), sin encontrarse con nadie, y confiando en que la mujer hubiera estado en lo cierto.
Las pulcras hileras de sembrados de verduras empezaban ya a dejar paso a bancales de otros cultivos; altas matas de judías cuidadosamente sujetas por postes con cuerdas de cáñamo pasadas entre ellos; bajos matorrales arbustivos repletos de oscuros arándanos y los exuberantes cultivos veraniegos de hortalizas que no serían cosechados hasta el invierno. La carretera empezaba a serpentear a medida que descendía por las suaves laderas de la montaña, y a unos cientos de metros más allá distinguió uno de los omnipresentes abrevaderos; un pozo protegido por un pequeño torreón con techo de paja. Fuera de la caseta del pozo se encontraba el acostumbrado guarda, pero además de la ya familiar silueta rígida y silenciosa había también varias otras agrupadas alrededor de la entrada. La calidad de sus ropas las señalaba como personas de cierto rango; mientras se acercaba, la muchacha observó que una de ellas llevaba incluso la banda de color de un funcionario de la ciudad.
Ella habría seguido adelante sin una palabra ni una mirada, tras haber aprendido que éste era el procedimiento correcto, pero antes de llegar a su altura la figura que llevaba la banda se apartó del grupo y alzó la mano, con la palma hacia afuera, indicándole que se detuviera. Ella tiró de las riendas de su montura, y desmontó a dos pasos de donde el otro se encontraba.
—Éste es un día magnífico, y permite la labor en los campos.
El funcionario inclinó la cabeza mientras hablaba, mostrando el nivel exacto de cortesía que correspondía a un extranjero contra el que —por el momento— no existía motivo de hostilidad. La joven realizó una inclinación ligeramente más profunda como respuesta y contestó al solemne saludo.
—Estos campos proporcionan gran placer al ojo del extranjero. —Poseía una gran facilidad para los idiomas y había aprendido la lengua del país con rapidez, junto con sus muchas y variadas formas de expresión—. Ser testigo de su generosidad resulta una experiencia edificante.
El funcionario se sintió claramente satisfecho por su respuesta, ya que se dirigió directamente a ella ahora.
—¿Viajas a la ciudad de Alegre Labor?
—Con esperanza y optimismo, señor, sí.
—Ya.
Sus ojos, que eran extraordinariamente pálidos, abarcaron el pequeño séquito de la muchacha; luego avanzó despacio hasta sus ponis y los examinó con más atención, palpando con mano experta los ijares y las patas traseras. Uno de los animales echó las orejas hacia atrás y pateó el suelo; el funcionario se enderezó al momento.
—Son animales de buena calidad. ¿Es eso lo que haces? ¿Vendes ganado?
La muchacha sacudió la cabeza negativamente, al tiempo que se pasaba una mano por el rostro en señal de humildad.
—Este no es mi valor. Mi mérito se encuentra en otra parte —repuso sonriente—. Soy médica.
—¿Una médica? —La expresión del hombre se animó un tanto—. Una profesión útil y valiosa. ¿Esperas encontrar empleo en Alegre Labor?
La joven realizó una nueva inclinación de cabeza.
—Ése es mi deseo, si existe necesidad mis servicios.
El hombre recapacitó sobre esto último unos instantes antes de responder:
—Puede que así sea.
Introdujo una mano en un bolsillo abierto en su banda, y al cabo de un momento sacó un corto bastoncillo de madera tallada con un pedazo de cinta naranja atado a él. Se lo tendió, diciendo:
—Puedes llevar esto a la Oficina de Tasas para Extranjeros. Se te facilitará alojamiento a un precio razonable, y puedes permanecer en el Enclave de los Extranjeros hasta que haya tenido lugar una estimación de tu utilidad. —Inclinó la cabeza y dejó que su boca se curvara en una leve sonrisa de altivez. Comprendiendo que esto era la señal de que la conversación había concluido, la muchacha volvió a inclinarse una vez más.
—Te agradezco tu generosidad, y te deseo un buen día.
Volvió a montar, tiró de las riendas del poni de carga y se puso en marcha. A diferencia de los labriegos, el funcionario no se molestó en seguirla con la mirada mientras se alejaba sino que se volvió de inmediato para reanudar la discusión con sus compañeros; el rumor de sus voces flotó en la brisa, apenas audible, mientras las dos viajeras se alejaban por la pedregosa carretera.
Durante unos minutos todo permaneció en silencio a excepción del sordo golpear de los cascos de los ponis y el repiqueteo más suave de patas almohadillas sobre el polvo. Entonces, cuando no existió la menor duda de que ninguno de los miembros del grupo reunido alrededor de la caseta del pozo podía oírlas, el animal moteado parecido a un perro miró atrás por encima del lomo y alzó los ojos hacia el rostro de la joven. Las mandíbulas se abrieron, y una voz ronca y gutural brotó de su garganta.
—No me... gustó ese hombre, Índigo. No es muy importante, pero sssse cree que lo es.
El adusto rostro de la muchacha se iluminó de improviso, y su boca se distendió en una amplia sonrisa. Eran las primeras palabras que pronunciaba Grimya desde que habían avistado los campos cultivados; había estado demasiado asustada para utilizar la voz, por temor a que alguien las escuchara y descubriera su secreto, que sólo ella y su amiga humana compartían desde hacía más años de los que ninguna de las dos quería recordar. Grimya no era una perra sino una loba, nacida en los bosques del gran continente occidental y expulsada de su manada porque era una mutante con la habilidad de hablar como los humanos. El vínculo establecido entre Grimya e Índigo era inquebrantable e indisoluble, y existía desde hacía más de cincuenta años, pues ambas compartían otro secreto, más profundo y extraño que la mutación de la loba. Durante medio siglo, desde que se embarcaron en su largo y azaroso viaje, ninguna de las dos había envejecido un solo día. Disfrutaban del don —o la maldición— de la inmortalidad, Índigo intentaba no insistir demasiado en el lejano recuerdo de cómo, por su propia necedad, había hecho caer sobre sí la carga que representaba no envejecer, no cambiar, poseer una vida eterna; pero incluso ahora todavía se preguntaba por qué Grimya, que no le debía nada, había escogido por propia voluntad compartir su carga. La loba habría facilitado una sencilla respuesta a la pregunta —era una criatura sin complicaciones, y su lealtad carecía de cautelas ni límites— pero todavía, a veces, Índigo despertaba en plena noche y daba gracias en silencio, no sin cierta perplejidad, por el amor y compañerismo de la loba que la había salvado en más ocasiones de las que quería contar.
Sonrió ahora ante las palabras de Grimya, que eran prosaicas, categóricas y directas. En su forma acostumbrada había evaluado al funcionario y emitido su juicio; e Índigo sospechaba que, también como de costumbre, su juicio era acertado.
—Al menos se ha mostrado deseoso de ser servicial, lo cual es más de lo que podemos decir de las últimas personas con que nos hemos tropezado. Y nos ha dado este símbolo. — Con suavidad pero con energía agitó el pequeño bastón con su brillante cinta, mientras intentaba recordar lo que había aprendido sobre la extraordinaria complejidad de colores de rango que utilizaban los funcionarios de este país. Naranja... El tono de un funcionario menor, pensó, pero incluso los funcionarios menores tenían un gran peso en esta tierra donde a los extranjeros se los miraba con desconfianza en el mejor de los casos y con franca hostilidad en el peor—. Al menos, nos garantizará un respiro de unos cuantos días en el Enclave de los Extranjeros. —Bajó los ojos hacia Grimya con expresión comprensiva—. ¡Y una oportunidad para que tus patas descansen!
Continuaron su camino, pasando junto a más campos bien cuidados y más labriegos que trabajaban afanosamente en silencio, Índigo contó otros dos de los postes que indicaban medio kilómetro y que estaban colocados a intervalos a lo largo de la carretera; luego otra curva, más cerrada y empinada que las anteriores, las condujo al otro lado de la montaña, y se encontraron con la ciudad de Alegre Labor que se extendía ante ellas algo más abajo. No había gran cosa que la distinguiera de la última población visitada. Hileras de cuidados edificios de un piso o dos como máximo, con tejados de tejas de arcilla de un marrón rojizo, se alzaban a lo largo de una serie de limpias calles rectas de tierra apisonada. Una empalizada de madera rodeaba toda la ciudad, con una entrada en forma demarco que cruzaba la carretera.
Índigo aminoró el paso y se detuvo, reteniendo a los ponis que intentaban mordisquear la hierba que crecía junto al camino.
—Al menos las puertas están abiertas y no hay centinelas. La muchacha guardaba un agrio recuerdo de la anterior bienvenida: el entrometido bravucón de la entrada del poblado con una porra sujeta al cinto y un fajo de reglamentos en la mano; la desconfiada escolta para asegurarse de que no se desviaba de la ruta que conducía a la Oficina de Tasas para Extranjeros; la sensación de que su posición social entre los habitantes de la población era inferior a la de un perro lisiado. Alegre Labor parecía al menos abierta a los forasteros y, al contrario de lo que le habían dicho, también parecía mucho más grande y próspera que su vecina del norte. Desde allí veía la Oficina de Tasas para Extranjeros, un edificio más alto que la mayoría, identificable por el banderín blanco que ondeaba en un mástil situado en su tejado. El color blanco, según había averiguado Índigo, denotaba la categoría más baja de todas, y quedaba reservado en exclusiva a los extranjeros.
Esbozó una débil sonrisa y golpeó con los tacones los ijares de su montura; pero no había dado ni tres pasos cuando se dio cuenta de que Grimya no la seguía sino que permanecía atrás, repentinamente rígida y alerta, la cabeza levantada y las orejas estiradas.
—Grimya, ¿qué sucede? —Índigo volvió a detenerse.
La loba la miró con expresión preocupada.
—¿Nnno has oído?
—¿Oír qué?
—Era... —Grimya vaciló y repentinamente cambió a conversación telepática; sus palabras penetraron silenciosas en la mente de Índigo: «He vuelto a oír las voces».
—¿Las voces... ? —Índigo sintió que la asaltaba una extraña sensación de náusea.
«Escucha», dijo la loba. «Escucha con atención. Vuelven a estar aquí. Han regresado. »
Índigo aguzó el oído. El viento era apenas una brisa, que no producía ningún ruido; cualquier sonido procedente de quienes trabajaban en los campos no podía llegar desde tan lejos hasta la carretera. Su montura hizo tintinear el bocado, cansada e inquieta, y entonces, a renglón seguido del metálico ruido, lo oyó. Un murmullo débil, como si varias criaturas murmuraran excitadas entre sí no muy lejos de allí. Pero no se veía ningún niño; nadie había por las cercanías, ni ningún lugar donde quienes susurraban pudieran ocultarse. No había otra cosa que las voces, débiles, indistinguibles e incorpóreas.
Grimya miró a la muchacha con sus enormes ojos oscuros.
—Pen... saba que habrrría terminado —dijo en voz muy baja—. Pen... sssé que no era más que algo curioso y que no volver... ría a suceder. Me equivoqué, Índigo. Han regrrresado.
Quienquiera o lo que fuera que fuesen... —¿Ves alguna cosa, Grimya? —inquirió la muchacha con suavidad—. ¿Percibes alguna presencia, como sucedió la última vez?
—Nnno. —La loba sacudió la cabeza con fuerza—. Nada co... como aquello. Pero así es como empezó la otrrra vez, ¿rrrecuerdas? Sólo voces.
Tenía razón, Índigo calculó que habrían pasado nueve o diez días desde su primer extraño tropiezo. Avanzaban por la carretera empedrada conocida como la Carretera del Espléndido Progreso, que discurría por la columna vertebral de la cordillera, cuando Grimya había empezado a insistir en que oía, como decía ella, «hablar al viento». A poco, también Índigo comenzó a oír los extraños murmullos, y pronto quedó claro que los sonidos las seguían, como si una presencia invisible fuera tras sus pasos. No se distinguía ninguna palabra, pero Índigo había concluido, con una desagradable e irracional certeza, que las voces eran humanas. Los sonidos habían continuado durante toda la noche, que ellas pasaron en blanco y atemorizadas junto al borde de la carretera; hubo un momento en que Índigo perdió los nervios y lanzó un desafío en voz alta, pero sus palabras se limitaron a resonar huecas por entre las colinas y las voces no respondieron.
Al día siguiente, Grimya se había mostrado convencida de que las seguían y, aunque no se veía ni rastro de nadie, nada pudo persuadirla de que estaba equivocada. Los percibía, dijo. Humanos, animales u otra cosa, no sabía qué, pero estaban allí; y en una ocasión, aunque sólo por un instante, Índigo vislumbró un rostro espectral, que flotó detrás de ellas unos momentos antes de desvanecerse.
Los misteriosos ruidos las habían seguido durante tres días y con la llegada del tercer día ambas se sentían ya profundamente inquietas. Grimya habló sobre fantasmas y espíritus malignos; en una tierra como ésta, dijo, tales cosas podrían fácilmente frecuentar los caminos en busca de viajeros incautos, Índigo se mostró reacia a hacer demasiado hincapié en esa idea; pero se sentía aún más reacia a considerar la otra posibilidad que había aparecido sigilosamente en su cerebro y ahora permanecía allí, aletargada pero esperando sólo la oportunidad de florecer.
No se la mencionó a Grimya, de todos modos, e intentó hacer caso omiso de la continua y molesta sensación.
Entonces, durante la noche que siguió al tercer día, las voces y la invisible presencia habían desaparecido de repente. El agotamiento consiguió finalmente superar los temores de Índigo y cuando acamparon para pasar la noche la muchacha se durmió al momento, para despertar bajo la fría luz brillante de la luna llena cuando Grimya la sacó de su sueño para informarle que, momentos antes, los murmullos habían cesado de improviso y la sensación de ser vigiladas había desaparecido. Los que las seguían, fueran quienes fueran, sencillamente ya no estaban allí. Y desde aquel momento no habían regresado... hasta ahora.
—¿Quuué cree... es tú que debemos hacer? —preguntó Grimya, intranquila.
Índigo volvió la mirada pensativa hacia la carretera que se perdía a su espalda. Todo parecía ordenado y en calma, sin la menor indicación de nada funesto. No tenía sentido. A menos que la insistente sensación de unos días atrás tuviera algún fundamento después de todo...
Bruscamente tomó una decisión. No quería pensar en sospechas y posibilidades; no quería darle más vueltas, no ahora. Lo que ahora deseaba era un baño, una buena comida y una cama lo bastante blanda y caliente como para proporcionarle la posibilidad de toda una noche de sueño ininterrumpido. Si aquí había un misterio, podía esperar hasta la mañana siguiente.
—No haremos nada —dijo a la loba con firmeza—. No hagas caso; compórtate como si nada hubiera sucedido, y sigue adelante al interior de Alegre Labor. —Entrecerró los ojos azul-violeta—. Si algo se trama, no quiero saber lo que es.
La mujer que contestó a la llamada de Índigo a la puerta de la Oficina de Tasas para Extranjeros se mostró inclinada en un principio a tratar a la forastera de cabellos castaño rojizos con fría suspicacia, pero, cuando Índigo mostró el bastoncillo que le había entregado el funcionario, se produjo un repentino y marcado deshielo en su actitud.
—Ah. —La mujer inclinó la cabeza cortésmente, aunque todavía con una ligera sombra de la aversión que aquellas gentes sentían por los extraños—. Llevas el distintivo de un consejero, lo cual significa que eres muy bien recibida. —Lanzó una rápida mirada por encima de un hombro que provocó que sus cortos cabellos oscuros se balancearan y brillaran a la escasa luz de la vela de junco que sostenía—. ¡Sianu! ¿Quién tiene lugar disponible en el enclave? ¡Vamos, deprisa!
Una voz más juvenil murmuró unas palabras desde las entrañas del edificio, y la mujer se volvió de nuevo hacia Índigo con una amplia sonrisa.
—Se te conducirá a la residencia del forastero Hollend, y allí estarás cómodamente hospedada hasta que te haga llamar el consejero. El precio será de seis fichas. —Extendió una mano, con la palma vuelta hacia arriba—. Que entregarás por adelantado, por favor.
La suma era poco menos que desorbitada, pero Índigo evitó comentarios y entregó las seis piezas de madera sin objeciones. La mujer guardó cinco en un cajón, se embolsó la sexta, y luego le dedicó una solemne reverencia. —Haz el favor de aguardar a alguien que te conducirá al lugar exacto. Te deseo un buen descanso y un nutritivo avituallamiento.
Tras devolver la reverencia, Índigo aguardó varios minutos —la espera, había aprendido, era un arte entre estas gentes— hasta que un muchacho de rostro inexpresivo y unos quince años de edad llegó para escoltarla a ella y a su pequeño séquito hasta su lugar de descanso. El sol estaba a punto de ponerse y largas sombras se extendían por todo el recinto, proporcionando un peculiar aspecto irreal a los edificios, de escasa altura, pero muy adornados, dispuestos aparentemente al azar a lo largo de las calles de tierra batida del Enclave de los Extranjeros. Sin hablar, con la cabeza gacha como para alejar cualquier intento que la forastera pudiera hacer para entablar conversación, el muchacho condujo al grupo en un torpe trotecillo dejando atrás una casa iluminada tras otra, hasta que llegaron a un edificio más grande que sus vecinos, en el que la luz brotaba desde una puerta abierta y se derramaba sobre un amplio pórtico de madera. De pie bajo las sombras de la entrada los aguardaba una mujer delgada, aunque de aspecto maternal, con una espléndida cabellera rubia sujeta en complicadas trenzas. El muchacho corrió hasta ella y tuvo lugar una rápida conversación en voz baja; por fin, con una inclinación, el chico se apañó del pórtico andando hacia atrás, dio media vuelta, y echó a correr como si huyera de la peste.
Índigo y la mujer se miraron. Luego, rompiendo el silencio dejado por las pisadas del muchacho al perderse en la lejanía, una voz cálida dijo en una lengua que heló a Índigo hasta la médula por su familiaridad:
—No sé tu nombre, forastera. Pero te ofrezco nuestra hospitalidad, pobre como es..., ¡y eres doblemente bienvenida a nuestro refugio en este rincón perdido del mundo!
—No se nos deja escoger en este tipo de cuestiones. —Calpurna extendió los brazos por encima de la mesa y, sin hacer caso de las protestas de Indigo de que ya había comido más de lo que le correspondía, llenó su plato con una segunda ración de verduras picadas—. No, no: deja de discutir y cómetelo; disfrutamos de la suficiente categoría como para que nuestra casa jamás sufra problemas de abastecimiento. Y no lo digo con intención de ofenderte, Índigo... Muy al contrario. Pero como extranjeros, y por lo tanto lo más bajo de lo más bajo, estamos obligados a aceptar a todo aquel que el Comité decida alojar con nosotros; y con esto quiero decir a cualquiera. —Enarcó expresivamente una ceja.
Hollend, el esposo de Calpurna, engulló el pedazo de pollo asado que masticaba y agitó el tenedor.
—¿Recuerdas a aquellos dos hermanos del continente occidental? Hoscos como un par de perros apaleados, no sabían ni una palabra de ningún idioma conocido en el mundo civilizado, ¡y allí por donde pasaban dejaban tras ellos un fuerte olor a corral de cerdos!
Sus dos hijos, un niño y una niña a los que Índigo les había calculado respectivamente unos ochos y diez años, empezaron a reír desenfrenadamente ante sus palabras. Calpurna regañó a ambos con una severa mirada y un golpe seco sobre la mesa, y mientras sus risas se apagaban se volvió otra vez hacia Índigo.
—Ese, querida, es el motivo de que nos sintamos doblemente agradecidos de que nos hayas sido enviada. Tener compañía inteligente y civilizada en este lugar sumido en la ignorancia es una bendición. Así pues, tanto si te gusta como si no, tendrás que resignarte a que te mimemos, festejemos y tratemos como a una reina; ¡y espero sinceramente que tu estancia con nosotros sea larga!
Hollend alzó su copa; una copa magnífica, tallada y labrada de forma que reflejara el color del excelente vino.
—Yo apoyo eso. Por Índigo, y también por Grimya. ¡Y nuestro muy sentido agradecimiento por llegar hasta nuestra puerta!
Las palabras de ambos y la indudable sinceridad que había tras ellas eliminaron las últimas dudas de Índigo, quien sintió que se relajaba como no lo había conseguido desde que ella y Grimya habían cruzado las fronteras de este peculiar país. Ni en sus fantasías más ilógicas habría soñado encontrarse con alguien como Hollend y Calpurna en Alegre Labor. Personas con las que sentía una inmediata compenetración; personas que la retrotraían a antiguos vínculos y lealtades. Pues esta amable, hospitalaria y divertida pareja era originaria de Agantia, el pequeño pero próspero reino del que tomaba su nombre el golfo de Agantine, situado más al sur de este enorme continente oriental. Agantia compartía una lengua, patrimonio y cultura comunes con sus innumerables pequeños estados vecinos situados a lo largo de las orillas del golfo, y entre estos vecinos se encontraba Khimiz, lugar de nacimiento de la propia madre de Índigo, y donde Índigo y Grimya habían pasado una estancia de trece años durante sus largos viajes. Muchos de los recuerdos que tenía Índigo de Khimiz no eran precisamente felices; sin embargo, al encontrarse con Hollend y Calpurna, la muchacha sintió una peculiar sensación —inquietante, sí, pero al mismo tiempo reconfortante— de haber vuelto a casa.
Hollend y Calpurna le contaron que vivían en Alegre Labor desde hacía siete años. Hollend tenía la desgracia, como él mismo lo denominó con cierta sorna, de ser el hijo segundón de un mercader agantiano rico e influyente cuyo interés especial se centraba en los metales, y, al morir el padre, el hermano mayor había tomado el control del comercio de la familia en su ciudad natal, mientras que a Hollend le correspondió convertirse en emisario, para buscar y abrir nuevas fuentes de minerales en bruto. Este país septentrional era rico en minerales de hierro, cobre, plata y níquel, y jamás había sido explotado adecuadamente, explicó Hollend; de modo que su misión fue comerciar con los comités gobernantes del país, redactar contratos y ocuparse de que los acuerdos establecidos fueran respetados por ambas partes. Era, como admitió sin cumplidos, un trabajo arduo, pues, pese a su relativa proximidad —«¡Al menos nos encontramos en el mismo continente!»—, el estilo de vida en el norte era tan diferente del lujo, el refinamiento y la vida fácil del golfo de Agantine como era posible serlo.
—El gran inconveniente de esta gente —dijo, sirviendo un poco más de vino, primero a Índigo, luego a Calpurna y por último a sí mismo— es que no tiene la menor idea de cómo apreciar ninguna de las cosas buenas de la vida. Les gusta la riqueza... No, lo expresaré de otra forma; codician y anhelan riquezas por encima de todo, y se deleitan alardeando de su última adquisición, pero no poseen ni una chispa de criterio. —Tomó un sorbo de vino—. Ni de buen gusto.
—Por lo que parece, Hollend, vosotros habéis hecho mucho para contrarrestar esa influencia en vuestro hogar —comentó Índigo con una sonrisa.
—Bueno... —Mientras le devolvía la sonrisa, Hollend miró a su alrededor, contemplando el mobiliario de buena calidad, las alfombras, la mesa con su colección de elegantes platos y cubiertos—. Hemos traído de nuestro hogar todo aquello que tenía una utilidad, y realizamos alguno que otro trueque con nuestros compañeros de penalidades del enclave. Supongo que nos defendemos bastante bien.
Calpurna apretó los labios con mal disimulada expresión de regocijo.
—Como de costumbre, mi esposo se hace el pesimista —acotó—. Lo cierto es que nos las arreglamos muy bien si tenemos en cuenta el criterio local. Se nos respeta... o por lo menos se nos respeta tanto como pueda respetarse aquí a un extranjero, lo que quiere decir que la gente es al menos educada con nosotros.
—Tienen que serlo —interrumpió Hollend—. Por mucho que les desagrade tener que admitirlo, saben muy bien que tienen que comerciar con el mundo exterior, y necesitan nuestra riqueza. Como ya he dicho, ansían riqueza por encima de cualquier otra cosa; pero eso no les impide mirarnos como si fuéramos el polvo que pisan.
—Sí, sí —admitió Calpurna, pacificadora—, pero al menos son educados. Exteriormente, como mínimo. ¡Eso, Índigo, es una gran concesión, te lo aseguro!
Índigo recordó el comportamiento del hombre de la faja naranja que había encontrado en el camino.
—Me crucé con uno de los funcionarios de la ciudad de camino hacia aquí —dijo—, y lo cierto es que, a su manera, se mostró cortés. Incluso me dio un objeto para que lo mostrara en la Oficina de Tasas, y creo que sin eso no habría sido tan bien recibida.
Sacó de la bolsa el pequeño bastón con su banderín naranja y lo mostró a sus anfitriones. Calpurna volvió a enarcar las cejas, y Hollend se echó a reír.
—¡Vaya, vaya! ¡El símbolo del viejo Choai! En verdad eres afortunada.
—¿Es realmente un funcionario importante? Todavía no conozco el sistema de colores.
—Tío Choai... y, sí, ése es el título que se dan a sí mismos... no tiene una posición particularmente elevada. El naranja vale más que el rojo o el marrón pero es un color de menos categoría que los amarillos, verdes, azules y demás. Pero posee influencia y, lo que es aún más importante, es una persona difícil de complacer. Debes de poseer alguna habilidad que la ciudad necesita desesperadamente. —Los grises ojos de Hollend adoptaron una expresión traviesa—. ¿La tienes?
—¡Hollend! —advirtió Calpurna, escandalizada, pero él rechazó su protesta con un ademán.
—Ya sé que en el lugar de donde venimos no se considera educado fisgar en los asuntos de otras personas, pero estoy seguro de que a Índigo no le importa —insistió—. Además, siento curiosidad por saber qué motivos puede tener una joven inteligente para querer venir a un lugar como Alegre Labor. —Levantó los ojos—. Bien, Índigo, ¿qué es lo que te trae aquí?
Ella ya había previsto la pregunta, y tenía una respuesta preparada.
—Es muy simple —contestó—. Como cualquier otro, busco ganar lo suficiente para vivir. Hollend asintió, comprendiendo. —¿Y a qué te dedicas que has conseguido que tío Choai se haya sentido tan dispuesto a apadrinarte?
—Poseo algunos conocimientos sobre hierbas medicinales —dijo ella con cierta ironía—, pero la única palabra que conocía para describirlo en la lengua local fue la de médico.
Hollend se echó a reír ruidosamente. —¡No me sorprende que el viejo entrometido se sintiera impresionado! El único médico de Alegre Labor murió de viejo hace diez días, y no había preparado a ningún aprendiz para que lo sucediera. Ah, ya lo creo que serás bien recibida aquí, Índigo; recibida como una reina, Índigo se unió a las risas, pero en su interior se sintió inquieta mientras se preguntaba qué esperarían de ella los habitantes de la ciudad... y en especial tío Choai. Lo cierto era que sus conocimientos se extendían tan sólo al corto aprendizaje recibido mucho tiempo atrás sobre las rodillas de su vieja nodriza, Imyssa, complementado por la tosca experiencia de sus años de incesante viajar en que la necesidad había impuesto sus exigencias. No era una médica en el auténtico sentido de la palabra, y si se esperaba de ella que ejerciera en Alegre Labor no pasaría mucho tiempo antes de que sus deficiencias resultaran evidentes.
Hollend pareció comprender su dilema. —Yo no dejaría que el malentendido me preocupara, Índigo —la consoló—. Las gentes de aquí son muy sencillas y sus criterios, primitivos. Si todo lo que puedes hacer es mezclar febrífugos y vendar tobillos torcidos, serás muy apreciada, ya que ahora que el viejo Huni se ha ido eso es más de lo que puede hacer nadie.
—Me tranquiliza oírlo —dijo Índigo con cierta angustia—. Si lo hubiera pensado cuando Choai me preguntó... —Se interrumpió, vencida por un enorme bostezo repentino—. Oh... perdonadme; no era mi intención...
—Querida criatura, no hay nada que perdonar. —Calpurna se levantó rápidamente de su silla—. ¡ Somos nosotros quienes tenemos la culpa, por quedarnos aquí sentados charlando casi toda la noche cuando tú debes de estar agotada! —Paseó la mirada por la mesa y sus ojos se detuvieron en sus hijos—. Y los niños debieran haberse ido a la cama hace rato. Ellani —hizo un gesto a la chiquilla—, tú puedes ayudarme a acompañar a Índigo a su habitación, y luego tú y Koru os vais a la cama inmediatamente. —Él niño empezó a protestar pero ella lo acalló con una severa mirada y un dedo admonitorio—. ¡ Sin discusiones, por favor! Estoy segura de que todos tenemos muchas más cosas que decir, pero se pueden decir mañana. Los soporíferos efectos de la mejor comida que había tomado en más de un mes, y del único vino que había bebido en ese lapso, habían hecho mella en Índigo, y, vencida totalmente por el agotamiento, se rindió a los enérgicos cuidados maternales de Calpurna. Algo ensimismada dio las buenas noches a Hollend y al pequeño Koru, para luego seguir a Calpurna y Ellani por la escalera que conducía al piso superior hasta una habitación pequeña pero cómoda situada bajo el alero, con una ventana que miraba al sur y un techo inclinado que tocaba casi el suelo. Yacer en una cama confortable otra vez, y saber que nada la molestaría hasta haber eliminado el cansancio de sus huesos mediante el sueño, era una bendición que Índigo casi había olvidado. Cuando Calpurna la dejó tras desearle una buena noche, con Grimya echa un ovillo ya sobre una alfombra junto a la ventana, la muchacha se introdujo de inmediato bajo las cálidas mantas y se desperezó voluptuosamente sobre el jergón relleno de lana mientras sentía la blandura de la almohada bajo la cabeza. Musitó a Grimya un «Buenas noches, cariño, que duermas bien», pero la única respuesta que recibió de la loba fue un suave gruñido, Índigo sonrió. Sus ojos también se cerraron, y su mente consiguió mantenerse despierta lo suficiente para dar gracias en silencio a sus generosos anfitriones, y a la Madre Tierra por conducirla hasta ellos, antes de sumirse en un profundo sueño.
Irónicamente, la cama sobre la que yacía Índigo esa noche, y por la que había dado tan sentidas gracias, era tan blanda y cómoda que le impidió dormir bien. Acostumbrada a tener musgo o brezo como colchón en el mejor de los casos o el duro suelo en el peor, se agitó y dio vueltas en el lecho, despertándose en más de una ocasión bajo la tenue luz gris plateada de la luna y las estrellas que penetraba por su ventana.
La tercera vez que despertó, Índigo escuchó unas voces ahogadas al otro extremo de la pared.
Durante unos minutos permaneció soñolienta, consciente de los suaves sonidos distantes pero sin escuchar realmente; se encontraba aún flotando entre el sueño y la vigilia, y todo en la silenciosa noche parecía un poco irreal a su amodorrado cerebro. Las sombras proyectadas por la luz de la luna jugueteaban sobre el desconocido mobiliario de la habitación, y una ligera brisa que penetraba hurtadillas por la entreabierta ventana agitaba las cortinas con suavidad. Volvió la cabeza para mirar en dirección a la alfombra sobre la que dormía Grimya, esperando ver la oscura masa de su dormida figura, pero en lugar de ello se encontró con la silueta de la cabeza del animal claramente recortada junto a la ventana, las orejas bien erguidas y el hocico en un ángulo tenso.
—¿Grimya? —No del todo despierta, Índigo habló en voz alta, y la loba giró la cabeza al momento.
«¡Chisst!» Su voz telepática sonó como una apremiante advertencia en la mente de Índigo. «¡Escucha! ¿No las oyes?»
Con un esfuerzo, Índigo apartó la neblina mental del sueño. Los imprecisos y lejanos murmullos se habían detenido cuando pronunció el nombre de Grimya pero ahora se reanudaban, y ascendían de tono progresivamente como si una suave brisa los transportara hacia la casa. Demasiado cansada para pensar con auténtica claridad, intentó encontrar una explicación racional.
«Hollendy Calpurna deben de estar todavía despiertos», transmitió.
«No. » Grimya fue categórica. «Son voces de niños. »
«Ellani y Koru, entonces. »
De forma ilógica, Índigo empezaba a sentirse molesta. El ruido de los susurros comenzaba a irritarla, y la inquietud de Grimya no hacía más que empeorar las cosas. Pero, antes de que pudiera ordenar con malos modos a la loba que volviera a dormirse, ésta dijo:
«No son ellos. Escucha, Índigo; escucha con atención. »
Índigo suspiró, dándose cuenta de que no tendría descanso hasta que no apaciguara a su amiga. Se incorporó con dificultad, echando a un lado las mantas, y se apartó el cabello de los ojos mientras, de mala gana, se disponía a escuchar.
Entonces comprendió a qué se refería Grimya. Las voces parecían jóvenes, pero poseían un curioso timbre ligeramente artificial, como si las palabras que susurraban las pronunciasen en realidad adultos que pretendiesen imitar el tono de voz de los niños y casi —pero no del todo— lo consiguiesen. Y a medida que prestaba más atención advirtió que, tal y como había dicho la loba, éstas no eran las voces de Hollend o Calpurna ni tampoco las de ninguno de sus hijos, ya que murmuraban y charlaban y reían entre ellas no en el familiar idioma de Agantia sino en la lengua seca y ronca de los habitantes del lugar.
Sus misteriosos perseguidores habían regresado.
Grimya volvió la cabeza y sus ojos relucieron con un pálido tono ambarino al clavarse en el rostro de Índigo en medio de la penumbra. No dijo nada cuando Índigo saltó de la cama y cruzó la habitación, pero su mirada siguió a la muchacha mientras ésta llegaba junto a la ventana, hacía a un lado la cortina y miraba al exterior. La luna le elevaba muy alta en el cielo por entre delgados jirones de nubes, y su luz brillaba con fuerza suficiente para iluminar todo el Enclave de los Extranjeros; la calzada de tierra batida, las cercas de estacas puntiagudas, las agazapadas formas de las casas cercanas. No brillaba ni una luz en todo el recinto y no se veía un alma.
«Lo sé», dijo Grimya con tono sombrío cuando su amiga te apartó por fin de la ventana. «Yo también miré. No hay nadie ahí afuera. »
Índigo se sentó en la cama y, reprimiendo un escalofrío, le echó una de las mantas sobre los hombros. No tenía necesidad de proyectar sus sentimientos o darlos a conocer en voz alta; Grimya sabía perfectamente lo que pensaba.
«¿Por qué han regresado?» Intentó sin éxito deshacerse de algunas imágenes no demasiado agradables de la clase de seres que podían vagar en la quietud de aquella noche tranquila. «¿Quépueden querer?»
«Esta vez puedo oír algunas cosas de lo que dicen», informó Grimya e, irguiéndose, se acercó a la cama y saltó sobre ella para colocarse junto a Índigo como si estuviera ansiosa por encontrar consuelo. «Pero no tiene sentido para mí. Han estado hablando de "nosotras" y "ellos" y diciendo que hay algo que "ellos" no saben. Y ríen. Es una risa tonta, pero también muy triste al mismo tiempo. Parecen... sentirse solos. »
—¿Solos?
Estupefacta, Índigo volvió a hablar en voz alta. Al instante los murmullos cesaron, y la muchacha dio un respingo al comprender que los propietarios de las voces podían oírlas. Presa de violento frenesí, empezó a pasear la mirada por la habitación como si esperara ver rostros y figuras materializándose en la oscuridad. ¿Dónde estaban?
Capturando el involuntario pensamiento, Grimya le susurro al oído:
—No lo sé. Pero pien.. ssso que no están aquí. No en esta habitación o esta casa. Puede que ni sssiquiera en este mundo.
No en este mundo; sin embargo poseían el poder y, al parecer, el deseo de dar a conocer su presencia.
—Me parece —dijo Índigo a la loba en voz baja— que por la mañana debería hablar con Hollend y Calpurna. A lo mejor pueden arrojar algo de luz sobre esto... o, si no pueden, a lo mejor conocen a otros que sí.
—No estoy tan segura —repuso Grimya—. Recuerda que ellos son también ff... forasteros.
—No obstante, conocen el país. Puede que esto le haya sucedido a otros antes de nosotras. Si así es, Hollend y Calpurna habrán oído hablar de ello.
Grimya parpadeó y ladeó la cabeza a un lado.
—¿Tienes una te... teo... ? ¿Cuál es la palabra?
—¿Una teoría? No, no la tengo, todavía no. Pero algo bulle en mi interior, Grimya. Llámalo una cierta idea; yo no lo definiría más que así.
Índigo se detuvo y escuchó el silencio, preguntándose si las voces no estarían a su vez escuchándola a ella. Ahora ya no percibía nada extraño pero seguía sin poder quitarse de encima la sensación de que Grimya y ella no estaban solas en la habitación. Se había equivocado, pensó. Allá en la carretera había temido que aquellos débiles e insidiosos cuchicheos nocturnos fueran fantasmas propios, que se abrían paso despacio pero sin tregua desde el pasado para perseguirla. Ahora, no obstante, creía saber la verdad. Alguna otra cosa le hablaba; algo cuya naturaleza aún no comprendía, pero cuyo origen no se encontraba en su propia mente sino en los huesos de este extraño país, fértil y a la vez desolado.
Extendió un brazo y tiró con fuerza de las mantas, hasta que cubrieron todo su cuerpo, mientras el otro brazo se deslizaba sobre el atlético y peludo costado de la loba.
—Quédate aquí conmigo esta noche, Grimya —rogó, y la loba supo que en algún lugar de las profundidades de su mente empezaba a agitarse un gusanillo de temor, diminuto pero irrefutable. La loba se apretó contra ella y le lamió el rostro con cariño.
—Yo te protegeré —dijo con voz ronca—. No temas, Índigo; no temas. ¡Te mantendré caliente!
Índigo jamás sabría si fue el consuelo brindado por Grimya o su propio cansancio, pero lo cierto es que en cuanto cerró los ojos otra vez durmió profunda y tranquilamente lo que quedaba de la noche. Al cabo la despenó un vacilante golpeteo sobre su puerta, y al abrir los ojos descubrió que la luz de la mañana bañaba la buhardilla y que la loba se desperezaba y bostezaba a su lado. Mientras se incorporaba en el lecho, soñolienta aún, la puerta se abrió y apareció el rostro de Ellani.
—Índigo... —Los sueltos cabellos de color miel de la chiquilla se balancearon sobre sus hombros, centelleando bajo U brillante luz—. ¿Estás despierta? Te he traído una infusión caliente. —Entró si esperar respuesta y depositó una bandeja de latón que contenía dos tazones de cerámica sobre la mesita de noche.
Índigo se frotó los ojos y ahogó un bostezo tan amplio como el de Grimya.
—Ellani..., ¿qué hora es? ¿He dormido más de la cuenta? Me siento tan avergonzada...
—No, no. Madre dijo que debíamos dejarte dormir hasta que despertases; pero tenemos visita. —De forma muy expresiva hizo girar los ojos en dirección a la escalera y articuló en silencio: «Tío Choai está aquí».
Índigo tomó su tazón y ocultó una sonrisa tras su borde mientras sorbía la tisana, que era fuerte y sin azúcar tal como le gustaba.
—¿Se me solicita?
Ellani realizó un respetuoso gesto.
—Cuando estés lista, dice madre. Pero si... —Su voz se apagó.
—Si puedo darme prisa, tu madre me lo agradecerá. No te preocupes, Ellani; me he tropezado en muchas ocasiones con personas del estilo de tío Choai.
Ellani era una chiquilla preciosa, y cuando sonreía sin reservas su rostro mostraba la belleza que heredaría al alcanzar la edad adulta. Se sentó en el borde de la cama de Índigo y, al hacerlo, extendió mecánicamente la mano para acariciar el pelaje de la cabeza de Grimya; un gesto natural y valeroso que encantó a la loba.
—¿Puedo beber mi tisana contigo, Índigo? Madre y padre están atendiendo a su visitante y yo preferiría no tener que acompañarlos a menos que sea inevitable. Tío Choai siempre me hace pensar en ranas.
Calpurna no lo habría aprobado, pero Índigo no pudo resistir una ahogada risita.
—Claro; no tengo el menor inconveniente.
La infusión le quemó la lengua y la volvió a dejar sobre la bandeja para que se enfriara mientras ella empezaba a vestirse. Le habría encantado tomar un baño —no había habido tiempo más que para un rápido aseo antes de la comida la noche anterior— pero no estaría bien hacer esperar a tío Choai demasiado rato, de modo que sacó de la bolsa unas cuantas prendas más limpias que sus ropas de viaje y se las puso, esperando que resultaría aceptable.
—¿Dormiste bien? —inquirió Ellani, solícita.
Índigo y Grimya intercambiaron una mirada, y la voz de la loba dijo en la mente de la muchacha:
«Pregúntale. No hay ningún mal en ello. »
Índigo asintió imperceptiblemente con la cabeza; luego, en voz alta y en un tono despreocupado, dijo:
—Dormí muy bien... ¡oh!, excepto por una cosa. —Se volvió sonriente hacia la niña—. Creo que algunos parrandistas debieron de regresar bastante tarde al enclave. Sus voces me despertaron.
—¿Parrandistas? —Ellani pareció perpleja.
—Eso supongo. Cuchicheaban y reían entre ellos en la calle; parecía como si estuviesen justo debajo de mi ventana, —Índigo se detuvo—. ¿No escuchaste nada?
—No.
¿Se equivocaba, o había aparecido de improviso una chispa furtiva en los ojos de Ellani? Índigo volvió a mirar a Grimya, y la loba dijo en silencio:
«Lo sé. Yo también me he dado cuenta. Algo la ha trastornado, pero no quiere que sepas lo que es. »
Ellani había vuelto el rostro ahora, de modo que su expresión quedaba oculta tras el borde del tazón mientras bebía apresuradamente su tisana.
—Si ya estás lista —dijo de forma confusa, entre hirvientes sorbos—, quizá deberíamos bajar...
La chiquilla estaba claramente desconcertada, e Índigo supuso que cualquier intento de nuevos sondeos sólo conseguiría hacer que se encerrara aún más en su coraza. De mala gana, decidió que sería más prudente bajar, sonreír a tío Choai y dejar de lado el misterio de la noche anterior, al menos por el momento. Más adelante, pensó, si daba la ocasión, desde luego que hablaría de ello con Calpurna.
No había ningún espejo en la habitación, pero Índigo Dudo distinguir una buena aproximación de su propio reflejo en la ventana. Las ropas estaban lo bastante limpias; los cabellos no quedaban mal. Tomó un rápido sorbo de su tazón y luego dedicó una sonrisa tranquilizadora a Ellani.
—Estoy lista —anunció.
Hollend, Calpurna y su visitante estaban sentados en tres de los cuatro sillones colocados a una distancia escrupulosamente calculada unos de otros en la sala de recibir de la casa. Cuando Índigo entró a través de la cortina que separaba la habitación de la escalera, Calpurna le dedicó Una sonrisa de bienvenida y Hollend se incorporó e hizo una reverencia, contradiciendo el protocolario gesto con un guiño que Choai no podía ver.
El funcionario —cuyo sillón era sensiblemente mayor que el de los demás— saludó la presencia de Índigo con Un preciso movimiento de cabeza y luego se dirigió a Calpurna.
—Resulta grato para una anfitriona saber que un visitante ha pasado una noche cómoda y revivificante bajo su techo.
Todavía no muy acostumbrada a los más refinados matices del protocolo, Índigo no supo qué decir, pero Hollend acudió en su auxilio. Tras indicarle que se sentara en el cuarto sillón, que era también el más pequeño, dedicó una radiante sonrisa a Choai.
—Nuestra invitada ha descansado bien, tío, y mi esposa se siente satisfecha de haber podido ser útil. Te volvemos a dar las gracias por habernos enviado a Índigo.
El anciano mostró una expresión complacida.
—No tengo la menor duda de que vuestra invitada os resultará tan útil como vosotros lo habéis sido para ella. ¿Os ha contado que es médica?
Hollend y Calpurna intercambiaron una mirada de complicidad y luego ambos disimularon, fingiendo no saber nada de las aptitudes de Índigo. Esto pareció complacer aún más a Choai, quien se volvió para mirar directamente a la joven.
—Me alegra ser el transmisor de la noticia de que se te ha encontrado un puesto de trabajo temporal, de modo que puedas empezar a ejercer tus habilidades curativas sin improductivos retrasos. Tu primer paciente vendrá a verte hoy al mediodía, y el último al anochecer. Serán treinta pacientes en total, y se te ha asignado una adolescente para que lleve a cabo todas las tareas domésticas.
Índigo se quedó sin habla. Le parecía imposible poder creer que Choai hubiera trabajado tan rápido ni con tanta eficiencia, y al punto empezó a examinar de nuevo sus anteriores impresiones de que el hombre no era más que un inútil presuntuoso. Sin perder tiempo expresó su gran agradecimiento y admiración, confiando en que sus palabras no traicionaran el pánico que amenazaba con apoderarse de ella ante la idea de verse arrojada sin miramientos al desempeño de una tarea para la que sabía que no estaba capacitada. Por muy despreocupadamente que sus anfitriones pudieran dejar de lado las habilidades del antiguo médico de Alegre Labor, Índigo no sabía si podría enfrentarse a tal responsabilidad. O más bien, si quería ser franca consigo misma, si conseguiría mantener el engaño.
Tío Choai, sin embargo, parecía no tener dudas sobre sus habilidades. Era evidente que estaba dispuesto a confiar por completo en ella, e Índigo sospechó que traer a un nuevo curandero a la población le proporcionaría gran renombre entre los demás ancianos de los comités de gobierno de Alegre Labor; hasta tal punto que la insignificante cuestión de la aptitud del curandero podía ser dejada de lado. Sus sospechas no tardaron en verse confirmadas cuando la conversación empezó a girar, de modo sutil y progresivo, hacia un nuevo tópico, con Hollend y Calpurna insistiendo en que Choai debía aceptar una pequeña muestra de la estima que sentían por él. Choai protestó con vehemencia, alzando ambas manos con las palmas hacia afuera ante el rostro en gesto de humildad, mientras insistía en que el honor y la satisfacción eran totalmente tuyas. Hollend desechó sus protestas, con la mayor educación, proclamando que los regalos —en plural ahora— eran simplemente una insuficiente muestra de la consideración y el afecto que toda su familia sentía por su bondadoso mentor y amigo desde hacía tanto tiempo, y que declinar estas insignificantes ofrendas le proporcionaría una gran desilusión a él, a su esposa y a sus hijos, Índigo comprendió que se trataba de un ritual practicado y perfeccionado con la exactitud de una solemne danza ceremonial. La discusión se balancearía de un lado a otro hasta alcanzar el deseado punto de equilibrio; en ese momento Choai fingiría por fin capitular ante la voluntad de Hollend, y el pago —pues, despojado de todos sus adornos, esto era lo que el agantiano ofrecía— se efectuaría.
Hollend y Calpurna entregaron a Choai tres regalos. El primero era para él; un cuchillo de manufactura agantiana, con una hoja de acero templado y una empuñadura tallada de un solo bloque de amatista. Este regalo estaba claramente pensado para ser exhibido ante amigos y colegas como un objeto útil y valioso. El segundo regalo, un fuego de delicadas copas de cerámica, era, como Hollend dio a entender con gran habilidad, para ser entregado a aquel funcionario de color superior que hubiera autorizado las disposiciones hechas por Choai a favor de Índigo: puro soborno, y apenas disimulado. Y el tercer regalo era el que sellaba el trato. Se trataba de una pluma; pero no de un instrumento de escritura corriente, Índigo había visto algo similar hacía muchos años en Khimiz. Dentro del cuerpo de la pluma había una bolsa flexible fabricada con tripa de animal, y este saquito conducía la tinta en un flujo continuo hasta una plumilla de metal, lo que permitía a su usuario prescindir de la tediosa necesidad de disponer de tinteros y plumas de ave afiladas. Cuando la tinta de la bolsa se agotaba se podía insertar otra nueva y llena en su lugar, y todo el instrumento estaba decorado con delicada filigrana de plata. Ningún otro hombre o mujer de Alegre Labor poseía una pluma como ésta, y nadie excepto Hollend podía facilitar las bolsas de recambio. Se trataba de un gesto que, con más claridad que las palabras, expresaba la dependencia mutua que existía entre Choai y la familia agantiana que había decidido tomar bajo su protección.
La pomposa conversación se alargó un poco más, un ritualista ofrecimiento y rechazo de algún refrigerio, y por fin tío Choai se despidió de ellos, tras informar a Índigo que la adolescente que se le había asignado vendría para escoltarla a su lugar de trabajo a su debido tiempo. Mientras su regordeta y enérgica figura trotaba calle abajo en dirección a las puertas del enclave, Hollend cerró la puerta y se volvió hacia Índigo con expresión de impotencia.
—Lo siento, Índigo —dijo—. No teníamos ni idea de que arreglaría las cosas con tanta rapidez; por lo general estas cuestiones tardan días. —Se detuvo, y sus ojos escudriñaron el rostro de la joven—. ¿Podrás hacerlo?
—Me las arreglaré, —Índigo torció el gesto en una mueca irónica—. No parece que tenga donde elegir.
Calpurna, que tras la marcha de Choai había ido en busca de Ellani y Koru, regresó conduciendo a los niños delante de ella.
—Es monstruoso —exclamó indignada—. Índigo no lleva ni medio día en esta ciudad; apenas si ha tenido tiempo de descansar una noche, ¡y aún menos para prepararse para el trabajo!
Hollend se encogió de hombros con gran expresividad.
—No está en situación de discutir con los tíos, querida. Ni tampoco nosotros, bien mirado.
Calpurna lanzó un despectivo bufido.
—Ese horrible hombrecillo, presumiendo y pavoneándose como un gallito... Y en cuanto a los regalos, Hollend, ¡has sido excesivamente generoso! Ya sé que hay que hacerlo, pero darle la pluma además del cuchillo...
—Calpurna, amor mío, los regalos no eran nada para nosotros, como bien sabes. Estas gentes son primitivas e ignorantes al mismo tiempo que codiciosas, ¡y podemos proporcionarles suficientes juguetes nuevos como para ir Comprando su colaboración hasta el fin de nuestros días! —Le palmeó la espalda—. No te excites. No vale la pena.
—Muy bien, muy bien —suspiró ella— Pero todavía me duele. Ese viejo estúpido y pomposo me ha trastornado por completo al retrasar nuestro desayuno... Koru, ayuda tu padre a preparar la mesa, y veré qué puedo aprovechar de nuestra comida.
Se volvió hacia la puerta interior e Índigo, viendo una Oportunidad para hablar en privado, ofreció:
—Yo te ayudaré, Calpurna.
Las comidas se preparaban en una pequeña habitación en la parte posterior del edificio a la que Calpurna se negaba a llamar cocina, aunque a los ojos de Índigo resulta muy adecuada, y la agantiana se dedicó a refunfuñar para sí al tiempo que removía y condimentaba lo que parecía y olía como una espacie de gachas de lentejas sobre el fuego de leña, mientras Índigo cortaba pan y Ellani sacaba platos y tazones de una alacena incongruentemente elegante colocada contra una pared. Cuando la niña salió Con su carga en precario equilibrio, Calpurna interrumpió sus murmuraciones a mitad de frase, se volvió y dedicó a Índigo una sonrisa de apesadumbrada disculpa.
—¿En qué estaré pensando? Aquí estoy yo permitiendo que te veas involucrada en todo este caos, ¡y ni siquiera te he preguntado si dormiste bien! Por favor, perdóname, Índigo. No acostumbro ser tan descortés, ¡pero ese hombre horrible siempre consigue hacer aflorar lo peor de mi carácter! —Hizo girar la cuchara con ferocidad como si fuera Choai y no las gachas lo que hervía en el cazo—. ¿Dormiste bien?
—Sí, muchas gracias. —Índigo lanzó un rápido vistazo por encima del hombro para asegurarse de que no regresaba Ellani, y añadió—: Pero hubo una cosa...
—¿Oh? —Calpurna se mostró preocupada—. No los niños, espero. ¿Te molestaron? Se levantan siempre tan temprano... Les dije que no hicieran ruido esta mañana, pero...
—No, no; no fueron los niños.
Índigo le habló de los extraños cuchicheos oídos durante la noche, las débiles y lejanas voces que parecían hablar en la lengua local. Cuando terminó, Calpurna frunció el entrecejo.
—¿No se veía a nadie en el exterior, dices? Bueno, no, eso tendría sentido... La gente de aquí no pisa el Enclave de los Extranjeros si no es por un buen motivo. ¿Y eran voces de niños?
—No puedo estar segura, pero eso creo.
Calpurna frunció aún más el entrecejo, y las gachas quedaron momentáneamente olvidadas.
—Qué extraño —dijo.
—¿En qué sentido? —inquirió Índigo, alerta.
—Oh, es sólo que cuando Ellani y Koru eran más pequeños solían decir que por las noches oían voces de vez en cuando. No sucedía muy a menudo, pero los dos se mostraban bastante aterrorizados por ellas.
Eso, pensó Índigo, podía explicar la extraña reacción de Ellani cuando ella había mencionado las voces.
—¿Descubristeis qué había detrás de todo ello? —preguntó.
—No, no lo hicimos. Sencillamente decidimos que no era más que una fantasía. — Sonrió—. Los niños pequeños tienen mucha imaginación; y además muy pronto se olvidaron de ello. —Vaciló y una curiosa expresión apareció en su rostro—. Al menos Ellani sí se olvidó.
—¿Koru todavía las oye?
Se produjo otro silencio.
—Bueno, él dice que sí; pero sólo tiene ocho años, y a esta edad a menudo es muy difícil separar la invención de la verdad. —Con cierta brusquedad, un poco demasiado bruscamente según el parecer de Índigo, el rostro de Calpurna se iluminó y la mujer sonrió—. No creo que tengamos que preocuparnos por lo que dice Koru. Le pediré a Hollend que investigue el asunto por ti. Sin duda debe de haber algo en la casa, alguna teja o puntal sueltos, que producen estos ruidos. Hollend no tardará en encontrarlo y arreglarlo.
Índigo la miró, perpleja por su actitud. La mujer parecía reacia o incapaz de hacer otra cosa que no fuera desechar la historia, y —lo que es más— desecharla con una explicación tan insulsa que resultaba casi absurda. ¿Ocultaría algo? No parecía probable; la expresión de Calpurna era demasiado franca, demasiado ingenua, y no parecía estar hecha de la madera de los buenos mentirosos.
Sondeando con cautela, la muchacha dijo en el tono más inocente que le fue posible.
—¿Estás segura de que ésta es la explicación, Calpurna?
—Desde luego que estoy segura, querida. Después de todo, ¿qué otra explicación podría haber?
La «adolescente» que acudió para acompañar a Índigo hasta su nuevo lugar de trabajo era una muchacha delgada, no muy desarrollada; debía de tener unos trece o catorce años, aunque daba la impresión de ser más joven, y no parecía muy dispuesta a pronunciar una sola palabra que no fuera estrictamente necesaria; Índigo averiguó que su nombre era Thia, pero aparte de esto no pudo descubrir nada más sobre ella.
Antes de que abandonara la casa, Calpurna se llevó a su huésped aparte, y con cierto tono de disculpa le dijo:
— Índigo, perdona mi presunción, pero ¿puedo darte un pequeño consejo?
—Desde luego. — Índigo agradecía cualquier consejo que pudiera ayudarla a salvar el laberinto de protocolo y costumbres que con tanta rigidez definía la vida en Alegre Labor.
—No resulta tan difícil si te acuerdas de seguir unas cuantas normas sencillas —dijo Calpurna con una sonrisa—.
Saluda con una inclinación a todas las personas que te presenten; una inclinación más profunda para todas aquellas que lleven bandas de color, ya que son tíos y tías, como Choai, y se consideran a sí mismos personas importantes.
Espera siempre a que sean ellos los que te hablen primero, pero dirígete con total libertad a todos los demás.
—La sonrisa se tornó ligeramente conspiradora—. En tu calidad de médica eres merecedora de respeto, a pesar del hecho de ser extranjera, de modo que no permitas tonterías a las personas de rangos inferiores. Y no sugieras remedios a tus pacientes; dales instrucciones con firmeza y severidad. Eso es lo que esperan. La cortesía puede que sea una obsesión en este país, pero no es más que una capa superficial. Bajo esta superficie, la mayoría son extraordinariamente groseros.
Índigo lanzó una carcajada que reprimió enseguida, no fuera a ser que Thia, que esperaba un poco más allá, la oyera.
—Lo recordaré. ¡Gracias!
—Ah, y lo mejor será que lleves esto puesto. —Calpurna introdujo la mano en un profundo bolsillo de su sobrefalda y sacó una banda de color blanco que entregó a Índigo con una mueca de disgusto—. Lo siento; recuerda un poco a aquello de marcar a un animal, pero es el protocolo aquí. Todos tenemos que lucir el color asignado a la condición de extranjero cada vez que osamos salir del enclave. El color blanco, me temo, denota lo más bajo en categoría. —Ayudó a Índigo a colocarse la banda por encima del hombro y a atarla, y luego añadió—: Será mejor que te marches ya.
Llevada por un impulso, la muchacha la besó en la mejilla.
—Gracias otra vez, Calpurna. ¡No podría habérmelas arreglado sin tu ayuda!
—Bah, tonterías. Eres mucho más inteligente que estas pobres gentes y no tardarás en desenmarañar sus ardides. No permitas que Choai te agote en tu primer día; si intenta convencerte para que te quedes después de la puesta del sol, niégate. Te veremos por la noche.
Mientras atravesaba las puertas del enclave en pos de la taciturna Thia, Índigo sintió como si penetrara en un mundo totalmente nuevo y extraño a ella. Puesto que desde su llegada no había abandonado el hogar de Hollend y Calpurna, no había visto demasiado de Alegre Labor excepto como una vaga extensión de edificios situados al otro lado de la valla del enclave. Ahora, sin embargo, bajo la helada pero brillante luz diurna, su cerebro se vio
invadido por un revoltijo de impresiones.
La calle principal de Alegre Labor —no tanto calle como camino ancho, pensó Índigo— se extendía en línea recta en dirección a la plaza situada en el centro de la población. Uno de sus lados tenía una estrecha franja pavimentada con losas de piedra toscamente talladas, pero el resto de la calzada no era más que tierra batida de color marrón rojizo. En cuanto a los edificios, resultaba imposible saber si las construcciones de un solo piso que bordeaban la calle eran lugares de residencia o de trabajo, ya que todos eran idénticos; sin adornos, sin pintar, con sencillas puertas de madera y ventanas sin cortinas que no facilitaban pistas sobre lo que se ocultaba tras las fachadas.
Sin mediar palabra, Thia condujo a Índigo hacia la plaza. Tomó un camino que las mantenía todo lo apartadas que era posible de la franja enlosada, e Índigo comprendió el motivo cuando dos mujeres con bandas verdes pasaron junto a ellas, en dirección opuesta, andando por encima de las losas. La acera, al parecer, estaba reservada a las personas de categoría superior; los individuos de rango inferior —y los extranjeros— debían mantener una respetuosa distancia. Las mujeres les dirigieron una mirada de reojo al pasar, tomaron nota de la banda blanca y volvieron el rostro al otro lado con indiferencia. Índigo empezó a desear no haber convencido a Grimya de que se quedase junto a Calpurna. Sin la loba para hacerle compañía parecía que no iba a encontrar una sola palabra o rostro amigos hasta que regresara al enclave; pero Hollend le había aconsejado que era mejor que la loba no la acompañara. Los animales de compañía, explicó, no eran bien vistos a menos que tuvieran una utilidad clara, e incluso una criatura con la inteligencia de Grimya no encontraría en qué ocuparse en la consulta de un médico.
Thia apresuró el paso. La calzada se volvía cada vez más concurrida. Mujeres con cestos a la espalda empezaban a converger en la plaza del mercado; dos hombres que empujaban una carreta cargada siguieron a un muchacho que conducía ante sí una bandada de aves de corral, y un grupo más reducido de niños cargados de herramientas agrícolas pasaron corriendo en pos del primero. Dos carromatos, uno tirado por bueyes y el otro por un poni desnutrido, pasaron traqueteando junto a ellas. Por lo que se veía, esto era el corazón de Alegre Labor, y, cuando salió a la plaza misma siguiendo a Thia, Índigo aminoró el paso para abarcar la escena que se presentaba ante ella.
La plaza era un ruedo de arena apisonada, sin rasgos distintivos excepto una enorme y voluminosa bomba de agua en su centro. Esta quedaba rodeada por todas partes por más ejemplares de las impersonales casas del pueblo, cuya uniformidad sólo era rota por un edificio, de mayor tamaño que el resto pero igualmente gris, con una puerta doble que permanecía bien cerrada.
El mercado parecía estar en pleno apogeo. Mesas montadas sobre caballetes y colocadas en hileras apretadas exhibían productos alimenticios, utensilios del hogar, ropas o burdos muebles de madera; tras los mostradores, los propietarios de las paradas contemplaban vigilantes a los potenciales clientes, con un aire de desconfianza que rozaba la hostilidad. Al penetrar en esta escena como forastera, como una intrusa, Índigo sintió una alarmante sensación de no pertenecer al lugar, como si hubiera penetrado no sólo en otro país sino también en otra dimensión, y mientras su mente absorbía las imágenes que se deslizaban ante ella comprendió de improviso cuál era el problema. Concurrida como estaba la plaza, bulliciosa y llena de actividad, en ella reinaba un silencio casi total. Se señalaban las mercancías en silencio, los discos de madera cambiaban sin mediar palabra, las compras se guardaban en el interior de los cestos o se echaban a la espalda y el comprador se alejaba del lugar sin que se cruzara entre vendedor y cliente más que un ligero movimiento de cabeza a modo de saludo. Nadie cantaba, nadie silbaba; no había ningún comerciante que proclamara a voz en grito que sus mercancías eran mejores que las de sus vecinos, ni se veían grupos de hombres conversando, mujeres de cotilleo o niños revoltosos. Resultaba un violento y chocante contraste con los mercados de todos aquellos otros países visitados por Índigo —los caóticos y ruidosos bazares de Huon Parita, las espléndidas ferias comerciales de Khimiz, incluso las modestas reuniones de granjeros que se celebraban en época de cosecha en los pueblos del continente occidental como Bruhome—, y mientras permanecía inmóvil, observando, una peculiar sensación de irrealidad la asaltó, trayendo con ella un terror amorfo e ilógico.
Thia volvió el inexpresivo rostro diminuto en dirección a Índigo.
—Por favor, no te demores —dijo con gélida educación—. Malgastar el tiempo resultaría muy improductivo.
Con un gran esfuerzo, Índigo se sacudió de encima la inercia que se había apoderado de ella y, en cuanto la muchachita empezó a cruzar la plaza, corrió tras ella. Lanzarse al centro de aquella muchedumbre silenciosa y taciturna poseía una cierta cualidad amilanante, pero la oleada psíquica de hostilidad que Índigo preveía no se materializó. Una o dos miradas se posaron brevemente sobre la banda echada sobre su hombro, pero ni siquiera estas miradas resultaron abiertamente hostiles. Los habitantes del lugar sentían tan poco interés por la forastera como parecían sentirlo por cualquier otra cosa que no fuera algo que les atañera directamente.
Thia la condujo al extremo opuesto de la plaza, hasta una casa sobre cuya puerta sin pintar habían clavado un triángulo de madera. La adolescente golpeó la puerta con los nudillos con una seguridad que sorprendió a Índigo, y al cabo de un instante ésta fue abierta por una mujer menuda y arrugada. No lucía ninguna banda, y al ver a Índigo le dedicó una obsequiosa reverencia.
—Ésta es la viuda del doctor Huni —dijo Thia sin saludos ni preámbulos—. Ahora ya no tiene un puesto útil y por lo tanto dentro de poco abandonará la casa. Ejercerás tus artes curativas en la habitación que perteneció al doctor Huni. —Se volvió hacia la anciana—. Agradeceré nos muestres el camino.
Sin una palabra, la mujer se volvió hacia el interior de la casa, y ellas la siguieron. La anciana las hizo subir por una oscura escalera de estrechos peldaños, al final de la cual una puerta daba a una habitación de gran tamaño. Dos taburetes de madera, una mesa y una desvencijada alacena de dos puertas eran su único mobiliario; las paredes y el suelo estaban desnudos y la solitaria lámpara que ardía sobre la mesa despedía un olor malsano además de una tenue luz amarillenta. Había una ventana, pero daba directamente a la pared de otra casa. Toda la atmósfera de la habitación resultaba depresiva.
La anciana volvió a inclinarse y habló ahora por primera vez, aunque se dirigió a Thia y no a Índigo.
—Los primeros pacientes esperan abajo.
—Envía al primero... —empezó a decir Thia, pero Índigo la interrumpió. Se sentía repentinamente furiosa; furiosa ante el comportamiento arrogante de la chiquilla para con la viuda de Huni, y furiosa también ante la presunción de aquella criatura de que ella, Índigo, carecía de mente o voluntad propias.
—Gracias, Thia —dijo con aspereza—. Soy perfectamente capaz de responder por mí misma. —Sonrió a la viuda, y le dedicó una inclinación tan cortés que la anciana se mostró claramente sobresaltada.
«Necesitaré cinco minutos para instalarme, señora —declaró—. Luego, si sois tan amable, recibiré a mi primer paciente.
La viuda de Huni parpadeó perpleja. A lo mejor, pensó Índigo, no había esperado que una extranjera hablara tan bien su idioma. Luego, la anciana se encogió de hombros ligeramente.
—Será como desees —respondió, y se retiró acto seguido.
Índigo depositó su bolsa de hierbas sobre la mesa. La breve llamarada de cólera había descendido ahora por debajo del punto de ebullición, pero la actitud de Thia aún le dolía, por lo que se volvió hacia ella.
—Thia, te agradecería que en el futuro te mostrases menos descortés con la viuda del doctor Huni.
La chiquilla se mostró tan sorprendida como se había mostrado la mujer antes.
—¿En qué forma fui descortés, por favor, doctora?
—¿En qué forma? —repitió Índigo con incredulidad—
Hablarle a ella como si se tratara de una criada, hablarme a mí de ella como si ella no se encontrara presente, y no molestarte siquiera en presentarnos; ¡a eso me refiero, Thia!
La expresión de Thia no se alteró un ápice, y de improviso Índigo comprendió que su desconcierto era genuino.
—Pero —protestó la chiquilla— ¿qué función puede desempeñar la viuda del doctor Huni? Es demasiado vieja para realizar un trabajo útil.
«Madre Tierra de mi vida —pensó Índigo—. De modo que ése es el quid de la cuestión: función, utilidad, valor práctico... » Recordó algunas de las palabras utilizadas por tío Choai, primero cuando se encontraron en la carretera y luego en casa de Hollend; se había referido a «una profesión útil y valiosa» y había prometido «una estimación de su utilidad». Un realista sentido práctico que era casi una religión entre estas gentes; en realidad, pensó, esto podría ser literalmente cierto, ya que no parecían venerar a ningún dios o poder espiritual. Así pues la desdichada viuda del doctor Huni, demasiado vieja —como había dicho Thia— para poder realizar un trabajo, había sido degradada a la muerte de su esposo a la categoría de una molestia superflua y potencialmente onerosa. Y, lo que era peor, la anciana parecía aceptarlo sin dudas ni objeciones. Éste era el motivo de que se hubiera mostrado tan estupefacta ante la cortesía con que se le había dirigido Índigo.
—Creo —dijo Índigo en voz alta y con una sonrisa glacial— que tengo mucho que aprender sobre Alegre Labor.
Thia inclinó la cabeza.
—Esto les sucede a todos los extranjeros, doctora. Pero tío Choai ya ha dicho con gran sabiduría que los usos correctos se aprenden con el tiempo.
Índigo enarcó una ceja ante la clara implicación de que Choai había hablado de ella con Thia. Podría ser una adolescente, pero estaba claro que la muchacha poseía suficientes atributos «útiles» como para que se le otorgara mucha más categoría que a una simple extranjera. No obstante, le abstuvo de hacer comentarios y se volvió hacia la alacena. No estaba cerrada pero su contenido resultó una decepción: sólo dos vendas arrolladas, sin lavar desde la última vez que se utilizaron, y una colección de pequeños tarros de barro y botellas que contenían los restos de no se sabe que extrañísimos curalotodos a base de hierbas. Índigo volvió a cerrar la alacena apresuradamente. Tendría que arreglárselas lo mejor que pudiera con sus propias provisiones; al menos, se dijo con ironía, parecía que no tendría que
preocuparse demasiado por mantenerse al nivel del doctor Huni.
Bien, no había motivos para posponer lo inevitable más de lo necesario. Había llegado el momento de pagar a tío Choai por el bastoncillo de madera y demostrar su valía.
Abrió la bolsa y se sentó en el más cercano de los dos taburetes.
—Muy bien, Thia —anunció—. Estoy lista. Ve a buscar a mi primer paciente, por favor.
Cuando por fin anocheció aquel día, Índigo se encontraba completamente agotada. Treinta pacientes, había dicho Choai, pero la verdad es que habían sido unos cincuenta. La mayoría no padecían más que indisposiciones o lesiones menores; fiebres poco severas, toses persistentes, o pequeñas heridas recibidas en los campos que necesitaban atención si se quería evitar que se infectaran y robaran al paciente valioso tiempo laborable. A pesar de ello, Índigo se sentía totalmente exhausta, no por el trabajo en sí, ni tampoco por el número de pacientes que habían desfilado por su consulta, sino por la carga de tensión que suponía tener que tratar con las gentes de Alegre Labor.
Para empezar, estaba claro que desconfiaban de ella. Lo percibía en sus miradas, en la repentina reserva que aparecía en sus rostros cuando se daban cuenta de que debían explicar sus enfermedades a una forastera y no a uno de los suyos. Sin embargo, esta involuntaria actitud de atrincheramiento chocaba frontalmente con la deferencia —casi de orden reverencial— que el protocolo exigía que se demostrase a un médico como una cuestión de principios. Así pues uno tras otro se sentaban tiesos y silenciosos, o removiéndose nerviosos y en actitud evasiva, al otro lado de la mesa, mientras Índigo recurría a toda la paciencia que podía reunir para convencerlos de que le revelasen cuál era su problema. Pero resultó que, en contra de lo que esperaba, tuvo motivos para sentirse agradecida por la presencia de Thia; pues aquellos pacientes —y hubo unos cuantos— que se negaron en redondo a hablar directamente con la curandera extranjera estaban dispuestos a describir sus síntomas a la muchacha, y se estableció un procedimiento por el cual Thia transmitía con toda solemnidad a Índigo lo que le explicaban, y ésta indicaba a aquélla qué hierbas recetar como bebida o mezclar como cataplasma. La situación resultaba tan grotesca que Índigo sentía un enorme deseo de echarse a reír, aunque controló Con firmeza tal impulso. Thia, por su parte, no parecía encontrar nada de gracioso en aquella pantomima.
Después del mediodía, Índigo había insistido en una pequeña pausa en el trabajo. Esto, una vez más, fue algo que Thia pareció encontrar incomprensible, pero obedeció sin chistar. Hambrienta y sedienta a aquellas alturas, Índigo ofreció a la muchacha una pieza de madera que Calpurna le había dado, y le pidió que fuera al mercado y comprara algo de comer y beber para ambas. Recibió una mirada de perplejidad y la información de que tales cosas no podían obtenerse en el mercado. Cada ciudadano de Alegre Labor se ocupaba de su propio sustento; comida preparada y bebida no eran artículos que se vendieran.
—Tengo, no obstante, una empanada que será mi ración para hoy —añadió Thia—. La compartiré contigo, si lo deseas.
De una mochila que colgaba de su hombro sacó un objeto envuelto en una tela limpia, y se lo mostró. Se trataba de un pedazo plano de masa grisácea en cuyo interior había trozos de carne y verdura; por su aspecto y olor daba U impresión de estar sin condimentar y además medio crudo. Índigo forzó una sonrisa mientras intentaba no establecer comparaciones con la deliciosa cocina de Calpurna.
—Gracias, Thia, pero no te privaré de tu ración —respondió—. Me las arreglaré sin comer. Aunque quizá podrías pedir a la esposa del doctor Huni si sería tan amable de darme un vaso de agua...
—Como desees, doctora Índigo —repuso Thia con una inclinación.
Así pues, mientras Thia masticaba su poco apetitosa empanada, Índigo intentó entre sorbo y sorbo de agua salobre hacer hablar un poco a la jovencita y averiguar más cosas sobre su hogar y su familia. No tardó en darse cuenta de que también esto constituía un concepto nuevo para la mente de Thia. El arte de la conversación por la conversación era totalmente extraño a la muchacha, y ésta estaba convencida de que la curiosidad de Índigo debía de obedecer a algo más que un simple esfuerzo por ser amable. De todos modos y aunque de mala gana, facilitó algunos retazos de información. Thia, al parecer, era la mayor de cuatro hijas: algo que parecía satisfacerla pues significaba que sin un hermano que le disputara la precedencia ella era el eje central del orgullo y la ambición de sus padres.
—A los diez años ya sabía leer, escribir y contar, y por lo tanto pude empezar a realizar un trabajo útil sin perder tiempo —contó a Índigo—. Soy más inteligente y diligente que otras de mi edad, y por lo tanto me irá muy bien en la vida.
Índigo disimuló una sonrisa ante este total desprecio por cualquier cosa que se pareciera a la modestia.
—¿Qué es lo que haces cuando no me estás ayudando? —preguntó.
—Lo que sea que los tíos quieran que haga. Existen muchas tareas útiles para alguien con mis habilidades, aunque todavía soy una adolescente. Copio documentos para los tíos y para la Oficina de Tasas para Extranjeros; se me asigna a recién llegados, como tú, para que los ayude a realizar sus tareas; llevo cartas y mensajes a personas de alto rango, y desde luego ayudo a mi madre en las tareas de la casa. —Sonrió de improviso—. Aunque el año que viene me casaré y entonces tendré mi propia casa que gobernar.
—¿Te casarás? —Índigo estaba perpleja.
—Sí —respondió Thia alegremente—; se me ha escogido como esposa del hijo mayor del sobrino de tío Choai. Es más joven que yo, pero cuando tenga dieciocho años y sea un adulto tendrá un lugar en la Oficina de Comercio y seis parcelas de terreno para su uso particular. Su color será el naranja, y ése es un color muy importante.
¿Cuántos años tendría Thia?, volvió a preguntarse Índigo. ¿Catorce? ¿Menos? Al hablar parecía más una anciana cínica que la criatura que en realidad era, y la muchacha le dijo con suavidad, esperando que su voz no sonara demasiado irónica.
—Espero que seas muy feliz.
—Claro que lo seré. —Esa sonrisa de nuevo; sin ningún calor en ella—. Tío Choai dice que su sobrino nieto es agradable y trabajador. Nos adaptaremos muy bien.
«Tío Choai dice... », pensó Índigo y, alarmada, inquirió:
—¿Significa eso que todavía no conoces a tu futuro esposo?
—No ha habido necesidad de que nos conociéramos. —Thia pareció ligeramente sorprendida ante la idea; luego, antes de que Índigo pudiera decir nada más, engulló el último bocado de su empanada, dobló cuidadosamente la tela y la guardó, al tiempo que se ponía en pie—. He terminado mi comida. Gracias por permitirme comer. ¿Hago entrar al siguiente paciente?
Índigo suspiró. Thia, y su forma de ser, era algo que le resultaba incomprensible.
—Sí —respondió—. Sí, será mejor que lo hagas. No me cabe la menor duda de que el tiempo perdido en la ociosidad es un tiempo inmoralmente malgastado.
El sarcasmo no ejercía ningún efecto sobre Thia, y por vez primera su sonrisa pareció totalmente genuina. —¡Eso es exactamente lo que habría dicho tío Choai! y declaró con energía—. Para ser una extranjera, doctora Índigo, estás muy versada en nuestras costumbres. ¡Esto representará un gran placer para todos nosotros!
Así pues Índigo se encontraba ahora sentada ante la mesa, Volviendo a guardar sus cosas de cualquier manera en el interior de la bolsa mientras Thia se afanaba en ayudarla.
La muchacha estaba claramente nerviosa, y por fin Índigo le dijo:
—Si quieres irte, Thia, yo puedo arreglármelas perfectamente sin ti.
El rostro de la adolescente se iluminó.
—Gracias, doctora Índigo. Con tu permiso, me iré.
—Debiera ser yo quien te diera las gracias a ti —dijo ella, conteniendo un bostezo—. Me has sido de gran ayuda. —Hizo una pausa—. Te debo algo.
—No, gracias. —Thia se inclinó—. A los adolescentes no se les permite aceptar ningún pago por sus servicios. Pero si deseas hacerme un regalo en cualquier ocasión, eso resultará aceptable.
—Entonces lo haré, —Índigo le sonrió—. ¿Qué te gustaría? ¿Alguna joya sencilla, para lucir en los cabellos o alrededor del cuello?
La muchacha la miró perpleja.
—Las joyas son útiles para quienes desean comerciar con ellas en el Enclave de los Extranjeros, pero no sirve a ningún propósito exhibirlas sobre uno mismo —explicó; luego, tras unos instantes de seria consideración, agregó—: Dos aves de corral en su primer año de puesta resultarían apropiadas, o un árbol frutal joven, o un puñado de semillas de verduras de invierno que se puedan sembrar durante esta estación antes de que pierdan vitalidad. Te agradezco tu generosidad, doctora Índigo, y recibiré con agradecimiento cualquiera de estas cosas que desees ofrecerme. —Volvió a dedicarle una inclinación de cabeza y dio un paso en dirección a la puerta—. Te deseo una cena nutritiva y una saludable noche de sueño.
Índigo se quedó mirando la puerta mientras ésta se cerraba tras la muchacha, y escuchó el sonido de sus pies mientras descendían por la escalera. No sabía si echarse a reír ante la habilidad con que Thia había transformado la posibilidad de un regalo en una promesa de regalo, o lamentar el extremo al que había llegado el frío e inquebrantable pragmatismo de la joven, que no parecía poseer la menor chispa de humor o imaginación que pudiera mitigarlo. Al final no hizo ninguna de las dos cosas, sino que relegó a Thia a un rincón de su cerebro y continuó recogiendo sus pertenencias mientras se dedicaba a pensar en el alegre recibimiento que le prodigaría Grimya cuando regresara al Enclave de los Extranjeros, y en la comida caliente que Calpurna había prometido que la estaría aguardando. Debía encontrar una forma de pagar a Hollend y Calpurna por su hospitalidad, aunque todavía no sabía cuál sería el mejor modo de hacerlo. Lo que sí estaba claro era que no necesitaban dinero, y probablemente se ofenderían si se lo ofrecía, aunque ella tenía más que suficiente para pagar sus gastos. Quizá si...
Sus meditaciones se vieron interrumpidas de repente cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Por favor? —Era una voz infantil—. Por favor, ¿está casa la médica?
Índigo hizo un esfuerzo para no perder el ánimo. Cincuenta pacientes en una tarde, y ahora, justo cuando pensaba que por fin podría descansar, un recién llegado... Pero, si tenía la temeridad de hacerse llamar curandera, también tenía las obligaciones propias del cargo. Además, a aquellas horas podía muy bien tratarse de una emergencia.
Empezó a desatar otra vez las correas de la bolsa, e intentó no parecer resignada o irritada cuando respondió: —Estoy en casa. Entra.
Se produjo una pausa, durante la cual escuchó lo que parecían varias voces infantiles cuchicheando al otro lado le la puerta. Luego el picaporte chasqueó y, tímidamente la puerta se fue abriendo.
Eran tres, y ninguno de ellos tendría más de siete u ocho años, o al menos eso es lo que Índigo pensó en un principio. Sus rostros eran delgados y pálidos, con ojos desproporcionadamente grandes que la contemplaban con asombro. Llevaban despeinados los cabellos, delgados y de una suavidad, y los pequeños cuerpos, que casi parecían atrofiados, impedían saber si se trataba de niños o niñas. Iban cogidos de la mano, como para darse ánimos, y de improviso se apelotonaron unos sobre otros, cuchicheando de nuevo entre ellos. Se dejó oír una aguda risita, e Índigo pudo escuchar las palabras «banda blanca», «extranjera» y «demasiado pronto».
Empezaba a perder la paciencia ante lo que parecía ser una travesura de niños y, recordando el consejo de Calpurna de mostrarse firme, dijo con cierta brusquedad:
—¡Vamos, vamos! No tengo tiempo que perder en juegos. ¿Qué queréis?
Los tres visitantes interrumpieron sus cuchicheos y la miraron. Entonces el que se encontraba en el centro, que parecía ser el cabecilla, respondió con vocecilla ronca:
—¿Sabes algún juego?
Era una pregunta tan extraordinaria que Índigo no supo qué contestar y, mientras intentaba pensar en algo, otra de las criaturas dijo con voz aguda:
—Te hemos visto. Sabemos que eres la curandera extranjera. ¿Nos curarás?
Índigo no había recibido advertencia alguna pero, mientras la criatura hablaba, la intuición desplazó brusca y sorprendentemente a la lógica, y su sobresalto aumentó cuando, al mismo tiempo, se percató de que veía los contornos del sucio vestíbulo no sólo detrás de los niños, sino a través de ellos. Sus cuerpos eran transparentes.
—Madre de mi corazón, yo... —fue todo lo que tuvo tiempo de decir.
Las tres criaturas se desvanecieron ante sus ojos.
—Un suceso muy desgraciado. —Tío Choai se inclinó ante Hollend en la peculiar manera oblicua que indicaba una disculpa—. Me acuso a mí mismo por completo. Está claro para mí ahora que la doctora Índigo no se había recuperado lo suficiente de los rigores de su viaje para poder ejercer correctamente su trabajo, y la culpa de no haberlo observado es sólo mía.
—No, no, tío —protestó Hollend—. Índigo es mi invitada, y yo asumo toda la responsabilidad por su bienestar. Soy yo el responsable.
Choai volvió a inclinarse.
—Eres muy amable. Sin embargo, tus palabras no pueden tranquilizar por completo mi conciencia, y ésta seguirá molestándome. Me precipité, y confío —en este punto dedicó a Índigo una sonrisa zalamera— en que mi estupidez no me será tenida en cuenta.
Índigo intentó devolverle la sonrisa pero apenas si lo consiguió ya que todavía sentía el agudo aguijonazo de la vergüenza. Había ido a chocar de bruces con Choai en la escalera de la casa del antiguo médico y se había producido entre ellos una confusa conversación, ella aturdida e incoherente, él al principio desconcertado y luego, cuando finalmente comprendió lo que ella le decía, solícito y apaciguador a la vez. Con toda firmeza insistió en escoltarla de vuelta al Enclave de los Extranjeros, donde muy apesadumbrado informó a Hollend que Índigo parecía haber sufrido alguna especie de alucinación, sin duda provocada por un exceso de cansancio. Índigo no lo contradijo; se sentía demasiado desalentada por los resultados de sus anteriores esfuerzos para convencerlo de la verdad como para intentarlo una segunda vez, y ahora permanecía sentada en silencio mientras se intercambiaban más cumplidos y agradecimientos, se expresaban complejas fórmulas de despedida, y por fin tío Choai se marchó tras expresar su esperanza de que la doctora Índigo estuviera en condiciones de reanudar su trabajo tras un día o dos de descanso y recuperación.
Hollend y Calpurna lo acompañaron hasta la puerta. En cuanto abandonaron la habitación, Índigo se volvió hacia Grimya, que estaba sentada en el suelo a sus pies.
—Grimya, antes de que regresen...
«Ten cuidado», advirtió la loba en silencio. «Los niños no están muy lejos. No digas nada en voz alta. »
Índigo se había olvidado de Ellani y Koru, y cambió apresuradamente al lenguaje telepático.
«Grimya, antes no te lo pude decir, ¡pero ha vuelto a suceder! Las voces, las extrañas voces..., sólo que esta vez... »
El segundo aviso de Grimya la interrumpió de repente, y se apartó de la loba un instante antes de escuchar la voz de Hollend que se dirigía a ella mientras penetraba otra vez en la habitación, seguido por Calpurna.
—¡Bueno, Índigo, desde luego has causado una gran impresión en tío Choai! —Hollend sonreía de oreja a oreja—. Jamás creí que viviría para oírlo disculparse por algo. Debe de considerarte algo muy valioso para Alegre Labor... ¿Qué hiciste, resucitar a uno de tus pacientes de entre los muertos?
—No te preocupes de lo que Índigo haya hecho o no para impresionar a Choai. —El tono severo de Calpurna demostraba que consideraba el comentario de su esposo como de mal gusto—. ¡Índigo, no tenía ni idea de que estuvieras tan agotada! Pensé que una buena noche
de sueño sería suficiente para que te recuperaras: no me di cuenta de...
—Calpurna... Calpurna, por favor, escúchame. —Índigo posó la mano sobre el brazo de la agantiana—. Lo que Choai os contó no fue toda la historia, en absoluto. Calpurna vaciló. — ¿Qué quieres decir?
Índigo les contó lo sucedido; la llamada a su puerta después de marcharse Thia, las tres criaturas que le habían hecho la estrafalaria pregunta de «¿Sabes algún juego?», antes de preguntarle si podía curarlas y luego desvanecerse en el mismo instante en que ella comprendió que sus cuerpos eran transparentes como los de los fantasmas. Durante varios segundos Índigo había sido incapaz de hacer nada que no fuera contemplar tontamente el umbral vacío; luego, violentamente, se había puesto en pie de un salto y, precipitándose fuera de la habitación, había descendido a toda velocidad por la empinada escalera. Aunque lo que había visto desmentía su impresión, tenía la irracional convicción de que los niños seguían todavía allí, que podía perseguirlos y atraparlos. En su lugar, en la abierta puerta de la calle, casi al pie de la escalera, había chocado de cara con tío Choai. Por qué había ido éste a la casa Índigo no lo sabía ni le importaba; dejando de lado todo decoro había agarrado al anciano por la manga. —¡Tío! Los niños..., ¿los ha visto? ¿En qué dirección se han marchado?
Choai parpadeó apresuradamente mientras su inicial indignación daba paso a la curiosidad. —¿Niños, doctora Índigo? No hay niños aquí.
Ella había intentado explicar lo que había visto, pero en cuanto Choai empezó a comprender lo que quería decir, la muchacha se dio cuenta de que había cometido un gran error. Sencillamente él o no quería o no podía creerla. La gente, tanto si eran niños como si no, no se desvanecía ante los ojos de los que la contemplaban, afirmó. Tales cosas no eran posibles. Índigo intentó discutir, pero anciano se mostró inflexible. Debía de haber sufrido Un momentáneo desequilibrio mental y sensorial debido al cansancio, le dijo con aire de benigna preocupación. Estaba claro que se había equivocado al dar por sentado que ella estaba ya en condiciones de empezar su trabajo, y ahora rectificaría tal equivocación acompañándola personalmente de regreso a los cuidados y comodidades que podían brindarle sus anfitriones.
—Me trajo hasta aquí como si fuera una inválida medio atontada —terminó Índigo, consciente de que Grimya la escuchaba con tanta atención como Hollend y Calpurna—El resto ya lo sabéis, excepto por una cosa: no tengo un exceso de cansancio y no fue una alucinación, sea lo que sea lo que tío Choai prefiera creer. Vi a esos niños. Estaban allí, me hablaron y luego se desvanecieron, tal y como lo he descrito.
Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por un débil gemido preocupado de Grimya. Hollend y Calpurna intercambiaron unas miradas que Índigo no pudo interpretar, y fue Hollend quien por fin habló.
—Índigo..., no quiero poner en duda lo que piensas que viste, pero tienes que admitir que el viejo Choai tenía razón.
—¿Razón?
Calpurna le tomó la mano y la apretó en un gesto maternal.
—Querida, claro que la tenía. Tal y como dijo, ¡algo así es sencillamente imposible! —Le sonrió bondadosa, y continuó en el tono de voz que habría utilizado para calmar a una criatura preocupada—. Todos lo sabemos, ¿no es verdad? ¡Claro que sí! Debes de haberte quedado adormilada unos instantes, y lo habrás soñado. Los sueños pueden ser así. — Dirigió una rápida mirada a su esposo—. Dormirse en el trabajo no es nada de lo que
avergonzarse, ¡como Hollend bien puede atestiguar!
Asombrada por la forma en que se intentaba explicar lo sucedido, Índigo quiso protestar.
—Pero, Calpurna, no pareces...
«No, Índigo; no discutas con ella. » El silencioso mensaje de Grimya llegó a ella veloz y apremiante antes de que pudiera seguir. «He visto algo en su mente, y en la de Hollend también. Es mejor que no digas nada. Te lo explicaré luego, cuando estemos solas. »
—Bueno —Calpurna dio una palmada, como para indicar que el tema del desliz de Índigo quedaba cómodamente resuelto y por lo tanto cerrado—, hemos de encargarnos de no permitir que el mismo error vuelva a suceder. Descansarás, Índigo, y esta vez de verdad, hasta que recuperes por completo las fuerzas y la vitalidad. ¡Y tu recuperación se iniciará con una excelente comida!
Sin dar tiempo a la muchacha para responder, se escabulló en dirección a la cocina. El rostro de Hollend se iluminó por unos segundos con una expresión de alivio, Índigo se dio cuenta de que sus anfitriones se sentían desconcertados por lo que les había contado, aunque tal vez el término «violentos» se acercaba más a la verdad; como si ella hubiera cometido un error fundamental de decoro al relatarles su extraña experiencia o por el simple hecho de haber admitido que había sucedido. Recordó su conversación con Calpurna aquella mañana en la cocina, después de los ruidos de la noche, y la revelación de que Ellani y Koru habían padecido semejantes «alucinaciones» en el pasado. Entonces, como ahora, Calpurna había parecido muy ansiosa por correr un velo sobre el tema y descartar cualquier cosa que no fuera la más racional de las respuestas, e Índigo no podía comprender por qué tenia que ser así.
De la cocina surgían ahora alegres ruiditos mientras Calpurna se preparaba para servir la cena. Los dos niños habían desaparecido prudentemente al ver acercarse a la casa del tío Choai, pero ahora Ellani salió del piso superior y, con un movimiento de cabeza y una tímida sonrisa en dirección a Índigo, corrió a reunirse con su madre. Índigo la siguió, en tanto Hollend ponía la mesa, pero Calpurna rechazó de plano su oferta de ayuda.
—No, no; Ellani es toda la ayuda que necesito. —Sonrió con entusiasmo; con demasiado entusiasmo, pensó Índigo—. ¿Por qué no subes a tu habitación y descansas un rato? Enviaré a uno de los niños a buscarte en cuanto esté lista la comida. —Si estás segura... —Claro que lo estoy. Vamos, vete. Grimya siguió a Índigo por la empinada escalera y, en cuanto la puerta de la habitación de invitados se hubo cerrado tras ellas, la loba dijo en un susurro apremiante y gutural:
—¡Bien! Ahora podemos hablar... y puedo contarte por qué consideré mas sensato no discutir con Calpurna. Índigo volvió la cabeza por encima del hombro. —Será mejor que no lo discutamos en voz alta —advirtió, bajando mucho la voz—. Las paredes divisorias de la casa son muy endebles, y el sonido puede atravesarlas.
«Muy bien. » Grimya cambió su modo de comunicarse. «Escucha, Índigo. Te sorprendiste mucho cuando Calpurna y Hollend se mostraron de acuerdo con lo que el anciano, Choai, dijo que te había sucedido. Pero yo no me sorprendí, porque pude percibir algo de lo que pensaban. »
Aunque la loba no podía en realidad leer la mente, sus agudos sentidos mentales a menudo sintonizaban con los estados de ánimo predominantes en las personas y con algunos de sus pensamientos vagabundos. Índigo aguardó a que le contara más cosas, y Grimya continuó:
«No te creyeron porque no podían creerte. Algo les ha sucedido a los dos, me parece, durante los años que han vivido aquí. Se han vuelto como la gente de este país. Han perdido la capacidad de creer en nada que no sea muy lógico. » Índigo empezó a comprender. «¿Algo como las voces nocturnas?» «Como eso, sí. Y como los niños que aparecen de la nada y desaparecen otra vez en la nada. » Grimya hizo una pausa. «Debes de haberlo visto por ti misma. Toda la gente de este lugar es igual. Es como si hubieran olvidado cómo soñar. »
Como si hubieran olvidado cómo soñar... Con su extraño talento para ir directamente al meollo de las cosas, Grimya había definido con precisión la inquietante impresión que Índigo tenía de Alegre Labor —de todo el país en realidad— y de sus habitantes. ¿Sabía el astuto tío Choai, o la escrupulosamente calculadora Thia, o cualquiera de sus compatriotas, hombres y mujeres, lo que era un sueño? ¿Eran capaces de percibir cualquier cosa situada fuera de los límites estrictos de los sentidos físicos, o de imaginar nada más allá de los estrechos confines de un futuro planeado y trazado hasta el último detalle fríamente pragmático? Todo lo que había visto hasta ahora sugería que Grimya tenía razón. Así pues, enfrentados con la repentina anomalía de una extranjera que afirmaba haberse topado cara a cara con tres fantasmas, su reacción era de cielo y total rechazo. No creían en tales cosas; por lo tanto tales cosas no podían existir. No cabía error; no existía la menor posibilidad de error. La extranjera estaba equivocada y ahí terminaba la cuestión. Pero seguramente Hollend y Calpurna no compartían tal insensato prejuicio... Ellos eran de otro país, no habían estado inmersos desde la infancia en los dogmas de esta extraña cultura y, por lo tanto, debían poseer una mentalidad más abierta. Sin embargo, al menos en esto, parecían estar tan ciegos como Choai.
Grimya, que había escuchado los confusos pensamientos de Índigo, dijo:
«A lo mejor los años pasados en este país los han cambiado. A lo mejor se han contagiado de esta cosa, de este escepticismo, como si fuera una enfermedad. » ¿Era posible? Para un cerebro débil o estúpido, o para la vulnerable conciencia de un niño, quizá; pero Hollend y Calpurna eran ambos demasiado inteligentes y resueltos para ser presa con tanta facilidad de influencias externas. Los dos miraban con desdén a los habitantes de Alegre Labor, casi con desprecio, aunque, eso sí, con un elemento de afecto en su menosprecio. No tenía sentido. Se volvió otra vez hacia la loba.
«No sé lo que se oculta tras esto, Grimya. Pero digan lo que digan Hollend y Calpurna y Choai..., diga lo que diga cualquiera... ¡yo sé lo que vi! ¡Yno soñaba!»
Antes de que Grimya pudiera responder se escucharon unos leves golpecitos en la puerta, y una vocecita vacilante pronunció su nombre. Índigo dio un brusco respingo al revivir por un instante lo sucedido en la habitación del médico; pero la voz le era familiar. —¿Koru? El niño entró en la habitación e inclinó la cabeza ante ella en una curiosa mezcla de la forma de saludar tanto de Agantia como de Alegre Labor.
—Madre dice que la cena estará lista en unos minutos.
—Oh... oh, sí. Gracias, Koru. Bajaré enseguida.
Esperó a que el chiquillo volviera a inclinar la cabeza y saliera, pero en lugar de ello éste se hizo el remolón, y resultaba evidente que luchaba por superar su innata timidez para decir algo más. Perpleja, Índigo inquirió con dulzura:
—Koru, ¿qué tienes? ¿Sucede algo?
Koru se removió inquieto, apretando un pie sobre el otro y entrelazando las manos a la espalda. Luego, de corrido, soltó:
—¡No quería escuchar! ¡Pero no pude evitarlo!
Grimya irguió las orejas de improviso.
«Se refiere al viejo Choai. Debe de haber oído lo que se decía... y lo que contaste a sus padres. »
El rostro de Koru estaba totalmente rojo de vergüenza y habría perdido el valor y salido corriendo antes de que Índigo pudiera volver a hablar, de no ser porque Grimya se dirigió de repente hacia él, moviendo la cola, y levantó la cabeza para lamerle la barbilla. Fue un gesto inteligente y perfectamente calculado, pues Koru estaba ya por completo fascinado y desarmado por la loba y albergaba secretas ilusiones de que, un día, también él podría tener un «perro» como aquél. Agradecido, el niño enterró las manos en el espeso pelaje de su cuello, ocultando el rostro y con él su confusión.
Índigo lanzó a Grimya una calurosa mirada de agradecimiento y empezó a hablar al chiquillo con dulzura.
—No tienes de qué preocuparte, Koru. No me importa si escuchaste; y no se lo diré a nadie si tú no quieres.
Koru alzó el rostro despacio, con expresión esperanzada.
—No quería —repitió—. Fue sólo que yo he... —Se interrumpió al volver a fallarle el coraje.
La mente de Índigo realizó un repentino salto intuitivo, y la muchacha decidió arriesgarse para demostrar que estaba en lo cierto. Se inclinó hacia él y habló con voz muy suave.
—Tú también los has visto, ¿no es así?
Koru permaneció muy quieto. Luego, con gran energía, asintió.
Índigo dejó escapar la respiración que ni siquiera se había dado cuenta que había estado conteniendo.
—¿Tres niños, como los que vinieron a verme a mí?
—No; eran sólo dos. Pero yo podía ver a través de ellos, ¡tal como tú dijiste!
El corazón de Índigo palpitaba cada vez con más fuerza.
—¿Te hablaron?
Otro gesto de asentimiento con la cabeza.
—Querían que me fuera con ellos a jugar. Yo... —Dirigió Una inquieta mirada a la ventana—. Yo dije que no. Era de noche, y tuve miedo. De modo que se fueron, igual Que los que tú viste. Pero... algunas veces todavía los oigo ahí afuera. Me llaman. Pronuncian mi nombre, y dicen «Ven a jugar, ven a jugar».
Una vez más la pregunta «¿Sabes algún juego?» resonó en la memoria de Índigo, y un extraño y terrible escalofrío le recorrió toda la espalda. Koru levantó los ojos hacia ella. De improviso sus ojos mostraban temor.
—¿No lo dirás, verdad, Índigo? —suplicó desesperado—. ¡A nadie!
—Claro que no. Lo prometo.
—Verás... se lo dije a Ellani, pero me pegó y dijo que no debía volver a hablar de ellos jamás!
—¿Ella te pegó?
Índigo estaba escandalizada; resultaba imposible imaginar a la dulce Ellani viéndose impulsada a tales extremos, en especial contra su hermano, a quien parecía amar tiernamente. Pero, de todos modos, no pensó que Koru mintiera.
«Empieza a tomar forma», dijo sombría la voz de Grimya en su cabeza. «Primero Ellani, esta mañana, y luego Calpurna, y ahora la historia que nos cuenta Koru. Estas son las mismas voces y las mismas criaturas que nos siguieron por la carretera, pero nadie aquí cree en ellas, excepto nosotras y Koru. » «YEllani», añadió Índigo.
«Sí, y Ellani. Pero tiene demasiado miedo para admitir lo que sabe. Es por eso que se enfadó tanto con su hermano. »
El débil pero claro sonido de un gong de cobre les llegó de repente desde el piso inferior, y los ojos de Koru se abrieron asustados.
—¡Ésa es mi madre! La comida está lista. Dije que estaría sólo un momento...
Índigo puso a funcionar su ingenio al instante.
—No te preocupes —tranquilizó al muchacho—. Diré que te invité a quedarte y jugar con Grimya. Nadie sabrá lo que me has contado, Koru. Lo prometo.
Una expresión de alivio cubrió el rostro del niño.
—¡Gracias! —Se volvió para marcharse, pero se detuvo junto a la puerta—, Índigo..., ¿crees que esos otros niños eran reales?
Ella vaciló, preguntándose si sería sensato ser completamente sincera. Koru era tan joven, tan impresionable... Sabía cómo habría querido su madre que respondiera a tal pregunta, y sintió que no tenía derecho a ir contra los deseos de Calpurna. Luchó con su conciencia, pero bruscamente se sintió zaherida por una afilada chispa de cólera. Fueran cuales fueran sus motivos, Calpurna intentaba negar la verdad. Y la verdad, decidió Índigo, era algo que ni la propia madre de un niño tenía derecho a ocultar a su hijo.
—Sí, Koru —respondió—. Creo que lo eran. Creo que lo son.
El niño permaneció inmóvil unos pocos segundos mientras su expresión reflejaba un extraordinario fermento de emociones diferentes. Por fin una emoción triunfó sobre las otras: total, exuberante y franco asombro.
—Oh, sí —dijo—. ¡Oh, sí! Tienen que ser reales, ¿no es así? ¡Después de todo, ahora los hemos visto los dos! —Abrió la puerta y dio un paso hacia el descansillo; luego su voz bajó hasta convertirse en un susurro—. Éste será nuestro secreto, ¿eh? Nuestro y de nadie más. Y, ahora que tú estás aquí, ahora que he encontrado a alguien mayor que cree en ellos, ellos regresarán, sé que lo harán. ¡Y esta vez no tendré miedo de jugar con ellos!
Esa noche Índigo tuvo un sueño extraño y vivido. Le pareció despertar de un sueño profundo para encontrarse descendiendo la escalera que conducía a la planta baja de U casa. Brillaba una luz abajo y se escuchaba un murmullo de voces, y cuando la sala principal apareció bajo sus pies Índigo descubrió que estaba llena de gente. O, más bien, con sombras de personas. Parpadeó, se frotó los ojos y, al volver a mirar, todo seguía igual; sombras que se movían decididas en todas direcciones, pero sin que existiera una forma física que las proyectara.
—¿Hollend? —Su voz resonó de forma peculiar en medio de los murmullos— ¿Calpurna? —Buscó alguna figura familiar entre las cambiantes formas bidimensionales, pero las sombras cambiaban constantemente al deslizarse obre las paredes y los muebles, y era imposible distinguir algún rasgo característico.
Sin saber muy bien cómo, se encontró con que había llegado al pie de la escalera, y de improviso una voz se dejó oír por encima de las demás, detrás de ella. La voz dijo tajante:
—¿Y cuál era tu nombre?
Índigo giró en redondo. La luz de la habitación era nebulosa, como la del sol al filtrarse por entre aguas profundas, pero podía ver lo suficiente para distinguir la silueta de un gran atril situado, incongruentemente, donde hubiera debido estar la puerta de la cocina. Había alguien detrás del atril. Tenía la cabeza inclinada sobre un enorme libro abierto y escribía en él afanosamente, con una pluma de ave de tamaño desmesurado; sobre su cabeza centelleaba algo débilmente metálico.
Índigo clavó los ojos en el hombre, y éste repitió con cierta impaciencia:
—Vamos, vamos. La pregunta está muy clara. Tu nombre, por favor.
El hombre hablaba su propio idioma, la lengua de las Islas Meridionales... Sin querer, Índigo dio un paso en dirección al atril, y la figura alzó bruscamente la cabeza. La muchacha se dio cuenta entonces de que lo que el hombre lucía en ésta era una corona vieja y deslustrada y decorada con afiladas puntas, algunas de las cuales se habían roto o desgastado por efecto del tiempo. Podía ser de bronce o de algún otro material descolorido por la pátina del tiempo; era imposible estar seguro. Pero sí había, pensó, algo impuro en ella.
El rostro ceñido por la corona la miraba. Los ojos eran castaños, grandes, dulces y casi bovinos; los cabellos, entrecanos, pulcramente cortados en recto flequillo sobre cejas del mismo color; la nariz, larga y estrecha, curiosamente torcida como si en alguna ocasión se hubiera roto y la hubieran vuelto a encajar mal; las mejillas, voluminosas, y entre ellas se veía una boca tan pequeña y carnosa y de un rojo tan intenso que parecía como si no le perteneciera en realidad y hubiera sido robada a otra persona.
El hombre sonrió, de forma no muy agradable.
—Te aseguro que resulta tan tedioso para mí como lo es para ti, pero hay que cumplir con los trámites. Por tercera vez, ¿cuál era tu nombre?
De haber estado despierta, Índigo habría sido alertada por lo extraño de la pregunta. El hombre no había dicho «es» sino «era». En su sueño, sin embargo, se limitó a abrir la boca y responder:
—Anghara hija de Kalig, de Carn Caille en las Islas Meridionales.
La sorpresa se apoderó de ella como una dolorosa sacudida física. ¿Qué era lo que había dicho? ¡Había dado su auténtico nombre, el nombre al que se había visto obligada a renunciar hacía medio siglo!
—¡No! —La voz se le quebró—. ¡No, no es ése! Me equivoqué, ése no es...
Se interrumpió. Los ojos castaños la observaban, y la sonrisa se desvaneció mientras la roja boca se fruncía con energía.
—La anotación ha sido realizada y no se permiten alteraciones. Nombre: Anghara hija de Kalig. Función: médica. Condición: extranjera. Propósito... ah, sí; ahora llegamos a la pregunta más importante. ¿Cuál es tu propósito?
Ella no comprendió, y él se dio cuenta perfectamente, ya que la impaciencia afloró de nuevo a su rostro.
—Propósito —repitió con el aire resignado del sabio que se enfrenta a una deliberada idiotez—. Debes tener un propósito, o no estarías aquí. ¿Cuál es?
—No tengo ningún propósito —dijo Índigo, todavía no muy segura de sí misma—. Sólo tengo la intención de...
—Incorrecto —interrumpió él con indiferente pero absoluta certeza—. Ésa es la respuesta equivocada, y no puede anotarse. Di la verdad.
Y, a su espalda, las voces fantasmales empezaron a susurrar:
—Di la verdad, di la verdad, la verdad, la verdad...
Esto era una locura...
—Estoy diciendo la verdad —protestó Índigo con energía, mientras la rabia empezaba a liberarla del poder que el sueño ejercía sobre ella—. ¿Quién eres tú para interrogarme y poner en duda mi palabra?
La extraña boca de pimpollo del hombre se distendió de improviso en una sonrisa pacífica y totalmente segura de sí misma.
—Soy el Benefactor. Todos deben responder ante mí de una forma u otra. No hay excepciones.
—Yo no te conozco —replicó Índigo, enojada.
La sonrisa permaneció.
—En ese caso sería sensato que averigües cosas sobre mí, o encontrarás poco que te satisfaga aquí. —Con un concluyente molinete, la pluma realizó una señal en el libro de registro, y el hombre hizo un gesto con la cabeza en dirección a la muchacha—. Regresa al alojamiento que te ha sido asignado, y medita sobre tu propósito. Tienes dos caminos donde elegir; decide cuál quieres seguir y, cuando lo hayas decidido, te concederé una segunda entrevista.
Casi pegado a la espalda de Índigo, alguien alzó una risita ahogada. Sin querer, la joven volvió la cabeza para mirar por encima del hombro, pero no vio más que la nebulosa luz y las irregulares formas espectrales que flotaban, aparentemente sin rumbo, por la habitación. Volvió la cabeza otra vez al frente, pero el atril y su ocupante habían desaparecido, y en su lugar Calpurna salía en aquellos instantes de la cocina, con una sonrisa de bienvenida en el rostro y un humeante plato de porcelana en las manos. —¡Bienvenida, Índigo! —Los labios no se movieron pero la voz flotó en el aire con claridad—. ¡Quédate con nosotros, Índigo! ¡Nosotros te enseñaremos! ¡Seremos amigos! Y, de la habitación que quedaba a la espalda de Índigo, otras voces —voces de niños— gritaron: —No, no. No, no. Existe otra posibilidad. Existe otra gente. —¿Dónde está Grimya? —Con la falta de lógica propia de los sueños, Índigo hizo la pregunta sin un motivo concreto, y una vez más los labios de Calpurna no se movieron, aunque su voz llegó hasta ella con toda claridad.
—Grimya está con los niños. Grimya está trabajando con los niños.
—No, no. No, no. Grimya ha venido a jugar con nosotros. Grimya juega con nosotros. Juega tú también con nosotros, Índigo, juega con nosotros; toca tu arpa y canta.. ¿Sabes canciones? ¿Sabes algún juego?
Y mientras Índigo permanecía inmóvil, aturdida y repentinamente asustada, en el centro de la habitación, Calpurna llegó hasta ella e, insustancial como el humo, la atravesó y siguió adelante por la habitación.
Índigo lanzó un grito agudo de sorpresa, y despertó envuelta en un sudor helado en medio de un revoltijo de mantas desordenadas.
—Avisaremos a tío Choai que necesitas al menos tres días de descanso, ¡y si no le gusta la idea que haga lo que le parezca! —El tono de Calpurna era firme, y depositó el desayuno de Índigo sobre la mesa con un golpe lleno de energía antes de dirigir una penetrante mirada al rostro de su huésped—. Querida, tienes un aspecto horrible. ¿Estás segura de que no deberías tomar alguna pócima para dormir por la noche?
—Si necesita una, cariño, es totalmente capaz de recetársela a sí misma —dijo Hollend.
Calpurna le lanzó una cáustica mirada, pero Índigo insistió en que no necesitaba tal cosa.
—De veras, Calpurna, dormí bien. —Sonrió—. Mi único problema fueron los sueños, y no creo que exista un médico en el mundo que conozca un remedio para ellos.
—¿Sueños? —La expresión de Calpurna se tornó Comprensiva—. Ah, bueno, eso es algo que nunca nos molesta; ¿no es cierto, Hollend?
Hollend lanzó un gruñido de asentimiento y luego añadió:
—No recuerdo cuándo fue la última vez que soñé. Debe de haber sido hace años. —Alzó una elocuente mirada en dirección al cielo—. Y doy las gracias por haberme librado de ellos.
—Koru todavía padece alguna que otra pesadilla, pero es que aún es muy pequeño — siguió Calpurna, para añadir con toda tranquilidad—: No tardará en dejar de tenerlas, estoy segura. Bueno, Índigo, deja que te sirva un poco de este nuevo pan de semillas. Ha sido Ellani quien lo ha cocido y está muy ansiosa porque lo pruebes.
Ellani, sentada al otro extremo de la mesa, enrojeció, e Índigo se dio cuenta de que una vez más Calpurna había pasado con toda destreza de lo que parecía ser un tema de conversación indeseable a terreno más seguro. A su memoria vino lo que Koru le había contado, de modo que pensó que quizá sería mejor dejar el tema... a no ser por un extraño detalle: un recuerdo del sueño que no la dejaba tranquila y no hacía más que resonar en su cerebro.
Dio un mordisco al pan que Calpurna había colocado frente a ella. Era muy bueno — Ellani poseía un creciente talento para la cocina— y lo alabó profusamente, sin dejar de notar al mismo tiempo la expresión de profundo alivio que apareció en el rostro de Calpurna. Luego, como por casualidad, dijo:
—Ah, Calpurna, quería preguntarte: ¿has oído hablar de alguien llamado el Benefactor?
Había esperado encontrar o bien perpleja incomprensión u otro de aquellos repentinos silencios tensos. Pero ante su sorpresa Calpurna sonrió de oreja a oreja, y Hollend se echó a reír.
—Bien, bien, ya veo que no han perdido el tiempo. ¿Quién te ha estado ensalzando las virtudes del Benefactor? Choai, ¿verdad? ¿O fue esa adolescente que te han asignado, Thua o como quiera que se llame, que intenta ganarse unas cuantas fichas extras consiguiendo más clientes para la Casa?
—¿La Casa? —Índigo estaba asombrada—. ¿Qué es eso?
—Santo cielo, tres días en Alegre Labor ¿y aún no ha oído hablar de la Casa? ¡Los comités se vuelven negligentes! —Hollend hizo una mueca mientras se servía otro pedazo del pan de Ellani—. Esto es muy bueno, hija; muy bueno. Mejoras rápidamente. —Dio un mordisco; luego agitó el cuchillo en dirección a Índigo y siguió hablando con la boca llena—. Hablando en serio, Índigo, podría valer la pena que le hicieras una visita. Todo el mundo lo hace más tarde o más temprano, y tienen expuestos algunos artículos interesantes.
La curiosidad —y algo más, algo indefinible— empezó a importunar a Índigo como un dolor de muelas.
—Pero ¿qué es la Casa? —inquirió—. ¿Y qué tiene que ver con el Benefactor?
—Bueno, verás, todo sucedió hace cientos de años, o eso es lo que dicen los del lugar... — empezó Hollend, pero Calpurna lo interrumpió.
—Hollend, no hables mientras comes; te estás haciendo tan maleducado como los nativos. ¿Qué pensará Índigo de ti? —Y, volviéndose hacia ésta, continuó—: Si intenta explicártelo estarás aquí sentada hasta después del mediodía, así pues te lo contaré yo. La Casa, y lo cierto es que en este caso el término no es tan exagerado incluso para los criterios de estos lugares, se encuentra a dos kilómetros de la ciudad, sobre una colina que da a los campos situados más al sur, y es lo que podrías llamar un museo...
—Más bien un mausoleo —interpuso Hollend, con la boca llena todavía.
—Museo o mausoleo, como tú prefieras. Los nativos se sienten muy orgullosos de él, ya que dicen que fue la casa de un gran líder, un rey o takhan; no sé qué título utilizaban en este país. Nadie parece saber su nombre, pues vivió hace siglos, pero se refieren a él como el Benefactor. , «Todos conocen al Benefactor. Todos deben responder ante mí... Las palabras del hombre de su sueño resonaron en la mente de Índigo, y ésta reprimió un ligero escalofrío.
—¿Era su gobernante? —preguntó. —Eso parece. Sé lo que piensas; resulta difícil imaginar que un país tan infestado de comités tuviera a un solo hombre que gobernara sobre todos ellos, pero parece que las cosas eran distintas entonces. Sea como sea, sienten una gran estima por este Benefactor... —Casi devoción, se podría decir —intervino Hollend. — Bien, sí, supongo que se podría decir así... —Calpurna pareció algo perpleja por el vocablo pero luego regresó a su tema—. Y cuando murió conservaron su casa como monumento conmemorativo suyo. Existe un comité especial, formado con el único propósito de mantener la Casa en buen estado. Están muy orgullosos de ella, y muy deseosos de mostrarla a los visitantes; en especial a los extranjeros, claro. Afirman que hoy en día tiene exactamente el mismo aspecto que tenía cuando el Benefactor murió. Hollend, masticando aún, dejó escapar un sonido de desacuerdo y se tragó precipitadamente el pedazo de pan para acotar:
—No, querida, en eso te equivocas. El Benefactor no murió, desapareció. Eso forma parte de la historia. ¿No recuerdas nuestra visita a la Casa?
—Oh... sí, ahora que lo mencionas me parece recordarlo... Bueno, de todos modos, hiciera lo que hiciera, tanto si se murió, desapareció o se fue a vivir a otra parte, las gentes de aquí han conservado su casa como una pieza de exhibición. Lo cierto es que deberías ir y verla, Índigo. Resulta muy educativo.
Se vieron interrumpidos en ese momento por la llegada de Koru, con Grimya avanzando silenciosa tras él. La loba tenía tendencia a despertar y sentirse inquieta al amanecer, y Koru, con la ilimitada energía de los pequeños, no tenía el menor inconveniente en acompañarla a dar vueltas por el enclave para hacer ejercicio de buena mañana. Ahora dio los buenos días con toda educación a Índigo y a su familia, y se encaramó a su silla para devorar hambriento el desayuno que su madre colocaba ante él. Hollend, con una sonrisa cariñosa, se inclinó hacia adelante para pellizcar la mejilla de su hijo.
—Tienes unos colores muy saludables esta mañana, Koru. ¡Está claro que la compañía de Grimya te hace mucho bien! Koru le devolvió la sonrisa.
—Es estupenda, papá. Ojalá yo pudiera tener un perro. —Bueno, ya veremos. Todo depende de si podemos encontrarle una buena utilidad, ¿no es así? —Se me ocurren cantidad de cosas. Por ejemplo... —Sí, cariño, estoy segura de que puedes —intervino Calpurna, apaciguadora—, pero no ahora. Come tu desayuno, o llegarás tarde a tus lecciones. Imagino que Grimya también estará hambrienta, Índigo. Si quieres traerla a la cocina cuando hayas terminado, queda todavía gran cantidad de la carne de ayer.
Grimya irguió las orejas al instante y agitó la cola, lo que hizo que Hollend y Koru lanzaran una carcajada. —Creo que te ha entendido, querida. —Hollend sacudió su delicada servilleta de hilo (otro artículo importado de Agantia) y la dobló con cuidado—. ¿Sabes, Koru? Le hablábamos a Índigo de la Casa del Benefactor, y de que debería verla.
Koru dejó de masticar, y sus ojos se iluminaron. —¡Oh, sí! ¡Oh, Índigo, claro que debes! —Se retorció en la silla, olvidado de momento el desayuno—. Papá, ¿no podría llevarla yo? ¡Ya sabes lo mucho que me gusta la Casa! ¡Déjame, por favor!
Hollend sonrió de oreja a oreja.
—Ésa es una idea muy acertada, Índigo, ¿permitirás que Koru sea tu acompañante? Te aseguro que resultará un guía mucho más interesante que los cadáveres ambulantes del Comité de la Casa.
—Vamos, Hollend —amonestó Calpurna, desaprobadora—. Koru tiene sus clases y su trabajo.
Al igual que todos los niños de Alegre Labor, Koru y su hermana pasaban la mitad de cada día estudiando y la Otra mitad trabajando. Las tardes de Ellani estaban ocupadas con lo que Alegre Labor consideraba deberes «adecuados» para una muchacha, mientras que Koru, demasiado joven para resultar de mucha ayuda práctica en las transacciones comerciales de Hollend, trabajaba con otros chicos del enclave en los campos de labor situados fuera de la ciudad, recibiendo como pago por su esfuerzo una parte de la producción.
—Vamos, un día de fiesta no le hará daño. Sólo tiene Ocho años, querida; necesita algún respiro de vez en cuando.
—Yo trabajaré hoy —dijo Ellani con cierto resentimiento—, y no veo por qué no tiene que hacerlo Koru.
—Muy bien, jovencita, también tú puedes ir. —Hollend hizo como si no viera el ceño de su esposa; pero Ellani negó con la cabeza.
—No, gracias. No me gusta ese lugar.
Consciente de la tensión creada en la familia, y violenta al sentir que era ella el motivo, Índigo se apresuró a intentar calmar el enojo de Calpurna y Ellani.
—No quiero ser una molestia... —empezó.
Hollend desechó sus protestas.
—¡No, no, no eres tal cosa! Un día de ocio no estropeará a Koru, y los tíos pueden refunfuñar todo lo que quieren. Si desea ir contigo a la Casa, puede hacerlo. Y, si te acompaña con educación y contesta a todas tus preguntas, entonces lo llamaremos trabajo y yo le pagaré la pieza que le corresponde. ¿De acuerdo? —Levantó los ojos hacia Calpurna.
Calpurna intentó reprimir la risita divertida que pugnaba por aflorar a sus labios, pero
fracasó.
—Oh, muy bien. Además, seguramente beneficiará a Índigo el que la vean visitando la Casa. Las gentes de aquí lo interpretarán como una indicación de que desea aprender sus costumbres. —Sonrió a Índigo—. Te pondré en una bolsa unos cuantos panecillos de carne y una botella de zumo de fruta. La ascensión a la colina es bastante ardua, y la visita guiada es larga y pesada. Koru puede llevar suficientes piezas para pagar tu entrada.
Sus últimas palabras, aunque pronunciadas con despreocupación y naturalidad, provocaron en la mente de Índigo un aguijonazo culpable. Hacía ya tres días que disfrutaba de la hospitalidad gratuita y generosa de la familia, sin que jamás se hubiera mencionado cómo podía compensarlos por su bondad... si es que en realidad podía. Y, fuera como fuese que tío Choai y los suyos consideraran la cuestión, Índigo sintió que ya era tiempo de recompensarlos.
Así lo dijo, y la acallaron inmediatamente. Hollend y Calpurna no querían oír ni hablar de ello. Su simple compañía, insistieron, era pago más que suficiente; y además —sin que quisieran ofenderla— ¿qué podía ella ofrecerles que ellos no poseyeran ya? Según los patrones de Alegre Labor eran gente rica; no necesitaban dinero, pues ya tenían más que suficiente para comprar cualquier cosa que este país pudiera ofrecer, y lo que Alegre Labor no podía facilitar era ampliamente cubierto por los cargamentos procedentes de Agantia. Habían hecho una nueva amiga de cuya compañía disfrutaban; eso era un pago, afirmaron, más que suficiente.
Índigo se sintió conmovida por sus palabras y por la sinceridad que sabía las había inspirado, pero de todas formas no podía en conciencia dejar la cuestión de ese modo. Fue así como dijo aquello que, más tarde, le heló el estómago al recordarlo.
—Bien —les dijo, medio riendo, cohibida ante sus exagerados argumentos—, si eso es cierto, entonces os doy las gracias. Pero a lo mejor todavía existe algo que pueda hacer, aunque la Madre sabe que no es mucho. —Señaló tímidamente en dirección a la escalera—. En mi habitación tengo un arpa. No soy un bardo, pero toco bastante bien, y también canto. Si no puedo hacer otra cosa, ¿quizá podría al menos cantar a cambio de mi cena?
Se produjo un corto silencio. No fue un silencio desagradable ni tenso, sino simplemente de desconcierto.
—¿Cantar... ? —dijo al fin Calpurna.
—Sí. —La perplejidad de Índigo igualaba la de ellos—. No pretendo poseer un gran talento, pero... —Su voz se apagó. Hollend y Calpurna le sonreían, pero era la sonrisa de unos padres indulgentes enfrentados al insondable razonamiento de una criatura de muy corta edad con la que naturalmente hay que ser indulgente.
—Bueno —declaró Hollend al cabo—. Eso es muy considerado de tu parte, Índigo.
—Sí —intervino rápidamente Calpurna, como agradecida por la iniciativa de su esposo—. Muy considerado. Y desde luego, si deseas tocar y cantar, te escucharemos con agrado. Pero... —Ella y Hollend intercambiaron una mirada por encima de la inclinada cabeza de Koru—. Realmente no es necesario, Índigo. Quiero decir... bueno, la música y el canto carecen de utilidad, ¿no es así? —Dedicó a Índigo una extraña y pálida sonrisita—. ¿Y qué valor tiene algo que carece de utilidad?
Aunque seguramente habrían puesto enérgicas objeciones al término, las personas que ascendían la colina con "toda solemnidad en dirección a la Casa del Benefactor tenían todo el aspecto de peregrinos que se aproximan a un santuario, Índigo, Grimya y Koru adelantaron a tres personas que iban solas y a un pequeño grupo que subía con dificultad en medio del seco y polvoriento calor, y cada rostro mostraba la misma expresión de embelesada ansiedad fortalecida por una bien marcada aureola de farisaica piedad. Ninguno llevaba las bandas blancas de los extranjeros, pero todos excepto una mujer de mediana edad condescendieron a devolver la educada inclinación de cabeza que Índigo les dedicó al pasar. A juzgar por lo que Koru le había dicho, parecía que las visitas regulares a la Casa eran casi una obligación para todo hombre o mujer que tuviera una posición que mantener, y a los extranjeros que también realizaban la ardua ascensión de la colina se los tenía en mayor aprecio —o como mínimo se los despreciaba menos— a causa de ello. Por qué era esto así, y qué tradición tácita atraía a la población de Alegre Labor hasta la Casa una y otra vez durante toda su vida, seguía siendo un misterio para Índigo. Desde luego el lugar carecía de significado religioso, ya que, como no había tardado en empezar a aprender, los conceptos espirituales no tenían cabida aquí. Hollend y Calpurna no pudieron ofrecer otra explicación que no fuera decir que sencillamente se trataba de una tradición, y Koru era demasiado joven para sentirse interesado en el cómo y el porqué. Pero, obsesionada aún por su sueño, la muchacha no podía desprenderse de la sensación de que algo extraño, funesto y —por el momento— inexplicable se encontraba tras la pared desnuda que durante tantos años había ocultado la Casa a la mirada casual.
Siguieron avanzando, alejándose de los otros caminantes. Las empalizadas de Alegre Labor habían quedado atrás ya, y la colina de la Casa, curiosamente simétrica, dominaba la vista, elevándose por encima de la amplia extensión marrón verdosa de campos cultivados. Del edificio en sí poco resultaba visible, ya que la cima de la colina estaba rodeada por una elevada pared de piedra coronada por brutales púas de hierro; sólo la puntiaguda cúspide incrustada de moho se dejaba ver por encima de estas defensas. Koru ascendía por el sendero a paso muy rápido, y aunque Grimya no tenía ninguna dificultad en mantenerse a su altura Índigo empezó a rezagarse. En estas latitudes el otoño venía precedido a menudo por una oleada de calor, y cuando por fin consiguió ascender los últimos metros de pedregosa carretera en pos de Koru el sudor resbalaba abundante bajo sus finas ropas. Había una pequeña puerta de madera encajada en la pared en el punto donde finalizaba la carretera, y un cierto número de visitantes madrugadores aguardaba ya que llegara la hora fijada en que la puerta se abriría para dejarlos entrar. Según el joven de expresión adusta y altiva que Índigo había encontrado esa misma mañana en la Oficina de Tasas para Extranjeros, las visitas de la Casa las realizaban guías autorizados del comité dos veces al día. La primera visita se iniciaba una hora antes del mediodía; la segunda, tres horas antes de la puesta del sol. Una joven pareja que llevaba bandas blancas sonrió a Índigo y a Koru con timidez; los demás hicieron como si no existieran a excepción de algunas miradas desconcertadas y ligeramente reprobadoras en dirección a Grimya, a todas luces preguntándose qué utilidad posible podía tener su presencia allí.
Mientras los últimos rezagados alcanzaban el muro, se escuchó el sonoro chasquido de un cerrojo al otro lado del portillo y la puerta se abrió para mostrar a una mujer diminuta vestida con un severo capote negro y pantalones, con una banda roja sobre el hombro. La mujer no les dirigió ningún saludo de bienvenida, limitándose a decir en tono conciso y bien aprendido:
—Represento al Comité de la Casa del Benefactor, y soy Vuestro guía autorizado. Me llamo tía Nikku. Agradeceré paguéis vuestra entrada y me sigáis.
Sin una sonrisa, se detuvo ante cada uno de los visitantes, con la palma de una mano extendida hacia arriba, y comprobó el valor de cada pieza a medida que le eran entregadas antes de ocultar la recolecta en una bolsa de cuero, provista de un buen cierre.
Índigo y sus dos acompañantes se encontraban entre los últimos de la fila, y al llegar ante ellos tía Nikku señaló Grimya.
—Habéis traído un animal. ¿Con qué propósito?
Índigo hizo una cortés reverencia pero sus ojos brillaron de enojo.
—¿Existe alguna regla que prohíba a los animales entrar a la Casa? —replico.
—No existe ninguna; pero no veo la necesidad de que animal entre Koru, saliendo al paso de posibles problemas, intervino con rapidez.
—La perra está bien adiestrada. Por favor, tía Nikku... También él se inclinó ante la menuda mujer—. Esta nueva extranjera es la doctora Índigo; se aloja con mi padre, Hollend el agantiano. Insistimos, desde luego, en pagar también la cuota adecuada para el animal. —
Y con gran lomo sacó una pieza de gran valor y se la tendió a la mujer.
No obstante su tierna edad, Koru sabía cómo tratar a estas gentes, pensó Índigo cuando tras sólo un segundo de vacilación tía Nikku tomó la pieza y la deslizó al interior de uno de sus propios bolsillos en lugar de añadirla a su abultada bolsa.
—Es una solicitud justa —asintió con un cortés movimiento de cabeza—. Siempre y cuando el animal sea limpio y no haga ruido, su presencia será aceptada.
Reprimiendo una sonrisa, Índigo contempló cómo se alejaba con aire de importancia hasta ponerse a la cabeza de la cola.
—Vamos a empezar —anunció—. Por favor, seguidme. Las preguntas pertinentes pueden hacerse una vez terminada la visita. —Sin dirigir ninguna otra mirada en dirección a Índigo y sus amigos, hizo que los visitantes cruzaran el portillo y penetraran en los terrenos situados al otro lado del muro.
La reacción inmediata de Índigo al obtener su primera visión clara de la Casa del Benefactor fue de sorpresa, seguida rápidamente de otra de desilusión. Por las ávidas descripciones de Koru había esperado una mansión espléndida y lujosa colocada en medio de suntuosos jardines y con un millar de ventanas reluciendo bajo el sol de la mañana. Desde luego la Casa era inusual, pues en lugar de seguir el acostumbrado estilo cuadrado de la arquitectura local estaba construida en forma de hexágono con cuatro pisos, cada piso ligeramente más pequeño que el inmediato inferior y toda la estructura rematada con un tejado voladizo que se elevaba hasta un punto central, a modo de extravagante sombrero picudo. Pero a pesar de su poco corriente estructura el edificio carecía de adornos y era del todo funcional, y los jardines que lo rodeaban no eran jardines de arbustos, césped y árboles sino simplemente una superficie de varios acres de terreno cultivado en los que las cosechas de verduras crecían en reglamentadas hileras. Sin duda, la Casa era grande según los criterios de Alegre Labor, pero aparte de su tamaño y su insólita configuración no había nada en ella que la distinguiera como residencia de un grande y noble gobernante. En realidad, pensó Índigo, en muchos de los países que ella había visitado —en Khimiz, por ejemplo, o incluso en las tierras de labrantío del continente occidental, modestamente prósperas—, el hogar de cualquiera que tuviera un rango superior al de pequeño vinatero o
comerciante menor habría sido construido a mucha mayor escala que esto.
Grimya, que había captado sus pensamientos y los compartía, miró a su alrededor con aire de desconcierto.
«Esto es muy extraño», dijo en silencio. «No hay nada , de grandioso en esta casa. ¿Por qué siente la gente tanta veneración por ella?»
Sí, ¿por qué? Pues lo cierto es que existía un aire de veneración, casi de arrobo, en las expresiones y comportamientos de sus camaradas visitantes, que no coincidía con impresión que Índigo había sacado de los habitantes de Alegre Labor. Incluso los dos jóvenes extranjeros parecían haber quedado atrapados en la atmósfera reinante y, cogido subrepticiamente de la mano, contemplaban el edificio con ojos muy abiertos y llenos de respeto. Tía Nikku, no obstante, no estaba dispuesta a tolerar ociosidad. Dio unas enérgicas palmadas para llamar al orden a sus pupilos y luego empezó a andar a paso ligero un sendero de listones de madera, uno de los varios se entrecruzaban por encima de los lechos de verduras para mantener limpios los zapatos de los visitantes. Tres o cuatro trabajadores laboraban en los cultivos pero ninguno levantó la mirada al paso del grupo, y tía Nikku tampoco les prestó atención. Había iniciado un monólogo que Índigo, situada casi al final de la fila, no podía entender muy bien pero que parecía girar en torno a la productividad del suelo y la diligencia del Comité de la Casa para mantener los niveles más altos. Tras abandonar sus esfuerzos por oír mejor, Índigo se concentró en el escrutinio de la Casa que se alzaba ahora ante ellos. A medida que se aproximaban a la abierta puerta principal, la muchacha decidió que los criterios del comité, por muy profusamente que los alabara tía Nikku, dejaban bastante que E desear; pues, aunque el edificio estaba en buen estado, poco había hecho —si es que se había hecho algo— para mostrarlo en todo su esplendor. Las paredes estaban sin pintar, lo mismo que la puerta, y las ventanas se veían tan mugrientas que resultaba evidente que nadie se tomaba la molestia de limpiarlas. Resultaba otra paradoja, por tanto, que el mayor orgullo y alegría de Alegre Labor se viera desfigurado y menoscabado por tan simple y no obstante fundamental abandono... «Y, sin embargo —se dijo—, puede que esto en sí mismo no sea más que una nueva confirmación de la actitud local. » Después de todo, si la Casa ya no estaba habitada, ¿de qué podía servir limpiar sus ventanas? Simplemente un gasto inútil de tiempo y esfuerzo, como tantas otras cosas que podrían haber convertido en más agradable la vida en este curioso país.
«Existe una palabra para lo que piensas», dijo Grimya, y su voz mental sonó ligeramente desaprobadora. «Pero no puedo recordarla. »
Índigo frunció los labios en una mueca divertida, consciente de lo que quería decir la loba, de cuál era la palabra, y de que no podía ocultar nada a su amiga durante demasiado tiempo.
«¿Cínica? Sí, quizá lo soy, Grimya. Pero, cuanto más me relaciono con las gentes de por aquí, más me cuesta no pensar de esta forma. »
Un peculiar sonido que era el equivalente de Grimya de un suspiro humano resonó en su cerebro.
«Lo sé. Aun así, no creo que piensen y se comporten como lo hacen adrede. Sencillamente no conocen otra forma de actuar. »
«No quieren conocerla», respondió Índigo con firmeza. «Eso es lo peor. Incluso los extranjeros que han vivido aquí cierto tiempo parecen haberse contagiado de la misma enfermedad, el... »
«Índigo», la interrumpió Grimya.
La vanguardia del grupo había llegado a la puerta principal de la Casa, y de improviso la
loba se detuvo, las orejas muy erguidas al frente y el hocico olfateando ansioso.
«¿Qué es?», inquirió la muchacha. «¿Qué sucede?»
«Vi algo, junto a la puerta. Se movía demasiado rápido para resultar claro, y ahora ha desaparecido. Pero tenía todo el aspecto de un niño pequeño. »
Un hombre de edad situado tras ellas carraspeó intencionadamente, e Índigo se dio cuenta de que también ella se había detenido y obstaculizaba el paso a las personas situadas a su espalda. Disculpándose con una inclinación, se hizo a un lado para dejar paso y luego miró a Grimya.
«¿Estás segura de que no lo imaginaste?» «Totalmente segura. Y además huelo algo. No un olor exactamente, pero un..., un... » Intentó hacerse con la palabra pero no lo consiguió. «Ya sabes lo que quiero decir. »
Índigo lo sabía. Algo psíquico; ahora también ella lo sentía mientras contemplaba la entrada situada ya tan sólo a pocos metros. La atmósfera de la Casa se desparramaba exterior, en dirección a ellos..., y rezumaba poder. Se volvió hacia la loba, con expresión anonadada. «Grimya, ¿qué... ?»
—¡No pierdan el tiempo, por favor! —La sonora voz reprobadora de tía Nikku interrumpió la pregunta a medio formular, y al levantar Índigo la cabeza se encontró con una severa mirada de la menuda mujer que la contemplaba desde el umbral—. ¡Todos los visitantes deben mantenerse juntos y no retrasar la visita!
Una vez más Índigo realizó una profunda reverencia. —Mis disculpas. —Y en silencio, dirigiéndose a la loba, lió: «No digas nada más por el momento, Grimya. Pero manténte alerta. Sospecho qué podemos encontrar mucho más lo que ninguna de las dos esperábamos».
—Y ante vosotros podéis ver el lecho en el que el Benefactor descansaba cada noche. Agradeceré toméis nota de este lecho no ocupa más lugar del estrictamente necesario, y también que está situado de tal forma que permite a su ocupante levantarse y llegar a la escalera que conduce a los pisos inferiores sin desperdiciar más que un mínimo de energía.
Tía Nikku hizo una breve pausa para que sus oyentes absorbieran esta información, antes de continuar con su prendido y monótono discurso. —Es un hecho demostrado documentalmente que el Benefactor no necesitaba más que dos horas de sueño cada noche, con lo que ahorraba mucho tiempo que luego podía utilizar en cosas útiles. Este ejemplo es uno que todos haríamos muy bien en seguir, ya que es bien conocido las horas ocupadas en dormir son horas perdidas, y horas perdidas no proporcionan ningún provecho al ocioso. El Benefactor dejó bien claro que quizá no todos tendrían la fuerza necesaria para emularlo en esto, pero esforzarse es ganar, y se le reconoce el mérito a todo aquel que hace lo que puede.
Siguió adelante y el grupo la siguió obedientemente, pasando junto al lecho situado sobre la acordonada plataforma. Sus rostros, incluso los de los extranjeros, mostraban la adecuada expresión de respeto; uno o dos asintieron sabiamente en silencio como saboreando la indisputable verdad de la homilía de tía Nikku. Índigo, en cambio, contempló pensativa la cama desprovista de mantas y sin duda muy incómoda, que se sostenía sobre seis patas achaparradas, y volvió a sentir la punzante sensación de inquietud que había ido creciendo en su interior desde que habían penetrado en el edificio.
No había prestado la menor atención a la ronroneante conferencia de tía Nikku y muy poca a los frecuentes apartes, impacientemente murmurados, de Koru. En su lugar había intentado que sus otros sentidos más sutiles confirmaran lo que ojos y oídos le decían. Y
empezaba a alcanzar una conclusión inquietante, aunque no por completo inesperada.
Al parecer la Casa del Benefactor no era más que un museo, un monumento conmemorativo a un hombre cuya vida había compendiado todo aquello que era más querido por los habitantes de Alegre Labor. La afirmación de Calpurna de que el lugar había sido conservado tal y como era cuando el Benefactor murió no era exactamente cierta, ya que el Comité de la Casa o sus antecesores se habían cuidado de asegurarse de que las reliquias a su cuidado quedaran escrupulosamente resguardadas de dedos curiosos o codiciosos por barreras de cuerda que obligaban a los visitantes a seguir una ruta estrecha y claramente marcada a través de las muchas habitaciones del edificio. Durante casi dos horas Índigo y Grimya habían seguido en silencio a tía Nikku mientras ésta conducía al grupo primero por la cocina, lavandería y salas de abluciones de la planta baja, y después lo hacía ascender por una escalera sin barandilla y que crujía de forma alarmante hasta las salas de trabajo del piso superior, para luego pasar al segundo piso donde se encontraban los dormitorios del Benefactor, sus criados y sus invitados. Todos los pisos eran monótonamente iguales, el mobiliario y los objetos que se exhibían no resultaban más interesantes que los que podían hallarse en cualquier vivienda local, y la escasa luz solar que conseguía penetrar por las altas y sucias ventanas proyectaba una pátina deprimente sobre todo lo expuesto. Pero, a pesar de la insipidez, a pesar de la monotonía, Índigo sabía con una intuición tan infalible como cualquiera de sus sentidos físicos que lo que veían no era más que una ínfima parte de la auténtica escena. Grimya también se daba cuenta, y también, sospechó, lo percibió Koru, aunque no de forma consciente. Durante el desarrollo de la visita había ido vigilando al niño, y ahora creía tener una idea de por qué había estado tan ansioso regresar a este lugar. No eran los objetos lo que le fascinaba, y desde luego tampoco los discursos de tía Nikku. Era la atmósfera de la Casa. Koru todavía no había sido víctima del progresivo virus materialista que impregnaba Alegre Labor; al contrario que sus padres, e incluso que su hermana, era aún lo bastante joven como para ser inmune a la infección de desánimo y tristeza. Había visto los niños fantasmas. ¿Los veía ahora? ¿Sentía al menos presencia? Pues ellos se encontraban allí; ocultos en las sombras, invisibles y silenciosos y reacios a dejarse ver, pero allí estaban. E Índigo creía firmemente que esta isa estaba inextricablemente vinculada a ellos y cualquiera que fuera el reino desconocido y sobrenatural que habitaran.
Un ruido seco la sobresaltó, devolviéndola bruscamente a la realidad, y descubrió que tía Nikku volvía a dar palmas para llamar la atención de todos los reunidos.
—Con esto concluimos la inspección del segundo piso anunció la diminuta mujer—. Nos dirigiremos ahora a la última etapa de nuestra visita subiendo la escalera hasta el último piso. Esta escalera es muy empinada, y aquellos que no se sientan con fuerzas suficientes pueden elegir quedarse aquí si así lo desean. No obstante, a aquellos que posean la energía y la fuerza de voluntad necesarias les aguarda un gran privilegio.
Nadie deseaba ni admitiría desear quedarse atrás, de modo que la pequeña fila de a dos siguió a tía Nikku hasta el último tramo de escalera que se perdía en la mohosa penumbra sobre sus cabezas. De improviso, Koru extendió el brazo y agarró la mano de Índigo.
—¡Ya, verás, Índigo! —le dijo con vehemencia en un aparte— ¡Esta es la mejor parte de todas!
Índigo reprimió una automática advertencia de que tuviera cuidado mientras el chiquillo salía disparado hacia adelante y empezaba a subir, sin prestar atención a las muecas de censura de sus mayores. Ella lo siguió a un paso más sosegado y apropiado al resto del grupo... Y entonces, al acercarse a los últimos escalones, volvió a sentir la misma hormigueante oleada de poder que la había asaltado al aproximarse al edificio. Su mano se cerró con fuerza alrededor de la barandilla y atisbo a lo alto, en un intento de ver más allá de la lenta hilera de personas que ascendían delante de ella. Lo que fuera que se encontrara allí arriba poseía la clave de este misterio, y el corazón se le aceleró con una opresiva sensación de nerviosismo cuando por fin ella y Grimya llegaron al último piso.
En un primer instante pareció como si allí no hubiera nada que mereciera la penosa ascensión desde el piso inferior. La enorme habitación que ocupaba todo el piso estaba rodeada por los seis lados por altas ventanas, tan mugrientas como las otras, que sólo dejaban pasar un débil hilillo de luz, e incluso a pesar de la intensa penumbra Índigo pudo darse cuenta de que carecía casi por completo de muebles. En un ángulo entre dos de las ventanas había algo alto y oval, cubierto con una funda, Índigo no sabía lo que era ni tuvo oportunidad de preguntar, ya que tía Nikku empujaba ya a sus pupilos en dirección al único otro objeto de la sala, que se encontraba en el centro exacto de la habitación.
—Ahora por fin —dijo, y su voz resonó bajo el cavernoso techo que ascendía hasta la cúspide del tejado— hemos llegado ante el último objeto, un objeto que hace que los corazones de los miembros del Comité de la Casa se hinchen con el orgullo del éxito. Con nuestras propias habilidades hemos mantenido esta reliquia en las mismas condiciones en que estaba cuando el Benefactor nos la legó al marcharse. Y es el único..., repito, el único artículo de sus objetos personales que ha sobrevivido al deterioro producido por el paso de los siglos y que puede exhibirse aquí para el bien de todos. —Con un gesto bien aprendido y casi melodramático tía Nikku se hizo a un lado para mostrar el orgullo y alegría del comité... y una sacudida psíquica atravesó el cuerpo de Índigo como la afilada hoja de un cuchillo.
En el centro de la habitación se alzaba una peana que, como todo lo demás en aquel mausoleo, estaba acordonada, pero esta vez con dobles cuerdas como para recalcar que éste no era un artículo corriente sino algo de un valor especial. Sobre la peana había un almohadón, en sí mismo una rareza en Alegre Labor. Y sobre el almohadón descansaba una corona. Estaba hecha de un metal que parecía bronce, y muchas de las afiladas y uniformes puntas que la adornaban estaban rotas o desgastadas por el tiempo. Debía de tener muchos siglos de antigüedad.
Índigo aspiró involuntariamente por entre los apretados dientes mientras su sueño regresaba a su memoria con tremenda claridad. Volvió a ver el rostro del hombre bajo d flequillo de cabellos grises, los ojos oscuros con su engañosa suavidad, la nariz aguileña, la boca de pimpollo. Casi le parecía oír su voz tal y como la había oído en el sueño, tajante y fría, exigiendo saber su nombre y su propósito al venir a Alegre Labor.
Y en su mente, como ecos fantasmales, resonó el sonido de unas risas infantiles...
Tía Nikku no tuvo el menor inconveniente en contestar a las preguntas de Índigo una vez terminada la visita. Resultaba evidente que nada le gustaba más que exhibir sus conocimientos, y pareció considerar que el interés de la extranjera por el Benefactor aumentaba sobremanera su propio prestigio. Pero los esfuerzos de Índigo por descubrir lo que realmente quería averiguar se vieron obstaculizados por la implacable apreciación de la diminuta mujer sobre lo que era pertinente y lo que no.
La idea de que pudiera existir algún retrato o escultura del Benefactor pareció desconcertar a tía Nikku. De la misma forma en que Thia se había mostrado anonadada ante la idea de utilizar joyas como adorno, tía Nikku no encontraba que fuera necesario realizar un retrato de nadie, vivo o muerto, ya que tal cosa no podía poseer la menor utilidad. No, dijo; no se conocían detalles sobre el aspecto físico del Benefactor, y tales detalles carecían de importancia. Todo lo que importaba era que en estatura, energía y vigor había marcado un ejemplo a seguir por todas las personas sensatas. ¿Había sido qué? ¿Un rey? Tía Nikku no estaba familiarizada con la palabra. ¡Ah, un gobernante! Sí, así era, pues en aquella época era la costumbre en la Nación de la Prosperidad que el mando se heredase, pasando de padres a hijos. De todos modos, el Benefactor había comprendido que ésta no era la forma correcta de hacer las cosas. Y, cuando le llegó el turno de tomar el mando, abrazó y reveló la gran verdad de que tan sólo bajo los auspicios de muchas mentes sabias reunidas en comités podrían efectuarse auténticos progresos. Fue así como decretó que, a partir de ese momento, la gente no tendría un único gobernante sino muchos guías, y estos jefes deberían ser escogidos no por su linaje sino por sus méritos. De su brillante ejemplo había surgido, pues, enmienda y mejora, y la supresión de todo aquello que no contribuyera directamente a la superación mediante un trabajo diligente.
Al llegar a este punto Koru empezó a mostrarse inquieto, de modo que, cuando tía Nikku finalizó su sermón e inclinó la cabeza para solicitar la siguiente pregunta, Índigo vaciló cortés, dio las gracias y se despidió. Una vez de regreso por la polvorienta carretera, con otros miembros del grupo filtrándose más despacio por el portillo tras. ellos, Koru dijo:
—Hiciste muchas preguntas, Índigo. ¿Te interesa realmente tanto el Benefactor?
—No, en realidad, Koru, no —sonrió Índigo—. Es sólo que me gusta aprender cosas. Lo siento si te aburriste.
El niño parpadeó sorprendido.
—No me aburrí. Pero yo podría haberte dicho todas las cosas que dijo tía Nikku. Yo también hice esas preguntas cuando mis padres me trajeron aquí. Tuvimos un guía diferente pero nos contó exactamente lo mismo.
—¡Oh! —exclamó Índigo—. Comprendo. —Miró de reojo al chiquillo que caminaba junto a ella—. ¿Te importó volver a escucharlas?
—Ni una pizca. —Koru sonrió ampliamente—. Me gustan. —De improviso levantó la cabeza, y sus ojos, que eran muy brillantes y tan azules como los de Calpurna, se clavaron en los de ella llenos de inocente alegría—. Creo que el Benefactor debió de ser una especie de persona mágica, ¿no te parece?
Grimya lanzó un curioso sonido, rápidamente truncado, al tiempo que Índigo se detenía.
—¿Mágica? —repitió—. ¿Por qué lo dices, Koru?
Una leve nube ensombreció el rostro del chiquillo, como hubiera advertido de repente haber cometido un terrible error.
Bueno, claro —se apresuró a añadir—, todo el mundo sabe que no existen cosas como la magia...
Grimya, consciente de lo que pensaba Índigo en aquellos momentos, intervino en silencio: «Sí; sé sincera».
Índigo se agachó y tomó las manos de Koru entre las MI y as.
—Yo no, Koru. Yo creo en la magia.
—¿Tú crees? —Parecía todavía indeciso, no muy seguro de sí mismo.
—Sí.
El chiquillo reflexionó sobre sus palabras, cauteloso todavía pero deseoso de confiar en ella; deseoso, comprendió ella, de confiar en alguien que compartiera su misma creencia. Por fin el deseo venció a la cautela.
—Bueno... —Arrastró un pie por el polvo—. Bueno..., es esa corona, ¿sabes? La corona del Benefactor. Es mágico; lo percibo. Y siempre creo que..., que si me dejaran tocarla, o sostenerla, yo... —Su voz se apagó y sus mejillas enrojecieron—. Es estúpido. Pero si tan sólo pudiera tomarla, creo que podría ver en el interior de otro mundo, donde las cosas son diferentes y la gente es más feliz.
Sabiduría inconsciente de labios de un niño... Con una punzada de dolor y pena Índigo pensó: «¿Es esto lo que la vida en este país ofrece a todos los que caen bajo su influencia? Tristeza, desánimo; la incapacidad de conocer o experimentar cualquier otro placer aparte de la lúgubre satisfacción del lucro material». Pensó en Thia y su desapasionada y limitada satisfacción ante la perspectiva de un matrimonio con un esposo a quien no había visto nunca pero que disfrutaba de gran mérito en la comunidad y tenía posibilidades de ser rico. Pensó en tío Choai, astuto y codicioso y dispuesto en todo momento a utilizar a otros para la propia promoción. Pensó en Calpurna y Hollend, atrapados en la misma telaraña seductora y ahora incapaces ya de disfrutar del placer por el placer. Sin arte, sin música, sin juegos. Nada que hiciera la vida agradable. Incluso Ellani había sucumbido a la infección, a pesar de no tener más que diez u once años. De todas las almas que había encontrado en Alegre Labor tan sólo Koru mantenía encendida en su interior una brillante chispa. ¿Y cuánto tiempo pasaría, se preguntó Índigo, antes de que la presión resultara excesiva y, también él, se perdiera?
En el fondo de su corazón Índigo creía saber qué se ocultaba tras esta terrible enfermedad, y sólo pensar en ello le provocaba un horrible y helado sentimiento de desesperación. Si estaba en lo cierto, el destino le había jugado una broma terrible, ya que parecía que aquello de lo que huía y que la había empujado a refugiarse en este país había estado aquí todo el tiempo, esperándola; esperando para desafiarla a retomar la misión que tan duramente había intentado abandonar, Índigo había encontrado a su sexto demonio.
En un principio se negó a pensar en ello, intentó incluso negarse a aceptar lo que sabía que era la verdad. Grimya sabía lo que pensaba pero no dijo nada, ya que éste era un dilema que Índigo debía resolver sin que nadie interviniera. Además, la loba no estaba muy segura sobre sus sentimientos acerca de esta cuestión. Hasta hacía un año había sido distinto, pero eso fue antes de su estancia en la Isla Tenebrosa. Grimya seguía reviviendo en sus pesadillas los días pasados en aquella tierra húmeda y sofocante; para ella, la Isla Tenebrosa había sido un infierno en vida, y había sentido un terrible impulso de aullar de puro alivio el día en que por fin pusieron pie en la cubierta de la nave que las iba a conducir lejos de aquellas costas fétidas y plagadas de enfermedades. Pero, antes de marcharse, Índigo había tomado una decisión y dado un paso que había puesto fin a la pauta que sus vidas habían seguido durante más de medio siglo.
Hacía ya mucho tiempo, Índigo había recibido un regalo; un guijarro en cuyo centro vivía y se movía una diminuta e inquieta chispa dorada. Durante cincuenta años ella y Grimya habían ido allí adonde les indicaba la piedra-imán, en pos de los demonios que la mano impulsiva de la misma Índigo había liberado de la Torre de los Pesares, para encontrarlos y destruirlos. Antes de llegar a la Isla Tenebrosa la muchacha jamás se había cuestionado lo que debía hacer, pero aquella prueba y sus repercusiones lo habían cambiado todo. La noche que abandonaron definitivamente la ciudadela del farallón, la muchacha había arrojado la piedra-imán desde lo alto de la elevada escalera al fondo del enorme lago resplandeciente que yacía a sus pies. Era una irónica ofrenda a la siniestra deidad del lago, una forma de dar las gracias por la lección aprendida y, mientras el agua emitía un momentáneo destello al aceptar el tributo, Índigo había tomado una decisión: ya no volvería a dejarse conducir, no volvería a dejar que la mandasen, pues empezaba a comprender tanto la naturaleza como el alcance de sus propios poderes, y tenía intención de utilizarlos para una causa que le importaba más que la caza de demonios. Al derrumbarse la Torre de los Pesares, su amor, Fenran, había quedado atrapado en un limbo de tormentos situado fuera de las dimensiones físicas del mundo; vivo pero fuera del alcance de la muchacha. Durante cincuenta años, mientras se esforzaba por cumplir su misión, Índigo siempre había creído que sólo cuando los siete demonios hubieran sido destruidos podían esperar ella y Fenran volver a reunirse. Pero en la «Isla Tenebrosa había averiguado que esto no tenía por qué ser necesariamente así... y que la elección entre continuar con su misión o dedicarse a un nuevo objetivo era suya y sólo suya.
Para Índigo la elección había estado muy clara. Así pues había dado la espalda a la piedra-imán y a lo que ella consideraba su tiranía y, dejando de lado todo pensamiento de demonios, había jurado que se dedicaría a la única cosa que le importaba más que nada en el mundo: encontrar a Fenran y liberarlo. En la Nación de la Prosperidad había buscado una tregua, tiempo para descansar y recuperarse y preparar sus planes. Pero ahora parecía que, por muy fuerte que fuera su voluntad, aquellas viejas obligaciones no estaban dispuestas a renunciar a su dominio sobre ella, y un nuevo demonio le había seguido los pasos y se alzaba ante ella.
En un primer arrebato de cólera —cólera que, sabía, era íntima compañera del temor— Índigo decidió que no se dejaría arrastrar. Se había hecho un juramento a sí misma y a Fenran; mantendría ese juramento, y ningún demonio ni niño fantasma ni benefactores muertos tiempo atrás la desviarían del sendero escogido. Así pues al día siguiente de su desafortunada visita a la Casa se sumergió en un torbellino de trabajo. Era un desafío, y también la forma más segura de que disponía para deshacerse de los pensamientos, temores y conjeturas que se amontonaban en su cerebro.
Tío Choai se sintió a la vez sorprendido y satisfecho al enterarse, por intermedio de la Oficina de Tasas para Extranjeros, de que la doctora Índigo estaría lista para recibir pacientes en la casa de la plaza del mercado a la mañana siguiente. Thia, que fue a recogerla puntualmente después de la hora del desayuno, le transmitió el mensaje de que tío Choai se felicitaba por la expeditiva recuperación de Índigo, y confiaba —una ligera alusión, pero inconfundible— en que no se produciría una repetición de su desafortunada enfermedad. Mientras se dirigían a la plaza mezcladas con los primeros grupos de personas, Índigo era consciente de alguna que otra mirada disimulada pero llena de curiosidad por parte de la adolescente, y sospechó que Thia lo sabía todo sobre su «lapsus», aunque la muchacha era demasiado educada y reservada para hacer referencia a ello o preguntar.
En la casa del médico la viuda de Huni volvió a recibirlas con una reverencia antes de acompañarlas a la vacía habitación de lo alto de la escalera. La anciana tenía una expresión rígida y retraída esa mañana y se veía una gran actividad en la planta baja: muebles y objetos que se sacaban, hombres que discutían en voz baja pero enérgica. Cuando Índigo preguntó qué sucedía Thia se encogió de hombros con indiferencia y dijo que la viuda de Huni tenía que buscarse nuevo alojamiento aquel día, y sin duda estaba ocupada en vender aquellos objetos domésticos que le quedaban después de que sus hijos e hijas se hubieran llevado la parte que les correspondía.
—¿Adónde irá? —Índigo se detuvo ante la puerta de la habitación del médico y se volvió para contemplar el ajetreo del piso inferior.
Thia volvió a encogerse de hombros, antes de responder: —Eso dependerá de cuántas piezas reciba. Probablemente tendrá suficientes para pagar su alojamiento en casa de su hija menor.
—¿Quieres decir... que tiene que pagar a sus propios hipara que le den cobijo? Thia le dirigió una perpleja mirada. —Claro; es demasiado vieja para trabajar. ¿De qué otra forma podría resultar valiosa si no? —Inspeccionó el astroso dispensario con ojo crítico—. Habrá muchos pacientes esperando. ¿Llamo al primero?
Índigo estuvo ocupada todo el día. En su primera incursión en su nuevo papel había tropezado con muchas suspicacias, pero ahora daba la impresión de que la actitud de la gente había variado un poco. De hecho tuvo toda impresión de que muchos de sus pacientes venían impelidos más por la curiosidad de ver a la médica extranjera que por una auténtica necesidad de sus conocimientos curativos, aunque también era cierto que ningún poder en la tierra habría podido arrancar tal confesión de ninguno de ellos, y se preguntó qué historias habría estado esparciendo tío Choai sobre sus habilidades. Thia se lo tomó todo con tranquilidad, como era de esperar, y, con aire satisfecho que recordaba a tía Nikku, parecía dar por sentado que la popularidad de Índigo aumentaba su propia reputación.
Al mediodía Índigo volvió a decretar una pausa para descansar y tomar algo —esto, informó a Thia, era una costumbre suya a la que todo el que trabajara para ella debía acostumbrarse— y mientras comían (Calpurna había avituallado a Índigo con carne y pan) Thia la sorprendió al empezar a hablar de improviso motu propio.
—Doctora Índigo, ¿se me permite hacerte una pregunta? Índigo levantó la cabeza, sobresaltada, y se tragó precipitadamente la comida que tenía en la boca.
—Desde luego, Thia. ¿Qué quieres saber?
La jovencita inclinó la cabeza con cuidada gratitud.
—Me han dicho —empezó tras una pequeña pausa— que posees un animal. Una perra.
—Es cierto. Se llama Grimya.
—¿El animal tiene un nombre? Ah; eso es... muy interesante. Lo que me gustaría preguntar es ¿para qué te sirve este animal?
Índigo ocultó una leve sonrisa con la mano, gesto que disimuló fingiendo aclararse la garganta.
—Grimya tiene muchas utilidades y aptitudes, Thia. Es una cazadora experta, con lo que puede facilitarme carne; es también mi guardiana, lo que me permite aventurarme por lugares que de lo contrario no resultarían muy seguros para una mujer sola.
—Tal necesidad, claro está, no se plantea en Alegre Labor —dijo Thia con una sonrisa—, aunque comprendo que en otras zonas las normas de conducta son diferentes. —Se produjo otro silencio, y luego agregó—: ¿Podría un animal como ella..., como esta Gri... —forcejeó con el desconocido vocablo—, esta Grimya, ser también útil para vigilar ganado, o incluso conducirlo?
Índigo empezó a comprender hacia dónde quería ir a parar Thia, e intentó imaginar a Grimya en el papel de perro pastor... o ganadero. Sin comprometerse, respondió:
—Grimya es muy inteligente. Sí, creo que podría hacerlo. ¿Por qué lo preguntas?
—Como creo haber mencionado ya, mi futuro esposo tendrá seis parcelas propias. Esto es suficiente para criar un rebaño rentable, y un perro de fiar para cuidarlo resultaría una gran ventaja. —De repente en los ojos de Thia apareció un curioso destello que Índigo no había visto jamás en ellos—. Se mencionó un regalo, doctora Índigo, lo que te agradezco enormemente. A lo mejor podrías considerar apropiado darme un perro con habilidades parecidas al tuyo...
Cuando la muchacha terminó de hablar, Índigo percibió algo tan inesperado que la sobresaltó. Por primera vez desde que conocía a Thia acababa de detectar algo más que fría y pragmática lógica en su voz; por difícil que resultara de creer, por un instante Thia había hablado con ilusión.
Entonces, mientras seguía contemplando a la adolescente, vio algo que le puso la carne de gallina.
La imagen de una niña empezaba a materializarse en la habitación. Se encontraba justo detrás de la silla en la que estaba sentada Thia y era una figura vaga e insustancial, un espectro, que permitía ver claramente la puerta a través del delgado cuerpecito. La visión sonrió, y unas manos espectrales, como las manos de los niños que la habían visitado aquí dos días antes, se extendieron hacia ella en un gesto de desvalida súplica, los oscuros ojos llenos de muda añoranza. Y, aunque los cabellos eran diferentes, más largos y suaves y no cortados de forma austera, la fantasmal criatura tenía el rostro de Thia.
De los labios de Índigo escapó un sonido; un estertor inarticulado que no pudo contener ni controlar. Thia —la auténtica Thia— se puso de pie de un salto.
—Doctora, ¿sucede algo?
El fantasma se había desvanecido, desaparecido como si jamás hubiera existido. Pero había existido; ella lo había visto.
—Creo que me he atragantado con un poco de comida.
Thia se dirigió hacia la mesa con enérgica eficiencia y cogió un frasco que descansaba sobre ella.
—Yo recomendaría agua para eliminar la obstrucción.
Índigo no la contradijo, tomó el frasco y bebió mientras se esforzaba por recuperar el control de su mente y su cuerpo.
—Gra... —Tragó, tosió, volvió a tragar—. Gracias, Thia. Sí, sí; eso es suficiente, ya estoy bien ahora. —Contempló cómo la muchacha volvía a dejar el frasco sobre la mesa, intentando en vano hacer que el repentino regreso a la normalidad concordara con lo que acababa de ver. En su cabeza, una voz interior gritaba salvajemente en silencio: ¡No! ¡No dejaré que me manejes! ¡Nopermitiré que me gobiernes! ¡Déjame..., déjame tranquila!
—Hablábamos de perros. —Thia volvió a sentarse.
—¿De... perros!
—Sí. —dijo Índigo, parpadeando.
Thia sonrió, y todo rastro de aquella otra Thia momentáneamente melancólica había desaparecido, como si acabaran de borrar de improviso la pizarra de escribir de una criatura. La muchachita ya no pensaba ahora en compañía, amistad o amor. Volvía a ser ella misma, y para ella, como para cualquier buen ciudadano de Alegre Labor, un perro no era otra cosa que una propiedad potencialmente valiosa.
—Aceptaría encantada el regalo de un perro, doctora Índigo —dijo con tranquila indiferencia—. Un animal de esta índole creo que resultaría un bien muy útil.
La tarde, calurosa y húmeda, volvía sofocante la habitación de la casa de Huni, y cuando por fin se despidió el último paciente Índigo estaba tan agotada que todo lo que deseaba era irse a dormir. Thia se había ido ya tras lanzar una nueva indirecta a modo de recordatorio sobre el regalo prometido, y la actividad en el piso inferior también había cesado, Índigo abandonó la casa tan rápido como le fue posible. Con la inquietante experiencia vivida aquella mañana y la anterior visita espectral fresca en su mente no sentía el menor deseo de permanecer en el dispensario más tiempo del necesario; la lúgubre habitación la desasosegaba, y se sintió agradecida de poder salir al ambiente algo más fresco y respirable de la plaza.
El mercado había finalizado su actividad por aquel día, lo que, pensó Índigo mientras miraba al cielo, era natural ya que el sol se había puesto y el cielo había adquirido un amenazador tinte metálico que anunciaba tormenta. Los puestos vacíos del mercado semejaban esqueletos, abandonados en medio de aquella pegajosa atmósfera en la que no soplaba una gota de aire. Ninguna luz brillaba aún en las ventanas de Tas casas, no obstante la falsa penumbra, y de no haber sido por el distante cloquear de las gallinas y la momentánea visión de una mujer solitaria que se alejaba apresuradamente por una de las callejuelas toda la ciudad habría parecido abandonada.
Índigo empezó a cruzar la plaza. Una leve brisa efímera sopló veloz procedente del sudoeste, y a lo lejos le pareció oír un trueno ahogado. Una vez en la calle principal la joven se encontró ya con otras personas que también se apresuraban hacia sus hogares para llegar a ellos antes de que empezara a llover; un muchacho desgarbado pasó a grandes zancadas por su lado sin dedicarle ni un vistazo, una pareja de mediana edad la adelantó andando sobre la acera destinada a las personas de más categoría, y delante de ella una jovencita, con la banda blanca de extranjera casi fluorescente bajo la luz de la tormenta, corría en dirección al enclave, Índigo apresuró el paso a un trotecillo, con la esperanza de alcanzarla. Las puertas del enclave tenían vigilantes durante las horas más bulliciosas del día, y, aunque en teoría sus residentes podían entrar y salir con tanta libertad como quisieran, algunos guardas se deleitaban perversamente en mostrarse difíciles, y dos personas tendrían más posibilidades que una de escapar a pesados retrasos.
La jovencita andaba muy deprisa, y las puertas del enclave estaban ya ante ellas cuando Índigo se encontró lo bastante cerca como para llamarla. La muchacha hizo bocina con las manos, lista para gritar, pero de improviso se detuvo en seco mientras el corazón le daba un vuelco.
Allí donde un momento antes había habido una única figura corriendo delante de ella, había ahora de improviso dos. Y la segunda —cuyo aspecto era exactamente como una versión más joven e infantil de la primera, excepto por el hecho de que Índigo veía claramente las puertas a través de su cuerpo insustancial— volvió la cabeza y la miró.
Un rostro menudo, agraciado y delgado le sonrió con coquetería, y el fantasma saludó con una mano. El corazón de Índigo se detuvo y volvió a latir; la joven cerró los ojos con fuerza y ahogó un juramento.
Cuando volvió a mirar, el espectro había desaparecido.
—Estás muy silenciosa esta noche. —Calpurna cerró la puerta del horno de ladrillos situado junto al fuego de la cocina y sonrió por encima del hombro a Índigo, que se encontraba preparando las verduras para la cena de la familia—. ¿Fue un día agotador?
Índigo devolvió la sonrisa, a la vez que se obligaba a ocultar su preocupación.
—Podría haber sido mucho peor —dijo—. Sospecho que la mitad de mis pacientes sólo acudieron movidos por la curiosidad, para ver a la nueva curandera extranjera.
—No te preocupes —se echó a reír Calpurna—; la novedad pronto pasará y regresarán a sus taciturnas vidas. ¿Están ésas listas? Bien; ponías en la sartén, y encontrarás sal en el tarro de la última estantería de la alacena. Gracias. —Echó una rápida ojeada por la ventana al cielo, cada vez más encapotado. La tormenta no había estallado aún pero el retumbar de los truenos se oía cada vez más próximo y frecuente, y alguno que otro relámpago hacía bailar las sombras en la cocina—. Espero que Hollend tenga el suficiente sentido común como para traer a Koru a casa antes de que empiece a llover. Los tendremos a los dos en cama con pulmonía si los atrapa el aguacero.
—Yo misma temí que me atrapara —repuso Índigo, y una vez más centelleó en su mente la imagen de una jovencita de cabellos rubios ataviada con la banda de los extranjeros corriendo delante de ella por el sendero. Una y otra vez intentaba borrar la imagen de su cerebro, y una y otra vez ésta regresaba...
Se mordisqueó el labio inferior.
—Calpurna, ¿cuántas familias viven en el Enclave de los Extranjeros?
La mujer pareció algo sorprendida por el cambio de tema, pero no hizo preguntas.
—Oh... yo diría que una docena.
—¿Las conoces a todas?
—Bueno, todos nos hablamos, claro, porque estamos todos aquí aislados en cierta forma; después de todo, si tuviéramos que depender de los lugareños para la vida social... —Una ceja enarcada subrayó con elocuencia las palabras de Calpurna—. Pero no diría que muchos de ellos sean buenos amigos. ¿Por qué lo preguntas?
—Es simplemente que otra persona entró en el enclave delante de mí. —Índigo esperó que su voz sonara indiferente y no levantara las sospechas de Calpurna—. Una chica, un poco mayor que Ellani, de cabellos rubios. Sencillamente me preguntaba quién sería.
—Cabellos rubios... ¿Más o menos a la altura de los hombros? Ah, entonces probablemente se trataba de Sessa Kishikul, la hija de los comerciantes de minerales. —Se produjo una pausa—. ¿Hablaste con ella?
—No.
Calpurna meneó la cabeza juiciosamente. —Es una criatura extraña. Bastante triste, en realidad. La familia proviene de Scorva; personas decentes, aunque tienden a ser algo reservados. Hay algo que no es normal en Sessa, me parece. —Se golpeó la sien—. En su cabeza. No sé cuál es la palabra adecuada, pero la pobrecilla debe de tener ya diecisiete años, y todavía tiene el cerebro de una criatura.
El pestillo de la puerta chasqueó en ese momento, y Ellani entró en la habitación. Dos pequeñas lecheras de metal se balanceaban de un balancín pasado sobre sus hombros, y mientras las depositaba con un suspiro de alivio sobre las baldosas del suelo anunció: —Padre y Koru vienen de camino. Los vi cruzar las puertas.
—Menos mal. Vamos, dame el agua. —Calpurna tomó los recipientes y añadió algunos sarcásticos comentarios sobre el Comité de los Extranjeros y su imposición de instalaciones tan primitivas e inconvenientes—. Ve a lavarte las manos; luego puedes poner la mesa. Oh, Ellani... Tú conoces a Sessa Kishikul ¿verdad?
—Sí —respondió Ellani con expresión cautelosa. —Claro que la conoces; das clase con ella. ¿Cuántos años tiene?
—No lo sé —repuso Ellani, encogiéndose de hombros—. Rosiris Pia dice que tiene dieciocho, pero no puede ser cierto. No se comporta como un adulto. De todos modos, nunca me relaciono con ella.
Tras tal aplastante declaración Ellani abandonó la cocina, y mientras lo hacía un rayo volvió a centellear en silencio en el exterior. Quizá se trató de una ilusión producto del momentáneo destello en la habitación —e Índigo intentó convencerse de que no podía haberse tratado de otra cosa— pero, por un instante, le dio la impresión de que otra Ellani la miraba por encima del hombro y le lanzaba una sigilosa sonrisa conspiradora.
Los acontecimientos de aquel día, como Índigo no tardó en descubrir, fueron sólo el principio y apenas una leve muestra de lo que tenía que venir. A partir de la mañana siguiente todas las horas de su actividad diaria se vieron implacable y alarmantemente perseguidas por cada vez más de aquellas visiones espectrales.
En un principio no encontró una pauta para las apariciones. Parecían manifestarse en cualquier momento y cualquier circunstancia, y no parecía existir un denominador común que uniera una con otra. Un muchacho que cruzaba la plaza del mercado con un rebaño de ovejas, golpeando a las que se desmandaban con un pesado bastón sin dejar de gritar a sus animales con voz ronca, tuvo de repente un gemelo que bailaba y saltaba a su lado. A un anciano con una banda azul que denotaba su categoría superior, al que guiaba por la calzada reservada un criado de rostro avinagrado, lo siguió por unos instantes una juvenil y transparente caricatura de sí mismo. Una madre, terriblemente recelosa de la forastera, pero impelida por la necesidad, le llevó a un niño con una pierna llagada para que se la curara, y por un momento Índigo tuvo la impresión de que eran dos los niños que tenía delante en lugar de uno solo. Durante todo aquel primer día las manifestaciones se volvieron más y más frecuentes, y con la llegada de la tarde los nervios de la muchacha estaban a punto de estallar. Ni en casa de Hollend pudo encontrar reposo, ya que en dos ocasiones vio a Ellani seguida por una sonriente melliza.
Finalmente se dio cuenta de que sí existía un denominador común, y ese denominador era la infancia.
—O más bien no la infancia en sí —dijo a Grimya; eran altas horas de la segunda noche y ambas se encontraban sentadas sobre la cama de la habitación—, sino una mente infantil. ¿Recuerdas lo que te conté sobre el anciano y su criado? Era evidente que apenas podía valerse; me da la impresión de que su mente debe de haber retrocedido a la infancia como sucede a veces con la gente mayor. Luego tenemos a la hija del comerciante de minerales, Sessa Kishikul. Calpurna dice que está enferma, que su cerebro es todavía el de una niña pequeña. Y todos los otros... —Se interrumpió, recapacitando. Ellani, Thia, el pastor, el paciente de la pierna llagada... Sí, tenía razón—. Todos los demás eran niños. Todos ellos.
—Entonces, pi... piensas —dijo la loba con su voz gutural— que únicamente los niños tienen estos extrrraños dobles?
—Sí; o a lo mejor... —Otra posibilidad acechaba en un rincón del cerebro de Índigo pero no se veía capaz de enunciarla—. No lo sé, Grimya. Puede que ésos sean los únicos que vemos.
Grimya permaneció silenciosa un buen rato. También ella había presenciado estas manifestaciones, no sólo en compañía de Índigo sino también en la de Koru, pues sin nada que pudiera interesarle en la casa del médico se había aficionado a acompañar al niño a los campos de labor, donde encontraba abundantes oportunidades de ser útil. Lo que no sabía era si Koru había visto a los fantasmas. Además, existía otra cosa; algo que empezaba a desconcertarla.
—¿En qué piensas? —preguntó por fin Índigo.
Grimya parpadeó y clavó la mirada en el espacio cuadrado de la ventana en el que sólo se veía la tenue luz de las estrellas.
—Pen... saba dos cosas —repuso despacio—. Primero, me preguntaba cómo es que nosotras vemos a estas criaturas fantasmales mientras que otros no lo hacen. Y luego, también me preguntaba cómo es que Koru no parece tener Uno de estos dobles.
Índigo la miró sorprendida al darse cuenta de que era cierto. De todos los niños de Alegre Labor, Koru era desde luego el que tenía más probabilidades de atraer un gemelo fantasma; sin embargo, hasta el momento tal gemelo no había hecho su aparición.
—He pas... sssado muchas horas con Koru en los campos —añadió la loba, volviendo la cabeza para mirar a Índigo—. Pero jamás he visto nada.
—No; ni yo tampoco. No obstante, es mucho más criatura que Ellani; uno pensaría, ¿no te parece?, que sería más lógico que fuera él quien tuviera un doble espectral y no ella.
—A menos —acotó Grimya, pensativa—, que no necesite uno.
Índigo volvió a clavar la mirada en ella. —¿Qué quieres decir, Grimya? La loba sacudió la cabeza.
—No lo sé. No es más que una idea, ¡y no sé por qué! se me ha ocurrido. Pero parece que a lo me... jor Koru no ha crecido lo suficiente para que esto le suceda. —Se lamió el hocico, como hacía a menudo cuando se sentía perpleja—. Cuando yo era un cachorrillo, no necesitaba buscar cosas de que maravillarme; lo encontraba en todas las cos... sas. Fue cuando crrrecí que la sensación de asombro empezó a des... saparecer a medida que aprendía que E la vida puede ser muy du... ura. Ahora, lo que yo me pregunto es si estas personas que tienen mentalidad de niños han aprendido también que la vida es du... ura.
—¿Y Koru no? —Índigo empezó a comprender lo que quería decirle.
—Ssssí. Al menos, ésa es la única respuesta que se me ... ocurre.
No obstante el calor de aquella noche de otoño, Índigo sintió de repente un terrible escalofrío. No era por lo que Grimya había dicho, no era nada lógico o explicable; pero sintió, sin saber cómo o por qué, que alguna inteligencia cuya naturaleza aún no entendía se reía de ella con suavidad pero de buena gana.
—¿Entonces qué son? —susurró, y el escalofrío apareció en su voz, proporcionándole un peculiar tono tembloroso que no pudo reprimir—. ¿Qué son esas criaturas espectrales?
—No podemos estar seguras —respondió Grimya con un débil gemido—. Pero si lo que he dicho es cierto... entonces crrreo que son los fantasmas de lo que estas personas podrían haber sido.
Como si la misma inteligencia que se había reído en el cerebro de Índigo hubiera decidido ahora fastidiarla y burlarse de ella, los fantasmas empezaron a aparecer más a menudo y con mayor nitidez. Casi todos los niños o adolescentes con los que Índigo se encontraba, en la calle, en la plaza o en su propio dispensario, eran seguidos por un sonriente gemelo que la llamaba, que le suplicaba, que le enviaba un silencioso llamamiento al que ella daba la espalda con energía mientras el corazón empezaba a latirle con fuerza otra vez. Y por la noche los niños fantasma regresaron. Grimya fue la primera en oírlos, y se despertó bruscamente de su sueño para correr a la ventana. Con las patas delanteras sobre el alféizar, clavó los ojos en actitud defensiva e inquieta en la vacía oscuridad por la que nada se movía; luego se volvió para mirar al interior de la habitación y se encontró con Índigo, también despierta, que escuchaba el pequeño coro de voces que le susurraban: «Ven con nosotros, ven a jugar, juega con nosotros». A la mañana siguiente empezaron a ver breves atisbos de menudas caritas tristes, pero a la vez ansiosas, que miraban furtivamente desde detrás de un puesto del mercado, o desde el centro de una gavilla de maíz, o que le sonreían desde los lóbregos rincones de la escalera mientras Índigo ascendía hasta su consulta en casa del médico. Tras tres o más días de lo mismo, en los que los rostros y las llamadas se volvieron más nítidos si cabe, Índigo comprendió que aquella inteligencia, ese algo, se iba apoderando despacio pero sin tregua de ella.
Se resistió; luchó contra ello con todas sus fuerzas. Fuera lo que fuera o lo que quisiera, ella estaba decidida a no atender a sus impertinencias. Los demonios podían atormentar sus sueños pero ya no poseían el poder de manipularla. No se dejaría tentar, no aceptaría el desafío. Había acabado con los demonios —había hecho esa solemne promesa en la Isla Tenebrosa— y ya no quería saber nada más de ellos. Todo lo que quería, todo lo que ansiaba, era paz; paz para recuperar su resolución interior, y obtener las fuerzas y la orientación necesarias para embarcarse en su nueva misión: la búsqueda de Fernán.
Para aumentar sus tribulaciones, pero a un nivel más prosaico, había habido algún problema con referencia a la viuda del doctor Huni. Según Thia, y tal y como había pronosticado, la anciana vivía ahora con su hija menor, pero al parecer el arreglo no había resultado muy satisfactorio, ya que la viuda —cuyo nombre, averiguó Índigo, era Mimino— se dedicaba a regresar a su antigua casa. No intentaba entrar en ella sino que se limitaba a permanecer en la plaza del mercado a una prudente distancia de la puerta, con los ojos fijos en el piso superior donde trabajaba la muchacha. En dos ocasiones, al descubrirla allí, Índigo bajó y salió a la plaza, con la intención de hablar con ella e invitarla a entrar en la casa que había sido su hogar durante tantos años. Pero en cuanto aparecía en la puerta Mimino sacudía la cabeza como si la reprendiera, realizaba una curiosa reverencia ladeada a modo de disculpa y se alejaba a toda prisa antes de que Índigo pudiera acercarse lo suficiente para hablar. Thia se encogía de hombros ante la preocupación de Índigo y decía que, como la anciana estaba senil, era un ser inútil, y que la doctora no debía malgastar su tiempo con alguien que ya no tenía ningún valor, y por último inquina si estaba lista para recibir al siguiente enfermo. Pero la diminuta y triste figura de Mimino siguió persiguiendo a Índigo igual que lo hacían los niños fantasmas, y ésta no podía olvidar la expresión melancólica de los ojos de la viuda mientras montaba guardia fuera de la casa que en una ocasión había sido su hogar.
Dos noches más tarde, Hollend y Calpurna fueron convocados —no existía, dijo Calpurna con acritud, otra definición para ello— a una recepción organizada por el Comité de Extranjeros. Tales acontecimientos se celebraban tres o cuatro veces al año y eran, como añadió Calpurna con aún mayor rencor, una excusa para que los tíos y tías de las esferas superiores aceitaran los engranajes del comercio extranjero que mantenía en pie su miserable comunidad, y exigieran el pago por los favores realizados y las concesiones hechas. Hollend, más optimista que su esposa, dijo que el acontecimiento era sencillamente una rara oportunidad de comer comida pasable a cargo del comité y de preparar el camino para nuevas y provechosas transacciones. Pero no era lugar para niños, de modo que ¿sería Índigo tan amable de cuidar de Koru y Ellani aquella noche, ocupándose de su cena y asegurándose de que se acostaran a su hora?