A las nueve en punto de la mañana, tal como solía hacer todas las mañanas de cinco de los siete días de la semana, Félix Zigman aparcó el sedán Cadillac en su plaza particular del garaje del sótano del lujoso edificio Blackman de la calle South Beverly de Beverly Hills. Recorrió en rápidas zancadas los treinta metros que le separaban del ascensor, entró en el elegante ascensor revestido de madera, pulsó el botón deseado y subió suave y lentamente hacia el quinto piso.
Presa del malhumor, tal como solía sucederle todos los lunes por la mañana -siempre le esperaban un montón de recados telefónicos porque sus clientes se habían pasado el fin de semana entregados a su paranoia y se habían dedicado a quejarse de las inversiones, reserva de pasajes, campañas, problemas hogareños-, Zigman pudo observar en el espejo del ascensor que éste reflejaba un rostro más torvo que de costumbre.
Por lo general, mientras subía, se examinaba por última vez para ver si estaba presente con vistas a la inevitable corriente de visitantes que iba a recibir, no fuera que algún cabello de su impecable peluquín gris no estuviera en su sitio, que hubiera alguna partícula de polvo adherida a sus gafas de montura de concha o un poco de barba mal afeitada en su ancho, bronceado y tenso rostro magistral.
Normalmente, aprovechaba aquellos momentos para quitarse cualquier hilo que pudiera haber en sus elegantes trajes tropicales confeccionados a la medida, para arreglarse el nudo de la corbata de tejido paisley y el pañuelo de seda de bolsillo con las iniciales bordadas y, para decidir si llamar o no al limpiabotas de abajo para que multiplicara el brillo de sus zapatos de charol Gucci.
Por lo general, Félix Zigman solía mostrarse muy puntilloso en relación con su aspecto exterior, pero esta mañana, al igual que otras mañanas recientes, su aspecto le preocupaba mucho menos.
El misterio de la desaparición de Sharon Fields le abrumaba terriblemente.
De entre todos los famosos clientes que integraban su impresionante establo, Sharon era la preferida. La adoraba, disfrutaba de su compañía, la entendía.
Era soltero de toda la vida y el único pesar que le inspiraba la circunstancia de no haber estado casado jamás se debía al hecho de no tener una hija. Sharon era la que más contribuía a llenar este vacío.
Plenamente consciente de su caprichoso comportamiento y de su volubilidad y carácter impulsivo -a pesar de que llevaba dos años más tranquila-, en el transcurso de las primeras cuarenta y ocho horas de su desaparición no se había preocupado demasiado.
Nellie Wright, en cambio, de temperamento mucho más emotivo, se había preocupado ya desde un principio. Pero al irse alargando la desaparición de Sharon de dos a tres y a cuatro días, Zigman empezó a compartir los temores de Nellie.
Sabedor de la inutilidad de presentar una denuncia ante el departamento de Personas Extraviadas de la policía de Los Angeles sin que existiera la menor prueba de que Sharon hubiera sido asaltada o secuestrada, Zigman se limitó a efectuar una visita oficiosa a un oficial del departamento amigo suyo.
Por desgracia, la noticia de dicha visita había trascendido -al parecer, en la época actual todo estaba intervenido y no era posible guardar ningún secreto-y sólo gracias a un oportuno y enérgico mentís logró Zigman evitar que la historia se convirtiera en algo que posteriormente pudiera constituir motivo de cuchufletas públicas.
Pero esta mañana su preocupación por la suerte de Sharon empezó a mezclarse con el temor, auténtico temor de que hubiera sucedido algo grave y Sharon pudiera hallarse en dificultades sin posibilidad de establecer contacto ni con él ni con Nellie.
Había considerado fugazmente la posibilidad de que hubiera sido asaltada o secuestrada. El paso del tiempo sin que se recibiera ninguna petición de rescate le había impedido pensar seriamente en tal posibilidad.
Repasando la lista de desventuras que podían ocurrirle a una persona, Zigman se detuvo especialmente en tres de ellas.
Una. La amnesia.
Desde luego que este fallo de la memoria, con la subsiguiente pérdida de la propia identidad, no es que fuera muy frecuente. Sin embargo, sabía que podía ocurrir. La desaparición de Sharon tal vez se debiera a un estado de amnesia que le impidiera recordar quién era y de dónde procedía, y ello como consecuencia de alguna causa desconocida o bien de una lesión cerebral.
Es más, hacía dos días que Zigman había consultado a un médico forense sobre dicha afección. No obstante, a Zigman se le antojaba una posibilidad muy poco probable porque, aunque Sharon no supiera quién era, habría innumerables personas que la reconocerían y lo comunicarían a las autoridades.
Dos.
Un coma debido a una lesión física accidental.
En el transcurso de su paseo matinal, tal vez hubiera abierto la verja (habían descubierto que faltaba el candado de la caja del motor) y hubiera echado a andar por alguna calleja de las cercanías de la calle Stone Canyon siendo alcanzada por algún conductor que se hubiera dado a la fuga o bien por algún árbol que hubiera caído.
Sin embargo, tanto él como Nellie y los O’Donnell habían rastreado la zona numerosas veces en el transcurso de la pasada semana sin encontrar huella alguna de Sharon.
Como es natural, cabía la posibilidad de que algún peatón o automovilista hubiera tropezado con su cuerpo, demasiado desfigurado como consecuencia de las gravísimas heridas, y, al no llevar ella encima documentación alguna, hubiera sido trasladada a toda prisa por el Buen Samaritano a alguna pequeña clínica municipal u hospital poco conocido. Y era muy posible que en aquellos momentos allí estuviera ella, sumida en un estado de profundo coma, bajo el nombre de Jane Doe.
Nellie se había puesto en contacto con todos los hospitales de la ciudad y el condado y con todas las clínicas de urgencia facilitando una descripción general de Sharon (para que no se descubriera su identidad ni la preocupación que la embargaba) con el pretexto de localizar a una pariente (facilitando para ello un nombre falso), pero su búsqueda había resultado infructuosa.
Tres.
Escapar impulsivamente con algún hombre.
Zigman había considerado tal posibilidad porque en su primera época Sharon había hecho una escapada de este tipo. Pero ahora tal cosa se le antojaba muy poco probable y Nellie se negaba firmemente a creerlo.
La madurez y los cambios que se habían operado en Sharon y su estado de ánimo de la víspera de la desaparición hacían que esta posibilidad fuera la menos probable de las tres. Además, en la elección de sus compañeros varones, cada vez se mostraba más exigente y, caso de haber existido algún hombre que le interesara, Nellie o Zigman hubieran sabido de su existencia y hubieran podido hacer averiguaciones acerca de su persona.
Nellie se mostraba más inclinada a pensar que Sharon se había largado por su cuenta a descansar un poco en algún sitio, pero eso también era improbable porque la nueva Sharon se hubiera mostrado demasiado sensible como para sumir en la angustia a sus allegados y a estas horas ya se hubiera puesto en contacto con ellos.
A estas horas.
Zigman reflexionó acerca de estas palabras. A estas horas. Santo cielo, ya habían transcurrido trece días desde la desaparición de Sharon.
Eso de que ya hubiera llegado el treceavo día, se le antojaba más siniestro si cabe.
Pero no cabía duda de que había desaparecido y se había disipado como el humo. Por mucho que intentara reflexionar racionalmente, todo ello se le antojaba absurdo.
Como hombre lógico que era, Zigman se enorgullecía de creer que siempre había una respuesta o explicación que pudiera aclarar todos los aparentes enigmas humanos.
Al fin y al cabo, el cerebro humano era la computadora más perfecta de la tierra y, cuando a la computadora se le facilitaban los correspondientes datos de información y las posibles alternativas, ésta no tenía más remedio que facilitar respuestas razonables.
Sin embargo, aquí se disponía de una cantidad conocida.
Sharon Fields.
Se disponía de innumerables informaciones y estadísticas acerca de su persona. Se facilitaba a la computadora todo lo que se sabía de su aspecto, de su comportamiento, de sus pensamientos, ambiciones, listas de amigos y enemigos, se le facilitaban a la computadora todos estos datos y esperabas la tarjeta.
Pero, cuando recibías la tarjeta, ésta aparecía en blanco.
Este fallo del supremo instrumento de la lógica era contrario a toda lógica.
Nellie le había dicho que el I Ching podría resultarles más útil que el cerebro.
Y aquí estaba él, experto en la ciencia de las respuestas, atascado por una vez, y a cada día que transcurría cada vez más perplejo a causa de la decepción y el temor.
La puerta del ascensor se abrió automáticamente y Zignman se quedó de pie ante el pasillo alfombrado de azul del quinto piso que conducía a su despacho de cinco habitaciones.
Con el corazón apenado, Zigman salió del ascensor y echó a andar en dirección a su despacho. A través de sus lecturas, sabía que había misterios que jamás llegaban a desentrañarse.
En 1809, el embajador británico en Viena, Benjamín Bathurst, abandonó una posada de Perleberg, Alemania, para dirigirse a su carruaje, rodeó a los caballos y desapareció para siempre en pleno día.
En 1913, el escritor Ambrose Bierce cruzó la frontera de México y desapareció de la faz de la tierra.
En 1930, el juez Joseph Crater subió a un taxi y jamás le volvieron a ver.
Y otros muchos que había habido, desde los colonos perdidos en la isla Roanoke a la tripulación del barco abandonado “Marie Celeste”.
Todos se habían esfumado en el aire. Ninguno de ellos fue hallado jamás. ¿Engrosaría acaso Sharon Fields esta lista? No, se dijo Zigman, eso no podía ocurrirle a la más popular, famosa y celebrada actriz joven del mundo.
Y, sin embargo, ahí estaba el hecho que no podía pasarse por alto, había llegado la mañana del treceavo día de la desaparición de Sharon.
Félix Zigman leyó su nombre ostentosamente escrito en letras negras sobre la puerta de madera de roble de su despacho, se avergonzó de la leyenda “Representación Personal” que figuraba debajo y entró rápidamente.
Cruzó rápidamente el vestíbulo de recepción y el despacho de su secretaria sin apenas saludar a las dos mujeres y entró en el espacioso despacho elegantemente amueblado evitando mirar la pared de la que colgaban las enmarcadas fotografías autografiadas de sus célebres clientes, con la más llamativa de todas ellas, la fotografía de Sharon con la dedicatoria: "Tu amiga para siempre, con estima y afecto, Sharon Fields".
Se dirigió a su gran escritorio de roble cubierto ahora por los numerosos recados telefónicos y el acostumbrado y gigantesco hormiguero de correspondencia del lunes por la mañana, se acomodó en el sillón giratorio de alto respaldo e hizo la última concesión al sentimentalismo antes de iniciar su jornada laboral.
Tal como había venido haciendo por espacio de diez de los trece días, descolgó el teléfono particular, el que disponía de clavija de desconexión, y marcó el número de Sharon Fields de Bel Air que no figuraba en la guía.
Respondieron a la llamada al primer timbrazo. Estos días no tardaban nada en contestar a las llamadas.
– ¿Nellie? Soy Félix.
– ¿Sabes algo?
– Ni una palabra ¿Y tú?
– Nada, nada. Félix, no sé si podré soportar un día más esta tensión. Estoy francamente asustada.
Intentó tranquilizarla, procuró reprimir su habitual aspereza e impaciencia, habló vagamente de algo que ocurriría muy pronto y prometió ponerse en contacto con ella más tarde.
Tras colgar, sus ojos repasaron los recados telefónicos en la esperanza de descubrir el nombre de Sharon o el de algún desconocido que pudiera haber telefoneado para facilitar información acerca del paradero de ésta, pero no lo descubrió y todos los demás nombres pertenecían a sus clientes o a agentes de inversiones y de cambio y bolsa o a expertos en relaciones públicas.
Apartó los recados a un lado y empezó a dedicar su atención al montón de correspondencia. Mientras examinaba el correo con todos los sobres perfectamente abiertos por su eficiente secretaria Juanita Washington, su cerebro empezó a fotografiar los remites, se imaginó el contenido de cada uno de los sobres y empezó a dictar automáticamente las rápidas, oportunas y claras respuestas.
Siguió examinando los sobres y, de pronto, sus dedos tropezaron con uno de tacto distinto.
Estaba sin abrir lo cual significaba que la por regla general infalible Juanita Washington había olvidado abrirlo o bien había observado que figuraba en él la palabra "Personal" o "Confidencial".
En el sobre, con grandes letras mayúsculas escritas en tinta negra, figuraban las palabras Personal e Importante.
Zigman tomó el sobre, apartó los demás a un lado y lo examinó.
No había remite. El matasellos era de Beverly Hills. Se trataba de un sobre de baja calidad de los que se adquieren en las tiendas de mala muerte. Su nombre y dirección aparecían escritos muy toscamente en tinta.
Rasgó el sobre para abrirlo y, al sacar las páginas que contenía, tuvo una rápida premonición. Desdobló rápidamente la carta y la alisó sobre el papel secante del escritorio.
Reconoció inmediatamente la inclinada caligrafía, los diminutos círculos sobre las íes, los rabos sin cerrar de las y griegas.
Pasó la página y sus ojos se detuvieron en la parte inferior de la segunda. Allí estaba: Sharon L. Fields.
!Al final! Regresó de nuevo a la primera página, al principio de la misma, y empezó a leer apresuradamente: Al señor Félix Zigman, Confidencial Querido Félix: Sé que habrás estado preocupado por mí. Esta breve nota te lo explicará todo.
La nota me la están dictando. La escribo de puño y letra para que sepas que procede de mí.
Fui secuestrada el día 18 de junio. He estado prisionera desde entonces. Nadie se puso en contacto contigo al principio porque había que tomar ciertas decisiones.
Me encuentro bien. Seré puesta en libertad si tú te avienes exactamente a las condiciones que te expondré en esta nota de rescate.
Si no accedes a avenirte a estas condiciones o las alteras, ello significará mi muerte.
Si no te avienes a la entrega de la suma, la forma de pago y el secreto, seré asesinada.
Eso es indudable. Las condiciones para mi puesta en libertad son las siguientes: El rescate que se pide por mi vida asciende a un millón de dólares (1.000,000) en efectivo y en billetes de tamaño normal.
Los billetes deberán ser de 100, 50 y 20 dólares.
La suma total deberá contener 1.000 billetes de 100 dólares, 2.000 de 50 y 40.000 billetes de 20 dólares.
Sólo una mitad podrá constar de billetes nuevos. La otra mitad deberá estar integrada por billetes ya usados.
Sólo podrá haber hasta 8 billetes con número de serie consecutivo pero no más. Es necesario que ninguno de los billetes esté marcado visible o invisiblemente.
No seré puesta en libertad hasta que se hayan analizado químicamente los billetes. Ello retrasará en unas doce horas mi puesta en libertad. Si se descubriera un sólo billete marcado, ello significará para mí la muerte segura.
Los billetes deberán guardarse en dos maletas marrones de fácil acarreo.
La maleta más grande deberá medir menos de noventa centímetros de largo y menos de sesenta de alto.
La segunda maleta deberá ser más pequeña, pero lo suficientemente grande como para poder contener el resto del dinero.
Cuando hayas reunido la suma del rescate, publica un anuncio en la columna de "personales" de la sección clasificadora del diario “Los Angeles Times”. Deberá publicarse en la edición del miércoles por la mañana del día 2 de julio. El anuncio que indicará que ya has reunido el dinero y esperas las instrucciones acerca de dónde dejarlo deberá decir lo siguiente: "Querida Lucie.
Todo se ha solucionado.
Espero tu regreso.
Con afecto, papá".
Cuando se publique este anuncio, yo te escribiré una segunda nota más breve indicándote dónde y cuándo deberás dejar el dinero.
Procura estar libre los días jueves, 3 de julio, y viernes, 4 de julio, para efectuar la entrega en alguno de estos días. Cuando efectúes la entrega no deberá acompañarte ni seguirte nadie.
Félix, te suplico que no comuniques a nadie el contenido de esta nota ni el de la siguiente Si se enteraran las autoridades, ello se sabría aquí y significaría mi ejecución inmediata. Mi vida está enteramente en tus manos. No me falles.
Siempre tuya, Sharon L. Fields.
Félix Zigman notó que se le ponía piel de gallina en los brazos y que un estremecimiento helado le recorría la columna vertebral.
Se quedó aturdido y petrificado a causa del contenido de la nota de rescate y del amenazador tono de la misma. Volvió a leer la carta y buscó las frases peligrosas: “si no te avienes a la suma, la forma de pago… seré asesinada… un sólo billete marcado, ello significará para mí la muerte segura… Si se enteran las autoridades… significaría mi ejecución inmediata”.
Y con frases que no dejaban lugar a ninguna duda, Sharon le cargaba con toda la responsabilidad de su supervivencia.
“Si no accedes a avenirte a las condiciones o las alteras, ello significará mi muerte.
Mi vida está enteramente en tus manos. No me falles”.
Zigman se reclinó abrumado contra el respaldo del sillón giratorio y se cubrió los ojos con las manos.
– Dios mío -murmuró en voz alta. Había perdido el aplomo y la seguridad, cosa que jamás le había ocurrido.
Su “raison d’tre”, su valor ante los simples mortales que solían ser víctimas de las emociones, su mismo éxito se basaba en su imperturbabilidad y en su capacidad de pensar con claridad por grave que fuera una situación.
Pero jamás en su vida se había visto en el centro de una situación parecida, una situación en la que tenía que cargar él solo con la responsabilidad de la supervivencia o aniquilamiento de otro ser humano, especialmente de un ser humano más querido para él que ningún otro que conociera.
El delito que acababa de revelársele era tan inesperado y sobrecogedor, la situación en que se encontraba la víctima era tan aterradora que tardó mucho rato en reaccionar.
Su primer pensamiento racional le indujo a no creerlo. La incredulidad era la reacción que mejor sabía manejar.
Considerar que la nota del rescate no era más que una broma, una burla e incluso un timo resultaba muy fácil y consolador y le quitaba de encima todo el peso de la responsabilidad.
Claro, ésa debía ser la explicación, intentó decirse a sí mismo, ésa debía ser. Alguien se había enterado de la desaparición de Sharon. Tal vez los criados de la casa, los O’Donnell, lo hubieran comentado con algún conocido poco discreto y este sinvergüenza se había apresurado a urdir un cruel timo en la esperanza de hacerse con la fortuna que en la nota se exigía.
Claro, ése debía ser el motivo de la carta. La gente normal jamás se atrevería a secuestrar a alguien tan famoso como Sharon Fields, de la misma manera que a nadie se le ocurriría secuestrar a la reina de Inglaterra o al presidente de los Estados Unidos.
Zigman llevaba viviendo tanto tiempo en el ambiente cinematográfico y entre personas de este ambiente, llevaba tanto tiempo desenvolviéndose en un mundo falso e imaginario que un horror como aquél lo archivaba automáticamente en los sótanos de los estudios junto con las cintas de episodios de mentirijillas. Aquello era una fantasía más.
Examinando con más detenimiento la nota de rescate, observó que la caligrafía del autor de la misma, siendo a primera vista muy parecida a la de Sharon Fields, no era en realidad más que una miserable imitación de la auténtica. Cesó el aturdimiento de su cerebro.
Estaba empezando a pensar de nuevo con claridad.
Si la carta era una patraña, no había que hacerle caso. No tenía por qué prestarle atención. Recuperaría la cordura, la responsabilidad en relación con la vida de otra persona ya no sería suya y el día computado podría seguir su curso.
Zigman se irguió en su asiento. Seguía correspondiéndole cierta parte de responsabilidad. Era necesario que aquella nota falsa de rescate se estudiara exactamente igual que si se tratara de un asunto de negocios cualquiera.
Había que cerciorarse. Había que ver si la propiedad correspondía a su descripción.
Había que establecer si era susceptible de proporcionar los beneficios anunciados.
Muy bien, lo comprobaría todo de una forma rutinaria, le echaría un rápido vistazo para experimentar la satisfacción del deber cumplido antes de quitarse de la cabeza aquella estupidez.
Se inclinó hacia adelante, pulsó el botón y llamó a su secretaria.
– ¿Sí, señor Zigman? -le dijo la voz de ésta.
– Juanita, tráigame el archivo de la correspondencia de Sharon Fields del último año. Tráigamelo inmediatamente.
– Sí, señor.
Tamborileó con los dedos sobre el escritorio mientras esperaba impacientemente el archivo. ¿Qué demonios estaría haciendo esta muchacha? Le parecía que había transcurrido una hora.
Miró el reloj del escritorio.
Sólo había transcurrido un minuto.
Con una carpeta de papel manila, Juanita estaba acercándose a él pisando la mullida alfombra. El extendió la mano y casi le arrebató la carpeta de un tirón. Pero no se disculpó.
– Gracias -murmuró en voz baja.
Depositó inmediatamente la carpeta sobre el escritorio y la abrió. En el momento en que se disponía a revisar su contenido, se percató de que Juanita todavía se encontraba de pie junto al escritorio.
Levantó los ojos y vio que le estaba mirando con aire preocupado.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó bruscamente.
– Perdone -repuso la muchacha muy turbada-.
Es que estaba preocupada. ¿Se encuentra usted bien, señor Zigman?
– ¿Qué significa eso de si me encuentro bien?
– No, no lo sé.
– Pues claro que me encuentro bien. Me encuentro perfectamente bien. Ahora déjeme solo. Estoy ocupado.
Esperó a que se cerrara la puerta tras la muchacha y volvió a dirigir su atención a la carpeta.
Examinó rápidamente varias cartas, suyas a Nellie Wright, de Nellie a él en nombre de Sharon y, al final, encontró una y después otra y una tercera que le había escrito de puño y letra la propia Sharon desde distintos lugares con su conocida caligrafía inclinada.
Apartó la carpeta a un lado y colocó las tres cartas auténticas de Sharon Fields al lado de la falsa nota de rescate.
Las estudió detenidamente, las examinó palabra por palabra e incluso letra por letra. Terminó en cinco minutos.
Ahora ya lo sabía. La vida de Sharon Fields estaba enteramente en sus manos. No le cabía la menor duda, absolutamente ninguna.
La nota de rescate era Sharon auténtica, escrita de puño y letra por la propia Sharon.
Su deseo de una broma había sido un autoengaño y un intento involuntario de evitar que sucediera un hecho nefasto. Pero no podía evitar que no sucediera. La prueba la tenía delante.
Había sucedido. Sharon Fields había sido secuestrada. Había que comprar su seguridad. No podía esquivar la propuesta. Tendría que efectuar la inversión y en seguida.
Un millón de dólares. Había intervenido en numerosas transacciones en las que la suma exigida había sido no de un millón sino de cinco o diez millones. Pero jamás con veinticuatro horas de plazo.
Jamás en dinero efectivo, en billetes de determinado valor y con estrictas limitaciones en cuanto a los números de serie y en cuanto a la cantidad de billetes nuevos y viejos.
Y lo más grave era que todo ello tenía que hacerlo con el máximo sigilo.
La computadora de arriba se estaba poniendo en marcha, zumbaba rápidamente en silencio y estaba empezando a vomitarle los procedimientos a seguir. Bajo ninguna circunstancia se lo insinuaría a nadie y tanto menos a la policía y al FBI. Tenía que ser una operación de un solo hombre.
La operación Zigman.
Se mostraría tan reservado como un sacerdote o un psicoanalista. Pero había una persona a quien tendría que notificárselo.
Tendría que acudir a entrevistarse con Nellie Wright y comunicárselo. Con ello no rompería el pacto sellado con la secuestrada y los secuestradores.
Nellie y él eran como una sola persona en lo concerniente al afecto que le profesaban a Sharon.
Parecían dos personas pero funcionaban como una sola cuando se trataba de cuestiones relacionadas con Sharon. Aparte de Nellie, tendría que haber una tercera persona.
Otra persona que tendría que intervenir sin pérdida de tiempo. El hombre del dinero. Lo encontró inmediatamente.
Había muchos candidatos pero sólo uno de ellos resultaba idóneo.
Nathaniel Chadburn, el compañero de golf de Zigman en el transcurso de los fines de semana en el Club de Campo de Brentwood y veterano presidente del Sutter National bank.
El hombre más idóneo por dos motivos. Chadburn se encargaba de todos los asuntos bancarios de Zigman, desde cuentas corrientes de clientes a préstamos y financiaciones. Eran íntimos amigos desde hacía más de diez años.
Chadburn y el Sutter National no sólo trabajaban por cuenta de Zigman sino que, además, financiaban varios proyectos de la Aurora Films, los estudios que producían las películas de Sharon y con los que ésta tenía firmado un contrato.
Chadburn era un mago de las finanzas. Encontraría el medio de obtener un millón de dólares en efectivo de la noche a la mañana.
Era probable que en los sótanos del Sutter National dispusieran incluso de una cantidad superior a ésta.
En caso contrario, sabría dónde conseguirla aunque para ello tuviera que cerrar un trato con la Reserva Federal de Los Angeles.
En cuanto a las enojosas exigencias -la mitad en billetes nuevos y la mitad en billetes usados y todo ello en billetes de cien, de cincuenta y de veinte con variedad en los números de serie-, Chadburn conocía a otros banqueros de la zona e intercambiaría con éstos los billetes necesarios para conseguir la suma requerida.
Pero había otra razón por la cual Chadburn resultaba el hombre más idóneo y esta razón era la más importante: En el transcurso de todos los años que llevaban trabajando juntos, Chadburn jamás había hecho comentario alguno acerca de los asuntos particulares o situación económica de sus clientes.
Era un hombre reservado, tranquilo y discreto en grado sumo.
En el transcurso de aquellos diez años, Chadburn ni siquiera había tenido el atrevimiento de preguntarle a Zigman si estaba o había estado casado.
El despacho particular de Chadburn era un confesionario tan sagrado y seguro como el del Papa en el Vaticano.
Y, además, Chadburn era el único hombre que Zigman conocía que no hiciera trampa al anotar los tantos de golf en la tarjeta.
Añádase a ello un último factor. No era probable que exigiera aval por el préstamo y, caso de hacerlo, aceptaría los bienes raíces y los bonos de Zigman bajo palabra de éste.
Zigman sopesó otra cuestión. ¿Tendría que confesarle al banquero el uso a qué se destinaría el millón? ¿Haría falta mostrarle a Chadburn la nota de rescate? Sería conveniente hacerlo así.
Zigman estaba seguro de que sí pero después comprendió que no sería necesario traicionar la petición de Sharon en el sentido de que guardara absoluto secreto.
Porque, en cuanto Zigman le pidiera el préstamo y le señalara la necesidad de que éste fuera en efectivo, en billetes de determinado valor y con determinadas limitaciones en cuanto a la clase de billetes y numeración y le hablara del carácter urgente de la operación, Chadburn lo “comprendería”.
El banquero sabría con toda certeza para qué y para quién se necesitaba el millón de dólares.
El también iba al cine y leía novelas. No preguntaría y no haría falta contarle nada. Y no se quebrantaría ningún pacto de confianza.
Zigman dobló la nota de rescate y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Se levantó del sillón giratorio y entonces se preguntó por primera vez por qué el secuestrador o los secuestradores habían esperado trece días antes de exigir el rescate y se preguntó también qué penalidades habría sufrido Sharon en el transcurso de aquellos trece días.
Rápidamente lo apartó de su imaginación. No quería preguntarse nada. Sólo deseaba que su niña regresara a casa sana y salva.
Cruzó velozmente la estancia, salió al pasillo y se encaminó hacia el ascensor.
“Cuaderno de notas de Adam Malone -2 de julio”: Estamos a media mañana del miércoles y, dado que los demás consideran que se trata del momento culminante de nuestra estancia en Más a Tierra y lo están celebrando por medio de una borrachera, he llegado a la conclusión de que merecía la pena dejar constancia de ello por escrito.
Yo me he ido -están demasiado embriagados y no me echarán en falta-y he encontrado un umbroso robledal a menos de un kilómetro de nuestro refugio.
Me encuentro sentado bajo un árbol y reclinado contra un tronco al amparo del cálido sol, escribiendo mis impresiones y lo que he observado y oído.
Lo que ha sucedido hace apenas unas horas es que el Agente de Seguros se ha ido con el cacharro a las cercanías de la ciudad para comprar la edición de esta mañana del Los “Angeles Times”.
Ha regresado muy pronto teniendo en cuenta lo dificultoso y escarpado que es el camino y ha irrumpido en el refugio en el momento en que estábamos quitando la mesa del desayuno.
Ha lanzado una gran exclamación y ha arrojado el periódico sobre la mesa.
– !Somos ricos! -ha gritado.
Todos nos hemos acercado al periódico, que estaba doblado por la página de los anuncios clasificados, y, en la segunda columna, entre "Pérdidas" y "Cambios" estaba "Personales" y debajo había seis anuncios, uno de ellos rodeado por un círculo de tinta roja.
En dicho anuncio podía leerse lo siguiente: "Querida Lucie.
Todo está solucionado.
Espero tu regreso.
Con afecto, papá".
Eso era exactamente lo que le habíamos dictado al Objeto, las palabras que ella había incluido en su nota al Representante de tal forma que éste pudiera darnos a entender que había recibido el mensaje, se interesaba por nuestra oferta de negocios y estaba dispuesto a realizar la inversión.
Yo temía que el Representante no considerara auténtica la nota de rescate.
Al parecer, la caligrafía y el empleo del nombre "Lucie" su segundo nombre, que sólo utiliza en su correspondencia con los amigos íntimos-ha inducido al Representante a tomarse en serio la nota y a contestar en la sección de anuncios clasificados.
Tras leer el anuncio, el Mecánico ha pegado un salto casi hasta el techo.
Abrazó al Agente de Seguros y le ha dado unas palmadas en la espalda gritando: "¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Ya te dije que lo conseguiríamos! ¡Mi idea ha dado resultado! ¡Un millón, eso es lo que tenemos!" El más pausado de nosotros, es decir, el Perito Mercantil, ha procurado calmarle diciendo: "Todavía no lo tenemos en nuestro poder, por consiguiente, todavía no podemos celebrarlo".
Pero el Mecánico ha hecho caso omiso de sus recelos y ha dicho canturreando: "¡Está en el banco! ¡Es nuestro, es nuestro!" Su entusiasmo resultaba tan contagioso que, al final, el Perito Mercantil se ha dejado convencer y ha accedido a participar en la alegría general.
Aunque yo había censurado desde el principio aquella transacción, no deseaba ser un aguafiestas.
He sonreído y les he felicitado.
El Agente de Seguros ya estaba trayendo whisky, hielo y vasos e insistía en que brindáramos por el día más memorable de nuestras vacaciones.
Yo he aceptado un trago y he participado hipócritamente del brindis por el día más memorable a pesar de constarme en mi fuero interno que no se trataba del día más memorable.
Mi mejor día fue aquel en que gané todo el amor del Objeto, y alcancé la dicha de unirme a ella.
Sabía que la satisfacción que nace del amor jamás podría ser comparable al burdo placer que procede de las ganancias materiales.
Mientras nos trasladábamos con nuestras bebidas al salón, he tenido ocasión de comprobar que el hecho de alcanzar el éxito con la mujer más deseable de la tierra jamás puede compararse con el éxito de la riqueza repentina.
Está muy claro que para los hombres el máximo pináculo, la perfecta consecución del orgasmo, no se alcanza a través de la sexualidad sino del dinero.
No sé si Wilhelm Reich debió darse cuenta alguna vez de esta circunstancia.
Como es lógico, aunque llegue a esta conclusión, yo no la suscribo puesto que formo parte de una minoría y soy un anticonformista.
He conservado el trago y me he abstenido de beber, observando en cambio cómo los demás se iban llenando una y otra vez los vasos.
A continuación se ha iniciado una conversación en la que al principio no quería participar si bien después me he visto obligado a hacerlo.
Repantigado en el sofá, el Mecánico no cabía en sí de gozo y satisfacción.
"Un cuarto de millón para cada uno -se repetía una y otra vez como si no consiguiera creérselo, y ha sido la única vez en que le he oído hablar en tono auténticamente amable-.
Imaginaos, imaginaos lo que habrán cambiado nuestras vidas para el sábado. Basta de preocupaciones. Basta de luchas.
Seremos unos ricachos y bastará que chasquemos los dedos para conseguir lo que se nos antoje, igual que Onassis y Getty".
"Yo aún no me lo creo -ha dicho alegremente el Agente de Seguros-, no sé qué haré primero".
"Podremos permitirnos hacer lo que más nos agrade -ha dicho el Perito Mercantil, pero después ha añadido un prudente consejo muy propio de su carácter-.
Claro que sería conveniente invertir una buena cantidad en bonos municipales exentos de impuestos.
Ello evitaría que nos gastáramos todo el dinero atolondradamente y nos permitiría obtener unos ingresos regulares".
"Primero yo quiero tener las cosas que siempre he deseado", ha dicho el Mecánico.
"¿Cómo qué?", le ha preguntado el Agente de Seguros.
Observando la expresión del rostro del Mecánico, se me ha ocurrido pensar momentáneamente en un pobre huérfano que hubiera sido adoptado de repente por una acaudalada familia y estuviera pasando sus primeras Navidades con ésta y acabara de abrir las docenas de paquetes amontonados bajo el árbol de Navidad alegremente adornado.
"¿Qué es lo que quisiera hacer con la pasta? -El Mecánico ha empezado a reflexionar, cosa insólita en él puesto que no parece una persona acostumbrada a utilizar demasiado la imaginación.
Cada persona dispone seguramente de un armario cerebral en el que guarda y conserva los posibles sueños que con frecuencia se avergüenza de manifestar.
Y el Mecánico ha revelado los sueños que ahora, con esta repentina ganancia, podrían convertirse en realidad-.
Pero una cosa es segura -ha dicho-, pienso pasarme mucho tiempo sin trabajar y, si vuelvo a trabajar, lo haré por mi cuenta.
Creo que lo primero que voy a hacer será buscarme un nuevo apartamento. Tal vez me compre un elegante apartamento de soltero, el más grande que haya, o tal vez una casa en la playa de Marina del Rey, donde hay tanto ambiente, o tal vez en alguna zona de Malibú".
"Una casa en la playa será muy cara", le ha recordado el Perito Mercantil.
"Estás hablando con un ricacho -le ha contestado el Mecánico esbozando una ancha sonrisa-.
Sí, un sitio todo para mí en la playa, y todas las noches organizaré fiestas en honor de esas chicas en bikini que se exhiben por la playa.
Y después me compraré un coche deportivo extranjero de carrocería especial, tal vez un Ferrari o un Lamborghini rojo, y me iré a pasear por ahí como uno de esos "playboys" de Africa del Sur.
Y después, vamos a ver, creo que me gustará hacer alguna inversión, tal como sugiere nuestro Perito Mercantil.
Tal vez compre un auténtico coche de carreras -uno de esos Porsches de doce cilindros blanco y verde-con el que pueda participar en algunas de esas carreras que organizan por el país y ganar algunos premios y trofeos.
Bueno, eso para empezar. Hay muchas otras cosas que también quiero. -Ha señalado con el vaso lleno hacia el Agente de Seguros y ha derramado parte del contenido-. Y tú, ¿qué? ¿Qué vas a hacer con el botín?"
El Agente de Seguros, con el mofletudo rostro arrebolado a causa del alcohol y la satisfacción, ha empezado a reflexionar seriamente.
"Pues mira, puedes creerme, me he preguntado a menudo lo que haría si heredara de repente una elevada suma de dinero. Por consiguiente, ya estoy bastante hecho a la idea.
Ante todo, tal como tú has dicho, me gustaría dejar el trabajo inmediatamente.
Ser vendedor tiene sus ventajas pero en el fondo es una forma humillante de ganarse la vida un día sí y otro también.
Siempre luchando, sonriendo, procurando resultar simpático, embaucar a la gente, y la mayoría de las veces para que te miren por encima del hombro y te insulten. Ya estoy harto de eso".
"Pero, en concreto, ¿qué quieres hacer?", le ha preguntado el Perito Mercantil.
"Bueno, me gustaría hacer un depósito para Nancy y Tim, mis hijos, para asegurarles el futuro.
Después me gustaría trasladarme a vivir a Beverly Hills, comprarme una de esas preciosas casas de dos pisos de estilo español que hay por Rodeo o Linden, una casa con piscina en la parte de atrás.
Y dejaría la decoración y la elección del mobiliario en manos de mi mujer, ella siempre ha deseado tener la oportunidad de poder hacerlo.
Como es natural, me haré socio de algún elegante club de golf y me pasaré mucho tiempo jugando dieciocho hoyos al día y alternando con la mejor sociedad.
Y haré buenas inversiones en el mercado bursátil.
Siempre he pensado que en la bolsa podría ganar mucho dinero.
Tal vez pueda doblar el capital. Y, bueno, y en cuanto a las aficiones, jamás se lo he dicho a nadie porque siempre me ha parecido ridículo y rebuscado, pero ahora que tengo el suficiente dinero como para convertir este sueño en realidad, me gustaría volver al fútbol americano.
No para jugar, claro. Para eso ya soy un poco mayor. Pero buscar por ahí, tratar de introducirme como capitalista en alguna asociación que tenga en proyecto organizar un equipo -no tiene por qué ser necesariamente en Los Angeles, podría ser en Chicago, Cleveland, Kansas-e intervenir activamente en la dirección del mismo convirtiéndome para ello en asesor del equipo de entrenadores.
Eso sería estupendo, me parecería que vuelvo a vivir mi época universitaria.
Creo que lo que te he dicho me mantendría ocupado durante muchos años.
Ah, sí y… -Ha mirado al Perito Mercantil-espero contar con tu colaboración para que revises mis inversiones y cuides de mis impuestos. Siempre y cuando no pienses retirarte, claro".
"Gracias por la confianza que me demuestras -ha dicho el Perito Mercantil-. No, creo que no me imagino retirado.
Me temo que mis planes de utilización de la parte que me corresponde os parezcan muy ridículos comparados con los vuestros.
Pero a mi edad es difícil cambiar. Desde luego que no me imagino dejando el trabajo y el barrio donde vivo. Es posible que me compre una casa más grande en la misma zona o que reforme la mía si eso resultara más económico.
Desde un punto de vista práctico, tal vez estudie la posibilidad de ampliar el negocio, asociarme a ser posible con alguien y alquilar unos despachos más bonitos".
"Vamos, hombre -le ha dicho el Mecánico burlándose de él-, todo eso que dices es muy aburrido y pesado. Puedes hacer cosas mejores, amigo mío. Divertirte un poco, compañero. Tienes un cuarto de millón de dólares. ¿No te gustaría pasártelo bien? Cómprate uno de esos salones de masaje en los que hay tantas chicas".
El Perito Mercantil ha esbozado una débil sonrisa.
"Ya he pensado en eso, ya. Creo que me gustaría ser capitalista del club nocturno del señor Ruffalo. El Traje de Cumpleaños.
Dado que le llevo los libros, sé cuál es el valor exacto de este negocio. Creo que al señor Ruffalo no le importaría aceptarme como socio. Sería un buen negocio.
En cuanto a las mujeres, sí, me gustaría encontrar a una joven que resultara adecuada, una joven bonita y discreta a la que pudiera poner un apartamento, que se mostrara agradecida a cambio de mi ayuda e interés y que no fuera tan exigente como para complicarme la situación matrimonial. Eso sería muy agradable".
"!Y que lo digas!", ha exclamado el Mecánico.
"Otra otra cosa -ha añadido el Perito Mercantil casi con timidez-. Me gustaría ir a Hunza".
"¿Ir a dónde? -le ha preguntado el Mecánico-. ¿Qué demonios es Hunza?"
Yo hubiera podido informarle pero he preferido permanecer al margen y dejar que hablara el Perito Mercantil.
"Como tú sabes, soy un adepto de la comida sana. En general me interesa cualquier cosa -tanto si es un régimen alimenticio como un lugar geográfico-que contribuya a la buena salud y, por consiguiente, a la prolongación de la vida.
Y ciertamente que los Estados Unidos no constituyen un sitio adecuado para aquellos que se interesan por la longevidad".
"Tienes razón -le ha interrumpido el Agente de Seguros-.nA este respecto, podría referirte dos datos de nuestras tablas actuariales.
La esperanza de vida del varón americano al nacer es de sesenta y siete años. En relación con la esperanza de vida de los varones, existen veinte naciones que nos llevan la delantera.
En Suecia y en Noruega el hombre corriente alcanza la edad de setenta y dos años y en Islandia y los Países Bajos alcanza los setenta y uno".
"Y en Hunza -ha dicho el Perito Mercantil-vive hasta los noventa años y a veces hasta la edad de ciento cuarenta".
"Todavía no nos has contado qué demonios es Hunza", le ha dicho el Mecánico.
El Perito Mercantil ha asentido como para calmarle.
"Hunza es un lejano y pequeño país de trescientos veinte kilómetros de longitud y uno y medio de anchura situado en un valle himalayo del norte del Pakistán.
Se cree que fue fundado por tres desertores griegos del ejército de Alejandro Magno que huyeron a dicho valle en unión de sus esposas persas.
Hunza es insólito por muchos conceptos. Está gobernado por un Mir hereditario y su población es aproximadamente de treinta y cinco mil almas. En Hunza no hay aduaneros, ni policía, ni soldados, ni cárceles, ni bancos, ni impuestos, ni divorcios, ni úlceras, ni infarto, ni cáncer y prácticamente no se conoce el delito.
Y tampoco existe aquello que nosotros masoquísticamente calificamos de vejez. En Hunza existen años jóvenes, años medianos y años ricos.
En Hunza abundan sobre todo los centenarios. Los visitantes han podido observar que la mayoría de hunzukuts viven hasta los ochenta y noventa años, con un elevado porcentaje de población que rebasa la edad de cien años o más.
En Hunza los hombres conservan la virilidad y son capaces de procrear a los setenta y a los ochenta años".
"Pero, bueno, ¡qué maravilla! -ha exclamado el Mecánico-. ¡Y eso cómo es posible?"
"Nadie conoce la causa. Puede deberse a muchos factores.
No obstante, uno de dichos factores es, sin lugar a dudas, el régimen alimenticio.
La persona corriente consume en Hunza mil novecientas veintitrés calorías diarias. La gente se dedica a los cultivos orgánicos, sólo ingiere alimentos naturales, alimentos sin preparar ni aderezar. Por eso yo… -El Perito Mercantil ha vacilado y ha esbozado una tímida sonrisa-. Bueno, la comida sana que me veis comer está adaptada a la típica dieta Hunza.
Ya sabéis, pan de cebada, albaricoques secos, calabaza, pollo, estofado de vaca, manzanas, nabos, yogourt, té.
Pero bueno, yo siempre he deseado algo más que limitarme a seguir el régimen alimenticio de Hunza.
Mi auténtica ambición ha sido siempre visitar Hunza, aprender sus secretos y beneficiarme de su Fuente de la Juventud. Es más, no me importa revelaros un secreto.
Hace años que tengo preparado el pasaporte en mi despacho y lo renuevo cada vez que caduca por si se me presentara la ocasión de realizar el viaje. Pero el viaje siempre ha estado más allá de mis medios y mis limitaciones de tiempo.
Ahora, disponiendo de tiempo y dinero, espero poder hacer el viaje dentro de uno o dos años." "Podrías llevarme contigo -le ha dicho el Agente de Seguros-.
Me gustaría confeccionar unas tablas actuariales acerca de las posibilidades de conservar la virilidad más allá de los cien años." "Cuando organice el viaje, te lo comunicaré", le ha prometido el Perito Mercantil.
He observado entonces que el Mecánico me miraba con ojos legañosos.
"Estás muy serio para ser un chico que acaba de heredar una fortuna".
"Os estaba escuchando", he contestado.
"Formas parte del Club de Admiradores. Tienes que mostrarte activo. Todos hemos manifestado la forma en que pensamos gastarnos nuestro botín. ¿Cómo vas a gastarte el tuyo?"
En realidad, yo no había pensado todavía en cómo gastarme mi parte de aquellas ganancias mal adquiridas.
Había estado escuchando atentamente y llegando a distintas conclusiones como resultado de esta conversación centrada en qué-se-hace-cuando-el-sueño-seconvierte-en-realidad.
Había observado que esta fantasía de la riqueza había hecho palidecer primero y suplantado después la inicial fantasía de la satisfacción sexual. Ello a su vez me ha inducido a hacer ciertas reflexiones.
Me he preguntado si, una vez convertida en realidad, esta fantasía llegaría a resultar tan poco satisfactoria para los participantes como habían resultado las relaciones sexuales con el Objeto.
"Bueno, ¿cómo te lo vas a gastar?", ha repetido el Mecánico.
"No lo sé -he contestado con toda sinceridad-. Tal vez consiga dejar el empleo a horas, que siempre me ha impedido disponer de tiempo para escribir.
Supongo que ahora podré escribir a pleno rendimiento.
Tal vez me aleje algún tiempo de Los Angeles y me vaya a vivir a la “Rive Gauche” de París por la experiencia personal que ello significará y por el estímulo creador que me proporcionará".
"Y por las francesas", ha añadido el Mecánico con su acostumbrada vulgaridad.
Yo no le he hecho el menor caso.
"Me gustaría viajar un poco, ver mundo, ver cómo viven otras personas.
Creo que un autor necesita un “Wanderjahr”. Tal vez me detenga en Mallorca, en Venecia y Florencia, en Samarcanda y posiblemente en Atenas y Estambul. No sé.
Aparte de eso, no he pensado demasiado en el dinero ni en la forma de gastarlo".
"Podrías convertirte en productor cinematográfico -ha dicho el Agente de Seguros-, contratar a tus propias actrices y hacer tus propias películas".
"No -he contestado-, no me interesa esta faceta de las películas.
Me gusta ir al cine, disfrutar de las películas y leer comentarios acerca de las mismas. Tal como ya os he dicho, no hay demasiadas cosas que me interese comprar.
A decir verdad, estoy totalmente satisfecho de lo que ahora tenemos. Es lo que siempre he querido".
El Mecánico se ha preparado chapuceramente otro trago.
"Ya cambiarás de idea. Todavía no estás acostumbrado. Espera a tocar con la mano tu parte del botín".
"¿Y qué hacemos con éste? -ha preguntado el Agente de Seguros-. Me refiero al botín. ¿Os parece que dejemos de beber y empecemos a preparar la nota final de rescate? Tenemos que organizar las medidas necesarias con vistas al cobro del dinero".
"Vamos, no te preocupes. -le ha dicho el Mecánico-. Ya está en tu poder. Lo demás vendrá por sus pasos contados.
Divirtámonos un poco. Una ocasión así no se produce todos los días. Disfrutemos de ella y después terminaremos lo que tengamos que hacer".
En ese momento, sin que los demás se dieran cuenta, me he alejado de su presencia.
He salido fuera para buscar un poco de soledad y reflexionar acerca de mi situación.
Acaba de ocurrírseme pensar que hemos estado tan ocupados celebrando nuestra suerte que nadie ha tenido la delicadeza de informar acerca de lo que ha sucedido a la persona a la que debemos nuestra futura riqueza.
Estará deseando saber si se ha cerrado el trato y si pronto podrá regresar a su público.
Voy a cerrar el cuaderno de notas y a comunicarle la noticia.
Los demás estaban demasiado sumidos en su borrachera para poder percatarse del regreso de Adam Malone al refugio.
Evitando cualquier contacto con ellos, Malone recorrió rápidamente el pasillo y entró sigilosamente en el dormitorio de Sharon Fields.
La encontró vestida con un jersey color púrpura y una falda marrón, sentada con las piernas cruzadas sobre la tumbona y leyendo.
Al verla, recordó que, desde que se había redactado y echado al correo la primera nota de rescate del sábado, es decir, desde hacía cuatro días, ninguno de los demás había experimentado el deseo de seguir manteniendo relaciones sexuales con ella.
Prueba fehaciente de que el dinero constituía el máximo orgasmo.
El, en cambio, había sido más constante, La había visitado todas las noches, si bien sólo se había acostado con ella dos noches.
Se habían hecho el amor el sábado por la noche.
Ella había empezado a experimentar molestias menstruales el domingo y éstas se habían prolongado a lo largo de todo el lunes y el martes.
Anoche había estado en condiciones de recibirle de nuevo y la unión entre ambos había constituido una inmensa dicha. Al verle entrar, Sharon puso rápidamente una señal en el libro y lo dejó.
Malone se alegró de comprobar que había estado leyendo uno de los volúmenes que él le había traído: la colección de bolsillo de las obras de Moliére.
Se sentó frente a ella y observó que se estaba esforzando por disimular su inquietud.
– Hola, cariño -le dijo dirigiéndole una fugaz sonrisa y sumiéndose de nuevo en su estado de ansiedad-. Me alegro de que hayas venido. He estado oyendo un barullo terrible. ¿Qué es lo que ocurre?
– He pensado que debemos informarte de ello. Tu representante, el señor Zigman, ha recibido la nota. Siguiendo las instrucciones ha insertado el anuncio en el “Los Angeles Times” de esta mañana.
Al parecer, lo tiene todo arreglado. El dinero está listo. Como es natural, mis amigos se han alegrado mucho. ¿Qué te parece?
Ya se había percatado de su suspiro de alivio. Sin embargo, pareció como si la noticia no la hubiera alegrado.
– No sé qué decir. En cierto sentido, lamentaré alejarme de ti. Lo lamentaré de veras, cariño. Pero, desde un punto de vista más práctico, me alegro de que todo se haya solucionado satisfactoriamente.
No me censuras, ¿verdad? La alternativa que se planteaba en la nota no es que fuera muy halagüeña que digamos. Si la nota de rescate no hubiera dado resultado, yo habría muerto.
– ¿Muerto? -repitió él-. Totalmente imposible. Eso jamás hubiera ocurrido. No era más que una simple amenaza para asegurarnos el pago del rescate.
– Pues, yo no estoy tan convencida como tú.
En cualquier caso, habida cuenta de la amenaza que pesaba sobre mi cabeza, es indudable que me alegro de mi próxima puesta en libertad. -Se detuvo y añadió-: ¿Cuándo recogeréis el dinero? ¿Será mañana o bien el viernes?
– Será pasado mañana con toda seguridad. El viernes, 4 de julio.
Nos hacía falta otro día para poder enviar la segunda carta con las instrucciones al objeto de que el señor Zigman sepa dónde tendrá que dejar el dinero.
– ¿Cuándo, se la vais a enviar? -preguntó ella preocupada-. No olvides que el cuatro de julio es fiesta. No pasa el cartero.
– El señor Zigman la recibirá. Se la enviaremos por correo urgente desde una estafeta de correos cercana a su despacho. Lo arreglaremos esta tarde.
Es probable que te la dicte el más alto. Será muy breve. Después yo la echaré al correo esta noche o mañana por la mañana lo más tarde.
Le dijimos al señor Zigman que estuviera en su despacho mañana y el viernes. Por lo tanto, estoy seguro de que allí estará. Y la recibirá a tiempo.
– ¿Y entonces me soltaréis?
– En cuanto regresemos aquí con el dinero.
– ¿Tardaréis mucho tiempo en efectuar los análisis químicos?
– No habrá análisis químicos. Lo hemos dicho para asegurarnos de que no marque los billetes. Ahora nadie se atreverá a marcarlos.
Cuando tengamos el dinero en nuestro poder, supongo que nos lo repartiremos. Y entonces ya habremos terminado. Te cubriremos los ojos con una venda y te conduciremos a algún lugar de Los Angeles en el que podamos dejarte sin peligro.
Te aflojaremos las cuerdas de las muñecas para que, una vez nos hayamos ido, puedas librarte de ellas, quitarte la venda de los ojos y dirigirte a la casa o gasolinera más próxima para llamar al señor Zigman y decirle que pase a recogerte. Será muy fácil.
Cuando tengamos el dinero en nuestro poder, serás puesta en libertad.
Sharon guardó silencio por espacio de unos segundos. Mantenía la boca y la barbilla rígidas.
– ¿Cómo sabes que van a soltarme? -le preguntó mirándole directamente a los ojos.
– Porque es el trato, Sharon -repuso él sorprendido ante su preocupación-. ¿Por qué no iban a soltarte?
– Tú es posible que lo hicieras -dijo ella muy seria-. Dos de los demás quizá también. Pero el cuarto de ellos… me refiero al más alto de ése no me fío.
– Pero, te fías de tres de nosotros, ¿no es cierto? Somos mayoría. No tendrá más remedio que aceptarlo.
– Ya ha roto otras dos veces su palabra haciendo caso omiso del acuerdo a que habíais llegado y de las promesas que me habíais hecho -dijo ella sin mostrarse muy convencida-.
Te prometió que no me violaría pero entró aquí y me violó. Prometió que no intentaría cobrar ningún rescate pero ha seguido adelante y ha convertido esta situación en un secuestro a cambio de un rescate.
Ahora se ha comprometido, junto con los demás, a ponerme en libertad en cuanto cobréis el dinero. ¿Cómo sabré si esta vez cumplirá con su palabra, no habiéndolo hecho así en las restantes ocasiones?
– Pero es que esta vez será distinto, se tratará del resultado final -dijo Malone muy perplejo-. ¿Qué otra cosa quieres que hiciera contigo como no fuera ponerte en libertad?
Pareció que ella fuera a contestarle, pero, en su lugar, decidió guardar silencio. Resultaba evidente que estaba preocupada por algo. Malone esperaba que se lo dijera.
– No sé -dijo ella al final-. Confío en vosotros tres pero no confío en él. Es violento y cruel. Es de las personas que no se detendrían ante nada en el caso de que alguien se interpusiera en su camino.
Podría llegar a la conclusión de que es peligroso ponerme en libertad no sea que quiera vengarme e intente averiguar su identidad.
– No es posible que ello ocurra -dijo Malone sacudiendo la cabeza-. Sabe que no le buscarás ni querrás verle jamás.
No creo que se le haya pasado siquiera por la imaginación. En cuanto a la violencia, es cierto que es violento pero se reprime como suele hacer la mayoría de la gente. No tienes por qué preocuparte, Sharon.
Ya tiene lo que quería. Lo que no quiere es que el dinero se convierta en dinero ensangrentado que le manche las manos.
Te lo repito, una vez tengamos el dinero en nuestro poder, serás puesta en libertad sin sufrir el menor daño.
Ella volvió a guardar silencio y, al final, dijo:
– Si tú lo dices. Tendré que depositar mi vida en tus manos. Cuando hayáis cobrado el rescate, tendré que confiar en ti y esperar que logres convencer al más alto de la conveniencia de cumplir con su palabra.
– Te lo prometo -dijo Malone levantando la mano-. Le pondré en cintura. Te lo juro por mis padres. ¿Qué te parece?
– Muy bien -dijo ella esbozando una débil sonrisa-. Una vez más te tomo la palabra.
– No olvides que te quiero.
Ella se inclinó hacia adelante y le besó acariciándole la mejilla.
– Yo también te quiero, cariño. Y recuerda que dependo de ti.
Cuando el Soñador se hubo marchado, Sharon Fields permaneció sentada en la tumbona sin apartar los ojos de la puerta.
Sabía que le había mentido. No podía depender de él. Era demasiado débil. Y también lo eran los otros dos.
Ninguno de ellos era tan fuerte y decidido como Kyle Shively. A excepción de ella misma.bPara sobrevivir no podía depender de nadie más que de Sharon Fields.
Tomó el libro con aire ausente pero no lo abrió. Estaba pensando, procurando urdir un plan. Al final, consiguió trazar un plan. Era una posibilidad muy remota pero o eso o que le pegaran un tiro.
Se reclinó en su asiento, encendió un cigarrillo sacándolo de la cajetilla que le habían dejado y se concentró en lo que se proponía hacer.
Al reunirse con sus compañeros en el salón, Adam Malone comprobó que éstos se encontraban borrachos perdidos.
Shively se hallaba sentado en el sofá, entonando una canción obscena.
Yost se había hundido en un sillón y miraba a su alrededor con los ojos vidriados.
Y hasta Brunner, que se había terminado el vaso, se había levantado y se había dirigido por la botella con piernas vacilantes, estaba como desmelenado.
– Vaya, mirad quién está aquí -dijo Shively-. El gran cerebro en persona presentándose ante el público. Señoras y señores, les presento al mayor delincuente del siglo, el presidente del Club de los Admiradores, a quien se debe el mayor éxito comercial de los tiempos modernos y gracias al cual hemos conseguido gozar, además, de un dulce bocado.
Hola, señor Malone. Hoy eres un hombre.
Shively empezó a aplaudir y Yost y Brunner imitaron su ejemplo.
Malone se sentía molesto pero no deseaba provocar ningún antagonismo o perturbación. Decidió seguirles la corriente e hizo una reverencia.
– Gracias, queridos consocios. Es un honor encontrarme entre ustedes.
– Ven a tomarte un trago -le ordenó Shively-. Te mereces beber a tu salud.
– Eso voy a hacer. Malone se acercó a la mesa de café, tomó la botella de J amp;B casi vacía que le ofrecía Brunner y se preparó un trago.
Shively se estaba dirigiendo a los demás.
– Sí, hombre, es fantástico lo que ha ocurrido. ¿Os hubierais atrevido al principio a apostar un dólar falso por el feliz resultado de la puesta en práctica del sueño de Adam? Yo no.bY, sin embargo, aquí estamos, como cuatro pachás o mejor todavía.
Nos hemos acostado con el material más célebre del mundo. Y, por si fuera poco, vamos a cobrar un dineral. No está pero que nada mal. ¿Quién hubiera podido imaginarse, cuando empezamos a acostarnos con ella, que íbamos a alcanzar un resultado todavía mejor? Durante algún tiempo, nos pareció que acostarnos con ella ya no bastaba.
Sí, no olvido que, antes de que empezáramos a aburrirnos, y cuando todavía constituía una novedad, la cosa estuvo pero que muy bien. Sí, hombre. -Se irguió parcialmente y miró a los demás con ojos legañosos-. Ahora que estamos a punto de separarnos, tengo que hacerles una confesión a mis compañeros de aventura.
Y, oídme bien, no quiero que penséis que pretendo menospreciaros, pero, ¿sabéis una cosa? Os la voy a contar.
Aquí el viejo Shiv -y podéis preguntarle a la señora si no lo creéis-, aquí el viejo Shiv es el único que ha conseguido excitarla. ¿Qué os parece?
Malone ingirió un sorbo y miró a Shively enojado. Era necesario poner en ridículo a aquel fanfarrón.
– Eso no es cierto -dijo-. Conmigo también experimentó un orgasmo.
– Muy bien, entonces somos dos -dijo Shively.
– Tonterías -gritó Yost con voz de borracho-.vYo conseguí excitarla tanto como vosotros. Ella podrá atestiguarlo.
– Yo también lo conseguí -dijo Brunner con un hilillo de voz.
– ¿Todos vosotros? -preguntó Shively con expresión sombría-. La muy mentirosa. Lo que ocurre es que nos ha estado engañando.
¿Le dijo a alguno de vosotros que era el mejor, que era el que más apreciaba, el único que le gustaba?, Porque eso es lo que me dijo a mí. ¿Os lo dijo a vosotros?
– A mí me dijo que era el mejor -dijo Yost eructando.
– A mí también -dijo Brunner asintiendo.
La irritación de Malone fue en aumento.
– Todo lo que os dijo os lo dijo para mostrarse amable, lo cual me parece muy bien. Pero podéis creerme, no es que importe demasiado pero yo soy el único a quien ama Sharon Fields. ¿Por qué no? Sabe que vosotros sólo la queríais como medio de obtener dinero mientras que yo la quería por sí misma.
Eso es muy importante para una mujer. No quisiera ponerla en un compromiso pero, caso de hacerlo así, apuesto a que confesaría los sentimientos que yo le inspiro.
El hombre siempre sabe si una mujer le ama sinceramente.
– Eso sucedió contigo, conmigo y con todos nosotros -dijo Yost eructando por segunda vez-. Todos le hemos gustado. Bueno, ¿y qué? No pretendía gozar de ella en exclusiva. He seguido lo que quería.
Mirad, jamás olvidaré cómo estaba y olía la noche en que le traje el bikini y el perfume. Quizá me conviniera regalarle a mi mujer alguna de esas cosas.
– Un momento -dijo Shively irguiéndose en el sofá-. ¿De qué estás hablando, Howie? Yo no he visto ningún bikini ni he aspirado ningún perfume. ¿De dónde ha salido eso? Nosotros no lo trajimos.
– Lo compré yo -repuso Yost encogiéndose de hombros. Fue nuestro último derroche.
Una noche, cuando ya había empezado a prestarnos su colaboración, me pidió que le comprara unas cuantas cosas para poder estar más atractiva.
Es comprensible. Las mujeres siempre quieren ofrecer un aspecto inmejorable. Por consiguiente, cuando Malone y yo bajamos a Arlington a comprar comida, aproveché para comprarle a Sharon unas cosillas. Pensaba que lo sabías.
– ¿Comprasteis allí abajo prendas de mujer aparte de la comida? ¿Te pidió ella que se las compraras? -preguntó Shively con voz pastosa, si bien parecía que se estuviera serenando por momentos.
– Eso no tiene nada de malo, Shiv -dijo Yost-.Nadie hubiera podido adivinar para quien eran.
Los hombres suelen comprarles cosas a sus mujeres y novias. Para eso están las tiendas.
– Eso no me gusta nada -dijo Shively frunciendo el ceño-. Siempre recelo de las mujeres y tal vez tenga mis motivos. Sobre todo de ésta.
Acabamos de averiguar que nos ha mentido a todos. Ahora hemos descubierto que te ha utilizado.
– Vamos, Shiv -dijo Yost haciendo un gesto despectivo-, ¿cómo quieres que me utilizara? Lleva dos semanas encerrada las veinticuatro horas del día en aquella habitación.
– No sé -dijo Shively esforzándose por pensar-. No me gusta. Estoy empezando a experimentar aquella sensación que experimentaba en el Vietnam siempre que intuía la necesidad de volver la cabeza por si me acechaba algún peligro.
Creo que no me fío de esta perra. Tal vez esperaba que dejaras puesta alguna etiqueta que le permitiera descubrir dónde habías estado.
– Lo revisé todo -dijo Yost-.
Pero, aunque averiguara dónde habíamos estado -me refiero a la ciudad-, ¿de qué iba a servirle eso?
Shively se puso vacilantemente en pie.
– Te digo que no me gusta -repitió obstinadamente-. Tal vez haya averiguado alguna otra cosa.
Desde luego que, como haya averiguado algo más, de aquí no sale. Voy a revisar todo lo que le trajisteis para asegurarme.
– Déjala en paz, Kyle -dijo Malone poniéndose en pie-. No armes un alboroto por nada. No podrás encontrar nada. No la asustes ahora que la necesitamos para que nos escriba la última nota de rescate.
– Voy a efectuar una inspección, muchacho, por consiguiente, no te interpongas en mi camino.
Shively salió al pasillo y se dirigió al dormitorio. Abrió la puerta y entró seguido de Yost y Brunner.
Malone se había quedado rezagado y esperó fuera, dudando entre si intervenir o no. Llegó a la conclusión de que sería mejor no contrariar a Shively, dado que le constaba que éste era víctima de un acceso de paranoia intensificada a causa del exceso de bebida, y no conseguiría encontrar nada que fuera sospechoso.
Una vez cesaran sus temores paranoicos, se calmaría y todo seguiría igual que antes. Malone observó la escena.
Shively se había plantado en el centro del dormitorio y estaba mirando a su alrededor como si fuera la primera vez que lo viera.
Alarmada ante su comportamiento, Sharon se había levantado de la tumbona y se había acercado rápidamente a Shively.
– ¿Qué ocurre? ¿Sucede algo?
– ¿A ti qué te importa, perra? -Empezó a examinarla-. Jamás te había visto con estas ropas. ¿De dónde las has sacado? Ella se alisó la falda marrón, miró a Yost con aire preocupado y le dijo a Shively:
– Tu amigo tuvo la amabilidad de traerme un poco de ropa para cambiarme.
– Ya. ¿Y dónde tienes los otros trapos?
– Pues, en aquellos cajones. Ya te lo enseñaré.
Fue a dirigirse hacia la cómoda pero Shively la agarró por el brazo y la empujó.
– Apártate de mi camino -le dijo.
Se dirigió con paso vacilante hacia los cajones y los abrió uno tras otro. Rebuscó entre el escaso guardarropa y volvió del revés algunas prendas arrojándolas después al suelo. Cuando hubo terminado, se dirigió al cuarto de baño dando traspiés.
Brunner se acercó a Sharon bizqueando y le dio unas palmadas en el hombro para intentar consolarla.
– No te preocupes -le murmuró con voz pastosa-. Está revisando las cosas antes de soltarte.
Ella asintió en ademán de gratitud pero esperó nerviosamente la reaparición y el veredicto de Shively.
Procedentes del cuarto de baño, se escuchaban los rumores de los distintos artículos de tocador, del armario botiquín abriéndose y cerrándose de golpe y de alguna cosa al caer al suelo.
Al final, Shively emergió claramente decepcionado y con las manos vacías. La miró enfurecido y entonces descubrió el montón de libros y revistas.
Ella se adelantó automáticamente para impedirle el paso, y demostrarle que era valiente y no tenía nada que ocultar.
– ¿Qué buscas? -le preguntó-. Tal vez pueda ayudarte.
Shively se enfureció inesperadamente.bFue a apartarla a un lado pero de repente la agarró por los hombros y empezó a sacudirla.
– Sí, seguro que quieres ayudarnos, perra embustera. Nos has mentido a todos diciéndonos a cada uno que estabas enamorada, grandísima perra. Intentando ablandarnos. -Volvió a sacudirla con violencia-. ¿Qué sabes de nosotros? ¿Qué sabes y qué vas a contarle a la policía?
– ¡Nada, ni una sola cosa, lo juro! -Forcejeó por librarse de él, pero sus manos la agarraron por la garganta.
Se asfixiaba y le gritó-: Detente, me estás ahogando.
– Te estrangularé como sigas mintiéndome. Empieza a hablar, y rápido, y cuéntanos toda la verdad. ¿Por qué nos engañaste a todos y le dijiste a cada uno de nosotros que era el mejor? ¿Por qué le pediste al tonto de mi amigo que te comprara ropa sin que los demás lo supiéramos?
– Vamos, hombre, eso no es verdad -protestó Yost.
Shively no le hizo caso y siguió apretando la garganta de Sharon con los dedos.
– Voy a darte tu merecido, grandísima puta. A mí no vas a engañarme. Estos tíos llevan casi dos semanas acostándose contigo y gimiendo encima tuyo, y no vayas a decirme que no intentabas conseguir algo a cambio.
Creíste que podrías ganarte su confianza y averiguar muchas cosas que después pudieras contarle a la policía.
Pues, muy bien, será mejor que me digas lo que sabes porque, de lo contrario, te mato de una paliza. Ya estás hablando.
– ¡No hay nada! Estás loco.
Shively se enfureció, le soltó la garganta y le cruzó el rostro de una bofetada.
Al recibir el golpe, Sharon tropezó, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Se quedó acurrucada viéndole acercarse, seguido de Brunner y Yost. El la miró con el rostro lívido de furia.
– O escupes la verdad o te la saco de la maldita boca a patadas.
– No, no -le imploró ella levantando el brazo para protegerse la cara.
– Lo has pedido y lo tendrás. Echó el pie hacia atrás y, en aquellos momentos, Brunner se acercó a él como para distraerle.
– Por favor-, por favor -dijo Sharon buscando a un posible protector-, señor Brunner, ¡dígale que no sé nada!
Shively la miró con ojos helados y después miró al confuso perito mercantil.
– Ah, conque “señor Brunner”, ¿eh? Al final, hemos averiguado la verdad. “Sabe” el nombre de uno de nosotros. Sólo quería saber eso, sólo eso.
– Le volvió a Sharon la espalda y se encaminó con Yost y Malone hacia el pasillo, sacudiendo la cabeza satisfecho-.
Muy bien, me parece que tendremos que pedirle al señor Brunner ciertas explicaciones, ¿verdad? Vamos -dijo al llegar junto a la puerta.
El paralizado Brunner se movió, le dirigió a Sharon una mirada de conejo asustado y se encaminó con paso vacilante hacia la puerta siguiendo a los demás.
Sharon Fields permaneció tendida en el suelo en el mismo lugar en que había caído, mirándoles como mira un acusado al jurado que se retira para deliberar acerca de su destino.
Veinte minutos más tarde, encontrándose los demás sentados y él de pie, Shively dio por concluido el implacable interrogatorio a que había sometido a sus consocios del Club de los Admiradores.
Se había serenado bastante, pero ahora ya se estaba preparando otro whisky. Ingirió un buen trago, se lamió los labios y posó el vaso sobre la mesa de café.
– Muy bien, hemos llegado a la siguiente conclusión -dijo-. Por lo que recordamos, la señora desconoce el nombre de Yost, el de Malone y el mío, y no sabe de nosotros nada en absoluto.
Por consiguiente, has sido tú, Leo. Eres el único que nos ha descubierto y le ha facilitado una pista.
– Ya te lo he dicho, no sé cómo ocurrió -dijo Brunner sacudiendo la cabeza asombrado-. Se me escapó.
– ¿Estás seguro de que no te provocó ni intentó engañarte? ¿Estás bien seguro?
– Completamente seguro. Ella no tuvo la culpa. Fue un desliz, un accidente. Como es lógico, lo recuerdo muy bien.
A principios de esta semana, cuando ya habíamos terminado, yo me estaba vistiendo y me sentía de muy buen humor y empecé a contarle no sé qué de mi mujer.
Sin mencionarle su nombre, claro. Le estaba diciendo lo sorprendida que estaba mi mujer de mis conocimientos y de mi habilidad en las reparaciones domésticas.
Empecé a imitar la voz de mi esposa y, sin darme cuenta, le dije mi nombre tal como lo pronuncia Thelma y comprendí, cuando ya era tarde, que se lo había dicho.
Me inquietó mucho pero ella me juró que no lo había oído. Confié en su palabra.
Más tarde pensé que, aunque lo hubiera oído, no tenía por qué preocuparme. ¿Para qué iba ella a decírselo a nadie? ¿Quién soy yo al fin y al cabo?
– ¿Que quién eres tú? -repitió Shively-. Eres el más estúpido de nosotros si piensas que ella se iba a guardar la información.
– Bueno, en tal caso, seré el único que sufrirá las consecuencias de mi error -dijo Brunner con cara de mártir-.
Ella no conoce vuestros nombres ni sabe quiénes sois. Eso hemos podido establecerlo con toda certeza.
Por consiguiente, vosotros tres estáis a salvo.
Shively sacudió la cabeza con un gesto de disgusto y se dirigió a Yost.
– Howie, dile lo estúpido que es para ser un tipo con estudios universitarios. -Volvió a mirar a Brunner-.
Conque eres el único que corre peligro y los demás estamos a salvo, ¿eh? Santo cielo, me cuesta creer que seas tan estúpido ¿Qué crees que sucederá cuando recojamos el dinero el viernes y la pongamos en libertad? Yo no soy escritor como nuestro imaginativo Malone, pero eso si te lo sabré contar.
La soltamos. La dejamos en libertad. Llama a su representante o a quien sea. Corren a recogerla.
Y, ¿adónde van luego? Directamente a la policía como una bala que saliera de un cañón. Sí, directamente a la policía. Cuenta lo que le ha ocurrido y todo lo que sabe, que éramos cuatro pero que sólo conoce el nombre de uno de nosotros, el del señor Leo Brunner.
Muy bien, y, ¿qué ocurre después? Que la policía empieza a hacer averiguaciones, localiza su casa y su despacho, rodea ambos sitios y apresa a nuestro amigo el señor Brunner. -Shively se volvió para mirar al angustiado perito mercantil-. Muy bien, ya te tienen, señor Brunner.
Te piden que seas buen chico y hables. Tú no lo haces. Dices que ha habido un error. Preparan una rueda de tíos. Ella te identifica incluso sin el disfraz. Pero tú sigues diciendo que no has tenido nada que ver con eso.
Entonces te someten al tercer grado, porque quieren que hables y les facilites los nombres de los demás, nuestros nombres. Te meten en una habitación con una luz cegadora sobre la cara, sin comida, sin agua, sin cuarto de baño, te mantienen despierto veinticuatro horas, cuarenta y ocho horas.
– No -protestó Brunner-, esas cosas ya no se hacen. Hablas de cosas que ves en las películas. Hoy en día, los oficiales de las fuerzas del orden son muy humanos y todos los ciudadanos tienen sus derechos.
– Santo cielo, ¿cómo demonios se puede seguir hablando con alguien tan estúpido e ingenuo como tú, Leo? ¿Cómo crees que interrogábamos a los prisioneros en el Vietnam? ¿Cómo crees que hizo cantar la policía a algunos amigos míos acusados de traficar con drogas y otras cosas en Tejas y Los Angeles? Te estaba contando lo más delicado, Leo, y no toda la verdad porque sé que no tendrías el valor de soportarlo. ¿Qué es lo que dice uno cuando le arrancan las uñas? ¿O le dan nueve o diez rodillazos contra los testículos? ¿O le queman la piel con el extremo de un cigarrillo? Uno dice muchas cosas.
Uno canta. Uno habla. Y habla mucho. Y lo que tú les dirías serían los nombres del señor Howard Yost, del señor Adam Malone y de un servidor, el señor Kyle T. Shively.
Y entonces van y nos detienen por secuestro, extorsión y violación. Y ninguno de nosotros vuelve a ver jamás la luz del sol.
Brunner había empezado a sudar.
– Eso no ocurriría jamás -juró-. Aunque ella hablara, yo no lo haría. Moriría antes que revelar vuestros nombres.
Shively soltó un gruñido e hizo una concesión.
– Muy bien, supongamos que no hablas. Supongámoslo. Eso no lo sabríamos hasta que la policía te echara el guante.
Pero no eres tú quien me interesa. No se trata de ti, Leo. No es lo que tú digas lo que importa.bLo que importa es lo que diga ella.
Si no pudiera hablar, habríamos solucionado el problema. Entonces tú estarías a salvo. Yo estaría a salvo.bHowie y Adam estarían a salvo.
Si no consigue revelarle tu nombre a la policía, estaremos todos a salvo y seremos ricos y nos lo pasaremos muy bien. ¿Me has entendido?
– No -dijo Brunner con voz temblorosa-, no estoy seguro de haberlo entendido.
– Habla claro -le dijo Yost.
Shively contestó más tranquilo y confiado.
– Todos estamos metidos en esto y vais a escuchar a vuestro amigo Shiv. Yo me pasé algún tiempo en el Vietnam, ¿comprendéis?, y aprendí muchas cosas acerca de la supervivencia y creo que será mejor que me hagáis caso.
Allí jamás nos fiábamos de nadie -y al decir de nadie me refiero a cualquier persona que estuviera viva y tuviera una edad comprendida entre los siete y los setenta años-, no nos fiábamos de nadie de quien sospecháramos que supiera más de la cuenta y pudiera meternos en algún lío.
Les saltábamos la tapa de los sesos, ¿sabéis?, y entonces ya no quedaba nadie que pudiera hablar y decir cosas feas de nosotros. -Se detuvo significativamente-. La situación es la misma.
Zona de combate. O ella o nosotros. Por consiguiente, con la mayor elegancia posible, os digo apelando a vuestro sentido común que, en cuanto haya escrito la nota, nos libremos de ella.
Desaparecerá con la misma facilidad con que se chasquean los dedos. Nos libramos de ella y nos libramos del problema. Ya está, muchachos.
– ¡No! -exclamó Brunner aterrado-. No lo dices en serio, Kyle. Nos estás tomando el pelo.
– Señor Brunner, yo no gasto bromas. O ella o nosotros.
– No, me niego a intervenir. ¿Un asesinato a sangre fría? Has perdido el juicio. No, jamás lo consentiré. -Se le había puesto la cara de color ceniciento-.bParticipar en el secuestro y después en la violación y el rescate, ya son delitos graves que pesan sobre nuestras conciencias.
Malone estaba demasiado sobrecogido y no se atrevía a hablar, pero pensó que ya era hora de que le escucharan.
– Estoy con Leo en todo.
El secuestro es el límite máximo. El asesinato está excluido. Tanto si nos metemos en un lío como si no, yo no me mancharé las manos de sangre.
Shively le miró despectivamente y después se dirigió a Yost.
– Tú eres más práctico que nuestros amigos, Howie. ¿Qué dices a eso?
Yost se removió inquieto.
– Desde luego, comprendo tu punto de vista, Shiv. Nos encontramos en una situación muy apurada. Pero, francamente, considerando todos los pros y los contras, me pongo del lado de Leo y Adam. No creo que sea necesario matarla. Ante todo, se trata de un crimen castigado con la pena de muerte.
– ¿Has oído hablar alguna vez de la ley Lindbergh?
– En cierto modo, el asesinato es peor -dijo Yost-. En segundo lugar, tal vez nos convenga tenerla viva.
Quiero decir que, si ocurriera algún contratiempo una vez hubiéramos recogido el dinero del rescate, podríamos conservarla en calidad de rehén para protegernos.
– Cuando la soltemos, ya estará en libertad. Y estaremos en peligro por causa de Leo.
– Yo estoy pensando otra cosa -dijo Yost-. Si recogemos el dinero y descubrimos que nos han seguido o algo así, mientras la tengamos viva, estaremos a salvo.
Aunque tengamos que ocultarnos de nuevo con ella o hacer otro trato.
– No lo veo muy claro -dijo Shively-. Mientras esté viva, podrá revelar el nombre de Brunner y, tanto si éste quiere como si no, la ley se nos echará encima.
– Bueno, si se diera ese caso, hay otras dos soluciones menos drásticas -dijo Yost.
Malone comprendió, al escucharle, que Yost se esforzaba por mostrarse conciliador y, al mismo tiempo, llegar a una solución de compromiso.
Yost prosiguió-: Dado que sólo conoce el nombre de Leo y no el nuestro, podríamos amenazarla antes de ponerla en libertad. Asustarla en serio.
Decirle que nos dedicaríamos a espiarla por turnos, y que si acudía a la policía y facilitaba a ésta el nombre de Leo volveríamos a apresarla.
Le diríamos que permaneceríamos al acecho y nos la llevaríamos otra vez. Eso tal vez la indujera a callarse.
– No, eso no me lo creería ni yo. ¿Por qué iba a creérselo ella?
– Pues, bueno, escucha entonces la segunda idea, ésta podría dar resultado. Si ocurriera lo que nos tememos -no creo que ocurra, pero si ocurriera-podríamos conseguir que Leo abandonara el país, se trasladara al extranjero y se quedara allí algún tiempo, hasta que se calmaran los ánimos y se olvidara todo el asunto.
– La policía le agarraría antes de que pudiera subir a un avión o a un barco.
– No ocurriría tal cosa si se largara antes de que la soltáramos.
– ¿Y qué me dices de la extradición? -preguntó Shively tras reflexionar unos momentos.
Malone aprovechó la ocasión para exponer otra alternativa.
– Hunza. El quiere irse a Hunza de todos modos. Nadie podría averiguar que estaba allí.
– O a Argelia o algún sitio como el Líbano -añadió Yost.
Hasta aquellos momentos, Brunner se había dedicado a mirar de un lado para otro de Shively a Yost y de Yost a Shively, como un espectador de un partido de tenis demasiado fascinado ante el peloteo verbal como para poder darse cuenta de que él era el objeto del mismo.
Las voleas habían terminado y Brunner comprendió que no era un espectador sino un participante, al oír que Shively se estaba dirigiendo a él.
– Bueno, creo que eso podría dar resultado. Si te quitamos de en medio, Leo, no tendríamos necesidad de librarnos de la chica. Tienes que estar dispuesto a emprender el vuelo el viernes.
Uno de nosotros te acompañará al aeropuerto para comprobar que te vas y después la pondremos en libertad.
– ¿Emprender el vuelo? -preguntó Brunner quitándose las gafas, mirando a sus tres compañeros con los ojos contraídos y volviendo a ponérselas-.
No podría hacerlo. No es razonable. ¿Y mi trabajo? ¿Y mis clientes? Mi mujer no me lo permitiría.
– Tu mujer que se vaya al cuerno -dijo Shively-. Estamos hablando de nuestras vidas, incluida la tuya.
– Pero uno no se larga así, sin más. Tienes que estar preparado.
– Ya estás preparado -le dijo Shively-. Tienes el pasaporte en regla. Tendrás el dinero. Serás dueño de tu vida. ¿No te basta?
– No. Oye, tú no lo entiendes. Uno no se exila así por las buenas de la noche a la mañana. Tendría que dejar arreglados mis asuntos, dejarlo todo resuelto y, además, que no me guste. No me gusta vivir en un país extranjero para siempre.
– Entonces, ¿acaso prefieres vivir para siempre en una celda de piedra del pasillo de la muerte? -le preguntó Shively.
– Desde luego que no pero…
Yost se inclinó hacia adelante para actuar de mediador.
– Permitidme hacer una sugerencia. Tres de nosotros hemos votado a favor de no causarle ningún daño a Sharon.
Eso ya está fuera de toda discusión. Aún disponemos de tiempo para reflexionar acerca de los peligros que pueda ser ponerla en libertad estando al corriente del nombre de Leo.
Tal vez bastara con que Leo cambiara de nombre y se ocultara en otra ciudad, por ejemplo, una ciudad del Medio Oeste, donde nadie pudiera encontrarle.
– ¡Eso sí lo haría! -exclamó Brunner dispuesto a aceptar cualquier solución de compromiso.
– Bueno, la decisión final podemos aplazarla a mañana, cuando ya dispongamos del dinero y antes de soltar a Sharon.
Tal vez entonces podamos devolverle a Leo su aspecto normal y uno de nosotros le pueda acompañar a su casa, para que recoja a su mujer y a su cuñada, y meterles a los tres en un tren que se dirija a algún lugar aislado.
– Pero, ¿cómo se lo explicaré a Thelma? -preguntó Brunner.
– Tratándose de tu trabajo, será muy fácil -repuso Yost-. Un jaleo monetario, un cliente cree que le has falseado los libros para timarle.
Va a acusarte de este delito, Tu abogado te ha aconsejado que te esfumes una temporada. Si tu mujer opone resistencia, creo que tu recién adquirida riqueza logrará calmarla. Sí, creo que tendrá que ser mañana, Leo.
– Muy bien, ya nos inventaremos algo -dijo Brunner deseoso de dar por terminada la discusión y tranquilizar a los demás-.
Haré cualquier cosa que sea razonable con tal de que no tengamos que vernos envueltos en un asesinato.
– Muy bien, Shiv. ¿Satisfecho? -preguntó Yost mirando a Shively con expresión radiante.
Shively ingirió el whisky que le quedaba en el vaso.
– Mientras Leo no pueda ser señalado con el dedo por nuestra amiga, estoy dispuesto a soltarla.
– Solucionado -dijo Yost levantándose para dirigirse a la cocina-. Voy a abrir otra botella.
A Adam Malone, que había permanecido deliberadamente al margen de la comedia que se había estado interpretando, la acción que se había desarrollado se le había antojado fascinante.
Lo que más le había fascinado al principio había sido la intuición de que había hecho gala Sharon Fields en relación con el carácter de Shively.
Había comprendido que Shively no era digno de confianza, había observado su tendencia a no cumplir con la palabra dada, y había predicho y temido que se mostraría dispuesto a llegar a la máxima violencia, con tal de asegurarse la supervivencia.
Malone no tuvo más remedio que reconocer que Sharon había estado en lo cierto, y que él se había equivocado con respecto a la forma en que Shively se comportaría llegado el momento de canjearla por el dinero del rescate.
Malone recordó que había jurado por sus padres encargarse del cumplimiento del trato con Zigman.
Ahora le renovó a Sharon en silencio esta misma promesa.
Otro descubrimiento que le fascinaba -hasta el extremo de haberse dedicado a hacer conjeturas acerca del mismo a lo largo de todo el período de confinamiento en Más a Tierra-, era la transformación que se había operado en sus tres compañeros, que, de hombres corrientes y normales (en el sentido de ciudadanos honrados, observantes de la ley y de las normas fiscales), habían pasado a convertirse en unos salvajes, inclinados exclusivamente a la satisfacción de sus más inmediatos apetitos.
Había observado a tres hombres adultos, que, en cualquier sondeo de opinión pública, hubieran podido ser seleccionados como típicos representantes de los ciudadanos de los Estados Unidos, unirse para convertir en realidad una descabellada fantasía esencialmente inofensiva, participar con ciertas reticencias en un secuestro, pasar rápidamente a convertirse, de los persuasores esperanzados que habían tenido intención de ser, en unos salvajes y desencadenados violadores, descender ulteriormente y convertirse en secuestradores de los que exigen dinero a cambio del regreso de la víctima, y hundirse finalmente en la máxima sima posible, en la que ya se permitían el lujo de hablar como asesinos en potencia calibrando las ventajas de la supresión de la vida de otro ser humano.
La persona civilizada que todos creemos ser, pensó Malone, apenas logra disimular la bestia salvaje que todos hemos sido y que podemos volver a ser inesperadamente en cualquier momento.
Observó que Yost había regresado de la cocina y estaba escanciando más whisky en el vaso de Shively.
– Muy bien, muchachos -estaba diciendo Shively al tiempo que levantaba el vaso-, brindo por nuestra amistad y por lo que ya sabéis. -Hablaba con voz pastosa y se le estaban cerrando los ojos-.
Muy bien, será mejor que organicemos la última fase, es decir, lo que nos quede por hacer.
Oye, Adams o como te llames, ¿qué nos queda por hacer?
– Tenemos que tomar una decisión acerca del lugar en el que Zigman debe depositar las dos maletas con el dinero -dijo Malone pacientemente-. El lugar exacto.
Debemos indicarle la hora, y el límite absoluto dentro del cual deberá depositar el millón de dólares.
Debemos recordarle de nuevo la necesidad de que no le acompañe nadie y advertirle que, si nuestro emisario es seguido, pondrá en peligro la seguridad de Sharon.
– Ya lo creo que sí -dijo Shively-. Que quede eso bien claro.
– Debemos también, con toda justicia, indicarle al señor Zigman cuándo y dónde podrá tener noticias de Sharon una vez se haya cobrado el dinero del rescate. Esta será la esencia de la segunda y última nota que Sharon escribirá. Tras lo cual, yo la echaré al correo.
Y después tendremos que empezar a hacer las maletas, eliminar de este refugio todas las pruebas que permitan adivinar que alguien se ha alojado en él y nada más.
Shively se puso dificultosamente en pie. Le costaba mucho esfuerzo conservar el equilibrio.
Malone jamás le había visto tan bebido.
– Arregladlo vosotros -dijo-. Yo ya he hecho lo que me correspondía. Haced ahora vosotros lo que os corresponda. Estoy borracho como una cuba y soy lo bastante hombre como para reconocerlo. Voy a acostarme y a dormir la mona. ¿De acuerdo?
– Por mí, de acuerdo -repuso Malone-, déjanoslo de nuestra cuenta.
– Sí -dijo Shively-. Voy a dejártelo a ti. Tú eres el escritor, Maloney.
– Malone.
– Yo digo Maloney y no me discutas. Tú eres el escritor y sabes lo que hay que escribir. Encárgate de que lo escriba. No pierdas el tiempo. Hazlo y envíalo por correo urgente desde la estafeta de correos de Beverly Hills antes de la última recogida de esta noche. Hazlo.
– Lo haré -dijo Malone.
Una hora más tarde, Brunner, Yost y Malone ya habían resuelto todos los detalles.
Entre los distintos lugares sometidos a discusión en el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas, escogieron uno por su fácil acceso, tanto para Zigman como para ellos, por su relativo aislamiento y porque Yost conocía muy bien su situación.
Puesto que Yost conocía la zona, se acordó que éste sería el emisario encargado de recoger el dinero del rescate.
Malone quedó encargado de la redacción de la segunda y última nota de rescate y de dictársela posteriormente a Sharon.
Malone se había ofrecido voluntario para trasladarse con el cacharro hasta el lugar del transbordo, desplazarse con la camioneta hasta Los Angeles y enviar la carta crucial desde la estafeta de correos del paseo Santa Mónica.
Brunner había aceptado con entusiasmo la misión de encargarse de eliminar del refugio todas las pruebas antes de abandonarlo. Todas las maletas se harían por la noche para poder trasladarse posteriormente en el cacharro hasta la camioneta de reparto, una vez Yost hubiera regresado con ésta el viernes.
Las provisiones que no quisieran llevarse consigo las enterrarían en algún lugar aislado de la montaña. A media tarde ya lo habían organizado todo.
Faltaba dictarle a Sharon la nota final de rescate dirigida a Félix Zigman.
Mientras Shively dormía y Brunner, ayudado por Yost, se encargaba de las maletas y de la revisión del refugio, Malone salió al porche para redactar la nota que le dictaría a Sharon y que posteriormente enviaría a Zigman.
Ahora, con el borrador, varias hojas y un bolígrafo en la mano cuidadosamente enguantada -no quería dejar huellas digitales en la nota de rescate-, Adam Malone se encontraba una vez más a solas con Sharon Fields en el dormitorio de ésta.
Ella se hallaba sentada en la tumbona, comprimiéndose una toalla húmeda contra la barbilla donde la había golpeado Shively.
– ¿Estás bien? -le preguntó Malone muy preocupado.
– No es más que una magulladura -repuso ella-. Lo hago para evitar que se me hinche. -Le miró mientras quitaba los objetos que había sobre la mesa del tocador y acercaba dos sillas a la misma-. Es un sádico -prosiguió-. Menuda manera de entrar. Ha sido todo tan absurdo.
– Estaba embriagado -dijo Malone estudiándola unos momentos-. ¿Es cierto que le dijiste a cada uno de ellos que querías más que a ningún otro?
– ¿Y qué querías que hiciera? Tú hubieras hecho lo mismo en mi lugar.
– Supongo que sí.
– Ahora te estás preguntando si fui sincera contigo -le dijo ella apartando a un lado la toalla-. No dudes que fui sincera. A ti te lo decía en serio. Cuando te decía que te quería, te lo decía de verdad. Y ahora también te lo digo.
No eres como los demás. Eres distinto, puedes creerme.
– Quiero creerte, Sharon -dijo él aspirando de alivio.
Depositó sobre la mesa los papeles y el bolígrafo, se quitó un guante, buscó la cajetilla de cigarrillos, sacó uno y recordó sacar otro para ofrecérselo a Sharon y después encendió ambos cigarrillos.
Ella levantó la mano derecha sosteniendo el cigarrillo entre los dedos.
– Mírame, estoy temblando.
– Lo lamento. Ha sido una escena muy desagradable, teniendo en cuenta lo bien que habían salido las cosas durante toda la semana. Pero terminará. Ya ha terminado.
Ahora está durmiendo la borrachera. Esta noche y mañana ya se habrá serenado. Todo saldrá bien.
– ¿De veras? -le preguntó ella en tono de recelo-. He cometido un terrible error al habérseme escapado el nombre del señor Brunner, ¿verdad? Estaba tan asustada que se me escapó. No hago más que darle vueltas. -Buscó en el rostro de Malone algún posible consuelo pero Malone la miraba con aire inexpresivo-.
Todos habéis salido a discutirlo, ¿verdad?
– Desde luego que hemos hablado de ello.
Sharon quiso averiguar masoquísticamente las consecuencias de su error.
– ¿Qué sucedió cuando hablasteis? Quiere matarme, ¿no es cierto?
Malone vaciló, pero no había forma de evitar la verdad.
– Sí, pero recuerda que estaba muy bebido. Estando sereno no hubiera llegado tan lejos. No era él mismo y cuando uno está bebido exagera y tiende a los extremismos.
Además, estaba preocupado por su seguridad una vez todo haya terminado. No confía en ti. -Malone se apresuró a tranquilizarla-. Pero no te preocupes. No tienes por qué estar preocupada.
Ya lo hemos arreglado. Nosotros tres, como un solo hombre, nos hemos opuesto enérgicamente.
A ninguno de nosotros se nos ha pasado por la imaginación semejante locura. Hemos votado en contra. No somos asesinos.
– Pero él sí lo es.
– No lo creas, Sharon, quédate tranquila. Es perverso, cruel y violento, pero, cuando las cosas se ponen mal, se reprime. Tiene que pensar en su futuro.
No puede cometer un asesinato, de la misma manera que no lo cometeríamos nosotros.
– Pero, ¿y si lo intentara?
– Te digo que no lo hará.
Si volviera a pensarlo, bueno, todos nosotros nos dedicaríamos a vigilarle sin descanso a partir de ahora.
Sólo faltan treinta y seis horas, tal vez algo más, para tu puesta en libertad. Le mantendremos apartado de ti hasta que te soltemos.
– Así lo espero.
– Lo importante es que Zigman siga las instrucciones del viernes.
– Lo hará. Sabes que lo hará.
– Y otra cosa es que no conoces los nombres de los demás.
– Te juro que no.
– Y que, una vez en libertad, no le comunicarás a la policía el nombre de Brunner.
– Jamás se me ocurriría tal cosa. ¿Para qué iba a hacerlo? Cuando me soltéis y vuelva a casa sana y salva, querré olvidarme de todo este asunto, de todo menos de ti. ¿Qué ganaría yo con acudir a la policía? No ganaría nada.
No me interesa este tipo de publicidad. ¿Y por qué iba a perseguir a ese pobre hombre y a su mujer? No tengo la menor intención de perjudicarle siempre que tú me protejas ahora.
– Entonces no tienes por qué preocuparte, Sharon. Tengo tu palabra. Tú tienes la mía. -Dejó el cigarrillo, se puso el guante, tomó los papeles y el bolígrafo y le señaló a Sharon la mesa-. Vamos a escribir la última nota. A pesar de que no soy partidario de ello, no he tenido más remedio que acceder.
Creo que esta nota puede considerarse el billete de tu libertad. Te conviene escribirla.
– De acuerdo, estoy dispuesta.
Sharon se levantó, apagó la colilla del cigarrillo y siguió a Malone hasta la mesa del tocador. Malone le ofreció una silla y ella se sentó. Después tomó otra silla, le colocó delante una hoja de papel en blanco y le entregó el bolígrafo. Ella lo tomó con mano temblorosa.
– Estoy muy nerviosa -dijo-. Espero que no sea una nota muy larga. No sé si podría escribirla.
– No es excesivamente larga. Podrás hacerlo. Lo haremos en seguida.
Ella esperó con la punta del bolígrafo apoyada sobre el papel mientras él desdoblaba el borrador.
– ¿Preparada, Sharon?
– Todo lo que pueda estar.
– Dime si voy demasiado aprisa o demasiado despacio.
– Sí.
– Ahí va. -Empezó a dictar lentamente-.
"Al señor Félix Zigman.
Confidencial.
Querido Félix.
Estas son las instrucciones finales que deberás seguir exactamente si quieres volverme a ver.
El día de la entrega será el viernes, 4 de julio. Toma la autopista de la Costa del Pacífico en dirección norte, gira al paseo Topanga Canyon, gira después a la izquierda y avanza por la calle Fernwood Pacific por espacio de unos diez minutos hasta que veas la entrada del Templo del Fuego de la Luna, sigue avanzando unos tres kilómetros hasta que veas una gran roca de piedra arenisca a la izquierda, llamada Fortress Rock.
Enfila el camino del costado sur de la Fortress Rock, avanza a pie unos 20 pasos y deposita las dos maletas detrás de la roca de tal forma que no puedan verse desde la carretera.
Hazlo entre las doce del mediodía y la una y abandona el lugar inmediatamente. Por favor…
– Espera, maldita sea -le interrumpió ella-, me he armado un lío con esta última frase. Soy un desastre. Déjame tacharla.
– No te pongas nerviosa. -Esperó a que la tachara-. Volveré a repetirte la última frase. ¿Preparada? Ahí va: "Hazlo entre las doce del mediodía y la una y abandona el lugar inmediatamente". -Se detuvo-. ¿La has escrito?
– Sí, creo que sí. Me tiembla tanto la mano que mi caligrafía resulta ilegible.
– Ya casi hemos terminado. Ya hemos escrito lo más importante. Ahora sólo tenemos que recordarle que tu seguridad depende de que no se lo comunique a la policía.
– Y de que no procure ganar tiempo -le dijo ella.
– Muy bien -dijo Malone consultando el borrador-. Pasemos a la siguiente frase.
"Por favor, no informes de ello ni a la policía ni a la prensa".
– Lo pondré más claro para que sea mejor. No sé, algo así como que aparte los impedimentos y no gaste tiempo estudiando las noticias porque así adelantaremos.
– Muy bien, pónselo todo lo claro que puedas. Yo lo revisaré para comprobar que quede muy claro.
Sharon empezó a escribir pero después se detuvo.
– Quisiera decirle que me pondrán en libertad el viernes y que permanezca en mi casa de Bel Air esperando mi llamada.
Malone vaciló recordando que Brunner tendría que abandonar la ciudad, con su mujer y cuñada, antes de la puesta en libertad de Sharon.
– Bueno, será mejor que no se lo digas con mucha seguridad. Es posible que por distintos motivos no podamos soltarte hasta el día siguiente, es decir, el sábado.
– Pero, ¿sería el sábado día 5? -preguntó ella muy inquieta.
– Lo más tarde -repuso Malone.
– Pues, ¿por qué no le digo que me pondrán en libertad el sábado lo más tarde? Entonces Félix no se pondrá nervioso y no temerá que le hayáis traicionado.
– Creo que sería mejor.
Ella empezó a escribir, maldijo por lo bajo y dejó el bolígrafo nerviosa.
– Es horrible -dijo-, quisiera llorar. Tengo los nervios de punta. Casi no puedo dominar la mano. Fíjate. -Le mostró la hoja de papel-. Si ni yo misma me reconozco la caligrafía, ¿cómo podrá Félix reconocérmela? Tal vez crea que no la he escrito yo. Apenas resulta legible.
El leyó la nota vacilando.
– No sé, “es” un poco difícil.
– Déjame copiarla de nuevo. Debo hacerlo. Para que pueda entender las instrucciones y esté seguro de que la he escrito yo y estoy con vida.
Malone se miró el reloj.
– Se nos está haciendo tarde.
– No tardaré demasiado. Necesito diez minutos o un cuarto de hora para calmarme un poco y recuperarme. Entonces la volveré a escribir con mucho cuidado. Dentro de treinta o cuarenta minutos habré terminado.
– Muy bien, Sharon, hazlo. Tranquilízate un poco y termínalo.
Hay más papel y un sobre. -Se levantó-. Regresaré dentro de tres cuartos de hora. ¿Te parece bien?
– Ya habré terminado. Quiero que se envíe cuanto antes.
Le devolvió el beso a Malone y esperó a que éste saliera del dormitorio. Oyó que sus pisadas se alejaban por el pasillo.
Finalmente se volvió de nuevo hacia la mesa, tomó otra hoja de papel y empuñó e bolígrafo. Tras reflexionar unos instantes, acercó el bolígrafo al papel. Con cuidado y mano firme, empezó a escribir.
Era el 4 de julio más caluroso que Félix Zigman podía recordar.
Secándose la frente con un pañuelo de seda e inclinándose hacia adelante para despegar la camisa de la tapicería de cuero de su Cadillac, Zigman se reprendió a sí mismo por haber olvidado mandar revisar el acondicionador de aire (tantas cosas había olvidado en el transcurso de la pesadilla que llevaba viviendo estos días) y esperó impacientemente que Nellie Wright pulsara el botón para que se abriera la verja del Camino Levico de Bel Air.
Inclinado sobre el volante, esperando lo que se le antojó una eternidad, comprendió lo agotado que se sentía.
Se preguntó qué temperatura debía hacer. Por la forma en que estaba sudando, diríase que estaban a más de 40 grados, pero entonces ello no se debiera al calor y la humedad. Probablemente no estaban a más de 35 grados y el calor que estaba experimentando se debía a la presión a que había estado sometido aquella mañana, a causa de los acontecimientos que se habían sucedido y, especialmente, a la actividad que había estado desarrollando en el transcurso de las últimas dos horas.
Aquella mañana, estando todo cerrado y habiéndose marchado todo el mundo a pasar el fin de semana fuera, había esperado en el vestíbulo del edificio de sus oficinas la llegada de la carta urgente, temeroso de que ésta no llegara, pensando angustiado en lo que tendría que hacer cuando la recibiera.
La carta urgente había llegado a las diez y diez de la mañana. Zigman había subido en el ascensor hasta el quinto piso, se había encerrado en sus oficinas vacías y había leído atentamente la segunda nota de rescate escrita por Sharon.
La había leído tres veces antes de llamar a Nellie y leérsela apresuradamente por teléfono.
– Gracias a Dios -dijo ésta-.
Saldré con tiempo. Cuando abandone la autopista de la Costa del Pacífico no conozco el camino. Pero me parece que las instrucciones están muy claras.
Las instrucciones habían resultado clarísimas. Al principio, al enfilar Topanga Canyon, se había preocupado por la posible presencia de turistas, visitantes y motoristas.
Pero, al llegar a la calle Fernwood Pacific y ascender con su vehículo por el empinado camino montañoso, el tráfico se había reducido.
Tras detenerse frente a una verja de tres barrotes, hasta que un joven con gafas y pantalones de tela gruesa que entraba le indicó que aquello era el Templo del Fuego de la Luna, reanudó camino y muy pronto se encontró totalmente solo.
No había nadie ni nada, la desolación era absoluta y había experimentado la sensación de ser el único ser humano que quedaba sobre la faz de la tierra y se había sentido absurdamente amenazado.
Tras lo cual se concentró y siguió al pie de la letra las instrucciones contenidas en la nota de rescate.
A su izquierda se levantaba la siniestra y mellada roca de piedra arenisca. Se había acercado con el Cadillac hacia un polvoriento camino algo más allá de la Fortress Rock, aparcó, regresó con las dos maletas a la roca, la rodeó y encontró por el lado sur el camino que se curvaba alrededor de la misma.
Cargado con las pesadas maletas y jadeando sin cesar, había recorrido la distancia exigida.
En el lugar en que el camino se curvaba detrás de la roca había colocado una maleta marrón y, después, la otra, en una estrecha concavidad de piedra oculta detrás de un reborde de la roca que se elevaba hasta la cima.
Mientras retrocedía, se preguntó si en aquel lugar habría una persona o más de una vigilándole y enfocándole con unos prismáticos.
Pensó en aquellos momentos que el apresador o apresadores de Sharon habían escogido muy bien el lugar.
Las dos maletas no podían verse desde la carretera asfaltada. Tras haber cumplido con su deber, se apresuró a alejarse cuanto antes de aquel espantoso escenario.
A pesar del cansancio y aturdimiento que experimentaba como consecuencia de la presión y el bochorno del día, regresó a su Cadillac en menos de un minuto.
Félix Zigman no se sintió a salvo hasta encontrarse en el interior de su elegante vehículo, con los cristales de las ventanillas parcialmente subidos, el motor en marcha y los chirriantes neumáticos alejándole velozmente de aquel mercado de ladrones situado en aquel lugar tan primitivo y desierto.
La experiencia le había inducido a recordar aquello que había estado intentando olvidar, es decir, la situación de Sharon en aquellos momentos; si él se había asustado tanto, qué debía sentir ella.
Bajando las colinas en dirección a la localidad de Topanga, rezó en silencio por ella, por la única persona que amaba. Ahora, siguiendo las instrucciones de la nota, se encontraba finalmente en Bel Air apuntando con su automóvil la ornamentada verja de la mansión de estilo colonial español, sin apartar la mirada del reloj del tablero de instrumentos.
Era la una y cinco. Sharon le había indicado que la recogida del dinero tendría lugar después de la una. Se preguntó si tardarían mucho en hacerlo. ¿Lo estarían haciendo ahora, a los cinco minutos? ¿O bien dentro de media hora? Procuró no hacer conjeturas acerca de lo que pudiera estar ocurriendo.
Tenía que pensar en el futuro. En lo que ocurriría al cabo de algunas horas. O mañana.
Hoy, viernes, o mañana, sábado, Sharon volvería a estar a su lado sana y salva. La espera sería insoportable; Nellie y él al lado del teléfono toda la tarde, toda la noche, tal vez durante parte de la mañana, esperando que sonara el teléfono para escuchar la voz de Sharon.
Escuchó un chirrido metálico y pudo ver a través del parabrisas que se estaba abriendo la verja de hierro forjado. El pie de Zigman se apartó del freno y pisó el acelerador.
El Cadillac abandonó el Camino Levico y enfiló el camino asfaltado que, a través de las palmeras y olmos, conducía hasta la impresionante mansión del altozano.
Al llegar frente a la casa, acercó el Cadillac a una zona del aparcamiento protegida por la sombra de los árboles y se dirigió a toda prisa hacia la entrada.
Se abrió la puerta y el umbral quedó parcialmente ocupado por la rechoncha figura de Nellie Wright, vestida con un bonito traje pantalón, mirándole con expresión apenada y sin quitarse de la boca el cigarrillo que estaba fumando.
A sus pies, la pequeña Yorkshire de Sharon ladraba nerviosamente.
Sin responder inmediatamente a la inquisitiva y preocupada mirada de Nellie, Zigman la besó en la mejilla, acarició a la Yorkie y penetró en el espacioso salón con aire acondicionado.
Cuando Nellie hubo cerrado la puerta, Zigman se quitó la chaqueta deportiva y la colgó del brazo de un sillón.
– ¿Es que hace tanto calor como yo creo o es que me ocurre algo? -preguntó. -Le diré a Pearl que te traiga una bebida fría.
– Pepsi de régimen -le gritó él a su espalda.
Empezó a pasear por la estancia, procurando no mirar las muchas fotografías y los dos retratos de Sharon, sintiéndose vacío e impotente, y preguntándose qué otra cosa tiene que hacer una persona tras haber hecho todo lo que se le ha ordenado.
Nellie regresó con un gran vaso lleno a rebosar de líquido y cubitos de hielo. Se lo entregó a Zigman y después encendió otro cigarrillo utilizando la colilla del anterior.
El tomó un sorbo, posó el vaso con aire ausente y empezó a pasear de nuevo.
Nellie se sentó en una banqueta.
– Estás más nervioso que una mona -le dijo.
– ¿Y tú no?
– Más que tú. -Entrelazó los dedos de ambas manos y esperó a que él le dijera algo más. Al final, no pudo contenerse por más tiempo-. Bueno, ¿es que no vas a contármelo?
Zigman se sobresaltó como si acabara de descubrir que no estaba solo en la habitación.
– ¿Qué quieres que te cuente? -preguntó acercándose a ella.
– Tenías que ir a Topanga Canyon para dejar el dinero. ¿Lo has dejado?
– Lo he dejado.
– ¿Cuándo?
El se miró el reloj.
– Hace cuarenta minutos. Con tiempo más que suficiente.
– ¿Te ha visto alguien?
– No creo. Siendo un día de fiesta y con este calor, nadie sube a la montaña. La gente se va a la playa. -Buscó el vaso, lo encontró y tomó un sorbo-. Allí arriba, en la carretera, parecía un horno. No soplaba la menor brisa del mar. Se estaba mejor en la montaña.
– ¿Estás seguro de que has encontrado el sitio?
– Completamente seguro -contestó Zigman tranquilizándola-. Las instrucciones estaban muy claras. Me parece que no había nadie. Aquellas dos maletas pesaban como si contuvieran piedras.
– Pepitas de oro querrás decir. Por valor de un millón de dólares.
– Mientras me alejaba de la carretera no hacía más que preocuparme por tonterías. ¿Y si me viera algún oficial del "sheriff" o algún guardabosques o un vigilante de incendios? Le extrañaría ver a un desconocido por aquellos andurriales con dos maletas marrones completamente nuevas.
Me dirigiría preguntas, tal vez me ordenaría que abriera las maletas y entonces encontraría todos aquellos billetes. Tendría que dar muchas explicaciones. Se descubriría toda la historia. Y la pobre Sharon estaría perdida.
No hacía más que pensar en eso. Y otra cosa que me ponía muy nervioso era pensar que el secuestrador pudiera estar oculto allí cerca, siguiendo mis movimientos con unos prismáticos. Te digo que he pasado mucho miedo, Nellie.
– Si yo que no he estado allí estoy que no veo de miedo, me imagino lo que habrás sufrido tú -dijo Nellie comprensiva.
– Tonterías -dijo Zigman-. Tú y yo no estamos sufriendo. La que me preocupa es Sharon. Pienso en lo que estará pasando.
– No hablemos siquiera de ello. Has hecho lo que tenías que hacer. No podemos hacer otra cosa más que esperar su llamada. No sé cuándo la recibiremos.
– Lo que me preocupa es si la recibiremos. Has revisado todos los teléfonos, ¿no es cierto? ¿Funcionan bien?
– Todos funcionan como es debido, Félix.
– Si llama alguna otra persona, quítatela en seguida de encima. No podemos tener la línea ocupada.
– No habrá llamadas. Estamos a fin de semana, Todo está cerrado. Tal vez llame alguno de estos periodistas que me han estado dando la lata estos días.
– ¿Y qué les dices? ¿Les dices que no tenemos ninguna noticia?
– Eso les he dicho últimamente. Había decidido que la próxima vez que me llamaran les diría que ya habíamos recibido noticias, que nos había enviado una postal desde México, donde está pasando unas vacaciones. Para que dejaran de fastidiarme.
– Muy bien. No se ha publicado nada desde aquel jaleo que armó Sky Hubbard. Creo que lo hemos mantenido bastante en secreto. -Zigman se dirigió hacia donde tenía la chaqueta y sacó un puro. Lo desenvolvió y dijo como hablando consigo mismo-: Hemos mantenido la tapa cerrada.
Eso es una ventaja. Pero, no sé estoy preocupado.
Nellie asintió.
– Y con razón. Está prisionera. Dios sabe dónde. Pero cuando tengan el dinero en su poder, estoy segura de que la soltarán. Ellos o él o quienesquiera que sean estos criminales. Zigman mascó pensativo el puro sin encender.
– Creo que lo que más me preocupa es el tono de las notas. Tengo la impresión de que está desesperada.
– Probablemente ha escrito lo que le han ordenado. Procuraron que el tono fuera de desesperación para asegurarse de que efectuarías la entrega.
– Pero el estilo era el suyo. Tal vez exagere, Nellie, pero… -Hizo una mueca y sacudió la cabeza-. Tengo miedo de que ocurra algo.
– Puesto que has seguido las instrucciones con toda exactitud, no es posible que ocurra nada. -Nellie vaciló-. Las seguiste al pie de la letra, ¿verdad?
– Claro que sí. Ya te lo he dicho. Eran muy sencillas. Te las he leído esta mañana por teléfono.
– Creo que estaba demasiado nerviosa y apenas me acuerdo.
– Bueno, pues, léelo tú misma. -Zigman se acercó a la chaqueta colgada del brazo del sillón, rebuscó en el interior del bolsillo de la misma y sacó la segunda nota de rescate-. Toma -le dijo a Nellie entregándosela-. He seguido todas las instrucciones.
Nellie desdobló la carta y examinó la pulcra caligrafía.
– Está escrita por Sharon, eso seguro. Muy regular. No le temblaba la mano. No vacilaba. Debía estar muy tranquila. -Nellie frunció el ceño y murmuró-. Deja que la lea.
Empezó a leer lentamente para sí misma.
Al señor Félix Zigman Personal y Confidencial Miércoles, 2 de julio.
Querido Félix, éstas son las instrucciones finales que deberás seguir exactamente si quieres volverme a ver.
El día de la entrega será el viernes, 4 de julio.
Toma la autopista de la Costa del Pacífico en dirección norte, gira al paseo Topanga Canyon, sigue por Topanga hasta que llegues a la calle Fernwood Pacific donde girarás a la izquierda y avanzarás unos diez minutos hasta que veas la entrada del Templo del Fuego de la Luna, entonces sigues avanzando unos tres kilómetros hasta que veas una gran roca de piedra arenisca llamada Fortress Rock, a la izquierda de la carretera.
Enfila el camino del costado sur de la Fortress Rock, avanza a pie unos 20 pasos y deposita las dos maletas detrás de la roca, de tal forma que no puedan verse desde la carretera (procurando hacerlo entre las doce del mediodía y la una) y abandona el lugar inmediatamente.
Aparta realmente los impedimentos, no ganes tiempo ordenando noticias clave: “Arlington”. Así ganarás un adelanto clave: “agua”.
Mi oportunidad nacerá totalmente este sábado clave: “montes”. Procura que no se entere ni la policía ni la prensa.
Si quieres que sobreviva, deberás actuar solitariamente y en secreto.Te ruego que hagas lo que se te dice y, si todo sale bien, espera mi llamada en mi casa.
Con afecto, Sharon Lucie Fields.
Al terminar de leer la nota de rescate, Nellie Wright frunció de nuevo el ceño y la examinó con detenimiento.
– Es curioso -dijo mirando a Zigman.
– ¿Qué?
– Todo está muy claro menos una cosa: la manera de firmar. -Nellie volvió a mirar la nota-. Sharon Lucie Fields. Qué extraño. Jamás ha tenido un segundo nombre.
– Yo creí que debía ser su segundo nombre cuando se llamaba Susan Klatt.
– No.
– Y, además, lo utilizó también en la primera nota de rescate.
¿Recuerdas el anuncio que tuve que insertar en la sección clasificada del “Times”? Me indicó que empezara con las palabras "Querida Lucie".
Pensé que me lo habría dicho porque Lucie era su segundo nombre y de esta manera tú sabrías con toda seguridad que la carta la había escrito ella.
– No -repitió Nellie doblando la carta y devolviéndosela a Zigman-, No. Estoy al corriente de toda su vida y de todo su pasado.
Tú te encargas de sus asuntos profesionales, Félix, pero yo me conozco al dedillo todo lo demás. Jamás ha habido nada relacionado con el nombre de Lucie. Es absurdo.
Quiero decir que yo sabría. -Se encaminó hacia la banqueta y después se detuvo en seco, giró en redondo y miró a Félix con los ojos muy abiertos-. ¡Félix! -exclamó-. Acabo de recordarlo se me acaba de ocurrir.
El se le acercó inmediatamente.
– ¿De qué se trata, Nell? ¿Hay algo que…?
– Sí, ya lo creo que sí -dijo ella agarrándole el brazo-. ¡Félix, tienes que ponerte inmediatamente en contacto con la policía y el FBI! ¡Tienes que decírselo! ¡Les necesitamos!
– Nellie, ¿acaso has perdido el juicio? Se nos ha advertido. Una palabra a las autoridades y Sharon morirá. No, no puedo.
– Félix, “debes” hacerlo -le imploró Nellie.
– ¿Por qué? ¿Qué te sucede? ¿Qué has recordado? Estábamos hablando del nombre de Lucie que había utilizado.
– ¡De eso se trata! -dijo Nellie sacudiéndole el brazo-. El empleo de este nombre. Acabo de acordarme, Casi lo había olvidado. Hace años, cuando llegué aquí, Sharon era muy infantil y siempre quería jugar.
Y hubo una época. -Se estaba devanando los sesos pero no conseguía aclarar sus ideas-. Bueno, no sé cuándo fue ni por qué razón, no lo recuerdo exactamente, le entró una especie de manía con este nombre de Lucie, sí, creo que lo sacó de Lucie Manette, ya sabes, de “Historia de dos ciudades” -la chica francesa que se casó con Darney, la chica de la que está secretamente enamorado Sydney Carton-.
No sé por qué, Sharon escogió este nombre y, solía utilizarlo para firmar "Sharon Lucie" en las notas que me dejaba sobre el escritorio por la mañana, o en las cartas que me enviaba cuando se iba de viaje para darme a entender que en la carta el verdadero mensaje figuraba en clave.
El hecho de firmar con "Lucie" era como una especie de aviso, ¿comprendes? Significa que había un segundo mensaje en clave, raras veces lo utilizaba en serio, alguna que otra vez cuando quería comunicarme algo que no deseaba que supiera nadie más, por lo general se trataba de tonterías, pero esta vez debe querer decirnos algo en serio e importante, ha usado "Lucie" en la esperanza de que yo me acuerde.
Zigman procuró detener el torrente de palabras de Nellie.
– Espera, espera, vamos a ver, si el hecho de que Sharon utilice el nombre de "Lucie" significa que tenemos que descifrar un mensaje secreto.
– ¡Eso es lo que significa exactamente!
– Muy bien, cálmate, Nellie, escucha si tú jugabas a este juego con ella y ella solía escribirte notas para que las descifraras y tú las descifrabas, debes conocer la clave. ¿Por qué arriesgarnos a llamar a la policía? No nos hace ninguna falta.
Dime la clave y descifraremos la nota de rescate.
– Félix, Félix, de eso se trata precisamente, ¿acaso no lo comprendes? ¡No recuerdo esta maldita clave! Sharon la recuerda, lo recuerda todo y espera que yo también me acuerde pero no me acuerdo.
Hasta me sorprende haber recordado que "Lucie" significa que desea que descifre el mensaje.
– Nellie, tranquilízate -dijo Zigman perdiendo la paciencia-. Si recuerdas una cosa, podrás recordar otra.
¿Qué te indica que debes hacer el nombre de "Lucie"? ¿Te indica que descifres el mensaje contando una palabra sí y otra no? ¿Te indica que cada letra significa otra distinta, por ejemplo que "a" significa "e" o algo de este tipo? ¡Piensa, por favor!
Nellie se vino abajo por completo. Estaba a punto de echarse a llorar.
– No puedo, Félix, por favor, créeme, no puedo recordarlo. Lo intento, lo intento con todas mis fuerzas, pero no puedo. Ojalá pudiera acordarme pero no puedo.
Y pensar en lo que está en peligro. Está en peligro la vida de la pobre Sharon y cualquiera sabe lo que está ocurriendo en estos momentos.
La gravedad de la situación, el apuro por el que estaban pasando, el descubrimiento de que lo que se había hecho no bastaba para estar tranquilo y de que todavía les faltaba saber algo, todo ello empezó a reflejarlo gradualmente la expresión del rostro de Zigman. Este asintió lentamente.
– Sí, tienes razón -dijo-. Intenta decirnos algo que debemos saber. Siempre y cuando no te equivoques, siempre y cuando estés segura de que "Lucie" equivale a mensaje cifrado.
– Félix, estoy segura, completamente segura -repitió Nellie casi sin aliento-. El hecho de que se haya atrevido a arriesgar su vida para comunicarnos algo, significa que se trata de una cosa de importancia vital.
Apuesto… Miró a Zigman con los ojos muy abiertos sin poder terminar lo que había estado a punto de decir.
– ¿Qué es lo que apuestas? -dijo Zigman.
– Apuesto a que intenta decirnos que, a pesar de lo que nos hayan dicho los secuestradores -que la soltarán cuando reciban el dinero-, éstos no se proponen cumplir su palabra.
Que se proponen matarla. Y tal vez quiere decirnos que no esperemos a que la pongan en libertad porque ello no ocurrirá e intenta decirnos dónde está, darnos alguna pista para que podamos encontrarla y salvarla antes de que sea demasiado tarde. No puede ser otra cosa. Debe ser eso.
– Sí -dijo Zigman esforzándose por pensar.
– Tenemos que descifrar el mensaje, Félix. No podemos arriesgarnos a jugar al hágalo-usted-mismo.
No podemos esperar a que yo recuerde algo tan complicado, algo que he olvidado por completo. Necesitamos expertos. La policía y el FBI tienen expertos. Estos podrían hacerlo en seguida.
Y, en cuanto se enteraran de algo, actuarían con rapidez. Se trata de una cuestión de vida o muerte, de la vida o la muerte de Sharon, y estamos perdiendo el tiempo.
Cuando recojan el dinero que les has dejado, ya será demasiado tarde. Por favor, Félix, por favor, debemos hacer algo antes de que sea demasiado tarde.
Zigman miró a Nellie echó un vistazo a su alrededor y cruzó rápidamente la estancia en dirección al teléfono más próximo.
Lo descolgó y marcó 0. Esperó respuesta y, al recibirla, dijo:
– Señorita, se trata de un asunto urgente. Póngame con el Departamento de Policía de Los Angeles.
En el tercer piso del Departamento de Policía de Los Angeles, ubicado en las cercanías del barrio comercial japonés-norteamericano del centro de Los Angeles, la actividad que se estaba desarrollando en el transcurso de aquella tarde de fiesta era moderada y rutinaria, a excepción de lo que estaba ocurriendo más allá de la puerta de la Sala 327, la puerta en la que figuraba la siguiente placa: “Sección de Robos y Homicidios”.
Aquí, en el mismísimo centro de la extensa sala, en cuyas cuatro paredes se veían grises armarios, grises archivadores metálicos, ventanas con las persianas bajadas, una mesa con radios de cuatro bandas y fotografías de delincuentes buscados, el jefe de la sección, el capitán Chester Culpepper, un delgado y fuerte veterano del cumplimiento de la ley y el orden, de cabello corto, color herrumbre, y rostro impasible, se encontraba de pie junto a una de las cuatro hileras de mesas amarillas de madera de pino sosteniendo el teléfono entre el hombro y la oreja.
Estaba hablando lacónicamente y en voz baja con alguien, y sus dos docenas de subordinados, sargentos y agentes secretos, fingían no oírle y estar ocupados con sus respectivas tareas.
Sin embargo, el tono de voz del superior les había dado a entender que estaba ocurriendo algo especial.
– Sí, es importante -estaba repitiendo el capitán Culpepper por teléfono-, por consiguiente, deja lo que estés haciendo ahí abajo y sube a la Tres Veintisiete. Me reuniré contigo en la sala de interrogatorios.
Momentos antes, el capitán Culpepper había entrado en la sala de la patrulla en busca del teniente Wilson Trigg, su ayudante de más confianza.
Al enterarse de que Trigg se encontraba en el segundo piso, le había llamado por teléfono.
Ahora, tras colgar el teléfono, cruzó la sala y, sin pronunciar palabra, hizo caso omiso de las miradas inquisitivas de varios de sus compañeros.
Volvió después sobre sus pasos, y cruzó la puerta del tabique de separación, avanzando entre librerías y escritorios de secretarias y fotografías enmarcadas de algunos oficiales muertos en acto de servicio.
El capitán Culpepper entró en su despacho, recogió unas hojas de papel y un cuaderno de notas que había encima del escritorio, descolgó del perchero su chaqueta azul oscuro de anchos hombros y regresó a la zona de las secretarias.
A punto de dirigirse a la pequeña sala de interrogatorios para esperar en ella al teniente Trigg, cambió de idea y pensó que ahorraría tiempo si se reunía con su ayudante en el ascensor.
Al salir al pasillo del tercer piso, sus ojos se posaron en el reloj de pared colgado encima del surtidor de agua.
Se detuvo para poner en hora su reloj. Iba adelantado y lo puso a la una y cuarenta y siete. Llevaba todavía la chaqueta a medio poner y en la mano sostenía las hojas de papel y el cuaderno de notas de tamaño legal.
Acostumbrado a hacer lo mismo en otras muchas ocasiones, Culpepper consiguió llevar a cabo la acrobática hazaña de ponerse del todo la chaqueta sin soltar los papeles.
Culpepper vio entonces al teniente Wilson Trigg, su ayudante preferido en numerosas investigaciones secretas, salir corriendo del ascensor y dirigirse hacia él a toda prisa.
Impaciente y deseoso de poner manos a la obra, Culpepper avanzó a grandes zancadas para reunirse con Trigg a medio camino.
El teniente Trigg delgado, elástico, con cara de niño, de treinta y tantos años, y diez años más joven que Culpepper, estaba que no cabía en sí de curiosidad.
– Debes estar muy nervioso porque ni siquiera me has esperado -dijo-. Bueno, ¿de qué se trata? -añadió con fingido enojo-. ¿A qué viene este acertijo? Me llamas y me dices que suba porque es importante. vamos, Chet, ¿Qué es eso tan importante? Echando un vistazo al pasillo para asegurarse de que estaban solos, Culpepper repuso en voz baja:
– Lo más importante que puedas imaginarte. Secuestro.
– ¿Quién?
Culpepper separó el cuaderno de notas de las hojas de papel sueltas que llevaba y se lo entregó a Trigg.
– Léelo tú mismo, si puedes descifrar mis jeroglíficos.
Trigg posó los ojos en el fondo de la página amarilla y los detuvo allí.
Arqueó después las cejas muy asombrado y soltó un silbido.
– ¿No es una broma? ¿Te refieres a ella? No puedo creerlo.
– Pues será mejor que lo creas.
Trigg empezó a leer de nuevo y levantó la página. La página siguiente aparecía en blanco.
– ¿No tienes más que eso, Chet? -preguntó sorprendido.
– Es lo que he podido saber a través del teléfono. Ha sido su representante personal, un tipo llamado Félix Zigman. No quería hablar demasiado. Destacó especialmente que existía un problema de tiempo. Ya ha depositado el dinero del rescate.
– Ya lo veo. Un millón de dólares.
– Pero teme decirme dónde. Lo comprendo. Están preocupados por su seguridad, y en las notas de rescate se advertía que no se efectuara ninguna denuncia a la policía so pena de convertirla en un cadáver.
Por consiguiente, tendremos que actuar lo que se dice con pies de plomo.
– Como de costumbre.
– Sí, como de costumbre. Estas cuestiones de los secuestros son siempre muy delicadas. Y ésta más que ninguna. Se trata de alguien muy famoso.
Es el secuestro más importante que se produce desde que Bruno Hauptmann secuestró al pequeño de los Lindbergh en 1932.
– Estoy de acuerdo contigo -dijo Trigg muy impresionado-. ¿Vas a comunicárselo a Wescott?
– Todavía no. Quiero saber algo más. De todos modos, él y los del FBI intervendrán en esto automáticamente dentro de veinticuatro horas.
Pero, dadas las circunstancias, me parece que el caso se habrá resuelto, para bien o para mal, antes de que transcurran las veinticuatro horas.
Se lo notificaré a Wescott en cuanto no tenga más remedio que hacerlo. En estos momentos, Willie, muchacho, el asunto es nuestro. Y tenemos que actuar con rapidez.
– ¿Cómo es posible que la información sea tan esquemática? -preguntó Trigg consultando de nuevo el cuaderno.
– Ya te lo he dicho. Porque por teléfono no ha querido decirme más y no desea perder el tiempo. Depositó el dinero para que pudieran recogerlo pasada la una.
Desde entonces, este Zigman y la secretaria personal de la Fields, una tal Nellie Wright, han descubierto algo, una especie de clave -no ha querido decirme de qué se trata-que les hace temer no poder manejar el asunto solos.
Por el bien de la víctima estaban dispuestos a seguir las normas, e interpretar un papel pasivo y confiar en los secuestradores. Pero ahora han descubierto algo que les tiene muy preocupados.
Temen estar solos. Solicitan nuestra ayuda inmediata en lo que acaban de descubrir.
Por consiguiente, he pensado que será mejor que tú y yo nos dirijamos al lugar donde esperan Zigman y la Wright -se encuentran en la residencia de la víctima en Bel Air-, averigüemos lo que podamos y veamos después lo que puede hacerse.
– Vamos allá.
Trigg hizo ademán de dirigirse al ascensor pero Culpepper le detuvo.
– Todavía no. Tenemos que prever la posibilidad de que el caso se complique en cuestión de horas. Quiero preparar el terreno, tenerlo todo a punto y dispuesto a ponerse en marcha inmediatamente si el caso lo requiriera.
El jefe me ha concedido un presupuesto ilimitado, qué demonios, Sharon Fields debe ser una de las seis personas más importantes de este país.
– Del mundo. ¿Qué quieres que haga?
– De momento le dejaré a Marion una sinopsis en “Clets” para que pueda transmitirse inmediatamente si fuera necesario, y después me trasladaré en seguida a la residencia de la Fields.
El jefe me ha encomendado la dirección de este asunto y a ti, Wilson, muchacho mío, te nombro mi ayudante de campo. Primero quiero que hagas una cosa aquí y después quiero que me acompañes a Bel Air.
– A tus órdenes, Chet.
– Vete a mi, escritorio y organiza un equipo de urgencia. Simplemente los hombres que basten para encargarse de lo más esencial, labor de investigación, llamadas que puedan producirse, ya lo sabes.
Empecemos con diez hombres. Infórmales a partir de las notas de mi cuaderno. -Culpepper arrancó la hoja escrita, se la entregó a Trigg y se quedó con el cuaderno-. Infórmales y después ordénales que callen la boca.
Que no hablen ni hagan nada hasta que les demos instrucciones. Limítate a preparar el equipo para que esté dispuesto a actuar de inmediato. -Miró el reloj de pared-. Por ahora, es suficiente.
Está pasando el tiempo. Vete a mi escritorio. En cuanto estés listo, reúnete conmigo en Bel Air. Ya tienes la dirección.
Trigg se despidió con un saludo militar.
– Sí, señor. A mí que me había parecido un Cuatro de Julio muy aburrido y ahora resulta que va a haber fuegos artificiales.
– Espero que sean de los buenos. Se trata de un asunto terrible, Willie. Adelante y buena suerte.
Trigg giró en redondo y se alejó a toda prisa de la Sección de Robos y Homicidios.
Culpepper le observó pensativo unos momentos y después rodeó la esquina en dirección a los ascensores.
Minutos más tarde, al llegar al segundo piso, avanzó por el pasillo hacia las oficinas de la Cadena de Información Automatizada del Departamento de Policía de Los Angeles. Una vez dentro y rodeado por la fantástica ferretería del Sistema Automatizado de órdenes de Busqueda, se sintió como se sentía siempre que entraba en aquel lugar: como un chiquillo en libertad en una tienda de juguetes en vísperas de Navidad.
Recorriendo las distintas estancias sin apenas prestar atención a las computadoras IBM, a las pantallas visuales y a los equipos de cintas magnéticas en las que varias especialistas, estaban grabando órdenes de busqueda, Culpepper entró en el reducido despacho en el que la única empleada que estaba de servicio aquel día de fiesta, se hallaba sentada ante el impresionante teletipo electrónico Scantlin, la máquina mágica en la que su hoja sería trasladada a una cinta perforada que transmitiría el mensaje a todo el Estado e incluso a toda la nación.
La empleada sentada ante la máquina era Marion Owen, una joven morena de rostro muy serio y bonitas piernas. Tenía treinta y tantos años, era muy introvertida, poseía una extraordinaria capacidad mecánica y parecía que no fuera a casarse, hasta que la había cazado últimamente un ambicioso periodista, algo más joven que ella, que la admiraba por su inteligencia y sus dotes de buena cocinera.
Culpepper había asistido a la breve ceremonia de la boda para demostrarle al novio que su novia tenía amigos, amigos que ocupaban altos cargos.
– Hola, Marion -dijo saludándola-. ¿Cómo está la recién casada? Ella levantó la mirada del libro que estaba leyendo y lo apartó rápidamente a un lado.
– Hola, capitán. Muy bien, gracias. Con Charley me va todo a las mil maravillas. Lo que hoy quisiera es tener un poco más de trabajo.
– Es posible que lo tenga, es muy posible.
– ¿Se está fraguando alguna cosa? Olvidándose de la conversación social, Culpepper le entregó sombríamente el mensaje que su secretaria había redactado en la hoja perforada a partir de sus notas.
– Es un boletín que tengo preparado para el “Clets”. Pero de momento no quiero que lo transmita.
Quiero que me lo tenga preparado, ¿comprende? Voy a hacer unas gestiones y tal vez dentro de una hora ya sepa si es necesario transmitirlo o no.
– ¿A Sacramento y a Washington?
– No puedo decírselo todavía. Pero pronto lo sabrá. Recuerde una cosa, Marion, “no” deberá transmitirlo hasta que yo se lo ordene directamente. ¿Me ha entendido?
– Sí, señor. No transmitiré ni una palabra hasta que usted me lo ordene.
– Muy bien. Ahora será mejor que me vaya en seguida.
Culpepper se dirigió apresuradamente hacia la salida y Marion le saludó cariñosamente con un gesto de la mano. Apoyando un codo sobre el borde del teletipo electrónico Scantlin, con el mensaje en la mano y sin molestarse en leerlo, Marion Owen se sintió de repente mucho mejor.
Había sido un día muy solitario y aburrido, teniendo que trabajar en día de fiesta cuando casi todo el mundo se había marchado por ahí a divertirse.
El día hubiera resultado doblemente aburrido si Charley hubiera estado libre y ella se hubiera visto obligada a acudir al trabajo.
Afortunadamente, deseoso de causar buena impresión a su nuevo patrón, Charley se había prestado voluntariamente a sustituir a uno de los veteranos redactores del equipo de Sky Hubbard, se había desplazado muy temprano a los estudios de televisión, y probablemente seguiría trabajando cuando ella regresara a casa.
A Marion Owen le gustaba su trabajo en la Cadena de Información Automatizada del Departamento de Policía, pero sólo cuando se trataba de días muy ajetreados. Le encantaba recibir aquellos boletines ya digeridos, en los que se describía a las víctimas de los delitos o a algún desertor de la justicia y transmitirlos a través del “Clets”, es decir, del California Law Enforcement Teletype System.(1)
(1) California Law Enforeement Teletype System. Sistema de Teletipos para el Cumplimiento de la Ley de California.
Siempre procuraba imaginarse las reacciones del personal de los demás extremos de las líneas directas, desde el “Clets” de Sacramento y el Departamento de Vehículos Motorizados de Califomia, hasta el Centro de Información Nacional del Crimen de Washington, D. C., y la forma en que los distintos departamentos de policía, oficinas de los "sheriffs" y patrullas de vigilancia de carreteras respondían a la información.
A veces se enteraba de las repercusiones de la información que ella había transmitido, y en tales ocasiones experimentaba la sensación de haber contribuido activamente al mantenimiento de la ley y el orden.
Mientras pensaba, sus ojos se posaron en la primera línea del boletín que sostenía en la mano. No podía dar crédito a sus ojos. ¡Su actriz preferida, su ídolo! Antes de que pudiera seguir leyendo, sonó el teléfono que tenía al lado.
Lo descolgó, molesta ante aquella interrupción, pero se alegró inmediatamente al oír la voz de Charley, la voz de su marido -marido, tendría que acostumbrarse a esta palabra-hablándole desde el otro extremo de la línea.
– ¿Marion? -dijo él-. Te llamaba…
– Charley, no te lo vas a creer -le dijo ella interrumpiéndole-pero han secuestrado a Sharon Fields.
– ¿Cómo? ¡Bromeas!
– Es cierto. El capitán Culpepper me ha entregado el boletín hace escasos segundos. Iba a leerlo cuando has llamado.
– Eso es increíble -estaba diciendo él tan emocionado como ella-. ¿Algún detalle?
– Estoy leyendo. -Marion se detuvo bruscamente-. Oye, Charley, no debiera de habértelo dicho. Se me ha escapado. Lo olvidarás, ¿verdad?
– Pero, bueno, ¿que estás diciendo? Estamos casados, ¿no? Si no puedes confiar en mí, ¿en quién podrás confiar?
– Confío en ti pero ya conoces las normas de aquí. Sobre todo en un caso como éste, en el que se me ha dicho que no transmita nada hasta que me lo ordenen oficialmente.
Me parece que el capitán quiere averiguar si la información debe permanecer en secreto o bien puede transmitirse por la cadena sin poner en peligro su vida.
– Entonces no hablemos más -dijo Charley-. Sólo te llamaba para decirte que te quiero.
– Yo también te quiero a ti.
– Y para decirte que esta noche regresaré a casa temprano. Es un día de muy poco trabajo y el señor Hubbard está dedicando mucho espacio a cosas que ya tenía grabadas. ¿Te apetece que nos comamos una hamburguesa por ahí y nos vayamos al cine?
– Ya estás citado, señor Owen. Charley, oye…
– Perdona, cariño, me están llamando. Nos veremos a las seis.
Su marido le colgó el teléfono y Marion lo colgó también decepcionada.
Había querido recordarle una vez más que fuera muy discreto en relación con la noticia que acababa de comunicarle.
Pero después llegó a la conclusión de que no tenía por qué preocuparse.
Tal como él le había dicho, si no podía confiar en su marido, ¿en quién podría confiar? Pero diez minutos más tarde empezó a preocuparse de nuevo a causa de su error accidental.
Empezó a preocuparse porque, a pesar de que llevaban escaso tiempo juntos, ya estaba al corriente del alcance de la ambición de Charley.
Sabía, además, lo mucho que ansiaba Charley destacar en su trabajo. La oportunidad de actuar de colaborador de un comentarista tan famoso como Sky Hubbard, se le antojaba como un primer paso y andaba siempre a la caza de noticias, al objeto de que Hubbard se percatara de sus cualidades.
Era posible que Charley le repitiera a su patrón la noticia confidencial del Departamento de Policía.
Caso de hacerlo, justificaría su proceder alegando que lo había hecho por los dos, para conseguir un aumento de sueldo, para abrirse camino y alcanzar una posición desahogada.
O tal vez disimular la traición afirmando que él no le había dicho ni media palabra a Sky Hubbard, que el comentarista ya se había enterado del secuestro a través de alguno de sus numerosos espías pagados, aquellos a quienes los mercaderes de sensacionalismo suelen calificar de "fuentes no identificadas".
Se avergonzó de no confiar en su Charley, pero tenía que pensar en su propia situación y en la confianza que en ella depositaban los amables oficiales como el capitán Culpepper. Decidida a enmendar su error, a decirle a Charley que se había equivocado en lo que le había dicho, que había leído erróneamente el mensaje del boletín, que no habían secuestrado a Sharon Fields, llamó al despacho de Charley.
El teléfono estaba comunicando. Llamó una vez y volvió a llamar sin lograr establecer comunicación.
Le contestaron a la cuarta vez. Una secretaria le dijo que lo sentía pero que el señor Owen había salido.
Marion colgó el teléfono lentamente.
Rezó para que la salida de Charley no tuviera nada que ver con Sharon Fields.
Y después se preguntó quién podría ser el insensato capaz de secuestrar a una persona tan famosa como Sharon Fields.
Al volante de la camioneta de reparto sin leyenda alguna, Howard Yost pisó el freno al llegar al semáforo en rojo del cruce del paseo Sunset y la autopista de la Costa del Pacífico.
Desde Arlington hasta Los Angeles, el tráfico había sido muy denso, y había aumentado más si cabe al llegar a la zona en que el paseo Sunset confluía con la autopista de la playa.
Casi todos los automóviles llevaban tablas de "surf" amarradas a la capota, y a cada semáforo en rojo Yost envidiaba a los muchachos que pronto se divertirían en la arena y el agua, en un día tan bochornoso como aquél.
Se preguntaba qué estarían pensando de él. Probablemente sentirían lástima por aquel pobre conductor de camioneta que tenía que trabajar en día de fiesta, eso si es que los chiquillos se molestaban en echarles un vistazo a los mayores y eran capaces de sentir lástima.
Al llegar al mar, Yost empezó a sentir lástima de sí mismo por estar pasando los apuros que estaba pasando en el transcurso de un día destinado al descanso teniendo que emprender una misión tan potencialmente arriesgada.
Al detenerse ante un semáforo, vio la playa de Santa Mónica parecida a un hervidero de bronceados cuerpos semidesnudos y experimentó la tentación de abandonar el vehículo, comprarse unos calzones de baño y reunirse en la playa con todos aquellos despreocupados hijos del sol.
Pensó automáticamente en Nancy y Timothy.
En aquellos momentos ya habrían regresado de Balboa y se preguntó si Elinor les habría traído a esta playa si se encontrarían entre toda aquella gente.
Pero entonces pensó que no era probable.
A Elinor no le gustaban las aglomeraciones de gente y seguramente estaría trajinando por la casa y Nancy y Timothy se habrían ido a casa de los Manyard para jugar con los hijos de éstos y utilizar la piscina que estos vecinos acababan de instalar.
Yost escuchó un claxon a su espalda y se percató entonces de que el semáforo había cambiado a verde.
Enfilando la autopista de la Costa del Pacífico y siguiendo el carril de más a la derecha, avanzó en dirección norte.
E inmediatamente experimentó dos transformaciones psíquicas.
Su estado de hipnosis cedió el lugar a una sensación casi dolorosa de cansancio.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan nervioso y agotado, desde la época en que jugaba al fútbol americano.
Estaba seguro de que no se trataba de miedo ni de nada parecido al miedo.
Las personas que se dedicaban a su profesión estaban familiarizadas con las probabilidades -probabilidades basadas en estadísticas actuariales en las que se establecían las tarifas de los seguros de vida-y él hubiera estado en condiciones de recitar todas las probabilidades relacionadas con la muerte por enfermedad de un hombre de cuarenta años, las probabilidades que se tienen de resultar herido por un ladrón, las probabilidades que tiene uno de fracturarse la pierna al meterse en la bañera.
Si morías por accidente, había dos probabilidades contra una de que ello se debiera a un accidente de tráfico (con tres probabilidades contra una de que ello le ocurriera a un hombre y no ya a una mujer), y tenías siete probabilidades contra una de morir de una caída y seis contra una de morir en un incendio o bien ahogado.
Pues, bien, había calculado las probabilidades de que Félix Zigman les traicionara, hablara con la policía y entregara la vida de Sharon Fields a cambio de apresar a un secuestrador.
Había una probabilidad contra mil de que Zigman no cumpliera con la palabra dada.
A Yost no le cabía la menor duda.
El millón de dólares estaría en el interior de las dos maletas marrones y las maletas habrían sido depositadas detrás de la Fortress Rock antes de la una.
Recoger las maletas entrañaba un riesgo mínimo, inferior al que entraña meterse en una bañera.
¿A qué se debía, pues, su creciente desazón? El descubrimiento de la respuesta fue la causa de la segunda transformación psíquica que en él se produjo.
Su temor se desvaneció porque comprendió que, dentro de treinta o cuarenta minutos, según fuera la intensidad del tráfico, se convertiría en millonario o, mejor dicho, en un cuarto de millonario por primera vez en su vida.
Le aturdía pensar que aquél iba a ser el día más importante de su vida.
Contemplando a los bañistas y nadadores se preguntó qué pensarían aquellos muchachos si supieran la verdad acerca de aquel conductor de camioneta aparentemente normal, si supieran lo que había hecho y lo que estaba haciendo y sí supieran que pronto nadaría en la abundancia.
Esta era la explicación de su inquietud, claro.
El hecho de que hubiera tanto dinero esperándole, el sueño de toda una vida esperándole en un aislado lugar de una carretera poco transitada, y de que él todavía no hubiera llegado para poder recogerlo, acariciarlo y poseerlo.
Estaba nervioso porque ardía en deseos de hacerse con la recompensa y porque ansiaba apoderarse de ella antes de que lo hiciera accidentalmente alguna otra persona.
¿Y si algún estúpido muchacho amante de la naturaleza o algún "boy scout" o quien fuera encontraba las maletas antes de que él llegara, las abría y las entregaba a la policía? Santo cielo.
Pisó el acelerador, pero pronto dejó de hacerlo porque el tráfico se estaba intensificando.
Aminoró la marcha. Estando ya tan cerca, no era oportuno cometer imprudencias.
Apartó brevemente los ojos del parabrisas y los posó en la escopeta de calibre 10 que había en el asiento de al lado.
Su coartada por si casualmente encontrara a alguien.
Iba adecuadamente vestido con una camisa deportiva y unos ligeros pantalones caqui y, con la escopeta bajo el brazo, pronto se parecería a un cazador cualquiera.
Estaba al corriente de las temporadas de caza y sabía que la temporada estaba abierta en julio y todo el año en lo concerniente a la caza de conejos y ardillas en el caso de que ésta tuviera lugar en la propia finca o en la de un amigo.
Sabía que cerca de la Fortress Rock aún había bastante terreno de propiedad particular -en cierta ocasión había estado a punto de comprar una parcela en calidad de inversión, pero le había faltado la suficiente garantía para el préstamo-y, si alguien le detenía o le hacía alguna pregunta, bastaría con que dijera que se estaba dirigiendo al rancho de un amigo para dedicarse un poco a la caza menor.
El reloj del tablero de instrumentos de la camioneta no funcionaba.
Yost apartó el brazo del volante para ver la hora en su reloj. Por culpa del maldito tráfico ya llevaba casi una hora de retraso.
Su intención había sido la de llegar al lugar poco después de que Zigman depositara el dinero.
Ahora llegaría por lo menos con una hora y media de retraso. No importaba. Mejor tarde que nunca.
Procuró imaginarse el futuro. Se imaginó que ya había recogido las dos maletas.
Había regresado a las Gavilán Hills y al escondite. El dinero se había repartido a partes iguales. Estaban a última hora de la tarde.
Le atarían a Sharon las muñecas, le cubrirían los ojos con una venda, le cubrirían la boca con un esparadrapo y le administrarían una inyección ligera para dejarla inconsciente por espacio de cosa de una hora.
La ocultarían en la parte de atrás de la camioneta y se despedirían del escondite, de las montañas y de Arlington.
Regresarían a la ciudad, después se dirigirían al Laurel Canyon, subirían hasta el cruce con la calle Mulholland y girarían.
En un lugar aislado que él conocía, la desatarían apresuradamente y la abandonarían.
Ella estaría medio adormilada, pero consciente, y para cuando hubiera logrado quitarse la venda de los ojos y el esparadrapo, se orientara un poco y se dirigiera a la casa más próxima para efectuar la llamada, ellos cuatro ya estarían muy lejos.
A las diez o las once de esta noche ya habría regresado a casa junto a Elinor y los niños. Y con un cuarto de millón de dólares en el bolsillo.
Tendría que guardarlo en algún sitio hasta que se sacara de la manga alguna falsa inversión, capaz de justificar su repentina riqueza.
Esta noche ya habría regresado sano y salvo junto a su familia y todos podrían vivir el resto de sus días sin preocupaciones. Pero entonces lo recordó.
Esta noche tal vez no, maldita sea. Se había olvidado del peligroso asunto de Brunner, del hecho de que Sharon conociera el nombre de Brunner y Shively quisiera liquidar a Sharon, y del compromiso a que habían llegado en el sentido de que Sharon no sufriría el menor daño siempre y cuando Brunner abandonara la ciudad durante algún tiempo.
Ello significaba que no podría regresar a casa hasta mañana. Bueno, qué demonios, toda una vida de seguridad personal bien valía el precio de veinticuatro horas de retraso.
Después empezó a pensar en algo desagradable. Shively. El tejano se había avenido finalmente a una solución de compromiso a propósito del destino de Sharon.
Pero Shively era muy voluble. Tal vez esta noche o mañana llegara a la conclusión de que no bastaba con que Brunner se alejara de Los Angeles durante uno o dos años. Que su supervivencia sólo podía garantizarse eliminando a Sharon.
Y eso, pensó Yost, no iba a permitirlo. En su vida no todo estaba muy claro. Había estafado un poco. Había mentido y engañado un poco en su trabajo. ¿Quién no lo hacía? últimamente se había visto mezclado en un asunto, de secuestro y violación, si bien, qué demonios, ella había accedido en cierto modo a colaborar voluntariamente con ellos.
En cuanto al dinero del rescate, Sharon ni siquiera lo echaría en falta. Todo eso había estado muy mal, se dijo Yost, pero de aquí no pasaría.
No participaría ni sería cómplice de un asesinato. Tal vez no se llegara a este extremo pero caso de que ello ocurriera o de que Shively se pusiera pesado, bueno, tendría que recordarle a Shively que no era el único que poseía un arma.
Nada mejor que una buena escopeta de caza para mantener el orden y promover la moderación.
Vio por el rabillo del ojo a una bronceada belleza californiana de cabello negro vestida con un traje de baño color rojo de dos piezas de pie junto a la cuneta.
Labios fruncidos. Cuerpo esbelto, jugoso busto en sazón. Ombligo hundido. Encantador montículo entre las piernas.
De pie junto a la cuneta esperando cruzar la carretera para bajar a la playa o tal vez que alguien la recogiera para divertirse un poco.
Nena, nena, hubiera querido decirle, espera a Howie que volverá en seguida y, cuando vuelva, será un cuarto de millonario. Nena, vas a querer mucho a Howie.
En aquellos momentos él ya estaba queriendo a Howie, al acaudalado Howie que tanto se iba a divertir. Pisó el acelerador.
Fortress Rock y veinte pasos, allá voy.
A la entrada de la vasta propiedad de Sharon Fields, sentado al volante de un vehículo negro de patrulla, el sargento López jugueteaba nerviosamente con la radio del automóvil, que le podía poner en contacto con el centro de comunicación del Departamento de Policía de Los Angeles y con el recientemente instalado teleimpresor capaz de recibir inmediatamente datos computadorizados desde el Centro Nacional de Información del Crimen de Washington, D. C.
Aunque se encontraba estacionado a la sombra, el sargento López se estaba achicharrando de calor y no apartaba la vista de la ornamentada puerta de estilo español a la espera de que desde dentro se le ordenara algo que pusiera en marcha la paralizada operación.
En el salón de Sharon Fields, donde el criado Patrick O’Donnell había colocado un semicírculo de sillas bajo la araña de cristal, la presión estaba empezando a aflorar al rostro de todos y cada uno de los participantes en aquella reunión de estrategia.
Sentada en el centro se encontraba una pálida, agotada y nerviosa Nellie Wright.
A uno de sus lados, cruzando y descruzando constantemente las piernas y sin dejar de fumar, se encontraba Félix Zigman.
Al otro lado, con un cuaderno de notas amarillo apoyado sobre las rodillas, se hallaba acomodado el sargento Neuman, que ya había dejado de tomar notas.
Detrás de Neuman, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla de éste, se encontraba de pie el teniente Trigg sin dejar de fruncir el ceño.
En segundo plano, tomados de la mano, escuchando angustiados, estaban los criados Pearl y Patrick O’Donnell.
La única persona que se movía en aquellos momentos era el capitán Chester Culpepper.
Con las copias de ambas notas de rescate en la mano, profundamente inmerso en sus pensamientos, paseaba arriba y abajo ante el grupo intentando decicidir la siguiente medida a tomar.
Había llegado hacía veinte minutos en compañía del sargento Neuman. Y hacía diez minutos que había llegado sin resuello el teniente Trigg, a quien se había informado de todos los detalles.
Zigman y Nellie Wright habían facilitado apresuradamente por turnos al capitán Culpepper la escasa información que poseían acerca de Sharon Fields desde su repentina desaparición del día 18 de junio por la mañana, pasando por la primera nota de rescate recibida el día 30 y por la publicación del anuncio clasificado el día 2 de julio hasta llegar a la segunda nota de rescate recibida por la mañana de este 4 de julio.
Zigman había referido con todo detalle su experiencia de primeras horas de la tarde al depositar las dos maletas marrones conteniendo la suma de un millón de dólares en efectivo.
Zigman había explicado que había querido seguir al pie de la letra las instrucciones de Sharon o, mejor dicho, del secuestrador para proteger la seguridad de la víctima actuando al margen de la ayuda de la policía.
Pero, tras reconocer Nellie la clave que Sharon les había enviado, comprendió que ésta intentaba decirles que el secuestrador o secuestradores no eran de fiar y que, al parecer, había algo más que ella deseaba revelar.
Fue entonces cuando Zigman comprendió que era necesario recabar la ayuda de los expertos y llamar a la policía.
Tras lo cual, el capitán Culpepper había interrogado a Nellie Wright para cerciorarse de que la utilización del nombre "Lucie" en la firma de "Sharon Lucie Fields" significaba que en la segunda nota de rescate se ocultaba efectivamente una clave secreta.
Nellie se lo había confirmado, confesando que no le era posible recordar la clave. Ahora habían llegado a un momento de indecisión, y todos ellos eran perfectamente conscientes de la gravedad de la situación, de los preciosos minutos que se les estaban escapando habiendo una bomba de relojería oculta en alguna parte, una bomba que podía estallar de un momento a otro haciendo añicos todas sus esperanzas.
El capitán Culpepper interrumpió su movimiento continuo para dirigirse una vez más a Nellie.
– ¿Y está usted absolutamente segura, señorita Wright, de que no puede recordar ni un solo detalle de la clave que Sharon Fields solía utilizar cuando le escribía?
– Ni una sola cosa, se lo juro Me he devanado los sesos pero no lo recuerdo.
– Pero, ¿insiste usted en que existía dicha clave y que tanto usted como la señorita Fields la conocían?
– Pues claro que la conocía -contestó Nellie indignada-. Recuerdo lo mucho que nos divertíamos jugando a este juego Ambas nos habíamos aprendido la clave de memoria. Me la conocía al dedillo.
– Si se la conocía de memoria, no podía ser muy complicada. A no ser que posea usted una de estas mentalidades capaces de recordar cualquier cosa.
– Sharon sí la posee. Es capaz de aprenderse de memoria todo un guión en una tarde.
Yo no puedo. Tengo que repetir una y otra vez un pasaje escrito para poder recordarlo.
Y, además, está claro que no poseo retentiva, de lo contrario recordaría esta maldita clave.
– Debía tratarse de un sistema cifrado muy sencillo -dijo Culpepper-. Nada que exigiera consultar un manual o unas tablas para transponer o sustituir los caracteres alfabéticos con vistas a cifrar o descifrar.
Porque si hubiera exigido un libro o unas tablas, usted conservaría aún algo de este estilo en la casa o en su despacho.
– No, no, estoy segura de que no necesitábamos consultar nada. Tiene usted razón. Debía tratarse de un método muy sencillo.
Culpepper miró hacia el fondo de la estancia.
– Tal vez el señor y la señora O’Donnell les oyeran hablar de ello a usted o a la señorita Fields y puedan recordar algo.
Nellie sacudió la cabeza enérgicamente.
– No, eso ocurrió antes de que Sharon contratara sus servicios.
Culpepper extendió las manos.
– Muy bien, ya veo que así no llegaremos a ninguna parte.
– Agitó las notas de rescate que sostenía en una mano-. Ciertamente que disponemos de muchos expertos capaces de descifrar esta clave.
No nos hace falta disponer de ninguno con plena dedicación, porque muy raras veces se presentan casos que exijan la ayuda de un criptógrafo.
Sé que hay uno, un profesor de Pomona, cuyos servicios ha utilizado el Departamento en una o dos ocasiones a lo largo de los diez últimos años.
Ya hemos intentado localizarle. Se ha marchado a pasar el fin de semana fuera y ninguno de sus colegas sabe dónde está.
Podemos ponernos en contacto con la Sección de Investigación e Identificación Criminal del Estado de Sacramento.
– O con el FBI -dijo Zigman-.vDeben tener cientos de especialistas.
– El FBI de Washington, sí. Podemos ponernos en contacto con ellos y pienso hacerlo ahora mismo.
Transmitiremos el contenido de estas notas, de tal forma que tanto en Sacramento como en Washington reciban reproducciones exactas del original. Estoy seguro de que podrán descifrar en seguida el mensaje de la señorita Fields. -Se detuvo y sacudió la cabeza-.
Pero me temo que no con la rapidez que nos haría falta. Podríamos ganar tiempo comunicando por teléfono el contenido de la segunda nota de rescate, pero es posible que el carácter de la clave se refiera no sólo al contenido sino también al estilo de escribir.
Es necesario que los criptógrafos puedan ver la nota.
Suponiendo que todo se haga con la máxima velocidad, la transmisión, la labor de los expertos, la interpretación de la clave, la llamada para la comunicación del mensaje, yo diría que el tiempo necesario será como mínimo de dos horas. ¿No crees, Wilson?
Trigg se mostró totalmente de acuerdo.
– Dos horas sería lo mínimo, mi capitán. Yo más bien diría tres.
– Ya ve usted el problema con que tropezamos -le dijo Culpepper a Zigman-.
Hemos sido llamados transcurridas once horas, es decir, cuando ya se estaba recogiendo el dinero del rescate de la señorita Fields.
Repito, no obstante, que hay muchas cosas que podemos hacer y haremos. Transmitiremos estas notas de rescate a los criptógrafos. Organizaremos un equipo de urgencia al objeto de rastrear todas las pistas.
Algunos de nuestros hombres recorrerán este barrio interrogando a los vecinos. Otros interrogarán a los amigos y conocidos de la señorita Fields.
Otros examinarán la correspondencia de la señorita Fields, tanto aquí como en la Aurora Films, en busca de posibles cartas de amenaza o de cartas de chiflados, y los remitentes serán identificados e interrogados.
Esta investigación requeriría dos, tres o cuatro días antes de que pudiéramos averiguar algo, “si” es que averiguamos algo.
Aparte de ello, lo mejor que podemos hacer es tratar de descifrar el mensaje que la señorita Fields ha incluido en la nota. Tampoco, estamos seguros de que ello nos pueda indicar algún dato concreto.
Pero es posible que sí. En cualquier caso, tardaremos varias horas en descifrar lo que haya querido decirle.
Y quiero ser muy sincero con usted, señor Zigman, y con usted, señorita Wright.
En mi opinión, no disponemos de mucho tiempo.
– Tal vez el secuestrador cumpla con su palabra -dijo Zigman sin demasiado convencimiento-. Cuando tenga en su poder el dinero del rescate, quizá deje en libertad a Sharon tal como ha prometido.
– Claro, existe la posibilidad de que así suceda -dijo Culpepper asintiendo-. Lo que me preocupa -de la misma manera que les ha preocupado a ustedes, ya que de otro modo no nos hubieran llamado-es el hecho de que la señorita Fields haya intentado decirnos que no confiemos en la nota que ella misma ha escrito.
Ello me induce a pensar que la señorita Fields teme por su seguridad.
– Ciertamente, eso es lo que nos asusta -dijo Zigman hundiéndose débilmente en su asiento.
– Por consiguiente -dijo Culpepper bajando la mirada y paseando lentamente en círculo frente a ellos-, voy a exponerles una idea que he estado fraguando mentalmente.
Se trata de una acción que podría dar resultados inmediatos pero que no puedo emprender sin su permiso. Porque, francamente, entraña ciertos riesgos.
– Díganosla -le apremió Nellie Wright.
El capitán Culpepper se detuvo.
– Tenemos que partir de la base de que el secuestrador o secuestradores no se proponen cumplir su promesa.
Tenemos que partir del supuesto según el cual se proponen recoger el dinero del rescate pero no soltar a Sharon Fields.
– ¿Cree usted realmente que la matarían? -preguntó Nellie con voz entrecortada.
– No lo sé. Es posible que no. Pero tenemos que actuar basándonos en la premisa de que puede ocurrir lo peor.
– Sí -dijo Zigman-. Siga, capitán, por favor.
– Gracias. El tiempo es oro, por consiguiente, permítanme hablar sin interrupciones. -Culpepper reflexionó brevemente acerca de lo que iba a decir y después siguió hablando-. Si nos tememos lo peor, es necesario que nos enfrentemos con el hecho de que nos encontramos al borde del abismo.
En la nota se especificaba claramente que el dinero tendría que depositarse en el lugar indicado antes de la una.
El señor Zigman así lo hizo. Ello significa que el secuestrador -más probablemente uno de los dos o tres secuestradores-tenía en proyecto presentarse en el lugar de Topanga Canyon quince minutos o media hora más tarde, al objeto de no ser visto por el señor Zigman.
En todo caso, me imagino que no debió aparecer por allí antes de la una y media. Por otra parte, dudo mucho que dejara allí el dinero hasta las dos y media o las tres. -Culpepper se miró el reloj de acero inoxidable-. Son ahora las dos y veintiocho.
Ello significa que están recogiendo el dinero o están a punto de hacerlo.
Si ya han recogido el dinero no podemos hacer gran cosa, como no sea esperar que suelten a Sharon. Si no la sueltan, sólo podemos esperar que descifren el mensaje y que éste nos facilite alguna información útil.
Si todavía no han recogido el dinero, aún podemos hacer algo pero sólo si actuamos con rapidez.
– ¿De qué se trata? -preguntó Zigman ansiosamente.
– Procurar apresar al secuestrador o mensajero de éste en el lugar en que se ha depositado el dinero.
Rodearle y capturarle. Apresarle vivo a toda costa. Cuando le tengamos en nuestro poder, conseguiremos hacerle hablar.
Sabríamos dónde mantienen prisionera a la señorita Fields y tendríamos muchas probabilidades de rescatarla.
Culpepper se detuvo para que pudieran calibrar su propuesta.
– Tengo miedo -dijo Nellie.
– Al insertar el anuncio y depositar el dinero del rescate -dijo Zigman inclinándose hacia adelante-, dimos nuestra palabra de que no permitiríamos que la policía interviniera en el asunto.
– Lo sé -dijo Culpepper-. Accedieron ustedes a permitirles recoger el dinero sin correr ningún riesgo.
Y ellos, a su vez, prometieron poner a Sharon Fields en libertad. Pero ahora ya no creemos que vayan a cumplir su promesa. ¿Por qué se preocupa usted de cumplir la suya?
Zigman comprendió que el razonamiento era lógico.
– ¿Sería muy arriesgado intentar tenderle una emboscada al mensajero y capturarlo? -preguntó.
– Si está allí, no nos costará nada apresarle. Si está solo y ha dejado a la señorita Fields atada en algún sitio, conseguiremos que nos conduzca hasta ella.
Pero dudo mucho que lo haya hecho solo. Este caso no tiene visos de deberse a un solo hombre.
Habida cuenta de los preparativos que fueron necesarios, de la penetración en esta propiedad, de las dificultades que debió entrañar el secuestro de una persona tan célebre como Sharon Fields, llevándosela lejos y manteniéndola prisionera tantos días, es lógico suponer que los autores son dos o tal vez más. Como es natural, esta circunstancia acrecienta el peligro. ¿Desea que se lo explique?
– Por favor -dijo Zigman-. Y no lo minimice.
– Muy bien. Es posible que dos de los secuestradores se trasladen al lugar en que ha sido depositado el dinero, uno para recogerlo y el otro para vigilar y proteger a su compañero desde lejos como medida de precaución.
En tal caso, si apareciera la policía, correríamos el riesgo de apresar a uno de los hombres y dejar al otro en libertad de causarle daño a la señorita Fields.
No es probable que ocurriera porque tendríamos bloqueadas todas las salidas o puntos de huida del Topanga Canyon.
Pero tenemos que prever la posibilidad de que, aun sin poder escapar, el segundo secuestrador pueda comunicarse por medio de un transmisor con un tercer compañero o cómplice que pudiera estar vigilando a Sharon en la zona del Topanga Canyon.
En tal caso habríamos perdido la partida. Pero lo más probable es que la señorita Fields no se encuentre prisionera en aquella zona y que el dinero del rescate lo recoja una sola persona.
– Supongamos que está usted en lo cierto -dijo Zigman-. Supongamos que sus hombres rodean el lugar, bloquean todas las salidas y logran capturar a los secuestradores.
Toda esta actividad llamaría la atención, ¿no es cierto? Y se extendería el rumor de lo que ha ocurrido.
– Me temo que así sucedería, antes de que transcurriera una hora.
– El segundo secuestrador que estuviera vigilando a Sharon es posible que se entera de la captura de su compañero a través de la radio o la televisión.
– Sí, es probable que se enterara.
– Por consiguiente, es probable que antes de que el secuestrador capturado les condujera hasta Sharon, su compañero ya habría asesinado a Sharon y se habría escapado.
– Es posible.
– Peligroso, demasiado peligroso -dijo Zigman frunciendo el ceño.
– No se lo niego. De todos modos, debe usted decidir si ello es más peligroso que no actuar y confiar en que los secuestradores pongan a la señorita Fields en libertad una vez hayan recogido el dinero.
– No lo sé -dijo Zigman tragando saliva. Después miró a Nellie-. ¿Qué piensas, Nellie?
– Yo tampoco lo sé -repuso ella confusa-. Ambas cosas me parecen peligrosas. Te dejo a ti la decisión, Félix. Te secundaré en lo que decidas.
Zigman se cubrió el rostro con las manos y se frotó las sienes por encima de las gafas.
– Es posible que se propongan soltarla una vez dispongan del dinero y si intervenimos, tal vez le hagamos perder a Sharon la única oportunidad de salir con vida.
– Sí -dijo Culpepper.
– Si no se proponen soltarla y perdemos la oportunidad de apresar a uno de ellos, también habremos perdido la oportunidad de salvarla de la muerte.
– Eso también es cierto -dijo Culpepper.
– Es un dilema terrible, terrible -dijo Zigman-. ¿Podemos discutirlo un poco antes de tomar una decisión?
Con las manos metidas en los bolsillos, el capitán Culpepper miró fijamente a Zigman.
– Tenemos dos alternativas, señor Zigman. Una de ellas es no intervenir y que suceda lo que Dios quiera. La otra es que mis hombres intervengan.
En esta última alternativa el elemento tiempo es de primordial importancia. Por consiguiente, si va a elegir, tenga muy en cuenta el factor tiempo.
Muy bien, discutámoslo un poco. Pero, ¿cuánto? Le doy un minuto para que decida o nos deje decidir a nosotros.
Todo había ido como la seda, mucho mejor de lo que se había imaginado.
Tras abandonar el intenso tráfico de la autopista de la Costa del Pacífico y adentrarse en el Topanga Canyon, girando a la izquierda al llegar al cuartelillo de bomberos de la calle Fernwood Pacific, había empezado a tranquilizarse.
El camino le era conocido, y cuanto más subía menos tráfico encontraba.
Con los ojos clavados en la empinada carretera que rodeaba las colinas, había comprendido que estaba dejando atrás todas las señales de vida.
Aquí y allá, entre manchas de verdor, había visto alguna que otra choza o casa al borde de un barranco pero pronto llegó a la entrada del Templo del Fuego de la Luna. (Recordó haberles leído la guía a sus hijos en cierta ocasión en que lo visitaron: "El Templo del Fuego de la Luna, así llamado porque se cree que la luna y el fuego son para el hombre los primeros símbolos de la vida y la muerte, no está dedicado a ninguna religión determinada sino simplemente al vegetarianismo y a la abstención de matar".) Y, tras dejar el templo, experimentó la sensación de haber superado una barrera y de haberse adentrado en un mundo perdido, en un territorio vacío, abandonado y salvaje, totalmente exento de vida.
A los dieciocho minutos de haber abandonado la costa, vislumbró finalmente la Fortress Rock, aquella mellada roca de piedra arenisca color herrumbre, recortándose contra el azul del cielo, que tanto conocía por las muchas veces que, en el transcurso de los fines de semana, había realizado excursiones por aquellos parajes en compañía de Nancy y Tim explorando con ellos los alrededores.
Un minuto más y la sombra de la enorme roca cubrió la camioneta, y Yost aminoró la marcha para buscar un sitio donde aparcar.
Más allá de la roca había un promontorio de tierra junto a la carretera pero decidió no utilizarlo.
Siguió avanzando, perdió de vista la Fortress Rock por el espejo retrovisor al rodear la montaña, y buscó algún camino lateral.
Al final, unos doscientos metros más allá de la roca, más lejos de lo que había pensado teniendo en cuenta lo que iban a pesar las maletas, encontró un camino estupendo, una vereda bastante ancha para caminantes, que se curvaba más allá de unos altos arbustos y se perdía de vista.
Se adentró en el camino con su vehículo, avanzó y, al final, se detuvo en un lugar desde el que no podía divisarse la carretera.
Sin pérdida de tiempo regresó a la carretera a pie y echó a andar hacia la Fortress Rock.
La carretera estaba vacía, pero él se sentía muy satisfecho de su atuendo tan cuidadosamente preparado.
Era la perfecta imagen del cazador de caza menor, con su escopeta bajo el brazo dirigiéndose a pie a la propiedad de un amigo para pasar la tarde.
Mientras se acercaba a la roca, se detuvo un momento para mirar la hora.
El reloj le dijo que eran las tres menos diez de la tarde.
Comprendió que iba con mucho retraso y que regresaría al escondite de las Gavilán Hills una o dos horas más tarde de lo previsto.
Se imaginaba que para entonces los muchachos estarían subiéndose por las paredes, preguntándose qué le habría ocurrido, temiendo tal vez lo peor, pero cuando apareciera con el millón de dólares en efectivo, olvidarían todo su enojo y se entregarían a una alegría sin fin.
Echó a andar de nuevo y llegó a la sombra de la roca. Se elevaba a su lado la Fortress Rock, la antigua roca con sus parapetos de piedra arenisca, con sus oquedades grandes y pequeñas trabajadas por las tormentas.
Howard Yost se detuvo en seco. Había llegado al término de la cuenta atrás. Contempló la mole de piedra. La alquimia de su cerebro la transformó en oro puro.
Reconozcámoslo, al llegar aquí no era más que un pobre desgraciado de la clase media. Pero ahora se marcharía convertido en un creso.
Sacudió la cabeza pensando en aquel milagro, respiró hondo, apretó bien la escopeta bajo el brazo y echó una vez más a andar.
Al llegar al extremo sur de la roca, se encontró con unos restos de una valla de alambre de púas. Todo estaba exactamente tal y como él lo recordaba.
Había una abertura en la valla y después un arenoso camino que se apartaba de la carretera y se curvaba bordeando la roca a lo largo de unos quince metros. A la derecha del camino había un reborde de la roca que arrancaba de la misma base de ésta.
Más adelante, el camino y la roca terminaban bruscamente en un precipicio y a lo lejos podían distinguirse vagamente las trémulas y resplandecientes aguas del Pacífico.
A la izquierda del camino había una loma cubierta de maleza que descendía gradualmente hacia unos prados.
Yost se volvió. Al otro lado de la carretera había más tierra, hierba seca, arbustos y maleza descendiendo gradualmente hacia una vasta extensión de terreno.
No se veía a nadie, ni a su espalda ni en la carretera, y el camino que tenía delante se abría para él solo. Contuvo el aliento y pasó a través de la abertura de la valla.
Contó deliberadamente los veinte pasos. Un paso, dos, tres, cuatro pasos, cinco, seis, siete, ocho pasos, nueve, diez, once.
Contó quince pasos, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y sus ojos distinguieron una mancha de cuero marrón.
Avanzó rodeando la mellada roca y allí estaban, en la concavidad de detrás del reborde de la roca, las dos abultadas maletas marrones, sin lugar a dudas “las” maletas, el tesoro amontonado, la riqueza de las Indias.
Posó los ojos en ellas y se emocionó al pensar en la hazaña del Club de los Admiradores.
Viejo Zigman, dondequiera que estés, un millón de gracias, mejor dicho, un cuarto de millón de gracias. Y a ti también, Sharon, buena chica, buena chica Sharon Fields.
Yost se adelantó y se arrodilló ante las maletas. Estuvo tentado de abrirlas para asegurarse, pero no le cabía la menor duda y ahora no había tiempo que perder.
Echó la cabeza hacia atrás para mirar una vez más a su alrededor, para asegurarse de que ningún testigo le hubiera observado, y permaneció inmóvil unos momentos contemplando el azul y maravilloso cielo sin nubes.
Estaba solo, estaba a salvo, era uno de los benditos de la tierra, un hombre rico, un hombre muy rico, el conocido filántropo señor Howard Yost.
Posó la escopeta en el suelo, tomó una maleta, la colocó de pie y después hizo lo propio con la otra. Pesaban mucho pero se sentía demasiado alborozado para darse cuenta.
Se puso en pie. Recogió la escopeta, se la colocó bajo el brazo, y con la mano derecha levantó la maleta más pequeña.
Después extendió la izquierda y recogió la más grande. Parpadeando a causa de la intensa luz del sol bajó con las pesadas maletas por el arenoso camino.
Una breve mirada al mar más allá del precipicio, de los valles y los montes, el primer espectáculo que contemplaba en su calidad de hombre rico.
Olvidándose de la belleza del panorama, apretó con fuerza las asas de las maletas y avanzó de cara a Fernwood Pacific. Calculó que, con aquella carga, tardaría unos diez o quince minutos en llegar al lugar en que había ocultado la camioneta.
Siguió rodeando la roca en dirección a la carretera. Se encontraba a medio camino, jadeando a causa del esfuerzo, a unos dos tercios del camino y empezando a sudar, cuando se detuvo bruscamente.
Ladeó la cabeza y escuchó. Nada, nada, pero después tal vez algo, un sonido apenas audible. Procuró escuchar y entonces lo oyó. Se oía un débil y lejano sonido estridente. Extraño.
Permaneció inmóvil para tratar de volverlo a escuchar, para estar seguro. Silencio. Pero después volvió a oírlo, el mismo sonido que iba aumentando de intensidad.
Ahora se oía con mucha más claridad. Las vibraciones del sonido resultaban incongruentes, estaban en desacuerdo con la desolación y el silencio de aquel paraje, donde no podían escucharse más que los gorjeos de los pájaros, el zumbido de los insectos y la respiración de Howard Yost.
Inclinó la cabeza hacia la dirección del sonido tratando de identificarlo y, en aquel instante, el ronroneante sonido se transformó en un ruido ensordecedor y, momentos después, Yost estuvo en condiciones de establecer de qué se trataba y de qué dirección procedía.
Estaba escuchando el chirriante y pulsante sonido de un helicóptero. Se volvió escudriñando el horizonte en dirección al océano y entonces, desde detrás de la cadena de colinas de la lejanía, apareció el aparato acercándose a él a toda prisa.
Contrajo los ojos para distinguir la leyenda del helicóptero y su aspecto general -sus conocimientos aeronáuticos se los debía a su hijo Tim-, pero todavía no le era posible identificarlo.
Sin embargo, una cosa era segura. El rumor cada vez se oía más cerca. Pero entonces sucedió una cosa muy extraña: el sonido chirriante del helicóptero pasó a convertirse de un solo en un dúo.
Yost se volvió una vez más y miró el cielo por encima de la autopista.
Acercándose en dirección contraria, desde el este, sobrevolando las colinas y acercándose a la Fortress Rock, descubrió un segundo helicóptero, hermano gemelo del primero. El corazón empezó a latirle con fuerza pero él procuró no asustarse.
Podía ser cualquier cosa, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un fin de semana festivo. Podían ser helicópteros de patrulla -siempre vigilaban los lagos y las playas y las carreteras, en el transcurso de los fines de semana de mucho tráfico-o tal vez fueran helicópteros del servicio de correos o helicópteros de esos que trasladan a la gente importante, desde los aeropuertos a los hoteles, o tal vez unos helicópteros que hubieran salido en alguna misión especial. Tal vez.
Los miraba alternativamente a los dos, pero ahora su aspecto empezó a antojársele más sospechoso porque les vio descender cada vez más, y ambos se estaban acercando como si la Fortress Rock fuera su aeródromo de destino.
Yost soltó instintivamente las pesadas maletas y las dejó rodar por el camino arenoso, e inmediatamente cayó de rodillas y empezó a gatear hacia la pared de piedra arenisca, en un esfuerzo por resultar menos visible.
Temblando, sin poderlo creer, vio que un helicóptero y después el otro se iban acercando a él.
Ahora podía distinguir su color. Ambos eran azules, con rayas blancas. En aquellos momentos presintió el desastre. No te asustes, Howie, se dijo a sí mismo, pero se asustó.
Hubiera querido agarrar las maletas y echar a correr. Pero no podía moverse: el terror le había inmovilizado por completo. Al diablo las malditas maletas. Aunque pudiera correr, ya no se atrevía a hacerlo. El caso era ocultarse de la vista hasta estar seguro.
Soltó la escopeta y avanzó serpenteando aplastado contra el suelo. El sonido de los helicópteros era atronador y le martilleaba los tímpanos.
Tendido en el suelo, rígido como un riel, advirtió que la tierra temblaba debajo suyo. Levantó la cabeza, miró a su izquierda y se quedó petrificado.
Uno de los panzudos helicópteros azules, parecidos a unos tiburones, estaba aterrizando en la zona cubierta de maleza que había algo más abajo del camino donde él se encontraba.
Se incorporó un poco, miró por encima del hombro y vio para su horror que el segundo helicóptero también estaba tomando tierra.
En aquellos segundos experimentó el sobresalto de la comprensión y el cuerpo se le estremeció como sacudido por una corriente eléctrica.
Ambos helicópteros eran Bell Jet Rangers A-4. Ambos tenían unas letras blancas orgullosamente pintadas en los laterales. Decían: LAPD ¡La policía! Se estaba levantando polvo por todas partes. Tosiendo y ahogándose, Yost comprendió lo que estaba ocurriendo. Habían aterrizado.
Se puso trabajosamente en pie y escudriñó a través de las partículas de polvo y arena para asegurarse de que no estaba viviendo una pesadilla.
Y entonces pudo verlo.
El helicóptero más próximo, el situado más abajo del camino, aparecía como agachado en el suelo, a no más de cincuenta metros de distancia.
Su hélice había cesado de girar. Estaba siniestramente inmóvil. Ahora se estaba abriendo la portezuela de la carlinga. Yost vislumbró una figura emergiendo de la portezuela del Jet Ranger. Se trataba de un corpulento oficial de policía con casco blanco y uniforme caqui extrayendo de la funda un arma amenazadora, santo, cielo, hasta el arma podía identificar, era el acostumbrado revólver Smith amp;Wesson del 38.
Presa del pánico, Yost no esperó por más tiempo. Recogió apresuradamente la escopeta, se agachó y echó a correr hacia el lugar en que había encontrado el dinero del rescate.
Corriendo y tropezando en dirección al reborde de la roca, llegó a la altura de éste, lo rodeó y se arrojó a la concavidad que había detrás, dejándose caer sobre la protectora tierra jadeante y casi sin resuello.
Al cabo de unos momentos levantó la cabeza por encima del parapeto. Contempló la escena con incredulidad: dos, tres, cuatro, cinco hombres uniformados, con sus cascos y sus relucientes placas, todos ellos armados y, subiendo cautelosamente la pendiente.
Y después le distrajo otro movimiento que estaba teniendo lugar a su izquierda: había tres, cuatro, cinco hombres procedentes del otro helicóptero, atravesando al unísono la carretera, deslizándose por la abertura de la valla y corriendo para reunirse con sus compañeros y completar el semicírculo.
Yost les observó congelado por el miedo. Se estaban acercando, estaban tan cerca que ya podía verles claramente los implacables y torvos rostros. Yost hubiera deseado huir pero no podía.
Estrangulado por el miedo y loco de terror miró primero la escarpada roca y después el precipicio de abajo.
No podía ir a ninguna parte, no podía huir. Estaba atrapado. No podía ocurrir pero estaba ocurriendo. Le habían traicionado. Todos habían sido traicionados.
¡Malditos traidores! La policía, los asesinos, habían salido a atraparle.
No. No, nunca. A él no. No era justo. Estaba mal. Debía tratarse de algún error. Averiguarían que era un error y seguirían su camino. Aquella increíble pesadilla seguiría también su camino. Y sería como si jamás hubiera ocurrido.
Ahora se habían acercado más y estaban cerrando el lazo y él era como un pobre perro mestizo acorralado.
¿Acaso no sabían quién era? No era un criminal, no era un golfo, no era una de esas personas, no, era el señor Howard Yost, héroe del fútbol americano, columna vertebral de la respetable Compañía de Seguros de Vida Everest, era el señor Howard Yost, marido de Elinor, padre de Nancy y Timothy, con amigos por todas partes y hasta casa propia.
A veinte metros de distancia distinguió un extraño objeto pegado a un rostro carnoso y despiadado. Un megáfono, un megáfono como los que usaban sus incondicionales para animar a la muchedumbre de las gradas a vitorear a Howie Yost, a Howie el Grande, a Howie el Invencible, el hombre de hierro, aguanta firme, aguanta firme.
Se imaginó que pronto iba a escuchar los vítores lanzados a través del megáfono pero, en su lugar, escuchó una atronadora voz de bajo.
– ¡Está usted rodeado! ¡Arroje la escopeta!!Levante las manos! ¡Salga con las manos en alto! Perdió la cordura.
¿Hacerle eso al señor Howard Yost, súbdito americano? ¡Noooo, jamás, jamás, jamás! Enloquecido, se apoyó la escopeta contra el hombro, apoyó el cañón sobre el terraplén y, sin apuntar, empezó a disparar a diestro y siniestro, cargando de nuevo el arma, disparando a todas partes para decirles quién era, para ordenarles que se fueran, que le dejaran en paz, pero ninguno de los patibularios componentes del círculo que se iba cerrando sobre él se había marchado ni había contestado a sus disparos.
Buscó las dos últimas cápsulas, cargó apresuradamente el arma pensando en lo extraño que resultaba aquel silencio y, súbitamente, recuperó la cordura y comprendió lo que estaba ocurriendo.
Efectuó otro disparo al tuntún, comprobó que no le quedaba más que una cápsula y soltó la escopeta al comprender la verdad.
No contestaban a sus disparos porque les habían ordenado que le apresaran vivo. Le querían vivo para pegarle una paliza, para aplicarle el tercer grado, para obligarle a hablar, para obligarle a confesar dónde mantenían prisionera a Sharon Fields.
Y entonces se sabría toda la sucia y cochina historia. Ya se imaginaba en las primeras planas de los periódicos. Ya se veía en las pantallas de televisión. Ya se veía condenado por los tribunales.
Ya se veía a través de los ojos de Elinor, de Nancy y de Timothy, a través de los ojos de sus clientes, de sus colegas y amigos. Desnudo.
Un violador pervertido, un secuestrador y un ladrón, un monstruo repugnante.
Pobre Elinor, pobres, pobres niños, cuánto os quiero.
El eco de la atronadora sentencia del megáfono se escuchaba por todas partes.
– ¡No tiene ninguna posibilidad! ¡Entréguese! ¡Arroje la escopeta! ¡Levántese y adelántese con las manos en alto!
No, no. No. No le podía hacer eso a Elinor, te quiero Elinor, y a los niños tampoco, pobres niños, niños guapos, papá os quiere, os querrá siempre.
El enloquecedor megáfono resonaba en su oído.
– ¡Le quedan cinco segundos para entregarse, de lo contrario iremos a apresarle!
No.
El megáfono.
– Uno, dos, tres, cuatro.
No, nunca. La póliza, la póliza de seguros, había una cláusula de indemnización.
– !Cinco!
Vio borrosamente la línea color caqui catapultándose hacia él, cruzando el camino, avanzando hacia él como si fuera un infractor de la ley, disponiéndose a aplastarle y engullirle.
Os quiero, os quiero, os quieroooooo.
Se introdujo el cañón de la escopeta en la boca. Estaba ardiendo. Cerró los ojos. Apoyó el pulgar en el gatillo y después lo presionó con fuerza hacia atrás.
A las tres de la tarde de aquel Cuatro de Julio parecía que en el escondite de las Gavilán Hills se hubiera suspendido temporalmente toda animación humana.
Se trataba, para cada uno de ellos, de un intermedio expectante, de un período destinado a marcar el paso antes de que se reanudara la actividad final.
Esperaban el triunfal regreso de su mensajero, quien había calculado al partir que regresaría hacia las cinco aproximadamente.
Faltaban dos horas.
En sus aposentos cerrados con llave, donde el calor resultaba asfixiante, Sharon Fields se hallaba sentada en la bañera llena de agua, procurando calmarse, pensando por centésima vez en lo que debía estar ocurriendo fuera y en lo que le traerían las próximas horas.
Fuera, junto a los peldaños del porche, Kyle Shively se entretenía cortando una rama y soñando despierto.
Leo Brunner se encontraba en el salón, sentado frente al aparato de televisión, dispuesto a presenciar su programa preferido para evitar pensar en el imposible plan que le obligaría a desorganizar su vida abandonando la ciudad.
En una de las literas del dormitorio más pequeño, Adam Malone permanecía sentado procurando concentrarse en la lectura de un libro, a pesar de que sus pensamientos estaban en otra parte.
Durante algunos minutos, aquella profunda quietud siguió reinando en el refugio. Pero a las tres y ocho minutos se desvaneció el silencio para siempre.
Leo Brunner había conseguido finalmente sintonizar con su programa de concursos preferidos y se había acercado al aparato para subir el volumen cuando, de repente, se produjo una insólita interrupción en la pantalla.
Estaba escuchando las voces roncas y las graciosas payasadas de los participantes cuando súbitamente, tanto los presentadores como los concursantes, fueron sustituidos por un letrero colgado de la pared de otro estudio.
En el letrero podía leerse: “Noticiario local”. Después se escuchó la incorpórea voz de un locutor.
"Interrumpimos nuestro programa habitual para facilitarles una noticia en exclusiva de nuestro célebre comentarista. Sky Hubbard".
Sin experimentar la menor curiosidad y enojado por aquella interrupción, Leo Brunner fue a apagar el aparato. Pero, antes de que pudiera hacerlo, apareció en la pantalla un primer plano de Sky Hubbard sobre el trasfondo de una maravillosa fotografía de Sharon Fields, ataviada con uno de los trajes que había lucido en su más reciente película.
Brunner retrocedió con aire ausente y se sentó aturdido esperando la noticia.
El conocido comentarista empezó a hablar casi en voz baja y con una sombría expresión en el rostro.
"Les facilitamos ahora en exclusiva una noticia de interés nacional que estremecerá y helará la sangre de todos los norteamericanos.
A través de una fuente autorizada del Departamento de Policía de Los Angeles, acabamos de saber que la mundialmente famosa actriz cinematográfica Sharon Fields ha sido víctima de un secuestro.
Se nos dice que en estos momentos la policía de Los Angeles está utilizando todos los recursos de que dispone y el contingente de todas sus fuerzas con vistas a la resolución de este caso. No se conocen más detalles de este terrible delito. El día y la hora en que Sharon Fields fue secuestrada, los medios a través de los cuales se ha establecido contacto, con las personas más allegadas a Sharon Fields, las exigencias del rescate, todos estos detalles aparecen envueltos en el máximo secreto.
Repetimos, lo único que se sabe con toda seguridad es que Sharon Fields ha sido secuestrada, y que los oficiales encargados del mantenimiento de la ley y el orden en el sur de California están organizando la más grande operación de búsqueda de los últimos tiempos".
Brunner contemplaba la pantalla con una mezcla de incredulidad y horror. Después, como galvanizado de repente, se puso en pie de un salto y llamó a gritos a sus compañeros.
Corrió al comedor y al pequeño dormitorio, y aquí encontró a Malone que ya se había levantado al escuchar sus gritos.
– ¡Lo han averiguado, lo han averiguado! -chilló Brunner-.
Sharon Fields ¡saben que ha sido secuestrada! Segundos más tarde, tras haber arrastrado al salón al desconcertado Malone, Brunner vio a Shively cruzando el porche.
Quiso correr a la puerta para llamarle pero, alertado por el barullo, Shively ya estaba entrando en la estancia. Con las gafas medio caídas y sin poder hablar, Brunner empezó a brincar ante el tejano y, al final, logró encontrar las palabras.
– Se ha anunciado, lo han dicho por las ondas, en el noticiario, lo acabo de oír, acaban de decirlo.
– Maldita sea, ¿quieres calmarte y hablar como es debido?
– En el noticiario -dijo Brunner jadeando-. ¡Acaban de anunciar que Sharon Fields ha sido secuestrada! ¡La policía ha empezado a buscarla!
– ¿De qué demonios está hablando el viejo? -le preguntó Shively a Malone-. ¿Tú has oído algo?
– No, acabo de entrar, espera, van a repetir un importante comunicado, ahí está Sky Hubbard, tal vez podamos averiguarlo.
Los tres hombres se apiñaron alrededor del aparato de televisión. Sobre el trasfondo de una fotografía de Sharon Fields, Sky Hubbard había vuelto a tomar la palabra.
"Para los espectadores que acaban de sintonizar con nosotros, comunicamos en exclusiva la noticia que hemos obtenido a través de una fuente autorizada del Departamento de Policía.
Hemos sabido que la bellísima y mundialmente famosa estrella cinematográfica e ídolo de millones de personas, la inimitable Sharon Fields, ha sido secuestrada.
Se la mantiene prisionera a cambio de un rescate, y ha sido presentada una denuncia a la policía de Los Angeles, que en estos momentos ha tomado cartas en el asunto.
Si bien las circunstancias que rodearon el delito se hallan todavía envueltas en el misterio, se sabe que se ha efectuado un despliegue de todos los medios disponibles al objeto de organizar una de las mayores cazas al hombre de la época moderna.
Desde el secuestro del hijo de los Linbergh en Hopewell, Nueva Jersey, en 1932, jamás se había producido un secuestro de una persona tan querida y admirada."
Brunner corrió hacia el aparato y lo apagó.
– ¡No quiero oír más! -gimió y se volvió hacia los demás chillando histéricamente-. ¡Nos van a encontrar! ¡Tenemos que marcharnos de aquí en seguida, librarnos de ella, soltarla, tenemos que marcharnos de aquí, largarnos, desaparecer!
Shively extendió ambas manos y agarró a Brunner por la pechera de la camisa, zarandeándole y levantándole casi en vilo.
– ¡Cállate, estúpido, calla la maldita boca!
Al verse amenazado, Brunner enmudeció.
– Así está mejor -dijo Shively soltándole-. No sé cómo se habrá averiguado esta historia pero no basta para perjudicarnos. Si hubiera habido algo más, nos hubiéramos enterado. Por consiguiente, tranquilizaos y escuchadme.
Que alguien le haya hablado del secuestro a este tío de la televisión no significa que se sepa quién lo ha hecho ni dónde estamos. ¿Cómo podrían saberlo? No pueden.
Estamos tan a salvo como antes. Nos quedaremos aquí hasta que Howie regrese con el dinero. Cuando tengamos la pasta en nuestro poder, podremos largarnos.
– ¿C-cuándo? -preguntó Brunner.
– Te digo que te calmes. Esta noche. Nos repartimos el dinero y nos largamos esta misma noche. ¿Estás ya más tranquilo?
– S-sí.
– Y será mejor que no apaguemos el aparato -le dijo Shively a Malone.
– Será mejor -repitió Malone dirigiéndose al aparato.
Shively miró a su alrededor y vio que Brunner estaba retrocediendo y se disponía a abandonar la estancia.
– Pero, ¿a dónde vas? -le preguntó con aspereza.
Brunner empezó a temblar y le señaló el comedor con el dedo.
– A la cocina, a la cocina, será mejor que me prepare un trago fuerte.
– Muy bien, hazlo y, cuando hayas terminado, vuelves aquí en seguida para que podamos vigilarte.
– Sí, sí -dijo Brunner-, vuelvo en seguida.
Shively contempló a Brunner mientras éste salía de la estancia y sacudió la cabeza.
– Será tonto.
Malone había acercado una silla al televisor.
– Eso no me gusta nada, Kyle.
– A mí tampoco -dijo Shively acercándose también una silla-. Pero, si procuras no perder la cabeza, comprenderás que nada ha cambiado. Se ha divulgado la noticia.
La han secuestrado, ¿y qué? Es lo único que saben. Estamos a salvo hasta esta noche. Podremos marcharnos de aquí sin dificultades y con los bolsillos llenos, pero sólo si no perdemos la cabeza.
– Vuelve Sky Hubbard -dijo Malone señalando la pantalla-. Vamos a ver qué dice.
Sky Hubbard repitió una vez más la noticia.
Shively soltó un gruñido.
– Las mismas tonterías de siempre. No tienen ni la menor idea. No hay motivo para que nos preocupemos.
– Creo que tienes razón -dijo Malone.
Shively miró a su alrededor.
– Oye, ¿dónde demonios se ha metido este atontado? ¿Dónde está Brunner?
– Probablemente llenándose el depósito.
– Le he dicho que volviera en seguida -dijo Shively levantándose-. Voy a encargarme de que cumpla la orden.
Shively se dirigió a la cocina. No había trazas de Brunner. Le buscó en el cuarto de los trastos y después en el cuarto de baño Sin trazas de Brunner. Se dirigió después al dormitorio más pequeño. Vacío. Cruzó a toda prisa el salón y avanzó por el corredor.
Abrió la puerta de la habitación de Sharon y asomó la cabeza sobresaltándola con su repentina aparición. No, allí tampoco estaba. Volvió a cerrar la puerta sin dar explicaciones. Recorrió de nuevo apresuradamente el pasillo, salió fuera y rodeó todo el refugio. Al final regresó al salón lívido de rabia.
– ¿Sabes una cosa? -le dijo a Malone-. El muy hijo de puta de Brunner se ha largado.
– ¿Estás seguro?
– No le veo por ninguna parte. Ni siquiera ha tocado las botellas. Se ha cagado de miedo, ha roto su promesa y se ha escapado por la puerta de atrás.
En estos momentos estará bajando la montaña para largarse a casa con el cacharro.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Yo sé lo que no vamos a hacer. No debemos permitir que se largue. En las condiciones en que se encuentra resultaría muy sospechoso y haría o diría algo.
Además, llegamos al acuerdo de que no le permitiríamos quedarse en Los Angeles, donde es posible que le capturen y le obliguen a señalarnos con el dedo. Tenemos que vigilarle, ¿entendido? Tenemos que permanecer juntos hasta que llegue la hora de separarnos.
– Creo que sí.
– Muy bien, muchacho, tú quédate aquí vigilando a Sharon. Voy en busca de ese pequeño hijo de puta.
No permitiré que ande por ahí hablando como un chiflado. Le agarraré y le traeré aquí en seguida. Después le vigilaremos y le calmaremos hasta que regrese Howie, y entonces podremos largarnos sabiendo que lo tenemos todo controlado.
Tras lo cual Shively salió a toda prisa del refugio, echó a correr por el camino y se perdió de vista.
El salón de juego, convertido en despacho, situado en la parte de atrás de la residencia Fields, solía ser una estancia alegre y acogedora.
Su mobiliario estaba pintado a mano y la tapicería era a cuadros escocesa. En la mesa francesa antigua, que Nellie utilizaba en calidad de escritorio, había un teléfono de color de rosa, una máquina de escribir eléctrica portátil de diseño italiano y un jarrón de rosas rojas.
Colgaban de la pared dos multicolores retratos enmarcados, uno de ellos era un óleo de Sharon firmado por Chagall, y el otro una acuarela de Nellie firmada por Sharon Fields.
Durante buena parte del día el despacho aparecía iluminado por el sol que se filtraba oblicuamente a través de las persianas de las dos ventanas. Inevitablemente, cualquier visitante que penetrara en el despacho de Nellie para tratar con ésta de asuntos relacionados con su señora y amiga Sharon Fields, reaccionaba a la alegre atmósfera que allí se respiraba mostrándose jovial y de buen humor.
Pero en aquellos momentos de la tarde del Cuatro de Julio el despacho de Nellie Wright más parecía la sala de recepción de una empresa de pompas fúnebres. La tristeza se cernía pesadamente sobre la estancia.
Sosteniéndose la cabeza con las manos, Zigman aparecía sumido en un profundo abatimiento.
La propia Nellie que por regla general solía mostrarse optimista en todas las circunstancias, era el vivo retrato del dolor.
E incluso el animado semblante del teniente Wilson Trigg reflejaba una sombría introspección.
El único que no había sucumbido a la melancolía era el capitán Chester Culpepper.
Quince minutos antes se había emocionado visiblemente al recibir el primer informe de las fuerzas de policía que estaban actuando en Topanga Canyon.
La noticia le había llegado a través del centro de comunicación de la jefatura de policía del centro de la ciudad. Pero se había recuperado rápidamente.
En su calidad de veterano de miles de esperanzas fallidas en el cumplimiento del deber, se negaba a dejarse arrastrar por los contratiempos.
Como siempre, su reacción ante el fracaso fue la de redoblar sus esfuerzos con vistas a salvar la precaria situación. Al enterarse de que el secuestrador enviado al lugar en que habían sido depositadas las maletas con el millón de dólares del rescate, había escapado a la emboscada que le había tendido la policía suicidándose con el último cartucho que le quedaba, Culpepper maldijo por lo bajo su mala suerte y reaccionó ante la noticia diciendo:
– Si sale cara, ganas y, si sale cruz, pierdes. Esta vez ha salido cruz. Muy bien, volveremos a lanzar la moneda.
Tras lo cual se había transformado en un torbellino de actividad y le había encomendado al teniente Trigg toda una serie de medidas de emergencia.
Ponte en contacto con el agente Westcott del FBI del 11000 del paseo Wilshire, infórmale del caso, dile que vamos a enviarle de inmediato copias de las dos notas de rescate y que las transmita a la central del FBI de Washington para que las examinen y descifren.
Envía aquí otros tres vehículos de patrulla. Que las fuerzas del equipo de emergencia se pongan en marcha.
Que empiecen a buscar la posible existencia de cartas amenazadoras enviadas a la señorita Fields y recibidas en los estudios Aurora.
Que empiecen a interrogar inmediatamente a los amigos y conocidos de la señorita Fields y que busquen en esta zona de Bel Air las posibles pistas llamando puerta por puerta.
Comunícame en cuanto la sepas la identidad del cadáver de Topanga Canyon. Que la señora Owen transmita el boletín sobre la señorita Fields a través del “Clets”. Procuremos que no trascienda a los medios de comunicación.
¿Cómo? ¿Que López dice que Sky Hubbard ha revelado la noticia del secuestro de Sharon Fields hace veinte minutos? ¡Maldita sea! Bueno, menos mal que no conoce los detalles y podemos mantenerlos en secreto. Diles a los muchachos que mantengan la boca cerrada. ¡En marcha!
Trigg abandonó como un rayo la estancia y se puso en movimiento toda la maquinaria de las fuerzas destinadas al mantenimiento de la ley y el orden.
– ¿Y de qué va a servir todo eso? -preguntó Zigman-. Usted mismo ha reconocido que, si perdíamos la partida, tal vez ya no tuviéramos tiempo de salvar a Sharon.
Culpepper no se molestó siquiera en disimular la gravedad de la situación. Reconoció que las circunstancias les eran desfavorables.
– No obstante, según el último informe recibido, no parece que al mensajero encargado de la recogida de las maletas del rescate le acompañara otra persona.
No se ha descubierto a nadie intentando abandonar la zona. Por consiguiente, si la suerte nos acompaña, quienquiera que se haya quedado vigilando a la señorita Fields, suponiendo que haya alguien, no se ha enterado de nuestra emboscada y es posible que tarde un rato en enterarse. Eso nos permite disponer de un poco de tiempo.
– Pero, ¿de cuánto tiempo? Ahí está lo malo -dijo Zigman-. Los medios de comunicación se han enterado del secuestro. Averiguarán lo que ha ocurrido en Topanga. El bloqueo de las carreteras, los helicópteros, la ambulancia, lo averiguarán todo.
– Sí, es cierto. Es probable que ya se hayan enterado -reconoció Culpepper sin evasivas.
– Lo proclamarán a los cuatro vientos por la radio y la televisión y lo publicarán los periódicos -dijo Zigman.
– Así es. Pero quienquiera que esté vigilando a la señorita Fields, dondequiera que esté, tal vez no disponga de aparato de radio o televisión o, caso de disponer de ellos, tal vez no los tenga encendidos.
Aunque se entere de lo que ha sucedido en Topanga, creo que disponemos todavía de media hora o tal vez de una hora.
– ¡Es horrible! -exclamó Nellie llorosa-. ¡Pobre Sharon, pobrecilla! Sonó musicalmente el teléfono y todos guardaron silencio mientras Culpepper, sentado en el mullido sillón giratorio de Nellie, lo descolgó.
– Aquí el capitán Culpepper -dijo éste-. Muy bien, dígame. -Contestaba en monosílabos y no cesaba de anotar datos en su cuaderno amarillo. Al final dijo-: Entendido. Gracias, Agostino.
Sigo aquí. Manténgase en contacto conmigo. -Colgó y dijo al sargento Neuman-. Ya se ha llevado a cabo la identificación. -Giró un cuarto de circunferencia y se dirigió a Zigman y Nellie-. Han identificado el cadáver del mensajero.
Howard Yost. Cuarenta y un años. Estatura, un metro ochenta. Peso, ciento diez kilos. Se ha saltado la tapa de los sesos, cabello castaño y, al parecer, con bigote postizo.
El cadáver ha sido enviado al forense para la práctica de la autopsia. -Culpepper revisó las notas del cuaderno y añadió-: Antecedentes estables.
Graduado por la Universidad de Berkeley, de California. "Tackle" derecho de un equipo de fútbol americano ganador de campeonatos y jugó el "Rose Bowl".
Agente de seguros independiente por cuenta de la Compañía de Seguros de Vida Everest.
– Es una empresa muy importante -le interrumpió Zigman-. Una firma respetada.
– Yost era propietario de una casa en Encino -dijo Culpepper asintiendo-. Llevaba catorce años casado con Elinor Kastle Yost. Dos hijos. Timothy, de doce años, y Nancy, de diez.
Y, sí, aparte alguna que otra infracción del tráfico, sin antecedentes penales. Todo limpio hasta ahora. -Sacudió la cabeza-. Está claro que no era un criminal encallecido.
– ¿Cómo es posible que un hombre semejante hiciera eso? -preguntó Nellie.
– No sé, no sé -repuso Culpepper suspirando y arrojando el cuaderno sobre el escritorio.
– Probablemente debía estar atravesando algún apuro económico -terció el sargento Neuman.
– Tal vez -dijo Culpepper encogiéndose de hombros y dirigiéndose una vez más a Zigman y a Nellie-.
Como es natural, el dinero del rescate ha sido recuperado. Intacto.
– Qué importa eso ahora -dijo Zigman.
– En el bolsillo de la víctima se han encontrado unas llaves de automóvil.
En estos momentos es probable que ya hayan encontrado su vehículo y es posible que ello nos facilite alguna pista. En estos momentos los investigadores ya han salido para el domicilio de Yost al objeto de comunicarle la noticia a su esposa e interrogarla.
Es posible que eso nos permita obtener otra pista. Nuestros hombres interrogarán también a los vecinos, amigos y compañeros de Yost, en un intento de averiguar alguna cosa.
Hemos enviado también algunos hombres a la compañía de seguros de Yost.bDe momento, es todo lo que tenemos. Tendremos que armarnos de paciencia.
– ¿Paciencia? -preguntó Nellie indignada-. Está pasando el tiempo y Sharon se está acercando a la muerte a cada minuto que pasa, eso si no está muerta.
– Lo siento, señora.
– Perdone -se disculpó Nellie rápidamente-. Sé que están haciendo todo lo que pueden.
Zigman sacó otro puro.
– ¿Cuándo cree que recibirá la nota de rescate descifrada? -preguntó.
Culpepper giró en su asiento y miró el reloj que había sobre el escritorio de Nellie.
– Dentro de una hora y media. O tal vez antes si tenemos suerte.
– No será con la suficiente rapidez -dijo Nellie sacando un pañuelo y sonándose la nariz-. Dios mío, me siento culpable porque no puedo recordar esta maldita clave.
Culpepper la miró fijamente.
– “Si” es que hay una clave, señorita Wright -dijo sin ánimo de provocarla, como hablando consigo mismo-. Al fin y al cabo, está usted trastornada, todos nos trastornamos a veces y la memoria puede gastar unas bromas muy extrañas.
Nellie Wright se inclinó hacia delante.
– Capitán, “había” una clave. No estoy tan loca como para inventarme cosas que no existen.
Ahora lo recuerdo claramente fue la mañana en que se terminó de rodar la película, encontré una nota sin sentido sobre el escritorio y no la entendí hasta que vi que Sharon la había firmado con el nombre de "Sharon Lucie Fields", es decir, añadiendo el nombre de la heroína que acababa de interpretar en la película. Por consiguiente…
Nellie se detuvo en seco.
Para su asombro, el capitán Culpepper la estaba mirando con una extraña expresión en los ojos.
– Señorita Wright -le dijo éste suavemente-, ¿la mañana en que se terminó de rodar “qué” película? Dígame qué película.
Nellie le miró asombrada y parpadeando.
– Pues, la película en la que se utilizaba la clave, formaba parte del argumento. Así fue cómo empezó Sharon a utilizarla. -Súbitamente se acercó la mano a la boca-. Dios mío -exclamó con voz entrecortada.
– Nellie, por el amor de Dios, ¿por qué no nos lo has dicho antes? -le preguntó Zigman.
– Lo había olvidado, Dios mío, Perdóname. Sí, claro, lo sacó de la película. Fue una de sus primeras películas.
Una película histórica en la que ella conseguía enviar un mensaje destinado a salvar a su padre adoptivo de la guillotina y avisaba a alguien que podía ayudarles utilizando "Lucie" como segundo nombre, un nombre en clave.
Culpepper la miró severamente sin moverse.
– ¿Qué película? -le preguntó de nuevo.
Nellie le miró con rostro inexpresivo y se esforzó por recordarlo.
Todas las personas que había en la estancia la observaban expectantes y en silencio. Al final, Nellie respiró hondo, abrió mucho los ojos y se levantó.
– Lo sé, ahora lo sé -dijo alborozada y con labios temblorosos-. Aquella sobre la revolución francesa. Sharon interpretaba el papel de la hija adoptiva de un noble perseguido por Danton y ella se ocultaba con su padre adoptivo y otras personas y tenía que ponerse en contacto con un joven diplomático americano a punto de abandonar París tenía que enviarle un mensaje desde el manicomio dirigido por un tal doctor Bel… -Juntó histéricamente las manos-. ¡Ya lo tengo! “Los clientes del doctor Belhomme”. ¡La película se llamaba “Los clientes del doctor Belhomme”!
Culpepper la asió del brazo y le preguntó.
– ¿Y la clave pertenecía a esta película? -le preguntó.
– ¡Con toda seguridad! Formaba parte del argumento, hacia el final, por eso Sharon se acordaba y decidió después utilizarla en broma. -Presa de la excitación se libró de la mano del capitán y a punto estuvo de tropezar con las piernas de Zigman al intentar cruzar la estancia-. ¡Sé dónde está! Tengo los guiones de todas las películas de Sharon, todos los guiones encuadernados en cuero. La clave se explica en el guión.
Se acercó a las estanterías de libros que había al otro lado de la estancia. Se inclinó hacia delante para estudiar la primera estantería situada detrás de un anaquel con dos pequeñas matas de violetas africanas.
Recorrió con los dedos los lomos de los volúmenes de los guiones encuadernados en cuero azul y con estampaciones en oro.
– “¡Los clientes del doctor Belhomme!” -gritó al tiempo que sacaba el volumen y los demás corrían a reunirse con ella.
Estaba pasando las páginas del final-. Tiene que estar hacia el final, antes del desenlace. Era muy emocionante.
Lo recuerdo, lo recuerdo muy bien, no puedo estar equivocada. Sharon finge, con los demás, ser una paciente del manicomio, y envía a alguien con un mensaje en el que aparentemente pide un medicamento.
Teme que, si escribe la verdad acerca del apuro en que se encuentra y de la necesidad de que se la salve, los revolucionarios del Terror averigüen sus planes y la detengan junto con su padre.
Entonces su padre recuerda una inteligente clave secreta, una clave muy sencilla que probablemente utilizaba el rey Luis Xiv.
Y se la explica a Sharon. Y ella la usa y… -Nellie guardó silencio y empezó a leer para sí misma frunciendo el ceño-.
¡Maldita sea! -exclamó cerrando de golpe el volumen-. Menciona la clave, pero no explica su utilización.
– Pero, ¿qué…? -empezó a preguntarle el capitán Culpepper.
– Sólo dice: "Primer plano. Giséle y el conde de Brinvilliers explicándole a Giséle una clave secreta que había aprendido en su infancia. Ella la repite ansiosamente y empieza a escribir.
En la siguiente escena, ella entrega el mensaje cifrado a un sirviente del manicomio que se dirige a la legación americana de París".
Eso es absurdo porque en la película se especificaba. -Por primera vez su mofletudo rostro se relajó y se dibujó en él una radiante sonrisa de triunfo-.
Ya recuerdo -le dijo a Culpepper ya más tranquila y dueña de sí misma-. Claro.
El guionista sabía que tenía que describir una clave, pero al director o al productor no les gustó la que éste se inventó por considerarla de difícil comprensión para el público.
Entonces le dijeron que la omitiera y contrataron los servicios de un criptógrafo profesional al objeto de que éste actuara de asesor técnico en relación con esta escena.
El experto intervino el día anterior al rodaje de la escena. Habló con Sharon y el director y el guionista en el camerino de ésta, no, con el guionista no, éste ya había dejado de intervenir en la película, fue con el revisor del guión y ella anotó los detalles de la clave en la versión del guión que utilizaba para hacer anotaciones y que deben tener archivadas en los estudios.
– ¿Y eso no es un poco extraño? -preguntó Culpepper poco versado en los misterios cinematográficos.
– No -repuso Nellie con aire ausente-, eso se hace siempre, se añaden diálogos en los mismos platós, tendremos que… -Chasqueó los dedos-.
Un momento, aquí en la casa tenemos copias de todas las películas de Sharon, las tenemos en el piso de arriba, en el sitio donde guarda los abrigos de pieles.
Tiene que haber una copia de “Los clientes del doctor Belhomme”. Bastará con que proyectemos la última parte.
Estará en este rollo, estoy segura. Félix, acompaña a todo el mundo a la sala de proyecciones.
Yo buscaré la película y Patrick nos la proyectará.bAbandonó el despacho casi corriendo y, al llegar junto a la puerta, se detuvo sin aliento y miró inquisitivamente a Culpepper.
– Capitán, ¿tenemos tiempo?
– No lo sé -repuso Culpepper frunciendo el ceño-.
Pero ahora, bueno, ahora se nos ofrece otra posibilidad.
Diez minutos más tarde se encontraban todos acomodados en la sala de proyecciones particular de Sharon Fields con sus paredes revestidas de madera de nogal.
Nellie Wright se había sentado entre el capitán Culpepper y Félix Zigman en el diván de cuero que había al fondo de la sala.
Más abajo, en sillas separadas se habían sentado el teniente Trigg y el sargento Neuman.
Observaron hipnotizados cómo descendía la pantalla desde el techo.
En la pared de atrás, dos Dufys enmarcados se elevaron eléctricamente y dejaron al descubierto las dos rendijas gemelas destinadas a los proyectores.
Se apagaron las luces.
Se oyó un timbre y se escuchó el acento irlandés de Patrick, O’Donnell a través del interfono.
– Cuando usted quiera, señorita Wright.
Nellie pulsó el botón de la unidad de control instalada en el brazo del sillón.
– ¡Adelante, Patrick!
La pantalla vacía se llenó inmediatamente de un caos de color.
Una abarrotada panorámica de la plaza Luis XVI, la actual plaza de la Concordia, con la muchedumbre gritando hasta que la cámara se detenía en una carreta y después enfocaba al desgraciado rey Luis XVI ascendiendo los peldaños de la guillotina.
– Una de estas escenas -dijo Nellie asiendo el brazo del capitán Culpepper-.
Observe. Otra escena. El interior del manicomio del doctor Belhomme. Un rincón de la antigua casa de locos.
Sharon, muy hermosa, leyendo afligida el mensaje que acaba de escribir.
"No conseguiremos enviarlo. Sabrán lo que nos proponemos hacer. Nos descubrirán".
Primer plano del anciano conde perdido en sus pensamientos.
"Tal vez haya un medio" La cámara retrocede y enfoca a otros aristócratas fugitivos y a Sharon, todos mirándole. -El conde prosigue." una clave que recuerdo de mi infancia inventada por el matemático Antoine Rossignol que se convirtió en un genio criptográfico al servicio del Rey Sol. -El conde se entusiasma-.
El caballero amigo tuyo, Giséle, tu admirador Tom Parsons de la legación americana la entendería.
Una noche mantuve con él una larga conversación acerca de los mensajes secretos. El se encarga de cifrar y descifrar todos los mensajes de la legación americana.
Conocía muchos sistemas. Recuerdo haber comentado con él el sistema utilizado por el señor Rossignol.
La clave del sistema se encierra siempre en el segundo nombre que el remitente añade a su firma.
– El conde se levanta, se dirige a Sharon y se sienta a su lado sobre una banqueta que hay junto a la tosca mesa de madera-.
Giséle, te la explicaré y entonces tal vez puedas intentarlo".
Mientras se disolvía la escena de la pantalla, se escuchó la voz de Nellie en la sala a oscuras.
– Observen la siguiente escena. Creo que es ahí donde se explica Cuando ella firma el mensaje.
Verán que Giséle de Brinvilliers añade un segundo nombre y firma Giséle Lucie Brinvilliers.
El nombre de "Lucie" significa que el destinatario de la nota tiene que buscar en ella un mensaje secreto.
– ¿Existe alguna razón para que se utilizara el nombre de "Lucie"? -preguntó el capitán Culpepper interrumpiéndola.
– Tenían que inventarse un segundo nombre cualquiera -repuso Nellie-y Sharon tuvo el capricho de escoger "Lucie" porque siempre había admirado a la heroína de Carlos Dickens, Lucie Manette de “Historia de dos ciudades” y cuando rodaban…
– Ssssss -les ordenó Zigman señalándoles la pantalla.
Todos volvieron a prestar atención a la película. La escena mostraba un trozo de pergamino en blanco mientras la mano de Sharon, empuñando una pluma de ave, empezaba a escribir y la voz del conde le iba explicando lentamente la clave a utilizar.
La escena terminó medio minuto más tarde.
– !Dios mío, con lo fácil que era! -exclamó Nellie pulsando el timbre-. Patrick -dijo a través del interfono-, detenga la proyección y retroceda a la escena en la que el conde le indica a Giséle la forma de descifrar la clave y vuélvala a pasar.
La película de la pantalla retrocedió, se detuvo y volvió a rodar.
– Muy bien, ya lo tenemos -anunció Culpepper-. Dígale que puede detener la proyección y encender las luces.
Se detuvo la proyección de la película y se encendieron las luces.
Culpepper se levantó rápidamente del diván y se dirigió a Trigg y Neuman.
Se agachó y le entregó a Trigg el bolígrafo y el cuaderno amarillo.
Le pidió a Neuman la fotocopia de la segunda nota de rescate y la sostuvo al lado del cuaderno mientras Nellie y Zigman se acercaban a toda prisa.
– Muy bien -dijo Culpepper levantando la voz-, ésta es la clave que nos permitirá descifrar la nota de la señorita Fields.
Sabemos que la utilización del segundo nombre de "Lucie" significa que en la nota se oculta un mensaje secreto.
El número de letras de este segundo nombre -Lucie tiene cinco-significa que el mensaje cifrado empieza en la quinta frase.
Después se toma la primera letra de todas las palabras de cada una de las frases.
Estas primeras letras juntas constituyen el mensaje.
Cuando, al final, se llega a una frase las primeras letras de cuyas palabras no significan nada, ello quiere decir que el mensaje ha terminado. ¿Entendido?
– Entendido -repitió Trigg.
Con el bolígrafo en la mano, empezó a leer la nota de rescate de Sharon-.
Muy bien, “Querido Félix” no cuenta porque no es una frase, ¿verdad?
– Verdad -dijo Culpepper.
– Por consiguiente, empezamos con la primera frase, “Estas son las instrucciones finales que deberás seguir exactamente si quieres volverme a ver”.
Esta la pasamos. Después la segunda, la tercera y la cuarta.
“El día de la entrega será el viernes, 4 de julio.
Toma la autopista de la Costa del Pacífico en dirección norte, gira al paseo Topanga Canyon, sigue por Topanga hasta que llegues a la calle Fernwood Pacific donde girarás a la izquierda y avanzarás unos diez minutos hasta que veas la entrada del Templo del Fuego de la Luna, entonces sigues avanzando unos tres kilómetros hasta que veas una gran roca de piedra arenisca llamada Fortress Rock a la izquierda de la carretera.
Enfila el camino del costado sur de la Fortress Rock, avanza a pie unos 20 pasos y deposita las dos maletas detrás de la roca de tal forma que no puedan verse desde la carretera (procurando hacerlo entre las doce del mediodía y la una) y abandona el lugar inmediatamente”.
Muy bien, con estas tres frases se completan las cuatro. Ahora la clave tendría que empezar con la quinta, ¿no es cierto?
– Exactamente -repuso Culpepper asintiendo enérgicamente con la cabeza-. A partir de la quinta frase anotas la primera letra de cada palabra de la frase y de todas las palabras de las frases siguientes hasta que la cosa deja de tener significado.
– Tomó la nota de rescate y dijo-: Muy bien, voy a leértela lentamente a partir de la quinta frase y tú anotarás la primera letra de cada palabra. ¿Preparado?
– Adelante.
Culpepper empezó a leer.
– “Aparta”, anota A, “realmente”, anota R, “los”, anota L, “impedimentos”, anota I, “no”, anota N,, “ganes”, anota G, “tiempo”, anota T, “ordenando noticias”, anota O y N.
Fin de la frase.
– Se inclinó hacia delante mirando el cuaderno-.
¿Qué dicen estas letras? Trigg le mostró el cuaderno en el que podía leerse “Arlington”.
– ¿Arlington? -preguntó Culpepper-. Bueno, prosigamos y no perdamos el tiempo. -Leyó la siguiente frase de la nota de rescate-. “Así ganarás un adelanto”. -Ladeó la cabeza-. ¿Qué dicen estas letras? Trigg le mostró el cuaderno. Decía “Agua”.
– Muy bien, la siguiente frase. “Mi oportunidad nacerá totalmente este sábado”. Fin de la frase. ¿Qué palabra forman estas letras?
– “Montes”.
– Montes, ¿eh? Muy bien. La siguiente. “Procura que no se entere ni la policía ni la prensa”. ¿Eso qué dice?
– pqnsenlpnlp.
Culpepper soltó un silbido.
– Carece de significado. Creo que el mensaje ya ha terminado.
Está incluido en las frases quinta, sexta y séptima. Dame el cuaderno. Vamos a ver a qué se reduce todo el mensaje. -Estudió cuidadosamente las tres palabras: “Arlington, agua, montes”-. Arlington, agua, montes -repitió en voz alta rascándose la cabeza pensativo-.
Arlington, Arlington… oiga, Neuman, ¿el sargento López no ha nacido en una ciudad que se llama algo así?
– Pues, sí -contestó el sargento Neuman-. López nació en el condado de Riverside y existe una ciudad llamada Arlington que ahora pertenece al municipio de Riverside.
– Claro, claro, qué tonto soy, si la he pasado cientos de veces yendo por la autopista. -Le hizo un gesto a Trigg-. Wilson, dile al sargento López que entre… no, espera, lo había olvidado, le he enviado a entregar las copias de las notas de rescate al FBI.
Mira, vete a uno de los coches patrulla de ahí afuera y tráeme un mapa detallado del sur de California.
Mientras Trigg abandonaba la estancia a toda prisa, Culpepper volvió a leer el mensaje cifrado.
– Agua, montes -repitió en voz alta-. ¡Montes claro! Arlington está rodeada de montañas. ¡Claro que sí! Por aquellos montes hay unos lugares muy poco accesibles, es lógico que la escondieran allí. Pero agua, ¿qué habrá querido decir con eso de agua?
– Supongo que ha pretendido señalarnos el lugar exacto en que se encuentra -dijo el sargento Neuman-.
Intenta decirnos que se encuentra cerca o en todo caso no muy lejos de un río, estanque o lago. Algo donde haya agua.
– Sí. Pero, ¿dónde demonios está Trigg con el mapa? Trigg entró en aquellos momentos en la estancia, desdobló el mapa y se arrodilló para extenderlo sobre el pavimento de la sala de proyecciones mientras Nellie y Zigman lo observaban todo asustados y en silencio.
Culpepper y Neuman se agacharon al lado del mapa.
El lápiz de Culpepper se convirtió en un puntero.
Arlington está aquí. ¿Y estas Gavilán Hills que se encuentran a unos quince kilómetros al sur? Agua… Dios mío, en mi vida he visto tanta agua.
Hasta en el mismo centro de Riverside hay un laguito, el lago Evans. Vamos a ver. Volvamos a estos montes.
Aquí está la presa Mockingbird pero se encuentra demasiado cerca de la ciudad. ¿Y el lago Mathews? -Miró a los demás-También es una presa. ¿Llamarían ustedes "agua" a una presa?
– Yo, sí -dijo Trigg.
– Muy bien. Esos dos están un poco lejos, el lago Perris y el lago Elsinore. -Miró perplejo a los demás-. ¿Qué les parece?
El sargento Neuman posó en el suelo el cuaderno amarillo y señaló las palabras del mensaje: “Arlington, agua, montes”.
– Creo que intenta decirnos que se encuentra en las colinas no lejos de una extensión de agua cercana a la ciudad de Arlington.
– Muy bien -dijo Culpepper mostrándose de acuerdo-, eso ya limita más las cosas.
Si lo interpretamos bien, ello significaría que se encuentra por estos montes en proximidad de la presa Mockingbird o más probablemente del lago Mathews. -Culpepper soltó el lápiz y se puso en pie-.
Nos basta para poder actuar. Neuman, póngase en contacto con las oficinas del sheriff de Riverside y dígales que nos preparen un cuartel general de urgencia en algún lugar de Arlington.
Dígales que desplacen allí a la mayor brevedad posible su unidad móvil. No tenemos ni un minuto que perder.
Trigg, ponte en comunicación con el jefe superior y ordena que se traslade a Arlington todo el equipo de urgencia. Yo pediré ahora mismo por teléfono dos o tres helicópteros para trasladarnos allí. En su atolondramiento, se había olvidado de Nellie y Zigman pero ahora se percató de la presencia y de los temores de éstos.
Procuró tranquilizarles con una sonrisa pero no lo consiguió.
– No sé qué decirles -les dijo-. Dentro de media hora estaremos recorriendo todo Arlington, todos aquellos montes y todos los lagos.
Esta chica es muy lista y valiente y nos ha dado la posibilidad de que la salvemos. -Tragó saliva-. No sé si podremos hacerlo.
Pero podemos intentarlo, es lo único que puedo decirles, podemos intentarlo.
A punto de marcharse, Culpepper se volvió hacia Nellie Wright y esta vez consiguió esbozar una leve sonrisa.
– Esta película que hemos estado viendo, algún día me gustaría ver el final. Quisiera saber si logró sus propósitos.
En el mismo centro de la zona comercial de Arlington, en medio del aparcamiento vacío de la tienda de muebles McMahan, se había instalado la unidad móvil del “sheriff” del condado con todo su equipo de operaciones.
En el interior del moderno vehículo, el capitán Chester Culpepper se encontraba de pie frente a toda una serie de planchas de corcho fijadas a las paredes.
Sobre cada plancha había un mapa geológico de los Estados Unidos a escala 1:24,000 con la topografía detallada de distintos sectores montañosos de las cercanías de Arlington y de otras zonas del condado de Riverside.
En cada mapa se especificaban las distintas categorías de carreteras con distintos colores y símbolos según se tratara de carreteras para vehículos pesados, medianos o ligeros o bien de caminos no asfaltados.
El capitán Culpepper estaba estudiando con todo detalle estas carreteras. En determinado momento le dijo en voz baja al teniente Trigg:
– Como es natural, es posible que llegaran con su vehículo a su lugar de destino sin utilizar carretera alguna.
El teniente Wilson Trigg se hallaba inclinado sobre el escritorio de la unidad móvil en ausencia del “sheriff” de Riverside, Bruce Varney, que dirigía las operaciones exteriores.
Trigg aparecía rodeado del más moderno y sofisticado equipo de comunicaciones y laboratorio que imaginar se pueda.
Aparte los tres teléfonos que había encima del escritorio, disponía de una radio que le ponía en comunicación con los coches patrulla y de las otras cinco radios que había en el vehículo. A su lado había un teletipo portátil y detrás un aparato de "videotape".
En aquellos momentos Trigg estaba examinando una serie de papeles en los que figuraban los informes de los investigadores y patrulleros que rastreaban las principales carreteras de las inmediaciones de las Gavilán Hills y los resultados obtenidos tras mostrarles a los rancheros y propietarios de la zona las fotografías multicopiadas de Howard Yost.
– No estoy seguro de que se parezca mucho -les había dicho Culpepper a los jefes de equipo de emergencia y al “sheriff” Varney de Riverside al distribuir las impresiones en blanco y negro-. Esta fotografía le fue sacada hace tres años para el carnet de conducir.
No hemos podido conseguir ninguna otra de su mujer. Esta ha sufrido un ataque y han tenido que administrarle sedantes. Pero su secretaria nos ha dicho que solía ir bien afeitado y que llevaba el cabello corto.
Nuestras pruebas de laboratorio indican que probablemente llevaba un poblado bigote postizo y unas patillas largas postizas.
Nuestros dibujantes se han encargado de pintarle bigote y patillas.
Las pruebas han demostrado también que se había teñido el cabello de un color más oscuro que el suyo. No sé si estas fotografías servirán de gran cosa pero muéstrenlas por si alguien le reconoce.
Es lo mejor que podemos hacer. Ahora, a juzgar por la expresión del rostro del teniente Trigg, resultaba evidente que ningún ranchero ni habitante de las zonas más pobladas de las colinas había visto a nadie que se pareciera a Howard Yost en el transcurso de las dos semanas últimas.
Sentados discretamente en dos sillas plegables colocadas en el interior del remolque, ambos al borde del agotamiento, Félix Zigman, mascando un puro sin encender, y Nellie Wright, haciendo distraídamente trizas un pañuelo Kleenex, observaban a Trigg y a Culpepper en cuyos rostros se observaban signos evidentes de desaliento.
El descubrimiento de la clave de la nota de rescate de Sharon y la pista general acerca de su posible paradero habían ejercido en Félix Zigman y Nellie Wright el fugaz efecto de una inyección de adrenalina.
La rapidez con que se había organizado la operación conjunta de los distintos centros policiales les había inducido a abrigar nuevas esperanzas en relación con la posibilidad de que Sharon Fields pudiera ser encontrada con vida antes de que fuera demasiado tarde.
Aturdidos por la velocidad de la operación, ambos habían perdido la noción del tiempo.
Una hora antes o tal vez menos el helicóptero más grande del Departamento de Policía de Los ángeles, un Bell Jet Ranger A-4, había tomado tierra en la propiedad Fields. Era un helicóptero de los que se utilizan en operaciones de emergencia, capaces de albergar a cinco personas, incluido el piloto.
Zigman y Nellie habían subido a bordo del mismo en compañía de Culpepper, Trigg y Neuman, les habían seguido en dos helicópteros Bell 47-B más pequeños.
En constante comunicación con el Departamento de Policía de Los ángeles y la oficina del “sheriff” del condado de Riverside, el gran helicóptero había realizado el vuelo desde Bel Air hasta el mismo corazón de Arlington en cuarenta minutos y sus pasajeros habían desembarcado en el aparcamiento de la avenida Magnolia cuyo tráfico estaba siendo controlado por oficiales motorizados.
Varios oficiales de la policía acordonaban la zona para impedir el paso a los mirones.
Zigman y Nellie habían seguido al rápido Culpepper y a sus ayudantes a través del aparcamiento bloqueado del que habían sido apartados los automóviles de los compradores y en el que ahora se encontraba el enorme remolque.
Se encomendaron misiones a los ayudantes del “sheriff” de Riverside y a varios oficiales del Departamento de Policía de Los Angeles y empezaron a llegar automóviles con hombres clave del equipo especializado de emergencia reunido por Culpepper.
Se habían congregado también gran número de coches patrulla blanco y negros del “sheriff” de Riverside con los emblemas de la campana de misión pintados en los laterales. Se rogó a los representantes de la prensa, radio y televisión que utilizaran una tienda sin ocupar que había al otro lado de la calle en calidad de sala de información.
Se comunicó bruscamente a éstos las escasas noticias que se conocían y se les indicó que no recibirían más detalles hasta que se produjera un resultado definitivo y pudiera anunciarse oficialmente alguna cosa en uno u otro sentido.
– En uno u otro sentido -había murmurado Zigman por lo bajo pensando que ello significaba Sharon viva o Sharon muerta (o no hallada).
Diez minutos antes, al recibirse informes negativos de los helicópteros de patrulla Bell 47-G que sobrevolaban la zona y de los patrulleros que estaban recorriendo las cercanas colinas, el capitán Culpepper decidió concentrar todos sus esfuerzos en una investigación más localizada.
– ¿Han transcurrido dieciséis días desde su desaparición, no es cierto? -les preguntó a Zigman y a Nellie Wright.
– Esta mañana se han cumplido los dieciséis días -le confirmó Zigman.
– Muy bien -dijo Culpepper llamando al sargento Neuman desde la entrada del remolque.
– Sargento, hasta ahora no hemos obtenido ningún resultado positivo. Como no encontremos inmediatamente una pista, estaremos perdidos.
Hasta ahora no hemos podido descubrir nada en estas malditas colinas. Si los secuestradores de la señorita Fields la han mantenido prisionera en algún lugar aislado durante tanto tiempo -dieciséis días son muchos-es lógico pensar que se les agotaran algunos suministros, por ejemplo, alimentos perecederos.
Cabe la posibilidad que uno de ellos haya bajado un par de veces a Arlington para surtirse de provisiones. Me parece lógico que así haya sido.
– Creo que merece la pena investigarlo -repuso, Neuman.
– Sí, eso estaba pensado. Que todos los hombres que no estén cumpliendo otras misiones se dediquen a recorrer la zona comercial de Arlington. Que nuestros oficiales les muestren la fotografía de Howard Yost a todos los tenderos y dependientes de Arlington.
Que se les pregunte también acerca de todos los forasteros que puedan recordar, sobre todo si les comentaron que venían de las montañas o les vieron nerviosos e inquietos. Ya sabe usted el procedimiento.
No disponemos de muchas alternativas, por consiguiente, que no se diga que no le damos a Arlington una oportunidad. Ya habían transcurrido diez minutos sin llegar a ningún resultado positivo. El capitán Culpepper se apartó de los mapas con aire sombrío.
– Hay demasiadas carreteras y caminos que conducen a estas zonas aisladas.
Quedan después bruscamente interrumpidos y no hay más que arbustos, zonas desiertas, árboles y precipicios.
Tardaríamos muchos días en explotar todos los kilómetros cuadrados de las Gavilán Hills aunque redujéramos la búsqueda a las zonas cercanas a los dos lagos.
Willie, ¿se ha conseguido algún resultado que merezca la pena con los helicópteros o las entrevistas que se están realizando por las colinas?
– Un par de falsas alarmas -repuso Trigg con aire abatido-. Nada concreto. Ni el menor indicio.
– Voy a salir fuera a fumarme un pitillo.
A medida que pasaban los minutos, Zigman y Nellie Wright se iban sumiendo en una desesperación cada vez más honda. Después, poco a poco, empezó a desarrollarse una mayor actividad en el interior del remolque.
Culpepper entró con dos investigadores. Habían estado recorriendo toda la zona comercial de Arlington. Habían estado en un comercio de antigüedades, en una tienda de muebles, en una tienda de óptica, en un taller de reparaciones de televisores, en una academia de karate, en un comercio de granos y piensos, en dos barberías y en otros establecimientos.
– ¿Qué es esta nota de la barbería? -preguntó Culpepper.
– Creíamos haber descubierto una pista -repuso uno de los investigadores-. El dueño de la barbería ha dicho que hace tres días vino un joven muy nervioso que quiso que le arreglaran la barba.
Dijo que quería estar guapo porque había conocido a una chica preciosa. No conocía la zona y, por consiguiente, debía tratarse de un forastero.
Nos han facilitado la descripción, seguido su pista pero hemos fracasado. En Riverside ya le tenían fichado.
Le detuvieron poco después de haber abandonado la barbería por conducir un vehículo robado en estado de embriaguez. Resultó que estaba cumpliendo el servicio.
Vino la policía militar y se lo llevó. Lo lamento.
Zigman y Nellie se dedicaron después a observar el ir y venir de los numerosos investigadores y oficiales de policía que acudían para comunicar el resultado de sus misiones.
Las fotografías de Yost no habían conducido a ninguna pista y, en relación con los forasteros, en Arlington solían detenerse muchos automovilistas para efectuar compras y regresar posteriormente a la autopista.
Ningún tendero había observado en sus clientes la menor señal sospechosa.
El sargento Neuman ya estaba de vuelta.
– He decidido estirar también un poco las piernas -les dijo a Culpepper y Trigg-. Pero me temo que no he averiguado nada. -Consultó el cuaderno de notas-. Vamos a ver.
Tras haber abandonado el aparcamiento. Equipos Estereofónicos Wizard’s. La fotografía de Yost les recordó a alguien. Un tipo parecido a él estuvo en la tienda hace cosa de un mes.
Estuvo mirando las listas de artículos rebajados. He pedido el nombre del cliente. Es un guarda forestal que tenía el día libre. Nada.
El Banco de Seguridad del Pacífico. He perdido mucho tiempo y nada.
Y oigan esto. Madame Cole -una costurera-ha resultado ser la casa de putas de la localidad. -Al percatarse de la presencia de Nellie, tragó saliva y murmuró-: Perdón, señorita.
– ¿Algo más? -le preguntó. Culpepper.
– En las Especialidades Alimenticias Tawber’s una chispa.
Un tipo gordo de aspecto adinerado -dejó aparcado en la calle un Buick nuevo-, un tipo que jamás habían visto aunque no se parecía a este Yost, dijo que quería caviar para llevárselo a una actriz que aquella noche la había invitado a cenar.
En Tawber’s sólo tenían dos latitas -no es corriente que les pidan caviar-y él las adquirió y pagó con un cheque. Le recuerdan porque resultó ser un cheque sin fondos.
En cualquier caso, le detuvieron por intentar pagar con otro cheque sin fondos en Wyoming y en estos momentos se encuentra en la cárcel de Laramie, por consiguiente la chispa no nos ha proporcionado ninguna luz.
– Bueno -dijo Culpepper leyendo por encima, del hombro de Trigg los informes de las explotaciones aéreas-, creo que seguimos estando en un callejón sin salida.
El sargento Neuman había llegado a la última página de sus notas.
– La última visita la he efectuado a la Droguería y Farmacia Arlington de la esquina.
El propietario, Ezra Middleton, había salido a una entrega, pero a la dependienta la fotografía de Yost no le ha recordado a nadie. En cuanto a los forasteros o algún hecho insólito que hubiera podido ocurrir, sólo recuerda un incidente que se produjo la semana pasada.
Bueno, ella no se encargó de atender al cliente, pero Middleton se lo contó cuando entró a trabajar.
Un cliente de aspecto acaudalado le pidió un perfume francés -no puedo pronunciar el nombre-que ellos no tienen, y unas pastillas de menta importada que se llaman… que se llaman Altoid y que tampoco tenían, y Middleton le dijo a la dependienta que encargara estos artículos. Después vino una mujer de mediana edad que…
– Un momento. -La interrupción procedía de Nellie Wright que se había levantado y se estaba acercando a los dos policías.
Mantenía el ceño fruncido-. No estaba escuchando pero, ¿ha dicho usted que alguien pidió unas pastillas de menta importadas?
– Pues, sí -repuso Neuman confuso-. Altoid. En mi vida las había oído nombrar. ¿Usted sí?
– Ya lo creo. Se las compro siempre a Sharon. Las importan de Inglaterra y vienen en unas cajas de hojalata rojiblanca. No es fácil encontrarlas, por eso me extraña. ¿Y dice que pidieron un perfume francés?
– Sí -repuso Neuman asintiendo-. Lo he anotado pero no puedo pronunciarlo es…
– ¿Es Cabochard de Madame Grés? -preguntó Nellie rápidamente.
– ¡Exacto! ¿Cómo lo sabe?
– Porque es el perfume preferido de Sharon. -Se dirigió al capitán Culpepper-. Creo que estoy exagerando un poco. Debe haber miles de mujeres que usan Cabochard y a las que gustan estas pastillas de menta para después de las comidas.
– ¿En Arlington, California? -preguntó Culpepper animándose súbitamente-. No, eso no es nada corriente.
No irá usted a creer que es lógico que pidiera ambas cosas un mismo cliente en una localidad tan pequeña como Arlington, ¿verdad?
– Desde luego que no -repuso Nellie mirando a Zigman que ahora se estaba acercando a ella.
– ¿Le ha dicho alguna otra cosa la señora de la farmacia? -le preguntó Culpepper a Neuman.
– No tengo anotado nada más. Me parece que no le hice demasiadas preguntas porque pensé que no merecía la pena.
Culpepper se bajó rápidamente las mangas de la camisa y se abrochó los puños.
– Tal vez no tenga importancia pero tal vez la tenga. En momentos así, cualquier cosa merece la pena. Sargento, ¿dice usted que se lo han referido de oídas? Quiero decir si la dependienta que le ha facilitado la información se la oyó contar a su patrón.
– Sí, señor. Su patrón, el señor Middleton, fue el que atendió al cliente.
Se le espera de un momento a otro pero he pensado que no merecía la pena esperarle.
– Pues, vamos a ver si merece o no la pena esperarle -dijo Culpepper dirigiéndose con el sargento Neuman hacia la portezuela del remolque-. Acompáñeme a esta farmacia. -Después gritó por encima del hombro-: Señorita Wright, señor Zigman será mejor que vengan. Tal vez les necesitemos.
Cinco minutos después, acompañados por el sargento Neuman, abandonaron el sofocante calor de las calles de Arlington y entraron en la pequeña y desordenada farmacia con aire acondicionado.
Junto al mostrador de la caja registradora, un hombre calvo y panzudo de hombros encorvados -debía tener cerca de setenta años-y una nariz y barbilla muy puntiaguda, estaba envolviendo un paquete y chismorreando con una oronda mujer de aspecto porcino.
El capitán Culpepper se dirigió a él sin esperar.
– ¿El señor Middleton? El propietario siguió envolviendo sin levantar los ojos.
– En seguida estoy con usted.
– Lamento no poder esperar -dijo Culpepper abriendo la cartera y mostrándole la placa a Middleton-. Policía. Tengo que hacerles algunas preguntas. Es urgente.
Middleton le prestó inmediatamente atención.
– La policía. Claro. He oído decir que ha ocurrido algo en la calle -Estiró el cuello en dirección a la trastienda-. ¡Señorita Schamberg! ¿Quiere venir a terminarle de envolver el paquete a la señora Czarnecki? ¡Tengo visita oficial!
Momentos más tarde la señorita Schwnberg sustituyó a su patrón junto al mostrador, y Middleton acompañó al capitán Culpepper a la trastienda lejos del alcance del oído de cualquier cliente curioso.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Middleton.
– No estoy muy seguro de que pueda ayudarme -repuso Culpepper indicándoles a Neuman, Zigman y Nellie que se acercaran-.
Tal vez se haya usted enterado de que se ha producido un importante delito.
– Acabo de saber que han secuestrado a Sharon Fields. No podía dar crédito a mis oídos. En qué tiempos vivimos. La próxima vez va a ser el presidente.
Sí, lo he oído por radio. Y he sabido que uno de los secuestradores ha muerto al intentar recoger el dinero del rescate. Yo digo que le ha estado bien empleado.
– Oh, no -dijo Nellie mirando a Zigman angustiada.
– Me temo que ya se sabe -dijo Zigman sacudiendo la cabeza-. Ya lo sabe todo el mundo.
Culpepper no les prestó atención y se concentró en el propietario de la tienda.
– Señor Middleton estamos trabajando en este caso y buscamos desesperadamente una pista que pueda ayudarnos. Tenemos fundadas sospechas de que los secuestradores se encuentran por esta zona.
– ¿Por esta zona? Vaya, ahora comprendo todo el jaleo.
– Sí, y creemos que es posible que uno de los sospechosos acudiera a Arlington a efectuar algunas compras.
Hemos estado interrogando a distintos propietarios de establecimientos de esta ciudad. El sargento Neuman ha venido aquí hace cosa de media hora. Usted no estaba y ha hablado con la señorita Schomberg.
Ha sabido que un forastero aparentemente rico vino aquí un día de las dos últimas semanas, efectuó algunas compras y pidió varios artículos que eran bueno, que no eran muy corrientes, puesto que usted no los tenía y ordenó encargarlos.
– Me extrañó un poco tratándose de una ciudad como ésta -dijo Middleton moviendo la cabeza-.
Pero nos gusta servir bien a los clientes y los anoté para que la señorita Schomberg los encargara.
Y ahora, poco antes de entrar ustedes, la señorita Schomberg me estaba diciendo que había venido un investigador a hacerle unas preguntas y he echado un vistazo a la lista de encargos. Creo que la tengo en el bolsillo. -Se metió una nudosa mano en el bolsillo de la blanca bata de farmacéutico y sacó la hoja de papel-. Aquí está.
– El caballero que compró -dijo Culpepper-, pidió el perfume Cabochard de Madame Grés, ¿verdad?
– Lo tengo aquí anotado.
– Y también pastillas de menta de importación Altoid. ¿Es eso?
– También -repuso Middleton complacido. -¿Tiene anotada alguna otra cosa?
El propietario de la droguería y farmacia siguió leyendo la lista.
– Sí, señor. Otra cosa. Largos. Dijo que eran unos cigarrillos como…
Nellie se adelantó excitada.
– ¡Largos! -exclamó-. ¡La marca de Sharon! Hace muchos años que los fuma. No puede ser coincidencia.
– Ya veremos -dijo Culpepper levantando una mano y volviendo a dirigirse a Middleton-. ¿Alguna otra cosa?
– Me temo que no -repuso Midleton doblando la hoja-. Estoy intentando recordar. Quería no sé qué publicación. Jamás había oído nombrarla. No me acuerdo.
– ¿”Variety”? -le preguntó Zigman.
– Lo lamento, no puedo acordarme -dijo Middleton sacudiendo la cabeza-. Lo siento mucho. -Súbitamente, su rostro compungido se iluminó con una sonrisa-. Recuerdo que compró otra cosa.
Quería uno de esos bikinis tan reducidos. Y yo le digo: "¿De qué talla?" Y él dice: "La talla no la sé, pero conozco sus medidas fundamentales". Y me las indicó y eran de las que hasta a un viejo impresionan -dijo riéndose.
– ¿Qué medidas eran? -preguntó Culpepper.
– Yo diría que poco corriente. Eran noventa y cinco, sesenta y dos, noventa y tres.
Culpepper miró a Nellie que había empezado a brincar de excitación.
– ¡Son las suyas! -exclamó ésta muy orgullosa-. ¡Noventa y cinco, sesenta y dos, noventa y tres! ¡Son las de Sharon!
– Muy bien -dijo Culpepper sin inmutarse y mirando al anciano propietario de la tienda-.¿Cuándo estuvo aquí este cliente?
– A principios de semana. Debió ser el lunes o el martes.
– ¿Cree usted que podría reconocerle si viera su fotografía?
– Es posible. Tal vez sí. Viene tanta gente pero, si no me equivoco, era un hombre corpulento, amable y cordial, hizo algunos comentarios jocosos.
– Sargento Neuman, muéstrele la fotografía.
Neuman le mostró al propietario la fotografía de Yost. Middleton la examinó vacilando.
– Pues, no sé.
– Es una fotografía antigua. Pensamos que ahora llevaba bigote y tal vez el cabello un poco más largo. El bigote que ve aquí se lo han pintado.
– Tengo idea de haberle visto. Tal vez fuera él. Me parece que llevaba gafas ahumadas de esas grandes, por consiguiente, es un poco difícil recordarle la cara. Pero era una cara ancha y la cabeza era así.
– ¿Está usted seguro de que puede identificarle?
– No podría jurárselo sobre la santa Biblia pero, tal como le digo, me parece que le he visto. -Le devolvió la fotografía a Neuman-. Tal como le digo, aquí entra y sale mucha gente todo el día y no puedo recordar a todo el mundo.
– ¿Le dijo de dónde venía o a dónde iba?
– No recuerdo.
Culpepper le dirigió a Neuman una mirada de cansancio.
– Bueno, me parece que de aquí no pasamos. -Le dirigió al propietario de la farmacia una amable sonrisa-. Gracias por su… ah, otra pregunta si no le importa. ¿Iba solo este hombre?
– Aquí en la tienda entró solo -repuso Middleton-. Pero, cuando salimos, vi que le recogía un amigo.
Culpepper se animó de improviso.
– ¿Un amigo, dice usted? ¿Y había salido usted a la calle? ¿Vio al amigo?
– No muy bien. El tipo se encontraba sentado detrás del volante del cacharro de ir por las dunas. No le vi muy bien y, además, no había ningún motivo para que le prestara atención.
– Cacharro de ir por las dunas -repitió Culpepper-¿Iban en uno de esos cacharros?
Middleton se lo confirmó entusiasmado.
– Eso sí lo recuerdo muy bien porque me enteré de algo que no sabía y que hoy mismo he querido comprobar.
– Me gustaría que me lo contara, señor Middleton -dijo Culpepper haciéndole un gesto a Neuman para indicarle que deseaba que tomara notas-. ¿De qué se enteró usted?
– No tiene importancia pero se trataba de una cosa que no sabía y por eso me quedó grabada en la memoria.
Este hombre de quien estamos hablando, el que efectuó estas compras, me pagó y me dijo que tenía prisa porque pasarían a recogerle. Y salió corriendo. Pero entonces observé que se había dejado el cambio sobre el mostrador. No recuerdo la cantidad.
– No importa -dijo Culpepper impaciente.
– Bueno, no quería que pensara que le habíamos estafado pero pensé que ya se habría ido. Sin embargo, al levantar la vista, vi que había vuelto a entrar en la tienda para recoger otro paquete que había dejado junto a la puerta.
Le llamé pero no me oyó porque ya había salido a la calle. Entonces recogí el dinero y salí tras él para entregárselo.
Y le encontré colocando los paquetes en el cacharro. Le entregué el cambio antes de que subiera y él me dio las gracias. Entonces me fijé en el cacharro porque yo había tenido uno en mi rancho.
– ¿Y qué tenía de insólito el vehículo?
– Yo no diría tanto. Todos ofrecen distintos aspectos pero son iguales, no sé si me explico; éste me parece que tenía como una especie de toldo para protegerse del sol. Pero eso no fue lo que me llamó la atención.
Mire, lo malo de estos cacharros -lo descubrí en el mío hasta que al final me desprendí de él por este motivo-es que pueden usarse por terreno escabroso, por las montañas y en el rancho, pero en la ciudad no sirven porque el asfalto se les come los neumáticos.
Lo cual significa que tienes que disponer de dos coches, un cacharro para el campo y un automóvil distinto para la ciudad, cosa que muy poca gente puede permitirse.
Y yo le hice una advertencia a aquel hombre y le dije que no utilizara el cacharro para ir por la ciudad porque le estropearía los neumáticos nuevos que llevaba.
Y entonces él me dijo una cosa que yo no sabía, es decir, que ahora han sacado unos neumáticos para todo terreno que pueden utilizarse tanto en terreno escabroso como sobre asfalto.
Miré los neumáticos para ver cómo eran por si me decidía a comprar otro cacharro.
Los neumáticos eran de marca Cooper Sixties y decidí hacer averiguaciones al respecto.
– ¿Las hizo usted?
– Hoy precisamente. Me he encontrado al joven Conroy en el bar -es el propietario de la tienda de accesorios de automóvil que hay aquí abajo-y le he preguntado si conocía la marca Cooper Sixties y él me ha dicho que sí, que hoy en día había muchas marcas de neumáticos de doble uso pero que él recomendaba especialmente el neumático Cooper Sixty Paso Rápido.
Ha dicho que resultaba tan adecuado para el campo como para la ciudad. Es un neumático muy ancho -creo que ha dicho que es el más ancho que se fabrica-que sirve también para circular por las calles, y tiene una cara de nueve surcos para aumentar la atracción sobre la tierra o la arena.
– ¿No le parecen muchos surcos?
– Bueno, hay algunas que también los tienen pero no es corriente. En cierto modo todos son distintos.
Este Cooper Sixty del cacharro tenía una línea en zig-zag.
– ¿Eran nuevos los neumáticos?
– Completamente nuevos. Eran estupendos.
– ¿Habló usted de algo más con el cliente o con el conductor?
– No recuerdo. Salieron a la Avenida Magnolia y se alejaron.
– ¿Qué dirección tomaron?
– Subieron por Magnolia y giraron a la derecha al llegar a la siguiente bocacalle -repuso Middleton señalándole la dirección con la mano-. Tomaron ese camino.
– ¿Les hubiera llevado este camino a las Gavilán Hills?
– Si hubieran girado de nuevo a la derecha para salir a Van Buren, sí.
– Muchas gracias, señor Middleton. Nos ha ayudado usted mucho.
Una vez en la calle, el capitán Culpepper apenas pudo disimular su alivio.
– El primer resultado positivo que obtenemos desde que hemos descifrado la clave -les dijo a Nellie y a Zigman.
– Ahora ya sabe que hay más de uno -dijo Zigman.
– Y la dirección que tomaron -añadió Nellie-. Eso es muy útil, ¿verdad?
– Todo es útil. Pero lo más importante es la marca de los neumáticos que llevaban. Es un dato que nos facilitará mucho el trabajo. -Se volvió hacia el sargento Neuman-. Ya sabe lo que tiene que hacer, sargento, ¿no es cierto? Vaya a esta tienda de Conroy o a cualquier otra de por aquí y saque una fotografía muy clara de la configuración de los surcos del neumático Cooper Sixty Paso Rápido.
Sáquela de un neumático auténtico que esté a la venta o pida que le entreguen una fotografía de catálogo.
Mande que la amplíen y que se hagan copias. Distribúyalas por todos los coches patrulla que estén recorriendo estas malditas colinas. Dígales que no presten atención a ninguna carretera asfaltada.
Que se limiten a todos los caminos sin asfaltar que encuentren. Sólo caminos sin asfaltar. Ya ha oído que el viejo ha dicho un cacharro de ir por las dunas.
Eso significa que utilizaron un camino sin asfaltar y que se encuentran ocultos en una zona de terreno muy escabroso. Quiero que se examinen todos los caminos poco transitados en busca de huellas que puedan parecerse a las del Cooper Sixty de nueve surcos.
Los oficiales utilizarán las fotografías como punto de referencia. Y dígales que se trata de neumáticos nuevos y que las huellas tienen que ser muy claras. Si encontramos huellas, serán fácilmente identificables.
Si tropiezan con alguna huella que se parezca a la del Cooper Sixty, que la fotografíen y que hagan vaciados en yeso para estar seguros. Después lo compararemos todo con un neumático nuevo.
En marcha antes de que anochezca.
Neuman salió rápidamente en dirección al cuartel general provisional de la policía instalado en el aparcamiento de la tienda de muebles.
Culpepper miró a Zigman y a Nellie Wgriht con los labios fruncidos.
– Ustedes quieren saber si hay esperanzas -les dijo.
– Ahora hay más posibilidades, ¿verdad? -le preguntó Zigman.
– Mire -contestó Culpepper respirando hondo-. Hasta ahora no había ninguna.
Nuestros helicópteros no han descubierto nada desde el aire, ni una sola cosa que pueda parecerse a un escondite habitable. Es natural. Los sospechosos no se hubieran ocultado en un lugar fácilmente visible desde arriba.
En cuanto a nuestro equipo de tierra, las entrevistas que han mantenido con los habitantes de la zona no han podido descubrir ninguna pista.
Pero aquí, en Arlington, hemos descubierto un hilo de esperanza. Muy escasa, deben comprenderlo.
– ¿Escasa hasta qué extremo, capitán? -preguntó Nellie ansiosamente.
– ¿Quiere saber cuántas probabilidades tenemos? Dígame cuántos caminos sin asfaltar hay por todos estos kilómetros de monte.
Súmelos y éstas son las probabilidades que tenemos de encontrar el camino que nos conduzca hasta la señorita Fields antes de que sea demasiado tarde.
Mientras se dirigía con Nellie Wright y con Zigman al remolque, el capitán Culpepper intentó animarles y consolarles un poco.
– Bueno -dijo-, por lo menos ahora tenemos algunas probabilidades sobre las que apostar. Antes no teníamos ninguna.
Pero, a partir de ahora; bueno ahora, cualesquiera que sean las posibilidades, por lo menos podemos apostar.
En el salón de Más a Tierra, tras haber salido Shively en busca de Leo Brunner, Adam Malone se dedicó a mirar el noticiario especial de Sky Hubbard que había pasado a sustituir la programación habitual.
En realidad, no se había añadido ningún otro detalle a la noticia en exclusiva, según la cual la famosa actriz cinematográfica Sharon Fields se encontraba en poder de unos secuestradores y la policía había intervenido en el caso.
A los equipos móviles de televisión que se habían trasladado a la mansión que la actriz poseía en Bel Air, se les había impedido la entrada pero, filmando a través de los barrotes de la verja de hierro forjado, habían conseguido captar las constantes entradas y salidas de los vehículos blanco y negros de la policía.
Otro equipo de televisión enviado a los estudios de la Aurora Films habían encontrado los estudios cerrados por ser día festivo, habiendo averiguado que Justin Rhodes, el productor de Sharon, no se encontraba en la ciudad.
Tales fracasos habían inducido al equipo de producción de Sky Hubbard a preparar un programa retrospectivo dedicado a la fabulosa vida y carrera de Sharon Fields.
La preocupación inicial de Malone en relación con la divulgación de la noticia del secuestro, se había ido atenuando progresivamente tras contemplar éste en la pantalla distintos fragmentos de famosas películas de Sharon.
A pesar de que dichos fragmentos le resultaban muy conocidos, se distrajo volviendo a vivir el pasado de Sharon y el suyo propio.
Después, en el transcurso de un anuncio, comprendió sobrecogido -era ridículo que casi lo hubiera olvidado-que el objeto de su adoración se encontraba bajo aquel mismo techo a una habitación de distancia.
Puesto que no parecía que fueran a facilitar nuevas noticias, Malone apagó el televisor, salió al Pasillo, abrió la puerta del dormitorio de Sharon y entró.
Ella se encontraba sentada junto a la mesa del tocador, vestida con el atuendo de la blusa y la falda que llevaba cuando la habían secuestrado hacía dieciséis días.
Se estaba mirando al espejo antes de aplicarse el maquillaje. Le saludó con una sonrisa forzada.
– No es por vanidad. Me quería arreglar un poco para estar más presentable cuando nos digamos adiós. -Vaciló-. Será esta noche, ¿verdad?
– Esta noche o mañana a primera hora.
– Bueno. ¿Ya habéis recogido el dinero del rescate?
– Creo que sí. Nuestro mensajero está al llegar. Estás muy guapa, Sharon.
– Gracias. Y tú también. ¿No vas a besarme?
Se inclinó para besarla y ella le rodeó con sus brazos sin querer soltarle. Tenía los labios húmedos y suaves y su lengua jugueteó con la suya hasta excitarle.
– ¿Quieres hacerme el amor? -le preguntó en un susurro-. Quizá sea la última vez.
El lo hubiera deseado con toda el alma, pero los acontecimientos que habían tenido lugar aquella tarde le impedían hacerlo.
Sabía que era mejor estar a mano cuando regresaran Yost y Shively.
– Quisiera hacerlo pero en estos momentos será mejor que no.
– ¿Por qué? ¿Ocurre algo? -preguntó ella soltándole-. Te veo preocupado.
– ¿Has encendido el televisor?
– Sólo esta mañana.
– Se ha sabido. La noticia de que has sido; bueno, de que se te echa en falta y estás prisionera y hay de por medio un rescate.
A Malone la reacción de Sharon se le antojó extraña porque, de momento, pareció que se le iluminaba el rostro, pero tal vez él hubiera estado en un error porque a los pocos segundos la vio levantarse preocupada y asustada.
– ¿Cómo es posible que haya ocurrido? -preguntó-Zigman no se lo habrá dicho a nadie.
– No lo sé, de veras que no lo sé. No han facilitado detalles, sólo la noticia del llamado secuestro y la noticia de que la policía interviene en el caso.
– ¡Qué horrible! Es lo que menos hubiera deseado. ¿Están muy enojados los demás? Tienen que comprender que yo no he podido ser responsable. ¿No me lo van a reprochar?
– No, Sharon, no, no te preocupes. Ya te he dicho que, cuando tengamos el dinero -eso ocurrirá de un momento a otro-decidiremos el mejor momento de soltarte. Lo más probable es que sea esta noche. Será mejor que te prepares.
– No tengo nada que llevarme. A excepción de tus libros, claro.
Sharon le acompañó a la puerta, le dio un prolongado beso y, al final, él la dejó, cerró la puerta y regresó al salón.
Ahora, diez o quince minutos más tarde, tras haberse preparado un bocadillo de queso y carne, a pesar de que no tenía demasiado apetito, Malone se encontraba de nuevo en el salón.
Iba a encender el televisor cuando le distrajo la presencia de Shively que había cruzado el patio y estaba subiendo los peldaños del porche.
Shively venía con la camisa chorreando sudor y, al entrar en el salón, se la empezó a desabrochar y se la quitó.
Vio a Malone, hizo una mueca y sacudió la cabeza.
– El muy hijo de puta -murmuró-, el muy cochino hijo de puta de Brunner; te digo que estoy furioso.
– ¿Qué quieres decir? ¿Es que…?
– El muy cobarde se ha largado. Le he buscado y he llegado hasta el claro donde tenemos escondido el cacharro.
Le he buscado por todas partes. No hay ni rastro. No sé cómo se las ha arreglado. No es posible que se me haya adelantado tanto. Y, además, soy más fuerte y rápido que él.
– Tal vez te ha visto y se ha ocultado.
– Tal vez. Pero hemos tenido suerte. Ha dejado el cacharro. Aún estaba allí. Temía que se hubiera llevado las llaves y se hubiera largado con él.
Claro que, cuando Howie regrese, no nos hará falta. -Shively parecía preocupado-. ¿Dónde demonios estará? Ojalá ya hubiera regresado con la pasta para que pudiéramos largarnos.
– Está al llegar.
– No sé por qué tarda tanto. Será el tráfico, supongo. Bueno, espero que llegue pronto cargado con las dos maletas.
Pero el muy cochino de Brunner va a plantearnos dificultades.
Santo cielo, espero que mantenga la boca cerrada y se esconda en algún sitio.
– Estoy seguro de que lo hará por su propio bien.
– Pero, aunque él mantenga la boca cerrada, no estoy seguro de que haga lo mismo ésta que tenemos ahí encerrada.
– Lo hará, Shiv, tranquilízate. Sé que podemos confiar en ella. Se alegrará tanto de recuperar la libertad que ni siquiera querrá volverá a pensar en nosotros.
– Ojalá pudiera estar tan seguro como tú -dijo Shively con expresión sombría-. Creo que, una vez la hayamos soltado, será conveniente que vayamos a casa de Brunner y nos encarguemos de meterles a él y a su señora en un tren o un avión que les lleve lo más lejos posible, a Montana o a Maine o algún sitio de ésos.
– Ya hablaremos cuando vuelva Howie.
– Muy bien. Oye, ¿han dicho alguna otra cosa en la televisión?
– No. Al parecer, ni la policía ni los medios de comunicación saben ninguna otra cosa. No hacen más que repetir la misma noticia una y otra vez.
– Bueno, menos mal que podemos alegrarnos de algo. Creo que esta caminata me ha abierto el apetito. Este bocadillo que tienes me sentaría muy bien. ¿Qué es?
– Queso y carne -repuso Malone ofreciéndoselo-. Termínatelo. Yo sólo he tomado un bocado. No me apetece comer.
– ¿Estás seguro? Muy bien -dijo Shively aceptándolo e hincándole el diente.
Mientras masticaba, miró a Malone-.
– ¿Qué te sucede, muchacho? ¿Estás nervioso?
– No. Tal vez un poco inquieto porque ya quisiera irme ahora que casi todo ha terminado. Nada más.
– Cálmate. Pronto nos iremos con la pasta. -Se lamió los resecos labios-. Tengo sed. Creo que voy a prepararme un trago y después miraré un rato la televisión.
– Muy bien. ¿Te importa sustituirme un rato? Me apetece dar un paseo y moverme un poco. Voy a tomar el aire y a estirar las piernas. Tal vez me tropiece con Howie.
Shively se detuvo junto a la puerta del comedor y le guiñó el ojo.
– Vete, muchacho. Pero no vayáis a olvidaros tú y Howie de volver. Un tercio del dinero me pertenece.
– ¿Un tercio? ¿Y Leo?
– ¿Estás loco, muchacho? él ya está fuera. Ha renunciado a su parte. Lo único que le regalaremos será el precio del viaje para que se largue de Los Angeles.
– Lo que tú quieras -dijo Malone encogiéndose de hombros.
Abandonó el refugio, cruzó el bosquecillo de robles y empezó a ascender por el camino que, desde el valle, conducía a la cumbre de la colina.
Una vez en la cumbre, empezó a recorrer la hermosa meseta y se dirigió a toda prisa hacia el camino que rodeaba el Mount Jalpan.
A Shively no le había revelado el auténtico motivo de su paseo. No quería hacer ejercicio sino buscar a Leo Brunner.
El viejo le daba lástima. Brunner era un buen hombre en el fondo, muy honrado y serio, y el pánico y el temor que se habían apoderado de él al enterarse de que se había divulgado la noticia del secuestro eran muy comprensibles.
A medida que envejecen, las personas se van haciendo cada vez más conservadoras. Y, además, temen también cometer cualquier delito susceptible de ser castigado por la ley.
Impulsivamente, Brunner había querido librarse de cualquier responsabilidad en relación con el Club de los Admiradores.
Malone consideraba que era necesario encontrar a Brunner y razonar con éste. Consideraba también que él era el único que podía tranquilizar a Brunner y hacerle comprender que al único que tenía que temer era a sí mismo, citando la frase de un gran presidente.
Malone estaba seguro de que Shively.
hubiera podido dar fácilmente alcance a Brunner y hablar con éste si Brunner hubiera querido que Shively le hablara.
Pero no cabía duda de que a Brunner no le gustaba Shively, le temía y probablemente ya no quería tener más tratos con él.
Lo más probable era que Brunner hubiera descubierto desde algún punto ventajoso de observación que Shively había salido en su busca y se hubiera ocultado y hubiera permanecido en su escondite hasta ver que Shively se daba por vencido y regresaba al refugio.
Tras lo cual, lo más probable era que Brunner hubiera reanudado su marcha por la montaña en dirección al lago Mathews, donde seguramente esperaba que le recogiera algún automovilista que le trasladara a Riverside, para desde allí tomar un autobús en dirección a Los ángeles.
Al llegar al camino de montaña, Malone decidió aligerar el paso para poder dar alcance al viejo.
A pesar de su afirmación en el sentido de que se mantenía en forma gracias a la alimentación sana y al ejercicio, Brunner tenía la desventaja de la edad.
Era una caminata agotadora incluso para alguien tan joven como Malone, y a éste no le cabía la menor duda de que Brunner tendría que detenerse de vez en cuando para recuperar el resuello.
Malone estaba convencido de que, una vez encontrara al viejo, podría convencerle a regresar al refugio hasta aquella noche, de tal manera que pudieran preparar sus planes con más cuidado y marcharse todos juntos tal como habían venido.
Un aliciente: recordarle a Brunner que, si regresaba, podría beneficiarse de la parte del millón de dólares que le correspondiera.
Además, era necesario convencer a Brunner de la necesidad de obedecer la orden de Shively en el sentido de esfumarse durante algún tiempo de la ciudad.
Malone consideraba innecesaria dicha precaución porque creía firmemente que Sharon no delataría a Brunner, pero había que tranquilizar a Shively para que éste no volviera a traer a colación la horrenda alternativa.
Mientras avanzaba mirando a ambos lados del camino en un intento de encontrar al viejo, Malone empezó a ensayar los argumentos que utilizaría con vistas a tranquilizar a Brunner y conseguir regresar con éste a Más a Tierra.
Además, estaba deseando contarle a Brunner los detalles del caso de Armand Peltzer, el ingeniero de Amberes, famoso en los anales de las auténticas huidas criminales por haber urdido uno de los más ingeniosos proyectos de la historia con vistas a la perpetración de un asesinato.
Para eliminar al marido de la mujer que amaba, Peltzer se sirvió de su hermano. Siguiendo las indicaciones de Peltzer, el hermano cambió de aspecto, atuendo e identidad, fingió ser otra persona, concertó con la futura víctima un encuentro de negocios y le asesinó.
Tras lo cual, el hermano se libró de su ficticia identidad. El crimen había sido cometido por una persona que no existía. La policía no podía buscar a nadie.
Precioso. Ascendiendo dificultosamente por la montaña, Malone iba pensando alborozado en este caso.
Pues, bien, el caso Peltzer sería el modelo del plan que había urdido en relación con Brunner. Le hablaría a Brunner del enigma de Leon Peltzer.
Le aconsejaría a Brunner que le dijera a su esposa que era sospechoso de haber cometido una estafa y tenía que ocultarse hasta que se apresara al verdadero culpable.
Era necesario que Brunner obtuviera la colaboración de su mujer. Después, adoptando un disfraz, sometiéndose incluso a una operación de cirugía estética, adoptando un nuevo nombre tal como había hecho el hermano de Peltzer, yéndose a vivir a otra casa e iniciando un nuevo tipo de negocios, Brunner podría permanecer tranquilamente en Los Angeles y seguir en contacto con su esposa.
Y un día, dentro de uno o dos años, una vez se hubiera olvidado por completo el asunto del secuestro de Sharon Fields, Brunner podría recuperar su antigua identidad.
Era absolutamente necesario que le expusiera a Brunner aquella idea. Sabía que lograría convencer a Brunner y tranquilizar a Shively y a Yost.
Tras resfrescar la memoria en relación con el caso Peltzer y elaborar la adaptación del mismo a las circunstancias de Brunner, Malone recuperó el buen humor. Entonces se percató de que había llegado a un lugar que le era conocido.
A su izquierda había un precipicio y a su derecha el bosquecillo en cuyo claro se encontraba oculto el cacharro.
Malone se detuvo para respirar un poco, confiando en que ya no estaría muy lejos de Brunner y le podría dar alcance en cuestión de minutos.
La confianza de Malone se basaba en que, a diferencia de lo que había ocurrido en el caso de Shively, a quien Brunner había esquivado, él sería bien recibido por parte del fugitivo.
Brunner sabía que Malone era su aliado y amigo y le constaba que siempre se había puesto de su parte. A punto de reanudar su camino, Malone experimentó una súbita punzada de preocupación.
Shively le había indicado que el cacharro se encontraba en su sitio y que Brunner no se había largado con él. Y, sin embargo, si la teoría de Malone no fallaba, Brunner se había ocultado algo más atrás, permitiendo que Shively pasara por su lado y comprobara que el vehículo estaba en su sitio, y esperando a que Shively se diera por vencido y regresara al refugio.
Si la teoría era cierta, tal vez Brunner, emprendiendo de nuevo su huida, hubiera llegado momentos antes hasta el lugar en que se encontraba el cacharro huyendo con éste.
En tal caso, resultaría imposible darle alcance yendo a pie, y Malone tendría que abandonar su búsqueda. Para asegurarse de que el cacharro estuviera todavía en su sitio, Malone dio la vuelta y se adentró en el bosquecillo de árboles y arbustos.
Una vez en él, avanzando entre el follaje, pudo ver claramente el achaparrado vehículo bajo su camuflaje de ramas en el mismo lugar en que Yost y Shively lo habían dejado. Malone iba a marcharse aliviado cuando algo le llamó la atención.
En cierta ocasión había estudiado las habilidades de los exploradores y rastreadores indios, y todavía recordaba aquello que siempre buscaban los perspicaces ojos de éstos.
Podía descubrirse si alguien había pasado por un lugar antes que tú, aunque no hubiera dejado huellas, si encontrabas alguna roca o piedra removida.
Si ésta llevara removida algún tiempo, el sol habría secado la humedad de su parte inferior.
Si la acababan de remover, no habría tiempo de que el sol la hubiera secado y la roca aparecería todavía húmeda. Y allí al otro lado, entre los arbustos, Malone pudo distinguir claramente varias piedras que habían sido removidas.
Estaban húmedas. Qué curioso, pensó Malone adentrándose en el bosquecillo. ¿Quién habría estado allí? Tal vez Shively buscando a Brunner. Tal vez el propio Brunner. O -se estremecía al pensarlo-otra persona, un desconocido, un intruso.
Malone se dirigió rápidamente hacia el lugar, cuya tierra había sido hollada recientemente.
Se arrodilló para tocar las húmedas piedras y, al hacerlo, sus ojos se posaron en un espectáculo inesperado.
Las suelas de unos zapatos. Avanzando a gatas y arañándose los brazos con las zarzas, Malone llegó hasta los zapatos, observó que estaban llenos y jadeó dando un respingo. Se puso en pie sin atreverse a mirar y, al final, se esforzó por hacerlo. Separó los arbustos y descubrió inmediatamente el cuerpo.
Era ni más ni menos que Leo Brunner, grotescamente tendido boca abajo sobre la tierra. Se observaba un horrible agujero en la espalda de su chaqueta, un agujero del que seguía brotando lentamente la sangre que ya formaba un oscuro círculo congelado alrededor de la herida mortal.
Malone avanzó tropezando como en sueños y se arrodilló para averiguar si su amigo estaba con vida. Giró la rígida cabeza hacia sí y vio los ojos ciegos con los globos levantados hacia arriba, la helada boca abierta y la inmovilidad de la muerte.
Malone dejó escapar un sollozo, retrocedió, se puso rápidamente en pie y abandonó a toda prisa el bosquecillo en dirección al claro. Leo Brunner había sido alcanzado a sangre fría por un disparo en la espalda, le habían matado, asesinado.
Temblando a pesar del calor, el primer instinto que afloró en Malone fue el de conservación, el de hacer lo que Brunner había intentado hacer, es decir, huir, escapar, dejar a sus espaldas para siempre aquella insensata escena. Pero le impidió hacerlo el recuerdo de Sharon a la que había dejado encerrada bajo llave en su dormitorio del refugio, el recuerdo de sus húmedos labios y de su absoluta confianza en él.
Aquella muchacha a la que amaba tomo jamás había amado a ninguna, había depositado su supervivencia enteramente en sus manos, y él había jurado protegerla y encargarse de que fuera puesta sana y salva en libertad. Pensó en ella, sola en el refugio con el monstruo.
Dirigió una vez más la mirada hacia cl bosquecillo y se estremeció. Aquella pesadilla era auténtica y él la estaba viviendo.
Pero tal vez lograra alejarla. Aunque estaba aturdido y sabía que era un cobarde, no tenía más remedio que regresar a Más a Tierra.
Dio la espalda al camino, que conducía a Arlington y a la civilización y volvió lentamente sobre sus pasos emprendiendo con piernas temblorosas el regreso al escondite.
Dado que la oficina del “sheriff” del condado de Riverside tenía jurisdicción sobre la zona de las Gavilán Hills, y dado que muchos de sus patrulleros estaban familiarizados con la zona montañosa que rodeaba la presa Mockingbird y el lago Mathews, el capitán Culpepper accedió a que el “sheriff” Varney, de Riverside, se encargara de llevar a la práctica lo que ahora se le antojaba la última esperanza de hallar con vida a la víctima del secuestro.
Poniendo inmediatamente manos a la obra, el “sheriff” Varney reunió gran número de coches patrullas y ordenó que acudieran a Arlington, a la mayor brevedad posible, todos los vehículos de reserva que pudieran encontrarse.
Sin perder el tiempo en preámbulos, el capitán Culpepper informó a los oficiales y patrulleros acerca de la única y más reciente pista de que disponían, y Varney distribuyó entre ellos copias ampliadas de las fotografías del neumático de nueve surcos Cooper Sixty Paso Rápido, supuestamente análogo a los neumáticos nuevos del cacharro de ir por las dunas utilizado por los presuntos secuestradores.
Armada con aquellas huellas digitales del vehículo, la flota de vehículos del “sheriff”, con su luz roja y su luz ámbar y la sirena instalada en la capota, con su teléfono-radio y su escopeta ajustada a un soporte del pavimento, se distribuyó por las Gavilán Hills en busca de huellas de neumáticos idénticas a las de la fotografía.
Ahora que ya había empezado a ponerse el sol y la luz del día estaba muriendo, el vehículo de patrulla número 34 del departamento del “sheriff” de Riverside se encontraba detenido en el interior del rancho McCarthy con el “sheriff” adjunto Foley al volante, mientras su compañero, el investigador Roebuck, regresaba al vehículo sosteniendo la fotografía en la mano.
Roebuck ascendió al automóvil sumido en el desaliento.
– Había algunas huellas de neumáticos; unas se parecían a las de un jeep y otras a una camioneta de reparto Chevrolet, pero ninguna se parecía a los surcos de este Cooper Sixty.
– Bueno, ¿y ahora qué? -preguntó el “sheriff” adjunto Foley sin poder disimular su cansancio.
Llevaban mucho rato deteniéndose a inspeccionar todos los caminos sin asfaltar, veredas y senderos de la zona sur del lago Mathews, y el único resultado de sus investigaciones eran sus doloridos músculos y espaldas.
– Creo que podríamos seguir un poco mientras haya luz -repuso Roebuck-. Nos han ordenado recorrer toda la zona desde la confluencia con el Temescal Canyon donde empezamos.
– Pues, adelante -dijo Foley poniendo en marcha el vehículo y cruzando el rancho McCarthy-.
Yo solía venir mucho por aquí, pero ahora ya he olvidado dónde están los caminos.
– Me parece que hay uno que pasa por la Camp Peter Rock.
– Ah, si -dijo Foley recordándolo-. Aquella choza junto al miembro indio de piedra. Recuerdo que una vez, en mi época de adiestramiento, salía con una chiquita, y una noche me la llevé allí para hacerle el amor y comprobar si la estatua conseguía estimularla.
– ¿La estimuló?
– Sí, pero tras haber visto la roca, al verme a mí se desilusionó. -Ambos se echaron a reír y Foley añadió-: ¿Sabes una cosa? Pensándolo bien, aquella chica se parecía un poco a Sharon Fields.
– No hay nadie que se parezca a Sharon Fields -dijo Roebuck sacudiendo la cabeza en gesto de duda-. El Señor la hizo perfecta.
Me enfurezco al pensar que algún sinvergüenza haya podido atreverse a ponerle las manos encima. Imagínate, secuestrar a Sharon Fields. Imagínate.
– Cuesta de imaginar.
– Daría cualquier cosa por encontrar a estos sinvergüenzas. Te aseguro que les llenaría el vientre de plomo.
Aminora, Foley, hay un camino que se dirige a Camp Peter Rock.
Será mejor que me dejes echar un vistazo a la carretera antes de que gires.
Una vez más, el investigador Roebuck descendió del automóvil para examinar el terreno y regresó desilusionado.
El tráfico de aquella zona había sido demasiado intenso y no se podía distinguir ninguna huella.
Ahora, tras hallar enfilado el camino, pudieron ver en la hoyada que había a la izquierda del camino la roca fálica india de metro ochenta de altura.
– Camp Peter Rock -anunció Roebuck-. Detente un momento y déjame echar un vistazo.
El “sheriff” adjunto, Foley dejó el motor en marcha, mientras su compañero inspeccionaba el camino sin asfaltar.
Roebuck regresó una vez más desanimado.
Foley esperaba al volante.
– ¿Y ahora qué? ¿Sigo adelante o regreso hacia el Temescal Canyon? El investigador Roebuck se mordió el labio inferior y miró hacia el frente.
– Jamás he pasado por este camino. ¿Qué hay más adelante?
– No lo sé. No parece que tenga que haber gran cosa. Una zona desértica con el Mount Jalpan a la derecha.
– Bueno, mira, por si acaso, sigamos durante cinco o diez minutos antes de que anochezca.
– Como quieras.
El coche patrulla siguió avanzando durante seis o siete minutos, mientras los perspicaces ojos del investigador Roebuck contemplaban las cuestas que había ambos lados del camino.
Estaba mirando directamente hacia adelante cuando, por el rabillo del ojo vio algo que le indujo a dar unas palmadas al brazo de su compañero.
– Un momento, Foley. Retrocede unos diez o quince metros. Creo que hemos pasado un camino secundario sin asfaltar.
– Yo no he visto nada -dijo Foley poniendo marcha atrás y retrocediendo lentamente.
– Párate -le dijo el investigador Roebuck señalándole hacia la izquierda.
Casi oculto por el denso follaje de los arbustos que había a ambos lados, podía verse un estrecho y curvado camino sin asfaltar.
– ¿Y a eso le llamas un camino? -le preguntó Foley con aire despectivo-. Por aquí no podría pasar un coche como el nuestro.
– Tal vez podría o tal vez no -dijo Roebruck abriendo la portezuela, Pero el caso es que no estamos buscando un camino por el que pueda pasar un coche como el nuestro. Estamos buscando un camino, cualquier camino, por el que pueda pasar un cacharro de ir por las dunas.
– Pierdes el tiempo.
– Déjame echar un vistazo de todos modos. No será más que un minuto.
El “sheriff” adjunto Foley se apoyó resignado sobre el volante y observó a su compañero avanzar lentamente por el camino, arrodillarse una vez para examinar el terreno, mirar la fotografía que sostenía en la mano y seguir recorriendo el camino hasta perderse de vista detrás de los frondosos arbustos.
Foley se quitó la gorra de policía, apoyó la cabeza sobre los nudillos de las manos y bostezó.
De repente, se sobresaltó al oír que le llamaban por su nombre. Se irguió, miró a través de la portezuela abierta y distinguió a Roebuck que le estaba haciendo señas llamándole.
Foley apagó inmediatamente el encendido, se guardó las llaves en el bolsillo y corrió hacia el oscuro camino. Bordeándolo ágilmente, pasó entre los arbustos y corrió hacia su compañero.
– ¡Creo que hemos descubierto algo! -gritó Roebuck-. ¡Creo que ya lo tengo!
Cuando Foley estuvo junto a él, Roebuck hincó una rodilla en tierra y le señaló la fotografía que había dejado en el suelo.
Después le señaló unas huellas profundamente hundidas en la tierra. Correspondían a un neumático muy ancho.
– Echa un vistazo -le dijo emocionado-. A no ser que sea bizco, parece como si nuestra fotografía hubiera sido tomada de esta huella.
Fíjate en los surcos, cuéntalos, la forma, los bordes de la goma que no están gastados. Creo que son iguales.
Foley se arrodilló junto a su compañero. Sus ojos examinaron la huella del camino, se desplazaron después a la fotografía y volvieron a posarse en el camino.
– Dios Todopoderoso -dijo aterrado-, vaya si son iguales. Ambos hombres se levantaron y sus miradas se posaron simultáneamente en el empinado camino ascendente hasta que éste se perdía de vista detrás de la parte más baja de la ladera del Mount Jalpan.
– La deben tener prisionera en algún lugar de este monte -dijo el investigador Roebuck suavemente.
– Si. Hay mucho terreno aquí arriba. ¿Te parece que lo intentemos?
Roebuck apretó con firmeza el brazo de su compañero.
– No -repuso acompañándole al coche patrulla-. Tenemos la orden de comunicar inmediatamente por radio lo que sepamos a Varney y Culpepper que se encuentran en el cuartel general de Arlington. -Levantó los ojos al cielo-. Aún hay suficiente luz como para que los helicópteros sobrevuelen todas las cumbres y valles de esta montaña. Será el medio más rápido.
Y, según dicen, aquí lo que importa es ganar tiempo si es que queremos volver a ver alguna otra película de Sharon Fields. ¡Date prisa, tenemos que comunicar que sabemos dónde se encuentra!
Con los pies doloridos, asustado, rezando para que el regreso de Yost le permitiera disponer de un aliado, Adam Malone subió los peldaños de Más a Tierra esperando, contra toda esperanza, que no tuviera que enfrentarse con Kyle Shively.
Pero, al entrar en el vestíbulo, vio a Shively y vio que Shively le había visto.
Shively le dirigió inesperadamente una mirada enfurecida, se levantó y apagó el televisor.
Sin poder escapar a Shively, Malone se dirigió a regañadientes hacia el salón.
Shively se volvió inmediatamente con las facciones alteradas por la rabia y las manos cerradas tan fuertemente en puño que parecían exangues.
Malone ya había visto a Shively enojado en otras ocasiones pero nunca le había visto en aquel estado. Presintiendo lo peor, Malone no esperó a que hablara su compañero.
– ¿Qué sucede, Shiv? ¿Te ocurre algo?
– Howie Yost -repuso Shively con voz enronquecida-. No volverá.
– ¿Qué estás diciendo?
– Lo acaban de decir en la televisión. Estos hijos de puta que trabajan para ella nos han traicionado con todas las de la ley. Nos han delatado a la policía. Han hablado. Le han tendido a Howie una emboscada y le han pillado en el momento en que recogía el botín.
Le han atrapado cuando se disponía a regresar a la camioneta. Los policías llegaron hasta allí en helicóptero. Le rodearon y acorralaron para apresarle vivo.
La habitación empezó a dar vueltas. Malone se agarró al respaldo de una silla.
– No, no es posible.
– Sí lo es -dijo Shively enfurecido mostrando la dentadura-. Pero no lo han conseguido. Hay que reconocerle a Howie este mérito; se ha pegado un tiro menos mal, se ha pegado un tiro para que no le apresaran. Eso nos salva. Hemos perdido el botín pero podremos salvar el pellejo.
El aturdido Malone no podía dar crédito a sus oídos.
– ¿Howie “muerto”? ¿Estás seguro? No es posible.
Los amigos de Sharon no hubieran.
– Lo han hecho, maldita sea, ya te dije que lo harían. Acabo de verlo. En la televisión han mostrado imágenes aéreas de los policías que actuaban en Topanga.
Después han mostrado cómo sacaban las dos maletas marrones y el cuerpo de Howie en una camilla cubierta por una manta para su traslado a una ambulancia. Han entrevistado a un hijo de puta de uniforme que no ha querido revelar el nombre del muerto hasta que la noticia se comunicara a su familia, pero ha reconocido que era uno de los secuestradores implicados en el secuestro de Sharon Fields.
Y después ha salido otro y ha anunciado que el muerto era un agente de seguros de Encino llamado Howard Yost, y han dicho que la policía esperaba poder descubrir a sus cómplices, a los demás componentes de la banda de secuestradores.
Malone procuró sobreponerse, pero la habitación seguía dando vueltas a su alrededor.
– ¿Qué nos ocurrirá?
– Nada, ni la menor cosa -contestó Shively secamente-. Saldremos con bien siempre y cuando Brunner o la chica no nos señalen con el dedo.
Malone se esforzó por centrar los ojos en la amargada y tensa figura del tejano y tragó saliva.
– Brunner -dijo-. Sabes muy bien que Brunner no va a señalar a nadie con el dedo. He… -Malone no pudo contenerse por más tiempo-. Acabo de tropezarme con su cuerpo.
Si esperaba que Shively reaccionara, éste no lo hizo. Sin dar muestras de la menor emoción Shively le dijo:
– A veces hay que hacer ciertas cosas para protegerse. Si tú no miras por ti, ¿quién va a mirar?
Hubiera querido decirle a Shively muchas cosas pero ahora le parecía que todo carecía de importancia y la mayoría de ellas se le habían olvidado a causa del temor. Miró a Shively, y éste se le antojó un niño cruel y perverso que no podía evitar ser como era, y con el que no era posible razonar.
Malone se limitó a decirle débil e inútilmente:
– No debieras haberlo hecho, Shiv. No debieras haberle matado. Era inofensivo. No hubiera hecho daño ni a una mosca.
Pareció como si Shively no le hubiera escuchado, éste se dirigió a la silla que había frente al televisor y sacó algo que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.
– En nuestras circunstancias -oyó que le decía-, no se pueden correr riesgos ni dejar en libertad a nadie que pueda señalarte con el dedo. Se volvió y Malone pudo ver entonces qué es lo que había sacado.
Sostenía en una mano una fea y pesada pistola, y con la otra estaba comprobando el cilindro.
Era el Colt Magnum 44, con las empuñaduras de nogal que Malone ya había visto en otra ocasión. La contemplación del arma indujo a Malone a adelantarse como hipnotizado hasta encontrarse casi cara a cara frente a Shively.
Malone apartó la mirada del arma y la posó en las endurecidas facciones del rostro de Shively.
– ¿Qué estás haciendo, Shiv?
– Preparándome para asegurarme de que tú y yo estamos a salvo. Howie Yost se ha ido. A Brunner ya le hemos quitado de en medio. Ya no tenemos que preocuparnos por ellos. Entre nosotros y la libertad sólo se interpone la chica.
Malone le miró aterrado y sin poderlo creer. Sus más íntimos temores se estaban haciendo realidad.
– No, Shiv -dijo con voz temblorosa-. No, eso no. Es inocente. No ha hecho nada contra nosotros. No puedes, Shiv.
– Puedo y voy a hacerlo -repuso Shively perversamente-porque ella y su gente pueden hacer muchas cosas contra nosotros. Pueden crucificarnos.
Este hijo de puta de Zigman nos ha traicionado. Nos ha metido en un buen lío. Es el único responsable, él es quien ha antepuesto el dinero a su vida.
Ha quebrantado su promesa y ha sido el responsable de la muerte de Howie. Nos ha delatado. Pues, bueno, si él no ha cumplido su promesa, no tenemos nosotros por qué cumplir la nuestra. Le advertimos que, si nos delataba, la perdería.
– Tal vez no haya sido así -dijo Malone con voz suplicante.
– No me importa cómo haya sido. Yo sólo sé lo que ha ocurrido.
Y sé otra cosa.
Si su gente la encuentra con vida, los que van a morir seremos nosotros, no ella. Les conducirá directamente hasta la mujer de Brunner, que tal vez le oyera mencionar a Leo nuestros nombres en alguna ocasión. O tal vez conduzca a la policía directamente hasta nosotros.
Esta tía es probable que sepa más de lo que pensamos. No quiero correr ningún riesgo. Yo no quiero dejar mi vida en sus manos.
Apretó firmemente el arma y miró a Malone.
– No hay alternativa, muchacho, ¿acaso no lo comprendes? Lo hago también por ti.
Cuando haya muerto, todo eso será como si jamás hubiera ocurrido porque no habrá nadie que pueda decir que ocurrió.
Jamás tendremos que volver a preocuparnos. Podremos seguir viviendo. Todavía nos queda mucha vida por delante. Pero no podremos vivirla mientras esta perra esté viva y pueda señalarnos con el dedo.
Fue a adelantarse pero Malone extendió el brazo en un esfuerzo desesperado por impedirle el paso.
– No permitiré que la mates, Shiv. No puedes ejecutarla. No tenemos ningún derecho a quitarle la vida a nadie. Bastantes muertes ha habido ya.
– Apártate de mi camino.
– Shiv, sé razonable. Escúchame. Yo soy el responsable de toda esta situación. Yo me la inventé. Es mía.
Tú te uniste a mí por casualidad. Ya has conseguido bastante. No tienes derecho a hacer más. Yo soy responsable de la seguridad de Sharon Fields.
No puedes destruir lo que es mío. No te lo permitiré.
Mientras forcejeaba en un intento de impedir que Shively abandonara la estancia, notó súbitamente un objeto duro, comprimido contra sus costillas. Hizo una mueca y bajó la mirada.
Shively le estaba encañonando con la pistola y mantenía el índice apoyado sobre el gatillo.
– Muchacho, o estás de su lado o estás del mío. Dispongo de suficientes municiones como para despanzurrar a un oso.
Por consiguiente, decídete pronto si no quieres que tus restos se esparzan por toda esta habitación. Pórtate bien y no me des la lata si no quieres acabar igual que ella. -Miró despectivamente el brazo que Malone mantenía extendido y le ordenó-: Baja el brazo.
Malone notó la presión del arma contra sus costillas y bajó lentamente el brazo.
– Así está mejor, muchacho. Yo sé que puedes ser muy listo cuando el caso lo requiere.
Shively se adelantó unos pasos y después se detuvo. La expresión de crueldad de su rostro se desvaneció por unos momentos.
– Mira, muchacho, en momentos así no queda sitio para el sentimentalismo. Quien cuenta eres tú. El ejército me lo enseñó en el Vietnam y jamás he olvidado la lección.
Ahora yo entro allí y tú procura no pensar en ello. Vuelvo en seguida. Terminaré en menos de un segundo.
Ella ni siquiera se dará cuenta. Una bala y quedaremos libres.
Después la enterraremos, limpiaremos la casa, lo eliminaremos todo, incluidas las huellas digitales, nos dirigiremos al cacharro, nos largaremos de aquí y habrán terminado las vacaciones.
– Shiv, es una terrible equivocación. Por favor, no.
– Déjame hacer las cosas a mi modo. Tú no tienes nada que ver con eso. Te lo digo para que no sientas remordimiento. Del trabajo sucio me encargaré yo. ¿Por qué no vas a prepararte un buen trago?
Tras lo cual, Shively se volvió para dirigirse al corredor que conducía al dormitorio.
Malone se quedó clavado e inmovilizado donde estaba, como si, una vez más, se encontrara atrapado y perdido en las redes de un sueño.
Sharon Fields había estado viendo en la pantalla del televisor portátil -con el volumen muy bajo-el enjambre de policías uniformados del Topanga Canyon, había visto el traslado del cuerpo de Yost a la ambulancia y la desintegración de su última esperanza.
Era como si se encontrara junto a su propia tumba contemplando cómo bajaban su propio cadáver. Angustiada ante el inesperado sesgo que habían tomado los acontecimientos, estaba demasiado aturdida para poder imaginarse lo que había ocurrido.
Pero de una cosa estaba segura.
Félix y Nellie no podían haberla traicionado poniendo en peligro su vida y sacrificándola a aquel insensato y fallido intento de apresar vivo a uno de sus secuestradores.
Hubiera querido que Félix y Nellie recabaran la ayuda de la policía, claro, pero hubiera deseado que lo hicieran de una forma discreta e invisible para proteger su vida mientras no la encontraran.
Pero la policía había fracasado. Y todo el mundo lo sabía. Pensó en los tres supervivientes que había en las otras habitaciones de la casa. ¿Qué estarían haciendo? ¿Se habrían enterado? Mantenía una vez más la incrédula mirada pegada a la pantalla de televisión.
Mientras se esforzaba por escuchar los apenas audibles comentarios, en un intento de aferrarse a algo que pudiera resucitar su esperanza librándola de la sensación de sentencia inminente que estaba experimentando, escuchó un segundo sonido que poco a poco sustituyó al de la televisión y la distrajo.
Se esforzó por averiguar el origen del segundo sonido y lo descubrió intuitivamente. Alguien se estaba acercando a su puerta.
Las pisadas se iban acercando y resultaban tan siniestras y aterradoras como la primera noche en que las había oído antes de ser violada. Extendió la mano hacia el botón del aparato. Lo giró rápidamente a la izquierda y se borró la imagen de la pantalla.
Estaban abriendo la puerta y corriendo el pestillo. Indiferencia, indiferencia, como si no supiera nada de lo ocurrido.
Fue a sentarse rápidamente en la silla del tocador, buscó un cosmético cualquiera, encontró la barra de carmín y se la acercó temblorosa a los labios Se abrió la puerta y ella se volvió sonriendo con fingida sorpresa.
Shively estaba cruzando la estancia, y en aquellos momentos su asombro fue sincero y se mezcló con un temor que se esforzó por disimular, ya que, por primera vez, Shively no se había molestado en cerrar la puerta.
– Vaya, me estaba preguntando cuándo volverías -le dijo levantándose de la silla para saludarle, él se le estaba acercando sonriendo misteriosamente, con una mano metida en el bolsillo derecho del pantalón.
– Estás muy guapa, encanto -le dijo-. casi me había olvidado de lo guapa que eras.
Ella esperó pensando que iba a estrecharla entre sus brazos pero le vio detenerse a cosa de un metro y medio de distancia.
– ¿Es que ni siquiera vas a besarme? -le preguntó.
– Te tengo preparada otra cosa -contestó él sin dejar de sonreír.
– ¿De veras? -le preguntó ella aparentando coquetería-. ¿Podré adivinarlo?
– No sé. Tal vez sí. -La miró de arriba abajo-. Bueno, ya ha llegado el gran día. Voy a echarte de menos.
Ella se esforzó por averiguar si hablaba con sinceridad.
– Gracias. Y yo a ti también. -Vaciló-. Ya conoces la frase partir es morir un poco.
– Sí -dijo él mirándole la blusa con los ojos contraídos-. Lástima que todo haya terminado. -Hizo un gesto con la mano libre-. Estos pechos, no creo que vuelva a ver jamás otros iguales.
– En estos momentos son para ti si los quieres.
– Quítate la blusa, nena.
– Pues, claro.
Presa de la confusión, Sharon se desabrochó la blusa y se la quitó. Arrojándola al suelo, hizo ademán de desabrocharse el sujetador.
– ¿Cómo es posible que lleves eso?
– Me estaba vistiendo para mi regreso a casa, él la contempló en silencio mientras se quitaba el sujetador y lo dejaba caer al suelo.
Después la vio erguirse y echar los hombros hacia atrás, permitiéndole posar los ojos en sus blancos pechos y en los generosos pezones pardo rojizos.
Sharon observó que se le movían los finos labios y le preguntó inmediatamente:
– ¿Quieres que me lo quite todo? ¿Quieres que nos hagamos el amor?
La estaba mirando con ojos brillantes y su sonrisa se había trocado en una mueca.
– Me gustaría mucho, nena, pero ya no disponemos de tiempo. -Fijó la mirada en sus pechos desnudos-. Sólo quería echarles un último vistazo antes de irnos.
– ¿Acaso habéis cobrado ya el rescate? -le preguntó ella desconcertada-. ¿Vamos a irnos ahora?.
– No vamos a irnos. Voy a irme yo. Tú te quedas. -Su sonrisa había desaparecido-. Sabes que no hemos cobrado el rescate. Sabes que no tenemos nada. Sabes que mi compañero ha muerto. Sabes que tu gente nos ha traicionado, ha intentado engañarnos y no ha cumplido la parte del trato que le correspondía.
– No lo creo -dijo ella jadeando y acercándose las manos al pecho-. ¿Cómo podría saberlo?
– Lo “sabes” pequeña perra. -Shively se desplazó de lado y apoyó la palma de la mano sobre el televisor-. Aún está caliente. Sabes todo lo que ha ocurrido. Y también sabes por qué estoy aquí.
– Yo no -empezó a decir ella retrocediendo.
– El trato era el dinero o tu vida -le dijo Shively lentamente-. No hay dinero, pues, muy bien, no hay vida.
– ¿Qué estás diciendo? -empezó a decirle ella tartamudeando aterrorizada.
– Estoy diciendo que ojo por ojo. Justicia estoy diciendo. Por culpa tuya ha muerto Brunner. El viejo ha muerto.
Por culpa de los hijos de puta ricachones que trabajan para ti, Yost -sí, así se llamaba-, Yost ha muerto. Por consiguiente, sólo queda una persona que puede delatarnos y señalarnos con el dedo.
– No, te juro que no, yo no lo haré, te lo prometo, te lo juro. -dijo ella retrocediendo hacia la pared.
– No te esfuerces, -le dijo él despiadadamente-. Sabes que nos odias. Sabes que darías cualquier cosa con tal de echarnos el guante. Pero no te lo vamos a permitir, ¿comprendes?
Petrificada y sin poder hablar observó cómo extraía la mano del bolsillo. La mano que empuñaba un arma.
Levantando el arma en dirección a ella y acercando el índice al gatillo le dijo:
– Cierra los ojos. Ni siquiera te darás cuenta.
Ella, se comprimió contra la pared y se fue hundiendo lentamente hacia el suelo gimiendo y sin poder apartar la mirada del cañón metálico que la iba siguiendo, de aquel mortífero hocico que apuntaba contra su corazón.
Hubiera querido suplicarle, intentar explicarle, explicarle que no quería morir, que todavía no, ahora no, por favor.
En aquellos instantes la distrajo otro movimiento y sus ojos se desplazaron instintivamente hacia el mismo.
Detrás de su verdugo junto a la puerta, se encontraba el Soñador, Sharon ahogó un grito en la garganta en el momento en que la segunda e inesperada imagen se adelantaba con el brazo extendido blandiendo un largo cuchillo de cocina, como alguien que hubiera enloquecido.
Alertado por el movimiento de sus ojos, e inmediatamente consciente de que a su espalda estaba ocurriendo algo inesperado, Shively fue a volverse rápidamente dispuesto a utilizar el arma para defenderse.
En aquellos momentos, la hoja de acero descendió hundiéndose entre sus paletillas y desgarrándole la carne empujada hasta el fondo por la mano del Soñador. El arma de Shively se disparó contra el techo astillando una viga de madera. Sharon yacía tendida contra la pared, contemplando boquiabierta y sin dar crédito a sus ojos la escena que se estaba desarrollando ante su mirada como en cámara lenta.
Shively lanzó un grito estridente, abrió mucho los ojos, contrajo el rostro y abrió y cerró la boca al tiempo que la pistola se le escapaba de los dedos y caía ruidosamente al suelo.
Se adelantó tambaleándose y gruñendo y procurando arrancarse frenéticamente el cuchillo que le sobresalía de la espalda.
Después se desplomó lentamente de rodillas con los brazos colgantes y, al final, cayó de bruces.
Aterrada y fascinada, Sharon miró a Shively y después al Soñador, que permanecía de pie con la mano que había empuñado el cuchillo todavía en alto, y con una expresión como de incredulidad y repugnancia, incredulidad en relación con lo que había hecho y repugnancia a causa del espectáculo que tenía ante sus ojos.
Como un autómata empezó a retroceder y a experimentar involuntarios espasmos de vómito. Intentó vomitar pero no lo consiguió y entonces se cubrió la boca y después los ojos con las manos al ver que la sangre brotaba como un surtidor de la herida de la espalda de Shively.
Apretándose contra la pared y cubriéndose parcialmente los ojos, Sharon observó que la mano derecha de Shively serpeaba sobre el suelo.
Entonces se apartó las manos de los ojos y le miró estupefacta.
El animal yacía tendido frente a ella con la hoja del cuchillo sobresaliéndole de la espalda, con la cabeza ladeada y los ojos enrojecidos muy abiertos.
Le manaba de la boca un hilillo de sangre, pero lo más curioso era que estaba arrastrando la mano por el suelo.
Entonces Sharon comprendió la verdad. No había muerto. El animal aún vivía. Su fuerza resultaba increíble. Y sus dedos se estaban acercando a la pistola que sólo se encontraba a escasos centímetros de su mano.
Miró al Soñador que se encontraba al otro lado de la estancia, pero éste aún estaba luchando contra sus propias náuseas, presa de un incontenible acceso de tos.
Sharon comprendió instantáneamente que su vida estaba de nuevo en sus manos.
Quiso actuar, pero sus músculos estaban paralizados por el miedo y se negaban a obedecerle.
Volvió a mirar la mano de Shively que seguía serpeando y serpeando, a cinco centímetros, cuatro centímetros, tres centímetros del arma mortífera.
Se sobrepuso, se llenó de vida, se levantó del suelo y cruzó la estancia. Los dedos de Shively ya habían alcanzado a tocar la culata de la pistola pero, en aquellos momentos, ella se la apartó de la mano, de un puntapié y la envió contra la pared al lado de la mesa del tocador.
Aquel instintivo acto de defensa había sido un acto de recuperación.
Sharon advirtió que la sangre abandonaba su cabeza y que se reducía el martilleo de su corazón permitiéndole recuperar el dominio de sí misma.
Corrió apresuradamente hacia la mesa del tocador, se agachó y recogió el arma. Sin prestar atención al pobre muchacho del otro lado de la estancia, se volvió y avanzó lentamente hacia el sangrante y apuñalado cuerpo de Shively tendido en el suelo.
Con el arma en la mano se quedó de pie junto a él contemplando al monstruo herido, viendo cómo se le escapaba la sangre por delante y por detrás manándole de la boca en un hilillo y escapándosele a borbotones de la espalda.
Introdujo la punta del pie debajo de su cuerpo, le levantó parcialmente y después se apoyó con todo su peso y le giró de lado; él levantó confuso las pupilas de sus desorbitados ojos y, al final, la distinguió y la enfocó con la mirada.
Ella le estaba sonriendo. Shively murmuraba como si quisiera decir algo y ella se inclinó ligeramente para poder entender sus palabras. Estaba dirigiéndole un ruego.
– Déjeme, déjeme, déjeme vivir -graznó.
Sharon esbozó una ancha sonrisa y se irguió.
– Dímelo otra vez, cerdo. Implórame la vida. Implora como yo lo hice. Implora como yo imploré; él se esforzó por articular algunas palabras.
– Déjame vivir, yo no quería, Por favor, no, no…
– ¿Que no te deje sufrir? -le preguntó ella-.
No, no te dejaré sufrir. Te tendré más compasión de la que tú me tuviste. Acarició con el dedo el frío gatillo del revólver Colt.
Sin dejar de sonreír inclinó el cañón apuntándole a la cabeza y después le fue apuntando deliberadamente al pecho y al estómago hasta llegar a la bragadura.
Y se la encañonó con mano firme.
– Nooooo, -suplicó él. Pero su grito quedó ahogado por la ensordecedora explosión del disparo.
Silencio. La mitad del cuerpo la tenía desgarrada.
El cadáver, el suelo, todo estaba lleno de fragmentos de carne y huesos de Shively y del hedor de la muerte de su virilidad y su vida.
Ella se volvió, recogió pausadamente el sujetador y la blusa y, mirando al Soñador con el rabillo del ojo, posó la pistola sobre una silla.
Se puso tranquilamente el sujetador, se lo abrochó, se puso después la blusa abrochándosela también y, al final, recogió de nuevo el arma.
Observó que el Soñador se había recuperado, que había presenciado el “coup de grice” y la ejecución y que ahora ya estaba mirando con su rostro juvenil como envejecido.
Fue a acercarse a él, pero después se detuvo bruscamente y prestó atención. Se estaba escuchando un ruido, un ruido nuevo y conocido, el ruido de un helicóptero que se iba acercando cada vez más.
El Soñador lo escuchó también y apartó la mirada confuso, pero después volvió a posarla en Sharon.
Sharon comenzó a avanzar en dirección a él pero, al llegar a su lado, no se detuvo. Pasó de largo y cruzó la puerta por primera vez desde su cautiverio. Se detuvo brevemente para orientarse y después avanzó por el pasillo en dirección a la ventana.
Se detuvo junto a la misma y miró más allá del porche entre el bosquecillo y el arroyo.
Escuchó el repiqueteo cada vez más próximo del helicóptero y pudo distinguirlo a la grisácea luz del atardecer mientras descendía y se mantenía momentáneamente inmóvil.
Estaba claro que habían descubierto el emplazamiento del escondite ya que ahora el helicóptero estaba descendiendo rápidamente y sólo se encontraba a cosa de unos cien metros de distancia dirigiéndose hacia la zona llana que había al lado del bosquecillo.
Sin emocionarse lo más mínimo, Sharon observó que el helicóptero se disponía a aterrizar.
Adam, Malone se había quedado en el dormitorio, junto a la puerta, evitando mirar el cuerpo mutilado, castrado y sin vida de Shively, procurando recuperar la cordura y comprender el rápido sesgo que habían adquirido los acontecimientos de aquel día terrible y lo que él había hecho y lo que había hecho ella y lo que iba a ocurrirle.
Al final, cuando el rumor de las hélices del helicóptero le martilleó los tímpanos indicándole que todo estaba a punto de terminar, sacó fuerzas de flaqueza y abandonó el dormitorio.
La vio al fondo del pasillo junto a la ventana mirando tranquilamente a través de la misma.
Increíble, increíble. Experimentó el impulso de acercarse una vez más a ella. Avanzó lentamente, se detuvo a su lado y miró hacia el exterior.
El helicóptero blanco y azul estaba a punto de tomar tierra y Malone pudo distinguir las letras que aparecían pintadas en su fuselaje.
No le sorprendió que el helicóptero perteneciera al Departamento de Policía de Los Angeles.
Sabía que ya no disponía de tiempo. No podía irse a ningún sitio. No tenía la menor posibilidad de huida.
Además, aquél ya no era su país. Ella se había adueñado del territorio e impondría sus propias leyes.
Apartando la mirada de la ventana para contemplar por última vez su perfil, se sorprendió de que ella no estuviera mirando a sus salvadores sino a él.
Le estaba mirando con una fría y despectiva sonrisa de triunfo. Una sonrisa que revelaba algo que él no sabía. Había creído saberlo todo pero aquella sonrisa le estaba facilitando un dato que él desconocía.
Para Malone, se trató de un instante de descubrimiento de la verdad final. Sin los adornos de la fantasía, bajo la implacable luz de la realidad, le fue dado finalmente verla tal y como era.
Por primera vez la vio tal como era y no como él había querido que fuera. Vio claramente a Sharon Fields: una bruja tenaz y resistente.
Observó que sus labios se movían.
– Bueno, tú que eres tan aficionado al cine -le dijo-, ¿qué te parece? Le señaló el helicóptero.
Al final siempre acaban llegando los marinos, ¿verdad, hijito?
– Tú les has conducido hasta aquí, ¿verdad, Sharon? -le preguntó él sin dejar de mirarla.
– Eres más listo de lo que suponía.
– Tú me utilizaste para conseguir que los demás aceptaran la idea de pedir un rescate, ¿verdad?
– Muy listo.
– Mentiste al decir que me querías, ¿no es cierto? -Vaciló-. Tú no te quieres más que a ti misma, a ti y a nadie más y siempre te has querido, ¿no es cierto?
– Veo que estás a punto de doctorarte -repuso ella dirigiéndole una helada sonrisa-.
Te diré una cosa. He conocido a muchos hombres, estúpido, a muchísimos y jamás he conocido a ninguno que no fuera un cerdo. Tú incluido.
No fuiste más que uno de tantos. -Se detuvo-. Hace mucho tiempo que aprendí una cosa. Y es ésta: ¿Quién va a preocuparse por mí más que yo? Sharon Fields se apartó de la ventana y después se acercó de nuevo a ella.
El helicóptero acababa de aterrizar. La hélice había dejado de girar. Estaban abriendo la portezuela.
Vio a un oficial de policía con uniforme caqui agachado y dispuesto a saltar. Sharon Fields se apartó de la ventana.
– Hola y adiós, atontado -dijo encaminándose hacia la puerta principal.
La abrió, salió al porche y saludó con la mano al policía que estaba descendiendo del helicóptero.
Desconcertado y perdido, Malone miró a su alrededor buscando frenéticamente algún medio de escapar.
Sabía que era inútil porque ella ya se había reunido con la policía y pronto empezaría a contarles la historia. Sin embargo, le resultaba imposible quedarse allí.
Retrocedió, se agachó, se dirigió al salón y después corrió hacia el pequeño cuarto, el cuarto de baño y la pequeña estancia que les había servido de dormitorio temporal, abrió la puerta del cobertizo de los coches y salió al exterior por la parte de atrás de la vivienda.
Miró a su alrededor y descubrió un alto seto de alheñas -evidentemente un trabajo de jardinería debido al propietario ausente de aquel refugio-muy descuidado y frondoso.
Corrió hacia el mismo, se arrojó al suelo y se introdujo a gatas entre una abertura del denso follaje.
Oculto tras las hojas, se comprimió contra la roca que había a su espalda.
Estaba cayendo la noche y él se encontraba acorralado e impotente, temblando en la oscuridad en su calidad de último miembro del Club de los Admiradores, esperando lo inevitable y el final de su ya resquebrajado sueño.
Oculto allí en medio de la creciente oscuridad con los músculos entumecidos, los huesos rígidos y el juicio trastornado, no tenía la menor noción del tiempo que había transcurrido.
Media hora, una hora, tal vez más.
Le pareció que había transcurrido una eternidad antes de escuchar las voces de sus perseguidores y el ruido de la puerta del cobertizo al abrirse y antes de distinguir tres pares de pantalones uniformados y un par de torneadas piernas formando un grupo a cosa de unos cuatro metros de distancia.
La luz de una linterna estaba recorriendo el seto. Contuvo el aliento y cerró los ojos fuertemente mientras la luz se filtraba a través de los verdes arbustos casi iluminándole antes de pasar de largo.
Otra vez las voces.
– Bueno, creo que ya está todo arreglado -estaba diciendo una recia voz varonil-.
Me parece que esta noche no nos queda nada más por hacer, señorita Fields. Usted se ha encargado de todo.
¿Y dice que se encuentra bien?
– Me encuentro perfectamente bien, capitán Culpepper.
– ¿Y está segura de que no había otros cómplices, señorita Fields? Malone se acurrucó si cabe para evitar que se oyeran los apresurados latidos de su corazón.
Al final escuchó su respuesta, aquella voz gutural que tan característica le era.
– Estoy segura, capitán -estaba diciendo-. Había tres, no más y todos han muerto y les hemos ajustado, las cuentas.
– Muy bien, señorita Fields, muchas gracias. -Era de nuevo la voz del capitán Culpepper-. Creo que por ahora es suficiente.
– Malone adivinó que se estaban alejando porque la voz del capitán se estaba perdiendo-.
Debo decirle, señorita Fields, que es usted una muchacha extraordinaria. No sé de ninguna otra mujer capaz de sobrevivir a semejante suplicio como usted lo ha hecho.
Es todo lo que siempre había oído contar de usted. Bueno, creo que ya ha sufrido bastantes penalidades.
Es hora de que regrese a la civilización y a su casa. La trasladaremos directamente a Los Angeles en helicóptero para que pueda evitar a la prensa.
Les indicaremos por radio al señor Zigman y a la señorita Wright que se reúnan con nosotros en Bel Air.
Otra voz masculina.
– Capitán, ¿desea que me quede aquí esta noche?
– No, no creo, sargento. No es necesario. Enviaremos inmediatamente a un equipo para que levante el cadáver y mañana, cuando se haga de día, procuraremos localizar el otro cadáver.
Bueno, señorita Fields, ha sido un final feliz como en…
Se cerró la puerta y cesaron las voces.
Malone lanzó al final un suspiro de alivio. Era tarde, muy tarde, en realidad pasada ya la medianoche, cuando Adam Malone con todas las fibras de su ser debilitadas por la fatiga, descendió finalmente de las colinas y llegó a las afueras de Arlington.
No había descansado desde que el helicóptero de la policía había despegado alejándose y él había abandonado su escondite.
A excepción de los espectros de sus antiguos compañeros, pudo decirse que estuvo solo. Se encontraba solo en medio de la carnicería de Más a Tierra y todo aquello se le antojaba pavoroso y hubiera deseado dejarlo a sus espaldas cuanto antes.
Trabajando silenciosamente con rapidez y eficacia, recogió todos sus efectos personales, eliminó de todos los objetos cualquier señal susceptible de delatarle y se lo guardó todo en la bolsa de lona.
Dobló el saco de dormir.
Regresó temblando al dormitorio principal y al Lecho Celestial para echar un último vistazo y observó que el cadáver de Shively había sido cubierto con una sábana blanca.
Buscó la revista que le había prestado a Sharon, aquella de la que había eliminado su nombre, la rompió en pedazos y, junto con otras cosas susceptibles de delatarle, la arrojó al excusado y echó el agua.
Después, tomando unas cuantas toallitas, se encargó de llevar a cabo la labor más enojosa.
Tras procurar no eliminar las huellas digitales de Sharon, sin quitar el polvo de algunos lugares en los que sólo podrían encontrarse las huellas de ésta, recorrió una a una todas las estancias desde el dormitorio principal hasta la puerta del cobertizo de los coches, limpió cuidadosamente todas las superficies, todos los objetos, todos los muebles, y todos los utensilios de cocina en los que hubieran podido haber delatoras huellas digitales y al final se acordó de la maletita vacía que iba a dejar junto con el equipaje de los demás y la limpió también con sumo esmero.
Tras lo cual, con la bolsa conteniendo sus efectos personales colgada de un hombro y el saco de dormir colgado del otro, abandonó el refugio y se alejó del valle ascendiendo dificultosamente monte arriba.
Desde lo alto de la loma se detuvo una vez para mirar hacia atrás y contempló la oscura silueta de lo que había deseado que fuera su castillo y el territorio que había tenido intención de convertir en su bosque de ciervos.
Y después prosiguió su marcha alrededor del Mount Jalpan.
Al llegar al claro, se adentró en el bosquecillo y, no sin cierta dificultad, localizó el cacharro en la oscuridad retirando, del mismo, el camuflaje.
Colocó sus pertenencias en la parte de atrás del pequeño vehículo, lo sacó de su escondrijo y pisó el freno maniobrándolo de tal forma que los faros delanteros enfocaran el lugar en que había descubierto el cadáver de Leo Brunner.
Después descendió del vehículo, se acercó al cadáver de Brunner, lo asió por los tobillos y lo arrastró hasta el borde del claro donde pudiera verlo la policía cuando pasara por allí al día siguiente.
Más tarde o más temprano, los restos del viejo serían enterrados como es debido.
Respeto para los ancianos. Respeto para los muertos. Respeto para los respetables y para aquel que figuraría para siempre al lado de Armand Peltzer y el doctor Harvey Crippen en el Quién Es Quién de la criminalidad.
Tras lo cual abandonó el Mount Jalpan a bordo del cacharro, pasó frente a la Camp Peter Rock y se detuvo una vez para desprenderse de sus efectos personales y del saco de dormir arrojándolo todo a una profunda hondonada cubierta de maleza.
Poco antes de llegar al rancho McCarthy, desvió el cacharro de la carretera y avanzó con él por una zona rocosa e intransitada.
Allí aminoró la marcha y se adentró en una barranca.
Una vez abajo, apagó los faros y recorrió todo el interior del vehículo asegurándose de que no quedaba ninguna huella dactilar.
Y después abandonó la barranca, cruzó los campos en dirección a la carretera e inició el largo recorrido a través del rancho McCarthy para dirigirse a las carreteras que le alejarían de aquella zona montañosa y le conducirían a Arlington.
Al llegar a las afueras de la ciudad notó que se sentía hambriento y pensó brevemente en la conveniencia de buscar un sitio donde comer algo pero después llegó a la conclusión de que su estómago podía esperar.
A una manzana de distancia de la rampa de acceso a la carretera, se detuvo junto a la cuneta con el pulgar levantado en la esperanza de que alguien le recogiera y le llevara a Los Angeles.
A aquellas horas pasaban muy pocos vehículos y los pocos que pasaban, tras aminorar la marcha y percatarse de su aspecto, de su largo cabello enmarañado, de su barba y su estropeada chaqueta y pantalones vaqueros, decidían no detenerse.
Al cabo de más de una hora, un viejo Volvo conducido por un obeso universitario barbudo -hola, hermano, hola, hermano-le recogió y reanudó a toda prisa su viaje a Los Angeles.
El muchacho del volante no es que fuera precisamente muy hablador.
Tenía una "cassette" instalada bajo el tablero de instrumentos y estaba escuchando una cinta de larga duración de éxitos de jazz.
Canturreaba y se movía y, de vez en cuando, apartaba una mano del volante y se golpeaba la rodilla siguiendo el compás.
Al llegar a la ciudad, le preguntó a Malone que a dónde iba y Malone le contestó que a Santa Mónica.
El muchacho dijo que él iba a Westwood y que Santa Mónica casi le pillaba de paso.
A las dos menos cuarto de la madrugada, Malone descendió del vehículo a una distancia de dos manzanas de su casa.
Caminando solo por la desierta calle en dirección a su hogar, dejó finalmente de preguntarse por qué le habría Sharon perdonado la vida.
Dejó de preguntárselo porque, al final, había conseguido dar con la respuesta. En su calidad de aficionado al cine sabía, como sabía Sharon Fields, que si ésta deseaba desempeñar el papel de heroína y transformar aquel oscuro episodio de su vida en una romántica historia verosímil que le hiciera soportable la vida, en aquella historia tenía que haber un héroe e incluso un anti-héroe.
Lo comprendió. Al fin y a la postre, había resultado que ambos se parecían mucho.
Mientras se acercaba a su lugar de destino, comprendió que le quedaba por resolver otra cosa, una cosa que tenía que afrontar y reconocer.
Su experimento de alquimia no había dado resultado. El polvo de oro de la fantasía no podía convertirse en el ladrillo de oro que exigía la realidad.
La materia de los sueños era demasiado frágil y se evaporaba y desvanecía. En resumen, que había una frase, una cita que no debería olvidar cuando, dentro de uno o dos días, volviera a escribir en el Cuaderno de Notas de Adam Malone.
Se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y suspiró aliviado.
El cuaderno de notas estaba intacto. Ah, sí, la cita que tendría que anotar.
"En la vida hay dos tragedias -había dicho George Bernard Shaw-.
Una es no ver cumplido el deseo del propio corazón.
Y la otra verlo cumplido".
Llegó a su apartamento. Le resultó agradable. Entró y se dirigió a su habitación sabiendo que ella debía estar experimentando en aquellos instantes los mismos sentimientos que él experimentaba: sentimientos de gratitud por haber dejado a sus espaldas el doloroso, horrible y violento mundo de la realidad y haber regresado al eufórico y pacífico mundo de mentirijillas, al mejor de los mundos posibles en el que sucede cualquier cosa que quieras que suceda.
“Cuaderno de notas de Adam Malone-5 de julio”: He dormido toda la mañana.
Me he cortado el cabello con las tijeras. Después me he afeitado el bigote y la barba. Vuelvo a ser el de antes.
Me he pasado una tranquila y provechosa tarde poniéndome al día en la lectura de los periódicos atrasados.
Mientras echaba un vistazo a los últimos números de varias revistas cinematográficas, me ha llamado la atención un reportaje fotográfico publicado por una de ellas. Era un reportaje dedicado a un día de la vida de una joven actriz en ascenso, una muchacha pecosa, un hermoso símbolo sexual de veintidós años llamado Joan Dever.
No podía quitarle los ojos de encima. Es extraña, exquisita, volátil y obsesionante. En uno de los pies de fotografía se afirmaba que la señorita Dever será la heredera de Sharon Fields en el trono de Diosa de la Sexualidad Universal.
Debo confesar que estoy de acuerdo. Me fascina enormemente esta Joan Dever.
He decidido recortar este reportaje fotográfico. Y me dedicaré a coleccionar otras fotografías y reportajes. Creo que merece la pena no perderla de vista.
Claro, que no dispongo de mucho sitio en el archivador. De todos modos, creo que tengo demasiadas cosas de Sharon Fields.
Puedo librarme de buena parte de ellas en cuyo caso me quedaría sitio suficiente para Joan Dever.
En este momento en que escribo, se me acaba de ocurrir una idea pensando en Joan. La idea es ¿Merecerá la pena que resucite para ella el "Fan Club"? Me siento una vez más rebosante de emoción y determinación.